Blanco y Rojo

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Prosa Modernista

Página de Bernardo Couto Castillo

BLANCO Y ROJO

Alfonso Castro, escribía por última vez, en su prisión. He aquí el interesante manuscrito:
“De los labios rojizos de un hombre de ley, un cualquiera con mirada vulgar y barba descuidada, ha caído
lenta, pesada, mi sentencia de muerte.
“En otros tiempos, cuando la enfermedad o el fastidio me tiraban en la cama, he pasado algunos ratos
preguntándome cuál sería mi fin; mis ojos se abrían con toda la penetración que me era posible darles,
queriendo romper lo impenetrable, escudriñar y distinguir alo del momento definitivo que lo futuro me
reservaba. Las dos muertes que yo veía con más probables eran, o bien un duelo buscado estúpidamente, o
bien una bala alojada en mi cerebro por mi propia mano. La justicia, más precavida y dudando tal vez de mi
buena puntería, ha venido ha evitarme ese trabajo: en vez de una bala serían cinco.
“Durante el proceso –ruidoso y concurrido como no lo fue nunca un estreno– apenas si he tratado de
defenderme. He oído vociferar, clamar venganza a nombre de la sociedad y a nombre ella; mi abogado, a
quien apenas conozco, un defensor de oficio, hacía lo imposible por probar mi locura o cuando menos atribuir
mi acto a un momento de enajenación mental: creo que ante lo imprevisto de mi caso los médico hubieran
fácilmente declarado a mi favor, pues efectivamente, en la conciencia de esas gentes se necesita estar
irremediablemente loco para cometer un crimen como el mío: mis jurados quedaban estupefactos cuando con
pompa de palabras y excesos de negro y rojo, el agente del ministerio público pintaba los falsos sufrimientos
de la víctima y lo monstruoso de mis sentimientos; verdad es que entre ellos había un dueño de dulcería, uno
de tienda de abarrotes y un distinguido prestamista; ser juzgado por semejantes tipos, ha sido una ironía, y no
de las pequeñas, en mi vida.
“Cuando se habló de locura y mis antepasados desfilaron evocados por la gangosa voz del defensor, yo me
levanté para protestar, repitiéndoles que mi razón, completamente lúcida de suyo, lo estaba particularmente
en el momento del crimen, y puesto que no trato de excusarme –añadí– y plenamente he confesado mi crimen
y sus móviles, inútil me parece querer emplear mezquinos subterfugios; si soy merecedor de una pena,
dictadla, la aguardo ahora que ya he conseguido mi objetivo.
“Pasar por un asesino vulgar o por un loco, era lo único que me sublevaba y el único cargo del que
procuraba defenderme. Mi abogado, que tampoco comprendía que un reo no se prestara a su propia salvación,
no sabía lo que pensar de mí. Durante las audiencias, al ver mi sangre fría tachada de cinismo por los
periodistas, al ver mi poco, o más bien, mi ningún empeño de ayudarle, me tenía por el tipo acabado del
insensato; a solas conmigo, cuando en mi celda me oía razonar, y discutir mi caso, me tenía por cuerdo. ¿Por
qué decidirse, pues?
“Ahora bien, lo que ni jueces ni abogados han comprendido, lo que en su profunda ignorancia del ser
humano y sus aberraciones no han acertado a penetrar y atribuyen a un exceso de perversidad, decretando mi
fin como el de un animal dañino, eso quiero dilucidarlo yo, explicármelo, ver las causas que a ello
contribuyeron, hoy que la errónea justicia humana no tiene que intervenir más en mis asuntos.
“¡Un loco, evidentemente no lo soy!, pienso, discurro, y obro como el común de los mortales, mejor muchas
veces. Soy un enfermo, no lo niego, un enfermo, sí, pero un enfermo de refinamientos, un sediento de
sensaciones nuevas.
“Cuando pienso en mi crimen, veo que necesariamente debía yo llegar a él; era un predestinado, estaba
marcado para seguir esa ruta, no en las mismas condiciones que otros muchos, pero más evidentemente
quizás. Enumerar todas las crisis, todas las transformaciones del alma por las que he pasado, será prolijo; sin
embargo, ciertos hechos, algunos accidentes de mi vida me vienen involuntariamente a la memoria.
“Nací inquieto, de una inquietud alarmante, con avidez por ver todo, conocer todo y de todo saciarme. Crecí
solo, entregado a las fantasías de mi capricho que en mis primeros años me llevó a la lectura, entregándome a
ella golosamente; devoraba hojas, rellenaba mi cerebro de ideas opuestas, verdaderas o falsas, razonables o
absurdas, dejando que dentro de mí se fundieran a su antojo tan opuestos manjares. Me complacían, sin
embargo, los libros, extraños, los enfermizos, libros que me turbaban, y que helando mi corazón, marchitando
mis sentimientos, halagaban mi imaginación despertando mis sentidos a goces raras veces naturales; mi
