DA DE ASUETO PARA UN OFICINISTA CANSADO

Desde que subi al tren subterrneo el seor Guimaraes sinti un terrible cansancio. Despus, a medida
que el coche se llenaba de gente, empez a faltarle el aire. Cuando el tren lleg a una estacin intermedia, el
seor Guimaraes decidi descender para reponerse de aquel malestar.
Se sent en un banco de maylica que haba en un extremo del andn, se afloj el nudo de la corbata, respir
hondo. Vio que en el andn de enfrente un tremendo reloj sealaba las siete y cuarenta y cinco. Se me hace
tarde, pens. Ser la primera vez, en tantos aos, que voy a llegar tarde a la oficina. Pero no tena ganas de
levantarse. Tena ganas de permanecer sentado, mirando pasar los trenes. Despus de todo, pens, tengo
derecho a llegar tarde alguna vez. Y hasta a pegar un faltazo. Como buscando la aprobacin de alguien mir a
su alrededor.
Sentada en el mismo banco de maylica haba una nia. Era una nia de unos ocho o diez aos, con un
largo pelo rubio, facciones delicadas y cutis ligeramente rosa. Vesta un trajecito blanco y vaporoso, algo
anticuado, que, sentada como estaba ella, le cubra las piernas. Usaba guantes tambin blancos, zapatos
blancos de gamuza con un botn de ncar. Al seor Guimaraes le dio la impresin de que se haba vestido para
llevarle la cola a una novia en la iglesia. La nia, inmvil, miraba hacia adelante. Pero de pronto se volvi hacia
l, le pos unos ojos de un azul intenso y le sonri.
Repentinamente el seor Guimaraes se sinti muy animado y, cosa rara en l, con deseos de hablar.
Era un hombre callado, tmido y hosco, al que le costaba entablar relacin con los dems. Pero ahora, frente a
la nia, la cortedad de genio se le esfum.
-Qu tal? le dijo, tambin l sonriente.
-Muy-bien-y-usted? contest ella, con tanta velocidad que pareca que esperaba la pregunta y que ya tena
preparada la respuesta.
-Cmo te llamas?
-Airela.
El seor Guimaraes nunca haba odo ese nombre. Y sin embargo el nombre le despert como el
recuerdo de otro recuerdo que no saba en qu consista, y que se prolongaba en una serie de recuerdos
igualmente vagos y al mismo tiempo frescos, como recin descubiertos.
-Qu haces aqu?
-Miro pasar los trenes.
La nia, sin dejar de sonrer, hablaba en un tono de persona mayor que responde, con indulgente
benevolencia, las preguntas de un chico sobre cosas requetesabidas por los adultos.
-Yo tambin dijo el seor Guimaraes, para que ella no lo creyese un nio.
En ese momento entraban en la estacin, en sentido contrario y por sus respectivas vas, dos trenes.
Airela dej de mirar al seor Guimaraes y, durante varios minutos, toda su atencin estuvo concentrada en
aquel espectculo que quiz haba visto muchas veces y que sin embargo, al parecer, segua atrayndola. El
seor Guimaraes no quiso ser menos.
Qu curioso. De golpe tena la sensacin de que estar ah sentado lo colocaba en un mundo distinto del
de los pasajeros de los trenes. La realidad se haba dividido en dos. El tiempo corra en dos sentidos, como los
trenes. De un lado estaba aquella multitud apretujada, ruidosa, infeliz y siempre de prisa. Del otro lado, la nia y
l. Cuando uno se prepara para salir de viaje o concurrir a una fiesta, muchas cosas pierden repentinamente
todo inters: por ejemplo las pantuflas, una mancha de humedad en el techo, esa canilla que gotea, cosas que
en tiempos normales tienen su importancia. Pues bien: para el seor Guimaraes, estar ah sentado junto a la
nia era como vivir un tiempo de eternas vacaciones. La oficina, el jefe, los compaeros, la mquina de escribir,
los expedientes, los horarios, los relojes, todo eso que durante muchos aos haba sido su vida, ahora, de
pronto, era tan insignificante como un par de viejas pantuflas para la persona que se va pasear a la Costa Azul.
