El Ultimo Robinson
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m sA rn A M o f,
EL U L T I M O
ROBINSON
COLECCION H IS T O R IA Y DOCUM ENTOS
Es propiedad. Derechos
reservados para todos los
paires de habla española.
Inscripción N.® 15308.
Copyriglit by Empresa
Editora Zig-Zag, S. A .
Santiago de Chile,
1953.
e m p r e s a e d i t o r a z i g -z a g , s. a ,
Santiago de Chile, 1953
B L A N C A LUZ B R U M
EL U L T I M O
ROBINSON
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A ti, hijo mío, E d u a rd o ,
mi corazón desesperado.
La autora.
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F K E L I M I N A K
R o b in s o n . 2
arrastraran en sus carros de muerte al más amado de sus
hijos. Por eso, la idea cada vez más persistente de viajar
a América entusiasmaba a la baronesa con la misma in
tensidad que al hijo.
“ A\^úu thu soran para mi esos a i r e s ..., esos caminos del mar ít
la B A T A L L A D E C H A M P IG N Y
E
1
Jl barón de Rodth, el soñador, el músico,
el guerrero, yace tendido en medio de la nieve.
Los galopes sueltos de los caballos jadeantes y per
didos, los gemidos de los soldados sepultados en el hielo,
lo han rescatado del mortal letargo. Se ha incorporado
dificultosamente y de nuevo ha vuelto a caer. Será di
fícil que vuelva a levantarse.
El oscuro y elegante caballo del guerrero se acerca
en un desesperado galope. Jinete y caballo se contemplan
como dos amigos que respiran por última vez en medio
de un mundo abandonado. Es la terrible soledad de la
muerte que va ajustando cada vez más un círculo hela
do y firme. Dos días con todas sus horas ha durado la san
grienta batalla de Champigny. Dos días guerreando sobre
el hielo; durante la noche y el amanecer no dejaron de
chocar loa aceros, de gritar y caer los hombres, de romperse
los escuadrones.
“Sultán”, el hermoso caballo del barón, se abatió
tiernamente a su lado y grumos de nieve descendieron
lentamente sobre la bestia y el hombre, que eran — no
obstante heridos y olvidados— tan semejantes en el do
lor común.
Con las tinieblas se fueron amortiguando los queji
dos, como si un manto cubriera la agonía de las almas y
ahogara los sonidos de la tierra.
Amanecía cuando el trote de una patrulla austríaca se
detuvo frente al grupo que formaban el hombre y el ca
ballo.
— ¡A lto!. . . — ordenó el que mandaba el pelotón.
— Aquí hay un herido. N o podrem os detenernos mu
cho tiempo; seguid los otros adelante, mientras dos hom
bres improvisan una camilla.
Los que componían el séquito se agruparon alrededor
del jefe, que no era otro que el conde polaco Kozu-
brodsky, quien en un tiem po com andaba en Viena el Re
gimiento de Coraceros del Em perador Francisco José, y
en el que Alfredo se había destacado com o cadete.
Intensa fué la em oción del con de cuando reconoció
entre los pliegues del capote el rostro querido de su an
tiguo compañero de armas.
Sin esperar la acción de los soldados, procedió a le
vantar rápidamente con sus propios brazos el cuerpo ven
cido de su amigo. “V ive — balbu ceó con ansiedad— . Pron
to, acercad su caballo, arreglad la montura, y dejad que yo
lo conduzca.” Alfredo de R odth abrió los ojos adormeci
dos por la muerte. . . Aquella voz, aquel rostro le traían
un lejano recuerdo que ahora no podía precisar.
ENTRETANTO. .
Robi ns o n.—-3
ventanal del castillo, impidiendo que entraran el
y la luz.
Llevaba más de tres semanas postrado en la obscuii
dad y el silencio, y si no hubiera sido por aquel d e lir io
evocador que tarde a tarde enardecía su cerebro trans
portándolo a desconocidos países, nadie hubiera asegura
do, por la quietud de su cuerpo y su débil respiración, que
Alfredo de Rodth vivía.
Sumergido en la penum bra d e su alcoba, escoltado
por las cuatro columnas de su cam a, ahora con la venta
na completamente abierta sobre el lago y de espaldas al
parque, su lecho aparecía com o la gran silueta de un ga
león en medio de un vasto océan o perdido.
Era un barco que navegaba con un hom bre herido
en espantosas batallas y herido en lo más profundo de
su alma con una pasión destrozada.
Las dos heridas aceleraban el pulso y provocaban
su delirio, y durante el día lo m antenían sin voluntad y
sin deseos, abandonado, casi m uerto entre aquellas sába
nas que parecían velám enes desgarrados aprisionando el
cuerpo de un náufrago que m archaba a la deriva, sin ru
tas ni vientos, envuelto en las banderas de la muerte o
como un remo suelto que arrastraban las aguas.
Era inútil el disco de o ro que el sol arrojaba cada
mañana contra el cristal de su ventana, porque la espe
sura del terciopelo se encargaba d e rechazarlo con im
penetrable elegancia; tal com o el corazón del barón re
chazaba cada día la presencia triste y silenciosa de Ger
trude.
Apenas aquella figura se insinuaba en la habitación,
con la intención de acercarse, éste cerraba firmemente
K L Ú L T I M O R O B I N I O M
lab«M«a —4
— CApitán, ¿Mtán mis cotni m bordo?
— Todo, todo, hoita el piuno. . .
y los dos se miraron sonriendo, mientras daban un
salto perfecto sobre la embarcación.
Alfredo no volvió a mirar hacia el puerto que aban
donaba; ahora ya estaba sobre su ruta. Dirigió su vixta
hacia la goleta, acariciándola inadvertidam ente: era \íri¡
cil y esbelta; con la elegancia anim ada de tus lineas pro
longándose más allá de la curva coral y del bauprét,
daba impresión de velocidad y fuerza, mientras que sus
tres robustos palos reales y sus delicados masteleros ha
blaban de las duras turbonadas y d e las brisas suaves d e
los alisios.
Había llegado.
Un excitante olor a bahía, m ezclado a brea, a pin
tura, a humo, a todos esos característicos olores de los
barcos, ya sean nuevos o viejos, transatlánticos o veleros,
comenzó a dominar sus sentidos.
La elegante nave estaba construida con maderas
isleñas, y la cám ara del cafñtán era am plia y simpática;
olla a santuario, con las incrustaciones d e sándalo en U»
paneles de los m am paros. Era una embarcación velo*,
y solía hacer singladuras de m ás d e doscientas millas
con buen viento. Su capitán era m aduro ya. macizo y
rubio. “El Lobo Larsen” le decían. Su historia era
atrayente, y lo rodeaba una singular aureola. Habia apa
recido im dia cualquiera en una de las playas del puer*
to, náufrago de un velero que después de desarbolar por
efecto de una tempestad frente a BahSa Laguna, en r»-
calada a Valparaíso, habia ido a terminar sus corrtrlas
por los mares entre loa enrocado« d« la costa. Ya k >-
toncrs fiimnbn pipn, y contaban, citando testigo«, que,
cuando salió del ngua, todavía la llevaba en la boca.
Verdad o no, lo cierto es que, aun cuando descabezaba
un sueñecito por las tardes, lo hacía con la pipa entre los
dientes. Y cuando los chubascos lo encontraban midien
do a grandes pasos la toldilla, la volvía hacia abajo para
que no se apagara, y si estaba enojado, la cambiaba rá
pidamente de babor a estribor. . .
Esos eran los mom entos en que no convenía hablar
le; pues, además de escupir con violencia, largaba unas
palabrotas terribles. T enía unas manos poderosas, y, a
pesar de la fuerza que demostraban, eran hábiles en
malabarismos con los naipes. Cuando estaba de buena
y había pasajeros de su agrado, los invitaba a la cámara
para obsequiarles con un trago y entretenerlos con los
naipes.
Las mujeres salían maravilladas, y los hombres, casi
ebrios. Cuando “El L o b o ” bebía, nadie podía dominarlo,
era una especie de bú falo borracho.
