Violencia Escolar
Violencia Escolar
Violencia Escolar
En nuestro país hemos significado el problema de la violencia escolar desde ciertas informaciones
que se transmiten a través de los medios de comunicación y desde ciertas sensibilidades reactivas,
instaladas en la estructura del sistema educacional, que dan origen a operaciones y dispositivos de
explicación e intervención en los centros escolares.
El seguimiento de este proceso de intervención nos indica que tanto desde la opinión pública como
desde los mismos establecimientos se omiten reflexiones que contextualicen el tema y observen
desde diversos ángulos el problema. No hay historia ni significaciones simbólicas en torno al tema.
Los “hechos de violencia” retratados en los diarios y la TV pertenecen al mundo plástico del rating.
No se conciben para ser articulados en argumentos de debate ni en estudios longitudinales. Así, la
presentación recurrente de estos hechos dan la impresión de que las escuelas viven un desastre
en sus relaciones cotidianas, que los profesores sufren como víctimas, que los alumnos son
potenciales delincuentes. Las salidas se visualizan en torno al desarrollo de mecanismos
normativos y de control. La familia constituye en este escenario un buen chivo expiatorio para las
justificaciones del sistema institucional.
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1. ¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO DECIMOS VIOLENCIA?
Desde los años cuarenta del reciente siglo pasado, se desarrolla progresivamente un conocimiento
cada vez más específico y detallista respecto a la violencia y las alternativas de salida.
Una primera aproximación al tema nos lleva a descubrir un relato histórico potente del uso de la
violencia para enfrentar conflictos políticos y sociales a través de los siglos y las civilizaciones. Este
relato nos induce a constatar que la violencia es consustancial o natural a nuestra especie. Los
estudios biológicos y etológicos sobre la agresividad vienen a afirmar este intento. Es parte de
nuestra constitución humana, el ser agresivos y propender a expresarlo en nuestras relaciones
sociales. Esta expresión puede derivar en actos violentos o dañinos para los otros.
Así, una observación atenta a las conductas y comportamientos de las personas, nos lleva a
identificar a partir de las mimesis y los efectos, quienes pertenecen a la cadena de la violencia y
quiénes no presentan este trauma natural. Estas clasificaciones pueden asociar variables no
identificadas con la naturaleza humana, tales como la pobreza y deducir en este camino, ciertas
causas externas que propenden a estimular el “agresor interno” que llevamos adentro.
Una mirada más suave en este camino, distingue el carácter positivo de la agresividad en la
sobrevivencia y desarrollo humano y por otra parte, el aprendizaje socio-cultural de las conductas
violentas, donde la agresividad se vuelve negativa para la sociedad.
“El sentido común no los diferencia pero la agresividad es una potencialidad de todos los seres
vivos y la violencia es un producto esencialmente humano (cultural). Frente a la agresividad como
potencia innata, las culturas intervienen con la socialización y la adaptación social. A través de
ellas podemos llegar a la violencia.
En este sentido, podemos definir la violencia como una modalidad cultural, conformada por
conductas destinadas a obtener el control y la dominación sobre otras personas. La violencia opera
mediante el uso de operaciones que ocasionan daño o perjuicio físico, psicológico o de cualquier
otra índole ... Incluso la violencia por omisión.”(Corsi y Peyrú, 2003)
Otra perspectiva, nos guía hacia los factores culturales y estilos de vida. Se afirma que la violencia
pertenece al mundo de la cultura, a los modos de vida de las sociedad humanas. Algunas
antropologías no descartan el valor de la violencia dentro de las construcciones societales.
En este sentido, se valoran algunas conductas violentas en las comunidades dentro de contextos
rituales y significantes de las reglas de convivencia comunitaria y el paso generacional. Ya sea
como iniciaciones o como la búsqueda de chivos expiatorios, la violencia marca distinciones en los
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tiempos, los roles y las amenazas reales o ficticias presentes en los imaginarios colectivos. La
escuela para nuestra cultura occidental es un espacio ritual significativo para exorcizar las
violencias sistémicas y dar paso a la adultez en las nuevas generaciones (hasta el momento
enfocamos nuestra atención normativa hacia el aula dejando invisibles los espacios no regulados
del patio, las relaciones y comunicaciones no formales).
