Mi Mejor Amigo Es Invisible - R. L. Stine PDF

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A

Sammy Jacobs le encantan los fantasmas y la ciencia ficción: una afición


que no gusta demasiado a sus padres, que son científicos de profesión y
sólo creen en lo que ven.

Pero ahora Sammy tiene un nuevo compañero, alguien que pasa todo el
tiempo en su habitación y que le roba el desayuno.

Sammy quiere deshacerse de su nuevo amigo.

¡El problema es que es invisible!

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R. L. Stine

Mi mejor amigo es invisible


Pesadillas - 55

ePUB v1.0

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Título original: Goosebumps #57: My Best Friend is Invisible
R. L. Stine, 1997
Traducción: Marc Fahey

ePub base v2.1

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Me senté a la mesa y deseé ser invisible. Si fuese invisible podría escabullirme sin
terminarme las alubias, volver a mi habitación y acabar el libro de historias de
fantasmas que estaba leyendo.
Empecé a soñar despierto. «Soy Sammy Jacobs, el Chico Invisible», me dije e
intenté imaginarme cómo sería ser invisible.
La semana anterior había visto una película sobre un hombre invisible. No se le
veía ni la cara ni el cuerpo, pero cuando comía se podía ver cómo su estómago
invisible digería la comida. Era fantástico. Me encantó.
Observando el plato de alubias me las imaginé dando vueltas en mi estómago.
La voz de mis padres zumbó en segundo plano.
Mis padres son científicos y trabajan en un laboratorio de la universidad. Hacen
cosas raras con luces y rayos láser.
Por la noche vuelven a casa y se pasan toda la cena hablando sin parar sobre su
trabajo. Mi hermano Simon de diez años y yo no decimos ni mu. Tenemos que
sentarnos y escuchar cómo hablan sobre la refracción de la luz y los impedimentos
oculares.
Soy un fanático de la ciencia ficción. Me apasiona leer libros y cómics de ciencia
ficción y alquilo todas las películas de vídeo donde salen seres de otros planetas. Pero
cuando tengo que escuchar a mis padres hablar sobre su trabajo es cuando realmente
me siento como un ser de otro planeta, porque no entiendo nada de lo que dicen…
—¡Papá, mamá! —intenté entrar en la conversación—. ¿Sabéis qué? Hoy me ha
salido una cola.
Mis padres ni me oyeron; estaban demasiado ocupados discutiendo sobre algo
llamado morfología.
—En realidad me han salido dos colas —dije en voz más alta, pero no me
hicieron caso.
Papá dibujaba una especie de diagrama en la servilleta. Me aburría como una
ostra y, por hacer algo, di un puntapié a Simon por debajo de la mesa.
—¡Au! ¡Estate quieto, Sammy! —gritó, y me respondió con otro puntapié.
Le volví a dar.
Papá continuaba garabateando números por toda la servilleta y mamá miraba el
diagrama con los ojos entrecerrados. Simon me envió otra patada, esta vez demasiado
fuerte.
—¡Ua! —grité. Levanté las manos y mi plato salió volando por los aires.

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¡Chaaaaf! Encima de mis rodillas. El plato lleno de espaguetis y de alubias se
escurrió por mis tejanos.
—¡Mira lo que Simon me ha hecho hacer! —exclamé.
—¡Empezaste tú! —protestó Simon.
Mamá levantó la vista del diagrama. Al menos había conseguido llamar su
atención y quizá conseguiría que Simon se metiera en un lío.
A Simon nunca le gritan. Él se porta bien.
Mamá me miró a mí primero y luego desvió la mirada hacia Simon.
—Simon —dijo. «¡Perfecto!», pensé. «Por primera vez Simon se va a llevar la
peor parte»—. Ayuda a recoger la cena al patoso de tu hermano —ordenó mamá.
Miró al suelo y señaló la pila de espaguetís—. Y asegúrate de limpiar todo este
desastre.
Luego, agarró el lápiz de papá y garabateó un montón de números al lado de los
que él ya había escrito.
Simon intentó ayudarme a recoger, pero yo le di un empujón y me las apañé solo.
¿Estaba enfadado? A vosotros qué os parece.
Está bien, esta bien, quizás el asunto de los espaguetis no fue culpa de Simon,
pero es que nunca nada es culpa suya. Nunca. Y ¿por qué?
Ya os lo dije. Simon es el que se porta bien.
Nunca deja sus deberes para el último momento. Nunca se le tiene que recordar
que meta la ropa sucia en el cesto, que saque la basura o que se limpie los zapatos
antes de entrar en casa. ¿Qué clase de niño es?
Un mutante, creo yo.
—Simon es un mutante —murmuré mientras me limpiaba el pantalón con la
servilleta—. Mi hermano, el mutante —sonreí.
Sonaba bien. Decidí que sería una buena película de ciencia ficción. Tiré la
servilleta a la basura y volví a la mesa. «Bueno, al menos no tendré que comer mas
alubias», pensé mirando mi plato. Me equivoqué.
—Sammy, dame el plato. Te serviré más. —Mamá se levantó, tomó mi plato… y
resbaló con los espaguetis que había en el suelo.
—¡Uaaaaa! —Vi cómo mama perdía el equilibrio y se deslizaba por la cocina.
Reí. No me pude contener. Era divertido verla patinar por el suelo de aquella manera.
—¿Quién se ha reído? —preguntó mamá, volviéndose hacia nosotros—. ¿Has
sido tú, Simon?
—Por supuesto que no —contestó él.
«Por supuesto que no» es la frase preferida de mi hermano. Simon, ¿quieres ver la
tele? Por supuesto que no. ¿Quieres jugar a pelota? Por supuesto que no. ¿Quieres
que te cuente un chiste? Por supuesto que no. Simon nunca se reiría de mama. Simon
sólo hace cosas serias. Simon… el Mutante Serio. Mamá se volvió hacia mí y suspiró

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profundamente. Regresó a la mesa con el plato lleno de alubias. Genial.
Desaparecer. Desaparecer. Clavé los ojos en el plato y entoné en silencio. La
semana anterior había leído una historia sobre un niño que, si se concentraba con
todas sus fuerzas, podía hacer desaparecer las cosas. Sin embargo, conmigo aquel
truco no funcionaba.
—Deseo que llegue el sábado —dije, enterrando las alubias bajo los espaguetis.
—¿Por qué? —preguntó Simon.
—Voy a ver El espíritu de la escuela —le contesté.
—¿Espíritu escolar? —Papá levantó la vista de la servilleta con verdadero interés
—. ¡Eso es fantástico! ¿Quién se siente poseído por el espíritu de la escuela?
—Nadie, papá. El espíritu de la escuela es el título de una nueva película sobre
un fantasma que vaga por un antiguo internado —le expliqué—. Voy a verla este
sábado.
Papá dejó el lápiz encima de la mesa.
—Sabes, Sammy, me gustaría que te interesaras por la ciencia real. Creo que la
ciencia real es incluso más extraña que todo este mundo de fantasía que tanto te atrae.
—Pero papá, ¡los fantasmas son reales!
—Sammy, tu padre y yo somos científicos —dijo mamá—. No creemos en nada
que se parezca a un fantasma.
—Pues os equivocáis —exclamé—. Si los fantasmas no existen, ¿por qué se han
escrito historias sobre ellos durante cientos de años?
Además, la película no tiene nada de fantástica —añadí—. Es una historia real.
Entrevistaron a niños antes de empezar a rodarla, ¡niños que juran haber visto al
fantasma en la escuela!
Mamá meneó la cabeza y papá ahogó una risita.
—Simon, ¿qué haces en la escuela? ¿Has visto algún fantasma últimamente?
—Por supuesto que no —respondió Simon—. Esta semana empezare mi proyecto
para la clase de ciencias. Lo voy a titular «¿Crecemos muy rápido?». Me estudiaré
durante seis meses y luego haré un gráfico de crecimiento para cada parte de mi
cuerpo.
—¡Eso es magnífico! —dijo mamá.
—¡Muy original! —exclamó papá—. Dinos si podemos ayudarte en algo.
—Oh, hermanito —murmuré, poniendo los ojos en blanco—. ¿Me puedo levantar
de la mesa? —Aparté la silla hacia atrás—. Roxanne vendrá para hacer los deberes de
mates.
Roxanne Johnson y yo estamos en primero de secundaria. Nos encanta competir
entre nosotros, aunque sólo sea para divertirnos, o al menos a mí me parece divertido,
aunque no esté muy seguro de lo que Roxanne piensa. En cualquier caso, es muy
amiga mía. A ella también le gusta la ciencia ficción y los dos planeamos ir juntos a

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ver El espíritu de la escuela.
Subí a por mi libro de mates, entré en mi habitación y me quedé boquiabierto.

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Todos mis deberes estaban esparcidos por el suelo. No soy exactamente el chico
más ordenado del mundo, pero tampoco me dedico a tirar los ejercicios por el suelo.
Al menos, no muy a menudo. Aquel día seguro que no.
Brutus, mi gato naranja, estaba en medio de todo aquel desorden, con la cabeza
enterrada bajo la pila de papeles.
—Brutus, ¿has sido tú? —quise saber.
Brutus levantó la cabeza, me miró y se escondió bajo la cama a toda prisa.
«Mmmmm, qué raro —pensé—, Brutus parece asustado. Esto es muy raro.» Brutus
nunca se esconde de nada. De hecho, es el gato más arisco de todo el vecindario y ya
ha arañado a todos los niños del bloque como mínimo una vez.
Miré hacia la ventana. Estaba abierta. Las cortinas azul claro ondeaban por la
brisa.
Recogí los papeles del suelo. Supuse que el viento los había barrido de mi
escritorio. Un momento. Algo no encajaba. Clavé la mirada en la ventana. Estaba
seguro de que la había cerrado… Pero era imposible: ahora estaba abierta de par en
par.
—¿Qué estás mirando? ——preguntó Roxanne al entrar en mi habitación.
—Aquí está pasando algo muy extraño —le contesté mientras cerraba la ventana
—. La cerré antes de cenar y la be encontrado abierta.
—La habrá abierto tu madre —dijo—. Tampoco es para tanto, sólo es una
ventana.
—No es para tanto —exclamé—, pero mi madre no la ha abierto. Ni mamá, ni
papá, ni Simon. Los cuatro estábamos abajo.
Meneé la cabeza.
—Estoy seguro de que la cerré. Aquí arriba sólo estaba Brutus… y él no la ha
abierto.
Miré debajo de la cama. Ahí estaba Brutus, acurrucado contra mis zapatillas,
temblando.
—Vamos, Brutus, sal de ahí —le dije con suavidad.
No tengas miedo. Ya sé que asusta, pero sólo es Roxanne.
—¡Qué simpático, Sammy! —Roxanne puso los ojos en blanco—. Yo te diré lo
que asusta. Tu hermano. Ése sí que da miedo.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Acabo de pasar por su lado y ¿sabes qué hacía? —me preguntó Roxanne.

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—No —respondí.
—Estaba tendido en el suelo de la sala de estar encima de un trozo enorme de
cartón y reseguía su silueta —contestó Roxanne.
Me encogí de hombros.
—Estará trabajando en su proyecto para la clase de ciencias. Se está estudiando a
sí mismo.
—Definitivamente, tu hermano da miedo —concluyó—. Pero te diré algo que
también me ha asustado: cómo has corrido hoy. Eso sí que ponía los pelos de punta.
¡Nunca pensé que alguien pudiera correr tan despacio!
Aquel día Roxanne me había ganado en la carrera de la escuela y no iba a dejar
que me olvidase de su triunfo.
—Has ganado por una simple razón —le dije.
—¿Qué razón? —me imitó. Deslicé medio cuerpo por debajo de la cama y saqué
a Brutus para ganar tiempo y poder inventarme una buena razón.
—Has ganado porque… ¡yo te dejé ganar! —dije al fin.
—Por supuesto, Sammy. —Roxanne se rodeó el pecho con los brazos.
—Sí. Te he dejado ganar —insistí.
Roxanne se sonrojó y me di cuenta de que empezaba a irritarse. Hacer enfadar a
Roxanne es muy divertido.
—Te he dejado ganar porque quería que cogieras confianza para los juegos
olímpicos de la escuela —dije.
Aquello sí que enojó a Roxanne, porque le gusta que nadie la ayude y le encanta
que es la mejor en todo. La semana siguiente nuestra escuela iba a competir con otras
en unos juegos escolares, y Roxanne y yo estábamos en el equipo, como el año
anterior. El año pasado perdimos, Roxanne se entrenó cada día para asegurarse de que
sería la mejor, aunque supongo que fue culpa mía. El flash de una cámara me cegó,
tropecé y caí al suelo.
—Has perdido con todas las de la ley, Sammy, y tú lo sabes —me dijo Roxanne
un poco impertinente—. Será mejor que la próxima semana no tropieces. No nos
hagas perder los juegos vez.
—¡El año pasado no fue culpa mía! —grite, pero Roxanne me interrumpió.
—Eh, ¿qué le pasa a Brutus? —preguntó, mirando por encima de mi hombro. Me
di la vuelta y vi a Brutus sentado en una esquina, hecho un ovillo.
—No lo sé, pero hoy se comporta de una forma muy extraña —respondí.
—Ya lo he notado —asintió Roxanne—. Todavía no ha intentado arañarme. Se
está portando… bien…
Brutus se levantó, miró hacia la ventana y se erizó. Luego se dio la vuelta
completamente y volvió a sentarse, de cara a la pared. ¡Qué raro!
—¿Y bien?, ¿qué vamos a hacer para nuestro próximo proyecto? —preguntó

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Roxanne mientras se dejaba caer en la cama.
La semana siguiente teníamos que entregar nuestro proyecto trimestral para la
clase de inglés. La señorita Starkling, nuestra profesora, quería que trabajáramos en
parejas porque, según ella, eso nos ayudaría a aprender lo que significa el trabajo en
equipo y la cooperación.
—Tengo una gran idea —dije—. ¿Qué te parece si hacemos un trabajo sobre
plantas? Ya sabes, cuánta agua necesitan y cosas así…
—Es una idea magnífica… —contestó Roxanne—, si estás en párvulos.
—Está bien, esta bien, déjame pensar. —Me levanté y comencé a caminar por la
habitación—. ¡Ya lo tengo! ¿Qué te parece el ciclo vital de las polillas? Podríamos
atrapar unas cuantas y ver cuánto tardan en morir.
Roxanne me observó y, pensativa, asintió con la cabeza.
—Me parece una gran tontería —dijo.
¡Bravo por el trabajo en equipo y la cooperación!
—Muy bien. —Yo me crucé de brazos—. ¿Por qué no pruebas a pensar en algo?
—Ya lo he hecho —declaró Roxanne—. Creo que deberíamos hacer un trabajo
sobre casa encantadas de verdad. Conozco una aquí, en Middletown. Está cerca del
bosque, al lado de la universidad. ¡Te apuesto lo que quieras a que encontraremos un
fantasma de verdad viviendo ahí!
—En Middletown no hay casas encantadas —dije—. Lo sé todo sobre casas
encantadas y por cerca no hay ni una.
—La casa que está cerca del bosque está encantada —insistió Roxanne—, y
deberíamos estudiarla para nuestro trabajo. Yo hablaré con el fantasma y tomaré
notas. Tu trabajo consistirá en grabarnos en vídeo.
Roxanne nunca se echa atrás. A veces eso es lo que me gusta de ella y, a veces,
como en ese momento, es lo que más odio de ella.
—No pierdas el tiempo, Roxanne. Soy casi un experto en fantasmas y esa casa no
está encantada —intenté hacerle entender. Grave error.
—No quieres grabamos en vídeo, porque lo que quieres es hablar con el fantasma
—me acusó. Suspiré—. Pero ha sido idea mía y yo elijo con qué parte me quedo —
dijo Roxanne—. La señorita Starkling se volverá loca si encontramos un fantasma de
verdad para nuestro proyecto. Seguramente ganaremos un premio o algo por el estilo.
—En esta ciudad no encontraremos ningún fantasma —sacudí la cabeza—. Este
sitio es demasiado aburrido. Aquí nunca pasa nada emocionante…
Callé. Un gemido grave y aterrador invadió la habitación. Roxanne saltó de la
cama y se acercó a mí. Nos dimos la vuelta despacio hacia aquel ruido que venía del
pasillo.
—¿Qué… qué ha sido eso? —A Roxanne la voz se le estremeció mientras
señalaba la puerta.