Se contaba que un invierno, habiéndolo sorprendi
do un temporal en el A tlántico cuando andaba en un
velero americano que hacía la carrera a Europa, con pa
sajeros, ordenó cargar las velas altas y las cuchillas, pues
el viento tendía a arreciar. . . y una gran tempestad
obscurecía el horizonte. “El L o b o Larsen” se había ence
rrado firmemente en su camarote, y mientras bebía a
grandes tragos contem plaba un retrato de mujer. Cuan
do terminó una botella de whisky, el barómetro había
bajado más, y el viento tenía fuerza ocho. La mar en
grosaba encapillándose por sobre el castillo y barriendo
el oleaje las cubiertas. El primer oficial se dirigió a la
B L A N C A L U Z B K U m
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que las ejecutaba e inducía a los otros a ejecutarlas, mn-
nifesténdose en esto como el peor y més relajado d<;
todos.”
”Los filibusteros permanecieron tres semanas en Pa
namá. Algunos de ellos querían lanzarse al mar en las
embarcaciones que hallaron en el puerto para continuar
sus piraterías en las costas del Pacífico. Morgan desar
mó resueltameijte este proyecto, y se contrajo a recoger
todo el botín que podía reunirse y a perseguir a los fugi
tivos para obligarles a pagar un subido rescate, sin lograr,
sin embargo, apoderarse del gobernador, que se había
ocultado en los bosques con una parte de su tropa. Al
fin, el 24 de febrero, emprendió la vuelta hacia Chagres,
llevando consigo muchos prisioneros que no habían po
dido rescatarse, y ciento setenta y cin co muías cargadas
de oro y plata y de todos los efectos de valor de que
había podido adueñarse. Y a entonces se hacía sentir un
vivo descontento entre los suyos por la repartición del
botín. Temiendo una amenazante insurrección de sus
soldados, Morgan no se detuvo m ucho tiem po en Cha-
gres. Arrasó sus fortalezas, inutilizó o cargó sus cañones,
y se hizo a la vela apresuradamente para Jamaica. Allí,
el nuevo gobernador de la colonia. L ord John Vaughan,
en cumplimiento de las órdenes de su gobierno, impidió
por entonces las nuevas correrías de ios filibusteros y
aseguró a los españoles algún tiem po de descanso; pero,
como veremos más adelante, luego volvieron a renovarse
aquellas piráticas operaciones, no sólo en el mar de las
Antillas. Morgan, poseedor de una gran fortuna ganada
en estas piraterías, se quedó viviendo en Jamaica con el
prestigio que le daban sus riquezas y el recuerdo de sus
E L U L T I M O r o b i n s o n
harañas, y au n a lc a n z ó e l h o n o r d e d e se m p e ñ a r interi
n am en te el g o b ie r n o d e esa isla.”
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E L U L T I M O R O B I N S O N
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Ja casa que había de ser el hogar del barón
distaba unos mil m etros más o menos de las orillas del
mar, se hallaba d on d e com enzaba una colina y se insi
nuaba apenas una calle, la calle principal, llamada “El
Polvorín” .
Había p erten ecido a diferentes gobernadores que fue
ron destacados por el V irrey del Perú, primero, y por el
Presidente de Chile, después. Ellos no se preocuparon del
confort y m enos d e la belleza de su residencia, sino de
asegurar los m uros de la Fortaleza del Bastión de Santa
Bárbara, para enterrar vivos, si era posible, a los presidia
rios que de Lim a, Panam á o Santiago depositaba allí la
Real Audiencia o la Santa Inquisición, cárcel que más
bien era un cofre de granito, cuya llave hubiera querido
tener b ajo su alm ohada el R ey de E spa ñ a .. . (1 ) Entre
la fortaleza y las cavernas gemían los infelices prisione
ros, sin poder gozar siquiera de la libertad de la isla.
¡Triste Bastilla en medio del océano! ¡Isla con sombras
NO
de horcns y ruidos d e ca d en a , co n lla n to d e ca u tiv o* rnt-j
cia d o n la tem pesta d y a la » tin ie b la i, co n (¿■’unido* <li-
lobos entre los a la rid os del m a r !. . .
Las hachas del barón, los sonoros martillo* de lo»
yunques, trajeron por primera vez a 1^ isla el mensaje vi
ril y,valiente de la civilización y el trabajo. B a jo sus ha
chas cayeron los bosques de luma y naranjillot, de sándalo
y de chonta, y las cabezas de los fantasmas rodaron tam
bién a los abismos. La bahía de Cum berland se llenó de
alegres mástiles, y bancos acoralados de langostas ofre
cieron al mundo el manjar exquisito de aquellos mares.
Las pieles de lobos obstruyeron las bodegas de los navios
y un inmenso rumor de dicha se desató en el viento de la
jungla.
El barón com enzó con violenta im paciencia a res
taurar, a construir de nuevo lo que habría de ser su de
finitivo hogar. Tenía que luchar con el espíritu nómada y
la falta de arraigo que revelaban las viviendas y los seres
humanos en aquel sitio. Los materiales eran viejos y dete
riorados; faltaban calor y sentimiento. D e un hachazo de
rribó las ventanas de aquellas ruinas que, desvencijadas
y rotas, el viento llevaba y traía amargamente. Restaura
dos los muros y el techo, procedió a definir lo que había
de ser un gran hall, que serviría por lo pronto de dor
mitorio, comedor y biblioteca.
El resto de la casa estaba com pletam ente hundido, y
sólo permanecía en pie la escalera principal, cuya hermo
sa balaustrada estaba tallada en luma, la recia madera de
la isla. Rápidamente pensó, sin tem or a equivocarse, que
aquella labor había sido efectuada por uno o más prisio
neros del Fuerte. . . La escalera exhibía a través de la in-
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Islii d e R ob in so n C rusoe, sep tiem b re 22 d e 1878.
A liis c in c o d e In tard e ha lleg a d o el b u q u e m ercante
inglés "M in in g u ”. C apitán P h illip s, c o n ca rga d e guano
d e las C hinchas para B ristol. V in o a Juan F ern á n d ez para
com p o n e r una avería ligera.
He pasado tres meses en Valparaíso adquiriendo ele
mentos para construir embarcaciones y casas en la isla.
Durante mi ausencia tocaron la bahía de Cumberland: la
corbeta de S. M. B. “Amethyst” ; la corbeta rusa “Kray-
ser”, capitán Nasimoff.
También cuatro buques balleneros, americanos: el
“Nautilus”, “Morning Star”, “Napoleón” y otro. La barca
guatemalteca “Carolina” se perdió a tres millas de la isla,
salvándose su dueño, señor Berg, el capitán y la tripula
ción. Habían salido de Valparaíso el 16 de marzo, llegan
do aquí el 21. Venían entre la tripulación un jardinero
suizo, llamado Eduardo Desvignes; un cocinero inglés,
J. Newton, y dos alegres muchachos pescadores. Habien
do encontrado maravillosa nuestra isla, resolvieron que
darse a vivir aquí hasta tanto construyan una barca que
les permita continuar su vagabundeo por los mares.
30 de marzo.
Hemos construido un muelle flotante en el puerto
francés, así podremos trasladar una gran cantidad de leña
con facilidad. El transporte lo realizamos por medio de
nuestra barca llamada “El Pescador”.
Hoy ha llegado el ballenero “John L. Winthorp”,
New Bedford, capitán P. Schinwerich, lleva varios meses
de pesca, carga 975 barriles de aceite sperm. Sale el mis
mo día. Nublado, con poco viento.
| L Ú L T I M O M O I I I N B O N
Abril a.
Claro hasta lai doce, nublodo después, con chubas
cos. Dos botes pescando; rcgresuron con tres quintales por
toda Aguacero a lus cinco de la mañana, tiempo claro
después, con mucho calor. En la noche un bote pesca 182
langostas, y otro, 119.
*
* *
Asi los años. . .
Se fué el verano; vino el invierno. La isla se quedó
muda y triste com o los pájaros; no se oyeron las sierras
en el aserradero, ni sonar los yunques de la maestranza
ni pitear los barcos balleneros en la bahía. El bramido
de los lobos marinos llegaba, en alas de horribles hura
canes, hasta las chozas donde los pescadores se morían
de mal humor, pues nada hace más mal al hombre que
la falta de trabajo y de alguna buena preocupación. De
Rodth acortaba sus horas imprimiendo en el diario de su
vida el primer año de experiencia en Juan Fernández.
