Relato de La Maestra Rosa Del Río

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Relato de la maestra Rosa del Río, fines del siglo XIX

(...)”Aquel era un barrio pobre, con muchas familias que vivían en conventillos, medio
amontonados, todos en casa de inquilinato con pasillos largos, piezas que daban a patios
estrechos, lugares sin luz donde se comía, se cocinaba, se trabajaba y se dormía, baños
comunes, cocinas de brasero en la puerta de las piezas. Justo enfrente de la escuela
había dos conventillos donde la gente era bastante pobre. (...) Había allí un poco de
todo: italianos, algún vasco, sirios y bastantes judíos o rusos, como les decían, todos
muy pobres. No sé si eran religiosos; de eso yo nunca me ocupé de averiguar en la
escuela, pero algunos religiosos habría. Barrios así, de trabajo duro, yo conocía, me
había criado en un descampado peor adonde no llegaron hasta muy tarde los tranvías
Lacroze, ni estaba tan cerca de una calle de mucho tránsito como Warnes. No había
nada allí que me resultara muy diferentes de lo que había conocido, excepto el hecho
nuevo de que esa iba a ser mi escuela.
Llegué y el primer día de clases vi a las madres de los chicos, analfabetas, muchas
vestidas casi como campesinas, con el pañuelo caído hasta la mitad de la frente y las
polleras anchas y largas. Algunas no hablaban español, eran ignorantes y se las notaba
nerviosas porque seguramente era la primera vez que salían para ir a un lugar público
argentino, a un lugar importante, donde se les pedían datos sobre los chicos y papeles.
(...)
Ese primer día los chicos entraron a clase y yo salí de la escuela. Busqué una
peluquería, me acuerdo perfectamente de que el dueño se llamaba Don Miguel y le pedí
que con todos sus útiles de trabajo me acompañara a la escuela que yo me hacía cargo
de la mañana que iba a perder allí. En el segundo recreo, cuando los chicos estaban
todos en el patio, empecé a elegirlos uno por uno. Los hice formar a un costado y esperé
que tocara la campana y los demás entraron a las aulas. No me acuerdo qué les dije a
las maestras. Era un día radiante. Le expliqué al peluquero que quería que les cortase el
pelo a todos los chicos que habían quedado en el patio, que el trabajo se hacía bajo mi
responsabilidad y que se lo iba a pagar yo misma. Don Miguel trajo una silla de la
portería, la puso a un costado, a la sombra, e hizo pasar al primer chico. Tenían un susto
horrible. Yo les dije entonces que esa escuela iba a ser la escuela modelo del barrio, que
teníamos que cuidarla mucho, mantenerla limpia, tanto las aulas como los corredores y
los baños. Y que, en primer lugar, todos nosotros debíamos venir limpios y prolijos a la
escuela y que lo primero que teníamos que tener prolijo era la cabeza porque allí
andaban bichos muy asquerosos, que podían traerles enfermedades.
El peluquero me miraba; el portero parado a mi lado ya había traído el escobillón, todo
estaba listo. En media hora los chicos estaban todos tusados. Una pelusa fina flotaba
sobre el patio, una pelusita dorada o marrón o negra, de mechones que caían al piso y se
separaban con el viento. Don Miguel trabajaba rápido, aplicando la máquina cero a los
cogotes y alrededor de las orejas, envolviendo a cada chico con un movimiento de
torero, en una gran toalla blanca que después sacudía frente al escobillón del portero.
Cuando terminaba con un chico le daba una palmada en el hombro, yo me acercaba y lo
llevaba hasta su salón de clase. Después volvía al patio. Los varones ya estaban listos. A
las mujeres, después que despedí al peluquero les ordené que se soltaran las trenzas y
les expliqué cómo debían pasarse un peine fino todas las noches y todas las mañanas.
Las pelusas flotaban sobre las baldosas al sol. En el recreo siguiente, relucían las
cabezas rapaditas y a los chicos se les había pasado el susto. Todos iban a recordar cómo
los mechones de pelo daban vueltas como pompones esponjosos y huecos sobre las
baldosas del patio, al sol, mientras el portero los barría y los chicos pegaban grititos.
Después, las maestras me dijeron que nunca habían visto ni escuchado una cosa así.
Alguna madre vino al día siguiente, muy pocas. Todas creían que si los chicos se
lavaban la cabeza se resfriaban. Les expliqué que no era así y que, en esa escuela, yo
quería chicos de pelo bien corto y niñas de trenzas hechas y deshechas todos los días.
(...)
En 1922, el segundo año que yo dirigía la escuela, pensé que como escuela nueva,
debíamos hacer algo que nos distinguiera. De mi sueldo, porque no había otra plata
disponible, compré metros y metros de taffetas blanca y celeste. Había que coserla
uniendo los dos colores de manera tal que se formara una larga cinta argentina. Por
suerte, en casa no faltaba una máquina de coser buena y yo sabía usarla como la mejor.
Era una de esas viejas Singer a pedal de gabinete laqueado e incrustaciones de
marquetería. Me pasé varias noches con mamá que sostenía la tela a la salida del pretil
de la máquina. Un trabajo prolijo y bien hecho porque las cintas tenían que poder verse
de ambos lados. Después corté tantas cintas, de unos quince centímetros de ancho y el
largo necesario como niñas y varones tenía en la escuela: iban a ser vinchas para las
niñas y moños para el cuello de los varones, la primera cinta que iban a tener muchos de
esos chicos, por supuesto. Con cartón hice varias cajas grandes donde las cintas se
guardaron planchadas y nuevitas. Me llevé todo eso a la escuela. Sobre las tapas de las
cajas pegué una inscripción. En la caja de las cintas para los varones decía: “el ave ama
su nido, el león su cueva, el salvaje su rancho y su bosque; el hombre civilizado a su
patria”. En la caja de las niñas: “quien contemple una vez la bandera, argentino o
extranjero, la admira y quiere como yo” (Emma C.de Bedogni, Alegre despertar, libro
de lectura para cuarto grado, Buenos Aires, Crespillo Editor, p. 182; Gotardo Stagnaro,
La escuela alegre, Buenos Aires, Moly y Laserre). Guardé las cajas en la dirección y, en
la reunión semanal con las maestras, les expliqué cuál era mi idea.
Una cinta en el pelo era un lujo para muchas de esas chicas, el taffetas, los colores, el
cuidado con que estaban cosidas y sufiladas. Les dije a las maestras: “Este año, el 25 de
mayo vamos a repartir las cintas y los moños a todos los alumnos”. Y así fue. Esa
mañana los chicos se prepararon, por primera vez, especialmente: cada una de las niñas
se puso su cinta celeste y blanca en la cabeza y cada uno de los varones, su moño al
cuello. Después salimos de la escuela para ir al acto, que fue en la plaza de Belgrano,
junto a la iglesia redonda.
De lejos nos vieron llegar, bien formados y en orden, con los abanderados al frente y las
maestras vigilando las filas, jóvenes y discretas. Desde ese 25 de mayo, fuimos
conocidos en todo el distrito por los colores argentinos de las vinchas y los moños.
Decía la gente: ¡Allí viene la escuela de Olaya! ¡Esa es la escuelita de la calle Olaya!”
(...)

Fragmentos de “La máquina cultural” de Beatriz Sarlo. Ed. Ariel. 1998. Pp. 55-60

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