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Los dos observamos aterrorizados una luz extraña que brillaba fuera de mi
habitación.
Una luz blanca muy extraña. Dimos un paso hacia atrás y la luz se hizo más
brillante y se acercó aún más. Ahora llenaba todo el marco de la puerta. Contuve el
aliento.
—Sammy, ¿qué es eso? —preguntó Roxanne con voz temblorosa.
—No… no lo sé.
Observé cómo aquel haz de luz blanca, mientras venía a por nosotros, empezaba a
dar vueltas, a perder brillo y a alargarse.

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Retrocedimos hasta la pared. La luz cada vez brillaba con más intensidad,
cegándonos.
Un nuevo gemido se nos echó encima y me quedé boquiabierto.
—¡Un… fantasma! —grite—. No, es un… ¿papá?
Mi padre entró en la habitación. Llevaba en la mano una especie de linterna que
brillaba.
—Esto es lo más parecido a un fantasma que vais a encontrar —dijo y se echó a
reír. El corazón dejó de latirme a cien por hora. Brutus soltó un quejido fuerte y salió
disparado de mi cuarto.
—¡Caray!, nunca pensé que algo pudiera asustar a ese gato.
Papá volvió a reír. Mamá entró en la habitación a toda prisa.
—Dijiste que traerías el láser a casa para repararlo, no para dar un susto de
muerte a los niños —regañó a papá.
—No pasa nada, sólo era una broma —papá se volvió hacia nosotros—. ¿Verdad
que os ha parecido divertido? ¿Sammy? ¿Roxanne?
—Sí, papá, muy divertido —dije y puse los ojos en blanco—. Una de tus mejores
bromas, una auténtica gozada.
—Yo ya sabía que era un láser —dijo Roxanne mientras regresaba a mi cama. Se
sentó aparentando una gran tranquilidad—. Cuando vi a Sammy tan asustado, le
seguí el juego. Un truco genial, señor Jacobs. ¡Cómo le hemos tomado el pelo a
Sammy!
¡Cómo le hemos tomado el pelo a Sammy!
¿Hemos? Me entraron ganas de estrangular a Roxanne. A veces la odio, la odio.
Simon entró en la habitación, con Brutus en los brazos.
—Tu gato ha pisado la plancha de cartón que estaba resiguiendo mi silueta y la ha
echado a perder. Ahora tendré que empezar de nuevo.
Dejó caer a Brutus en el suelo. Miró la linterna que papá sostenía en una mano y
luego me miró.
—No se habrá tragado Sammy lo del ridículo truco con la luz, ¿verdad? —
preguntó.
—¡Por qué no te vas a freír espárragos! —le grité.
—No. Éste es un ridículo truco con luz diferente. —Papá soltó una risita.
Mamá se aclaró la garganta. Un aviso para papá.
—En realidad, Simon, esta luz es un detector molecular —dijo papá intentando

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parecer serio—. Toma, échale un vistazo. —Y pasó la luz a Simon. Parecía una
linterna como cualquier otra, pero no lo era. Una linterna convencional no emitía un
rayo de luz tembloroso, blanco y cegador.
—¿Y qué hace? —Simon estudió el estuche brillante y plateado donde estaba el
láser.
—Es parecido a un rayo X —explicó papá—. Puedo enfocarlo al aire y ver todo
tipo de insectos y de cosas que normalmente no podemos ver.
—Ya sé para qué podemos utilizarlo. —Simon dirigió la luz hacia mí—.
¡Podemos buscar el cerebro de Sammy!
Todo el mundo se echó a reír. Mamá también.
—¡Muy buena, Simon! —Roxanne dio una palmada a Simon en la espalda—. Es
la primera broma que te oigo.
—No estaba bromeando —dijo Simon con sequedad. Y consiguió que los otros
rieran aún con más ganas.
—¡Fuera! —chillé—. ¡Quiero que os vayáis todos!
Papá, mamá y Simon se fueron, sin dejar de reír.
—¿Y qué pasa con nuestros deberes de mates? —quiso saber Roxanne—.
Pensaba que los haríamos juntos.
—Ahora no estoy de humor —refunfuñé.
—Está bien, como quieras. —Roxanne salió de mi habitación—. Tú no tienes que
hacerlos, pero yo sí. La señorita Starkling dijo que me tocaría a mí salir a la pizarra y
quiero hacer bien las ecuaciones.
Roxanne se fue a hacer sus deberes. Yo abrí el libro de mates para hacer los míos.
Eché una ojeada a los números, pero no podía concentrarme. «Me levantaré temprano
—decidí—. Ya los haré mañana.» Dejé la silla para irme a la cama. Brutus saltó a la
silla, su lugar favorito para dormir. Crucé el cuarto y pisé algo que había en medio del
suelo.
—¡Eh! ¿Qué ha sido eso? —Me di la vuelta y miré al suelo—. ¿Eh?
No había nada.

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Miré al suelo y meneé la cabeza. No había pisado… ¿nada? Suerte que Roxanne
no estaba ahí para verlo. Podía oírla riéndose de mí:
«¿Practicando para asegurarte de que la semana que viene perdemos la carrera,
Sammy?»
Me metí en cama. Apoyé las almohadas en la cabecera y cogí el libro de historias
de fantasmas que estaba leyendo. Miraba las páginas, pero no veía más que borrones.
Lo cerré y me dispuse a dormir, pero no hacía más que dar vueltas. Medio dormido,
medio despierto, mullí la almohada, me envolví con las sábanas y volví a intentar
conciliar el sueño, pero un ruido me despertó. Un aleteo. El aleteo de las cortinas en
la brisa nocturna. Me incorporé y me froté los ojos. Miré hacia la ventana. ¡La
ventana estaba abierta! Salté de la cama y la cerré de golpe. ¿Quién había abierto la
ventana? ¿Quién? ¿Puede una ventana abrirse sola?
No.
Tenía que haber sido Simon. Decidí que Simon debía de estar gastándome una
broma, pero no podía ser, porque él nunca gasta bromas. Es una persona muy seria.
Regresé a la cama y observé la ventana. Me quedé mirándola por si volvía a abrirse,
pero los párpados me pesaban y me dormí.

A la mañana siguiente me desperté tarde.


Brutus siempre me despierta, pero ese día no lo hizo. Me senté de golpe en la
cama para poder ver la ventana. Cerrada. Eché un vistazo a la silla. Brutus había
desaparecido. Me vestí a toda prisa y al salir de la habitación tropecé con mi reflejo
en el espejo. Estaba hecho una pena.
—Sammy, estás horrible —dijo mamá—. ¿Te acostaste tarde anoche?
Me dejé caer en la mesa de la cocina. Papá estaba sentado delante de mí y leía el
periódico.
—No, no muy tarde —respondí.
Papá me miró por encima del periódico.
—Lees demasiados libros de fantasmas, Sammy. Si leyeras sobre ciencia real
dormirías mejor.
Papá regresó a su periódico, mientras mamá me servía cereales en mi tazón de
desayuno. Comí una cucharada. Entonces Simon me llamó.
—Sammy, sube un momento —gritó desde su cuarto—. Necesito tu ayuda.
No le hice caso. Comí otra cucharada de cereales.
—¡Sam-my! —chilló.

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—Sammy, ve a ver qué quiere tu hermano —ordenó mamá.
—¡Sam-my! ¡Sam-my!
—¿Quéééé? —grité mientras irrumpía en su habitación—. ¿Qué te pasa?
—¡Eso! —dijo y señaló la cama—. Eso me pasa.
Brutus se había acurrucado en la cama de Simon.
—Esta noche ha dormido aquí —dijo Simon—, y ahora no consigo que se vaya.
No quiere moverse.
—¿Brutus ha dormido aquí?
No me lo podía creer, Brutus siempre duerme en mi habitación, siempre.
—Sí, ha dormido aquí —repitió Simon— ¡y quiero que se vaya!
—Tampoco hay para tanto. Déjalo aquí. —Me volví hacia la puerta.
—¡Espera! —gritó Simon—. No puede quedarse aquí, es imposible.
—¿Y por qué no? —pregunté, confundido.
—Porque tengo que hacerme la cama —respondió Simon. Lo dice mamá.
Lo miré con agresividad.
—¿De qué planeta vienes?
—Sammy —lloriqueó Simon—, tengo que hacerme la cama Lo dice mamá.
—Pues haz la cama encima de él. Mamá no notará el bulto.
Regresé a la cocina y me senté a la mesa. Mamá miró por encima de mi hombro.
—Sammy, ¿cómo has conseguido terminarte los cereales tan rápido?
—¿Qué?
Bajé los ojos hasta mi tazón ¡Estaba completamente vacío!

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—Alguien… ¡Alguien se ha comido mis cereales! —tartamudeé.
—¡Tienes toda la razón! —exclamó mamá—. ¡Habrá sido un fantasma!
Papá y mamá se echaron a reír.
Observé el tazón vacío y la cuchara.
—¡Mirad! —grité—. Alguien se ha comido mis cereales. ¡Tengo la prueba! La
cuchara está en el lado izquierdo del tazón y yo siempre la pongo en el lado derecho
porque soy diestro, ¿lo veis?
Señalé la cuchara: era la prueba.
—Deja de hacer el tonto, Sammy. Llegarás tarde a la escuela. —Mamá se volvió
a papá—: Nosotros también deberíamos irnos.
—¿Has sido tú? —pregunté a papá mientras él agarraba su maletín—. ¿Te has
comido mis cereales? ¿Has movido la cuchara? ¿Querías gastarme una broma?
—Lees demasiadas historias de fantasmas —dijo papá—. Demasiadas.
Después él y mamá salieron pitando hacia su trabajo. Durante unos cuantos
minutos me quedé sentado a la mesa de la cocina, con la mirada fija en mi tazón
vacío.
«Alguien se ha comido mis cereales y yo me estoy volviendo loco —me dije—.
Alguien se ha comido mis cereales, pero ¿quién?»

—Sammy. Sammy.
«¿Quién me llama?»
—Sammy, ¿te importaría decirnos que es tan fascinante ahí fuera? —La señorita
Starkling se cruzó de brazos, mientras esperaba mi respuesta.
Unos cuantos chicos soltaron una risita. Me había distraído mirando por la
ventana de clase. Pensaba en mi ventana La ventana abierta de mi habitación y los
cereales que habían desaparecido.
—Eh… no. Quiero decir… nada —dije—. Quiero decir que no estaba mirando
nada.
Más risitas.
—Sammy, por favor, sal a la pizarra y enseña a tus compañeros cómo resolver
esta ecuación.
—Pero, le toca a Roxanne —contesté impertinente—. Me refiero a que ¿no le
tocaba hoy a Roxanne?
—Sammy, por favor —insistió la señorita Starkling mientras golpeaba la pizarra
con un trozo de tiza—. Sal ahora mismo.

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Miré a Roxanne. Se limitó a encogerse de hombros.
Estaba en apuros. La noche anterior no había hecho los deberes de mates y por la
mañana, tampoco. Brutus no me había despertado.
Las sienes me martilleaban mientras iba hacia la pizarra. Caminaba despacio,
fijándome en la ecuación e intentando descubrir cómo resolverla antes de llegar. No
tenía ni la más remota idea. La señorita Starkling me dio el trozo de tiza. La clase se
quedó en silencio. Yo miraba fijamente los números de la pizarra.
Las palmas de mis manos comenzaron a sudar.
—Lee la ecuación en voz alta —me sugirió la señorita Starkling con voz suave,
aunque estaba convencido de que empezaba a perder la paciencia.
La leí en voz alta, pero no me ayudó mucho. Acerqué la tiza a la pizarra, pero no
tenía ni, idea de qué debía hacer. Volví a fijarme en los números. Oí que los chicos de
clase se removían impacientes en sus sillas.
Acerqué la tiza a la pizarra otra vez y tragué saliva. Noté que algo me apretaba la
mano, algo frío y húmedo. Las rodillas empezaron a temblarme. Sentí un aliento
caliente contra mi cara. Intenté retroceder, pero no podía moverme. Algo me
presionaba los dedos cada vez con más fuerza, hasta que me hizo daño. El aliento en
mi cara se hizo cada vez más intenso: unos jadeos cada vez más rápidos y profundos
me pinchaban las mejillas.
Quería deshacerme de aquello, pero en aquel momento mi mano comenzó a
deslizarse por la pizarra. Mi mano se movía… ¡y empezó a escribir en la pizarra!
¡Alguien escribía los números por mí! ¡Alguien me agarraba la mano, resolviendo la
ecuación! ¡Alguien a quien no veía!

