Episodios Nacionales, Liborio Brieba
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Episodios Nacionales
Tomo Primero
Libro Tercero
ENTRE LAS NIEVES
LIBORIO BRIEBA
INDICE
Prlogo .....................................................3
Captulo I
Entre las Nieves ..................5
Captulo II Escaramuzas .....................17
Captulo III Los Dos Rivales ...............31
Captulo IV Un Pintor de Muestras .....46
Captulo V Esperanzas........................60
Captulo VI Teresa................................79
Captulo VII Castillos en el Aire ..........91
Captulo VIII Los preparativos
de san Bruno ....................99
Captulo IX Cosas de la poca ...........115
Captulo X El retrato.........................127
Captulo XI La trampa .......................138
Captulo XII Un antiguo conocido .....147
PROLOGO
Para el desarrollo del gusto por la lectura en las distintas
clases sociales, cupo en el siglo XIX funcin importante a la
novela del grupo de los folletinistas de la llamada generacin
de 1867.
En ese nmero de novelistas que no se exigen finuras
psicolgicas y atienden ms que nada a entretener, destaca
Liborio E. Brieba. Naci en Santiago, en 1841, alumno del
Instituto Nacional, luego de la Escuela Normal, donde se titul
de maestro a los diecisiete aos. Hizo carrera administrativa
en el Ministerio de Instruccin Pblica, como se denominaba
en aquel entonces el de Educacin y Cultura.
A los 30 aos comenz a darse a conocer literariamente,
aunque ocultndose bajo el seudnimo de Mefistfeles, y
usando la forma de publicacin del folletn en la continuidad
de ediciones de un diario, con Los anteojos de Satans o el
revs de la sociedad, doble ttulo aclaratorio, tpico de la
poca. El mismo ao 1871 publica la primera obra de la serie
de episodios nacionales amenos, recreativos de la historia de
la poca de la Independencia, Los Talaveras,
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CAPITULO SEGUNDO
ESCARAMUZAS
Los tres oficiales se apresuraron a ceder a los recin llegados
sus propios lugares, excusndose de lo poco que podan
ofrecer.
A Corina se la hizo sentar sobre las dos sillas de montar,
juntas una sobre otra; Rodrguez se acomod en la misma
postura en que haba sorprendido a los oficiale s, es decir, en el
suelo y con las piernas dobladas.
Esto es sentarse a lo turco dijo.
Pasados estos preliminares de cortesa y sentados ya todos
alrededor de la piedra que haca los oficios de mesa, se dio
prisa Las Heras en preguntar a Corina por Ricardo.
Me separ de l agreg con bastante temor por la
suerte de ustedes; y en cuanto la he visto ahora a usted me han
asaltado terribles sospechas.
Ay! respondi Corina, con los ojos impregnados de
lgrimas. Nada, absolutamente nada puedo decir de la suerte
de mi familia; pero s tengo razones para conjeturar de una
manera terrible.
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CAPITULO TERCERO
LOS DOS RIVALES
Pusironse todos en marcha.
El aire helado y enrarecido de aquellas ele vadsimas
montaas azotaba el rostro de los seis paseantes nocturnos.
OHiggins y Corina llevaban algunos pasos de delantera a
Rodrguez y los tres oficiales. Cerraba la marcha un soldado, a
quien Freire le orden traer los caballos. El indefinible rumor
del deshielo y las pisadas de ellos mismos eran los nicos
ruidos que turbaban el silencio de las abruptas sinuosidades que
circundaban el paraje.
En los primeros momentos, OHiggins, que con tanto gozo
haba acogido su propia idea de invitar a Corina y que no
habra omitido sacrificio posible de hablarla a solas; l, que se
aprontaba para decirle mil cosas sobre su amor y sus
inquietudes, se encontr mudo, sin ideas que expresar.
Era que la grandiosidad de aquella naturaleza se
apoderaba de su alma y le impona el mismo silencio que a
todos? Era la emocin gratsima, pero avasalladora, que la
presencia de Corina, a quien haba llorado perdida, le causaba?
O los celos, el despecho, el dolor de sospecharse pospuesto en
el corazn de la joven?