Había observado también que las inclemencias del tiem
po tenían sus características propias, y que los vientos
llegaban anticipándose al resto del continente, para lue
go desenvolverse con fuerza y arremeter los océanos y
las costas. Fué una comprobación tan interesante, que lo
llevó a escribii' un libro sobre meteorología de la isla.
Chicago, un oficial de la marina chilena que se ha
bía quedado a vivir allí, contribuía con gran conocimien
to a enriquecer la experiencia meteorológica del barón.
“Desde las doce de la noche, el grupo de las islas
Juan Fernández es azotado por un fuerte temporal de
ciento del sureste, cuyas ráfagas han alcanzado fuerza 9
de U cscnia Di^aufort. Debido a la violencia del hurac&n,
el buque pesquero “Cap Horn", que estaba en M ài Afue
ra. recibiendo material para dirigirM a faena« de pctca
de langostas a las islas San Félix y San Ainbro«io, eitá
capeando en la ensenada de Los Patos.
"La goleta “San José”, que va en viaje de Valparaíso
a Juan Fernández, lo hace dentro de un fuerte temporal
de vientos del suroeste, de fuerza 9, sin novedad, pero
sin avanzar mayormente, por la violencia del vendaval.
Corresponsal de “El Mercurio", de Valparaíso."
Así comentaba la prensa del puerto el invierno de
Juan Fernández.
ioa
De pronto cesó la lluvia y una finísima vibración re
corrió las enredaderas y las copas de los árboles; el mar
y la tierra entornaron sus párpados agotados.
Al amanecer, el día no decidía aún su destino y su
gracia, una impalpable luz se extendía sobre la humedad
de las hojas. A lfredo también abrió indecisamente sus
ojos; los delicados pasos de Antonia, su criada, comenza
ban el cotidiano recorrido, recoger libros, ordenar sillas,
correr cortinas y acentuar el orden de los objetos a me
dida que él iba despertando. A lfredo de Rodth se fijó en
ella com o si fuera la primera vez; ahora tenía dieciocho
años y un cuerpo de criolla sensual; la vió de espaldas,
asomándose a la ventana del mar; luego, volviéndose ha
cia él, le dijo:
— H oy va a salir el sol, el mar está sereno y algunos
pájaros se atreven a cantar, ¿por qué no ordena que sal
gan los botes? Están faltando alimentos en los hogares y
los hombres están de m uy mal humor y beben demasiado.
No hablaba com o la hum ilde muchachita de Valdi
via, que había llegado, hacía tres años, descalza y flacu-
chenta. Alfredo recordó los días de verano cuando Antonia
venía a bañarse junto a él en la ensenada del Fangal,
donde pasaban largas horas y luego se internaban mar
adentro, con las cabezas apenas visibles sobre la superfi
cie de las aguas, después tornaban a la playa laxos y
abandonados, abatidos por el rigor del verano. M ás de
una vez, mirándola, se había sentido impresionado por el
reminiscente sabor que fluía de su atractiva persona; un
perfume excitante brotaba de sus cabellos y del joven
sudor de su cuerpo.
B L A N C A L U Z B R U M
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enorme» olas y lluvia» de granizo, lo» viento» adverao» re
chazaban la nave o la arraitraban como una hoja de pa
pel, deseando pegarla contra el peñón.
Lo» marinero» trabajaban mojado» por completo,
transido» de frío las manos y el cuerpo, agotado», faltos
de sueño; realizaban las maniobras, atentos a las órdenes
del capitán, quien, con voz poderosa y oportuna, sabia
poner calor en las venas y calma en los espíritus. La na
ve, al fin, salvó peligrosamente los escollos y entró al
océano airosa y desafiante; las velas de buen lino inglés
hincharon sus vientres potentes y armoniosos. Sobre la
cubierta, el mar rugiente, bullidor; encima de nuestras ca
bezas aleteaban alegres bandadas de albatros, y el sol de
Sudamérica lanzaba sobre nosotros andanadas de luz y de
calor. Corría de mano en mano el ron del Perú. Capitán,
pasajeros y tripulactpn éramos solamente hombres, mi
rándonos sonrientes, encantados de estar vivos.
Mi corazón se agitó con el recuerdo de las gloriosas
navegaciones pasadas, y a cada ola enorme que remon
taba corriendo por sobre la cubierta hubiera querido
abrazarla y retenerla contra mi pecho, porque sólo aquel
mar del cabo de Hornos unía con sangre de heroísmo
el camino de Europa y los mares occidentales de la Amé
rica del Sur.
Al caer la tarde de ese día, los fríos cielos polares
se encargaron de iluminar mi fantasía, de excitar el ar
dor de mi corazón. M e paseaba absorto por el puente
cuando, al levantar la cabeza, un anfiteatro sangriento se
descorrió en el horizonte:
41
* *
■Marzo de 17411... La Escuadra de Lord Aiuron
formada en el poniente. . ., como entonce», toda pintada
de rojo, pnra que no se viera la sangre en los días do
batalla, y pintada de negro y numerosa la escuadra espa
ñola de Pizarro; grande era el “Centurión”, pero má»
grande era el “Guipúzcoa”. Marinero y astuto el español,
que le ofreció batalla en tan singular infierno; pero inglés
y aventurero Lord Anson. Se deshacía y volvían más
grandes entre las nubes. . .
Desde el sol partió la trompeta del capitán del “Cen
turión”, transmitiendo la voz de mando de Lord Anson.
Corrieron las tripulaciones descalzas, cargaron, apuntaron,
hicieron fuego.
Ya no estaban alineadas las fuerzas de combate, si
no que desgarradas y dispersas se hundían en los torbe
llinos. Por el cielo corrían largos velos de sangre, y entre
las crestas de las olas saltaban los sables y las hachas de
abordaje.
Cuando cayó el sol, ya no flameaban en el mar los
pendones de España, y sólo el “Centurión”, con su carga
de muertos, pasó solemne hacia Juan Fernández, donde
estaban citados el “Trial” y el “Gloucester” . Antes de que
llegara la obscuridad, se escucharon las salvas sonoras del
mar, y el cielo arrió todas sus banderas.
iQué inolvidable travesía aquella!
*
* *
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cía, si no. Ahora ese lugar tendrá mal de ojo, estará siem
pre hechizado y con apariciones. . si el tesoro llegara
a encontrarse, y o m e iré de la isla, porque el encanta
miento, la ruina va a em pezar entonces y no terminará
nunca.
— N o digas, P at; dim e qu é hacían allí esas monjas.
¿Cuántas eran?"
— Eran tres, y estaban arrodilladitas, com o si estu
vieran lavando a lg o . . .
— P ero si allí n o h ay a g u a . . .
— Pues en ese m om en to la había. Era una agüita
clara, clara, co m o plateada p o r la luna. . . Y las m onji
tas estaban rem angadas hasta el cod o, y se les veía el
pecho cubierto co n una pech era blanca, co m o las alas de
las g a v io ta s .. tenían las ca b eza s agachadas sobre el
agua y una visera negra d e charol m u y brillante les cu
bría la mitad d e la ca ra . . .
, — ¿P ero les viste d e cerca ?
— Sí, bien d e cerq u ita . . ., y cuando sintieron mis
pasos. . . , eso que y o apenas tocaba la tierra del miedo
que tenía, desaparecieron llevándose hasta el agu a. . .
— Ahora s í . . . , bien, tom a este trago, Pat, y esa taza
de café caliente para que te repongas del susto, y déjate
de andar contando esas historias por ahí, porque los ni
ños y las mujeres pueden asustarse de veras.
— Pues no son historias — d ijo con voz enérgica
Antonia, quien estaba parada m edio a m edio de la puer
ta, sin miras de entrar ni de salir, nerviosa en cierto m o
do— . Que no son historias, señor — repitió.
— Bueno, ¿que tú también las viste?
— A esas monjas no, a un caballero evpanol en
vuelto en una capa, con un sombrero grande atravesado
por una pluma y un parche negro en el ojo, a ése sí lo
he visto. . .
— ¿Dónde?
— Antes de llegar al valle de Lord Anson, todos los
días, a las siete de la tarde.
— ¿Y a dónde se dirige?
— ¡Ay!, pues, patrón — interfirió “Pata e Palo”,
adueñándose hábilmente de la narración— , los fantasmas
no van ni vienen, en un ser se están. . .
— ¿C óm o?. . .
