Los Oscuros Anos Luz - Brian W. Aldiss PDF

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Los Oscuros Años Luz trata sobre el

tema del encuentro del hombre con


alienígenas inteligentes y se
plantea las dificultades de
comunicación que puede surgir
entre dos concepciones dispares del
universo en tono paradójico: ¿cómo
puede alguien llegar a buenos
términos con unos seres cuyo
aspecto físico y costumbres son
francamente repulsivos?
Brian W. Aldiss

Los oscuros años


luz
Super fición #33

ePUB r1.2
whatsername 11.04.13
Título original: The dark light years
Brian Aldiss, 1964
Traducción: Francisco Cazorla

Editor digital: whatsername


Corrección de erratas: Lestrobe
ePub base r1.0
Unos cuantos años luz
con condimento artificial para
Harry Harrison
poeta, filósofo, hombre ejemplar.
Oh, negrura, negrura, negrura.
Todos van hacia lo oscuro,
Los vacíos espacios interestelares,
el vacío dentro del vacío,
Los capitanes, banqueros,
comerciantes,
eminentes hombres de letras,
Los generosos protectores del
arte,
los hombres de Estado, los
gobernantes…
Los oscuros años luz
Sobre el terreno, las nuevas hojas de
hierba surgían con su envoltura de
clorofila. En los árboles sobresalían las
lenguas de verdor, envolviendo tallos y
ramas —pronto el lugar se asemejaría al
imbécil intento de un niño de la Tierra
que dibuja árboles de Navidad— pues
la primavera nuevamente estimulaba a
todo lo que crecía en el hemisferio
austral del planeta Dapdrof.
No es que la naturaleza fuese más
amable en Dapdrof que en cualquier otra
parte. Aunque enviara los vientos
cálidos sobre el hemisferio sur, reunía la
mayor parte de los del norte en un gélido
monzón.
Apoyado en sus muletas, el anciano
Aylmer Ainson se hallaba erguido en la
puerta, rascándose pausadamente la
calva, mientras observaba atentamente
los árboles. Incluso las más extremas y
delgadas ramitas apenas se agitaban,
aunque soplaba una fuerte brisa.
Aquel efecto pesado estaba causado
por la fuerza de la gravedad; incluso las
ramitas, como todas las cosas en
Dapdrof, pesaban tres veces más que en
la Tierra. Ainson hacía ya mucho tiempo
que estaba acostumbrado al fenómeno.
Su cuerpo se había desarrollado cargado
de espaldas y con el pecho hundido, y
así llegó a acostumbrarse. También su
cerebro había crecido un tanto
redondeado en el proceso.
Afortunadamente, no le afligía el
anhelo de revivir el pasado, que derriba
a tantos humanos incluso antes de llegar
a la edad madura. La visión de aquellas
nuevas hojas verdes sólo despertó en
Ainson una vaga nostalgia, que le
evocaba el remoto recuerdo de que su
niñez había transcurrido entre un follaje
más sensible a los céfiros de abril;
céfiros que, por lo demás, se hallaban a
cien años luz de distancia. Era libre de
estar a la puerta, gozando del más
exquisito lujo del hombre: una mente en
blanco.
Observaba distraídamente a Quequo,
el utod hembra, mientras caminaba entre
sus lechos vegetales, bajo los árboles
ammp, lanzando finalmente su cuerpo
dentro del barro acogedor. Los árboles
ammp permanecían siempre verdes, a
diferencia de los restantes árboles en el
recinto de Ainson. En lo más alto de
ellos, reposando entre el follaje, había
grandes pájaros blancos de cuatro alas,
que decidieron emprender el vuelo
cuando
Ainson los miró, revoloteando en el
aire como inmensas mariposas y
extendiendo sus sombras por la casa al
pasar.
Pero la casa ya estaba salpicada con
sus sombras. Obedeciendo al impulso de
crear una obra de arte para quien les
visitara, quizás una sola vez en cien
años, los amigos de Ainson habían
arrancado el blanco de sus paredes,
esparciendo atolondradamente siluetas
de alas y cuerpos, como impulsándolo
todo hacia arriba. El airoso movimiento
del conjunto daba la impresión de que la
casa de achatados aleros se elevaba
contra la gravedad; pero aquello era
sólo una apariencia, ya que esa
primavera descubrió cómo el árbol de
neoplásico del tejado se había combado,
y cómo las paredes que soportaban la
estructura estaban alabeadas y más cerca
del suelo.
Era la cuadragésima primavera que
Ainson había visto pasar en su pequeña
zona de Dapdrof. Incluso la sazonada
pestilencia procedente del estercolero
ahora olía sólo a hogar. Mientras la
respiraba, su grorg —el comedor de
parásitos— le rascaba la cabeza y, para
agradecérselo, Ainson levantó la mano y
dio unos golpecitos cariñosos en el
cráneo de aquella criatura parecida a un
lagarto. Ainson supuso que era lo que su
grorg deseaba realmente, pero en
aquella hora, con sólo uno de los soles
en el cielo, hacía demasiado frío para
unirse a Snok Snok Karn y Quequo
Kiffúl con sus grorgs y darse un
revolcón en el lodo.
—Tengo frío aquí en la entrada. Voy
adentro para echarme un rato —dijo a
Snok Snok en lengua utodia.
El joven utod levantó la mirada y
extendió dos de sus miembros en señal
de comprensión. Aquello era grato.
Incluso después de cuarenta años de
estudio, Ainson encontraba el lenguaje
utodiano lleno de acertijos. No estaba
seguro de no haber dicho: "El arroyo
está helado y me voy dentro para
cocerlo". No era fácil captar el correcto
grito flexionado y silbante de aquellas
criaturas; sólo disponía de un orificio
para emitir sonidos, contra los ocho con
que contaba Snok Snok. Blandió las
muletas y entró en la casa.
—Su discurso se hace menos
comprensible de lo que era antes —
comentó Quequo. Ya tuvimos bastantes
dificultades para enseñarle a
comunicarse. No es un mecanismo
eficiente, este hombre-con-piernas. Te
habrás dado cuenta de que se mueve con
más lentitud que antes.
—Sí, madre, ya me he dado cuenta.
Él mismo se queja sobre eso. Menciona
cada vez más ese fenómeno al que llama
dolor.
—Es difícil cambiar ideas con estos
hombres-con-piernas de la Tierra, pues
su vocabulario es muy limitado y su
espectro vocal mínimo. Pero llego a la
conclusión, por cuanto estuvo intentando
decirme la otra noche, que si fuese un
utod, sería ahora un anciano de casi mil
años de edad.
—Entonces sólo queda esperar que
pronto evolucione hacia la fase de
carroña.
—Según creo, eso es lo que
significa el cambio al color blanco de
los hongos de su cráneo.
Aquella conversación se llevó a
cabo en lenguaje utodiano, mientras
Snok Snok yacía de espaldas contra el
inmenso corpachón simétrico de su
madre, empapado de aquel maravilloso
légamo. Sus grorgs se les subían encima,
lamiendo y saltando. La pestilencia,
enriquecida por el ligero brillo del sol,
era magnífica. Sus excrementos,
abandonados en la delgada capa de
lodo, suministraban valiosos aceites que
se filtraban por la piel y la hacían más
suave.
Snok Snok Karn era ya un gran utod,
un rollizo retoño de la especie
dominante del pesado mundo de
Dapdrof. En realidad era un adulto,
aunque todavía neutro y en el perezoso
ojo de su mente se vio a sí mismo, de
todos modos, convertido en un macho en
las próximas décadas. Cambiaría de
sexo cuando Dapdrof cambiara de sol, y
para aquel acontecimiento —el
periódico trastorno entrópico solar
orbital— Snok Snok se hallaba, desde
luego, bien preparado. La mayor parte
de su dilatada niñez había estado
ocupada con disciplinas, preparándole
para aquel acontecimiento. Quequo
había sido muy buena en las disciplinas
y en la crianza mental: apartada del
mundo, ya que los dos estaban allí con
Ainson, el hombre-con-piernas, les
había proporcionado toda su imponente
y maternal concentración.
Lánguidamente, sacó uno de sus
miembros, recogió una masa de lodo y
se recubrió el pecho con ella. Después,
poniendo en práctica sus buenas
maneras, se apresuró en tomar un poco
del barro recogido y esparcirlo por la
espalda de su madre.
—Madre, ¿crees que el hombre-con-
piernas se está preparando para el esod?
—preguntó Snok Snok, retrayendo el
miembro a la suave superficie de su
flanco.
Hombre-con-piernas era el nombre
que le daban a Aylmer, y esod una forma
práctica de referirse al desarreglo
entrópico solar orbital.
—Es difícil de decir, debido a la
barrera del lenguaje que se interpone
entre nosotros —dijo Quequo,
parpadeando entre el barro—. Hemos
intentado charlar sobre ello, pero sin
gran éxito. Lo intentaré de nuevo;
debemos hacerlo. Si no estuviese
preparado, sería para él un grave
problema, pues podría pasar
súbitamente al estado de carroña. Pero
seguramente tienen ese mismo problema
en el planeta del hombre-con-piernas.
—Ya no tardará mucho, ¿verdad,
madre?
Como la madre no se molestó en
responderle, pues los grorgs se movían
activamente sobre ella, subiendo y
bajando por la espina dorsal, Snok Snok
continuó descansando y pensó en el
tiempo, ya cercano, en que Dapdrof
abandonaría el sol actual —Azafrán
Sonriente— y quedaría en la órbita de
Ceñudo Amarillo. Sería un período
difícil, y para afrontarlo tendría que ser
viril, duro v bravo. Luego vendría
finalmente la estrella Blanca
Bienvenida, la estrella feliz, el sol bajo
el cual había nacido, y que tanto había
influido en su naturaleza perezosa y
risueña. Bajo la luz de Blanca
Bienvenida podría hacerse cargo de los
cuidados y las alegrías de la maternidad,
educando y entrenando un hijo igual que
él.
La vida resultaba maravillosa
cuando se pensaba profundamente en
ella. Los hechos del esod podrían
resultar prosaicos para algunos, pero a
Snok Snok, aunque era sólo un muchacho
del campo educado con excesiva
sencillez, sin noción alguna sobre la
incorporación al sacerdocio y la
navegación por los reinos estelares, la
naturaleza le parecía espléndida. Incluso
la suave caricia del sol, que cubría sus
trescientos noventa kilos de peso,
contenía una poesía sin paráfrasis
adecuada. Se acercó a uno de los lados
y excretó en el estercolero, como un
pequeño tributo a su madre. Ensucia a
los demás como quisieras ser ensuciado.
—Madre, ¿fue a causa de que el
clero se atrevió a abandonar los mundos
de los Soles Triples por lo que se
encontraron con los hombres-con-
piernas terrestres?
—Estás muy charlatán esta mañana.
¿Por qué no vas y hablas con los
hombres-con-piernas? Ya sabes cómo te
divierte su versión de lo ocurrido en los
reinos estelares.
—Pero madre, ¿qué versión es la
auténtica, la suya o la nuestra?
La madre vaciló unos instantes antes
de responderle, pues la contestación era
tremendamente difícil, pero sólo una
respuesta precisa permitiría la
comprensión de las cosas.
Finalmente, le dijo:
—Con frecuencia existen varias
versiones de la verdad, hijo mío. El
muchacho ignoró la indicación de su
madre.
—Pero fue el clero que llegó hasta
más allá de los Soles Triples quien
encontró primero a los hombres-con-
piernas.
—¿Por qué no sigues descansando y
madurando?
—¿No dijiste que los encontraron en
un mundo llamado Grud rodd, sólo unos
cuantos años después de que yo naciera?
—Ainson te lo dijo primero.
—Fuiste tú quien me dijo que
surgirían problemas de ese encuentro…

El primer encuentro entre el utod y


el hombre ocurrió diez años después del
nacimiento de Snok Snok. Como éste
había dicho, aquel encuentro tuvo lugar
en el planeta que su raza denominaba
Grudgrodd. Si se hubiera producido en
un planeta distinto, si hubieran estado
implicados otros protagonistas, el
resultado final de aquel hecho habría
sido muy distinto. Si alguien… Pero de
poco vale embarcarse en conceptos
condicionales. En la historia no había
"síes", solamente se hallan en la mente
de los observadores que la revisan, y
por lo que sabemos, nadie ha
demostrado que la casualidad sea algo
distinto a una ilusión estadística
inventada por el hombre. Sólo podemos
decir que lo sucedido entre el hombre y
el utod se produjo en tal o cual forma.
Esta narración se ocupará de
aquellos acontecimientos con el menor
número de comentarios posible, y el
lector deberá recordar que lo que
Quequo dijo es aplicable tanto al
hombre como a los seres extraños: las
verdades llegan en formas tan diversas
como las mentiras.
Grudgrodd pareció bastante
tolerable a los primeros utods que lo
inspeccionaron.
Una nave utodia del reino de las
estrellas se había posado sobre el
planeta en un amplio valle inhóspito,
rocoso y frío, y cubierto de cardos
salvajes que llegaban hasta la altura de
la rodilla en la mayor parte de su
extensión. Sin embargo, su apariencia
recordaba la de algunos remotos lugares
que podían hallarse en el hemisferio
septentrional de Dapdrof. Salió un par
de grorgs por la escotilla. Regresaron
hora y media después, intactos y
respirando pesadamente. Existían
diferencias, pero el lugar resultaba
habitable.
Practicaron en el suelo el
ceremonial de la inmundicia con la
intención de persuadir al sagrado
cosmopolitano a que excretara fuera de
la escotilla, en un universal gesto de
fertilidad.
—Creo que es una equivocación —
dijo.
La palabra utodia correspondiente a
"una equivocación" era Grudgrodd
(transcripción de un gruñido átono, todo
lo aproximada que permite la escritura
terrestre), y de allí en adelante el
planeta fue conocido como Grudgrodd.
Todavía resuelto a protestar, el
cosmopolitano salió seguido por sus tres
politanos y el planeta fue proclamado
como una dependencia de los Soles
Triples.
Cuatro acólitos se dispusieron a
limpiar laboriosamente de cardos
salvajes un círculo de terreno junto a la
orilla del río. Trabajaron rápidamente
con sus seis miembros extendidos; dos
de ellos extraían tierra fuera del círculo
y después dejaban que el agua entrara
por un lado mientras los otros dos
convertían el barro resultante en un rico
légamo.
El cosmopolitano permaneció al
borde del creciente cráter, observando
el trabajo abstraídamente con sus ojos
traseros, y discutió con tanta fuerza
como solía hacerlo un utod, sobre los
aciertos y los errores de tomar contacto
con un planeta que no pertenecía a los
Soles Triples. Los tres politanos, a su
vez, le respondieron con toda la fuerza
de que fueron capaces.
—La Sensación Sagrada está
completamente clara —dijo el
cosmopolitano—. Como hijos de los
Soles Triples, nuestras defecaciones no
tienen que tocar los planetas que no
alumbren esos soles; existen límites para
todas las cosas, incluso para la
fertilidad. —Y extendió un miembro
hacia arriba, donde un gran globo malva
del tamaño de una fruta ammp observaba
fríamente la ceremonia sobre un banco
de nubes—. ¿Justifica eso a un sol como
Azafrán Sonriente? ¿Lo tomáis por
Blanca Bienvenida? ¿Acaso podéis
confundirlo con Ceñudo Amarillo? No,
no, amigos míos, esa claridad purpúrea
es un extraño, y desperdiciamos nuestra
sustancia en ella.
Habló entonces el primer politano.
—Todo cuanto dices es
incontrovertible. Pero no estamos aquí
sólo por nuestra voluntad. Caímos
dentro de una turbulencia del reino de
las estrellas que nos ha arrastrado a
varios millares de órbitas fuera de
nuestra ruta. Este planeta ha sido nuestro
refugio más cercano.
—Dices la verdad, como siempre —
dijo el cosmopolitano—. Pero no
teníamos necesidad de descender aquí.
Un mes de vuelo nos habría devuelto a
los Soles Triples y a Dapdra o a uno de
los planetas hermanos. Parece un tanto
impuro para nosotros.
—No creo que debas preocuparte
por ello, cosmopolitano —dijo entonces
el segundo politano.
Tenía la piel verde grisácea de los
nacidos durante el proceso del esod,
quizás el paso más fácil de todo el
sacerdocio.
—Míralo de este modo: los Soles
Triples alrededor de los cuales gira
Dapdrof sólo son tres de las seis
estrellas del Grupo Patrio. Esas seis
estrellas poseen ocho mundos capaces
de albergar vida tal y como la
conocemos. Aparte de Dapdrof, tenemos
otros siete mundos igualmente sagrados
y apropiados para el utod-ammp, aunque
algunos de ellos, Buskey por ejemplo,
giran alrededor de una de las tres
estrellas menores del grupo estelar. No
es necesario que se tenga que girar
alrededor de uno de los Soles Triples
para pertenecer al utod-ammp. Ahora
preguntemos…
Pero el cosmopolitano, que era más
partidario de hablar que de escuchar,
como correspondía a un utod de su
posición, interrumpió a su compañero.
—No preguntemos más, amigo.
Acabo de observar que parece un poco
impío. No quería hacer ninguna crítica
Pero estamos sentando un precedente.
Dicho esto, rascó a su grorg con aire
de juez.
Con gran tolerancia, el tercer
politano (cuyo nombre era Blue Lugug),
dijo:
—Estoy de acuerdo con cuanto has
dicho, cosmopolitano, pero no sabemos
si estamos sentando un precedente.
Nuestra historia es tan antigua, que
podría ser que muchas tripulaciones
hubiesen viajado por el reino de las
estrellas, y en cualquier parte, en algún
planeta lejano, hubieran establecido una
nueva ciénaga para la gloria del utod-
ammp. Incluso si miramos a nuestro
alrededor, podríamos descubrir utods
establecidos aquí.
—Me convences por completo. En
la Era de la Revolución, algo así pudo
haber sucedido muy fácilmente —dijo,
aliviado, el cosmopolitano. Extendiendo
seis de sus miembros, hizo un amplio y
ceremonioso gesto señalando el cielo y
la tierra.
—Yo digo: toda esta tierra que
pertenezca a los Soles Triples. Que
comience la defecación.
Y fueron felices. Y su felicidad
creció. ¿Quién no iba a ser feliz? Con
comodidades y la fertilidad a mano, se
hallaban como en casa.
El sol malva desapareció, y casi
inmediatamente surgió del horizonte un
satélite brillante como una bola de
nieve, acompañado de un halo de polvo,
que se colocó velozmente sobre ellos.
Acostumbrados a los grandes cambios
de temperatura, a los ocho utods no les
importó el creciente frío de la noche. Se
revolcaron en su ciénaga recién
construida. Sus dieciséis grorgs
asistentes se revolcaron con ellos,
agarrándose fuertemente con sus dedos a
sus anfitriones cuando éstos se hundían
en el fango.
Lentamente, les fue invadiendo la
impresión de estar en un mundo nuevo,
que les acariciaba el cuerpo,
produciéndoles unas sensaciones que no
podrían ser traducidas en palabras.
Arriba, en el firmamento,
resplandecía el Grupo Patrio. Seis
estrellas dispuestas en la forma —o por
lo menos así lo afirmaban los acólitos—
de uno de los cálices que flotaban en los
tempestuosos mares de Smeksmer.
—No teníamos por qué habernos
preocupado —dijo alegremente el
cosmopolitano—. Los Soles Triples
continúan brillando aquí sobre nosotros.
No tenemos que apresurarnos en volver.
Tal vez al final de la semana plantemos
unas cuantas semillas de ammp, y
después volveremos a casa.
—… O al final de la semana
siguiente —comentó el tercer politano,
confortablemente hundido en su baño de
lodo.
Para completar su satisfacción, el
cosmopolitano les dio una breve arenga
religiosa. Permanecieron echados,
escuchando su discurso a medida que
era emitido por sus ocho orificios.
Resaltó cómo los árboles ammp y los
utods dependían unos de otros, y cómo
el beneficio de cada uno dependía del
beneficio de los demás. Recalcó la
significación de la palabra "beneficio"
antes de continuar relatando de qué
forma tanto los árboles como los utods
(manifestaciones ambas de un espíritu)
dependían de la luz procedente de
cualquiera de los Soles Triples que se
movían en el espacio. Aquella luz era el
excremento de los soles, absurdo y
milagroso. Nadie debía olvidar que
ellos también participaban de lo absurdo
al igual que de lo milagroso. Jamás
deberían exaltarse ni ensoberbecerse,
pues, ¿no estaban incluso sus dioses
constituidos en la divina forma de un
excremento?
El tercer politano disfrutó mucho
con el monólogo, pues lo que resulta
más familiar es también lo que produce
más seguridad.
Descansaba, mostrando sólo el
extremo de un hocico sobre la
burbujeante superficie del cieno, y
hablaba con la voz sumergida, mediante
sus orificios ockpu. Miró atentamente
con uno de sus ojos no sumergidos la
oscura mole de su nave del reino de las
estrellas, bellamente bulbosa y negra
que se destacaba en el cielo. Sí, la vida
era buena y rica, incluso a tanta
distancia de su amado planeta Dapdrof.
Cuando llegara el próximo esod tendría
que cambiar de sexo y convertirse en
madre, como correspondía a su especie,
pero incluso aquello… Bueno, como
frecuentemente oyó decir a su madre,
todo resultaba agradable para una mente
en calma. Pensó amorosamente en su
madre. La amaba aunque había
cambiado de sexo, convirtiéndose en un
sagrado cosmopolitano.
Entonces chilló a través de todos sus
orificios. Unas luces aparecían por
detrás de la nave.
El tercer politano llamó la atención
a sus compañeros y todos miraron en la
dirección indicada.
No solamente se veían luces. Un
ruido extraño crecía sin cesar.
Y no se trataba sólo de una luz. Eran
cuatro focos de luz que se abrían paso
entre la oscuridad, y una quinta luz que
se movía sin descanso, como un
miembro en acción. Esta última se
detuvo finalmente junto a la nave.
—Me parece que se aproxima
alguna forma de vida —dijo uno de los
acólitos.
Al tiempo que hablaba, todos
pudieron ver con más claridad. A lo
largo del valle, y en dirección a ellos,
aparecieron dos formas rechonchas.
Ellas emitían aquel ruido extraño.
Llegaron hasta la nave y se detuvieron.
Entonces cesó el ruido.
—¡Qué interesante! Son más grandes
que nosotros —dijo el tercer politano.
Unas formas más pequeñas saltaban
de los dos objetos rechonchos.
Entonces, la luz que bañaba la nave
volvió su foco hacia la ciénaga. Los
utods desviaron al unísono la vista, para
evitar quedar deslumbrados, hacia una
banda de radiación más cómoda, y
vieron aquellas formas más pequeñas,
cuatro en total, alineadas en la orilla del
río.
—Si producen su propia luz, deben
ser bastante inteligentes —dijo el
cosmopolitano—. ¿Cuáles creéis que
tienen vida? ¿Esos dos objetos
rechonchos con ojos, o los otros cuatro?
—Tal vez las formas más pequeñas
son sus grorgs —sugirió un acólito.
—Creo que sería más cortés salir a
su encuentro y ver qué sucede —dijo el
cosmopolitano.
Enderezó su corpachón y comenzó a
moverse hacia las cuatro figuras. Sus
compañeros se levantaron para seguirle.
Oyeron unos ruidos procedentes de las
figuras de la orilla, las cuales
comenzaron a alejarse.
—¡Qué delicioso! —exclamó el
segundo politano, acercándose
rápidamente—. Creo que tratan de
comunicarse de un modo primitivo.
—¡Qué suerte que hayamos venido!
—dijo el tercer politano, pero su
observación no se dirigía por supuesto
al cosmopolitano.
—¡Saludos, criaturas! —gritaron
dos de los acólitos.
En aquel momento, las criaturas que
se hallaban en la orilla levantaron sus
armas —fabricadas en la Tierra— a la
altura de sus caderas y abrieron fuego.
El capitán Bargerone adoptó una de sus
posturas características. Se quedó
rígido, con las manos colgando hasta
tocar las costuras de su pantalón corto
de color azul cielo, y con el rostro
inexpresivo. Era una forma de
autocontrol que había practicado varias
veces durante aquel viaje,
particularmente cuando tenía que
enfrentarse con su jefe explorador.
—¿Supone que voy a tomar en serio
todo cuanto me dice, Ainson? ¿O
simplemente intenta demorar el
despegue?
El jefe explorador, Bruce Ainson,
tragó saliva; era un hombre religioso, y
suplicó silenciosamente al Altísimo que
le ayudase a tratar con aquel imbécil que
no veía nada aparte de lo que constituía
su deber.
—Las dos criaturas que capturamos
anoche han intentado seriamente
comunicarse conmigo, señor. Según las
definiciones de la exploración del
espacio, cualquiera que intente
comunicarse con un hombre tiene que
ser considerado por lo menos como
subhumano, hasta que se pruebe lo
contrario.
—Así es —intervino el explorador
Phipps, parpadeando nerviosamente, en
un intento de apoyar a su jefe.
—No tiene usted que convencerme
de lo que sólo son perogrulladas, señor
Phipps —repuso el capitán—. Me limito
simplemente a cuestionar lo que usted
entiende por un "intento de
comunicarse". Cuando esas criaturas le
arrojaron coles, sin duda lo interpretó
como un intento de comunicación.
—Esas criaturas no me arrojaron
ninguna col, señor —dijo Ainson—.
Permanecieron quietas al otro lado de
los barrotes y me hablaron.
La ceja izquierda del capitán se
arqueó como un acero probado por un
maestro de esgrima.
—¿Hablaron, señor Ainson? ¿En qué
idioma de la Tierra? ¿En portugués, o tal
vez en swahili?
—En su propia lengua, capitán
Bargerone. Con una serie de silbidos,
gruñidos y expresiones sonoras, con
frecuencias superiores al límite audible.
Sin embargo, se trata de una lengua, y
hasta es posible que sea una lengua
muchísimo más compleja que la nuestra.
—¿Y en qué basa usted su
deducción, señor Ainson?
Al jefe explorador no le arredró la
pregunta, pero las profundas arrugas de
su rostro subrayaron más intensamente
su aspecto preocupado.
—En la observación. Nuestros
hombres sorprendieron a ocho de esas
criaturas, señor, e inmediatamente
mataron a seis de ellas. Debería usted
haber leído el informe de la patrulla.
Las dos restantes quedaron tan
sorprendidas que fueron fácilmente
capturadas y conducidas aquí, a la
"Mariestopes". En tales circunstancias,
la preocupación de cualquier viviente es
conseguir misericordia o, si es posible,
intentar la huida. Desgraciadamente,
hasta ahora no hemos encontrado
ninguna forma de vida inteligente en la
zona de la galaxia cercana a la Tierra.
Todas las razas humanas suplican del
mismo modo, con gestos o verbalmente.
Esas criaturas, en cambio, no utilizan
gesto alguno, su lenguaje tiene que ser
de tal modo rico en matices, que no
tienen necesidad de gesticular, incluso
cuando suplican por sus vidas.
El capitán Bargerone dejó escapar
un bufido atrozmente civilizado.
—Entonces, no están ustedes seguros
de que suplicaran por sus vidas. Bien,
¿qué hicieron entonces, aparte de gruñir
como cerdos enjaulados?
—Creo que debería usted venir y
verlo por sí mismo, señor. Tal vez eso le
ayudara a ver las cosas de un modo
distinto.
—Ya vi anoche a esas sucias
criaturas, y no creo que sea preciso
volver a verlas. Por supuesto, reconozco
que constituyen un valioso
descubrimiento, y ya lo expresé así al
jefe de la patrulla. Serán transportadas
al Exozoo de Londres, señor Ainson, en
cuanto regresemos a la Tierra. Entonces
podrá usted hablar con ellas cuanto
guste. Pero, como he dicho antes, ya es
hora de que salgamos de este planeta; no
puedo dedicar más tiempo a su
exploración. Recuerde que esta nave
pertenece a una compañía privada y no a
las Fuerzas del Espacio, y que, además,
tengo un programa que cumplir. Ya
hemos perdido toda una semana en este
miserable planeta sin hallar algo vivo
mayor que el excremento de un ratón. No
puedo perder ni otras doce horas aquí.
Bruce Ainson se incorporó. Detrás
de él, Phipps hizo una imitación de su
gesto, que pasó inadvertido.
—Entonces tendrá que marcharse sin
mí, señor. Y sin Phipps.
Desgraciadamente, ninguno de nosotros
estaba anoche con la patrulla, y es
esencial que investiguemos el lugar
donde esas criaturas fueron capturadas.
Debe usted comprender que el objetivo
de la expedición quedaría incompleto si
no tenemos idea de su hábitat. Ese
conocimiento es más importante que el
riguroso cumplimiento del programa.
—Hay una guerra en curso, señor
Ainson, y yo tengo instrucciones.
—Entonces tendrá que marcharse sin
mí, señor. Y no sé cómo sentaría eso a la
USGN.
El capitán sabía rendirse sin dar la
impresión de derrotado.
—Salimos dentro de seis horas,
señor Ainson. Lo que usted y su
subordinado hagan hasta entonces es
cosa de su incumbencia.
—Gracias, señor —dijo Ainson,
recalcando sus palabras con toda la
intención de que fue capaz.
Ainson y Phipps se alejaron
apresuradamente de la oficina del
capitán, tomaron un elevador que les
llevó a la cubierta de desembarque y
descendieron por la rampa a la
superficie del planeta, provisionalmente
denominado 12B.
La cantina funcionaba todavía y los
dos exploradores, guiados por su
instinto, fueron al encuentro del cuerpo
de exploración, cuyo personal estaba
implicado en los acontecimientos de la
pasada noche. En la cantina, construida
con materiales prefabricados, se servían
los alimentos sintéticos tan populares en
la Tierra. En una mesa se hallaba
sentado un joven norteamericano,
rechoncho y musculoso, de cuello grueso
y cabellos cortados a cepillo. Se
llamaba Hank Quilter, y quienes le
conocían de cerca afirmaban que
llegaría lejos. Tenía ante sí un vaso de
vino sintético (conseguido de algo tan
vulgar como eran las uvas criadas en el
tosco suelo y maduradas con elementos
sin refinar), y, con su rostro juvenil
animado, se burlaba del punto de vista
que sostenía Ginger Dullfield, el astuto
abogado de la nave.
Ainson, interrumpió sin ceremonias
la conversación. Quilter había dejado la
patrulla la noche anterior.
Quilter apuró su vaso e hizo
resignadamente una seña a un joven
delgado, llamado Walthamstone, que
también había estado en la patrulla, y los
cuatro se encaminaron al parque de
vehículos —ya casi demolido a causa de
los preparativos del despegue— y
tomaron un todo terreno.
Ainson firmó el recibo del vehículo
y partieron en él. Walthamstone iba al
volante y Phipps distribuyó las armas.
Este último dijo:
—Bargerone no le ha concedido
mucho tiempo, Bruce. ¿Qué es lo que
espera encontrar?
—Deseo examinar el lugar donde
esas criaturas fueron capturadas. Por
supuesto que me gustaría encontrar algo
que obligara a Bargerone a comer el
pastel de la humildad.
Percibió la rápida mirada de alarma
que Phipps dirigió a los demás hombres,
y se apresuró a añadir:
—Quilter, usted estuvo anoche de
servicio, y su dedo se movió con
demasiada celeridad, ¿no es así? ¿Pensó
que se encontraba en el salvaje oeste?
Quilter se volvió para mirar a su
superior.
—El capitán me ha felicitado esta
mañana —fue toda su respuesta. Ainson
decidió cambiar de táctica.
—Esas bestias tal vez no sean
inteligentes, pero si uno es sensible,
puede percibir que hay en ellas algo
especial. No muestran pánico ni temor
de ninguna clase.
—Tanto podría ser un signo de
estupidez como de inteligencia —opinó
Phipps.
—Bueno, tal vez… Con todo… Hay
otra cosa que vale la pena investigar,
Gussie. Sea cual sea el aspecto de esas
criaturas, no encaja con el de los
grandes animales que hemos descubierto
hasta ahora en otros planetas. Oh, ya sé
que sólo hemos descubierto una docena
de planetas que alberguen alguna forma
de vida, pero hay que considerar que el
viaje estelar apenas cuenta con treinta
años de existencia. Parece como si los
planetas de gravedad ligera produjeran
seres de poco peso, y los planetas
pesados criaturas voluminosas y
compactas. Esas criaturas, son
excepciones a la regla.
—Ya comprendo lo que quiere decir.
Este mundo no tiene una masa mucho
mayor que Marte y, sin embargo estos
animales están constituidos como
rinocerontes.
—Cuando los encontramos se
estaban revolcando en el barro como
hacen los rinocerontes —intervino
Quilter—. Eso parece descartar la
posibilidad de que tengan inteligencia.
—Pero no debió haberles tiroteado
en esa forma. Puede que sea una especie
rara, y tiene que serlo pues, de lo
contrario, les habríamos encontrado
antes en otros lugares. En planetas Doce
B.
—Pero uno no puede detenerse a
considerar eso cuando está recibiendo la
embestida de un rinoceronte.
—Sí, comprendo.
Avanzaron en silencio por una
llanura. Ainson intentó experimentar de
nuevo la sensación de felicidad que le
había inundado en su primer paseo por
aquel planeta nuevo. Los nuevos
planetas renovaban su gusto por la vida,
pero aquella vez el placer había durado
poco, destruido, como de costumbre, por
las personas que le acompañaban en
aquel viaje. Había cometido el error de
embarcarse en la nave de una compañía
privada. En las naves de las Fuerzas del
Espacio la vida era más rígida y
sencilla, pero desgraciadamente la
guerra anglo-brasileña ocupaba todos
los aparatos en maniobras por el sistema
solar y no estaban disponibles para
empresas pacificas de exploración. De
todos modos, Ainson pensó que no
merecía estar a las órdenes de un
capitán como Edgar Bargerone.
Era realmente una lástima que
Bargerone no se decidiese a despegar
sin él. Prefería estar consigo mismo,
alejado de la gente; en comunión con la
naturaleza, como solía decir su padre.
La gente acudiría al planeta 12B. Al
igual que en la Tierra, pronto
comenzarían a surgir problemas de
superpoblación. Pero había sido
explorado con vistas a la colonización.
Ya se habían determinado y marcado los
lugares adecuados para las primeras
comunidades al otro lado de aquel
mundo. En un par de años, los pobres y
miserables, forzados por la necesidad
económica, tendrían que abandonar la
Tierra y ser transportados al planeta
12B, que ya había sido bautizado con un
bonito nombre de fuerte sabor colonial,
como Clementina o cualquier otro
igualmente inocuo y extravagante.
Sí, abordarían aquella llanura con
todo el valor de su especie,
convirtiéndola en una extensión de
sucios cultivos y hacinamiento humano.
La fertilidad era la maldición de la raza
humana, pensó Ainson. Su exagerada
procreación continuaría; los lomos
prolíficos tendrían que eyacular de
nuevo su progenie no deseada sobre los
planetas vírgenes que permanecían a la
espera. Y bien… ¿qué más aguardaban?
Por Cristo, ¿qué otra cosa? Tendría
que ser otra cosa, o hubiera sido mejor
permanecer en el hermoso, inofensivo y
bienaventurado verdor del pleistoceno.
Los amargos pensamientos de
Ainson fueron interrumpidos por las
palabras de Walthamstone.
—Ahí está el río. Justo a la vuelta
de aquel recodo.
Al llegar hallaron unos bancos bajos
de arenisca donde crecían árboles con
púas. Sobre ellos, un sol de color malva
les envolvía en un extraño resplandor.
Aquel sol producía un fantástico brillo
gracias al reflejo de las innumerables
hojas de los cardos silvestres que
crecían alrededor del río hasta donde su
vista podía alcanzar. Sobre el terreno
resaltaba un objeto que atrajo su
atención. Era una gran masa de forma
singular que se encontraba a cierta
distancia, frente a ellos.
—Eso… —dijeron al mismo tiempo
Ainson y Phipps— parece otra de esas
criaturas.
—La ciénaga donde les capturamos
está precisamente en la orilla opuesta —
precisó Walthamstone.
Y lanzó el vehículo a través de los
cardos, frenando a la sombra de aquel
objeto prominente, solitario y extraña
como un trozo de madera grabada de
Liberia sobre la repisa de una chimenea
en Escocia.
Descendieron del vehículo y
continuaron su marcha a pie, con los
rifles preparados.
Se detuvieron al borde de la ciénaga
y la inspeccionaron. Un lado del círculo
había sido lamido por las aguas de la
corriente. El barro era marrón y pastoso,
ampliamente estriado de rojo en los
lugares donde cinco grandes cadáveres
habían tomado su último baño de barro,
con las descuidadas posturas en que les
sorprendió la muerte. El sexto cuerpo
hizo un esfuerzo para volver la cabeza
hacia ellos.
Una nube de moscas levantó el
vuelo, irritadas ante aquella intromisión.
Quilter dispuso el rifle para disparar y
mostró una expresión ceñuda cuando
Ainson le detuvo el brazo.
—No lo mate —ordenó Ainson—.
Está herido. No puede hacernos daño.
—No podemos estar seguros. Deje
que acabe con eso.
—Le digo que no, Quilter. Lo
meteremos en la parte trasera del
vehículo y lo llevaremos a la nave. Será
mejor que recojamos también a los
muertos. Así podremos estudiar su
anatomía. En la Tierra no nos
perdonarían que perdiésemos semejante
oportunidad. Usted y Walthamstone
tomen las redes y levanten esos cuerpos.
Quilter consultó su reloj con aire de
desafío y luego miró a Ainson.
—Vamos, muévanse —ordenó
Ainson.
De mala gana, Walthamstone se
dispuso a llevar a cabo lo que su jefe le
ordenaba; al contrario de Quilter no
estaba hecho de la pasta de los rebeldes.
Quilter apretó los labios y obedeció
igualmente. Sacaron las redes y se
colocaron en el borde de la charca.
Antes de ponerse al trabajo, miraron
atentamente los restos medio sumergidos
de la carnicería de la noche anterior.
Aquella visión suavizó a Quilter.
—¡Suerte que los detuvimos! —dijo.
Era un joven musculoso, con los
cabellos rubios bien recortados. Allá, en
Miami, le esperaba su querida y anciana
madre, que contaba con una fortuna
anual gracias a la pensión que obtenía
por su divorcio.
—Sí, si no los liquidamos nos
hubieran barrido —dijo Nalthamstone
—. Yo mismo maté a dos de ellos.
Deben de ser esos dos de ahí, los más
cercanos.
—Son una porquería si se les mira
de cerca. Algo horrible. Peor que
cualquiera de las cosas más asquerosas
que tengamos en la Tierra. No están tan
contentos como cuando les disparamos,
¿verdad, Quil?
—Se trataba de ellos o nosotros. No
tuvimos otra alternativa.
—En eso tienes razón —dijo
Walthamstone, rascándose la barbilla y
mirando con admiración a su amigo.
Había que admitir que Quilter era todo
un tipo. Y repitió la frase de Quilter—:
No tuvimos otra alternativa.
—Me gustaría saber para qué
diablos sirven.
—Y a mí también. Pero realmente
les detuvimos, ¿no?
—Se trataba de ellos o nosotros —
repitió Quilter.
Las moscas volvieron a zumbar
airadas, al chapotear por el barro en
dirección a aquel ser entre humano y
rinoceronte.
Mientras seguía aquella escaramuza
filosófica, Bruce Ainson se aproximó
lentamente al enorme objeto que
señalaba el lugar de la matanza. Le
impresionó su enorme tamaño. Aquella
forma, como la de las criaturas a las que
parecía imitar, le impresionaba no sólo
por su tamaño; había algo en ella que le
afectaba estéticamente. Podría estar a
una altura de cien años luz, y aun así
sería —¡que no se diga que no existe la
belleza!— bella.
Trepó por aquel hermoso objeto.
Apestaba terriblemente, y aquél parecía
ser su cometido. Cinco minutos de
observación disiparon cualquier duda;
aquello era… bueno, parecía un enorme
capullo, y producía la sensación de
serlo, pero era… El capitán Bargerone
tendría que haberlo visto: era una nave
espacial.
Una nave espacial atestada de
excrementos.
Muchas cosas habían ocurrido en la
Tierra en el año 1999. Quins había
nacido de una joven madre de veinte
años en Kennedyville, en Marte. Un
equipo robot había sido admitido, por
primera vez, en los encuentros
deportivos mundiales. Nueva Zelanda
había lanzado al espacio su propia nave
espacial. El primer submarino atómico
español fue botado por una princesa de
la casa real española. En Java se
produjeron dos revoluciones de un solo
día, seis en Sumatra y siete en
Sudamérica. Brasil declaró la guerra a
Gran Bretaña. La Europa comunitaria
derrotaba a la URSS en los campeonatos
de fútbol. Una estrella de cine japonesa
se casaba con el Sha de Persia. La
valiente expedición Todotexas intentó
cruzar el lado brillante del planeta
Mercurio en exotanques, pereciendo un
hombre en el intento. Todoafrica puso en
marcha su primer criadero de ballenas
controlado por radio. Y un gris y
pequeño matemático australiano llamado
Buzzard, entró en tromba en el
dormitorio de su amante a las tres de la
madrugada de un día de mayo, gritando
desaforadamente:
—¡Lo tengo, lo tengo! ¡El vuelo
transponencial!
Dos años después, se construyó el
primer sistema de impulsión
transponencial, en un cohete no tripulado
y a título experimental. Fue lanzado al
espacio y tuvo éxito. Nunca se consiguió
recobrarlo. Este no es el lugar adecuado
para explicar la fórmula del vuelo
transponencial, el TP, como se le
conoció a partir de entonces. En
cualquier caso, el editor rehusa dedicar
al tema tres páginas llenas de símbolos
matemáticos. Baste decir que un recurso
favorito de la ciencia ficción —para
asombro y bancarrota consiguiente de
los escritores del género— quedó
súbitamente incorporado a la realidad.
Gracias a Buzzard, las inmensas
distancias del espacio dejaron de ser
barreras, para convertirse en una puerta
de entrada a los lejanos planetas. En el
año 2010 se podía ir desde Nueva York
a Procyon más confortablemente y con
mayor rapidez de lo que había supuesto,
un siglo antes, ir desde Nueva York a
París.
Eso es lo aburrido del progreso.
Nadie parece capaz de dar un paso fuera
de aquella monótona y vieja curva
exponencial.
Mencionamos todo esto para mostrar
que, como el viaje entre el planeta 12B
y la Tierra, en el año 2035, se hacía en
menos de una quincena, todavía quedaba
mucho tiempo para escribir Cartas. O
para redactar cablegramas como era el
caso del Capitán Bargerone cuando
enviaba los cables TP a sus jefes del
Almirantazgo.
En la primera semana, cablegrafió:

POSICIÓN TP: 355073 X 6915


(12B). REFERENCIA CABLE
97747304.
ORDEN CUMPLIMENTADA.
DE AHORA EN ADELANTE
CRIATURAS CAUTIVAS A
BORDO CONOCIDAS COMO
EXTRAÑOS
EXTRATERRESTRES
(ABREVIADO ETA).
SITUACION RELATIVA LOS
ETA: DOS VIVOS Y BIEN DE
LOS TRES QUE LLEVAMOS.
DEMAS CADAVERES HAN SIDO
DISECCIONADOS Y
ANALIZADOS
PARA ESTUDIAR
ANATOMIA. AL PRINCIPIO NO
PUDE DARME CUENTA DE QUE
FUESEN MAS QUE ANIMALES.
JEFE EXPLORADOR AINSON
ME EXPLICO
SITUACION. LE ORDENÉ IR
CON PATRULLA LUGAR
CAPTURA ETA.
ENCONTRADA ALLI
EVIDENCIA QUE ETA TIENEN
INTELIGENCIA. NAVE
ESPACIAL DE EXTRAÑA
MANUFACTURA TOMADA EN
CUSTODIA. LA LLEVAMOS
EN ESPACIO PRINCIPAL DE
CARGA TRAS OPORTUNA
REDISTRIBUCION DE ÉSTA.
PEQUEÑA NAVE ESPACIAL
CAPACIDAD SOLO 8 ETA. NO
HAY DUDA NAVE
PERTENECE A ETA. MISMA
BASURA POR TODAS PARTES.
HEDOR TREMENDO.
EVIDENCIA QUE ETA
TAMBIÉN HAN EXPLORADO
12B.
ORDENADO AINSON Y SU
PERSONAL COMUNICARSE
CON ETA RAPIDEZ
POSIBLE. ESPERO
PROBLEMA LENGUAJE
RESUELTO ANTES ATERRIZAR.
EDGAR BARGERONE,
CAPITAN MARIESTOPES.
GMT. 1750: 6.7.2035

Otros redactores también se hallaban


ocupados a bordo de la "Mariestopes".
Walthamstone escribió extensamente a
una tía residente en un suburbio
occidental de Londres, llamado
Windsor:

Mi querida tía Flo:


Volvemos a casa y te veré de
nuevo. Espero que tu reumatismo
haya mejorado. En este viaje no
he sufrido mareos. Cuando la nave
entra en vuelo transponencial, si
sabes lo que es, uno se siente un
poco trastornado durante un par
de horas. Mi compañero Quilt dice
que eso es debido a que todas las
moléculas se vuelven negativas.
Pero después uno se siente
perfectamente.
Cuando nos detuvimos en un
planeta que no tiene nombre,
porque nosotros fuimos los
primeros en visitarlo, Quilt y yo
tuvimos ocasión de ir de caza. El
lugar estaba lleno de grandes
animales, fieros y sucios, tan
grandes como la nave. Viven en
charcos de barro. Los matamos
por docenas. Tenemos dos vivos a
bordo de esta vieja bañera y les
llamamos hombres-rinoceronte.
Particularmente, se llaman Gertie
y Mush. Son apestosos. Tengo que
limpiarles la jaula, pero no
muerden. Producen muchos ruidos
extraños. Como de costumbre, la
comida es mala. No solamente es
una porquería, sino escasa. Da
mis recuerdos a la prima Madge.
Me pregunto si ya ha completado
su educación. Espero que se haya
ganado la guerra Contra el
Brasil!
Esperando que esta Carta te
encuentre tan bien como yo estoy
ahora, te envía muchos besos tu
sobrino que te quiere,
RODNEY
Augustus Phipps estaba escribiendo
una carta de amor a una chica chino-
portuguesa, de la que tenía una foto
sobre su litera. Phipps la miraba
frecuentemente mientras escribía.