Desde una perspectiva sociológica, las sociedades guerreras tanto como aquellas que han vivido
el sometimiento y la dominación, exaltan el uso de la violencia como medio de amplificar la fuerza
ejercida e intimidar al contrario. Este uso se especializa y expande con el tiempo, dando paso a
nuevos estilos del ejercicio de la violencia, tales como actualmente, el terrorismo, donde el acto
violento se instala en el medio de vida cívica y se acompaña de la provocación del terror.
El siglo XX marca un punto de inflexión en este ámbito de explicaciones. Las dos grandes guerras
mundiales enseñaron muy bien a quiénes quisieron usar métodos violentos en sus disputas de
poder. Por una parte, se desplaza el uso de la violencia desde los escenarios bélicos a escenarios
de la vida cotidiana, barrios, pueblos, ciudades. El uso de las armas químicas y atómica se ejercita
en poblaciones civiles para aminorar y vencer al poderío contrario. El territorio de la guerra es más
amplio y permite una movilidad nueva. El caso de las minas terrestres y marítimas es otro ejemplo
de esta estrategia político-militar.
Nosotros, la población civil, nos constituimos en víctimas directas, daños colaterales y parte
ineludible de una lucha armada. Esto indudablemente afecta tanto nuestra armonía interna como el
desarrollo de relaciones de confianza con otros.
La historia violenta de nuestro país (la gran guerra entre conquistadores y originarios;
las guerras civiles del siglo XIX; las dictaduras del siglo XX). Una cultura que convive
con la violencia política.
Por otra parte, se “democratiza” el uso de las armas. Estas pasan a formar parte de los nuevos
nichos de mercado que dan sustanciosas riquezas a quiénes las venden y al mismo tiempo
inundan la vida cotidiana, creando una perspectiva militarizada del vivir. La recurrencia amplificada
en los medios de comunicación abren un espacio de legitimización de la violencia como parte de
los comportamientos válidos de un adolescente, hoy.
Así puestas las cosas, la violencia se va legitimando en las relaciones sociales, estableciendo
nuevos modos de enfrentar conflictos de convivencia a nivel nacional, comunitario, familiar e
interpersonal.
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En este sentido, la vi olencia no presenta límites ni diferencias entre el tirano y el violador, entre la
guerra entre naciones y la violencia intrafamiliar. El uso de la violencia es el intento racional y
estratégico de dominio absoluto del otro por medio de la intimidación, el abuso y el daño físico y/o
psicológico.
Para Corsi y Peyrú, 2003, se plantean dos hipótesis en torno a la violencia: una que afirma que las
carácterísticas de los actos violentos son comunes a nivel macro social como a nivel microsocial y,
segundo que, las operaciones de violencia se facilitan en la medida que se percibe la violencia más
como una solución que como un problema .
Entonces, “la violencia y la criminalidad son los efectos más visibles de una crianza basada en la
carencia, el descuido de los menores y la inseguridad en la transmisión de los valores adecuados
para una convivencia civilizada, Lo que habitualmente llamamos actos violentos son efectos de
numerosos patrones de interacción social que quedan muchas veces invisibles, inmersos como
están en la materialidad de lo cotidiano.”(Corsí y Peyrú, 2003)
La violencia se vive como algo brusco, instantáneo, fragmentada en sus causas y sus efectos. Es
una ruptura que produce extrañeza. Es además un “recorte” de la realidad. Esto produce un
aislamiento del ejercicio del poder, de las intenciones, de los sucesos y de las consecuencias. Para
comprender lo que ha pasado es necesario reconstituir una historia, descubrir las causas y medir
las consecuencias. Este efecto fragmentario permite comportamientos defensivos en todos los
implicados: al agresor liberar su responsabilidad ante los hechos, a la sociedad a “hacer más
aceptable la violencia” y a nosotros, ciudadanos comunes y corrientes, desvincular nuestras
experiencias de dicha realidad.
Otra forma de apoyar este proceso, es desde una perspectiva ingenua que consiste en la
implantación de modelos de prevención y formación que enseñan y aconsejan a sus participantes
modos de convivir en forma defensiva con la violencia. Estos programas inducen a sus seguidores
a construir un escenario permanentemente violento que fundamente los procesos de defensa,
cuidado y seguridad personal.