Pero Pat no deseaba ser interrumpido, tal vez para
no perder el hilo de su pensamiento histórico, y conti
nuaba con marcada excitación:
— Estos aparecidos rodean el valle de Lord Anson
cada vez que la lluvia desborda el estero, y los doblones
de plata aparecen entre las a ren a s.. . Por allí dicen que
está el tesoro que enterró “El Exterminador”, un pirata
francés que llegó por el año 1600 y desembarcó en la
playa con una recua de muías cargadas de cajas de cuero
llenas de monedas y joyas para enterrarlas en los faldeos
del Yunque. Dicen que cuando salió la luna, el galeón
partió como por encanto, dejando al pirata abandonado
en la isla. . .
— Bueno, pues, Pat, y ya que conoces la historia de
tantos tesoros, ¿cóm o es que no has buscado alguno?
— ¿Por qué he de buscar lo que no he perdido?
— Eso me gusta.
— Además, le repito que encontrarlos trae mala
suerte. , .
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Ju n io.
Siguen Ilfgnnilo balleneros.
Llovirníindo. M uerte de Bernardina Sánchez.
T iem po nublado con m u ch o viento. M i casa, un oa
sis de pnz. M e da vergüenza sentirm e tan feliz. ¿Hasta
cuándo podré repetir esto?
Febrero 20.
He salido a bordo de m i barco “El Matador", para
Antofagasta, tocando en San Ambrosio y San Félix; va
mos en cacería de lobos; me encanta lobear, es m a r a v i
lloso regresar con una carga de tanto valor. M e volveré
por Valparaíso, en la goleta “Espuma de M ar”.
K o b in s o n . -9
ga de enfermos; ahora se dirigía por mares tropicales ha
cia las costas del Brasil; al llegar a Santa Catalina, Anson
sepultó en tierra extraña a veintiséis de sus hombres,
mientras el número de enfermos llegó a noventa y seis.
El gobernador de esta región se apresuró a enviarle sus
informes a Pizarro, haciéndole ver la situación precaria
de la tripulación de Anson y su inmediata partida. Las
flotas adversarias habían llegado al cabo de Hornos, a
través del estrecho de Le Maire. El capellán del “Cen
turión”, reverendo Walter, quien llevó un diario completo
de esta navegación, señalaba: “Los rolidos eran incesan
tes y tan violentos, que los hombres estaban en constante
peligro de hacerse pedazos contra las cubiertas o las
bordas del barco. . . Algunos de los tripulantes fueron
arrancados de sus puestos, varios murieron y otros reci
bieron graves heridas; uno de ellos se quebró el cuello;
otro fué arrojado a la bodega, rompiéndose el muslo, y
uno de los ayudantes del contramaestre se rompió la
clavícula”.
"Llevaban tres días rondando el cabo de Hornos,
envueltos por los vientos. Olas altísimas, donde las naves
desaparecían y volvían a surgir por milagro del cielo,
bajo lluvias heladas. Las bombas trabajaban día y noche
para desagotar el agua que se colaba por todas partes.
La noche había caído sobre el mar de la isla, y,
advirtiéndolo, De Rodth suspendió su relato, mientras se
disponía a partir, tomando a Antonia de la mano.
— No, no, por favor, termine usted la historia; díga
me cómo fué la batalla.
— Ya es tarde; regresemos antes que salgan los
fantasmas. . .
1 .sla de Robinson Crusoe. Abril de 1891.
Pasa la goleta “Domitila”. 13 días de Antofagasta-
Maule.
Trae la noticia de una revolución en Chile. Tempo
ral de lluvia y viento noche y día, con barómetro 29°30;
muchos relámpagos, truenos y lluvias fuertes.
Enero 7 de 1 8 9 2 . . .
Llega el pailebot lobero “John Hancock”; sale el 9.
Y el día 30, el “Abtao”, en busca de los profesores ale
manes, saliendo el 4 de febrero, a las dos de la tarde,
para Valparaíso, después de una despedida conmovedora.
24 de m arzo. . .
Llega la barca inglesa “Ordovic”; capitán M eyer.
Trae a un famoso buzo, llamado Sassky, y seis carpinte
ros; se proponen encontrar el galeón de Selvocke, hun
dido en la bahía en e l año 1 7 7 . . .
H act m uy buen tiem po y un poco de viento, lo que
no impedirá las maniobras de la tripulación de la “Or
dovic”.
Pasa una fragata norteamericana pidiendo víveres
frescos.
Llega el bergantín “Sadie A. Thom son”, de Filadel-
fia. También necesitando agua. Aprovecha para embarcar
veinte barriles de bacalao en salmuera y diez cajones de
bacalao seco.
Septiembre de 1895.
A las 5 P. M. entra a fondear la barca chilena “Tele-
graphe”, de arribada Tomé-Iquique; llegó haciendo agua
y con la tripulación amotinada, habiendo dado muerte el
capitán a dos de sus hombres. Al mismo tiempo entra el
pailebot “Juan Fernández” ; siete días de Valparaíso.
Octubre de 1895.
Buen tiempo. Entra un bote, con el capitán Cárter,
el mayordomo y nueve hombres de la fragata norteameri
cana “Parthia”, incendiada en 39° Sur 86 W., como a qui
nientas millas al SO. de la isla.
Los tres botes, con 27 hombres, que habían dejado
el buque el 1.° de octubre, fueron separados por un tem
poral del SE. el 4 de octubre.
La fragata tenía cargamento de 2.327 toneladas de
carbón, de Liverpool-San Francisco, y se incendió espon
táneamente.
Fuegos en la isla.
Octubre 10. . .
Lloviendo día y noche en chubascos fuertes. Entra
el segundo bote de la “Parthia”, con el primer piloto,
cocinero y seis hombres.
Cuatro días después, a las seis de la tarde, apareció
en la bahía la escampavía “Cóndor”, en busca de náu
fragos, habiéndose enterado del gran naufragio a través
de uno de los botes que había llegado a Valparaíso.
Sale la “Cóndor” con 19 náufragos, y pasa el buque
inglés “Villalta”, por cartas.
Diciembre de 1895.
Se incendia la subida al portezuelo.
Sale el pailebot “Juan Fernández”, con 32 cajones
de langostas.
Llega el transporte “Angamos”, trayendo un inge
niero para hijuelar, y regresa con 104 cajones de langos
tas a Valparaíso.
Hoy ha llegado una preciosa balandra, llamada
“Spray”, trayendo como único tripulante al capitán Slu-
kin, quien viene dando la vuelta al mundo. M e ha invi
tado a subir a bordo, y he conocido de una sola mirada
el alma de este navegante solitario: un libro de salmos,
un fotografía de mujer (tal vez su m adre), unos panes y
una carabina. He pensado que es Robinson Crusoe de los
m ares.. . Adiós, capitán Slukin, y que Dios lo bendiga.
Nublado. 1898.
Se ahoga Alberto, en Villagra, tratando de salvar a
su perro. Siempre recomiendo que los niños no se acer
quen, tras las cabras, por esos horribles desfiladeros de
Villagra, que parecen paisajes del infierno. Albertito era
un lindo niño de diez años, hijo de un pescador de la isla.
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<he Larsen, ven acá!
Larsen se volvió correcto y serio. Aquellos discursos
de su amigo en horas de la madrugada, cuando la luz
apenas rasgaba la dulzura del cielo, le daban solemnidad
al amanecer y cesó su andar grotesco y su canto melan
cólico de pirata. . . D e espaldas al mar se cuadró mili
tarmente frente a D e Rodth.
— ¿Conoces tú, leiste alguna vez las crónicas de
William Dampier o Basilio Ringrose?
— No; no leí nunca lo que esos oficiales escribieron;
conozco las narraciones y las hazañas de su patrón, el
pirata Sharp. . .
— Bueno, sabrás que en esta isla habitó el indio
Mosquito, mucho antes que Selkirk, o sea, por el año 1680,
21 años antes de aparecer la edición de Robinson Crusoe,
y que me hace pensar muchas veces si fué Selkirk o
Mosquito el héroe de Daniel D e fo e . . .
— Explícate.
