Reflexiones Teologicas Sobre El Rosario, Fray Domingo Basso OP
Reflexiones Teologicas Sobre El Rosario, Fray Domingo Basso OP
Reflexiones Teologicas Sobre El Rosario, Fray Domingo Basso OP
REFLEXIONES TEOLÓGICAS
SOBRE EL SANTO ROSARIO
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TRADITIO SPIRITUALIS SACRI ORDINIS PRÆDICATORUM
REFLEXIONES TEOLÓGICAS
SOBRE EL SANTO ROSARIO
¿Puede hoy un teólogo permitirse reflexionar sobre la antigua plegaria mariana del san-
to Rosario? Daría la impresión de que, en el sentir de algunos, es algo poco serio y científico.
“Un teólogo no puede ocuparse de estas “mojigaterías”, y, si se atreve a hacerlo, recibirá como
premio una sonrisa irónica y compasiva. Más de cincuenta años consecutivos de estudio y de
enseñanza de la teología, en casi todos los niveles, pero especialmente en el campo de la moral y
en el diálogo entre ciencia y ética—creo—engendran ciertos derechos; por lo menos, el de tener
la libertad de no amedrentarse frente a las opiniones de moda. Quien ha visto pasar muchas
“novedades” sin pena ni gloria, ha aprendido por experiencia a distinguir entre lo perdurable y
lo efímero. Las modas siempre pasan; carecen de vitalidad y hondura; en el ámbito de la teolog-
ía quizás más velozmente que en los demás.
Existen detrás de los postulados teológicos tradicionales, verdades inmutables y ciertas
procedentes de un Espíritu infinitamente sabio, e interpretadas por un Magisterio infalible y,
por lo mismo, incuestionable. La Iglesia no es solamente una persona; es, además, una persona
inteligente. No es un inerte instrumento de la voz de Dios: el Espíritu Santo, cuya divina inspi-
ración la asiste, al mismo tiempo le confiere cuanto conforma una personalidad inteligente, es
decir, perfecta claridad de visión, perfecta conciencia de sus derechos y deberes, poder director
y motor, vigor y libertad, aptitud para la defensa y el ataque. De esta manera el Espíritu Santo
asegura a todas las fuerzas dispersas, integrantes del entramado vital de la Iglesia a través de
las edades y de las sucesivas generaciones, una continuidad milagrosa, caracterizada por una
memoria infalible y por una lógica exenta de error.
Ello no excluye, ni mucho menos, las contribuciones de los hijos de la Iglesia a la ilus-
tración del gran mensaje presentado por ella al mundo en el cumplimiento de su misión propia
y específica, como tampoco excluye las deliberaciones de los concilios y de los sínodos, o las
disputas de las escuelas teológicas. Pero el resultado de todas esas investigaciones privadas
nada agrega a la sustancia del mensaje. En todo caso, alcanzan para fundamentar, con
argumen-tos de simple conveniencia, los cánones conciliares o las definiciones pontificias; las
cuales, a su vez, se limitan a iluminar más intensamente tal o cual punto revelado: “El
Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar solamente
lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha
devotamente, lo cus-todia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe
saca todo lo que pro-pone como revelado por Dios para ser creído”.1
Estas expresiones significan que todas aquellas voces de teólogos y doctores son como
el acorde de un coro que acompaña el canto de un solista. Y nada más. O—si se quiere agregar
algo—esas formas de expresión, mientras la Iglesia no las sancione e incorpore, son como la
materia prima inconcebible sin la forma sustancial, independientemente de la cual no puede
subsistir. Y eso es singularmente verdadero cuando, por añadidura, se trata de propuestas que
la Iglesia se niega de modo decidido, una y otra vez, generación tras generación, a suprimir o a
incorporar en el acervo de su Tradición. También en la materia a tratar se aplica esta norma. El
rezo del Rosario no es una manera de orar popular e intrascendente. Su contenido, eficacia, y
conveniencia han sido sancionados repetidamente por la enseñanza del Magisterio Supremo y
de numerosos santos varones y mujeres con un prestigio superior y. en frecuentes casos, mucho
más compatible con el instinto de la fe, característico del pueblo de Dios, que el de los teólogos
“actualizados”.
El Papa León XIII comienza una de sus Encíclicas con las siguientes palabras: “El Apos-
tolado Supremo que nos está confiado y las circunstancias difíciles por que atravesamos, nos
advierten a cada momento e imperiosamente nos empujan a velar con tanto más cuidado por la
1
integridad de la Iglesia cuanto mayores son las dificultades que la afligen”. 2Al leer tan solemnes
expresiones, el atento lector se imagina de inmediato que el Sumo Pontífice intentará dar res-
puesta a cuestiones sociales de suma gravedad, reprobará errores teológicos o de otro tipo al-
tamente perniciosos, o advertirá sobre apremiantes necesidades del pueblo cristiano o de la
sociedad en general. Su interés se concentra aun más sobre el texto. Cuando, al continuar la
lectura, descubre sorprendido y estupefacto que tiene entre manos una larga disertación teoló-
gico-pastoral sobre las conveniencias y bondades del santo Rosario, una simple y vulgar plega-
ria, ejercitada desde hace siglos, pero hoy prácticamente abandonada por un cristianismo im-
permeabilizado ante el mandato de Cristo: “Es necesario orar siempre, sin desfallecer”. 3¿Dónde
está la novedad y la seriedad del asunto? Más se asombraría, sin embargo, el desinformado
lector si se enterara de que esa encíclica es una de las tantas publicadas por ese grande e ilustre
Pontífice, quien cada año de su largo pontificado, al llegar el mes de octubre, escribía una carta
apostólica a la Iglesia universal ponderando y recomendando el rezo del Rosario.
Pero no ha sido León XIII el único Papa en referirse con entrañable afecto a esta devo-
ción, antaño tan practicada por el sencillo y humilde pueblo fiel. Por el contrario, otros muchos
Sumos Pontífices, incluyendo a Juan Pablo II y a Benedicto XVI, han imitado a su antecesor en
la Cátedra de Pedro, elogiando calurosamente y con diferenciados estilos sus riquezas espiritua-
les y su eficacia sobrenatural. Hasta tal punto esto es verdad, que bien se podría confeccionar
un largo y completo tratado sobre el Rosario sólo utilizando los textos emanados del Supremo
Ma-gisterio de la Iglesia.
A partir de la Edad Media, la vida litúrgica del pueblo cristiano ha quedado estrecha-
mente vinculada con el rezo diario del Rosario por considerarlo—a mi juicio—adecuado ejerci-
cio de la debida piedad religiosa. Innumerables teólogos, maestros de la vida espiritual, funda-
dores de institutos religiosos, filósofos, científicos y literatos han alabado, de muy diversas ma-
neras y en muy variados tonos, las excelencias del que consideraron dulce e inseparable com-
pañero de las horas más intensas de su vida. Esa extraordinaria y frecuente aprobación debe
contar con sólidos fundamentos teológicos, teóricos y prácticos, de lo contrario resultaría inex-
plicable, como hoy lo resulta para muchos por desconocer tales fundamentos. El objetivo de
estas “reflexiones” es precisamente el de desentrañar el contenido de los mismos.
2 Supremi Apostolatus nº 1
3 Lc 18, 1
2
bles (de crecimiento y decrepitud) la Iglesia solamente puede conocer el primero, y tenemos
poderosas razones para proclamarlo, y todas surgen de nuestra fe en ella. Es eternamente joven,
fecunda y vigorosa: las crisis no pueden asustarla, ni debilitarla, ni corromperla. Podría pensar-
se que el fundamento de nuestra opinión es la experiencia histórica del pasado, ratificaciones
experimentales de su inexplicable resistencia. Y es verdad. La historia confirma nuestra convic-
ción, pero ésta no se apoya solamente en el pasado. Tenemos en cuenta también el futuro. La
Iglesia, como Cristo mismo, se sitúan por encima del tiempo y del acontecimiento. Los creyen-
tes nos confiamos sobre todo en la profecía de Cristo: “las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella”, y en su consoladora promesa de “permanecer con ella hasta la consumación de los
siglos”. Hoy quizás conocemos mejor su motivo profundo para formular tales profecía y pro-
mesa. Ese motivo es la realidad del misterio; no podrá encontrarse otro. En el Concilio Vaticano
II la Iglesia, preocupada por manifestarse una vez más al mundo, redacta lo que podemos lla-
mar una “profesión de fe en sí misma”: la constitución “Lumen Gentium”. En ella su primera
afirmación, escandalosa para este mundo incrédulo, es atreverse a decir, sin retaceos ni temores:
“Yo soy el misterio”.4Esa es la raíz de su propia y única fuerza. Si esto se acepta, se acepta a la
Iglesia; si esto se entiende, se entiende a la Iglesia. Si esto se rechaza, a Cristo se rechaza. No
vale la pena seguir leyendo. Porque es la razón y el respaldo teológico de nuestra manera de
considerar a la Iglesia, de nuestra confianza y de nuestro amor.