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“El aprendizaje de la violencia, en realidad, comienza muy temprano. Cuando los niños aprenden a
diferenciar entre las conductas violentas de los modelos simbólicos y las de los modelos reales,
esto les permite trazar una línea divisoria nítida entre ficción y realidad. Este aprendizaje se rompe
cuando el niño vive en medio de una gran densidad de situaciones violentas y superpone lo que
observa en la realidad con los modelos simbólicos.
”Si se produce un déficit en el trazado de la línea divisoria entre ficción y realidad, el niño puede
reproducir de modo concreto lo que sería la conducta violenta simbólica. No haber establecido esta
distinción entre ficción y realidad desde muy temprana edad pronostica un grave riesgo para la
salud mental.”(Corsi y Peyrú, 2003)
La alternativa se encuentra en “lograr que la violencia sea percibida como un problema y no como
una solución”.
Por último, el encubrimiento se refiere al ocultamiento de los actos violentos o de las razones para
su aplicación. Esto ocurre fácilmente en las organizaciones y en sus superiores quiénes en nombre
del prestigio u otra razón de carácter institucional se transforman en encubridores y cómplices. El
desenmascaramiento se produce sólo cuando explota el escándalo y se produce un sentimiento de
culpa por la propia complicidad.
Resumiendo, podemos afirmar que la violencia se instituye entre los objetos culturales creados por
la sociedad para organizarse y desarrollarse. Por un lado, se permite en la medida que origina
posibilidades de competencia y dominación para unos hacia los otros y por otra parte, se genera
una conciencia y una ciencia que despierta al debate y a las precauciones frente al riesgo de
construir sociedades totalitarias, donde no se defina libremente la posibilidad de ser humano.
Algunos, claman por la presencia de valores y la falta de ética en nuestra sociedad. Otros,
establecen ciertos rangos de vida saludable asociados a la participación y la autogestión. Los más,
se encuentran interdictos en sus libertades y diferencias por la presencia impactante de la violencia
estructural y la cotidiana, ambas con un poderío enorme para destruir sociedades enteras.
Chile vive en la actualidad algunas tensiones en torno al tema. De acuerdo a estudios, es una
sociedad con un capital social y cultural débil, una alta desconfianza e inseguridad social, una baja
valoración de la convivencia democrática, una alta percepción del ejercicio de desigualdades
sociales, una alta concentración de la riqueza, un significativo porcentaje de la población con
problemas de salud mental, la no existencia de un proyecto país consensuado y participativo y la
permanencia de la impunidad.
Por otra parte, tenemos una juventud abierta valóricamente al riesgo social, enfrentadas a un
empleo precario y flexible, sin políticas eficientes de educación a la sexualidad, invitadas a mediar
sus ideales y sus gustos en un escenario de consumo exacerbado y desregulado, estimuladas por
los adultos a considerar la violencia como una práctica válida para resolver conflictos, viviendo en
una sociedad que no ofrece valores claros a seguir.
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Las condiciones del ejercicio del entendimiento tienen que ver con poner en práctica nuevos
ejercicios de poder tales como la coparticipación, la colaboración mutua, la democracia directa, el
trabajo en equipo, etc.
Asimismo, con la generación de un poder social que controle el poder violento que domina nuestro
escenario convivencial. PNUD denomina a esto la “ciudadanización de la política”. La escuela
puede aportar significativamente a este proceso desde la formación de aprendizaje a la vida cívica.
El tema de la violencia escolar no se agota en la escuela sino que representa una arista del tema
de la violencia en la sociedad en su conjunto. La escuela es un espejo y un amplificador de la
realidad social para nuestra vida cotidiana. No esta ajena, no es una isla. Es parte constituyente de
los espacios e instituciones que nos hemos forjado para construirnos un desarrollo sustentable.
En la historia de la pedagogía existen evidencias de que el acto educativo que valoramos como
transmisión cultural, tiene altos grados de violencia.
Por una parte, al establecer históricamente relaciones formales de enseñanza que legitimaron el
uso de la violencia física como mecanismo de castigo o reprimenda frente al rebeldía del aprendiz
(violencia ejercida también en público con fines educativos para toda la población).
Por otra parte, al imponer un cierto “arbitrio cultural” sobre lo que vamos a considerar como la
verdad, para los estudiantes. Esto último se denomina, “violencia simbólica” y se expresa en el
“currículum oculto” que no otra cosa que el ejercicio del poder al interior de los establecimientos.
