El Hombre Que Sabía Javanés

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El hombre que sabía javanés

Alfonso Henriques de Lima Barreto (Brasil - Río de Janeiro, 1881-1922)

En una confitería contaba yo cierta vez a mi amigo Castro las alternativas de mi vida
aventurera, las convicciones de que claudiqué y las responsabilidades a las que no guardé la
debida consideración, para poder vivir. Incluso aquella ocasión en que residiendo en Manaos,
en la cual me vi obligado a ocultar mi calidad de bachiller, para obtener más confianza de los
clientes, que afluían a mi escritorio de "hechicero" y de adivino. Eso era lo que yo le contaba.

Mi amigo me escuchaba callado, pendiente de mis palabras, gustando de aquel mi Gil


Blas vivido, hasta que en una pausa de nuestra conversación, ya agotados los vasos de cerveza,
me observó interesado:

- ¡Tu vida ha sido una cosa bien divertida, Castelo!

- Solamente así se puede vivir... Esto de tener una ocupación única: salir de casa a ciertas
horas, volver a otras, cansa finalmente, ¿no te parece? ¡Yo no sé cómo he podido aguantar
allá, en el consulado!

- Eso cansa, sí, es cierto; pero no es eso lo que me admira. Lo que me llama la atención es
que hayas corrido tantas aventuras aquí, en este Brasil pacato y burocrático.

- ¿Y por qué no? Aquí mismo, caro amigo Castro, se pueden encontrar y vivir bellas
páginas de la vida. ¡Imagínate tú que yo he sido hasta profesor de javanés!

- ¿Cuándo? ¿Acaso a tu regreso del consulado?

- No; antes. Y precisamente fui nombrado cónsul por eso.

- Cuenta, entonces, cómo fue la cosa. ¿Aceptas otro vaso de cerveza?

- Acepto.

Mandamos traer otra botella, llenamos los vasos nuevamente y continué mi historia:

- Yo había llegado hacía muy poco tiempo a Río de Janeiro y me encontraba literalmente
en la miseria. Vivía huído de la casa de pensión, sin saber en donde ganar el dinero, cuando leí
en el "Journal do Comercio" el anuncio siguiente: "Se precisa un profesor de lengua javanesa.
Contestar por escrito etc. etc." Me dije entonces que el asunto me convenía; además esta era
una colocación que no tendría muchos concurrentes; y si lograse dominar por lo menos cuatro
palabras, era cosa hecha. Salí del café en donde me encontraba, anduve por las calles,
imaginándome que yo era un profesor de javanés, ganando dinero, viajando en tranvía y sin
encontrar personas desagradables, víctimas, particularmente. Sin darme cuenta me encaminé
a la Biblioteca Nacional. No sabía bien qué clase de libro tendría que pedir; mas entré,
entregué el sombrero en la portería, recibí la tarjeta y subí escaleras arriba. Ya en la ventanilla
de pedidos, solicité la "Gran Enciclopedia", en la letra "J", seguro que en el artículo
correspondiente a Java encontraría elementos de la lengua javanesa. Dicho y hecho. Me
enteré de que Java era una gran isla del archipiélago de Sonda, colonia holandesa, y el javanés,
lengua aglutinante del grupo malayo-polinésico, poseía una literatura digna de nota, escrita en
caracteres derivados del antiguo alfabeto hindú. La "Enciclopedia" me indicaba algunos
trabajos sobre la lengua malaya, y sin titubear consulté uno de ellos, allí citados. Copié el
alfabeto, como también su pronunciación figurada, y salí. Anduve por las calles, de aquí para
allá, rumiando letras y más letras. En mi cabeza danzaban jeroglíficos; de vez en cuando
consultaba mis notas; entraba en los jardines y escribía con un palo en la arena de los paseos
columnas de signos, para fijarlos bien en mi mente y habituarme en ese ejercicio de la
escritura.

"Ya de noche, cuando pude entrar en la pensión, sin que me notaran, como para evitar
preguntas indiscretas del casero, continué aún en mi cuarto deletreando el alfabeto malayo, y
lo hice con tanto ahinco, con tal firmeza, que a la mañana siguiente lo sabía perfectamente de
memoria.

