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La Carretilla

El protagonista experimenta una epifanía mientras viaja en tren, dándose cuenta de que no ha vivido realmente su propia vida, sino que ha asumido el rol de otra persona impuesto por los demás. Al regresar a su casa, se da cuenta de que no reconoce al hombre exitoso y respetado en que se ha convertido, ni a su familia. Sin embargo, siente la responsabilidad de cuidar de sus hijos, por lo que asume nuevamente su papel, aunque ahora con una sensación de tragedia al ser consciente de que no ha vivido realmente

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La Carretilla

El protagonista experimenta una epifanía mientras viaja en tren, dándose cuenta de que no ha vivido realmente su propia vida, sino que ha asumido el rol de otra persona impuesto por los demás. Al regresar a su casa, se da cuenta de que no reconoce al hombre exitoso y respetado en que se ha convertido, ni a su familia. Sin embargo, siente la responsabilidad de cuidar de sus hijos, por lo que asume nuevamente su papel, aunque ahora con una sensación de tragedia al ser consciente de que no ha vivido realmente

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La carretilla de Luiggi Pirandello ( de Cuentos para un ao)

Cuando hay alguien cerca, nunca la miro, pero siento cmo me mira ella; me
mira, me mira sin sacarme ni un momento los ojos de encima.

Quisiera hacerle entender, mirndola a los ojos, que no es nada. Decirle que se
quede tranquila, que no poda permitirme frente a otros este breve acto que para
ella no tiene importancia alguna y que para m lo es todo.

Lo cumplo cada da en el momento oportuno, bajo la mxima reserva, con


la alegra inmensa de saborear, temblando, la voluptuosidad de una divina,
conciente locura, que por un instante me libera y me venga de todo. Tengo que
asegurarme (y dicha seguridad me parece que slo con ella puedo conquistarla)
que este acto no sea descubierto. Caso contrario, el dao que acarreara, y no
solamente a m, sera incalculable. Constituira mi final. Tal vez me atraparan,
me ataran y me arrastraran, aterrados, hasta el manicomio. El terror del cual
todos seran presos, en caso de descubrirme, es el que ahora mismo leo en los
ojos de mi vctima.

Me han sido confiados la vida, el honor, la libertad y los bienes de innumerables


personas. Gente que me asedia de la maana a la noche, tratando de utilizar mis
servicios, de obtener mi consejo, de lograr mi asistencia. Otros deberes
importantsimos, pblicos y privados, me competen: tengo esposa e hijos; y,
siendo que con frecuencia no saben comportarse, tienen la necesidad de ser
sujetados continuamente a mi autoridad severa y de tomarme como ejemplo por
mi obediencia inflexible e irreprochable a todas mis obligaciones, una ms seria
que la otra. Marido, padre, ciudadano, profesor de derecho, abogado. As las
cosas: qu terrible seria que mi secreto se descubriera!

Mi vctima no puede hablar, es cierto. Pero an as, desde hace algunos das ya
no me siento seguro. Estoy consternado e inquieto porque, si es cierto que no
puede hablar, me mira, me mira de una manera tal que en sus ojos se ve
claramente el terror. Y temo que alguno pueda notarlo, e intentar buscar su
causa.

Sera, repito, mi final. El valor del acto que llevo a cabo slo puede ser estimado
con precisin por aquellos a los que la vida se les ha revelado como se ha
revelado a m. Contarlo y que se comprenda no es tarea fcil. Lo intentar.

Quince das atrs, regresaba de Perugia, donde me haba dirigido por asuntos de
mi profesin. Una de mis obligaciones fundamentales es la de no prestar atencin
al cansancio que me oprime, efecto del peso enorme de todos los deberes que
me he, y me han, impuesto. No tengo derecho a ceder en lo ms mnimo a la
necesidad de distraccin que mi mente fatigada reclama cada tanto. La nica que
me concedo, cuando una tarea logra llevarme al cansancio, es pasar a otra. Por
ello, haba trado conmigo la cartera de cuero con algunas cartas nuevas para
estudiar durante el viaje en tren. A la primer dificultad en la lectura, haba
alzado la vista hacia la ventanilla del tren. Miraba hacia fuera, pero no vea nada,
absorto en aquella dificultad. En realidad, no podra decir que no vea nada. Los
ojos vean; vean y tal vez gozaban por su cuenta de la gracia y la suavidad de la
campaa de la Umbra. Pero yo no prestaba atencin a lo que los ojos vean.