Sea como se quiera, OHiggins slo habl al cabo de
largos instantes, y sus primeras palabras
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CAPITULO Cuarto
UN PINTOR DE MUESTRAS
La crcel de Santiago se encontraba atestada de reos polticos
en los primeros das de noviembre.
La benignidad del gobierno de Osorio, tan preconizada por
sus parciales y aun por l mismo, no se extenda a los que
cargaban con la ms leve sospecha de haber pertenecido al
bando de los patriotas o servido aun indirectamente sus
intereses.
Hase dicho acerca de esto que el je fe realista se vea
compelido, por rdenes superiores, a la intolerancia en materia
de delitos polticos; y le jos de poner en duda tales
aseveraciones, nosotros, atentos, investigadores de su carcter,
aadiremos que sin las terminantes instrucciones del virrey del
Per, sin las tendencias sanguinarias de muchos palaciegos,
consejeros ambiciosos de venganza, y sin la carencia notable de
energa que descollaba en Osorio, la ltima dominacin
espaola no habra dejado una dcima parte de los rastros
sangrientos que manchan su historia.
Sucedi, pues, que a virtud de prfidas insinuaciones, y
cuando un encomiable rasgo del presidente Osorio haba
llevado la confianza y la tranquilidad a los hogares de muchos
vecinos que no tenan ms delito que su inofensiva opinin
favorable al bando cado, una cruel resolucin cambi de
improviso el aspecto de las cosas.
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Qu ha habido? le pregunt.
Ya est hecho eso.
Pero, se ha conseguido algo?
Qu! Nada, seor! Y eso que me tom la libertad de
aumentar la dosis, pues le he hecho aplicar cincuenta azotes en
vez de veinticinco.
Y siempre se sostiene en lo mismo?
Siempre, seor; nadie lo saca de sus primeras
declaraciones y de lamentarse y maldecir la hora en que tuvo la
ocurrencia de adquirir ese salvoconducto.
De modo que ya no nos queda esperanza de averiguar ms
por ese lado.
As lo creo, seor; y aun estoy convencido de que ese
hombre dice la verdad: el tal Rodrguez ha de haberse ido a la
otra banda para no volver ms.
Pero esa exigencia de que le tuviera este hombre el
salvoconducto a los quince das
Argucias de l, pues, seor; sin duda para darle ms
importancia a ese papel; no puede ser de otro modo: este
hombre ha sido engaado, ya ve usted que sta es la cuarta vez
que lo hacemos azotar en los quince das que est en nuestro
poder; ni el diablo tendra tanto aguante para guardar un
secreto...
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CAPTULO Quinto
ESPERANZAS
El saln de los presos estaba tan lleno de gente que, segn
la expresin de Villalobos, no caba una aguja en l. Y, en
efecto, entrando, o ms bien, mirando hacia adentro, al travs
de las rejas de las ventanas, poco despus del momento en que
terminara la conversacin de Villalobos con San Bruno, era
fcil ver cmo el pavimento se hallaba absolutamente cubierto
de hombres que slo tenan el espacio necesario para acostarse.
Era por esto que en las horas del da se daba libre acceso a los
patios a todos los detenidos, pues aun en la noche, y no
obstante mantenerse todas las ventanas abiertas, el aire se haca
de tal manera irrespirable que ocasionaba la asfixia de muchos,
o enfermedades consiguientes a tan malsano tratamiento.
El pintor de que hemos hablado en el captulo anterior se
hallaba en el saln de los presos, y por cierto que deba ser
hombre precavido en cuanto a higiene, pues haba tenido
cuidado de elegir un lugar junto a la misma puerta de entrada,
de manera que, aun cerrada, ste poda respirar el aire puro que
se colaba por las junturas.
De este modo, imitando al mayor nmero de aquellas gentes,
se haba tendido en el suelo; pero, extrao a las conversaciones
de los que se ha-
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No; con sta han sido las cuatro... ay! Pero, bien dice
usted, la de hoy ha valido por dos
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Es horrible esto!
Slo nos resta conseguir que nos permitan a mis hermanos
y a mi acompaarlo.
Ricardo guard silencio por un instante; lo agitado de su
respiracin demostraba la intensidad de las emociones que
dominaban su corazn.
Pero qu tienes, Corina? Por qu te alarmas tanto? le
pregunt Teresa.