espíritu, dejado en completa libertad, sin idea fija que le sirviera de norma y estímulo para la existencia, sin
convicción que lo alentara, no sabía nunca a dónde ir, vagaba constantemente haciendo variar mi pensamiento
a las primeras impresiones. En realidad, en mí jamás hubo energía ni voluntad alguna; o hubo sino
impresiones.
“Llegué a comprenderlo y procuré buscarlas, encontrarlas en todos lados y a cualquier precio, como busca el
morfinomaniaco la morfina y el borracho el alcohol. Fue mi vicio y fe mi placer.
“Como era natural, cada vez fui siendo más difícil en mis elecciones y cada vez tenía que buscar impresiones
más difíciles; a meses de orgía desenfrenada, de fiebres de placer, meses durante los cuales me consumía en las
locuras más imbéciles y más arriesgadas, seguían semanas de completa continencia y reposo; huía de mis
camaradas de excesos; venían depresiones morales que en mis desvaríos y en mi eterno rebuscar sensaciones,
me arrojaban a las plantas de una imagen y me hacían matar los días escuchando repiques, gemidos de
órganos y murmullos de oraciones, con tan mala suerte que siempre, cuando más seriamente esperaba creer y
estar en camino de encontrar la felicidad, una frase ridícula oída en un sermón, el rostro hipócrita, vestalmente
vulgar, de una beata, o los defectos artísticos de una pintura, me expulsaban de ahí lanzándome en busca de
otra cosa.
“Mi imaginación no podía estar quieta nunca, iba y venía disparatando, buscando siempre novedades,
incansable: fueron caprichos amorosos… sin amor, pasiones que yo pretendía tener, cuya pequeña llama hacia
inútilmente por inflamar. La sequedad de mi corazón era notable; yo no sentía afecto por nada ni por nadie,
me exaltaba, pretendía amar con locura, sentir pasar por mi frente algo de ese divino aliento que tan felices
hizo a los grandes apasionados…Yo nada podía sentir, con esfuerzo me acordaba al mes de las mujeres a
quienes jurara amor eterno, y nunca pude echar de menos durante media hora a la que me empeñaba en amar.
“Quise refugiarme en el arte, estudiar y vibrar ante las grandes concepciones, sentir el estremecimiento
creador del poeta, del músico o del pintor; pero incapaz de un trabajo sostenido, iba de la pintura a la música,
de la música a la escultura, y de la escultura a la poesía, sin lograr encadenar mi atención ni dominar la pronta
lasitud que como inquebrantable círculo me envolvía.
“Además, yo era ambicioso y algo conocedor, había estudiado a fondo los grandes maestros, y la
comparación entre ellos y lo yo podía producir, me asqueaban de mí mismo.
“Erré, en fin, entre todo aquello que podía producirme una impresión, no logrando sino excitar y hacer más
sutiles mis sentidos.
“Las mujeres no podían soportarme tres días por mis exigencias, y los amigos, excepción hecha de unos
cuantos tan enfermos como yo, me huían, temerosos de ser envueltos en el torbellino de extravagancias
peligrosas que levantaba a mi paso.
“Los asesinos célebres, los seres horripilantes, los diabólicos, me seducían. Soñaba con personajes como los
de Poe, como los de Barbey d’Aurevilly; me extasiaba con los cuentos de este maestro y particularmente con
aquel en el que dos esposos riñen y mutuamente se arrojan, se abofetean, con el corazón despedazado y
sangriento aun del hijo; soñaba con los seres demoníacos que Baudelaire hubiera podido crear, los buscaba
complicados como algunos de los de Bourget y refinados como los de D’Annunzio.
“En tal estado, nervioso y excitable como nunca, un día, en un prado vi por primera vez a una mujer alta,
algo delgada, de andar muy lánguido y con la palidez de una margarita. N sus ojos había algo de
intensamente dominante que envolvía y subyugaba. Procuré conocerla y entablar amistad con ella, lo que no
me fue difícil. La traté, llegué a interesarme por ella como no me había interesado hasta entonces por mujer
alguna. Había en ella y en todo cuanto la rodeaba algo tan raro, tan misterioso, que yo no podía explicar ni
comprender, y que me aterrorizaba al mismo tiempo que me atraía; era la sola gente ante la cual me sintiera
temblar; la angustia, la comprensión que yo sentía cuando sus ojos se clavaban en mí, a nada es comparable.
Su voz me alteraba, me sacaba fuera de mí; tenía tonos únicos, indefinibles y a veces –era también una
adoradora de Baudelaire– cuando leía los versos del más inquietante de todos los poetas, yo sentía pasar por
mi cuerpo algo como un soplo helado; existe una estrofa al final del soneto Le ‘Revenant’, que nunca podré
olvidar, y que siempre resonará fría, salmodiando:

El comme d’autres par la tendrese


Sur ta vie et sur ta jeunesse
Moi je veux regner par l’effroi.’

“De tal manera guardo el sonido y la expresión de estos versos que, cuando las balas rasguen mi cuerpo,
dominando el clamor de la detonación gritarán imponiéndose y reinando por el espanto verdaderamente, en el
solemne momento.
“Su casa estaba toda en armonía con ella; ningún ruido, el rumor más leve era prontamente extinguido, las
alfombras espesas extinguían el rumor de los pasos, las puertas no crujían jamás. La rodeaban objetos raros,
libros preciosamente encuadernados, cuadros con imágenes rusas en las que las vestiduras eran de metal,
pinturas arcaicas o bien del más acabado modernismo; magistrales copias de Bóklin Burnejones y algunos de
Dante Rossetti; por todos lados vasos de esmalte o bien con Bacantes esculpidas contorsionando en las
redondeces del mármol, y sobresaliendo, rompiendo estrepitosamente la armonía, gestos macábricos,
dragones en fuego, expresiones de pesadilla, trágicos ademanes de marfiles o mascarones japoneses.
“Junto al piano cubierto de rico tapiz bordado con oro, bajo un busto en tierra cocida del monarca de
Bayreut, del dios del Teatro Ideal, todas sus obras: el fugitivo Lohengrin, el errante Tanhaüser, las Walkirias
libertadoras, los irónicos Maestros cantores, la idílica epopeya de Tristán e Iseult, las tinieblas del Crepúsculo
de los Dioses y el esplendor del Oro del Rhin.
“La nacionalidad de mi original amiga me era perfectamente desconocida; y a pesar de mis habituales
preguntas, nunca logré averiguarla; esquivaba la respuesta y yo me aventuraba en suposiciones. Hablaba
correctamente, sin acento ninguno, el español; cantaba el alemán y el italiano como una florentina o una hija de
Hanover; su lengua favorita era el francés y su tipo se prestaba a todas las suposiciones. Unas veces las creía
húngara; polonesa o eslava, otras; francesa o alemana, evidentemente no lo era; para ser nacida en la
República, imperio del arte contemporáneo, le faltaba ingenio, locuacidad, le faltaba el sello que difiere a la
francesa, que la hace enteramente personal, imposible de ocultarse; para lo alemán le faltaban los ademanes
pesados, ligeramente bruscos, las sonrisas exclusivas, la expresión de habla y de sonrisa que caracteriza a las
rubias hijas del Rhin. Yo no sabía, pues, qué pensar: ¿italiana?, tampoco lo era, le faltaba vivacidad, fuego en
los ojos y en los movimientos, expresión y calor en la voz, las austriacas son una mezcla de alemanas y
francesas, poco graciosas para ser parisienses, demasiado delicadas para ser berlinesas o hanoverianas o
hamburguesas, siendo la mujer alemana la misma en todas partes. No pudiendo sacar nada en claro, me
conformé y permanecí en mi ignorancia.
