Historia General de Espana Vol - Modesto Lafuente
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Título original: Historia General de España - XIX
Modesto Lafuente, 1850
Retoque de cubierta: pipatapalo
LIBRO ONCENO
CAPÍTULO XIII
CORTES EXTRAORDINARIAS. LA GUERRA EN CATALUÑA
1822
Orden general
dada a la 4.ª división del ejército de operaciones de Cataluña
«Señor conde.
»El rey de España será libre cuando pueda poner fin a las calamidades de
sus pueblos; restablecer el orden y la paz en su reino; rodearse de hombres
dignos de su confianza por sus principios y por sus luces; y por último,
cuando se sustituya a un régimen reconocido como impracticable por los
mismos que le sostienen todavía por egoísmo o por orgullo, un sistema en el
cual los derechos del monarca se vean felizmente combinados con los
verdaderos intereses y los votos legítimos de todas las clases de la nación.
»Hará V., señor conde, de este despacho el uso más propio de las
circunstancias en que se halle V. al recibirlo, y está V. autorizado para leerlo
al ministro de Negocios extranjeros, y aun para darle copia si la pide.
»Reciba V. señor conde, la seguridad de mi mayor consideración.
»MÉTTERNICH»
«Señor conde.
El 1.º de marzo abrieron sus sesiones las Cortes ordinarias, después de las
juntas preparatorias de costumbre. Tampoco asistió el rey en persona, y
también leyó su discurso el presidente. Como obra de los ministros, los
discursos del rey en esta época contenían siempre frases y protestas del más
ardiente liberalismo. «Las potencias continentales de la Santa Alianza (decía
en este) han levantado ya la voz contra las constituciones políticas de esta
nación, cuya independencia y libertad ha conquistado con su sangre. La
España, respondiendo a las intimaciones insidiosas de aquellos potentados, ha
manifestado solemnemente al mundo que sus leyes fundamentales no le
pueden ser dictadas sino por ella misma… El rey Cristianísimo ha dicho que
cien mil franceses vendrán a arreglar los asuntos domésticos de España, y a
enmendar los errores de sus instituciones. ¿De cuándo acá se da a soldados la
misión de reformar las leyes? ¿En qué código está escrito que las invasiones
militares sean precursoras de la felicidad de pueblo alguno? Es indigno de la
razón rebatir errores antisociales, y no es decoroso al rey constitucional de las
Españas el hacer apología de la causa nacional, ante quienes, para hollar
todos los sentimientos del pudor, se cubren con el manto de la más detestable
hipocresía».
Fueron al siguiente día llamados los ministros; e interrogados sobre los
movimientos del ejército francés de observación, y sobre lo que de él podía
temerse, respondió el de Estado, que aquel tomaba una actitud hostil, que
hacía temer se realizasen las amenazas sabidas de todos; y para que las Cortes
se enterasen mejor de todo lo relativo al asunto, tendría el honor de leer la
Memoria de oficio, correspondiente a su departamento, en que se contenía
todo. No permitieron las Cortes que se leyese, y aun tomaron acuerdo formal
para que se suspendiese la lectura de las demás Memorias de los secretarios
del Despacho, manera de prolongar la vida de aquel ministerio, puesto que el
rey había aplazado su relevo para cuando hubiese leído sus Memorias en las
Cortes. Tratóse luego con gran calor sobre la urgencia de trasladarse el
gobierno con el rey, amenazado como estaba el reino de una próxima
invasión, y sobre el punto donde habría de verificarse, añadiendo algún
diputado que la medida le parecía insuficiente, y que en su conciencia creía
necesario declarar la impotencia física de S. M., cuya proposición produjo
aplausos en las galerías, prueba del estado de exaltación en que se
encontraban los ánimos. El gobierno manifestó que sobre el punto de
traslación había consultado a una junta de militares, y después al Consejo de
Estado, el cual aún no había evacuado su informe. El resultado de esta sesión
fue acordar que los ministros expresaran al rey la necesidad de que eligiese
inmediatamente el punto a que habían de trasladarse, y que al día siguiente
dieran cuenta a las Cortes del que se hubiera designado, así como de las
medidas que se hubiesen tomado para realizar la traslación. Si así no se
hiciese, había dicho el señor Canga Argüelles, las Cortes usarán de sus
facultades.
No hubo necesidad de esto, porque al siguiente día (3 de marzo), cuando
las Cortes acababan de aprobar el proyecto de contestación al discurso de la
Corona, se leyó una comunicación del gobierno, participando que el rey, a
pesar de su anterior repugnancia, vistos los deseos de las Cortes, y oído por
fin el Consejo de Estado, cuyo dictamen estaba conforme con aquellos, había
accedido a que se verificase la traslación, y designado para ella la ciudad de
Sevilla; y que para llevarla a efecto había el gobierno dado las órdenes
convenientes, así para la seguridad de los caminos, estableciendo en ellos
puestos militares, como para la provisión de trasportes y víveres, y cómodo
aposentamiento de la real familia y de las Cortes, a cuyo fin había destinado
los fondos posibles, y se ocupaba en dictar otras medidas al mismo propósito.
Autorizáronle además las Cortes para ello, y se aprobó también una
proposición, facultándole para que con el sigilo y celeridad posibles hiciera
recoger todas las alhajas de plata, oro y pedrería de las iglesias y conventos, a
fin de que no fuesen presa de la rapacidad de los facciosos, o del ejército
extranjero que invadiera la nación, y las hiciese trasportar a las plazas fuertes
que juzgara conveniente.
Tratóse de fijar el día y hora de la salida, que se acordó dejar a la
designación del rey, con tal que fuese antes del 17, a cuyo efecto pasó una
comisión de las Cortes a hacer la pregunta y conferenciar con S. M. Mostróse
el monarca dispuesto a preparar su marcha para antes del 17, si las Cortes lo
querían así; pero exponiendo que si aquellas no encontraban reparo en que lo
difiriese hasta el 20, puesto que en tan corto plazo no era verosímil que
variaran las circunstancias, lo preferiría, por exigirlo así el estado de su salud
y de sus negocios, y que en cuanto a la hora no le era posible señalarla con
tanta anticipación. Volvió la comisión a poner en conocimiento de las Cortes
esta respuesta del rey; hiciéronla objeto de algunas observaciones, pero
conviniendo en que la dilación de tan contados días no podía ofrecer
dificultad, ni contrariar el objeto y fin que en la resolución se habían
propuesto, acordaron, no sin darle cierto aire de galantería, complacer al rey
en cosa que parecía tan pequeña y tan justa.