Queridísima Ah Chi:
Este viejo y valiente autobús
apunta ahora hacia Macao. Mi
corazón, como tú bien sabes, está
siempre orientado hacia ese bello
lugar donde tú estás ahora de
vacaciones, pero es magnífico
saber que pronto estaremos juntos
y no sólo en espíritu.
Espero que este viaje nos
traiga la fama y la fortuna. Hemos
encontrado aquí una extraña
forma de vida en este rincón de la
galaxia, y llevamos dos muestras
vivas a la Tierra. Cuando pienso
en ti, tan grácil, tan dulce e
inmaculada con tu cheongsam, me
pregunto para qué necesitamos
unas bestias tan sucias y feas en el
mismo planeta; pero hay que
servir a la ciencia.
¡Maravilla de las maravillas!
Se supone que son criaturas
inteligentes, de acuerdo con mis
superiores, y, por el momento, nos
hallamos empeñados en hacer que
hablen. No, no te rías, recuerdo
muy bien la gracia de tu sonrisa.
Cuánto anhelo el momento en que
pueda hablarte, mi dulce y
apasionada Ah Chi… ¡Y, por
supuesto, no sólo hablaremos!
Tienes que dejarme que (Nota del
editor: dos páginas censuradas)
Hasta que podamos volver a
hacer lo mismo, tu devoto, que te
adora, admirador y excitado.
AUGUSTUS

Mientras tanto, abajo, en el interior


de la "Mariestopes", Quilter también se
enfrentaba al problema de comunicación
con una chica:

¡Hola, cariño!
En este momento, mientras te
escribo, voy derecho hacia Dodge
City con la rapidez de las ondas
de la luz que llevan hasta ahí. Voy
con el capitán y los muchachos,
pero me los quitaré de encima
antes de pasar por el número 77
de la calle del Arco Iris.
Bajo una feliz apariencia
exterior, tu amante, hasta ahora se
siente amargado. Estas bestias,
los hombres-rinoceronte de los
que te hablé, son lo más sucio que
jamás hayas podido ver; es algo
que no puedo explicarte por
correo. Supongo que será porque
te gusto que me siento orgulloso
de ser moderno y limpio; pero
esas cosas son todavía peores que
los animales.
Era lo que me faltaba para
decidir abandonar el Cuerpo de
Exploradores. Al término de este
viaje, lo dejaré y me alistaré en
las Fuerzas del Espacio.
Conseguiré fácilmente una plaza.
Como ejemplo, ahí está el capitán
Bargerone, que salió de la nada.
Su padre es el guardián de un
bloque de pisos en Amsterdam, o
algo así. Bien, así es la
democracia. Imagino que yo podré
hacerlo igual, y puede que
también llegue a capitán. ¿Por
qué no?
Bueno, cariño, todo esto
parece girar sólo alrededor de mi
persona, pero cuando llegue a
casa, puedes apostar a que estaré
siempre a tu alrededor.
Tu enamorado
HANK

En su cabina de la cubierta B, el jefe


explorador, Bruce Ainson, escribía
sobriamente a su esposa:

Mi querida Enid:
No sabes con qué frecuencia
rezo para que tu problema y la
prueba a que te ves sometida con
Aylmer acabe cuanto antes. Tú ya
has hecho todo cuanto podías por
el muchacho, sin tener nada que
reprocharte. Es una desgracia
para nuestro nombre. Sólo el cielo
sabe qué va a ser de él. Temo que
tenga una mente tan sucia, como
sucias son sus costumbres.
Mi pena es que tenga que estar
tanto tiempo lejos,
particularmente cuando nuestro
hijo está causando tantos
problemas. Pero, como consuelo,
te diré que este viaje ha tenido al
fin su recompensa. Hemos
localizado una forma de vida de
gran tamaño. Bajo mi supervisión,
dos individuos vivos de esta
extraña forma de vida viajan con
nosotros a la Tierra. Le llamamos
ETA.
Te vas a sorprender mucho
más cuando te diga que estos
individuos, a pesar de su extraña
apariencia y costumbres, parecen
manifestar inteligencia. Y lo que
es más, parecen pertenecer a una
raza que ya conoce el viaje por el
espacio. Hemos capturado una
nave espacial que,
indudablemente, está relacionada
con ellos, aunque todavía queda
por aclarar si saben controlarla.
Estoy intentando comunicarme
con ellos, pero por ahora no he
tenido el éxito apetecido.
Permíteme describirte lo que
es un ETA: la tripulación les llama
hombres-rinoceronte a falta de un
nombre mejor que ya tendrán
oportunamente. El hombre-
rinoceronte camina sobre seis
miembros. Cada uno de ellos
termina en una especie de mano
capacitada. Son unas manos
anchas y provistas de seis dedos,
de los cuales, el primero y el
último se oponen entre sí y que
podrían ser considerados como
dedos pulgares. El hombre-
rinoceronte es omnidiestro.
Cuando no los utilizan, retraen los
miembros a su caparazón, de
modo semejante a como lo hacen
las patas de una tortuga. Así
retraídos, apenas se les puede
distinguir.
Con sus miembros retraídos,
un hombre-rinoceronte es
simétrico y en cierto modo está
conformado como dos segmentos
de una naranja que se adhieren
entre sí; la parte curva deprimida
sería la espalda y la más
sobresaliente, el vientre, y los dos
extremos son dos cabezas. Sí
nuestros cautivos parecen ser
bicéfalos; estas cabezas carecen
de cuello y están dispuestas de
forma que pueden girar varios
grados. En cada cabeza tienen dos
ojos, pequeños y de color oscuro,
provistos de finos párpados que
deslizan hacia arriba para
cubrirse los ojos mientras
duermen. Bajo los ojos tienen
unos orificios que parecen
similares; uno es el ano del
hombre-rinoceronte, y el otro es la
boca. Tienen también otros varios
orificios diseminados por su
enorme corpachón, que deben ser
tubos para la respiración. Los
exobiólogos están diseccionando
algunos cadáveres que también
llevamos a bordo. Su informe
aclarará muchas cosas.
Nuestros cautivos están
capacitados para emitir un amplio
espectro de sonidos, que van desde
agudos silbidos hasta roncos
gruñidos y otras sonoridades
extrañas. Me temo que todos los
orificios estén en condiciones de
contribuir a esta gama de sonidos.
Estoy convencido de que algunos
de ellos están por encima del
umbral perceptivo del hombre.
Hasta ahora ninguno de los
especímenes se muestra
comunicativo, aunque todos los
sonidos que se intercambian
quedan registrados en una cinta
magnetofónica; pero estoy seguro
de que esto se debe a la
conmoción producida por su
captura, y espero que en la Tierra,
con más tiempo disponible y en un
entorno más adecuado para su
conservación en condiciones
higiénicas, pronto comenzaremos
a obtener resultados positivos.
Como siempre estos largos
viajes resultan tediosos. Evito al
capitán tanto como puedo; es un
hombre desagradable que no
puede ocultar las maneras
adquiridas en la escuela pública y
en Cambridge. Yo me dedico
completamente a los ETA. A pesar
de sus desagradables hábitos,
producen una cierta fascinación,
lo que no sucede con la mayoría
de mis compañeros humanos.
Ya hablaremos largo y tendido
sobre todo esto a mi regreso.
Tu servicial marido.
Dentro de la nave, en el lugar
destinado a la carga principal y lejos de
los redactores de cartas a la Tierra, un
variopinto grupo de hombres
desmontaba pieza a pieza la nave
espacial ETA. Aquella extraña nave
estaba construida en madera de una
dureza insólita y una elasticidad
desconocida para los terrícolas. Tenía
las propiedades del acero pero con todo
no era más que madera. Su interior
estaba conformado como una gran vaina
dentro de la que crecía una amplia
variedad de ramas, como cuernos. De
aquellas ramas brotaba una planta
parásita de reducido tamaño. Uno de los
triunfos del equipo botánico fue el
descubrimiento de que semejante
parásito no pertenecía al follaje natural
de las ramas en forma de cuernos, sino
que era una extraña excrecencia, viva e
inserta en ellas. Descubrieron también
que el parásito absorbía glotonamente el
dióxido de carbono del aire,
transformándolo en oxígeno. Arrancaron
unos trozos del parásito de las ramitas
córneas e intentaron hacerlos crecer en
un medio más favorable, pero la planta
murió. Lo intentaron sin éxito más de
cien veces. La planta siempre moría,
pero los hombres de la sección botánica
eran bien conocidos por su tenacidad.
El interior de la nave hedía; era un
olor apelmazado, consistente, producido
por la mezcla de barro y excrementos.
Una mente racional no habría podido
comparar aquella sucia envoltura con la
resplandeciente y limpia del
"Mariestopes" —y los individuos
racionales existen a pesar del encierro
del viaje espacial— ni imaginar que
ambas naves hubieran sido construidas
con el mismo propósito. Cierto que
muchos miembros de la tripulación, en
especial los que se sentían más
orgullosos de su racionalismo,
rechazaban con risotadas la idea de que
aquel extraño artefacto pudiera ser otra
cosa que un retrete muy frecuentado.
El descubrimiento del sistema de
propulsión hizo callar las risas. Bajo el
cieno estaba el motor, un extraño objeto
distorsionado, no mayor que un hombre-
rinoceronte. Se hallaba inserto en el
casco de madera, en apariencia sin
soldaduras ni fijaciones mecánicas de
ninguna clase. Estaba hecho de una
sustancia compacta exteriormente
parecida a la porcelana, sin partes
móviles. Cuando la unidad, quedó
finalmente despegada y liberada del
casco, un experto en cerámica continuó
tenazmente su exploración en los
laboratorios de ingeniería.
El siguiente descubrimiento
consistió en un puñado de grandes
nueces, adheridas a los extremos de la
techumbre con tal fuerza que desafiaron
las llamas de los mejores sopletes. Por
lo menos, algunos dijeron que se trataba
de nueces, pues tenían una cubierta
fibrosa que recordaba a los frutos de la
planta de cacao. Pero luego se descubrió
que los conductos que se desprendían de
las nueces, considerados hasta entonces
como simples reforzadores de paredes,
estaban conectados con el sistema de
impulsión, varios sabios declararon que
tales nueces no eran otra cosa sino
tanques de combustible.
El siguiente hallazgo detuvo los
descubrimientos durante algún tiempo.
Un mecánico que rascaba la capa
endurecida de suciedad, descubrió,
enterrado en su interior, un ETA muerto.
Entonces los hombres, exasperados, se
reunieron para discutir la situación.
—¿Cuánto tiempo tenemos que
dedicar a esto, amigos? —exclamó el
capataz del interior, Ginger Duffield,
subido sobre una caja de herramientas,
mostrando los dientes y blandiendo los
puños—. Ésta es una nave comercial, no
de las Fuerzas del Espacio, y no
tenemos por qué ocuparnos en tareas que
no nos corresponden. El reglamento no
estipula que tengamos que limpiar las
tumbas y las ciénagas de los seres
extraterrestres. Quiero que se nos
paguen horas extras y os pido a todos
que os unáis a mí.
Sus palabras encontraron un amplio
eco.
—¡Sí, que pague la compañía!
—¿Quiénes se han creído que
somos?
—¡Que limpien ellos sus retretes!
—¡Más paga! ¡Que se nos aumente
el sueldo en un cincuenta por ciento!
—¡Vamos, Duffield, camorrista,
aparta de ahí! ¡No haces más que crear
problemas!
—¿Qué es lo que dice el sargento?
El sargento Warrick se abrió camino
a empellones a través de aquel grupo de
hombres. Se quedó mirando fijamente al
enojado Ginger Duffield, quien no se
achicó bajo la mirada del sargento.
—Duffield, conozco la clase de tipo
que eres. Deberías estar en el Planeta
Helado, ayudando a ganar la guerra. No
queremos aquí ninguna de tus tácticas de
factoría. Baja de esa caja de
herramientas y que todos vuelvan al
trabajo. Un poco de suciedad no dañará
tus preciosas manos blancas.
Duffield respondió tranquila y
suavemente.
—No estoy buscando problemas,
sargento. Sólo me pregunto por qué
tenemos que hacer esto. No sabemos lo
que nos espera en ese pozo negro. Tal
vez nos acecha una peligrosa
enfermedad. Queremos que se nos pague
en consonancia con el peligro del
trabajo. ¿Por qué tenemos que jugarnos
el cuello por la compañía? ¿Qué ha
hecho por nosotros la compañía? —Un
rumor generalizado de aprobación
subrayó las palabras de Duffield, pero
éste prosiguió como si no se diera
cuenta—. ¿Qué van a hacer cuando
volvamos a casa? Meterán este apestoso
ser extraterrestre en una jaula y lo
expondrán, para que todo el mundo haga
cola y vaya a verlo a diez pavos por
cabeza la entrada. Gracias a esos
animales, amasarán una fortuna. Y bien,
¿acaso no tenemos nosotros derecho a
sacar una parte del beneficio? Limítese
a lo suyo en la cubierta C y traiga al
hombre de la Unión para que nos vea.
Vamos; sargento, aparte sus narices de
este problema.
—No eres más que un granuja
revolucionario, Duffield —repuso
airadamente el sargento. Se abrió paso
entre los trabajadores, en dirección a la
cubierta C. Unos gritos burlones le
acompañaron por el corredor.
Dos turnos después, Quilter,
provisto de cepillo y manguera, entró en
la jaula de los dos ETA. Las criaturas
extendieron sus miembros y se
trasladaron a un rincón, observándole
esperanzados.
—Ésta es la última vez que os
limpio, amigos —les dijo Quilter—.
Cuando termine esta ronda, voy a unirme
a los que protestan para mostrar mi
solidaridad con las Fuerzas del Espacio.
Por mí podéis dormir entonces en una
charca tan profunda como el océano
Pacífico.
Y con la divertida disposición
propia de la juventud que gusta de lo
imprevisto, dirigió la manguera hacia
ellos.