— En enero de 1680, Bartolomé Sharp, Juan Coxon,
Ricardo Sawkins- y otros capitanes filibusteros, reunidos
en las islas Samballas, o de San Blas, en la costa de Da-
K o b i n s o n . — 10
B L A N C A L U Z B R U M
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corregidor de la ciudad al estipular este pacto estaba
ganando tiempo para organizar la defensa y caer sobre
los filib u ste ro s... Trataron primero los españoles de
inundar la ciudad, luego de incendiar la nave. Un hombre
que tripulaba una balsa formada por cueros llenos de
viento s« aventuró una noche para empresa tan atrevi
da. . . ; habiéndose acercado al buque, se colocó debajo
de la popa, y amontonó estopa, azufre y otras materias
combustibles, luego les prendió fuego con una mecha, de
tal modo que al poco rato se incendió el timón, y todo
el buque se vió envuelto en humo. “AJ fin se descubrió
dónde estaba el fuego, y tuvimos la fortuna de extinguir
lo. Esta frustrada tentativa, la tardanza que los españo
les ponian en pagar el rescate estipulado, y los movi
mientos de tropa* en lo« campo« vecinos, nos hicieron
comprender que no habia nada que esperar, y tomamos
una resolución definitiva." Saquearon cuidadosamente
cada casa y cada iglesia, prendiéndoles inmediatamente
fuego. “Ejecutado esto, no« retiramos a nuestro buque”,
dice tranquilamente Sharp. Y se hizo a la vela rumbo a
la isla de Juan F e r n á n d e z.. .
— Y a decía y o que es aquí donde dejó Sharp en
terrado su botín — com entó “Pata e Palo”.
10 de marzo.
Sale el ballenero “Matías Brañe”, después de com
prar cinco sacos de papas, verduras y leña. Ha pagado
con harina y arroz. Queda en la isla, arrancado del bar
co, el marinero chileno José Contreras.
Vienta fresco. Lluvia en la tarde.
C on d ie t cañonee p o r banda,
v ie n to en popa, a toda vela, '
n o c o rla et m ar, sin o vuela
un v e le ro berg antín;
b a je l p ira ta que llam an
p o r su b ravu ra: “ E l Tem ido"',
en todo m ar co n ocid o
d e l ufK» a l o tro con fin .
L a lu n a en e l m ar ñ ola,
en la lo n a gim e e l viento,
y a lza en b la n d o m ovim iento
o la s d e p la ta y azul.
Y ve e l ca p itá n pirata,
cantartdo alegre en la popa.
A s ia a un lado, a l o tro Europa,
y a llá a su fren te Stam bul.
Navega, velero mío,
sin temor;
que ni enemigo navio
ni tormenta ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés,
y han rendido
sus pendones
d en naciones
a mis pies.
R o b i n s o n . — 11
— H oy es un día especial. Un día inolvidable, ca
pitán.
Antonia se había acercado, friolenta y mimosa, bus
cando en el centro de aquel pecho, com o en un pedazo
adorado de tierra, raíces oprimidas, perfumes enterrados...
Abrazándolo enteramente, aspiró el olor de su piel mez
clado al tabaco de la pipa, al cuero de las botas. Le tomó
las manos y, abriéndolas con fuerza, le besó adentro mis
mo de las palmas, donde el sándalo de su látigo le dejaba
un persistente perfume. Los olores del mar, de los bos
ques, de las maderas aserradas, subieron enervantes, des
vaneciéndola lentamente. El también penetró en la es
cala sensual de los perfumes, respiró hondamente como
saliendo de una fuerte temf>estad y la estrechó como a
una geografía abandonada.
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Ü J l sándalo y la chonta había que ir a bus
carlos cada vez más lejos, a las más abruptas quebra
das. El barón debía, pues, hacer sus excursiones cada día
más prolongadas para encontrar aquellas maderas que
luego los peones se encargarían de acarrear trabajosa
mente hasta el aserradero. D e Rodth acostumbraba refu
giarse bajo la sombra de gigantescas hojas de pangue,
que crecían abundantes al borde de la meseta donde la
marinería de la fragata inglesa “Topace” puso la plancha
recordatoria a Selkirk en 1868. Entre estos impenetra
bles bosques ocultaba su vivienda el “solitario”.
El alma robinsoneana del barón hubiera querido de
tenerse en la soledad de aquella altura, y permanecer
más tiempo solo, más salvaje, más olvidado. Aquí yace el
islote de Santa Clara; jamás olvidaría el primer amane
cer en la isla, cuando sus ojos la descubrieron inespera
damente. Cuatro millas de circunferencia la rodean, por
mil ciento cuarenta pies de altura, y las cabras corretean
felices, acorraladas por las mareas. Cuántas veces se han
quebrado los remos de los pescadores que han intentado
acercarse a través de las furiosas correntadas, y cuando
logran llegar, están agotados por el esfuerzo, mientras las
cabras pacen entre crecidas y salvajes verduras.
Alfredo de Rodth podía recoger, desde esta altura,
con mayor precisión los apuntes para una carta topográ
fica que preparaba. Había terminado la parte que se re
fería al extremo norte y ahora bosquejaba el centro que
descendía hasta la bahía Cumberland, o San Juan Bau
tista, como la llamaron los españoles antes que llegara
Lord Anson. Aquí surgieron viñas antiguas, restos de una
colonia española y algunos deshechos de baterías, ace
quias y caminos en zigzag, difíciles cuestas que conducen
al noroeste, donde está el puerto inglés y se halla la lla
mada “Cueva de Robinson”. Los vaqueros tienen que
atravesar un pequeño valle para dirigirse a la vaquería;
ascendiendo con dificultad el camino, al lado opuesto, es
decir, al suroeste de la colonia, y atravesando el precio
so valle del Pangal, se domina el Puerto del Francés, y
toda esta costa conserva aún restos de fortificaciones ins
taladas por los españoles.
En el interior puede verse el portezuelo de Villagra,
ubicado en una alta cuesta, que lleva también hasta la
vaquería, y a un costado pueden verse las ruinas de un
molino de pólvora.
Caía ya la tarde y los lejanos balidos de las cabras
llegaban a sus oídos. Empezó a descender rápidamente,
mientras rodaban a sus plantas pedazos de roca que se
desprendían fácilmente de su conformación volcánica.
Caminaba tal vez sobre un antiguo cráter extinguido, so
bre una extraña y misteriosa geología de siglos, tal vez
sobre el fragmento de un mundo desaparecido. ¡Viejos
helechos salían a su encuentro, recordándole Nueva Ze
landia, A u stra lia..., paisajes que estaban a millares de
leguas!
El sándalo del oriente, “el árbol que perfumaba el
hacha que lo hería” . ¿Sería la isla de Robinson Crusoe
el resto de un mundo sepultado bajo las aguas del Di
luvio Universal? ¿El brazo de un viejo continente? Re
cordaba lo que dijo de ella el sabio Milne-Edwards; “El
Pacífico no es sino un inmenso mundo sepultado en el
cataclismo de las aguas, y del cual han quedado a flote,
como las astillas de un naufragio, los fragmentos que com
ponen la Oceania, la Polinesia y la Australasia, mundo
hoy insondable cuyo límite oriental es Juan Fernández...”
El grito de su hijo Luis, que venía a su encuentro,
llegó directo com o un impacto en sus meditaciones. El
hermoso y fuerte muchacho corría seguido de su madre,
que no lo abandonaba y que todos los días, a esta hora,
esperaba su regreso no sin cierta preocupación.
— ^Papá, ¡cuánto naranjillo cortado!
— Y mucho más hay que cortar todavía. El sándalo
y la chonta comienzan a extinguirse y hay que recurrir
a nuevas maderas.
— ¿Para qué sirve el naranjillo, padre?
— Para todo; se parece al álamo del continente. De
su tronco han salido todas las embarcaciones que fueron
labradas en los astilleros de la isla, desde el lanchón de
Shelvocke hasta las construcciones ligeras de Lord Anson.
Y el pailebot “Juan Fernández”, que en julio de 1882 fué
echado al agua para que sirviera de correo y acarreador
de víveres para la isla, fué también construido con ma
dera de naranjillo. Se parece al haya de Europa, y, aun
que blanda, es incorruptible en el agua.
Habían llegado a los umbrales de la casa, y un ex
quisito olor a cabro asado se adelantó a recibirlos; era
el hogar exhalando su mensaje familiar y puro. El niño
se desprendió de su padre y buscó resueltamente un li
bro entre el montón que había acumulado sobre im enor
me cajón, pues, en los estantes que fueron construidos
hacía quince años, ya no quedaba lugar para nada.