"Me convencí de que aquella lengua era la más fácil del mundo y salí; mas no tan
temprano, que evitase el encuentro del encargado de las habitaciones. Verme y encararse
conmigo fue la misma cosa: "Señor Castelo: ¿cuándo saldamos su cuenta?" Respondile
entonces, con la más encantadora esperanza: "En fecha muy breve... Espere un poco... Tenga
paciencia... Seré nombrado profesor de javanés, y ..." Me interrumpió de improviso: "¿Qué
diablo es eso de profesor de javanés, señor Castelo?" Me agradó el interés, por cierto bastante
divertido del hombre y, aprovechando la oportunidad, quise herirlo en su patriotismo de buen
portugués: "Javanés es una lengua que se habla cerca de Timor. ¿Sabe en dónde está eso?".

"Oh!, alma ingenua... Aquel hombre se olvidó de mi deuda y me dijo con su hablar fuerte
de los portugueses: "Francamente, yo muy bien no sé dónde está eso ni lo que es, pero tengo
entendido que son unas tierras que tenemos por el lado de Macao. ¿Sabe algo de eso, señor
Castelo?".

"Animado por esta escapatoria afortunada que me proporcionó el asunto javanés, volví
nuevamente a buscar el anuncio. En efecto, allí estaba. Decidí animosamente proponerme
como profesor de idioma oceánico. Redacté la respuesta. Pasé por el diario y dejé la carta.
Volví nuevamente a la Biblioteca Nacional y continué con mis estudios de javanés. No realicé
grandes progresos en ese día; ignoro si por entender que era suficiente con el conocimiento
del alfabeto o por haberme agradado más los datos sobre literatura y bibliografía que el
estudio del idioma, que era precisamente lo que tendría que enseñar...

"Al cabo de dos días, me llegó una carta para presentarme en la casa del doctor Manuel
Feliciano Soares Albernaz, barón de Jacuecanga, en la calle conde de Bonfim, no recuerdo bien
el número. Es preciso que no olvides que entretanto continué estudiando mi malayo, esto es,
el tal javanés. Además del alfabeto, me informé del nombre de algunos autores, como de
diversas frases, preguntas y respuestas, tal como: "Cómo está usted" y dos o tres reglas más de
gramática, amén del alfabeto y unas veinte palabras más del léxico.

"¡No te puedes dar una idea de las grandes dificultades que hallé para proporcionarme
los cuatrocientos reis del viaje! Te aseguro que es mucho más fácil aprender javanés, puedes
estar cierto, que encontrar unas míseras monedas. Finalmente, tuve que decidirme por ir a
pie. Llegué sudado; y, con maternal cariño, las viejas plantas, que se perfilaban en la alameda,
delante de la casa del aristócrata, me recibieron, me acogieron y me reconfortaron. En toda mi
vida fue ese el momento en que sentí cierta simpatía por la naturaleza.

"Era una casa enorme que parecía estar desierta, más no sé porqué me vino el
pensamiento, ante esa contemplación, de que se notaba, más que pobreza, algo así como
cansancio y dejadez. Debía estar despintada desde hacía muchos años; descascaradas las
paredes, rotas las salientes del tejado, de esas tejas revestidas de otros tiempos,
desguarnecidas aquí y allí, como bocas desdentadas o mal cuidadas.

"Miré un poco el jardín y vi la pujanza vengativa de las plantas silvestres junto a las otras
domésticas, a varias de las cuales habían expulsado completamente. Algunas, escondidas, casi
ocultas, trataban apenas de vivir entre tanta asfixia. Llamé. Tardaron bastante en responder.
Por fin, llegó un viejo negro africano, cuyas barbas de algodón rizado, lo mismo que su rala
cabellera, daba a su fisonomía una aguda expresión de ancianidad, dulzura y sufrimiento.

"En la sala había una galería de retratos: arrogantes señores de luenga barba se
perfilaban encuadrados en inmensas molduras doradas, y dulces perfiles de señoras, con
peinados imponentes, grandes abanicos, que parecían querer subir a los aires, enfundadas en
los redondos y abultados vestidos, como globos; mas de todas aquellas cosas, a las cuales el
polvo daba mucha más antigüedad y respeto, lo que más me agradó fue un bello jarrón de
porcelana de China o de la India, o algo parecido... Aquella pureza de la alfarería, la fragilidad,
la ingenuidad del dibujo, aquel brillo tenue de luna, me decían que aquel objeto había sido
hecho por las manos de una criatura, de sueños, para encanto de los ojos ya viejos y cansados,
desengañados del mundo...

