Pedro Francisco Bonó - El Montero
Pedro Francisco Bonó - El Montero
Pedro Francisco Bonó - El Montero
El Montero
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EJuora Cok
2001 - 2003
Pedro Francisco Bon, 1828-1906
El Montero
Primera edicin
El Correo de Ultramar, Madrid
Ediciones W 158-162, 1856
ISBN 99934-32-15-6
Foto de portada
Poblado de Matanzas
Coleccin Editora Cale
Foto contraportada
Monteros en el pico Duarte
Coleccin Jos Gabriel Garca 12 (6) 479
Archivo General de la Nacin
Impreso en la Repblica Dominicana
EDITORA COLE
Calle 9, No. 4, Urbanizacin Real
Santo Domingo
Repblica Dominicana
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Telfono: (809) 537-2544/537-2691
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n ese gran recodo que el mar hace al Este Nordeste de la isla de Santo Domingo,
cuyo nombre de baha Escocesa dado
por los franceses no ha podido prevalecer a despecho de mapas, hay un lugarejo nombrado Matanzas, que tiene un puerto pequeo siempre
hambriento de buques que nunca se toman la pena de anclar en l.
Dos o tres casas esparcidas habitadas por monteros, un fuerte con un can y un pequeo arsenal, he aqu cuanto hay del hombre en ese lugar.
Pero si dirigimos la vista alrededor, la naturaleza compensa esta pobreza, desenvolviendo uno
de los ms imponentes espectculos. La baha
traje era el de los monteros en general; chamarreta de burda tela de camo con calzones de lo
mismo sujetos a la cintura por una correa con su
hebilla de acero, machete corto de cabos de palo y vaina de cuero, cuchillo de monte, eslabn
de afilar pendiente de la correa y con una cadenita de hierro, he aqu el vestido; agrguese que
segn la atinada precaucin de los monteros para evitar los estorbos de sombrero entre zarzas y
malezas, cubra su cabeza un gorro de pao que
en su primitivo origen deba ser negro, pero que
la intemperie y la grasa haban puesto de color
dudoso, y se tendr el vestido de nuestro hombre.
Haca como diez minutos que estaba sentado,
cuando una voz femenina y cascajosa sali del
interior y dijo:
-Juan, Gtodava no llega Manuel? no 10 alcanzas a ver? l que no acostumbra a dilatarse tanto
en el monte y no haber llegado hasta ahora.
Estas palabras parece pusieron de mal humor
al que estaba sentado en la puerta y que haba sido interpelado con el nombre de Juan, pues frunci el ceo y murmur: -Cuidado que la vieja se
-No se chancee, camarada, los jabales todava se encuentran, pero hoy he estado de mala
suerte; uno que persegua desde esta maana,
despus de hacernos correr todo el da a m y a
mi perro, acab por tirarse en la Madre Vieja del
Helechal, donde le perd de vista en medio de la
enea; pero no triunfar mucho, pues maana espero traer colgadas sus dos bandas a la espalda.
-Ave Mara, dijo entrando en el boho una joven que vena de la cocina con un manojo de
madera resinosa ardiendo.
Estas palabras impusieron silencio a nuestros
interlocutores, quienes entrando tambin, rezaron
el Ave Mara, llevada por la sonora voz del amo
de casa que hasta entonces haba guardado silencio. Durante seis minutos se oy el cadencioso
sonido del rezo, y cuando lleg el final -Sin pecado concebida- una vocera tumultosa pidiendo la
bendicin a las personas mayores se arm entre
cuatro muchachos de ambos sexos que arrodillados estaban.
Restablecido el silencio entre los nios, volvieron juntos con la joven a la cocina dejando el haz
de pino encendido para alumbrar la sala del boho.