— ^Aquí está la historia de Shelvocke, padre, léemela,
por fa v o r .. .
Alfredo sonrió ' cariñosamente y pensó en la inquie
tud por los libros que siempre había tenido la hiomilde
Antonia.
— ^No, mi hijo, no es ése el libro. . . El libro que ha
bla de Shelvocke y que a ti y a tu madre les gusta es uno
de Vicuña Mackenna, que está al lado de mi cama. Ve
por él, y vuelve, que voy a leerte algo antes de comida.
Alfredo había empezado a quitarse las botas cuan
do el pequeño Luis ya estaba de vuelta. Antonia entraba
junto a él, trayendo consigo un gran candelabro de bron
ce, cuyo cirio encendido oscilaba con la brisa del mar.
— ¿Cerramos la ventana?
— ^No, papá, no la cierres, quiero mirar el mar, el
lugar donde tú me dijiste que se hundió el galeón de
Shelvocke.. .
— ^Dirás, el lecho de rosas donde acostó su barco,
como él les dijo a sus marineros. . .
D e Rodth adoraba que su hijo conociera la historia
del pasado de la isla, y, por muy cansado que estuviera,
no dejó una sola noche de leerle, de contarle los más
variados y hermosos relatos sobre Juan Fernández. No
era extraño, pues, que el niño supiera de memoria frag
mentos de diarios de piratas. Y no había nada más dra
mático después de las aventuras de Alejandro Selkirk y
de la romántica residencia de Lord Anson que leer el
viaje original que el capitán Shelvocke publicó en Lon
dres en 1726.
Entretanto decía; “El 13 de febrero de 1719 habían
se hecho a la vela, del puerto de Plymouth, los buques
“Speedweir y “Success”, comandados respectivamente
por los capitanes Jorge Shelvocke, antiguo teniente de la
marina real, hombre muy valiente, y el capitán Juan
Clipperton, viejo lobo marino, habilitados ambos por una
sociedad naviera industrial llamada “Los Caballeros
Aventureros de Londres”, para recorrer las costas del Pa
cífico, pasando y repasando por sobre las sendas de los
antiguos bucaneros. En previsión de una guerra con Es
paña, que no tardaría en estallar, venían unos y otros
fuertemente armados y con patente de corso del gobier
no inglés”.
La primera aventura del “Speedwell”' consistió en la
muerte de un pelícano negro, que con tenaz vuelo seguía
su estela, y esto sirvió para inmortalizar el viaje de Shel
vocke, por la inspiración fúnebre y sublime que de ella
tuvo un gran poeta inglés. El segundo de Shelvocke, lla
mado Simón Hatley, hombre melancólico y supersticioso,
como suelen ser la gente de mar, atribuye a aquella ino
cente ave de los mares australes un mal augurio en su
vuelo, y disparóle un fusilazo a la altura del cabo de
Hornos, para aplacar al mismo tiempo los furiosos ven
davales, y, precisamente con matarle, arreciaron la fuer
za y el terror del huracán.
D e aquí la lúgubre canción del “Ancient Mariner”,
de Coleridge, que dice en algunos de sus versos:
*
* *
¡1 7 2 0 !... A q u í yace el ‘ Speedv/ell ”, galeón de S h e lv o ck e , “ C a b a lle ro A v e n tu re ro de I>on-
dres” , com o designaba el Aimirantazí^o a q u ellos q u e en los re m o to s m ares d e l sur c o n q u is
taban, románticos y viriles, riquezas fabu losas para e l Im p e rio . ( F o t o d e R . G e r s tm a n n .)
Diario de D e Rodth:
K u ljin s o i). - 1J
entre las quebradas, uno piensa que también se han vuel
to salvajes, como los hombres. . .
La quinta Charpentier será, con los años, una de las
grandes novedades botánicas del mundo; el clima extra
vagante de esta isla produce transformaciones y diferen
ciaciones especiales en la vida forestal y en toda su ve
getación. Es curioso ver la pareja de los colibríes cuando
liban las ardientes flores isleñas; el uno es verde y el
otro, rojo, y más bien parecen la roja rosa con su tallo
verde. Tengo a mi alcance el libro de vm botánico ale
mán, llamado Poepig, que hace algunos años visitó Juan
Fernández, como muchos naturalistas de fama mundial
lo han hecho, y que dijo lo siguiente: “La pequeña pero
célebre isla de Mas a Tierra aparece en la forma pinto
resca de una montaña alta y dividida en muchos picos.
De su falda se extienden, hasta la playa, profundas que
bradas pobladas de bosques; mientras que la verdura de
los cerros revela que el agua abunda en todas partes. La
vegetación se parece más a la de las islas polinesias
que a la chilena propia; el terreno, muy fecundo, es muy
a propósito para el cultivo. Com o único punto en medio
del océano, atrae los vapores atmosféricos, recibiendo co
piosas lluvias en una época en que el continente, situado
en la misma altitud, carece totalmente de este agente
benéfico. De ahí proviene que muchas plantas europeas
se han vuelto silvestres, conservando así la memoria de
los primeros establecimientos. Los oficiales de la fragata
de Su Majestad Británica “Doris”, que cruzó hace varios
años estos mares, me aseguraron repetidas veces no haber
visto nunca flores más hermosas que aquellas que crecían
en los solitarios barrancos de Juan Fernández. . .
’’Además, se encuentra el rábano en todas partes,
protegido por la sombra de la vid y del durazno. Con el
anteojo se distingue la chonta, una especie de palma con
frutas parecidas a las uvas. El clima sería el más her
moso del mundo a no sucederse vientos muy fuertes y
continuos. Una casa de construcción ligera usada en Chi
le no puede resistir a su fuerza, y todos los árboles que
se encuentran expuestos a estos vientos vehementes se
ven totalmente inclinados.
’’Colonizada esta isla, por la tercera o cuarta vez,
durante la república, en 1830, fué preciso formar cuevas
en los cerros, para poder alojar a los habitantes intermi
tentes. Estas cavernas son grandes, pero húmedas y mal
sanas.
”En sus cerros inaccesibles se han refugiado las ca
bras silvestres y algunos perros, que los virreyes del Perú
ordenaron a sus navegantes echar allí, para terminar con
la alimentación de los piratas ingleses.
’’Los animales vacunos no han podido prosperar, y
se concluirán, sin duda, dentro de poco tiempo.
’’Como estación para la pesca, tendrá Juan Fernán
dez para el porvenir mucha importancia, desde que hay
abundancia de pescado en un banco que se extiende a
alguna distancia, pero en gran hondura. Bajo el nombre
de “bacalao de tierra”, se conocen varias clases de este
pescado en el comercio chileno. Una especie de camarón,
cangrejo grande de mar, se encuentra en abundancia en
tre las rocas, y sus colas ahumadas se exportan a otros
países.” (¿Langostas?)
Estableciéndose una población permanente, los bu
ques no sólo podrían surtirse de agua y leña, sino tam
bién de muchas otras menestras, pero para eso debía
abandonarse el sistema español que las ocupó com o pre
sidio, y el republicano, que las consideraba com o su
Botany Bay.
En el siglo pasado se erigieron algunas fortificacio
nes, desde que la larga e impune permanencia de Lord
Anson demostró al gobierno español la necesidad de una
nueva ocupación militar.
Abandonada ésta más tarde, remitió el victorioso
general Osorio un buque con patriotas presos tomados
en todas las partes del país, dejándolos al cargo de una
guarnición.
En 1821, un capitán de buque norteamericano cele
bró un convenio con el gobierno, para cazar las vacas
silvestres, haciendo charqui.
Ocupaba también a varios marineros americanos y
chilenos en la caza de lobos marinos, en las islas de Más
Afuera, y se le conocía con el nombre de “King of the
islands” (el rey de las islas).
-s
Robinsáti.— U
su corazón. Sólo él podía escuchar ese jadeo, o ese silen
cio tan sepulcral com o el de los farellones del lado norte
de la isla. ¡Su madre había sido el amor de su vida!
Un instante duró aquello. La nieve volvió com o ha
cía quince años a circundarlo com o un cerrado círculo, y
sobre su pecho volvieron a pasar los galopes de los es
cuadrones . . ., el castillo y la risa de su n ovia . . . Con
esta carta volvieron los fantasmas que él necesitó tantos
años para enterrar.