"Esperé un instante al dueño de la casa. Tardó un poco. Un tanto inseguro, con un gran
pañuelo de hilo en las manos, tomando de vez en cuando el viejo rapé de antaño, me inspiró
un sentimiento de respeto cuando lo vi llegar. Tuve deseos de marcharme. Aunque no fuera él
el discípulo, era siempre un crimen engañar a ese anciano, cuya vejez traía asociada a mi
mente algo de augusto, de sagrado. Dudé, pero me quedé. Adelantándome, dije: "Yo soy el
profesor de javanés, que el señor ha pedido". "Tome asiento -me respondió el viejo-, ¿Es usted
de Río de Janeiro?" "No señor -respondí-, soy de Canavieiras. "Cómo -volvió a preguntar el
viejo-. Hable un poco más alto, soy un poco sordo". "Soy de Canavieiras, de Bahía" -insistí yo.
"¿En dónde hizo sus estudios?" "En San Salvador". "¿Y en dónde aprendió javanés?" indagó él,
con aquella su manera insistente tan peculiar de los viejos.

"Yo no contaba con esa pregunta, mas inmediatamente inventé una mentira. Le conté
que mi padre era javanés. Tripulante de un navío mercante, llegó a Bahía, y se estableció cerca
de la localidad de Canavieiras como pescador, se casó luego y prosperó, y precisamente
aprendí el javanés con mi padre".

- ¿Y lo creyó? Pero ¿y la cara, el físico? -preguntó mi amigo, que hasta entonces


permanecía en silencio.

- No soy -repliqué- muy diferente de un javanés. Estos mis cabellos recios, duros y
bastante gruesos, como mi piel de color mate, pueden darme muy bien un aspecto de mestizo
malayo... Tú sabes bien que, entre nosotros, hay de todo: indios, malayos, tahitianos,
malgaches, incluso hasta godos. Es una comparsa de razas y de tipos de lo más extraños, capaz
de dar envidia al mundo entero.

- Esta bien, amigo mío, puedes continuar.

- El viejo me escuchaba atentamente, consideró mi físico, pareciéndome que me creía en


efecto hijo de malayo, y me preguntó con dulzura: "¿Entonces está dispuesto a enseñarme
javanés?" La respuesta saliome sin querer: "Esta bien". "Usted ha de quedar admirado -añadió
el barón de Jacuecanga- que yo con esta edad desee aún saber algunas cosas más..."
"- No tengo porqué admirarme. Muchos ejemplos se han visto en el mundo, por cierto
muy aleccionadores".

"- Lo que yo quiero, mi estimado joven..." "Castelo" -me adelanté yo-. Lo que yo quiero,
mi estimado señor Castelo, es cumplir un juramento de familia. No sé si el señor sabe que yo
soy nieto del consejero Albernaz, aquel que acompañó a don Pedro I, cuando abdicó. A su
regreso de Londres trajo al Brasil un libro en una rara lengua, por el cual tenía máxima
estimación. Un hindú o un siamés se lo dio en Londres, en prueba de agradecimiento por no sé
cual servicio prestado por mi abuelo. Al morir mi antepasado, llamó a mi padre y le dijo: "Hijo,
tengo este libro aqui, escrito en javanés. Quien me lo dio me aseguró que evita desgracias o
trae felicidades para el que lo tiene. Yo no puedo saber si tal cosa es cierta o no lo es. En todo
caso, guárdalo; mas si quieres que el hado que me dictó el sabio oriental se cumpla, procura
que tu hijo lo entienda, para que siempre nuestra raza sea feliz". Mi padre -continuó el viejo
barón- no tuvo mucha fe en esas historias; con todo, guardó el libro. A las puertas de la
muerte, me lo dio y me dijo la misma sentencia, lo mismo que prometiera a su padre. Al
comienzo, poco caso hice de esa historia del libro. Lo dejé en la biblioteca de la casa y me
dediqué a mis actividades. Llegué incluso a olvidarme; mas de un tiempo a esta parte, he
pasado por tantos disgustos, tantas desgracias acibararon mi vejez que me acordé de ese
talismán de la familia. Tengo que leerlo y saber su contenido, comprenderlo, si no quiero que
mis últimos días anuncien el desastre de mi posteridad; y para entenderlo, claro está que
preciso saber el javanés. Esto es todo".