Ocupáronse las Cortes en los días siguientes en los medios de
recompensar del modo posible el patriotismo, y el servicio que habrían de
prestar los milicianos nacionales que voluntariamente quisieran seguir y
acompañar al rey y a las Cortes a Sevilla, acordando, entre otras cosas, que a
los que durante aquel servicio les tocare la suerte de soldado les sería
abonado el tiempo que sirviesen como si fuese en el ejército permanente, y
que a los que estuviesen siguiendo su carrera literaria se les consideraría el
tiempo que prestasen aquel servicio como de asistencia a sus respectivas
cátedras. Se autorizó al gobierno para que pudiera suspender la admisión en
la península e islas adyacentes de los buques y efectos extranjeros de las
naciones que cortaran sus relaciones amistosas con la España y su gobierno
constitucional. Estableciéronse reglas para la conducta que hubieran de
observar las diputaciones de las provincias que fuesen invadidas, o estuviesen
próximas a serlo, por tropas extranjeras, manera como habían de entenderse
con los generales en jefe, arbitrios y caudales de que habían de poder
disponer, puntos a que habrían de trasladarse, y cómo habrían de servir de
juntas auxiliares de defensa nacional. Natural ocupación parecía para las
Cortes en aquellas circunstancias la de estos asuntos, así como el arreglo y
distribución de las fuerzas del ejército. Lo que no se comprende tanto es,
cómo en momentos tales tenían serenidad para discutir y hacer objeto de sus
deliberaciones el arreglo del clero, la organización y atribuciones de los
ayuntamientos, y otros semejantes asuntos, propios para ser tratados en
tiempos más normales y de más calma.
Aunque una junta de médicos que consultó el rey había opinado que el
mal estado de su salud no le permitía salir ni viajar, y en efecto, a juzgar por
los partes diarios de la Gaceta, atormentábale bastante por aquel tiempo la
gota, una comisión del Congreso, para la cual se eligieron algunos diputados
facultativos, fue de dictamen de que su mal mejoraría visiblemente,
trasladándose a un clima benigno y a cortas jornadas[18]. También se habían
anunciado turbulencias para aquel día. Mas la resolución se llevó a cabo, y a
las 8 de la mañana del 20 salió el rey con su real familia de la corte, sin
mostrar disgusto ni repugnancia por su parte, silenciosa la población, pero sin
advertirse síntoma alguno de alteración ni desorden. Hizo su viaje a pequeñas
jornadas[19], escoltado por unos dos mil hombres de tropa y milicia,
recibiendo en los pueblos señaladas muestras de respeto y veneración, salvo
en tal cuál punto en que se oyeron algunos denuestos proferidos por los
agentes de las sociedades secretas, y llegó el 11 de abril a Sevilla, sin el
menor inconveniente, como si se estuviese en tiempos tranquilos, sin
molestia alguna, y lo que es más, sin que se resintiese ni aun levemente su
salud, como habían temido y pronosticado los facultativos. Las Cortes
salieron tres días después, y también llegaron sin obstáculo de ninguna
especie a la capital de Andalucía. En Madrid había quedado el conde de La
Bisbal al frente del ejército de reserva, que organizaba con inteligencia y
acierto.
El 23 de abril reanudaron las Cortes en Sevilla sus sesiones, suspendidas
en Madrid el 22 de marzo. El presidente, señor Flórez Calderón, pronunció
un discurso que rebosaba de entusiasmo patriótico, pintando con pomposas
frases la marcha triunfal de las Cortes, ponderando la decisión que mostraban
todas las clases del pueblo por la causa de la libertad, retando a todas las
potencias de Europa, dando seguridades de que nadie en el mundo se
atrevería, so pena de encontrar aquí su tumba, a atentar contra la
independencia y la libertad de España y contra la integridad de la
Constitución. Todo lo cuál formaba singular contraste con la noticia oficial
que en la misma sesión se dio, de que el ejército francés había invadido desde
el 7 de abril nuestro territorio, y de que algunos de sus cuerpos se hallaban ya
en Vitoria, si bien sin previa declaración de guerra, como manifestaron los
secretarios del Despacho. Con tal motivo propuso el señor Canga-Argüelles,
y se tomó en consideración, se declarara que la independencia y libertad de la
patria estaban en inminente peligro, que por tanto se estaba en el caso del
artículo 9.º de la Constitución de obligar a todos los españoles a tomar las
armas, y que los invasores no fuesen considerados como ejército, sino como
hordas que venían a saquear y hollar los derechos de una nación sabia, noble
y generosa.
Presentóse en la misma, y se aprobó, una proposición, autorizando al
gobierno para que en virtud de haber sido violado por las tropas francesas el
territorio español, sin pérdida de tiempo y sin esperar al examen de los
presupuestos, propusiese los medios de atender a las necesidades urgentes de
la guerra. Los ministros manifestaron tener preparadas, y en disposición de
ser leídas al Congreso, sus respectivas Memorias sobre el estado general de la
nación, única circunstancia que había hecho al monarca suspender su salida
del ministerio, añadiendo el de Estado que aquella misma noche extendería
un apéndice a la suya, a fin de comprender en ella los últimos sucesos, de
modo que estaría en disposición de ser leída al día siguiente.
Leyóse el 24 el decreto del rey declarando la guerra a la Francia. Los
ministros fueron también leyendo, conforme a lo acordado, sus respectivas
Memorias; y según que cada uno terminaba la lectura de su respectivo
documento se daba por relevado del ministerio, saliendo así todos
sucesivamente, con arreglo al decreto de 18 de febrero último, en que habían
sido exonerados por el rey, pero debiendo continuar en las Secretarías hasta
tanto que leyesen sus Memorias en las Cortes, desde cuya fecha en realidad
no eran verdadero gobierno. Así terminó aquel ministerio, formado en
circunstancias azarosas, y cuya carrera había sido una serie de amarguras,
mezcladas con muy pocas satisfacciones. Atribuyéronle muchos las
desgracias, que no sabemos si otros hombres habrían podido conjurar. Sin
defender ni sus ideas ni su política, no extrañas en la atmósfera que en aquel
tiempo se respiraba, nos reservamos juzgarlo más adelante.