Y aunque la Iglesia sea también simultáneamente una sociedad humana visible, jerár-
quicamente constituida, incardinada en la historia de la humanidad, comprometida con los
avatares y fragilidad de sus miembros, aun de los más encumbrados (principales y más frecuen-
tes destinatarios de la censura de la sociedad circundante), no es principalmente eso. Primaria-
mente es “el quasi sacramento de Cristo”, pues lo prolonga biológica-místicamente a través de
los tiempos. Por esta estrecha relación con Cristo, único salvador y mediador, continuará sien-
do—pese a todos los obstáculos—el exclusivo instrumento válido de la salvación humana, im-
posible de lograr fuera de ella.5Los medios más eficaces de que dispone para realizar su cometi-
do (la salvación del mundo) son de carácter eminentemente sobrenatural proporcionados a su
fin. Su energía primordial procede de la asistencia del Espíritu Santo, su alma, que le fue conce-
dido el día de Pentecostés. Desde entonces, la Iglesia está permanentemente y de modo íntimo
unida a ese Espíritu. Y Él es, ante todo, Espíritu de santificación (aspecto especialmente subra-
yado por la “Lumen Gentium”).6Es el Espíritu Santo quien crea la “santa” Iglesia. No suprime
toda tara de la Iglesia visible, ni torna impecables a sus miembros, ni siquiera a sus jefes, pero
hace brotar un manantial: el torrente de la santidad corre como un río en medio de la Iglesia y
cada cual puede escoger con Dios el medio preferido. Por eso hubo tantos y tan distintos santos
y los seguirá habiendo, pese a todas las “crisis” de la Iglesia. Lo fundamental es sumergirse en
la corriente.
La Iglesia, peregrinante por el camino de los Apóstoles, es el testigo de la obra divina.
Testigo no es solamente el que ha visto o el que habla, sino aquel en quien se manifiesta la fuer-
za de Dios, garantía de su predicación. “Vais a recibir la fuerza del Espíritu Santo, que descen-
derá sobre vosotros, entonces seréis mis testigos”. 7Los Apóstoles daban testimonio de la resu-
rrección del Señor Jesús con gran fuerza.8San Pablo añade bellamente: “El reino de Dios no con-
siste en palabras sino en fuerza”.9¿Qué fuerza y de quién? La predicación no consiste en “dis-
4 LG cap. 1
5 “Extra Ecclesia nulla salus”. Esta antigua y célebre definición se aplica primariamente a la Iglesia como
sociedad invisible (“el misterio del Cuerpo de Cristo”), secundariamente ala Iglesia como sociedad visible.
Esta distinción, cuyo contenido es demasiado amplio para ser expuesto aquí, ahuyenta los resquemores
provocados por un reduccionismo inexacto. Pero es en sí misma absolutamente indiscutible.
6 Cf cap. IV
7 Hechos 1, 8
8 Ibidem 4, 43
9 I Co 4, 20
3
cursos persuasivos de la sabiduría humana, sino en una demostración del Espíritu, a fin de que
la fe se base no en la sabiduría de los hombres, sino en la fuerza de Dios”. 10Rotundamente: “el
Evangelio es la fuerza de Dios”.11Es el Espíritu quien, por la Iglesia, insufla su fuerza en el
mundo hasta sus confines geográficos e históricos “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz,
pero no sabes de dónde viene ni adónde va”. 12El Espíritu Santo lleva a la Iglesia. Su acción es
misteriosa (“no sabemos de dónde viene”); también lo es su dirección (“ni adónde va”); pero
inexorablemente la conduce bien a pesar de algunas apariencias, a pesar de los hombres. Creer
en la Iglesia es creer en el Espíritu Santo quien—repito—es su alma. Todo consiste en ser capa-
ces de “oír su voz”.
De esta espléndida enseñanza se siguen consecuencias no menos admirables, de orden
especulativo y práctico. Aceptarlas por la fe supone, al mismo tiempo, reconocer que la eficacia
de la actividad de la Iglesia surge—muchísimo más que de los elementos humanos indudable-
mente presentes—de la intimidad del misterio Trinitario manifestado a través de ella. El éxito
de su ministerio no se respalda, ni primaria ni exclusivamente, en la coherencia de sus enseñan-
zas, la sabiduría y competencia de sus gobernantes, la aptitud o adaptabilidad de sus estructu-
ras o su poder político de convocatoria. La Iglesia es ante todo el “Reino de Dios” que “no es de
este mundo”. La Iglesia no sería lo que es, ni podría lo que puede, si se la despojara de la energ-
ía divina de la gracia de Dios, derramada en el mundo por su intermedio. La Biblia nos ofrece
una bella metáfora para exponer este hecho; la gracia es para la Iglesia lo que su cabellera era
para el juez de Israel Sansón: el secreto de su poder. Por eso la Iglesia es siempre sorpresiva; en
las mismas circunstancias y parecidos problemas de la sociedad civil, sus soluciones son siem-
pre atípicas e inesperadas.
Penetremos un poco más hondamente en la razón esencial de este prodigio. Antes afir-
mamos que no se puede separar en la Iglesia lo invisible y de lo visible, lo espiritual de lo jurídi-
co. Debemos explicar por qué. Este “por qué” anima nuestra actitud de plena confianza ante la
Iglesia. “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión
con Dios y de la unidad de todo el género humano”. 13La palabra sacramento, de origen latino,
es equivalente a la de μυστήριov (misterio), de origen griego. Hubo una época en la que los
cristianos la usaron indistintamente para expresar la misma realidad; pero poco a poco se fue-
ron separando sus significados y, hoy, el Concilio Vaticano II las separa definitivamente. Así
misterio se utiliza para expresar la realidad íntima; sacramento, en cambio, es la manifestación
sensible o empírica de dicha realidad.14Así, pues, cuando decimos que la Iglesia es sacramento
queremos afirmar que la Iglesia visible es “signo” del misterio de la Iglesia.
No desearía pecar por excesiva abstracción, pero hay algo merecedor de un mayor in-
terés por nuestra parte para captar de cerca el hilo de este discurso. La noción de sacramento, en
la nueva ley, no es la de algo puramente significativo; todo verdadero sacramento implica una
real eficacia: causa lo significado en virtud de la humanidad de Cristo, cuyo instrumento es. En
este sentido, según lo enseñado desde el comienzo de la Iglesia y especificado sistemáticamente
por santo Tomás, la humanidad de Cristo es el sacramento primero y fontal, origen y causa de
toda verdadera sacramentalidad. Tocamos aquí el misterio mismo de la Encarnación. El Verbo
hecho hombre manifiesta visiblemente a Dios, es el “signo” o sacramento de Dios. “El que a mí
me ve, ve al Padre”.15Cristo, visible a los ojos de los Apóstoles, manifestaba al Padre invisible. Y
esa humanidad suya, convertida en instrumento del Verbo, contenía una inefable e infalible
eficacia redentora en la Persona del Hijo de Dios. A pesar de las débiles apariencias del signo de
10 Ibidem 2, 4-5
11 Rm 1, 6
12 Jn 3, 8
13 Lumen Gentium, nº 1
14 Cf LUCIO GERA, “El misterio de la Iglesia”. Comentarios a la Lumen Gentium, revista Teología, III, 2, n17,
p. 160
15 Jn 14, 7
4
la humanidad, Dios obraba en ella. Indudablemente la Encarnación entrañaba un riesgo: el de
no aceptar a ese hombre como Dios, poseedor del poder de Dios, de “todo poder en el cielo y en
la tierra”.16El riesgo existe de negarse a creer en Él. Y eso efectivamente sucedió. Primero lo
negó el mundo, su enemigo, juzgado ya “por no haber creído en Él”. 17Pero tampoco sus discí-
pulos llegaban a reconocerlo del todo: “¡Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, y todavía no
me conocéis”!18Esa incredulidad aún perdura.
