Ellis, Bret Easton - Los Confidentes
Ellis, Bret Easton - Los Confidentes
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Los confidentes
BRET EASTON ELLIS Los confidentes
ISBN: 84-663-0138-0
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JOHN FANTE
Pregúntale al polvo
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BRUCE LLAMA DESDE MULHOLLAND
Bruce, colocado y bronceado por el sol, llama desde Los Angeles y me dice
que lo siente. Me dice que siente no estar conmigo aquí, en el campus. Me
dice que tenía razón yo, que debería haber venido al curso intensivo de este
verano, y me dice que siente no estar en New Hampshire y que siente no
haberme llamado desde hace una semana y yo le pregunto qué anda
haciendo por Los Ángeles y no menciono que han pasado dos meses.
Bruce me dice que las cosas han ido mal desde que Robert dejó el
apartamento que compartían en la esquina de la Cincuenta y seis con Park y
se fue con su padrastro a hacer un viaje en balsa por aguas bravas, por el
río Colorado, dejando a Lauren, su novia, que también vive en el
apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park, sola con Bruce, juntos
los dos durante un mes. Yo no conozco a Lauren pero sé qué tipo de chicas
atrae a Robert y tengo muy claro qué aspecto debe de tener, y luego pienso
en las chicas a quienes puede gustarles Robert, guapas, de esas que hacen
como que ignoran el hecho de que Robert, a los veintidós años, tiene unos
trescientos millones de dólares, e imagino a esa chica, Lauren, tumbada en
el futón de Robert, con la cabeza echada hacia atrás, y a Bruce moviéndose
lentamente encima de ella, mientras cierra los ojos con fuerza.
Bruce me dice que la cosa empezó una semana después de que se fuera
Roben. Bruce y Lauren habían ido al Café Central y después de devolver lo
que habían pedido de comer y de decidir tomar sólo unas copas, estuvieron
de acuerdo en que lo suyo sería sólo cuestión de sexo. Que aquello pasaba
únicamente porque Robert se había ido al Oeste. Se dijeron uno al otro que,
de hecho, no existía atracción mutua aparte de la física, y luego volvieron al
apartamento de Robert y se acostaron. El asunto siguió así, me dice Bruce,
durante una semana, hasta que Lauren empezó a salir con un magnate de la
propiedad inmobiliaria, de veintitrés años, que tiene unos dos mil millones
de dólares.
Bruce me dice que no se enfadó por culpa de eso. Pero que se sentía
«ligeramente molesto» el fin de semana en que se presentó Marshall, el
hermano de Lauren, que acababa de graduarse, y se quedó en el
apartamento de Robert, de la esquina de la Cincuenta y seis con Park. Bruce
me dice que la cosa entre él y Marshall se prolongó sencillamente porque
Marshall se quedó más tiempo. Marshall se quedó semana y media. Y luego
Marshall volvió al piso que tenía su ex novio en el SoHo, cuando su ex novio,
un joven marchante de arte que tiene de unos dos a tres millones, dijo que
quería que Marshall pintara tres columnas de adorno en el piso que
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compartían en Grand Street. Marshall tiene unos cuatro mil dólares y algo
suelto.
Eso fue durante el período en que Lauren trasladó todos sus muebles (y
algunos de los de Robert) a la casa que tenía en la Trump Tower el magnate
de la inmobiliaria, el de veintitrés años. Durante ese período fue también
cuando los dos carísimos lagartos egipcios de Robert aparentemente
comieron unas cucarachas envenenadas y los encontraron muertos, uno
debajo del sofá del cuarto de estar, sin cola, el otro despatarrado encima del
Betamax de Robert. El grande costó cinco mil dólares; el pequeño había sido
un regalo. Pero como Roben se encontraba en alguna parte del Gran Cañón,
no había modo de ponerse en contacto con él. Bruce me cuenta que por eso
dejó el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park y se fue a casa
de Reynolds, en Los Angeles, en la parte alta de Mulholland, mientras
Reynolds, que más o menos tiene, según Bruce, lo que valen un par de
falafels en PitaHut, sin incluir la bebida, está en Las Cruces.
Yo no digo nada.
—¿Me estás escuchando? —pregunta.
—Sí —susurro yo.
—Oye, ¿no hay interferencias? —pregunta.
Yo estoy mirando fijamente un dibujo: una taza de capuccino rebosante de
espuma y debajo de ella dos palabras garabateadas en negro: el futuro.
—Tranqui —dice Bruce, finalmente, con un suspiro.
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UN MOMENTO DE CALMA
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—No te importa.
—¿El que haya muerto? —pregunta Dirk—. Lleva un año muerto,
Raymond.
—Me resulta increíble que te importe un pijo, eso es todo.
—Si que me importe un pijo significa estar aquí llorando como un marica
por ello... —Dick suspira, luego añade—: Mira, Raymond, de eso ya hace
mucho tiempo.
—Sólo hace un año —dice Raymond.
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Volvemos a la mesa los dos y tratamos de comer un poco pero todo está
frío, y mi ensalada ha desaparecido. Raymond pide una botella de vino
bueno y el camarero la trae con cuatro copas y Raymond propone un
brindis. Y después de tener llenas las copas nos apremia para que las
alcemos y Dirk nos mira como si estuviéramos locos y se niega, vaciando la
suya de un trago, antes de que Raymond diga algo como: «Por ti, colega, te
echamos mucho de menos.» Yo alzo mi copa sintiéndome como un estúpido
y Raymond me mira, con la cara hinchada, sonriente, con pinta de pirado, y
en este momento de calma, cuando Raymond alza su copa y Graham se
levanta a hacer una llamada telefónica, me acuerdo de Jamie, de repente y
con tanta claridad que parece como si el coche no se hubiera salido de la
autopista aquella noche en el desierto. Casi parece como si el tonto del culo
estuviera aquí, con nosotros, y que si me diera la vuelta, estaría sentado ahí
mismo, también con la copa alzada, sonriendo, moviendo la cabeza y
murmurando la palabra «idiotas».
Doy un sorbo, al principio con cuidado, temeroso de que el sorbo sirva
para sellar algo.
—Lo siento —dice Dirk—. Sólo es... es que no puedo.
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LA ESCALERA MECÁNICA
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estómago enrojezca.
borde del Jacuzzi y alguien canta Nuestro amor está en peligro y yo espero
que el sonido de la fronda de las palmeras a las que mueve el cálido viento
llevará la música hasta el jardín de los Sutton. Me intriga lo intensa que
parece ser la concentración del chico que se ocupa de la piscina, lo
suavemente que se mueve el agua cuando pasa la red por ella, el modo en
que vacía la red con que ha atrapado hojas y libélulas multicolores que
parecen ensuciar la resplandeciente superficie del agua. El chico abre un
desagüe y los músculos de su brazo se flexionan, levemente, sólo durante un
momento. Y yo sigo mirando, paralizada, mientras él rebusca dentro del
agujero redondo y empieza a sacar algo del agujero, con los músculos de los
brazos momentáneamente flexionados de nuevo, y tiene el pelo rubio y
alborotado por el viento, con vetas más claras debido al sol, y cambio de
postura en la tumbona, sin apartar la vista.
El chico empieza a levantar el brazo del desagüe y saca dos grandes trapos
grises que deja, goteando, en el cemento, y los mira fijamente. Mira fijamente
los trapos durante mucho rato. Y luego se dirige hacia mí. Durante un
momento siento pánico, me ajusto las gafas de sol, busco el aceite
bronceador. El chico avanza lentamente hacia mí y el sol cae con fuerza y yo
separo las piernas y me froto con aceite el interior de los muslos y luego las
piernas, rodillas, tobillos. El chico está parado junto a mí. El Valium que
tomé antes lo distorsiona todo, hace que los fondos se muevan de un modo
ondulante. Una sombra me tapa la cara y eso me permite alzar la vista hacia
el chico y en el estéreo portátil oigo Nuestro amor está en peligro y el chico
abre la boca, los labios gruesos, los dientes blancos y limpios, y noto la
abrumadora necesidad de que me pida que vaya a la furgoneta blanca
aparcada al fondo del camino de entrada y que me ordene que me pierda en
el desierto con él. Sus manos, que huelen a cloro, me extenderían el aceite
por la espalda, el estómago, el cuello, y mientras me mira desde arriba con la
música de rock procedente del casete y las palmeras agitadas por un
ardiente viento del desierto y el resplandor del sol brillando en la superficie
del agua azul de la piscina, me pongo tensa y espero que me diga algo, lo
que sea, que suspire, que gima. Contengo la respiración, miro fijamente los
ojos del chico, protegida por las gafas de sol, temblorosa.
—Tiene dos ratas muertas en el desagüe.
Yo no digo nada.
—Ratas. Dos ratas muertas. Quedaron atrapadas en el desagüe o a lo
mejor cayeron, quién sabe. —Me mira sin expresión.
—¿Por qué... me cuentas... eso? —pregunto.
Se queda allí quieto, esperando que le diga algo más. Me quito las gafas de
sol y miro hacia las cosas grises cerca del Jacuzzi.
—Llévatelas de aquí —consigo decir, bajando la vista.
—Sí, vale —dice el chico, con las manos en los bolsillos—. Es que no
entiendo cómo quedaron atrapadas ahí.
La afirmación, de hecho una pregunta, la pronuncia de un modo tan
lánguido que aunque no exige respuesta, le digo:
—Nunca lo sabremos... supongo.
Estoy mirando la portada de un ejemplar del Los Angeles Magazine. Un
enorme arco de agua se alza hacia el cielo, un surtidor azul y verde y blanco.
—A las ratas les da miedo el agua —me está diciendo el chico.
—Sí —digo yo—. Eso he oído. Lo sé.
El chico regresa adonde están las ratas ahogadas y las agarra por unos
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rabos que deberían ser rosa pero que desde donde yo me encuentro veo que
son azul claro y las mete en lo que creo que era su caja de herramientas y
luego, para librarme de la idea del chico con las ratas, abro el Los Angeles
Magazine y busco el artículo sobre el surtidor de la portada.
Llamo a Martin.
—¿Diga? —responde otro chico. —¿Martin? —pregunto de todos
modos. —No, lo siento. Hago una pausa.
—¿No está Martin?
—Un momento, voy a ver.
Oigo que deja el teléfono y trato de reírme ante la idea de que alguien, un
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actriz mira sin parar a William siempre que éste se encuentra en la mesa y
sé que la actriz se ha acostado con William y que la actriz sabe que yo lo sé y
cuando se cruzan nuestras miradas durante un momento, un accidente, las
dos apartamos la vista bruscamente.
Susan se pone a tararear una canción para sí misma mientras tamborilea
con los dedos en la mesa. Graham enciende un pitillo, sin que le importe que
digamos algo, y sus ojos, enrojecidos y medio cerrados, se le humedecen
durante un momento.
—Mi coche hace algo así como un ruido raro —dice Susan—. Creo que
será mejor que lo revise. —Pasa los dedos por la montura de sus gafas de
sol.
—Desde luego, si hace un ruido raro, debes mirarlo —digo yo.
—Bueno, o sea, es que lo voy a necesitar. Voy a ver a los Psychedelic Furs,
en el Civic, el viernes, y tengo que llevar mi coche como sea, oyes. —Susan
mira a Graham—. Si es que Graham me ha conseguido las entradas.
—Sí, te he conseguido las entradas —dice Graham, con lo que suena como
a gran esfuerzo—. Y ya te vale de decir «o sea».
—¿De dónde las has sacado? —pregunta Susan, tamborileando con los
dedos.
—De Julian.
—No, de Julian no.
—¿Y por qué no? —Graham trata de sonar a fastidio, pero suena a
cansado.
—Es un colgado, está pasado a todas horas. Probablemente habrá ligado
unas entradas asquerosas. Está pasado a todas horas —repite Susan. Deja
de tamborilear, mira directamente a Graham—. Igualito que tú.
Graham asiente lentamente con la cabeza y no dice nada. Antes de que
pueda decirle que no discuta con su hermana, él dice:
—Sí, igualito que yo.
—Julian vende heroína —dice Susan, como quien no quiere la cosa.
Le echo una ojeada a la actriz cuya mano aprieta el muslo del surfista
mientras éste come pizza.
—También es chapero —añade Susan.
Una larga pausa.
—Eso... ¿está dirigido a mí? —pregunto, suavemente.
—Eso es una tremenda mentira —consigue decir Graham—. ¿Quién te
contó eso? ¿Esa puta de Valley? ¿Sharon Wheeler?
—Nada de eso. Sé que el dueño del Seven Seas se acuesta con él y que
ahora Julian entra gratis y tiene toda la coca que quiere. —Susan suspira,
sonríe cansinamente—. Además, resulta irónico que los dos tengan herpes.
Esto hace que Graham se ría por algún motivo y dé una calada a su pitillo
y diga:
—Julian no tiene herpes y no se lo contagió el dueño del Seven Seas. —
Pausa, expulsa el humo, luego—: Tiene una enfermedad venérea por culpa
de Dominique Dentrel.
William se sienta.
—Dios santo, mis hijos están hablando de «éxtasis» y de maricas, vaya por
Dios... quítate esas malditas gafas de sol, Susan. Estamos en Spago, no en
el jodido club de la playa. —William termina la botella de un vino espumoso
que por lo visto había perdido el gas unos veinte minutos antes. Nos lanza
una ojeada a la actriz y a mí y dice—: Vamos a ir a la fiesta de los Schrawtz
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2 Las palabras en cursiva y seguidas de un asterisco, en castellano en el original. (N. del T.)
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empieza a frenar ante los semáforos en amarillo y luego se detiene del todo
cuando se ponen rojos, del cuidado con que conduce el coche por la
carretera. Supongo que Graham se dirige a casa, pero cuando pasa
Robertson, le sigo.
Graham sigue por Wilshire hasta que gira a la derecha por una calle
lateral, después de atravesar Santa Monica. Me detengo en una estación de
servicio Mobil y le observo mientras se detiene en el camino de entrada de
un enorme edificio de apartamentos blanco. Aparca el Porsche detrás de un
Ferrari rojo y se apea, pasea la vista alrededor. Me pongo las gafas de sol,
subo el cristal de la ventanilla. Graham llama con los nudillos en la puerta
de uno de los apartamentos que dan a la calle y el chico que estaba a
principios de semana en la cocina de casa, el que miraba la piscina, abre la
puerta y Graham entra y se cierra la puerta. Graham sale de la casa veinte
minutos después en compañía del chico que sólo lleva puestos unos shorts,
y se estrechan la mano. Graham se tambalea camino de su coche, dejando
caer las llaves. Se agacha para recogerlas y después de tres intentos por fin
las agarra. Se sube al Porsche, cierra la puerta y se mira el regazo. Luego se
lleva el dedo a la boca y se lo chupa, levemente. Satisfecho, vuelve a bajar la
vista hacia el regazo, mete algo en la guantera y se aleja del Ferrari marcha
atrás y luego continúa por Wilshire.
De repente dan unos golpecitos en la ventanilla del acompañante y yo
levanto la vista, sobresaltada. Es un guapo empleado de la estación de
servicio que me pide que mueva el coche, y cuando arranco, en mi línea de
visión se interpone una imagen de cuya validez tengo alguna duda: Graham
en la fiesta de su sexto cumpleaños, con unos pantalones cortos grises, una
camisa cara, mocasines, apagando todas las velas de una tarta de
cumpleaños de los Picapiedra y William sacando un triciclo Big Wheel del
maletero de un Cadillac plateado y un fotógrafo haciéndole una foto a
Graham montado en el Big Wheel en el camino de entrada a casa, en la
pradera y finalmente junto a la piscina. Mientras conduzco por Wilshire
intento recordar algo más, pero no puedo, y cuando llego a casa no está el
coche de Graham.
grande. Los Beach Boys están cantando No sería agradable. Doy una calada
a su pitillo y alzo la vista hacia Martín que está muy bronceado y es fuerte y
joven y tiene unos ojos azules que son tan imprecisos e inexpresivos que es
imposible que no encandilen. En la pantalla del televisor hay una mazorca
de maíz en blanco y negro y debajo de la mazorca las palabras «Muy
importante».
—¿Estuviste ayer en la playa? —pregunto.
—No. —Sonríe—. ¿Por qué? ¿Creíste verme allí?
—No. Sólo lo suponía.
—Soy el que está más moreno de mi familia.
Tiene como media erección y me coge la mano y la coloca en torno al
glande, guiñándome el ojo sarcásticamente. Quito la mano y le paso los
dedos por el estómago y el pecho y luego le toco los labios y él se echa hacia
atrás.
—Me pregunto qué pensarían tus padres si supieran que una amiga suya
se acuesta con su hijo —murmuro.
—Tú no eres amiga de mis padres —dice Martin, dejando de sonreír
durante un instante.
—No, sólo juego al tenis con tu madre dos veces por semana.
—Ya me gustaría saber quién es la que gana esos partidos. —Pone los ojos
en blanco—. No quiero hablar de mi madre. —Trata de besarme. Yo le aparto
y él se queda tumbado allí y se pone a toquetearse y tararea la letra de otra
canción de los Beach Boys.