Apenas los trenes desaparecieron, la nia, saltando sobre sus nalgas, se corri junto al seor
Guimaraes y le habl al odo.
-Quiere que le diga la verdad? Todos los das mi mam me manda aqu para una cosa.
El seor Guimaraes lade la cabeza hacia la nia, se sonri como si ya supiese de qu se trataba pero
simulase ignorarlo para no arruinarle el placer de la revelacin y le pregunt, divertido:
-Qu cosa?
Ella, cada vez ms entusiasmada, susurr:
-Para que le busque un hombre.
Y despus se apart un poco y lo mir gravemente, como estudiando el efecto que le haban producido sus
palabras. El seor Guimaraes fingi una absoluta naturalidad.
-Ah, s. Y qu hombre?
Otra vez Airela se le ech encima.
-Mam dice que tiene que ser como de unos cincuenta aos, de pelo gris. Y que vista de negro.
Ahora fue el seor Guimaraes quien se apart, pero no bruscamente, sorprendido o alarmado, sino
como alguien que se preparada a darle a su interlocutor una buena noticia. Se volvi hacia la nia, la mir de
frente y le tom una mano:
-En una palabra: un hombre como yo.
Durante varios minutos Airela permaneci inmvil, se dira sin respirar, parpadeando vertiginosamente y
escrutndolo, como si l acabase de hacerle una proposicin que ella deba estudiar antes de decidirse.
Despus, con una mezcla de desafo y de cautela, como si moviese una ficha decisiva en algn juego peligroso,
dijo:
-El hombre debe llamarse Arturo.
El seor Guimaraes solt la carcajada.
-Me llamo Arturo.
Todava por unos instantes Airela no se movi. Segua mirndolo fijamente. Ya no parpadeaba. Pero el
seor Guimaraes sinti que dentro de su mano la otra mano enguantada y frgil se agitaba primero en un
violento temblor y enseguida aferraba la suya con una especie de desesperacin y de vehemente gratitud.
Luego, sin soltarle la mano, Airela se puso de pie, el seor Guimaraes la imit, y los dos caminaron por
el andn, subieron las escaleras y salieron a la calle.
Estaban en un barrio de calles arboladas, casitas con cerco de ligustro o de hiedra y jardn al frente.
Flotaba en el aire un perfume dulzn, de flores y de frutas maduras. Se oan voces de nios invisibles y
remotos que se llamaban, un estudiado ruido de vajilla, el canto de los pjaros. Pas el carro del lechero, todo
sonoro de cascabeles. Bajo los rboles, la sombra tena la frescura hmeda de un tnel. Pero por encima de los
rboles y en los jardines de las casas el sol ya se encenda como un polvo de oro. El seor Guimaraes respir
profundamente para oxigenarse los pulmones.
Airela, siempre de la mano del seor Guimaraes, caminaba del lado de los cercos. Varias veces se
cruz con seoras y las salud con el mismo estribillo:
-Buenos das, buenos das.
Las seoras contestaban:
-Buenos das, Airela.
Y despus miraban al seor Guimaraes, que se quitaba ceremoniosamente el sombrero y deca:
-Buenos das, seora.
Las seoras le sonrean:
-Buenos das, seor.
l pensaba: Qu gente amable.
La calle se hizo de tierra, el follaje se espes por todas partes, las casas ahora se escondan en el fondo
de huertos con rboles frutales y molinos de agua. A lo largo de la vereda corra un mando tupido de
madreselva. Se ola un aroma de eucaliptos. Los nios seguan llamndose. Un perro ladraba lejos,
alegremente. El seor Guimaraes sinti una nostalgia, una extraa dulzura, una leve tristeza, algo como la
proximidad de la perfeccin.
La nia se detuvo frente a una puertecita de madera pintada de verde, se solt de la mano del seor
Guimaraes, abri la puertecita y corri a travs de un vetusto jardn hasta una casa de paredes rojas y techo de
pizarra que se engarzaba en un estuche de vegetacin. La puerta de esa casa se abri y en el hueco apareci
una seora, tan parecida a la nia que el seor Guimaraes no necesit ms para darse cuenta de que era la
madre de la nia.