Lentamente, la concentracin que le dedicaba a pensar la dificultad comenz a


disiparse; sin embargo, no por ello percib ms atentamente el espectculo de la
campaa desfilando ante mis ojos, lmpido, leve, tranquilizante. No pensaba en
lo que vea ni en ninguna otra cosa. Por un tiempo incalculable no pens en nada.
Qued como flotando en una suspensin tan vaga y extraa como clara y
placentera. Aireada. Mi espritu se haba casi despegado de los sentidos,
infinitamente alejado de ellos, advirtiendo apenas, quin sabe cmo, con un
deleite que pareca no pertenecerle, el murmullo de una vida distinta. De una
vida que no era suya, pero que podra haberla sido; no ahora ni aqu, sino en
aquella infinita lejana. Una vida remota, que quiz haba sido suya pero no saba
cundo ni cmo, y que le traa ahora el recuerdo no de actos, no de aspectos,
sino de deseos desvanecidos antes de surgir. Todo envuelto en la tristeza de no
ser, angustiante, vana y dura; como la de las flores muertas antes de florecer. En
definitiva, el murmullo de una vida a ser vivida all lejos, lejos, desde donde
haca seas con latidos y parpadeo de luces. Una vida que no haba nacido, en la
cual el espritu se haba encontrado finalmente a s mismo, incluso para sufrir,
pero por sufrimientos verdaderamente suyos.

Los ojos se me fueron cerrando lentamente, casi sin darme cuenta. Y tal vez
continu, mientras dorma, el sueo de aquella vida que no haba nacido. Digo tal
vez, porque cuando me despert, poco antes de llegar a mi destino, entumecido
y con un gusto amargo en la boca agria y rida, me descubr muy distinto: con
una sensacin de atroz escndalo respecto a la vida, en un ttrico, plmbeo
atontamiento en el cual los rasgos de las cosas ms comunes se me aparecieron
como vacos de sentido pero, a la vez, dueos de una pesadez cruel,
insoportable.

En ese estado llegu a la estacin, sub a mi auto que me esperaba en la entrada


de la terminal- y me dirig a casa. Y bien, fue en la sala de mi casa, en el rellano,
frente a la puerta donde sucedi. Vi, de repente, frente a esa puerta oscura color
bronce, junto a la cual est la placa ovalada de latn donde han inscripto mi
nombre, mis ttulos y mis atributos cientficos y profesionales, vi, repito, como
desde lejos, a m mismo y a mi vida. Pero no me reconoc ni la reconoc. Tuve la
horrible certeza de que ese hombre que estaba delante de aquella puerta, con la
cartera de cuero bajo el brazo y que habitaba en esa casa no era yo. Ese hombre
no era yo. Comprend, de pronto, haber permanecido siempre como ausente de
aquella casa, de la vida de aquel hombre y no slo de aquella vida, sino de
cualquier otra. Yo no haba vivido, no haba estado nunca en la vida; quiero
decir, en una vida que pudiera reconocer como ma, deseada y experimentada
como ma. Hasta mi cuerpo, mi apariencia, tal como ahora mismo se me
presentaba, arreglada de ese modo, con esos trajes, me result extraa. Como si
otro me la hubiera impuesto, para que me moviera en un vida que no era ma,
para hacerme cumplir actos de presencia en una vida de la cual haba estado
siempre ausente. Imprevistamente, mi espritu descubra que jams se haba
hallado Jams, jams!

Quin haba hecho a ese hombre que hacia las veces de m?

Quin haba querido que as fuera?

Quin lo vesta y calzaba de ese modo?

Quin lo haca mover y hablar con esas maneras?

Quin le haba impuesto todas esas obligaciones, una ms pesada que la otra?

Comendador, profesor, abogado, ese hombre que todos buscaban, que todos
respetaban y admiraban, del cual todos deseaban sus servicios, su consejo, su
ayuda, Ese hombre que todos se disputaban sin descanso, sin dejarle un momento
de tranquilidad era yo? Yo, realmente? A quin se le ocurre! Qu podan
importarme todas los asuntos que inundaban a ese hombre, de la maana a la
noche; todo el respeto y la consideracin de que gozaba? Qu poda importarme
que fuera comendador, profesor, abogado; que fuera rico y estuviera repleto de
honores derivados del preciso, escrupuloso, cumplimiento de todas sus
obligaciones y del ejercicio de su profesin?