—¿Sabías que tengo un peluquero que se llama Lance y que Lance es
homosexual? Creo que tú dirías que es «un homosexual total». Se maquilla y
se pone joyas y habla muy afectadamente y constantemente me habla de sus
jóvenes novios y es afeminado en grado extremo. De todos modos, fui hoy a
su peluquería porque esta noche tengo que asistir a la fiesta de los
Schrawtz, de modo que entré en el local y le dije a Lillian, la mujer que
concierta las citas, que tenía hora con Lance y Lillian dijo que Lance se
había tomado la semana libre y yo me quedé muy decepcionada y dije:
«Bueno, pues nadie me lo había dicho», y luego: «¿Dónde está Lance?
¿Haciendo un crucero o algo así?», y Lillian me miró y dijo: «No, no está
haciendo un crucero ni nada de eso. Su hijo se mató en un accidente de
coche cerca de Las Vegas ayer por la noche», y yo volví a concertar otra cita y
salí de la peluquería. —Miro a Martin—. ¿No lo encuentras extraño?
Martin está mirando al techo y luego me mira a mí y dice:
—Sí, extraño de verdad. —Se levanta de la cama.
—¿Adonde vas? —pregunto.
Se pone los calzoncillos.
—Tengo clase a las cuatro.
—¿Y no puedes faltar?
Martin se sube la cremallera de sus vaqueros desgastados y se pone un
polo y unas playeras y cuando yo me siento en el borde de la cama,
cepillándome el pelo, él se sienta a mi lado y, con una sonrisa muy juvenil,
pregunta:
—Pequeña, ¿me podrías prestar sesenta pavos? Tengo que pagarle a un
tipo las entradas para Billy Idol y se me olvidó ir al cajero automático y me
encuentro en un lío... —La voz se le apaga.
—Sí. —Busco en mi bolso y le doy a Martin cuatro billetes de veinte y él
me besa en el cuello y dice, como por cumplir:
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: Sí.
William se dirige al armario y coge una camisa.
—La verdad es que pensaba que no era cierto. Se me ocurrió que a lo
mejor el Demerol la afectaba o algo —dice, secamente. Me pongo a
cepillarme el pelo con toques rápidos y breves—. ¿Por qué? —pregunta,
curioso.
—No lo sé —digo yo—. Creo que no era capaz de hablar con ella.
—¿Le colgaste el teléfono a tu propia madre? —Se ríe.
—Sí. —Dejo el cepillo del pelo—. ¿Por qué te interesa tanto? —pregunto,
súbitamente deprimida por el hecho de que el Jaguar tenga que estar en el
taller cerca de una semana. William se limita a estar allí parado.
—¿Es que no quieres a tu madre? —pregunta, subiéndose la cremallera de
los pantalones, luego se abrocha un cinturón Gucci—. Por Dios bendito, ¿es
que no te das cuenta de que se está muriendo de cáncer?
—Estoy cansada. Por favor, William —digo.
—¿Y me quieres a mí? —pregunta él.
Se vuelve a dirigir al armario y saca una chaqueta.
—No. Creo que no. —Pronuncio estas palabras con claridad y me encojo
de hombros—. Ya no.
—¿Y a tus puñeteros hijos? —Suspira.
—Nuestros puñeteros hijos.
—Nuestros puñeteros hijos. No te pongas tan pesada.
—Creo que tampoco —digo—. No estoy... segura.
—¿Por qué no? —pregunta él, sentándose en la cama y poniéndose unos
mocasines.
—Porque... —Miro a William—. No los conozco.
—Vamos a ver, pequeña, eso es una evasiva —dice él, en tono de burla—.
Yo creía que eras de las que decían que es más fácil que a uno le gusten los
desconocidos.
—No —digo yo—. Eras tú el que lo decías y con relación al follar.
—Bien, pues como no parece que tengas ningún apego a nadie con quien
no follas, creo que estamos de acuerdo en eso. —Se hace el nudo de la
corbata.
—Estoy temblando —digo yo, confundida por el último comentario de
William, preguntándome si me habré perdido una parte de su frase.
—Por el amor de Dios, necesito un pico —dice él—. ¿Podrías prepararme
tú la jeringuilla? La insulina está ahí —dice, haciendo un gesto. Se quita la
chaqueta, se desabrocha la camisa.
Mientras lleno una jeringuilla de plástico con insulina, tengo que resistir
el impulso de llenarla de aire y luego clavársela en una vena y ver cómo se le
contrae la cara, cómo se derrumba el cuerpo al suelo. Lleno la jeringuilla de
insulina. Él deja al aire el antebrazo. Cuando clavo la aguja, digo:
—Eres un cabrón.
William mira al suelo y dice:
—No tengo ganas de seguir hablando.
Terminamos de vestirnos, en silencio, y luego salimos en dirección a la
fiesta.
Mientras vamos en coche por Sunset con William al volante, un vaso de
vodka sujeto entre sus piernas y el techo abierto y un viento ardiente
soplando y un sol naranja poniéndose a lo lejos, le toco la mano con la que
sujeta el volante y él la aparta y se lleva el vaso de vodka a la boca y cuando
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EN LAS ISLAS
Estoy mirando a mi hijo por el cristal de la ventana del quinto piso del
edificio de oficinas del que soy dueño. Hace cola con otra persona para ver
La fuerza del cariño, una película que proyectan al otro lado de la plaza
donde yo trabajo. No deja de alzar la vista hacia la ventana detrás de la cual
estoy parapetado. Hablo por teléfono con Lynch, que me relata los términos
definitivos de un contrato en el que trabajamos la semana pasada en Nueva
York aunque de hecho yo no le escucho. Miro a través del cristal, contento
de que Tim no me pueda ver, de que no nos podamos saludar con la mano.
Su amigo y él se limitan a hacer cola para entrar. Su amigo, creo que se
llama Sam o Graham o algo así, se parece mucho a Tim: alto, rubio y
bronceado, los dos con pantalones vaqueros desgastados y camisetas rojas
de la USC. Tim vuelve a alzar la vista hacia la ventana. Yo levanto la mano
deslizándola por el cristal sorprendentemente frío y la mantengo así. Lynch
dice que como es Acción de Gracias a lo mejor me apetece reunirme con
O'Brien, Davies y él para ir a Las Cruces de pesca este fin de semana. Le
digo a Lynch que me llevo a Tim a pasar cuatro días en Hawai. Graham le
susurra algo a Tim en el oído y los movimientos de Graham y la sonrisa que
sigue casi me parecen lascivos y se me pasa por la cabeza la idea de que se
acuestan juntos y Lynch dice que a lo mejor hablamos otra vez después de
que yo vuelva de Hawai. Cuelgo, apartando la mano de la ventana. Tim
enciende un pitillo y vuelve a alzar la vista hacia mi ventana. Yo me quedo
allí, mirándole fijamente, con ganas de que no fume. Entonces Kay me grita
desde su mesa:
—¿Les? Tienes a Fitzhugh en la línea tres.
Le digo a la chica que no estoy y me quedo junto a la ventana hasta que la
fila va entrando y Tim desaparece por las puertas del vestíbulo y cuando me
marcho pronto del despacho, hacia las cuatro, y estoy en el aparcamiento
subterráneo, me apoyo en un Ferrari plateado y me aflojo la corbata, con las
manos temblorosas debido al esfuerzo que me exige abrir la puerta del
coche, y luego me marcho de Century City.
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—No demasiado.
—¿No?
—Más o menos. ¿Cuándo sale el avión?
—A las doce en punto —digo yo, como quien no quiere la cosa.
—Oh —dice él.
—¿Qué tal anda el Porsche? —pregunto, al cabo de un rato.
—Bien, bien. Anda bien —concede, encogiéndose de hombros.
—Estupendo.
—¿Y qué tal... el Ferrari?
—Bien, aunque ya sabes, Tim, es una pena usarlo en la ciudad —digo yo,
agitando mi vaso y haciendo tintinear el hielo—. No lo puedo conducir tan
rápido como quisiera.
—Claro. —Piensa en eso, asintiendo con la cabeza.
La limusina entra en la autopista y empieza a tomar velocidad. La cinta de
Sondheim termina.
—¿Quieres oír algo? —pregunto.
—¿Cómo? —pregunta, nervioso.
—Que si quieres oír algo de música.
—Oh. —Piensa en ello, todavía más nervioso—. Bueno, como tú quieras.
Sé que quiere oír algo de modo que enciendo la radio y encuentro una
emisora de rock duro.
—¿Te apetece oír esto? —pregunto, sonriendo, subiendo el volumen..
—Da lo mismo —dice él, mirando por la ventanilla—. Está bien.
No me gusta nada este tipo de música y me cuesta mucho esfuerzo y otro
vaso de vodka no poner de nuevo la cinta de Sondheim. El vodka no me está
haciendo el efecto esperado.
—¿Quiénes son? —pregunto, haciendo un gesto hacia la radio.
—Bueno, creo que son Devo —dice Tim.
—¿Quiénes? —Le he oído.
—Un grupo que se llama Devo.
—¿Devo?
—Sí.
—Devo.
—Eso es —dice él, mirándome como si yo fuera idiota.
—Muy bien. —Me echo hacia atrás en el asiento.
Devo termina. Suena otra canción todavía más estruendosa.
—¿Quiénes son? —pregunto.
Él me mira, se pone las gafas de sol y dice:
—Missing Persons.
—¿Missing Persons? ¿Personas desaparecidas, quieres decir? —pregunto.
—Sí. —Se ríe un poco.
Asiento con la cabeza y bajo uno de los cristales ahumados.
Tim da un sorbo a su vaso y luego lo vuelve a dejar en el regazo.
—¿Estuviste ayer en Century City? —le pregunto.
—No. No estuve —dice sin entonación, sin emoción.
—Oh —digo yo, terminando mi copa.
Por fin se acaba la canción de Missing Persons. Interviene el locutor, que
hace una broma, diciendo tonterías sobre unas entradas gratis para el
concierto de fin de año que tendrá lugar en Anaheim.
—¿Trajiste tu raqueta? —pregunto, sabiendo que la traía, pues había visto
que Chuck la metía en el maletero.
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Cuando nos bajamos del avión, una chica hawaiana de rostro dulce nos
pone dos lei de color púrpura alrededor del cuello y nos encontramos con el
chófer a la salida y se hace cargo de nuestro equipaje y nos sentamos en la
limusina, sin hablar mucho, mirándonos apenas el uno al otro, y mientras
vamos en el vehículo atravesando la humedad de la tarde a lo largo de la
costa, Tim juguetea con la radio y sólo consigue encontrar una emisora de
Hilo que pone antiguas canciones de los años 60. Miro a Tim y Mary Wells
empieza a cantar Mi chico y él se limita a seguir allí sentado con el lei
púrpura, que ya empieza a ponerse marrón, colgándole del cuello, con unos
ojos inexpresivos que miran tristemente por las ventanillas de cristales
ahumados, que observan la tierra verde, mientras sigue todavía agarrando
con fuerza el GQ y me pregunto si estoy haciendo bien las cosas. Tim me
devuelve la mirada y yo aparto la vista y una imaginaria sensación de paz
nos invade tranquilamente a los dos, respondiendo a mi pregunta.
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Por la razón que sea, se está mejor en la playa. El océano nos tranquiliza,
la arena reconforta. Somos atentos el uno con el otro. Nos tendemos uno al
lado del otro en sendas tumbonas debajo de dos palmeras de la arena. Tim
lee un libro de bolsillo de Stephen King que compró en la tienda del hotel y
escucha su walkman. Yo leo Hawai, levantando la cabeza de vez en cuando,
concentrado en el calor del sol, la arena caliente, el olor a ron y loción para
el sol y sal. Darlene pasa por delante y saluda con la mano. Le devuelvo el
saludo. Tim se baja las gafas de sol.
—Fuiste bastante brusco ayer por la noche —le digo.
Tim se encoge de hombros en plan catatónico y se vuelve a ajustar las
gafas de sol. No estoy seguro de que haya oído lo que dije por culpa del
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—¿Sabíais que Robert Waters anda por aquí? —nos pregunta Rachel.
—¿Quién? —pregunta Tim, hoscamente.
—Vamos, Tim —digo yo—. Robert Waters. Trabaja en Patrulla de vuelo,
esa serie de la tele.
—Me parece que no veo demasiado la tele —dice Tim.
—Sí, debe de ser eso —digo yo, resoplando.
—¿No sabes quién es Robert Waters? —le pregunta Rachel.
—No, no lo sé —dice Tim, con tono áspero—. ¿Y tú?
—De hecho, yo le conocí el año pasado en la toma de posesión de Reagan
—dice Rachel, y luego—: Dios santo, yo creía que todo el mundo sabía quién
es Robert Waters. —Sacude la cabeza, divertida.
—Pues yo no lo sé —dice Tim, evidentemente irritado—. ¿Pasa algo?
—Bueno, resulta un tanto embarazoso. —Rachel sonríe, baja la vista.
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pianista, de uno de los maricas, de una pareja de viejos que bailan entrando
y saliendo del comedor.
—¿Qué es lo que le pasa? —pregunta Rachel.
No nos decimos nada más y escuchamos al pianista y las conversaciones
apagadas que salen del comedor, el sonido de fondo de las olas que rompen
en la orilla. Rachel termina una copa que no recuerdo que haya pedido. Yo
firmo la cuenta.
—Buenas noches —dice ella—. Gracias por la cena.
—¿Adonde vas? —le pregunto.
—Por favor, dile a Tim que lo siento. —Empieza a alejarse.
—Rachel —digo yo.
—Nos veremos mañana.
—Rachel..
Sale del comedor.
Paseo por los alrededores del hotel durante largo rato y por fin termino
sentado en un pequeño banco que da al mar, junto a un foco que brilla en el
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agua. Dos mantas, atraídas por la intensa luz, nadan trazando círculos,
formando olas con sus aletas. No hay nadie más mirando las mantas y yo
clavo fijamente la vista en ellas durante lo que parece mucho tiempo. La
Luna está alta y es pálida y brillante. Un loro grazna en el hotel. Estoy a
punto de ir a recepción para que me cambien a otra habitación cuando oigo
una voz a mis espaldas.
—Manta birostris, llamada también manta a secas. —Rachel sale de la
oscuridad, lleva una ajustada camiseta con las palabras LOS ÁNGELES, y la
flor de antes todavía en el pelo—. Son parientes de los tiburones y las rayas.
Viven en las aguas cálidas del océano. Pasan la vida parcialmente
enterradas en el barro del fondo o en la arena o bien nadando por las
profundidades.
Se acerca al banco y se apoya en el poste del foco y contempla los dos
grandes monstruos grises.
—Avanzan haciendo ondular sus grandes aletas pectorales y usan de
timón sus largas colas. Se alimentan fundamentalmente de crustáceos,
moluscos, gusanos marinos. —Hace una pausa, me mira—. Algunas mantas
pesan más de ciento cincuenta kilos y se han capturado algunas que miden
seis metros. Son muy temidas debido a su tamaño. —Sigue mirando el agua
y continúa hablando, como si le leyera a un ciego—. De hecho son bastante
huidizas. Sólo hacen naufragar barcos y cuando las atacan matan a los
seres humanos. —Me mira—. Dejan unas huevas enormes de un color verde
oscuro, casi negro, con pequeños zarcillos con los que quedan sujetas a las
algas. Cuando los peces han salido de las huevas, éstas son arrastradas a la
orilla. —Se interrumpe, luego suspira profundamente.
—¿Dónde aprendiste todo eso?
—Saqué sobresaliente en oceanografía.
—Oh. —Suspiro, borracho—. Eso es... muy interesante.
—Eso creo. —Vuelve a mirar a las mantas.
—¿Dónde has estado? —pregunto.
—Por ahí —dice ella, apartando la vista, como si la atrajera algo
invisible—. ¿Hablaste con Tim?
—Sí. —Me encojo de hombros—. Está bien.
—¿No os lleváis bien? —pregunta.
—Tan bien como la mayoría de los padres y los hijos —digo.
—Es una pena —dice ella, mirándome. Se aparta del foco y se sienta en el
banco junto a mí—. A lo mejor no te quiere. —Se quita la flor del pelo y la
huele—. Pero supongo que es lo justo, porque tú tampoco le quieres.
—¿Crees que mi hijo es guapo? —pregunto.
—Sí. Mucho —dice—. ¿Por qué?
—Sólo quería saberlo. —Me encojo de hombros. Una de las mantas sube a la
superficie y salpica agua con la aleta.
—¿De qué hablasteis esta tarde? —pregunto.
—No hablamos mucho. ¿Por qué?
—Sólo quería saberlo.
—De algunas cosas.
—¿De qué cosas? —la animo—. Rachel.
—De cosas, simplemente.
Contemplamos las mantas. Una de ellas se aleja. La otra continúa bajo el
resplandor del foco.
—¿Te habló de mí? —pregunto.
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—¿Por qué?
—Lo quiero saber.
—¿Por qué? —Sonríe, tímidamente.
—Quiero saber lo que cuenta de mí.
—No dijo nada.
—¿De verdad? —pregunto, levemente sorprendido.
—No habló de ti.
La manta sigue flotando en la luz.
—No te creo —digo yo.
—No tienes otro remedio —dice ella.
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SENTADA INMÓVIL
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cuaderno que llevo conmigo y trato de organizar unos trabajos que todavía
tengo que terminar para el próximo examen, pero pierdo interés en cuanto
me pongo a ello. El tren se detiene durante largo rato delante de un Pizza
Hut en una ciudad sin nombre de Arizona. Una familia compuesta por cinco
miembros sale del Pizza Hut y uno de los niños saluda al tren con la mano y
yo me pregunto quién llevará a los niños a desayunar a un Pizza Hut; el
chico venezolano le devuelve el saludo al niño de delante del Pizza Hut, y
luego me sonríe.