“ ¡No! — gritó violentamente— . ¡Aquí no entrarás,
Gertrude! T u risa no se escuchará en las quebradas donde
los helechos esparcen sus húmedas penumbras. T u pecho
no nutrirá a mis hijos. Mis hijos que han de nacer pes
cadores y carpinteros.
’’Mis hijos no exprimirán el pezón que antes mordió
la lengua de una víbora. . .
” ¡Ni tú ni él! Hasta aquí no llegarán la traición y el
escarnio” . ..
Y un ángel apareció, com o hace dos mil años, con
una espada de fuego en la puerta del paraíso.
Alfredo de Rodth había subido sin sentir la empinada
cuesta que mediaba entre el muelle y su hogar, y sólo la
voz de su mujer le advirtió que estaba entrando en el
jardín de su casa.
— ¿Qué noticias trae la “Inoa” ? ¿Qué dice esa carta
que tienes en tu mano?
•— ¿La carta? ¡Ah sí ! . . . ; me hablan de un tesoro en
la isla de San Félix y San Ambrosio; pero no me interesa...
M i tesoro está a q u í . . . , mi tesoro está a q u í.. . — ^repitió
con un gesto amplio y definitivo, abarcando el paisaje
triangular de la isla.
Los hijos del barón empezaron a subir la cuesta, si
guiendo el rumbo de su padre.
Descalzos y despeinados, hijos de aquella geografía
abandonada, cuya historia los hombres repetían a través
de las edades.
Abril 3.
Nublado, garúas desde las doce. Mar muy mansa.
Llega un bote con ochenta y cuatro langostas. Otro bote
con quince cabras, y ocho perros alzados y muertos en la
punta S. de la isla. Tres botes pescando mar afuera.
Abril 21.
Llegada del buque ballenero “Jane Martin”, Com
pañía Chilena, capitán Liner; cruzando seis semanas. Una
ballena.
Buen tiempo embarcadero de leña en el Pangal.
Embarcamos leña desde el Minero.
Llega el “Nautilos” y embarca nueve cuerdas de
leña. Capitán Morse. Ha llegado junto con el “Matilde
Liers”, de Talcahuano, y el “Cap Pigeon”, todos ballene
ros; en este último vienen el capitán Baker y su señora.
M ayo 1.°.
Regresan mis botes con trece cabras y varios lobos.
Chubasco; tiempo variable; marea muy alta.
Debe ser triste la vida de estos capitanes balleneros,
que permanecen meses y meses en el mar, lejos de sus
hogares, a merced de gruesos mares y peligrosas faenas.
Hoy, 20 de mayo, ha llegado el ballenero “Fleetwing”,
de New Berdfórd. Capitán Heppenstone. Necesitaban 35
toneladas de lastre. En la noche, temporal del norte muy
fuerte.
31 de mayo.
Temporal del NE. Braveza de mar como nunca an
tes la vieran los más antiguos nativos de la isla. El canal
ha sido destruido por las olas. En la tarde, viento por
el SO.
M U E R T E D E LA R SE N
LO S NAUFRAG O S
R o b i n s o n . — 14
desesperado. Hoy debo partir. . . ; debemos partir, Anto
nia, abandonar esta tierra.
*
* *
»V *
¿r, •
- 'K
*^ 7.
i* '
D. esde hacía cuatrocientos años innumera
bles náufragos poblaban la soledad de la isla. Tripulacio
nes de vagabundos y miserables, náufragos de obscuras
tempestades que amanecían exánimes sobre las blancas
arenas.
Al caer la noche del 11 de octubre de 1690 recaló
en Juan Fernández el capitán Strong, y con asombro di
visó en medio de la espesa selva la viva luz de una fo
gata. ¿Eran náufragos? ¿Soldados del rey de España? ¿O
tal vez el demonio, que en esa época intervenía a cada
rato en los asuntos misteriosos? Llegaron al fin hasta la
luz, con muchas precauciones y armados hasta los dien
tes, cuando de pronto sorprendieron a cinco hombres se-
midesnudos, de barbas tan largas, que hubieran podido
acostarse en ellas, jugando con enormes dados bajo el
resplandor de las llamas, mientras, al lado, im cabro se
asaba ricamente entre las brasas.
Eran hombres de la tripulación de Eduardo Davis,
que desde hacía tres años se habían quedado volimtaria-
mente poblando la abandonada isla. Vivían felices en su
primitiva soledad, olvidados del mundo, y hubieran con
tinuado mucho más tiempo todavía, si el capitán del
“Welfare” no los hubiera instado a tentadores botines que
los esperaban en los peligrosos caminos de los mares del
sur. Las costas de Chile y de Perú estaban llenas con
cargamentos de oro, y los viejos galeones españoles, muy
a mano de la astuta filibustería inglesa. N o había tiempo
que perder y abandonaron Juan Fernández. . .
A la entrada del río Guayaquil, y en la isla de la
Puná, un tesoro escondido por anteriores filibusteros des
pertó la codicia de los hombres de Strong, reteniéndoles
allí un buen tiempo. Años más tarde se conocieron algu
nos detalles. Entre otros, que el tesoro de Guayaquil
habia sido encontrado, y vuelto a traer a la isla de Juan
Fernández con el propósito de guardarlo hasta tanto se
dirigieran definitivamente a Inglaterra. Verdad o no, la
historia de tesoros enterrados en la isla no tiene fin. Ca
torce años más tarde, y por segunda vez, siguiendo las
huellas de Strong y en empresa muy semejante, nave
gaba a estas mismas alturas el navio “San Jorge”, de 26
cañones, al mando del famoso bucanero Dampier, filóso
fo, descubridor y autor, que gozaba de gran fama por re
montar las tormentas del cabo de Hornos, visitar las In
dias Orientales y anclar, tres años, entre las escampavías
de Campeche. Se incorporó en una expedición bajo el
mando del capitán John Coockes. Al escribir sus admira
bles memorias, él mismo destacó cóm o en más de una
ocasión dirigió las maniobras del abordaje, yendo a la ca
beza del ataque con el clásico chafarote de los piratas en
la mano.
Como otros de su rango, venía habilitado por ricos
mercaderes de Londres.
Era un viejo marino, conocedor experto de aquellas
travesías, y la nave que estaba a su mando venía acom
pañada de una galera armada con 16 cañones y 63 tri
pulantes. La comandaba el capitán Pickring y se llamaba
pomposamente “Cinque Ports”, siendo segundo el capitán
Stradling, hombre duro y altanero, que al morir Pickring,
extrañamente, durante esta navegación, pasó a sucederle
en el mando de la nave. Com o tercer piloto venía un
joven de 27 años, llamado Alejandro §elkirk, natural de
Largo, aldea del condado de Fife, en Escocia; había na
cido en 1676, y era el menor de una humilde familia
presbiteriana, que supo inculcar al muchacho ideas pro
fundamente religiosas, las que más tarde sirvieron para
fortalecer su alma en la soledad pavorosa a que lo lanzó
su aventura.
Dijimos que había nacido en 1576, es decir, en la
fecha rigurosa en que nacía la vida bucanera. N o había
ciudad ni aldea que escapara de la sugestión apasionante
que creaban los aventureros de los mares del sur. D e le
janos puertos partían las historias que, al correr de boca
en boca, adquirían mayor fantasía: jóvenes que huían de
las palizas hogareñas, de rígidos hogares ingleses, malos
estudiantes, marinos y poetas en cierne, bandoleros y
buscadores de riquezas, idealistas y ambiciosos formaban
las falanges de tripulaciones que llegaron a ser famosas
en la historia del mar. Pero ninguno igualó su fama a la
de aquel muchacho de carácter rebelde y religioso, cuyo
nombre quedó grabado a través de los siglos en una pri
mitiva cueva de la isla de Juan Fernández, y cuya his-
toria ingenua y preciosa repetirán los niños en todos los
idiomas de la tierra; R O BIN SON CRUSOE.
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Andando el tiempo y necesitando gente, el capitán
Stradling regresó nuevamente a Juan Fernández, desean
do recoger a aquellos hombres, cuya suerte le inspiraba
curiosidad, además de ser esta isla lugar indicado para
reponerse y tomar tregua. Los disgustos entre Stradling
y su tripulación no habían desaparecido, y más de ur>a
vez Selkirk fué arrastrado a los calabozos por el propio
capitán. Quiso Dios que al arribar a Juan Fernández el
buen muchacho se encontrara en libertad, y, apenas con
sideró oportuno, cogió la Biblia, manjar de su alma; un
fusil, un hacha, una libra de pólvora y un poco de tabaco.
