La Carretilla
La Carretilla
Cuando hay alguien cerca, nunca la miro, pero siento cmo me mira ella; me
mira, me mira sin sacarme ni un momento los ojos de encima.
Quisiera hacerle entender, mirndola a los ojos, que no es nada. Decirle que se
quede tranquila, que no poda permitirme frente a otros este breve acto que para
ella no tiene importancia alguna y que para m lo es todo.
Mi vctima no puede hablar, es cierto. Pero an as, desde hace algunos das ya
no me siento seguro. Estoy consternado e inquieto porque, si es cierto que no
puede hablar, me mira, me mira de una manera tal que en sus ojos se ve
claramente el terror. Y temo que alguno pueda notarlo, e intentar buscar su
causa.
Sera, repito, mi final. El valor del acto que llevo a cabo slo puede ser estimado
con precisin por aquellos a los que la vida se les ha revelado como se ha
revelado a m. Contarlo y que se comprenda no es tarea fcil. Lo intentar.
Quince das atrs, regresaba de Perugia, donde me haba dirigido por asuntos de
mi profesin. Una de mis obligaciones fundamentales es la de no prestar atencin
al cansancio que me oprime, efecto del peso enorme de todos los deberes que
me he, y me han, impuesto. No tengo derecho a ceder en lo ms mnimo a la
necesidad de distraccin que mi mente fatigada reclama cada tanto. La nica que
me concedo, cuando una tarea logra llevarme al cansancio, es pasar a otra. Por
ello, haba trado conmigo la cartera de cuero con algunas cartas nuevas para
estudiar durante el viaje en tren. A la primer dificultad en la lectura, haba
alzado la vista hacia la ventanilla del tren. Miraba hacia fuera, pero no vea nada,
absorto en aquella dificultad. En realidad, no podra decir que no vea nada. Los
ojos vean; vean y tal vez gozaban por su cuenta de la gracia y la suavidad de la
campaa de la Umbra. Pero yo no prestaba atencin a lo que los ojos vean.
Los ojos se me fueron cerrando lentamente, casi sin darme cuenta. Y tal vez
continu, mientras dorma, el sueo de aquella vida que no haba nacido. Digo tal
vez, porque cuando me despert, poco antes de llegar a mi destino, entumecido
y con un gusto amargo en la boca agria y rida, me descubr muy distinto: con
una sensacin de atroz escndalo respecto a la vida, en un ttrico, plmbeo
atontamiento en el cual los rasgos de las cosas ms comunes se me aparecieron
como vacos de sentido pero, a la vez, dueos de una pesadez cruel,
insoportable.
Quin le haba impuesto todas esas obligaciones, una ms pesada que la otra?
Comendador, profesor, abogado, ese hombre que todos buscaban, que todos
respetaban y admiraban, del cual todos deseaban sus servicios, su consejo, su
ayuda, Ese hombre que todos se disputaban sin descanso, sin dejarle un momento
de tranquilidad era yo? Yo, realmente? A quin se le ocurre! Qu podan
importarme todas los asuntos que inundaban a ese hombre, de la maana a la
noche; todo el respeto y la consideracin de que gozaba? Qu poda importarme
que fuera comendador, profesor, abogado; que fuera rico y estuviera repleto de
honores derivados del preciso, escrupuloso, cumplimiento de todas sus
obligaciones y del ejercicio de su profesin?
Pero y los nios? Llev mis manos a las sienes y apret con fuerza. No los
senta mos. Pero a travs de un sentimiento extrao, penoso, angustiante hacia
ellos tal como eran ms all de m, los vea necesitar de m, de mi consejo, de
mis cuidados, de mi trabajo. Valindome de ese sentimiento, y con la sensacin
de atroz escndalo con la que me haba despertado en el tren, sent cmo volva
a ser aquel hombre insufrible delante de la puerta. Extraje del bolsillo el llavero,
abr la puerta y reingres en aquella casa y en mi vida.
