Relatos urbanos

Santiilana S.A. (Alfaguara), 1994 ISBN: 84-204-8462-9 Depsito legal: M-29.278-1994

Bernardo Atxaga Mtodo para escribir............................................................................ 4 Almudena Grandes El vocabulario de los balcones ....................................................... 11 Rosa Montero El pual en la garganta .......................................................................... 20 Quim Monz Tres bocetos ............................................................................................. 26 Manuel Rivas Una flor blanca para los murcilagos .................................................... 32

Este libro es fruto de un experimento puesto en marcha por El Pas Semanal. Qu ocurre si a cinco narradores espaoles se les propone escribir un cuento cuya ambientacin sea forzada, que suceda en el mbito de una ciudad, donde se muevan sus personajes y se desarrollen las historias? Hasta qu punto la condicin de ser urbano condiciona al novelista y su creacin? Como caba esperar, Bernardo Atxaga, Almudena Grandes, Rosa Montero, Quim Monz y Manuel Rivas escriben cinco relatos completamente distintos, pero que ofrecen al lector una visin fascinante del con-junto que forman las ciudades en nuestras vi-das y experiencias. Estos cinco relatos se publicaron en El Pas Semanal durante el verano de 1994.

Bernardo Atxaga Mtodo para escribir

Para escribir un cuento a vuelapluma, o, lo que es lo mismo, para escribir un cuento a la manera de Cervantes y dems clsicos que eran, al parecer, escritores veloces y poco amigos de tachaduras y notas al margen, nicamente se necesitan dos cosas: la pluma estilogrfica y una cualidad que, para dar cierto misterio a este comienzo y evitar de paso la aridez propia de todo mtodo, denominar pura y simplemente CEV, sin mayor detalle. Bien, hemos conseguido ya la pluma? Si es as, numeremos ahora los folios que nos proponemos llenar uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, por ejemplo, y coloqumoslos cuidadosamente al alcance de la mano. Bien, est todo en orden? Estamos ya sentados ante la mesa y con unas ganas enormes de escribir un cuento a vuelapluma? Bien, de acuerdo. Ha llegado la hora de que nos concentremos un poco. Como el aire que respiramos trece veces por minuto, dice el poema, pero a los que queremos escribir un cuento a vuelapluma se nos exige un poco ms. Trece veces por minuto es mucho. Demasiadas inspiraciones y, sobre todo, demasiadas expiraciones. Con 12 nos debera bastar, y sera deseable que pudiramos bajar a 11 o incluso a 10. En realidad, cuanto menos movamos nuestros pulmones, mejor para nuestra concentracin, ms probabilidades de alcanzar un estado propicio para la aparicin de esa cualidad que denominamos CEV. Pero, cuidado, nada de hazaas, nada de forzar las cosas hasta el extremo de llegar a las cero inspiraciones: estamos aqu para conseguir el CEV, no el RIP; estamos aqu para escribir un cuento sencillo, y la gloria post mrtem queda muy lejos de nuestras apetencias. De acuerdo, ya vamos controlando nuestra respiracin y concentrndonos en lo que la naturaleza, tan consoladora, tan ayudadora de los que necesitan salir de s mismos, nos ofrece justo al otro lado de nuestra ventana. Observemos con atencin: qu se ve desde la ventana? Acaso un cielo que, a medida que la tarde avanza, va ganando en dulzura y ya se adorna de una luna color gris humo? Y algn parque? Se ve algn parque? Se ve, quiz, una ra que, viniendo del mar, acaba adentrndose en la parte baja de una ciudad industrial? Bien, imaginemos que eso es precisamente lo que se ve, puesto que el tipo de paisaje no afecta a nuestro propsito y cualquiera puede servir de ejemplo. De todas formas, vamos a mantenernos en esa posicin contemplativa durante un buen rato, fijndonos adems en todo lo que se mueve frente a nosotros. Por nada en especial, slo para lograr ms fcilmente esa concentracin que nos llevar al CEV. Hay cosas que no se mueven o parecen no moverse. El cielo, por ejemplo, o la luna color gris humo, o la ciudad industrial que se extiende y eleva a partir de las dos orillas de la ra. Se mueven, sin embargo, las hojas de los rboles del parque y los pjaros que revolotean aqu y all buscando las migas que los paseantes han arrojado sobre la hierba. Y los propios paseantes tambin se mueven, y lo mismo sus perros, sus pelotas y sus discos de plstico. Y el que ms se mueve de todos es un anciano que en una de las plazoletas del parque, tras un seto brinca una y otra vez y parece bailar una jota. Reflexionemos un poco, concentrmonos un poco ms: qu hace en realidad ese anciano? Intenta entretener al nieto que, posiblemente, se ha puesto a llorar en su cochecito? Claro, no lo podemos saber, por el seto, por ese parapeto que slo nos permite ver su cabeza y sus hombros. Pero, vaya, ha pasado un instante y la escena cambia, el bailarn ha dejado de moverse, la proximidad del matrimonio que pasa junto a la entrada de la plazoleta le ha hecho parar.

En lugar de bailar y brincar, ahora examina las hojas de una planta con la aplicacin de un naturalista. Pero pasa otro instante, aleja el matrimonio de la plazoleta, y ya vuelve el anciano a la carga, ya est brincando otra vez. Desde luego, qu bailarn ms raro este anciano! Porque, adems, va vestido de traje y corbata, lo cual debe de resultarle bastante incmodo. Pero, en fin, no nos importa. Como tampoco nos importa mucho ese cuervo que vuela por encima del anciano para alcanzar la zona del parque en la que pululan los gorriones y que est cubierta de migas de pan. Y las migas forman una alfombra blanca, y el cuervo que se acaba de posar all parece verdaderamente negro. Y nuestra pluma, la pluma estilogrfica que habamos dejado sobre el primero de los 11 folios, tambin parece verdaderamente negra, tan negra como cualquiera de las del cuervo. Y ya estamos contemplando nuestros folios y nuestra pluma, ya se nos van los ojos tras esa plumilla dorada que por su forma, por sus arabescos, por su agujerito central tanto recuerda la cabina de un Sputnik o de un Polaris. Bien, el ejercicio de concentracin est a punto de terminar, ya ha llegado casi el momento de emplear esa cualidad que juzgbamos necesaria para escribir un cuento a vuelapluma y que denominbamos CEV. CEV, vaya tro de letras. Parecen referirse a una caja de ahorros o a un impuesto. Pero no, en nuestro caso forman la abreviatura de una capacidad que, con barbarismo incluido, todos los practicantes de la escritura a vuelapluma llaman capacidad emptica voladora; expresin en la que las palabras capacidad y voladora significan lo que todo el mundo sabe, en tanto que emptica trmino que todava no figura en los diccionarios espaoles significa la habilidad de imaginarse uno mismo en la situacin de otro o de otros. Bien, querido lector, querido alumno: ya intuye usted lo que le toca hacer ahora. Efectivamente, debe aprovechar la concentracin que ha alcanzado mirando por la ventana para identificarse con la pluma que tiene sobre el primero de los 11 folios y ponerse a volar con ella. Recuerde: esa pluma es un cohete un Sputnik, un Polaris, y puede sobrevolar la ciudad para regresar luego con una o mil historias. De acuerdo, no es fcil. Al menos, la primera vez no es fcil. Ocurre como con ciertas posturas de yoga, que en el mtodo o en el vdeo del maestro parecen naturales y fciles de imitar y que, sin embargo, acaban a veces por lesionar al alumno, cuando no por desmoralizarlo. Pero dos o tres fracasos no nos deben preocupar. La gloria de la literatura a vuelapluma corresponde a los fuertes, a los incansables, a los voluntariosos que, como el alcin, construyen una y otra vez el nido que las olas del mar han desbaratado. Recuerde, entonces: si no lo consigue a la primera, tranquilo. Es normal. Hay gente que lo ha conseguido en el decimosptimo intento. Vayamos ahora, tras la advertencia y la tranquilidad que, suponemos, dicha advertencia habr proporcionado a todos, con el ejercicio. Confa usted en su CEV? Sigue concentrado con sus nueve o diez inspiraciones por minuto? S? Maravilloso. Ya ha recorrido usted la mitad del trayecto. Bien, amigo: fije ahora su mirada en la plumilla, fjese en su color dorado, en sus arabescos, en su agujerito, en las minsculas letras que la recorren de izquierda a derecha, o de derecha a izquierda, o del centro hacia arriba, o del centro hacia abajo, justo hacia ese grano que tiene la plumilla en la punta, y lo ve? Ve cmo empieza esa punta a levantarse? Pero no es nicamente la punta, es toda la plumilla la que se levanta, o mejor, es la pluma misma, o quiz no sea exactamente la pluma, sino, por decirlo as, su doble espiritual, su phantasma, como decan los griegos, y ah lo tiene, ah va! ah va esa nave nuestra, idntica en todo a la pluma estilogrfica que sigue sobre el primero de los folios, pero que, al contrario que sta, hecha de metal o de plstico, parece ser como la luna, de la misma naturaleza que el humo. Y ah sigue!, o, mejor dicho, ah vuela!, ya se marcha a travs de la ventana,

dejando atrs la casa y el parque, ya apunta su plumilla hacia la ra y la ciudad. Nuestro CEV ha obrado el milagro. Nada ms ganar altura, la nueva perspectiva nos permite ver lo que antes no podamos, el tejado de nuestra casa, por ejemplo, o la simetra con que fueron plantados los rboles del parque, o la verdadera situacin del anciano que habamos visto bailar y dar brincos en una de las plazoletas. La escena nos haba parecido un tanto extraa, pero al mismo tiempo comprensible desde el punto de vista de lo que podramos llamar abuelidad, ya que le suponamos acompaado de un beb necesitado de entretenimiento. Pero resulta que el anciano lo ve muy bien nuestra pluma voladora est completamente solo, sin nio alguno. Qu bailarn ms raro ese anciano!, habamos exclamado antes. Ahora podramos decir lo mismo, y con mayor conviccin. De todas formas, no conviene que nos entretengamos con ese pequeo misterio que se nos ha presentado nada ms remontar el vuelo, sino marchar hacia esa ciudad que, en este ejercicio, y por capricho de los que hemos colaborado en este mtodo, no es otra que Bilbao. Todos los misterios son buenos para el que desea escribir un cuento a vuelapluma, pero la ciudad Bilbao o cualquier otra suele estar llena de ellos, y no hay que ofuscarse con el primero que nos salga al paso. Como tampoco hay que ofuscarse con la primera historia que nos cuenten en el viaje. Porque puede ocurrir es un ejemplo, pero ms frecuente de lo que parece que el cuervo que andaba por el parque se acerque a nuestra pluma voladora y le diga: Mira, sinceramente, hay algo que todava no he contado a nadie, pero que ya no puedo guardar por ms tiempo. Pues resulta que estaba el otro da en el bosque con un queso en el pico, y en esto que se me acerca un zorro y me pide que le invite. Y yo que no. Y l que s. Y yo que no. Entonces l me dice que conforme, que no le invite, pero que le cante algo por favor, que no se puede marchar de all sin or mi maravillosa voz. Naturalmente, me sent muy halagado y decid aceptar la propuesta y dedicar una cancin a aquel zorro. Al fin y al cabo, pens, cantar no me cuesta nada. Pero estaba muy equivocado. Me cost el queso. El queso entero. Porque, claro, abr el pico para cantar y... No, no hay que hacer caso de lo primero que nos cuenten, porque lo ms probable es que se trate de alguna vieja historia cien veces escrita. Es necesario seguir volando y contemplando el paisaje los puentes, los barcos, las gras hasta el momento en que los sensores de nuestro pequeo cohete comiencen a silbar avisndonos de la proximidad de alguna historia realmente vlida. Silbarn nuestros sensores? Podremos encontrar algo? Naturalmente que s. Al contrario de lo que preguntas de ese tipo daran a entender, el problema del escritor a vuelapluma no es la escasez de historias, sino su infinidad. En las montaas hay cientos de ellas, en los valles hay miles de ellas, en las ciudades hay millones de ellas. Por ejemplo, en Bilbao la ciudad que nos sirve de modelo en este mtodo, una pluma voladora puede encontrarse enseguida con el caso de aquel avin de guerra alemn Dornier 17 que un domingo de abril de 1937 fue abatido por los defensores de la ciudad: Los otros dos alemanes dice la historia cayeron en el Nervin. Trataron de saltar, pero los paracadas no tuvieron tiempo de abrirse y se estrellaron contra el agua, muriendo del golpe. Uno de ellos tena un aspecto normal, pero el otro dej estupefactos a los vascos. Jams haban visto nada igual. Le dieron la vuelta a aquel cuerpo largo y rubio. Tena la cara magullada, pero as y todo les pareci algo extraordinario: sus cejas estaban depiladas, y la boca, pintada de rojo. No del rojo de la sangre que le corra del extremo del labio. Observaron que sus manos eran blancas y muy finas. Las uas tenan hecha la manicura y estaban primorosamente cortadas en punta y esmaltadas. Muy raro.