El redactor de noticias del "Windsor


Circuit" accionó la palanca de su
tecnivisión y frunció el ceño cuando
apareció en la pantalla la imagen de su
reportero jefe.
—¿Dónde diablos te metes, Adrian?
Vamos, vete ahora mismo a ese
condenado puerto espacial, como se te
ordenó. El "Mariestopes" llegará dentro
de media hora.
La parte izquierda del semblante de
Adrian Bucker se estremeció. Se
aproximó a la pantalla hasta que los
límites de la imagen se difuminaron.
—No seas así, Ralph. Tengo un
reportaje local sobre ese parque que te
encantará.
Ahora se estremeció la mitad
derecha del rostro de Bucker y comenzó
a hablar rápidamente:
—Escucha, Ralph. Estoy en "La
Cabeza del Ángel", el pub del Támesis.
Tengo aquí a una antigua amiga que se
llama Florence Walthamstone. Ha vivido
en Windsor toda su vida, y se acuerda de
cuando el Gran Parque era un parque y
todas esas historias. Tiene un sobrino
que viaja en el "Mariestopes" como
miembro de la tripulación, Roger
Walthamstone. Acaba de mostrarme una
carta de su sobrino, en donde describe
cómo son esos animales extraños que
traen a la Tierra y he pensado que si
publicásemos una fotografía suya con
anotaciones de la carta, bueno, ya sabes,
un titular que diga más o menos "Joven
londinense ayuda a capturar a los
monstruos", tendría…
—Basta, ya he oído suficiente. Esa
es la mayor noticia de la década y tú
crees que precisamos una visión
superficial del asunto… Devuelve la
carta a esa vieja señorita, con tus más
expresivas gracias por su ofrecimiento,
págale la consumición, acaríciale
cariñosamente sus arrugadas mejillas y
luego vete inmediatamente a ese puerto
espacial del diablo para entrevistar a
Bargerone, o te arrancaré la piel para
utilizarla como papel cazamoscas.
—Está bien, está bien, haré lo que
deseas, Ralph. Hubo un tiempo en que
estabas abierto a cualquier sugerencia.
Una vez cortada la comunicación,
Bucker añadió:
—Y tengo una que podría poner en
práctica ahora mismo.
El periodista salió de la cabina y se
abrió paso entre una masa de individuos
corpulentos y medio borrachos hasta el
rincón donde una anciana le esperaba
sentada. Cuando llegó, la vieja alzó su
vaso, que contenía una bebida marrón
oscuro, con el dedo meñique
graciosamente arqueado.
—¿Acaso estaba excitado su editor?
—preguntó, salpicándole ligeramente.
—Sigue en sus trece. Mire, señorita
Walthamstone, lamento mucho todo esto,
pero tengo que irme inmediatamente al
puerto espacial. Tal vez le haremos a
usted una entrevista especial más tarde.
Tengo su número. No se moleste en
llamarnos. Lo haremos nosotros, ¿eh?
Ha sido placer conocerla.
La anciana apuró el último trago de
su bebida,
—Oh, permítame que pague esto,
señor…
—Es muy amable, si insiste… Muy
amable, señorita Walthamstone. Adiós,
hasta la vista.
Se apresuró en salir de aquel
conjunto de estómagos agitados. La
anciana le llamó por su nombre y él
miró furioso hacia atrás, en medio de la
refriega.
—Hable con mi sobrino, si tiene
ocasión de hacerlo. Estará encantado de
decirle algo más. Es un chico estupendo.
Forcejeó para abrirse paso hasta la
salida, murmurando "Perdone, perdone"
como una maldición.
Las salas de recepción del puerto
espacial se hallaban abarrotadas de
gente. Los curiosos llenaban las azoteas
y se agolpaban ante las ventanas. En una
sección acordonada del puerto espacial
se encontraban representantes de varios
gobiernos, incluido el ministro de
Asuntos Marcianos, y directivos de
servicios varios, entre ellos el director
del zoo de Londres. Más allá de la
sección de autoridades, la banda de un
famoso regimiento, uniformada con
anacrónicos colores chillones, marchaba
tocando la obertura de la Caballería
Ligera de Suppé y una selección de
melodías inglesas. El público tomaba
helados y compraba periódicos mientras
los rateros de siempre se dedicaban a
vaciar bolsillos. El "Mariestopes" se
deslizó a través de unos nimboestratos y
tomó tierra suavemente en un punto
alejado del campo. Entonces comenzó a
llover.
La banda comenzó a tocar una
melodía del siglo XX titulada Jornada
sentimental sin demasiada brillantez. El
acto era aburrido como suele suceder en
tales ocasiones, y su interés algo difuso.
La desinfección completa del casco de
la astronave, por medio de rociadores
germicidas, llevó mucho tiempo.
Después se abrió una escotilla y
apareció por la abertura una figura
pequeña en traje espacial. La gente
aplaudió y la figura volvió al interior de
la nave. Cientos de ellos preguntaron si
se trataba del capitán Bargerone, y otros
dijeron que no fueran tontos.
Después surgió una rampa alargada,
como una gran lengua perezosa, que
terminó apoyándose en el suelo. Los
servicios de transporte —tres pequeños
autobuses, dos camiones, una
ambulancia, varios carros de equipaje,
un coche particular, y varios vehículos
militares— avanzaron desde diferentes
lugares del puerto espacial y
convergieron junto a la gran nave.
Finalmente, una larga hilera de hombres
con la cabeza agachada comenzó a
descender por la rampa y se refugió en
el interior de los vehículos. La multitud
gritó entusiasmada, cumpliendo con su
papel, pues había asistido precisamente
para aclamar a los viajeros del espacio.
En la sala de recepción la atmósfera
estaba azulada, debido a los incontables
cigarrillos consumidos por los
periodistas antes de que el capitán
Bargerone compareciese ante ellos. Se
sucedió una interminable serie de
disparos fotográficos mientras
Bargerone sonreía a la defensiva.
El capitán, con varios de sus
oficiales erguidos tras él, habló con
calma en un inglés dificultoso
(Bargerone era francés) refiriéndose al
espacio infinito del universo, cuántos
mundos habían visto y en qué forma
devota se había comportado su
tripulación, explicando cómo, cuando ya
iban de vuelta a casa, habían vivido
maravillosas aventuras. Para terminar
explicó que en un hermoso planeta, que
la USGN había decidido graciosamente
titular Clementina, habían capturado o
matado unos grandes animales con
interesantes características. A
continuación describió alguna de ellas.
Los animales tenían dos cabezas, cada
una de las cuales contenía un cerebro.
Los dos cerebros juntos pesaban unos
2.000 gramos, una cuarta parte mayor
que el de un hombre. Aquellos animales,
los ETA u hombres-rinoceronte, como la
tripulación comenzó a llamarlos, tenían
seis miembros que terminaban en unos
apéndices que sin duda equivalían a las
manos. Por desgracia la huelga
producida a bordo había demorado el
estudio de tan notables criaturas, pero
existía la clara y evidente razón para
suponer que disponían de un lenguaje
propio y que, a pesar de su aspecto y
sucias costumbres, debían ser
considerados —aunque por supuesto no
había nada cierto todavía, y la certeza
podría requerir muchos meses de
pacientes investigaciones— más o
menos como formas de vida inteligente,
en paridad con el hombre, y capaces de
tener una civilización propia en un
planeta todavía desconocido por el
hombre. Dos de ellos se hallaban
celosamente conservados en cautividad
e irían directamente al Exozoo para su
estudio.
Cuando terminó su discurso,
Bargerone se vio rodeado de
periodistas.
—¿Ha dicho usted que esos
rinocerontes no viven en Clementina?
—Tenemos razones para suponer
que no.
—¿Qué clase de razones?
—Una sonrisa para el "Subud
Times", por favor, capitán.
—Pensamos que se hallaban de
visita en aquel planeta, igual que
nosotros.
—¿Quiere usted decir que han
viajado en naves espaciales?
—En cierto sentido, sí. Pero también
pudieron ser transportados como
animales experimentales, o abandonados
al igual que el capitán Cook dejó unos
cerdos en Tahití o venir de fuera.
—De perfil, capitán, ¿tiene la
bondad?
—Bien, capitán, ¿vio usted su nave
espacial?
—Bueno… pensamos que la
tenemos realmente… Sí, la tenemos en
el "Mariestopes".
—¡Eso es magnífico, capitán! ¿Por
qué tanto secreto? ¿Ha capturado usted
la nave espacial, o no?
—Por aquí, señor.
—Creemos que sí. Es decir, se trata
de algo muy semejante a una nave
espacial, pero… ejem… no dispone de
la propulsión transponencial, desde
luego, pero cuenta con una muy
interesante y… Bien, suena un tanto
raro, pero el casco está fabricado de
madera. Una madera de muy alta
densidad…
Al decir esto, el capitán Bargerone
mostraba un rostro inexpresivo.
—Vamos, capitán, está usted
bromeando…
Entre aquella ingente muchedumbre
de fotógrafos, reporteros y otras
personas, Adrian Bucker no consiguió
aproximarse al capitán Bargerone. Se
abrió paso a codazos hasta un hombre
alto y nervioso que permanecía tras
Bargerone, mirando atentamente por una
de las grandes ventanas a la
muchedumbre congregada bajo la ligera
lluvia.
—¿Tendría usted la bondad de
decirme lo que siente respecto a esos
extraños seres que ha traído a la Tierra,
señor? —le preguntó Bucker—. ¿Son
animales o son personas?
Sin apenas oírle, Bruce Ainson
volvió a mirar con curiosidad la
muchedumbre exterior. Le pareció ver
fugazmente al inútil de su hijo Aylmer,
vistiendo como siempre sus descuidadas
ropas y con su aire estúpido.
—Cerdo —dijo.
—¿Quiere usted decir que tienen el
aspecto de un cerdo que actúan como los
cerdos?
El explorador se volvió para mirar
fijamente al reportero.
—Soy Bucker, del "Windsor
Circuit", señor. Mi periódico está muy
interesado en cuanto pueda decirnos
respecto a esas criaturas. ¿Piensa usted
que son animales? ¿Puedo decirlo así?
—Señor Bucker, ¿qué diría usted
que es el género humano, un conjunto de
animales o de seres civilizados? ¿Nos
hemos encontrado alguna vez con una
nueva raza sin corromperla o destruirla?
Recuerde a los polinesios, a los
guanches, a los indios americanos, a los
tasmanios…
—Sí, señor, ya comprendo lo que
quiere decir. Pero ¿diría usted que esos
seres extraterrestres…?
—Ah, sí, tienen inteligencia, como
todos los mamíferos, pues son
mamíferos. Pero su comportamiento, o
la falta de él, resulta desconcertante. No
debemos pensar respecto a ellos
antropomórficamente. ¿Tienen una ética,
tienen conciencia? ¿Son susceptibles de
corrupción como lo fueron los
esquimales o los indios? ¿Son quizá
capaces de corrompernos a nosotros?
Todavía tenemos que hacernos muchas
preguntas antes de estar en condiciones
de ver claramente cómo son esos
hombres-rinoceronte. Ésa es mi opinión
al respecto.
—Es muy interesante. Según usted
debemos desarrollar una nueva forma de
pensamiento, ¿no es cierto?
—No, no. No es éste un tema para
discutirlo con un periodista. El hombre
tiene demasiada fe en su intelecto y lo
que necesitamos es una nueva forma de
sentir, una más reverente… Yo trataba
de establecer una confianza con estas
dos desgraciadas criaturas que traemos
prisioneras, tras haber matado a sus
compañeros y capturarlas. Pero ¿qué va
a ocurrir ahora? Van a convertirse en un
espectáculo público en el Exozoo. El
director, sir Myhaly Pasztor, es un
antiguo amigo mío. Me quejaré a él.
—¡Oiga, la gente tiene que ver a
esas bestias! ¿Cómo sabremos que
tienen sentimientos como los nuestros?
—Su punto de vista, señor Bucker,
es probablemente el mismo que el de la
estúpida mayoría de la gente. Perdone,
tengo que hacer una llamada.
Ainson, se apresuró en abandonar el
edificio, huyendo de la masa humana que
le oprimía, y se detuvo unos instantes al
pasar lentamente un camión junto a él,
rodeado por los gritos de asombro y
curiosidad de la multitud. A través de
los barrotes traseros, vio a los dos ETA
que miraban atentamente cuanto les
rodeaba. No producían el menor sonido.
Allí estaban, grandes y grises; seres
desamparados y formidables al mismo
tiempo.
La mirada de aquellas dos criaturas
se posó en Bruce Ainson, pero tampoco
expresaron ningún signo externo de
reconocimiento.
Repentinamente, estremecido por un
escalofrío, Ainson dio la vuelta y
comenzó a abrirse paso entre los
periodistas y la masa de impermeables
mojados por la lluvia.
La nave espacial iba quedándose
rápidamente vacía. Las enormes grúas
mecánicas extraían grandes bultos,
cajas, útiles y carga general. Las
pasarelas mecánicas sacaban al exterior
los desperdicios del canal alimentario
de los extraterrestres. Aquella enorme
ballena del "Mariestopes" parecía
descansar inmóvil y fatigada, como si
estuviera repostando embarrancada en
una playa, muy lejos de sus
profundidades siderales.
Walthamstone y Ginger Duffield
siguieron a Quilter por uno de los puntos
de evacuación. Quilter iba cargado con
su equipaje y estaba dispuesto a tomar
un reactor de la estratosfera que le
dejase en cualquier otro lugar de los
Estados Unidos en hora y media. Se
detuvieron a la salida, mirando
atentamente a su alrededor y respirando
profundamente el aire de la Tierra.
—Fijaos, chicos, el peor clima de
todo el universo —dijo Walthamstone en
son de queja—. Voy a quedarme aquí
hasta que mejore.
—Toma un taxi —sugirió Duffield.
—No vale la pena. Mi tía vive a
media milla de distancia. Tengo mi
bicicleta en las oficinas de la P.T.O. Iré
cuando aclare la lluvia… si es que
aclara.
—¿Es que la P.T.O. te guarda la
bicicleta cuando vuelas? —preguntó
Duffield con interés.
Quilter no deseaba verse enzarzado
en una conversación de estilo inglés, así
que se echó al hombro su saco de viaje.
—Vamos, muchachos, venid
conmigo a la cantina y tomemos una
buena cerveza sintética inglesa antes de
que me vaya.
—Debemos celebrar el hecho de que
acabas de dejar el servicio del Cuerpo
de Exploradores —dijo Walthamstone
—. ¿Vamos, Ginger?
—¿Te han firmado y sellado tu
cartilla?
—Mi compromiso se limita a cada
vuelo —explicó Quilter—. Todo está
perfectamente en regla, Duffield…
Vamos picapleitos, ¿es que no descansas
nunca?
—Ya conoces mi lema, Hank.
Obsérvalo y nunca te equivocarás. "Te
exprimirán tanto como puedan." Conocí
a un individuo, no hace mucho, que se
olvidó de conseguir su certificado
sellado por el capitán de cuartel antes
de ser licenciado, y le hicieron volver.
Le cogieron por otros cinco años. Ahora
está sirviendo en Charon, ayudando a
ganar la guerra.
—Bueno, ¿vienes a tomar esa
cerveza o no?
—Será mejor que vaya —dijo
Walthamstone—. Puede que no te
veamos más, después de que ese
pajarito de Dodge City te eche las
garras. Según lo que me has contado de
ella, yo también correría una milla por
esa clase de chica.
Y salió decididamente bajo la fina
lluvia; Quilter le siguió. Se volvió para
mirar por encima del hombro.
—¿Vienes o no, Ginger?
Duffield se quedó pensativo.
—No abandonaré esta nave hasta
que consiga mi premio de la huelga,
amigo.
El explorador Phipps se encontraba
ya en su hogar. Abrazó a sus padres y
colgó el abrigo a la entrada. Los padres
permanecían tras él, arreglándoselas
para parecer disgustados, incluso
mientras sonreían. Desvaídos, cargados
de espaldas, refunfuñaron una
bienvenida que él conocía muy bien.
Hablaban por turno y sus dos monólogos
jamás formaban un diálogo.
—Ven a la salita de estar, Gussie.
Está más calentito aquí —dijo la madre
—. Ahora que ya no estás en la nave
tendrás frío. Te preparo una taza de té en
un momento. Hemos tenido problemas
con la calefacción central. No es que
haga falta, puesto que estamos en junio,
pero siempre hace un poco de frío en
esta época del año.
—Es todo un problema conseguir
que venga alguien a reparar cualquier
cosa. No sé qué es lo que le ocurre a la
gente. Parece como si ahora les
molestaran nuestras costumbres.
—Henry, dile qué es lo que pasa con
el nuevo médico. Es un hombre
terriblemente rudo, no tiene educación ni
maneras de comportarse en absoluto. Y
con esas sucias uñas en los dedos. No sé
cómo imagina que alguien va a dejarse
explorar con esa porquería de uñas. Por
supuesto, la culpa es de la guerra. Ha
traído una nueva clase de hombres al
mundo. Brasil no muestra ninguna señal
de debilitamiento, y mientras tanto, el
Gobierno… El pobre muchacho no
querrá oír nada de lo que ocurre cuando
viene a casa, Henry…
—¡Han comenzado incluso a
racionarlo todo! Todo lo que vemos en
la tecnivisión es propaganda, y más
propaganda. También se ha deteriorado
la calidad de las cosas. La semana
pasada tuve que comprar una nueva
cacerola. Vamos, Gussie, siéntate aquí.
Por supuesto que hay que echarle la
culpa a la guerra. No sé qué va a ser de
todos nosotros. Las noticias que vienen
del Sector Ciento Sesenta son
deprimentes, ¿verdad?
—Allá lejos, en la galaxia, nadie se
preocupa de la guerra —dijo Phipps—.
Por lo que a mí concierne, es algo que
me tiene totalmente sin cuidado.
—¿No será que has perdido tu
patriotismo, Gussie? —preguntó su
padre.
—¿Y qué es el patriotismo, sino una
extensión del egoísmo? —preguntó
Phipps a su vez, alegrándose al ver que
el pecho abombado de su padre volvía a
deprimirse.
Siguió un denso silencio que rompió
la madre diciendo:
—De todos modos, querido, verás
una diferencia en Inglaterra mientras
estés de permiso. Y, a propósito, ¿de
cuánto tiempo dispones?
Toda aquella charla de sus padres
había entusiasmado muy poco a Phipps y
la súbita pregunta de su madre le
molestó. Conocía de antiguo aquella
molesta sensación. No deseaban nada de
él, y se limitaban a hablarle ya que
estaba allí. Lo único que deseaban de él
era su vida.
—Me quedaré solamente una
semana. Esa encantadora chica medio
china que conocí en mi último permiso,
Chi, está pasando sus vacaciones en el
Lejano Oriente, pintando. El próximo
jueves volaré a Macao para reunirme
con ella.
Otra vez, la familiaridad. Conocía
de sobra el gesto de lástima que solía
hacer su padre, meneando la cabeza; o el
gesto también singular de su madre, que
apretaba los labios como si estuviera
chupando entre los dientes una pepita de
limón. Se puso de pie, antes de que
continuaran hablando.
—Si me lo permitís, voy a subir a mi
habitación para deshacer el equipaje.
Pasztor, el director del Exozoo de
Londres, era un hombre distinguido,
esbelto y sin un solo cabello gris en la
cabeza, a pesar de sus cincuenta y dos
años. Húngaro de nacimiento, había sido
jefe de una expedición al mundo
submarino de la Antártida cuando
contaba veinticinco años, y más tarde se
le encargó establecer la Cúpula
Zoológica Bellus sobre el asteroide
Apolo, en el año 2005. Era autor de un
tecnidrama, que tuvo gran éxito y
difusión en el año 2014, titulado Un
iceberg para Ícaro. Varios años
después, se enroló en la primera
expedición a Charon, que aterrizó en
aquel planeta recién descubierto, el más
alejado del sistema solar. Charon era un
espantoso congelador que se encontraba
a 4.827.800.000 kilómetros más allá de
la órbita de Plutón y había ganado por
sus propios méritos el nombre de
Planeta Profundamente Helado. Aquella
especie de apodo le había sido impuesto
por el propio Pasztor.
Después de aquel triunfo, sir Mihaly
Pasztor fue nombrado director del
Exozoo de Londres. En aquel momento
ofrecía un trago a Bruce Ainson.
—Ya sabes que no bebo, Mihaly —
dijo Ainson, moviendo
desaprobatoriamente la cabeza.
—Bien, de ahora en adelante, serás
un hombre famoso y deberías brindar
por tu propio éxito, como hacemos
todos. Además, brindar con algo
desprovisto de alcohol no va a hacerte
ningún daño.
—Ya me conoces de antiguo,
Mihaly. Yo sólo deseo cumplir con mi
deber.
—Sí, Bruce, te conozco desde hace
mucho tiempo. Sé que apenas te
preocupan las opiniones o los aplausos
de los demás, y lo único que te importa
es la aprobación de tu propio superego
—dijo el director del Exozoo, con voz
suave, mientras el camarero le
preparaba un cóctel conocido como
"Transponencial".
Se encontraban en la recepción
ofrecida en un hotel que pertenecía al
Exozoo. Grandes murales que
representaban bestias exóticas
contemplaban la extraña mezcla de
brillantes uniformes y floridos atuendos
femeninos.
—Tampoco necesito las golosinas
de tu sabiduría.
—Nunca admitirás que podrías
necesitar a los demás —dijo Pasztor—.
Hace ya mucho tiempo que quería
decirte esto, Bruce. Tal vez no sea éste
el lugar ni la ocasión, pero permíteme
continuar ahora que he comenzado. Tú
eres un hombre valiente, educado y
formidable. Eso lo has demostrado no
solamente al mundo, sino también a ti
mismo. No te permites ni estar relajado,
ni bajar tu guardia. Y es ahora cuando
deberías permitírtelo, antes de que sea
demasiado tarde. Un hombre ha de tener
una vida interior, Bruce, pero la tuya se
está muriendo de asfixia.
—¡Por todos los cielos, hombre! —
exclamó Ainson, medio riendo y medio
irritado—. Me estás hablando como si
yo fuese un personaje romántico e
imposible, de los que salían en una de
tus comedias de juventud. Soy como soy,
y no muy diferente de como he sido
siempre. Bien, ahí viene Enid. Creo que
ya es hora de que cambiemos de tema.
Entre los espléndidos vestidos de
las señoras allí presentes, el de Enid
Ainson, rematado con una capucha de
cebra, resplandecía como un rayo de luz
en medio de un eclipse. Enid sonreía al
aproximarse a su marido y a Pasztol.
—Es una fiesta encantadora, Mihaly.
Que tonta fui por no asistir a la anterior,
la última vez que Bruce estuvo en casa.
Además, tenéis aquí tanto espacio para
estas cosas.
—En tiempo de guerra, Enid,
tenemos que ofrecer un poco de plata a
una dama de oro.
Ella sonrió, evidentemente halagada,
pero intentó protestar coquetamente.
—Me estás adulando, Mihaly, como
siempre sueles hacerlo.
—¿Es que tu marido no te halaga
nunca?
—Bueno… no sé… Yo no sé si
Bruce, quiero decir…
—Vamos, os estáis comportando
como dos niños tontos —dijo entonces
Ainson—. El ruido que hay aquí ya
basta para que nada de esto tenga
sentido. Mihaly, ya estoy harto de tanta
frivolidad, y me sorprende que tú no lo
estés también, Enid. Vayamos al grano;
hemos venido aquí para hacerte entrega
oficial de los ETA, y es cuanto deseo
hacer. ¿Podemos discutir esto en paz y
con calma en alguna parte?
Pasztor levantó sus finas cejas y
frunció el ceño en un gesto de extrañeza.
—¿Tratas de apartarme de mis
obligaciones de anfitrión? Bien, supongo
que podemos bajar al lugar donde se
hallan encerrados los dos ETA. Esos
especímenes ya deben estar
convenientemente instalados, y los
oficiales encargados de su custodia en el
puerto espacial, libres de servicio.
Ainson se volvió hacia su esposa y
la tomó del brazo.
—Ven también con nosotros, Enid; la
excitación que reina aquí tampoco es
buena para ti.
—Pero querido, eso no tiene
sentido; estoy disfrutando del ambiente
—repuso, retirando el brazo con
brusquedad.
—Bueno, creo que deberías mostrar
algún interés por esas criaturas que
hemos traído del espacio.
—¡No pongo en duda que oiré
hablar de ellas durante varias semanas!
—dijo Enid, mirando las profundas
arrugas del rostro de su marido y
añadiendo en tono humorístico—: Muy
bien, iré con vosotros si es que no
puedes soportar tenerme fuera del
alcance de tu vista. Pero tienes que ir a
buscarme el chal, ya que afuera hace
demasiado fresco para salir sin él.
Aquello no le hizo a Ainson ninguna
gracia y salió dejándoles solos. Pasztor
hizo un guiño a Enid y le ofreció una
bebida.
—No sé si realmente debería
tomarme otro trago, Mihaly. ¡Sería
terrible si me pusiera demasiado alegre!
—Bueno, todo el mundo lo hace de
vez en cuando, ya sabes. Fíjate en la
señora Friar. Bien, ahora que estamos
solos, en vez de hacerte la corte, como
me gustaría, tengo que preguntarte por tu
hijo Aylmer. ¿Qué hace ahora? ¿Dónde
está?
Mihaly apercibió el leve rubor de
las mejillas de Enid. Ella apartó la
mirada mientras Pasztor hablaba.
—Por favor, Mihaly, no eches a
perder la velada. Es tan estupendo tener
de vuelta a Bruce… Sé que piensas que
es un monstruo terrible, pero no es así;
realmente. En el fondo no lo es.
—¿Cómo está Aylmer?
—Está en Londres. Es todo cuanto
sé de él.
—Sois demasiado rudos con él,
Enid.
—¡Por favor, Mihaly!
—Bruce le trata con excesiva
rigidez. Sabes que te digo esto como un
viejo amigo, y también como padrino de
Aylmer.
—Hizo algo desafortunado, y su
padre lo echó de casa. Nunca se han
llevado bien, ya sabes, y aunque lo
siento mucho por el chico, mi vida es
ahora más apacible sin tener que mediar
en sus disputas. Y no pienses que sigo el
camino de la menor resistencia, porque
no es así. Durante años he sostenido una
verdadera batalla con ellos.
—Pues jamás he visto un rostro
menos guerrero. ¿Qué hizo Aylmer para
que pese sobre él un edicto tan terrible?
—Tendrás que preguntárselo a
Bruce, si tanto te interesa.
—¿Alguna chica de por medio?
—Sí, hubo una chica. Aquí viene
Bruce.
Cuando el jefe de exploradores puso
el chal sobre los hombros de su mujer,
Mihaly les condujo fuera del gran salón
por una puerta lateral. Caminaron por un
corredor alfombrado, bajaron unas
escaleras y salieron al exterior,
envueltos en la niebla. El zoo se hallaba
en calma aunque uno o dos estorninos de
Londres revoloteaban entre los árboles
buscando acomodo para pasar la noche,
y desde su estanque recalentado
artificialmente, un saurópodo de
Rungsted levantaba el cuello para mirar
maravillado el paso de las tres
personas. Girando antes de llegar a la
casa de los mamíferos de Metano,
Pasztor condujo a sus compañeros a
un nuevo bloque construido según el
moderno sistema de encerrar bloques de
plástico reforzados con arena y cemento
con bálago y plomo. Al entrar, se
encendieron las luces.
Unas planchas curvas de cristal
reforzado les separaban de los dos ETA.
Aquellas criaturas se volvieron al
encenderse las luces, para observar
fijamente a los humanos. Ainson hizo un
cordial gesto de reconocimiento hacia
ellas, sin que reaccionaran
perceptiblemente.
—Por lo menos disponen de espacio
—dijo—. ¿El público va a estar todo el
día aquí, con la nariz pegada a estos
cristales?
—El público sólo tendrá acceso a
este bloque entre las dos y media y las
cuatro de la tarde. Por la mañana, los
expertos vendrán a estudiar a estas
criaturas extraterrestres —explicó
Pasztor.
Los ETA disponían de una amplia
jaula doble, con una pequeña puerta baja
de intercomunicación. En la parte de
atrás contaban con un gran lecho bajo de
espuma sintética guateada. El alimento y
la bebida se les suministraba a través de
una serie de orificios practicados en una
pared. Los ETA permanecían en medio
del piso y a su alrededor había ya una
buena cantidad de basura.
Tres animales parecidos a lagartos
se arrastraron por el suelo y corrieron a
esconderse en los macizos cuerpos de
los ETA. Buscaron hasta encontrar un
repliegue de su espesa piel y
desaparecieron. Ainson apuntó hacia
ellos.
—¿Os habéis fijado? Están todavía
aquí. Tienen un aspecto muy próximo al
de lagartos. Creo que son cuatro y se
mantienen muy cerca de esos
extraterrestres. Había también otros dos
acompañando a los ETA muertos a
bordo del "Mariestopes".
Probablemente viven en simbiosis. El
idiota del capitán se enteró de su
existencia por mi informe y quiso
matarlos alegando que podrían ser unos
peligrosos parásitos. Pero me mantuve
firme ante semejante tontería.
—¿Quién era? ¿Edgar Bargerone?
—preguntó Pasztor—. Es un hombre
valiente, aunque poco brillante;
probablemente continúa aferrado a la
concepción geocéntrica del universo.
—Quería que me comunicase con
ellos antes de llegar a la Tierra. No
tiene la menor idea de los problemas
con que nos enfrentamos.
Enid, que hasta entonces había
permanecido mirando atentamente a los
ETA, intervino:
—¿Podrás comunicarte con ellos?
—La cuestión no es tan sencilla
como pudiera parecer a una persona
lega en la materia, querida mía. Te
hablaré de ello en otra ocasión.
—Por amor de Dios, Bruce. No soy
una niña. ¿Vas a comunicarte con ellos o
no?
El explorador jefe se puso las manos
en las solapas de su uniforme y habló
con la entonación de un predicador
subido en el púlpito.
—Con un cuarto de siglo de
exploración estelar tras nosotros, Enid,
las naciones de la Tierra, a pesar de que
el número operativo de astronaves
raramente excede de una docena, han
conseguido explorar unos trescientos
planetas de tamaño y características
parecidas a las de la Tierra. En esos
trescientos planetas se han hallado
formas de vida mentalmente sensibles
unas veces y otras no. Pero nunca se ha
hallado un ser que tuviera un cerebro
mayor que el de un chimpancé. Ahora
hemos descubierto estas criaturas en
Clementina y tenemos nuestras razones
para sospechar que poseen una
inteligencia equivalente a la del hombre,
y la razón principal que abona tal
sospecha es la de que tienen… bueno,
máquinas capaces de viajar entre los
planetas.
—¿A qué viene, pues, hacer de todo
eso un misterio —preguntó Enid—.
Existen unas pruebas simples que
determinan esa situación, ¿por qué no
aplicarlas? ¿Disponen esas criaturas de
escritura? ¿Hablan unas con otras?
¿Observan, tal vez, un código entre
ellas? ¿Son capaces de repetir una
simple demostración o de hacer algún
gesto inteligente? ¿Responden a los
conceptos matemáticos simples? ¿Cuál
es su actitud frente a los artefactos
humanos? Y, por cierto, ¿los tienen
ellos? ¿Cómo…?
—Sí, sí, querida. Suscribimos
totalmente tus sugerencias. Existen
pruebas que pueden serles aplicadas. No
he permanecido cruzado de brazos en el
viaje de regreso a la Tierra. Yo mismo
hice esas pruebas.
—Y bien, ¿con qué resultados?
—Conflictivos. Sí, conflictivos en el
sentido de que fueron insuficientes o
ineficaces. En una palabra: demasiado
embebidos de antropomorfismo. Ése es
el punto que quiero mostrar. Hasta que
podamos definir qué es la inteligencia
con más claridad, no nos resultará fácil
empezar a comunicarnos.
—Y al mismo tiempo —completó
Pasztor— vais a encontrar muy difícil
definir la inteligencia mientras no os
hayáis comunicado.
Ainson dejó de lado aquellas
palabras, con el gesto del hombre
práctico que corta de raíz los sofismas.
—Veamos, primero definamos la
inteligencia. ¿Es acaso inteligente la
pequeña araña Argyroneta aquatica
porque puede construir un hoyo
protector y vivir así debajo del agua?
No. Muy bien; entonces esas pesadas
criaturas quizá no son inteligentes sólo
porque pueden construir una astronave.
Por otra parte, esas criaturas podrían ser
altamente inteligentes y construir el
producto final, de una civilización tan
remota que todos los razonamientos que
nosotros producimos en nuestra mente
consciente ellas lo producen en su mente
subconsciente hereditaria, disponiendo
de su mente consciente libre para el
conocimiento sobre materias, y
ciertamente para formas de
conocimiento, que están más allá de
nuestra comprensión. Si esto es así, la
comunicación entre ambas especies
puede quedar, para siempre, fuera de
toda cuestión. Recuerden que el
diccionario define la inteligencia como
sencillamente "la información recibida".
Si nosotros no recibimos su
información, ni ellos la nuestra, entonces
hay que calificar a los ETA como no
inteligentes…
—Eso es demasiado embrollado
para mí —comentó Enid—. Haces que
todo eso parezca ahora tan difícil,
cuando en tus cartas lo explicabas de
una forma bastante sencilla. Dijiste que
esas criaturas habían intentado
comunicar contigo mediante una serie de
ruidos y silbidos; decías que disponen
de seis manos y que habían llegado hasta
el planeta Clementina utilizando una
nave espacial. Creo que la situación está
clara. Son inteligentes no sólo con la
limitada inteligencia de un animal, sino
lo bastante inteligentes como para haber
creado una civilización y un lenguaje. El
único problema radica en que hay que
traducir esos ruidos y silbidos a nuestra
lengua.
Ainson se volvió hacia el director
del Exozoo.
—¿Comprendes por qué la cosa no
es tan fácil, Mihaly?
—Bien, he leído casi todos tus
informes, Bruce. Sé que esos mamíferos
están dotados de un sistema respiratorio
y un canal digestivo muy similar al
nuestro; que tienen un cerebro cuyo peso
y relación proporcional son
comparativamente iguales al del
humano, y que disponen de manos con
las que actuar y abordar los problemas
del universo con las mismas sensaciones
básicas que los humanos. Me imagino
que aprender su lenguaje o hacer que
comprendan el nuestro puede ser una
tarea difícil, pero creo que estás
sobrestimando las dificultades.
—¿De veras? Espera a que haya
estudiado a esas criaturas un poco más.
Creo que opinarás de forma distinta.
Intento ponerme en su caso y, a pesar de
sus desagradables hábitos, he llegado a
experimentar simpatía hacia ellas. Pero
la única apreciación que he obtenido
hasta ahora entre un mar de
frustraciones, es que, si realmente son
inteligentes, tienen que mantener un
punto de vista diferente al nuestro
respecto al Universo. Desde luego —
dijo señalando a los ETA que se
mantenían en calma al otro lado de la
protección transparente— ellos se
muestran totalmente reservados respecto
a mí.
—Tendremos que ver lo que sacan
en claro los lingüistas —dijo Pasztor—.
Mañana llega de los Estados Unidos
Bryan Lattimore, del Consejo de la
Fuerza Aérea de la USGN. Su opinión
será de la mayor importancia para
nosotros. Es un gran tipo y espero que le
apreciarás en lo que vale.
Aquella indicación no gustó nada a
Bruce Ainson, y decidió que el tema
podía ya darse por terminado.
—Son las diez en punto —dijo,
consultando su reloj—. Es hora de que
Enid y yo volvamos a casa; ya sabes que
me gusta mantener un horario regular
cuando estoy en la Tierra. Querido
Mihaly, hemos disfrutado mucho con la
fiesta. Te veremos de nuevo el fin de
semana.
Se estrecharon las manos con
recíproca cordialidad. Entonces,
creyendo que era el momento adecuado,
sir Mihaly Pasztor preguntó de
improviso:
—A propósito, amigo mío, ¿qué
pasa con Aylmer y esa chica, tan
conflictivo que le echaste de casa?
Ainson sintió un sabor a polvo de
ladrillo en la garganta.
—Será mejor que se lo preguntes a
tu ahijado. Él podrá satisfacer tu
curiosidad. Yo no voy a verle más —
concluyó agriamente—. No te molestes,
encontraremos la salida.
El tren local del distrito ascendió a
través de la noche salpicada por las
luces de la ciudad. Avanzaba
rápidamente, prendido del monorraíl, y
Enid lamentó no haber ingerido
previamente un comprimido contra el
maleo. Realmente no era una buena
viajera.
—Te compro tus pensamientos-le
dijo su marido.
—No pensaba en nada, Bruce.
Tras un corto silencio, Ainson
volvió a la carga.
—¿De qué hablasteis Mihaly y tú
cuando fui a buscarte el chal?
—No recuerdo. Trivialidades. ¿Por
qué me preguntas?
—¿Cuántas veces le has visto
mientras estuve ausente?
Enid suspiró y el zumbido tremendo
del aire exterior ahogó el pequeño ruido
que produjo.
—Siempre me preguntas lo mismo,
Bruce; tras cada viaje. Por favor, deja
ya de ponerte celoso. Mihaly es muy
gentil, pero nada significa para mí.
El tren local les dejó en el Anillo
Exterior semejante a un ceño fruncido,
en un lugar elevado, fuera de Londres.
Su estación en aquella nueva estructura,
recientemente construida, se hallaba
atestada de público, y continuaron en
silencio hacia el carril directo que les
conduciría a casa. Una vez a bordo del
monobús, su silencio continuaba. Fue
Enid la que habló primero.
—Bien, Bruce. Me siento feliz por
el éxito que has tenido. Daremos una
fiesta. ¡Estoy muy orgullosa de ti!
Ainson le golpeó cariñosamente la
mano y sonrió con aire de perdón, como
si tratara con una chica traviesa.
—Me temo que no dispondremos de
mucho tiempo para fiestas. Ahora es
cuando empieza el verdadero trabajo
que debe llevarse a cabo. Tendré que ir
diariamente al zoo para supervisar los
equipos de investigación. Ya sabes. No
podrán ir muy lejos sin mí.
Enid se quedó mirando fijamente la
lejanía. No estaba en verdad
decepcionada; realmente esperaba
aquella respuesta. Y entonces, en vez de
mostrarse enojada, intentó ser amigable
con él, haciéndole una de sus tontas
preguntitas en busca de información.
—Supongo que crees posible
aprender a comunicarte con esas
criaturas, ¿verdad?
—El Gobierno parece menos
entusiasmado de lo que esperaba. Por
supuesto, soy consciente de que existe
una estúpida guerra… Con el tiempo
pueden surgir otros aspectos que
resulten más importantes que el factor
lenguaje.
En la fraseología de su marido ella
reconoció la vaguedad que solía
emplear cuando se planteaba algo de lo
que no estaba seguro.
—¿Qué aspectos?
Ainson clavó la vista en la negrura
de la noche.
—Los ETA heridos han mostrado
una gran resistencia a la muerte. Cuando
se les practicó la disección a bordo del
"Mariestopes", donde fueron
literalmente descuartizados, fue preciso
reducirlos a pedazos antes de que
murieran. Esas criaturas tienen una
resistencia fenomenal al dolor. No lo
sienten. ¡No sienten el dolor! Está en
todos los informes. Ya he perdido la
paciencia respecto a este asunto, pero un
día alguien verá la importancia de estos
hechos.
Ella sintió de nuevo que el silencio
pesaba como una piedra sobre sus
labios mientras miraba por la ventanilla.
—¿Viste cómo diseccionaban a esas
criaturas?
—Por supuesto.
Enid se quedó pensando en todo lo
que aquellos hombres hicieron y
soportaron, al parecer con la mayor
facilidad.
—¿Puedes imaginarlo? —dijo
entonces Bruce—. No sentir nunca el
dolor ni físico, ni mental…
Se estaban adentrando en el nivel
inferior de tráfico normal. Su mirada
melancólica descansó en la oscuridad
que envolvía la casa.
—¡Qué regalo para el género
humano! —exclamó Ainson.
Después de que los Ainson se
hubieron marchado, sir Mihaly Pasztor
permaneció en el mismo lugar, preso de
la sensación de vacío que
ocasionalmente se convertía en
pensamiento. Comenzó a pasear de un
lado a otro, vigilado por los
extraterrestres encerrados al otro lado
del cristal. Finalmente se detuvo ante su
mirada y permaneció balanceándose
sobre los pies inclinándose gentilmente,
mirándolos. Con los brazos cruzados,
terminó por dirigirse a ellos.
—Mis queridos inquilinos,
comprendo el problema y, aunque no os
había visto antes, os comprendo también
a vosotros, hasta cierto límite. Por
encima de todo, entiendo que hasta
ahora sólo os habéis encarado con un
tipo limitado de mente humana. Conozco
a los hombres del espacio, mis
barrigudos amigos, porque también yo
fui uno de ellos. Sé cómo los largos
años de oscuridad atraen y moldean una
mente inflexible. Os habéis enfrentado
con hombres desprovistos de pulsación
humana, hombres sin finas percepciones,
carentes del don de proyectar su propia
personalidad para comprender a las
demás, hombres que no pueden aceptar
ni comprender porque no conocen la
diversidad de los hábitos humanos. Y al
carecer de penetración psicológica, la
niegan a los demás. En resumen, mis
queridos y sucios inquilinos, si sois
civilizados, es preciso que se os someta
a un careo con un hombre
verdaderamente civilizado. Si sois algo
más que animales, no transcurrirá mucho
tiempo antes de que nos comprendamos
recíprocamente. Después ya habrá
ocasión de incrementar el diálogo entre
nosotros.
Uno de los ETA sacó sus miembros,
se incorporó y los dirigió a la pantalla
de cristal. Sir Mihaly Pasztor tomó
aquel gesto como un presagio.
Fue a la parte trasera del cercado y
entró en una pequeña antesala de la
verdadera jaula. Presionó un botón que
activó la parte del suelo en que se
hallaba y que le trasladó a la jaula,
situándole ante una pequeña barrera, de
forma que el director del Exozoo
parecía más bien un prisionero que
compareciese ante un tribunal. El
mecanismo se detuvo. Pasztor y los ETA
estaban entonces cara a cara, aunque un
botón al alcance de la mano derecha le
aseguraba una retirada inmediata en
caso de peligro.
Los ETA emitieron juntos una serie
de silbidos. Su aspecto distaba de ser
tan repugnante como se hubiera
esperado, pero de todos modos era muy
fuerte y Pasztor arrugó la nariz.
—Según nuestro sistema de
pensamiento —dijo—, la civilización se
reconoce por la distancia que el hombre
ha puesto entre sí y sus excrementos.
Uno de los ETA extendió uno de sus
miembros y se rascó.
—No existe ninguna civilización
sobre la Tierra que no se halle
firmemente establecida sobre la base de
un alfabeto. Incluso los aborígenes más
primitivos garrapatearon sus temores y
esperanzas sobre las rocas. ¿Tenéis
también temores y esperanzas?
El ETA, terminó de rascarse, y
retrajo el miembro, dejando la palma de
la mano a una distancia escasa del
cuello.
—Es imposible imaginar a una
criatura mayor que una pulga sin temores
ni esperanzas, o cualquier otra estructura
equivalente basada en los estímulos del
dolor. Sensaciones gratas y sensaciones
malas nos acompañan toda la vida y
constituyen nuestras experiencias del
mundo exterior. Pero, con todo, si he
comprendido bien los informes de la
autopsia de uno de vuestros amigos,
vosotros no experimentáis el dolor. ¡En
qué forma tan radical eso debe
modificar vuestra experiencia del mundo
externo!
Entonces apareció una de aquellas
criaturas en forma de lagarto. Se
escabulló por la espalda de su anfitrión
y atrancó su hocico tembloroso en un
pliegue de la piel del ETA. Allí
permaneció inmóvil y casi invisible.
—Y después de todo, ¿qué es el
mundo exterior? Puesto que sólo
podemos conocerlo mediante nuestros
sentidos, nunca podremos conocerlo más
que de una forma diluida; sólo podemos
conocerlo como mundo externo más
sentidos. ¿Qué es una calle? Para un
niño, todo un mundo lleno de misterio;
para un estratega militar, una serie de
puntos de ataque y resistencia; para un
amante, el lugar donde habita el ser
amado; para una prostituta, el lugar
donde efectúa sus negocios; para un
historiador urbano, una serie de
filigranas en el tiempo; para un
arquitecto, un tratado extraído del arte y
la necesidad; para un pintor, una
aventura en la perspectiva y el color;
para un viajero, el lugar en que se
encuentra un trago y un lecho caliente;
para el que allí habita desde hace mucho
tiempo, un monumento a sus pasadas
locuras, sus esperanzas y sus
frustraciones; para el motorista… ¿De
qué forma, mis enigmáticas bestias,
nuestros mundos externos, el vuestro y el
mío, van a enfrentarse y a
comprenderse? ¿No nos será difícil
descubrirlo hasta que hayamos
conseguido hablarnos recíprocamente,
después de obtener una lista de
sustantivos y necesidades? ¿O preferís
como nuestro jefe explorador, que la
proposición se invierta? ¿Tenemos que
conocer por lo menos la naturaleza de
vuestro medio ambiente externo, antes
de que podamos parlamentar? Pero, ¿no
me estaré desviando repentinamente del
verdadero sentido, cerdos? Podría muy
bien suceder que vosotras, criaturas
desamparadas, fuerais simplemente unos
rehenes y el problema mucho mayor. Tal
vez jamás podamos comunicarnos. Pero
vosotros sois la prueba de que en alguna
parte, tal vez a no muchos años luz de
Clementina, existe un planeta donde
viven criaturas de vuestra especie. Si
fuésemos allá, si pudiéramos observaros
en vuestro hábitat normal, entonces sí
podríamos saber mucho acerca de
vosotros, y veríamos claro lo que nos
hace distintos, para conseguir
comunicarnos recíprocamente. No
bastará con el trabajo de los lingüistas;
es preciso que un par de astronaves
investiguen los mundos próximos a
Clemetina. Tengo que hacer hincapié
sobre este punto a Lattimer.
Los ETA no respondieron.
—Os lo advierto: el hombre es una
criatura muy persistente. Si el mundo
exterior no viene hacia él, él irá al
mundo exterior. Si tenéis un vocabulario
con el cual expresaros, ya podéis
prepararlo.
Los ETA ya tenían los ojos cerrados.
—¿Habéis caído en la inconsciencia
o estáis orando? Creo que lo segundo
será lo más prudente y sabio, porque
ahora estáis en manos del hombre.
No fue tan sólo filosofar lo que se
hizo aquella primera noche en que la
enorme "Mariestopes" se posó sobre la
Tierra; también hubo desórdenes y
trastornos.
Rodney Walthamstone no pudo
evitarlo, como afirmó su defensor
cuando se presentó el caso en el
tribunal. El fenómeno no era raro en
aquellos tiempos, cuando todos los
meses podía verse el retorno de las
astronaves que habían explorado las
profundidades del cosmos. Mortales
ordinarios, navegaban en aquellos
terribles —y utilizó la palabra sin
exageración intencionada— viajes
espaciales; mortales, m'lud como
Rodney Walthamstone, sobre quienes el
espacio tenía forzosamente un efecto
sobrecogedor. El fenómeno era bien
conocido desde hacía diez años, y había
sido etiquetado como el síndrome de
Bestar de acuerdo con el nombre del
famoso psicodinámico, aunque más
corrientemente se le denominaba m'lud.
En el cosmos quedaban brutalmente
suprimidos todos los símbolos
fundamentales de la mente humana. No
era preciso estar de acuerdo con el
filósofo francés Deut —quien sostenía
que el cosmos y la mente eran los dos
polos opuestos del imán de la integridad
total— para comprobar que el viaje
espacial profundo sometía al hombre a
una gran tensión, y que volvía a la Tierra
con un deseo febril de normalidad que
no podía quedar satisfecho a través de
los canales legales. Concedido esto, era
entonces necesario alterar la ley y no la
mente del hombre. El hombre había
salido hacia las profundidades
estrelladas del infinito: correspondía a
la ley, por sí misma, hacer de algún
modo que la mente quedase menos
ligada a la Tierra. (Aquí hubo risas.)
¿Qué símbolo ejercía una influencia
más poderosa sobre la mente del hombre
que una casa, ese antiquísimo símbolo
del hogar, del refugio contra el mundo
hostil y de la misma civilización? Así,
en aquel caso de robo con escalo,
aunque el infortunado propietario de la
casa había sido aporreado, el tribunal
debería considerar que el acusado, no
falto de heroísmo, se había limitado a
buscar un símbolo. Desde luego, no
ocultaba que al mismo tiempo estaba
ligeramente influido por la bebida, pero
el síndrome de Bestar permitía… El
juez, permitiendo que la defensa
dispusiera de un discurso a su favor,
dijo que estaba cansado de las hazañas
de los hombres del espacio que volvían
a la Tierra y trataban a Inglaterra como
si fuese una zona subdesarrollada del
cosmos. Treinta días tras los barrotes de
la cárcel convencerían al prisionero de
que existía una considerable diferencia
entre los dos.
El tribunal suspendió la sesión para
almorzar, y la señorita Florence
Walthamstone se trasladó llorando desde
el tribunal a la taberna más próxima.
—Hank, cariño, ¿no irás a enrolarte
en las Fuerzas del Espacio, verdad?
Espero que no vuelvas a embarcarte otra
vez…
—Ya te lo he dicho, será sólo por
vuelos aislados, como los que hacía en
el Cuerpo de Exploración.
—Nunca comprenderé a los
hombres, aunque viva mil años. ¿Qué
hay ahí afuera que tanto os atrae? ¿Qué
sacas de todo esto?
—¡Diablos! Es una forma como otra
de ganarse la vida. Mejor que trabajar
en cualquier oficio ¿verdad? Soy un tipo
con cerebro y no pareces darte cuenta;
he aprobado todos mis exámenes, pero
existe demasiada competencia aquí, en
Norteamérica.
—Pero ¿qué sacas de todo ello? Es
lo que quiero saber.
—Te lo he dicho: quiero llegar a
capitán. Y ahora, ¿qué te parece si
cambiamos de tema?
—No quiero oír hablar de este
asunto.
—¿No quieres? Bueno, ¿qué quieres,
entonces? A veces pienso que tú y yo
hablamos idiomas distintos.
—¡Cariño! ¡Amor mío! ¿No te
parece que ya es hora de levantarse?
—¿Humm?
—Son las diez en punto, querida…
—Humm… Todavía es temprano.
—Estoy hambriento.
—Estaba soñando contigo, Gussie.
—Teníamos que tomar el ferry de las
once para ir a Hong-Kong, ¿recuerdas?
Hoy tenías que pintar, ¿no te acuerdas?
—Humm… Bésame otra vez,
querido.
—Humm… Cariño.

El guardián jefe era un hombre


canoso que recientemente había tenido
que arreglarse los cabellos que
sobresalían a ambos lados de su gorra
de uniforme. Trabajaba a las órdenes de
Pasztor desde hacía mucho tiempo,
muchas canas antes de que empezase a
serle difícil descender cada mañana por
las escaleras, bajo los riscos helados de
la Uss Ice Shelf. Se llamaba Ross, lan
Edward Tinghe Ross, y saludó
atentamente a Bruce Ainson cuando éste
llegó.
—Buenos días, Ross. ¿Cómo va
todo? Esta mañana llego tarde.
—Hay una gran conferencia esta
mañana, señor. Acaban de comenzar Sir
Mihaly está ahí dentro, por supuesto,
junto con tres lingüistas, el doctor
Bodley Temple y sus ayudantes y un
estadista. He olvidado su nombre, es un
hombre pequeño con el cuello lleno de
verrugas, no puede usted confundirle, y
una dama, una científica, según creo… Y
ese filósofo de Oxford otra vez, Roger
Wittgenbacher, y nuestro viejo amigo
norteamericano, Lattimore… ¡Ah,
también está el novelista Gerald Bone!
… y ¿quién más?
—¡Dios santo! ¡Hay por lo menos
una docena! ¿Qué está haciendo aquí
Gerald Bone?
—Tengo entendido que es amigo de
sir Mihaly Pasztor, señor. Me pareció
que tiene un agradable aspecto. Mis
gustos literarios se inclinan por cosas
más serias, por lo que apenas leo
novelas. Pero de vez en cuando lo hago
cuando no me encuentro bien. Leí un par
de ellas cuando tuve bronquitis el
pasado invierno; ya recordará usted.
Debo decir que me impresionó la del
señor Bone titulada Muchos son los
pocos. El héroe sufre una depresión
nerviosa y…
—Sí, ya recuerdo el argumento,
Ross, gracias. ¿Qué tal están nuestros
dos ETA?
—Con toda franqueza, señor, creo
que se están muriendo de aburrimiento.
¡Quién va a reprochárselo!
Cuando Ainson entró en la sala de
estudio situada detrás de la jaula de los
ETA, se estaba desarrollando la
conferencia. Contando las personas que
le saludaron con un gesto de
reconocimiento, obtuvo la cifra de
catorce varones y una hembra. Aunque
eran distintos en apariencia, daban todos
la sensación de compartir algo, tal vez
un cierto aire de autoridad.
Aquel aire resultaba más apreciable
en la señora Warhoon, quizá porque
estaba de pie haciendo uso de la palabra
cuando entró Ainson. La señora Hilary
Warhoon era la dama a quien Ross se
había referido momentos antes. Aunque
todavía frisaba los cuarenta, era muy
conocida como cosmocléctica, la nueva
profesión científico-filosófica que
intentaba apartar el trigo de la paja en la
rápida acumulación de hechos y teorías,
principal aportación del espacio a la
Tierra, Ainson la miró con aprobación.
¡Y pensar que estaría casada con algún
viejo banquero al que no podría
soportar! Tenía una bonita figura, y
vestía a la moda uno de los nuevos
modelos de araña de cristal, con
colgantes en el busto, las caderas y a
nivel de los muslos: el atractivo de su
rostro, que mostraba una acostumbrada
seriedad, no era puramente intelectual:
Ainson sabía que podría encararse
incluso con el viejo Wittgenbacher,
filósofo profesional de Oxford y erudito
de la tecnivisión. Ainson no podía evitar
la comparación con su esposa, con
evidente desventaja para Enid. Desde
luego, nunca se atrevería a explicar sus
íntimas sensaciones ni a ella ni a
ninguna otra persona, pero realmente
Enid valía muy poco. Debió haberse
casado con un tendero de alguna ciudad
industriosa, como Bannury, Diss o East
Dereham. Sí, así debía haber hecho.
—… Tengo la impresión de haber
hecho progresos esta semana, a pesar de
varios obstáculos inherentes a la
situación, procedentes del hecho, como
creo que el director señaló en primer
lugar, y de que no disponemos de
historial alguno de esa forma de vida,
para utilizarlo como punto de referencia.
La voz de la señora Warhoon tenía
una agradable modulación. Además de
la virtud de reunir los pensamientos de
Ainson y hacer que se concentrara en lo
que estaba diciendo; si Enid hubiera
dispuesto con más premura el desayuno,
podría haber llegado allí a tiempo para
escuchar el discurso desde el principio.
—Mi colega, el señor Burroughs, y
yo —siguió diciendo la señora Warhoon
— hemos examinado el vehículo
espacial hallado en Clementina. No nos
consideramos cualificados para emitir
un informe técnico al respecto. En todo
caso, lo recibirán ustedes de otras
fuentes. Por nuestra parte estamos
convencidos de que se trata de un
vehículo desarrollado para esas formas
de vida cautivas y tal vez diseñado por
ellas. Recordarán ustedes que se
descubrieron otras ocho formas de vida
cercanas a ese vehículo; y que el cuerpo
de uno de los muertos fue desenterrado
en el interior del propio vehículo.
También se pueden observar en el
interior nueve literas o nichos que, por
su forma y tamaño, sugieren su
utilización como literas. Como quiera
que esas literas están dispuestas en una
dirección, que nos parece más vertical
que horizontal, y están separadas por lo
que ahora sabemos que son los tanques
de combustible, no fueron previamente
reconocidas como literas. Aquí resulta
apropiado mencionar otro problema con
el que nos enfrentamos continuamente.
No sabemos lo que es evidente y lo que
no. Por ejemplo, ahora tenemos que
preguntarnos, en la suposición de que
esas formas de vida hayan desarrollado
el viaje espacial: ¿puede considerarse
este viaje como una prueba a priori de
inteligencia superior?
—Esta es la pregunta más penetrante
planteada en la última década —dijo
Wittgenbacher, cabeceando varias
veces, con la seguridad escalofriante de
una muñeca mecánica—. Si la
hiciésemos a las masas, obtendríamos
una sola respuesta, o diría más bien que
sus diversas respuestas se reducirían a
una afirmación. Los aquí reunidos somos
más ilustrados y tal vez elegiríamos
como ejemplo más válido de superior
inteligencia los trabajos de los filósofos
analíticos, donde la lógica fluye sin
confundirse con la emoción. Pero las
masas, ¿y quién de entre nosotros va a
contradecirlas en última instancia?,
empleando, si me lo permiten, un
coloquialismo, optarían por un producto
en el que se han empleado tanto las
manos como la mente. No dudo que
entre tal categoría de productos, la nave
espacial les parecería el más
sobresaliente.
—Y yo estaría con ellos —sugirió
entonces Lattimore.
Estaba sentado junto a Pasztor,
chupando inconscientemente la montura
de sus gafas y escuchando atentamente.
—Incluso yo podría acompañarles
—dijo Wittgenbacher, riendo entre
dientes y moviendo de nuevo la cabeza
con gesto mecánico—. Pero esto nos
lleva a otra pregunta. Supongamos que
se concede a estas formas de vida una
inteligencia superior, a pesar de la
antiestética falta de higiene en muchos
de sus hábitos. Supongamos que más
tarde se descubre su planeta de origen y
entonces percibimos que su… bueno,
capacidad para viajar en naves
espaciales está gobernada en gran parte
por la conducta instintiva, como la
habilidad de las focas del norte que van
al océano. Corríjame si estoy en un
error, sir Mihaly, pero creo que el
Arctocephalus ursinus, los osos marinos,
llevan a cabo una migración invernal de
muchos millares de kilómetros desde el
mar de Bering hacia las costas de
México. Yo mismo lo he visto mientras
me bañaba en el golfo de California. Si
damos esto por cierto, no solamente
estaremos en un error al presumir una
inteligencia superior en nuestros amigos,
sino que todos tendremos que
preguntarnos esto: ¿no es posible que
nuestra propia capacidad de viajar por
el espacio sea igualmente la
consecuencia y el logro de una conducta
instintiva? ¿Podría suceder que, del
mismo modo como la foca imagina que
al nadar hacia el sur su viaje está
determinado por su propia voluntad, nos
impulsara un propósito invisible que
está por encima de nuestras intenciones?
Los periodistas, situados al fondo de
la sala, redactaban a toda prisa sus
anotaciones, asegurándose de que el
"Times" del día siguiente registraría los
resultados de la conferencia, indicando
el momento culminante con este titular:

EL VIAJE ESPACIAL:
¿UNA PAUTA
MIGRATORIA DEL
HOMBRE?
Gerald Bone se puso en pie. El
rostro del novelista se iluminó ante la
nueva idea, como el de un niño que
contempla un nuevo juguete.
—Profesor Wittgenbacher: ¿debo
entender que nuestra tan cacareada
inteligencia, lo único que nos distingue
claramente de los animales, podría
tratarse realmente de una simple
compulsión ciega que nos conduce en su
propia dirección, más que en la nuestra?
—¿Por qué no? A pesar de nuestras
pretensiones hacia las artes y las
humanidades, nuestra especie ha
dirigido, al menos desde el
Renacimiento, sus principales esfuerzos
hacia los objetivos gemelos de aumentar
su número y expandirse hacia afuera. De
hecho, puede usted comparar a nuestros
grandes hombres con la abeja reina que
prepara su colmena para el enjambre,
sin saber por qué lo hace.
Hormigueamos en el espacio y no
sabemos por qué lo hacemos así. Hay
algo que impulsa…
Pero no pudo continuar por aquel
camino. Lattimore fue el primero que lo
calificó de absurdo. El doctor Bodley
Temple y sus ayudantes emitieron
rumores de disentimiento. El profesor
fue objeto de una rechifla cultural que
llenó el ámbito de la sala.
—Una teoría absurda…
—Posibilidades económicas
inherentes en…
—Incluso una audiencia técnica
apenas…
—Supongo que la colonización de
otros planetas…
—No se pueden descartar las
disciplinas de la ciencia…
—Orden, por favor —exigió el
director.
Siguió una calma, que Gerard Bone
aprovechó para hacer otra pregunta a
Wittgenbacher.
—Entonces… ¿dónde encontraremos
el verdadero intelecto?
—Tal vez cuando nos volvamos
contra nuestros dioses —repuso
Wittgenbacher, sin sofocarse en absoluto
por la caldeada atmósfera que le
rodeaba.
—Ahora veremos el informe
lingüístico —anunció agudamente
Pasztor.
El doctor Bodley Temple se puso en
pie, descansó la pierna derecha sobre la
silla que tenía frente a él, apoyó el codo
derecho sobre la rodilla, de forma que
pudiera adelantarse con una apariencia
de vivacidad, y no varió aquella postura
hasta que terminó de hablar. Era un
hombre bajito y rechoncho con un
mechón de cabellos grises que le salía
del centro de la frente, y una expresión
combativa. Tenía reputación de ser un
erudito imaginativo, que acostumbraba a
lucir algunos de los vistosos chalecos de
la universidad de Londres. El que
llevaba puesto bordeaba un abdomen
bastante pronunciado, y estaba
confeccionado con un antiguo brocado
cuyo diseño representaba unas
mariposas Emperador púrpura
persiguiéndose entre ellas alrededor de
los botones.
—Todos ustedes saben cuál es el
trabajo de mi equipo —dijo con una voz
que Arnold Bennet hubiera reconocido
un siglo atrás como surgida de las Cinco
Ciudades—. Estamos intentando
aprender el idioma extraterrestre sin
saber si lo tienen, porque es la única
forma de descubrirlo. Hemos realizado
algunos progresos, como mi colega
Wilfred Brebner aquí presente,
demostrará a continuación. Primero,
pondré de manifiesto algunas
aclaraciones generales. Nuestros
visitantes, esos gordos tipos venidos de
Clementina, no comprenden lo que es la
escritura. No tienen. Esto no significa
nada con respecto a su lenguaje. Muchas
lenguas negras estuvieron reducidas
únicamente a la escritura de los
misioneros blancos. El elfik y el yoruba,
por ejemplo, fueron dos de tales
lenguajes del grupo sudánico, creo que
apenas son utilizados en nuestros días.
Explico esto, queridos amigos, porque
mientras no tengamos una idea mejor
sobre ellos, estoy tratando a esos
extraterrestres como a un par de
africanos. Y eso puede aportar
resultados. Es más positivo que tratarles
como si fueran animales —recordarán
ustedes que los primeros exploradores
blancos en África pensaron que los
negros eran gorilas—, y si hallamos que
tienen un lenguaje, no cometeremos con
seguridad el error de esperar que sea
algo parecido a una lengua romance.
Estoy seguro de que nuestros rechonchos
amigos tienen un lenguaje, y los
muchachos de la prensa que nos
acompañan aquí pueden irlo anotando, si
gustan. Basta escuchar el modo como
resoplan. Y no solamente eso. Hemos
analizado las cintas magnetofónicas y
aparecen quinientos sonidos diferentes.
También es posible que estos sonidos se
limiten a uno solo, pero emitidos en
diferentes tonos. También sabrán ustedes
que existen lenguajes terrestres
fundamentados en ese principio, como
por ejemplo el siamés y el cantonés, que
emplean seis niveles acústicos. Y
podemos esperar muchos más niveles de
esos individuos, que desde luego
sobrepasan ampliamente el espectro del
sonido. El oído humano es sordo para
las vibraciones de frecuencias mayores
a veinticuatro mil por segundo. Hemos
descubierto que tales criaturas producen
dos veces más, lo mismo que los
murciélagos terrestres o un gato
rugstedio. Por tanto, el problema reside
en si podemos conversar con ellas
manteniéndonos dentro de nuestra
longitud de onda. Eso podría significar
que deberían inventar una especie de
jerga que pudiéramos comprender.
—Protesto —dijo el estadista, que
hasta entonces se había contentado con
pasarse la lengua por los dientes—.
Seguramente usted infiera de todo esto
que somos inferiores a ellos.
—No pretendo decir nada parecido.
Digo que su espectro de sonido es
mucho mayor que el nuestro. Y ahora, el
doctor Brebner, aquí presente, va a
darnos algunos fonemas que hemos
identificado provisionalmente.
El doctor Brebner se puso en pie
junto a la maciza figura de Bodley
Temple. Era un hombre joven, de unos
veinticinco años, esbelto y de cabellos
color amarillo pálido. Llevaba un traje
gris claro con la capucha bajada. Se
sonrojó un poco al enfrentarse con el
auditorio, pero se expresó bien.
—La disección llevada a cabo en
los extraterrestres muertos nos ha
revelado mucho con respecto a su
anatomía —dijo—. Si han leído ustedes
el extenso informe correspondiente,
sabrán que nuestros amigos tienen tres
distintas clases de aberturas, mediante
las cuales pueden emitir sus ruidos
característicos. Todos esos ruidos
parecen contribuir a su lenguaje, o así
nos lo parece, como nos parece que sin
duda disponen de un lenguaje. En primer
lugar, una de sus cabezas presenta una
boca a la que está ligada a un órgano del
olfato. Aunque esta boca se utiliza para
respirar, su principal función es la de
alimentarse y producir lo que
denominamos sonidos orales. En
segundo término, nuestros amigos
disponen de seis ventiladores
respiratorios, tres a cada lado del
cuerpo y situados encima de sus seis
miembros. Por el momento nos
referiremos a ellos como órganos
olfatorios. Tienen unas aberturas
labiadas y aunque carecen de cuerdas
vocales, lo mismo que la boca, esas
narices producen una amplia gama de
sonidos. En tercer lugar, nuestros amigos
también producen una variedad de
sonidos controlados mediante el recto,
situado en su segunda cabeza. Su forma
de hablar consiste en sonidos
transmitidos mediante todas esas
aberturas, ya sea por turno a pares, o
bien tres al mismo tiempo, e incluso las
ocho aberturas juntas. Ahora verán
ustedes que los pocos sonidos que voy a
suministrarles como ejemplo se limitan
a los menos complejos. Por supuesto,
está disponible la cinta registrada con la
totalidad de la gama de sonidos, pero
aún no está en condiciones de utilizarse.
La primera palabra es nnnnnrrrrr-ink.
Para pronunciar aquella palabra,
Wilfred Brebner produjo un ligero
ronquido con la parte anterior de su
garganta y lo cerró con el gritito
representado aquí por ink. (Toda
transcripción de palabras en lengua
extraterrestre de la ETA debe
considerarse como mera aproximación.)
Brebner continuó con su detallado
informe.
—Nnnnnrrrrr-ink es la palabra que
hemos obtenido varias veces en
diversos contextos. El doctor Bodley
Temple la registró primeramente el
pasado domingo, cuando trajo coles
frescas a nuestros amigos. La obtuvimos
por segunda vez el mismo día, cuando
saqué un paquete de goma de mascar y
entregué unos trozos al doctor Temple y
a Mike, y no volvimos a oírla hasta la
tarde del martes; la pronunciaron en una
situación de falta de alimento. El
guardián jefe Ross había entrado en la
jaula, y fuimos a verle por si necesitaba
algo: ambas criaturas emitieron el
sonido al mismo tiempo. Entonces
notamos que la palabra muy bien
pudiera tener una connotación negativa,
puesto que habían rehusado los repollos
y no se les había ofrecido la goma de
mascar, que probablemente supusieron
que se trataba de alimento. Es de
suponer, además, que no les gusta Ross,
quien les perturba cuando va a
limpiarles la jaula. Ayer, sin embargo,
les llevó un cubo de barro del río, que
tanto les gusta, y entonces registramos
nuevamente la expresión nnnrrrr-ink,
varias veces en cinco minutos. Por lo
tanto, de momento pensamos que se
refiere a alguna variedad de actividad
humana, digamos, cuando uno aparece
llevándoles algo. El significado se
aclarará considerablemente a medida
que avancen los experimentos. Por el
ejemplo expuesto, pueden ustedes ver el
proceso de eliminación que seguimos
con cada sonido. El cubo de agua
embarrada del río también aportó otra
palabra que podemos reconocer. Suena
algo así como juip-butbuip (un pequeño
silbido seguido por dos chasquidos
labiales). También lo oímos al
ofrecerles pomelos, que ellos aceptaron;
cuando les dimos salchichas de avena
con rodajas de plátano, un plato por el
que mostraron cierto entusiasmo; y
cuando Mikes y yo salimos por la tarde.
Lo tomamos como un signo de
aprobación.
Creemos que también disponemos de
un signo de reprobación, aunque sólo lo
hemos escuchado dos veces. La primera,
con acompañamiento de signos de
desagrado, cuando un ayudante de Ross
arrojó a uno de nuestros amigos un
chorro de agua sobre el hocico,
sirviéndose de una manguera. En otra
ocasión les ofrecimos una parte de
pescado crudo y otra cocido. Como ya
habrán ustedes deducido, parecen
vegetarianos. El sonido fue…
Brebner miró a la señora Warhoon,
como pidiéndole excusas y emitió con la
boca una especie de ahogadas
ventosidades que culminaron con un
gran rugido.
—¡Bbbp-bbbp-bbbbbbp-aaaah!
—Ciertamente, eso suena a
desaprobación —sugirió Temple.
Antes de que se apagara el murmullo
de general diversión, uno de los
reporteros dijo:
—Doctor Temple, ¿esto es todo
cuanto puede ofrecernos como muestra
de los progresos que están haciendo?
—Se les ha dado una tosca muestra
de lo que estamos llevando a cabo.
—Pero, en definitiva, no parece que
hayan obtenido una sola palabra. ¿Por
qué no intentan hacer lo que cualquier
profano intentaría, como contar los
números o señalar partes de sus cuerpos
o los de ustedes? Así al menos tendrían
algo con que empezar. Algo mejor que
unos cuantos puntos abstractos.
Temple miró las mariposas
Emperador púrpura de su precioso
chaleco, se humedeció los labios y dijo:
—Joven, un profano en la materia
podría desde luego pensar que ésos
serían los primeros pasos a seguir. Pero
mi respuesta a ese profano y a usted, es
que tal catálogo sólo es posible si el
enemigo, el extraterrestre, está
preparado para abrir una conversación.
Esas dos bestias… Perdón, señora…
esos dos individuos no tienen interés en
comunicarse con nosotros.
—¿Por qué no emplean una
computadora para ese trabajo?
—Su pregunta es todavía más tonta.
Hace falta el sentido común en una tarea
como ésta. ¿Qué diablos podría hacer
una computadora? No puede pensar, ni
puede diferenciar entre dos fonemas casi
idénticos para nosotros. Todo lo que
necesitamos es tiempo. Usted no puede
imaginar, ni tampoco lo haría su
hipotético profano en la materia, las
dificultades con que tenemos que
enfrentarnos, porque tenemos que pensar
dentro de un terreno en el que el hombre
no ha pensado antes. Pregúntese a usted
mismo: ¿Qué es el lenguaje? La
respuesta es: el discurso humano. En
consecuencia, no estamos haciendo
precisamente una investigación, sino
inventando algo nuevo: el discurso no
humano.
El reportero asintió taciturnamente.
El doctor Temple sopló y tomó asiento.
Lattimore se puso entonces en pie.
Colocó las gafas en el extremo de la
nariz, y cruzó las manos a la espalda.
—Como usted sabe, doctor, yo soy
nuevo en estas lides, por lo que espero
que considere mis preguntas como
realizadas con toda inocencia. Mi
posición es ésta: soy escéptico. Sé que
hemos investigado sólo trescientos
planetas del universo, y que existen
millones por investigar, pero, aun así,
sostengo que esos trescientos
constituyen una buena muestra. En
ninguno de ellos se ha encontrado forma
alguna de vida que tenga la inteligencia
de mi gato siamés. Esto supone que el
hombre es único en el universo.
—Eso podría ser una simple
sugerencia-repuso Temple.
—Ni siquiera eso. Me tiene sin
cuidado la existencia o no de otra forma
de vida inteligente en el universo; el
hombre ha dependido siempre de sí
mismo y eso no le preocupó. Por otra
parte, si alguna otra forma de vida
inteligente surge en alguna parte, la
recibiré de buena gana como la siguiente
especie humana, siempre que se
comporte del mismo modo. Lo que no
acabo de digerir es que alguien conviva
con esta pareja de cerdos supercebados
que se revuelcan en su propia porquería
de un modo que no imitaría ningún cerdo
de la Tierra, e insista en que intentemos
probar que son seres inteligentes. Esto
es una locura. Usted mismo acaba de
decir que no muestran el menor interés
en comunicarse con nosotros. Muy bien,
entonces, ¿no es ése un signo evidente
de que carecen de toda inteligencia?
¿Quién en esta sala puede decir
honestamente que desea tener a esos
cochinos en su propia casa?
Nuevamente estalló un tumulto en la
sala de conferencias. Todos se volvían
para discutir y preguntar, no solamente a
Lattimore, sino entre ellos mismos.
Finalmente, la voz de la señora Warhoon
se destacó en aquel maremágnum.
—Siento una gran simpatía hacia su
postura señor Lattimore, y me alegro de
que haya venido a participar en nuestra
reunión. Pero la breve respuesta que voy
a darle es que, al igual que la vida
adopta una multitud de formas
diferentes, hemos de esperar que la
inteligencia también adopte diversos
modos de manifestarse. No podemos
concebir otra forma de inteligencia; ello
ampliaría las fronteras de nuestro
pensamiento y nuestra comprensión
como nada más podría hacerlo. En
consecuencia, cuando pensamos que
hemos hallado tal inteligencia, debemos
asegurarnos de ello aunque el esfuerzo
requerido nos lleve años.
—Ése es en parte mi punto de vista,
señora —dijo entonces Lattimore—. Si
allí hubiera inteligencia, no nos llevaría
años descubrirla. Deberíamos
reconocerla sobre la marcha, en el acto.
Incluso aunque apareciese disfrazada de
nabo.
—¿Cómo juzga usted la presencia de
una nave espacial en Clementina? —
preguntó Gerald Bone.
—¡Yo no tengo por qué juzgar nada!
Esos grandes cerdos deberían estar en
condiciones de hacerlo. Si ellos la
construyeron, entonces, ¿por qué no
disponen de dibujos, planos y
descripciones de esa nave, y por qué no
la diseñan cuando se les entrega papel y
lápiz para hacerlo?
—Porque el hecho de que viajen en
ella no significa que la hayan construido.
—¿Pueden ustedes imaginarse al
más insignificante y estúpido piloto de
un crucero terrestre, que sea capturado
por seres extraños y que sea incapaz de
hacer, por lo menos, un diseño general
de la nave cuando se le entrega papel y
lápiz?
—Y con respecto al lenguaje, ¿cómo
lo considera usted? —preguntó Brebner.
—He disfrutado de veras con sus
imitaciones animales, señor Brebner —
dijo Lattimore, con buen humor—. Pero
francamente, yo puedo comunicarme más
rápidamente con mi gato que usted con
esos dos cerdos.
Ainson habló por vez primera, y lo
hizo con agudeza, molesto de que un
simple entrometido se atreviera a
ridiculizar su descubrimiento.
—Todo eso está muy bien, señor
Lattimore, pero creo que pasa usted por
alto demasiadas cosas y con demasiada
facilidad. Sabemos que los ETA tienen
ciertos hábitos que resultan
desagradables para nuestros principios
humanos; pero tienen inteligencia,
conversan entre sí. Y la nave espacial es
un hecho, diga usted lo que diga.
—Tal vez sea un hecho la nave
espacial, pero, ¿qué relación tienen esos
cerdos con ella? No la sabemos. Pueden
ser muy bien el ganado que, como
alimento, llevaban consigo los
verdaderos viajeros del espacio. No lo
sé, pero usted también lo ignora; y evita
una explicación plausible. Con
franqueza, si yo estuviese al frente de
esta operación, daría un fuerte voto de
censura al capitán del "Mariestopes" y,
particularmente, al jefe explorador por
traer semejante prueba de investigación.
En aquel momento se produjo una
especie de inquietante y amenazador mar
de fondo. Sólo los reporteros
comenzaron a parecer algo más felices.
Sir Mihaly Pasztor se adelantó para
explicar quién era Ainson a Lattimore.
El rostro de éste se alargó.
—Señor Ainson, creo que le debo
una excusa por no haberle reconocido.
De haber estado usted aquí cuando
comenzó la conferencia, podían
habernos presentado.
—Desgraciadamente, esta mañana,
mi esposa…
—Sin embargo, debo sostener
firmemente mi anterior exposición. El
informe de lo sucedido en Clementina
resulta patético; es una mera obra de
aficionados. Tenían ustedes un plazo
estipulado para el reconocimiento del
planeta, el cual había expirado cuando
encontró usted esos animales junto a la
nave espacial, y en vez de partir, según
lo programado, se limitó a disparar
sobre ellos, tomó unas tecnifotos de la
escena, y despegó. Esta nave, por cuanto
usted sabe, puede ser muy bien el
equivalente de un vagón de ganado. Éste
se encontraría fuera para revolcarse en
el barro, mientras que a dos millas de
distancia, en otro valle, se hallaba
seguramente la verdadera nave, con los
auténticos bípedos similares a nosotros,
como dice la señora Warhoon, quienes
tendrían ojos y boca con los que
comunicarse. Puede estar usted bien
seguro de ello. No, lo siento, señor
Ainson, pero su comité está más
atascado en el asunto de lo que pretende
admitir, simplemente por el mal trabajo
que usted ha llevado a cabo.
Ainson se había puesto rojo como la
grana. Algo fantasmal se había
expandido inesperadamente por la sala y
recaía sobre su persona. Todos los
presentes —lo sabía sin necesidad de
mirarles— permanecían sentados y
silenciosos, aprobando lo que había
dicho Lattimore.
—Cualquier idiota puede demostrar
sabiduría cuando no hay remedio.
Parece que usted no se da cuenta de la
falta de precedentes de la situación y
yo…
—Comprendo hasta qué punto
carece de precedentes. Digo que no los
tenía en absoluto y, en consecuencia,
debía usted haber ido más al fondo de la
cuestión. Créame, señor Ainson, he
leído las fotocopias del informe de la
expedición y he mirado muy atentamente
todas esas fotografías que tomaron.
Tengo la impresión de que, en general,
todo ha sido llevado más como una gran
cacería que como una expedición oficial
pagada con el dinero de los
contribuyentes.
—Yo no soy responsable del tiroteo
contra los seis ETA. Una patrulla cayó
sobre ellos y regresó a la nave. Fueron a
investigar a esos extraños seres, les
atacaron y dispararon en defensa propia.
Debería usted volver a leer los
informes.
—No parece que esos cerdos sean
temibles. No creo que atacaran a la
patrulla, sino, más bien que intentaban
escapar.
Ainson miró a su alrededor en busca
de ayuda.
—Apelo a usted, señora Warhoon,
¿es razonable imaginar cómo se
comportan esas extrañas criaturas en
libertad con sólo una mirada a su
apático comportamiento en cautividad?
La señora Warhoon se había sentido
admirada inmediatamente por Bryan
Lattimore; era un hombre fuerte, y le
gustaba.
—¿Qué otros medios tenemos para
juzgar su conducta? —preguntó.
—Tienen ustedes los informes. En
ellos hay un amplio y completo estudio
para que ustedes lo analicen.
Lattimore volvió al ataque.
—Lo que tenemos en esos informes,
señor Ainson, es un sumario de lo que el
jefe de la patrulla le dijo a usted. ¿Es
hombre de confianza?
—¿De confianza? Sí, es bastante
digno de confianza. Sabe usted que hay
una guerra en este país, señor Lattimore,
y no siempre podemos elegir los
hombres que deseamos.
—Comprendo. ¿Y cómo se llama ese
hombre?
—¿Cómo se llamaba realmente?
Joven, musculoso, un tanto cazurro. No
era un mal tipo. ¿Horton? ¿Halter? En
una atmósfera más tranquila lo hubiera
recordado al instante.
Controlando su voz, Ainson dijo:
—Encontrarán su nombre en el
informe escrito.
—Está bien, está bien, señor Ainson.
Naturalmente, tiene usted sus respuestas.
Lo que digo es que debería haber
regresado con muchas más. Como verá,
aquí es usted el hombre clave. Está
entrenado precisamente para una
situación como ésta. Pero yo pienso que
nos pone usted las cosas muy difíciles
entregando datos inadecuados o, incluso,
conflictivos.
Lattimore tomó asiento, dejando a
Ainson de pie.
—La naturaleza de esos datos tiene
que ser conflictiva. Su tarea es hacer
que tengan sentido, no rechazarlos. No
hay que culpar a nadie. Si tiene usted
alguna queja, debe dirigirse al capitán
Bargerone, que estaba al mando de toda
la operación, no yo. Ah, sí, el jefe de la
patrulla se llama Quilter. Acabo de
recordarlo en este momento.
Gerald Bone habló entonces sin
levantarse.
—Señor Ainson, como usted sabe,
soy novelista. Tal vez, en medio de esta
distinguida reunión debería decir "sólo
un novelista". Pero hay una cosa que me
preocupa con respecto a su
participación en esto. El señor Lattimore
dice que usted debería haber regresado
de Clementina con más respuestas de las
que ha traído. Sea como sea, a mí me
parece que usted ha regresado a la
Tierra con unas cuantas presunciones
que, por el hecho de proceder de usted,
han sido aceptadas sin discusión, sin
poner en duda los hechos.
Con la boca seca, Ainson esperó lo
que todavía quedaba por llegar. De
nuevo tuvo la conciencia de que alguien,
o tal vez todos, escuchaban con una
especie de disposición predatoria.
—Sabemos que esos ETA fueron
encontrados junto a un río en el planeta
Clementina. Todos parecen aceptar
también el hecho de que no son nativos
de ese planeta. Por lo que veo, esta idea
partió de usted. ¿No es así?
La pregunta alivió a Ainson; podía
responderla.
—La idea partió de mí, señor Bone.
Aunque yo la llamaría una conclusión,
más que una idea. Puedo explicarla
fácilmente, incluso a un profano en la
materia. Esos ETA pertenecían a la nave
espacial; puede estar completamente
seguro al respecto. Los excrementos
estaban almacenados en el interior,
acumulados desde hacía treinta días.
Como evidencia adicional, la nave está
construida a su propia imagen.
—Según eso, podría usted decir que
la "Mariestopes" está construida a
imagen de un delfín. Eso no prueba nada
respecto a los ingenieros que la
diseñaron.
—Tenga la cortesía de escucharme.
No encontramos ninguna otra clase de
vida mamífera en el 12B. Clementina,
como se llama ahora. No encontramos
ningún animal mayor que un lagarto sin
cola, ningún insecto mayor que un tipo
de abeja tan grande como una musaraña
común. En una semana, con vigilancia
estratosférica día y noche, se cubre muy
bien un planeta desde el polo al ecuador.
Excluyendo a los peces de los mares,
descubrimos que Clementina no tiene
vida animal que valga la pena mencionar
excepto esas grandes criaturas que en
las básculas de la Tierra pesan
doscientos kilos. Y estaban en grupo
junto a la nave espacial. Claramente,
resulta absurdo suponer que son nativas.
—Las encontró usted junto a un río.
¿Por qué no pueden ser animales
acuáticos, posiblemente del tipo de los
que pasan la mayor parte de su tiempo
en el mar?
Ainson abrió y cerró la boca.
—Sir Mihaly, esta discusión hace
surgir, naturalmente, puntos que un
profano no está en condiciones de…
Quiero decir que no sirve de nada.
—Desde luego —convino Pasztor
—. Con todo, pienso que Gerald tiene un
interesante punto de vista. ¿Crees que
podemos descartar definitivamente la
posibilidad de que esos animales sean
acuáticos?
—Como he dicho, llegaron en la
nave espacial. Eso no admite dudas; les
doy mi palabra como testigo presencial.
Al hablar, Ainson miraba con
beligerancia hacia el grupo; al
encontrarse con la mirada de Lattimore,
este habló:
—Yo diría que tienen una
constitución de animales marinos,
hablando claro está, como profano.
—Tal vez sean acuáticos en su
propio planeta, pero eso nada tiene que
ver con lo que estuvieran haciendo en
Clementina —dijo Ainson—. Diga usted
lo que diga, su nave espacial es una
nave espacial y, en consecuencia, nos
encontramos ante una inteligencia.
Mihaly se apresuró a rescatarle de
aquella situación y solicitó pasar al
siguiente informe; pero era obvio que al
jefe explorador Bruce Ainson le habían
quitado el voto de confianza.

El sol, siguiendo su inalienable


costumbre, se puso al llegar el
crepúsculo. Al mismo tiempo, sir
Mihaly Pasztol se vistió adecuadamente
para la cena y fue a saludar a las
personas que había invitado a cenar.
Había transcurrido ya un mes desde
la funesta conferencia llevada a cabo en
los locales del Exozoo y donde Bruce
Ainson había sido tratado con cajas
destempladas.
Desde entonces no podía decirse que
la situación hubiera cambiado ni
mejorado. El doctor Bodley Temple
había reunido una impresionante
colección de fonemas extraterrestres,
ninguno de los cuales tenía equivalente.
Lattimore había ampliado por escrito los
puntos de vista que expresó en la
conferencia. Gerald Bone publicó
traicioneramente una maliciosa reseña
en la revista humorística "Punch".
Todo aquello eran sólo alfilerazos.
El hecho era que no se habían obtenido
progresos, principalmente porque los
ETA, prisioneros en su higiénica celda,
no demostraban el menor interés en los
seres humanos, ni deseo alguno de
cooperar en cualquiera de los juegos
malabares que les preparaban. Aquella
actitud poco servicial tenía su efecto
sobre el equipo de investigación: su
malhumor creció gradualmente, junto
con rachas de autocompasión. Como un
comunista millonario, se sentían
impelidos a explicar una posición de
cierta delicadeza.
El público, en general, también
reaccionó adversamente a la frialdad de
los extraterrestres. El hombre inteligente
de la calle podría haber apreciado a un
extraterrestre inteligente sin importarle
cuál fuese su forma, como una nueva
distracción que compitiese con las
noticias sombrías procedentes de
Charon —donde el Brasil parecía que
estaba ganando la guerra— y los
crecientes impuestos que eran la
consecuencia lógica tanto de la guerra
como de los viajes con impulsión
transponencial. Gradualmente, las
enormes colas que se formaban todas las
tardes para ver a los extraterrestres
fueron menguando (después de todo, no
era nada tan extraordinario, no tenían un
aspecto demasiado diferente al de los
hipopótamos terrestres y no se permitía
arrojarles nueces, como si estuvieran
viviendo en rascacielos en su mundo de
origen) y volvieron a la vieja rutina de
las series modernas de tecnivisión, que
trataban las relaciones premaritales del
grupo III, el cual mostraba
indulgentemente una forma de
intercambio amoroso cada hora.
Pasztor pensaba también en el
intercambio mientras acompañaba a la
señora Hilary Warhoon hasta su modesto
comedor; y si no pensaba en ello, con
una caprichosa sonrisa ante su propia
debilidad, revisaba las fantasías a las
que se había entregado una hora antes de
la llegada de la señora Warhoon. Pero
no, ella no era lo bastante encantadora ni
atractiva, y su marido tenía reputación
de poderoso y malévolo. Por otra parte,
Sir Mihaly ya no tenía el empuje
necesario para llevar adelante uno de
esos ilícitos amoríos, aunque "ilícito"
era una de las palabras que más le
seducían.
Ella se sentó a la mesa y suspiró.
—Es maravilloso relajarse. He
tenido un día horrible.
—¿Ha estado muy ocupada?
—Haciendo mi trabajo. Pero no he
logrado nada. Me deprime la sensación
de fracaso.
—¿Usted, Hilary? Usted está muy
lejos de ser un fracaso.
—Pienso en ello, menos en un
sentido personal, que en general.
¿Quiere que se lo detalle? Me gustaría
hacerlo.
Pasztor levantó las manos con un
alegre gesto de protesta.
—Mi idea de la intercomunicación
civilizada consiste en no reprimirla,
sino en mostrarla y alentarla. Siempre he
sentido interés por lo que usted diga al
respecto.
Sobre la mesa había tres fogones
globulares. Cuando ella comenzó a
hablar, Pasztor abrió los cajones
refrigerados de la derecha y comenzó a
poner su contenido en los fogones para
cocinar: Fera de Travers, salmón del
lago Ginebra para empezar, y luego
filetes de antílope de África del Sur
traídos por vía aérea aquella misma
mañana de las granjas de Kenya; y, para
añadir un toque de exotismo a la cena,
unos espárragos de Venus.
—Cuando digo que me oprime un
fracaso general —dijo la señora
Warhoon, bebiendo un jerez seco—, soy
consciente de que suena un tanto
pretencioso. ¿Quién soy yo entre tantos?,
como dijo Shaw una vez en un contexto
diferente. Es el viejo problema de las
definiciones, con el que los
extraterrestres nos han enfrentado en una
dramática forma nueva. Tal vez no
podamos conversar con ellos hasta que
hayamos decidido qué es lo que
constituye la civilización. Vamos,
Mihaly, no levante esa ceja. Sé muy bien
que la civilización no consiste en yacer
indolentemente sobre los propios
excrementos, aunque es posible que si
tuviéramos un gurú aquí nos diría que sí.
Cuando se toma una cualidad
cualquiera por la que se mide la
civilización, se descubre que está
ausente de varias culturas. Tomemos en
conjunto la cuestión del crimen. Durante
casi un siglo hemos considerado al
crimen como símbolo de enfermedad o
de desgracia. Una vez reconocemos esto
tanto en la práctica como en la teoría,
las estadísticas del crimen descendieron
de forma espectacular. Pero en muchos
períodos de alta civilización el
encarcelamiento de por vida era una
costumbre corriente y las cabezas
rodaban por el suelo como las hojas de
los árboles en otoño. Una cierta bondad,
misericordia, o comprensión, no son
signos de civilización, del mismo modo
que la guerra y el asesinato son signos
de su ausencia. Por lo que respecta a las
artes, que tanto amamos, fueron ya
practicadas por el hombre prehistórico.
—Ah, sí, esa argumentación me es
familiar desde mis días de bachiller —
dijo sir Mihaly, mientras servía el
salmón—. Todavía seguimos cocinando
nuestros alimentos y los tomamos de
acuerdo con ciertas reglas y con
utensilios cuidadosamente elaborados
—Pasztor ofreció a su invitada una
cestita llena de panecillos recién
cocidos y crujientes—. Aún nos
sentamos juntos, el varón y la hembra, y
nos limitamos a charlar.
—No niego, Mihaly, que tiene usted
una mesa excelente, aunque todavía no
me ha tumbado en el suelo. Pero esta
comida resulta ahora un anacronismo
fuertemente reprobado por el Gobierno,
que desaconseja tomar productos
básicos libremente, y alimentos y
bebidas preparadas por el hombre.
Además, esta exquisita comida es el
producto final de un número de factores
que tienen apenas un ligero contacto con
la verdadera civilización. Me refiero a
esos pescadores acurrucados en sus
botes, a los granjeros que sudan
trabajando en sus tierras, a las cadenas
de hombres de tipo medio menos
tolerables que los pescadores y
granjeros, a las organizaciones que
preparan los artículos o los envasan, al
transporte, a los financieros… ¡Mihaly,
se está usted riendo de mí!
—Vamos, querida amiga, habla usted
de toda esta organización con tanto
reparo… Yo la apruebo. Vive
l'organisation! Déjeme recordarle que
las nuevas fábricas de alimentos
sintéticos son un triunfo de la
organización. En el siglo pasado, como
dice usted, no aprobaban las prisiones,
pero sin embargo las tenían; en este
siglo nos hemos organizado, no tenemos
ya esas prisiones. En el siglo pasado no
aprobaban la guerra, ciertamente, y con
todo, el mundo quedó asolado por tres
guerras terribles, la de 1914, la de 1939,
y la de 1989. En este siglo nos hemos
organizado y mantenemos nuestras
guerras en Charon, el planeta más
lejano, fuera de todo peligro inmediato.
Si eso no es la civilización, yo estoy
dispuesto a aceptarla como su mejor
sustituto.
—Así lo hacemos todos. Pero puede
que sólo sea un sustituto creado por el
hombre. Dése cuenta de que cualquier
cosa que hagamos es siempre a expensas
de algo o de alguien.
—Yo acepto agradecido su
sacrificio. ¿Cómo tomará su filete,
Hilary?
—Oh, un poco pasado, por favor. No
me gusta la sensación de que estoy
tragando sangre ni tejidos animales. Lo
único que intento decir es que tal vez
nuestra civilización no esté construida
para lo mejor, sino para lo peor;
levantada sobre el temor o sobre la
codicia. ¿Puedo tomar un poco más de
vino? Quizás otras especies tengan una
idea distinta de la civilización,
construida sobre la simpatía, un
sentimiento de aproximación sentimental
y afectiva sobre todas las cosas. Tal vez
esos extraterrestres…
Pasztor oprimió un botón al pie del
fogón y la porcelana y el hemisferio de
cristal se deslizó dentro de otro
hemisferio de bronce. Extrajo los filetes.
¡Otra vez los extraterrestres! ¡Ah, la
señora Warhoon estaba en baja forma
aquella noche! La cocina automática
depositó dos platos calientes y Pasztor
sirvió la comida sin prestar atención a
lo que decía la señora Warhoon.
"Autointerés ilustrado", pensó Pasztor.
Aquello era lo máximo que uno podía o
debía esperar de cualquiera; cuando uno
tropezaba con una persona altruista
había que tener cuidado de que no se
tratara de un enfermo o un truhán. Tal
vez las personas como la señora
Warhoon, que no querían enfrentarse con
los hechos, también estaban enfermas, y
se les debería alentar para que siguieran
una terapia mental en sus casas, como
criminales o misioneros fanáticos.
Cuando la gente comienza a plantearse
cuestiones fundamentales —como la del
derecho de un hombre a comer un buen
trozo de carne roja si puede permitírselo
—, entonces se presentaban los
problemas, aunque se piense que tales
problemas se deben a una educación
superior.
—Bajo los principios de otras
especies —seguía diciendo la señora
Warhoon— nuestra cultura podría
aparecer simplemente como una
enfermedad. A lo mejor es esa
enfermedad la que nos impide encontrar
la forma de comunicarnos con los
extraterrestres, y no por culpa de ellos.
—Querida Hilary, ésa es una
interesante teoría. Y puede que tenga
oportunidad de ponerla en práctica en
gran escala, y pronto.
—¿Ah, sí? ¿Insinúa que alguna otra
nave espacial ha encontrado más
extraterrestres en el universo?
—No, no es algo tan afortunado
como sería eso. Ayer por la mañana
recibí una carta de Lattimore que en
buena parte ha motivado que la invitase
a cenar conmigo esta noche. Los
norteamericanos, como sabe, están muy
interesados en los ETA. Ha pasado una
corriente ininterrumpida de ellos por el
Exozoo durante el mes pasado. Están
convencidos, y estoy seguro de que
Lattimore tiene que ver en esto, de que
las cosas no se han llevado con la
eficacia con que se hubiera debido.
Lattimore ha escrito para decir que su
nave de exploración estelar, la
"Gansas", ha cambiado de ruta, aunque
ese cambio no es todavía oficial. Ha
quedado pospuesta la exploración de la
Nebulosa del Cangrejo. En cambio, va a
dirigirse hacia Clementina para
investigar eI planeta de origen de los
ETA.
La señora Warhoon dejó
momentáneamente de manipular con el
tenedor y el cuchillo.
—¿Qué?
—Lattimore irá en ese vuelo como
consejero especializado. Su encuentro
con usted le impresionó, y espera
entusiasmado que se una a ellos como
jefe cosmocléctica. Me ha pedido que
obtenga su aprobación en principio,
antes de encontrarse con usted.
La señora Warhoon se inclinó hacia
delante, entre los dos candelabros
escandinavos que adornaban la mesa.

—¡Dios mío! —exclamó, mientras


sus mejillas se ruborizaban
intensamente. A la luz de los
candelabros parecía de nuevo una mujer
de treinta años.
—Me dice que no será usted la
única mujer que vaya en la expedición
estelar. También da una cotización
aproximada de sus honorarios; que, por
cierto, serán fabulosos. Creo que
debería usted ir, Hilary. Es una
magnífica oportunidad.