Me alarmo por ti dijo l, tratando de reportarse. Un
viaje de esa naturaleza! No sabes, por Dios, lo que se sufre
por all? Eso no es para una mujer, ni mucho menos siendo tan
nia como t. Haces mal en ir, Teresa; tus hermanos pueden
cuidar de tu padre...
Ay! Los hombres no saben cuidar enfermos.
Tienes razn, Teresa observ Amelia ; nunca igualan
los servicios de los hombres en estos casos a los de una mujer.
Hay mil pequeeces: la preparacin del alimento, de las
bebidas; en fin, tantas cosas que no estn al alcance de un
hombre.
Por supuesto dijo Teresa.
Algo molesto ser el viaje prosigui aqulla , pero
qu hacer, cuando hay sobrados motivos para arrostrarlo...
Pobre seor! Cmo abandonarlo en su estado y a su edad!
Ricardo se morda el labio de impaciencia.
Pero tienes algn motivo para creer que te permitan
acompaarlo...? dijo a Teresa, recurriendo a la nica
esperanza que encontraba.
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CAPITULO SEXTO
TERESA
Mientras San Bruno se separaba de sus nuevas amigas,
felicitndose del buen camino que parecan llevar sus
proyectos, y de su propia astucia para manejarse en la
ejecucin de ellos, Ricardo y las dos jvenes se quedaban
riendo de su candidez y previnindose para sacar de ella todo el
partido posible.
Algunos momentos despus vino la ronda de los carceleros y
cerr la puerta del cuarto, ponindole llave por fuera. Slo
quedaron abiertos los postigos guarnecidos de barrotes de
fierro y por stos sigui penetrando la luz del farol de que ya
hemos hablado.
Una hora despus, los tres habitantes de aquel cuarto se
hallaban recogidos silenciosamente en sus camas.
Amelia y Teresa parecan dormidas. A lo menos as se lo figur
Ricardo, que, enteramente despierto, espiaba con ansiedad la
respiracin de ellas.
Oh se deca entretanto, preciso es que yo hable a Teresa,
que le declare la verdad y le confiese mi amor! Es imposible
resistir ms a los impulsos de mi corazn... Pero, por Dios!,
hacer eso ahora, as, de noche, cuando ella est recogida... Yo
que ms la venero mientras ms la amo; yo que me hago un
culto de su candor y
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CAPITULO SPTIMO
CASTILLOS EN EL AIRE
Teresa no se daba cuenta de lo que le pasaba a Ricardo.
Lleg a creer que su alborozo provena de la igualdad de
afectos que exista en sus corazones; su amiga haba
descubierto que ella amaba, que sufra idnticas emociones, y
deba encontrar una gran satisfaccin al considerar que tena
quien la comprendiera y la consolara.
Ella misma se encontraba feliz aplicndose iguales
reflexiones en cuanto al alivio que le procurara a sus penas
amorosas la amistad de Corina.
Cesando al fin aquellas demostraciones de alegra, le dijo
Ricardo:
Ahora me toca a m el hacerte mis confidencias.
Naturalmente. Eso es lo convenido.
Pero antes voy a comunicarte una reflexin que se me
ha ocurrido a consecuencia de esa semejanza que encuentras
entre el joven a quien amas y yo.
Veamos eso... Pero no sea que trates de hacerme alguna
burla...
No, nada de eso. Es que he pensado, con cierto
disgustillo, en que si no hubieras encontrado ese parecido en m
no me habras tomado tanto cario.
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Captulo Octavo
LOS PREPARATIVOS DE SAN BRUNO
Durante aquella noche de tanta felicidad para Ricardo
Monterreal, el capitn San Bruno durmi menos bien de lo que
era de esperarse.
Era feliz. Agitaban su corazn mil esperanzas, mil
emociones amorosas; y el amor feliz des-vela tanto como el
desgraciado.
San Bruno madrug al da siguiente, como hombre que
tiene graves negocios que realizar.
Entr y sali repetidas veces por los pasillos de la crcel;
dio rdenes a los subalternos; conferenci con Villalobos, y,
por ltimo, sali en direccin al palacio del presidente, que,
como todos sabemos, era el que en estos ltimos tiempos ha
servido de cuartel al Batalln Nmero 2 de guardias
nacionales, y hoy presta sus servicios a la honorable sociedad
de vacunacin.