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e hijos, y sus muebles son los siguientes: una barbacoa ms ancha que aquella de la sala, sobre la
que est tirado un colchn relleno, unas veces de
hojas de pltanos, otras de lana vegetal y que sirve de cama al amo, su esposa y al nio que est
al pecho; otra barbacoa del mismo tamao con
un cuero de novillo por colchn y que sirve de lecho a la dems familia, arropada con una sbana, sase cual fuera la cantidad de individuos
acostados. La ropa de gala est guardada en un
cajn carcomido y en una o ms petacas de yaguas; la de trabajar est colgada delante de las
camas sirviendo de cortinas o de un cordel flojo
amarrado por los cabos a un rincn.
Cualquiera que no sea curioso o no est ducho en las costumbres de la gente en cuestin,
creer que no hay ninguno de los objetos necesarios al uso casero de una familia, pero se equivocara de medio a medio si tal juicio formase, pues
con slo levantar la colcha que cubre la cama
principal se topara con gran cantidad de objetos
cuya exposicin entra a veces en los hbitos de
algunos habitantes de las ciudades, aunque nuestros monteros, tal vez ms cuerdos, prefieren li-
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brarlos de la petulancia arruinadora de los muchachos: platos, tazas, jarros, cucharas, ollas, todo est escondido debajo de la cama, aguardando la ocasin de una visita importante o el matrimonio de un miembro de la familia para ver la luz
del da.
Hecha esta descripcin indispensable, volvamos a las personas que pusimos en escena. La
sala del boho estaba alumbrada por- el manojo
de pino encendido que descansaba en el medio
sobre una piedra, y un muchacho se ocupaba en
quebrar de cuando en cuando las puntas, que ya
carbonizadas disminuan la escasa luz que arrojaba. El que haba llevado el Ave Mara y que pareca un hombre como de sesenta aos, aunque
fuerte y bien conservado, estaba acostado en una
hamaca tejida de delgadas cuerdas de majagua.
Vestido en la misma forma que Juan y Manuel, se
diferenciaba en ms limpieza y en una pipa de
barro, cuyo humo saboreaba por un corto tubo
de copedillo.
Manuel, despus del Ave Mara, amarr su perro a una de las horquillas de la barbacoa, y arreglando su machete entre las piernas con un ade-
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ms que lo mandaba a cuidar un rancho que posea vecino al del criador, Manuel fue recomendado vivamente al cuidado de ste. Invitado a
permanecer en la casa mientras fuese relevado,
aprovech ansiosamente esta oferta, porque la
vista de Mara le haba causado una agradable
impresin, esta impresin fue prontamente trocada en un ardiente amor, que no encontr dificultades en ser correspondido. En las gentes de
los campos, aparte esos seductores que dondequiera se hallan, existe una buena fe en el sexo
masculino que no le deja entrever la posesin de
una hija de familia honrada, slo por medio del
santo lazo del matrimonio. As fue, que no bien
se hubo convencido el joven de que era amado,
cuando confi a su padre la idea que tena de
enlazarse con Mara, y su padre que estaba estrechamente unido por la amistad con Toms, acudi gustoso y pidi para su hijo la mano de la joven, que le fue concedida.
Decimos que Manuel encontr facilidad en hacerse amar de Mara, pero no queremos dar una
triste idea de la resistencia de la joven, porque
aunque la larga resistencia de una mujer prueba
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en nuestro concepto vanidad en prolongar la humillacin de un hombre, mejor que virtud; no entra en los hbitos de las jvenes criadoras esa coquetera y larga simulacin que hace a una nia
de la ciudad resistir a los ruegos del hombre que
ya ama, dndose por excusa a s misma, que el
pudor no le permite confesarlo o que quiere probar la constancia del pretendedor; pobres muchachas que mal excusan la prdida de un tiempo
que malgastan, cuando la vida es tan corta y tan
raros los momentos que se nos presentan de ser
felices.