"Callóse el viejo y noté que sus ojos se le habían puesto húmedos. Discretamente, los
secó con el pañuelo y me preguntó si quería ver el libro. Le respondí que sí. Llamó al criado, le
dio las instrucciones y me dijo que había perdido todos los hijos y sobrinos, quedándole
solamente una hija casada, cuya prole, entretetanto, estaba reducida a un hijito, débil de
cuerpo y de poca salud, delgado e impresionable. Llegó el libro, era un viejo infolio, antiguo,
encuadernado en cuero, impreso en grandes letras en un papel amarillo y grueso. Le faltaba la
portada y por tal razón no se podía saber la época de su impresión. Conservaba aún unas
páginas de prefacio, escritas en inglés, en donde leí que se trataba de ciertas historias del
príncipe Fulanga, escritor javanés de mucho mérito.

"Luego informé de eso al viejo barón que no se percató que yo había llegado allí por el
conocimiento del idioma inglés. Y quedó encantado al saber la profundidad de mis
conocimientos malayos. Estuve largo rato examinando las páginas de tal cartapacio, haciendo
como que leía o deletreaba magistralmente aquella curiosidad, hasta que por fin contratamos
las condiciones de los honorarios y las horas, comprometiéndome a que, antes de un año, el
viejo pudiese leer ese mamotreto de una manera cabal.

"Poco tiempo después daba mi primera lección, mas el viejo no fue tan diligente como
yo. No conseguía aprender a distinguir ni a escribir siquiera cuatro letras. En fin, con la mitad
del alfabeto llevamos más de un mes y el señor barón de Jacuecanga no llegó a dominar la
materia: aprendía y desaprendía fácilmente.

"La hija y el yerno (me imagino que hasta ese momento nada sabían de la historia de tal
libro) llegaron a tener noticias de los estudios del viejo; pero no se molestaron por eso.
Hallaron graciosa tal preocupación y se imaginaron que eran cosas para distraerse o manías de
carcamal.

"Aunque te extrañe, caro amigo Castro, el yerno quedóse profundamente admirado al


ver la capacidad del profesor de javanés. ¡Qué cosa singular! El no se cansaba de repetir: "¡Es
algo asombroso! ¡Tan joven y ya con semejantes conocimientos! ¡Si yo supiese eso dónde
estaría!"

"El marido de doña María de la Gloria (así se llamaba la hija del barón) era juez, hombre
relacionado e influyente; mas no ocultaba ante todos su admiración por mi javanés. Por otra
parte, el barón estaba contentísimo. Al cabo de dos meses desistió de semejante aprendizaje y
me pidió que le tradujese, tres días por semana, fragmentos del libro encantado. Le bastaba
con entenderlo; nada se oponía a que otra persona tradujese el libro y él lo escuchase. Así se
evitaba la fatiga del estudio y cumplía el encargo.

"Debo decirte que hasta hoy nada sé de javanés, mas urdí una historia bien tonta,
dándole las características de un viejo cronicón, como muchos que conocía. ¡Cómo escuchaba
él aquellas tonterías! ... Quedaba extático, como si estuviese oyendo palabras de un ángel. ¡Y
más méritos se acrecentaban ante sus ojos! ...

"Me dio alojamiento en su casa, me colamaba de regalos, y bien pronto me aumentó el


sueldo. Pasaba, en fin, una vida regalada.

"Contribuyó mucho a eso la circunstancia de haber recibido una herencia de un pariente


olvidado que residía en Portugal. El buen viejo atribuía la causa a mi javanés; y yo mismo casi
llegué a creer también tal cosa.