Los vascos colocaron el cadver, un tanto confusos, en un automvil y lo enviaron a la Sanidad Militar. Era extrao, pensaron, que los alemanes utilizaran mujeres como pilotos de guerra. Qu es lo que iban a inventar despus? Sin embargo, los doctores de la Sanidad Militar eran hombres de experiencia. Desnudaron el cadver y lo examinaron detenidamente. Tena afeitado el pelo de las axilas y llevaba ropa interior femenina de color rosa. Pero llenaba, a duras penas, los requisitos de la virilidad. Como deca la revista Aeroplane en su edicin del 28 de abril, el Dornier 17 estaba haciendo una labor muy til en Espaa. El balance del bombardeo realizado por la mujer y sus compaeros fue de 67 muertos y 110 heridos... Una historia oscura, terrible, excepcional, esta que en su da cont el periodista del Times G. L. Steer, pero una historia que, a pesar de ello, de poco nos sirve a los escritores a vuelapluma. Imposible lograr la hondura que se necesitara para desarrollar la ancdota. Quiz Shakespeare o Cervantes pudieran, aun escribiendo rpidamente, lograr tal hondura; pero nosotros, que, por muy alto que volemos, difcilmente llegaremos a las cimas clsicas, no debemos jugar alegremente con ciertas cosas. Como dijo un poeta japons: es fcil romper la rama del cerezo; devolver la rama al rbol, en cambio, es imposible. As, pues, el problema no es encontrar una historia, sino dejar de lado la inmensa mayora de las que desde las casas, desde los puentes, desde los barcos ascienden por el aire y llegan hasta nosotros. El problema puede, adems, agravarse cuando lo que se sobrevuela es la parte antigua de la ciudad las Siete Calles de Bilbao, por ejemplo, lugar donde el nmero de historias suele incrementarse de forma exponencial. Cuando los autores de este mtodo logramos despertar nuestro CEV y nos dispusimos a realizar un ejercicio de prueba nos encontramos con la sorpresa de que los sensores de la pluma voladora se volvan locos y nos obligaban a descender a la citada zona antigua de la ciudad. Inmediatamente, la pluma comenz a transmitir una historia: La cosa empez ya en invierno. Hubo un baile. Tronaba la msica, ardan los candelabros, los caballeros no perdan el arrojo, y las damas gozaban de la vida. Se bailaba en los salones, se jugaba a las cartas en los gabinetes, se beba en el ambig, y en la biblioteca se hacan frenticas declaraciones de amor. Lelia Aslovskaya, una rubia regordeta y sonrosada de grandes ojos azules, cabello largo y con el nmero 26 en su tarjeta de identidad... Al principio nos las prometamos muy felices, pero el que la protagonista de la historia se llamara Lelia Aslovskaya nos hizo sospechar. Hicimos que el ritmo de nuestra respiracin descendiera todava ms y, una vez conseguida la mxima concentracin, visualizamos claramente el lugar desde el que transmita nuestra pluma voladora. Haba all miles de libros, y un rtulo que, en letras verdes, deca: Librera. Claro, la pluma estaba copiando un cuento de Chjov, el titulado Una historia ruin. Lo mismo poda haber copiado el Peter Pan, de Barrie; el Viaje a la semilla, de Carpentier, o el Satan alive, de Ignatius Nipos. En cualquier caso, no nos serva. Nuestro mtodo trata de ensear a escribir a vuelapluma, y no a plagiar, como otros que se han publicado por ah. La experiencia de la librera nos sirvi para comprender la importancia de una adecuada lectura de los sensores. Nada de seguir las seales fuertes, que anuncian una elevada concentracin de historias o, en su defecto, algn caso histrico notable; al contrario, hay que comportarse como el ojo que llega al bosque y se pone a observar un gusano o una ramilla; hay que buscar la poquedad, la palabra humilde, las seales dbiles. La seal de una carta, por ejemplo, la de unas lneas vulgares que dicen: Querida Pilar: te escribo para darte noticias de padre. Como sabes, sali bien de la operacin de prstata, y ya est en disposicin de hacer vida normal. Sin embargo, el

paso por el hospital le ha cambiado. Ahora se muestra siempre absorto e indiferente a casi todo. Digo casi todo porque hay algo que s le preocupa: la gimnasia. Te lo digo como es: se pone a hacer gimnasia en cualquier momento del da y de la noche; yo creo que, sumando todas las veces, lo menos emplea cuatro horas al da. Habl de ello con el mdico, porque a m me pareca que tanto ejercicio no poda ser bueno, y l estuvo de acuerdo. Dijo que con media hora diaria de gimnasia suave bastara. Pero lo nico que he conseguido es que padre se enfade conmigo. Sigue haciendo la misma gimnasia de antes, pero en vez de hacerla en casa, ahora la hace en el parque. Eso es lo que me han dicho varios vecinos, y seguro que es cierto. As es que estoy pensando en un traslado. T podras tenerle una temporada ah en el pueblo, porque es posible que al encontrarse en su ambiente de antes se le pase el susto de la operacin y deje de hacer tanta gimnasia. Dime algo enseguida, que a m no me parece cosa de broma lo que le est pasando a padre. Bien, ya tenemos algo. Una historia humilde, desde luego, una historia que, como les sucede a los jugadores que esperan un gran premio y luego se han de conformar con una fichita roja, decepcionar a todos los que, confundiendo los trminos, utilicen este mtodo con la mirada puesta en la gloria rpida. Sin embargo, la pluma voladora ha conseguido saber algo que cierra el misterio que referamos al principio: aquel supuesto bailarn, el anciano que veamos brincar en una de las plazoletas del parque, estaba en realidad haciendo gimnasia. De ah que estuviera completamente solo; de ah que, ante el temor de ser descubierto en plena infraccin del consejo dictado por el mdico y luego mil veces repetido por su hija, se pusiera a disimular nada ms sentir la proximidad de alguien. En su poquedad, no habla esta historia de los grandes temas? No habla del miedo y de la soledad? No habla de la prdida irreparable de la juventud? As pues, ya podemos encaminarnos hacia el punto final. Debemos recuperar nuestro ritmo normal de respiracin, debemos hacer que nuestro cohete abandone los cielos de Bilbao y vuelva a nuestra mesa. Pues no. No debemos hacer nada de lo que, para poner a prueba el coraje de nuestros alumnos o lectores, acabamos de afirmar. Un escritor a vuelapluma debe mantener el pulso y seguir en contacto con ese cohete que, con los sensores cada vez ms afinados, va reuniendo y filtrando informacin. Quiz sea esto, adems la confianza ciega en su propia CEV, lo nico que diferencia a los escritores a vuelapluma de los que no lo son. Tambin en este caso resistir es vencer. As nos ocurri a nosotros a la hora de escribir el ejercicio que ilustra los diferentes pasos del mtodo. No nos llegaba nada interesante, pero aguantamos. Seguimos esperando algo que tuviera relacin con la historia del anciano que haca gimnasia. Y ese algo lleg, aunque no fue lo que suponamos. Lo que nos transmiti la pluma voladora fue una segunda carta que deca lo siguiente: Querida Arantxa: aunque no he ledo todos los libros y quiz no tenga todava derecho a la aventura, me voy! Me voy en mi barquito de vela, de Bilbao a Finisterre, y de all, bordeando la costa portuguesa, a las Azores! Adems, el viaje de este ao promete ser muy interesante. Resulta que puse un anuncio en el peridico diciendo que si haba alguien que supiera tocar el acorden y quisiera hacer un viaje en velero, no dudara en ponerse en contacto conmigo. Pues bien: el nico que acudi, con su acorden y todo, fue Donato, un seor que, desde luego, toca muy bien, pero que debe de tener, asmbrate, unos setenta aos. Como mnimo, setenta. Al principio no me atreva, pero al final se lo dije. Que el viaje poda ser muy duro, que haba que tirar de las velas, cuidar del equilibrio del barco, hacer guardias; en fin, que haba que hacer cosas que incluso a la gente joven solan pesarle. Va entonces el hombre y se me pone a hacer gimnasia all mismo, en la notara. Lo menos hizo veinte

flexiones seguidas. Me dijo que no me preocupara por l, que llevaba mucho tiempo entrenndose en casa y en el parque, y que tena muchsima ilusin. Sinceramente, no me pude negar. Salimos la prxima semana. Ya te contar a la vuelta. Aunque lo que voy a hacer es escribir un libro, uno que se titule El notario, el viejo y el mar. En fin, hasta la vista. Por pequeos que sean los misterios, cerrarlos no resulta fcil. Creamos estar ante una historia dramtica, la de un hombre asustado a causa de un ligero roce con la muerte, y he aqu que la historia puede ser muy diferente, la de alguien que est dispuesto a luchar contra el destino, o, mejor dicho, la de un anciano que hace gimnasia para convertirse en un vikingo de los que viajaban en la proa de su embarcacin desafiando a las olas, al viento y a los cormoranes. Con cul de las dos posibilidades deberamos quedarnos? Pues con las dos, naturalmente. O, mejor dicho, con las tres, ya que disponemos de una tercera. Efectivamente, nuestra pluma voladora ha conseguido detectar entre todas las que acaban de llegar a la ciudad una tercera carta que tambin tiene que ver con el caso, y que dice: Mira, hijo mo, vosotros sois tontos. Si he entendido bien lo que le dijiste ayer a tu madre por telfono, habis desafiado a ese anciano del barrio, al tal Narciso, a dar cincuenta vueltas a la fuente, l por dentro, corriendo pegado al anillo de la fuente, y vosotros, uno de vosotros, por fuera. De los dems lo entiendo, pero de ti no. De qu te sirve ser el hijo del profesor de geometra? Qu? No caes todava? Pues te lo explico. La fuente de nuestro barrio forma una circunferencia de aproximadamente metro y medio de radio, de donde se deduce que quien corra pegado a ella deber hacer, por la regla del dos pi erre, unos 9,5 metros por vuelta. En un total de 50 vueltas, algo menos de 500 metros. En cambio, el que corra por fuera, aparte de la incomodidad de no tener la referencia de la pared de la fuente y de estar expuesto a los empujones que el contrario, Narciso en este caso, pueda darle, tendr que hacer, segn calculo, ms de 900 metros. Pues bien, a ver si os vais enterando: ninguno de vosotros es capaz de hacer 900 metros en el tiempo que tarde Narciso en hacer los 500. Menos an tratndose de l, con lo bien que se conserva y la aficin que le tiene a la gimnasia. Acabo de hablar con tu to y me ha dicho que le ve a todas horas en el parque haciendo ejercicios y entrenndose. As que id preparando el dinero que os corresponder pagar por la apuesta. A ver si as aprendis a respetar a los ancianos y a no jactaros de vuestra supuesta superioridad, la cual, por cierto, es inexistente de hombros para arriba. Y nada ms. Intentar comunicar contigo por telfono, pero, por lo que veo, nunca ests en casa. Y eso que te quedaste en Bilbao para mejor preparar los exmenes de septiembre! Desde luego, t y yo vamos a tener una conversacin en cuanto vuelva de las vacaciones. Efectivamente, tres son las posibilidades, de tres lados diferentes podra caer la solucin de nuestro pequeo misterio. Incluso podran ser ms, siempre que mantuviramos a nuestra pluma ah arriba, sobrevolando la ciudad como lo que en realidad es, un cohete espa. Pero los folios que habamos numerado al principio uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once ya estn casi llenos, y nuestro ejercicio debe terminar. Seguro que no todos habrn quedado satisfechos. Los amigos de los finales cerrados, por ejemplo, se sentirn decepcionados, igual que los aficionados a los mtodos detallistas y, al cabo, mecnicos. Y, por definicin, tampoco quedarn satisfechos los que nunca quedan satisfechos con nada. Pero, en fin, creemos que tambin cabe la posibilidad contraria. Quiz algunos lectores hayan quedado satisfechos. Quiz haya ahora en el mundo ms escritores a vuelapluma de los que haba antes.

La pluma voladora vuelve a casa con tranquilidad, serenamente. Por un momento, antes de entrar por la ventana, dirige su plumilla hacia la plazoleta del parque, ahora vaca como un cero, y luego hacia una luna que ya no parece llena de humo, sino un pedazo de torta de maz. S, es de noche, hay que irse a dormir. Otro da continuaremos con nuestro mtodo para escribir a vuelapluma, el mejor mtodo para escribir a vuelapluma del mundo.

Almudena Grandes El vocabulario de los balcones

Para mi amiga ngeles Aguilera.

1.
Si alguna vez la vida te maltrata, acurdate de m, que no puede cansarse de esperar aquel que no se cansa de mirarte. LUIS GARCA MONTERO, Habitaciones separadas, No hay escalera sin barandilla ni hortera sin zapatos de rejilla, solamos decir en aquella poca, pero lo peor no era la abominable trama entretejida con tiritas de cuero marrn que estigmatizaba cruelmente sus empeines, sino el grosero repiqueteo de esos tacones tap tap tap tap, que acechaban mis pasos cuatro veces al da, todas las maanas y todas las tardes, de casa al instituto, del instituto a casa, y vuelta a empezar. De vez en cuando, mientras cambiaba de acera en cada semforo para que, por lo menos, le costara trabajo seguirme, me preguntaba por qu se empeara l en llevar todos los das a clase aquellos zapatos de domingo, siempre impecables, tan lustrosos y brillantes, aunque sus costuras ya hubieran empezado a reventar. l no necesitaba esos tacones, una base inslita para sus eternos pantalones de chndal de espuma azul, porque era un chico muy alto, pero aquel mnimo detalle no bastaba para convertir en un misterio el vulgar acertijo de su existencia. No hay parto sin dolor, ya se sabe, ni hortera sin transistor, y l, naturalmente, sola llevar un transistor pegado a la oreja, el volumen a tope mientras me esperaba, emboscado en la esquina de mi casa. Algunas tardes, el eco melanclico, antiguo, de aquella cancin que le gustaba tanto me adverta de su presencia antes aun que la sombra de su figura escurrida y triste, tan larga y, sin embargo, tan extraamente desamparada. Luego, sus tacones tap tap tap tap ponan una nota de ms en la dulzona salmodia de aquel amor terminal y desgarrado que nos acompaaba, eso da igual, ya nada importa, San Bernardo abajo, San Bernardo arriba, todo tiene su fi-i-i-in, como una profeca incapaz de cumplirse. No s cmo le aguantas me deca mi prima ngeles, que por aquel entonces ya haba conseguido que todas sus amistades la llamaran Angelines, abreviatura madrilea que ella encontraba muy fina, pero que en casa, mal que la pesara, segua siendo Angelita, y por muchos aos. Es que es lo que le faltaba ya al to, que le gusten Los Mdulos... Yo asenta en silencio, y a veces, sin darme cuenta del todo, tarareaba aquella infamia sin mover los labios, siento que ya lleg la hora, que dentro de un momento te alejars de m, porque yo no haba nacido en un pueblo de Jan, como ella, sino en La