Ella puso un codo sobre la mesa y


dejó descansar la cabeza sobre la mano.
Pasztor pensó que se trataba de un gesto
teatral, aunque veía que se hallaba
realmente emocionada y excitada. Sus
anteriores fantasías volvieron hacia él.
—¡El espacio! Nunca he ido más
allá del planeta Venus, usted sabe que
eso haría naufragar mi matrimonio,
Mihaly. Alfred nunca me lo perdonaría.
—Lo siento, Hilary. Tenía entendido
que su matrimonio era sólo una cuestión
nominal. La mirada de Hilary se posó
sobre unas fotos tomadas con rayos
infrarrojos del Cañón de la Conquista,
en el planeta Plutón. Apuró su copa de
vino.
—No importa. Yo no puedo… En
fin, tampoco podría salvarlo. Salir en la
"Gansas" sería una clara ruptura con el
pasado… Gracias a la providencia, en
ese aspecto nosotros somos bastante más
civilizados que nuestros abuelos y no
estamos implicados en las leyes del
divorcio. ¿Debería marcharme en la
"Gansas", Mihaly? ¿Qué opina? Usted
sabe que hay muy pocos hombres de los
que pueda tomar consejo, aparte de
usted.
La suave curva de su cintura, el
incierto resplandor de la luz de los
candelabros en sus cabellos y su
atractivo aspecto ayudaron a Pasztor a
preparar su mente eslava. Se levantó,
dio una vuelta alrededor de la mesa y
puso sus manos sobre los desnudos
hombros de Hilary.
—Querida Hilary, se debe usted a sí
misma. Sabe que no es únicamente una
brillante oportunidad profesional lo que
se le ofrece; en nuestro tiempo no somos
humanos adultos hasta que nos hemos
enfrentado al espacio profundo.
—Bueno, bueno, Mihaly. Conozco su
reputación y por tecnivisión me
prometió que me llevaría a ver la nueva
comedia. ¿No deberíamos marcharnos
ya?
Se volvió en la silla, apartándose de
Pasztor de modo que éste se vio
obligado a retirarse. Con toda la
delicadeza que pudo mostrar, dadas las
circunstancias, Pasztor sugirió que,
efectivamente, deberían irse caminando,
puesto que el teatro estaba a la vuelta de
la esquina, y además resultaba
imposible en aquel año de guerra
conseguir un taxi por la noche.
—Voy a arreglarme un poco para
salir a la calle —dijo ella dirigiéndose
hacia el pequeño tocador. Cerró la
puerta por dentro y observó su rostro en
el espejo. Comprobó con satisfacción el
ligero rubor extendido por las suaves
mejillas. No era la primera vez que
Mihaly intentaba algo parecido con ella;
pero no sería una presa fácil, ya que era
biensabido que Mihaly tenía una amante
y el hecho de que estuviese
ocasionalmente de vacaciones, no era
razón suficiente para aceptar el puesto
de suplente.
Los hombres disfrutaban de una vida
envidiable. Ellos podían conseguir sus
caprichos más fácilmente que las
mujeres. Pero ella tenía allí la
oportunidad de realizar algo más fuerte
e importante que un mero capricho: el
deseo de ver los planetas distantes del
universo. El hecho de que Briant
Lattimore estuviese en la "Gansas" era
también incidental, pero hacía el
proyecto mucho más excitante.
Delicadamente, levantó primero el
brazo izquierdo, luego el derecho, y
husmeó inquisitivamente sus axilas.
Estaban bien pero, sin embargo, se puso
un poco de desodorante.
Aquellas pequeñas glándulas de las
axilas eran las únicas del cuerpo
humano que exhalaban un olor
desagradable, aunque otras glándulas y
secreciones internas lo emitieran
ocasionalmente. Los japoneses y ciertos
chinos carecían de tales glándulas y,
cuando las tenían, se consideraba como
algo patológico. Era extraño… Debería
preguntarle a Mihaly al respecto: según
se decía, su amante era japonesa o
china.
Mientras dejaba vagar sus
pensamientos y se empolvaba
ligeramente el rostro, contempló cómo
se desvanecía el rubor de sus mejillas.
A lo mejor no se debía a la emoción,
sino al filete de carne que había ingerido
antes. Inspeccionó sus pequeños y
blanquísimos dientes en perfecta
disposición tras sus labios rojos, y le
gustó el salvajismo de su sonrisa.
—¡Grrrr… pequeña carnívora! —
murmuró.
Después, se aplicó un leve toque de
perfume, un perfume exclusivo que
contenía ámbar gris, circunstancia que
censuró en seguida ya que aquel
producto era el residuo no digerido de
los calamares y pulpos encontrados en
los intestinos de la ballena espermaceti.
Se arregló ligeramente el cabello, se
colocó su máscara callejera y salió,
espléndida, para encontrarse con
Pasztor.
Mihaly ya se había colocado su
máscara y juntos salieron a la calle.
La guerra no había mejorado en
absoluto la ciudad. Otras grandes
ciudades extranjeras habían hecho
desaparecer tiempo atrás —o al menos
habían tratado de resolver el problema
— los diversos abusos metropolitanos.
Londres, sin embargo, sufría una
tremenda acumulación de tales abusos.
Montones de ceniza y basuras
aparecían esparcidos por la calzada, y
los albañales repletos de escombros. La
escasez de mano de obra no
especializada estaba arruinando la
ciudad. Aquella escasez había
provocado que muchas calles quedaran
cortadas al tráfico, ya que quedaban
intransitables, y no había nadie que las
reparase. Muchas personas se alegraban
en vez de lamentarlo, considerándolo
como un alivio, puesto que los peatones
preferían cualquier cosa al inmenso
tránsito. Mientras Mihaly caminaba con
la señora Warhoon, agradecía
sardónicamente semejantes regalos de la
civilización. Las máscaras les evitaban
caer desfallecido a causa de los malos
olores y gases resultantes de los
automóviles que pasaban rozándoles.
Unos gigantescos anuncios
publicitarios cubrían el lugar ocupado
anteriormente por un bloque de oficinas
que ardió antes de que pudieran llegar
los bomberos, a cuatro bloques de
distancia, y anunciaban que las
vacaciones en el hogar eran divertidas,
además de ser de interés nacional, y que
la muerte podía convertirse en una
inversión financiera legando el propio
cuerpo a la Burguess Body Chemical;
que la gonorrea estaba fuera de control,
y había un gráfico para probarlo, cedido
por cortesía del Año Mundial de la
Gonorrea. También había un cartel
pequeño emitido por MINIGAG, el
Ministerio de Gastronomía y
Agricultura, proclamando que los
alimentos animales causaban la vejez
prematura, y que los alimentos
fabricados por el hombre no contenían
materias tóxicas; afirmación que
aclaraban dos fotografías: una con un
anciano que sufría un ataque cardíaco y
otra que mostraba a una joven tomando
alimentos sintéticos.
Por fortuna, la mayor parte del
panorama urbano se hallaba envuelto en
una decente oscuridad, puesto que los
cortes de corriente eléctrica imponían
una especie de semiapagones sobre la
vida alegre de la ciudad todas las
noches.
—Caminando por aquí apenas puedo
imaginar cómo será hacerlo en un
planeta diferente-dijo la señora
Warhoon.
—Desde luego, la vista del universo
desde aquí es muy reducida —repuso
Pasztor, hablando por encima del rugido
de los motores.
—Dentro de dos o tres siglos el
género humano tendrá una perspectiva
diferente de la vida y las reglas que la
rigen. Habrá resumido el universo en el
arte, la arquitectura, las costumbres…
En todo. En eso todavía somos unos
adolescentes. La ciudad es nuestro
inhumano terreno de juego. —Hilary
señaló entonces el escaparate de una
tienda donde se exhibía una enorme
motocicleta en forma de nave,
resplandeciente como El Dorado—. Es
un lugar donde estamos sometidos a los
perpetuos ritos de iniciación, a la
ordalía por el fuego, las multitudes y el
gas. No estamos lo suficientemente
maduros para tratar con sus ETA.
Sorprendido, Pasztor pensó que ella
debía estar ebria por el vino que
tomaran en la cena, un vino auténtico
que debió causar efectos, porque Hilary
estaba acostumbrada al sintético. Ella
continuó charlando mientras él apretaba
fuertemente su brazo para que no
tropezara con los periódicos viejos que
se amontonaban a sus pies.
—Hemos comenzado
equivocadamente con esas criaturas,
Mihaly, al tratar de someterlas a
nuestras leyes en lugar de estudiar las
suyas. Tal vez la "Gansas" encuentre
más ETA, y entonces podamos entablar
contacto en sus propios términos.
—Todavía desconocemos cuáles son
sus términos. ¿Deberíamos respetar su
inclinación a vivir sobre sus propios
residuos? Podríamos permitir que vayan
acumulando eso… Bueno, esa materia,
como parecen predispuestos a hacer.
—Ya sabe usted que lo he sugerido
así. Aunque es apestoso… el pobre
Bodley y su personal tienen que trabajar
con ellos…
Mihaly se alegró de haber llegado al
teatro.
La representación consistía en una
reconstrucción de la era de la Guerra
Fría, una versión no musical de West
Side Story representada con unos
fantásticos ropajes anteriores a la
Tercera Guerra Mundial. Tanto Mihaly
como Hilary disfrutaron con ella; pero
su mente estaba ausente, y la de ella, en
especial, se recreaba en su incursión al
espacio navegando en la "Gansas".
Cuando llegó el intermedio, Pasztor se
dirigió rápidamente al bar del teatro
para evitar enzarzarse en una nueva
discusión con Hilary. Al salir del teatro,
una vez terminada la función, ella
insistió en que debería volver a casa,
por lo que Mihaly tuvo que abrirse paso
entre los uniformes y trajes de etiqueta
para dirigirse al lugar de donde salía el
tren local del distrito. Había llovido
durante su permanencia en el interior del
teatro, y la lluvia había purificado un
poco el aire sucio de la ciudad. Unas
gotas aceitosas caían sobre ellos,
procedentes del río superior, pero
todavía la señora Warhoon insistía
valientemente en el tema.
—¿Recuerda lo que dijo
Wittgenbacher acerca de que nuestra
inteligencia podría ser meramente un
instinto inclinado hacia el espacio?
—Sí, he pensado en ello.
—¿Cree usted que yo seguiría mi
instinto si me uno a la "Gansas"?
Pasztor la miró. Era alta y todavía
esbelta. Sus ojos brillaban atractivos
detrás de la máscara.
—¿Qué le sucede esta noche,
Hilary? ¿Qué quiere que le diga?
—Pues podría usted decirme, por
ejemplo, si tengo que ir al espacio para
integrarme o realizarme, para
convertirme en una mujer más madura,
lejos de mi mundo materno y toda esa
serie de cosas, o si lo que estoy tratando
de hacer es huir de un matrimonio
desgraciado, y que sería mejor que me
dedicara a recomponerlo.
Un individuo con uniforme de
astronauta, que venía tras ella, la miró
con súbito interés al percibir sus
palabras.
—No la conozco a usted lo bastante
bien para contestar a eso —repuso
Mihaly.
—Nadie me conoce —dijo ella,
sonriendo en actitud de despedida.
Mihaly la había conducido
finalmente a la entrada del ascensor que
conducía al monobús aéreo del nivel
superior. Ella le rozó sus dedos y entró.
Pasztor tuvo que bracear para no ser
arrastrado también al interior. Se
cerraron las puertas y el ascensor se
puso en marcha. Pasztor se quedó
mirando las luces que se elevaban hasta
el nivel del monorraíl. Una gota de agua
cayó en su ojo izquierdo. Giróse y
emprendió el camino de su casa por las
calles solitarias.
De vuelta a su apartamento junto al
Exozoo, comenzó a pasear de un lado a
otro, pensando. Quitó los restos de la
cena, retiró de la mesa los platos y
cubiertos y los lanzó a un dispositivo y
se quedó contemplando la llama ligera
que los desintegraba. Después prosiguió
sus paseos de un lado a otro.
Entre la cháchara de Hilary había
una pizca de verdad, aunque durante la
cena él la había clasificado mentalmente
como neurótica. ¿No era cierto que un
hombre enfermo se pasa toda la vida
buscando, al igual que lo hace un perro,
la hierba áspera para conseguir vomitar
y limpiarse el estómago? ¿Qué
significaba el epigrama que con tanta
frecuencia solía mencionar, respecto a
que la civilización no consiste más que
en la distancia que separa al hombre de
sus excrementos? Estaba mucho más
próximo a la verdad el decir que la
civilización es la distancia que el
hombre ha colocado entre sí mismo y
todo lo demás ya que, enquistado
profundamente en el concepto de cultura,
se encuentra la necesidad de su vida
privada. Lejos ya de sus fogatas
primitivas, el hombre había inventado
las habitaciones cerradas; las barreras,
tras de las cuales habían desarrollado
sus prácticas más características. La
meditación surge de la abstracción, las
artes individuales surgen de la artesanía
singular, el amor surge del sexo, y el
concepto de lo individual surgió de la
tribu.
Pero ¿Eran valiosas esas barreras
cuando había que enfrentarse a otra
cultura? Y una vez más, ¿no sería una de
las mayores dificultades para
comunicarse con los ETA el hecho de lo
difícil que resulta desprenderse de las
fuertes cadenas con que su propia
cultura aprisiona al hombre?
Pasztor pensó que aquélla era lo que
podría denominarse una buena pregunta
y, ¡qué diablos!, la tomaría como base
de actuación de allí en adelante.
Tomó el ascensor hasta la planta
baja. El Exozoo estaba sumido a la
oscuridad; sólo el chirrido y la especie
de risa sofocada que producía
simultáneamente un demoledor de
piedras en la Casa Alta-G lanzaba un
estremecimiento a la oscuridad. El
hombre, aprisionado en su cultura, y tan
ansioso de aprisionar a otros animales
con él…
Cuando entró en la jaula y se
encendieron unas pálidas luces, los dos
ETA estaban, al parecer, completamente
dormidos. Una de las criaturas con
aspecto de lagarto sin cola se encerró
inmediatamente en la masa protectora
del hombre-rinoceronte, pero la mole de
la criatura extraterrestre no se movió lo
más mínimo.
Pasztor entró por la puerta lateral y
así llegó a la parte trasera de la jaula.
Corrió los cerrojos que conducían al
interior y se aproximó a los ETA.
Aquellas criaturas abrieron los ojos,
cuya expresión parecía de infinito
cansancio.
—No os preocupéis, amigos.
Lamento turbar vuestro descanso, pero
cierta señora que se interesa
profundamente por vosotros me ha dado,
sin pretenderlo, una nueva forma de
aproximarme a vosotros. Mirad, amigos.
Estoy intentando ser amistoso como
veréis.
El director del Exozoo, hablándoles
gentilmente, se bajó los pantalones, se
agachó junto a ellos, y defecó sobre el
suelo de plástico.
—Qué perspicaz fuiste para bautizar
este mundo con el nombre de
Grudgrodd, cosmopolitano —dijo el
tercer politano.
—Ya he explicado varias veces las
razones para pensar que no podemos
permanecer por más tiempo en
Grudgrodd —dijo el sargento
cosmopolitano.
Los dos utods se hallaban juntos
tumbados confortablemente.
—Y yo sigo diciendo que no creo
que el metal pueda fabricarse lo bastante
fuerte como para soportar el lanzamiento
hacia el reino de las estrellas. No
olvides que seguí un curso de fractura
metálica cuando era todavía un novicio.
Además, el metal no es la materia más
adecuada para dar forma a una
astronave. Ya sé que no hay que ser
demasiado dogmático, pero existen
ciertos puntos sobre los cuales es
preciso apoyarse, si bien lo hago en
consideración a tu categoría y con el
debido respeto.
—Puedes decir cuanto quieras.
Estoy profundamente convencido de que
los Soles Triples no brillarán más sobre
los cielos, y que estas delgadas formas
vivientes no nos dejarán jamás ver los
cielos.
Mientras hablaba, el sargento
cosmopolitano volvió una de sus
cabezas para observar la delgada forma
de vida que llevaba a cabo su función
natural a pocos pies de distancia.
Creyó reconocer en aquella forma a
una de las que no despertaban con sus
hábitos la sensación de disgusto; desde
luego no era la que llegaba dispuesta de
arrojarle un chorro de agua fría, ni
tampoco la que se servía de máquinas y
dos asistentes (que sin duda eran los
equivalentes del sacerdocio en aquel
mundo) intentando palpablemente
inducirle junto con el tercer politano a la
comunicación.
Aquella delgada forma viviente se
incorporó y se arregló las ropas sobre la
parte inferior de su cuerpo.
—¡Vaya, esto es muy interesante! —
exclamó el politano—. Ello confirma lo
que decíamos hace un par de días.
—Así es en muchos aspectos. Tal
como pensábamos, tienen dos cabezas
igual que nosotros, pero una es para
evacuar y la otra para hablar.
—Lo que parece risible es que
tengan esas dos piernas para apoyarse
surgiendo de la cabeza inferior. Sí, tal
vez tienes razón, padre-madre; a pesar
de toda lógica, puede que nos hayamos
desplazado demasiado lejos de los
Soles Triples, ya que es difícil imaginar
que exista bajo su influjo esta especie de
sórdido disparate. ¿Por qué crees que
vienen a efectuar aquí un ritual de
evacuación de excrementos?
El cosmopolitano hizo girar uno de
sus dedos con un movimiento de
perplejidad.
—Difícilmente puede considerarse
esto como un lugar sagrado de siembra.
Podría ser que lo haga simplemente para
hacernos ver que somos nosotros
solamente quienes tenemos el don de la
fertilidad. Por otra parte, también podría
ser que lo hiciese simplemente por
curiosidad, con objeto de observar
nuestra reacción. Creo que aquí tenemos
un nuevo caso, que nos fuerza a admitir
que los modos de pensamiento de estos
piernas delgadas son demasiado
extraños para que los interpretemos, y
que cualquier tentativa de explicación
que podamos ofrecer está ligada a lo
utodomórfico. Y ahora que estamos en
este tema… no quiero alarmarte de
ningún modo. No, como cosmopolitano
es preciso que guarde esas cosas para
mí mismo.
—Por favor, puesto que sólo
estamos nosotros dos, tú ya me has
transmitido muchas de las cosas que
almacena tu rica mente y que de otro
modo no me las habrías dicho, continúa
hablando, te lo suplico.
La extraña forma viviente seguía
cerca, observando. Incapaz de conservar
por más tiempo la tranquilidad.
Ignorándole, el cosmopolitano comenzó
a hablar con precaución, ya que conocía
el peligroso terreno que estaba pisando.
Cuando uno de sus grorgs comenzó a
arrastrarse bajo su vientre, la extraña
forma de vida se echó hacia atrás con
una firmeza que le sorprendió.
—No quiero que te alarmes por
cuanto voy a decirte, hijo; aunque al
principio me parezca a alguien que va a
enfrentarse a los mismísimos
fundamentos de nuestra creencia.
¿Recuerdas el momento en que los
piernas delgadas vinieron hasta nosotros
en la oscuridad cuando nos
encontrábamos en el sumidero junto a la
nave del reino de las estrellas?
—Aunque parece que ha
transcurrido mucho tiempo, no lo he
olvidado.
—Los piernas delgadas vinieron
hacia nosotros e inmediatamente
trasladaron a los otros a su fase de
carroña.
—Lo recuerdo. Al principio me
quedé perplejo. Me coloqué cerca de ti.
—¿Y después?
—Cuando nos llevaron a su máquina
con ruedas al alto objeto metálico del
que tú dijiste que podría tratarse de una
nave del reino de las estrellas, yo estaba
tan sobrecogido por la vergüenza que no
pude elegir continuar dentro del ciclo
utod-ammp, ni tener otras impresiones.
El piernas delgadas estaba haciendo
señales con la boca de su cabeza
superior, pero ellos utilizaban una
escala auditiva más alta, como hacían
para discutir aspectos personales, y le
ignoraron de allí en adelante.
El sagrado cosmopolitano continuó:
—Hijo mío, me resulta difícil
decirlo, puesto que nuestro lenguaje no
tiene naturalmente los conceptos
apropiados, pero esas formas de vida
pueden ser tan extrañas en pensamiento
como lo son en la forma corporal. No
precisamente en sus pensamientos
superiores, sino en la totalidad de su
constitución psicológica. Durante un
buen rato yo sentí, como has dicho hace
un momento, una especie de vergüenza
de que nuestros seis compañeros
hubieran sido escogidos para su traslado
mientras que nosotros no. Pero
suponiendo, Blug Lugug, que esas
formas vivientes no ejerciten la
capacidad de la elección, es de suponer
también que nos han trasladado al azar.
—¿Al azar? Me sorprende escuchar
de ti tan vulgar palabra, cosmopolitano.
La caída de una hoja o de una gota de
lluvia puede ser… bueno, casualidad,
pero con formas vivientes elevadas,
cualquiera mayor que un montón de
barro, el hecho de que ellos forman
parte de los ciclos mentales, impide
toda casualidad.
—Eso es aplicable a los seres
existentes sobre los mundos bañados por
la luz de los Soles Triples. Pero estas
criaturas de Grudgrodd, esos piernas
delgadas, pueden formar parte de una
norma distinta y conflictiva.
En aquel momento se ausentó el
piernas delgadas. Tras desaparecer, la
luz del recinto se apagó. Al
cosmopolitano no le interesaban en
absoluto aquellos fenómenos poco
importantes, por lo que continuó su
disertación.
—Lo que quiero decir es que esas
criaturas puede que no tengan
intenciones de ayudarnos en algunos
aspectos. Hay una palabra de la época
de la Revolución que resulta útil aquí;
esos piernas delgadas pueden ser malos.
¿Conoces esa palabra por los estudios
que has realizado?
—Es una especie de enfermedad,
¿no es cierto? —preguntó el politano,
recordando los años en que se revolcaba
en los laberintos de su preparación
mental, en la época de la estrella Blanca
Bienvenida.
—Bueno, es una especie de
enfermedad. Intuyo que estos piernas
delgadas son malos de un modo más
saludable.
—¿Es ésa la causa por la que no has
querido que nos comunicásemos con
ellos?
—Ciertamente, no. No estoy más
preparado para conversar con esos
extraños desprovisto de mi sumidero,
que ellos probablemente si se les separa
de los materiales corporales que les
cubren. Al final, cuando ellos perciban
este hecho rudimentario, tal vez
podamos hablarles, aunque sospecho
que su cerebro tiene que ser tan limitado
como sugiere la banda espectral de su
voz. Pero no llegaremos a ninguna parte
hasta que se den cuenta de que tenemos
ciertos requerimientos básicos; una vez
se hayan apercibido de esto puede que
valga la pena hablar con ellos.
—Pero ese… esa cuestión de lo
malo… Me alarma que pienses así.
—Hijo, cuanto más pienso en lo que
ha ocurrido, más forzado me siento a
considerarlo así.
Blug Lugug, que durante ciento ocho
años había sido conocido como el tercer
politano, cayó en un silencio
atormentado.
Cada vez recordaba más respecto a
lo malo.
En la Edad de la Revolución había
existido lo malo. Aunque los utod vivían
mil cien años, la Edad de la Revolución
había terminado hacía tres mil
generaciones; y, con todo, sus efectos
subsistían en la vida diaria de Dapdrof.
Al comienzo de aquella asombrosa
edad nació Manna Warun. Resultaba
significativo que hubiese sido incubado
durante un desarreglo solar orbital
entrópico particularmente cataclísmico,
el mismo esod, de hecho, durante el cual
Dapdrof al cambiar desde Azafrán
Sonriente a Ceñudo Amarillo, había
perdido su pequeña luna, Woback, que
ahora continuaba su curso cósmico
excéntrico en solitario.
Manna Warun había reunido
discípulos y abandonado los
tradicionales sumideros y otras
costumbres de su pueblo. Su banda se
dirigió hacia los desiertos para pasar
allí muchos años desarrollando y
puliendo las antiguas habilidades de los
utods. Algunos de los de su grupo le
abandonaron, pero otros se le unieron. Y
allí permanecieron durante ciento
setenta y cinco años, según contaban los
viejos relatos sacerdotales.
Durante aquel tiempo crearon lo que
Manna Warun llamó "una revolución
industrial". Aprendieron a fabricar
muchos más metales de los que conocían
sus contemporáneos: metales duros que
podían adquirir una extrema finura, y
transportar nuevas formas de potencia a
lo largo de las longitudes. Los
revolucionarios se burlaron de la forma
en que caminaban sobre sus seis pies.
Entonces cabalgaban en varias clases de
vehículos, o volaban por el aire en otros
ingenios provistos de alas. Así lo decían
las antiguas leyendas, aunque sin duda
debió gustarles exagerar un tanto.
Pero cuando los revolucionarios
volvieron a mezclarse con su pueblo,
intentando convertirles en las nuevas
doctrinas, una característica de sus
vidas, en particular, parecía extraña:
predicaban —y practicaban
dramáticamente— lo que llamaban "la
limpieza".
La masa del pueblo (si había que
creer los viejos informes de la época)
aceptaba de buen grado la mayor parte
de las innovaciones propuestas. Les
complacía particularmente la noción de
que la maternidad podría facilitarse
introduciendo uno o más sistemas que
abolirían la crianza mental; la infancia
de un utod duraba más de cincuenta
años, y durante este tiempo una madre
estaba comprometida a educar a su hijo,
enseñándole las complicadas leyes, la
historia y los hábitos de la raza. Los
revolucionarios enseñaron que tal
función podría ser delegada en unos
mecanismos. Pero la "limpieza" era algo
totalmente diferente, una auténtica
revolución.
El concepto de la limpieza era algo
muy difícil de comprender porque
atacaba las mismísimas raíces del ser.
Sugería que los cálidos bancos de barro
en donde el utod había evolucionado
deberían ser abandonados y que los
sumideros y estercoleros que eran
sustitutos efectivos del barro serían
igualmente abandonados. También se
prescindiría de aquellos grorgs
devoradores de parásitos que habían
sido tradicionalmente los compañeros
de los utods.
Manna y sus discípulos demostraron
que era posible vivir prescindiendo de
todas aquellas lujosas comodidades
("suciedad" era otro término que
utilizaban para indicarlas). La limpieza
era una evidencia del progreso. En la
moderna edad revolucionaria el barro
era malo.
De aquel modo, los revolucionarios
habían transformado la necesidad en
virtud. Trabajaban y actuaban en los
desiertos, lejos de los sumideros
cenagosos y de los refugios ammps,
donde el cieno y el líquido eran muy
escasos. En medio de aquella austeridad
había nacido su credo austero.
Y siguieron hacia delante. Una vez
comenzado, Manna Warun desarrolló su
programa atacando las creencias
establecidas de los utods. Le ayudó en
aquella tarea su principal discípulo,
Creezeazs. Creezeazs negó que los
espíritus de los utods nacieran en los
cuerpos infantiles de los ammps, y negó
asimismo que el estadio de carroña
siguiera a la fase corporal. O, más bien,
no negó que los elementos corporales
del estadio corpóreo fuesen absorbidos
por el barro, para surgir de nuevo en los
ammps, pero afirmaba que no existía
ninguna transferencia similar para el
espíritu. No tenía prueba alguna de ello.
Era simplemente una declaración
emocional, dirigida a conseguir que el
utod se apartase de sus hábitos
naturales; pero, con todo, encontró
discípulos que le creyeron.
Entre los creyentes comenzaron a
desarrollarse unas extrañas leyes
morales, prohibiciones e inhibiciones.
No podía negarse, sin embargo, que
tenían poder. Las ciudades del desierto a
las que se retiraron brillaban luminosas
en la oscuridad. Cultivaron las tierras
con extraños métodos, y obtuvieron de
ellas extraños frutos. Comenzaron a
cubrir sus orificios casspu. Cambiaron
de varones a hembras en proporciones
sin precedentes, satisfaciéndose ellos
mismos, sin procrear.
Hicieron toda aquello y mucho más.
No era, sin embargo evidente que fuesen
más felices, aunque no predicaban la
felicidad; sus charlas se relacionaban
más con los deberes y derechos, y
versaban sobre lo que ellos
consideraban bueno o malo.
Los revolucionarios lograron en sus
ciudades una gran cosa que hizo volar la
imaginación de todos.
Los utods tenían muchas cualidades
poéticas, como lo demostraba su
vastísimo acervo cultural de cuentos,
relatos épicos, cantos y narraciones.
Aquella característica de la raza quedó
afectada cuando los revolucionarios
construyeron parte de su maquinaria en
un antiguo semillero ammp y lo
condujeron más allá de los cielos
visibles. Manna Warun se embarcó en
ella.
Desde los tiempos prememoriales,
antes de que la crianza mental hubiera
hecho de la raza de los utods lo que era,
los semilleros ammp se habían utilizado
para botes en los cuales embarcarse
hacia lugares menos superpoblados de
Dapdrof. Partir hacia mundos menos
superpoblados tenía en sí mismo una
loca adecuación. En los sumideros, los
complicados nexos de las viejas
familias comenzaron a tener la sensación
de que tal vez, después de todo, la
limpieza tenía su importancia. Los
quince mundos que circulaban alrededor
de los seis planetas del Grupo Patrio
eran todos visibles en varias ocasiones
y a simple vista; de aquí que fuesen
conocidos y admirados. Para
experimentar la excitación de visitarlos,
podría incluso valer la pena renunciar a
la "suciedad".
La gente, tanto neófitos como
apóstatas, comenzó a trasladarse a las
ciudades de los desiertos.
Y entonces ocurrió algo singular.
Comenzó a correr la noticia de que
Manna Warun no era todo lo que él
pretendía ser. Se decía, por ejemplo,
que con frecuencia se escapaba en
secreto para revolcarse en un sumidero
escondido. Los rumores fueron
extendiéndose y cobrando intensidad.
Por supuesto, Manna Warun no estaba
allí para negarlo.
A medida que se extendían tales
rumores, la gente comenzó a preguntarse
cuándo Creezeazs saldría al paso para
limpiar el nombre de su jefe.
Finalmente lo hizo, y con lágrimas
en los ojos, hablando sólo por sus
orificios ockpu, admitió que las
historias y rumores que circulaban por
doquier eran ciertas. Manna era un
pecador, un tirano, un bañista de lodo.
Carecía de cualquiera de las virtudes
que había exigido de los demás. De
hecho, aunque otros —su amigo y
verdadero discípulo Creezeazs en
particular— habían hecho todo cuanto
estuvo a su alcance para detenerle,
Manna se había encaminado hacia lo
malo. Y ahora que la triste historia había
surgido a la superficie, no había nada
que hacer: Manna Waru tendría que
marcharse. Se trataba del interés
público. Por supuesto, nadie se alegraría
de ello, pero era un deber. El pueblo
tenía derecho a ser protegido, ya que de
otro modo, lo bueno sería destruido por
lo malo.
A ningún utod le gustaba todo
aquello, aunque comprendían el punto de
vista de Creezeazs. Manna tenía que ser
expulsado. Cuando el profeta volvió de
las estrellas, se formó un comité de
recepción para esperarle en el campo de
la nave del reino de las estrellas.
Antes de que la nave aterrizara
surgió el tumulto. Un utod, cuya piel
brillante le delató como un higiénico
(como el Cuerpo Revolucionario se
denominaba corrientemente) saltó a la
plataforma. Sacó fuera sus seis
miembros y gritó, con una voz parecida
al tremendo silbido de una fuente de
vapor, que Creezeazs había estado
mintiendo respecto a Manna para servir
a sus propios intereses. Todos los que
siguieran a Creezeazs eran traidores.
En aquel momento sucedió algo sin
precedentes, mientras la nave del reino
de las estrellas flotaba todavía en el
cielo: estalló la lucha y un utod,
utilizando un agudo bastón de metal,
precipitó a Creezeazs en el siguiente
estadio de su ciclo utod-ammp.
—¡Creezeazs! —exclamó el tercer
politano.
—¿Qué te hace pronunciar ese
nombre desgraciado? —preguntó el
cosmopolitano.
—Estaba pensando en la Edad de la
Revolución. Creezeazs fue el primer
utod en nuestra historia empujado hacia
el ciclo utod-ammp sin buena voluntad
—respondió Blug Lugug, retornando al
presente.
—Aquéllos fueron malos tiempos.
Pero puede que esos piernas delgadas,
por el hecho de disfrutar de la limpieza,
también empujen a la gente a recorrer su
ciclo sin buena voluntad. Como digo,
son malos de un modo saludable.
Nosotros somos sus víctimas por azar.
Blug Lugug retiró sus miembros
cuanto le fue posible. Cerró los ojos,
obstruyó sus orificios y procuró adoptar
en su apariencia externa la forma de una
enorme salchicha extraterrestre. De
aquel modo expresaba su alarma
sacerdotal.
No había nada en su situación que
justificara el lenguaje extremado del
cosmopolitano. Era cierto que podría
adquirir tintes más bien sombríos si
tuvieran que quedarse aún por algún
tiempo; necesitaban un cambio de
escenario en cinco años, más o menos.
Resultaba impensable la forma en que
aquellos piernas delgadas suprimían los
signos de su fertilidad. Pero, por otra
parte, mostraban la evidencia de su
buena voluntad: les suministraban
alimentos, y pronto aprendieron a
distinguir lo que les disgustaba. Con
tiempo y paciencia aprenderían otras
cosas útiles.
Por otra parte, estaba aquella
cuestión de lo malo. Era muy posible
que los piernas delgadas padecieron la
misma clase de locura que existió en
Dapdrof en la Edad de la Revolución.
Con todo, era absurdo pretender que por
más extraños que pudieran ser, los
piernas delgadas no tuvieran un ciclo
evolutivo equivalente al ciclo utod-
ammp; y era tan fundamental que les
habría causado un profundo respeto; en
su estilo peculiar, naturalmente.
Y había otra cosa: la Edad de la
Revolución fue una extravagancia, un
simple relámpago en el tiempo, que duró
solamente quinientos años, la mitad de
la duración normal de una vida, dentro
de los cientos de millones de años que
abarcaba la memoria de los utod-
ammps. Sería una tremenda coincidencia
que los piernas delgadas tuvieran que
sufrir los mismos problemas en aquel
momento.
Era notorio que la gente que
utilizaba palabras violentas tales como
malo y víctima del azar, las mismas
palabras de la locura, rayaban por su
parte en la locura. Y así, el sagrado
cosmopolitano…
El politano se estremeció ante aquel
pensamiento. Su gran afecto por el
cosmopolitano era aún más profundo
porque el anciano utod, durante una de
sus fases de hembra, había hecho de
madre para él. Ahora necesitaba el
consuelo de otros miembros de su
sumidero; claramente era ya hora de
regresar a Dapdrof.
Aquello significaba que tendrían que
hablar con aquellos extraños y urgir su
retorno. El cosmopolitano —con mucha
razón— había prohibido la
comunicación como una cuestión de
honor; pero cada vez más era preciso
hacer algo. Blug Lugug pensó que tal vez
él podría conseguir acercarse a alguno
de aquellos extraños e intentar
convencerle del sentido de sus
propósitos. No sería demasiado difícil;
había memorizado todas las frases
pronunciadas en su presencia desde que
llegó en aquel objeto metálico y, aunque
carecían de sentido para él, quizá
pudiera utilizarlas de algún modo.
Utilizando uno de sus orificios
ockpu, dijo:
—Wilfred, ¿no tendrías por
casualidad un destornillador en los
bolsillos?
—¿Qué es eso? —preguntó el
cosmopolitano.
—Nada. Es la forma de hablar de
los piernas delgadas.
Sumergiéndose en un silencio que le
mantuvo menos apenado que de
costumbre, el tercer politano se puso a
pensar en la Edad de la Revolución, por
si encontraba algún paralelo útil con el
caso presente.
Con la muerte de Creezeazs y el
retorno de Manna Warun, comenzaron
más problemas y dificultades. Fue
entonces cuando creció lo malo hasta el
punto máximo. Un gran número de utods
fueron arrojados, sin buena voluntad, a
la fase siguiente de su ciclo. Manna, por
supuesto, volvió de su vuelo en la nave
del reino de las estrellas, muy ofendido
al encontrarse con que las cosas se
habían puesto en contra de las ciudades
de los desiertos.
Se comportó con más rigor que
antes. Su gente tuvo que renunciar
totalmente al baño en el cieno; a cambio
se suministró agua en todas las
viviendas. Tuvieron que mantener
cubiertos sus orificios casspu. Quedaron
prohibidos los aceites para la piel. Se
exigió la creación de grandes industrias,
y así sucesivamente.
Pero las semillas de la
insatisfacción habían sido muy bien
sembradas por Creezeazs y sus
seguidores, y siguieron los
derramamientos de sangre. Muchos
retornaron a sus ancestrales sumideros,
abandonando lentamente las ciudades y
los desiertos, que cayeron en la ruina
mientras luchaban unos con otros. Todo
el mundo lo lamentó, puesto que sentía
una auténtica admiración por Manna que
nada podía conseguir.
Su viaje por las estrellas en
particular fue ampliamente debatido y
alabado. Incluso en aquel período, se
amplió mucho el conocimiento de los
cuerpos celestes conocidos en el Grupo
Patrio, y en especial el de los tres soles:
Roca Bienvenida, Azafrán Sonriente y
Ceñudo Amarillo, alrededor de cada
uno de los cuales Dapdrof orbitaba por
fin cuando un esod seguía a otro.
Aquellos soles, y los restantes planetas
del grupo, eran tan familiares —y tan
extraños— para la gente como las
Montañas Circumpolares del
Shukshukkun septentrional de Dapdrof.
Cualesquiera que fuesen las
desgracias traídas por la Edad de la
Revolución, ésta había brindado, sin
duda, la oportunidad de investigar
aquellos otros lugares. Era la
oportunidad que el utod corriente
deseaba.
Los higiénicos ejercían el control de
todo viaje por el reino de las estrellas.
Las masas de los no conversos, que
peregrinaban desde todos los puntos del
globo hacia las ciudades de los
desiertos, encontraron que podían
participar en las nuevas exploraciones
de otros mundos, bajo una de dos
condiciones: convertirse a las duras
disciplinas de Manna Warun, o extraer
de las minas los materiales precisos
para construir y aprovisionar de
combustible los motores de las naves.
La mayor parte, prefirió esta última.
La minería resultaba fácil; ¿acaso el
utod no había evolucionado a partir de
las criaturas que habitaban en
madrigueras, parecidas al topo haprafruf
del barro? Excavaron gustosamente los
minerales, y pronto el proceso completo
de construir las naves estelares se
convirtió en una rutina; casi tanto como
las artes populares de tejer, niquelar o
cualquier otra. El viaje estelar se
convirtió así en algo igualmente
informal, particularmente cuando se
descubrió que los Triples Soles y sus
tres vecinos cercanos contenían otros
siete mundos en los que se podía vivir
tan felizmente como en Dapdrof.
Después, vino un tiempo en que la
vida resultaba, ciertamente, más
agradable en alguno de los otros
mundos, como por ejemplo en Buskey y
en Clabshub, donde el sistema utod
ammp quedó rápidamente establecido.
Entre tanto, los higiénicos se
escindieron en sectas rivales, la de
aquellos que retraían todos sus
miembros y los que consideraban el
hecho como inmoral. Finalmente,
estallaron las tres guerras nucleares del
Sabio Comportamiento, y la grata faz del
planeta patrio tuvo que soportar un
bombardeo duramente antihigiénico que
destrozó muchísimas millas de bosques
que habían sido cuidadosamente
atendidos, así como terrenos de
marismas y ciénagas, lo cual cambió
realmente las condiciones climáticas
durante un período de casi un siglo.
Los cataclismos subsiguientes
sufridos por el clima fueron seguidos
por una cadena de terribles inviernos,
que terminaron con las guerras del modo
más radical: convirtiendo al estadio de
carroña a casi todos los higiénicos
supervivientes, sin importar su credo.
También desapareció el propio Manna,
cuyo fin nunca se conoció bien, aunque,
según la leyenda, un ammp
particularmente hermoso que vivía en
medio de las ruinas de la mayor de las
ciudades de los desiertos constituía la
siguiente fase de su existencia.
Lentamente fueron retornando los
antiguos y más razonables modos de
existencia.
Ayudada por los utods que volvían
de otros planetas, la población autóctona
fue restableciéndose. Se reconstruyeron
las ciénagas, se restauraron las
marismas y volvieron a introducirse los
sumideros sometidos a las pautas
tradicionales; los ammps se implantaron
por doquier. Las ciudades de los
desiertos fueron condenadas a la
decadencia y nadie volvió a interesarse
más por la ética de la limpieza. La ley y
la basura quedaron restablecidas.
Con todo, cualquiera que fuese el
precio que se pagó por ella, la
revolución industrial había aportado sus
frutos y no se permitió que todos ellos
murieran. Las técnicas básicas
necesarias para el mantenimiento del
viaje estelar pasaron al antiguo
sacerdocio dedicado a mantener la
felicidad del pueblo. El sacerdocio
simplificó las prácticas ya suavizadas
por el hábito y convertidas casi en
rituales, y vieron que aquellas técnicas
se transmitían de madre a hijo por la
crianza mental, y con el resto de la
cultura racial.
Todo aquello quedaba ya a tres mil
generaciones y casi doscientos esod de
distancia. Mediante las disciplinas de la
fuerza mental, sus líneas generales
permanecieron claras. En los cerebros
de Blug Lugug estaba vívamente
presente el recuerdo de las horribles
enseñanzas de Manna y los higiénicos.
Se sentía orgulloso de ser el más
inmundo y saludable de su generación de
sacerdotes. Y sabía, por las absurdas
frases de condena moral que el
cosmopolitano había pronunciado, que
la limpieza infligida a su anciano cuerpo
por las piernas delgadas estaba
afectando a sus cerebros. Había llegado
el momento de hacer algo.
Un sabio norteamericano del siglo
XIX acuñó una frase que desde entonces
se utilizó con gran éxito en las
envolturas de cada tableta de
Hipersueño Feliz: "La masa de los
hombres está viviendo una vida de
tranquila desesperación". Thoreau
acertó, evidentemente, cuando observó
esa ansiedad e incluso la miseria
alimentada en el pecho de aquellos que
con frecuencia muestran una mayor
preocupación por aparentar felicidad.
Con todo, la condición de la naturaleza
humana es tal, que lo contrario aparece
igualmente como verdadero y, bajo
condiciones consideradas comúnmente
como más adecuadas para engendrar
miseria, un hombre puede llevar una
vida de tranquila felicidad.
Las puertas de la prisión de San
Albano se abrieron de par en par para
dejar salir el autobús de la institución
penitenciaria. Pasó bajo el letrero de
aluminio colocado sobre el portal,
donde se leía "Comprender es
perdonar", y se dirigió hacia la región
de la metrópolis denominada Ghetto
Gay.
Aquel era el nombre con que se
conocía más generalmente la zona. Sus
habitantes la llamaban Las Castañuelas
o Joburg, El País de las Maravillas o la
Ciudad de los Novatos o le daban
cualquier otro nombre menos afortunado
que se les ocurriera. La zona había sido
establecida por un Gobierno bastante
ilustrado como para darse cuenta de que
algunos hombres, aunque lejos de tener
intenciones criminales, eran incapaces
de vivir dentro del marco establecido de
la civilización (lo que equivalía a decir
que no compartían los objetivos ni los
incentivos de la mayoría de los
ciudadanos, lo que, a su vez, significaba
también que no veían la finalidad de
trabajar desde las diez hasta las cuatro,
día tras día, por el privilegio de
mantener a una mujer en matrimonio y a
un determinado número de hijos).
Este grupo de hombres, que
comprendía a los genios y los neuróticos
en iguales proporciones (y
frecuentemente bajo una misma
anatomía) tenía permiso para
establecerse dentro del Ghetto Gay.
Éste, al no estar supervisado en modo
alguno por las fuerzas de la ley, pronto
se convirtió en un terreno de cultivo
apropiado para criminales. Se formó así
una sociedad única dentro de la ruinosa
milla cuadrada de aquella reserva
humana; sociedad que miraba hacia la
monstruosa maquinaria que existía más
allá de sus muros con la misma mezcla
de temor y desaprobación moral con que
la monstruosa maquinaria miraba hacia
ella.
El coche de la prisión se detuvo al
final de una empinada calle de ladrillo.
Los dos prisioneros que habían dejado
en libertad, Rodney Walthamstone y su
ex compañero de celda, saltaron fuera.
En seguida, el automóvil dio la vuelta y
se alejó, mientras se cerraban
automáticamente las puertas traseras.
Walthamstone miró en torno suyo
con desasosiego. Las melancólicas
casas de muñecas a ambos lados de la
calle parecían esconder sus fachadas
detrás de verjas ensuciadas por los
perros, apartando su contemplación de
la fila de escombros que comenzaba
donde ellas terminaban. Más allá de los
escombros se levantaba el muro del
Ghetto Gay. Sólo en parte era realmente
una pared, el resto estaba constituido
por pequeñas casas viejas sobre las que
se había vertido cemento hasta que
quedaron sólidamente unidas.
—¿Es esto? —preguntó
Walthamstone.
—Sí, es esto, Wal. Esto es la
libertad. Aquí podemos vivir sin que
nadie nos moleste.
El sol de la mañana, un viejo
embaucador de dientes hacia afuera,
derramaba su oro fugaz, rompiendo las
sombras en aquel inhóspito flanco del
Ghetto, de Joburg, del Paraíso, del
monte de los Granujas, de la calle del
Misterio o de los Fracasados. Tid se
dirigió hacia allí y, al ver que
Walthamstone vacilaba, le agarró de la
mano y tiró de él.
—Debería haber escrito a mi vieja
tía Flo y a Harry Quilter y decirles lo
que voy a hacer —dijo Walthamstone.
Se encontraba entre la vida pasada y
la nueva y, naturalmente, tenía miedo.
Aunque Tid tenía su misma edad, estaba
mucho más seguro de sí mismo.
—Ya pensarás en eso más tarde —le
dijo Tid.
—Había otros individuos en la nave
estelar…
—Como te he dicho, Wal, sólo los
novatos se alistan en las naves
espaciales. Tengo un primo, Jack, que
firmó para ir a Charon; y allí lo tienes,
preso en aquella miserable bola de
billar luchando contra los brasileños.
Vamos, Wal.
Y de nuevo le sujetó fuertemente la
muñeca.
—Tal vez soy un estúpido. Tal vez lo
he mezclado todo en la cárcel —dijo
Walthamstone.
—Eso es lo que se espera de la
cárcel.
—Mi pobre tía… Ella ha sido
siempre muy cariñosa conmigo.
—No me hagas llorar. Ya sabes que
yo también seré cariñoso contigo.
Renunciando al penoso trabajo de
explicarse a sí mismo, Walthamstone
siguió hacia delante, conducido como un
alma perdida hacia la entrada del
averno. Pero la subida a aquel averno no
era fácil. No existían portales abiertos
de par en par. Treparon por los
escombros y desperdicios hacia las
casas sólidas.
La puerta de una de las casas crujió
al abrirse cuando Tid tiró de ella. Una
lengua de luz penetró con ellos, que
miraron desconfiadamente el interior. El
cemento solidificado había formado una
especie de chimenea con peldaños a un
lado. Tid comenzó a trepar sin dirigir
palabra alguna a su amigo.
Walthamstone, al no tener otra opción, le
siguió.
En la oscuridad, observó la
existencia de diminutas cuevas, algunas
tan pequeñas como una boca abierta.
Allí había huellas y burbujas, parches y
abultamientos, todo formado por un
elemento líquido que había sido
inyectado desde arriba para endurecer
toda la estructura de la vieja casa.
La chimenea les llevó hacia una
ventana superior de la parte trasera. Tid
dejó escapar un grito de alegría y se
volvió para ayudar a Walthamstone.
Se sentaron sobre el antepecho de la
ventana. Desde allí el terreno se
inclinaba hacia abajo, formando un
terraplén sin otro propósito aparente que
servir de terreno abonado para que
creciera el perejil, las altas hierbas
silvestres y los matojos, tan antiguos
como uno pudiera desear. Aquella
especie de pequeña jungla urbana estaba
dividida por senderos, algunos de los
cuales rodeaban las ventanas exteriores
de las casas sólidas, y otros conducían
al interior del Ghetto. La gente ya se
movía por allí. Un chiquillo de unos
siete años corría como una cabra loca,
completamente desnudo, tocándose con
un gorro hecho de papel de periódico y
yendo de puerta en puerta. Las antiguas
farolas aparecían recubiertas por la
pátina del polvo antiguo y la acción del
sol.
—¡Mi querida y vieja ciudad de las
cabañas! —gritó Tid. Y comenzó a
correr por uno de los senderos, con las
plantas silvestres cubriéndole hasta las
rodillas. Walthamstone vaciló sólo un
momento, y luego echó a correr
siguiendo a su amante.