"Fui perdiendo mi remordimiento, aunque siempre tuve miedo de que el día menos
pensado apareciese alguien versado en javanés, y se evidenciara mi desconocimiento de tal
idioma malayo. Ese era mi temor, que llegó a acentuarse cuando el viejo barón me mandó con
una carta al vizconde de Carurú, para que me hiciese entrar en la carrera diplomática. Aduje
con calor mi falta de elegancia, mi fealdad, mi aspecto tagalo. "¡Qué importa! -me replicaba- .
Vaya, muchacho; usted sabe javanés, y eso basta!" Fui. El vizconde me mandó a la Secretaría
de Asuntos Extranjeros con diversas recomendaciones. ¡Fue un éxito rotundo!

"El director llamó al jefe de la sección, diciéndole: "¡Vea, amigo, un hombre que sabe
javanés!; qué portento!"

"Los jefes de las diversas secciones me llevaron a los oficiales y éstos a los amanuenses y
uno de éstos me miró con odio, no sé si de envidia o de admiración... Y todos me decían:
"¿Con que sabe javanés? ¡Qué idioma difícil! ¡No hay nadie, salvo usted en esta casa, que sepa
javanés!"

"El amanuense de marras que me miró con odio, acudió entonces: "Ciertamente, usted
sabe javanés, mas yo se canaque; ¿conoce usted esa lengua?" Le dije que no y pasé a ver al
ministro.

"El alto funcionario levantóse, puso sus manos en las caderas, luego arregló los lentes
sobre la nariz y preguntó: "¿Así que sabe javanés?" Le respondí que sí; y a sus preguntas de
dónde y en qué lugar, le conté la vieja historia de mi padre javanés... "Bien -dijome el ministro-
, usted no puede entrar en la diplomacia: su físico no lo favorece... Lo mejor sería un buen
consulado en Asia o tal vez en Oceanía. Por el momento no tenemos vacante, pero como
pienso hacer una reforma, usted entrará. De hoy en adelante, queda usted agregado al
Ministerio en mi gabinete; además, en breve se realizará un congreso de linguística en el
exterior y usted representará al Brasil. ¡Estudie, lea particularmente a Hovelacque, Max Muller
y algunos otros!"
"Imagínate tú que yo, sin saber nada de javanés, me encontraba empleado en virtud de
esos conocimientos, como también nombrado para representar al Brasil en un congreso de
sabios...

"El viejo barón murió en ese interin, pasando el legado del libro al yerno con el deseo de
que éste lo transmitiese a su vez al nieto, cuando tuviera la edad conveniente. Me dejó
también en el testamento alguna cosa.

"Me puse a estudiar con afán las lenguas malayo-polinésicas; pero todo era inútil. Bien
nutrido, bien vestido, bien dormido, no tenía la energía necesaria para hacer entrar en mi
cabeza aquellas cosas tan raras. Compré libros, me subscribí a revistas, tales como: "Revue
Anthropologique et Linguistique", "Proceedings of the English", "Oceanic Association",
"Archivio Glottologico Italiano", ¡y el diablo!... Y lo más curioso del caso es que mi fama crecía.
En las calles, los informados de mis cualidades, me señalaban diciendo a los otros: "Allí va el
sujeto que habla javanés". En las bibliotecas los gramáticos me consultaban sobre la
colocación de los pronombres en tal o cual lugar de las islas de Sonda. Recibía cartas de los
eruditos del interior, los diarios citaban mis conocimientos y me negué a aceptar varios
alumnos deseosos de aprender el javanés. Por invitación de la dirección del "Journal do
Comercio" escribí un artículo de cuatro columnas sobre la literatura javanesa antigua y
moderna".

- ¿Cómo es que tú sabías eso? -me interrumpió atento Castro.

- Muy sencillo: primero describí la isla de Java, con el auxilio de diccionarios y obras
geográficas, y luego comencé a citar nombres a más no poder.

- ¿Y nunca dudaron? -me inquirió interesado mi amigo.

- Nunca. Es decir, una vez casi quedé perdido. La policía prendió un sujeto, un marinero
bronceado, que sólo hablaba una lengua extraña, misteriosa. Llamaron a diversos intérpretes,
pero ninguno lo entendía. Fui también llamado, con todos los respetos que mi sabiduría
merecía, naturalmente. Tardé en ir, pero me decidí finalmente. El marinero ya estaba en
libertad, merced a las gestiones del cónsul holandés, con el cual se pudo entender por media
docena de palabras holandesas. ¡El tal marinero era javanés!... ¡Aquello fue terrible!