También podemos mencionar un tipo de violencia producto de la desigual distribución del capital
cultural en nuestra sociedad. Las llamadas escuelas para pobres y escuelas para ricos son las
únicas alternativas que se desarrollan a la hora de buscar equilibrios y asimetrías en torno al
conocimiento, aún con buenas intenciones.
Es indudable que los contextos histórico sociales en los que se desarrolla la educación formal son
factores relevantes para definir un mayor o menor grado de utilización de la violencia como
método. Culturas que no especifican el carácter positivo o negativo de los comportamientos
causantes de daños en otros, que no circunscriben simbólicamente el uso de la violencia, están
más permeables a la justificación y defensa de la violencia como parte de la convivencia escolar.
Entonces podemos afirmar que nuestros centros educativos viven y sufren lo que pasa en nuestra
convivencia macrosocial. En este cuadro, se encuentran involucrados todos los actores tanto en
calidad de victimas y de victimarios: abusos sexuales, violaciones, maltrato infantil, pedofilia,
autoritarismo, salud mental en el trabajo, agresiones, intimidaciones, matonaje o bullying.
La violencia escolar no es un tema circunscrito a los jóvenes y sus posibles conductas disruptivas
y/o anómicas. Muchas de las tendencias juveniles de los últimos años son parte de una extraña
pero poderosa alianza entre los agentes estimuladores del consumo y las prácticas de
socialización entre pares.
El uso de ciertos objetos, de ciertas modas y las múltiples identificaciones temporarias y flexibles,
pertenecen al mundo de la reproducción cultural que los adultos permitimos en nuestra sociedad.
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Las comunicaciones fragmentadas y descontextualizadas que producen los medios de
comunicación son parte de nuestro valorado proceso de modernización. Las organizaciones
tribales y las prácticas de pandillaje no son patrimonio de las juventudes sino que marcan el
escenario de las formas que la sociedad adopta en su vida económica y productiva.
Entonces, nos encontramos con que al abordar el fenómeno de la violencia escolar, tenemos que
dar cuenta de un escenario más complejo donde todos participamos con algún grado de
involucración.
Los liceos pertenecen al mundo de los valores humanistas y los esfuerzos de construcción de
modos de vida democrática, respetuosa de normas colectivas de convivencia. Esta tradición
educacional ha permitido la presencia de un gremio docente activo en la producción de
conocimientos y prácticas pedagógicas relevantes para varias generaciones de chilenos y chilenas.
Las tareas de esta sociedad tienen que realizarse en una gestión colaborativa, con mayor
autonomía personal y trabajo en equipo. En este sentido, la violencia es un componente perjudicial
para el desarrollo nacional.
- Dar y recibir afectos entre las personas estimula confianzas, amplía las comunicaciones
efectivas, facilita la coordinación de acciones cooperativas y mejora las condiciones de la
enseñanza y el aprendizaje.
Dar las gracias, reconocer el aporte del otro, motivar la solidaridad y el voluntariado,
saludar con alegría, experimentar la empatía, acoger las penas, aumentar la autoestima,
son algunos ejemplos al respecto.
- Orientar las tareas docentes en un equilibrio entre las metas de aprendizaje cognitivo,
formación social y desarrollo personal de los estudiantes reposiciona el rol del maestro en
su relación pedagógica con sus alumnos: profundizar hacia una transversalidad de la
formación.
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- La construcción de normas democráticas de convivencia es un proceso y no el resultado
de un decreto, por lo que se requiere de un diseño estratégico que permita la experiencia,
reflexión y formación de los actores educativos.
Vamos a referirnos a este punto desde una mirada parcial que requiere de mayores
investigaciones a futuro.
Hemos aprendido a pasar del diagnóstico reactivo y compulsivo de la violencia -como un hecho
que nos daña-, a la conciencia de la convivencia como algo que nos concierne y responsabiliza. La
escuela es un símbolo de una sociedad que se quiere a sí misma sustentable en el futuro.
En los escenarios escolares que acogen las intervenciones sobre violencia escolar, se presentan
rasgos importantes de destacar por sus posibles vinculaciones a las soluciones al problema.
Podemos afirmar que en las escuelas y liceos hoy, existe un cambio profundo en la valoración y
gestión del conocimiento.