Ahora bien, como Cristo es el sacramento del Padre, la Iglesia es como un sacramento
de Cristo, lo prolonga en la historia. Quien ve a la Iglesia, ve a Cristo. Ella, visible a los ojos de
todas las naciones, expresa y significa a Cristo invisible después de la Ascensión. Y, así como la
humanidad pudo empañar a la vista de muchos la divinidad de Cristo, así lo visible y lo jurídi-
co de la Iglesia pueden empañar a la vista de la sociedad humana la realidad del misterio por
ella significado.
No debemos extrañarnos de que algunos, mirando la Iglesia, no vean a Cristo. Muchas
clases de pantallas pueden interponerse entre ella y Él. Pero ni el éxito ni el fracaso de las distin-
tas generaciones componentes del entramado histórico de la Iglesia visible, pueden perfeccionar
o comprometer su realidad “mística”. Dichas generaciones pueden encarnar de manera diversa,
más o menos fiel, el ideal propuesto por Cristo y, de hecho así ha acontecido. Mas ello es sólo la
comprobación empírica de la mayor o menor estatura moral y espiritual alcanzada por los
hombres y mujeres que, en las diferentes épocas, han conformado o conducido la grey por Él
reunida. La Iglesia contemporánea ha tenido la valentía y la humildad de pedir perdón por los
errores del pasado. Y tal actitud sólo es verdaderamente posible en la Iglesia. ¿Por qué? Porque
la Iglesia, misterio invisible, está más allá del éxito y los desaciertos de la Iglesia sociedad visi-
ble, si estos se entienden en un sentido meramente temporal. Por eso mismo es inmune al fraca-
so de los hombres. Observemos el siguiente hecho: el Espíritu Santo que—según señalé antes—
crea la “santa” Iglesia, crea antes la “Iglesia”: convierte el cuerpo en un cuerpo organizado, en
un cuerpo con alma, provoca sus funciones, establece una subordinación de partes, hace circu-
lar por ese cuerpo un influjo unitario de gobierno o—según el término profundo de la teolog-
ía—el Orden sagrado. La elección de Matías sirve de signo inmediato a ese papel del Espíritu: la
Jerarquía es sólo su manifestación. Dios otorga una gracia social, un don colectivo, del cual
emana una muchedumbre de otros dones.
Cuando el misterio de la Iglesia es aceptado, creído y vivido tal cual es por una deter-
minada generación, entonces la Iglesia visible acrecienta sus filas, incrementa sus aciertos, forta-
lece su testimonio y lo torna eficaz, aumenta su prestigio ante el mundo. Pero si otra generación
lo olvida y lo traiciona, entonces se esteriliza y se vuelve inoperante, abrumándose internamen-
te con divisiones y enfrentamientos doctrinales. Cuando los mismos pastores han confiado en la
Iglesia sólo a causa de sus fuertes estructuras político-sociales, de su bien cimentada organiza-
ción, o de su poderío económico, olvidando que sin el Espíritu “nada es posible hacer”, enton-
ces se ha asistido a lamentables desastres morales, relajaciones y escándalos de toda índole. O la
Iglesia visible, como su parte integrante, es “auténtico signo sensible” del Misterio invisible y
gestora de la santidad de sus miembros, o esa generación fracasa irremediablemente, arrastran-
do consigo a muchos en su ruina. Dios substituye esa generación por otra más fiel. ¿O no lee-
mos, acaso, lecciones así en la historia? No sería de ningún modo necesario, ni conveniente re-
currir a las protestas de los heresiarcas. Bastaría leer los escritos de grandes místicos canoniza-
dos por la Iglesia como ―para poner un sólo ejemplo― “El Diálogo” de santa Catalina de Sie-
na.
La Iglesia peregrina recorre su sempiterno itinerario, ardua y fatigosamente, pasando
por altas cumbres y profundas hondonadas, es decir, por variados matices de fidelidad o de
16 Mt 9, 6
17 Jn 16, 9
18 Ib 14, 9
5
infidelidad a la vocación común, al llamado de su Señor, que diferencian entre sí a los cristia-
nos.
Mas, la vida mística comunicada a sus fieles por los sacramentos no disminuye ni pier-
de energías. El sol se va apagando, pero pasarán millones de milenios para que se apague del
todo. El radium va perdiendo energías, pero pasarán miles de milenios antes que se desgaste del
todo. ¿Podemos imaginar el agotamiento de la Iglesia, cuando la sabemos animada por el Espí-
ritu de Dios autor del sol y del radium? Cristo, cabeza de su Iglesia, vive en ella y en ella man-
tiene su infinita eficacia. Son significativas las palabras pronunciadas por Él al curar a la hemo-
rroisa: “Alguno me ha tocado, porque yo he sentido que una virtud ha salido de mí”.19Cristo
resucitado y sentado a la derecha del Padre, ¿tendrá menos virtud ahora que cuando curó a esa
enferma? Tratemos de descubrir las implicancias prácticas de esta colosal verdad. Creer en la
Iglesia es aceptar a Cristo; confiar en ella y amarla, es confiar en Él y amarlo.
En todas las épocas de la vida de la Iglesia han existido santos y pecadores; en algunas
prevalecen los primeros y en la mayor parte de las otras los segundos. Se ha de reconocer, em-
pero, que en todas ellas el Supremo Magisterio de la Iglesia ha permanecido adherido a esta
realidad mística, otorgando siempre prevalencia al influjo sobrenatural de la gracia y de la ora-
ción por sobre el kerigma o anuncio de la salvación en sus múltiples y variadas expresiones. Y
ello sucedió invariablemente, aun cuando quienes la enseñaron no hubiesen vivido en conso-
nancia con la verdad predicada, ni la ejemplificaran con su vida.
La encíclica “Supremi Apostolatus” es sólo una muestra de esa perenne realidad; fue
promulgada, como otras similares, en un momento caracterizado por ser uno de los culminan-
tes de la fidelidad a la misión encomendada por Cristo a sus Vicarios. Ciertamente no se trata
de una doctrina nueva. Pero nunca la Iglesia ha enseñado “novedades”. No hace más que reite-
rar, subrayar, custodiar, definir cada vez con mayor claridad la doctrina que le ha legado su
Señor. Pero lo novedoso de una enseñanza del Magisterio—se me ocurre pensar—reside en la
oportunidad de su formulación. Esta encíclica constituye una fuerte sacudida para la conciencia
moral de la cristiandad. Quizás con más elocuencia que las palabras hablan los gestos y las acti-
tudes de los Pontífices Romanos. Como aquel de S.S. Pío XI quien, deseando proponer otro
patrono de las misiones católicas—dimensión particularmente relevante del ministerio de la
palabra entre los pueblos todavía sumergidos en las sombras del paganismo—colocó, al flanco
del gran evangelizador de oriente, san Francisco Javier, a una humilde religiosa de clausura,
jamás salida del perímetro de su pequeño monasterio y casi totalmente desconocida por el
mundo, la monja carmelita descalza santa Teresita del Niño Jesús (de Lisieux). Quiso el Papa
juntar al fogoso heraldo con la mansa contemplativa, el silencio fecundo con la palabra trans-
formadora. ¿Cuál de las dos cosas es más necesaria y eficaz? “Ambas deben ir inseparablemente
unidas”, se me podría responder. Y es verdad. Eso me hacer recordar la enseñanza de santo
Tomás sobre la vida apostólica: si no brota de la abundancia de la contemplación, escasamente
sirve. El Angélico no hace más que explicitar el texto del Evangelio: “de la abundancia del co-
razón, habla la boca”. Ésta sola poco dice y convence menos. La intención del Sumo Pontífice
aparece claramente: demostrar que la Iglesia —Misterio invisible manifestado por signos sensi-
bles— confía principalmente en el poder de la plegaria, su arma más poderosa, el medio más
apto para conquistar su fin. El “euntes docete omnes gentes” está subordinado, para lograr efica-
cia, al “oportet semper orare”.
Esta es la primera verdad teológica supuesta en el rezo constante del santo Rosario. La
encíclica “Supremi Apostolatus” no es una exageración; es la traducción del genuino sentir de la
auténtica Iglesia de Cristo, la salvadora del hombre, la que lo libera a través de caminos por él
desconocidos, ininteligibles e insospechados. ¡Cuánto ha costado siempre, pero cuanto cuesta sobre
todo hoy, aceptar esta verdad! La tentación de la eficacia inmediata y de la transformación
19 Lc8, 43 sgts.
6
meramente social, ha amenazado endémicamente a los cristianos. En medio de estas conviccio-
nes, el poder maravilloso del santo Rosario no podrá ser descubierto.