Airela abraz a la seora por la cintura y, as abrazada, volvi la cabeza hacia el seor Guimaraes y
luego alz los ojos y mir a la madre, como esperando el veredicto. El seor Guimaraes, repentinamente
avergonzado, se arregl el nudo de la corbata, se quit el sombrero y, no sabiendo qu otra cosa hacer, repiti
el saludo que haba distribuido durante la caminata:
-Buenos das, seora.
La seora, mientras le acariciaba el pelo a Airela, dijo:
-Adelante, adelante.
Y todava, con la mano libre, le dirigi al seor Guimaraes un ademn invitndolo a entrar. El seor
Guimaraes cruz el jardn y cuando estuvo junto a la seora le dio la mano. Otra vez se le eslabon en la
memoria aquella cadena de recuerdos inasibles que l no poda, sin embargo, recordar. Luego los tres entraron
en la casa.
El seor Guimaraes vio una amplia habitacin de paredes pintadas de blanco. Vio cortinados amarillos,
muebles de jacarand, un florero con rosas. Vio una mesa ovalada y tres sillas. Y, sobre la mesa, un servicio de
porcelana celeste para tres personas, una bandeja con tostadas, una dulcera con mermelada color rub y, en el
centro, un vaso de cristal azul colmado de violetas. El seor Guimaraes percibi el olor de las tostadas, un olor
a caf recin hecho, el perfume de las rosas y las violetas. Y otro olor ms tenue y ms antiguo, una fragancia
de maderas, de ropa limpia, de maanas en el campo, de niez y de felicidad.
La seora seal la mesa.
-Tomar el desayuno con nosotros, s?
-S. Muchas gracias.
Los tres se sentaron y la seora sirvi el caf con leche.
-Al fin Airela se sali con la suya dijo-. No sabe cunto le agradezco, seor
-Me llamo Arturo Guimaraes.
-Me imagin que se llamara Arturo.
Los tres hacan movimientos delicados con las manos, se llevaban el pocillo a los labios como si
acercaran una flor para besarla, untaban artsticamente el pan tostado con aquella mermelada rub. Cuando el
seor Guimaraes sinti en la lengua el sabor de la frutilla, se volvi locuaz.
-Soy soltero.
-Yo tambin dijo la seora, muy seria pero sin ninguna arrogancia, al contrario, como si el seor Guimaraes
hubiese dicho que estaba enfermo y ella de contestase que padeca de la misma enfermedad.
-Vivo solo en un departamento de un solo ambiente, un cajn. Para mayor desgracia, la ventana da a un pozo
de aire. No sabe cmo me gustara vivir en una casa como sta, en este mismo barrio. Aqu se respira aire
puro. Y qu tranquilidad! En cambio, vivo en el Once. Figrese, el barullo del trnsito y todas esas cosas.
Adems, trabajo todo el da. No tengo tiempo ni ganas de prepararme una comida decente. Por lo general voy a
la oficina en ayunas, almuerzo cualquier pavadita en un bar, y a la noche como en una horrible fonda.
-Lo compadezco, seor Guimaraes deca la seora moviendo la cabeza-. Lo compadezco.
-Treinta aos prosigui l-. Treinta aos trabajando siempre en la misma oficina, imagnese. Y cuando tengo
vacaciones, no voy a ninguna parte, me quedo en Buenos Aires achicharrndome de calor.
-Y por qu no se cas, seor Guimaraes?
-Por qu. Ni yo mismo sabra decrselo, seora.
-Mam se llama -quiso intervenir Airela, pero la madre la interrumpi dndole un breve golpecito en el brazo.
-Los nios no hablan en presencia de las personas mayores.
-Pero si Arturo me da permiso.
-Qu ocurrencia. Y al seor ya lo llamas Arturo, confianzuda?
-Acaso l no me llama Airela?
-Perdnela, seor Guimaraes.
El seor Guimaraes se senta tan a gusto, tan feliz, que apoy los codos sobre la mesa y empez a
gesticular.
-Por favor, seora. Me encanta que me llame Arturo. As me hago la ilusin de que somos amigos.
-Si Airela lo trajo hasta aqu dijo la seora, pasando un dedo por el bordado del mantel- es porque lo considera
un amigo.