Bruce Ainson se puso la chaqueta


con un leve aire de desesperación. Enid
se hallaba al otro extremo del salón con
las manos entrelazadas. Al principio,
Ainson pretendía que fuera su esposa
quien comenzase a hablar, pero pronto le
dijo:
—¡No digas nada!
Ella no tenía ciertamente nada que
decir. Ainson la miró de soslayo y sintió
una súbita compasión.
—No te preocupes.
Enid sonrió e hizo un gesto de
agradecimiento. Bruce Ainson subió,
cerrando tras de sí la puerta.
Ya en la calle, colocó las monedas
en la ranura del elevador de la esquina,
que le subió hasta el nivel del tráfico
local. Profundamente abstraído, se sentó
en una silla móvil para acceder a la zona
de tránsito ininterrumpido, y una vez allí
tomó uno de los monobuses robot.
Mientras salía disparado para el distante
Londres, Ainson volvió a sumergirse en
las emociones que le habían agarrotado
y revivió la escena que había tenido con
Enid al leer las noticias del periódico.
Sí, se había comportado muy
duramente. Pero la verdad era que no
habría podido comportarse mejor. Se
podía ser tan moral, tan
bienintencionado, tan bien controlado,
tan inteligente y tan decente como él;
pero luego, en un momento, la corriente
de los días acababa con todo, como si
algo vil y fétido procedente de unas
aguas fantasmales e invisibles se viniera
encima. Era algo a lo que había que
hacer frente y vencer. ¿Por qué tendría
que comportarse de forma diferente ante
una bestialidad semejante?
El profundo mal humor, que ya había
descargado sobre Enid, se fue
disipando. Tendría que conducirse mejor
ante Mihaly.
¿Por qué la vida tendría que
proporcionar tales sinsabores?
Sombríamente, reconoció que uno de los
impulsos que le habían llevado a
estudiar durante años para obtener su
diploma de jefe explorador se había
debido a la esperanza de encontrar un
mundo escondido, fuera del alcance
terrestre, entre el inmenso espacio de
los tenebrosos años luz; un mundo de
seres para quienes la existencia diurna
no fuese una carga tan pesada sobre el
espíritu. Deseaba saber cómo estaría
formado.
Ahora parecía como si jamás fuese a
tener la oportunidad de conseguirlo.
Al llegar hasta el enorme y nuevo
cinturón exterior, que circundaba las
afueras del gran Londres, Ainson
cambió a otro nivel de distrito y se
encaminó al edificio donde trabajaba sir
Mihaly Pasztor. Diez minutos después
esperaba con impaciencia ante la
secretaria del director del Exozoo.
—Dudo que pueda verle esta
mañana, señor Ainson, ya que no está
usted citado.
—¿Qué?
Mirándose indecisa las uñas
nacaradas de sus finos dedos la joven
desapareció en la oficina interior. Poco
después reapareció y se hizo a un lado
para dejar paso a Ainson. Éste cruzó
irritado frente a ella. Era una chica la
que siempre había saludado y sonreído
con deferencia; la amabilidad con que
ella le había respondido no había sido
sincera.
—Lamento interrumpirte en un
momento en que te encuentras tan
ocupado —dijo a Mihaly. Éste no
respondió inmediatamente. Luego
aseguró a su viejo amigo que todo
estaba bien. Se acercó a la ventana y
finalmente preguntó:
—¿Qué es lo que te trae por aquí,
Bruce? ¿Cómo está Enid?
Ainson ignoró la impertinencia de la
segunda pregunta y repuso:
—Ya debes de imaginar qué es lo
que me ha traído aquí.
—Es mejor que tú me lo digas.
Ainson sacó un periódico del
bolsillo, y lo arrojó sobre la mesa de
Pasztor.
—Deberías haber visto este
periódico. Esa maldita nave americana,
la "Gansas", o como la llamen, sale la
semana próxima para inspeccionar el
planeta de los ETA.
—Espero que tengan buena suerte.
—Pero… ¿es que no te das cuenta
de la ofensa que eso supone? No he sido
invitado a ir en esa expedición. He
estado esperando, día tras día, sus
noticias. Pero no han llegado.
Seguramente se trata de un error, ¿no
crees?
—No creo que se trate de una
equivocación, Bruce.
—Comprendo. Entonces, es una
ofensa pública.
Ainson se quedó mirando fijamente a
su amigo. ¿Era realmente un amigo? ¿No
estaría desvirtuando el significado de
esa palabra? ¿Eran amigos sólo porque
se habían conocido hacía un buen
número de años? Ainson había admirado
los aspectos positivos del carácter de
Pasztor, le había admirado por el éxito
de sus tecnidramas, por su éxito como
jefe de la primera expedición al planeta
Charon. También porque era un hombre
de acción. Pero ahora que ahondaba más
en el problema comprendía que era solo
un aficionado de la acción, la idea lisa y
llana de un hombre de acción, una falsa
imitación, como revelaba la calma con
que desde su seguro puesto en el Exozoo
observaba el desconcierto de su amigo.
—Mihaly, aunque soy un año mayor
que tú, todavía estoy dispuesto para
ostentar un puesto de seguridad en la
Tierra; soy un hombre de acción, y aún
tengo capacidad para entrar en acción.
Puedo decir, sin falsa modestia, que
todavía necesitan de hombres como yo
en las fronteras del universo conocido.
Yo descubrí a los ETA y no lo he
olvidado, aunque otros lo hayan hecho.
Debería estar en la "Gansas" cuando la
nave salga al espacio la semana próxima
en vuelo transponencial. Si tú quisieras
podrías mover tus influencias y
conseguir que yo participe en ese viaje.
Te ruego que hagas esto por mí y juro
que jamás volveré a pedirte otro favor.
No puedo soportar la ofensa de quedar
marginado en un momento vital como
éste.
Mihaly puso una cara de
circunstancias, miró a Ainson y se rascó
la barbilla.
—¿Qué te parece un trago, Bruce?
—No, gracias. ¿Por qué insistes
siempre en ofrecerme un trago, cuando
sabes que no bebo?
—Bien, permíteme que me sirva un
poco, aunque no tengo por costumbre
beber a estas horas de la mañana —
mientras abría las puertas dobles del
mueble bar siguió diciendo—: No sé si
te sentirás mejor o peor si te digo que no
estás solo en ese olvido. Aquí, en el
Exozoo, tenemos también nuestras
decepciones. No hemos hecho ningún
progreso con esos pobres ETA, nada de
lo que esperábamos obtener.
—Pues tenía entendido que uno de
ellos ha comenzado súbitamente a
chapurrear en inglés…
—Sí, chapurrear es la palabra justa.
Una serie de frases entrecortadas, con
una sorprendente y precisa imitación de
las voces que originalmente se las han
dirigido. Yo reconocí perfectamente mi
propia voz. Por supuesto, todo eso ha
sido grabado en cinta magnetofónica.
Pero, desgraciadamente, este progreso
no ha llegado lo bastante pronto para
evitar que todo se venga abajo. Ya he
recibido noticias del ministro de
Asuntos Extraterrestres en el sentido de
que toda la investigación sobre los ETA
está próxima a cerrarse.
Ainson estaba un tanto abstraído en
sus propios pensamientos, pero al oír
esto se quedó perplejo y asombrado.
—¡Por el universo busardiano! ¡No
pueden cerrarla!. Tenemos entre manos
lo más importante que haya podido
ocurrir en toda la historia del hombre.
Ellos… Bueno, no lo comprendo. No
pueden archivar el caso así como así.
Pasztor se había servido un poco de
whisky y lo paladeó con lentitud.
—Desgraciadamente, la actitud del
ministro es bastante incomprensible.
Estoy tan sorprendido como tú, querido
Bruce, por el cariz que han tomado las
cosas, pero adivino cómo ha ocurrido.
No es fácil hacer que el público en
general, incluso el ministro, vean que la
cuestión de comprender a otra raza, o
incluso decidir cómo tiene que medirse
su inteligencia en comparación con la
nuestra, es algo que no puede realizarse
en un par de meses. Déjame decírtelo
brutalmente, Bruce: sospechan que eres
indisciplinado e inepto, y la sospecha se
ha ido extendiendo como una sensación
en el aire, si tú quieres, pero es así, y
todos tenemos parte de culpa. Esa
sensación ha vuelto la tarea del ministro
un tanto más fácil, eso es todo.
—Pero no puede detener el trabajo
que Bodley Temple y los demás están
haciendo.
—Fui a verle anoche. Ha detenido
todo el trabajo. Esta noche, los ETA
serán llevados al Departamento de
Exobiología.
—¡A Exobiología! Pero, ¿por qué,
Mihaly? ¿Por qué? ¡Esto es una
conspiración!
—El ministro razona así, con un
optimismo que, personalmente,
considero infundado. Dentro de un par
de meses, la "Gansas" habrá localizado
más ETA. De hecho, todo un planeta
lleno de ellos. Se aclararán muchas de
las cuestiones básicas, tales como en
qué medida están avanzadas esas
criaturas. Se obtendrán respuestas y,
sobre la base de tales respuestas, se
llevará a cabo un nuevo y efectivo
intento de comunicar con estas criaturas.
Un fuerte estremecimiento recorrió
todo el cuerpo de Ainson. Aquello
confirmaba lo que había estado
sospechando acerca de las fuerzas
desatadas contra él. Mecánicamente,
tomó uno de los cigarrillos de mezcal, lo
encendió y, aspiró su fragancia. Su
visión se aclaró lentamente.
—Supongamos que todo esto ha sido
así; tiene que haber algo más tras la
decisión del ministro.
Mihaly se sirvió otro trago.
—Anoche obtuve una deducción muy
aproximada. El ministro me dio una
razón que, nos guste o no, tenemos que
aceptar.
—¿Cuál es esa razón?
—La guerra. Nos hallamos aquí muy
confortablemente, y no podemos olvidar
la tremenda guerra que el Brasil ha
mantenido por tanto tiempo. El Brasil ha
capturado la estación Cinco Cero Tres
de Charon y parece que nuestras bajas
han sido mucho mayores que las
anunciadas. Lo que interesa ahora al
Gobierno, mucho más que la posibilidad
de comunicarse y hablar con los ETA, es
el hecho de que no experimentan el
dolor. Si hay alguna sustancia que
circula por sus arterias y les confiere
una completa analgesia, el Gobierno
quiere conocerla. Sería un arma de
guerra potencial. Siguiendo ese
razonamiento oficial, tenemos que
descubrir, por tanto, cómo responden
esos seres. Es preciso que hagamos el
mejor uso de ellos.
Ainson se frotó la cabeza. ¡La
guerra! ¡Más locura! Aquello nunca le
había cabido en la cabeza.
—¡Sabía que ocurriría! ¡Sí, tenía
que suceder! Así es como van a
despedazar a nuestros dos ETA —y su
voz chirrió como una puerta de goznes
oxidados.
—Van a manipularlos de la manera
más refinada. Les insertarán electrodos
en sus cerebros para ver si es posible
inducir el dolor. Intentarán, igualmente,
recalentarlos o enfriarlos. En pocas
palabras: tratarán de descubrir si los
ETA están realmente libres del dolor y,
en caso contrario, comprobar si se debe
a una insensibilidad natural o es algo
producido por un anticuerpo. Yo he
protestado contra todo el programa, pero
hubiera sido mejor no haberlo hecho.
Estoy tan trastornado como tú.
Ainson apretó vigorosamente un
puño contra su estómago.
—Lattimore está detrás de todo esto.
¡Supe que era mi enemigo desde que le
vi! No deberías haberle dejado que…
—Oh, vamos, Bruce, no seas tonto.
Lattimore no tiene nada que ver con todo
esto. ¿No comprendes que esto se
produce cada vez que surge algo
importante? Son los políticos, no los que
sólo disponen del conocimiento, quienes
tienen la última palabra. A veces pienso
que el género humano está un poco loco.
—Todos están locos. Sólo de
imaginar que no me han dejado que vaya
en la "Gansas"… ¡Yo he descubierto a
las criaturas, las conozco! ¡La "Gansas"
me necesita! Tienes que hacer cuanto
puedas, Mihaly. ¡Hazlo por nuestra
amistad!
Pasztor meneó la cabeza con aire
sombrío.
—No puedo hacer nada por ti. Ya
sabes por qué. Yo tampoco gozo ahora
del favor del poder público. Tienes que
hacerlo por ti mismo, como todos.
Además, hay una guerra que continúa
adelante.
—Estás utilizando la misma excusa.
La gente ha estado siempre contra mí. Lo
estuvo mi padre, lo están mi esposa y mi
hijo… Y ahora tú. Tenía mejor concepto
de ti, Mihaly. Es una deshonra pública
que yo no me encuentre a bordo del
"Gansas" cuando se lance al vacío. No
sé qué debo…
Mihaly se removió inquieto en su
asiento, levantó su vaso de whisky y
miró fijamente al suelo.
—Bruce, realmente no tenías que
haber esperado nada de mi parte. Con el
corazón en la mano, sabes muy bien que
no se puede esperar nada bueno de
nadie.
—No lo esperaré en el futuro. No te
imaginas lo amargado que un hombre
puede volverse… ¡Dios mío, qué queda
entonces digno de vivirse!
Ainson se puso en pie y dejó la
colilla del cigarro de mezcal en el
cenicero.
—Estoy acabado.
Y en un estado de completo
desquiciamiento abandonó la habitación
de Pasztor. Pasó sin mirar a la
secretaria, aunque con ella no se sentía
tan mal como en presencia de aquel
engreído húngaro, capaz de contemplar
con toda calma el sufrimiento de los
demás.
Su pensamiento retrocedió para
considerar mejor la situación. Uno no se
lanza a la terrible aventura de buscar
nuevos planetas, con todo el esfuerzo
que ello supone, sólo porque se confía
en descubrir algún día una especie de
seres para quienes la vida no sea una
carga tan pesada; pero la moneda tiene
otra cara. Uno se embarca en la aventura
porque la vida en la Tierra es un
infierno y porque convivir con otros
seres humanos es algo terrible.
No era tan maravilloso hallarse a
bordo de una nave espacial (aquel
bastardo de Bargerone, a quien tenía que
culpar de todos los problemas surgidos),
pero por lo menos en una nave todo el
mundo ocupaba una posición: la que le
correspondía; había reglas que obedecer
y observar, y en caso contrario existía el
castigo. Tal vez aquél fuera el secreto
del espíritu explorador. Sí, tal vez aquél
había sido siempre el conocimiento
existente en los corazones de los
grandes exploradores. Por muchos que
fueran los peligros del reino de lo
desconocido, no eran comparables a los
que se escondían en el corazón de los
amigos y los miembros de la familia.
Eran preferibles los males
desconocidos; los que ya se conocían…
Se dirigió a casa con una especie de
irritada satisfacción. ¡Jamás habría
podido imaginar que las cosas se
presentaran así!
Cuando el jefe explorador abandonó
su oficina, sir Mihaly Pasztor apuró su
vaso, lo dejó sobre la mesa y caminó
preocupado hacia la sala contigua a su
despacho.
Un joven permanecía sentado en una
cómoda butaca. Estaba fumando un
mezcal y parecía como si estuviera
comiéndoselo. Era un tipo esbelto, con
una barba incipiente que le hacía
aparentar más edad que sus dieciocho;
su rostro inteligente tenía un aspecto
sombrío y preocupado cuando se volvió
interrogativamente hacia Mihaly.
—Tu padre acaba de marcharse,
Aylmer.
—Sí, ya he reconocido su voz.
Sonaba tan estentórea como siempre.
Ambos se dirigieron a la oficina.
Aylmer aplastó su cigarro de mezcal
en el cenicero de sobremesa.
—¿Qué le ocurre? ¿Es algo que
tenga que ver conmigo?
—Pues no, realmente no. Quería que
yo hiciese todo lo posible para que le
admitan en la "Gansas".
Los ojos de padrino y ahijado se
encontraron. El joven rostro de Aylmer
esbozó una sonrisa, y ambos estallaron
en una sonora carcajada.
—¡Tal padre, tal hijo! Espero que no
le hayas dicho que he venido aquí con
idéntica pretensión, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Ya tiene
bastante para sentirse desgraciado por
todo el día. Y ahora, jovencito, no te
ofendas si te despacho pronto, pero
tengo muchísimas cosas que resolver.
¿Estás seguro de que todavía sigues
queriendo alistarte en el Cuerpo de
Exploración?
—Ya sabes que sí, tío Mihaly. Siento
que no puedo permanecer en la Tierra
por más tiempo. Mis padres me lo han
estado haciendo imposible, por lo
menos hasta ahora. Quiero ir al espacio,
alejarme.
Mihaly hizo un gesto de asentimiento
con simpatía. Había oído expresar
aquellos mismos sentimientos con mucha
frecuencia, sin desalentarlos nunca,
aunque sólo fuera porque, una vez, él
mismo los había experimentado. Cuando
eres joven nunca se comprueba que no
existe la lejanía —incluso la más
distante galaxia— lugares sin fin
capturados por el ego. Puso algunos
documentos sobre la mesa.
—Éstos son los papeles que
necesitarás. Un amigo mío, Grant
Lattimore, del Consejo de la Fuerza
Aérea de la JN, ha explicado las cosas a
David Pestalozzi, que capitanea la
"Gansas" en este viaje. Puesto que tu
padre es muy conocido, será más
prudente que te embarques con nombre
supuesto. De acuerdo con esto, te
llamarás Samuel Melmoth. Espero que
no te importe…
—¿Por qué tendría que importarme?
Te estoy muy agradecido por haberlo
hecho, y no siento ninguna particular
simpatía por mi propio nombre.
El joven levantó los puños por
encima de la cabeza y lanzó un grito de
triunfo.
¡Qué fácil resultaba sentirse
excitado cuando se era joven!, pensó
Mihaly. Y qué duro mantener una
verdadera amistad entre dos
generaciones. Con frecuencia era como
dos especies distintas haciéndose
señales recíprocamente; a través de un
abismo.
—¿Qué ocurrió con esa chica con la
que andabas mezclado? —preguntó
Mihaly a su ahijado.
—Ah, ella… —Por un momento, a
sus ojos volvió la mirada sombría de
antes—. Fue tiempo perdido.
—Espero que perdones mi
curiosidad, Aylmer, pero ¿no fue ella la
causa de que tu padre te echara de casa?
¿Qué hicisteis para que tu padre lo
considerase algo imperdonable?
Aylmer parecía molesto e
intranquilo.
—Vamos, hijo, cuéntamelo —
insistió Mihaly, con impaciencia—. Soy
un hombre de mentalidad abierta, un
hombre de mundo que no se parece a tu
padre.
Aylmer sonrió.
—Resulta divertido. Siempre creí
que tú y mi padre os parecíais mucho.
Tenéis una experiencia parecida en
viajes espaciales; ninguno de los dos
tomáis alimentos sintéticos, seguís
aferrados a comer cosas pasadas de
moda, como esos trozos de animal
cocido… —Aylmer hizo un gesto de
disgusto y continuó—: Pero si eso
satisface tu curiosidad, te diré que mi
padre llegó una noche a casa,
inesperadamente, cuando tenía a mi
chica en la cama. La estaba besando
entre los muslos, cuando él abrió la
puerta. ¡Aquello casi le hizo perder la
cabeza! ¿Te sorprende a ti también?
Mihaly desvió la vista y contestó:
—Mi querido Aylmer, lo que me
sorprende es que me creas parecido a tu
padre. Eso de la comida… ¿no te das
cuenta de que generación tras generación
nos estamos divorciando cada vez más
de la naturaleza? Este deseo exagerado
de tomar los alimentos sintéticos, por
ejemplo, es la negación de la naturaleza
animal del hombre. Somos una mezcla
de animal y de espíritu, y negar un lado
de nuestra naturaleza es empobrecer el
otro.
—Supongo que los hombres de la
Edad de Piedra utilizaron ese mismo
argumento contra cualquiera que
comenzara a cocinar sus alimentos. Pero
ahora vivimos en un universo
busardiano, y tenemos que pensar de
acuerdo con él. Tienes que comprender,
tío, que ya no estamos en condiciones de
discutir qué es "natural" y qué no lo es.
—Ah… ¿Y por qué te disgusta que
coma… "trozos de animal"?
—Porque eso va inevitablemente
ligado a… Bueno, sencillamente es
desagradable.
—Será mejor que te vayas, Aylmer.
Tengo que resolver la cuestión de mis
dos extraterrestres con los vivisectores.
Te deseo lo mejor, hijo.
—Adiós, tío. Te traeremos muchos
más para que sigáis experimentando.
Y con aquellas palabras
pronunciadas sin pensar, como aliento
para su padrino, Aylmer Ainson se
guardó los documentos en el bolsillo,
hizo un alegre gesto de despedida con la
mano y se marchó.
Vista desde el espacio, en una escala
acelerada del tiempo, la Tierra y sus
habitantes podrían haber sido tomada
por un organismo que hubiera sufrido
una convulsión. Moviéndose como
microbios por las arterias de un cuerpo,
las motas humanas se habrían deslizado
a sus pasajes de tráfico para converger
en diversos puntos del globo, hasta que
aquellos puntos comenzaron a parecer
como úlceras sobre la superficie de la
esfera.
La inflamación iría creciendo,
convirtiendo el globo en una masa
enfermiza, hasta que se produjese un
cambio. Las motas humanas
retrocederían hasta un punto central con
una apariencia de orden. Este objeto
central sería como una pústula, el
principio de una infección. Entonces
estallaría y saldría disparada al exterior.
Como si hubiera sido librada de una
intolerable presión, la gente que diera la
impresión de motitas a un observador
cósmico posiblemente se dispersaría,
para volver a reunirse más tarde en otro
lugar de infección. Mientras tanto, la
burbuja de materia proyectada, haría que
el ojo cósmico se apartase de la
observación y atendiera a sus propios
asuntos.
Aquella particular burbuja de
materia proyectada se denominaba "S. S.
Gansas". Este nombre estaba grabado
con letras de reluciente berilio de tres
yardas de altura en sus costados. Sin
embargo, una vez fuera del sistema
solar, el nombre se haría completamente
ilegible, incluso para el hipotético
observador, ya que la nave entraba en
vuelo transponencial.
EI vuelo transponencial es una de
esas ideas que han estado presentes en
el límite de la mente humana desde que
el hombre descubrió que podía
expresarse con la lengua, y
probablemente antes, puesto que el
menos poderoso es quien sueña más
intensamente con la omnipotencia.
Desde un punto de vista semántico, el
vuelo transponencial consiste,
precisamente, en lo más opuesto al
viajar: la nave permanece inmóvil y es
el universo el que se mueve en la
dirección deseada.
EI doctor Chosissy lo explicó mejor
y con mayor precisión en su conferencia
del Congreso Mundial del año 2033,
cuando dijo: "Por muy sorprendente
que parezca a quienes han sido
educados en la cómoda certidumbre de
la física de Einstein, el factor variable
de las nuevas ecuaciones tardianas
demuestra ser el propio universo.
Puede demostrar que la distancia ha
quedado aniquilada, reducida a cero.
Reconocemos al fin que la distancia es
solamente un concepto matemático, sin
existencia real en el universo tardiano.
Durante el vuelo TP (transponencial)
ya no es posible seguir afirmando que
el universo rodea a la nave espacial.
Diríamos, con mayor precisión, que la
nave es la que rodea al universo".
Se habían logrado los antiguos
sueños de poder, y la montaña había
venido obedientemente hacia Mahoma.
Hank Quilter, con la alegre
inconsciencia de la injusta idea que
tenía sobre el universo, refería las
aventuras de su último permiso a sus
nuevos compañeros de tripulación.

—Hank, ciertamente tienes toda la


suerte del mundo —dijo un hombre cuya
sonrisa siempre dulzona le había
proporcionado el apodo de Piña de Miel
—. Te envidiaría esa suerte si no
pensara que estás inventando la mitad de
las cosas que cuentas sobre ella… ¡Ja!
¡Ja!
—Si no aceptas mi palabra, te voy a
dar de palos hasta que lo hagas —dijo
Quilter.
—¡La verdad mediante la violencia!
—se oyó decir a alguien con una
risotada.
—Mostradme una forma mejor —
repuso Quilter, haciendo un guiño y
riendo a su vez.
Puesto que lo que había dicho era
muy poco exagerado, no le molestaba
que hubiesen puesto en duda sus
palabras. Si hubiera mentido, habría
sido diferente.
—Os contaré otra cosa divertida que
me ocurrió —continuó Quilter—. Un día
antes de subir a bordo de la nave recibí
la carta de un tipo que había servido
conmigo en la "Mariestopes", un
simpático individuo llamado
Walthamstone, un británico. En su
primera noche en la Tierra se
emborrachó y armó un escándalo. Los
policías le cogió y le enviaron una
pequeña temporada a la sombra. Parece
que estaba un tanto chiflado en aquel
entonces. De cualquier forma, se
encontró en la cárcel con un marica, el
cual pervirtió al pobre Walthamstone; le
trabajó, ya sabéis… Y cuando les
soltaron, Wal se fue a vivir con su
marica Ghetto Gay. ¡Ahora parece que
se han casado y son felices!
Quilter estalló en una carcajada al
pensar en lo sucedido.
Un joven barbudo, que hasta
entonces no había dicho palabra,
llamado Samuel Melmoth, dijo entonces:
—Pues a mí no me parece tan
divertido. Todos necesitamos el amor de
una forma u otra, como han demostrado
tus historias anteriores. Creo que
deberías ser más considerado con tu
amigo.
Quilter dejó de reír y miró fijamente
a Melmoth. Se limpió la boca con el
dorso de la mano.
—¿Qué intentas decirme, Mac? Yo
sólo me río de las cosas que les ocurren
a la gente. Y… ¿por qué Walthamstone
merece algún tipo de consideración? Es
libre para elegir, ¿no? Hizo lo que le dio
la gana al salir de la cárcel ¿no?
Melmoth comenzó a parecer tan
testarudo y ofendido como su padre,
cuyo nombre era diferente.
—Por lo que has dicho, le
sedujeron.
—Está bien, está bien, le sedujeron.
Y ahora, dime si todos nosotros no
somos seducidos en una ocasión u otra
de una u otra manera. Por ejemplo,
cuando nuestros principios son
traicionados. Pero si fueran más fuertes
no nos entregaríamos, ¿verdad? Así que
lo ocurrido a Wal es de su propia
incumbencia.
—Pero si hubiera tenido algunos
amigos…
—No tiene nada que ver el tener
amigos, enemigos, ni nada parecido. Es
lo que intento aclarar. Incumbe
únicamente al propio Wal. Todo cuanto
nos sucede es de nuestra propia
incumbencia.
—Ah, vamos; todo eso no es más
que basura —protestó Piña de Miel.
—Vuestro problema es que estáis
todos enfermos —dijo Quilter.
—Piña de Miel tiene razón —
insistió Melmoth—. Todos comenzamos
a vivir con más problemas de los que
podemos resolver nunca.
—Mira, amigo, en primer lugar
nadie te ha pedido tu opinión. Habla por
ti mismo —dijo Quilter.
—Es lo que hago.
—Bien, entonces haz el favor de no
abrir la boca en mi nombre. Yo llevo
mis problemas sobre mi propia espalda;
además, creo que el hombre posee el
libre albedrío. Hago lo que quiero
hacer, ¿entiendes?
En aquel momento, el sistema de
altavoces dejó sentir su voz fuerte y
mecánica:
—¡Atención! Hank Quilter,
tripulante Tres Cero Siete, Quilter,
tripulante Tres Cero Siete, proceda
inmediatamente a presentarse en la
oficina del consejero de vuelo en la
cubierta de reconocimiento. Repetimos:
oficina del consejero de vuelo, cubierta
de reconocimiento. Eso es todo.
Refunfuñando, Quilter se dispuso a
obedecer la orden.
El consejero de vuelo Bryant
Lattimore estaba descontento de su
oficina situada en la cubierta de
reconocimiento. Estaba decorada al
estilo moderno Ur-Organic, con paredes,
suelo y techo llenos de bajorrelieves de
plástico en dos tonalidades. El diseño
representaba la superficie de los
cristales de óxido de molibdeno
aumentados setenta y cinco mil veces.
Un diseño para ponerle a uno en
armonía con el universo busardiano.
Al consejero de vuelo, Bryant
Lattimore, le agradaba su trabajo.
Cuando oyó tocar en la puerta y
entró el tripulante Quilter, Lattimore le
hizo un gesto amigable, invitándole a
tomar asiento.
—Quilter, usted sabe por qué vamos
al vacío. Intentamos descubrir el planeta
de origen de esos extraterrestres,
vulgarmente conocidos por los hombres-
rinoceronte. Mi misión consiste en
formular por anticipado las líneas de
comportamiento a seguir cuando
hayamos llegado a ese planeta. He
repasado la lista de la tripulación y me
he fijado en su nombre. Usted estaba en
el "Mariestopes", cuando el primer
grupo de hombres-rinoceronte fue
descubierto, ¿no es así?
—Estaba en el cuerpo de
exploración, señor. Fui uno de los que
encontraron a esas criaturas. Maté a tres
o cuatro de ellas cuando cargaron sobre
nosotros. Verá usted…
—Esto es muy interesante, Quilter,
pero ¿no cree que será mejor que
vayamos más despacio?
Quilter relató su historia con todo
detalle, mientras Lattimore escuchaba y
miraba los cristales de molibdeno entre
los cuales se hallaba aprisionado.
Afirmaba con la cabeza, quitándose
intermitentemente un poco de moco seco
del interior de su nariz.
—¿Está usted seguro de que esas
criaturas le atacaron? —preguntó
Lattimore.
Quilter vaciló, sopesó la autoridad
de Lattimore y decidió contar la verdad
de lo ocurrido tal como él lo vio.
—Digamos que venían sobre
nosotros, señor. Por tanto, decidimos
crear un comité de recepción.
Lattimore sonrió.
Cuando hubo despedido al
tripulante, presionó un botón y apareció
la señora Hilary Warhoon. Estaba muy
elegante con su resplandeciente
uniforme que simulaba el de un hombre,
pero con unos claveles estampados; y el
brillo de su mirada reflejó lo encantada
que se encontraba, inmersa en el
universo busardiano.
—¿Ha dicho Quilter algo
interesante? —preguntó, sentándose en
la mesa, cerca de Lattimore.
—Sólo sin darse cuenta.
Superficialmente su actitud es honrada.
No se sabe mucho de los hombres-
rinoceronte, como les llaman, y a los
que concedemos el beneficio de la duda
hasta que descubramos si son o no unos
cerdos educados. Por debajo de su
charla se advierte que él los considera
como piezas de caza mayor, porque les
ha disparado como si fueran tales. Creo
que si luego resulta que son unos
brillantes pensadores y todo lo demás,
nuestra relación con ellos va a ser
condenadamente difícil.
—Sí, comprendo. Si son pensadores
brillantes, su pensamiento debe ser
notablemente diferente del nuestro.
—¿Jaque! Y no solamente eso. Los
filósofos que viven en el barro no van a
hacer muy buenas migas con los que
viven en la Tierra. Las masas se sienten
siempre mucho más apasionadas por el
barro que por los filósofos.
—Afortunadamente, lo que piensen
las masas no va a importarnos aquí.
—¿Cree que no? Diablos, usted es la
cosmoclética, Hilary. Pero yo he estado
antes en vuelo TP y conozco las extrañas
reglas psicológicas que rigen a bordo.
Es como una condenada versión del
libro Al este de Suez, de Rudyard
Kipling. ¿Cómo sería ahora? "Llévame a
alguna parte al este de Suez, donde lo
mejor es como lo peor, donde no hay
los mandamientos…" Lo mejor viene a
ser como lo peor cuando se pone el pie
sobre un planeta que recibe luz del sol,
Hilary. Y usted siente que… Bueno, es
como una especie de
irresponsabilidad… uno siente que
puede hacer cualquier cosa porque nadie
de la Tierra va a juzgarle luego;
mientras que, al mismo tiempo, "lo que
le gusta" es parte de lo que las masas de
la Tierra desearían hacer, si tuvieran
licencia para ello.
La señora Warhoon tamborileó sobre
la mesa con cuatro dedos.
—Eso suena algo siniestro.
—¡Diablos, los impulsos
irracionales del hombre son siniestros!
No piense que estoy generalizando. He
visto cómo ese talante aparece en un
hombre con demasiada frecuencia.
Probablemente eso fue lo que arruinó a
Ainson. Y lo siento en mí mismo.
—Ahora creo que no entiendo qué
quiere decir.
—No se sienta ofendida. Yo podría
sentir lo que Quilter disfrutó al disparar
a nuestros amigos. ¡Es la excitación de
la caza! Si yo viese a un puñado de ellos
por la pradera no me importaría
dispararles.
La voz de la señora Warhoon sonó
ligeramente helada.
—¿Qué pretende hacer si
encontramos el planeta de origen de los
ETA?
—Usted ya lo sabe: actuar de
acuerdo con la lógica y la razón. Todo
este equipo está hecho para los
negocios, no para el placer. Pero
también soy consciente de que hay una
parte de mí mismo que dice: "Lattimore,
esas criaturas no sienten el dolor,
¿cómo puede algo tener un espíritu, un
alma, o ser inteligente, o apreciar algo
inimaginable, equivalente a los poemas
de Byron o a la segunda sinfonía de
Borodin, si no sufre?" Y me digo a mí
mismo que cualesquiera que sean los
dones que tengan, si no poseen el
sentido del dolor están para siempre
más allá del alcance de mi comprensión.
—Pero ése es precisamente el reto.
Por eso debemos tratar de comprender
ese…
Ella parecía mucho más atractiva
con los puños cerrados.
—Sí, ya sé. Pero usted me está
hablando con la voz del intelecto —dijo
Lattimore, retrepándose en su sillón.
Resultaba placentero disparar contra
Hilary con su especial mentalidad
varonil—. Estoy escuchando también
una especie de voz de Quilter, una vox
populi, un grito, no sólo salido del
corazón, sino de las entrañas. Y esa voz
dice que sea cual sea el talento de esos
animales, son menos que búfalos, cebras
o tigres, y el impulso primitivo surge en
mí al igual que lo hizo en Quilter, y
también deseo dispararles.
Ahora Hilary tamborileaba con ocho
dedos sobre la mesa, pero se las arregló
para mirarle a la cara y sonreír.
—Bryant, está usted jugando a una
partida intelectual contra sí mismo.
Estoy segura de que incluso Quilter
presentó excusas por su acción. En
consecuencia, incluso sintió la
culpabilidad de sus acciones, y usted,
que es más inteligente, puede saborear
su culpabilidad de antemano y, ante
todo, controlarse.
—Al este de Suez un hombre
inteligente puede encontrar más
disculpas para sí mismo que un cretino
—Lattimore cedió al ver la vejación en
el rostro de la señorita Warhoon—.
Como usted dice, probablemente estoy
jugando una partida conmigo mismo. O
con usted.
Abandonó una mano sobre los dedos
de Hilary como si fueran cristales de
molibdeno. Ella se apresuró a retirarlos.
—Bryant, cambiemos de tema.
Tengo una sugerencia que puede resultar
más fructífera. ¿Cree usted que podría
encontrarme un voluntario?
—¿Para qué?
—Para abandonarle en un planeta
extraño.
Muy lejos, en el extraño planeta
Tierra, el tercer politano llamado Blug
Lugug, se hallaba en un terrible estado
de confusión. Estaba amarrado a un
banco con una serie de fuertes correas
de lona que sujetaban lo que quedaba de
su cuerpo. Numerosos cables y alambres
surgían de unas máquinas, que unas
veces permanecían silenciosas y otras
emitían ruidos desde un lado de la
habitación y subían sobre su cuerpo o se
introducían por sus varios orificios. Un
cable en particular discurría desde un
instrumento también similar, manejado
por un hombre en particular. El hombre
iba vestido con una especie de traje
blanco y cuando movía una palanca,
algo sin significado sucedía en el
cerebro del tercer politano. Aquella
cosa sin significado era la más
espantosa de cuantas había conocido.
Veía entonces cuánta razón había tenido
el sargento cosmopolitano al utilizar la
expresión malo para describir a los
piernas delgadas. Aquella cosa era
malo, malo, malo: era algo que se le
aparecía duro, fuerte, higiénico y que
absorbía su inteligencia, destrozándola
poco a poco.
Aquel algo sin significado llegó
nuevamente. Se abrió un hueco donde
había existido algo en crecimiento, algo
delicioso como recuerdos y promesas,
¿quién sabe?, pero que nunca podría ser
reemplazado.
Habló entonces uno de los piernas
delgadas. El politano intentó imitar con
esfuerzo lo que había dicho: "¡Tampoco
tieneahírespuestasneurales / Notiene /
respuestadolorosa /en
/ningunapartedesucuerpo!"
Todavía se aferraba a la idea de que
cuando ellos comprobasen que podía
imitar su habla serían lo bastante
inteligentes como para detener las cosas
que estaban haciendo.
Cualesquiera fuesen las cosas que
estaban haciendo o que imaginaban en
sus pequeñas mentes malignas, estaban
echando a perder sus posibilidades de
pasar a la fase de carroña. Ya que le
habían separado del cuerpo dos
miembros con una sierra —por el
rabillo de uno de sus húmedos ojos
contemplaba el recipiente donde habían
sido depositados—, y puesto que allí no
existían árboles dammp, la posibilidad
de continuar con sus ciclos vitales eran
muy remotas, y se enfrentó con la nada.
Gritó con una imitación de las
palabras de los piernas delgadas pero,
olvidando sus limitaciones, emitió los
sonidos en una banda ultrasónica. Los
sonidos surgieron distorsionados: sus
orificios ockpu estaban obturados con
diminutos instrumentos como ventosas.
Necesitaba el consuelo del sagrado
cosmopolitano reverenciado padre-
madre. Pero el cosmopolitano había
desaparecido. No existía duda de que
había sufrido el mismo
desmembramiento. Los grorgs habían
desaparecido también, aunque oyó sus
gritos casi supersónicos contestándole
con un largo lamento desde una distante
parte de la habitación. Entonces algo,
algo sin significado estalló nuevamente
sobre él, ya no pudo oír más, pero…
Algo más había desaparecido.
En su confusión, todavía vio cómo
se unía al grupo de las figuras vestidas
de blanco otra a la que creyó reconocer.
Era, o cuanto menos se parecía mucho,
la figura que había llevado a cabo el
ritual del estiércol hacía poco tiempo.
Entonces aquella figura gritó algo, y
dentro de la creciente debilidad y
terrible confusión que sufría, el politano
intentó gritar en respuesta a la misma
cosa, para mostrar que le había
reconocido:
"¡Nopuedosoportarqueestéishaciendoloqu
Pero el piernas delgadas, si se
trataba de aquel individuo pacífico, no
dio el menor signo de reconocimiento.
Se cubrió la parte delantera de su
cabeza con las manos y se marchó
rápidamente de la habitación, casi como
si…
Aquel algo sin significado volvió
nuevamente, y todas las figuras vestidas
de blanco se dispusieron nuevamente a
usar sus instrumentos.