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Di un tirón con la mano y me solté de aquella garra húmeda e invisible.
Dejé caer la tiza, empecé a gritar y salí de la clase corriendo. Llegué al pasillo y
me apoyé contra la pared. Las manos y las rodillas me temblaban. Aún podía sentir
aquellos dedos fríos, fantasmagóricos, alrededor de mi mano.
Oí que en clase Roxanne se ofrecía voluntaria para terminar la ecuación.
—Sammy. —La señorita Starkling vino a buscarme—. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes
mal? ¿Quieres ir a la enfermería?
—Es-estoy bien —tartamudeé.
No tenía ganas de contarle lo que había sucedido. No podía contárselo. No me
apetecía intentarlo siquiera.
—¿Estás seguro de que no quieres ir a la enfermería? Tienes mal aspecto. —La
señorita Starkling me puso la mano en la frente.
—No, estoy bien —mentí—. Só-sólo estoy un poco mareado… es que esta
mañana no he desayunado.
La señorita Starkling me creyó y me envió al comedor para que tomara algo.
Mientras atravesaba el pasillo aún podía sentir aquella mano húmeda que me
agarraba los dedos, aquel aliento caliente en mi cara y aquella fuerza fría guiando mi
mano por la pizarra escribiendo los números por mí. Temblé.
«Quizá papá tenga razón. Quizá sea verdad que leo demasiadas historias de
fantasmas»

Al salir de clase volví a casa solo. Quería pensar. Oí pasos detrás de mí. Pasos que
repicaban en la acera y corrían hacia mí.
—¡Sammy, espera!
Era Roxanne. Hice como si no la oyera. Seguí caminando.
—¡Sammy! —Roxanne me alcanzó, algo exhausta—. ¿Qué te ha pasado hoy?
—Nada.
—Algo te habrá pasado —insistió—. Te ha pasado algo en la clase de mates.
—Ahora no quiero hablar —le dije.
—Las mates se me dan muy bien —dijo Roxanne con aires de superioridad—.
Me gustaría mucho ayudarte, si no las entiendes.
—No… necesito… tu… ayuda —contesté con los dientes apretados. Comencé a
caminar más rápido, pero Roxanne seguía a mi lado. No hablamos. Al fin, Roxanne
rompió el silencio.
—Vayamos a la casa encantada el sábado por la noche. Para hacer nuestro trabajo,

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¿de acuerdo?
—Quizá, pero ahora tengo que irme a casa. Te llamaré más tarde.
Eché a correr y dejé a Roxanne en medio de la calle, observándome. Quería llegar
a casa.
Quería pensar en todo lo que había sucedido… solo.
Al entrar en casa me pregunté sobre la ventana de mi habitación. ¿Estaría abierta?
Antes de salir me había asegurado de que estuviese cerrada, pero eso no significaba
nada.
Empecé a subir las escaleras. Me detuve cuando oí maullar a Brutus en la cocina.
Siempre lo hace cuando quiere salir afuera.
—Está bien, está bien, ya voy.
Brutus comenzó a gimotear.
—Espérate un momento, Brutus. He dicho que ya…
Me detuve en la puerta de la cocina.
Ahí estaba Brutus, acurrucado en una silla.
Erizado. Enseñó sus dientes en un siseo amenazador. Le seguí la mirada y solté
un grito.
Un trozo de pizza flotaba por encima del plato… flotaba solo. Lo miré atónito
mientras iba subiendo más y más.
—¿Qui-quién hay ahí? —tartamudeé—. Sé que hay alguien ahí. ¿Quién eres?

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—¿Quién eres? —insistí.
Nadie contestó.
Clavé la mirada en la porción de pizza que flotaba en el aire mientras alguien la
devoraba, mordisco a mordisco.
—¡Dime quién eres! —grité—. ¡Me estás asustando!
Desapareció otro trozo de la porción de pizza flotante y después, otro.
—No, no está ocurriendo, no puede ser —murmuré. «Cerraré los ojos y cuando
vuelva a abrirlos comprenderá que me lo he inventado todo», me dije. También me
prometí que nunca más leería un libro de fantasmas ni vería una película de ciencia
ficción. Desapareció otro trozo de pizza.
Cerré los ojos y luego los abrí. La porción de pizza había desaparecido. Solté un
largo suspiro de alivio. Entonces me di cuenta de que había desaparecido porque
¡alguien se la había comido!
—¿Quién eres? —exigí saber—. Dímelo ahora mismo o te…
—Sammy, ¿con quién estás hablando? —preguntó mamá desde la puerta de la
cocina, mirándome.
—¡Aquí hay alguien! —exclamé—. ¡Alguien que está comiendo pizza!
—¡Ya lo veo! —dijo mamá—. Ya veo que se ha comido media pizza… antes de
la cena. Sammy ya sabes que no debes comer antes de cenar…
—¡Yo no he sido! —grité.
—¡Por supuesto que no has sido tú! —dijo mamá—. Ha sido el fantasma de esta
mañana, ¿verdad? El mismo que se comió tus cereales. Sammy, por favor, esto es
muy serio. Cuántas veces tengo que decirte que no piques nada antes de cenar. ¡Ya
eres lo suficientemente mayor para aprenderlo!
—Pero mamá…
—¡No hay peros que valgan! Quiero que subas a tu cuarto y ordenes tu habitación
—decidió mamá—. Esta mañana lo has dejado todo patas arriba. Haz el favor de
poner tu ropa sucia en el cesto y hazte la cama.
—Pero si ya es media tarde. A estas alturas no tiene sentido hacerme la cama —
me quejé.
—¡Sam-my! —Mamá entrecerró los ojos. Siempre lo hace cuando se enfada: y en
aquel momento los había entrecerrado mucho—. ¡Marchando!
Mamá abrió la nevera para coger un refresco. Me volví para salir de la cocina… y
la sangre se me heló.

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Detrás de mamá Brutus empezó a elevarse desde la silla de la cocina, flotando,
subiendo cada vez más y más alto. Volvió a erizarse. Miró al suelo y soltó un
maullido. Estiró las patas para saltar…
—¡Mamá, mira! —grité—. Mira a Brutus.
Mamá se dio la vuelta… demasiado tarde.
Brutus había aterrizado de nuevo en la silla.
Los ojos de mamá se entrecerraron más y más.
—¡Sube a tu cuarto, Sammy!
¿Qué podía hacer? Salí de la cocina, subí las escaleras, entré en mi habitación… y
la respiración se me cortó.
¡Mi cuarto! Mi cuarto parecía un vertedero. La cama estaba llena de cajas de
cereales esparcidos. Bandejas de comida grasientas y botellas de zumo reventadas
llenaban el escritorio, la cómoda, la silla… todo. Entré y oí un fuerte crujido. Miré
hacia abajo y refunfuñé.
Copos de maíz azucarados y palomitas alfombraban el suelo.
—¿Quién ha sido? —grité—. ¿¡Quién ha convertido mi habitación en un
basurero!?
Me dejé caer en la cama… y noté algo pegajoso en la parte trasera de mi
pantalón.
—¡Oooh, genial! —me quejé—. Gelatina y mantequilla de cacahuete.
Retire la manta para poder sentarme en un sitio que estuviese limpio y encontré
restos de espaguetis de la anoche anterior y alitas de pollo a medio comer.
—¿Quién ha podido ser? —Meneé la cabeza—. ¿Quién?
«¿También tiene este aspecto la habitación de Simon? —me dije—. ¿Y la
habitación de papá y mamá?» Corrí por el pasillo para comprobarlo. La habitación de
Simon estaba impecable, y la de papá y mamá, también. Regresé a mi habitación y
me quedé de piedra.
—¡Sammy! —dijo mamá poniéndose en jarras. La cara le ardía de enfado—.
¿Qué has hecho?

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—¡Yo… yo no he sido, mamá! —exclamé—. Yo no he puesto mi habitación patas
arriba.
—Un momento —suspiró mamá—. Si tú no has sido, ¿quién ha sido? ¡Yo no he
sido! ¡Tu padre no ha sido! ¡Simon no ha sido! Dime, Sammy, ¿quién ha sido?
—Qui-quizás haya sido Simon. —No se me ocurrió decir otra cosa, pero no debí
haberlo dicho.
—¡Primero dejas tu habitación hecha una pocilga y ahora intentas echar la culpa a
tu hermano! Sammy, te aseguro que no sé qué te pasa. No quiero que bajes hasta que
tu habitación esté perfecta. Tu padre y yo discutiremos luego qué hacemos contigo.
—Mamá se dio media vuelta para irse—. Y no bajes a cenar. Por hoy ya has comido
bastante…
Me quedé en medio de la habitación y escuché cómo los pasos de mamá se
desvanecían escaleras abajo.
—¿Cómo voy a limpiar todo este desorden? —me lamenté—. Voy a tardar un
año.
—Yo te ayudaré.
«¿Quién ha dicho eso?»
Miré hacia la puerta. No había nadie.
—En marcha, Sammy. —Una voz de chico me animaba—. Pongámonos en
marcha o no terminaremos nunca de limpiar.
Observé con desconfianza cómo una caja de cereales se elevaba flotando desde la
cama y ella misma se tiraba a la papelera.
—¿Quién… quién eres? —tartamudeé—. ¿Cómo sabes mi nombre?
Otra caja de cereales empezó a flotar y luego otra, y las dos se tiraron a la
papelera. Esperé a que el chico me respondiera, pero no dijo nada. Clavé los ojos en
la última caja de cereales, esperando a que también empezara a flotar, pero no se
movió.
—¿Dónde estás? —murmuré. Silencio absoluto.
Examiné mi cuarto buscando algún rastro del chico. ¿Adónde había ido? Oí un
crujido y me di la vuelta. Mi almohada planeaba en el aire y la funda se sacaba…
¡por sí sola!
—¿Dónde guardas las sábanas limpias, Sammy? Sabes, deberías hacerte la cama
por las mañanas, igual que Simon.
—¿De qué me conoces? —Mi voz comenzó a sonar más fuerte—. ¿Cómo sabes

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mi nombre? ¿Quién eres?
—Tranquilízate —dijo el chico—. No te preocupes. Llegué anoche. Sé cómo te
llamas por Roxanne.
—¿Co-conoces a Roxanne? —farfullé.
—No, no la conozco; oí cómo te llamaba cuando vino para hacer los deberes de
mates contigo.
—¿Qué… eres? —pregunté despacio. El corazón me latía a cien por hora
mientras esperaba su respuesta, pero no dijo nada—. ¿Qué eres? —grité—. ¡Dímelo!
¿Qué eres? ¿Eres un… fantasma?

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—¡Un fantasma! —El chico se echó a reír—. No creerás en fantasmas, ¿verdad?
—me preguntó.
—No, por supuesto que no —grité—. Yo no creo en fantasmas, ¡sólo creo en
chicos invisibles!
—Muy bien, muy bien, ya veo adónde quieres ir a parar —dijo—. No, no soy
ningún fantasma. Estoy vivo.
Un chirrido cortó el aire. Salté de la sorpresa y vi que mi silla se apartaba del
escritorio.
—Espero que no te importe si me siento —dijo—. Buf, qué calor hace aquí.
Los deberes de mates se elevaron desde la mesa y se abanicaron en el aire.
—¿Eres tú el que se dedica a abrir la ventana de mi habitación? —pregunté.
—¡Aha!… Aquí dentro hace un calor de mil demonios. ¿Por qué te gusta tener tu
habitación tan cerrada? —preguntó.
—¡Olvídate de la ventana! —dije—. ¿Qué quieres? ¿Por qué estás aquí? ¿Fuiste
tú quien puso mi habitación patas arriba?
—Bueno, verás… Supongo que me he pasado un poco. Estaba furioso, lo siento,
pero te ayudaré a recogerlo. —La voz del chico se volvió más suave—. Sólo quiero
ser tu amigo, Sammy.
—¡Esto es ridículo! —exclamé—. ¿Cómo diablos puedes ser mi amigo? ¡Si ni te
veo! ¡Eres invisible!
—Ya lo sé —dijo el chico. Parecía triste—. Soy invisible desde que tengo uso de
razón y por eso me resulta tan difícil tener amigos.
—Y… ¿dónde están tus padres? —pregunté.
—No lo sé. No tengo ni idea. Mis padres me dejaron aquí por alguna razón. No sé
adónde han ido. Sé cómo me llamo y nada más. Mi nombre es Brent Green y tengo
doce años.
«Brent Green, un chico invisible… y en mi habitación» Difícil de creer. He leído
montones de libros de ciencia ficción y creo mucho en todas esas cosas. Pero un
chico invisible en mi propio cuarto… ¡Caray!
—Brent, no sé si podemos ser amigos. Quiero decir que todo es muy extraño.
—Sammy, ¿con quién estás hablando? —Simon entró en mi habitación. Echó un
vistazo—. ¡Eh! Aquí no hay nadie. ¿Hablabas solo?
Me di la vuelta desde la silla.
—Exacto, Simon, hablaba conmigo mismo.

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No me apetecía en absoluto contarle a Simon lo de Brent. Todavía no. Quería
descubrir más cosas sobre él. Antes de contar algo a mi familia quería ser un experto
en personas invisibles.
—¡Sammy, estás loco! —Simon echó otra mirada a la habitación—. Chico, este
cuarto parece una cuadra. ¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así? No me extraña que
mamá esté tan enfadada. Te has metido en un lío, en un buen lío.
Simon recogió un hueso de pollo de la cama.
—¡Puaf! —Lo sostuvo con la punta de dos dedos y lo volvió a dejar en la sábana
—. ¡Esto es genial!
Caminó de puntillas entre los cereales esparcidos por el suelo y se acercó a mi
silla. La silla de Brent.
—No te sientes ahí… —intenté avisar a Simon, pero ya era demasiado tarde.