Entre criadores y monteros, los jvenes se declaran el amor, primero con los ojos, como en todas partes, luego el hombre apoya fuertemente
un pie sobre el de la mujer, y esto equivale a una
declaracin circunstanciada y formal; si la mujer
retira el pie y queda seria, rehsa; si lo deja y sonre, admite; en este ltimo caso se agrega ---<'.Quieres casarte conmigo?-, y si una necia risa acompaada de un bofetn le responde, trueca un anillo de oro o plata con ella y quedan asentadas las
relaciones amorosas, pasndose a dar los pasos
al matrimonio necesarios.
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cal, apoyados en sus sables ora desnudos, ora envainados, est la orquesta. Abros paso y veris:
primero, dos individuos, cada uno empuando
con la siniestra una calabaza, delgada, retorcida y
surcada de rayas a una lnea de distancia, mientras que con la diestra pasean por las desigualdades de los surcos y al comps una pulida costilla
de jabal; las calabazas son giras, los que las tienen msicos de acompaamiento y cantores:
ahora bajad la vista y veris los verdaderos msicos sentados en un largo banco con las piernas
cruzadas, cada uno trae un cuatro, instrumento de
doce cuerdas en que alterna bordones y alambres
y de sonido un poco bronco. Volved a salir allugar vaco que aunque estrecho nunca lo desocupa un galn y una dama. La mujer se levanta sin
previa invitacin y se lanza girando alrededor del
circo donde pronto la acompaa un hombre destacado del grupo de la orquesta; ella va ligera como una paloma; l va arrastrando los cabos de su
sable y marcando el comps ya en precipitados,
ya en los lentos zapateos; la mujer concluye tres
vueltas circulares, y entonces avanza y recula hacia el hombre que la imita siempre a la inversa en
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mental que una bofetada castig o ms bien premi. Zanjada esta dificultad, las palabras y los
anillos se cambiaron y pronto se ajust el matrimonio.
Sin embargo, en medio de su recproco cario,
nuestros jvenes amantes olvidaban un personaje importante en sus amores. Juan entr de pen
en la casa poco antes que llegara Manuel, y se
ocupaba en este oficio, tanto cultivando la peque"
a labranza del criador como en la caza de los jabales a provecho del mismo. El exterior de Juan,
adems de sus cuarenta aos, no era propio para inspirar amor a una joven por muy simple que
fuese, y as fue que enamorado de Mara slo pudo lograr respeto y amistad en cambio de sus
atenciones y obsequiosos servicios. En balde arrollndose las mangas de su chamarreta mostraba
sus nervudos brazos y en agradable y cadencioso
vaivn raa la yuca que daba el almidn y cazabe
necesario a los usos de la familia. En balde en los
fandangos improvisaba dcimas, glosaba cuartetas dirigidas a la joven y sacaba a lucir los ms difciles zapateos de bailarn conocido, nada de esto conmova a Mara, todo lo haba echado en sa-
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-Basta... iest usted loco! que deje yo mi matrimonio con Mara, primero difunto; ya s que
usted me busca pleito porque ella no le ha querido corresponder, y usted deba conformarse en
lugar de buscar rias; por lo dems, yo estoy dispuesto a pelear, y as...
-As que no se hable ms del asunto, saca tu
machete y adelante para ver si eres hombre.
Diciendo esto, Juan con grande ira por las
respuestas del joven, desenvain y arremeti
contra Manuel que ya con el suyo desenvainado
lo esperaba.
Durante dos minutos los hierros echaron chispas y los cabos del de Juan se enrojecieron por
una herida que recibi en la mueca; esto aviv
ms su coraje, y descargando un recio mandoble
sobre el crneo de su contrario, lo derrib.
El montero es generoso, y aunque le falta aquel
tinte de saber vivir que hace al hombre civilizado
acompaarse de un testigoy un cirujanoen sus desafos, no por eso en cuanto su enemigo cae deja
de socorrerlo o de avisar en su socorro, pero esta
vez no sucedi as. Juan quera matar a Manuel
porque juzgaba que impedira el matrimonio y ha-
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ra olvidar a Mara aquel que tanto amaba, hacindose querer l, cuando el tiempo hubiera totalmente apagado su recuerdo. Qu raciocinio el de los
monteros enamorados necios!