Desayuno despacio, haciendo como que me concentro en las tortitas
duras para que el chico venezolano no me pregunte nada. A veces levanto la
vista y miro los pastos del otro lado de la ventanilla y el ganado que pace en
ellos. Me saco un Valium del bolsillo y lo mantengo entre los dedos.
Exceptuado el chico rico de Venezuela que ha estado en El Salvador, la
única persona que quizá podría ser de mi edad es una chica negra de cara
triste que me mira desde el otro lado del vagón restaurante, lo cual hace que
apriete el Valium con más fuerza. Espero a que la chica negra aparte la
mirada y cuando por fin lo hace, trago la pastilla.
—¿Jaqueca? —pregunta el chico venezolano.
—Sí. Me duele la cabeza. —Sonrío tímidamente, asintiendo.
La chica negra me mira una vez más y luego se levanta y ocupa su sitio
una pareja de gordos que llevan muchas turquesas. El chico venezolano
ahora mira el desplegable del centro de la revista y luego me mira a mí y
sonríe y mi padre probablemente tenía razón cuando hace quince días me
dijo por teléfono: «Deberías venir en avión», pero me asombra que de vez en
cuando el suelo parezca alzarse por debajo del tren cuando éste pasa sobre
ríos color chocolate o por encima de un barranco.
Llamo a Graham, mi hermano, desde la estación de Phoenix. Está
tomando un baño caliente en Venice.
—¿Y qué consigues con eso? —digo, al cabo de un rato.
—¿A quién le importa? —dice Graham.
—Suena como si estuvieras colocado.
—No lo estoy.
—Se te pone la voz triste cuando estás colocado. Estás colocado.
—Todavía no.
—Estoy delante de una máquina tragaperras enorme, del tamaño de una
cama de matrimonio —le digo a Graham—. Deberías hablar con él. —
Enciendo un pitillo. Me duele.
—¿Qué? —pregunta Graham—. ¿Por qué me llamas? —Y luego—: ¿Hablar
con... él?
—¿Es que no vas a hablar con él? —pregunto—. ¿Es que no vas a hacer
nada?
—Oye, tía. —Oigo que Graham da una chupada, luego suelta el humo,
lentamente. Su voz cae tres octavas—. ¿Qué quieres que haga?
—Sólo... hablar con él.
—Es que ni siquiera me cae bien —dice Graham.
—No deberías quedarte sentado sin hacer nada.
—¿Quién dijo que iba a quedarme sentado sin hacer nada?
—Tú lo dijiste, Graham; tú lo dijiste. —Estoy a punto de echarme a llorar.
Trago saliva, intento controlarme—. Dijiste que ella había visto Flashdance
nueve veces. —Me pongo a sollozar, en silencio, mordiéndome el puño—.
Dijiste que era su... —Pausa—. Su película favorita...
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Un Valium, una mirada fugaz por entre las cortinas, estaciones de tren de
estilo español, carteles que anuncian NEEDLES o BARSTOW, coches que
atraviesan el desierto de noche hacia Las Vegas, llueve otra vez y con fuerza,
luces que iluminan los carteles de una carretera que lleva a Reno, grandes
gotas de lluvia que golpean contra la ventanilla y se deshacen. Mi reacción al
sorprenderme: un parpadeo. Una voz dice por megafonía: «Si alguno de los
pasajeros habla francés, acuda por favor al vagón restaurante», y la petición
parece tentadora; parece tan poco común que hace que me cepille el pelo,
agarre una revista y me dirija al vagón restaurante aunque ni siquiera hablo
francés. Cuando llego al vagón restaurante no veo a nadie que sea francés ni
a nadie que parezca necesitar ayuda de nadie francés. Me siento, miro por la
ventanilla, hojeo la revista, pero hay detrás de mí una borracha que parece
que habla consigo misma, pero de hecho habla con la pareja de gordos de las
turquesas, que tratan de no prestarle atención. La borracha no deja de
hablar de las películas que ha visto en la televisión mientras estaba en casa
de su hijo, en Carson City.
—¿Han visto Las locas peripecias de un señor Mamá"? —pregunta la
borracha, la cabeza se le cae hacia delante.
—No —dice la gorda, con los brazos cruzados sobre un bolso turquesa que
tiene en el regazo.
—Una peliculita encantadora... sencillamente encantadora —dice la
borracha, que hace una pausa, esperando algún tipo de respuesta.
Una pareja con pinta de pobres de pedir, acompañada de tres niños
pequeños, entra en el vagón restaurante y la madre se pone a jugar con uno
de los niños a un juego en el que se utilizan gomas. Observo al niño más
pequeño, que se come un paquete de mantequilla. Yo había esperado que no
lo hiciera.
—¿No han visto Las locas peripecias de un señor Mamá? —vuelve a
preguntar la borracha.
La mujer de las turquesas dice que no.
Su marido se toca la corbata de rayas rematada con un pequeño trozo de
turquesa y vuelve a cruzar sus enormes piernas.
El ruido que hacen los niños, las preguntas de la borracha, las dos
universitarias que sueltan risitas al hablar de Las Vegas, todo eso me
molesta pero me quedo en el vagón restaurante porque me da miedo volver
al compartimiento y ponerme a recordar mi destino. Otro pitillo, la luz de la
llama del encendedor, luego es penumbra. El tren atraviesa un túnel y
cuando sale por el otro extremo no hay diferencias tangibles. Uno de los
niños grita al jugar:
—Dios te va a agarrar Dios te va a agarrar. —Y luego, más alto—: Padre,
padre, padre. —Y el niño que ha comido el paquete de mantequilla señala a
su padre, con los ojos muy abiertos, mirándole. El padre eructa, saca otro
Parliament, enciende el pitillo y luego me mira y no es una mirada
desagradable.
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Tengo vista a Cheryl por el verano, cuando vuelvo a Los Ángeles sin nada
que hacer en particular. En cierto modo ya me ha ido hablando de ella mi
padre cuando me llama al colegio mayor los domingos por la noche, pero
siempre resulta ambiguo, y en cuanto se da cuenta de que la tiene allí a su
lado, se muestra tímido y nunca dice gran cosa. Por lo poco que me ha
contado Graham, tiene el pelo moreno con mechas rubias, es delgada, de
veintipocos años, con vagas aspiraciones de ser presentadora de televisión.
Cuando le insisto a Graham para que me cuente más detalles, Graham, muy
pasado como siempre, añade: «Cheryl lee constante, desesperadamente, la
Guía de los Piscis para 1984, de Sydney Omarr; Cheryl adora la película
Flashdance, que vio cinco veces el año pasado cuando la estrenaron y tiene
diez camisetas destrozadas que llevan pintada la palabra MANIACA; Cheryl
hace ejercicios con las cintas de Jane Fonda en el Betamax; William invita a
pizza a Cheryl en Spago.» Estas explicaciones siempre vienen seguidas de
un: «¿Te haces una idea?», que Graham pronuncia de forma escasamente
audible. Cuando pido más detalles, Graham dice:
—¿Es que nunca has salido con un profesor de ski?
No estoy segura de que mis padres ya se hayan divorciado del todo pero
en esos días de agosto, después de quedarme en casa de mi madre sin
haberme encontrado con ella, voy en coche a la nueva casa de mi padre en
Newport Beach y Cheryl sugiere que vayamos de compras las dos juntas.
Bullock's, Saks, un Neiman-Marcus que se acaba de inaugurar, donde
Cheryl compra una chaqueta verde oliva espantosa, con estampados
orientales en la espalda, una prenda que probablemente se pondrá mi padre.
Cheryl habla entusiasmada de un libro del que nunca he oído hablar que se
titula Megatrends. Cheryl y yo tomamos zumo de frutas y té en un café al
aire libre del otro lado de un centro comercial que se llama Sunshine donde
Cheryl parece conocer a los jóvenes que trabajan en la barra. Tofu endulzado
con zumo, tés de hierbas, helado de yogur. Cheryl lleva un jersey rosa neón,
roto en el hombro, con la palabra MANIACA escrita en azul cielo, y la camisa
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Estoy en una cabina telefónica de Union Station. Hace calor, incluso para
ser diciembre y de noche. Tres chicos negros bailan break junto a la cabina.
Me siento y saco mi agenda y marco el número de mi madre con cuidado,
utilizando el número de la tarjeta de crédito de mi padre. Cuelgo el teléfono
inmediatamente y observo a los que bailan break. Enciendo un pitillo, lo
termino, luego vuelvo a marcar el número. Suena trece veces.
—¿Diga? —Por fin mi madre contesta.
—Hola... soy yo.
—Oh. —Mi madre parece nerviosa pero a cámara lenta, con una voz sin
cuerpo, monótona.
Al cabo de un rato yo repito lo que he dicho.
—¿Dónde estás? —pregunta ella, vacilante.
—¿Estabas dormida?
—¿Qué hora es?
—Las siete —y luego—: de la tarde.
—No puede ser —dice ella, confusa.
—Acabo de llegar a Los Ángeles.
—Bien y... —Mi madre hace una pausa—. ¿Por qué?
—Porque he venido en tren.
—¿Y qué tal en... el tren? —pregunta mi madre, al cabo de mucho tiempo.
—Me gustó.
—¿Por qué demonios no has venido en avión? —pregunta cansinamente
mi madre.
El chico venezolano pasa por delante, me ve y sonríe, pero cuando ve que
estoy llorando, se asusta y se aleja rápidamente. Afuera espera una
limusina, aparcada junto al bordillo. Un chófer lleva un cartel con mi
nombre escrito.
—Bien, me alegra que estés de vuelta, ya sabes —dice mi madre—. Desde
luego que sí. —Pausa—. Vienes a pasar las Navidades, ¿verdad?
—¿No has hablado con papá? —pregunto por fin.
—¿Por qué... iba a hablar... con él? —pregunta ella.
—Entonces, ¿no lo sabes?
—No. No lo sé.
Estoy sentada en el vagón restaurante del tren que empieza a alejarse de
Los Ángeles. Tomo una copa, hojeo un Vanity Fair, tomo un Valium. Entra
una pareja de surfistas en el salón y toman cerveza con las dos
universitarias que hablaban de Las Vegas. Una mujer mayor se sienta junto
a mí, cansada, bronceada.
—¿Vas al norte? —me pregunta.
—Sí —digo yo.
—¿A San Francisco?
—Cerca.
—Es un sitio muy bonito. —Suspira, luego añade—: Supongo.
—¿Adonde vas tú?
—A Portland.
—¿Es adonde va este tren? —pregunto yo.
—Eso espero —dice ella.
—¿Eres de Los Ángeles? —pregunto, atontada por el Valium, el
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Tanqueray.
—De Reseda.
—Un bonito sitio —murmuro, hojeando la revista, tranquila, sin tener idea
de dónde se encuentra exactamente Reseda. Paso páginas de anuncios que
presentan el mejor modo de vida posible—. Mira qué bonito. —Le tiendo
lentamente la revista a la mujer, que la coge con el mismo espíritu con que le
es ofrecida, aunque parezca como si no le apeteciera hacerlo.
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AGUA DEL SOL
Danny está en mi cama y está deprimido porque a Ricky se lo ligó uno que
bailaba break en el Odyssey la noche del concurso de quién se parece más a
Duran Duran y lo mató. Al parecer Biff, el actual amante de Ricky, llamó a
Danny, después de conseguir mi número por medio de alguien de la emisora
y le dio la noticia.
Entro y lo único que dice Danny es:
—Ricky ha muerto. Lo degollaron. Se desangró. Llamó Biff.
Danny no se mueve ni explica el tono en el que Biff le dio la noticia y
tampoco se quita las gafas de sol Wayfarer que lleva puestas aunque está
dentro de casa y son casi las ocho. Se limita a estar allí viendo un programa
religioso en la televisión por cable y yo no sé qué decir. Me reconforta que
todavía siga allí, que no se haya marchado.
Ahora, en el cuarto de baño, mientras me desabrocho la blusa y me bajo
la cremallera de la falda, grito:
—¿Grabaste el noticiario?
—No —dice Danny.
—¿Por qué no? —pregunto, haciendo una pausa antes de ponerme una
bata.
—Quería grabar The Jetsons —dice sin entonación.
Yo no digo nada cuando salgo del cuarto de baño. Me dirijo a la cama.
Danny lleva puestos unos shorts caquis y una camiseta de FOOTLOOSE que
le dieron la noche de la fiesta del estreno en los estudios en los que trabaja
su padre de ejecutivo encargado de la producción. Le miro, veo mi reflejo,
distorsionado, en los cristales de las gafas de sol y luego, con la blusa y la
falda en la mano, entro en el armario y las dejo en una cesta. Cierro la
puerta del armario y luego me quedo parada delante de la cama.
—Levántate —le digo.
Él no se levanta, se limita a quedarse allí.
—Ricky está muerto. Se desangró. Parecía un negro. Llamó Biff —vuelve a
decir, fríamente.
—Creí que te había dicho que mantuvieras el teléfono descolgado o
desconectado o algo —digo, sentándome—. Creí que te había dicho que
recibiría todas mis llamadas en la emisora.
—Ricky ha muerto —murmura Danny.
—Por algún motivo, hoy me han roto los limpiaparabrisas del coche —
digo yo, al cabo de un rato, quitándole el mando a distancia y cambiando de
canal—. Dejaron una nota. Decía Mi hermana.
—Biff. —Suspira y luego añade—: ¿Y tú qué hiciste? ¿Atracaste un Taco
Bell?
—¿Me rompió Biff los limpiaparabrisas?
Nada.
—¿Por qué no grabaste las noticias esta noche? —pregunto, suavemente,
tratando de no presionarle demasiado.
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Danny está tumbado en mi cama bajo una delicada sábana blanca, viendo
la televisión. Hay kleenex arrugados esparcidos al lado de la cama, en el
suelo, junto a una baraja de cartas del tarot y un aguacate. En la habitación
hace calor y abro las puertas de la terraza, luego me meto en el cuarto de
baño, me pongo la bata y avanzo en silencio hacia el Betamax y rebobino la
cinta que está puesta. Miro por encima del hombro a Danny, que sigue
mirando la pantalla del televisor, cuya visión yo le impido. Aprieto el play y
sale un concierto de los Beach Boys. Quito la cinta, la vuelvo a rebobinar, y
aprieto el play de nuevo. En esta parte tampoco hay nada. La cinta no está
grabada.
—¿No grabaste las noticias de esta noche?
—Sí, las grabé.
—Pues aquí no hay nada. —Señalo el Betamax.
—¿De verdad? —Suelta un suspiro.
—No hay nada.
Danny piensa un momento, luego suelta:
—Vaya, tía, pues lo siento. Tuve que grabar el concierto de los Beach
Boys.
Luego hay una pausa.
—¿Tuviste que grabar el concierto de los Beach Boys?
—Era el último concierto antes de que muriera Brian Williams —dice
Danny.
Suspiro, tamborileo con los dedos en el Betamax.
—No, no era Brian Williams, subnormal. Era Dennis Wilson.
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pantalla hay una foto de Los Ángeles de noche. Una raya roja sobrevuela el
paisaje de neón. Aparece el nombre de una emisora de radio de la ciudad.
—¿Todavía te gusta? —pregunta Danny.
—No, la verdad es que no. —Doy un sorbo al vino—. Y a ti, ¿te gusta él?
—¿Quién? ¿Tu marido?
—No —le digo yo—. Biff, Boff, Buff, como se llame.
—¿Qué?
—Que si te gusta —vuelvo a preguntar—. ¿Más que yo?
Danny no dice nada.
—No tienes que responder ahora mismo. —Podría haberlo dicho con más
acritud pero me contengo—. Cuando te apetezca.
—No me preguntes esas cosas —dice él, con sus ojos gris azulado
inexpresivos, medio cerrados—. No me preguntes esas cosas. No me las
preguntes nunca.
—Es todo tan absurdo... —Suelto unas risitas.
—¿Qué dijo Tarzán cuando vio que los elefantes bajaban la colina? —
pregunta, bostezando.
—¿Qué?
Todavía suelto risitas, con los ojos cerrados.
—Ahí vienen los elefantes bajando las colinas.
—Creo que ya me lo habían contado. —Pienso en los largos dedos
morenos de Danny y luego, con menos ganas, en donde le termina el moreno
de la piel, donde le empieza otra vez, en sus labios que no sonríen.
—¿Qué dijo Tarzán cuando vio que los elefantes bajaban de la colina con
unos impermeables puestos? —pregunta.
Termino el vino y pongo la copa en la mesilla de noche, junto a la botella
vacía.
—¿Qué dijo?
—Ahí vienen los elefantes bajando de la colina con unos impermeables
puestos. —Espera mi respuesta.
—¿Dijo eso? —pregunto al fin.
—¿ Qué dijo Tarzán cuando vio a los elefantes bajar de la colina con unas
gafas de sol puestas?
—Me parece que no me apetece saberlo, Danny —digo yo, con la lengua
espesa, volviendo a cerrar los ojos.
—Nada. No dijo nada —dice Danny, sin interés—. No los reconoció.