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Vi cómo la silla se escurria sola por debao de Simon y cómo mi hermano
aterrizaba en el suelo, sobre una mancha de gelatina de uvas, con la boca abierta por
el susto.
—¡Eso ha sido un truco cruel, Sammy! Se lo voy a contar a mamá.
—¡Yo no he hecho nada! —protesté—. No has alcanzado la silla, ¡es culpa tuya!
Simon se levantó con dificultad y salió de la habitación.
—¡Ja, ja! —rió Brent—. Muy buena ésa, ¿verdad, Sammy? Le he quitado la silla
cuando iba a sentarse…
Simon estaba abajo, contándole a mamá aquello tan terrible que le había hecho,
pero yo ya estaba metido en un buen lío, así pues ¿qué diferencia habría? Además,
ver caer a Simon no estuvo mal. Quizás eso de tener un amigo invisible no fuese tan
extraño, al fin y al cabo. Me refiero a que podría llegar a ser divertido.
—Dime, Brent, ¿qué tal es ser invisible? Quiero decir, ¿puedes atravesar cosas?
—pregunté.
—No —respondió él—. No puedo atravesar nada.
—¿Vas… eh… vestido? —continué. Brent se echó a reir.
—No te preocupes, Sammy, voy vestido —dijo, y luego suspiró profundamente
—. Sabes, soy un chico normal. Soy igual que tú… sólo que invisible.
«Soy igual que tu… sólo que invisible»
De pronto se me ocurrió una gran idea.
—Brent, ¿puedes hacerme invisible? Sólo un rato, para ver cómo es.
—Me gustaría mucho. Sería divertido, pero no sé cómo hacer invisible a nadie, lo
siento —se disculpó—. ¡Eh!, creo que será mejor que nos pongamos a trabajar otra
vez. Esto sigue hecho un desastre.
Brent y yo terminamos de recoger mi cuarto cuando sonó el timbre de la puerta de
casa.
Oí que mamá contestaba y a los pocos segundos Roxanne entraba corriendo en mi
habitación cargada con una buena pila de libros. Los dejó caer en el suelo con un
ruido sordo.
—Hola Sammy —saludó—. He venido para echarte una mano con los deberes.
He traído todos mis libros de mates.
—¡Qué bien que hayas venido! —dije, y Roxanne sonrió.
—Sabía que aceptarías mi ayuda.
—Para eso no. —Retiré los libros a un lado—. Quiero que conozcas a alguien. Se

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llama Brent… es invisible ¡y está aquí, en esta habitación!
Los ojos de Roxanne se abrieron como platos.
—¿Un chico invisible? —susurró.
—¡Sí! —exclamé—. ¡Está aquí!
Roxanne echo un vistazo a la habitación y gritó.
—¡Lo… lo veo!
—¿Ah, sí? —pregunté.
—¡Sí! —repitió, apuntando hacia el escritorio—. Lo veo, ¡está ahí delante!

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—¿Lo ves? —pregunté otra vez sorprendido.
Me volví hacia el escritorio y entrecerré los ojos mirando con mucho empeño,
pero no vi nada. Roxanne se puso a reír.
—¡Te cogí!
Me dio una palmada en el hombro muy poco amable y yo di un traspiés hacia
delante.
—Estoy cansada de este juego —refunfuñó Roxanne—. ¿Quieres que nos
pongamos a hacer mate o no?
—Pero… si no estoy bromeando —insistí—. Esto no es una broma.
Roxanne se dejó caer en la cama y suspiró.
—Te lo demostraré —le dije—. Observa.
Eché un vistazo a la habitación, intentando imaginar donde estaba.
—Brent, levanta del suelo uno de los libros de Roxanne —dije—. Demuéstrale
que estás aquí.
Bajé la vista hasta el suelo. «¡Espera a que lo vea! —pensé—. ¡Va a alucinar!»
Fijé los ojos en el montón de libros, esperando a que uno de ellos empezara a flotar,
pero no ocurrió nada.
—Brent, POR FAVOR —supliqué. Cogí un lápiz de mi escritorio y lo tendí hacia
delante—. Toma este lápiz y haz que flote por la habitación.
Nada. Roxanne puso los ojos en blanco.
—Por favor, Sammy, no tengo tiempo para estas bromas, además, no tiene ni
pizca de gracia.
—¿Brent? ¿Eh, Brent?
Era inútil. Brent no tenía ninguna intención de colaborar. Me dejé caer en la silla
del escritorio y levanté las manos hacia el techo.
—Gracias, Brent, muchas gracias.
—¿Estás listo para las mates? —preguntó Roxanne.
—No, no estoy listo —le contesté de mala gana.
—No hace falta que grites —dijo—. De hecho he venido por otra razón. —Se
levantó y recogió los libros de mates del suelo—. He venido para ver si el sábado por
la noche vamos a la casa encantada.
—No hace falta que vayamos a una casa encantada —grité—. Podemos hacer el
trabajo aquí, en mi habitación. Podemos hacer nuestro trabajo sobre Brent. Brent…
¡el chico invisible!

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—Sí, sí, sí… —Roxanne levantó la gran pila de libros del suelo—. El chico
invisible. Muy bien.
Me encogí de hombros, resignado.
—Sammy, escucha. Tenemos que empezar el proyecto. Será el mejor trabajo de
toda la clase. No… mejor aún. Será el mejor trabajo que se haya hecho en toda la
historia de la escuela.
—Roxanne, ¿podemos hablar de todo esto mañana? Ahora no estoy de humor.
Estaba cansado y hambriento. No había comido nada desde el mediodía y quería
hablar con Brent.
—¡No, no podemos hablar de esto mañana! —Me di cuenta de que Roxanne
empezaba la paciencia—. Tenemos que planificarlo ahora. El sábado por la noche
quiero ir a la Mansión de los Setos.
—¿Qué es la Mansión de los Setos? —pregunté.
Roxanne suspiró profundamente.
—La Mansión de los Setos es la casa encantada, la que está cerca de la
universidad. Se llama así. He leído todo lo que he podido acerca de ella.
Roxanne se puso a revolver entre el montón de libros.
—¡Aquí está! Éste es el libro sobre la mansión. ¿Quieres que te lea algo acerca
del lugar?
«¿Tengo elección?», me pregunté. Me recliné en la silla e intenté prestar atención.
Roxanne se colocó en medio de la habitación y empezó a leer.
—Existen muchas historias acerca de los horrores de la Mansión de los Setos —
comenzó—, pero lo cierto es que el horror se desató cuando los Stilson llegaron a la
ciudad y se instalaron en la mansión.
»Hacía años que en la casa no vivía nadie porque todo el mundo creía que estaba
embrujada. Setos altos y oscuros crecían a su alrededor, cercándola, escondiéndola de
los curiosos. Los setos crecían y se oscurecían, hasta que se tiñeron del color de la
noche y ensombrecieron las ventanas más altas.
»La gente de la ciudad sabia por qué los setos crecían de aquel modo. “La
voluntad del fantasma —decían— es mantener la mansión oscura y fría, tan fría
como su propio espíritu.”
»Todo el mundo lo sabía, todo el mundo menos los Stilson. Desde el mismo día
en que la familia se mudó, el fantasma de la Mansión de los Setos comenzó a visitar
cada noche la habitación de Jeffrey Stilson, que entonces tenía diez años. “Jef-frey —
gemía el fantasma—, Jef-frey… Llevo mucho tiempo esperándote.”
Y cada noche Jeffrey se despertaba temblando, asusado. Observaba en la
oscuridad de su cuarto, en busca del hombre que había detrás de aquella voz, pero allí
no había nadie.
»El niño contó a sus padres las visitas nocturnas una y otra vez, pero ellos no lo

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creyeron. “Jef-frey… Llevo mucho tiempo esperando —repitió la voz del fantasma
una noche muy, muy fría—. Te necesito.” “¿Qué quieres? —gritó Jeffrey—. “Dime
qué quieres…”
»Al oír la voz de Jeffrey el fantasma hizo acto de presencia. Era el fantasma de un
chico que había vivido hacía muchos años, dedujo Jeffrey al ver sus ropas: pantalón
negro, corto y holgado cogido bajo las rodillas, calcetines negros largos, zapatos
también negros, con hebillas plateadas y relucientes.
»Jeffrey se quedó mirando aterrorizado la camisa negra del fantasma. La manga
le colgaba vacía a un costado. Una manga sin brazo.
“]effrey, ven conmigo —gimió el espíritu—. Ven conmigo y sabrás el secreto de
esta casa espantosa”.
Roxanne cerró el libro y lo dejó encima de la cama.
—¿Qué secreto es? —pregunté—. ¿Cuál es el secreto de la Mansión de los Setos?
—No lo sé. Todavía no he llegado a esa parte —me contestó—, pero conozco a
gente que ha entrado en la casa y todos dicen que allí pasan cosas espeluznantes.
—¿Como qué? —pregunté.
—Dicen que las puertas se abren y se cierran solas.
Me quedé boquiabierto cuando la puerta que había detrás de Roxanne se abrió y
se cerró sola.
—Exacto, Sammy —dijo mi amiga—. Se te hiela la sangre sólo de pensarlo.
La puerta volvió a abrirse y a cerrarse.
«¡Muy divertido, Brent!», pensé.
—También dicen que los libros salen flotando de las estanterías —continuó
Roxanne.
Brent comenzó a hacer malabarismos dcetrás de Roxanne con tres libros de clase,
arriba y abajo, con el del medio siempre abierto… ¡justo encima de la cabeza de
Roxanne! No pude contenerme y me eché a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia, Sammy? —dijo Roxanne, frunciendo el ceño.
Levanté una mano para señalarle lo que ocurría a sus espaldas, pero los libros
volvieron a la estantería.
—Nada —suspiré.
—Bien, porque esto no hace ni pizca de gracia. Hablo muy en serio sobre nuestro
trabajo. Quiero que sea el mejor y que tú grabes en vídeo escenas fantásticas para
probar que el fantasma de la Mansión de los Setos existe realmente.
Mi videocámara se levantó del suelo y apunó a la espalda de Roxanne. Me puse a
reír de nuevo.
—¡Sammy! —exclamó Roxanne enfadada. ¡Para ya! Te voy a estrangular si no
dejas de reír. Este trabajo es muy importante para mí. No se trata sólo de la nota. Si
consigo encontrar a ese fantasma, ¡me haré famosa!

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—¿Qué has dicho? —Me quedé mirándola. Roxanne suspiró profundamente y
continuó—: Dicen que los fantasmas odian la luz y que si un rayo de luz enfoca
alguna parte de su cuerpo, el espíritu explota de rabia y destroza todo lo que
encuentra.
Oí un crujido suave. Mire alrededor de la habitación y vi que la bombilla de la luz
del techo daba vueltas por sí sola. Imagine que Brent se había encaramado a mi
cómoda y desenroscaba la bombilla.
—Roxanne, ¡rápido! —exclamé—. Mira al techo, ¿lo ves? Ahora creerás todo lo
que te he contado.

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—¿Lo ves, Roxanne? —salté de la silla, emocionadísimo.
Ahora Roxanne no tendria mas remedio que creerme. Señalé hacia la bombilla
mientras se desenroscaba… ¡sola!
—¡Lo ves! —grité—. Ahora me crees, ¿verdad? ¡Es el chico invisible!
Me di la vuelta. Me moría de ganas de verla expresión de sorpresa en su cara,
pero Roxanne no estaba en absoluto sorprendida. En realidad no le veía ni la cara.
Estaba de rodillas, con la cabeza bajada, recogiendo sus libros del suelo. Volví a
mirar al techo. La bombilla había dejado de girar.
—Roxanne, ¿por qué no has mirado? —exclamé—. ¡Te lo has perdido! ¡Tenías
que haber mirado!
—Tendría que haber escogido a otro compañero —refunfuñó Roxanne—. Estoy
harta de tus bromas estúpidas, Sammy.
Me dejé caer en la silla del escritorio. Roxanne se puso los libros en los brazos
con cuidado para que no se le cayesen y se dirigió hacia la puerta.
—¡Ahora lo entiendo! —dijo volviéndose para tenerme cara a cara—. Ahora
entiendo lo que estás haciendo.
—¿Eh?
—Si no quieres venir conmigo a la casa encantada, dilo, y en paz —dijo Roxanne
—. No hace falta que te inventes estas historias absurdas.
Roxanne estaba enfadada. Normalmente me gusta hacerla enfadar, pero esa vez,
no.
—Tonta —murmuró para sí—. Te crees que soy tonta. Me voy, Sammy. Os
dejo… a ti y a tu amigo invisible.
Y salió de mi habitación precipitadamente.
—Brent, ¿sigues ahí? —pregunté mirando por el cuarto. Nadie contestó, así que
salté de la silla—. Sé que estás ahí, Brent. ¿Por qué lo has hecho? —Cerré los puños
—. ¿Por qué no te has mostrado ante Roxanne? —grité furioso. Silencio—. De
acuerdo, de acuerdo, siento haber gritado, no era mi intención gritarte, de veras, sólo
quería que Roxanne me creyera.
Me senté otra vez y respiré hondo.
—Brent, ¿me has oído? Te he dicho que lo siento.
Silencio absoluto.
—Respóndeme, por favor —le supliqué—. Quiero hablar contigo, quiero saber
mas cosas sobre ti.

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La habitación seguía en silencio. Brent se había ido. ¿Para siempre?

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¿Se había ido Brent de verdad?
Me preguntaba si se habría marchado porque le había gritado. ¿Regresaría?
A la mañana siguiente, de camino a la escuela, seguía haciéndome las mismas
preguntas. Un chico invisible. «Ayer había un chico invisible en mi cuarto. ¡Uau!»
Resultaba difícil de creer.
La noche anterior había querido contárselo a papá y mamá, pero me castigaron
sin salir de mi cuarto, incluso después de haber recogido todo aquel desastre.
Fue culpa de Simon. Les dijo que le había tirado al suelo, y papá y mamá me
ordenaron que no saliera de mi habitación en toda la noche… y que pensara en la
suerte que tenía de tener un hermano pequeño.
Lo pensé durante un segundo y luego me pasé todo el tiempo pensando en Brent.
¿Qué quería realmente?, me preguntaba mientras el autobús nos llevaba a la escuela.
Él decía que quería un amigo, pero ¿debería creerle? Imaginaos que un chico aparece
en vuestra habitación, un chico invisible. Hasta aquí la cosa ya es muy rara, pero que
además os diga que quiere ser vuestro amigo…
De pronto empecé a pensar mal de él. «Seguro que quiere algo de mí, lo sé. He
leído toneladas de libros sobre fantasmas… monstruos… o como quiera que se
llamen y siempre buscan algo: tu cuerpo, tu cerebro, tu sangre, algo. Mi cuerpo, eso
es, tiene que ser eso. Brent es un fantasma que quiere engañarme para que me haga
amigo suyo… ¡y así poder robar mi cuerpo!» Temblaba sólo de pensarlo.
La noche anterior estaba demasiado conmocionado, demasiado sorprendido, para
tenerle miedo, pero ya había tenido tiempo suficiente para pensar y empezaba a
sentirme muy asustado.
¿Por qué razón había venido a nuestra casa, a mi habitación? «Quizá pueda hacer
un trato con él —pensé—. ¡Déjame en paz y te daré a mi hermano!» Sabía que Brent
diría que no, pero la idea me hizo sonreír, aunque no por mucho rato. Caminé hacia la
escuela y me detuve en las escaleras. Vi a Claire, una chica de mi clase, de pie al lado
de la fuente.
—Cuenta conmigo. Te acompañaré al salir de clase —oí que decía—. No te
preocupes, ahí estaré.
Me quedé boquiabierto; Claire estaba hablando con ¡nadie! Fui despacio hacia mi
taquilla. Un chico que conocía de la clase de arte forcejeaba con la cerradura.
—¿Por qué no se abre? —se quejaba—. Es la primera vez que se encalla.
Se volvió hacia la izquierda y dijo:

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—Muy bien, hazlo tú.
Pero a su lado no había nadie. También hablaba con alguien invisible. Miré el
largo pasillo. Estaba lleno de chicos. Chicos que hablaban. Chicos que hablaban con
otros chicos invisibles. «¡La escuela está llena! —me di cuenta con horror—, ¡la
escuela está llena de gente invisible!»