Juan acosado por los celos tena ganas cuando vio el joven en tierra de acabarlo, y lo hiciera
si un ruido que vena de la maleza no lo disuadiera, entonces creyendo que eran monteros que
discurran por la selva en pos de caza y que podan verlo, envain apresuradamente su machete
y escap con toda ligereza de que era capaz.
Manuel, aturdido por el furioso machetazo, se
desangraba; su perro que en la prisa de venir a
las manos haba quedado engarzado en la vaina
del machete durante el combate, presintiendo
una pieza, tiraba de su pobre amo y olfateaba en
direccin del ruido que haba puesto en fuga a
Juan, en fin, el ruido aproximndose, apareci
un jabal, el mismo que el da antes amo y perro
haban perseguido infructuosamente: iextrao
efecto de la casualidad que el que haba querido
matar le salvase la vida! A la vista del animal,
Manzanilla tir con ms fuerza y empez a ladrar
con furor. Sase que el aturdimiento se le hubie-
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confes de l?
Mara slo respondi con una mirada suplicante que dirigi a Teresa y que sta comprendi.
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pudo el descoyuntado cuerpo del joven y lo deposit debajo del rbol; este cambio de temperatura produjo una reaccin, y a poco rato dio seales de vida, abri los ojos y aunque la vista se
la tena apagada la debilidad por la sangre perdida, pudo conocer a Toms que esperaba ansioso
esta muestra de vitalidad.
-En fin, gracias a Dios, abriste los ojos. Te aseguro que hace aos no haba pasado un susto semejante; hace tanto rato que estabas como muerto que ya crea lo fueras de veras; pero yo no
puedo hacer nada solo en el estado en que te hallas, y por tanto procura sacar fuerzas de tu flaqueza para no caer en otro desmayo, mientras
transcurre el tiempo suficiente para yo ir al otro
lado de la boca del ro a buscar ayuda.
Despus de esta extraa recomendacin propia de un montero, Toms pas la boca, tom
una vereda entre uveros y majaguales, y lleg a
uno de los bohos del Juncal, donde un hombre
como de cuarenta y cinco aos estaba en la
misma posicin que el criador, antes que los temores tan fundados de Mara lo hicieran venir
a socorrer a su futuro yerno.
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gran debilidad, que no poda mover un brazo; cargronlo y tendindolo en la hamaca, apoyaron
cuatro de ellos las varas sobre sus hombros dirigindose a casa de Toms.
A medida que los cargadores eran relevados
en las dos leguas que haban de andar, Feliciano
tena cuidado de mojarles la garganta con un
buen trago que el aficionado empinaba ad libitum boca con boca de la botella agarrado, y como a todos les llegaba su turno, l no dej de ser
uno de los que ms largo rato estuvo haciendo
puntera a las nubes, slo que el disparo sala a la
inversa, y el fuego lquido pasaba a la digestin
del honrado padrino del herido.
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bastaban para no necesitar el suplemento de animacin que en la carrera buscaban los primeros;
adems la mesura sienta bien en semejante circunstancia, y por esto lentamente pasaron los cincuenta y dos pasos del Nagua y los insondables
fangos de los Fernndez, Factor y la Bajada.
Los primeros crepsculos de la noche haban
invadido el horizonte, cuando la pequea caravana en gran completo se hallaba reunida. en ellugar de la cita. Los hombres cargaban sus pistolas,
las mujeres, entre las que haba algunas con nios de teta por delante, se arreglaban la gorra, el
pauelo, los pliegues del vestido con esa minuciosidad e imponderable gracia que toda hija de
Eva pone al presentarse como blanco de muchas
miradas.
-Compadre Feliciano -dijo Toms--, daremos
la pavoneada o nos vamos directamente a la posada?
-La pavoneada, compadre; un desposorio cual
ste debe ensearse en todas las calles. Od, seores -continu, dirigindose a todos--, preciso es
arreglarnos para la pavoneada.