Existe una gran cantidad de información disponible a través de diversos medios y también hay un
alto analfabetismo digital. A esto se suma, la ausencia de certezas absolutas (con la consabida
crisis de las ciencias) y la presencia de una extendida diversidad cultural que no sólo se puede
aplicar al alumnado sino que adquiere en la actualidad nuevas expresiones en las nuevas
generaciones docentes. Por último, nos encontramos con una comunicación global, rápida,
instantánea que pone en jaque los modelos tradicionales de transmisión cultural (no así, la
importancia de la cultura en la educación).
Todo esto nos compele a la construcción social de un nuevo rol entre los profesores. Un rol que
necesita de la participación, creatividad y adaptación de los propios afectados.
Por otra parte, hoy en día tenemos una mayor conciencia y sensibilidad frente a “lo violento”.
Nuestras acciones y comportamientos pasan por filtros culturales diversos a los décadas pasadas.
Las actuaciones docentes y de administración escolar cimentadas en el sentido común de las
épocas autoritarias son en la actualidad interdictas por el desarrollo acelerado de las
individualidades, sus autonomías y sus libertades. Existe una mayor subjetividad y una menor
comunidad.
Por último, tenemos que reconocer que la segunda mitad del siglo XX nos lego, una revolución
educativa de proporciones. Hemos pasado de una educación de elites a una educación masiva
que intenta ser inclusiva y abarcadora. Esta nueva realidad nos abre a un desarrollo de la docencia
distinta, más atenta a las diferencias de todo tipo, a las discriminaciones socioeconómicas, a las
concepciones estáticas de la naturaleza humana.
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Las nuevas generaciones que copan las aulas hoy, no sólo pertenecen a un mundo demográfico
estadístico sino que representan la sustentabilidad de nuestros destinos colectivos. Esta
democratización se encuentra hoy tensionada entre las aspiraciones y las voluntades reales por
desplegarla.
Recuperando las condiciones metodológicas del abordaje del tema en los centros educativos
podemos observar que los encuadres claves en los que se han fundado los distintos procesos de
intervención en las últimas décadas, son:
Las metodologías más usuales de intervención, han sido las de PREVENCIÓN y de MEDIACIÓN,
adaptadas a los actuales sistemas burocráticos de tecnogestión escolar (las lógicas de
microplanificación y los niveles administrativos de control descentralizado).
Estas metodologías son exploradas en los centros escolares, desde microproyectos focalizados en
sujetos o áreas identificadas previamente hasta programas que intentan abordar desde una
perspectiva sistémica u holística la mayor cantidad de factores de riesgo y potencialidades.
Estos últimos permiten asumir el espacio escolar como un mundo convivencial y desde allí plantear
una intervención participativa, donde se vincule congruentemente el proyecto educativo
institucional y las prácticas escolares en su conjunto. Se visibilizan espacios, se despliegan
estrategias colaborativas de formación de competencia sociales, se identifican las tensiones y los
puntos focales, se involucra la participación de todos los actores educativos y se crean nuevas
expresiones de valoración de la vida social y cívica.
Pero, la sola intervención sistémica no agota los diversos factores vinculantes ya que tenemos
también la existencia de comunidades y sociedades que legitiman la presencia de la escuela y
esperan de ella, no sólo un rol reproductor sino que fundamentalmente un rol de productor cultural.
Así, la escuela se ve inserta en redes sociales, culturales, institucionales, económicas y políticas
que dan sentido a su existencia y le permiten proponer tareas existenciales y formativas
significativas.
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Por último, vamos a enriquecer las perspectivas metodológicas enunciadas, agregando la noción
de “sociedad educativa”, una sociedad que se hace responsable junto a los educadores de la
formación y la educación. Esta responsabilidad no se plasma solo en la mantención de escuelas
sino en la recuperación y construcción de espacios educativos diversos que enriquecen la vida
social y al mismo tiempo, objetivan y ubican el rol del sistema escolar en este escenario. Esos
espacios educativos hoy por hoy, se denominan, “ciudad educativa”, “educación en la ciudad”,
“escuelas ciudadanas” o “ciudades educadoras”.
Referencias
Corsi, Jorge; Peyrú, Graciela. Violencias Sociales. Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.. Año 2003
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