A medida que salían, iban siendo por lo menos interinamente
reemplazados. ¿Qué había sido de los ministros nombrados por el rey para
sustituirles antes de la salida de Madrid? Unos y otros habían acompañado en
el viaje al monarca y a las Cortes, los unos gobernando de hecho, aunque
exonerados, los otros, ministros de derecho, sin gobernar, dando esta
anomalía ocasión a celos, desaires, rivalidades y odios entre sí mismos y
entre los parciales de unos y otros. Contaban con más partido en las Cortes
los primeros; mostrábase el rey más inclinado a los segundos; si no por
verdadero afecto a estos, por odio verdadero a aquellos. En situación tan
irregular, los diputados, que comenzaban a considerarse como soberanos y a
mirar al rey como sometido a su voluntad, juntáronse en gran número y
acordaron proponer un ministerio, que no dudaban sería, como impuesto por
la necesidad, aceptado por el monarca. Así fue, y predominando en este acto
el influjo de la sociedad masónica y de una parte de la de los comuneros, al
cabo de algunos nombramientos provisionales que habían precedido,
completóse el ministerio al mediar mayo (1823), entrando en Gracia y
Justicia don José María Calatrava, que por su fama de hombre de saber y por
su valía había de dar nombre y ser el alma del gabinete; en Hacienda don
Juan Antonio Yandiola, perseguido como cómplice en una conjuración contra
el rey, pero que a la sazón militaba en las filas de los moderados; en Guerra
don Mariano Zorraquín, que al lado de Mina y como su jefe de Estado mayor
dirigía las operaciones de la guerra en Cataluña, nombrando para
reemplazarle durante su ausencia al general don Estanislao Sánchez Salvador,
gratos los dos al partido exaltado[20]; en Estado don José María Pando;
Campuzano en Marina, y en Gobernación el teniente coronel don Salvador
Manzanares, hombre de buenas prendas, pero extraño al ramo que se le
confiaba, y por su posición no preparado todavía para tan alto puesto[21].
Mientras el ejército invasor avanzaba de la manera que habremos de ver,
y en tanto que en el resto de España acontecían sucesos de la mayor
gravedad, las Cortes de Sevilla se ocupaban en aprobar por tercera vez el
proyecto de ley de señoríos, dos veces desechado por la corona, y que a la
tercera adquiría el carácter de ley del reino sin necesidad de la sanción real,
con arreglo a un artículo de la Constitución. A vueltas de algunas medidas de
circunstancias, tales como la formación de cuerpos francos y de guerrillas
para ayudar al ejército, la creación de una legión extranjera, o sea de
emigrados extranjeros, y la concesión al gobierno de algunos arbitrios y
recursos para las atenciones de la guerra, las Cortes seguían discutiendo,
como en los tiempos ordinarios y normales, tales asuntos como el arreglo
económico de las provincias de Ultramar, la organización de los
ayuntamientos, diputaciones y gobiernos de provincia, y otros de índole
semejante.
Y en tanto que progresaban las tropas invasoras, el rey estampaba su
firma al pie de un manifiesto a la nación, en que sus ministros le hacían
enunciar frases e ideas como las siguientes: «A la escandalosa agresión que
acaba de hacer el gobierno francés, sirven de razón o de disculpa unos
cuantos pretextos tan vanos como indecorosos. A la restauración del sistema
constitucional en el imperio español le dan el nombre de insurrección militar;
a mi aceptación llaman violencia; a mi adhesión cautiverio; facción en fin a
las Cortes y al gobierno que obtienen mi confianza y la de la nación, y de
aquí han partido para decidirse a turbar la paz del continente, invadir el
territorio español, y volver a llevar a sangre y fuego este desgraciado país». Y
después: «¡Ah! creedme, españoles: no es la Constitución por sí misma el
verdadero motivo de estas intimaciones soberbias y ambiciosas, y de la
injusta guerra que se nos hace; ya antes, cuando les convino, aplaudieron y
reconocieron la ley fundamental de la monarquía. No lo es mi libertad, que
poco o nada les importa; no lo son en fin nuestros desórdenes interiores, tan
abultados por nuestros enemigos, y que fueran menos o ninguno si ellos no
los hubiesen fomentado. Lo es, sí, el deseo manifiesto y declarado de
disponer de mí y de vosotros a su arbitrio. Lo es el atajar vuestra prosperidad
y vuestra fortuna: lo es el querer que España vaya siempre atada al carro de
su ostentación y poderío; que se llame reino en el nombre; que no sea en
realidad más que una provincia perteneciente a otro imperio; que no vivamos,
no existamos sino por ellos y para ellos».
No obstante ser cosa de todos sabida que aquella invasión que Fernando
anatematizaba había sido por él mismo, si no traída, por lo menos provocada;
no obstante sospecharse que entonces mismo meditaba planes de reacción y
de sangrienta venganza contra los constitucionales, como se vio después por
las notas y apuntaciones que iba haciendo acerca de las personas, hechos y
conducta de los liberales, apuntaciones y notas que constituyeron lo que se
llamó en el tiempo de la reacción El libro verde, las Cortes acordaron
dirigirle un mensaje felicitándole por su Manifiesto, y adhiriéndose a los
sentimientos en él expresados. Esto podía considerarse como un acto de
cortesía, propio también para comprometer más al monarca. Pero lo extraño
es que hombres como el señor Galiano se mostraran tan entusiasmados con el
Manifiesto, que proclamaran a Fernando por aquel hecho, digno de gobernar
a todas las naciones del mundo[22].
Habíase, como dijimos, verificado la invasión francesa el 7 de abril,
desvaneciéndose las muchas ilusiones y esperanzas de los liberales
españoles[23]. Decidido el gabinete de las Tullerías a ser el ejecutor de los
planes de la Santa Alianza y el destructor de los liberales españoles,
queriendo también probar al mundo que los Borbones de Francia tenían un
ejército, resolvió que este pasase el Pirineo conducido por el duque de
Angulema, Luis Antonio de Borbón, el cual había dado el 3 en Bayona como
orden del día la siguiente proclama: «Soldados: la confianza del rey me ha
colocado a vuestra cabeza para llenar la más noble misión. No ha puesto las
armas en nuestras manos el espíritu de conquista: un motivo más generoso
nos anima: vamos a restituir un rey a su trono, a reconciliar al pueblo con su
monarca, y a restablecer en un país, presa de la anarquía, el orden necesario
para la ventura y seguridad de ambos Estados.—Soldados: respetad y haced
respetar la religión, la ley y la propiedad: así facilitaréis el cumplimiento del
deber que he contraído de mantener las leyes y la más exacta disciplina».
Si tal era el objeto y tales los sentimientos del gobierno francés, si su fin
era, como había antes proclamado, sustituir las instituciones que regían a
España con otras más análogas a la Carta francesa, y restablecer el orden
interior en la península, y no el de destruir en todas partes el gobierno
representativo conforme al tratado secreto de Verona, ni esto lo anunció con
claridad, ni era fácil que se desprendiera de los compromisos de Verona, ni
menos podía esperarse del influjo de la regencia española recién organizada
en Bayona, y que seguía al ejército francés, compuesta de hombres
completamente absolutistas, y tan reaccionarios como el general don
Francisco Eguía, el barón de Eroles, don Antonio Calderón y don Juan
Bautista Erro, cuyo primer documento público fue anunciar a la nación
española que todas las cosas volvían al ser y estado en que se hallaban el 7 de
marzo de 1820. Esta junta se instaló en Oyarzun el 9 de abril. Tampoco daba
indicios de ser conciliadora la misión de los franceses la circunstancia de
venir a su vanguardia las facciones realistas, en número de 35,000 hombres,
de los cuales mandaba el conde de España la división de Navarra, la de las
Provincias Vascongadas el general Quesada, la de Cataluña Eroles.