20 Lc 2, 35
21 Ib 1, 38
22 ¡Qué grande, qué profunda enseñanza contiene la escena de la visita de María a su prima Isabel! Un
feto de seis meses de vida da saltos de gozo en el seno de su madre por la cercanía del Verbo encarnado
en un embrión humano de pocos días (probablemente aún no anidado): “¿De dónde que la madre de mi
Señor venga a mí? Porque así como sonó la voz de tu salutación en mis oídos, saltó de gozo el niño en mi
seno. Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor”. (Lc 1, 43-45). La
madre Teresa de Calcuta, al hablar en contra del crimen por aborto, solía hacer alusión a este texto.
7
Hijo. La dulce y serena doncella de Nazaret es ahora “la madre que está de pie” en la cumbre
del Gólgota, al lado de la cruz de su Jesús cual sacerdote concelebrante que ofrece, unido al
Sumo y Eterno sacerdote, el sacrificio de infinita eficacia, cuyos frutos es la primera en recibir,
comprender y aceptar. Dicho privilegio, exclusivamente suyo, no se le puede sustraer o negar.
Añade a su Maternidad Divina —al menos según la teología que profeso— aquellas dos gracias
antes mencionadas.
María corredime al mundo con Cristo. Sin lugar a dudas se trata de una acción total-
mente subordinada, surgida no de un mérito “de condigno” o de estricta justicia, como el de
Cristo, sino de un mérito meramente “de congruo” o de beneficio.23De todas maneras, no se
puede dejar de reconocer su participación en el sacrificio de su Hijo y en su finalidad. Además,
si por ella Él vino a nosotros y ella junto a él se ofreció por nosotros, ¿qué tiene de ilógico afir-
mar que por ella Él sigue viniendo a nosotros y nosotros yendo hacia Él? Ninguno de estos dos
privilegios, ni la Corredención ni la Mediación, es todavía dogma de fe. ¿Podrían llegar a serlo
un día? Personalmente me inclino por una respuesta afirmativa. Se trata de verdades conteni-
das en la Tradición de modo expreso, formal y constante. La antigua terminología escolástica las
denominaba “verdades próximas a la fe”, por lo cual negarlas es cometer un error “próximo a la
herejía”. El Concilio Vaticano II, si bien emplea el término “Medianera” en substitución del de
“Mediadora” (usado desde muy antiguo tiempo), para hacer comprender la distancia infinita
entre la Mediación del Salvador y la suya, ha confirmado la creencia en este privilegio mariano.
Semánticamente el matiz que separa ambos vocablos es muy tenue; lo importante es la inten-
ción del Concilio.
Por María nos llega toda gracia relativa a la salvación, de manera análoga a como, a
través de ella, nos vino la Salvación misma. De igual forma, por María llegan a Cristo y a Dios
nuestras alabanzas, peticiones y méritos. Jamás debemos “pedir” algo a María, con excepción de
que interceda por nosotros ante Aquel “de quien procede todo don perfecto”. Esa intercesión,
brotada de sus labios, tiene ante su Hijo un poder prodigioso desde el momento que decidió su
maternidad espiritual sobre nosotros. En efecto, es muy generalizada entre los Padres de la
Iglesia esta interpretación de las palabras de Jesús en la cruz durante los desgarradores momen-
tos de su agonía: nos deja en herencia a su propia madre. Todas las palabras de Cristo, enseñan
los buenos teólogos, son sacramentales, es decir, causan lo significado por ellas. Cuando el Se-
ñor, dirigiéndose a María y a Juan les dice: “Mujer he ahí a tu hijo, hijo he ahí a tu madre”,
causó realmente la maternidad de María sobre Juan (y en él sobre toda la Iglesia y sobre toda la
humanidad). “Mujer” la denomina primero, para luego llamarla “Madre”, queriendo manifes-
tar claramente que, siendo la mujer por antonomasia —la “nueva Eva”—, es también “madre
por antonomasia”. Así como Eva fue la madre de todos los vivientes por la naturaleza, de ma-
nera análoga María es la madre de todos los vivientes por la gracia. ¿No podrían aplicarse aquí
también las palabras de san Pablo: “Allí donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”?24In-
mensamente superior a la maternidad biológica de Eva es la maternidad espiritual de María. De
la misma manera y en los mismos grados en que los hombres pertenecen al Cuerpo Místico de
Cristo se hallan, simultáneamente, bajo la protección maternal de María, madre del Cuerpo
Verdadero y del Cuerpo Místico de Cristo.
La Iglesia de los creyentes, vale decir, la Iglesia militante, reconociendo el papel desem-
peñado por María en toda la economía de la salvación, pregona su Mediación universal y la
invoca en su liturgia de acuerdo con ese reconocido privilegio. “Madre de la Iglesia” María es,
por tanto, madre de todos los que ya pertenecen a la Iglesia y de los llamados a pertenecerle. Es
el “Icono” (imagen) escatológico de la Iglesia. Es madre, como la Iglesia, no sólo en virtud de un
título honorífico y glorioso que la colocaría en un pedestal o trono inaccesible, sino para servir-
23 Algunosteólogos españoles del siglo pasado (Sacras, Llamera) han hablado audazmente de un mérito
“de condigno por condignidad”. Expresión que no es el momento de explicar.
24 Rm 5
8
nos de llamada, de ejemplo y de ayuda. El ser madre no es un mero título, es una función. Ser
madre significa ser capaz de despertar la vida, de engendrar hijos parecidos a ella.
He aquí otra de las premisas teológicas supuestas en el santo Rosario, en cuanto devo-
ción mariana y en cuanto plegaria. En él se clama por la intercesión de la Madre, cuya súplica es
omnipotente merced a su asociación a la obra salvadora de su divino Hijo, de la mujer adminis-
tradora de los bienes sobrenaturales destinados a los hombres. María Santísima, adquirida esa
función maternal por los méritos de su humilde correspondencia a la gracia, ejerce con cuidado
la defensa de sus hijos que la invocan por medio del santo Rosario. Esa sencilla, simple, fácil,
modesta y aparentemente frágil plegaria posee todo el vigor, toda la energía y todo el poder de
aquella a quien se aplica la frase de la Sagrada Escritura: “es más fuerte que un ejército formado
en línea de batalla”. La confianza sin límites manifestada por la Iglesia Docente en la eficacia y
en la fuerza de esta oración aparece ahora sólidamente justificada.
9
Existen hoy religiosos y sacerdotes que han llegado al extremo de abandonar la oración.
¿Cómo explicar este fenómeno? Aunque es sumamente difícil, sin embargo intentaré describir
algunos motivos.
Tal vez se ha vivido, durante años de un formulismo más o menos voluntario, y viene
ahora una reacción de autenticidad. Alguien, por ejemplo, había confundido la oración con los
ejercicios de piedad. Un buen día se percata de que se ha estado equivocando al recitar
fórmulas que nada le decían al corazón, y de que su papel ha sido el de un mero “ejecutante”.
Sometido a examen el asunto, llega a descubrir la oración auténtica y experimenta tal hastío por
lo que ha venido haciendo, que decide abandonar la oración.
Es un modo de reaccionar lamentable pero auténtico. Tal ocurre a menudo en el matri-
monio: el marido abraza a su joven esposa y le susurra al oído: “¡Eres adorable. Te quiero con
locura!”. Pero, al cabo de cierto tiempo, se da cuenta de que su mujer no es tan interesante como
parecía, y se dice: “Está visto: no la quiero. Sé que obro mal al no quererla, pero va a ser todavía
peor no quererla y asegurarle encima que la quiero. Lo de «cuéntame otra vez tus embustes»lo
encuentro gracioso, pero utilizarlo yo como etiqueta de auténtica solución en mi vida me parece
ridículo”.
Tal razonamiento, aunque expresado así en tono humorístico, podría muy bien explicar
el comportamiento de ciertos cristianos que se retiran de la oración porque “no quieren vivir de
formalismos”. Lo malo es que pasan de una situación falsa a otra negativa. Puestos a elegir en-
tre la solución adoptada por ellos o la de perseverar en una oración engañosa, yo me inclinaría
por la primera. Felizmente, hay otras soluciones.