Milagrosa, paradigma de las clnicas castizas, puro Chamber, y por eso poda permitirme ciertas debilidades arabescas que jams me atrevera a confesar en voz alta. Y sin embargo, Angelita tena razn, por muy de pueblo que fuera: El Macarrn como solan llamarle mis hermanos, no tanto por sus caractersticas fsicas como por la solidez de sus perversiones estticas era un pedazo de hortera. Punto final. Nunca llegu a cruzar una sola palabra con l, ni siquiera saba cmo se llamaba Abencio, seguro, o Aquilino, aventuraba mi prima; todo lo ms, Dionisio, no lo dudes , ni podra ahora reconstruir el momento exacto en el que mis hombros empezaron a acusar el peso de sus ojos, esa mirada slida, compacta como un espejo animado, turbio y caliente frente al que me vi cumplir trece, y luego catorce, y luego quince, y diecisis aos. No era del barrio, eso s lo saba, y que viva en Valdeacederas, una estacin de metro que estaba muy lejos, por Tetun ms o menos, pero cuya reputacin era lo suficientemente conocida como para que mi madre se sintiera satisfecha de no haberse movido en toda su vida de la insignificante calle de San Dimas. Mira, mira! sola decir a las visitas en el balcn, obligndoles a torcer la cabeza hasta forzar un ngulo inverosmil, mientras sealaba a lo lejos con el ndice. Eso que se ve all es la cpula de la Unin y el Fnix. Pero si vivimos casi en la Gran Va! Lo que yo te diga... Ella poda hartarse de decir lo que quisiera, pero, por supuesto, no vivamos en la Gran Va, sino en un barrio antiguo y pequeo, muchos conventos y casas sin portero, sin ascensor, sin calefaccin central y con ms de un siglo a cuestas, una parcela del centro de Madrid Noviciado para algunos, Malasaa para otros, San Bernardo, Conde Duque o hasta Arguelles para los taxistas que ni siquiera hoy tiene un nombre definido. All se haba criado mi padre y all se haba criado mi madre, all se conocieron, y se miraron, se gustaron y se hicieron novios. All mismo, en la iglesia de las Comendadoras, se casaron, y alquilaron un piso grande y destartalado, los techos abombados por el peso del caizo viejo, reseco, y un suelo bailarn de baldosines pequeos, blancos y rojos, una casa que yo ya no conoc, porque mam sucumbi a la fiebre de las reformas antes de que yo me rindiera al uso de razn. El pasillo, dividido en varios segmentos equitativamente absurdos, segua siendo eterno y angosto, eso s, y mi dormitorio, que conservaba el airoso nombre de gabinete, era en realidad un minsculo cuarto ciego, pero eso no significaba que hubiera dejado de haber ricos y pobres. Pues no faltaba otro escndalo, hasta ah podamos llegar. Valdeacederas? mi madre frunci aparatosamente el ceo. Uf! Eso es un barrio malsimo, medio de chabolas o as. Valde qu? terci mi abuela, que no saba estar callada. Eso no es Madrid. No poco, abuela! Pero si hay hasta metro. Metro, metro! Claro que habr metro, si ahora debe llegar hasta Toledo... Ya te digo! Para la seora Camila, como la llamaban en el barrio, Madrid segua estando restringido a los estrictos lmites de la ciudad donde transcurri su juventud, indultando a lo sumo Ventas, y por la plaza de toros, que si no, para ella, lo mismo que Segovia. Era mejor no llevarle la contraria, porque a la mnima oportunidad te volva a contar cmo la eligieron Miss Chamber por aclamacin en el ao 1932, cmo impusieron sobre su pecho una banda verde con letras doradas, cmo lleg por la noche con ella a la taberna de su padre, y cmo mi bisabuelo le arre un bofetn por miss que le dej los dedos marcados en la cara durante una semana, as que me call y nunca volv a preguntar por ese desgarbado y sigiloso espectro que pareca vivir solamente para mirarme. El paso del tiempo y Conchita, la panadera, recompensaron mi paciencia al alimn, consintindome averiguar algunas cosas. El Macarrn era nieto de la seora

Fidela, una anciana bronca y robusta, muy descarada y peor hablada, que viva en Montserrat esquina con Acuerdo, a dos pasos de mi casa. Su marido, un hombrecito convenientemente insignificante y a quien, por supuesto, nadie conoca por su nombre de pila en mi barrio se pareca un privilegio exclusivo de las mujeres, y el seor Fulano nunca era tal, sino el marido de la seora Fulana, haba trabajado toda su vida como bedel en el Cardenal Cisneros, y as deba haber conseguido una plaza en el instituto de la calle de los Reyes para un alumno que viva tan disparatadamente lejos. Yo, que asista al Lope de Vega porque no me quedaba ms remedio, estaba a punto de descubrir el valor de aquellos ojos, que tal vez me concedieran el privilegio de existir en lugar de nutrirse con ventaja de mi existencia, cuando Angelita hizo un descubrimiento mucho ms aparatoso, una autntica hazaa que la convertira definitivamente en Angelines. En el instante en que atraves el umbral de Topaz, sent ms bien que ingresaba de golpe en otro mundo. Aquella discoteca lujossima cristales ahumados hasta en el cuarto de bao, grandes espejos con marcos dorados en los pasillos, sofs profundos como camas de matrimonio, ambientes muy mal iluminados y, fundamentalmente, camareros con esmoquin, detalle que no tengo ms remedio que calificar como la pera limonera de lo que yo entenda entonces por distincin no tena nada en comn con los baretos del distrito Centro que hasta aquel momento haban jalonado, como las estaciones de un va crucis, el lento peregrinar de las horas por las tardes de mis sbados. Claro que Angelines y yo tampoco tenamos mucho en comn con la selecta ganadera de Chamartn de la Rosa que pastaba en aquel local. Recuerdo todava aquella desazn, fruto de una incomodsima sensacin de impropiedad que hormigueaba en mis tobillos como una plaga, la infeccin de vergenza que amenazaba con delatarme a cada paso mientras buscaba un sitio que me correspondiera, un lugar donde mi aspecto no desentonara entre tanta chica rubia con culo respingn embutido en vaqueros de importacin y miles de sortijas de plata en cada mano, y tanto to gigantesco de pelo engominado enfundado en blazer azul marino con botones dorados y provistos de sus correspondientes anclas. La moda nutica, que llegara a arrasar algunos aos despus en esta ciudad tan radicalmente ajena a todos los mares, an no superaba el rango de una sombra amenaza, pero yo no distingua un nudo marinero del lazo de un zapato, y eso era una tragedia slo comparable al miserable aspecto de los Lois que mi madre insista en comprarme por aquel entonces. Los pijos, sin embargo, parecan genticamente predispuestos a reconocer un culo respingn incluso en condiciones tan indeseables, porque no pas mucho tiempo antes de que se me acercara el primero, ms feo que yo, ms bajo que yo, ms gordo que yo mucho ms tonto que yo, pero que, sin embargo, tena un amigo que conoca al primo de otro to que estaba muy bueno, uno rubio que llevaba siempre camisetas de algodn de colores muy vivos, con el cuello blanco y un nmero en la espalda, que al final result que eran de jugar al rugby. Se llamaba Nacho, estudiaba en ICADE y tena diecinueve aos y un Ford Fiesta flamante, con muchos extras y pintura gris metalizada, aparte de la estupenda costumbre de pagarme todos los gin-tonics que se me antojaban entre muerdo y muerdo, que era como entonces llambamos a los besos. Cuando empezamos a salir juntos, la primera cosa que me ense fue que Topaz era una autntica horterada de sitio. No est mal para ir a vacilar y eso, hay muchas tas, pero vamos, el ambiente es ms de campo que las amapolas... Entonces empec a ir a tomar copas a un bar que estaba muy cerca, en los stanos de Orense, y que sin embargo se pareca a los antros ms vulgares de mi barrio como una gota de agua pueda llegar a parecerse a otra. Era un local muy pequeo, con un par

de mesas y una barra siempre tan abarrotada que la mayor parte de los clientes se tomaba la copa fuera, en un lgubre pasillo subterrneo de paredes de cemento. No tena nombre, pero todo el mundo lo llamaba Pichurri, como el jugador de rugby que lo haba montado, y no tard mucho en inventarme razones suficientes para cimentar su fama de local selecto. Y fue precisamente all, en el agudo vrtice de mi impostura, donde se desencaden lo inevitable. Te advierto que ese to ya est empezando a tocarme los cojones... Yo finga no darme cuenta de nada, acatando la norma que obedeca invariablemente desde que comprend que, por mucho que dejara atrs mi barrio, nunca lograra desprenderme de su sombra, pero a mi lado, Angelines se retorca las manos con tanta saa como si pretendiera desollrselas, y aunque sent la tentacin de intervenir, de imponer por una vez mi cuerpo, y mi voluntad, en el transparente curso de los acontecimientos, el sentido comn me dijo que Nacho tena razn, que ya estaba bien, todas las tardes lo mismo, la misteriosa aparicin de esa figura solitaria y huidiza a la que nunca fui capaz de despistar, aquel cuerpo encogido que buscaba amparo en el filo de todas las esquinas, los brazos colgando, los hombros hundidos, la cabeza gacha, una impecable mscara de fragilidad para unos ojos que no cambiaban nunca, ojos duros como rocas, hondos como pozos, relucientes y tenaces como dos cuchillos. Qu miras t, eh, gilipollas? Se puede saber qu miras t? Pues te vas a llevar dos hostias, mira por dnde... Me escond en el bao para no ser testigo de la masacre, pero antes de llegar, mis odos registraron ya el eco de un par de puetazos y una queja apagada. Cuando volv, mi novio segua gritando, chillando, furioso como un cerdo en un matadero, mientras El Macarrn, con una ceja abierta, manando sangre por la nariz, echaba a correr por los stanos de Azca sin querer todava perderse del todo, porque an se detuvo un momento, afront el riesgo de un golpe aplazado, se dio la vuelta y me mir, y yo alcanc a recoger su ltima mirada y me entraron unas ganas tremendas de llorar. Aquella noche no hubo despedida, porque me senta incapaz de besar a Nacho, de tocarle, de responder al ms leve roce de sus dedos. No le dije nada porque saba que no lo entendera. Yo tampoco lo entenda, pero le dej al da siguiente, de todas formas. Un par de meses ms tarde conoc a mi segundo novio, que se llamaba Borja y tena un velero atracado en Mallorca y una intensa predileccin por las terrazas de Pozuelo, en una de las cuales me tropec con Charlie, que haba dejado de estudiar para montar un gimnasio, y l me present a su primo Jacobo, cuyo padre, eterno pretendiente a la presidencia del Real Madrid, me invit a veranear un ao en la inmensa mansin que posea a orillas del Cantbrico, en una playa esplndida, blanca y desierta, donde no me atrev a baarme ni una sola vez en todo un mes porque la temperatura del agua amorataba los dedos de los pies, aunque eso no deba importarme porque veranear en el Mediterrneo, por lo visto, tambin era una paletada, con la nica excepcin de las Baleares, que tenan un pase. Y no me cas con Jacobo, ni con Charlie, ni con Borja, ni con Nacho, pero estuve a punto de casarme con Miguel, creo que lo habra hecho si no hubiera tardado tanto en llevarme a casa de sus padres, diplomtico de carrera con seora, por los que senta un respeto que rayaba abiertamente en el temor, desentonando con similar intensidad en el carcter de un hombre de casi treinta aos. Yo, mientras tanto, estudiaba Qumicas, y a despecho del entusiasmo de mi madre, que ya me vea de blanco en los Jernimos, senta que cada maana, al levantarme, me pareca un poco ms a mi abuela, e iba comprendiendo lentamente que todas aquellas familias adineradas que casi siempre venan de Santander eran, en el fondo, tan de provincias como Angelita, que haba terminado por echarse un novio estupendo en Alcal la Real y contemplaba sin horror

alguno la posibilidad de irse a vivir una temporada al pueblo de su padre, como hiciera su madre tantos aos antes pese a los nigrrimos augurios que emiti la ma cuando se enter. Pero, cuando vas por all, no se te queda pequeo? le pregunt una vez. Pues no s me contest. Total, no salgo de la cama. Ya saldrs insist. Y entonces tendrs que soportar el chismorreo, y las vecinas, y que si llevas faldas demasiado cortas... Pues anda que t! me cort. En esa urbanizacin de Aravaca, todo el santo da barbacoa que va y barbacoa que viene, y cunto gana tu marido y cunto gana el mo, y que si partidos de squash y que si al gimnasio con Menganita, y el telfono del payaso de las fiestas de los nios, para no quedar peor que Piluca, que contrat un mago... Adems, cuando yo me canse, cogemos y nos venimos, pero t... Adonde te vas a venir t, desde Aravaca? Y eso hoy, que me siento generosa y paso por alto el detalle de que mi novio est mucho ms bueno que el tuyo, guapa. Eso era verdad, y casi todo lo dems tambin. Miguel se negaba a vivir en la ciudad, porque llamaba campo a una intolerable amalgama de urbanizaciones de medio pelo con pretensiones, y a m ya no me daba vergenza no tener ninguna casa con jardn y paredes de hiedra, ningn pueblecito marinero, ninguna dehesa, ningn prado, ninguna playa a la que volver en vacaciones, y a cambio, como nica raz, slo un balcn, un minsculo pauelo de baldosas al que sacar una banqueta en las noches de verano para tomar el fresco con mi abuela, cambiando el sempiterno olor a garbanzos cocidos que ascenda por el patio en las maanas de invierno por los uniformes ecos de bullicio universal, toda la ciudad abierta, maquillada de espumas y de luces, disfrazada repentinamente de jardn, como una inabarcable e inmensa terraza. No me haba marchado an y ya lo echaba todo de menos, y, sin embargo, no era slo el paisaje de mi vida lo que fallaba. Tard mucho tiempo en comprender, en advertir por qu caminaba con los hombros demasiado ligeros, por qu senta como si mis pies no tuvieran peso, como si ningn cuerpo fuera capaz de asentarlos en el suelo que pisaban. Todos mis actos me parecan soluciones provisionales, remiendos anticipadamente insuficientes para un hundimiento inevitable, pero el suelo empez a crujir cuando menos lo esperaba. Miguel conduca hacia la casa de sus padres, que por fin me haban invitado a cenar. Yo miraba por la ventanilla el montono espectculo de Capitn Haya, las torres acristaladas que se sucedan, idnticas, en las dos aceras, garajes y jardines, palmeras en los portales, alardes de nuevos ricos que ya no me impresionaban, siempre lejos, cada vez ms lejos. Un giro a la izquierda me precipit en una calle donde nunca haba estado, pero me daba lo mismo porque era igual que las dems, y otra vez a la izquierda y todava ms lejos, y ms, y ahora despacio porque buscbamos un sitio y no lo encontrbamos, y todas las calles, todas las fachadas, todas las esquinas parecan iguales, pero de repente, en el ensimo giro, bordeando una manzana de casas de lujo, me encontr en casa, un barrio distinto, viejo, con aire de pueblo viejo, que pareca haber brotado repentinamente de la tierra por un capricho del destino, tiendas baratas, edificios de un par de pisos, msica de rumba escapando por los balcones y seoras en bata comprando pan, y una boca de Metro con un nombre familiar y doloroso, cinco slabas que estallaron como una pedrada entre mis dos cejas. Para dije entonces. Me bajo aqu. Bueno, si quieres... Mis padres viven justo detrs de esta esquina, en la otra mitad de la manzana, esprame... No me has entendido expliqu, abriendo la puerta del coche. No voy a ir a casa de tus padres. Me vuelvo en Metro.

Pis la acera con fuerza, y sent el cemento en las plantas de los pies y una emocin extraa, como si al descubrir el secreto de la ciudad con dos caras, ella me hubiera desvelado la clave de mi nica vida, y slo entonces me inclin hacia delante, para despedirme desde la ventanilla. T no me miras, Miguel dije despacio, aunque saba de sobra que no me entendera. Porque no sabes mirarme. Luego, la estacin de Valdeacederas cerr sus brazos sobre m como slo saben cerrarse los brazos de una madre.