El ejército invasor, contando las falanges realistas, pasaba poco de 90,000
hombres, nuevos conscriptos los más, con poca instrucción y sin hábitos de
disciplina, aparte de los oficiales veteranos que habían sido sacados de la
especie de retiro en que estaban. Débil ejército, si las fuerzas españolas
hubieran estado mejor organizadas, y la nación menos fraccionada en
partidos, y menos plagada de facciones. Dividióse aquel en cinco cuerpos: el
1.º a las órdenes del duque de Reggio; el 2.º a las del conde Molitor; el 3.º a
las del príncipe Hohenlohe; el 4.º a las de Moncey, muy conocido en España
desde la guerra de la independencia, que había de operar ahora en Cataluña, y
el 5.º a las del conde Bordessoulle. Aun había liberales que abrigaban
esperanzas de que este ejército no llegaría a pisar nuestro territorio, ya por las
que había hecho concebir el espíritu del gabinete británico favorable a la
causa de la libertad española, y confirmado al parecer por los obsequios que
el ministro Canning dispensaba a los duques de San Fernando trasladados de
la embajada de París a esta corte, ya por las ideas de que suponían, como
hemos indicado, animadas las tropas francesas, ya por lo que en ellas influiría
el terror de los recuerdos y la memoria de los escarmientos de la pasada
lucha, si había en la frontera quien les disputase enérgicamente el paso.
Mas lo que hallaron en la frontera, esperándolos del lado acá del Bidasoa,
fue un pelotón de poco más de cien ilusos, oficiales franceses y emigrados
italianos, que se titulaban ejército de los hombres libres, a cuya cabeza estaba
un M. Carón, los cuales, no distinguiendo de tiempos, y no calculando que no
eran ahora los elementos de las fuerzas militares de la Francia lo que algunos
años antes, creyeron que con solo enarbolar la bandera tricolor, símbolo de
sus anteriores glorias, habían de acudir a ella despertándose el antiguo
entusiasmo por la libertad. Pero sucedió que al ondear la bandera, exhortando
a los soldados a que desertaran de las filas del duque generalísimo, a la voz
de fuego, dada por el general Vallín, disparó contra ellos la artillería, cayendo
muertos ocho o diez de aquellos ilusos, con lo que corrieron despavoridos los
restantes a encerrarse en la plaza de San Sebastián. Cruzaron pues las tropas
francesas sin otro obstáculo el Bidasoa, apoderáronse de Pasajes y de
Fuenterrabía, y dieron principio al bloqueo de San Sebastián. Aun así, ni se
imaginaban ni podían imaginarse ellas que habían de atravesar la España
desde el Norte al Mediodía antes de disparar los fusiles cargados en Bayona.
Animáronse al ver que no encontraban resistencia en sus marchas hasta el
Ebro: pasaron también tranquilamente este río, y continuaban sin encontrar
enemigos camino de la capital, dejando bloqueadas las plazas que quedaban a
retaguardia.
Dijimos ya en el capítulo anterior cómo habían sido distribuidas las
fuerzas de España para el caso de la invasión. Tan acertado y conveniente
había parecido a Mina el nombramiento de los generales que habían de
mandarlas, especialmente los de Ballesteros y conde de La Bisbal, que decía
que cada soldado español, a las órdenes de tan bravos y entendidos jefes,
valdría por muchos soldados franceses, bisoños como eran. Pero Ballesteros,
a quien estaban confiadas las Provincias Vascongadas y Navarra, y que tenía
a su disposición de diez y seis a veinte mil hombres, ni trató de impedir la
marcha de los franceses, ni se puso delante de sus filas, corriéndose a
Aragón, donde parecía contentarse con ir delante del conde Molitor
sirviéndole como de itinerario, hasta que se trasladó a Valencia, a cuya
capital hizo el buen servicio que veremos después. A vista de esto, mal
podían defenderse los pueblos, cuya opinión, por otra parte, no era en general
afecta a las instituciones; y las diputaciones provinciales, revestidas de tan
amplias facultades por las Cortes, en vez de organizar la resistencia, se iban
disolviendo.
Quedaban y se fijaban las esperanzas en el conde de La Bisbal, jefe de la
reserva y comandante general del primer distrito, cuya pericia era conocida, y
confiando todos en que cubriría la capital del reino, impidiendo el paso por
los puertos de Guadarrama y Somosierra al primer cuerpo del ejército francés
que con la guardia real se dirigía por ellos a Madrid. ¡Vanas e ilusorias
esperanzas! Por una de aquellas veleidades de carácter y de conducta en que
se había hecho ya notable el de La Bisbal, viéronse aquellas frustradas de la
manera más lastimosa. El siempre enredador y bullicioso conde de Montijo,
célebre ya también por cierta clase de evoluciones de mala índole en nuestra
historia, habíase quedado en Madrid con instrucciones secretas para
trastornar el régimen representativo, so color de introducir reformas en el
código fundamental, dorándolo con la necesidad y conveniencia de amoldarle
y acomodarle a la Carta francesa. En 11 de mayo dirigió este personaje una
carta a modo de exposición al de La Bisbal, haciéndole ver los males que
había producido la licencia confundida con la libertad, la diferente situación
de la España de entonces a la de 1808, el modo cómo ahora eran recibidos los
franceses, que la opinión pública de España era contraria a la Constitución de
Cádiz, que tampoco quería el despotismo, y que haría un servicio insigne a la
nación, que la Europa entera apreciaría, si se declarara independiente de un
gobierno que tenía prisionero al rey, y proclamara un orden de cosas que ni
fuese el antiguo despotismo ni tampoco el código gaditano.
Respondió el tornadizo conde (15 de mayo) a la expresada carta en una
especie de Manifiesto, en que decía: «Que como jefe del ejército y de aquel
distrito debía cumplir las órdenes del gobierno a cuya cabeza existía el
monarca, no obstante estar convencido de que por desgracia de la nación el
ministerio actual no podía sacarla del abismo en que la había sumido la
impericia del anterior. Que como ciudadano español que puede sin faltar a las
leyes pensar lo que le parezca sobre la situación del reino, opinaba que la
mayoría de los españoles no quería la Constitución de 1812, sin entrar en el
examen de las causas que hubiesen producido el descontento.