Ya estaba listo el equipaje del solitario, el equipaje de
un hombre que, al elegir esa vida de apartamiento y so
ledad, estaba creando la aventura más seria entre el
hombre y Dios. En aquella maravillosa y desconocida
isla, entre cielo y mar, transcurrieron sus días y sus no
ches interminables, días de terribles silencios, interrum
pidos con los truenos del océano o con los aquilones del
invierno. Año tras año, había olvidado el día en que eli
gió su destierro, y la agonía sobrecogió su alma cuando
vió perderse en la lejanía las velas de la galera de Strad
ling . . . Ahora estaba entregado a una soledad ardiente
y pura, sin ningún roce físico de vida; sólo el mensaje
misterioso del cielo llegaba dulce y fuerte a su corazón.
Después de procurarse sustento en el mar, o en la
cacería de alguna cabra, Alejandro Selkirk escalaba la
cumbre de un monte, desde donde divisaba el remoto
horizonte buscando la vela de algún barco. Al caer la
noche encendía una enorme hoguera que servía para dar
le calor y al mismo tiempo advertir su presencia humana
a aquel que acertara a surcar los lejanos mares.
Había construido en un lugar protegido del bosque, y
en la falda misma del Yunque, dos pequeñas chozas. Una
le servía para dormir y elevar sus oraciones, y la otra, de
cocina. Un agua pura de vertiente corría jx)*" su misma
puerta, bañando el pequeño huerto cargado de ricas hor
talizas, plantas que desde hacía años dejaron a su paso
algunos jesuítas españoles. Cuando salía por dos o tres
días de excursión a explorar la isla, siempre llevaba con
sigo una pequeña carpa fabricada con pieles secas de lo
bos. Un clavo sacado de la tabla de un naufragio le servía
de aguja, con la cual no sólo había fabricado su toldo,
sino también su traje y su gorro de piel, tal com o apa
rece en el monumento que se levanta a su memoria en
una plaza de Escocia.
Y es precisamente en Edimburgo, esa ciudad cum
bre de la cultura y de las delicadezas, donde se encuen
tran guardadas, para la consulta íntima de los filósofos,
de los poetas y de seres desengañados, los objetos humil
des del solitario de Juan Fernández, com o si fueran las
reliquias sagradas de un santo. Una caja de marino, una
copa de concha y el vaso rústico donde bebía y esculpió
con su navaja una romántica leyenda;
A le x a n d e r S e lk irk , th is is m y can:
W h e n y o u tak e m e on b o a rd the sh ip
P ra y , f i ll m e w ith p u n ch o r H ip.
R o b in s o n .— 15
Era su noche franca. Pasó a la cantina para beber
un trago, y se acodó en el mesón, en m edio de un grupo
de bebedores. Marineros casi todos; el humo de los ciga
rrillos y el ruido de las conversaciones en diferentes idio
mas se mezclaron a la sórdida obscuridad del recinto,
formando un vaho pegajoso de euforia e impudicia. En
una mesa próxima, tres marineros hablaban en francés
alrededor de unas cuantas botellas de vino. Pertenecían
a la dotación del “Dayeux” , barco de tres palos, recien
temente llegado. N o pudo resistir a la tentación, y con
el vaso en la mano se aproximó, sentándose entre ellos.
Hablaron de Europa, de barcos y náufragos. El vino, mu
do intermediario, los confundió en estrecha camaradería.
Estaban abrazados y a punto de comenzar un canto,
cuando fueron interrumpidos por la presencia de un hom
bre alto y macizo, que se había acercado con una silla
en una mano y una botella de ron en la otra; en el mis
mo idioma, pidió participar de la reunión, al mismo tiem
po que, sin esperar respuesta, se instalaba.
Bebieron hasta la madrugada, y ya el cansancio in
sinuaba confortables bostezos. El hombre que llegó al
final se ofreció para dejarlos a bordo en un bote de su
propiedad. El barón decidió acompañarles hasta el cos
tado del barco. Abrazados, siempre cantando y movidos
por una fuerte resaca interior, llegaron al embarcadero.
Allí el hombre emitió un silbido característico; le respon
dió otro, y apareció un bote haciendo señales con un fa
rol. Atracó la embarcación y saltaron a ella. La noche
obscurecía las aguas, y un gran silencio envolvía a los
muelles y a las embarcaciones. Llegaron al barco ador
milados.
Uno de los marineros, lúcido un instante, desconoció
el barco.
¡E h !.. . — dijo— . Este no es el “Dayeux” . . .
El hombre, sentado en la popa, despachó en un se
gundo los vapores del poco alcohol que había ingerido.
Desenfundó un revólver y exclamó:
— ¡Pues, suban, o les descerrajo vm tira a cada imo!...
El barón, en el acto, comprendió lo que estaba pa
sando. Era uno de los tantos buques “trampas”, que na
vegan por los mares sin destino conocido, dejando y
tomando carga en cualquier puerto. Sus marineros, abu
rridos de andar en viajes largos con raciones cortas, de
sertan donde pueden; es entonces cuando agentes espe
ciales se encargan de contratar marineros en cualquier
forma.
Los muchachos franceses se negaron a subir, pese a
la amenaza; entonces el hombre se inclinó hacia el fondo
del bote y de un tirón sacó el esp ich e.. . Rápidamente
el agua comenzó a llenar la embarcación y, asustados, los
marineros se aferraron a la escala. Subieron hasta la cu
bierta. Un tipo enormemente gordo, de cara colorada, los
recibió a puñetazos. Era el contramaestre, y íes estaba
hablando en el idioma internacional de los brutos del
mar. Ahora ya sabían quién mandaba.
El barón aprovechó la confusión y la obscuridad de
la noche para lanzarse al agua y, en rápidas brazadas,
guiado por el farol rojo, ganó el muelle.
R o b in s o n .- -
Tallado en piedra, el nombre de A lfredo de Rodth perdurará
por siempre sobre su tumba y en el recuerdo de los pobla
dores de la isla.
EL B A R O N R E G R E SA A L A ISLA
:¡=
* *
/
B IB L IO G R A F IA
B e n j a m ín V ic u ñ a M ackenna.
Juan Fernández. (Historia verdadera de la isla de R o
binson Crusoe.) Santiago, 1883, Editorial Rafael Jover.
H e n d r ik W i l h e l m V an L oon.
R . M a j ó F r a m is .
Vida de los Naveéantes y Conquistadores Españoles del
Si¿to X V I. Editorial M. Aguilar, Madrid.
F e l i x R ie s e n b e r g .
Cabo de Hornos. Editorial Hachette, S. A., Buenos Aires.
H o m e r o H u r t a d o L a r r a ín .
Grandes Almirantes. Valparaiso, Imprenta de la Armada
D ie g o B a r r o s A r a n a .
Historia General de Chile. Editorial Rafael Jover, San
tiago, 1885.
I N D I C E
Págs.
P relim inar............................................................................... 9
Ni el trigo ni el tu lip á n ................................................... 11
De nuevo P r u s ia ................................................................ 21
La batalla de C h a m p ig n y ............................................. 25
Entretanto................................................................................. 27
Los delirios.............................................................................. 33
“El Lobo Larsen” ............................................................... 45
N avegan do.............................................................................. 57
La isla de Robinson C r u s o e ........................................... 71
El velero regresa a V a lp a ra íso ................................... 73
El barón toma posesión de la i s l a ................................. 81
De Rodth levanta su h o g a r ........................................... 89
Isla de Robinson Crusoe, 1878 ................................... 93
In v iern o........................................................................ 101
Isla de Robinson Crusoe, añode 1880 ......................... 111
El valle de Lord A n s o n .................................................... 121
“Sailoo, sailoo” ...................................................................... 137
Un h i j o ..................................................................................... 155
Gertrude llega a V a lp a raíso ........................................... 187
Muerte de L a r s e n .............................................................. 197
Los náufragos ....................................................................... 207
El P u e r to ................................................................................ 221
El barón regresa a la i s l a ................................................ 231
Bibliografía............................................................................... 237
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