2.
Nunca se me han dado bien las rebajas. Recuerdo perfectamente que mientras la escalera mecnica trabajaba por mis piernas, iba pensando en eso, en mi incapacidad para revolver en los expositores y encontrar una ganga, y recuerdo tambin que la vi antes a ella, me estaba prometiendo a m misma que jams volvera a caer en la trampa, nunca ms hara cola ante un probador, cuando me fij en una chica morena que llevaba el pelo recogido en una trenza larga y espesa, como la que llevaba yo cuando era nia, y luego, entre la tercera planta caballeros y la segunda todo para la mujer, tuve el presentimiento de que un to que suba la miraba intensamente, y me dio rabia, y despus me dio rabia que me hubiera dado rabia, porque esa reaccin instintiva pero mezquina, casi absurda, me haca consciente de los aos que iba cumpliendo con mucha ms contundencia que el espejo del mao en maanas de resaca, y entonces decid que el to sera un gilipollas, y levant la vista para mirarle a la cara, y no slo no tena cara de gilipollas, sino que, adems, era l. Sus ojos se cruzaron con los mos y frunci las cejas durante un instante, pero no quiso mirarme, no me reconoci, y aunque me daba miedo contestarme que s, tuve que preguntarme si no habra cambiado yo tanto como l desde cualquier da del verano del 77, o del 78, ya ni siquiera me acordaba de la fecha. Haban pasado ms de quince aos, y al mirarle, nadie podra adivinar el infamante apodo que arrastr mientras dur su adolescencia. Conservaba el aire prematuramente melanclico que antes tea todos sus gestos de tristeza, y caminaba an con los hombros hundidos, la cabeza baja afrontando el suelo, pero el corte de pelo, la americana de lana jaspeada, los zapatos de piel vuelta con cordones, la cartera de cuero castao que llevaba en la mano, delataban ese peculiar desalio premeditado que siempre esconde una pizca de elegancia. Le van bien las cosas, pens, mientras suba los escalones de dos en dos, en direccin contraria a la que mova el motor, sin ser consciente todava de que le estaba buscando, y le encontr comprando calcetines, granates, grises, negros, todos lisos. Pag con una tarjeta de crdito y regres a las escaleras, y yo fui tras l, y tras l sal a la calle Preciados y, sin perderle nunca de vista, sorte a un par de msicos callejeros, una cabra bailarina y el tenderete de un trilero, y llegamos a Callao, y sigui andando, Gran Va abajo, pas de largo un cine, luego otro, y luego otro, y emboc San Bernardo y yo le segu, recorrimos la misma calle que habamos andado juntos tantas veces en una situacin que yo jams me habra atrevido a adivinar entonces, l delante, sin volver jams la cabeza, yo detrs, escondindome entre las farolas de todas formas, y atravesamos la calle del Pez y sigui andando, no dej de hacerlo hasta ganar la esquina de San Vicente Ferrer, y en ese punto sus talones giraron bruscamente un cuarto de vuelta y yo me detuve, sin saber muy bien adonde ir, y le vi cruzar la calle de cuatro zancadas, la cabeza siempre rgida, aparentando despreocuparse del trfico, y quedarse quieto justo enfrente de m, en la otra acera.

Se dio la vuelta muy despacio, levant lentamente los ojos, me mir, y supe que nunca haba dejado de reconocerme. Tard cinco noches cuatro das en decidirme, y todava dos maanas ms en atreverme a empujar la puerta de la panadera sin tener muy claro qu iba a decir, por dnde iba a empezar despus de los besos y los abrazos, las enhorabuenas y los psames de rigor, pero Conchita me dio el pie sin pretenderlo qu barbaridad!, hay que ver, pero qu elegante ests!, ya nunca vienes a vernos, claro, como somos pobres... y obtuvo a cambio una versin peculiar de mi vida, que inclua un resumen abiertamente dramtico de las infrahumanas dimensiones del apartamento de Martn de los Heros cuyo alquiler me supona ms de la mitad del sueldo estoy pensando en volver al barrio, sabes?, pillar algo por aqu, no muy grande... Supongo que no ser la nica, de los nios de entonces, quiero decir... Mi hermano me dijo hace un par de das que haba visto al nieto de la seora Fidela salir de un portal en San Vicente Ferrer... Ella me mir con cara de no acordarse de nada y me dije que tal vez fuera mejor as, pero reaccion enseguida para confirmar punto por punto mis sospechas, naturalmente que s, Juanito s que haba vuelto. O sea murmur para m, que se llama Juan. Natural! Conchita se asombraba de mi perplejidad. Cmo quieres que se llame? Claro, claro... Y a qu se dedica ahora? Pues, no s. Da clases en la universidad o algo parecido. Averiguar qu enseaba exactamente fue un poco ms difcil, porque mi interlocutora slo recordaba que su especialidad empezaba con A no s, hija...!, ahora sois todos unas cosas tan raras y lo primero que se me ocurri fue arquitectura no, mujer, quita ya...! Tan importante no es, y luego pregunt si era abogado pero, qu dices?! No, no... Mucho ms importante que eso, y as, por su particular escala de prestigio, fui descartando aparejador, ATS, alerglogo, ingeniero aeronutico, aeroespacial y agrnomo, arquelogo, fillogo alemn, astrnomo, astrofsico, y no s cuntas esdrjulas ms. S, mujer! insisti al final. Si t tienes que saber lo que es. Hasta salen de vez en cuando por la tele, hablando de los salvajes y eso... Comprend enseguida lo que quera decir, pero tard unos segundos en arrancar a hablar, como si aquella posibilidad me resultara ms inverosmil que algunas de las que yo misma haba propuesto, y no pude evitar que me temblara un poco la voz en la primera slaba. Antroplogo? pregunt muy despacio, casi con miedo, y Conchita elev las dos manos al cielo mientras profera un alarido de triunfo. Justo! El Macarrn es antroplogo? volv a preguntar, como si con una sola afirmacin no tuviera bastante. S me contest ella, para insistir luego en un tono ligeramente ofendido, y ya te he dicho que se llama Juanito. Antroplogo, El Macarrn...! afirm para m, en un susurro. Desde luego... Tcate las narices! Despus, Conchita sac una lima de uas del cajn de las pesetas, se sent en un taburete y, al otro lado del mostrador, empez a hacerse la manicura como si estuviera sola, pero cuando yo buscaba ya una frmula de despedida, se decidi a agregar el colofn que menos me esperaba. l tampoco se ha casado dijo, sin levantar la vista de su mano izquierda. Y por qu me cuentas eso?

No, mujer... y entonces me mir. Por nada. Estoy segura de que l nunca me creera si le confesara que fue una casualidad, pero lo cierto es que yo hubiera preferido otro balcn, otra fachada, otro piso, un mnimo desnivel, cualquier distancia, y si me hubieran dado a elegir, habra escogido una trinchera comunicada con la suya de forma diferente, a travs de una azotea quiz, o de un simple patio de luces, pero aunque no haban pasado ms de tres meses cuando me avisaron de la agencia, yo ya no tena diecisis aos, y el tiempo pasaba muy deprisa y muy despacio a la vez, demasiado rpido para retenerlo, demasiado lento para desesperar a quien sabe que no lo posee por completo. La chica que me acompaaba enarc las cejas hasta su lmite fsico cuando le ped que no abriera los balcones. Recorr en penumbra las habitaciones que se abran a la calle un gabinete, el saln, otro gabinete, el dormitorio, otro dormitorio... y di una seal sin dignarme a echar ms que un vistazo a la cocina y al bao, que por muy recin reformados que estuvieran, daban a un callejn sin ningn inters. Obligu a los mozos de la mudanza a trabajar con luz elctrica, el piso cerrado a cal y canto mientras cada uno de mis objetos luchaba por convencerme del lugar que le corresponda, y luego, todava, esper a estar familiarizada con el espacio. El da en que decid que me senta segura, compr un ramo de flores al salir del trabajo. Coloqu el jarrn en una mesa situada en el ngulo adecuado, y slo entonces abr muy despacio las contraventanas del balcn del saln. Mis labios se curvaron solos, dibujando una sonrisa de la que no llegu a ser consciente del todo. Al otro lado de la calle, en un balcn del tercer piso del edificio contiguo al que se elevaba enfrente de mi casa, estaba l. Me miraba, y casi sonri conmigo. Aprend muchas cosas en muy poco tiempo, pero tambin muy pronto dejaron de bastarme. Juan pronunciaba continuamente su nombre, en silencio algunas veces, otras en voz alta, hasta que me acostumbr a llamarle as era muy desordenado, coma poco, dorma menos, y sala casi todas las noches a pesar de que tena que levantarse temprano, porque daba clases por la maana. Por las tardes sola estar en casa, y me miraba. A veces se acercaba al balcn con un libro en la mano o hablaba por telfono durante mucho tiempo sin apartar los ojos del cristal, al acecho del menor de mis movimientos, como cuando ramos nios. Yo mantena siempre enrolladas las persianas verdes y empezaba a cansarme, y dudaba de que l tuviera bastante con la pobre victoria de mi imagen, pegada al balcn durante horas como una calcomana en tres dimensiones, pero no llegu a recibir seales de que albergara una ambicin mayor. Me mantuve firme durante algn tiempo. Luego, la ansiedad pudo ms, y a su amparo empec a elaborar una lista de tcticas posibles, todas parejamente insensatas. Poner un cartel en el balcn me daba mucha vergenza, averiguar su telfono y marcarlo me pondra enferma, y cruzar la calle para pedirle una tacita de azcar resultara fsicamente imposible, porque mis piernas se habran fundido para siempre antes de lograr transportarme hasta su portal. Al final opt por vaciar el saln de mi casa. Saqu todos los muebles al pasillo, traje una banqueta de la cocina, la coloqu al lado del balcn y me sent all, a no hacer nada. Confiaba en que l lo entendera, siempre haba sabido interpretar todos mis gestos y, sin embargo, cuando levant los ojos, los suyos sostuvieron mi mirada apenas un par de segundos. Su ausencia no lleg a desconcertarme, porque regres enseguida, abri las dos hojas, se apoy en la barandilla y me mir. Yo imit sus gestos, uno por uno, y al principio no reconoc la msica, pero mi memoria reaccion antes que yo misma, siento que ya lleg la hora, l mova los labios muy cerca, al otro lado de la calle, pero no poda escucharle, que dentro de un momento, y entonces me di cuenta de que no conoca su voz, de que nunca la haba odo, te alejars de m, y tuve ganas de llamarle,

de gritar su nombre, suplicarle que gritara, eso da igual, pero no me atrev a articular un solo sonido, ya nada importa, y me un a su canto mudo al final del estribillo, todo tiene su fi-i-i-in, hasta que termin. Luego me qued mucho tiempo quieta, aferrando la barandilla con las dos manos. Le miraba, y casi sonre con l. Empezaba a hacer buen tiempo y esa cancin se convirti en una contrasea entre nuestros balcones abiertos. Lo dems pas de repente. Haca mucho calor, aquella noche de junio, el aire pesaba como si lo hubieran hilado con plomo, y el perfil de la luna pareca hervir sobre un cielo que, de puro caliente, se negaba a oscurecer del todo. Al otro lado de la calle, l subi el volumen de su equipo de msica, y percib casi el eco de un llanto, una queja terminal y desgarrada, como una resonancia de desesperacin. Me levant y me acerqu al balcn, y la voz del cantante sonaba igual que siempre, pero yo no era capaz de escucharla como antes, y empec a desabrocharme la blusa sin advertir que aqul era el nico gesto espontneo que acometa desde que me haba mudado a mi nueva casa, la nica palabra que no haba planeado, estudiado y sopesado previamente, mi blusa cay al suelo y empec a desabrocharme la falda, y l me miraba, el dibujo de sus cejas, dos arcos perfectos, inmutable como si alguien las hubiera esculpido en piedra sobre sus ojos fijos, y mi falda tambin cay al suelo, termin de desnudarme sin dejar de mirarle, y l me miraba, pero no se mova, me miraba, pero segua apostado frente al balcn, como un mueco, como una estatua, como un cadver. Mis prpados cayeron solos, y mis lgrimas decidieron seguir su camino, escurrirse entre ellos, atropellarse y rodar sobre mi cara para certificar el ltimo fracaso. Tuve que imponerme a mi propia piel, luchar contra la inercia que me aplastaba entera contra el suelo, para abrir los ojos otra vez, y quise no volver a ver a nadie, ninguna cosa, nada, nunca ms, pero contempl un balcn vaco, abandonado, y mi corazn estuvo a punto de asomarse al mundo desde la enloquecida frontera de mi boca. Luego, fui yo quien baj la cabeza. l cruzaba la calle con la suya ms alta, los hombros por fin erguidos.

Rosa Montero El pual en la garganta

Tengo una foto en mis manos. Somos nosotros, Diego y yo, antes de que todo comenzara. Es una imagen del principio, primordial. Tengo un polvillo blanquecino en mis dedos. Son los restos del veneno que le sirvo todas las tardes en el vaso de sake: en cada toma un miligramo ms. Es una evidencia del deterioro, terminal. El polvillo ha manchado la foto, de la misma manera que el srdido presente mancha los recuerdos hermosos del pasado. Estn contaminados esos recuerdos, tan envenenados como la copa de aguardiente. Miro ahora la foto y no le reconozco. Es el rostro de un hombre que se sabe amado: resplandece. Y era yo quien le amaba, aunque ahora no atino a saber cmo ni porqu. Hace seis meses que nos hicimos este retrato, apretujados en un fotomatn de la estacin de Atocha, cuando llegamos a Madrid. Hace seis das que empec a echarle los polvos en la copa. Las mujeres somos buenas envenenadoras: es un arte final que nos es propio. A los hombres les gusta matar con grandes exhibiciones de violencia, como si se sirvieran del asesinato no slo para librarse de un enemigo, sino tambin para hacer una demostracin de podero. Y as, estrangulan, apalean, descoyuntan y degellan. Sobre todo aman las navajas, los cuchillos, las hojas afiladas. Los temibles hierros penetrantes. Si me oyera el psiquiatra dira que estoy obsesionada con los smbolos flicos. En realidad era un psiquiatra muy malo. Gratis, de la Comunidad. Slo fui un par de veces, cuando empezaron a sucedernos cosas raras. Pero deca que los hombres gustan de matar violentando los cuerpos desde fuera, mientras que las mujeres preferimos la destruccin interior, que es ms sutil. Somos especialistas en este tipo de asesinatos y gozamos de una larga tradicin intoxicadora: desde la madrastra de Blancanieves a Lucrecia Borgia. A fin de cuentas, preparar una pcima letal es muy parecido a preparar una sopa de gallina, por ejemplo. Quiero decir que es una cosa de nutricin, que todo se queda entre pucheros. El envenenamiento como parte de la gastronoma. A m siempre me gust cocinar. Y a Diego tirar dardos. En eso, y slo en eso, se nos anunciaba de algn modo el destino. Nos conocimos precisamente as: yo cocinaba tapas en un bar de la playa, en La Carihuela, en Torremolinos, y l gan el concurso de dardos del local. Era muy bueno, yo nunca haba visto nada semejante. Era capaz de clavar una flecha en el culo de otra. Llevaba unos dardos especiales, de madera y plumas, en un estuche de cuero despellejado. Haba vivido en Londres durante mucho tiempo, una vida nocturna de pubs, dianas de corcho y ocupaciones imprecisas y tal vez inconfesables. A m me gustaba que fuera as, aventurero, cosmopolita y enigmtico. Tampoco mi vida haba sido lo que se dice ejemplar. Soy de la generacin del 68; he rodado mucho y no siempre por los sitios ms adecuados. Viv un par de aos en India, he sido yonqui, me detuvieron una vez en Heathrow con unos granos de opio. Cuando encontr a Diego haca mucho que estaba limpia, pero el mundo me pareca un lugar bastante triste. l me dijo: Te puedo hacer dao, no te enamores de m. Y eso me bast para quedar prendida. Tengo 44 aos, Diego catorce menos. Pero hace seis meses apenas si se notaba la diferencia de edad: yo todava conservaba un buen aspecto. Lo que siempre me ha fallado ha sido la sensatez, no el fsico. Cuando nos vinimos a Madrid llevbamos un mes viviendo en la gloria. Nuestra pasin era insaciable: llegamos a la estacin de Atocha y nos instalamos en el hotel Medioda, justo al otro lado de la plaza, porque cualquier otro sitio pareca demasiado