—¿Por qué me estás contando eso?
—No lo sé. —Pausa—. Para divertirme, supongo.
—¿Qué? —digo, aunque me patina la lengua—. ¿Qué dijiste?
—Para divertirme.
Me quedo dormida a su lado durante unos momentos y luego me
despierto pero no abro los ojos. Respiro de modo regular, noto que dos o tres
dedos se me deslizan por la pierna. Quedo perfectamente quieta, con los ojos
cerrados, y Danny me toca, sin ningún calor en su tacto, y luego salta
suavemente encima de mí y yo sigo quieta pero tengo que abrir los ojos
porque estoy respirando toda agitada. En el momento en que los abro, se le
pone blanda, se le baja. Cuando despierto en plena noche, se ha ido. Su
encendedor, que parece una pistolita de oro, está en la mesilla de noche al
lado de la botella de vino vacía y la copa y recuerdo que cuando me lo
enseñó por primera vez pensé que iba a disparar de verdad y cuando no
disparó sentí que mi vida se convertía en un anticlimax y le miré a los ojos, y
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su mirada lo volvió todo sin sentido, con aquellos ojos incapaces de recordar
nada. Me hundí más profundamente en ellos hasta que me sentí cómoda.
Me reúno con Liz para almorzar en Beverly Hills y nada más pedir agua
veo a William, que lleva una chaqueta sport de lino beige, unos pantalones
blancos con pinzas y unas gafas de sol muy caras, parado junto a la barra.
Se acerca a nuestra mesa. Me disculpo y voy a los servicios. William me
sigue y yo me detengo a la puerta y le pregunto qué hace aquí y él dice que
siempre viene a almorzar a este sitio y yo le digo que vaya coincidencia y él
dice, admite, que a lo mejor había hablado con Liz, que a lo mejor ella le
mencionó algo sobre que hoy iba a almorzar conmigo en Bistro Gardens. Le
digo a William que no me apetece verle, que la separación había sido idea
suya, que quien conoció a Linda fue él. William responde a mis acusaciones
diciéndome que sólo quiere hablar y me coge de la mano y me la aprieta y yo
me aparto y vuelvo a la mesa y me siento. William me sigue y se pone en
cuclillas junto a mi silla y después de pedirme por tres veces que vaya a su
casa con él para hablar y de que yo no diga nada se marcha y Liz murmura
unas disculpas y de repente, inexplicablemente, siento tanta hambre que
pido dos entrantes, una ensalada grande y una tarta de naranjas amargas, y
me las como enseguida, vorazmente.
Después del almuerzo echo a caminar sin rumbo fijo por Rodeo Drive y
entro en Gucci, donde estoy a punto de comprarle una cartera a Danny, y
luego salgo de Gucci y me apoyo en una de las columnas doradas del
exterior de la tienda bajo un calor achicharrante y un helicóptero baja en
picado y vuelve a elevarse y un Mercedes hace sonar el claxon en dirección a
otro Mercedes y me acuerdo de que tengo que salir en la edición de las once
de los jueves y me protejo los ojos del sol con la mano y me equivoco de
aparcamiento y, después de recorrer otro bloque entero, recuerdo donde dejé
el coche.
Salgo de la emisora después de que termine el noticiario de las cinco,
diciéndole a Jerry que estaré de vuelta para el noticiario de las once, a eso de
las diez y media, y que Cliff puede ocuparse de los adelantos y me subo al
coche y salgo del aparcamiento de la emisora, y me encuentro circulando en
dirección al aeropuerto de Los Ángeles. Aparco y me dirijo a la terminal de
American Airlines y voy a la cafetería, asegurándome de que hay una mesa
libre junto a la ventana, y pido café y contemplo cómo despegan los aviones,
echando ocasionalmente una ojeada a un ejemplar de L.A. Weekly que traje
conmigo del coche, y luego esnifo un poco de la cocaína que me dio Simón
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Yo no digo nada.
—No tienes que contestarme —dice él, que parece confuso, esperanzado.
—Esto no tiene sentido. No, William, no lo tiene. —Me toco la barbilla,
mirándome los dedos.
William mira su copa y antes de dar un sorbo, dice:
—Pero tú siempre mientes.
—No me vuelvas a llamar —digo yo—. Por eso he venido. A decirte eso.
—Pues yo creo que todavía... —Pausa—. Te deseo.
—Pues yo... —Hago una pausa tímida—. Deseo a otra persona.
—¿Te desea él? —pregunta con un énfasis tranquilo, y esa pregunta me
deja tocada, y me desplomo en el elevado taburete gris de la barra.
—No te vengas abajo —dice William.
—Todo se está yendo a la mierda.
William se levanta del sofá, deja su vaso de zumo de papaya y se dirige
tranquilamente hacia mí. Me pone la mano en el hombro. Me besa el cuello,
me toca un pecho. Me aparto hasta el otro extremo de la habitación,
secándome la cara.
—Resulta sorprendente verte así —consigo decir.
—¿Por qué? —pregunta William desde el otro lado de la habitación.
—Porque nunca sentiste nada por nadie.
—Eso no es cierto —dice él—. ¿Y qué pasa contigo?
—Nunca has estado vivo.
—Yo estaba... vivo —dice, débilmente—. ¿Vivo?
—No, no lo estabas —digo yo—. Ya sabes a lo que me refiero.
—¿Entonces cómo estaba? —pregunta.
—Estabas.... —Hago una pausa, miro la extensa alfombra blanca, la
cocina blanca, las sillas blancas que brillan en el suelo de azulejos blancos—
. Bueno, no estabas muerto.
—¿Y esa persona con la que estás? —pregunta, con un hilo de voz.
—No lo sé. Está... —tartamudeo—. Es agradable. Me sienta bien.
—¿Te sienta bien? ¿De quién se trata? Parece una vitamina. ¿Qué quieres
decir con eso? ¿Es bueno en la cama o qué? —William levanta los brazos.
—Eso es —murmuro yo.
—Bueno, si me hubieras conocido cuando yo tenía quince años.
—Tiene diecinueve —digo, interrumpiéndole.
—Dios del cielo, diecinueve —suelta él.
Me dirijo a la puerta, dejando una escena que no me resulta desconocida,
y me vuelvo para mirar a William y siento algo que no me agrada sentir.
Imagino a Danny, esperándome en el dormitorio, llamando por teléfono, un
fantasma. De vuelta a casa, está encendida la televisión y también el
Betamax. La cama está sin hacer. Una nota encima de ella dice: «Lo siento...
ya nos veremos por ahí. Llamó Sheldon y dijo que tenía buenas noticias.
Puse el vídeo a las 11 para que grabase el programa. Lo siento. Hasta la
vista. P. S. Biff dice que estás muy buena», y debajo, el número del teléfono
de Biff. La bolsa con ropa que Danny tenía al lado de la cama ha
desaparecido. Rebobino la cinta me tumbo y veo el noticiario de las once.
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DESCUBRIMIENTO DE JAPÓN
y está cubierta de un lodo que empapa el traje que llevo puesto y la garra me
saca por la ventana y yo me retuerzo en dirección a la chica, que vuelve a
repetir la palabra, esta vez claramente.
—Godzilla... Godzilla, idiota... He dicho Godzilla.
Gritando en silencio, me levanta hacia su boca, a ochenta, noventa pisos
de altura, mirando lo que queda de la destrozada pared de cristal, con un
viento negro y frío soplando furiosamente a mi alrededor, y la chica oriental
del vestido color rosa ahora está subida a la mesa, sonriendo y agitando su
abanico hacia mí, gritándome «Sayonara», pero eso no significa adiós.
—¿Qué? —dice Roger—. ¿Qué pasa, tío? ¿Te has vuelto majara, o qué?
—No, necesito un médico, tío.
—¿Por qué? —Roger suspira.
—Me hice un corte en la mano.
—¿De verdad? —Roger parece aburrido.
—Estuve sangrando, bueno, bastante.
—Claro que sí. ¿Cómo te lo hiciste? —pregunta Roger—. En otras
palabras: ¿te ayudó alguien?
—Me lo hice afeitándome... ¿qué huevos importa? Consígueme un médico.
Al cabo de un rato, Roger pregunta:
—Si ya no te sangra, será porque no tiene importancia, ¿no?
—Pero hay mucha... sangre, tío.
—Pero ¿te duele? —pregunta Roger—. ¿Te la notas?
Una larga pausa, luego:
—No, bueno, en realidad no. —Espero un momento antes de decir—: Más
o menos.
—Te conseguiré un médico. Dios santo.
—Y una doncella. Un aspirador. Necesito un... aspirador, tío.
—Tú sí que estás hecho un aspirador, Bryan —dice Roger. Oigo risas al
fondo, que Roger hace que callen chistando bien fuerte, luego me dice—: Tu
padre llama sin parar. —Oigo que Roger enciende un pitillo—. Lo digo por si
te interesa.
—Los dedos, Roger, no los puedo mover.
—¿No me oyes? ¿Qué coño te pasa?
—¿Qué quiere? ¿Es lo que quieres que te diga? —Suspiro—. ¿Cómo sabe
dónde estoy?
—No lo sé. Un asunto urgente. ¿Está tu madre en el hospital? No estoy
seguro. ¿Quién sabe?
Intento sentarme, luego enciendo un pitillo con la mano izquierda.
Cuando se hace evidente que Roger no va a decir nada más, Roger dice:
—Te daré tres horas para que estés listo. ¿Necesitas más? Por el amor de
Dios, espero que no, ¿vale?
—Sí.
—Y ponte algo de manga larga —advierte Roger.
—¿Qué? —pregunto, confuso.
—De manga larga, tío. Ponte algo de manga larga. Algo que no llame la
atención.
Me miro los brazos.
—¿Por qué?
—Por varias cosas: porque, primero, estás mejor con manga larga;
segundo, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos; tercero, porque
tienes marcas de pinchazos en los brazos; y cuarto, porque tienes marcas de
pinchazos en los brazos.
Una larga pausa que finalmente rompo yo al decir:
—¿Coca?
—Bueno —dice Roger, luego cuelga.
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
personas que recuerdan lo intensa que resultó aquella película sobre la vida
del grupo. —Su voz se hace más aguda y se desvanece y examina mi cara a
la espera de una reacción. Un trabajo duro.
—Quiero decir, Dios santo, que vosotros cuatro... Sam, Matt y... —El
productor se interrumpe, chasca los dedos, mira a Roger en busca de ayuda.
—Ed —dice Roger—. Se llamaba Ed. —Pausa—. De hecho, cuando se
formó el grupo se llamaba Tabasco. —Pausa—. Se lo cambiamos.
—Ed, eso es —dice el productor, haciendo una tímida pausa con tan falsa
reverencia que casi consigue que se me salten las lágrimas—. Fue, como
suele decirse, una «tragedia de verdad». Una auténtica pena. ¿No es así?
Roger suspira, asiente con la cabeza.
—Por entonces ya se habían separado.
El productor da una profunda calada a su canuto y mientras aspira el
humo se las arregla para decir lo siguiente:
—Chicos, vosotros probablemente fuisteis unos de los pioneros del rock
durante la década pasada y es una pena que os separaseis... ¿Te apetecen
unos gofres?
Roger bebe delicadamente sake y dice:
—Una auténtica pena —y luego me mira—. ¿Verdad?
Yo suspiro y contesto:
—Sí, señor.
—Dado que la cosa va a ser tan moderna y tan rentable, sin explotar a
nadie, pensamos que, bueno, con tu... —el productor mira a Roger en busca
de ayuda, titubea— presencia, pensamos que quizá te interesara
protagonizar una película.
—Recibimos muchos guiones. —Roger suspira, añadiendo—: Bryan
rechazó Amadeus, de modo que se encuentra en una situación de privilegio.
—La película —continúa el productor— es básicamente del tipo estrella de
rock del espacio exterior. Un alienígena, un E.T. que sabotea el...
Agarro el brazo de Roger.
—E.T. Un extraterrestre —dice Roger, en voz bastante baja.
Le suelto. El productor continúa.
—El E.T. sabotea la limusina del tipo después de una actuación en el
Fórum y después de una persecución encarnizada le lleva al planeta donde
mantienen cautiva a la estrella de rock. Bueno, también hay una princesa,
por cuestiones de amor y todo eso. —El productor hace una pausa, mira
esperanzado a Roger—. Para ese papel estamos pensando en Pat Benatar.
Estamos pensando en una go-go.
Roger suelta una carcajada.
—Parece una pasada.
—El único modo en que el tipo se puede liberar es grabando canciones y
dando un concierto para el emperador del planeta, que es básicamente,
bueno, una tipa cachonda. —El productor hace una mueca, se estremece,
luego mira preocupado a Roger.
Roger se aprieta el puente de la nariz y dice:
—Es una auténtica locura, ¿no?
—No es de mal gusto y tienes un ejemplar —le dice el productor a Roger—.
Y en los estudios a todos les parece fabuloso que la idea esté metida en la
caja fuerte.
Roger sonríe, asiente con la cabeza, mira a la chica oriental y saca la
lengua, guiñando el ojo. Le dice al productor:
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—Totalmente.
—Totalmente hecho un asco.
Miro la piel arañada de mi pecho, las líneas hinchadas color rosa que se
entrecruzan en la piel, encima de los pezones y pienso: Otra sesión de fotos
sin camisa. Me toco los pezones levemente, aparto la mano de la chica
cuando ella intenta tocarlos. Una vez que está adecuadamente lubricada se
la vuelvo a meter.
dice ella.
—¿Y tú no le asustas? —pregunto—. Medusa.
—No vuelvas a llamar nunca más. —Nina cuelga.
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
En los vestuarios del local antes de salir a escena, estoy sentado en una
silla delante de un enorme espejo oval mirando mi reflejo a través de las
Wayfarer, y me veo a mí mismo mordisqueando unos rábanos. Roger entra,
se sienta, enciende un pitillo. Al cabo de un momento yo digo algo.
—¿Qué? —pregunta Roger—. ¿Qué murmuras?
—No quiero salir ahí.
—¿Por qué? —Roger pregunta corno si hablara con un niño.
—No me encuentro bien. —Miro mi reflejo, inútilmente.
—No digas eso. Tienes muy buen aspecto.
—Sí, y tú vas a ganar el concurso de mister Amable cualquier jodido año
de éstos —gruño, y luego añado más calmado—: Consígueme algo.
—¿Para qué? —pregunta él y luego, viendo que estoy a punto de saltar
sobre él, se ablanda—. Era sólo una broma.
Roger hace una llamada telefónica, diez minutos después alguien me
sujeta algo alrededor del brazo, da golpecitos en una vena, el pinchazo,
vitaminas, diciendo que sí, un extraño calor que me recorre el cuerpo,
elimina el frío, al principio muy deprisa, luego más despacio, sí, claro.
Roger se vuelve a sentar en el sofá y dice:
—No vuelvas a pegar a las groupies, ¿de acuerdo? ¿Me oyes? Ya estuvo
bien.
—Oye, tío —digo yo—. A ellas... les gusta. Les gusta cuidarme. Yo les dejo
que me... cuiden.
—Tranquilízate. ¿Me oyes?
—Tío, coño, jódete, lo haré otra vez si quiero.
—¿Qué me has dicho?
—Tío, soy Bryan...
—Ya sé quién eres —me interrumpe Roger—. Eres el mismo jodido
carapijo que pegó a tres chicas durante la última gira, que amenazó a una
con un cuchillo de trinchar. Esas chicas todavía están mal. ¿Te acuerdas de
aquella puta de Missouri?
—¿Missouri? —me río.
—A la que casi mataste —dice Roger—. ¿No te refresca eso la memoria?
—No.
—Todavía le tenemos que pagar, y un maldito abogado...
—Te estás poniendo pesado, tío, y cuando te pones pesado... es mejor...
bueno, es mejor que me dejes en paz.
—¿Te acuerdas de lo jodida que dejaste a aquélla?
—No insistas en cosas del pasado, colega.
—¿Sabes cuánto le tenemos que pagar a aquella puta todos los jodidos
meses?
—Déjame en paz —susurro.
—Lleva un año en una silla de ruedas.
—Te voy a decir una cosa.
—Mira, no me vengas ahora con esa mierda de «oye tío, verás es que...».
—Tengo algo que decirte.
—¿El qué? ¿Vas a anunciar que te retiras? —suelta Roger—. Déjame que
lo adivine... ¿que vas a llegar a lo más alto de las listas?
—Odio Japón —digo yo.
—Tú odias cualquier sitio —exclama Roger—. Lo odias todo, cabrón.
—Japón es tan... diferente —digo, por fin.
—Eso es un chiste. Siempre dices que todos los sitios son diferentes —
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CARTAS DE LOS ÁNGELES
4 sept. 1983
Querido Sean:
Supongo que no esperabas tener noticias mías. ¡Hablando de librarse de
todo! Aquí estoy... en el extremo opuesto del país, en California, sentada en
la cama, tomando una Coca-Cola light y oyendo a Bowie. Bastante raro,
¿verdad? Llevo una semana en Los Ángeles y todavía no me lo puedo creer.
Durante el verano entero supe que vendría aquí pero en cierto modo la idea
no era completamente real. Tampoco pasé mucho tiempo pensando en eso
porque nada me habría preparado. Los Ángeles es completamente distinto.