»Que los hombres honrados únicamente deseaban una Constitución que
reuniese la voluntad de todos los españoles; que el vulgo carecía de opinión;
que obraba por la costumbre inveterada que le hacia respetar lo más antiguo
como lo más justo, y que los medios que en su concepto debían emplearse
para restablecer la paz y unión, eran:—1.º anunciar a los invasores que la
nación, de acuerdo con el ejército y con el rey, convenía en modificar el
código vigente en todos los puntos que fuesen necesarios para reunir los
ánimos de los españoles, asegurar su felicidad y el esplendor del trono, y que
por consiguiente debía retirarse a la otra parte de los Pirineos, y negociar allí
por medio de sus embajadores:—2.º que S. M. y el gobierno regresasen a
Madrid, para que no se dijese que la familia real permanecía en Sevilla contra
su voluntad:—3.º que para verificar las reformas anunciadas se convocasen
nuevas Cortes, para que los diputados no careciesen de los poderes
necesarios:—4.º que S. M. nombrase un ministerio que no perteneciese a
ningún partido, y mereciese la confianza de todos, inclusa la de las potencias
extranjeras:—y 5.º que se decretase un olvido general de todo pasado».
Cualquiera que fuese el efecto que a su tiempo y en otra ocasión hubieran
podido producir algunos de los medios propuestos por el conde, ni era aquella
la oportunidad, ni a él le correspondía otra cosa que cumplir su misión de
combatir a los invasores de su patria, sin mezclarse en cuestiones políticas; ni
podía dejar de sospecharse que fuese plan preconcebido entre él y el autor de
la carta a que respondía. Imprimiéronse ambos documentos, y su publicación
produjo los efectos desastrosos que eran de esperar. Oyéronse en las filas del
ejército las voces de traición y de traidor: algunos jefes se negaron a asistir al
consejo de guerra por él convocado; rompiéronse los lazos de la disciplina;
los soldados desertaban en gran número; los oficiales se dividieron en
bandos, y por último se vio obligado el de La Bisbal a esconderse (18 de
mayo), entregando el mando de las desconcertadas tropas al marqués de
Castelldosrius, el cual no tuvo otro arbitrio para contener la deserción que
sacarlas de Madrid camino de Extremadura, quedando en la capital el general
Zayas con algunos batallones para mantener el orden y contener la
muchedumbre, en tanto que llegaban el príncipe y el ejército francés que
habían pasado ya de Buitrago[24].
Apresuróse Zayas, en unión con el ayuntamiento de Madrid, a capitular
con los franceses (19 de mayo). Ya aquel día se comenzó a notar en los
barrios bajos un movimiento de bullicio con ademanes siniestros, que pudo
reprimir la intervención enérgica de la fuerza armada. Mas al día siguiente,
grupos de chisperos y manolos y de desgarradas mujeres, armados de palos y
chuzos, recorrían descaradamente las calles, dispuestos al pillaje para cuando
entraran los facciosos. En tal situación recibió Zayas un oficio del famoso
aventurero francés Bessières, republicano antes, furibundo jefe de facciosos
realistas después, manifestándole su resolución de entrar el primero en
Madrid con su gente, como vanguardia del ejército extranjero. Contestóle el
honrado Zayas que tenía celebrado un convenio con el príncipe francés, y que
si no se atenía a él le rechazaría con la fuerza. Mas no tardó el famoso
guerrillero en presentarse con los suyos a las puertas de la capital, y aun llegó
a penetrar en sus calles, acompañado de las frenéticas turbas de la plebe, que
ya se saboreaban con el botín, y daban, más que gritos, aullidos de alegría.
Zayas, que había colocado convenientemente sus fuerzas de tropa y
nacionales, dióles orden de arremeter a los facciosos, e hiciéronlo tan bien
que los obligaron a refugiarse con gran pérdida al Retiro, de donde los
desalojaron a la bayoneta los granaderos de Guadalajara, acabando de
ponerlos en desorden el intrépido don Bartolomé Amor con los cazadores y la
caballería. Hiciéronseles setecientos prisioneros, y en las calles y en los
campos quedaron muchos cadáveres, entre ellos no pocos de la bullidora
chusma de los barrios, que fueron acuchillados sin piedad, a fin de evitar a la
población el saqueo y la anarquía a que aquella gente amenazaba entregarse.
Puestos por Zayas estos sucesos en conocimiento del general francés,
instóle a que apresurase todo lo posible su entrada en Madrid, a fin de evitar
otros parecidos o mayores desastres. En su virtud el 23 de mayo hicieron el
duque de Angulema y sus soldados su entrada en la corte de España, saliendo
Zayas y las tropas españolas por el lado opuesto, no sin tener que defenderse
de la amotinada plebe, que le acosaba, rabiosa de que le hubiera impedido el
saqueo. Los franceses fueron recibidos por el populacho con vítores,
canciones populares y otras demostraciones de júbilo. Desencadenáronse las
feroces turbas contra todos los conocidos por constitucionales, excitándolas
una parte del clero, o celebrando con maligna sonrisa los atentados que las
veían cometer[25]. Reprodujéronse muchas de las escenas del año 14, y ya
habían sido teatro de semejantes iniquidades los pueblos por donde habían
pasado los franceses, y aquellas y estas eran preludio de los bárbaros
desmanes que en toda España se habían de ejecutar.