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—¡Sammy!
Me volví para saber quien me llamaba, rezando para que pudiera ver quién era.
Suspiré aliviado, era Roxanne.
—¡Roxanne! No te lo vas a creer… —empecé a decir, pero me callé.
Roxanne sonreía burlonamente. Se acercó a mí y se echó a reír Todos los chicos
del comenzaron a reír también.
—¿Se… se lo has contado a todo el mundo?
¿Has contado la historia del chico invisible a todo el mundo?
Roxanne intentó hablar, pero no pudo. Se estaba desternillando de la risa. Asintió
con la cabeza.
—¿Cómo has podido hacerme algo así? —vociferé.
—Cálmate —dijo Roxanne, dándome una palmada en el hombro—. Sólo era una
broma.
Nos ha costado mucho trabajo no echarnos a reír.
—Ja, ja —dije sin entusiasmo.
No le veía la gracia. «Te vas a enterar, Roxanne —me prometí—, no sé cómo,
pero te vas a enteran» Fui hacia clase cabizbajo y me senté rápidamente. Los otros
chicos llegaron en estampida, algunos seguían riendo. Cuando me vieron
representaron otra vez que hablaban con gente invisible. Me puse colorado.
—¡Pues sí que estáis parlanchines esta mañana! —dijo la señorita Starkling—. Ya
es hora de trabajar. Haced el favor de sacar vuestros deberes.
—¡Oh, no! —gruñí. La noche anterior no me había acordado de hacer los
deberes. Eché un vistazo al aula. Era el único que no los traía hechos.
—Por favor, pasad vuestros deberes hacia delante —dijo la señorita Starkling.
Claire se sentaba delante de mí y esperaba a que le diera mi trabajo antes de que
ella entregara el suyo. Le di una palmada en el hombro.
—No los he hecho —murmuré.
—Oh, oh —dijo—. Se los ha comido el chico invisible.
Todos los que estaban a mi alrededor soltaron una risita.
—Silencio, niños —nos avisó la profesora.
Recogió todos los trabajos y luego nos dijo que abriéramos el libro de
matemáticas. Escribió una ecuación en la pizarra—. Sammy, ¿te sientes mejor hoy?
—me preguntó cuando hubo terminado.
Asentí con la cabeza. ¿Qué más podía hacer? «No. Señorita Starkling hoy no me

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siento mejor porque anoche conocí a un chico invisible en mi habitación y ahora
nadie me cree. Todo el mundo está convencido de que estoy loco.»
—Perfecto —dijo ella—. Sal a la pizarra y enseña al resto de tus compañeros
cómo solucionar esta ecuación.
No tenía escapatoria posible. Me puse en pie.
—Tú no, Sammy —dijo la señorita Starkling—. Estaba hablando con él. —
Señaló la silla vacía que había a mi lado. Levanté la vista hacia la profesora,
sorprendido—. Tu amigo invisible.
Al oír eso toda la clase rompió en una carcajada. La señorita Starkling también
rió.
—Lo siento, Sammy, pero yo también tenía que tomar parte en la broma.
¿Lo siento? Yo sabía que no lo sentía porque se reía a mandíbula partida. Estaba
avergonzado, completamente humillado, y el día no había hecho más que empezar.
Por la tarde fue mucho peor.

A la hora de la comida me fui a la biblioteca. Solo. No estaba de humor para


escuchar más chistes sobre chicos invisibles, ni me apetecía hablar con nadie.
Saqué mi bocadillo de atún de la mochila y me lo puse en las rodillas para que la
señorita Pinsky, la bibliotecaria, no me viese. Está prohibido comer en la biblioteca y
no quería que me pillase. Todos en la escuela saben que cuando la bibliotecaria se
enfada… será mejor no cruzarse en su camino. Me acuerdo que una vez se enfadó
con Claire y le hizo escribir los resúmenes de cien libros, ¡de tres páginas cada uno!
Eso fue el año pasado, y Claire aún sigue escribiendo resúmenes. Me parece que sólo
ha llegado al libro número veinte…
Desenvolví el bocadillo y me quedé boquiabierto. El bocadillo comenzó a flotar.
—Brent, déjalo en su sitio —murmuré—. ¿Qué haces aquí?
Un mordisco desapareció del bocadillo.
—Estaba solo en tu habitación —comentó Brent—, y tenía hambre.
Dio otro bocado. Le arranqué el bocadillo, mientras miraba por toda la sala.
—No puedes quedarte aquí, ¡tienes que irte!
—Por favor, deja que me quede —suplicó Brent—. Estar en casa sin ti es muy
aburrido. Necesito un amigo.
—¡Todos creen que estoy loco! —comencé a levantar la voz—. ¡Loco de remate!
Los chicos de la escuela no paran de reírse de mí, hasta mi profesora se burla de mí.
No puedes quedarte, Brent, no puedes…
Una sombra se abalanzó sobre la mesa. Levanté los ojos. La bibliotecaria estaba
delante de mí, con el ceño fruncido, moviendo la cabeza.

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—¡Sssssssammy! —siseó—. ¿Con quién estás hablando? ¿Y por qué estás
hablando en la biblioteca?
Tragué saliva. Sus ojos se entrecerraron en dos rendijas furiosas y apretó los
labios con fuerza. Luego me miró las rodillas y preguntó sorprendida:
—¿Estás… COMIENDO?
Estaba perdido. Iba a pasar el resto de mi vida escribiendo resúmenes. «Gracias,
Brent, muchísimas gracias»
—¡Sammy! ¿Cómo has podido hacerlo? —exclamó—. ¡Has roto mis dos reglas
más importantes!
Me agarré al asiento, esperando a que se enojara de veras, pero no lo hizo.
—Esto no es propio de ti —dijo con voz más tranquila—. ¿Quieres consultar con
alguien del gabinete psicológico? Sabes, hablar solo es una señal de que algo te
preocupa.
Eché un vistazo a la biblioteca y vi que todo el mundo me miraba. Notaba que la
cara empezaba a quemarme y que me ponía colorado.
—No, estoy bien —insisti.
—Si hay algo que te preocupa, no tienes por qué avergonzarte de nada. —La
bibliotecaria se sentó a mi lado y todo el mundo comenzó a murmurar. Quería
desaparecer.
—En serio, no me preocupa nada —insisti, mientras volvía a meter el bocadillo
en la mochila.
—De todos modos, quizá debieras hablar con la psicóloga de la escuela —
prosiguió—. Estoy convencida de que te entenderás muy bien con la senorita
Turnbull. Le diré que irás a verla.
La bibliotecaria no se rendiría.
—Hoy no puedo ir después de clase. Soy del equipo de relevos de los Juegos
olímpicos —dije—. No puedo faltar ¡Todo el equipo depende de mí!
—Muy bien. —La bibliotecaria se levantó dispuesta a marcharse—. Pero quiero
que me prometas algo.
«Por supuesto —pensé—, te prometeré lo que quieras con tal de que me dejes en
paz. Ahora mismo.» Asentí con la cabeza.
—Quiero que vengas a verme si algo te preocupa, ¿lo prometes? —Me dio una
palmada en el hombro. Asentí de nuevo y la señorita Pinsky regresó a su mesa. Di
otro vistazo a la biblioteca para ver si los chicos seguían mirándome, pero ya no lo

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hacían: todos estaban muy ocupados hablando con amigos invisibles y riéndose.

Me cubrí los ojos. El sol brillaba con fuerza en la pista de atletismo. El cielo era
de un azul profundo y el aire templado, agradable, no muy caliente. El día perfecto
para participar en una carrera. Miré a las gradas con atención.
Rebosaban de chicos que venían de todas las escuelas de la ciudad. Todavía
llegaron más, que probaron a encontrar un hueco donde sentarse, pero las gradas
estaban abarrotadas. Los chicos gritaban, se empujaban, reían y bromeaban. Todos
estaban muy alborotados. Mi equipo se reunió en un extremo de pista y corrí para
unirme a ellos.
—¡Eh, Sammy! —me saludó Roxanne y chocamos los cinco—. ¡Un día perfecto
para la carrera! Sé que vamos a ganar, ¡lo presiento! —Y luego añadió—: Eso si tú no
lo estropeas.
—Roxanne, no es necesario que te preocupes por mí. Puedo correr y sacarte
ventaja siempre que quiera —le contesté.
Corrí una vuelta de calentamiento, rápida y firmemente. Tenía las pilas cargadas y
confiaba plenamente en mí. Tres de nosotros íbamos a participar en la carrera de
relevos.
Empezaría Jed, un corredor magnífico, alto, delgado, lo que le permite avanzar a
pasos de gigante. Después me tocaría a mí y Roxanne sería la última. Los tres éramos
los mas rápidos de todo segundo. No podíamos perder. La carrera estaba a punto de
empezar. Salté un poco para mantener los músculos calientes. Dirigí la vista hacia las
gradas y vi que algunos chicos me señalaban y se reían.
—¡Oh, noo! —me lamenté. «Sé de qué están hablando, de mi amigo invisible.
Cuando acabe la carrera vas a mantener una promesa que has hecho esta mañana —
me dije—. Te vas a vengar de Roxanne, no importa cómo. —Todos mis músculos se
tensaron—. Relájate, relájate» me repetí una y otra vez, doblándome hacia delante y
frotándome las piernas.
—Sammy, ¿estás listo? —Choqué los cinco con ]ed—. ¡Contamos contigo!
—¡Listo! —exclamé, pero no podía dejar de pensar en los chicos de las gradas
que se echaban a reír cada vez que me miraban, ni tampoco en la señorita Starkling y
en cómo se había burlado de mí, ni en la bibliotecaria, que creía que estaba loco.
Mis músculos se tensaron aún más. Me concentré tanto como pude para apartar
todos aquellos pensamientos dc mi cabeza. Seguí haciendo ejercicios de
calentamiento y los músculos empezaron a destensarse. Comencé a sentirme mejor.
El árbitro se colocó en su sitio y ]ed, Roxanne y yo nos alineamos en el orden en
que íbamos a correr. Los seis equipos de las otras escuelas también estaban
preparados. Todos esperábamos la señal del árbitro y tan pronto como tocase el
silbato, los primeros corredores darían una vuelta completa a la pista y luego pasarían
el testigo al siguiente corredor.

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Acostumbré mis ojos al arbitro. El corazón me latía muy rápido. Respiré
profundamente un par de veces.
El silbato sonó y la gente comenzó a animar cuando Jed despegó. Nunca le había
visto correr tan deprisa. ¡Era increíble! Roxanne y yo también lo animamos:
—¡Corre, Jed, cooorre!
Jed cruzó la señal que marcaba la mitad del recorrido antes que los otros
corredores y sólo aminoró cuando hubo terminado la vuelta.
Casi volaba, con el testigo por delante, alargándolo, para que yo pudiera agarrarlo
y saliera corriendo.
Oía cómo sus zapatillas de deporte aporreaban el suelo y levantaban una nube de
polvo detrás de él. Tenía la cara roja y los ojos abiertos como platos. Estaba a muy
pocos pasos de mí y me coloqué en la posición de salida. Alargué la mano y Jed
estiró su brazo. Tomé el testigo y los gritos de ánimo en las gradas se convirtieron en
un rugido. «¡Allá voy! —pensé—. ¡Corre!»

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Mis pies martillearon la pista. Balanceaba los brazos con fuerza y agarraba el
testigo con la mano derecha. Corría a grandes zancadas, arqueándome hacia delante,
cogiendo ritmo. Más rápido, más rápido de lo que nunca había corrido. Los vítores de
ánimo retumbaban en mis oídos: «¡Corre, Sammy, corre, corre, corre!», y eso me
hizo correr aún más rápido. La sensación era fantástica.
Miré por detrás de mi hombro sin bajar la velocidad. Estaba muy por delante de
todos los otros corredores. Crucé la señal que marcaba la mitad del recorrido y
aceleré. ¡Íbamos a ganar la carrera! ¡Esta vez sí! Me acercaba a la señal de los tres
cuartos y no estaba ni tan quiera cansado.
Los otros participantes se esforzaban en correr, detrás de mí. Me arqueé una vez
más hacia delante, pisando la pista dura y solté un suspiro de sorpresa cuando una
mano me agarró por el hombro y otra me cogió por la cintura.
—¡Eh! —grité y entonces me di cuenta de lo que estaba ocurriendo—. Brent,
¡lárgate! ¿Qué haces? —me quejé.
—¡Voy a ayudarte a ganar! —gritó sin aliento—. ¡Voy a demostrarte que soy tu
amigo! ¡Observa!
Y antes de caer en la cuenta de lo que ocurría, antes de que pudiera detenerlo, mis
pies se levantaron del suelo… ¡y eché a volar!