Llegué al aeropuerto de Los Ángeles el martes por la tarde, medio loca por
la falta de sueño y preguntándome qué demonios estaba haciendo aquí. Era
como entrar en otro mundo. 40 grados a la sombra y la calle llena de gente
guapa, todos rubios y bronceados (¡qué ejemplares!) mirando a la
estratosfera, pasando junto a mí y dirigiéndose a sus coches. Me notaba tan
pálida... algo así como lo que se debe de sentir siendo la única chica rubia
en Egipto o algo por el estilo. Y tuve la espantosa sensación de que todos me
miraban: no está bronceada, no es rubia, no es guapa, ¡ignorémosla! Lo
único que hice en esos primeros días fue fumar Export As sin parar y mirar
el suelo y sentir ganas de volver a Camden. No estoy segura de cómo se
adapta una aquí. ¿Poniéndose morena? ¿Tiñéndose el pelo de rubio? Sé que
parecerá paranoico, pero la verdad es que siento hostilidad por todas partes.
Me estoy acostumbrando a ella, sin embargo.
Mis abuelos se alegraron mucho cuando me vieron. No son unas personas
que manifiesten sus emociones, pero siempre he sido su nieta favorita y se
mostraron de verdad encantados. Camino de su casa, mi abuelo, que estaba
tan moreno y tan sano que resultaba decididamente raro, me dio golpecitos
en la mano y dijo: «A partir de ahora cuidaremos de ti... no te faltará nada», y
no parecía que estuviese de broma.
La semana pasada estuve casi siempre haciendo turismo y asistiendo a
fiestas y tratando de recuperar el sueño perdido. Pasamos un día en
Disneylandia, que fue un viaje de verdad. Había visto fotos del sitio, pero
deja que te diga una cosa, Sean: verlo es algo completamente distinto. El
ayudante de mi abuelo sacó algo así como veinte rollos de fotos: yo al lado de
Mickey Mouse (sintiéndome completamente estúpida), yo delante del
Matterhorn, yo mirando pensativamente la Montaña Espacial, un pervertido
vestido de Pluto acercándoseme (desagradable de verdad), yo con la Casa
Encantada al fondo, etc. etc. etc. Me perdí en Disneylandia, que es bastante
molesto. El sitio es un poco más pequeño de lo que yo esperaba, pero es
maravilloso. También fuimos a cuatro museos de cera y luego anduvimos
arriba y abajo en coche por Sunset Boulevard (Los Ángeles de noche es
precioso). De hecho, la vida nocturna es intensa de verdad.
El viernes por la noche salí con una pareja, el señor y la señora Fang (ella
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Te quiere,
Anne
9 sept. 1983
Querido Sean:
¡Hola! Hoy pensé cómo estarás allá en Camden. Pasando el rato en el café,
fumando sin parar, saltándote las clases. ¿Te sigue yendo todo bien o
«aguantar bajo mínimos» es una frase todavía adecuada? Que me preocupe
por ti es algo bastante idiota, pero en cualquier caso me preocupo por
muchas cosas; por eso no queda forzosamente fuera de contexto. Bueno...
¿cómo te va? ¿Qué tal al volver a iniciar las clases? ¿Con quién andas por
ahí? ¿En qué asignaturas te has matriculado? ¿Sigues llevando puestas casi
siempre tus Wayfarer? (Yo las llevo puestas a todas horas.) ¿Ha cambiado
algo? ¿Estás bien? Como puedes ver, no paro de hacer preguntas, Sean. De
verdad, de verdad que espero que me escribas. Siento terriblemente que te
haya molestado que me enamorase de ti. Me quedo tan atrapada en las
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Te quiere,
Anne
24 sept. 1983
Querido Sean:
Hola. (?) Me da como vergüenza escribirte porque supongo que estás
cabreado conmigo o algo. ¿ Lo estás? Debe de haber sido por algo que dije en
la última carta. ¿Piensas que me dejé llevar por el entusiasmo? Creo que lo
entiendo, supongo. Tiendo a ser excesivamente entusiasta. Sé que podrías
haberme escrito y decirme que cortara y que habría estado bien.
Por favor, Sean, hazte cargo de que esto me resulta duro. ¿Puedes
perdonarme lo que he hecho, sea lo que fuere? Dios santo, imagino que en
marzo vuelvo a Camden y te veo y me siento toda confusa y no sé qué hacer.
Y a lo mejor tú ni siquiera hablas conmigo o algo parecido, algo igual de
horrible. ¿No podrías escribirme y explicármelo todo? Por favor. Por favor.
Total, que estoy sentada junto a la piscina en esta casa enorme de Palm
Springs. Es a última hora de la mañana y durante las últimas horas no he
hecho más que estar sentada al sol y mirar las palmeras. Siento la tentación
de darme un baño o tumbarme junto a la piscina y emborracharme o hacer
cualquiera de las innumerables cosas decadentes que se hacen en Palm
Springs. Pero siento demasiada pereza y la idea de relacionarme con estas
odiosas personas tan morenas me llena de miedo. De verdad, justo ahora en
la casa están las personas más estúpidas del mundo: ejecutivos maduritos
de los estudios, con canutos colgándoles de los labios y encendedores de oro
que tienen sólo para estas ocasiones. Rubias idiotas que apestan a aceite
bronceador y a sexo. Viejas ricas con jóvenes atractivos (que por algún
motivo, son todos gay). Miré en las estanterías de libros de esta casa y quedé
muy confusa al encontrar todos esos libros pornográficos con títulos como El
rancho del semental y Coños calientes en el Rancho Gestapo. Repugnante,
¿verdad?
Hace como una semana estaba sentada en el club nocturno más elegante
de Los Ángeles con unos cuantos amigos y el disc jockey ponía a Yaz y Bowie
y estaban conectados unos vídeos y yo llevaba tres gin tonics encima y me di
cuenta de que da igual donde esté, porque siempre es lo mismo. Camden,
Nueva York, Los Ángeles, Palm Springs, en realidad, parece que no importa.
A lo mejor debería molestarme pero de hecho no me molesta. Lo encuentro
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Te quiere,
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Anne
29 sept. 1983
Querido Sean:
¿Recibiste mi última carta?
Mi abuelo se emborrachó mucho ayer por la noche y me dijo que todo está
en decadencia y que estamos llegando al final de algo. Mis abuelos (que no
son las personas más inteligentes del mundo) sienten que vivieron en la
Edad de Oro y me dijeron que les alegra tener que morir cuando les llegue la
hora. Ayer por la noche mi abuelo me dijo, después de una botella grande de
Chardonnay, que tiene miedo por los niños y que tiene miedo por mí. Fue la
primera vez que sentí que era sincero. Pero él quería decir eso de verdad. Y
una mira a su alrededor y ve en la tele a todos esos pobres chicos de Beirut
o Líbano o de donde demonios sean y oye cosas de esos traficantes de drogas
a los que mataron a puñaladas en las colinas la noche pasada. Tengo que
darle la razón hasta cierto punto. Tengo la sensación de que la gente se está
volviendo menos humana y más bestial. Parece que siente menos y piensa
menos, de modo que todo el mundo opera a un nivel muy primitivo. Me
pregunto lo que veremos tú y yo durante nuestra vida. Parece que no haya
ninguna esperanza aunque debamos seguir intentándolo, Sean (ya te he
dicho que últimamente me estaba volviendo más filosófica). Supongo que
podremos evitar ser un producto de nuestra época, ¿verdad? Contéstame,
por favor. ¡Todavía te diviertes al sol!
Te quiere,
Anne
11 oct. 1983
Querido Sean:
¿Recibiste mis cartas anteriores? Ni siquiera estoy segura de si las
recibiste. No dejo de escribirte cartas y de mandártelas y tengo la sensación
de que las meto en botellas y las lanzo al Pacífico desde Malibú.
¡No consigo creer que lleve aquí mes y medio! Mis abuelos me dijeron hace
unos días que les gustaría mucho que me quedara aquí durante un año. ¡No
tuve valor para decirles que preferiría estar encerrada con llave en la Galleria
durante todo un año! Sí, me gustaría largarme de aquí. He tenido más
aventuras y he aprendido más sobre el mundo de lo que creía posible. Los
Ángeles es un sitio estimulante y ya no estoy deprimida. Pero hay una
diferencia entre estar de visita y quedarse a vivir aquí. No creo que pudiera
estar aquí para siempre. Los Ángeles es como otro planeta. Me refiero a
todos esos miles de surfistas rubios, de ojos azules, bronceados, con unos
cuerpos perfectos que andan por la calle, camino de la playa, o van dentro
de sus Porsches nuevos a cabalgar las olas (todos ellos colocados) y las
mujeres guapas, mayores, oyendo la KROQ dentro de sus Rolls-Royce negros
tan largos, tratando de encontrar sitio para aparcar en Rodeo Drive, no sé,
pero todo me parece un poco raro. Y estoy como cansada de ir a los mismos
clubes noche tras noche y tumbarme junto a la piscina esnifando esta coca
increíble. (Sí, he probado algo de polvo blanco, todo, absolutamente todo el
mundo hace lo mismo aquí y tengo que estar de acuerdo con ellos: es
indudable que hace que los días pasen más deprisa.) Me gusta y no está
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
nada mal pero no sé cuánto lo podré soportar. Cada día parece exactamente
igual que el día anterior. Todos los días parecen el mismo. Es raro. Es como
verte a ti mismo en la misma película, pero con una banda sonora distinta
cada vez que la ves. Si me vieras aquí en el Voila's o el After Hours de Los
Angeles, probablemente me dirías que tú le dijiste a Kenneth cuando él te
preguntó (¡Le dije yo que te lo preguntase!, ¡sorpresa!) lo que pensabas de mí
y tú dijiste «Es una chica muy triste y amanerada». (No te sientas molesto,
no te lo echo en cara. Te perdono, con que no te preocupes.) Bueno, eso sólo
es parte de mi vida en Los Ángeles.
El tiempo que paso en los estudios es mucho más interesante y
estimulante. He conocido a muchísimos actores y actrices famosos en este
mes y pico. Mi abuelo parece conocerlos a todos. Debo de haber asistido a
un millón de proyecciones. Y les he echado un ojo a muchísimos más
guiones. Además, utilizo bastante «la jerga de los estudios» y empiezo a
enterarme de cómo van las cosas. Es todo muy estimulante.
Sé que debería hablarte de este sitio, pero no consigo realizar un relato
coherente. No tengo una base bastante firme para describirlo. No es que en
realidad haya demasiadas cosas que asimilar o ver. Lo que pasa es que no
tengo suficiente tiempo, con todas las fiestas y las proyecciones y mi trabajo
en los estudios y todo... A propósito, ¿cómo van tus cuadros? ¿Todavía
pintas? Sé que estás ocupado y que no estás obligado si no te apetece pero
me encantaría que me mandases un poema o un dibujo o algo que hayas
hecho últimamente, pero lo que más deseo es que te sientas tan feliz y tan
sano y tan realizado como me siento yo. Y si tu vida no es demasiado
turbulenta me encantaría recibir carta tuya. Aunque sólo fuera una.
Te quiere,
Anne
22 oct. 1983
Querido Sean:
Estoy en el ático de unos amigos, en Century City. Es como a última hora
de la tarde y me siento muy relajada. Me dieron un Dalmane (creo que lo
escribo bien) porque me dolía la cabeza y me dijeron que me sentaría
estupendamente. Ahora me siento muy cómoda y relajada. Es la primera vez
que recuerdo, desde que era niña, sentirme tan alegre y contenta de estar
donde estoy. No sé si habrás probado algo así alguna vez, pero yo siempre
me he sentido enseguida muy incómoda e impaciente con todo. Me aburría y
me irritaba y sólo podía pensar en términos de futuro (puede que igual a
como tú te levantaste de repente aquella noche cuando estábamos sentados
en el café y me miraste y de pronto te marchaste). Siempre me he sentido
nerviosa, como si no pudiera estar demasiado tiempo en el mismo sitio. Pero
ha cambiado algo. De modo totalmente rad (abreviatura de «radical»), como
decimos por aquí.
Esto no va a ser una carta de verdad porque vamos a salir a cenar pronto
porque alguien reservó una mesa en Spago y nos iremos dentro de una hora
o de hora y media, me dicen. Resumiendo, lo que te quiero decir
básicamente es que pienso en ti y espero que estés bien. ¿Lo estás? ¿Me
escribirás? Quiero saber de ti. Por favor.
Te quiere.
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Anne
29 oct. 1983
Querido Sean:
Hay algo voluptuoso y maravilloso en el hecho de vivir en Los Ángeles.
Siento que quisiera vivir para siempre. Todos los días hay una nueva
aventura, una nueva persona con la que hablar, diferentes cosas que mirar
cada noche. Es la primera vez que he sentido que me encuentro conmigo
misma o algo así. Me siento relajada incluso en los peores momentos. A
veces me noto sola, pero esos momentos son escasos comparados con los
otros.
Aquí me relaciono con personas que no están tensas ni cansadas porque
nadie exige mucho desgaste emocional. Están a salvo, pero no se dan cuenta
de que son superficiales. No lo son. Me refiero a que claro que a veces me
siento ansiosa y deprimida, pero por otra parte siempre hace sol y la piscina
siempre está limpia y caliente de modo que nunca hace frío y me alegra estar
acompañada de gente al aire libre.
Parte de esto tiene que ver con las personas con las que paso el tiempo.
Todas están vivas y resultan interesantes y divertidas. Muchas de ellas
trabajan en la industria discográfica o en los estudios y todas son personas
lo bastante mayores como para darse cuenta de que no quieren que sus
vidas se pierdan en el vacío. Parecen ofrecer su apoyo y me dan consejos a
partir de su propia experiencia.
Bien, ¿has recibido todas mis cartas? No consigo recordar cuántas te he
mandado, puede que cuatro o cinco. Ni una sola carta tuya, Sean. Estoy
sorprendida. No, sólo era una broma. No estoy sorprendida, de verdad que
no, supongo. Me hago cargo de que tu estado de ánimo puede ser tal que no
te apetezca escribir. Pero mira, me gustaría saber cuál es ese estado de
ánimo.
Te quiere,
Anne
10 nov. 1983
Querido Sean:
¿Cómo estás? Tu prolongado silencio no me ha hecho perder los nervios
(¿debería?). Imagino que tu vida es como es y puedo entender perfectamente
que no tengas energías ni ganas de escribir. Pero espero que no te importe el
alud de cartas por mi parte.
Me resulta interesante que yo quiera escribirte. Podría contarte todos los
detalles de mis aventuras sexuales y presumir de mis últimas conquistas.
Pero esas cosas me parecen bastante idiotas. Me refiero a que suena a
moderno, pero que en realidad es terriblemente poco original. Al cabo de un
tiempo suena a, ¿y qué? Las drogas y el alcohol y el sexo son bastante
vulgares (bueno, aquí puede que resulte un poco más llamativo, pero sigue
siendo vulgar) sea donde fuere. Para mí han perdido encanto. Resulta
divertido pero a eso se reduce todo. No sé en qué estado emocional te
encuentras ni cómo te va la vida o cuánto karma tienes, pero me siento
bastante bien donde estoy. Me refiero a que aquí hay como una diversión
que acecha constantemente al conocer a todos estos chicos absolutamente
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Te quiere,
Anne
20 nov. 1983
Querido Sean:
Tengo que contarte más cosas de Randy (¿recuerdas?, el ejecutivo de los
estudios). El y yo fuimos a su casa de Mulholland, y nos sentamos en su
patio a ver la puesta de sol. La Luna estaba llena y ya visible mientras se
ponía el sol. Todo estaba muy quieto y lo único que había éramos Randy y yo
y su Ferrari, el viento, el Jacuzzi, los intensos colores del cielo. Compartimos
un canuto (sí, fumé un poco) y pensé en lo encantador y relajante que era
estar lejos de todo y de todos. Me ayuda a pensar con claridad, a tener las
cosas más claras. En especial en Palm Springs, donde estoy completamente
rodeada por el desierto, es tan reconfortante. Te lo puedes imaginar. No
estoy muy segura de que haya una explicación psicológica para eso. Pero me
siento muy tranquila, totalmente en paz, completamente relajada. Y creo que
además ayudo a Randy. Cuando él dice que se siente vacío y perdido, yo le
digo que no se sienta así y parece entenderlo. He escrito algunas cosas más
y cuando no está cansado las lee y lo único que dice es que resultan un poco
más comerciales que las anteriores y que probablemente funcionarán en el
mercado extranjero. Son unas críticas constructivas, ¿verdad? Creo que la
mayor parte de las veces tiene razón.
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Te quiere,
Anne
27 nov. 1983
Querido Sean:
¡Hola! Estoy en un bungalow del Beverly Hills Hotel visitando a unos
amigos de Randy. Estas últimas noches han sido las que he dormido mejor
desde que estoy en Los Ángeles (estuve tomando tranquilizantes durante un
tiempo y, la verdad, me jodió los hábitos de sueño). Hoy no he hecho nada
excepto ver la MTV y estar tumbada junto a la piscina. Les dije a Randy (te
acuerdas de Randy, ¿no?) y a otras personas que saldría a cenar con ellos
esta noche pero no pude. Oh, querido, qué vida ésta. Te diré que he estado
mintiendo con respecto a mi edad. Aquí todos parecen tan jóvenes, son tan
jóvenes, que he empezado a sentirme vieja de modo que le digo a todo el
mundo que tengo diecisiete o dieciocho años (tengo veinte). Randy cree que
tengo dieciséis. ¿A que no te lo crees? Muchas veces tengo que decirme a mí
misma, sí, Anne, ya estudias segundo en la universidad. Es curioso y un
poco confuso pero supongo que no es muy importante. Bueno, ahora me
tengo que ir. ¿No me vas a mandar una carta? ¿Una nota? Por favor.