Los hombres se dirigieron en dos filas y las
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ciso mostrar que entramos como hombres a quienes no hace falta la plvora, cuando acompaamos a los amigos en ocasiones como sta.
Todos cargaron, menos quien lo haca hacer,
porque su pistola acababa de perder, de puro
gastado, el tornillo que sujetaba el can a la carcomida caja; sin embargo, para no quedar avergonzado de esto que l llamaba desgracia en tan
excelente arma, la empu de manera que no se
desprendieran las dos partes. A la descarga general que se hizo al poner pie a tierra, Feliciano
arroj con disimulo a diez pasos el can y que.d con la caja en la mano diciendo:
-Aviso para los que cargan demasiado sus pistolas, la ma llena hasta la boca por poco me mata, el can vol con la fuerza del tiro, vean, fue
a parar a diez pasos.
Todos lo creyeron y todos se admiraron, y l
con la mayor sangre fra recogi su can, mientras tanto Teresa abrazaba con efusin la hija de
quien pronto iba a quedar separada, y los convidados entraban en el boho.
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chara y un tenedor de plata o de acero; el cuchillo siendo mueble intil porque cada cual carga
siempre uno para servirse, estaba excusado. En
resolucin todo anunciaba que se iba a servir
una comida si no exquisita, a lo menos abundante y en armona con los robustos estmagos
que la iban a digerir.
Probbalo adems la perspectiva interior de la
cocina, donde acababa de darse la ltima mano
a los guisados por un enjambre de pobres monteras transformadas en cocineras, pero a quienes
este oficio no privaba de participar a todos los regocijos de la fiesta. En medio de ella descollaba
el lechn del compadre Feliciano, grueso animal
que poda pretender mejor el ttulo de jabal por
su tamao que el modesto con que su propietario lo revisti. El viejo anunciado para guisarlo,
anciano de perpetuas soletas, daba vueltas al
asador de guayabo en que estaba espetado, descansando sobre dos horquetas del mismo palo al
ardiente calor de un montn de brasas encendidas. La grasa chirriaba al caer en las ascuas y el
pellejo haba adquirido ese color dorado que
prueba tanto lo bien cocido como lo esponjoso y
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cin casados.
Despus del banquete cada uno trata de asegurar, si no lo ha hecho antes, un buen pasto a su
caballo; esto fue tambin lo que hicieron nuestros
convidados echando sueltas a los suyos en medio
de la abundante yerba que en el cercado haba.
Siendo ya tarde, los ordenadores de la fiesta,
Feliciano y Toms, organizaron el fandango con
que se deba dar fin muy entrada la noche a la
funcin. La llegada de los msicos, requeridos de
antemano, facilit la ejecucin, y a las cuatro de
la tarde ya estaba en pie con dos cuatros, un doce, un tiple, tres giras y una tambora.
Todo iba a las mil maravillas; eran las once de
la noche, se haban bailado algunos sarambos y
guarapos y se estaba castaeando en las.ondulaciones de un fandanguillo, cuando en medio de
las bambas se oy un sonido ronco, cual el gruido del puerco y el balido del oveja, con esta modulacin: brrum, y en medio del grupo de cantores, msicos y bailadores, apareci la figura bien
conocida de Juan.
-lQuin ronc ah? -salt la voz de Feliciano,
al cual no se le escap la intencin hostil de que
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re, sin duda esto sera materia de una disertacin poltico-filosfica muy grave y de serias
consideraciones, porque qu tristes no son las
innumerables desgracias que resultan de las
pendencias en los bailes de estos campos? Qu
triste no es ver un padre perder un hijo, una esposa a su esposo, todo por el ms ftil motivo,
por una modulacin ms o menos gutural, por
una copla a la que no se ha podido contestar, y
digmoslo, empero, a la gloria y honor de los
monteros, no es su naturaleza pendenciera que
lo arrastra; no es un instinto feroz de destruccin
que lo gua, pues son corderos, en tanto que no
son excitados; pero s, dos agentes que l mismo
no conoce y un hbito cuya trascendencia l ignora.