lejos para nuestra urgencia. Le prendamos fuego a la cama varias veces al da. Y no era slo el sexo: a travs de tanta carne yo crea recuperar mi espritu. Queramos querernos y empezar juntos una nueva vida. A veces se me saltaban las lgrimas y pensaba que era de felicidad. Tena que haber aprendido para entonces que llorar siempre es malo. El dinero se nos iba demasiado deprisa y necesitbamos buscar algn trabajo. Pero pasaban los das y no hacamos nada. Una maana de domingo Diego lleg al hotel muy tarde y muy excitado. Vena con un transportista y traan entre los dos un enorme bal. Lo he comprado en el Rastro, en una tienda de antigedades, dijo mientras lo abra. Es autntico y me ha costado baratsimo. Dentro haba tres vestidos chinos de mujer, entallados, muy bellos, de satn bordado; y tres opulentos p'ao, el traje chino de hombre en el que luego se inspir el kimono japons (y por qu s yo esto?), los tres negros y con el forro color fuego. Nunca haba visto antes una seda como aquella, tan densa, tan pesada. En el bal estaban adems todos los complementos necesarios: pantalones, zapatos, flores artificiales y agujas para el pelo, barras de maquillaje, joyas falsas. Haba tambin una gruesa plancha de madera revestida de corcho, compuesta de tres paneles articulados: una vez montada sobre unos caballetes quedaba perfectamente vertical y del tamao de una puerta ms bien ancha. Y ahora viene lo mejor, dijo entonces Diego. Y sac una caja lacada color musgo. Cuchillos. Estaba llena de cuchillos. Finos, delicados, de doble filo, la hoja larga y punzante, el mango de plata labrada con incrustaciones de ncar. Relampagueaban como joyas en su lecho de terciopelo verde oscuro. Recuerdo haberme extraado de que la plata no estuviera ennegrecida, pero no dije nada. Uno slo de estos puales debe de costar lo que me han cobrado por todo el bal, ha sido una ganga. Nos probamos la ropa: nos quedaba perfecta. Empec a sentirme yo tambin feliz. Era una felicidad extraa, un poco intoxicante, como el burbujeo que te sube por la nariz cuando tomas champn. Ya vers, montaremos un nmero de variedades, seremos un xito, dijo Diego. El aliento le ola un poco a alcohol. Eso hubiera debido hacerme sospechar algo malo, o al menos algo raro, porque l jams beba ni una sola gota. Pero me senta tan contenta y tan poderosa dentro de mi bello traje de china que ignor los avisos. Suave suave el satn sobre mi piel, una caricia. Despoj a Diego de su kimono e hicimos el amor ah mismo, en el suelo, entre cuchillos. Los primeros cambios fueron tan sutiles que fui incapaz de percibirlos. Pensando ahora, desde el conocimiento de lo que despus vino, me doy cuenta de que tras la entrada del bal en nuestras vidas nada volvi a ser igual. Diego empez a entrenarse: mont el panel de corcho en un rincn del cuarto, chinchet en l una silueta de papel y se puso a lanzar los cuchillos. Al principio, hasta que cogi el pulso de la forma y el peso de las armas, las puntas de acero rasgaron alguna vez el borde del patrn. Pero enseguida, y para mi sorpresa, porque los puales exigan una tcnica muy distinta a la de los dardos, adquiri una precisin y una seguridad admirables. Dentro de poco empezaremos los ensayos de verdad, dijo una tarde. Cmo de verdad?, le pregunt: aunque saba. Contigo. Los ensayos contigo, en el panel. Me dej caer sobre una silla. Ni lo suees. No lo voy a hacer. No pienso hacerlo. Diego se volvi bruscamente hacia m: tena un cuchillo en cada mano y por primera vez le tuve miedo. Pero fue un sentimiento tan fugaz como un escalofro. Sonri: No seas tonta: eso es lo que nos va a hacer famosos, eso es lo que dar a nuestro nmero su categora. Sin eso no nos contratara nadie. No tendrs miedo, verdad? Si no estuviera seguro de que no te va a pasar nada no te pedira que lo hicieras, cario. Ya ves que no fallo nunca. Era cierto, no fallaba jams. Me estremec. Me acababa de dar cuenta de que haca mucho que no me llamaba cario, que no me trataba tan dulcemente. Haca varios das que no nos ambamos. Cada vez empleaba ms horas en sus entrenamientos:

incluso se vesta desde por la maana con el p'ao, deca que necesitaba acostumbrarse a las amplias mangas para que no le estorbasen en la tirada. El panel haba ido saliendo de su rincn del cuarto y ahora estaba en mitad de la habitacin. Me pona nerviosa la visin omnipresente y protagonista de esa estpida plancha de corcho y madera. O quiz me pona nerviosa el progresivo ensimismamiento de Diego. En cualquier caso yo sala cada da ms. Me levantaba temprano y me iba del hotel, paseaba por el Retiro, tomaba limn granizado en los chiringuitos, me sentaba en los bancos de Recoletos a leer un libro, me meta en un cine. Incluso fui una vez al museo del Prado. Y cuando regresaba al hotel, Diego segua clavando puales en el corcho. En la penumbra, porque la habitacin estaba cada da ms a oscuras. Empez corriendo las cortinas, luego bajando las persianas ms y ms. No soporto este sol, el verano en Madrid es inaguantable. Ahora estaba casi siempre de mal humor. Le haba cambiado el carcter. Lo cual no era extrao, porque beba. Beba cada vez ms y desde ms temprano. Comenz con cervezas, luego se pas al whisky. Esos das fueron mi ltima oportunidad, ahora lo veo: hubiera debido marcharme entonces, pero no me senta capaz de abandonarle. No ya por no poder vivir sin l, sino por no poder vivir sin mi propia pasin. Sin la ilusin de que la existencia podr ser un lugar mejor, sin ese centelleo entre las tinieblas. Una tarde regres al hotel y me encontr con que Diego me estaba esperando. Me arroj uno de los vestidos chinos: Pntelo. Vamos a empezar los ensayos. Te dije que no pensaba hacerlo, contest cruzndome de brazos. Fue un desafo que dur muy poco: de inmediato, sin un solo gesto, sin una palabra, Diego me dio dos bofetadas. Nunca me haba pegado. Pntelo. No estaba en absoluto furioso: su fra determinacin era lo que le haca ms terrible. Aturdida, me quit los vaqueros, la camisa. Tantas veces antes me haba desnudado ante sus ojos, tantas veces haba disfrutado de la dulce y turbia sensualidad de ofrecerte al amante. Pero ahora su mirada me quemaba la piel, me haca dao. Me puse el traje; algo se revolvi en mi estmago, era un espasmo de odio. Me dirig hacia el panel con resolucin: en ese momento no me importaba hacer de blanco, no me importaba lo ms mnimo. El odio creca dentro de mi vientre, mezclado con la furia, el deseo de venganza, la necesidad de humillarle y vencerle. Apoy la espalda contra el corcho, extend los brazos y me agarr al marco de madera labrada. Diego comenz a arrojar los cuchillos: los puales silbaban en el aire estancado, en la penumbra tibia. Los dos primeros se clavaron a ambos lados de las caderas, los segundos junto a los hombros. Despus las afiladas hojas se apretaron en el hueco de las axilas, en la cintura, en la lnea de las piernas. Las dos ltimas se hincaron junto al cuello: cerca, muy cerca, como besos de acero. No quedaban ms cuchillos y yo segua viva. Diego se acerc y me apart del corcho. De nuevo sin un gesto, de nuevo sin palabras, empez a hacerme el amor con rudeza, incluso con violencia. Y a m me gustaba. Le necesitaba de una manera feroz, absoluta, distinta. Haba algo desesperado en la manera en que nos aferrbamos el uno al otro, en el modo de combatirnos por medio de la carne. Entonces es cierto que el odio se parece tanto al amor, pens. Desde el suelo vea, en el panel, la silueta de mi cuerpo hecha con cuchillos, el perfil vaco de mi otro yo. Nada ms terminar me puse en pie: quera ducharme, hubiera deseado meterme en el mar, librarme de algo interior que me manchaba. Entonces fue cuando lo vi. Estaba todo extendido sobre la cama, ordenadamente dispuesto, como si fuera un bodegn. El gran sobre de papel marrn a un lado, luego los recortes de peridico haciendo un cuadrado, en el centro el folio mecanografiado. Qu es esto?, pregunt. Diego se encogi de hombros: Un sobre que me han dejado en recepcin. Cog los papeles. Los recortes estaban muy amarillos y eran todos del ao 1921. Trgico accidente en el

circo Price, La muerte visit la pista, Horror en el circo... Mir el papel: era una hoja nueva, sin arrugar, escrita a no dudar recientemente. Deca as: El 17 de febrero de 1921, durante la funcin de noche del circo Price de Madrid, hoy desaparecido, Lin-Ts, artista estrella de la velada y lanzador de cuchillos de gran fama, atraves la garganta de su compaera en mitad de la actuacin, causndole la muerte de manera instantnea. Era poca de carnavales y el circo estaba lleno, de manera que dos mil personas pudieron contemplar, espantadas, el fallo irremediable, la sangre que inund de inmediato la pista (la herida, adems de fatal, era muy aparatosa) y el dolor de Lin-Ts, que en su desesperacin se arrancaba los cabellos de su larga coleta y hubo de ser sacado de escena medio desvanecido. Y no era para menos, porque la vctima, la pobre Yen-Zhou, no slo era su ayudante, sino tambin su esposa. Pero si alguno de esos dos mil horrorizados y conmovidos espectadores hubiera podido ver a Lin-Ts pocos das despus, sin duda se habra admirado ante la asombrosa recuperacin del artista. Una vez secas las lgrimas de la primera noche, el hombre, inescrutable como suelen serlo los orientales ante la mirada occidental, no volvi a mostrar inclinacin alguna a llorar a su muerta. En la compaa se rumoreaba desde haca tiempo que Lin-Ts mantena una relacin clandestina con Paquita, una de las muchachas del coro; la relacin se hizo oficial apenas el artista qued viudo, y cuatro o cinco meses ms tarde se casaron. Paquita tena quince aos por entonces; Lin-Ts, unos cuarenta, y Yen-Zhou, segn los recortes de la poca, haba cumplido los 61. La polica interrog al artista varias veces pero nunca consigui probarle nada. Todos en el circo estaban convencidos de que Ts, un gran profesional que jams fallaba en su rutina, haba asesinado a su esposa en medio de la funcin de gala, bajo la mirada de todo el mundo, en un crimen espectacular ejecutado dentro de un espectculo, el crimen ms evidente y menos disimulado, el crimen perfecto. Los folios no tenan firma, el sobre careca de remite. Qu es esto?, pregunt de nuevo: mi voz sonaba chillona, extraa en mis odos. No s. Supongo que me lo ha mandado el anticuario, respondi Diego. Volvi a encogerse de hombros y se sirvi una copa de una botella tripuda que yo antes no haba visto. Quieres? Es sake. Un aguardiente de arroz japons. Muy rico. Creo que de ahora en adelante no voy a beber ms que esto, dijo con un guio. Y tena razn. No ha vuelto a beber ms que sake. ltimamente, sake envenenado. A partir de ese momento las cosas no hicieron sino deteriorarse. Aunque a decir verdad lo sucedido, ms que un deterioro, era y es un cumplimiento, la llegada inexorable de nuestros destinos, de un final extrao y sin embargo lgico para el que parecera que hemos nacido, de modo que nuestras existencias anteriores, todas las peripecias y avatares vividos, no habran sido sino el tiempo de espera hasta llegar a esto. Y esto es el furor y la violencia, el odio que hoy nos une con ms fuerza de lo que une la pasin amorosa ms intensa. Nunca he dependido tanto de un hombre como dependo hoy de Diego. Por eso quiero matarle. Durante un tiempo seguimos ensayando: todos los das, empleando en ello muchas horas. Ya no salamos de la habitacin del hotel: mi vida era un lugar angosto y el universo se acababa en el pasillo. Vestamos las ropas chinas, dormamos de madrugada, comamos desganadamente las bandejas que nos suban, a deshora, camareras estpidas a las que yo detestaba inmediatamente, porque crea ver en ellas a mis rivales, chicas jvenes con las que Diego coqueteaba. Yo me haba descuidado mucho: podan pasar varios das sin que me lavara, llevaba las uas rotas y sucias, el pelo grasiento. Me miraba de refiln en los espejos (no soportaba, ya no soporto ms mi visin directa) y me vea vieja. He envejecido tanto en unas pocas semanas que casi parezco otra persona.