"Llegó entretanto la época del congreso, y como era natural, partí para Europa. ¡Qué
delicia! Asistí a la inauguración y también a las sesiones preparatorias. Me inscribieron en la
sección de tupi-guaraní, y marché luego para París. Antes, empero, hice publicar en el
"Mensajero de Basilea" mi retrato, con una cantidad de notas biográficas y bibliográficas.
Cuando regresé, el presidente me pidió disculpas por haberme colocado en aquella sección.
No conocían mis trabajos y juzgaron que, por ser un americano-brasileño, me estaba
naturalmente indicada la sección de tupi-guaraní. Acepté las explicaciones y hasta hoy no pude
escribir mis obras sobre el javanés, para mandárselas, tal como se lo había prometido...

"Concluído el congreso, mandé publicar extractos de artículos del "Mensajero de Basilea"


en Berlín, en Turín y en París, donde los lectores de mis obras me rodearon y les ofrecí un
banquete que me costó casi diez mil francos, lo que me restaba de la herencia del crédulo
barón de Jacuecanga...

"No perdí tiempo ni mi dinero. Llegué a ser una gloria nacional, y al saltar en el muelle a
mi regreso, recibí una ovación de todas las clases sociales y del Presidente de la Republica,
quien días después me invitaba a un almuerzo en su compañía. A los seis meses fui nombrado
consul en La Habana, en donde estuve seis años y adonde regresaré muy en breve, para
perfeccionarme en los estudios de las lenguas malayas, melanesias y de la Polinesia".

- ¡Es fantástico! -observó Castro, tomando su vaso de cerveza.

- Pues mira tú, si no fuera porque me encuentro contento con mi profesión, ¿sabes lo
que sería?

- ¿Qué?

- ¡Bacteriólogo eminente! ¿Vamos?

- Vamos...

El pavo de Navidad
Mario de Andrade

Nuestra primera Navidad en familia, después de la muerte de papá ocurrida cinco meses
antes, fue de consecuencias decisivas para la felicidad familiar. Nosotros siempre fuimos una
familia feliz, en ese sentido bien amplio de felicidad: gente honesta, sin crímenes, hogar sin
peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido en parte a la naturaleza gris de
mi padre, ser desprovisto de todo tipo de lirismo, instalado en la mediocridad, siempre nos
había faltado ese disfrute de la vida, ese gusto por las felicidades materiales: un buen vino, un
balneario, el refrigerador, cosas así. Mi padre había sido un gran equivocado, casi dramático, el
pura-sangre de los esfuma-placeres.

Mi padre murió, lo sentimos mucho, etc. Cuando ya nos acercábamos a la Navidad, yo no sabía
qué hacer para poner distancia con esa memoria del muerto que obstruía, que parecía haber
sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada comida, en cada
mínimo gesto de la familia. Una vez sugerí a mamá que fuera al cine a ver una película. ¡Se
puso a llorar! ¡Dónde se vio ir al cine estando de luto riguroso! El dolor ya se cultivaba por las
apariencias, y yo, que siempre había querido bien a papá, más por instinto filial que por
espontaneidad del amor, me veía a punto de detestar al bueno del muerto.

Fue sin lugar a dudas por eso que me nació, en este caso sí, espontáneamente, la idea de hacer
una de mis llamadas "locuras". Esa había sido, en realidad, y desde muy niño, mi excelente
conquista contra el clima familiar. Desde muy temprano, desde los tiempos de la secundaria,
en que me las arreglaba para sacar regularmente un reprobado todos los años, desde el beso a
escondidas a una prima, cuando tenía diez años, descubierto por la tía Velha, una tía
detestable; y principalmente desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, conseguí,
en el reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama conciliadora de "loco". "¡Está
loco, el pobre!" decían. Mis padres hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la
parentela me buscaba como ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel placer de los
que se convencen de alguna superioridad. No tenían locos entre sus hijos. Pues esa fama es la
que me salvó. Hice todo lo que la vida me presentó y que mi ser exigía que se realizara con
integridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco, pobrecito. El resultado de todo esto
fue una existencia sin complejos, de la cual no tengo nada de qué quejarme.