Adems, detrs de aquella puerta junto a la cual estaba la placa de latn


con mi nombre, haba una mujer y cuatro nios que todos los das, con un fastidio
que era tambin el mo pero que ellos no toleraban, deban soportar a ese
hombre insufrible que era yo, al que ahora mismo vea como a un extrao, un
enemigo.

Mi mujer? Mis hijos? Pero si yo no haba sido nunca yo, si realmente


no era yo (y lo senta con horrible certeza) ese hombre insufrible parado frente a
la puerta: de quin era esposa esa mujer? de quin eran hijos esos cuatro nios?
Mos no, de seguro! Eran de ese hombre al cual si en ese momento mi espritu
hubiera tenido un cuerpo, su cuerpo verdadero, su autntica apariencia, lo habra
aferrado o agarrado a las patadas o desgarrado, lo hubiera destruido, junto con
todas aquellas obligaciones, aquellos deberes y aquellos honores -el respeto y la
riqueza. Hasta la mujer, s, tal vez tambin hubiera destruido a la mujer...

Pero y los nios? Llev mis manos a las sienes y apret con fuerza. No los
senta mos. Pero a travs de un sentimiento extrao, penoso, angustiante hacia
ellos tal como eran ms all de m, los vea necesitar de m, de mi consejo, de
mis cuidados, de mi trabajo. Valindome de ese sentimiento, y con la sensacin
de atroz escndalo con la que me haba despertado en el tren, sent cmo volva
a ser aquel hombre insufrible delante de la puerta. Extraje del bolsillo el llavero,
abr la puerta y reingres en aquella casa y en mi vida.

En eso consiste, desde entonces, mi tragedia. Digo ma, quin sabe de


cuntos ms!
Quien vive, mientras vive, no se ve: vive... Si uno puede ver la propia vida es
signo de que no la vive ms: la sufre, la arrastra. Como a una cosa muerta, la
arrastra. Porque cualquier forma es una muerte. Pocos lo comprenden; la
mayora, casi todos, luchan, se afanan por lograr un estado, por alcanzar una
forma. Una vez alcanzada, creen haber conquistado su propia vida. En realidad,
estn comenzando a morir. No lo saben, porque no se ven; porque ya no logran
despegarse de la forma moribunda que han alcanzado. No se saben muertos y se
creen vivos. Slo se conoce quien logra ver la forma que se ha dado y que los
otros le han dado: la fortuna, la casualidad, la condiciones en que ha nacido.
Pero si podemos ver esa forma, es signo de que nuestra vida ya no es esa: si lo
fuera, no la veramos, la viviramos sin verla y moriramos diariamente en ella,
que es ya en s una muerte, sin llegar a conocerla. Podemos, por lo tanto, ver y
conocer solamente lo que de nosotros est muerto. Conocerse es morir.

Mi caso es todava peor. No veo lo que de m est muerto: veo que nunca estuve
vivo. Veo la forma que los otros, no yo, me han dado, y siento que bajo esta
forma, mi vida -una vida verdadera- no ha existido jams. Me han tomado como
material en bruto: han agarrado un cerebro, un alma, msculos, nervios, carne,
han mezclado todo, dndole la forma que deseaban para que cumpliera ciertas
tareas, para que llevase a cabo determinados actos y obedeciera rdenes. Y yo
me busco all, pero no me encuentro. Entonces grito, mi alma grita, atrapada en
esta forma que nunca ha sido ma: Cmo es posible? Yo esto? Yo as? Cmo es
posible? Y siento nauseas, horror y odio por esto que no soy, que nunca he sido;
por esta forma muerta de la que no me puedo liberar. Forma cargada de deberes
que no siento mos, oprimida por tareas que no me interesan en lo ms mnimo,
signada por una consideracin con la cual no s qu hacer; forma que es estos
deberes, estas tareas, esta consideracin; exterior a mi, por encima mo. Cosas
vacas, muertas, que me pesan, me sofocan, me aplastan y ya no me dejan
respirar.