Un da Diego se quit el p'ao, se visti con sus antiguos vaqueros y una camisa y se fue del hotel sin decir palabra. Yo me qued temblando. Temblaba tanto que me tuve que sentar en la cama, ya que las rodillas no me sostenan. Tena miedo porque pensaba que Diego se haba ido para siempre. Pero tambin tena miedo porque pensaba que iba a regresar. Me asust tanto de mi propio susto que me ech a la calle y acab, no se cmo, en un centro de mujeres del barrio. Fue entonces cuando me enviaron a la consulta del psiquiatra. Creo que aquel fue mi ltimo intento de escapar. Durante algunos das repetimos los dos la misma rutina: Diego se marchaba por las maanas y yo poco despus. Por la noche regresbamos a nuestro estrecho encierro. El da de mi tercera cita con el mdico no acud. En vez de ir a la consulta fui andando a la Biblioteca Nacional y convenc a uno de los empleados para que me buscara el significado de la palabra sipayibao. Tard bastante pero al cabo regres con la respuesta: era un arbusto parecido al zumaque, de la familia de las terebintceas, pero en una variedad que slo se daba en China. Era, adems, mucho ms intoxicante que su pariente europeo. De hecho la ralladura de sus races constitua un veneno poderoso; administrado en nfimas cantidades pero de forma continuada, alteraba al poco tiempo el proceso de coagulacin de la sangre, de modo que la vctima falleca a causa de derrames cerebrales o hemorragias internas que parecan naturales. Como se trataba de un veneno limpio que no dejaba huella, haba sido abundantemente usado, segn decan las crnicas, en las pocas ms turbulentas de la China de los mandarines, hasta el punto de que el ltimo emperador de la dinasta Ming mand arrancar, en 1640, todos los sipayibaos del pas, y prohibi su plantacin y tenencia bajo pena de muerte. Eso, ralladura del arbusto letal, era lo que yo tena en una minscula botellita que estaba en el bal, revuelta con los dems pomos de los maquillajes. Cuando Diego regres aquella noche me comunic que haba firmado un contrato para que acturamos en Carambola, un local a medias cabaret y a medias discoteca que est en la plaza del ngel. All seguimos todava; he de decir que tenemos mucho xito y que hemos contribuido a que el lugar se haya puesto de moda. Todas las noches hay dos pases: a las doce y a las dos. Cerramos el espectculo, que aparte de nuestro nmero es bastante vulgar: un travestido que imita a Roco Jurado, un humorista muy triste, unas chicas ni demasiado jvenes ni demasiado guapas con plumas en las caderas y los pechos pintados de purpurina. Luego salimos nosotros. Diego revienta globos y parte manzanas por la mitad con sus cuchillos, lanza sus armas desde el suelo, de espaldas o con los ojos vendados. Pero todo eso no son sino adornos, porque el nmero fuerte, lo que viene a ver la gente, es lo que me hace a m. Al final redobla un tambor y yo me arrimo a la plancha de corcho y madera. Lo hago lentamente, mientras van acallndose las voces de la sala. Porque siempre se callan. Guardan un silencio absorto y casi litrgico mientras Diego dispone sus cuchillos en hilera en la mesita auxiliar, a su derecha. Y cuando coge el primero, cuando sujeta el pual por la afilada punta y lo alza en el aire, centelleante, entonces el silencio es tan completo que resulta ensordecedor: es como un fragor en los odos, un viento entre hojarasca, el rugido del agua espumeante. Aunque tal vez ese sonido que oigo no sea ms que mi miedo, que me agolpa remolinos de sangre en la cabeza. Siempre estoy esperando que el prximo cuchillo sea el ltimo. Pero hasta ahora no lo ha sido, as es que la vida contina. Trabajamos, dormimos, comemos. Como cualquier persona. Y nos maltratamos: mucho ms que cualquiera. Diego a veces es violento: cuando est muy borracho. Y yo le digo palabras espantosas, las frases ms terribles que he dicho jams. Siempre fui buena hablando; ahora soy buena hiriendo, hacindole sentirse despreciable. S que le vuelvo loco cuando le hablo

con todo mi odio. Es como si ahora Diego y yo slo supiramos vivir para hacernos dao. Hace unos das empec a echarle los polvos de sipayibao en la copa de sake. No es muy distinto a echar la levadura en un bizcocho: las mujeres somos buenas envenenadoras, es algo que va en nuestro carcter. Diego me quiere matar. Si yo no consigo terminar antes con l, l me asesinar una de estas noches, en mitad de la actuacin, frente a todo el mundo. Me clavar un cuchillo en la garganta, como hizo Lin-Ts con Yen-Zhou en el circo Price. A veces me pregunto qu nos ha sucedido. Me produce vrtigo pensar en todos esos detalles inquietantes que rodean nuestra historia. Resulta extrao, por ejemplo, que Lin-Ts, segn explica uno de los recortes, muriera dos das despus de su boda de un derrame cerebral. Y que yo intuyera, que supiera de algn modo, an antes de ir a la Biblioteca, que el diminuto frasco en el que se lea esa nica palabra, sipayibao, era una sustancia letal: mi arma secreta. O que la piel de Diego se est poniendo oscura, un poco amarillenta. Oh, s, claro, el hgado, el sake, bebe tanto. Ahora s que Diego haba sido un alcohlico, antes de conocerme. Y eso, su recada, puede ser la causa de este infierno. Eso y mi masoquismo, eso y mis deseos autodestructivos, como deca ese estpido psiquiatra. La pasin como dolor, la pasin como peligro. S, podra ser. Pero, por qu no dudo a la hora de escoger la dosis adecuada del veneno? Por qu mi cuerpo ha envejecido tanto en tan poco tiempo? De modo que seguimos. Esto es, yo sigo emponzoando su bebida y l sigue arrojndome los cuchillos cada noche, mientras yo espero, arrimada al panel, que me suba a la boca el sabor final del acero y la sangre. A veces, cuando est a punto de tirar el arma, creo adivinar (tarda un poco ms de lo debido, hay un asomo de duda en su movimiento) que la trayectoria va a resultar fatal. Pero entonces algo cruza sus ojos fugazmente: un brillo de reconocimiento, un estremecimiento de la memoria. Y por una milsima de segundo somos capaces de vernos como fuimos, tal y como estbamos en la foto de la estacin de Atocha, abrasados de amor y de deseo, ciegos de ganas de querernos: la pasin como vida, la pasin como belleza. Mueve entonces el brazo Diego casi imperceptiblemente, rectifica en el ltimo momento la direccin del tiro, y el cuchillo se clava una vez ms junto a mi cuello con un sonido seco, borrando el dulce espejismo que nos una al pasado y anegndonos nuevamente de odio. As son nuestras noches, as pasan los das. No s quin conseguir esta vez acabar antes.

Quim Monz Tres bocetos

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En cuanto el examinador abre la puerta, el examinando de piel especialmente plida entra en el aula escurrindose entre la nube de examinandos que se atascan en la puerta. Camina con agilidad; se sienta en el primer pupitre vaco que encuentra. Los pupitres son de formica verde claro, con los bordes de madera. En la superficie hay rayotas de bolgrafo e incisiones de navaja, dos de las cuales son obscenas. El fragor (que forman los chirridos de pupitres y sillas, y los comentarios) aumenta a medida que entran ms examinandos; el examinador les pide que por favor (es un por favor imperativo) se sienten sin hacer ruido. Los examinandos hacen caso fugazmente: el ruido mengua durante unos segundos, pero enseguida vuelve a la intensidad previa. El examinador les da ahora la espalda: borra de la pizarra algunas frases de la clase anterior, se gira (el fragor disminuye de nuevo) y, cuando ya estn todos en su lugar, baja de la tarima, va hacia la puerta del aula, la cierra, se sacude la tiza que el borrador le ha dejado en las manos (gesto que hace cesar los ltimos murmullos) y pronuncia dos apellidos. Dos de los examinandos se levantan de sus pupitres y se le aproximan. A cada uno le da un montn de pliegos de hojas grapadas; empiezan a repartirlos. A medida que avanzan dejando un pliego en cada pupitre, los alumnos fuerzan la vista para intentar leer la letra pequea de las preguntas, pero ni uno solo hace amago de acercarse el pliego o levantar discretamente la primera hoja. No los tocan hasta que, una vez repartidos todos, el examinador anuncia que pueden empezar. Al unsono, casi cincuenta hojas resuenan en la sala. El examinando de piel especialmente plida inspira profundamente, toma su pliego, se lo acerca hasta tenerlo justo delante y, con calma, empieza a leer. Se ha pasado el fin de semana con los codos en la mesa y ahora que finalmente el examen ha comenzado siente algo entre el desfallecimiento y el desinters. Ha pasado semanas preparando este examen, del que, una vez ms, depende la continuidad. Aos atrs hubiese dicho que es un examen crucial, pero con el tiempo ha aprendido que todos los exmenes son cruciales, hasta el punto de que un examen que no fuese crucial no le parecera, no sera, un autntico examen. Acaba de leer las cinco preguntas y respira tranquilo. De las cinco sabe cuatro a la perfeccin. Por lo tanto, puede ya considerarse aprobado (como mnimo). Gira la vista hacia los otros examinandos y ve cmo cunde el nerviosismo: la mayora escribe deprisa; como si se les fuese a acabar el tiempo, llenan una hoja tras otra, con cara quebrada. Hay dos que piensan intensamente. Se nota porque miran hacia el techo, con el ceo fruncido; uno de ellos muerde, adems, la punta del bolgrafo. Otro ha agachado la cabeza para esconderse de la vista del examinador y dirigirse al del pupitre de al lado: mueve los labios vocalizando lentamente una palabra, pero el del pupitre de al lado no le entiende; le responde arrugando la boca y levantando los hombros. El que vocaliza en silencio repite la palabra una y otra vez. Llevan as un buen rato, y continan hasta que el examinador empieza a pasear por los pasillos que las tres filas de pupitres dejan entre s. El que se agachaba se yergue con una seriedad exagerada y delatora. Como si a l tambin le pudiesen pillar en falta, el examinando se endereza tambin y decide empezar de una vez. Saca el capuchn del bolgrafo y escribe su nombre. Empieza a contestar la primera pregunta, con letra clara y equilibrada, una palabra tras otra, en lneas apretadas y rectas. Cuando acaba la primera pregunta empieza con la segunda.

Pero a las pocas lneas se siente desfallecer de nuevo y deja de escribir. Est cansado. Pero slo los ltimos das de estudio intenso no le pueden haber cansado tanto; quiz lo que le agota es ya el continuo de exmenes que ha tenido que ir superando desde la infancia, uno tras otro. Si como mnimo divisase el final. Pero despus de aquel examen habr otro, y tras se, otro. Sabe que prepararse requiere esfuerzo, que de hecho nunca se sabe lo suficiente, ni se demuestra suficientemente cunto se sabe, sea suficiente o no. Pero ese convencimiento no le impide preguntarse si habr algn da un ltimo examen. Contina escribiendo sin ganas. Sabe que aprobar, como siempre. Por otra parte, todo el mundo aprueba siempre, y no porque los examinadores sean bondadosos. Son severos, y a pesar de ello no conoce a nadie que haya suspendido nunca: porque todo el mundo se prepara a conciencia. Que todo el mundo haya aprobado siempre convierte en curioso ese pnico a suspender. Alguna vez alguien suspendi? Y por qu examinarse, si todos aprueban siempre? Tan slo porque, si dejase de haber exmenes, la gente dejara de prepararse con la eficacia con que se prepara actualmente? Vuelve a rondarle por la cabeza la pregunta que le acompaa desde hace unos cuantos exmenes: y si decidiese suspender aposta? Cada vez est ms convencido de que no le pasara nada especialmente grave. Aprobar una vez ms slo le servir para, maana mismo, tener que volver a empezar: arrinconar los libros que ha estudiado ahora, abrir otros nuevos, memorizar miles de pginas ms. Tiene las paredes de casa llenas de libros. Primero los pona en estanteras. Cuando ya no hubo pared para ms empez a acumularlos sobre las mesas, bajo la cama, sobre la cama. Ahora hay libros por todas partes. Deshacerse de los ms antiguos para dejar espacio a los nuevos sera un error, porque a menudo los nuevos exmenes hacen referencia a explicaciones que slo puede encontrar en libros estudiados muchos aos antes, de nio, cuando se preparaba para los primeros. Hace cuatro o cinco exmenes se dio cuenta de que el primero-primero no lo recuerda; en el primer examen que recuerda ya haba habido uno o dos anteriores. Por qu contina examinndose? De hecho, de qu le sirve y para qu le servir? No sera mejor dejarlo ya, inmediatamente? Igual que no recuerda los primeros exmenes, ha olvidado tambin el objetivo final que debe haber ms all del de convertirse, momentneamente, en examinador. Sabe que los examinadores (que han tenido que superar la serie de exmenes por la que l pasa ahora) se examinan a su vez, pero no sabe para qu. Para convertirse (momentneamente tambin?) en examinadores de los examinadores? Ni tan slo es seguro que convirtindose en examinador lo sepa. Igual que tampoco saba, cuando empez de nio, que el primer objetivo (se al cual cree acercarse) es convertirse en examinador. Empez, cree recordar, porque sus padres (como absolutamente todos los padres) queran que estudiase. Pero sus padres murieron hace aos, en un accidente de avioneta, una tarde mientras l se examinaba. Intenta recomponer los jirones de infancia y de adolescencia que recuerda. En algn momento le interes algo de lo que ha estudiado? Le aburre aprobar una vez ms. Lleva aos examinndose y aprobando indefectiblemente. Qu necesidad tiene de demostrarle al examinador que es capaz de responder cuatro de las cinco preguntas? Y el examinador, cuntos ms exmenes que l ha tenido que superar para serlo? Realmente hay un ltimo examen? Por qu piensa cada vez con ms conviccin que la nica manera de romper la cadena es plantar cara? Y la nica manera de plantar cara que se le ocurre, en aquel continuo de aprobados, es suspender. Desde hace algunos exmenes supone que muchos de los que se examinan con l, en esa misma aula, tienen o han tenido alguna vez la idea que le ronda ltimamente: contestar de manera incorrecta. Es imposible que sea l el nico que encuentre estpido aprobar (eternamente?) un examen tras otro. Al principio le tiembla

el pulso, pero enseguida toma confianza: una a una responde las preguntas, con letra clara y equilibrada, una palabra tras otra, en lneas apretadas y rectas, y deliberadamente mal. Cuando acabe se levantar del pupitre, entregar el pliego al examinador y eso cree l suspender.