Siempre teníamos la costumbre, en la familia, de realizar la cena de Navidad. Cena


insignificante, ya puede usted imaginarse; cena tipo mi padre: castañas, higos, pasas después
de la Misa de Gallo. Empachados de almendras y nueces (si habremos discutimos los tres
hermanos por el cascanueces...), empachados de castañas, nos abrazábamos e íbamos a la
cama. Fue al recordar esto que arremetí con una de mis "locuras".

-Bueno, para Navidad, quiero comer pavo.

Hubo una de esas sorpresas que nadie se imagina. Luego, mi tía solterona y santa, que vivía
con nosotros, advirtió que no podíamos invitar a nadie debido al luto.

-¿Pero quién habló de invitar a alguien? Esa manía... ¿Cuándo comimos pavo en nuestra vida?
Pavo aquí en casa es plato de fiesta, viene toda esa parentela del demonio...

-Hijo mío, no hables así...

-Pues hablo y ya.

Y descargué mi helada indiferencia sobre nuestra parentela infinita, dizque descendiente de


bandeirantes, que poco me importa. Era el momento para desarrollar mi teoría de loco,
pobrecito, y no perdí la ocasión. De sopetón me dio una ternura inmensa por mamá y tiita, mis
dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron mi vida. Siempre era lo
mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo así se hacía pavo en la casa. Pavo era plato de
fiesta: una inmundicie de parientes ya preparados por la tradición, invadían la casa por el pavo,
las empanaditas y los dulces. Mis tres madres, tres días antes, lo único que sabían de la vida
era trabajar preparando carnes frías y dulces finísimos, pues estaban muy bien hechos. La
parentela devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir.
Mis tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los huesos, al día
siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna, oscuro, perdido en el arroz blanco. Y
eso que era mamá quien servía, elegía para el viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía
concretamente qué era un pavo en nuestra casa, pavo restos de fiesta.

No, no se invitaba a nadie, era un pavo para nosotros cinco, cinco personas. Y tenía que ser
con dos farofas, la gorda con los menudos y la seca, doradita, con bastante mantequilla.
Quería el buche rellenado sólo con farofa gorda, a la que teníamos que agregar fruta negra,
nueces y una copa de Jerez, como había aprendido en casa de la Rosa, mi querida compañera.
Está claro que omití decir dónde había aprendido la receta y todos desconfiaron. Y todos se
quedaron en ese aire de incienso soplado...¿no sería tentación del Diablo aprovechar una
receta tan sabrosa? Y cerveza bien helada, garantizaba yo casi a los gritos. Lo cierto es que con
mis "gustos" ya bastante refinados fuera del hogar, primero pensé en un buen vino bien
francés. Pero la ternura por mamá venció al loco, a mamá le encantaba la cerveza.
Cuando acabé mis proyectos, me di cuenta, todos estaban felicísimos, con un inmenso deseo
de hacer aquella locura con la que había irrumpido. Sabían muy bien que era locura, sí, pero
todos se imaginaban que yo era el único que deseaba mucho aquello y era fácil echar encima
mío la culpa de sus deseos enormes. Se sonreían, mirándose unos a otros, tímidos como
palomas desgarradas, hasta que mi hermana asumió el consentimiento general:

-¡Aunque esté loco!...

Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa de Gallo muy mal rezada,
tuvimos nuestra Navidad más maravillosa. ¡Qué chistoso! Cuando me acordaba que finalmente
iba a lograr que mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en ella, sentir
ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos también, estaban en el mismo
ritmo violento de amor, todos dominados por la nueva felicidad que el pavo iba imprimiendo
en la familia. De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé con tranquilidad que mamá cortara
toda la pechuga del pavo. En un momento mamá se detuvo, luego de haber cortado en
rebanadas uno de los lados del ave, sin resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la
habían sumido en una casi pobreza sin razón.

-No señora, siga cortando... y pedazos grandes ¡Yo solo me como eso!

Era mentira, el amor familiar, estaba incandescente en mí de tal forma, que hasta era capaz de
comer poco, sólo para que los otros cuatro comieran mucho. Y el diapasón de los otros era el
mismo. Aquel pavo comido entre nosotros solos redescubría en cada uno lo que la
cotidianeidad había borrado por completo: amor, pasión de madre, pasión de hijos. Dios me
perdone pero estoy pensando en Jesús. En esa casa de burgueses muy modestos, se estaba
realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios. La pechuga del pavo quedó
enteramente reducida a rebanadas grandes.