Pero también se debe reconocer que sucede algo de ilógico e incierto origen. ¿Sería te-
ológicamente inaceptable suponer que el concepto sobre el anacronismo del santo Rosario tiene
una génesis demoníaca? Pablo VI no dudó en afirmar: “el humo de Satanás ha invadido la Igle-
sia”. Como teólogo creo en el interés del diablo por lograr de los cristianos el abandono de la
oración, y en especial del rezo del Rosario. El demonio odia al hombre, envidia su posibilidad
de salvarse y quisiera verlo condenado junto a él. Jesús dijo a sus discípulos: “ante todo cuidaos
del diablo, porque desde el principio es homicida”. El éxito mayor del demonio —se me ocurre
pensar— es haber convencido a nuestros contemporáneos de que él no existe, que es sólo la
representación —muy probablemente morbosa— del mito del mal presente en el mundo. De
esta manera logra sorprender más desprevenidas e inermes a sus víctimas. Su odio por el santo
Rosario me parece lógico pues, al recitarlo, los hombres acatan el consejo de san Pedro: “Estad
alertas y velad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a
quien devorar, al cual resistiréis firmes en la fe”.26¿Se atreverá alguien a considerar “teológica-
mente infundadas” estas palabras del Apóstol?
26 I P 5, 8-9
27 II-II, 83, 1, 2m
10
un precepto positivo divino, claramente enseñado por Jesús. 28Puede cumplirse ese precepto de
diversas maneras y en distintos grados o niveles. Existe la oración del espíritu solo, y la del
espíritu a través del cuerpo. La del espíritu, como es lógico, se formula con la mente y el co-
razón (inteligencia y voluntad); la del cuerpo, convertido en instrumento del espíritu, se expresa
por él todo, pero, principalmente con los labios, es decir, con el medio más eficaz de comunica-
ción humana: el lenguaje.
Sea que elevemos nuestra mente y nuestro corazón a Dios en el espíritu, sea que le ala-
bemos, le demos gracias o le imploremos con la voz y los ritos corporales, siempre hacemos
oración. Por cierto, debe darse íntima conexión entre el espíritu y el cuerpo, a fin de que el len-
guaje corporal adquiera una razón de ser. Esto es común a toda actividad propiamente humana,
de lo contrario podría suponerse una dicotomía entre el cuerpo y el espíritu totalmente absurda.
Cuerpo y espíritu están unidos por un estrecho vínculo substancial. El hombre no es ni puro
espíritu, ni pura materia; espíritu y cuerpo deben operar armónicamente. No bien se intente
separarlos, en el ser o en la operación, se pretenderá suprimir al hombre. Lógicamente es siem-
pre primordial lo correspondiente al espíritu; pero el cuerpo es el ineludible vehículo para la
manifestación de la riqueza del espíritu. Nadie podría comunicar a otro el contenido de la ex-
presión “Te amo”, si ella no estuviera acompañada por algún signo que la pregone. Lo que
acontece es nuestras relaciones con los demás sucede también, análogamente, en nuestras rela-
ciones con Dios. Y si bien Él es el único competente para leer el interior de nuestro espíritu (lo
cual explica la posibilidad de una oración solamente mental) se hace, sin embargo, necesario
exteriorizar en algún momento el contenido del alma. “Por los signos exteriores de palabra y de
gestos, se mueve la mente del hombre en orden al conocimiento, y, por ende, también en orden
al afecto... La oración vocal es para cumplir un deber de justicia, como es servir a Dios con todo
lo que nos dio, es decir, con la mente y con el cuerpo... y debe ser la redundancia del afecto ve-
hemente del alma en el cuerpo”.29No se ha de aceptar sólo la conveniencia de la contemplación
y de la oración mental, sino también de la vocal, como su expresión litúrgica. Nunca una verda-
dera oración será solamente vocal, como no sería verdadero el amor si fuese proclamado con los
labios pero no sentido por el corazón. Pero tampoco se pueden excluir las palabras y los gestos
corporales, porque Dios debe ser adorado con todo el ser, alma y cuerpo.
11
creemos, con la boca proclamamos”. Las Avemarías y los Padrenuestros, repetidos incesante-
mente por nuestros labios, quieren ser una continua profesión de fe de lo rumiado por nuestro
corazón.
30 II-II, 188, 6
31 Supremi Apostolatus, nº 2
32 Santo Tomás, para afirmar esto, se basa ante todo en el texto de Lc 10, 42
33 En la Ética, L. X, n 12 (Bk 116b12). En realidad, Aristóteles habla de la especulación. Santo Tomás lo
aplica al concepto cristiano de contemplación.
34 1177a19 y siguientes.
12
Segundo, porque la vida contemplativa puede ser más continua, aunque no siempre en
el grado más elevado de contemplación... Por eso María (de Betania), símbolo de la vida con-
templativa, nos es presentada «continuamente a los pies del Señor».
Tercero, porque es mayor el deleite de la vida contemplativa que el de la vida activa. Y
así, dice san Agustín: «Marta se turbaba, María se deleitaba»
Cuarto, porque en la vida contemplativa el hombre se basta mejor a sí mismo, puesto
que muy pocas cosas son necesarias. Por eso dice el Señor:«Marta, te inquietas y te turbas por
muchas cosas».
Quinto, porque la vida contemplativa se busca por sí misma, mientras que la vida acti-
va se ordena a otra cosa...
Sexto, porque la vida contemplativa consiste en cierto descanso y reposo...
Séptimo, porque el objeto de la vida contemplativa es algo divino; el de la activa, algo
humano. Así dice san Agustín: «En el principio era el Verbo: he aquí a quien oía María; El
Verbo se hizo carne: he aquí a quien servía Marta».
Octavo, en la vida contemplativa se halla comprometido el entendimiento, lo más pro-
pio del hombre; en cambio, en los actos de la vida activa toman parte también las energías infe-
riores, comunes a nosotros y a los animales...
Cristo —añade el Angélico— agrega un argumento más cuando dice: «María escogió la
mejor parte que no le será arrebatada». Palabras que comenta así san Agustín: «No has escogido
tú un mal partido, pero ella escogió uno mejor. Oye por qué mejor: porque no le será arrebata-
do. Tú un día serás liberada del peso de la necesidad; en cambio es eterna la dulzura de la ver-
dad»”.35
Algunas veces los contemplativos deben abandonar la contemplación, para dedicarse a
la acción por las necesidades de la vida; pero tal cosa no debe hacerse con substracción de la
primera, sino sólo por adición de la segunda. 36
El mérito es efecto de la caridad, y la caridad para con Dios precede a la caridad para
con el prójimo. La contemplación “per se et inmediate” (de suyo e inmediatamente) pertenece a
la caridad para con Dios y la acción a la caridad para con el prójimo. Absolutamente hablando,
pues, por parte de la obra (“ex genere operis”) la vida contemplativa posee un mérito mayor.
Sin embargo, por parte de quien obra (“ex parte operantis”), puede suceder lo contrario, o sea,
“Puede darse el caso de uno que merezca más dedicado a las obras de la vida activa que otro
consagrado a las de la vida contemplativa. Por ejemplo, si por su gran amor a Dios consiente en
abandonar por algún tiempo las dulzuras de la contemplación para que se cumpla la voluntad
de Dios y por su mayor gloria. Y así dice el Apóstol: «Deseaba yo mismo ser anatema de Cristo
en favor de mis hermanos»;37al exponer lo cual dice san Juan Crisóstomo: «de tal modo el amor
de Cristo había empapado su alma, que abandonaba lo que por encima de todo más amaba, es
decir, estar con Cristo, con tal de agradarle así»”. 38Es una doctrina verdaderamente sensata, que
pone las cosas en su lugar respectivo. San Gregorio afirma “ningún sacrificio agrada más a Dios
que el celo por las almas”. Santo Tomás comenta hermosamente esta frase: “Se ofrece un sacrifi-
cio espiritualmente a Dios cuando se le consagra alguna cosa. Pero entre todos los bienes del
hombre, el más aceptable a Dios es el sacrificio del bien del alma humana. Se puede, pues, ofre-
cer a Dios, en primer lugar la propia alma...; y, en segundo lugar, las almas de los demás...
Cuanto más estrechamente une el hombre su alma a Dios o las de los demás, tanto más agrada-
ble es a Dios el sacrificio. Luego es más agradable a Dios que aplique el alma propia y las de los
demás a la contemplación que a la acción. Cuando se dice que «ningún sacrificio es más agra-
dable a Dios que el celo por las almas», no se antepone el mérito de la vida activa al de la con-
35 II-II, 182, 1
36 Toda esta enseñanza la toma de san Agustín y de san Gregorio.
37 Rm 9, 3
38 II-II, 182, 2
13
templativa; lo que se quiere decir es que es más meritorio ofrecer a Dios la propia alma y las
almas de los demás que cualquier otro bien exterior”. 39
Esta enseñanza tan profunda debe ser impartida a los fieles; así entenderán mejor —sin
quitar nada al resto de la doctrina— por qué la Iglesia incita tanto a los fieles al rezo del santo
Rosario.