Liberarme? Lo hecho, hecho est. Nadie puede cambiarlo. Nadie pueda hacer
que la muerte no exista, cuando ya nos tiene atrapados. Cuando has obrado, sea
como sea, aun sin reconocerte luego en los actos llevados a cabo, lo que has
hecho permanece, como si fuera una prisin para ti. Cual si fueran tuercas o
tentculos, as te envuelven las consecuencias de tus acciones. Y el aire a tu
alrededor se espesa, se vuelve irrespirable a causa de la responsabilidad que
aquellas acciones y sus consecuencias, no deseadas o imprevistas, te imponen.
Cmo liberarse de eso? Cmo podra, aprisionado en esta forma de vida no ma
sino que me representa tal cual aparezco a los dems, y por la cual me conocen,
me respetan y me quieren, acoger y movilizar una vida diferente,
verdaderamente ma?

Una vida que percibo muerta, pero que debe subsistir por lo otros, por todos
aquellos que han colaborado en erigirla y que no quieren que sea de otra manera?
Debe ser esta, seguramente. Resulta til a mi esposa, a mis hijos, a la sociedad,
es decir, a los seores estudiantes universitarios de la Facultad de Derecho, a los
seores clientes que me han confiado sus vidas, sus honor, su libertad, sus
bienes. Es til bajo este modo, y no puedo cambiarla, no puedo echarla a
patadas.
Pero si puedo rebelarme, vengarme por un instante a travs del acto que
cumplo cada da, sin que nadie me vea, aguardando con ansiedad y
circunspeccin el momento oportuno.

Tengo en casa, desde hace once aos, una perra. Blanca y negra, gorda,
petisa y con los ojos ya empaados por la vejez. Nunca habamos tenido buenas
relaciones. Quiz en otros tiempos, ella no aprobaba mi profesin, que exiga un
silencio permanente en casa. Pero con el tiempo, y el avance de su edad, poco a
poco fue aceptndola. Al punto tal que, para huir de la caprichosa tirana de los
nios, que queran seguir jugueteando con ella en el jardn, haba tomado la
costumbre de refugiarse aqu, en mi estudio, de la maana a la noche. Se echaba
a dormir sobre la alfombra, con el hocico puntiagudo entre las patas. Entre
tantas cartas y tantos libros se senta protegida. Cada tanto abra un ojo para
mirarme, como dicindome: Sigue as, querido: trabaja, no te muevas de ah,
porque es seguro que, mientras ests all, nadie entrar a disturbar mi sueo.
As pensaba, sin dudas, la pobre bestia. La tentacin de efectuar sobre ella mi
venganza se me present quince das atrs, de improviso, al verme mirado de esa
manera.

No le hago dao; no le hago nada.

Apenas puedo, cuando un cliente me deja un momento libre, me alzo con


cautela, lentamente, de mi silla. No quiero que nadie note que mi temida y
envidiada sabidura, mis cualidades formidables como profesor de derecho y
como abogado, mi austera dignidad de marido y de padre, han abandonado por
un momento mi solemne asiento. Luego, en puntas de pie, me asomo a espiar que
nadie venga por el pasillo. Pongo llave a la puerta, por un momento tan slo. Mis
ojos brillan de la alegra, mis manos bailan por el exceso que estoy a punto de
concederme: enloquecer, por un instante, salir un momento de la prisin de esta
forma muerta; destruir, aniquilar, burlonamente, esta sabidura, esta dignidad
aplastante que me sofoca.

Corro hacia ella, hacia la perrita que duerme sobre la alfombra. Despacio,
con gracia, le agarro sus patitas traseras y le hago hacer la carretilla: la hago
caminar ocho o diez pasos, no ms, con las patitas delanteras, sostenindole las
traseras. Eso es todo. Voy corriendo a abrir la puerta, con suavidad, evitando
cualquier crujido, y vuelvo a sentarme en mi silla, listo para recibir al prximo
cliente, con la austera dignidad de antes, cargado como un can con mi
sabidura formidable.

Pero, desde hace quince das, por la forma en que me mira con esos ojos
empaados, desorbitados por el miedo, la bestia parece exhausta. Querra
hacerle entender repito- que no es nada, que se quede tranquila, que no me
mire de ese modo.

Comprende, la bestia, lo terrible del acto que llevo a cabo.

No sera nada si, como chiste, se lo hiciese uno mis hijos. Pero sabe que yo
no puedo hacer chistes. No puede asumir que yo haga chistes, aunque duren un
momento. Y no deja de mirarme, aterrada.

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