Te quiere,
Anne
30 nov. 1983
Querido Sean:
Conque aquí estoy, escribiéndote otra vez. Este fin de semana van a ir a
Palm Springs muchas personas. Es como muy difícil decir que no. Soñé
contigo hace unas noches. (Yo y mis extraños sueños. ¿Te acuerdas del que
te conté el trimestre pasado? Me interesó tanto que tomé nota de él para un
trabajo de psicología de hace dos trimestres. No te preocupes, no menciono
ningún nombre. ¿Por qué no te conté éste en su momento? Probablemente
porque pensé que te desconcertaría.) El sueño era muy extraño. Tú estabas
viviendo en Los Angeles y los dos éramos mucho mayores y me invitabas a la
fiesta de tu cumpleaños y yo tenía que ir en avión desde algún sitio y tenía
un viaje terrible. El resto del sueño era sobre la fiesta. Todos los que estaban
en ella eran viejos y resultaba deprimente porque ninguno había cambiado y
aunque era maravilloso verte y que fueras tan simpático como siempre, me
sentía rara y fuera de lugar y odiaba a todo el mundo. En realidad no los
odiaba pero no los podía soportar.
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Te quiere,
Anne
5 dic. 1983
Querido Sean:
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Apuesto lo que sea a que no supones quién te vuelve a escribir. Sí, soy yo
otra vez. ¿Te importa? He tenido un día muy complicado y necesito relajarme
un poco. No me apetece leer o ser creativa. Sólo quiero contar lo que pienso
o algo así.
Un típico sábado. Me levanté tarde y compartí un canuto con Randy y
Scotty que durmieron juntos fuera, mientras yo dormía en el piso de arriba,
en la cama de Randy. Luego vimos la MTV durante mucho tiempo y luego
fuimos a la playa y después de eso salimos a ver cómo rodaban el nuevo
vídeo de Adam Ant, en Malibú, estaban los English Prices. Fue algo
tremendo. Luego estuve en clase de aerobic y luego Randy y yo tomamos un
par de copas y volvimos a ver la MTV. Y luego tratamos de dormir. Algunas
noches ponemos todos los discos nuevos que a Randy le mandan por correo.
Recibe todos los ejemplares de promoción de todos los malditos discos que
se editan. Es tremendo. Y a veces los oímos. Lo que sea con tal de quitarle a
Randy de la cabeza su manía de suicidarse. Ha vuelto a darle por ahí, Sean.
Eso me asusta. Bien, dentro de media hora volveré a clase de aeróbic.
Escríbeme, por favor.
Te quiere,
Anne
7 dic. 1983
Querido Sean:
Llovió por primera vez desde que estoy aquí. La temperatura bajó a
veinticinco grados y llovió. Randy y yo haraganeamos por casa y leí unos
guiones y vi la MTV. Conocí a Michael Jackson en una fiesta en Encino. Fue
algo estupendo. Todavía estoy preocupada por Randy. Randy cree que le voy
a dejar. Habla sin parar de que aquí todos están de paso, que no existen
razones concretas para estar aquí. Randy le dio una paliza a Scotty y sólo
deja que nos quedemos Carlos (que ahora es astrólogo) y yo en esta casa. Me
parece que llevo aquí muchísimo tiempo. Mis abuelos no parecen notarlo o
no les importa. Esto suena a como si no estuviera animada. Pero lo estoy.
Todavía me divierto. Escríbeme. No he recibido ni una carta tuya, Sean.
Escribe, por favor.
Te quiere,
Anne
10 dic. 1983
Querido Sean:
De nuevo he sentido la tentación de escribirle una carta a alguien del este.
En este momento estoy tumbada en la cama de Randy porque hace un calor
tan jodido que es imposible hasta pensar en hacer otra cosa. Fumar una
maría buena de verdad y ver vídeos. Nada nuevo, ¿verdad? Pero me gustan
los días así. Espero que duren para siempre. Diciembre es el mejor mes para
las fiestas (o eso he oído) en Los Ángeles. El fin de año se acerca, con todas
las promesas y esperanzas de un nuevo año que llega entero. Piensa en
cuántas cosas cambian en sólo un año. Dios santo. Cuando pienso en lo que
estaba haciendo en diciembre del año pasado y lo comparo con esto, resulta
difícil imaginar que yo era la misma persona que ahora. Gracias a Dios, el
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
tiempo pasa. Randy todavía está pasando una temporada difícil. Todavía se
siente «en el limbo». Ahora está tumbado a mi lado. Bueno, en realidad él
está en el suelo y yo en la cama. Carlos está afuera, tratando de tomar el sol
que queda. Yo me ocupo de Randy lo mejor que puedo. Está adelgazando
mucho. Ahora Randy se está riendo. Espera... muy bien, ahora parece mejor.
Oh, Sean, no sé si voy a volver a Camden. La idea de volver con todos esos
pseudointelectuales me parece espantosa. No creo que lo pueda soportar. De
hecho no hay motivo para que vuelva a la universidad. Me refiero a que me
encantaría muchísimo verte. Pero volver a New Hampshire me parece como
un mal viaje.
¿Te gustaría que te mandara algo? ¿Qué tal una buena cantidad de
Valium? (aquí todo el mundo parece tenerlo). No, no quiero contribuir a
alimentar tu drogadicción (ja ja). Randy parece tener de todo. Cosas de las
que ni siquiera sé los nombres (la gente de Los Ángeles no se priva de
pastillas).
Todos (Randy, Carlos, un tipo que se llama Wallace el Roachclip y yo)
pensamos ir a Palm Springs por Navidades. Depende de cómo se sienta
Randy. Mis abuelos quieren que me quede con ellos, pero no sé si voy a ir.
Puede que sí y puede que no.
Parece tan fácil estar aquí, en Los Ángeles, y entrar en la industria
discográfica o trabajar en los estudios de mi abuelo (todavía no lo sé, aunque
el mes pasado no anduve mucho por allí). Pero mis abuelos la verdad es que
no notan mi ausencia. Los dos son adictos a los tranquilizantes. Hace poco
descubrí que le pegan sin parar al Librium. Carlos acaba de entrar. Carlos
dice «hola» y pregunta si eres guapo. ¿Qué crees que le dije? Nunca lo
sabrás.
Cuando recibas esta carta tendré 21 años, o 18, depende de quién
pregunte. ¿Dónde estaremos dentro de diez años? Me pregunto qué va a
pasar entonces. Me pregunto qué está pasando ahora.
A un amigo de Carlos lo encontraron muerto en un cubo de basura en
Studio City. Le habían pegado un tiro en la cabeza y lo habían despellejado.
Espantoso, ¿no? Carlos no parece muy triste, pero es una persona muy
fuerte de modo que no me sorprende. Carlos se limitó a poner un vídeo
nuevo. Hemos estado viendo La noche de los muertos vivientes y El regreso
de los muertos vivientes. ¿Las has visto tú? Randy las pone a todas horas.
Las he visto un montón de veces desde que estoy aquí. Las dos son
divertidas de verdad. Carlos trata de despertar a Randy para que vea la
película. Carlos dice que Los Ángeles está lleno de vampiros. Yo tomo
Valium.
Oye, Sean. He decidido que no voy a escribirte más a no ser que me
contestes. No te lo voy a rogar más. Si no me escribes, no te volveré a
escribir. Conque escríbeme.
Te quiere,
Anne
26 dic. 1983
Querido Sean:
Acabo de releer el borrador de esta carta y me he dado cuenta de que no
dice nada de lo que está pasando en concreto. Lo siento, parezco incapaz de
escribir una carta llena de noticias. Las descripciones me aburren, supongo,
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
y lo mejor que sé hacer son estos borradores, que puede que para ti
carezcan de sentido. ¿Cómo te va todo? ¿Qué tal las Navidades? Espero que
lo hayas pasado bien. Ahora estoy en casa de Christie, sentada al lado de la
piscina. Antes anduve de tiendas y compré unos pendientes, dos pares de
zapatillas, una bolsa de naranjas y luego almorcé con una persona de los
estudios que me pasa droga, luego hice pis en una maceta.
Randy sufrió una sobredosis hace una semana (creo que fue hace una
semana). Bueno, por lo menos de eso es de lo que dicen que murió. Todos
me dijeron que Randy tuvo una sobredosis, pero Sean, yo vi la habitación
donde le encontraron y había mucha sangre. La había por todas partes.
Había sangre en el techo, Sean. ¿Cómo puede haber sangre en el techo si
tienes una sobredosis? Y en cualquier caso, ¿cómo puede llegar hasta allí?
(Scotty dice que sólo si explotas.) Bien, fui a la playa con Lance (un punkie
atractivo de verdad que trabaja en Poseur, en Melrose) y Lance me dio
Seconal, que me ayudó mucho. Ahora me siento mucho mejor. De verdad.
Estuve hablando con mi madrastra sobre quedarme aquí. No quiero vivir
con mis abuelos sino en casa de Randy (ya está limpia del todo, así que no te
preocupes) con Carlos. Y también tengo el Ferrari de Randy, de modo que no
me he quedado sin nada. Pero todavía nada es definitivo. No he pensado
demasiado en ellos. ¿Vas a escribir?
Te quiere,
Anne
29 enero 1984
Querido Sean:
¿No parece que hace muchísimo que no te escribo? Supongo que ya no me
apetece. Bueno, todavía sigo viva, de modo que no te preocupes. ¿Puedes
creer que de hecho me quede aquí? ¿Que lleve aquí cinco meses? Dios santo.
Bien, supongo que en otoño no voy a volver a Camden. Me he acostumbrado
a las cosas de aquí. He andado mucho en coche y a veces voy a los estudios.
A veces voy a Palm Springs. Por la noche no hay ruido.
Estoy colaborando en un guión con un tipo que conocí en los estudios que
se llama Tad. No puedo hablar mucho del guión pero es sobre un
campamento de verano y una serpiente enorme y da miedo de verdad. (A lo
mejor te mando una copia.) Tad es un artista de verdad (pinta unos murales
fantásticos en Venice) pero quiere escribir guiones de cine. Hace semanas
que a Carlos no le ha visto nadie. Lo último que oí es que estaba en Las
Vegas, aunque otra persona me dijo que encontraron sus dos brazos dentro
de una bolsa en La Brea. Iba a escribir el guión conmigo. Le he enseñado
una parte del guión a mi abuela. A ella le gustó. Dijo que era comercial.
Te quiere,
Anne
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Estoy como mirando a Christie que baila junto a la enorme pantalla del
televisor. Fun Boy 3's cantan en la MTV Nuestros labios están sellados, y
Christie baila rítmicamente, totalmente pasada, con las manos deslizándose
por el bikini, los ojos cerrados. Me aburro, pero no lo quiero admitir y Randy
está tumbado en el suelo, inmóvil, mirando a Christie, y Christie casi le pisa,
los dos totalmente para allá. Estoy en una butaca beige junto al sofá beige
en el que está tumbado Martin. Martin lleva puestos unos shorts Dolphin,
unas Wayfarer, y hojea el último número de GQ. El vídeo termina y Christie
se deja caer al suelo soltando risitas, murmurando que está muy colocada.
Randy enciende otro canuto y aspira profundamente y tose y se lo tiende a
Christie. Yo vuelvo a mirar a Martin. Martin sigue mirando una foto concreta
de la revista. Ahora en la MTV salen los Pólice en blanco y negro y la enorme
cabeza rubia de Sting nos mira directamente a los cuatro y se pone a cantar.
Aparto la vista de la pantalla y miro a Christie. Randy me tiende el canuto y
yo doy una calada y cierro los ojos pero llevo tal colocón que la calada no me
hace ningún efecto, sólo me lleva a hacer la pseudocomprobación de que
estoy en algún punto más allá de cualquier posible comunicación.
—Dios santo, Sting es muy atractivo —dice Christie con un gemido, o a lo
mejor se trata de Randy.
Christie da otra calada al canuto, se tumba boca abajo y mira a Martin.
Pero Martin se limita a asentir con la cabeza y se ajusta sus gafas de sol.
Christie continúa mirándole. Martin no ha dicho ni palabra durante los
últimos doce vídeos. He llevado la cuenta. Christie es mi novia, una modelo
que creo que es de Inglaterra.
Me levanto, me siento, me vuelvo a levantar, me pongo los shorts y salgo a
la terraza y me quedo allí con las manos en la barandilla, mirando Century
City. El Sol se está poniendo y el cielo es naranja y púrpura y parece que va
a hacer más calor. Respiro hondo, tratando de recordar cuándo llegaron
Christie y Randy, cuándo los dejó entrar Martin, cuándo pusieron la MTV,
cuándo se comieron la primera piña tropical, cuándo encendieron el segundo
canuto, el tercero, el cuarto. Pero ahora, dentro, ha cambiado el vídeo y a un
chico se lo chupa una nube gigante en forma como de televisión, con los
colores del arcoiris. Christie está encima de Martin, en el sofá. Martin
todavía tiene las gafas de sol puestas. El ejemplar de GQ que estaba mirando
Martin ahora está en el suelo beige. Paso junto a ellos, luego por encima de
Randy y entro en la cocina y saco una botella de zumo de albaricoque y
arándano de la nevera y salgo al patio. Termino el zumo y veo que el cielo se
oscurece más y cuando me doy la vuelta, veo que Martin y Christie
probablemente estén en la habitación de Martin, probablemente desnudos
encima de las sábanas beige con el estéreo encendido.
Jackson Browne canta suavemente. Me dirijo a Randy y le miro.
—¿Quieres salir a comer algo? —pregunto.
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
Aparco el coche junto a la casa y subo los escalones que llevan a la puerta
principal. Dos chicas, jóvenes y bronceadas y rubias, que llevan camisetas
desgarradas y cintas en la cabeza, están sentadas en los escalones mirando
las musarañas, sin decirse nada una a la otra, y me ignoran cuando paso a
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
su lado para entrar en casa. Oigo música que llega de arriba y luego se
interrumpe. Subo lentamente al piso de arriba y entro en una gran
habitación que parece ocupar toda la segunda planta de la casa. Me detengo
a la entrada y veo que Martin habla con un cámara y señala a Leon, que es
el cantante solista de los English Prices y está fumando un pitillo y
empuñando una pistola de juguete en una mano, y en la otra tiene un
espejito en el que se retoca el pelo. Detrás de Leon hay una mesa alargada
sin nada encima y detrás de ella el resto del grupo y han pintado el telón del
fondo de detrás del grupo de un color rosa claro con rayas verdes y Martin
se dirige a Leon, que deja el espejo de mano después de que Martin le dé un
golpecito en la muñeca y Leon le entrega a Martin la pistola de juguete. Yo
entro en la habitación y me apoyo en una pared, teniendo cuidado de no
pisar los cables. Hay una chica sentada sobre un montón de almohadones
cerca de donde estoy de pie y es joven y rubia y está bronceada y lleva una
camiseta desgarrada y una cinta rosa en la cabeza sujetándole el pelo y
cuando le pregunto qué hace aquí me dice que conoce algo a Leon y no me
mira cuando dice esto y yo me aparto de ella y miro a Martin que ahora está
encima de la mesa y se revuelca sobre ella y por el suelo y levanta la vista
hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego
Leon se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la
cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Martin se
revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara,
apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Leon se revuelca
sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al
objetivo con la pistola de juguete. Ahora Leon está de pie, con las manos en
jarras, sacudiendo la cabeza, y Martin se tumba en el suelo alzando la vista
hacia la cámara y me ve y se levanta y se me acerca, dejando la pistola en el
suelo, y Leon la agarra y la huele y aquí básicamente no hay nadie.
—¿Pasa algo? —pregunta Martin.
—Me dejaste una nota —digo yo—. Algo sobre un almuerzo.
—¿La dejé?
—Sí —digo yo—. Me dejaste una nota.
—No creo que la haya dejado.
—He visto la nota —digo yo, inseguro.
—Bueno, a lo mejor la dejó alguien. —Martin tampoco parece demasiado
seguro—. Si tú lo dices, colega... Pero si crees que la dejé yo, me dejas tieso,
colega.
—Estoy seguro de que había una nota —digo yo—. Puede que tenga
alucinaciones, pero hoy no.
Martin mira cansinamente a Leon.
—Bien, bueno, vale, bueno, sí. Podré dejar esto en unos veinte minutos y,
bueno. —Llama al cámara—. ¿Todavía está averiado el aparato del humo?
El cámara está ahora en el suelo y responde, sin entonación:
—El aparato del humo está averiado.
—Vale, bien. —Martin mira su Swatch y dice—: Tenemos que hacer bien
esta toma y... —la voz de Martin se alza pero sólo un poco— Leon está
siendo un carapijo de verdad. ¿No es verdad, Leon? —Martin se frota la cara
con la mano, lentamente.
En el otro extremo de la habitación Leon alza la vista de la pistola y
avanza muy despacio hacia Martin.