2
El mentiroso compulsivo lleva media hora en la terraza. El sol le estalla en la cara. Se pone la mano delante de los ojos, se levanta de la hamaca, entra en la casa, coge la americana y sale a la calle. Atraviesa la explanada, contempla el automvil abandonado junto al campo de ftbol, sin ruedas ni puertas. Por qu no se lo llevan para chatarra? Gira a la izquierda y toma la calle larga y empinada. Pasa por delante del bar que hay a mitad de la calle; a punto de dejarlo atrs, se para. Duda si entrar o no; finalmente, se decide, empuja la puerta y da un buenos das genrico, que tanto sirve para el dueo como para los que juegan al domin en una mesa. Se apoya de codos en la barra y pide una cerveza. El camarero se la sirve e, inevitablemente, le pregunta cmo va todo. El mentiroso le contesta que bien y bebe un gran sorbo. El bigote le queda blanco. Durante un rato observa la partida. Uno de los que juegan le pregunta si quiere aadirse a la siguiente; l niega con la mano. Bebe otro sorbo y contempla la ensaladilla rusa, tras el cristal protector. El color entre dorado y marronoso de la mayonesa le quita las ganas de pedir. El dueo, que ha visto que la miraba, le pregunta si quiere. El mentiroso le dice que no porque si toma algo despus no cena y la mujer le rie. El dueo sonre porque aqulla es una broma habitual: el mentiroso no tiene mujer ni vive con nadie; siempre pone la excusa de la mujer imaginaria cuando quiere irse y los otros insisten en que tome otra copa, o cuando le dicen que vaya con ellos a jugar al ftbol el domingo. A veces lo adorna con hijos: una nia, que, segn el da, oscila entre los tres y los siete aos, y un nio, que primero no exista y ahora es incluso ms grande que la nia. El dueo friega un vaso bajo el chorro de agua y est a punto de, como es ritual, cumplimentar la broma del mentiroso sobre su supuesta mujer dicindole que qu mujer, si no tiene; pero, antes de que abra la boca, el mentiroso le pregunta a l, pero en voz suficientemente alta como para que todos le oigan, si ya ha visto el circo que estn montando en la explanada. El dueo enjuaga un vaso. Nadie contesta. El mentiroso se gira hacia los que juegan e insiste: estn montando la carpa; hay dos camiones y un remolque enorme, como una jaula. Uno de los que juega levanta una ceja, le mira y le dice que seguro. El mentiroso finge indignacin: qu quiere decir con eso de que seguro? Que no es verdad? Jura que en la explanada estn montando un circo. Ha visto, en el suelo, las letras que pronto lucirn sobre la carpa: Circo Ruso. La carpa ya est casi montada. Hay cuatro camiones. No; cuatro, no. Cinco. Y seis jaulas: con leones y tigres. Y tres elefantes, grandes como casas. Los que jugaban han acabado la partida y le miran embelesados: cmo es posible que otra vez intente embromarlos? Cmo podran (por buena voluntad que pusiesen) creer a aquel hombre que miente siempre, que miente incluso cuando no tiene necesidad ni hacerlo le reporta ningn beneficio? Ni por un momento la incredulidad cede ni ceder a la duda. Pero, como pasa cada vez, el mentiroso habla con tanta vehemencia y hasta tal punto se inflama que, tambin como siempre, empiezan (evidentemente) no a creerlo, sino a no poder evitar sentirse fascinados por el enardecimiento con que explica y hace evolucionar la mentira: los elefantes, por ejemplo, pronto son doce en vez de tres; la carpa ya no es simple, sino triple, y los camiones, aparcados unos al lado de los otros, en renglones densos, ocupan todo el campo de ftbol. Oyendo sus palabras, uno de los hombres que jugaba al domin (han acabado la partida, pero no han empezado ninguna nueva) siente que le chisporrotean

los ojos. Hace ms de treinta aos que ningn circo se acerca por all, y es seguro que jams ningn circo volver a plantar su carpa en la explanada. Ninguno de ellos lo echa en falta (el mentiroso, tampoco, aunque, llegado el caso, asegurara lo contrario) y, si jams volviese, no se interesaran por l ni locos: el circo es cosa de otros tiempos, y ya durante esos otros tiempos no les interesaba lo ms mnimo. En cambio, todos escuchan con ilusin cmo despliega los toldos, cmo monta carpas sobre las carpas ya montadas, cmo hace que redoblen los tambores y cmo multiplica los trapecistas con una conviccin tanto ms admirable cuanto ni remotamente le pasa por la cabeza la posibilidad de que ninguno de los que le escuchan le crea, ni mucho menos la de que, a fuerza de insistir, l mismo acabe creyndoselo. Slo uno (algo sordo) pregunta con voz innecesariamente alta si alguien echa otra partida. Pero nadie le contesta: ya otro ha propuesto ir todos inmediatamente a la explanada a ver cmo montan el circo. No es necesario animar a los dems. Se arengan unos a otros, se ponen abrigos y bufandas y ya estn en la calle, caminando junto al mentiroso, que habla de una pirmide de 36 equilibristas montados en ocho monociclos y de un caballo funambulista. El ltimo en salir es el dueo del bar, que se pone la chaqueta, echa al sordo, cierra la puerta con llave, echa una carrerilla y se aade al grupo de hombres que se apresuran calle abajo.

3
Se levanta el teln. La escena representa un comedor. Las paredes estn empapeladas con flores azules y verdes. En el centro, una gran mesa de madera rojiza. A la derecha, un buf; a la izquierda, una chimenea con un tronco de plstico que finge arder. Sobre la chimenea, un cuadro de una mujer fea con diadema. Entra el actor con pasos decididos y avanza hacia la mesa, pero a mitad de camino se para. Como si hubiese cambiado de opinin, chasquea la lengua y vuelve atrs, pero nuevamente se para, vuelve a chasquear la lengua y se dirige de nuevo hacia la mesa. Intenta as transmitir la idea de aturdimiento, de indecisin, de graves preocupaciones. Apoya la mano derecha en la mesa y, finalmente, tras esperar los segundos reglamentarios, empieza a decir el monlogo. Lo dice sin prisa, con voz hueca y clara y un ritmo emocionado. Es un monlogo largo, que el autor escribi para que el personaje reflexionase sobre lo inhspito de la existencia, la vida dudosa que ha llevado hasta entonces y la amargura de darse cuenta tanto de los errores cometidos como del tiempo malgastado. Todas estas consideraciones hacen que, inevitablemente cada da, el actor (mientras contina diciendo el papel) piense que, en efecto, es amargo darse cuenta de los errores y, (mientras enumera los del personaje) repase paralelamente los que l ha cometido a lo largo de su vida, el ltimo de los cuales es precisamente ese papel en una obra de teatro que cada vez le resulta ms penosa. No le es fcil, a pesar de ser un actor experimentado, mantener el hilo de lo que narra y, a la vez, permitirse divagar. De hecho tendra que concentrarse exclusivamente en lo que dice y dejar las meditaciones para ms tarde. Pero le resulta imposible. Cada vez se aburre ms, cada vez soporta menos la obra; nunca un papel se le haba hecho tan pesado. De nada le sirven las ovaciones del pblico. l sabe que la obra es un camelo. Al principio, no slo no lo saba, sino que crea en ella con conviccin. Estaba encantado con el papel! Recuerda el da que se lo propusieron, la tarde que ley la obra de cabo a rabo, la llamada telefnica al director, aquella misma noche, aceptando entusiasmado. Pero ahora a cada representacin se da cuenta de que tras las palabras brillantes apenas hay nada. Por mucho que los crticos la hayan analizado del derecho y del revs y, con rara unanimidad, todo haya sido elogios; a pesar de que el pblico llene cada da la sala y haya propuestas de llevarla al extranjero, la obra se le deshincha en las manos. Nadie la conoce como l. Sin contar los meses de ensayo, la ha representado 1.623 veces. La de

hoy es la representacin 1.624. Y con 1.624 representaciones se sabe todo de una obra. Sabe que, si fuese buena, habra llegado a esa cifra sin ningn problema: a la 1.624 o a la 15.713, y cada da hubiese ido descubriendo vetas nuevas. Con las obras malas, en cambio, cada representacin es una grieta. Tras 1.624 representaciones, las grietas vencen y la obra se desmorona. Tanto da que, a excepcin de l, nadie se de cuenta. Como esos que ren ahora, justo en el silencio que ha marcado. En cuanto cesan las risas vuelve al monlogo y, sin dejar de decir, se sienta en una silla, pone los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Ha repetido esa accin tantas veces... Por qu una noche, en vez de sentarse y poner la cabeza entre las manos, no va hacia la cortina y la husmea o levanta el pie y se mira la suela del zapato? Es todo tan repetido que podra representar la obra (desde la primera escena hasta la ltima) totalmente a oscuras, con el escenario lleno de minas. Un escenario convenientemente minado no sera problema alguno para un actor metdico: podra pasear por l sin miedo, seguro de no pisar ni una mina, porque tendra todos los movimientos grabados en el cerebro, al milmetro. En cambio, esos actores de hoy da, sin disciplina, que de una representacin a otra modifican los movimientos, no para mejorarlos (si fuese para mejorarlos, nada que objetar), sino por falta de sistematizacin, esos actores volaran por los aires. Finge un ataque de tos, dice de manera entrecortada las ltimas frases del monlogo, golpea con el puo (suavemente, aunque los golpes resuenen por toda la sala) la pared empapelada con flores azules y verdes y vuelve a sentarse. En cuanto acabe el monlogo con la frase y sin ello, todo habra sido intil!, entrar la actriz (est encantada con la obra y nunca, por aos que pasen, se dar cuenta de que es huera), fingir sorpresa y dir: Hola, Lucas. No esperaba encontrarte. El actor oye pasos, finge gran sorpresa, se levanta de la silla y acaba: Y sin ello, todo habra sido intil! Inmediatamente entra la actriz, dice: Hola, Lucas. No esperaba encontrarte, el actor se acerca a ella con pasos casi de bailarn, la abraza, ella le rechaza con un gesto histrinico, l retrocede hasta el buf y decide que debera dejarlo, anunciar que la obra ya no le satisface, que necesita aires nuevos, y punto. Pero con qu excusa? No puede declarar, sin dar ms explicaciones, que deja la obra que ha representado ininterrumpidamente durante aos, la obra con la que ha conseguido finalmente, tras dcadas de esfuerzos, la fama y el reconocimiento. No puede confesar que ha ido descubriendo, poco a poco, que la obra que se precia de haber representado 1.624 veces es una patraa. Si fingiese una enfermedad (ahora, actor y actriz se besan apasionadamente) suspenderan las representaciones. Pero cunto tiempo podra fingirse enfermo sin que el empresario sospechase? Quince das? Un mes? Si la falsa enfermedad durase ms, el empresario (muy a su pesar, aunque no sospechase el engao) buscara un sustituto. La obra est en su momento culminante. No se puede suspender sin ms. Ostentosamente, tras el beso, la actriz se limpia los labios con el dorso de la mano y le increpa; l la insulta, imagina a su sustituto interpretando (ni por un momento le pasa por la cabeza la posibilidad de que incluso mejor) el papel que l ha convertido en un xito y la imagen le espeluzna. Tambin le espeluzna pensar que slo por eso no abandona, contina las representaciones da tras da y, cuando cae el teln y oye los aplausos del pblico, saluda mecnicamente y lleno de orgullo.

Manuel Rivas Una flor blanca para los murcilagos

El viejo acarici rudamente al nio, pellizcndole la piel del cogote como a un perro de caza. Luego lo iz por el costillar y dej que se deslizara por la cripta oscura y hedionda de la cuba. Vamos, Dani. Duro con esa mierda! El cro sujetaba un caldero de agua y una escobilla de codesos. Restreg las superficies ms lisas y luego, concienzudamente, azuzado por el viejo, las juntas de las tablas de roble y las partes ms esquinadas, all donde se fija la borra, los restos de la fermentacin pasada, como un liquen sucio y ptrido. Cuando el viejo, a una seal convenida, hizo mover la cuba, el chaval se sinti rodar por el intestino de un animal gigante y antiguo, de esos que sestean en la imaginacin de los bosques hmedos y frondosos y que, acosquillado en la panza, se voltea con parsimonia. Vamos, Dani, que no quede nada! La escoba de arbustos araaba en la roa y el agua iba descubriendo la memoria del olor de la madera. Al principio, haba sentido un disparo avinagrado en la nariz. A la cada de la tarde, husmeaba en las hendiduras y las rajas, a la bsqueda de los ltimos restos. Escuchaba el murmullo del viejo como una letana de los ancestros: una pizca de mierda puede estropear la mejor cosecha. La del abuelo era una pequea via, Corpo Santo, no ms de cien cepas, pero era una de las joyas del Ribeiro de Avia, un bendito pedazo de tierra que enorgulleca a la estirpe. De all sala un vino envidiado, el mejor amigo que uno puede encontrar. Dale, Dani! Djala como el culo de un ngel! La patria del hombre es la infancia. El Seor da a unos unas cualidades y a otros, otras. Algunos las desarrollan y muchos las malogran. A m el Seor me dio una escobilla de codesos y una facultad innata para detectar la mierda. Puedo olerla a distancia y bien sabe Dios que, en lo que est de mi parte, le dar un buen fregado all donde se encuentre. Voy a contarles ahora cmo funciona mi nariz. La lancha de vigilancia zigzaguea entre las bateas mejilloneras de la ra de Arousa. De repente, noto el caracterstico picor, mi nariz que se mueve como una brjula. Le hago una seal al piloto y la embarcacin queda al ralent. El mar est calmo y ronronea al comps del motor. Todo el litoral es como una cenefa luminosa, verbenera. La Atlntida. Pero la tripulacin escruta la mejillonera ms prxima, como si nos acercramos a un palafito fantasmagrico. Ahora! El potente foco de la lancha corta la noche en dos. Una banda de gaviotas se despierta indignada y comienza a insultarnos. Sobre la gran balsa van tomando forma perezosamente montones de algas y de gruesas cuerdas retornadas del mar con racimos de conchas. Ms que mstiles, los troncos que tensan los cabos parecen supervivientes de un primitivo tendido elctrico. Los ojos se desplazan al comps del foco. Hay un cobertizo de tablas con techumbre de retama seca. Cuelga, como un pellejo de plstico, un traje de aguas. Mi nariz aletea con fuerza a medida que el foco se desplaza hacia el extremo de la plataforma. Ah, apunta ah, Fandio! Salto de la lancha y brinco por las traviesas. Para ser de un tanque de flotacin, la escotilla es desmesuradamente grande, como de un submarino o algo as. Forcejeo con las manos, intentando abrirla, pero la nariz me alerta. Grito a los hombres para que

apuren con la linterna y una palanca. Con un impulso sobre la herramienta, hago saltar la tapadera. Mierda! El oscuro agujero empieza a escupir plomo compulsivamente y nos maltiramos sobre las traviesas. A un palmo de la cara, el mar chapotea como un tonto feliz. Tu turno, Fandio. La voz de Fandio retumba como la de un inmisericorde conserje del Juicio Final. Escuchad bien hijos de la gran puta! Ah abajo hay miles de fanecas hambrientas deseando comer pichas de cadveres frescos! Fanecas comepollas! Y cangrejos sacaojos! Y pulpos chupahuevos! As que vais a salir cagando chispas y en pelota picada! Me escuchis, cabrones? Vamos a meter toda la artillera por ese agujero! Habis entendido? No vais a tener ni esquela en los peridicos! La familia se acordar de vosotros cada vez que abra una lata de conservas! Vale ya, gordo le digo a Fandio. Polica! Un minuto! No hace falta esperar. Y esto? Por la escotilla asoma una figura increblemente menuda. Tan menuda como un cro. Por los clavos de Cristo! exclama Fandio, separando el dedo del gatillo Pero si es un cro! El aparecido se tambalea al intentar apoyarse sobre los troncos, como si la fuerza de la luz del foco le astillase sus piernas de bamb. Es tan delgado como una hoja de bacalao. Fuiste t quien dispar? Tena miedo. Mucho miedo, seseor dice tartamudeando. Fandio baja por la escotilla y vuelve a asomar rpidamente. Hay coca aqu para un milln de napias! Cmo te llamas? pregunt al muchacho. Sebastio. A veces hacen esto. Mientras no recogen la mercanca, dejan guardia en los flotadores. Hay robos entre ellos. Es el trabajo de los ms pringados. Das y das ah metidos, como para volverse loco. Pero, coo!, no recuerdo nada parecido. Este es un chaval! Bien, Sebastio. Sabes una cosa? Voy a hacer tu trabajo. As que la lancha se marcha y ah me quedo yo, metido en el tanque. Tengo mucha paciencia. Veo como me crece la barba. Hasta que siento el ronroneo de un motor. Pongo a punto la pipa. Pero, de repente, mi nariz dice que tengo que salir volando. Cuando consigo abrir la escotilla, la humareda apenas me deja ver. Empapada en gasleo, la batea arde como una queimada en medio de la ra. Fue la primera vez que escuch la carcajada de Don. Seguro que l no estaba all, pero escuch su carcajada. Se ha redo de m muchas veces y alguna en mis narices. La ltima vez, lo recuerdo muy bien, fue en O Elefante Branco, en Lisboa. Me haba vuelto a crecer la barba esperndole. Y estaba seguro de que en aquella ocasin lo iba a fotografiar por fin con el otro Don, llegado de Amrica. Haba trabajado durante semanas desentraando cdigos, descifrando mensajes telefnicos, buscando sentido a frases absurdas. Fue una tontera, recuerdos a Santo Antonio de parte del elefante blanco, la que me dio la pista. De repente, me vi preguntando: Cundo es el da de San Antonio? Pero algo, alguien, les hizo cambiar de planes. Y Don sali de O Elefante Branco con una espectacular mulata. Pasaron al lado de mi mesa, los dedos de l repicando la msica en aquellas nalgas soberanas, delante de mis narices. Poco