Se tumbó hacia atrás hasta que tuvo


los dedos de los pies al nivel de la
cabeza. El director del Exozoo se
hallaba acostado sobre su almohada
terapéutica, chupando una mezcla de
mucosa mediante un pezón artificial. Le
asistía para calmarle un joven miembro
del Cuerpo de Exploración, con
certificado de explorador que él había
entregado en el Exozoo. Gussie Phipps,
que había venido volando desde Macao,
le daba ayuda y consuelo.
—No está usted tan fuerte como
antes, sir Mihaly. Debería probar a los
alimentos sintéticos; creo que son mucho
mejores para usted. ¡Y pensar que la
contemplación de una vivisección le ha
trastornado! ¿Cuántas vivisecciones ha
llevado a cabo usted mismo?
—Sí, ya sé, ya sé. No tiene por qué
recordármelo. Ha sido precisamente la
contemplación de esa pobre criatura,
sobre la piedra, cortada a trozos
lentamente, sin registrar el menor signo
de miedo o de dolor.
—Lo cual ha sido mejor en vez de
peor.
—¡Cielos, ya sé que ha sido mejor!
Pero fue algo tan carente de
resentimiento… Por un momento he
tenido la premonición de cómo el
hombre tratará a cualquier intento de
oposición que encuentre allí afuera —Y
señaló vagamente hacia el techo—. O tal
vez bajo la etiqueta científica de
vivisección estoy oyendo los salvajes
tambores del hombre antiguo, que baten
como locos para una sesión de
derramamiento de sangre. ¿De dónde
viene el hombre, Gussie?
—Semejante estallido de pesimismo
es impropio de usted. Procedemos del
barro, y nos alejamos de la ciénaga
primitiva y animal encaminándonos
hacia lo espiritual. Tenemos aún un
largo camino que recorrer, pero…
—Sí, es una respuesta. Con
frecuencia la he utilizado yo mismo.
Puede que ahora no seamos muy buenos,
pero seremos mejores en algún futuro
indeterminado. Pero… ¿Es cierto? ¿No
deberíamos habernos quedado en el
barro y podríamos haber sido más
saludables y buenos allí? ¿No nos
estaremos dando excusas a nosotros
mismos por la forma en que nos
conducimos y siempre nos hemos
conducido? Piensa en la cantidad de
ritos primitivos que todavía llevamos a
cabo en una forma apenas disfrazada: la
vivisección, el matrimonio, los
cosméticos, las guerras, la circuncisión.
No, no quiero seguir pensando. Cuando
avanzamos a veces lo hacemos en una
dirección fantasmal y falsa, como el
dicho de los alimentos sintéticos,
inspirado en una moda dietética del
siglo y los temores de la trombosis.
Creo que ha llegado la hora de que me
retire, Gussie, que me aleje ahora que
todavía no soy demasiado viejo, y me
marche a cualquier clima más agradable
donde brille el sol. Siempre he creído
que la cantidad de pensamientos que
existen en la cabeza de un hombre se
halla en proporción inversa a la del sol
que hay en el exterior.
Entonces sonó el timbre de la puerta.
—No espero a nadie —dijo Pasztor,
con una irritación que raramente solía
mostrar—. Mira quién viene a verme y
dile que se marche. Quiero que me
expliques todo eso que ha ocurrido en
Macao.
Phipps desapareció y regresó con
Enid Ainson, que estaba llorando.
Pasztor chupó con una furia
momentánea el resto de glucosa que
contenía el pezón de goma, se colocó en
una postura menos relajada y retiró una
pierna de la almohada terapéutica.
—¡Es Bruce, Mihaly! —gritó Enid
—. Bruce ha desaparecido. Estoy segura
de que se ha ahogado. ¡Oh, Mihaly! Se
ha puesto tan difícil… ¿Qué puedo
hacer?
—¿Cuándo le has visto por última
vez?
—No pudo soportar verse
marginado del vuelo en la "Gansas". Sé
que se ha ahogado. A menudo
amenazaba con hacerlo.
—Enid, por favor, ¿cuándo le has
visto por última vez?
—¿Qué hacer? Tendría que
hacérselo saber al pobre
Pasztor saltó de la almohada
terapéutica. Agarró a Gussie por el codo
mientras se dirigía al aparato de
tecnivisión.
—Gussie, ya charlaremos otro día
sobre todo eso de Macao.
Empezó a tecnillamar a la policía,
mientras Enid lloraba
desconsoladamente detrás de él.
—Bruce Ainson se encontraba ya a
una buena distancia del alcance de la
policía de la Tierra.
El día anterior al lanzamiento de la
"Gansas" al espacio se lanzó un vuelo
que tuvo mucha menos publicidad.
Lanzada desde un pequeño puerto
espacial de operaciones situado en la
costa oriental de Inglaterra, una nave
sistemática empezó su largo viaje a
través de la eclíptica. Las naves
sistemáticas eran unas naves espaciales
totalmente distintas a las naves
estelares. Carecían de la propulsión TP.
Se movían con plasma iónico,
consumiendo la mayor parte de su masa
mientras viajaban. Estaban construidas
sólo para prestar servicio dentro del
sistema solar y, en su mayor parte en la
Inglaterra de aquel tiempo, se trataba de
vehículos militares.
El "I. S. Brunner" no era una
excepción. Se trataba de un transporte
de tropas, atestado de personal militar
que se enviaba como refuerzo a la
guerra anglo-brasileña en el planeta
Charon. Entre aquellos refuerzos se
encontraba un individuo de cierta edad,
lleno de problemas y sin apenas entidad,
llamado Bruce Ainson, alistado como
auxiliar de oficinas.
Aquel planeta situado a tanta
distancia del sistema solar, Charon,
conocido por los soldados como el
Planeta Congelado, había sido
descubierto telescópicamente por el
laboratorio lunar Wilkins-Pressman casi
dos décadas antes de ser visitado por el
hombre. La primera expedición a
Charon (donde estuvo presente el
biólogo y brillante dramaturgo húngaro
llamado Mihaly Pasztor) descubrió que
este planeta era el padre de todas las
bolas de billar, un globo de unas
trescientas millas de diámetro (de 307 a
550 de acuerdo con la última edición
del Manual Militar Brasileño, y de 309
a 567 según el equivalente británico).
Aquel globo carecía de accidentes
superficiales, y tenía una superficie
suave en su textura, de color blanco,
resbaladiza y carente de propiedades
químicas. Era dura, aunque no de modo
excesivo. Podía ser taladrada utilizando
barrenas de alta velocidad.
Decir que Charon carecía de
atmósfera, sería poco preciso. La
atmósfera consistía precisamente en su
suave y única superficie, helada a lo
largo de los tediosos e inimaginables
eones de tiempo transcurridos. Durante
éstos, Charon fue depósito de cadáveres
itinerante, arrastraba su masa alrededor
de su órbita, conectada de modo que
parecía más bien coincidencia, con una
estrella de primera magnitud llamada
Sol. Cuando se analizó su atmósfera, se
encontró que consistía en una mezcla de
gases inertes reunidos en una forma
desconocida e irreproducible en los
laboratorios de la Tierra. En alguna
parte, bajo su superficie, los informes
sismográficos revelaron lo que
realmente era Charon: un corazón
rocoso y sin pulso de doscientas millas
de diámetro.
El Planeta Congelado era el lugar
ideal para sostener las guerras.
A pesar de sus excelentes efectos en
el comercio, las guerras tienen un
pernicioso efecto sobre el cuerpo
humano, por lo que durante la segunda
década del siglo XXI se convirtieron en
algo codificado, regulado y arbitrado, y,
como tal, sujeto a la destreza de un
partido de pelota base, o a la ley por
boca de un juez. Y puesto que la Tierra
estaba demasiado superpoblada, las
guerras se desterraban a Charon. Allí, el
globo estaba marcado con unas
tremendas líneas de longitud y latitud,
como si se tratase de un tablero de
damas celestial.
La Tierra no estaba, en modo alguno,
inclinada a la paz. En consecuencia, a
menudo había listas de países que
esperaban su turno de espacio en
Charon, principalmente naciones
beligerantes que deseaban solicitar
zonas del ecuador, donde la luz para la
lucha y los combates resultaba
ligeramente mejor. La guerra anglo-
brasileña ocupó los sectores 159-260,
vecina a la guerra javanesa-guineana
que había comenzado ya en el año 1999.
Se la conocía como un conflicto
contenido.
Las reglas del conflicto contenido
eran muchas y complicadas. Por
ejemplo, las armas de destrucción
estaban rígidamente definidas. Y ciertos
rangos sociales altamente calificados —
que podían llevar a su lado ventajas
desleales— estaban prohibidos en
Charon. Los castigos por alterar
aquellas estipulaciones eran muy
considerables. Y, a pesar de todas las
precauciones adoptadas, las bajas entre
los combatientes resultaban también muy
elevadas.
Como consecuencia, en Charon se
necesitaba a la flor de la juventud
inglesa, por no mencionar a los hombres
de edad madura: Bruce Ainson se había
aprovechado del hecho para alistarse sin
rango social, y así apartarse
tranquilamente de la mirada pública. Un
siglo antes probablemente se hubiera
alistado a la Legión Extranjera.
Mientras el pequeño transporte de
tropas impulsado por gas le llevaba a
través de las ocho horas luz de distancia
que separaban a la Tierra de Charon,
habría podido reflexionar —si lo
hubiera sabido— sobre la voluble
opinión de sir Mihaly Pasztor de que la
cantidad de pensamiento en la cabeza de
un hombre se halla en proporción
inversa a la cantidad de sol en el
exterior. Podría haber reflexionado en
aquello, si las condiciones de la
"Brunner" hubieran permitido la
reflexión de los hombres empaquetados
entre las cubiertas del navío espacial, de
cabeza a cola. Pero Bruce Ainson, al
igual que todos sus compañeros, se
dirigía profundamente congelado al
Planeta Congelado.

Una de las formas de demostrar que


uno no era un intelectual —en el caso de
que lo fuera—consistía en pasear de un
lado a otro por la cubierta de
reconocimiento con las mangas de la
túnica enrolladas desaliñadamente hasta
el codo, un mezcal entre los labios, y
riéndose abiertamente de sus propios
chistes y de los de sus compañeros. De
ese modo, los cosmonautas que acudían
a contemplar el universo podían ver por
sí mismos que uno era un ser humano.
El ingrediente que faltaba en esta
receta, pensó Lattimore, era su
compañero habitual Marcel Gleet, el
oficial segundo de navegación. Habría
constituido una gran incongruencia, casi
una incongruencia solar, si se hubiera
reído de lo que decía Gleet, hombre
desposado con la seriedad, pero cuyo
matrimonio parecía más bien un funeral.
—… Parecería una posibilidad
sustancial —estaba diciendo— que el
enjambre estelar, cuyas coordenadas ya
he mencionado anteriormente, pueda ser
el lugar de origen de nuestras especies
extraterrestres. Hay seis estrellas en el
enjambre que tienen entre sí quince
planetas en órbita. Estuve hablando con
Mellor de Geocred, durante el último
turno de guardia, y él infiere que, por lo
menos, seis de tales planetas son
verosímilmente del tipo de la Tierra.
Ciertamente, uno no se podía reír de
aquello, aunque había varios tripulantes
que se reían en la cubierta,
principalmente del aviso de la señora
Warhoon, cuidadosamente colocado en
el gran tablero de avisos y anuncios de a
bordo.
—Puesto que esos cuerpos celestes
de tipo terrestre —continuó diciendo
Gleet— están dentro de la distancia de
tres años luz de Clementina, parece
constituir una medida razonable para
continuar nuestra investigación. Otra
ventaja es que esos seis cuerpos celestes
se hallan a días luz de distancia unos de
otros, una inmensa ayuda por lo que
respecta a la prontitud del
lanzamiento…
Cuando menos, allí sí podría
insertarse una risita de asentimiento.
Gleet continuó su disertación, pero
el timbre anunció un nuevo turno de
guardia y le recordó la razón por la que
había subido hasta la cubierta de
reconocimiento a continuación se dirigió
a la anconada de Navegación. Lattimore
se volvió hacia uno de los profundos
portillos ovales y miró el casco de la
nave, mientras escuchaba los
comentarios de los hombres que
permanecían a sus espaldas.
—¡La contribución al futuro del
género humano! ¡Ya le gustaría! —
exclamó uno de ellos mientras leía el
anuncio.
—Sí, pero has de tener en cuenta que
tras esa llamada a lo mejor de nuestra
naturaleza ellos se cubren con el
ofrecimiento de una pensión vitalicia —
dijo otro de los compañeros.
—Pues tendría uno que tener
mejores ventajas para quedarse
abandonado en un planeta extraño por
cinco largos años —dijo el tercero.
—Yo lo haría, aunque sólo fuera
para librarme de ti —contestó el
primero.
Lattimore asintió con un gesto a su
espectral reflexión mientras la vieja
usanza de utilizar las bromas para el
insulto seguía su curso predecible. Con
frecuencia se asombraba de aquel
método aceptado en el que el asalto
verbal que se disfrazaba de ingenio, sin
duda, era una forma de sublimar el odio
de un hombre hacia sus compañeros…
¿qué otra cosa podía ser? No estaba en
absoluto perturbado por los comentarios
que le hacían sobre el anuncio puesto
por la señora Warhoon. Ella podía ser
todo lo frígida que quisiera, pero había
tenido una buena idea; existía tal
variedad de hombres que su aviso tal
vez diese fruto.
Se quedó mirando fijamente el
universo que la "Gansas", inmersa en su
impulsión busardiana, estaba entonces
paleando. Contra una negrura uterina,
aparecían unas ristras de luz próximas y
desflecadas. Era como la visión que una
mosca borracha pudiera tener de un
peine, falta de definición, constituiría
una afrenta para el nervio óptico.
Pero —como los científicos ya
habían puesto en relieve— el nervio
óptico humano no se ajusta a la realidad.
Y puede que la auténtica naturaleza del
universo sólo pueda ser comprendida
mediante las ecuaciones
transponenciales; se sabía que aquella
parrilla desflecada (que le infundía a
uno la sensación de que era como un
pequeño crustáceo en el interior del
vientre de una ballena) era lo que las
estrellas "realmente" parecían.
Lattimore pensó con nostalgia que el
divino Platón tendría que estar vivo, y
allí, en aquel momento.
Se alejó y sus pensamientos se
centraron en los alimentos. De todos
modos, no había nada como un buen
codillo sintético para poner una tregua
entre un hombre y su universo.

—Pero Mihaly —decía Enid Ainson


—. Durante años, desde que Bruce nos
presentó, he estado pensando que te
sentías secretamente atraído hacia mí.
Quiero decir, por la forma en que me
mirabas. Y cuando consentiste en ser el
padrino de Aylmer… Siempre me has
inducido a pensar… —Enid se apretó
las manos, nerviosa e inquieta—. Y tú
sólo estabas divirtiéndote…
Mihaly se había retraído en sí
mismo, como un arrecife contra la
creciente marea de los sentimientos de
la mujer.
—Quizá se deba a una caballerosa
actitud hacia las señoras —repuso
Pasztor—. Enid, creo que has exagerado
en tus apreciaciones sobre mí. Tengo
que agradecerte profundamente tu
halagadora sugerencia, pero en
realidad…
De pronto, ella levantó la cabeza. Ya
se había tragado bastante la manzana de
la humillación, y ya era hora de destapar
toda la rabia que sentía.
Imperiosamente, hizo un gesto a Pasztor.
—No es preciso que continúes. ¡Con
cuánta frecuencia he imaginado
tontamente que era sólo tu amistad con
Bruce la que te impedía continuar
avanzando hacía mí! Sólo temía que la
idea de tu imaginaria inclinación hacia
mí… ha sido el único factor que me ha
mantenido mentalmente juiciosa en todos
estos años imposibles…
—Vamos, estoy seguro de que
exageras.
—¡Te digo lo que siento! Ahora sé
que todos tus galanteos, todas tus
gracias, y todo ese falso encanto
húngaro con que lo adornabas no ha
significado nada. No eres más que un
fantoche, un mujeriego que teme a las
mujeres, un romántico que huye del
romance amoroso. ¡Adiós, Mihaly!
¡Maldito seas! Por tu causa he perdido
tanto a mi esposo como a mi hijo.
Enid se marchó furiosa, dando un
portazo al salir.
Habían estado hablando en el
vestíbulo, y Mihaly se cubrió con las
manos las mejillas que le ardían: estaba
temblando. Evitó que sus ojos
tropezaran con la imagen que reflejaba
el espejo.
Lo terrible era que sin haber tenido
el menor interés por el físico de Enid, la
había admirado por su espíritu. Sabía
que Bruce era un hombre difícil, y había
intentado alentarla con miradas cálidas y
ocasionales apretones de manos, sólo
para darle a conocer que existía alguien
que admiraba sus virtudes. "¡Ah!
¡Guárdate, realmente guárdate de la
piedad!"
—Querido, ¿se ha marchado ya?
Pasztor oyó la voz felina y suave de
su amante, que procedía de la sala de
estar. Sin duda había estado escuchando
toda la conversación con Enid. Sin
prisas, se dirigió a su encuentro para
escuchar todo cuanto ella tuviera que
decirle. No había duda de que la
encantadora Ah Chi, tras las vacaciones
que había pasado pintando en el golfo
Pérsico, o dondequiera que hubiera
estado, sería terriblemente inquisitiva
sobre todo el incidente.

Sólo un turno de guardia después de


que Lattimore se hubiera sentido como
un pequeño crustáceo, la señora
Warhoon consiguió un voluntario. El
descubrimiento la llevó un instante al
centro del cinturón de cristales de
molibdeno. Lattimore aprovechó la
oportunidad para sujetarla por sus
redondos hombros.
—¡Cálmese ahora, Hilary! Detesto
ver a una preciosa cosmocléctica
aturdida. Quería un voluntario y ya lo
tiene. Ahora, adelante y déle su premio.
La señora Warhoon se libró del
abrazo de Lattimore, aunque no sin
quedar apeteciblemente desarreglada.
¡Qué grandes brutos eran los hombres!
Sólo los cielos sabían cómo se
comportaría aquel hombre en particular,
cuando llegase metafóricamente al este
de Suez, en el próximo desembarco en
un planeta. Bien, una mujer al menos
tenía sus propias defensas: ella podría
siempre rendirse.
—Ese voluntario es algo especial,
señor Lattimore. ¿Es que el nombre de
Samuel Melmoth no significa nada para
usted?
—Ni lo más mínimo. ¡No, espere!
¡Por todos los diablos ¡Es el hijo de
Ainson! ¿Quiere decir que él se ha
presentado voluntario?
—Se las ha arreglado para hacerse
un tanto impopular allá abajo, en la
cubierta del rancho y, en consecuencia,
se siente más bien antisocial. Un amigo
suyo llamado Quilter le ha puesto un ojo
morado.
—Con que Quilter de nuevo, ¿eh?
Creo que tendré que hablar de ese tipo
con el capitán.
—Me gustaría que me acompañase
mientras sostengo una breve entrevista
con el joven Ainson, si no está usted
demasiado ocupado.
—Hilary, yo estaría a su lado en
todo momento.

El estilo Ur-Orgánico (que, como


todas las etiquetas que se ponen a los
movimientos artísticos, resultaba
inapropiado hasta llegar al absurdo),
había perpetrado una repelente fantasía
en la oficina de la señora Warhoon.
Aumentado doscientas mil veces, el
tejido fibroso corría y se anudaba en el
bajorrelieve sobre el techo, el suelo y
las paredes, y en el centro, solitario, con
un ojo morado, estaba Aylmer Ainson.
Se puso en pie cuando entraron la
señora Warhoon y Lattimore.
"Pobre diablo", pensó Lattimore.
Aquella señora era de algún modo tan
ilusa como para llegar a la conclusión
de que algo tan sencillo como tener un
ojo morado era lo que impelía a aquel
muchacho a desear quedar abandonado
sobre un extraño planeta. Toda su
historia, como la de sus padres y
abuelos y, mirando hacia atrás, la de
todos sus antepasados, no había tenido
por objeto más que decidir que la vida
real no era bastante buena para ellos, y
todo había concluido en aquel acto; el
ojo morado no era más que un clavo
ardiendo al que agarrarse. Pero ¿quién,
aunque fuese sólo un pequeño dios del
tamaño de una mosca, podría pensar que
aquella excusa fuese tan sólo
accidental? Tal vez el pobre muchacho
tuvo que provocar el asalto para
asegurarse de que el mundo externo era
el agresor.
En algún momento, pensaba
Lattimore (pero con tanta complacencia
como preocupación), su educación había
tomado el camino equivocado: de lo
contrario no extraería tanto implicado de
la postura orgullosa y arrogante que el
chico manifestó ante ellos.
—Siéntese, señor Melmoth —le dijo
la señora Warhoon, con voz agradable,
aunque a Lattimore le pareció lo
contrario—. Le presento al consejero de
vuelo, señor Lattimore. Él conoce tanto
como el mejor los problemas de la
comunidad con los que tendrá usted que
enfrentarse, y puede administrarle
sugerencias muy valiosas.
—¿Cómo está usted, señor? —
repuso el joven Ainson, sonriendo.
—Primero, el programa mayor —
dijo la señora Warhoon, adoptando un
término militar—. Precisamente para
ponerle a usted en escena, como se suele
decir. Cuando salgamos del vuelo TP
nos encontraremos en un enjambre
estelar que contiene, cuanto menos,
quince planetas, de los cuales seis, a
juzgar por un lejano reconocimiento
tecnivisivo llevado a cabo por la
"Mariestopes", tienen atmósfera de tipo
terrestre. Nuestros extraterrestres, como
ya sabe, fueron encontrados junto a un
vehículo espacial, aunque si pertenecía
a ellos o a otra especie aliada es algo
que esperamos poder determinar muy
pronto. Pero sugiere que podríamos
encontrar vuelos espaciales en este
enjambre. En tal caso, necesitaremos
inspeccionar todos los planetas
visitados. Se decidió, antes de
abandonar la Tierra, que en el primer
planeta deberíamos instalar un puesto de
observación no tripulado. Desde
entonces, sin embargo, he tenido una
idea más avanzada, que el capitán
Pestalozzi ha convenido conmigo en
llevar adelante. Mi idea es,
sencillamente, dejar un voluntario en el
puesto de observación. Puesto que
podemos suministrarle toda clase de
provisiones y sintetizadores de
alimentos, y los nativos, como ya
sabemos por nuestros especímenes
cautivos, no son hostiles, la persona
voluntaria estará completamente a salvo
del peligro. De momento le tenemos a
usted, que ha consentido en presentarse
voluntario.
Los tres sonrieron recíprocamente.
Lattimore se preguntó si el muchacho
detectaría la mentira en las palabras de
la señora Warhoon ¿Quién podía
imaginar el infierno que los hombres-
rinoceronte serían capaces de crear en
su planeta de origen? ¿Quién podría
saber si allí no existía alguna forma de
hombre caníbal que utilizara a los
hombres-rinoceronte tan codiciosamente
como los terrestres utilizan el cerdo
danés? Por supuesto, también estaba la
vieja cuestión lattimorénica: ¿Quién
sabe qué infiernos podría crear para sí
aquel nuevo San Antonio en la soledad
extraterrestre? No podría refugiarse de
aquel puesto enfermizo pero los otros sí.
—Y, naturalmente, estará bien
armado —dijo en fin Lattimore.
Se volvió hacia Ainson con los
labios apretados.
—Veamos ahora lo que esperamos
de usted. Tiene que aprender a
comunicarse con los extraterrestres.
—Pero los expertos no pudieron
hacerlo en la Tierra. ¿Cómo esperan que
yo…?
—Le entrenaremos, señor Melmoth.
Quedan nueve días antes de que
salgamos del vuelo transponencial, y en
ese tiempo puede aprender mucho. En la
Tierra ha sido una tarea imposible, pero
en el planeta de origen podemos verlos
en su propio contexto, y la labor será
mucho más fácil; evidentemente, tienen
que ser mucho más comunicativos en su
propio entorno vital. Probablemente las
maravillas hayan paralizado
parcialmente sus respuestas. Como
sabrá, hemos diseccionado a seis de
ellos. Nuestros especímenes eran de
diversas edades, unos jóvenes y otros
viejos. El análisis de los tejidos, en
especial de los tejidos óseos, ha llegado
a la conclusión de que alcanzan edades
de miles de años; su falta de dolor
apoya mi teoría. Si es así, hay que
suponer que tienen una infancia muy
prolongada. Ahora, el punto siguiente.
El tiempo de aprendizaje de cualquier
especie se encuentra en los primeros
años, y dondequiera que vayamos por
toda la galaxia, esta regla tiene la misma
aplicación. Así, los niños de la Tierra
que por cualquier desgracia no aprenden
ningún lenguaje, a los doce o trece años
son ya demasiado viejos para
aprenderlo. Eso ya se ha experimentado
muchas veces con los niños, por
ejemplo en la India, donde han sido
atendidos y cuidados por los monos o
los lobos. Una vez transcurrida la
infancia, finaliza el don de adquirir el
lenguaje. Por tanto, señor Melmoth,
creemos que la única ocasión de que los
extraterrestres aprendan nuestro lenguaje
es durante los primeros años. Su labor
consistirá, pues, en vivir tan cerca como
pueda de uno de los extraterrestres en
estado infantil. Pudiera suceder, no
vamos a negarlo, que se demostrara la
imposibilidad de comunicarse con esas
criaturas. Pero la prueba tiene que ser
concluyente. Después de que le hayamos
dejado, nos pondremos a investigar en
los demás planetas del enjambre. Sólo
hay que capturar un grupo de
extraterrestres y llevárselos a la Tierra,
o tal vez estableceremos una base en
cualquiera de esos planetas. Pero eso
sólo son proyectos parciales. Usted es
mi proyecto número uno.
Por un momento, Aylmer no dijo
nada. Pensaba acerca de las formas con
que el azar impulsa sus vientos, y cómo
soplan tan salvajemente. Tan sólo muy
poco antes se hallaba sólidamente
implicado en una relación personal
formada por su padre, su madre, su
chica y, en menor grado, su tío Mihaly.
Ahora se encontraba milagrosamente
libre, con una cuestión que le interesaba
plantear.
—¿Cuánto tiempo van a dejarme
ustedes sobre ese planeta?
—Bien, no será más de un año; se lo
prometo —dijo la señora Warhoon.
Aliviada, vio cómo se diluía el ceño
que se había formado en el rostro del
joven. Volvieron a sonreír aunque ambos
hombres parecían sentirse un tanto
incómodos.
—¿Qué le parece todo esto? —
preguntó la señora Warhoon a Aylmer
con aire de simpatía.
Lattimore pensó en aquel momento
que Aylmer debía responder que su
propuesta era demasiado arriesgada
para aceptarla, y no podía permitirse
pagar un precio tan alto por la catarsis
que necesitaba. O bien mirar a Lattimore
en busca de ayuda, y él se la daría.
E1 joven miró a Lattimore, pero en
su mirada sólo brilló el orgullo y la
excitación.
Lattimore siguió pensando que su
diagnóstico era un completo fracaso. Era
un héroe, en absoluto un cobarde. El
hombre, a fin de cuentas, es su propia
responsabilidad.
—Me siento muy honrado de que se
me asigne tal misión —concluyó Aylmer
Ainson.