-Y yo a ella dijo el seor Guimaraes-. Es una criatura encantadora. Me hubiera gustado tener una hija as.
No pudo contener una risita nerviosa.
-Adems continu, dirigindose a la nia-, no necesito que me digas cmo se llama tu mam. Lo adivin
apenas la vi. Se llama
-A ver? A ver? Cmo se llama?
Airela golpeaba las manos como incitndolo a hablar y la seora lo miraba con unos ojos
repentinamente asustados y doloridos.
Pero, por ms que el seor Guimaraes quiso pronunciar el nombre, se que tena en la punta de la
lengua y que era, lo saba, el nombre de la seora, no pudo. Para disimular, tom la servilleta e hizo como que
se limpiaba los labios.
-No dijo-. Todava no.
Entonces la seora se levant y empez a recoger las tazas y Airela salt de la silla, se aproxim al
seor Guimaraes.
-Vamos al jardn, Arturo.
No pareca afectada por aquel incidente. En cambio, la seora, mientras acomodaba la porcelana
celeste sobre una bandeja, tena un rostro melanclico. Ni enfurruado ni ofendido: melanclico.
-S, vayan al jardn. Yo ir despus.
Y llevndose la bandeja, desapareci. El seor Guimaraes habra querido explicarle que ltimamente su
memoria era muy mala para los nombres. Pero la seora ya se haba ido y Airela lo arrastraba de un brazo
hacia una puerta de cristales.
Apenas vio el jardn se olvid de todo. Esto se un paraso, pens. Haba rboles y plantas de todas
clases, flores, un enorme jauln con pjaros, una pequea fuente de piedra, senderos de laja que serpenteaban
entre helechos y macizos de gerberas y de sterlitzias. Y, todo alrededor, un muro de begonias. Las plantas que
le gustaban a mam, pens.
El seor Guimaraes se quit el saco y la corbata y pas toda la maana primero jugando con Airela,
despus, a instancias de la nia, recogiendo ciruelas remolachas y despus, por su propia voluntad, podando
las begonias y limpiando la jaula de los pjaros. A pesar de la falta de costumbre, no sinti la menor fatiga. Le
seora no vino a reunirse con ellos, pero se la oa cantar en la cocina.
Cuando el sol estaba alto, el seor Guimaraes y Airela se sentaron a la sombra de un laurel rosa y
comieron las ciruelas que entretanto se haban enfriado en el agua de la fuente.
-Cuidado con mancharte el vestido dijo l-. El jugo de las ciruelas remolachas, si te cae sobre ese vestido tan
lindo, no habr forma de limpiarlo. Me acuerdo, cuando yo era chico, que mam siempre deca: las ciruelas
remolachas son las ms ricas de todas, pero hay que comerlas doblndose en dos.
-Y t no le descubras a mam que comimos ciruelas antes de almorzar. Prometido, Arturo?
-Prometido.
Se rieron mirndose en los ojos como dos cmplices. El seor Guimaraes estaba encantado. Y de golpe
se dio cuenta de que Airela, en todo aquel tiempo, no se haba quitado los guantes.
-Por qu no te sacas los guantes?
Airela pareci muy sorprendida.
-Pero si mam me los compr expresamente para el da en que t vinieras a visitarnos. Cmo quieres que me
los saque?
-Tienes razn. Perdname.
Durante un rato se quedaron callados, comiendo las ciruelas y arrojando lejos los carozos. Despus
Airela puso cara de memorizar una leccin difcil, mir pensativamente al seor Guimaraes como
semblantendolo antes de pedirle auxilio, y al fin se decidi:
-Arturo, no quisieras casarte con mam?
El seor Guimaraes chup ruidosamente el ltimo carozo y luego lo lanz hacia una mata de hortensias.
-Claro que quisiera.
-Entonces, le propondrs matrimonio?
-Naturalmente. Pero ella, aceptar?
-No te dije que me mandaba todos los das a la estacin del subterrneo a buscarte?
-Airela, no tienes pap?
-Qu pregunta tonta. Cmo voy a tener pap si todava no te casaste con mam.
-Es cierto.
La nia baj la voz.
-Le pedirs la mano en mi presencia. La he visto tantas veces llorar que ahora quiero ver la cara que pondr.