Ya desde Alcobendas, el mismo día 23, había dado el príncipe
generalísimo una proclama, en que decía: «Españoles: si vuestro rey se
hallase aún en su capital, estaría muy cerca de acabarse el honroso encargo
que el rey mi tío me ha confiado, y que sabéis en toda su extensión. Después
de haber vuelto la libertad al monarca, nada me quedaría que hacer sino
llamar su paternal cuidado hacia los males que han padecido sus pueblos, y
hacia la necesidad que tienen de reposo para ahora y de seguridad para lo
futuro. La ausencia del rey impone otros deberes. El mando del ejército me
corresponde; pero las provincias libertadas por nuestros soldados aliados no
pueden ni deben ser gobernadas por extranjeros. Desde las fronteras hasta las
puertas de Madrid, su administración ha sido encargada provisionalmente a
españoles honrados, cuya fidelidad y adhesión conoce el rey; los cuales en
estas escabrosas circunstancias han adquirido nuevos derechos a su gratitud y
al aprecio de la nación. Ha llegado el momento de establecer de un modo
firme la Regencia que debe encargarse de administrar el país, de organizar un
ejército y de ponerse de acuerdo conmigo sobre los medios de llevar a efecto
la obra de libertar a vuestro rey. Esto presenta dificultades reales, que la
honradez y la franqueza no permiten ocultar, pero que la necesidad debe
vencer. La elección de Su Majestad no puede saberse. No es posible llamar a
las provincias para que concurran a ella, sin exponerse a prolongar
dolorosamente los males que afligen al rey y a la nación. En estas
circunstancias difíciles, y para las cuales no ofrece lo pasado ningún ejemplo
que seguir, he pensado que el modo más conveniente, más nacional, y más
agradable al rey, era convocar el antiguo Consejo de Castilla y el de Indias,
cuyas altas y varias atribuciones abrazan el reino y sus provincias
ultramarinas, y el conferir a estos grandes cuerpos, independientes por su
elevación y por la situación política de los sujetos que los componen, el
cuidado de designar ellos mismos los individuos de la Regencia. A
consecuencia he convocado los precitados Consejos, que os harán conocer su
elección. Los sujetos sobre quienes hayan recaído sus votos ejercerán un
poder necesario hasta que llegue el deseado día en que vuestro rey, dichoso y
libre, pueda ocuparse en consolidar su trono, asegurando al mismo tiempo la
felicidad que debe a sus vasallos.—¡Españoles! Creed la palabra de un
Borbón. El monarca benéfico que me ha enviado hacia vosotros jamás
separará en sus votos la libertad de un rey de su misma sangre y las justas
esperanzas de una nación grande y generosa, aliada y amiga de la Francia.—
Cuartel general de Alcobendas, a 23 de mayo de 1823.—Luis Antonio.—Por
S. A. R. el príncipe generalísimo, el consejero de Estado, comisario civil de
S. M. Cristianísima.—De Marting».
En virtud de esta proclama, convocados y reunidos los Consejeros,
propusieron, y aprobó el príncipe generalísimo para la Regencia (25 de
mayo), al duque del Infantado, al de Montemar, al barón de Eroles, al obispo
de Osma y a don Antonio González Calderón, los cuales tomaron posesión de
sus cargos (26 de mayo), quedando en este mismo hecho suprimida la
Regencia provisional establecida antes en Oyarzun, pero reemplazada con
algunos de sus mismos vocales, y con hombres todos de las mismas ideas y
de la misma intolerancia[26], siendo su secretario el que lo era del rey con
ejercicio de decretos, don Francisco Tadeo Calomarde, después célebre
ministro, como veremos, en este reinado. Organizada la Regencia, se nombró
el ministerio, ocupando la secretaría de Estado el canónigo don Víctor
Damián Sáez (no habiéndola aceptado don Antonio de Vargas y Laguna), la
de Hacienda don Juan Bautista Erro, la de Gracia y Justicia don José García
de la Torre, la de Marina don Luis de Salazar, la de Guerra don José de San
Juan, y don José Aznárez la del Interior, de nueva creación, y desconocida
hasta entonces en España.
Decididamente realistas la nueva Regencia y el nuevo ministerio, sus
primeras providencias llevaron ya el negro sello de la más completa reacción.
Todas las reformas fueron abolidas, volviendo las cosas al pie que tenían el 7
de marzo de 1820, conforme al sistema proclamado ya por la Regencia de
Oyarzun. Creáronse los voluntarios realistas, institución de odiosa y funesta
celebridad en los diez años siguientes. Dióse a Eguía, el encarcelador de los
diputados liberales el año 14, el empleo de capitán general en premio de sus
proscripciones. Se mandó que los regimientos de Guadalajara y Lusitania,
que el 20 de mayo habían mantenido el orden en Madrid castigando a la
desalmada plebe que intentaba el saqueo, fuesen borrados de la lista militar
del ejército, y sus individuos perseguidos y juzgados según las leyes. Con
esto el vulgo se desencadenaba en todas partes, en términos que la misma
Regencia se vio en la necesidad de publicar una proclama a los españoles (4
de junio), condenando tales desmanes, si bien ofreciendo hacer respetar la
autoridad real, y encargando a los tribunales que emplearan toda su inflexible
severidad contra los que intentaran menoscabarla.
En medio de esta tenebrosa atmósfera que iba cubriendo el horizonte
español, apareció como una ráfaga de extraña luz la representación que en 27
de mayo dirigieron al generalísimo francés los grandes de España que
abrigaban sentimientos liberales, contra el terrible sistema de absolutismo que
se estaba desplegando. «Nosotros, esclarecido príncipe, le decían entre otras
cosas, ponemos al cielo por testigo, e invocamos con noble y denodado
esfuerzo la memoria de la fidelidad y del patriotismo de nuestros
progenitores, y aun nuestra misma conducta durante el otro cautiverio (del
rey), en crédito de la uniformidad y de la energía de nuestros votos, por que
tan grandes bienes se restituyan[27] y se aseguren para siempre a esta grande
nación, tan maltratada en este triste y último período, como benemérita de
ellos. Acabad, señor, pronta y felizmente el desempeño de vuestro noble
encargo; juntad la libertad de un rey de vuestra sangre a las justas esperanzas
de una nación amiga de la Francia: que de los esfuerzos reunidos de estos dos
pueblos generosos resulte el bien común, y un nuevo y duradero lazo de
amistad y de alianza, que ahuyentadas las mezquinas y funestas pasiones para
hacer lugar a la benéfica concordia, formada una sola familia, con un solo
espíritu, en derredor del regio trono; puestos en fin los españoles en honrosa
y sabia armonía con las naciones cultas de Europa, tan lejos de las intrigas de
la arbitrariedad, precursora siempre de desastres, podamos un día más
dichoso y puedan nuestros hijos decir con inefable y permanente júbilo:—“El
rey Fernando VII de Borbón, cautivo en el alcázar de sus mayores a pesar de
sus fieles súbditos, y la magnánima nación española sojuzgada por la
ominosa facción de un corto número, recobraron su libertad y sus fueros, y
vieron renacer el suave y útil yugo de una religión santa, la moral publica y el
saludable imperio de las leyes, con el auxilio de la Francia y bajo la dirección
de su augusto príncipe el duque de Angulema”».
Podían estar obcecados los Grandes acerca de los propósitos y fines del
monarca, del gobierno y del príncipe francés, pero siempre fue mirado por
muchos como laudable su intento y el paso que daban. Los encargados de
poner el escrito en manos del príncipe extranjero quisieron acompañarle con
la oferta de armar y sostener por cuenta de la grandeza un cuerpo de ocho mil
hombres que ayudase a terminar pronto la guerra. Mas solo obtuvieron del
príncipe una contestación vaga, como si temiera adquirir con ella un
compromiso contrario a los fines de la Santa Alianza y a los planes de su
soberano. «Al venir en nombre del rey, mi señor tío, les dijo, a pacificar la
España, a reconciliarla con las potencias de Europa, y a ayudarla a romper las
cadenas de su rey, sabía que podía contar con el apoyo de todos los
verdaderos españoles. A los Grandes de España tocaba dar en esta
memorable circunstancia un testimonio solemne de su adhesión a nuestros
esfuerzos y nuestros votos. Mis deseos están conformes con los vuestros.