El concepto del primado de la vida contemplativa es una enseñanza inicial de la Tradi-
ción católica.40Por ello me parece conveniente explicar con mayor tecnicismo esta enseñanza
para evitar los malentendidos.
Sobre el texto de Lc 10, dice Knabenbauer: “Por esta razón se nos pone delante de los
ojos que es óptimo, abandonadas todas las cosas terrenas, adherir a Dios de todo corazón”. De
manera semejante, según Lagrange, el texto contrapone la excesiva solicitud por las cosas tem-
porales y lo único necesario, es decir, oír la palabra de Dios y llevarla a la práctica. Por tanto, es
preferible María, que oye la palabra de Dios, a Marta que se distrae de oírlo. Explicar este texto
como referido a la vida activa y contemplativa es, al parecer, comunísimo. 41
Además de María y Marta, se encuentran otros tipos de ambas vidas, como Juan y Pe-
dro,42Isaías y Jeremías.43
En este tema se ha de distinguir cautelosamente la cuestión verbal y la real. No se pue-
de dudar que la terminología ha sido cambiada por los griegos. En lo referente a la cosa (la rea-
lidad) se distinguen completamente la contemplación de los filósofos y la de los místicos cris-
tianos.44
1 La distinción no se puede entender de la misma manera en unos y otros. Para Aristó-
teles es una división casi total, ni el fin, ni la misma beatitud, son comunes a ambas vidas; para
los cristianos, uno solo es el fin y el término: la vida eterna. Además, en la vía, tanto una como la
otra vida tienden a la perfección de la caridad. La diversidad no se da por parte del “finis cuius”
(Dios), y tampoco por el “finis quo” principal (la caridad), sino por parte de los medioselegidos.
Los contemplativos escogen los medios más directamente conducentes al amor de Dios, 45los
activos usan los medios más directamente ordenados al alivio de la necesidad, espiritual o cor-
poral del prójimo. Esto lo hacen por amor de Dios, si no sería una mera filantropía natural y no
la vida activa en sentido cristiano.
2 Más aun, en los filósofos la vida contemplativa a menudo se halla imbuida del espíri-
tu del egoísmo y desprecio de los demás. 46Tal egoísmo se halla totalmente ausente en la vida
contemplativa de los cristianos. Quien “en la intimidad del alma desea contemplar y ningún
cuidado pone en su prójimo, ninguna vida íntima tiene, ni una verdadera contemplación”. 47Pe-
ro mucho ayuda la práctica de la oración y de la penitencia al bien del prójimo y de todo el
cuerpo místico. Otra vez aparece la necesidad de la oración
Es posible, de todos modos, que algunos vean las cosas de otra manera. Lo enseñado
aquí sobre la “vida contemplativa”, les parece sostener que el fin primario de la vida consiste en
alcanzar la perfección en un sentido formal y técnico, es decir, cierta inmediata percepción de
Dios (Teoría). Así, en la vida presente, el conocimiento precedería a la caridad, lo cual es contra-
rio a la enseñanza del Apóstol. Por otro lado, esta denominación (vida activa, vida contemplati-
39 IBÍDEM, ad 3
40 Cf DE GUIBERT, Theologia Spiritualis, n 377
41 Hay una dificultad exegética en la traducción del “unum est necessarium” (Vulgata). Es menester esta-
blecer una comparación entre el texto latino y el griego
42 SAN AGUSTÍN, In Ioannem, tract.124
14
va) parece decir que la vida de los cristianos en el siglo es necesariamente inferior a la vida
monástica, de este modo se darían dos categorías de cristianos, una que convoca a la perfección,
y la otra no.
Pero esa no es, ni siquiera aproximadamente, una correcta interpretación de lo dicho. El
fin de la vida contemplativa no es cierta visión imperfecta de Dios en la vida presente, ni la
expectación de una revelación privada, ni el conocimiento de lo futuro (como a menudo aconte-
ció en la vida contemplativa de los griegos); es la perfección de la caridad, mas no de cualquier
modo, sino recurriendo a los medios directamente conducentes al aumento del amor de Dios
(como la oración). Domingo de la Santísima Trinidad señala la completa falsedad de que la ca-
ridad se subordine al conocimiento (Teoría) como medio al fin: aun en la excelentísima contem-
plación de los místicos “in via”, consta ser “más importante el acto de la voluntad o caridad,
que el del entendimiento”.48Este mismo autor añade: “El nombre de contemplación es equívo-
co, porque a veces significa ambos actos de la inteligencia y de la voluntad que componen la
vida mística,... y otras veces únicamente el acto del entendimiento del cual es solamente propio
el contemplar, aunque en esa unión sea menos perfecto que el acto de la caridad... ; sin embar-
go, se le aplica la denominación de contemplación, ya sea porque absolutamente el entendimien-
to es más perfecto que la voluntad, ya sea porque es simplemente necesario como guía del que-
rer y el amar”.49
Por consiguiente, la contemplación infusa del entendimiento más se comporta como pa-
sión emanante de la perfección de la caridad que como fin de la misma. Así la vida contempla-
tiva y la contemplación incluyen una perfectísima caridad, no sólo como causa eficiente, sino
también como especificativo del mismo conocimiento (el amor pasa a la condición de objeto).
Todos los cristianos son llamados a la esencia de la perfección, o sea, a la perfección de
la caridad.50Pero no todos escogen los mismos medios para lograrla. Además, la cosa se juzga
por parte de la obra (“ex parte operis”; así consideradas, las obras de la vida contemplativa son
por su especie más perfectas), no por parte del que obra (“ex parte operantis”), pues, en ese caso
acontece que algunos en la vida activa más complacen a Dios por sus obras que algunos con-
templativos. Tampoco se excluyen de la esperanza de la vida mística a algunos consagrados a la
vida activa. Es posible que algunos de quienes abrazaron la vida contemplativa, nada tengan de
verdaderos contemplativos y viceversa. Consecuentemente, dado que la contemplación mística
pertenece a la esencia de la caridad perfectísima en el estado de unión perfecta con Dios, bajo
ningún motivo se excluyen de ella a quienes se dedican a la vida activa. Lo aquí sostenido es
que todos los cristianos deben aspirar a la contemplación en algún grado, aun sin abrazar el
“estado de vida contemplativa”. Y a eso ayuda enormemente la recitación habitual del santo
Rosario.
15
era por demás elocuente al interpretar su simbología. Cada una de las preces componentes del
santo Rosario, en cuanto oración vocal, son como rosas arrojadas por los fieles a los pies de la
Madre de Dios. Es muy antigua y frecuente la costumbre de hablar por medio de las flores; su
lenguaje es el del amor. Mal que pese a los espíritus prosaicos y groseros, los enamorados con-
tinuarán utilizando ese lenguaje, lleno de poesía y belleza, porque las flores pueden expresar los
sentimientos del corazón, inenarrable con los labios. Los amantes ofrecen flores. Y nadie les
reprocha por eso, ni se les pregunta si acaso piensan que no son variadas ni entretenidas. No;
todos comprendemos el encanto de las flores, su elocuencia y dignidad, su agradable perfume,
sus variados matices distintivos. Un ramo de rosas rojas es símbolo de un amor intenso; y el
amado percibe lo que el amante intenta decirle al enviárselo. Adornamos con flores nuestras
casas y habitaciones. Y nadie se atreve a reprobarnos; por el contrario, alaban nuestro buen gus-
to y nuestro sentido estético. El tierno recuerdo de nuestros queridos difuntos, la tristeza expe-
rimentada por su definitiva ausencia, los traducimos con el delicado idioma de las flores. Y
¡cuán elocuentes son esos ramos y coronas! Unas veces entretejidos con flores fastuosas otras
veces con humildes lirios del campo “más bellos que Salomón en el esplendor de su gloria”. Su
delicada fragancia, su frágil y matizada hermosura, son emblemas de los sentimientos más pu-
ros y elevados del alma humana. Solemos cortar las flores más lozanas de nuestros jardines para
colocarlas en los altares o frente a las imágenes de nuestra devoción. Cuando se ofrecen a Dios
se convierten en elementos litúrgicos expresivos de nuestro anhelo de reconocer, mediante la
ofrenda de los productos más sublimes de la naturaleza, su soberanía y su dominio creador
sobre todas las cosas. Así manifiestan la profundidad del alma religiosa y el propósito de adorar
y de alabar a Dios. ¿Quién se atrevería a censurar la excelencia de esos procederes? Y, sin em-
bargo, son siempre las mismas flores; las rosas son siempre muy parecidas las unas a las otras.