-Por qu lloraba?
-Porque yo volva de la estacin del subterrneo sin haberte encontrado.
Airela se haba ruborizado y, para ocultar el rostro, finga abotonarse los guantes.
El seor Guimaraes la atrajo hacia s y la bes. A travs de la ropa, percibi el tumultuoso latido del
corazn de la nia. Tambin l estaba muy emocionado.
En ese momento apareci la seora.
-Airela, aydame a preparar la mesa.
El seor Guimaraes dijo alegremente:
-Yo le ayudar.
Almorzaron en el jardn, bajo una glicina. El seor Guimaraes nunca haba saboreado unos platos tan
exquisitos, sobre todo un pejerrey al chablis que se derreta en la boca como una crema. Entretanto, l y la
seora conversaban, no al modo de dos personas que comen en una casa, sino igual que un par de amigos
que almuerzan en un restaurante y les gusta, mientras manejan los cubiertos, tocar temas elevados.
-Le agrada la msica, seor Guimaraes? preguntaba por ejemplo la seora, inclinndose hacia delante y
mirndolo con una especie de grave expectativa.
-Mucho contestaba l-. Especialmente la clsica. Y especialmente Chopin.
-Qu coincidencia. Chopin es mi preferido deca la seora, que estaba vestida con un traje blanco y vaporoso.
-En otros tiempos yo compraba discos. Tengo en casa todos los discos de Dinu Lipati. Pero ahora estn tan
caros
-A m me pasa lo mismo.
O era el seor Guimaraes quien alzaba una copa y, antes de beber el vino blanco, seco y helado, volva la
cabeza hacia la seora y le preguntaba:
-Qu es la felicidad, para usted?
-Oh, la felicidad! suspiraba ella, colocando el cuchillo y el tenedor sobre los bordes del plato-. La felicidad,
para m, consiste en muy poca cosa: en vivir de acuerdo con uno mismo.
-Qu casualidad deca l-. Lo que yo pienso.
Despus de almorzar, el seor Guimaraes se ofreci a secundarla a lavar y secar la vajilla, y en la
cocina, una cocina que relumbraba como una joya, los dos siguieron conversando, ya sin tanta etiqueta.
El seor Guimaraes deca:
-La vida de un hombre solo y soltero es de lo ms triste. Pero la costumbre termina por ocultarnos la realidad.
Ahora de golpe me doy cuenta de lo miserable que ha sido mi vida todos estos aos.
-No crea que la ma es ms dichosa deca la seora-. En una casa, si falta un hombre, falta todo.
A la tarde dieron un largo paseo por el barrio. Airela iba adelante, saltando sobre una pierna o
persiguiendo mariposas. De vez en cuando se daba vuelta y les sonrea. Ellos tambin le sonrean y despus
se sonrean uno con otro, como si ese ir y venir de sonrisas que se llamaban y se respondan encubriese algn
sobrentendido. La seora se protega del sol con una sombrilla rosa y, bajo la sombrilla, el rostro se le
sonrojaba como si la compaa del seor Guimaraes la turbase o l le dijera alguna palabrita un poco audaz.
Al volver, tomaron el t en el jardn. Hubo scons y una torta de chocolate. El seor Guimaraes comi dos
trozos de torta y se disculpaba:
-Voy a engordar. Pero esto es tan delicioso que no resisto la tentacin. La hizo usted? La felicito.
-Otra tacita de t?
-Bueno, s. Muchas gracias.
El seor Guimaraes se senta l mismo sorprendido por su desenvoltura.
Despus los tres jugaron al ludo, a la brisca y a las prendas. En el juego de las prendas, el seor Guimaraes
perda siempre. Cuando tuvo que ir a Berln y pagar las prendas, se ri tanto que debi sentarse y pedir
permiso para desabrocharse el chaleco.
A la noche cenaron en aquella habitacin de paredes blancas y cortinas amarillas, a la luz de un gran
fanal que colgaba del techo como un palo.
Y despus la seora dijo:
-Airela, es hora de que te acuestes.
Entonces la nia abraz al seor Guimaraes, lo bes en la mejilla (y mientras lo besaba le murmur: Ya
sabes. Cuando le pidas la mano, llmame), bes a la seora y se fue a dormir.