Mi caso es todava peor. No veo lo que de m est muerto: veo que nunca estuve
vivo. Veo la forma que los otros, no yo, me han dado, y siento que bajo esta
forma, mi vida -una vida verdadera- no ha existido jams. Me han tomado como
material en bruto: han agarrado un cerebro, un alma, msculos, nervios, carne,
han mezclado todo, dndole la forma que deseaban para que cumpliera ciertas
tareas, para que llevase a cabo determinados actos y obedeciera rdenes. Y yo
me busco all, pero no me encuentro. Entonces grito, mi alma grita, atrapada en
esta forma que nunca ha sido ma: Cmo es posible? Yo esto? Yo as? Cmo es
posible? Y siento nauseas, horror y odio por esto que no soy, que nunca he sido;
por esta forma muerta de la que no me puedo liberar. Forma cargada de deberes
que no siento mos, oprimida por tareas que no me interesan en lo ms mnimo,
signada por una consideracin con la cual no s qu hacer; forma que es estos
deberes, estas tareas, esta consideracin; exterior a mi, por encima mo. Cosas
vacas, muertas, que me pesan, me sofocan, me aplastan y ya no me dejan
respirar.
Liberarme? Lo hecho, hecho est. Nadie puede cambiarlo. Nadie pueda hacer
que la muerte no exista, cuando ya nos tiene atrapados. Cuando has obrado, sea
como sea, aun sin reconocerte luego en los actos llevados a cabo, lo que has
hecho permanece, como si fuera una prisin para ti. Cual si fueran tuercas o
tentculos, as te envuelven las consecuencias de tus acciones. Y el aire a tu
alrededor se espesa, se vuelve irrespirable a causa de la responsabilidad que
aquellas acciones y sus consecuencias, no deseadas o imprevistas, te imponen.
Cmo liberarse de eso? Cmo podra, aprisionado en esta forma de vida no ma
sino que me representa tal cual aparezco a los dems, y por la cual me conocen,
me respetan y me quieren, acoger y movilizar una vida diferente,
verdaderamente ma?
Una vida que percibo muerta, pero que debe subsistir por lo otros, por todos
aquellos que han colaborado en erigirla y que no quieren que sea de otra manera?
Debe ser esta, seguramente. Resulta til a mi esposa, a mis hijos, a la sociedad,
es decir, a los seores estudiantes universitarios de la Facultad de Derecho, a los
seores clientes que me han confiado sus vidas, sus honor, su libertad, sus
bienes. Es til bajo este modo, y no puedo cambiarla, no puedo echarla a
patadas.
Pero si puedo rebelarme, vengarme por un instante a travs del acto que
cumplo cada da, sin que nadie me vea, aguardando con ansiedad y
circunspeccin el momento oportuno.
Tengo en casa, desde hace once aos, una perra. Blanca y negra, gorda,
petisa y con los ojos ya empaados por la vejez. Nunca habamos tenido buenas
relaciones. Quiz en otros tiempos, ella no aprobaba mi profesin, que exiga un
silencio permanente en casa. Pero con el tiempo, y el avance de su edad, poco a
poco fue aceptndola. Al punto tal que, para huir de la caprichosa tirana de los
nios, que queran seguir jugueteando con ella en el jardn, haba tomado la
costumbre de refugiarse aqu, en mi estudio, de la maana a la noche. Se echaba
a dormir sobre la alfombra, con el hocico puntiagudo entre las patas. Entre
tantas cartas y tantos libros se senta protegida. Cada tanto abra un ojo para
mirarme, como dicindome: Sigue as, querido: trabaja, no te muevas de ah,
porque es seguro que, mientras ests all, nadie entrar a disturbar mi sueo.
As pensaba, sin dudas, la pobre bestia. La tentacin de efectuar sobre ella mi
venganza se me present quince das atrs, de improviso, al verme mirado de esa
manera.
Corro hacia ella, hacia la perrita que duerme sobre la alfombra. Despacio,
con gracia, le agarro sus patitas traseras y le hago hacer la carretilla: la hago
caminar ocho o diez pasos, no ms, con las patitas delanteras, sostenindole las
traseras. Eso es todo. Voy corriendo a abrir la puerta, con suavidad, evitando
cualquier crujido, y vuelvo a sentarme en mi silla, listo para recibir al prximo
cliente, con la austera dignidad de antes, cargado como un can con mi
sabidura formidable.
Pero, desde hace quince das, por la forma en que me mira con esos ojos
empaados, desorbitados por el miedo, la bestia parece exhausta. Querra
hacerle entender repito- que no es nada, que se quede tranquila, que no me
mire de ese modo.
No sera nada si, como chiste, se lo hiciese uno mis hijos. Pero sabe que yo
no puedo hacer chistes. No puede asumir que yo haga chistes, aunque duren un
momento. Y no deja de mirarme, aterrada.