—Martin, yo no voy a saltar de esa puta mesa al puto suelo y mirar a la
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ocho coches de la policía aparcados frente al edificio del otro lado de la calle.
Se oye otro disparo desde el edificio de apartamentos. El portero mira,
confuso, con la boca abierta. En el walkman suenan los Dire Straits.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—No lo sé. Creo que un tipo tiene a su mujer ahí arriba y, bueno,
amenaza con disparar contra ella o algo así. Algo parecido, vaya —dice el
portero—. A lo mejor ya le ha pegado un tiro. A lo mejor ya ha liquidado a un
montón de gente.
Me acerco a él principalmente porque me gusta la canción del walkman.
En el portal hace frío y se nos ve el aliento.
—Creo que hay un grupo de geos en el edificio tratando de hablar con él
—dice el portero—. No creo que debas abrir la puerta.
—No la voy a abrir —digo yo.
Otro disparo. Llega otro coche de la policía. Luego una ambulancia. La
que fue mi madrastra durante unos diez meses, con la que terminé
acostándome un par de veces, se apea de una furgoneta, la iluminan y se
coloca delante de una cámara. Yo bostezo, estremeciéndome.
—¿Te despertaron los disparos? —pregunta el portero.
—Sí. —Asiento con la cabeza.
—Eres el que vive en el piso once, ¿verdad? El que dirige vídeos, Jason o
algo así, te visita mucho.
—¿Martin? —digo yo.
—Sí, hola, me llamo Jack —dice el portero.
—Yo me llamo Graham. —Nos estrechamos la mano.
—He hablado un par de veces con Martin —dice Jack.
—¿De qué?
—Sólo de que él conoce a uno de un grupo en el que yo estuve a punto de
tocar. —Jack saca un paquete de pitillos, me ofrece uno. Tres disparos más,
luego un helicóptero empieza a trazar círculos—. ¿A qué te dedicas tú ? —
pregunta.
—Estudio.
Jack me enciende el pitillo.
—¿Sí? ¿Y dónde estudias?
—Bueno, estudio... —Me interrumpo—. Bueno, estudio en la U... bueno,
en la USC.
—¿Sí? ¿A qué curso vas? ¿A primero?
—Empezaré segundo en otoño —le digo—. O eso creo.
—¿Sí? Estupendo. —Jack piensa en ello durante un momento—.
¿Conoces a Tim Price? Es un tipo rubio. Guapo de verdad, pero, bueno, la
peor persona del mundo. Creo que pertenece a un club de estudiantes.
—Creo que no —le digo. Llega un grito espantoso desde el otro lado de
Wilshire, luego humo.
—¿Y a Dirk Erickson? —pregunta él.
Hago como que pienso en eso durante un minuto, luego contesto:
—No, creo que no. —Pausa—. Pero conozco a uno que se llama Wave. —
Pausa—. Está muy en forma y su familia es prácticamente dueña de Lake
Tahoe.
Llega otro coche de la policía.
—¿Estudias tú? —pregunto, al cabo de un rato.
—No, en realidad soy actor.
—¿Sí? —pregunto—. ¿En qué películas has trabajado?
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Esta noche Martin dice algo sobre un club nuevo que abrieron en Melrose,
conque vamos a Melrose en el descapotable de Martin, que Nina Metro le
regaló por Halloween, y Martin conoce al dueño del club y entramos gratis
sin problemas. Dentro hay mucha animación, la gente baila, ponen todo el
tiempo un vídeo con la escena de la ducha de Psicosis en las pantallas de
encima de la barra y esnifamos algo de coca en el cuarto de baño y conozco
a una chica que se llama China que me dice que me parezco a Billy Idol, sólo
que en más alto, y me doy de nances contra Spin.
—Oye, ¿qué ha sido de ti? —pregunta, gritando por encima de la música,
mientras mira cómo apuñalan una y otra vez a Janet Leigh.
—En Las Vegas —le digo—. Brasil. Dentro de un tornado.
—¿Sí? ¿Tienes algo? —pregunta.
—Claro. Lo que quieras —le digo.
—¿Sí? —dice, alejándose—. Tengo que hablar con China. Creo que
Madonna está aquí.
—¿Madonna? —le pregunto—. ¿Dónde?
No me oye.
—Estupendo. Te llamaré el viernes. Iremos a Spago
—Yo no tengo prisa —digo yo.
Me despido con la mano y termino bailando con Martín y dos chicas
rubias a las que conoce, que trabajan en RCA, y luego volvemos todos al
apartamento de Wilshire y nos colocamos de verdad y nos turnamos con tres
chicos que estudian en un instituto que conocimos afuera, esperando en un
aparcamiento, al otro lado de la calle del club de Melrose.
Voy en coche al Beverly Center y ando por allí, mirando las tiendas de
ropa, hojeando las revistas de las librerías, y hacia las seis me siento en un
restaurante desierto del piso más alto del centro comercial y pido un vaso de
leche y unas pastas, que no como, sin saber por qué las pedí. A las siete,
después de que hayan cerrado la mayoría de las tiendas, decido ir a una de
las películas de uno de los catorce minicines del piso más alto del centro
comercial, no demasiado lejos de donde estoy sentado. Saco la entrada y
compro unos gofres y me siento en una de las pequeñas salas y veo una
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LOS SECRETOS DEL VERANO
Estoy en Powertools tratando de ligarme a una puta del Valley, una rubia
con una pinta cojonuda, y ella parece decidida pero no ha bebido bastante,
sólo hace como si estuviera borracha, pero va a por mí, como hacen todas, y
dice que tiene veinte años.
—Vaya, vaya —le digo—. Muy bien. Pareces joven de verdad. —Aunque sé
que no puede tener más de dieciséis años, puede que incluso quince si
Júnior está trabajando a la puerta esta noche, y que es muy excitante si uno
considera lo que podría pasar—. Me gustan las jóvenes —le digo—. No
demasiado jóvenes. ¿De diez años? ¿De once? Para nada. Pero ¿de quince?
—digo—. Oye, sí, está muy bien. Podría terminar en la cárcel, pero ¿qué más
da?
Ella se limita a mirarme sin expresión, como si no hubiera oído ni una
palabra, luego se retoca los labios en el espejito de una polvera y me mira un
poco más, me pregunta lo que significa la palabra «invisible».
Estoy completamente empeñado en llevarme a esta puta a mi casa de
Encino y casi me empalmo mientras la espero cuando va al servicio de
señoras y les dice a sus amigas que se marcha con el chico más guapo del
local mientras yo sigo en la barra tomando vino tinto espumoso casi
totalmente empalmado.
—¿Cómo se llama esto? —le pregunto al barman, un tipo de buen aspecto
de mi edad, señalando la copa.
—Vino tinto espumoso —dice él.
—No me quiero emborrachar mucho —le digo mientras sirve otra ronda a
un grupo de estudiantes—. Nada de eso. Esta noche no.
Me vuelvo y miro a toda esa gente que baila en la pista y creo que me he
follado a la disc-jockey hace como un millón de años pero no estoy seguro y
ha puesto una tremenda canción de rap negro y yo siento hambre y me
quiero largar y entonces llega la chica, lista para que nos vayamos.
—Es el Porsche color antracita —le digo al aparcacoches y la chica queda
impresionada—. Va a ser estupendo —digo—. Estoy muy salido —le digo,
pero tratando de no parecer demasiado ansioso.
La chica pone una cinta de Bowie mientras nos dirigimos en coche hacia
el Valley. Le cuento un chiste de etíopes.
—¿Qué es un etíope con semillas de sésamo en la cabeza?
—¿Qué es un etíope? —pregunta ella.
—Una hamburguesa de un cuarto de libra —digo—. Es que me parto de
risa, de verdad.
Llegamos a Encino. Abro la puerta del garaje con el mando a distancia.
—Uau —dice ella—. Tienes una casa muy grande. —Y luego—: ¿Me
llevarás a casa después?
—Sí, claro que sí —digo yo, abriendo una botella de fumé blanco—.
Algunas chicas son estúpidas pero eso me gusta cuando follo.
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Me levanto, tomo las vitaminas, hago ejercicio con pesas mientras oigo un
CD de Madonna, tomo una ducha, me examino el pelo, rubio y abundante, y
se me ocurre que debería llamar a Attila, mi peluquero, y concertar una cita
para mañana por la tarde y luego llamo y le dejo un mensaje. Ha venido la
asistenta y ha limpiado, que es lo que debe hacer, y le he especificado que si
alguna vez intenta abrir mi ataúd cogeré a sus dos hijos pequeños y los
convertiré en tostadas humanas con lechuga y salsa y me los comeré,
muchas gracias. Me visto: Levi's, mocasines sin calcetines, una camiseta
blanca de Maxfield's, un chaleco Armani.
Voy en coche al Sun 'n' Fun, un salón de rayos UVA abierto las
veinticuatro horas, en Woodman, y me doy una sesión de diez minutos,
luego me dirijo a Hollywood puede que a ver a Dirk, que se dedica
fundamentalmente a los chicos guapos, a los chaperos de Santa Mónica, en
bares y gimnasios. Le gustan las sierras mecánicas, que están muy bien si
tienes un sitio insonorizado como lo tiene Dirk. Paso junto a un callejón,
cuatro aparcamientos, un 7-Eleven, numerosos coches de la policía.
Es una noche cálida y llevo el techo abierto y la radio muy alta. Me
detengo en Tower Records y compro un par de cintas, luego entro en el
Hughes que está abierto las veinticuatro horas en la esquina de Beverly con
Doheny y compro muchos filetes por si la semana que viene no me apetece
salir porque la carne cruda está bien aunque el jugo sea demasiado líquido y
no lo bastante salado. La chica gorda de la caja coquetea conmigo mientras
relleno un cheque de setecientos cuarenta dólares, sólo he comprado
solomillo. Paso por un par de clubs, locales donde entro gratis o conozco a
los porteros, echo un ojo al ambiente, luego ando un poco más en coche.
Pienso en la chica que me ligué en Powertools, en el modo en que la llevé en
coche a una parada de autobús de Ventura Boulevard, y la dejé allí,
esperando que no se acuerde. Paso en coche delante de una tienda de
artículos deportivos y pienso en lo que le pasó a Roderick y me estremezco,
siento náuseas. Pero tomo un Valium y enseguida me siento bastante bien, y
paso delante del mural de Sunset que dice DESAPAREZCA AQUÍ y en un
semáforo en rojo en el que estamos parados les guiño el ojo a dos chicas
rubias, las dos con walkman, que van en un 450SL descapotable, y les
sonrío y ellas sueltan unas risitas y yo me pongo a seguirlas por Sunset,
pensando en detenerme y a lo mejor tomar un sushi con ellas, y estoy a
punto de proponerles que se detengan cuando de repente veo aparecer ese
rótulo del drugstore Thrifty, con la enorme t minúscula de neón azul que se
enciende y se apaga, por encima de edificios y murales, y la Luna está muy
baja, justo encima, y me voy acercando a ella, y me siento débil y hago un
giro totalmente ilegal cambiando de sentido y todavía me siento como
enfermo pero algo mejor cuanto más me alejo de la Luna, con el espejo
retrovisor bajado, y me dirijo a casa de Dirk.
Dirk vive en una casa enorme de viejo estilo español que construyeron
hace mucho tiempo en las colinas; entro por la puerta de atrás y me dirijo a
la cocina. Oigo la tele atronando arriba. Hay dos sierras para metal en un
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fregadero lleno de agua color rosa y unas cervezas y sonrío para mí mismo,
hambriento. Siempre que oigo en las noticias que encontraron muerto cerca
de la playa a un joven, o a parte de su cuerpo, un brazo o una pierna o un
torso, metido en una bolsa cerca del paso subterráneo de la autopista, tengo
que susurrarme «Dirk». Saco dos Coronitas de la nevera y subo a su
habitación, que tiene la puerta abierta y está a oscuras. Dirk está sentado en
el sofá, con una camiseta de PHIL COLLINS y vaqueros, un sombrero en la
cabeza y hecho un brazo de mar, viendo Chicos malos en el vídeo, liando un
canuto y con aspecto de estar ahíto; una toalla ensangrentada en el rincón.
—Hola, Dirk —digo.
—Hola, colega. —Se vuelve.
—¿Pasa algo?
—Nada. ¿Y a ti?
—Se me ocurrió pasar por aquí, a ver cómo van las cosas. —Le tiendo una
de las Coronitas. La abre. Me siento a su lado, abro la mía, tiro la chapa
encima de la toalla ensangrentada, debajo de un poster de las Go-Go's y de
un estéreo nuevo. Un montón de huesos mancha el fieltro de una mesa de
billar, debajo de ella hay un revoltijo de calzoncillos mojados, salpicados con
puntos violeta y negros y rojos.
—Gracias, tío. —Dirk toma un trago—. Oye... —sonríe—, ¿qué es algo
marrón y lleno de telas de araña?
—El ojo del culo de un etíope —digo yo.
—Muy bien. —Intercambiamos una palmada.
En el patio, una bolsa con carne, pesada debido a la sangre, cuelga de
una viga de madera y las moscas revolotean alrededor, y cuando gotea se
dispersan y luego se vuelven a agrupar. Debajo han puesto luces de Navidad
en torno a un gran espinardo rodante. Un murciélago rubio bate las alas, y
se pone cómodo en las vigas de encima de la bolsa de carne y las moscas.
—¿Quién es? —pregunto.
—Es Andre.
—Hola, Andre. —Le saludo con la mano.
El murciélago contesta con un chillido.
—Andre tiene resaca —Dirk bosteza.
—Las drogas.
—Es que cuesta mucho tiempo sacarle a alguien el cráneo por la boca —
dice Dirk.
—Eso parece. —Asiento con la cabeza—. ¿Tienes alka-seltzer?
—¿Quieres?
—Bonito tucán —digo, fijándome en un pájaro comatoso metido en una
jaula que cuelga cerca de las puertas que llevan a la terraza—. ¿Cómo se
llama?
—Bok Choy —dice Dirk—. Oye, si vas a por ese alka-seltzer prepárame
una mimosa, ¿quieres?
—Dios santo —susurro—. La de cosas que ha visto este tucán.
—El tucán no se entera —dice Dirk.
Hay bolsas para cuerpos junto al Jacuzzi, unas velas encendidas rodean
el agua humeante, un recuerdo de los parientes que no estarán tan
angustiados como deberían estar, una prueba que no pasarán.
Bajo la escalera, encuentro el alka-seltzer, le preparo una mimosa a Dirk,
luego vemos una película, tomamos más cerveza, hojeamos unos ejemplares
de GQ, Vanity Fair, True Life Atrocities, fumamos hash, y es entonces cuando
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salen los títulos de crédito y Dirk se quita las gafas de sol, luego se las
vuelve a poner, y yo estoy muy colocado. Él me mira y dice:
—Ally Sheedy queda muy guapo cuando le pegan —y luego ahí fuera,
como en un rito, empieza una tormenta.
Estoy en Phases, en Studio City, y se hace tarde y estoy con una chica de
pelo rubio largo que puede que tenga veinte años a la que vi por primera vez
bailando Material Girl con un idiota y está aburrida y está conmigo y yo
estoy aburrido y quiero irme de aquí y terminamos nuestras copas y vamos
a mi coche y nos subimos y yo estoy algo borracho y no enciendo la radio y
el coche está en silencio cuando la chica baja su ventanilla y Ventura está
tan desierto que todo sigue en silencio, si se exceptúa el aire acondicionado,
y ella no dice ni palabra sobre lo bonito que es mi coche y finalmente le
pregunto a la muy puta, mientras abro tontamente el techo para
impresionarla, al acercarnos a Encino:
—¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? —y saco un Marlboro de mi
chaqueta, empujo el encendedor, sonriendo.
—Todos —dice ella.
Detengo el coche en el arcén de la carretera, los neumáticos chirrían, y
paro el motor. Quedo allí sentado, esperando. De algún modo se ha
encendido la radio y suena una canción pero no sé de qué canción se trata y
salta el encendedor. Me tiembla la mano y miro fijamente a la chica,
apartándome, con el pitillo todavía en la mano. Creo que pregunta qué pasa
pero yo ni siquiera la oigo y trato de calmarme y estoy a punto de seguir
hacia Ventura pero entonces tengo que parar y mirar una vez más a la chica
que, aburrida, pregunta que qué estoy haciendo y yo la sigo mirando y luego,
muy despacio, con el pitillo todavía en la mano, vuelvo a empujar el
encendedor, espero hasta que se calienta, salta, enciendo el pitillo, suelto el
humo mirándola, me aparto, y luego le pregunto con mucha tranquilidad,
desconfiadamente, puede que un poco confuso.
—Vale —respiro a fondo—. ¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? —
No respiro hasta que la oigo contestar. Me fijo en un espinardo rodante que
sale de algún sitio y oigo que roza el parachoques del Porsche.
—Ya te dije que todos —dice la chica—. ¿Vamos a tu casa o qué?
Me recuesto en el asiento, fumo un poco más, y pregunto:
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
—No. De verdad —digo yo—. Venga. Quedará entre nosotros. Y ahora
estamos solos. No soy policía. Dime la verdad. No tendrás el menor problema
si me dices la verdad.
Piensa en ello, luego pregunta:
—¿Me darás un gramo?
—Medio.
Enciende un canuto que confundo con un pitillo y dirige el humo hacia el
techo y dice:
—Vale. Tengo catorce. Tengo catorce. ¿Qué te parece? —Me ofrece el
canuto.