Como un perro al que se le ordena


algo a voces, el universo volvió a su
posición acostumbrada. Ya no estaba
rodeado por la "Gansas", sino que
rodeaba a la nave espacial que había
llegado al planeta y permanecía con el
morro hacia arriba.
En honor del capitán de la nave, el
planeta había sido bautizado con el
nombre de Pestalozzi, aunque el oficial
navegante Gleet había sugerido toda una
serie de nombres más agradables.
Todo era magnífico en Pestalozzi.
Su atmósfera era una correcta
mezcla de oxígeno a nivel del suelo. No
existía ningún gas que ofendiera los
pulmones terrestres y, mejor aún, según
la afirmación hecha por la dotación
médica no contenía ninguna bacteria ni
virus.
La "Gansas" se había posado en las
proximidades del Ecuador. La
temperatura al mediodía no subía por
encima de los veinte grados Celsius, y
en la noche no bajaba de los nueve
grados.
El período de rotación axial
correspondía al de la Tierra,
exceptuando una completa revolución
sobre su eje en veinticuatro horas y
nueve minutos aproximadamente. Esto
significaba que un punto del ecuador
viajaba con más rapidez que el
equivalente en la Tierra, ya que una gran
desventaja del planeta Pestalozzi era su
considerable masa.
Se establecieron períodos de
descanso tras la comida del mediodía.
La mayor parte de los hombres de la
tripulación había comenzado a rebajar
peso, ya que siete kilos escasos sobre
Pestalozzi pesaban veintiuno en el
ecuador.
Pero aquellas molestias tendrían sus
compensaciones, sobre todo la de
descubrir a los extraterrestres.
Una vez terminadas las tareas de
análisis del aire, las observaciones
solares, la radiactividad del suelo, las
comprobaciones magnéticas y
batitérmicas y otros fenómenos que se
prolongaron durante dos días, la
"Gansas" dejó en libertad un pequeño
vehículo auxiliar. Se inició una serie de
vuelos que tenían por objeto tanto la
exploración como el alivio de la
cosmofobia.
Piña de Miel pilotaba uno de
aquellos aparatos auxiliares, volando de
acuerdo con las instrucciones de
Lattimore. Éste se encontraba en un
estado de gran excitación, que transmitía
al tripulante sentado a su lado: Hank
Quilter. Ambos se agarraron al raíl,
mirando fascinados las tierras oscuras
que pasaban bajo el vehículo, como el
flanco de una inmensa bestia
galopante…
Lattimore pensaba que aprendería a
cabalgar sobre aquella bestia y
dominarla, mientras intentaba analizar la
tremenda sensación que experimentaba.
Aquello era lo que tantos escritores
mediocres intentaron explicar un siglo
antes de que comenzase el viaje
espacial, y vaya si lo habían logrado.
Aquélla era la auténtica realidad:
sentir el apretón de la gravedad
diferente en todas las células del cuerpo,
cabalgar sobre una tierra aún virgen de
todo pensamiento humano, ser el primer
hombre que experimentara jamás
aquellas sensaciones.
Era como regresar a la infancia, una
infancia extensa y salvaje. Una vez,
hacía ya mucho tiempo, se habían
internado en los matorrales de lavanda
del fondo del jardín y fue como poner el
pie en el umbral de un mundo
desconocido. Y allí estaba de nuevo,
con toda la hierba y los matorrales de
lavanda de su niñez.
Lattimore hizo las comprobaciones
precisas.
—¡Alto! —ordenó—. ¡Vida
extraterrestre ante nosotros!
Permanecieron volando sobre el
lugar. Bajo ellos, un ancho y perezoso
río aparecía bordeado de vegetación.
Los hombres-rinoceronte, en grupos
aislados, trabajaban o se retiraban tras
los árboles.
Lattimore y Quilter se miraron.
—Aterrice —ordenó Lattimore.
Piña de Miel maniobró con exquisito
cuidado para posar el aparato en el
suelo.
—Será mejor que tomen sus rifles,
por si se presentan problemas.
Agarraron sus armas y descendieron
al suelo con cuidado. Pesaban tanto que
los tobillos corrían peligro de romperse
a pesar de los dispositivos de seguridad
fijados en las piernas, a la altura de los
muslos.
Una línea de árboles se extendía a
unos cien metros al norte del lugar en
que se encontraban. Los tres hombres se
dirigieron a los árboles, atravesando las
hileras de plantas elevadas que parecían
lechugas, sólo que sus hojas eran más
grandes y bastas como hojas de
ruibarbo.
Los árboles eran enormes, pero lo
más notable era lo que parecía ser una
malformación en sus troncos. Se
extendían enormemente lobulados, y
adoptaban aproximadamente la forma de
los extraterrestres, con sus cuerpos
rechonchos y dos cabezas. De la copa
surgía una serie de raíces aéreas,
muchas de las cuales semejaban dedos
rudimentarios. El follaje encrespado que
surgía del tronco, en la bifurcación de
las ramas, crecía en una especie de
rígida turbulencia que hizo que
Lattimore sintiera el estremecimiento de
lo maravilloso. Allí existía algo con lo
que su cansada inteligencia no se había
enfrentado jamás.
Mientras los tres hombres se
dirigían hacia los árboles, los rifles
apoyados en la cadera, al estilo
tradicional, cuatro aves provistas de
cuatro alas cada una —mariposas del
tamaño de águilas— surgieron aleteando
del follaje, volaron en círculos y se
dirigieron hacia las bajas colinas del
extremo lejano del río. Bajo los árboles,
media docena de hombres-rinoceronte
observaban la aproximación de los tres
hombres. Su olor resultó ya familiar a
Lattimore. Entonces quitó el seguro del
rifle.
—No me había dado cuenta de que
fueran tan grandes —comentó Piña de
Miel—. ¿Nos atacarán? No podemos
correr… ¿No sería mejor que
regresáramos al helicóptero?
—Dispuestos a correr —dijo
Quilter, limpiándose los húmedos labios
con la mano.
Lattimore juzgó que el leve
movimiento de las cabezas de aquellas
criaturas no indicaban otra cosa que
curiosidad, pero celebraba que Quilter
se sintiera tan dispuesto a controlar la
situación como él mismo.
—Vamos, continúe avanzando, Piña
de Miel —ordenó.
Pero Piña de Miel se había vuelto
para mirar el aparato.
Se le escapó un grito:
—¡Eh, atacan por la retaguardia!
Siete extraterrestres, dos de los
cuales eran enormes, de piel gris, se
aproximaban al helicóptero por la parte
de atrás en forma inquisitiva. Ya se
hallaban a pocos metros de distancia.
Piña de Miel tomó el rifle, apuntó e hizo
fuego.
El primer disparo falló; el segundo
dio en el blanco. Los hombres oyeron
cómo la bala de californio chocaba con
la fuerza de diecisiete toneladas de
TNT. Uno de los grandes hombres-
rinoceronte quedó patas arriba, con un
cráter abierto en la suave superficie de
la espalda.
Las otras criaturas se dirigieron
hacia el compañero alcanzado, mientras
Piña de Miel disparaba de nuevo.
—¡No dispares! —gritó Lattimore.
Pero su voz quedó ahogada por el
estampido del rifle de Quilter a su
izquierda. Una de las pequeñas bestias
estalló al recibir el disparo, y una de sus
cabezas quedó separada del tronco.
A Lattimore se le pusieron rígidos
los tendones del cuello y el rostro. Vio
cómo el resto de aquellas estúpidas
cosas se quedaban en pie, sin huir y sin
aparentar temor; tampoco hicieron el
menor gesto de salir corriendo. ¡Era
como si no sintiesen nada! Si no podían
apreciar el poder del hombre, había
llegado el momento de mostrárselo. No
existía especie viviente que no
conociera el poder del fuego que tenía el
hombre. ¿Para qué podían ser buenos, si
no era para servir de blanco?
Lattimore levantó el rifle. Disponía
de un mecanismo de disparo para balas
del calibre 0.5 en tiro normal
automático. Disparó juntamente con
Quilter.
Permanecieron hombro contra
hombro, disparando hasta que las siete
criaturas quedaron deshechas por los
disparos. Entonces Piña de Miel gritó
para que se detuvieran. Lattimore y
Quilter se miraron.
—Si cogemos el helicóptero y
volamos bajo podremos asustarlos y
además seremos un blanco en
movimiento —dijo Lattimore,
limpiándose las gafas con la parte
frontal de la camisa.
Quilter se limpió los labios resecos
con el dorso de la mano.
—Alguien tenía que enseñar a estos
cerdos cómo se corre —convino muy
ufano.
Entre tanto, la señora Warhoon
estaba muda de asombro ante lo que
veía. Había sido invitada a bordo del
aparato de reconocimiento del capitán, y
descendió para investigar lo que parecía
un enorme montón de ruinas en el
interior del continente ecuatorial.
Allí habían descubierto la prueba de
que los extraterrestres eran seres
inteligentes. Encontraron minas,
fundiciones, refinerías, fábricas,
laboratorios, rampas de lanzamiento.
Todo ello daba la impresión de una
industria rural. El proceso industrial se
había convertido totalmente en un arte
del pueblo, las naves espaciales eran el
producto de un trabajo artesano, por así
decirlo. Supieron entonces, mientras
caminaban sin ser molestados por nada
ni por nadie, que se hallaban en
presencia de una raza inmemorial. Era
algo tan antiguo que se hallaba más allá
de la imaginación del hombre.
El capitán Pestalozzi se detuvo y
encendió un mezcal.
—Una raza degenerada —había
dicho—. Una raza en completo declive,
eso está claro.
—No me parece que sea tan
evidente. Estamos demasiado lejos de la
Tierra para que cualquier cosa sea clara
—replicó la señora Warhoon.
—Tan sólo basta con fijarse en todas
esas cosas —insistió el capitán.
Pestalozzi sentía muy poca simpatía
por la señora Warhoon: era demasiado
inteligente. Y cuando se alejaba del
grupo sentía una sensación de alivio.
Fue entonces cuando ella se encontró
con la perfección.
Los escasos edificios estaban
esparcidos por una amplia zona y su
arquitectura no era despreciable, sino
más bien informal. Los muros se
inclinaban hacia adentro para terminar
en unos tejados curvos, y estaban
construidos de ladrillo con piedras
talladas con una evidente precisión. Los
materiales estaban dispuestos de tal
modo que no se había precisado mortero
ni cemento para unirlos. Si aquello era
consecuencia de una gravedad de 3-G o
se debía a un impulso artístico, era algo
que la señora Warhoon decidió dejar
para más tarde. Le disgustaban las
conclusiones rutinarias y uniformes a las
que solía llegar el capitán. Con aquella
idea en la mente, entró en uno de los
edificios, similar en todo a los demás. Y
allí estaba la estatua.
Era la perfección.
Pero "perfección" era una palabra
fría. Aquello tenía el calor y el
misterioso aislamiento del logro
perfecto.
Sintió un nudo en la garganta y rodeó
la estatua.
Sólo Dios sabía qué hacía aquello
dentro de una casa apestosa.
La estatua representaba a uno de los
extraterrestres. Comprendió en seguida
que había sido esculpida por uno de
ellos. Pero hubiera deseado saber si
había sido terminada el día anterior o
treinta y seis siglos atrás. Después de un
momento, cuando los pensamientos que
habían cruzado vertiginosamente por su
cerebro se serenaron, comprendió por
qué se le había ocurrido la idea de que
la estatua tenía treinta y seis siglos.
Aquélla habría sido la edad de una
estatua de la XVIII dinastía egipcia: una
figura sentada, que con tanta frecuencia
había contemplado en el Museo
Británico. Aquel trabajo, tallado y
grabado como el que ahora contemplaba
en un granito oscuro, tenía algunas de
sus mismas cualidades.
La figura extraterrestre se apoyaba
sobre sus seis miembros, en perfecto
equilibrio, con una de las cabezas
puntiagudas un poco más elevada que la
otra. Entre la curva cadena de la espina
dorsal y la parábola del vientre estaba
comprendido el gran conjunto simétrico
de su cuerpo. La científica sintió una
curiosa sensación de humildad en
aquella sala con la estatua; aquello era
la belleza, y por primera vez apareció
en el fondo de su conocimiento ilustrado
la idea de lo que era la belleza: la
reconciliación entre la humanidad y la
geometría, entre lo personal y lo
impersonal, entre el espíritu y el cuerpo.
Entonces la señora Warhoon se
estremeció en todo su ser. Vio muchas
otras cosas, todas importantes, pero que
hubiera deseado no ver en aquel
momento. Vio claramente que allí existía
una raza civilizada que había llegado a
su madurez por un camino diferente al
del hombre en la Tierra. Aquella raza,
desde el principio y continuamente (o
sólo con un breve intervalo) no había
estado en conflicto con la naturaleza y el
escenario natural que la había sostenido.
Había permanecido en íntima relación
con ella, sin divorciarse. En
consecuencia, su lucha, la de ser
representado en aquel granito donde se
unían el filósofo y el escultor, el hombre
del espíritu y el artesano, era la lucha
con su reposo natural (torpor, podría
decirse), mientras que la lucha del
hombre había estado dirigida
principalmente hacia afuera, contra
fuerzas que creyó se le oponían.
La señora Warhoon vio todo aquello
de forma tan simple, que antes de
embellecerlo para hacer el
correspondiente informe, se dio cuenta
de que el género humano no podría
interpretar bien aquella forma de vida,
ya que existía en ella un equilibrio que
se oponía al equilibrio humano. Al ver
una raza que ignoraba el dolor y
desconocía el miedo, permanecería
extraña para el hombre.
Tenía un brazo apoyado en el flanco
de la estatua y sus pies descansaban en
la pulida superficie. Entonces lloró.
Rodeó la escultura, experimentando
en su espíritu todas aquellas
percepciones hasta que, como eran
puramente intelectuales, desaparecieron
y en su lugar tomó cuerpo una afección
femenina que tardó mucho más en
desaparecer. Percibió que en aquella
estatua se resumía la humanidad. Fue su
humanidad lo que le hizo recordar la
estatua egipcia. Vio que, aunque era sólo
una abstracción, sin embargo mantenía
la sensación de la humanidad, o la
cualidad que los humanos llaman
humanidad, y que era algo que el género
humano, incapaz de retenerlo, había
perdido. Lloró por la pérdida, por ella y
por todos.
Entonces, unos disparos lejanos la
sacaron de su melancolía. Siguieron
otros disparos y después los gritos y
silbidos de los extraterrestres. El
capitán Pestalozzi tenía dificultades, o
bien las estaba creando.
Se apartó con cansancio los cabellos
que le caían sobre la frente y se dijo que
se comportaba como una tonta. Sin
volverse para mirar de nuevo la estatua
se dirigió a la puerta del edificio.
Cuatro días más tarde según el
horario de la nave, la "Gansas" estaba
dispuesta para salir hacia otro planeta.
Tras la experiencia del primer día, y
a pesar de todo lo que la señora
Warhoon pudo decir, de forma un tanto
histérica, se convino en general que los
extraterrestres eran una forma
degenerada de vida, tal vez algo peor
que los animales, y por lo tanto presas
apropiadas para la caza y para satisfacer
los impulsos de diversión de los
hombres. Estuvieron cazando durante
casi dos días. Un poco de deporte no
haría daño a nadie…
Los rastreos planetarios dieron
como resultado que el planeta Pestalozzi
albergaba sólo unos cuantos cientos de
miles de aquellos grandes sexípedos,
congregados alrededor de las charcas y
marismas artificialmente creadas.
Recordaban al viejo Adán en el Edén.
Sin embargo, se capturaron algunos
especímenes, que fueron enjaulados a
bordo de la "Gansas". También se
recogió la estatua de la señora Warhoon
y un número de artefactos de la más
diversa naturaleza, además de algunas
muestras vegetales.
Era decepcionante la escasa fauna
que presentaba el planeta: varias
especies de pájaros, roedores de seis
patas, lagartos, moscas de caparazón
articulado, peces y crustáceos en los
ríos y en los mares. En las regiones
árticas se hizo un importante
descubrimiento que parecía ser una
excepción a la regla de que los
pequeños animales de sangre caliente no
pueden vivir en tales condiciones
ambientales. Y poco más.
Metódicamente, la sección de
exobiología lo fue disponiendo todo en
la nave espacial. Hasta que estuvieron
listos para dar el próximo paso en su
investigación planetaria.
La señora Warhoon, en compañía del
sacerdote de la nave, su ayudante,
Lattimore y Quilter (que acababa de ser
promovido al puesto de nuevo ayudante
de Lattimore) fueron a despedir a
Samuel Melmoth, alias de Aylmer
Ainson, en su reserva.
—Espero que el muchacho lo pase
bien —comentó la señora Warhoon.
—Vamos, deje de preocuparse.
Tiene la munición necesaria para
disparar contra todo bicho viviente que
pueda existir en este planeta —dijo
Lattimore.
Lattimore estaba irritado por su
éxito con la mujer. Desde el primer día
de estancia en Pestalozzi cuando ella se
volvió repentinamente sociable y se
metió en su cama, Hilary se había
mostrado llorosa y alterada. Y a
Lattimore, siempre bonachón con las
mujeres, le gustaba comprobar que sus
atenciones tenían un efecto de
benevolencia.
Se quedó a la puerta de la
empalizada, vagamente apesadumbrado.
Los otros podían decir adiós al joven
Ainson. Por lo que a él se refería, ya
había tenido bastante con la familia
Ainson.
La empalizada estaba reforzada con
una red de alambre. Formaba una valla
de ocho pies de altura, con dos acres
cuadrados de terreno, atravesados por
una corriente de agua. Aquel terreno
había sido un poco dañado por las
máquinas del personal que preparó la
residencia del joven Aylmer. La zona, en
conjunto, representaba un trozo típico
del paisaje de Pestalozzi. Junto al
riachuelo había una charca, y muy cerca
una de las bajas edificaciones nativas.
En aquel terreno crecían también
vegetales abrigados por los enormes
árboles.
Más allá de los árboles surgía el
puesto automático de conservación, con
su antena de radio graciosamente
enhiesta. Cerca se hallaba el edificio de
ocho habitaciones, diseñado y
ensamblado con piezas prefabricadas,
que constituía la residencia de Aylmer.
Dos de las habitaciones eran la casa
propiamente dicha, y las otras contenían
todos los aparatos que necesitaría para
registrar e interpretar el lenguaje
extraterrestre, un pequeño arsenal, un
abundante depósito de medicamentos y
otras provisiones. Estaba también la
planta de energía, y el sintetizador de
alimentos que podía transformar el agua,
el terreno, las rocas, cualquier cosa, en
alimentos.
Una hembra extraterrestre con su
retoño se encontraban en un lugar
alejado, fuera del conjunto de
edificaciones. Ambas criaturas tenían
los miembros retraídos. "Buena suerte
para todos —pensó Lattimore—, y al
diablo con todo esto."
—Hijo mío, que encuentres la paz
—dijo el sacerdote, tomando una mano
de Aylmer y estrechándola entre las
suyas—. Recuerda que en este año de
aislamiento estarás siempre en presencia
de Dios.
—Buena suerte en tus trabajos,
Melmoth —le dijo el ayudante—.
Volveremos a verte dentro de un año.
—Adiós, Sam. Lamento haberte
puesto ese ojo morado —le dijo Quilter,
dándole una afectuosa palmada en la
espalda.
—¿Estás seguro de que no necesitas
nada más? —le preguntó la señora
Warhoon.
Aylmer respondió a todos y se metió
en la casa. Le habían rodeado de los
más ingeniosos dispositivos para
combatir los efectos de la pesada
gravedad del planeta, pero, aun así,
tendría que acostumbrarse a ella. Se
tumbó en la cama, se puso las manos
detrás de la cabeza, y escuchó cómo
todos se marchaban.
El equipo de la nave "Gansas"
encontró muchas cosas maravillosas. La
ciencia había tenido raramente una
oportunidad semejante.
Antes del despegue de la nave, el
equipo que trabajaba con el cosmonauta
Marcel Gleet concluyó los cálculos que
revelaron la extraordinaria
excentricidad de la órbita del planeta
Pestalozzi.
La noche resultaba algo divertido en
aquel período. Cuando el sol azafranado
se ocultaba en el horizonte occidental,
las largas sombras se escindían en dos,
y una brillante estrella amarilla se
manifestaba en el sur. Esta estrella,
aunque no presentaba un disco
perceptible a simple vista, brillaba casi
con tanta luz como la luna llena de la
Tierra. Y antes de que ésta se ocultara
en el horizonte, otra estrella surgía como
campeona de la luz. Era la estrella
Blanca Bienvenida, que brillaba hasta el
amanecer, borrándose de la vista cuando
el sol de azafrán salía con la suficiente
fuerza para hacerse cargo de sus deberes
celestiales.
Las computadoras de Gleet y sus
camaradas encontraron que la estrella
blanca, la azafranada y la amarilla
formaban un triple sistema solar,
orbitando la una con la otra. Y
transcurrido un cierto número de años se
interferían lo bastante cerca con la
órbita del planeta Pestalozzi. Atraído
por las masas de dos soles, el planeta
quedaba libre de la atracción solar
correspondiente, y pasaba a la órbita de
uno de los soles rivales. Y cuando la
misma yuxtaposición volvía a ocurrir,
muchos años después, el planeta pasaba
al tercer sol y así volvía de nuevo a su
primer compañero. Era como el
coqueteo de una danza astronómica
cuyos bailarines tuvieran que decir
periódicamente "usted perdone".
Aquel descubrimiento causó
maravilla y dio trabajo a los
matemáticos. Entre otras cosas, aquello
explicaba la fantástica dureza de las
criaturas que poblaban el planeta, y que
soportaran una extrema gama de
temperaturas, así como la naturaleza
cataclísmica producida por el cambio de
los soles: algo que el hombre sólo podía
contemplar con auténtico asombro.
Como resaltó Lattimore, aquel hecho
astronómico, por sí mismo, contribuía en
mucho a explicar la estolidez de
temperamento y la impenetrabilidad de
las criaturas al dolor. Se había
desarrollado y evolucionado bajo
condiciones que hubieran puesto a
prueba la vida terrestre casi desde sus
comienzos.
La "Gansas", continuando con su
labor de reconocimiento, tomó contacto
con los otros catorce planetas del
enjambre formado por los soles triples,
y las tres estrellas restantes. En cuatro
de los planetas el hombre podía vivir
confortablemente, y en tres de los cuatro
hallaron las condiciones ideales. Eran
unos mundos que contenían el máximo
valor potencial para la vida humana.
Fueron bautizados (de acuerdo con la
sugerencia del sacerdote) con los
nombres bíblicos de Génesis, Éxodo y
Números (puesto que se daba por
descontado que nadie toleraría un
planeta que se llamase Levítico).
En aquellos planetas, y sobre otros
cuatro donde el clima o la atmósfera
eran intolerables para el hombre, se
encontraron también extraterrestres.
Aunque su número resultaba
comparativamente escaso, se estableció
también su dureza y su resistencia.
Por desgracia, se produjeron
incidentes. En Génesis, llevaron a bordo
un grupo de extraterrestres de piel
arrugada. Ante la insistencia de la
señora Warhoon fueron llevados a la
cubierta de comunicación, donde ella
intentó hablarles, en parte mediante
sonidos y signos, y en parte valiéndose
de visifotografías, que Lattimore y
Quilter mostraron sobre una pantalla.
Ella imitó los sonidos extraterrestres y
ellos imitaron la voz de la señora
Warhoon. Los presagios resultaron
prometedores, pero, por desgracia, los
extraterrestres cautivos en la cubierta
inferior se hicieron oír.
Lo que dijeron tan sólo podía ser
imaginado, pero inmediatamente los
extraterrestres comenzaron a escapar.
Quilter intentó con valentía mantenerlos
en su sitio, pero fue derribado y resultó
con un brazo roto en el tumulto.
Los extraterrestres se introdujeron
en el ascensor y hubo que exterminarlos.
La desilusión ante aquella desgracia fue
general.
En uno de los planetas más duros,
donde se tenía por seguro que el hombre
dispondría de poco tiempo para
sobrevivir, ocurrió algo mucho peor.
El planeta había sido bautizado con
el nombre de Gansas. Fue el último en
ser visitado, y podría decirse que la
noticia de la llegada del hombre había
precedido a éste.
En la remota y rocosa altiplanicie
del hemisferio norte vivía una forma
salvaje de vida a la que se le llamó
informalmente oso quitinoso. Se parecía
a un oso polar pequeño, pero estaba
envuelto en una piel alternada con
bandas de quitina y largos pelos
blancos. Era ligero y rápido de pies, con
agudos colmillos, y de naturaleza
agresiva. Aunque sus presas naturales lo
constituían las pequeñas ballenas
cornudas de los mares cálidos de
Gansas, era enemigo de los sexípedos
que habían invadido su hábitat natural.
Sin duda esta oposición, que no se
daba en ninguna otra parte de la familia
de los planetas, había promovido una
pequeña hostilidad en los
extraterrestres. De todos modos, el
primer grupo de humanos que hizo fuego
sobre una banda de extraterrestres
exploradores se encontró con una
respuesta idéntica por parte de las
extrañas criaturas. La "Gansas", cogida
por sorpresa, se encontró sometida a un
bombardeo desde una posición
fortificada situada en un lugar
escarpado.
La nave sufrió un impacto directo
sobre una de las escotillas abiertas para
el personal, antes de que el enemigo
fuese aniquilado.
Se necesitaron cinco días de trabajo,
en turnos constantes de todo el personal
disponible, para que la sección de
ingeniería reparase el daño, y
posteriormente toda una semana de
paciente labor, cuidadosa inspección y
parcheamiento para asegurarse de que
todas las planchas del casco quedaran
en condiciones.
Cuando terminó todo aquello, la
señora Warhoon se regocijó
enormemente.
—No importa lo que pensara al
observar esa estatua. Tuvo que haber
sido una especie de trastorno cerebral
momentáneo —dijo, abrazada a las
rodillas de Bryant Lattimore—. Estaba
sobreexcitada aquel día, ¿sabes?… Oh,
tuve la fantástica sensación de que el
hombre había tomado el camino erróneo
en la línea de la evolución o algo así.
—Vamos, que nunca descartas tus
primeras impresiones —repuso
Lattimore, permitiéndose una broma, ya
que ella parecía tranquila y
emocionalmente equilibrada.
—Una vez que llevemos a esos
extraterrestres a la Tierra y les
enseñemos inglés, no me sentiré tan mal.
Me tomo mi profesión con demasiada
seriedad; supongo que es un signo de
inmadurez. Pero habrá tantos
conocimientos que intercambiar… Oh,
Bryant, hablo demasiado, ¿no crees?
—Me encanta escucharte.
—Se está tan a gusto en esta
alfombra… —y con gestos sensuales fue
pasando los dedos por las bandas
alternas de quitina y de pelo.
Lattimore la observaba con un deseo
poco vehemente. Desde luego, ella tenía
unos dedos bonitos y sumamente
diestros.
—Mañana salimos para la Tierra —
dijo Lattimore—. No quiero perderte de
vista cuando volvamos, Hilary. ¿Te
importaría decirme hasta qué punto te
encuentras emocionalmente ligada a sir
Mihaly Pasztor?
Ella pareció sentirse confusa e
incómoda, a punto de sonrojarse. Pero
antes de que pudiera contestar, alguien
llamó a la puerta, y entró Quilter.
Llevaba consigo el rifle de calibre 0.5
de Bryant. Hizo un gesto amistoso a la
señora Warhoon, que se había levantado
y se ajustaba la banda de los hombros.
—La nave está dispuesta para el
próximo viaje —dijo mientras
abandonaba el rifle sobre la mesa y
descansaba su mirada sobre la señora
Warhoon—. A propósito, habrá
problemas abajo, en la cubierta de la
tripulación, a menos que se haga algo y
pronto.
—¿Qué clase de problemas? —
preguntó Lattimore perezosamente,
poniéndose las gafas y ofreciéndoles un
mezcal.
—Pues algo parecido a los que
tuvimos en el "Mariestopes" —repuso
Quilter—. Todos esos hombres-
rinoceronte que trajimos a bordo están
dejando en el suelo gran cantidad de
excrementos. Los hombres rehusan
limpiarlos mientras no haya una paga
especial. Imagino que lo que realmente
les molesta es que el sintetizador de
alimentos de la cubierta H se ha
estropeado esta mañana y se les ha
suministrado carne animal para comer, a
la antigua usanza. Los cocineros
pensaban que nadie se daría cuenta, pero
hay varios individuos en la enfermería
en este momento, envenenados por el
colesterol.
—¡Qué forma de gobernar una nave!
—exclamó Lattimore.
Pero no estaba muy descontento, ya
que cuanto más oía hablar de la falta de
eficiencia de la gente, en mayor estima
tenía la suya propia. La señora Warhoon,
por el contrario, se había disgustado,
principalmente porque se resentía de la
fácil camaradería que había surgido
entre Lattimore y Hank Quilter.
—La carne animal no es venenosa
—dijo Hilary—. En algunos lugares
atrasados de la Tierra todavía la siguen
comiendo con regularidad.
La señora Warhoon no tuvo la
suficiente valentía para referir cuánto
había disfrutado de la carne animal,
cenando íntimamente con Mihaly Pasztor
en el piso de éste.
—Sí, sólo que nosotros somos
individuos civilizados; no atrasados —
repuso Quilter, chupando su mezcal—.
Ésa es la razón por la que esos tipos
irán a la huelga, negándose a limpiar los
excrementos.
La señora Warhoon observó la
sardónica sonrisa que apareció en el
rostro de los dos hombres, precisamente
la misma que a veces aparecía en el
suyo propio. Como una revelación,
comprendió cuanto detestaba aquella
simiesca superioridad masculina, y el
recuerdo de la gentil y soberbia estatua
de Pestalozzi le ayudó a detestarla aún
más.
—¡Todos los hombres sois iguales!
—gritó—. Estáis cortados por el mismo
patrón y apartados de las realidades de
la vida, de una forma en que la mujer
nunca lo estará. Para bien o para mal,
somos comedores de carne y siempre lo
hemos sido. La carne de animal no es
venenosa, y si vosotros os ponéis
enfermos al comerla, es vuestra mente la
que se ha envenenado. Y todo ese temor
a los excrementos… ¿es que no veis que
para esos infortunados seres sus
productos de desecho son un signo de
fertilidad, y que los ofrecen
ceremonialmente con sus sales
minerales a la tierra una vez utilizados?
¿Es acaso menos repulsivo lo que ocurre
con las religiones terrestres, donde se
ofrecen sacrificios humanos a tan
variadas y supuestas deidades? ¡Dios
mío!, ¿qué hay de repulsivo en todo eso?
Lo malo de nuestra cultura es que está
fundamentada en el temor a lo sucio, al
veneno, a los excrementos. Pensáis que
los excrementos son algo malo ¡pero lo
realmente malo es el temor!
Tiró su mezcal al suelo y lo aplastó
con el pie, como si rechazase todo lo
artificial. Lattimore la miró levantando
ceñudamente una ceja.
—¿Qué te ocurre, Hilary? Nadie
tiene miedo de esa porquería.
Sencillamente, nos molesta. Como tú
dices, es un producto de desecho, y
como tal hay que considerarlo. No es
cosa de ponerse de rodillas por ello. No
me extraña que esos condenados
hombres-rinoceronte no hayan ido a
ninguna parte si han orientado sus vidas
hacia la porquería.
—Además —dijo entonces Quilter,
razonablemente, porque estaba
acostumbrado a los irracionales
estallidos de mal humor de las mujeres
—, nuestros hombres no se niegan a
limpiar esos excrementos, lo que no
quieren es hacerlo sin una paga extra.
—Pero ninguno de los dos habéis
comprendido lo que quiero decir
realmente —dijo la señora Warhoon,
pasándose sus bellos dedos por el
cabello.
—Vamos, Hilary —interrumpió
Lattimore—. Dejemos este asunto. Que
no se hable más de ese coprófilo tema y
vuelve a tu buen carácter.
Al día siguiente, una vez reparada,
la nave "Gansas" despegó de aquel
planeta prohibido, llevando en su
interior una carga de organismos
vivientes, con sus esperanzas, sus
fobias, sus grandezas y sus fracasos,
transponencial y trascendentalmente
hacia el planeta Tierra.
El viejo Aylmer dormía
intermitentemente. Se resistía con
tenacidad a los esfuerzos que Snok Snok
Karn hacía para que se levantara, hasta
que el joven utod le incorporó con
cuatro de sus miembros y le sacudió
ligeramente.
—Vamos, tienes que despertar
completamente, mi querido Hombre-
con-piernas —dijo Snok Snok—. Toma
tus muletas y sal a la puerta.
—Mis viejos huesos están rígidos,
Snok Snok. Disfruto de ellos cuando me
dejan estar en posición horizontal.
—Tienes que prepararte para el
estado de carroña en vida —dijo el
utod, que durante años se había
entrenado para charlar utilizando los
orificios casspu y los orificios orales;
de ese modo Ainson y él podían
comunicarse regularmente—. Cuando
cambies al estado de carroña madre y yo
te plantaremos bajo los ammps, y en el
próximo ciclo te habrás convertido en un
utod.
—Muchísimas gracias, pero me
temo que no ha sido por eso que me has
despertado. ¿Qué sucede? ¿Qué te
preocupa?
Aquélla era una frase que, en
cuarenta años de asociación con Ainson,
Snok Snok no había comprendido nunca.
Lo pasó por alto.
—Vienen hacia acá algunos
hombres-con-piernas. Les vi dando
tumbos sobre algo con cuatro patas
redondas. Se dirigen hacia nuestro
sumidero.
Ainson se las arregló para tomar sus
muletas.
—¿Hombres? No lo creo después de
tantos años.
Apoyado en las muletas, se dirigió
trabajosamente a lo largo del corredor
hacia la puerta frontal. Existían a ambos
lados puertas que no habían abierto
hacía muchísimo tiempo, puertas
selladas que daban acceso a
habitaciones que contenían armas y
municiones, aparatos de registro y
suministros ya descompuestos; no
necesitaba ya aquel material más de lo
que necesitaba el puesto automático de
observación, abandonado desde hacía
tanto tiempo, deshecho bajo la
imponente majestad de las tormentas de
Dapdrof y el tirón gravitacional del
planeta.
Los grorgs se escurrieron delante de
Snok Snok y Ainson y se hundieron en el
sumidero, donde Quequo estaba
tranquilamente recostado. Snok Snok y
Ainson se detuvieron en el umbral,
mirando a través de la alambrada que
circundaba la construcción. En aquel
momento, un vehículo todo terreno se
detuvo en la entrada.
Cuarenta años, pensó Ainson,
cuarenta años de paz y de quietud, y
tenían que venir entonces a turbarle. Ya
podían haberle dejado morir en paz.
Seguramente se habría preparado bien
para el próximo esod, sin que tuviera
ninguna objeción que hacer al hecho de
ser enterrado bajo los árboles ammp.
Silbó hacia su grorg para que
volviera con él, y permaneció a la
espera. Los hombres saltaron fuera del
vehículo.
De repente, Ainson regresó al
corredor y se dirigió hacia la pequeña
armería, donde ajustó sus ojos a la luz.
El polvo formaba espesas capas por
todas partes. Abrió una caja de metal y
tomó un rifle de metal opaco. Pero
¿dónde estaba la munición? Miró a su
alrededor con disgusto, dejó caer el
arma en el polvo del suelo y salió de
nuevo arrastrando los pies y apoyándose
en las muletas. Había acumulado en
Dapdrof mucha paz para comenzar a sus
años a disparar un arma.
Uno de los hombres del vehículo de
cuatro ruedas estaba allí, en la puerta
frontal. Había dejado a sus dos
compañeros junto a la alambrada.
Ainson se sintió acobardado. ¿Cómo
dirigirse a un miembro de su misma
especie? Aquel tipo, en particular, no
parecía el más adecuado para dirigirse a
él. Aunque muy bien podría tener la
misma edad que Ainson, excepto que él
había pasado cuarenta años soportando
la gravedad de 3 g. Vestía de uniforme, y
no cabía duda de que su actividad le
ayudaba a mantener un cuerpo saludable,
indiferente al estado de su mente. Tenía
la expresión beata de una persona bien
alimentada, como el que ha estado
comiendo a la mesa de un obispo.
—¿Eres Samuel Melmoth, de la
"Gansas"? —preguntó el militar.
Permanecía en una actitud neutral,
con las piernas luchando contra la
gravedad del planeta. Bloqueaba la
puerta con el cuerpo. Ainson tragó
saliva a la vista del individuo; los
bípedos vestidos parecían una cosa
singular cuando no se estaba
acostumbrado al fenómeno.
—¿Melmoth? —replicó el militar.
Ainson no tenía ni idea de lo que
aquella persona quería decir. Ni podía
pensar en nada que pudiera constituir
una respuesta adecuada.
—Vamos, vamos. Tú eres Melmoth,
¿verdad?
Nuevamente, aquellas palabras le
dejaron perplejo.
—Ha cometido una equivocación —
le dijo entonces Snok Snok, mirando
más de cerca al recién llegado.
—¿Es que no puedes mantener a
esos bichos en sus charcas? Tú eres
Melmoth. Ahora te reconozco. ¿Por qué
no me respondes?
Un lejano recuerdo comenzó a
formarse en la mente de Ainson.
¡Ammps! Aquello era una tortura.
—Parece que va a llover —dijo.
—¡Al fin hablas! Has tenido que
esperar mucho para ser rescatado.
¿Cómo estás, Melmoth? ¿No te acuerdas
de mí?
Ainson miraba confuso aquella
figura militar que tenía ante él. No
recordaba a nadie de la Tierra, excepto
a su padre.
—Temo que… Hace tanto tiempo…
He estado tan solo.
—Cuarenta y un años, según mis
cálculos. Mi nombre es Quilter. Hank
Quilter, capitán de la nave estelar
"Hightail". Quilter, ¿no te acuerdas?
—Hace tanto tiempo…
—Una vez te puse un ojo morado. Lo
he tenido sobre mi conciencia todos
estos años. Cuando me ordenaron que
viniera a este sector de batalla, me tomé
el riesgo de venir a verte. Me alegra de
que no me guardes ningún rencor, aunque
es una ofensa para el orgullo de un
hombre que alguien le olvide. ¿Cómo te
han ido las cosas en Pestalozzi?
Ainson deseó aparecer ocurrente
ante aquel tipo que le demostraba tan
buena voluntad, pero no encontraba la
forma de hacerlo.
—Eh… Pesta… Pesta… He
permanecido anclado aquí en Dapdrof
todos estos años. —Entonces, pensó en
algo que deseaba decir, algo que tenía
que haberle preocupado por… tal vez
diez años, pero que estaba ya lejos, en
el pasado. Se inclinó hacia delante, se
aclaró la garganta y preguntó—: ¿Por
qué no vinieron por mí, capitán…?
—Capitán Quilter. Hank Quilter.
Creo que no te acuerdas de mí. Yo te
recuerdo muy bien, e hice muchísimas
cosas estos años pasados… Bueno, eso
ya es historia, y lo que me preguntas
requiere una respuesta. ¿No te importa si
entro?
—¿Entrar? Ah, sí, entra.
El capitán Quilter miró los hombros
lisiados del viejo, olfateó el ambiente y
meneó la cabeza. Sin duda el viejo se
había convertido en un nativo y tenía a
los cerdos con él.
—Tal vez sea mejor que vengas
conmigo al vehículo. Tengo una buena
botella de whisky allí; supongo que te
apetecerá echar un trago.
—Ah, bien. ¿Pueden venir también
Snok Snok y Quequo?
—¡Por todos los diablos! ¿Esos dos
tipos? Apestan. Melmoth, puede que tú
estés acostumbrado, pero yo no. Deja
que te eche una mano.
Irritado, Ainson rehusó la mano que
le ofrecía. Dando traspiés, continuó
apoyándose en sus muletas.
—No tardaré, Snok Snok —dijo en
el lenguaje que habían creado entre ellos
—. Voy a resolver un pequeño asunto y
vuelvo en seguida.
Apreció con satisfacción que podía
avanzar mucho más rápido que el
capitán. Al llegar al vehículo ambos
descansaron, mientras los otros dos
militares miraban a Ainson con interés.
Casi excusándose, el capitán le ofreció
una botella y cuando Ainson la rehusó,
los otros bebieron un buen trago. Ainson
aprovechó el intervalo para pensar en
algo amistoso que decir.
—Nunca vinieron por mí, capitán —
fue cuanto se le ocurrió.
—Nadie tuvo la culpa, Melmoth.
Créeme. Has tenido mucha suerte con
estar lejos de tanto problema. En la
Tierra han ocurrido demasiadas cosas
horribles. ¿Recuerdas los conflictos
contenidos que se hacían en Charon?
Bien, hubo una guerra anglo-brasileña
que escapó a todo control. Los ingleses
comenzaron a contravenir las leyes del
estado de guerra, y quedó probado que
habían pasado de contrabando a un jefe
explorador, que ostentaba un rango
social no permitido en el conflicto, por
si utilizaban sus conocimientos para
explotarlo en el terreno local, ya
sabes… Yo estudié la totalidad del
asunto en la Escuela de Historia Militar,
pero se olvida uno de los pequeños
detalles. De todas formas, este tipo, el
jefe explorador Ainson, fue llevado a la
Tierra para someterle a un juicio y
murió asesinado. Los brasileños dijeron
que había sido un suicidio, y los
ingleses que fueron los brasileños los
que lo mataron. Bien, los Estados
Unidos quedaron envueltos en el asunto,
pues se encontró un revólver
norteamericano en el exterior de la
prisión. Casi en seguida estalló otra
guerra, igual que en los viejos tiempos.
El viejo Ainson se había perdido
tanto en aquel relato que no supo qué
decir. La mención de su propio nombre
le había nublado la mente.
—¿Pensaste que me habían matado
de un tiro?
Quilter volvió a tomar un trago de
whisky.
—No supimos qué te había sucedido
a ti. La Guerra Internacional estalló en
el año dos mil treinta y siete y, en cierta
forma, nos olvidamos de ti; aunque hubo
muchos combates en este sector del
espacio, particularmente en Números y
Génesis. Ambos quedaron prácticamente
destruidos. Clementina también recibió
lo suyo. Tienes suerte de que aquí sólo
quedaran fuerzas convencionales. ¿No
viste nunca alguna señal de lucha?
—¿Luchas en Dapdrof?
—Luchas en Pestalozzi.
—No, no hubo ninguna lucha aquí.
No sé nada de eso.
—Debiste librarte por estar en este
hemisferio. El hemisferio norte está
prácticamente destrozado, a juzgar por
cuanto hemos visto a nuestro paso.
—Nunca vinisteis por mí.
—Diablos, te lo estoy explicando,
¿no? Vamos, toma un trago; te sentará
bien. Pocas personas sabían de ti o te
conocían, e imagino que casi todas
estarán muertas ahora. Me he arriesgado
por venir a buscarte. Ahora tengo la
nave bajo mi mando, y me alegro mucho
de llevarte de vuelta al hogar. Bueno,
sólo queda una parte de Gran Bretaña,
pero serás bienvenido en los Estados
Unidos. Siempre me acuerdo del ojo que
te puse morado… ¿Qué te parece,
Melmoth?
Ainson bebió un poco de whisky
directamente de la botella. Apenas
podía hacerse a la idea de volver a la
Tierra. Se habría perdido tanto… Pero
un hombre tiene que volver a casa…
—Capitán, eso me recuerda que
tengo todos los registros y las cintas
magnetofónicas, los vocabularios y todo
lo demás.
—¿De qué estas hablando?
—Vaya, ahora eres tú el que lo
olvidas. El material que dejaron
conmigo. Estuve trabajando para
aprender un poco del lenguaje utodiano,
el lenguaje de esos… esos
extraterrestres, ya sabes.
Quilter parecía incómodo. Se limpió
los labios con el dorso de la mano.
—Tal vez podamos recoger todo eso
en otra ocasión.
—¿Sí? ¿Dentro de otros cuarenta
años? ¡Oh, no! No puedo volver a la
Tierra sin eso, capitán. Es el trabajo de
toda mi vida.
—Sí, comprendo —repuso Quilter.
"El trabajo de toda una vida", pensó.
Con cuánta frecuencia el trabajo de toda
una vida no tiene ningún valor, excepto
para el que lo ha hecho. No tenía valor
para decirle al pobre viejo que los
extraterrestres estaban prácticamente
extinguidos, erradicados, por los azares
de la guerra, de todos los planetas del
Grupo de las Seis Estrellas; excepto
unos cientos que vivían en el hemisferio
meridional de Pestalozzi. Era uno de los
tristes accidentes de la vida.
—Nos llevaremos todo lo que
quieras, Melmoth —dijo finalmente.
Se levantó, se arregló el uniforme y
transmitió una orden a los dos soldados
que se hallaban cerca.
—Wilkinson, Bonn, lleven el
vehículo hasta la puerta de la cabaña y
suban todo el equipo del señor Melmoth.
Todo sucedía con inusitada rapidez
para Ainson. Se hallaba al borde de las
lágrimas. Quilter le dio unos cariñosos
golpecitos en la espalda.
—Todo irá bien. Debes tener un
montón de créditos esperándote en algún
Banco. Haré que se te pague hasta el
último centavo. Te alegrarás de
liberarte, por fin, de esta aplastante
gravedad.
Tosiendo, el viejo dispuso sus
muletas para caminar. ¿Cómo podría
decir adiós al viejo Quequo, que tanto
había hecho para enseñarle una parte de
su sabiduría, y a Snok Snok…?
Comenzó a llorar.
Quilter se volvió de espaldas, con
tacto, observando el rígido follaje
primaveral que surgía a su alrededor.
—Capitán —dijo Ainson,
transcurridos unos momentos—. ¿Dices
que Inglaterra ha sido destruida?
—Vamos, no comiences ahora a
preocuparte por eso, Melmoth.
Realmente, es maravilloso estar vivo
ahora en la Tierra; te lo juro. La vida
sigue estando un tanto reglamentada,
pero se han resuelto todas las
diferencias nacionales, al menos por un
tiempo… Todo se está reconstruyendo a
un ritmo de locura; ni que decir tiene
que la guerra ha aportado mucho a la
tecnología. Me gustaría ser veinte años
más joven.
—Pero has dicho que Inglaterra…
—Están reconvirtiendo la mitad del
mar del Norte para reemplazar las zonas
desintegradas. Londres va a ser
reconstruido… en una escala modesta,
por supuesto.
Afectuosamente, Quilter puso el
brazo alrededor de aquellos hombros
encorvados, pensando que abrazaba
todo un período de historia en tan corto
espacio.
El viejo Ainson meneó la cabeza con
vigor, desprendiendo unas lágrimas.
—El problema está en que, después
de todos estos años fuera de la Tierra,
me hallo al margen de todo. Pienso que
nunca entraré en relación con nadie
adecuadamente.
Emocionado, Quilter se aclaró
también la garganta. ¡Cuarenta años! No
era difícil imaginar lo que aquel anciano
debía sentir. ¡Qué gran historia para ser
contada!
—Bueno, Melmoth, ahora todo eso
no tiene sentido. Pronto, tú y yo
tendremos muchas cosas en común allá
en la Tierra, ¿no te parece, Melmoth?
—Sí, Sí. Así será, capitán Quinto.
El vehículo militar se marchó
finalmente lejos de la empalizada. Con
los miembros retraídos, los dos utods
permanecieron al borde del sumidero
observando la partida de los hombres-
con-piernas, hasta que desaparecieron
de su vista. Solo entonces, el más joven
se volvió hacia el mayor,
transmitiéndose entre ellos unas
expresiones de lenguaje que habrían
resultado totalmente incomprensibles
para los humanos.
El más joven se dirigió hacia el
edificio desierto. Examinó la armería.
Los soldados la habían dejado intacta,
cumpliendo las órdenes de aquél que
había hablado de las muertes de tantos
utods. Satisfecho, dio media vuelta y se
encaminó sin pausa hacia la puerta de la
alambrada. Había permanecido
pacientemente cautivo durante una
pequeña fracción de su vida. Había
llegado el momento de pensar en ser
libre.
Y el momento de que el resto de sus
hermanos pensaran también en la
libertad.
BRIAN W. ALDISS, Nació en Norfolk
(Inglaterra) en 1925. Tras combatir en la
segunda guerra mundial y viajar por toda
Asia, trabajó como librero en Oxford.
En 1954 ganó su primer premio
literario, concedido por The Observer.
Dirigió la revista de ciencia ficción Sf
Horizons, que fundó junto con Harry
Harrison en 1966, asimismo, fue
director literario de The Oxford Mail y
corresponsal de The Guardian. En 1978
se hizo cargo del área de ciencia ficción
de Penguin Books y pasó a presidir la
British Science Fiction Association.

Escritor, crítico y destacado


antólogo, es autor de, entre otras obras,
Frankenstein desencadenado, El tapiz de
Malacia, Invernáculo, El momento del
eclipse, Informe sobre probabilidad A,
la trilogía de Heliconia / Primavera,
Heliconia / Verano, y Heliconia /
Invierno, así como de algunos poemas y
un libro de viajes. Entre los múltiples
premios que ha recibido, cabe destacar
el Nebula (1956), el de la British
Science Fiction Association (1971,
1973, 1982 y 1985) y el Hugo (1962,
por Invernáculo ). Se le considera uno
de los mayores exponentes de la
corriente literaria de la New Wave, y ha
sido revalorizado últimamente gracias a
la adaptación cinematográfica de su
obra por parte de Spielberg con
Inteligencia artificial.

Aldiss es un escritor preocupado por


la condición humana, de modo que su
obra roza lo biográfico, repleta de
sensaciones e imágenes evocadoras de
la juventud y plagada de inquietudes
respecto a la percepción de la realidad y
a la ambigüedad de nuestro mundo, que
aúna lo terrible y lo fascinante, lo bello
y lo repulsivo.
Tras su participación en la Segunda
Guerra Mundial (como tantos otros
británicos), volvió a la vida civil en
1948.
Aldiss es uno de los principales
representantes de la llamada Nueva Ola
de la ciencia ficción británica.

Novelas
La nave estelar (1958) Non-Stop
Invernáculo (1962) Hothouse
Cuando la Tierra esté muerta (1963)
Starwarm
Barbagrís (1964) Greybeard
Los oscuros años luz (1964) The
Dark Light Years
Criptozóico (1967) An Age o
Cryptozoic
Informe Sobre Probabilidad A
(1968) Report on Probability A
A cabeza descalza (1969) Barefoot
in the Head
Frankenstein desencadenado (1973)
Frankenstein Unbound
The 80 minute Hour (1974)
El tapiz de Malacia (1976) The
Malacia Tapestry
La otra isla del Doctor Moreau
(1980) Moreau`s Other Island
Heliconia primavera (1982)
Verano de Heliconia (1983)
Heliconia Invierno (1985)
Drácula Desencadenado (1991)
Dracula Unbound

Recopilaciones de relatos
Espacio y tiempo (1957) Space,
Time and Nathaniel
Galaxias como granos de arena
(1960) Galaxies like Grains of Sand
El árbol de la saliva (1966) The
Saliva Tree and other strange growths
El momento del eclipse (1971) The
Moment of Eclipse
Los superjuguetes duran todo el
verano () Supertoys Last All Summer
Long

Premios
Hugo de 1962 a la mejor novela por
Invernáculo
Nébula de 1965 al mejor relato por
El árbol de la saliva
John W. Campbell Memorial de
1982 por Heliconia primavera

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