Anhelo como vosotros que vuestro rey sea libre, y tenga el poder necesario
para asegurar de una manera estable la felicidad de la nación».
Sucedió, sin embargo, con la exposición de la Grandeza lo que en
tiempos de agitaciones políticas sucede comúnmente con los medios
términos. Cuando llegó una copia de ella a Cádiz, anatematizáronla los
hombres de ideas extremadas, únicos que se apellidaban y se tenían por
liberales, mientras los realistas la maldecían unánimemente, ensañándose
contra ella, como se vio después en un furioso escrito que dirigieron a la
Regencia; y los consejeros secretos del rey pedían a sus autores explicaciones
terminantes, porque lo consideraban como un desacato y un ultraje hecho a su
soberanía.
Entretanto las Cortes en Sevilla discutían (23 y 24 de mayo) el dictamen
de la comisión diplomática sobre la memoria leída el mes anterior por el
ministro de Estado acerca de nuestras relaciones con las potencias y la
situación general del reino. La comisión, después de un extenso preámbulo,
obra de la pluma de Alcalá Galiano, proponía a las Cortes se sirviesen
declarar: «Que el gobierno de S. M. procedió de un modo digno de la nación
a cuyo frente se hallaba en el discurso de las últimas negociaciones; y que la
guerra que España se veía precisada a sostener le era imposible de evitar, a no
infringir sus juramentos y obligaciones, y renunciar a su honor, a su
independencia, al pacto social jurado, y a todo sistema fundado en ideas
liberales y justas, tendiendo el cuello al yugo del poder absoluto impuesto por
la violencia de un gobierno extranjero». La discusión fue grave, detenida y
solemne, y se declaró que no se cerraría mientras hubiese un solo diputado
que quisiera hablar en pro o en contra. Fueron los principales sostenedores
del dictamen Flores Calderón, Argüelles y Galiano, que excitaron muchas
veces los aplausos del Congreso y de los concurrentes. Su objeto fue
demostrar que la guerra contra España estaba resuelta desde 1820; que las
modificaciones que se proponían en la Constitución no eran sino pretexto
para las hostilidades y una trama para alucinar y dividir a los españoles
incautos; que si el gobierno hubiera caído en semejante lazo, se hubiera
deshonrado sin conseguir el objeto de conservar la paz, la que solo hubiera
podido obtener sometiéndose al yugo de un atroz despotismo. Impugnóle el
señor Falcó en un notabilísimo discurso, que no dejaba de estar también
nutrido de razones. Pero la impugnación era ya tardía. Después de las
célebres sesiones de 9 y 11 de enero en Madrid, la cuestión estaba ya
prejuzgada, y el dictamen de la comisión fue, como no podía menos,
aprobado en votación nominal por la gran mayoría de ciento seis votos contra
veinte y seis[28].
Llegaron a este tiempo a noticia de las Cortes los acontecimientos de
Madrid que acabamos de relatar. Fácil es concebir la profunda sensación que
en ellas harían. Acordóse desde luego que se formara causa al conde de La
Bisbal, sin perjuicio de las disposiciones que el ministerio tomase; y se
nombró una comisión que, oyendo al gobierno, propusiera las recompensas
de honor a que juzgara acreedoras las tropas de la brigada del tercer ejército
de operaciones que defendieron a Madrid el día 20, y a su digno general don
José de Zayas. Por lo demás las Cortes seguían discutiendo y deliberando, al
parecer con una serenidad admirable, sobre todo género de asuntos, así sobre
castigos a los que hiciesen traición o se uniesen a los enemigos de la libertad,
fuesen eclesiásticos, militares o civiles, como sobre premios a los defensores
de la Constitución; así sobre reformas de hacienda, de aranceles, de papel
sellado, de hipotecas, de contribución del clero, como de marina, de
comercio, de arreglos en las provincias de Ultramar: así sobre legislación y
administración de justicia, como sobre correos, imprenta, agricultura o artes.
Beneficiosas como habrían podido ser en tiempos normales muchas de estas
leyes, eran ahora, sobre intempestivas, evidentemente ineficaces, y no podían
tener fuerza moral, sublevada como estaba ya contra el gobierno casi toda la
península, a excepción de los puntos ocupados por las tropas
constitucionales.
Había no obstante quienes, recordando los primeros descalabros y los
siguientes triunfos de la guerra de la independencia, no desconfiaban todavía
de recibir noticias más favorables y satisfactorias, puesto que nuestras tropas
se hallaban todavía enteras, e inspiraban gran confianza sus jefes. Mas las
cosas iban sucediendo muy al revés de aquellas esperanzas. El cuerpo del
general Molitor perseguía al de Ballesteros de la manera que diremos
después. El conde Bourcke se estableció en el reino de León para preparar la
invasión de Asturias y Galicia. Bourmont batió en Talavera la retaguardia de
las tropas que Castelldosrius había sacado de Madrid, y que por Extremadura
se retiraron a Andalucía. Bordessoulle se apoderó de la Mancha, y derrotado
Plasencia en Despeñaperros, quedaba el suelo andaluz abierto a las tropas de
estos dos últimos generales franceses, en número de 17.000 hombres, a los
cuales no había que oponer sino los escasos restos de La Bisbal, cuyo mando
se dio a López Baños, relevando de él a Zayas, y la menguada fuerza de
Villacampa, que no bastaban a contener al enemigo, ni a librar de un golpe de
mano a Sevilla, ciudad populosa, pero abierta, y que encerraba además en su
seno muchos desafectos al sistema constitucional.
Grande alarma y cuidado produjeron en el gobierno y en las Cortes las
nuevas de estos sucesos, que llegaron el 9 de junio a Sevilla.
Tratóse inmediatamente de la traslación del rey y de las Cortes a punto
más seguro, idea contra la cual se levantó gran clamoreo. La milicia de
Sevilla no inspiraba ni confianza ni temor. Los dos batallones de la de
Madrid que habían acompañado al gobierno, sobre ser sinceramente adictos a
la Constitución, se conducían con admirable juicio y disciplina. Pero un
tercer batallón que llegó después, compuesto de gente inquieta, alborotadora
y de todo punto desconsiderada, con noticia de los desmanes cometidos por
los realistas de Madrid, amotinóse queriendo tomar venganza, o lo que
llamaban represalias, en los absolutistas sevillanos de los excesos de los
madrileños. Comenzó el alboroto con insultos, siguió el asesinato de un
hombre desconocido, y el allanamiento y saqueo de algunas casas, entre ellas
una en que vivía un eclesiástico diputado. Flojos en la represión el capitán
general y el jefe político, el ministro Calatrava separó por lo menos a este
último de su empleo. Por fortuna el motín se sosegó, pero traslucióse que se
tramaba en contrario sentido una conjuración en favor del rey.