La tradicin, al aguardiente y el tener siempre
un sable a su lado.
La tradicin es la espuela que anima al joven
a empear una pelea general por cualquier niada. Si la civilizacin ha dulcificado las costumbres
del hombre en Europa, los de estos campos sin
semejante modificador, estn an en los primitivos tiempos del descubrimiento de la Amrica, y
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dgasenos, no era la fuerza brutal lo que campeaba ms en los siglos pasados y se enseoreaba sobre todo? El talento con su resplandeciente
y pacfica aureola: el oro, poderoso seor, rey y
emperador de todas las cosas en este siglo diez y
nueve, se inclinaban entonces ante la fuerza y
eran hollados por ella. En pos del oro corren desolados hoy los hombres, en pos de la fuerza corran antes, hasta que la plvora equilibrando la
debilidad y aquella con la combinacin del plomo y del salpetro, la hizo casi intil y le sustituy
la destreza.
Una de las tendencias ms manifiestas de las
costumbres que toman la pendiente viciosa, es
bajar por ella con extraordinaria rapidez, en armona sin dudar con las leyes de las progresiones.
8 deseo de los jvenes de hacer hablar de s y no
derogar de raza, se aument con el producido de
muchos alambiques, y pronto los fandangos, fiestas en donde se haca ms uso del aguardiente,
slo fueron bacanales y el teatro de cuantas disensiones poda haber.
Afortunadamente, a medida que el mal creca
se tomaban las medidas ms propias para impe-
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lloraba a Toms, pero una caricia de Manuel enjuagaba estas lgrimas, y por fin el tiempo haciendo su oficio, el sentimiento dulce domin.
Cumplidos los ocho das del duelo por la
muerte del criador y hallndose reunida en la sala toda la familia, Teresa habl a Manuel en estos
trminos:
-Bien sabes, querido Manuel, que he quedado viuda y desamparada por consiguiente de
mi natural sostenedor. Haba sido resuelto que
despus de tu matrimonio fueses a vivir con tu
padre, pero cunto ms justo no ser que te
quedes a mi lado, acompaes y protejas a la
pobre anciana que no tiene quien por ella sea?
Mara, acostumbrada a dirigir la casa, podr
acomodarse separada de m? No lo creo; las fatigas caseras yo se las ayudar a compartir, y
los hijos que Dios mande a entrambos, sern
sin duda una distraccin que mitigar mi eterno
dolor. Por consiguiente, repara y oye la splica
que te hago, de no dejarme sola atendiendo a
los multiplicados cuidados que mis dems hijos
y la conservacin de lo dejado por Toms me
imponen, y que mejor comportan las robustas
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fuerzas de dos jvenes, que las dbiles y escasas de una mujer ya achacosa. Todo lo que aqu
hay y todo lo que perteneca a Toms ser tuyo, lo entrego a ti y lo confo a tus cuidados y
atenciones; en fin, todo lo doy, y nicamente
me reservo el amor de ustedes que como no me
faltar de nada me dejar carecer.
-Madre ma -contest Manuel-, permtame
darle este nombre en adelante, estoy dispuesto a
cumplir su voluntad y hacer cuanto usted ordene,
con ms razn una cosa justa y racional como la
que pide, sin embargo, antes de ejecutarla consultarmosla con mi padre.
-Bien pensado, querido Manuel -dijo Mara-,
aunque estoy convencida que Len en vez de
oponerse se prestar gustoso a fin de no dejar a
mi madre en esta soledad.
Resuelto lo dicho pas en consulta a Len, y
ste dio su aquiescencia gustoso y francamente,
resultando la instalacin definitiva de los nuevos
casados, lo mismo que el transporte de muchos
animales de crianza de propiedad de Manuel, cuyo pastoreo se efectu en breve tiempo.