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—¡No, detente! ¡Bájame! ¡Bájame! —chillé, pero él no me hizo caso y me
levantó. Volé a un palmo por encima del suelo note como Brent tropezaba—.
¡Suéltame! ¡Suéltame! —grité.
Movía los brazos como un loco, intentando recuperar el equilibrio. Pataleé para
liberarme de Brent. Solté un grito furioso cuando me di de bruces contra el suelo.
Aterricé sobre rodillas y codos y luego me golpeé la cabeza con las puntas de ceniza
que trazaban el circuito. El testigo se me escapó de la mano, levanté los ojos y vi con
horror cómo rodaba por la pista.
—¡Ohhhhhhhh!
—Lo siento, Sammy —gritó Brent cerca de mí—. Yo sólo quería ayudarte, pero
tropecé.
Volví a levantar los ojos y vi a los otros participantes corriendo a mi lado. Íbamos
a perder. Fantástico. Levanté la vista hacia donde estaban Roxanne y Jed. Sus
miradas eran furiosas y me amenazaban con los puños cerrados. Me senté. Tenía los
codos pelados y las rodillas me sangraban.
—Brent, ¡cómo has podido hacer algo así! —me lamenté.
—Yo sólo quería ayudarte —repitió.
Otro corredor me salpicó los ojos de barro y ceniza. ¡Chof! Noté que una mano
intentaba limpiarme el barro. Moví el brazo y empujé a Brent con fuerza.
—¡Au! —exclamó—. No sabes perder. Ganar no lo es todo.
Abandoné la pista cabizbajo y al pasar por delante de las gradas unos cuantos
chicos me abuchearon mientras otros, la mayoría de los equipos contrarios, me
vitoreaban. Podía sentir las miradas ardientes de ]ed y Roxanne al acercarme donde
ellos estaban. Jed no abrió la boca. Estaba demasiado enfadado para hablar, pero
Roxanne no tuvo aquel problema.
—¡Cómo has podido, patoso! —gritó—. Hubiéramos ganado y tú lo has
estropeado todo. ¡Esta vez sí que lo has estropeado todo!
—¡No ha sido culpa mía! —exclamé—. ¡Ha sido el chico invisible!
¡Diab1os!, no pude haber dicho nada peor.
—¡Cómo me gustaría que tú fueras invisible! —gritó Roxanne.
«A mí también me gustaría ser invisible —pensé—. Éste tiene que ser el peor día
de toda mi vida. Brent me está complicando mucho la existencia. Quiza para otro
chico tener un amigo invisible sea divertido, pero para mí no lo es en absoluto. Tengo
que hacer algo con Brent —resolví—, y ahora mismo»

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—Vamos, Sammy. Sé bueno y mídeme. —Simon me uso una cinta métrica en la
mano.
—Ya te lo he dicho, Simon, no has crecido desde ayer ahora ¡dejame tranquilo!
Acababa de llegar a casa después de pasar el peor día de mi vida no tenía ganas
de medir a Simon.
—Mi proyecto es un fracaso. —Simon bajó la vista hacia el suelo—. Un fracaso
total.
Resultaba difícil no sentir lastima por Simon; se tomaba su trabajo demasiado en
serio. Intenté animarlo.
—Simon, no crecemos tan rápido —dije—. Quizá deberías estudiar cualquier otra
cosa. ¿Qué te parece medir a un cachorro? Los cachorros crecen más rápido que
nosotros, mucho más rápido.
—Pero nosotros no tenemos ningún cachorro —respondió él.
—¿Y qué me dices de Brutus? Podrías medir a Brutus —dije mientras sacaba a
Simon de mi habitación.
—Brutus ya no va a crecer más —gimoteó mi hermano pequeño—. Es demasiado
viejo.
—Ya veremos —dije—, quizá se me ocurra algo. Pero ahora necesito pensar… a
solas.
Le di un pequeño empujón para que saliera de mi cuarto y luego cerré la puerta.
Me dejé caer encima de la cama y me tapé la cabeza con la colcha. Quería
desaparecer. No podía mirar a nadie a la cara, ni a Roxanne, ni a mi profesora, ni a la
bibliotecaria, ni a nadie de primero.
Oí un ruido. Aparté la manta y vi que la ventana se abría.
—¡Uf! ¿Por qué hace tanto calor aquí dentro? —preguntó una voz familiar.
—¡Oh, nooo! —gruñí—. Has vuelto.
—Tranquilo, Sammy. ¿Por qué no salimos un rato y jugamos a la pelota o
hacemos algo?
No le des mas vueltas. Te aseguro que soy un lanzador muy bueno.
—Brent, tienes que irte.
—Buena idea. Salgamos de esta leonera. Vayamos a comer una pizza. Tengo
hambre —dijo—. Tú también debes de estar hambriento.
—Hablo en serio. Tienes que marcharte —dije con suavidad. No quería herir sus
sentimientos, sólo quería que se fuera.

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—Pero yo no quiero irme —contestó Brent—. Quiero ser tu mejor amigo, de
veras.
—Yo no puedo ser tu mejor amigo —le dije—. Las cosas no funcionan.
—Danos un poco más de tiempo —insistió él—. Juntos nos lo vamos a pasar de
miedo. Ya verás…
—¡Sammy, a cenar! —avisó mamá desde las escaleras.
—Voy abajo a cenar —dije a Brent— y cuando vuelva…
—Descuida, te estaré esperando —dijo.
Mientras bajaba las escaleras comprendí que no se marcharía nunca, nunca.
«¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a librarme de él?» Sólo podía hacer una cosa. Me
senté a la mesa.
—Papá, mamá, tengo algo importante que deciros.
Mis padres levantaron la vista de su plato.
Respiré hondo mientras ellos esperaban a que yo continuara.
—Hay un chico invisible en mi habitacíón y necesito vuestra ayuda. ¡Tengo que
deshacerme de él!
Tenía que decírselo. No sabía qué más podía hacer. Como padres eran muy listos;
al fin y al cabo eran científicos, y sabrían qué hacer para librarme de Brent.
—Ahora no, Sammy ——dijo mamá impaciente—. Tu padre y yo hemos tenido
un día muy duro. Hemos trabajado en el detector de moléculas durante horas y sigue
sin funcionar como debiera —suspiró—. Después de cenar bajaremos al sótano para
seguir trabajando un rato, así que termínate rápidamente la cena.
Ahora no tenemos tiempo para una de tus descabelladas historias.
Alguien me dio un puntapié por debajo de la mesa.
—Déjalo ya, Simon. —Miré a mi hermano.
—Yo no he sido —replicó con una sonrisa forzada—. Ha sido tu amigo invisible.
Genial. Simon, el Mutante Serio, intentaba ser gracioso. Le devolví la patada.
—¡Au!, me has hecho daño —se quejó.
—No ha sido culpa mía. Me di con tus piernas sin querer. Deben de estar
creciendo. ¡Rápido, midámoslas! —reí.
—Ja, ja. —Simon puso los ojos en blanco—. ¿E1 chico invisible es tan gracioso
como tu? —Y me envió otro puntapié.
—Simon… —empecé a hablar.
—¡Ya es suficiente! —gritó papá.
Me volví hacia él.
—Te lo digo de veras, papá. Es cierto que hay un chico invisible. Tienes que
creerme, necesito que me ayudes.
—Esta noche no, por favor —se quejó—. Tu madre y yo hemos tenido un día
muy duro.

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Lo intenté de nuevo.
—Podría ser peligroso. Está arriba y…
—Sammy, no quiero volverte a oírte hablar de este asunto. Lo digo en serio —
dijo papá—. Basta ya de historias para no dormir.
Y a eso le llaman unos padres listos. «¿Qué voy a hacer? —me pregunté mientras
mamá nos servía la cena—. Tengo que librarme de Brent pero ¿cómo?» Durante la
cena le di vueltas y mas vueltas y cuando mamá trajo los postres ya se me había
ocurrido una idea.

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—Brent, ¿estás ahí?
Alargué unos trozos de pollo envueltos en una servilleta. Esconderlos y sacarlos
del comedor me resultó muy fácí1. Papá Y mamá hablaron de trabajo durante toda la
cena. La refracción de la luz, ondas de frecuencia, lo de siempre. No me hicieron ni
caso y Simon estaba demasiado preocupado con su proyecto científico. Seguía
midiendo exactamente lo mismo. Llegó incluso a medirse las uñas de las manos, pero
tampoco habían crecido, así que cuando nadie miraba, envolví los trozos de pollo en
la servilleta, me los puse sobre las rodillas y oí cómo Brutus gemía.
A Brutus le encanta el pollo. Intento subírseme a las rodillas y clavó las uñas en la
servilleta. Volvió a gemir.
—¿No puedes hacer nada con ese gato? —preguntó mamá—. Tu padre y yo no
podemos pensar.
—Ven, Brutus. —Me deslicé la servilleta debajo de mi camiseta—. Subamos a la
habitación.
Salté de la silla e hice un gesto a Brutus para que viniera conmigo. El gato soltó
un maullido agudo y corrió en dirección opuesta. «¡Uau, Brutus sabe que hay algo
raro en mi cuarto! —pensé—. Estoy seguro de que ésa es la razón por la que ya no
duerme conmigo» Corrí hacia mi habitación y saqué los trozos de pollo.
—Brent, ¿no tienes hambre? —pregunté de pie sin moverme. Luego di una vuelta
alargando el pollo.
—Me muero de hambre, gracias. Muchas gracias. —Noté un ligero tirón cuando
Brent cogió la comida de mi mano. Después vi cómo la servilleta se desenvolvía sola.
—Hmmm, pollo frito. —Desapareció un buen trozo—. Esto está de muerte. Tu
madre es una cocinera magnífica. Gracias.
—La madre de Roxanne también es una cocinera buenísima —le dije—. Mucho
mejor que la mía. Siempre que puedo me quedo a comer en su casa. —Brent siguió
comiendo—. ¡Eh, se me acaba de ocurrir una idea genial! —exclamé—. Deberías ser
el mejor amigo de Roxanne. Ella necesita un fantasma para nuestro proyecto. ¡Tú
podrías ser el fantasma, eso le gustaría mucho! Tendría un fantasma en su propia casa
y tú te encontrarías muy bien allí, comiendo los magníficos platos que prepara su
madre. Puedo acompañarte ahora mismo.
Brent dejó de comer.
—No pienso ir a casa de Roxanne —dijo solemne—. Roxanne es una chica y yo
no quiero ser el mejor amigo de una chica, yo deseo ser tu mejor amigo… Y ya te he

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dicho que yo no soy ningún fantasma.
La servilleta vacía flotó hacia donde yo estaba.
—¿Queda más pollo? —preguntó—. Todavía me queda hambre… ¿Y qué me
dices del postre?

Me senté en la cama y esperé a que Brent su terminara su segunda ración de pollo


y el tazón de helado que conseguí subirle. Luego, lo intenté de nuevo.
—Brent, tienes que marcharte, tienes que irte de mi casa.
¡Pero yo quiero ser tu mejor amigo! —insistió—. No me iré nunca. ¡Nunca!
—¿Es que no lo entiendes? Yo no quiero que seas mi mejor amigo —le dije—. Ya
tengo muchos amigos… Al menos los tenía, hasta que tú apareciste. —Me levanté y
me puse a dar vueltas por la habitación—. Me estás complicando la vida. Quiero que
te marches. Quiero que salgas de mi casa y que no vuelvas nunca.
Silencio.
—¿Me oyes?
Más silencio.
—Sé que estás ahí, Brent. ¡Respóndeme!
—Por favor, ¿podemos hablar después? —contestó al fin. Estoy muy cansado.
Necesito descansar un rato.
La colcha de mi cama comenzó a doblarse y una mano invisible sacudió la
almohada.
—Oooooh —suspiró Brent—. ¡Tu cama es perfecta!
Ahí fue cuando perdí la paciencia.
—No, no podemos hablar después. Tenemos que hablar ahora mismo. ¡Quiero
que te vayas! —grité—. ¡Ahora!
—¿De verdad? —La voz de Brent cambió. Se volvió más profunda, más
mezquina.
—S-sí, de verdad —tartamudeé.
—¿Y qué pasaría si no me fuese? —preguntó.
Retrocedí un paso. No me gustó el tono de Brent. Parecía una amenaza.
—Y bien, Sammy, ¿qué pasaría si no me fuese? —repitió amenazante.
Retrocedí otro paso y noté que una mano caliente caía sobre mi hombro. Intenté
desembarazarme de ella, pero no pude. Brent era demasiado fuerte. Me agarró del
brazo y me apretó con fuerza.
—¡Déjame en paz! —grité—. ¡Déjame en paz!
Pero él comenzó a empujarme… ¡hacia la ventana abierta!

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¿Qué pretendía? ¿Tirarme por la ventana?
—Detente ¡Déjame, me oyes, déjame!
Empuje los brazos hacia arriba y me solté.
—Lo siento —susurró—. Sólo bromeaba. Ya sabes, a veces los buenos amigos
luchan un para divertirse.
—¿Divertirse? —exclame débilmente. El corazón me latía a cien por hora.
Comprendí que Brent era peligroso, que no estaba bromeando y que lo que realmente
quería era tirarme por la ventana.
Asustado, comencé a correr hacia la puerta, pero tropecé con su pie invisible y me
di de bruces contra el suelo. Antes de que pudiera ponerme de pie noté que sus
fuertes manos volvían a agarrarme.
—¡Suéltame! —grité aterrorizado.
—Solo quería ayudarte a ponerte en pie —dijo Brent, y me soltó. Me froté las
muñecas doloridas—. De veras, sólo quería ayudarte —insistió Brent—. Me crees,
¿verdad? Dime que me crees.
—Está bien, está bien —refunfuñé—. Te creo.
—¡Genial! —vitoreó Brent.
—Pero tienes que marcharte —le dije—. Todo el mundo cree que me he vuelto
muy raro. No puedo tener un amigo invisible que me siga todo el rato, que me hable,
que viva en mi habitación, así que vete. Te lo digo muy en serio.
—Pero yo puedo ayudarte —gritó Brent—. Ya te ayudé… con aquella ecuación.
—Oh, sí, por supuesto que ya me has ayudado —exclamé dando vueltas por la
habitación—. Me has ayudado a quedar como un idiota delante de todos mis
amigos… y de mi profesora. —Me estremecía sólo de pensarlo.
—De acuerdo, he cometido un error, un pequeño error —dijo Brent.
—¡Un pequeño error! —comencé a levantar la voz—. ¿Y qué me dices de lo que
ha pasado hoy en la biblioteca? Ahora la bibliotecaria está convencida de que estoy
loco y quiere que vaya al gabinete psicológico de la escuela… —No podía evitarlo y
le estaba gritando—. ¿Y en la pista de atletismo? ¡Lo estropeaste todo!
Me hiciste caer y perder la carrera. Has conseguido que defraude a todo el
mundo.
—Lo siento —dijo Brent suavemente—. Pensé que podría ayudarte a ganar. Sólo
quería darte un empujoncito.
—¿Un empujoncito? —grité furioso—. Te… te…