“Un día, después que la música de Wagner hubo caído severa, sugestiva y torturante sobre nosotros,
fatigada, lánguida como nunca, se extendió en un diván. Sus brazos pálidos, con palideces de luna, llevaban
atados unos largos lazos rojos que después de envolver el puño, caían como dos anchos hilos de sangre.
“Instantáneamente, de un golpe, una idea fantástica se fijó en mi cabeza; vi a esa mujer blanca, desnuda,
extendida en ese mismo diván; la vi plástica, pictórica, escultural, un himno de la forma; la vi ir palideciendo
lenta, muy lentamente, el fuego de su mirada vacilando en los ojos, y la idea de mi crimen nació.
“En la noche no pude expulsarla un momento, no pensé en las consecuencias, lo que en ningún caso me
hubiera detenido, y la palabra crimen la tuve por completo olvidada. Para mí aquello no era sino un goce
supremo, un exquisitismo como nunca me lo había pagado; pertinaz, imborrable, me aparecía ella en la
oscuridad, blanca, desnuda, plástica, un himno de las formas; veía sobre el Paros de su cuerpo las líneas
azuladas de sus venas y al extremo de ellas un ancho hilo de saliendo, un arroyuelo rojo, de un rojo cada vez
más vivo, más cruel, mientras más tenue y más suave era la palidez de las carnes.
“Con la idea fija ya de realizar mi deseo, la inicié en los goces del éter, la vi cadavérica, sintiendo su cuerpo
volatilizado, inmensamente ligero, no teniendo dentro de sí, más que un pequeño reflejo de vida, refugiado en
el cerebro, iluminando el pensamiento, haciéndole todo ver y sobre todo discernir con gran superioridad,
dándole clarividencia.
“Una tarde, cuando dormía sin sentirse criatura humana, cuando invadida por profundo sueño, vagaba en
algún Paraíso artificial, mi bisturí rasgó prontamente sus puños, la sangre afluyó tiñendo las ropas que
torpemente le arrancaba y por completo la extendí desnuda en el diván.
“La sangre brotaba por palpitaciones, corría en hilos bañando la mano, goteando de los cinco dedos, como
de cinco heridas, rápida, negruzca.
“Yo la veía vaciarse, las venas se aclaraban, eran abandonadas por el carmín; sus labios sobre todo, se
tornaron lívidos mientras la sangre seguía corriendo y extendiéndose como un tapiz. Ella palidecía, palidecía
como yo lo había soñado, tan tenue, tan suavemente como cruel era la huída del rojo.
“Abrió los ojos, por su cuerpo pasó una convulsión; me miró, algo atravesó como una luz que se extingue y
las palpitaciones de la sangre terminaron.
“Sus ojos me miraban fijos, sus labios blancos parecían decir por última vez:

Sur ta vie et sur ta jeneusse,


moi je veux regner par l’effroi’.

“Y yo quedaba inmóvil, extasiado, ante aquella palidez, ante aquella sinfonía en Blanco y Rojo.

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