El cielo bendijo la unin de nuestros dos jve-
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-As lo quisiera yo creer -volvi a decir Mara-, aunque la misma ignorancia en que estamos
de su paradero me hace suponer que est haciendo de las suyas, y que podremos algn da ser
otra vez sus vctimas. Un hombre que vive tranquilo tiene un domicilio; todo el mundo sabe
dnde mora y puede dar razn de l; por lo dems, lo que usted dice es lo que me tranquiliza.
Juan no puede volver aqu sin que el capitn de
este partido lo coja y lleve a la crcel.
La vista de un hombre a caballo que de lejos
se perciba en los recodos de la playa suspendi
la conversacin; bien pronto el jinete acortando
la distancia que lo separaba del boho con un mediano trote, nuestros interlocutores conocieron a
Manuel, y a poco rato un abrazo pag el tedio y
los temores de la ausencia.
Cuando Manuel hubo acariciado a Tomasito,
desaparejado y entregado su caballo al hijo mayor de Teresa, y por fin puesto en su lugar los
arreos del viaje, procedi a sacar de los macutos
sus compras en el pueblo. stas eran sencillas:
seis varas de algodn azul para Teresa; cinco varas de percal y siete de zarazas para Mara; dos
so
retazos de listado para Tomasito; catorce o diecisis varas de otras telas fuertes y propias al trabajo, para l y los dos hermanitos de Mara; un frasco de aceite, una botella de aguardiente y algunas agujas componan todo lo comprado. As que
hubo explicado a Mara el destino que se haba
propuesto dar a cada pieza, sta las cogi todas,
las guard en el cajn carcomido y puso la cena
a su esposo.
Si hay apetito que pueda pasar por proverbial
es el del montero, oficioque obliga a una locomocin perpetua, y por consecuencia a una actividad
relativa en todos los rganos en que la parte del
estmago no es la menor. Digeriruna libra de carne y dos pltanos es cosa de todos los das, as es
que Manuel engulla los huevos y pltanos maduros fritos que tena por delante con una velocidad
que hubiera agotado una menos abundante cena.
Afortunadamente, este apetito credo general, es
conocido de sus mujeres y toman las medidas
propias a satisfacerlo, y un viajero que recorra estos lugares, recordar al ver las mesas lo que se
cuenta de la hospitalidad de nuestros antepasados, conservada en medio de los monteros, en su
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vivir en paz.
Esta noticia caus alegra a las mujeres, aunque en Teresa, temperada por aquel sentimiento
evanglico que abriga el que mucho ha sufrido, y
que le da un fondo de conmiseracin por los que
causan un mal a sus semejantes.
Al otro da, vuelto a sus faenas cotidianas, Manuel vena de visitarsus siembras, cuando encontr en el boho un mensaje de su madre que le
traa noticia de hallarse su padre enfermo gravemente. Nuestro montero mont a caballo y parti angustiado por tan triste nueva.
Las mujeres solas y haciendo comentarios sobre el estado de Len, concluyeron sus quehaceres del da y Mara qued en la cocina ya tarde,
dndole la ltima mano a la cena, mientras con
una larga vara terminada en horquilla sacuda
una rama al naranjo del patio para hacer caer
una de sus frutas, que es el vinagre de los monteros. Mara percibi internndose en el bosque
una sombra fugitiva que el ltimo crepsculo
permiti conocer por un hombre, aunque la misma semi-oscuridad en que yaca le imposibilitaba determinar la persona. Sin embargo, el aire
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cauteloso y los movimientos inquietos del individuo la impresionaron; Mara tuvo miedo y al
acostarse comunic sus temores a su madre,
quien procur desvanecerlos con razones si infundadas, a lo menos hijas del deseo de inspirar
seguridad y confianza.
-y si es Juan, madre.
-Pero hija, no oste lo que dijo Manuel sobre la
manera que lo conducan a Santiago?
Ms a pesar de esta seguridad, Mara apenas
durmi.