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La puerta del armario se abrió y mi cazadora nueva azul de béisbol de los
Yankees salió flotando.
—¡Menuda cazadora! —exclamó Brent—. Aunque me parece que las mangas son
un poco largas. No es mi talla.
La cazadora se escurrió de la percha.
—¡Dame eso! —Atrapé la cazadora al vuelo—. Vete de una vez. No quiero verte
más por aquí.
—Sammy, ¿a quién diablos estás gritando? —Mamá estaba en la puerta de mi
habitación.
—¡El chico invisible! —grité—. ¡Esta aquí! ¡Está aquí! Tienes que creerme…
¡Brent, di algo!
Silencio.
Mamá se acercó despacio, mirándome, moviendo la cabeza. Me puso la mano en
la frente y dijo:
—No parece que tengas fiebre.
—Mamá, no estoy enfermo. Me encuentro bien, y te estoy diciendo la verdad.
—No sé… —Su voz se apagó y me observó detenidamente—. ¿Adónde vas? —
preguntó.
—A ninguna parte —dije.
—Y entonces, ¿por qué llevas la cazadora en la mano?
Miré la cazadora.
—Oh… Sólo quería saber si todavía me viene bien —mentí… ¿Qué más podía
decir?
—Por supuesto que aún te viene bien. Te la compramos la semana pasada. —
Mamá me miró fijamente y volvió a ponerme la mano en la frente—. No sé —repitió
—. Últimamente estás muy raro.
Miró de nuevo a la cazadora y luego meneó la cabeza.
—Y ahora dime, ¿a quién gritabas?
—Eh… a nadie. Ensayaba mi papel… para la obra de teatro de la escuela.
—¿Participas en la obra de teatro de la escuela? —preguntó.
—Ehm… no, no exactamente —dije—. Ensayo por si me piden que participe.
—Sammy, si hay algo que te preocupa ya sabes que me lo puedes contar siempre
que quieras, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondí.
Mamá me puso la mano en la frente por tercera vez y movió la cabeza de nuevo.
—Estos últimos días tu padre y yo hemos trabajado mucho. Ya sé que no te
hemos prestado mucha atención, pero a partir de ahora las cosas van a cambiar y
vamos a estar por ti. En realidad, te observaremos muy de cerca.
«Fantástico. Papá y mamá me van a estudiar, como si fuera uno de sus proyectos

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científicos.»
—Sammy, aquí hace frío. —Mamá cerró la ventana y luego salió de la habitación.
—¿Sigues ahí, Brent? —pregunté.
—Sí.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué no has hablado con mi madre? —quise saber.
—Lo siento —dijo Brent—, pero no quiero que nadie más sepa que existo, sólo
quiero vivir contigo y ser tu amigo.
—Pues no va ser así —le contesté.
De pronto me animé. Mamá me acababa de dar una idea magnífica. Ahora ya
sabía qué tenía que hacer para librarme del chico invisible.

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Atravesé corriendo el pasillo hasta el cuarto de baño y abrí completamente el
grifo del agua caliente de la ducha.
¡Sí! Al cabo de pocos segundos el espejo comenzó a empañarse y abrí el agua
caliente del lavabo y de la bañera. ¡Caray, qué calor! Hacía más calor allí que en el
desierto del Sahara, pensé. ¡Genial!
Me sequé el sudor de la frente y volví a mi habitación a toda prisa. Me aseguré de
que la ventana estuviera bien cerrada y giré la válvula del radiador hasta que oí el
siseo ruidoso del vapor que se escapaba por todo el cuarto.
El sudor me resbalaba por el rostro mientras el aire húmedo y caliente del baño
llegaba a la habitación.
—Sammy, ¿qué estás haciendo? —se quejó Brent—. ¡Aquí dentro hace
demasiado calor!
Me puse a reír.
—Lo siento, pero así es como a mí me gusta.
Atravesé el pasillo corriendo y encendí el radiador de la habitación de mis padres,
luego el del cuarto de Simon y me asegure de que todas las ventanas estuvieran
perfectamente cerradas.
—¡Sammy, para! —imploró Brent—. ¡Hace demasiado calor!
Me senté en la cama y esperé. En mi labio superior se formaron gotas de sudor y
la camiseta, empapada, se me pegaba al cuerpo. ¡Perfecto!
—No… no puedo aguantarlo más. —La voz de Brent comenzó a perder fuerza—.
No… no puedo quedarme aquí. Hace… demasiado… calor.
Por encima de sus débiles gritos oí cómo la ventana se abría y supe que mi plan
había dado resultado.
Brent se había ido… por suerte.

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El sábado por la noche Roxanne y yo habíamos planeado ir al cine a ver El
espíritu de la escuela. Pero los planes cambiaron a última hora. Roxanne amenazó
con que si no la acompañaba a la mansión de los setos no volvería a dirigirme la
palabra y yo la creí.
—¿No puedes ir más rápido? —preguntó Roxanne—. Aquí fuera empieza a hacer
frío.
Tenía razón. Nos envolvía una niebla espesa y el viento soplaba con fuerza. El
aire húmedo de la noche me hizo temblar. Caminamos rápido, una manzana de casas
tras otra.
—Ya casi hemos llegado —dijo Roxanne mientras nos acercábamos a la esquina
siguiente—. ¿Estás listo?
Me encogí de hombros.
—Cuando quieras.
—Bien. —Roxanne se detuvo—. Ya hemos llegado.
¡Uau! Levanté la vista y me encontré con los setos más altos y más oscuros que
jamás había visto. Un muro de setos tan espeso que resultaba imposible ver a través
de él.
—Nun-nunca había visto unos setos tan altos —tartamudeé.
—«La voluntad del fantasma es mantener la mansión oscura y fría, tan fría como
el propio espíritu.» —Roxanne sonrió—. Me aprendí de memoria el trozo del libro
que te leí.
—¿Y cómo piensas entrar? —pregunté, al tiempo que buscaba un agujero entre
los altos arbustos.
—Tienes suerte de tenerme a mí como compañera —suspiró Roxanne—. Es que
no sabes nada…
Caminamos al lado de los setos hasta que llegamos a una pequeña abertura. Miré
dentro y ahí se erigía la mansión de los setos, una casa de tres pisos, alta y estrecha,
llena de ventanas, la mayoría de las cuales tenían los cristales hechos añicos, y de
cuyos marcos sobresalían bordes afilados de cristal.
¡Caray!, los setos llegaban hasta las ventanas del último piso… igual como el
libro los describía. Los listones de madera de la fachada se habían oscurecido y
podrido con el paso del tiempo. Sopló una ráfaga de viento. Los extremos de los setos
daban contra el tejado rompiendo el silencio junto con el ulular de las tablas.
Roxanne y yo saltamos hacia atrás… justo a tiempo.

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Vi cómo Roxanne temblaba. ¡Aquella casa era realmente fantasmagórica!
—No hace falta que entremos, si tienes miedo —le dije—. Aún estamos a tiempo
de ir al cine.
—¿Miedo, yo? ¿Te has vuelto loco? —exclamó ella—. ¡Vamos!
Roxanne subió los peldaños de piedra rotos que llevaban hasta la puerta de
entrada. La seguí, casi pegado a ella. Se dirigió hacia el porche de madera.
—Ten cuidado —dijo—. Estos tablones se bambolean un poco.
Alargó la mano hacia la puerta y giró el pomo despacio. La puerta se abrió con un
crujido… y entramos.

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Estábamos en medio de un vestíbulo enorme. Una lámpara de araña colgaba del
techo sobre nuestras cabezas y de ella pendían lágrimas de cristal; lágrimas cubiertas
de una espesa capa de polvo y telarañas. En aquel lugar hacía un frío terrible, mucho
más frío que fuera. Un olor agrio nos dio la bienvenida. Temblé. Busqué a tientas un
interruptor y encontré uno en la pared que quedaba al lado de la puerta. Intenté dar la
luz, pero no ocurrió nada.
—¡No funciona! —susurró Roxanne—. Hace años que aquí no vive nadie.
Enciende la linterna.
—¿Qué linterna? —pregunté.
—¿No has traído una linterna? Se suponía que tenías que traer una —murmuró
ella.
—Me olvidé —admití. Roxanne suspiró.
—Habrás traído al menos la cámara.
—Sí, aquí está. —Saqué la videocámara de mi mochila.
—Por suerte te has acordado de algo —murmuró. Iba a añadir algo más, pero en
lugar de eso dio un grito.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—¿No has oído nada? Algo así como un lamento… —preguntó excitada.
—No —contesté—. No he oído nada.
—Bueno —dijo—, acabamos de llegar. Me apuesto lo que quieras a que pronto
oiremos gemidos. Asegúrate de que la cámara esté lista.
Avanzamos hacia la sala de estar, hacia una niebla blanca y fría.
—No veo nada —susurré—. ¿Por qué hay tanta niebla aquí dentro?
—Mira. —Roxanne señaló una de las paredes por donde la niebla se colaba a
través de las grietas.
La niebla entraba a bocanadas estrechas y luego se esparcía y se arremolinaba
hasta llenar toda la estancia. Di otro paso. El viento rugió en el exterior. Algo blanco
voló hacia mí. Me eché para atrás: sólo eran las cortinas. Unas cortinas transparentes
y blancas que repiqueteaban contra las ventanas delanteras rotas.
Otra ráfaga de viento, esta vez más fuerte, retiró la niebla a través de las mismas
grietas por donde había entrado.
—Aquí no hay nada —dije. Me estremecí otra vez—. Subamos.
Atravesamos el comedor y la cocina para dirigirnos a las escaleras. Las dos
habitaciones estaban vacías y heladas. Recorrimos un pasillo largo, al final del cual

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encontramos las escaleras. La vieja barandilla de madera estaba astillada y
carcomida, trozos enteros habían saltado por completo.
—¿Preparado? —Roxanne palpó a tientas la pared al tiempo que empezaba a
subir.
Susurré un sí, aunque no estaba muy convencido. Me refiero a que sabía
perfectamente que aquella casa no estaba embrujada, pero todo estaba tan oscuro y
húmedo y vacío y lleno de niebla que… ¿quién no habría tenido un poco de miedo?
Mientras subíamos la escalera, los peldaños crujían bajo nuestros pies. El aire se
volvió más frío. Al final de las escaleras nos encontramos tres puertas y echamos un
vistazo desde fuera a lo que eran tres habitaciones pequeñas a oscuras. Suspiré
aliviado al ver que todas estaban vacías.
Subimos las escaleras que llevaban al tercer piso y dimos con una habitación
enorme: pero ésta no estaba vacía. Montones de ropa hecha jirones y de mantas
rasgadas cubrían el suelo.
Había tres cojines destripados, con todo el relleno esparcido por el piso,
abandonados contra una pared. Una silla de madera rota se apoyaba en un viejo baúl.

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—¡Suéltame! —chillaba Roxanne—. ¡Sammy, socorro! ¡Me ha atrapado! El
fantasma… ¡me está arrastrando!
Vi con horror cómo la cazadora de Roxanne volaba detrás de ella, estirada por
una mano invisible y fantasmagórica. Su cuerpo se retorció mientras el fantasma la
arrastraba y la llevaba dando tumbos por la habitación. Roxanne tropezó y cayó de
rodillas.
—¡Auuuu! —profirió un grito de terror. Cayó de cuatro patas sobre el suelo. Sus
ojos se abrieron llenos de pánico.
De pronto, me acordé de la cámara. «¡Esto hay que grabarlo!», me dije y la alcé.
La cazadora de Roxanne volvió a levantarse detrás de ella.
—¡Socorro! —gritó y empezó a dar vueltas en circulo. Vueltas y más vueltas,
cada vez más rápido, sin poder parar, con los brazos en alto y el cabello
enredándosele como loco. Intenté sostener la cámara con firmeza, pero no pude.
—¡Suelta esa cámara y ven a ayudarme! —gritó Roxanne sin dejar de dar vueltas
por la habitación.
—¡Aléjate de ella! —chillé—. ¡Déjala en paz!
Para mi sorpresa Roxanne dejó de girar, las rodillas se le doblaron y aterrizó en el
suelo ruidosamente.
—Oh. —Meneó la cabeza como si intentara sacudirse el miedo—. El fantasma de
la Mansión de los Setos… —comenzó, pero antes de que pudiera terminar la frase
empezó a flotar—. ¡Por favor, no! —suplicó Roxanne moviendo los brazos y
pataleando—. ¡Bájame! ¡Bájame!
El fantasma debió de soltarla, porque la chica se deslizó hasta el suelo y aterrizó
de rodillas. Antes de que se pusiera en pie un cojín se levantó del suelo y asombrado
vi que se apretaba contra la cara de Roxanne, que profirió un grito amortiguado.
—¡Socorro… no puedo respirar! El fantasma… ¡me está asfixiando!
—¡Nooooo! —exclamé mientras saltaba hacia ella—. ¡Nooooo! —Con un tirón
desesperado le arranqué la almohada de la cara—. ¡Vete a perseguir a otro! —grité.
Roxanne cayó al suelo. Aparté el cojín y me acerqué a ella, pero una mano fría
me agarró con fuerza por el brazo.
—Jeffrey… llevo mucho tiempo esperándote —dijo una voz ronca con aspereza.
¡El fantasma de la Mansión de los Setos! ¡Había hablado… me había hablado!
—Yo… yo no soy Jeffrey —dije atragantándome.
—Jeffrey… ¡llevo mucho tiempo esperándote! —Volvió a gemir y entonces noté

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cómo me elevaba del suelo. Antes de poder desembarazarme del fantasma, éste me
sacudió hacia delante y hacia atrás con tanta fuerza que creí que me descalabraría.
Quería gritar, quería enfrentarme a él, pero me agarraba tan fuerte, que sentía
indefenso…
Una manta que apestaba a agrio se levantó del suelo y me envolvió el cuerpo
presionando con fuerza. No podía mover ni brazos ni piernas. Pataleé. Me retorcí,
forcejeé con aquel trozo de ropa podrida. Finalmente caí de bruces al suelo. Una
carcajada estridente recorrió la habitación. Roxanne y yo nos levantamos y nos
dirigimos hacia las escaleras.
El fantasma nos perseguía y gemía.
—Jeffrey… llevo mucho tiempo esperándoos. Jeffrey… ¡volved!… llevo mucho
tiempo esperándoos.
Llegamos al segundo piso volando. El fantasma me agarró por la espalda.
—Ya te tengo, Jeffrey —murmuró con su voz áspera—. Llevo mucho tiempo
esperando en este caserón, mucho tiempo…
Sus manos frías me rodearon el cuello y me apretaron cada vez más fuerte, tan
fuerte que no me dejaban respirar.
—Yo… no soy… Jeffrey —dije medio ahogado.
Aquellas serían mis últimas palabras.