—No —digo, sin cogerlo.
La chica se encoge de hombros.
—Sí —dice. Otra calada.
—No —vuelvo a decir yo.
—Sí. Tengo catorce. Celebré mi bar-mitzvah en el Beverly Hills Hotel y fue
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tu padre. Les conté a todos mis amigos que tu padre murió de una
gangrena. Que se metió un tampón en el culo y lo dejó allí demasiado
tiempo. Murió gritando, doctor Nova.
—¿Has... matado a alguien recientemente, Jamie? —pregunta el doctor
Nova, sin mostrarse afectado de modo demasiado visible.
—En una película —digo—. Mentalmente. —Suelto unas risitas.
El doctor Nova suspira, me examina, inseguro.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero esperarte en el asiento de atrás de tu coche, babeando...
—Ya te he oído, Jamie. —El doctor Nova suspira profundamente.
—Quiero que me vuelvas a recetar Darvocet; si no, esperaré junto a esa
encantadora piscina con el fondo negro que tienes una noche cuando salgas
a darte un baño, doctor Nova, y te arrancaré las venas y los tendones de tu
musculoso muslo. —Ahora estoy de pie, y doy unos pasos.
—Te recetaré el Darvocet, Jamie —dice el doctor Nova—. Pero quiero que
me visites de un modo menos irregular.
—Estoy muy tenso —digo yo—. Tú estás tranquilo mientras vienen.
Llena una receta y luego, mientras me la tiende, pregunta:
—¿Por qué debería de tenerte miedo?
—Porque soy un hijoputa fuerte y bronceado y mis dientes están tan
afilados que, a su lado, una navaja de afeitar parecería un cuchillo para la
mantequilla. —Hago una pausa—. ¿Necesitas alguna razón mejor?
—¿Por qué me amenazas? —pregunta él—. ¿Por qué debería de tenerte
miedo?
—Porque voy a ser la última imagen que verás —le digo—. Tenlo en
cuenta.
Me dirijo a la puerta, luego me doy la vuelta.
—¿Cuál es el sitio donde te sientes más seguro? —pregunto.
—En un cine vacío —dice el doctor Nova.
—¿Cuál es tu película favorita? —pregunto.
—Vacation, con Chevy Chase y Christie Brinkley.
—¿Cuál es tu cereal favorito?
—Mini Wheat escarchado o algo que lleve salvado.
—¿Cuál es tu anuncio de la tele favorito?
—Aspirina Bayer.
—¿Por quién votaste en las últimas elecciones?
—Por Reagan.
—Define el punto de fuga.
—Defínelo tú. —Está llorando.
—Nosotros ya hemos estado allí —le digo—. Nosotros ya lo hemos visto.
—¿Quiénes sois... vosotros? —Se queda sin respiración.
—Una legión.
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BRET EASTON ELLIS Los confidentes
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LA QUINTA RUEDA
Yo no digo nada.
—No va a ser como tú piensas —dice.
dice que aunque pensó en venderle el niño a un vampiro que conoce, que
vive en West Hollywood, prefiere tratar con los padres del niño y que el
dinero que consigamos servirá para pagar a un marica que se llama Spin y
luego nos iremos a Las Vegas o a Wyoming y quedo tan desconcertado al oír
esto que no consigo decir nada y ni siquiera tengo idea de dónde está
Wyoming y Peter tiene que enseñarme un mapa de un libro y es un estado
rojo que parece muy lejos.
—Las cosas no son así —le digo.
—Tío, el problema que tienes, lo que más te jode, es que siempre estás
tenso, tío, no te relajas.
—¿Es cierto eso, tío?
—Te sienta mal. Te sienta muy mal, colega —dice Peter—. Tienes que
aprender a dejarte ir, a flotar. A relajarte.
Pasarán tres días y Peter verá dibujos animados y se olvidará del niño que
está en la bañera y hará, igual que Mary, como que el niño no existe, y yo
intentaré mantener la calma, haciendo como que sé lo que van a hacer, lo
que van a conseguir, aunque no tenga ni idea de lo que pasará.
Voy al lavacoches porque me despierto y Peter calentará una cuchara
delante de la tele y Mary dará tumbos, delgada y morena, y Peter hará
chistes mientras la pica y se picará él y antes de ir al lavacoches fumo costo
y veo dibujos animados con Peter y Mary vuelve al colchón y a veces oigo que
el niño patalea contra la bañera, completamente aterrado. Ponemos la radio
alta, rogando que el chico pare, y meo en el fregadero de la cocina o voy a la
estación de servicio Mobil del otro lado de la calle a cagar y no les pregunto a
Peter y Mary si le dan de comer al niño. Volveré a casa del lavacoches y veo
cajas vacías de Winchell y bolsas de McDonald's pero no sabré si la comida
ha sido para ellos o para el niño y el niño se revuelve dentro de la bañera en
plena noche e incluso con la radio y la tele puestas se le puede oír, dándote
la esperanza de que lo oirá alguien de fuera, pero cuando voy fuera no se oye
nada.
—Atiende, tú —dice Peter—. Atiende.
—¿Que atienda a qué cojones?
—A que no se oye nada —dice Peter.
—Estás... mintiendo —digo yo.
—Oye, Mary —grita él—. ¿Tu oyes algo?
—No se lo preguntes, tío —digo—. Está... jodida, tío.
—Por eso tienes que hacer algo —dice él.
—Mierda, tío —protesto yo—. Es todo por culpa tuya, tío.
—¿El que haya venido a Los Ángeles es culpa mía? —pregunta.
—El agarrar a ese niño.
—Por eso tienes que hacer algo.
Al cuarto día Peter se da cuenta de algo.
—No sé qué quieres decir de verdad cuando dices eso —le digo, a punto de
llorar, después de que me explique su plan.
—¿Vamos a matar al niño? —repite, pero de hecho ya no es una pregunta.
—¿Qué es «innecesaria»?
Harto, me dirijo al niño.
—Lárgate de aquí, mamón.
El niño se ríe y se acerca a una mujer que toma un Tab y mira fijamente
un bolso Gucci y seco el Volvo deprisa y Asylum me habla de una chica que
se folló ayer por la noche que parecía una mezcla de murciélago y araña muy
grande y por fin abro la puerta para que se suba la mujer del Tab y el niño y
de repente hace tanto calor que tengo que secarme el sudor de la cara con
una mano sucia y el niño sigue mirándome mientras la mujer se aleja
conduciendo.
Peter sale hacia las diez de la noche porque tiene que hacer unas cosas y
dice que volverá a las doce. Trato de ver la tele pero el niño empieza a
revolverse y yo pierdo los nervios, de modo que entro en mi habitación,
donde Mary está tumbada en el colchón, con las luces apagadas y las
ventanas abiertas, pero sigue haciendo calor y la miro y le pregunto si quiere
compartir un canuto.
Ella no dice nada, se limita a mover la cabeza despacio de verdad.
Me dispongo a irme, cuando Mary dice:
—Oye, tío... quédate... ¿por qué no te... quedas?
La miro.
—¿Quieres saber lo que estoy pensando?
Mary abre la boca, con los ojos casi en blanco.
—No.
—Estoy pensando, tía, esta chica está jodida —le digo—. Estoy pensando
que cualquier chica que ande con Peter tiene que estar jodida.
—¿En qué más estás pensando? —susurra.
—No lo sé. —Me encojo de hombros—. Estoy... cachondo. —Pausa—. Peter
no volverá a casa hasta... ¿cuándo? ¿Las doce?
—¿Y... qué más?
—Mierda, ¿por qué no te quedas y ves lo que pasa?
—Oye... —Traga saliva—. No... quiero verlo.
Me siento en el colchón junto a ella, que trata de sentarse pero termina
por apoyarse en la pared y me pregunta por mi trabajo.
—¿De qué coño estás hablando? —pregunto—. ¿Quieres saber cómo me
ha ido el día lavando coches?
—¿Qué... pasó? —Respira a fondo.
—Había un coche lavándose —le digo—. Había un niño monstruoso. Eso
fue lo único interesante. Puede que haya sido el día más interesante de mi
vida. —Estoy cansado y el canuto que he encendido se apaga demasiado
pronto y me estiro más allá de ella y agarro las cerillas que hay junto a una
cuchara y una bolsa de plástico asquerosa al otro lado del colchón y
enciendo el canuto y le pregunto cómo conoció a Peter.
Ella no dice nada durante mucho tiempo y no puedo decir que eso me
sorprenda. Cuando habla, lo hace en voz tan baja que casi no consigo oírla y
me acerco a ella, que murmura algo y tengo que preguntarle qué está
diciendo, y el aliento le huele a algo como a muerte. En la radio los Eagles
cantan Tómalo con calma y trato de cantar con ellos.
—Peter hizo... algo horrible... en el desierto.
—¿Sí? —pregunto—. No lo dudo. —Otra calada y luego—: ¿Como qué?
Ella asiente con la cabeza como si agradeciera que le haya preguntado.
—Conocimos a un chico en Carson... y nos proporcionó un material bueno
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de verdad. —Se pasa la lengua por los labios y yo me pongo triste—. Y...
anduvimos con él... cierto tiempo... y el tipo era amable de verdad y una vez
cuando Peter salió a por unos donuts... salió a por unos donuts... y ese tipo
y yo empezamos a hacer el tonto. Era agradable... —Está ida, tan drogada
que yo también me coloco y ella se interrumpe y me mira para asegurarse de
que estoy aquí, escuchando esto—: Peter entró...
Tengo la mano en su rodilla y ella la mira como si no le importase y yo
vuelvo a asentir con la cabeza.
—¿Y sabes lo que hizo? —pregunta.
—¿Quién? ¿Peter? —pregunto—. ¿Qué?
—Adivínalo. —Suelta unas risitas.
Hago una pausa durante mucho tiempo antes de decir:
—¿Se comió... los donuts?
—Llevó al tipo al desierto.
—¿Sí? —Muevo la mano por su muslo, que es huesudo y duro y está
cubierto de polvo, y deslizo la mano por él.
—Sí... y le disparó un tiro en un ojo.
—Uau —digo yo—. Sé que Peter haría una mierda así. De modo que no me
sorprende ni nada de eso.
—Luego empezó a gritarme y le bajó los pantalones al tipo y sacó una
navaja y le cortó... la cosa al tipo y... —Mary se interrumpe, empieza a soltar
risitas, yo también empiezo a soltar risitas—. Y me la tiró y dijo: ¿es eso lo
que quieres, so puta, es eso? —Se ríe histéricamente y yo también me río y
seguimos riéndonos durante un tiempo que parece larguísimo y una vez que
ella se interrumpe y empieza a llorar, con ganas de verdad, sollozando y todo
eso, yo quito la mano de su pierna—. Es todo lo que tenemos que hablar —
dice, sollozando.
De todos modos intento follármela pero ella está tan tensa y seca y
colocada que me hago daño de modo que lo dejo durante un rato. Pero
todavía sigo muy cachondo de modo que intento que me la chupe pero ella
se duerme y la apoyo en la pared y se la meto en la boca pero eso no
funciona y termino meneándomela pero ni siquiera me corro.
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—Todo saldrá bien, tío, nos vamos al desierto, tío, todo irá bien, tío, chiss.
Y nos subimos a la furgoneta y nos alejamos del apartamento, de Van
Nuys, y convenzo a Peter de que estoy bien.
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EN LA PLAYA
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lleva puestas las gafas de sol para que nadie se dé cuenta de que ha estado
llorando y dice que el sol le molesta, o de noche dice que le molestan las
luces de la casa, que por eso se pone las Wayfarer, o que le molesta el
resplandor de la gran pantalla de la tele, que de todos modos miraba, que
por eso le duelen los ojos, pero yo sé que está muy fastidiada, que ha llorado
mucho.
No hay nada que hacer aparte de sentarse aquí al sol, en la playa. Ella no
dice nada, apenas se mueve. Me apetece un pitillo pero aborrezco el mentol.
Me pregunto si Mona ha dejado algo de costo. Ahora el sol está bajo, el
océano se oscurece. Una noche de la semana pasada, mientras ella recibía
tratamiento en Cedars, Mona y yo fuimos al Beverly Center, vimos una
película mala y tomamos unas margaritas en el Hard Rock y luego volvimos
a la casa de Malibú y follamos en el cuarto de estar, mirando el vapor que se
alzaba del Jacuzzi durante lo que pudieran haber sido horas. Pasa un jinete
a caballo por delante de nosotros y alguien le saluda con la mano pero el sol
se pone detrás del jinete y tengo que entrecerrar los ojos para ver quién es y
sigo sin saberlo. Estoy empezando a tener un fuerte dolor de cabeza, que
sólo calmará el costo.
Me levanto.
—Voy a la casa.
Bajo los ojos hacia ella. El sol, que se hunde, se refleja en sus gafas, se
pone naranja, se desvanece.
—Estoy pensando en irme esta noche —digo—. Volver a la ciudad.
Ella no se mueve. La peluca no parece tan natural como parecía al
principio y eso que entonces parecía de plástico, dura y demasiado grande.
—¿Quieres algo?
Creo que dice que no con la cabeza.
—Vale —digo yo y me dirijo a la casa.
Mona está en la cocina, mirando por la ventana, limpiando una pipa de
agua, observando a Griffin. Éste se quita el traje de baño y, desnudo, se
limpia la arena de los pies. Mona sabe que estoy en la habitación y dice que
es una pena que el sushi que almorzamos no la animara. Mona no sabe que
ella sueña con rocas que se funden, con que conoce a Greg Kihn en el
vestíbulo del Chateau Marmont, con que habla con el agua y el polvo, y que
la banda sonora es un popurrí de los Eagles, Una tranquila sensación de paz,
sonando muy alto, atronando, y que chorros turquesa de napalm iluminan
la letra de Amala locamente garabateada en una pared de cemento, una
tumba.
—Sí —digo yo, abriendo la nevera—. Una pena.
Mona suspira, sigue limpiando la pipa de agua.
—¿Terminó Griffin las Coronitas que quedaban? —pregunto.
—Puede ser —murmura ella.
—Mierda. —Me quedo allí mirando la nevera, con la respiración
convirtiéndose en vapor.
—Está enferma de verdad —dice Mona.
—¿Sí? —digo—. Y yo estoy jodido. Me apetecía una Coronita. Muchísimo.
Griffin entra, con una toalla alrededor de la cintura.
—¿Qué vamos a cenar? —pregunta.
—¿Bebiste tú las Coronitas que quedaban? —le pregunto.
—Oye, colega —dice, sentándose a la mesa—. Tranquilo. Y anímate.
—¿Mexicana? —sugiere Mona, cerrando el grifo.
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EN EL ZOOLÓGICO CON BRUCE
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un espasmo súbito. Aunque Bruce tiene veinticinco años parece más joven y
esto se debe principalmente a su aspecto juvenil, su cara lampiña, sin pelo,
siempre sin necesidad de afeitarse, su abundante pelo rubio cortado a la
última moda, y como le pega a muchas drogas está más delgado de lo que
probablemente estaría pero se encuentra en buena forma y tiene una
dignidad que la mayoría de los hombres que conozco no tiene, ni nunca
tendrá. Desaparece camino arriba. Le sigo a un mundo nuevo: cactos,
elefantes, más aves extrañas, grandes reptiles, rocas, África. Una banda de
chicos hispanos anda sin rumbo, nos siguen, hacen novillos o a lo mejor no
y yo miro el reloj para comprobar que no llegaré tarde a mi clase de la una.
Nos conocimos en una fiesta final de rodaje de los estudios. Bruce se
acercó adonde yo estaba, me ofreció un vaso de agua fría y dijo:
—Te pareces a Nastasja Kinski.
Yo me quedé allí, muda, e hice un concentrado esfuerzo que duró nueve
segundos para descodificar ese gesto. A las tres semanas de vernos me
enteré de que estaba casado y me maldije terriblemente toda aquella tarde y
la noche después de que me dijera eso en Trumps, un viernes antes de que
él tuviera que volar a Florida a pasar el fin de semana. Yo no reconozco las
señales que acompañan una aventura con un hombre casado porque
básicamente en Los Ángeles no los hay. Después de que me enteré, las cosas
adquirieron sentido, pero para entonces ya era «demasiado tarde». Un gorila
está tumbado de espaldas, jugando con una rama. Estamos lejos pero
todavía le puedo oler. Bruce se dirige a los rinocerontes.
—Les gusta estar aquí —dice, mirando a un rinoceronte que está tumbado
inmóvil, y que estoy casi segura de que no está vivo—. ¿Por qué no les iba a
gustar?
—Están encerrados —digo yo—. Los han metido en jaulas.
Junto a las jirafas, encendiendo otro pitillo, haciendo una broma sobre
Michael Jackson, Bruce dice:
—No me dejes.
Es lo que dijo cuando el Vogue inglés me ofreció un trabajo absurdamente
bien pagado que yo no era capaz de hacer y que me buscó mi padrastro y
que, pensándolo bien, debería de haber aceptado y lo dijo otra vez antes de
que se fuera a pasar el fin de semana a Florida, dijo:
—No me dejes.
Y si no me lo hubiera pedido, le habría dejado, pero como me lo pidió, me
quedé, las dos veces.
—Bien —murmuro yo, frotándome un ojo con mucho cuidado.
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FIN
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