Pero, al mismo tiempo, son distintas. Por más que se asemejen, hay invariablemente un matiz
distintivo en cada una de ellas. Cuando una se marchita, ya disponemos de otra recientemente
florecida en el rosal para substituirla y continuar oyendo su lenguaje. Jamás he escuchado decir
por eso que las flores son aburridas y monótonas; nunca he visto despreciar una flor por ser tal.
Y, si lo hacemos, adivinamos de antemano la severa censura de todos por nuestra incapacidad
de admirar la belleza. El alma tierna sabe descubrir los matices de las flores, reconocer la dife-
rencia de cada uno de sus pétalos y la irisada armonía de sus colores. Cada flor es un acorde
distinto en la maravillosa sinfonía de la Creación.
Y ahora, ¿osan negarme que más viva y más hermosa que una flor, ofrendada al Altísi-
mo pero nacida de un tallo sin conocimiento, es una plegaria brotada de un alma creyente y de
un corazón amante? ¿Por qué, si aplaudimos a los fieles por colocar sus flores a los pies de los
altares (probemos impedirlo a los novios el día de su desposorio: ¡veremos qué sucede!), vamos
a reprocharles por depositar sus Padrenuestros y Avemarías a los pies de su Santísima Madre?
Como las naturales, también esas rosas espirituales poseen sus propios matices forjados en el
dolor y la alegría, en las frustraciones y las esperanzas, en el arrepentimiento y la acción de
gracias, en el desaliento y el consuelo. El Rosario, aun en cuanto oración vocal, es todo lo con-
trario a una recitación monótona, inexpresiva o fastidiosa de unas preces aprendidas de memo-
ria, como algunos lo ven. No; es la manifestación de la infinita variedad de los sentimientos de
quien lo reza con fervor. Los espíritus magnánimos saben descubrir esa variedad y la respetan.
¿No se habrá perdido la finura intelectual para comprender el lenguaje de quien intenta, me-
diante el santo Rosario, dialogar con Cristo y con su Madre? El desprecio por el Rosario, ¿no se
deberá a la grosería en la cual se han sumergido los juicios de algunas inteligencias, al enfria-
miento de su amor y al debilitamiento de su fe? El que ama verdaderamente no se cansa nunca
de escuchar las declaraciones de amor y de hacerlas. Quienes se aburren con ellas, demuestran
haber dejado de amar. Como san Agustín, podría repetir: “quien ama entiende lo que digo”. No
tienen el mismo tono ni la misma intensidad las Avemarías del Rosario de una madre orando
por su hijo en peligro de muerte, o las de aquella que agradece a Dios la próxima ordenación
sacerdotal del suyo. No posee la misma carga emotiva el Rosario de una monjita contemplativa
16
intercediendo ante Dios por la conversión de los pecadores y el bien de la Iglesia desde la sole-
dad y el silencio de su claustro, y el del médico cristiano que pide por sus pacientes y colabora-
dores. Suena distinto el Rosario de un labrador mientras abre el surco para sembrar, el de un
obrero carente de trabajo, el de un industrial anhelante de practicar la justicia, el de un ministro
de Dios recordando a sus fieles o el de un buen estudiante encomendándose a la ayuda divina
para el éxito de sus exámenes. ¡Dejemos, pues, a las almas generosas recitar y meditar en paz su
santo Rosario! ¡No turbemos la unción de su plegaria con estúpidas innovaciones! ¡No interfi-
ramos la acción del Espíritu de Verdad con la mentira! ¡Dejemos más bien a un lado nuestra
frigidez, soberbia y falta de piedad y recemos también nosotros —aficionados de las malsanas
innovaciones doctrinales más que verdaderos teólogos— el Rosario con humildad y confianza!
¡Y pongamos, también nosotros, las rosas de nuestros sentimientos, plasmadas en muchas
Avemarías a los pies de nuestra Reina y Madre de misericordia!
17
sólo pueden acceder a ella quienes viven a una distancia prudencial de donde se celebre. El
santo Rosario no necesita de libros, ni de lugares especiales, ni de elemento ninguno (ni siquiera
de la corona material —bastan los dedos de la mano para enumerar Padrenuestros y Avemar-
ías— que, por otro lado, no hay quien no posea y es de facilísima fabricación). Está estructurado
para suplir el Salterio (150 salmos = 150 Avemarías). Está al alcance de todos: pobres y ricos,
sabios e ignorantes, sanos y enfermos, jóvenes y ancianos; los une a todos, los convoca a todos.
En los labios de cada uno adquiere una resonancia distinta.
En los encuentros comunitarios es una oración ideal por su mesurada duración (me re-
fiero a la recitación de cinco misterios), y ofrece una inigualable gama de variaciones para
hacerlo más eficaz e instructivo. En efecto, no es una oración intocable ni lo ha sido nunca; es
suficiente conservar su espíritu y luego someterlo a todas las variaciones imaginables. En cam-
pamentos y fogones de jóvenes he visto teatralizarlo con un resultado magnífico y sorprenden-
te, mientras se lo rezaba con gran fervor.
Juan Pablo II ha declarado recitar diariamente los quince misterios y, seguramente, no
es el único Papa acostumbrado a ello, y entre los fieles son legión quienes hacen lo mismo.
Por ser una oración de la comunidad cristiana, vale decir, de la Iglesia, posee todo el vi-
gor y la riqueza de la “comunión de los santos”. “Donde dos o tres estuvieren unidos en mi
nombre, allí estaré Yo en medio de ellos”. Es imposible que Cristo no se halle presente en el
seno de una familia o de un grupo reunidos para rezar el santo Rosario. ¿Qué otra plegaria
podría superarla o substituirla?
18
marxistas no rezan a sus “dogmas”; en cambio el cristiano debe hacerlo, porque sus dogmas son
la expresión de la vida de una Persona. Si no fuese así, el cristianismo quedaría expuesto a con-
vertirse en una ideología más. El santo Rosario, diálogo permanente con la Verdad, desideolo-
giza el contenido de la fe, lo encarna, lo traduce en la vida cotidiana y lo convierte en norma de
conducta. ¿Se le puede pedir más?
19
nes, pues son demasiado numerosas, pero detengamos nuestra atención en algunas de ellas que
hacen vibrar especialmente el alma de los cristianos actuales, y veamos si el Rosario nos dice
algo al respecto.
20
declaró que “hasta las zorras del campo poseían su guarida y nidos las aves del cielo, mas el
Hijo del Hombre no tenía donde reclinar la cabeza”.57¡Y cuántos otros detalles parecidos!
Jesús conocía todas las formas de esta pobreza. La pobreza de la salud o enfermedad:
más angustiosa y real cuando es congénita, dura largo tiempo o, incluso, toda una vida. La po-
breza del afecto o la congoja de la soledad: la necesidad insatisfecha de amar, de ser amado,
reconocido, estimado. La pobreza de la vejez y de la debilidad: entonces como hoy rechazada y
marginada. La pobreza de los fracasos: como la soportada actualmente por tantos sacerdotes y
religiosas cuya esperanza ha sido sacudida hasta el punto de zozobrar. 58La pobreza del error y
del pecado: la más difícil de aceptar por ser la más desconocida y secreta. Cristo sabía cuán
arduo es asumir tales pobrezas.
¿Son esos “los pobres” a quienes Cristo llama bienaventurados? Hasta cierto punto sí,
como parece deducirse del texto de Lucas. Jesús no podía aprobar esa pobreza, porque Dios no
puede aprobar injusticia alguna. Reflexionando sobre su misericordia infinitamente ecuánime,
me siento inclinado a creer que ningún dolor humano, ninguna miseria, producto vil del atrope-
llo a la dignidad de la persona, quedarán sin respuesta el día de la verdad, según Él mismo lo
insinúa en la parábola de los dos siervos.59
Lamentablemente esa pobreza física puede ir asociada a la riqueza del deseo ilícito, co-
mo un deplorable contubernio entre la miseria del cuerpo y la ambición (el pecado) del corazón.