No tuvo, pues, San Bruno ms que seguir a lo largo del
costado norte de la plaza, salvando el frente de las Cajas, para
encontrarse a la puerta de la morada de Osorio.
En seguida, hombre de valimiento, y muy al corriente de
los usos del palacio, se dirigi por los corredores a un
departamento lateral, en donde se hallaban reunidas algunas
personas cuya actitud y conversacin eran propias de gente que
hace antesala.
A la sazn seran las nueve de la maana.
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Captulo Noveno
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CAPTULO DCIMO
EL RETRATO
Entretanto, haba llegado ya la hora de almorzar. Los
presos que tenan cmo procurarse de fuera la comida se la
hacan traer en portaviandas, ya de sus casas o ya de los cafs o
cocineras inmediatas, segn los recursos pecuniarios de cada
uno. A la familia de Teresa le traan la comida de su casa; la de
Ricardo se la hacia traer de un caf. Llegada la hora de
almuerzo o de la comida se reunan las jvenes a su familia.
Amelia era siempre invitada por Ricardo, o, ms bien, la
costumbre haba excusado ya las invitaciones; cuando ms le
deca l:
Vamos? Ya es hora.
Y se iban juntos a la pieza de don Gabriel v de doa Irene.
La conversacin de San Bruno fue, pues, interrumpida por el
anuncio que vino a hacer un soldado a Ricardo y Teresa de que
se les esperaba en las habitaciones de sus padres. San Bruno se
despidi cortsmente, sin omitir+ una ltima demostracin de
cario a Ricardo.
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CAPITULO UNDCIMO
LA TRAMPA
Pocos minutos despus estaba San Bruno de vuelta, seguido del
hombre de los anteojos verdes, quien entr a la pieza saludando
cortsmente y con aire de ignorar el objeto a que se le traa all.
Razn haba para que el pintor se maravillara de ser llevado a
la pieza de aquellas jvenes, y quizs lleg a imaginarse que se
trataba del billete que ya conocemos; era muy posible que alguna de ellas hubiera cometido la imprudencia de revelarlo
todo al capitn, en virtud de amigo.
Sin embargo, el rostro de aquel hombre, ya sea por lo
encubierto que se hallaba bajo los anteojos y parches, o ya por
un efecto de entereza, no demostraba el ms mnimo temor;
pero si revel una gran curiosidad en la viveza con que mir a
todos lados en cuanto entr a la habitacin.
Aqu tiene usted, mi amigo le dijo San Bruno, tres
hermosas jvenes que desean conocer su habilidad para hacer
retratos.
El pintor hizo un imperceptible movimiento de extraeza y
contest con una voz que llam particularmente la atencin de
Ricardo:
Alguna de estas seoritas desea encomendarme algn
trabajo?
Eso es replic el capitn, les he dicho que usted
retrata No es eso mismo lo que ha motivado su prisin?
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Captulo DUODCIMO
UN ANTIGUO CONOCIDO
El pintor haba salido de la crcel mientras tanto, y en
compaa del soldado que deba custodiarlo haba tomado la
calle de la Nevera, haba doblado en seguida por la de Santo
Domingo, y despus de andar ms de tres cuadras hacia la
Cancha de Gallos se haba detenido delante de una casa de
modesta apariencia, sobre cuya puerta se vea un gran rtulo de
vistosos colores que deca: Emilio Gonzlez, pintor y retratista.
Se restauran cuadros al temple o al leo.
Aqu es dijo al soldado; me espera usted en la
puerta?
No; he recibido orden de no cambiar palabra alguna con
usted respondi ste con avinagrado gesto.
El pintor se encogi de hombros y se sonri con aire de
lstima. En seguida, levantando un dedo en seal de amenaza,
dijo burlescamente:
Y sin embargo est usted hablando; ha faltado, pues, a su
deber, y yo me encargo de denunciarlo.
El soldado permaneci serio, mirndolo airadamente con una
expresin que equivala a decir: cuidado con las chanzas
Pero esto no pareci intimidar al preso, sino, por el contrario,
excitar su buen humor.
Est muy bien! dijo, entrando a la ca.
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