-¡Yo sirvo!

-¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si siempre mamá había servido en esa casa! Entre
risas, los grandes platos llenos fueron pasando hasta mí y empecé una distribución heroica,
mientras mandaba a mi hermano a que sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de
pavo lleno de carnecita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz severa
de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban a su parte del pavo:

-¡Acuérdate de tus hermanos, Juca!

¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!, que ese era el plato suyo, de la Madre, de mi amiga
maltratada que sabía de la existencia de Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le
contaba lo que hacía sufrir!... El plato quedó sublime.

-Mamá, este es su plato. ¡No!... ¡No lo pase!

Fue entonces cuando ella no pudo más con tanta conmoción y se puso a llorar. Mi tía también,
después de ver que el siguiente plato sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y
mi hermana también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se desparramó en
llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para no llorar también, tenía diecinueve
años... Diablo de familia tonta que veía un pavo y lloraba... Esas cosas... Todos se esforzaban
por sonreír, pero ahora la alegría se tornaba imposible. El llanto había evocado, por asociación,
la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura gris, vino a estropear para
siempre nuestra Navidad. ¡Me dio coraje!

Bueno, empezamos a comer en silencio, consternados, y el pavo estaba perfecto. La carne


tierna, de un tejido muy tenue, se mezclaba entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez
en cuando herida, molestada y vuelta a desear ante la intervención más violenta de la pasa
negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá estaba sentado allí,
gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad. Y el pavo estaba tan rico, y
mamá que por fin sabía que el pavo era un manjar digno de Jesucito nacido.

Empezó una lucha baja entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que alentar al pavo era
fortalecerlo en la lucha y, está claro, había tomado decididamente el partido del pavo. Pero los
difuntos tienen medios escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé al
pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.

-Sólo falta su papá.

Yo ni comía, ya no podía probar más ese pavo perfecto, tanto me interesaba esa lucha entre
los dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y ni sé qué inspiración genial de repente me volvió
hipócrita y político. En aquel instante que hoy me parece decisivo en nuestra familia, tomé
aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste.

-Y sí. Papá nos quería mucho y murió de tanto trabajar para nosotros, papá allí en el cielo debe
estar contento -dudé, pero resolví no mencionar más al pavo-, contento de vernos a todos
reunidos en familia.

Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo y se
transformó en una estrellita brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad,
porque papá había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros, había
sido un santo que "ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que deben a su padre", un santo.
Papá se transformó en santo, una contemplación agradable, una estrellita en el cielo,
imposible de deshacer. No perjudicaba más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El
único muerto aquí era el pavo, dominador, completamente victorioso.

Mamá, tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir "felicidad gustativa", pero no
era sólo eso. Era un felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de otros parientes que
distraen del gran amor familiar. Y fue, sé que ese primer pavo comido en el seno de la familia
fue el comienzo de un amor nuevo, reacomodado, más completo, más rico e inventivo, más
complaciente y cuidadoso. Nació entonces una felicidad familiar para nosotros que, no soy
exclusivista, algunos tendrán igual de grande, sin embargo más intensa que la nuestra, me es
imposible concebir.

Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que podría hacerle mal. Pero enseguida
pensé: ¡Ah!, ¡no importa! aunque se muera, pero por lo menos que una vez en la vida coma
pavo de verdad.

Tamaña falta de egoísmo me había transportado a nuestro infinito amor... Después vinieron
una uvas ligeras y unos dulces, que allí en mi tierra llevan el nombre de "bien-casados". Pero ni
siquiera ese nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre, que el pavo ya había
convertido en dignidad, en cosa cierta, en culto puro de contemplación.

Nos levantamos. Eran casi las dos de la mañana, todos alegres con dos botellas de cerveza
encima. Todos se iban a acostar, a dormir o a dar vueltas en la cama, poco importa, porque es
bueno un insomnio feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había
prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir mentí, dije que iba a la fiesta
de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo; era una manera de contar a dónde iba y qué iba a
hacer. Besé a las otras dos mujeres sin guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!...

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