Es verdad también que algunas de las nuevas formas de pobreza son artificiales y fal-
sas, creadas por un “principio de necesidades” contrario a la austeridad evangélica. Pero, ¡por
favor!, no interpretemos únicamente de este modo tan frívolo la primera bienaventuranza, in-
virtiendo los valores del Evangelio. Una conciencia verdaderamente cristiana jamás conseguirá
anestesiarse del todo, mientras subsista la miseria y la marginación de enormes masas popula-
res, sosteniendo que los únicos privilegiados, dentro del sistema socioeconómico imperante en
nuestros días, son los pobres de hecho, pues los bienes realmente computables para la felicidad
son los del Reino.60
Es casi blasfemo valerse del Evangelio para excusar una evasión cobarde o egoísta fren-
te al drama de los pobres. La lucha contra la miseria del prójimo, o el empeño individual y co-
lectivo del cristiano ordenado a combatir los injustos desequilibrios, es uno de los modos, aun-
que no ciertamente el único, de practicar la pobreza ensalzada por el Sermón de la Montaña. A
veces los predicadores han interpretado esta bienaventuranza sólo como el anuncio de un cam-
bio futuro de condiciones; esta interpretación le hace decir a Cristo: “vosotros seréis tanto más
felices, cuanto más desgraciados hayáis sido ahora”. Si ésa fuese la verdadera interpretación,
entonces resultaría lícito tolerar y ensalzar la violencia de la marginación, desamparando a los
menesterosos y dejándolos padecer su lastimoso estado ¡para no privarlos de la bienaventuran-
za que ha de sobrevenirles un día!
Pero Cristo no dijo “empobreceos los unos a los otros”, como expresa con sus perversas
medidas la maquinaria socioeconómica actual sin requerir el consejo de nadie. Jamás habría
podido el Señor sugerir tamaño despropósito, cuando tan claramente amenaza con un duro
juicio a quienes obren de esa manera.61Él dijo, por el contrario, “un mandamiento nuevo os doy:
que os améis los unos a los otros; como Yo os he amado, también vosotros amaos los unos a los
otros”.62 Y Él amó sirviendo, curando, multiplicando el pan y los peces, lavando los pies de sus
discípulos, antes todavía de dar su vida por todos.
57 Mt 8, 20; Lc 9, 58
58 “El cansancio de los buenos”, la denominaba Pablo VI.
59 Mt. 18, 21-35
60 Cf LAMBERT, B., Las bienaventuranzas y la cultura hoy, ed. Sígueme, Salamanca, 1987, p. 84 ss.
61 Cf Mt 25, 31-46
62 Jn 13, 34
21
¿Se puede amar verdaderamente sin cobijar, sin enriquecer de una u otra forma a quien
se ama? La pobreza a la cual Cristo invita no es una aprobación de la injusticia social, reitera-
damente maldecida. Por el contrario, vino para revelarnos la existencia de un “Reino eterno y
universal: el Reino de la verdad y la vida, el Reino de la santidad y la gracia, el Reino de la justi-
cia, el amor y la paz”.63¿Podremos pretender ser amigos de Cristo, a su vez amigo de los pobres,
si no los amamos? El santo Rosario, sinceramente rezado, sensibiliza nuestro corazón; tal vez lo
cubra de reproches mas, al mismo tiempo, lo llenará de compasión y de misericordia. Quien
quiere optar auténticamente por los pobres, sin desviarse en odios infructuosos pero tampoco
conformándose con declamaciones vacías e hipócritas, ¡rece el santo Rosario! Así aprenderá a
tener sinceridad y coraje.
Pero, por otra parte, el Rosario es la oración del pobre. La primera manera de dignifi-
carlo es enseñarle a orar. Se le hará comprender la grandeza de su vida despreciada por los
hombres, pero importante y muy tenida en cuenta por los ojos de Dios, su Padre. En una socie-
dad donde el pobre es olvidado y marginado, el Rosario le sigue hablando de su filiación divi-
na, de su derecho a la herencia celestial y a los medios para una vida terrena digna; le dice que
será feliz porque el Reino de Dios le está destinado, pero también porque Cristo ha condenado
el desprecio y la injusticia. El Rosario no le enseña al pobre solamente a soportar con paciencia y
resignación su triste realidad, sino a combatir legítimamente y con entereza por sus derechos y
los de sus hijos, sin odios ni violencias inútiles y contraproducentes, pero sí con perseverancia y
ecuanimidad. El santo Rosario no es una oración pensada para aturdir o anestesiar al pobre,
sino para fortalecerlo. “El Rosario —escribió Pío XII— es una esperanza de bienestar para el
pueblo”.
La opción por los pobres implica una transformación de la sociedad. El rezo del santo
Rosario puede conseguirla siempre que pobres y ricos, súbditos y gobernantes admitan ser
mentalizados por él.
Mas, si hablamos del escándalo en el caso anterior, también debemos considerar otros
aspectos del mismo. Asombra el intenso relieve dado por Cristo al escándalo en compara-ción
con el poco que le otorgan los cristianos en general. Incluso se ha llegado a propagar una
22
[Escribir texto]
23
los bienes temporales hay que hacer distinciones. Esos bienes, o son nuestros, o nos han sido
encomendados para que los conservemos para otros, como los bienes de la Iglesia se encomien-
dan a los prelados, y los bienes comunes de la república a sus dirigentes. La conservación de los
mismos, como la de los depósitos, obliga en conciencia a quienes está encomendada. Luego no
se debe renunciar a ellos para evitar el escándalo... Pero, si esos bienes son nuestros debemos
renunciar a ellos, si están en posesión nuestra, o no reclamarlos, si están en posesión de otros,
para evitar el escándalo cuando este se origina por ignorancia o la debilidad, escándalo que
hemos llamado “de los pequeños” (pusillorum). En este caso, debemos renunciar totalmente a los
bienes temporales; o, al menos, disminuir el escándalo dando una explicación del sentido de
esas riquezas. Dice san Agustín: «cuando niegues algo al que te lo pide, explícale donde está la
justicia; pero no le niegues lo que te pide si no puedes justificar tu injusticia». 67San Pablo escribe
cosas como éstas: «Si por los alimentos que tomas entristeces a tu hermano, ya no procedes
según la caridad. No malogres con tu comida a aquel por quien ha muerto Cristo»; 68«El hecho es
que pleiteáis un hermano contra otro, y esto ante infieles. Sea lo que sea, ya es un menoscabo
que mantengáis pleitos entre vosotros, ¿por qué no sufrir más bien la injusticia? ¿Por qué no
soportar más bien el perjuicio?»69«Si en beneficio vuestro sembramos nosotros bienes espiritua-
les, ¿qué mucho que recojamos vuestros bienes materiales? Si otros tienen derecho a participar
de vuestros bienes, ¿cuánto más lo tendremos nosotros? Con todo, no hemos hecho uso de ese
derecho. Al contrario, hemos soportado toda clase de privaciones para no crear obstáculos al
evangelio de Cristo».70«Si mi comida ha de ser causa de ruina espiritual para mi hermano, no
probaré la carne jamás para no escandalizar a mi hermano».71
Muchos cristianos podrán exclamar: “¡Que dura doctrina! ¿Cómo podremos cumpli-
mentarla en el seno de nuestra fragilidad? Existe una manera. Y otra vez la respuesta puede
parecer ingenua y simplista, pero no lo es. El rezo del santo Rosario transforma paulatinamente
la dureza del corazón, para otorgarle una exquisita sensibilidad evangélica frente a toda esta
problemática. Quien ora sin desfallecer, terminará experimentando el deseo ardiente de la con-
versión, el contenido de la palabra de Dios cotejado con la banalidad de nuestra vida nos con-
ducirá al arrepentimiento por nuestra inconsecuencia. Y el arrepentimiento—que ha de ser un
estado permanente de nuestro espíritu— conduce necesariamente, si es sincero, a la modifica-
ción de nuestra conducta asimilándola a los postulados del evangelio. 72
Muchos Papas han recomendado el rezo del santo Rosario; con ellos han hecho coro
numerosos santos de todos los tiempos. Tantos testimonios y experiencias deberían bastarnos,
hacernos examinar y repensar nuestros criterios y someter a juicio crítico nuestro menospre-cio
—si acaso existe— por la meditación y recitación del santo Rosario.
Mas, por encima de todas las opiniones de simples y falibles seres humanos, hay otra
que debe hacer mella en nuestro corazón. Es la enseñanza de la misma Santísima Virgen. En
Lourdes, en Fátima, y en tantos otros lugares y de tan diversas maneras, nos ha inculcado esta
verdad. Nos ha pedido el rezo frecuente del santo Rosario, de su Rosario, como única salida
frente a todos los males, peligros y desgracias. ¿Seremos tan tercos para no escucharla ni siquie-
ra a ella?
67 II-II, 43, 8
68 Rm 14, 15
69 I Co 6, 7. Es del todo conveniente leer la continuación de este texto.
70 I Co 9, 11
71 I Co 8, 13
72 Por algo tradicionalmente se suele comenzar el rezo del Rosario con un acto de contrición.
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