Manuel ausente, la esposa iba al conuco con el
hermano mayor, vea las siembras y cosechaba
los pltanos y legumbres necesarios a la comida
del da.
Por la maana Mara fue al conuco, y cuando volvi encontr en el boho a Feliciano conversando con Teresa, que lo escuchaba con
semblante lloroso.
-Buenos das, padrino -dijo la joven.
-Felices, ahijada --contest Feliciano, abrazndola cordialmente.
-lQu nuevas lo traen de maana, padrino?
-Malas y muy malas, querida, acabo de darlas
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pesar de un socorro probable, atemorizaba a Mara, que la idea de Juan cerca de su persona le
trastornaba la cabeza. Fuerza le era, sin embargo,
de ir a buscarlos so pena de no tener comida a la
vuelta de la gente. Mara se decidi, tom de la
mano su otro hermanito de siete aos, cogi un
machete de trabajo para cortar el racimo, y se intern en la senda que llevaba al conuco. Mil temores la asediaban; el ruido de los rboles, mecidas
sus ramas por la fresca brisa del mar, la haca estremecer; por de pronto el ruido seco de un objeto pesado que cae el suelo la deja inmvil, no se
atreve a volver la cara y aguarda por momentos la
presencia del hombre que teme.
-Mara, djame coger aquel coco que acaba
de gotear.
Estas palabras de su hermanito la vuelven en
s y la hacen cobrar valor, coge la mano del muchacho que contento vuelve con la fruta que acaba de caer, y con apresurados y temerosos pasos
llega al conuco, entre en el platanal y derriba un
racimo ya en sazn, pero una voz bronca, una
voz bien conocida suena a su odo, Juan se le
acerca y le dice:
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-l-abls credo, Mara, que yo poda olvidarte? Si as lo has pensado ha sido un error tuyo. La
desagradable muerte de tu padre y otros contratiempos me haban imposibilitado de acercarme
a ti y decrtelo; tambin esperaba que el amor
que tenas a Manuel se apaciguase, pero ya que
la ocasin se presenta tan favorable y que el tiempo no es bastante para gastarlo en prosa, tengo
extremo gusto en decirte, que es preciso que hoy
decidamos aquella larga querella que tenemos
pendiente desde har cinco aos; en fin, hoy,
ahora mismo, se sabr si yo he de poseerte o no.
-Ser posible, Dios mo -djo Mara, cruzando
las manos en actitud de plegara-, que el asesino
de mi padre ...
-Detente, Mara -replic Juan-, ya s que vas
a soltar la tarabilla y decir mil boberas; yo no fui
asesino de Toms; reimos, ambos tenamos un
sable en el combate.
-Vyase usted, Juan, vyase, no tiente a Dios.
-ilrme, irme! Juzgas que ando an aqu por
slo el placer de andar? No. Antes de anoche no
fui al boho porque hasta ayer no supe que Manuel estaba ausente; anoche si Feliciano no hu-
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indicado.
-Volvamos ahora al conuco.
El hermanito de Mara, espectador de las angustias de su hermana, creyendo que Juan pretenda matarla, corri dando gritos en direccin
al boho; dbale el miedo alas y en un instante se
hall fuera de la cerca y en la senda que conduca a la casa.
....Qu te han hecho, muchacho? -le grit el
capitn que a la sazn atravesaba del bosque con
la parte de gente que se haba reservado para hacer lo proyectado-; ven ac y dime por qu lloras.
-A Mara la est matando un hombre en el
platanal, -contest el muchacho sollozando.
-Apuesto que es ese demonio de Juan -dijo
un montero-; capitn, a l, al platanal.
y sacando sus sables, corrieron a lugar indicado por el muchacho.
Era tiempo que este socorro llegase, porque
Mara en la agona de sus fuerzas, el cabello suelto y aporreada, slo opona al brutal ataque de
Juan la ltima resistencia de la desesperacin
aniquilada. El estrpito de la carrera de los mon-
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