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Creí que serian mis ultimas palabras.
Todo se volvió rojo brillante. La habitación oscura empezó a dar vueltas y a
tambalearse detrás de aquel remolino rojo. Una explosión de estrellas me cegó; una
explosión tan blanca y tan brillante que me dolió la cabeza.
Intenté despabilarme abriendo y cerrando los ojos y las estrellas acabaron
desvaneciéndose en una mancha negra. Todo se convirtió en una mancha negra. «El
fantasma de la mansión de los setos se ha cobrado otra víctima», pensé. Pero no. No
exactamente. Alguien me agarró de la mano y me arrancó de aquella oscuridad.
—¡Sammy, vamos! —suplicó Roxanne con un susurro de terror—. ¡Vamos, estás
bien, está bien! —Y antes de darme cuenta ya me ha bía liberado. Nos pusimos a
correr de nuevo.
Bajamos las escaleras a toda prisa, atravesamos la sala de estar llena de niebla y
cruzamos el umbral de la puerta hasta el frío de la noche.
Respiramos de nuevo aquel aire de la noche tan frío, y tan dulce al mismo tiempo.
Respirabamos y corríamos. ¡Estábamos vivos! ¡Sí, vivos!, y nos alejábamos de la
mansión de los setos corriendo y con la boca llena del aire de la noche, un aire que
olía muy bien. Nunca había visto una noche tan hermosa. Roxanne corrió hacia su
casa. Observé cómo abría la puerta de par en par, se metía dentro y la cerraba de
golpe. Yo corrí hacia la mía, entré sin aliento y comprobé la puerta un par de veces
para asegurarme de que estuviese cerrada. Las piernas me temblaban, todo mi cuerpo
vibraba y se agitaba… ¡vivo! Subí corriendo las escaleras hasta mi habitación, me
senté en la cama y grité aterrorizado al ver la camisa negra que cubría la almohada.
¡La camisa negra del fantasma con un solo brazo!

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—Sólo es una camisa —dijo una voz con calma—. ¿Qué te pasa?
Me levanté de un salto y vi que un plato quedaba suspendido en el aire y que un
bocadillo desaparecía, mordisco tras mordisco.
¡Brent!
—No me negarás que he hecho un buen trabajo, ¿eh? —preguntó Brent entre
bocado y bocado—. Soy un fantasma alucinante. —Vi cómo la silla de mi escritorio
se movía sola—. ¡Ha sido un trabajo duro! —suspiró—. Estoy hecho polvo.
—¿Tú? —grité—. ¿Has sido tú?
—Lo sé, lo sé. Me ha salido muy bien —dijo—. Jeffrey… llevo tiempo
esperándote. —Y se puso a reír.
—Yo… yo… yo… —farfullé.
—No me lo agradezcas —dijo Brent—. En serio, no tienes que agradecerme
nada. Ahora harás el mejor trabajo de toda la escuela. Te dije que podría ayudarte, te
dije que podría ser tu mejor amigo.
—¡Oh, no! —exclamé—. Brent, ¿cómo has podido hacerme algo así? Me has
dado un susto de muerte. Has dado un susto de muerte a Roxanne. ¡Le has hecho
daño y casi la estrangulas!
—No tienes que agradecerme nada —repitió—, sólo quería demostrarte que
puedo ayudarte.
—¡Fuera de mi casa! ¡Largo! —le grité—. Lo digo en serio. ¡Fuera! —continué
chillando tan fuerte que la voz se me rompió—. ¡Largo! Casi nos matas. Quiero que
te vayas. Ahora. ¡Largo!
Me volví hacia la puerta y la señalé.
—¡Fue…!
Papá estaba en la puerta, muy preocupado.
—Sammy, hijo, lo siento, pero ya eres mayorcito para tener un amigo imaginario
—dijo.
—No, papá, tú no lo entiendes. ¡No es mi amigo! —grité—. ¡No es mi amigo!
Papá me rodeó los hombros con su brazo.
—Tranquilízate, intenta tranquilizarte.
Me llevo hacia la cama y me hizo sentar.
Hizo el ademán de acomodarse en la silla del escritorio.
—¡No te sientes! —grité—. ¡Él esta ahí!
Pero papá se sentó.

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—Respira hondo —me pidió—. Cálmate y ahora hablemos de ese amigo tuyo.
—¡Papá, no es mi amigo! Él quiere ser mi amigo, pero no lo es. ¡Me está
volviendo loco!
Aparté la camisa y me eché sobre la almohada. De repente, tuve una idea.
—¡Ya lo tengo! Me apuesto a que juntos podemos deshacernos de él. ¿Me
ayudarás, papá? ¿Me ayudarás a librarme de Brent?
—Sí, te ayudaré —respondió. Se levantó y me llevó hacia la puerta.
—Muchas gracias —suspiré aliviado. De pronto mis músculos se relajaron
cuando papá dijo que me ayudaría.
—Todo va a salir bien —dijo suavemente.
—Lo sé —dije—. Ahora estoy mejor.
—Perfecto, hijo, pero ahora dime, ¿qué te preocupa? ¿Sabes por qué te has
inventado a este amigo invisible… Brent?
Solté un fuerte gemido. Papá no me creía. Me llevó abajo.
—¿Adónde vamos? —dije, pero no respondió—. ¡Papá! —grité—. ¿Adónde me
llevas?

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—Papá, ¿adónde vamos? ¡Dímelo de una vez!
—Cálmate, Sammy. Tenemos una cita con alguien que puede ayudarte —contestó
al fin—. Tu madre y yo hemos hablado de tu problema con la doctora Krandall y va a
visitarte ahora mismo.
—¡Yo… yo no quiero ir al médico! —grité—. ¡Yo no necesito ningún médico!
—No te preocupes —dijo papá con una palmada en la espalda—. Hablar con la
doctora te gustará. Es muy agradable y comprensiva.
Corrió a la cocina para recoger las llaves del coche.
Comprendí que papá pensaba que yo me había vuelto loco. Estaba convencido de
que estaba completamente loco… y todo el mundo lo creía así. «No hay forma de que
pueda convencer a alguien de que Brent es real. Vivirá conmigo para siempre y me
hará desgraciado para el resto de mis días.» Alguien llamó a la puerta. Abrí.
—Hola, Sammy. —Era Roxanne—. Tenía que venir a verte —dijo—. Tenía que
hablar contigo sobre el fantasma. ¿No ha sido impresionante?
—Aha… impresionante —murmuré.
—No pareces muy emocionado. ¿Qué te ocurre? —Entró en la sala de estar y se
sentó en el sofá.
—Oh, nada, sólo que todo el mundo cree que estoy loco… nada más. —Me senté
a su lado. Brutus entró en la habitación y se acurrucó en mi regazo.
—¿Les has contado a tus padres lo del fantasma? ¿Por eso creen que te has vuelto
loco? No te preocupes, yo les diré que es cierto —me aseguró Roxanne—. Les diré
que lo vimos con nuestros propios ojos.
—No, si no es por lo del fantasma…
—Muy bien, Sammy, vamos. —Papá entró en la sala de estar con las llaves del
coche en la mano. Mamá y Simon le seguían muy serios.
—¿Adónde vas? —preguntó Roxanne—. ¿Puedo venir yo también?
—No, Roxanne. No creo que sea una buena idea —le dijo papá suavemente—.
Vamos a llevar a Sammy al médico. Últimamente ve cosas.
—Pero todo va a salir bien. —Mamá tomó la palabra. Me miró con una sonrisa
extraña en su rostro—. Los médicos saben qué hacer en estos casos.
—No hay razón para llevar a Sammy al médico —empezó a decir Roxanne—. El
fantasma…
—¿Tu amigo invisible es un fantasma? No me dijiste nada de eso —se sorprendió
mamá.

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—¿Tu amigo invisible? —Roxanne arqueó las cejas—. ¿Aún sigue en tu cuarto?
—Papá, espera… ¡no lleves a Sammy al médico! —exclamó Simon.
¡Uau!, esto sí que era una sorpresa. Simon estaba de mi parte.
—No lo llevéis esta noche —añadió mi hermano—. Ya lo llevaréis mañana,
porque seguirá estando loco y esta noche quiero que me ayudéis con mi trabajo de
ciencias. No crezco lo suficientemente rápido. Quiero que me ayudéis a pensar en
otro proyecto.
—Me temo que eso tendrá que esperar, Simon. Tu hermano necesita ayuda —dijo
papá secamente—. Sammy, nos vamos.
—¡Yo no voy a ningún médico! —grité—. Esperad. ¿Y si os demuestre que Brent
existe de verdad?
No les di tiempo a responder. Tenía un plan, un plan muy bueno. Si funcionaba,
me creerían. Tendrían que creerme. Corrí hacia el sótano, hacia la mesa de trabajo de
papá.
«¿Dónde está? ¿Dónde está?», busqué frenético. ¡Tiene que estar en alguna parte!
Barrí la mesa con la mano. Todo cayó al suelo, pero al fin di con él. El detector de
moléculas. Volví a subir.
—Esta luz te permite ver cosas invisibles, ¿no es cierto? —moví la luz en la cara
de papá—, de manera que si la dirijo hacia Brent, podremos verlo, ¿verdad papá?
¿Verdad?
—Quizá —respondió papá no muy convencido—. Pero Sammy…
Corrí a mi habitación. Todos me siguieron. ¿Funcionaría? ¿Saldría bien?

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—Brent, ¿dónde estás? Sé que estás ahí.
Todos entraron en mi habitación. Se me quedaron mirando mientras daba una
vuelta sobre mis pies despacio, a la búsqueda de una pista que me dijera dónde estaba
Brent.
—¡Brent! —lo llamé otra vez, pero no respondió.
Encendí el detector y recorrí todo el cuarto con él. No había ni rastro de Brent.
—Sammy, esto es absurdo —dijo mamá y buscó el apoyo de papá con la mirada,
pero él se limitó a encogerse de hombros.
Me arrodillé y recorrí el suelo de debajo de la cama con la luz. Brent había
desaparecido.
—Por favor, Sammy, apaga esa luz —suplicó mamá—. Estamos perdiendo el
tiempo. Tenemos una cita con la doctora.
No le presté ninguna atención.
—Brent, ¿dónde estás? ¡Sé que estás ahí! —dije—. Dinos dónde estás… ¡ahora
mismo!
Y por fin Brent habló:
—Por favor, por lo que más quieras, Sammy, no lo hagas… No quiero que me
veas.
Papá, mamá, Simon y Roxanne se quedaron boquiabiertos.
—¡Lo véis! —grité—. ¡Ya os lo dije! ¡Os dije que estaba aquí! ¡Os dije que no
estaba loco!
Peiné el escritorio, la cama y la cómoda con el haz de luz, pero Brent no estaba
allí.
—Brent, ¿dónde estás? Puedes decírmelo tranquilamente, no pasa nada, pero
tengo que demostrárselo.
—¡No, por favor! —gritó Brent—. ¡No quiero que me veáis!
Abrí la puerta del armario de par en par, dirigí la luz hacia dentro… ¡y lo vi!
—¡No! No puede ser. —No daba crédito a mis ojos—. ¡Eres… eres un monstruo!

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—¡Eres un monstruo! —grité de nuevo.
El detector de moléculas me temblaba en la mano y me obligue a mantener firme
el rayo brillante.
—Esta es la razón por la que mis padres me hicieron invisible —explicó Brent
suavemente. Pensaron que si no me veíais, sobreviviría.
Brent avanzó hacia mí con la luz dándole de lleno. Salté hacia atrás.
—¿Qué vas a hacer?
—¡Caray… es espantoso! —gruñió Simon—. ¡Puaj, sólo tiene una cabeza!
—Fijaos, sólo tiene dos brazos… y además, ¡son tan cortos! —exclamó Roxanne
—. No puede ni envolverse con ellos. ¿Cómo conseguirá mantenerse caliente?
—¿Y qué es eso que le crece encima de la cabeza? —señaló Simon—. ¿Por qué
no tiene zarcillos ni vainas succionadoras como nosotros? ¿Dónde tiene las antenas?
¿Y cómo es posible que vea con sólo dos ojos?
—Tranquilizaos todos —nos pidió papá—. No vas a hacernos ningún daño,
¿verdad, Brent?
—No, por supuesto que no —respondió él—. Yo sólo quiero ser amigo de
Sammy.
—¡Ni hablar! ¡Sé mi amigo! —exclamó Simon—. Te necesito para mi proyecto
científico. —Simon se volvió hacia papá—. ¿Puedo quedarme con él? ¡Por favor!
¿Puedo quedármelo para mi proyecto? ¡Lo necesito de veras!
—Eso no sería justo —contestó Roxanne—. Sammy lo vio primero.
—¡Todo el mundo a callarse! —ordenó mamá—. Brent… he visto fotografías de
tu especie en un libro de texto. Mmm… Vamos a ver… ¿Cómo os llaman?
—Soy un humano —respondió Brent avergonzado.
—¡Eso es! —Mamá chasqueó los dedos—. Ahora me acuerdo. Un humano.
—Puaj —murmuró Roxanne con cara de asco.
—Ya sé que soy feo —dijo Brent triste—. Por eso no quería que me vierais… —
Su voz se apagó.
Lo observé con desconfianza. Un humano.
Nunca había oído nada parecido. Giré mis cinco ojos hacia papá.
—Es cierto que es feo, papá, pero me gustaría quedarme con él —dije—. ¿Puedo?
Te doy mi palabra de que lo cuidaré bien.
—No, me parece que no, Sammy. —Papá lo estudió durante un momento—. Creo
que será mejor que lo llevemos al zoo.

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—¿Qué?… ¿Al zoo? —grité—. ¿Por qué, papá, por qué tiene que vivir en un
zoo?
—Bueno, allí se ocuparán mucho mejor de él —respondió papá—. A1 fin y al
cabo, los humanos son una especie en peligro de extinción.

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R. L. STINE. Nadie diría que este pacífico ciudadano que vive en Nueva York pudiera
dar tanto miedo a tanta gente. Y, al mismo tiempo, que sus escalofriantes historias
resulten ser tan fascinantes.
R. L. Stine ha logrado que ocho de los diez libros para jóvenes más leídos en
Estados Unidos den muchas pesadillas y miles de lectores le cuenten las suyas.
Cuando no escribe relatos de terror, trabaja como jefe de redacción de un
programa infantil de televisión.

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