despus, mi coche se sala de la autopista hacia Oporto. No funcionaron los frenos. Un trabajo de bricolaje. Mi ambicin fue siempre llegar con la escobilla de codesos adonde la mierda ms alta. No es una labor fcil ni agradecida. Con frecuencia la encuentras donde menos te esperas. En despachos de moqueta impecable. Incluso en el de algn superior. El olor sale por debajo de la puerta, se extiende por los pasillos y rezuma por las lneas telefnicas. Te aguantas hasta que la peste se hace insoportable. Como el purn de los pozos negros. Me estn vendiendo, jefe. Aqu hay algo que huele mal, muy mal. Qu est insinuando? Bueno, no son precisamente mis calcetines. Por esta vez, no he odo nada. Cambio de destino. Y, quiere un consejo de veterano?, reljese. Unas veces se gana y otras se pierde. Hay que tomrselo con filosofa. Me pusieron delante de una mquina de escribir y detrs de un mostrador. Fue como ingresar en Manos Unidas. Desde el primer momento, y en lo que a m respecta, la gente siempre tuvo claro que tena ante s a un servidor pblico y no a un funcionario remoln. La gente buena ha venido al mundo para joderse y la mala anda por ah pisando fuerte. Puede que el Seor lo haya querido as para ponernos a prueba, pero, por mi parte, y all donde me encuentre, hago todo lo posible para equilibrar un poco la balanza. Hay casos de duda, pero el olfato, al final, nunca me falla. Infancia desgraciada. Incomprensin paterna. Las malas compaas. La sociedad, etctera, etctera. Bueno, le digo, podra darte por ir a misa, no?, en lugar de joder al prjimo. Conozco a un muchacho que es campanero. El padre, borracho. La madre, ni se sabe. El se levanta todos los domingos y va a tocar las campanas. Por qu no tocas t las campanas? Conozco a otro que es bizco y est especializado en parar penaltis. Y hay muchos jvenes que aman la naturaleza y se echan al monte a observar los milagros de la vida. Sabes que hay flores blancas que se abren en la noche para los murcilagos? Por otro lado, un mal pequeo puede causar un grave dao. As es que, primera regla: nunca minusvalores un caso. Siempre procur ser coherente con este principio y me labr una cierta reputacin entre la mayora silenciosa. Por ejemplo. Una viejecita se presenta en comisara a las cuatro de la maana. Un taxi la dej en la puerta. Debi ser una guapa seora. Viste un abrigo que seguramente result elegante hace cuarenta aos, se apoya en un bastn y, aun as, al andar arrastra los pies como si el suelo estuviese cubierto de nieve. Por lo visto, es ya conocida en el servicio nocturno. Fandio, el compaero de guardia, me hace la tpica sea del tornillo en la sien. Y a continuacin se oculta tras la trinchera de denuncias no resueltas. Fandio es un buen tipo, pero mucho ms escptico que yo sobre las posibilidades de la virtud contra el imperio del mal. Sobre todo desde que se cas y tuvo que mantener una familia. Ahora recuerdo con nostalgia nuestros tiempos de accin en la ra, cuando su voz poderosa resultaba ms til que un can humeante. Metido en la oficina, no era ms que un gordo somnoliento. Sin mediar palabra, la viejecita golpea con el bastn en el mostrador. Dira que tena unos hermosos ojos azules si no estuvieran desorbitados, con el esmalte cascado, y hundidos en dos simas negras. En qu puedo servirla, seora? le dije con mi mejor sonrisa. Dej el bastn con empuadura de caballo sobre el mesado y busc un pauelo en el bolsillo. Ahora lloraba. Los ojos recuperaron el brillo perdido. Las lgrimas son el

mejor colirio. Las largusimas manos temblaban como esqueletos de garza bajo la lluvia. Bueno, yo no soy de esos que dicen: tranquilcese, seora. Si alguien tiene que estar nervioso, qu mejor sitio que en una comisara. Una buena llorera le da un cierto orden al universo, es la antesala de la sensatez. Va a volverme loca, va a acabar conmigo dijo despus de secarse las lgrimas y repeinarse con los dedos. De qu se trata, seora? Usted parece bueno, inspector. Lo soy, seora. Ver. Yo comprendo a la juventud. Me parece muy bien. Yo tambin fui muy alegre, sabe? dijo con una sonrisa melanclica. De eso estoy seguro, seora. Ver. No consigo dormir. Tomo pastillas. Valium, Tranxilium... Todo eso. Pero, oh, Dios!, tengo la sensacin de que l va a venir, de que fuerza la puerta sin que yo me entere, y que entra en la habitacin, y que con ese horrible cuchillo de matar cerdos... Vamos, seora, no pasa nada! Usted no sabe lo horrible que es l. Lo rematadamente malvado que es l. Es, es... Quin es l, seora? pregunt realmente intrigado. Volva a tener la mirada hecha aicos, como un cristal roto por una pedrada. Hizo un gesto para que me acercase y me susurr al odo: Toni. Toni Grief. Quiere matarme, seor! Busqu con la mirada a Fandio, pero se haba perdido en un crucigrama. As que alguien quiere asesinarla y usted sabe quin es. No conoce a Toni Grief? No me diga que no conoce a Toni Grief. Claro, as funciona la polica! La voz de la anciana iba subiendo de volumen. Ahora estaba indignada. Se apoder de nuevo del bastn y se dira que lo blanda amenazadoramente. Volv a mirar en direccin a Fandio. Me gui un ojo por encima de la trinchera. Para entonces, el bastn de la anciana traqueaba sobre el mostrador. Es que usted no ve la televisin? Cmo piensan encontrar a los criminales, si no? Por qu no tienen aqu un televisor? De qu les sirven tantos papeles? Para eso pagamos nuestros impuestos? Toni Grief dijo Fandio, molestndose por fin en echar una mano, el de Tiempo de crisantemos. Una serie de mucho tomate. Sabe una cosa, seora? Si hay una clase de indeseables que odio dije con vehemencia es la de los tipos que no dejan dormir a las viejecitas solitarias. Mi inters la dej confundida. Por la reaccin de Fandio, no deba ser la primera vez que se presentaba en comisara para denunciar el caso. Lo ms probable es que, en anteriores ocasiones, la hubiesen sacado en volandas, metido en un coche celular y depositado en el portal de su casa, si no al fresco en el monte del Castro o en la playa de Samil. No tiene nadie que la ayude? No tiene hijos? Tengo un hijo. Pero, sabe usted?, est siempre muy ocupado. Voy a decirle lo que vamos a hacer. En primer lugar, formalizamos una denuncia contra este sujeto, Toni Grief, para lo que es necesario rellenar este impreso. Con razn usted se dir qu coo de papel hay que cubrir cuando la vida est en juego, pero ya sabe que hay un montn de parsitos a los que los impresos dan una razn de vivir. Una

vez hecho el trmite, lo que justificar mi salida de esta lgubre conejera, nos dirigimos a su domicilio y arreglaremos cuentas con ese gusano. Dgame, qu le hace pensar que su vida est en peligro? Por un momento pens que la anciana iba a volver a la sensatez. Suele pasar con la gente que pierde el juicio. Cuando te haces el loco con ellos, el instinto les hace recuperar la cordura. Es una ley fsica, como la de los vasos comunicantes. Pero, consternado, pronto comprend que esta vez no iba a funcionar. La vieja me mir encantada. Por fin haba encontrado un socio a la altura de las circunstancias. Mire usted, yo tena a Toni Grief controlado. No soy una demente. Todo iba bien mientras estaba en la pantalla. Lo odiaba, porque es un tipo realmente repugnante, pero a la manera en que se odia a un malo de las pelculas. Es cierto que lo insultaba, que lo amenazaba con el bastn. Pero, bueno, no hay mucha gente con la que hablar, sabe? Y yo fui siempre muy habladora. Tambin les rio a los polticos, en el telediario. Les digo mentirosos y esas cosas. Hay otros personajes que me caen simpticos y les envo besos soplando sobre la palma de la mano. Pero ese Grief! Creo que me sobrepas en los insultos, porque en los ltimos captulos me miraba. Iba a paso rpido por esas calles siniestras, con el viento silbando como un caballo desbocado y, de repente, se detuvo, la cara medio iluminada por una farola, y me mir fijamente, con sus ojos inyectados en sangre. Supongamos que, efectivamente, la mir. Pero ese Toni Grief sigui su camino, o no? Usted piensa que estoy loca. Cree que no distingo un retintn? Bueno. Tena razn en creer que yo crea que estaba loca. Pero no era mi intencin tomarle el pelo. Lo que pasa es que empezaba a estar un poco harto del dichoso Toni Grief. Seora, tenga la seguridad de que estoy dispuesto a llegar al fondo de este asunto dije con toda la seriedad del mundo. El televisor se estrope. Cmo? S. Poco despus de que Toni Grief clavase su apestosa mirada en m, la pantalla se llen de rayas. Cambi de canal, pero nada. No haba nadie con quien pasar la noche. Pues s que es una casualidad. No es una casualidad. Y cundo fue eso, seora? Hace ya una semana. Pero ver usted, djeme que le cuente. Aquella noche no dorm. Ech todos los cerrojos. Haba una sombra merodeando por la acera. Yo vivo en el tercero y la vi con estos ojos... O sus pasos con estos odos. Al da siguiente, el televisor continuaba averiado. Yo no puedo andar por ah con un televisor a cuestas. As que busqu en la gua un taller de reparaciones y llam por telfono para que viniesen a arreglarlo. Y su hijo? Por qu no llam a su hijo, seora? Los hijos estn para eso, para un momento de apuro. Lo hice dijo en un tono triste, bajando la mirada. Pero mi hijo est muy ocupado. Ni siquiera se pone al telfono. Y le arreglaron el aparato? Pude ver un videoclip de espanto en los ojos de la vieja. Se haba enredado en una maldita madeja. Como dira mi abuela, que en paz est, se haba metido el sistema nervioso en la cabeza.

Bueno. Ver. Como le dije, llam por telfono a un taller. Al poco tiempo, son el timbre. Yo apur por el pasillo para abrir. Pero, cuando estaba a punto de correr el cerrojo, me dio una corazonada. Y pregunt. Pregunt quin era. Se qued en silencio, mirndome. Buscaba mi proteccin. Me imploraba que le siguiese el hilo. Era Toni Grief le dije con voz grave. S dijo ella. Contest que era el del taller de reparacin. No ha llamado usted para arreglar un televisor? Era su voz. Esa voz cnica, achulada. No haba duda ninguna. Cuando comprob que no le abra, se puso furioso. Aporre la puerta y dijo: Vieja chocha, ojal te mueras! S, era Toni Grief. Creo que hasta Fandio estaba impresionado. Volver. Estoy segura de que volver. Y esta vez echar la puerta abajo. Bien, seora. Vamos a hacer una cosa. Voy a recoger mi abrigo y voy a acompaarla a casa. Echaremos un vistazo, qu le parece? Usted es bueno. Me di cuenta desde el primer momento. Me dije: se es un hombre bueno. S, soy bueno murmur mientras me pona el abrigo. El de la seora era un piso de la parte antigua, sobre el Berbs de los pescadores. Las escaleras crujan, pero vala la pena llegar hasta all. Desde el ventanal, la vista de la ra de Vigo, en la noche, el cinemascope de la luna sobre las islas Ces despertara el sentido potico a un traficante de armas. Era el lugar ideal para que dos enamorados cabalgasen por el mar hasta el amanecer. Es un bonito sitio para ser feliz, seora le dije, buscando un interruptor en su cabeza. Venga, mire contest ella sin hacerme caso, indicndome la sala de estar. All estaba el dichoso televisor, como en un altar, rodeado de piezas de un museo domstico. Sobre tapetes de encaje de Camarias, fotografas enmarcadas, candelabros, un reloj engarzado en una piedra de cuarzo, un gallo de Barcelos, un hrreo de alpaca, un artstico botijo de Buo, un botafumeiro de plata, un Cristo de la Victoria, conchas de peregrino. En la pantalla, rayas, una continua interferencia. Ve usted? As, durante una semana. Bueno, seora, ahora usted va a descansar. Va a dormir tranquila. Yo velar aqu. No pareca segura. Seguramente pensaba que me largara nada ms verla acostada. As que decid darle una seal. Si se presentase Toni Grief, va a llevarse una desagradable sorpresa. Abr el ventanal, saqu la pistola y dispar a la luna de las Ces para ver si se desangraba. As haremos con Toni Grief. Aquello pareci convencerla y creo que ya dorma cuando lleg al final del pasillo. Yo, en cambio, por alguna razn, me senta ahora sin sosiego. Despus de dedicar un pitillo a la salud de la ra, me sent en el sof, enfrente del televisor, y esper a que actuara como un somnfero. Creo que ya estaba duermevela, cuando mi nariz empez a agitarse. Era un olor de baja intensidad, pero inquietante. La de la pantalla era ahora una luz de sala de autopsias que impregnaba toda la habitacin. Por vez primera me fij en las fotografas. Me levant de un brinco y las mir de cerca, una a una. Don con su madre. Don vestido de soldado. Don sonriente, con autoridades. Don ms sonriente, al timn de un yate. Don con un trofeo, de corbata, en el centro de un equipo de ftbol. Don de nio, con el traje de primera comunin. El sueo haba sentado bien a la seora. Con el desayuno en la mesa, me mir con algo de zozobra.

Tiene que disculparme. Cuando llega la noche, pierdo la nocin de las cosas. No se preocupe. S lo que es la soledad. Iba a pedirle un favor y saba que no poda negrmelo. Quera que me acompaase a un sitio. Subimos al coche y fuimos bordeando la costa hasta Arousa. Ella se daba cuenta del destino, pero permaneci en silencio. Y tampoco dijo nada cuando tuvimos delante a Don, en el portaln de su pazo de Olinda. Cuide de su madre. Lo necesita. S que nunca lo meter en el trullo. Pero me sent tan bien como si le restregase las tripas con una escobilla de codesos.