Y por fin los dos se quedaron a solas, sentados en sillones, en el porche de la casa.
Todo el barrio estaba silencioso y oscuro. Pero el silencio no era silencio, sino ms bien una pausa de
los sonidos, como si el mundo contuviese la respiracin y esperase; ni la oscuridad era tampoco oscuridad: se
hubiese credo que alguien, de pronto, iba a encender todas las luces.
Imprevistamente, la seora se ech a llorar. El seor Guimaraes, desolado, le tom una mano.
-Por qu llora? Qu he hecho?
Ella, entre sollozos, dijo:
-Es posible, Arturo? Es posible que te hayas olvidado de m? Qu ni siquiera recuerdes mi nombre?
-Pero, nos conocamos ya?
-Crees que de lo contrario te habra recibido en mi casa?
-Dios mo, quin eres?
-No te dice nada mi nombre? Soy Carmen.
De repente la cadena de recuerdos volvi a soldarse en la memoria del seor Guimaraes, pero ahora
cada recuerdo era una imagen ntida, luminosa, perfecta.
-T! T, despus de tanto tiempo!
La seora le sonri bajo las lgrimas.
-No me reconociste. Estoy vieja.
-Ests ms joven y ms linda que nunca. En cambio yo
-Cllate, presumido. Los aos no pasaron para ti.
El seor Guimaraes sinti como un fogonazo dentro de la cabeza.
-Y Airela? Acaso?
-S, Arturo.
-Por qu no me lo dijiste en aquel entonces?
-No queras saber nada conmigo, y yo era orgullosa.
-Carmen, hubo otras razones. Pero si me lo hubieses dicho, a esas otras razones las habra mandado al diablo.
No importa. Todava estamos a tiempo.
-Airela y yo te necesitamos.
-Y yo a ustedes. La nia est enterada?
-De que eres su padre? No.
-Llmala.
-Se lo dirs?
-Ms adelante. Pero me rog estar presente en el momento en que yo te propondra matrimonio, que es lo que
voy a hacer ahora mismo.
-Eso te pidi?
-Quiere ver la cara que pondrs.
-Ya la ests viendo t.
Y la seora se ech nuevamente a llorar.
-No llores. Airela creer que no eres feliz.
-Lo soy, Arturo. En el almuerzo me preguntaste qu era para m la felicidad. Te contest con una frase leda en
un libro. Ahora s que la felicidad es este llanto.
El seor Guimaraes la bes.
Dicho y hecho: todos los grillos del barrio empezaron a cantar y entre los rboles, miles de lucirnagas
encendieron sus farolitos chinos.
Un rato despus, en el dormitorio de Airela, hubo una escena de peticin de mano, como en los buenos
tiempos, y la nia, sentada en la cama entre la seora y el seor Guimaraes, pregunt:
-No habr un brindis?
De modo que la seora trajo una botella de champn. Los tres entrechocaron las copas, bebieron un
sorbo de champn, incluso Airela, y el champn estaba dulce y helado y tan delicioso que el seor Guimaraes
dijo:
-Es francs?
-S contest la seora-. Lo guardaba para un da como hoy.
Luego Airela se qued dormida.
A medianoche el seor Guimaraes se despidi con la promesa de regresar a la maana siguiente y ya
en forma definitiva. A la oficina no volvera ms. Y de pronto se dio cuenta de que en todo el da no se haba
acordado ni una sola vez de la oficina, ni de su jefe, ni de los expedientes. Eso era historia antigua.
Camin con paso gil por las calles arboladas. Se senta joven y fuerte. Los bichitos de luz lo escoltaban
como un cortejo nupcial.
Descendi las escaleras del subterrneo, camin hasta el extremo del andn y se sent en el banco de
maylicas. En el andn de enfrente, el reloj sealaba las siete y cuarenta y seis.
Entonces las personas que estaban esperando en la estacin se arremolinaron y alguien grit:
-Miren a ese hombre!
Otro dijo:
-Se desmay.
Un seor de anteojos se inclin sobre el cado, le palp el pecho y despus se puso de pie.
-Est muerto dijo escuetamente.