En tal situación llegó un parte suscrito por un militar en funciones de jefe
político, redactado en medroso lenguaje, participando haber franqueado los
franceses el suelo andaluz, y añadiendo que en el trance de la derrota todo,
hasta el honor, se había perdido. De la pavorosa sensación que se revelaba en
el autor de la noticia participó también el gobierno, el cual se apresuró a
convocar a sesión secreta. En ella reinó el mismo estupor; silenciosos y
pensativos, más que resueltos los diputados, se separaron sin acordar
providencia alguna, y en esta situación congojosa se pasaron la tarde y noche
(10 de junio, 1823). Los diputados, fuera del recinto de las sesiones, andaban
inquietos, tristes y zozobrosos. Divisaban todos la negra nube que encima se
venía; todos se quejaban de que nada se hacia para conjurarla, pero no
acertaba nadie a proponer lo que debía hacerse. Verdad es que las dos
sociedades, masónica y comunera, alma entonces de la política, en vez de
unirse en el común peligro, seguían haciéndose una guerra sañuda y
rencorosa, exasperados algunos con ver a otros ponerse del lado del rey, solo
por ver si por este medio triunfaban de sus rivales, cuyos rivales eran a veces
los miembros de su misma sociedad, llegando la locura de algunos a echar a
volar la idea de que se discurriese el medio de acabar con Fernando y su real
familia, acaso solo por hacer méritos con el rey, revelándole un secreto, que
no pasó de ser anónimo, y que había sido recibido con general indignación.
Llegó así el que había de ser terriblemente memorable 11 de junio (1823).
Antes de abrirse la sesión, las tribunas del Congreso se hallaban cuajadas de
espectadores, en cuyos semblantes se retrataban a un tiempo la incertidumbre,
el temor y la ira; mientras los diputados, reunidos fuera del salón,
convencidos de no haber otro remedio que la traslación del rey y de las
Cortes a la Isla Gaditana, pero también de la resistencia del rey,
conferenciando a voces entre sí y con los ministros, pero sin atreverse a abrir
la sesión, hasta poder proponer en ella un plan determinado, oían a su vez los
murmullos y gritos de las tribunas, impacientes por que se abriese. Costaba
trabajo a los diputados hacerse oír de los demás. Una fuerte exclamación de
¡Silencio!, proferida por Alcalá Galiano, seguida de otra de Riego:
«¡Oigamos a Galiano!», produjo el que todos callaran para oír al exaltado y
elocuente orador, el cual procedió a indicar el plan que había concebido: el
cual consistía, sin acusar al rey ni a los ministros, en hacer que constase de
oficio la resistencia del rey a salir de Sevilla, y en tratar de vencerle hasta
hacerle consentir en pasar a Cádiz, como único medio de salvar a un tiempo
su persona y el régimen constitucional, con lo demás que luego le veremos ir
desenvolviendo. Como el ansia de todos era encontrar un remedio que
pudiera sacarlos de cualquier modo del apremiante conflicto, se acordó abrir
ya la sesión, comprendiéndose desde luego que el alma de la de aquel día
había de ser el mismo Alcalá Galiano.
Abrióse aquella en medio de un profundo e imponente silencio,
significativo de la inmensa importancia que a juicio de todos había de tener.
El diputado Galiano presentó su primera proposición, para que, llamado el
gobierno, expusiera cuál era la situación del país y las medidas que había
tomado para poner en seguridad a la persona del rey y a las Cortes, a fin de
deliberar en vista de lo que contestara. Apoyóla brevemente, comenzando por
decir: «Más es tiempo de obrar que de hablar». Y aprobada por el Congreso,
acordó este continuar en sesión permanente hasta oír la contestación del
gobierno. Llegados los ministros, el de la Guerra hizo una relación de todos
los acontecimientos militares de que el gobierno tenía noticia hasta aquel
momento, no ocultando los peligros que se corrían. El de Gracia y Justicia
(Calatrava) manifestó que el gobierno había consultado con una junta de
generales y otros jefes militares si habría medio de resistir la invasión
francesa en Andalucía, a lo que había contestado que no, y consultada a qué
punto convendría trasladar el gobierno y las Cortes, había respondido
unánimemente que no había otro que la Isla Gaditana. Que puesto todo en
conocimiento del rey, y consultado por este el Consejo de Estado, este alto
cuerpo había convenido con los generales en la absoluta necesidad de
trasladarse las Cortes y el gobierno, variando solo en el punto, siendo de
opinión el Consejo que debía ser Algeciras.
Estrechados y apurados los ministros con preguntas por Galiano, sobre si
creían poderse sostener la Constitución sin que la traslación se verificase, si
el viaje estaba dispuesto, si ellos podían seguir siendo ministros en el caso de
que el rey se negase, concluyó por rogarles que no tomasen parte en la
discusión, porque esta había de llevar necesariamente un giro violento, en que
ellos no podrían hablar sino en nombre del rey. Hecho lo cuál, presentó la
segunda proposición, reducida a que una comisión llevase un mensaje a S. M.
suplicándole que sin demora se pusiese en camino con su real familia, y
acompañado de las Cortes y del gobierno, añadiéndose a propuesta de
Argüelles «a la Isla Gaditana, y mañana al mediodía». La comisión se
nombró: presidíala don Cayetano Valdés, hombre severo y de todos
respetado: el rey señaló la hora de las cinco de la tarde para recibirla;
mientras la comisión fue a cumplir su delicado encargo, el Congreso se quedó
en una respetuosa y casi muda expectativa. Regresó la comisión, y en el
semblante mustio del presidente se leyó que no traía contestación
satisfactoria. «Señor, dijo Valdés, la comisión de las Cortes se ha presentado
a S. M.: ha enterado al monarca de que el Congreso quedaba en sesión
permanente, que había resuelto trasladarse dentro de 24 horas a Cádiz, en
virtud de las noticias que tiene de la marcha del enemigo, pues aumentada su
velocidad, podía el ejército invasor impedir la partida del gobierno, y de este
modo dar muerte a la libertad y a la independencia de la nación; y por lo tanto
era urgente y necesario que la familia real y las Cortes saliesen de esta
ciudad.—El rey ha contestado que su conciencia y el interés que le inspiraban
sus súbditos no le permitían salir de Sevilla: que si como individuo particular
no hallaba inconveniente en la partida, como monarca debía escuchar el grito
de su conciencia.—Manifesté a Su Majestad que su conciencia quedaba
salva, pues aunque como hombre podía errar, como rey constitucional no
tenía responsabilidad alguna; que escuchase la voz de sus consejeros y de los
representantes del pueblo, a quienes incumbía la salvación de la patria.—S.
M. respondió: He dicho; y volvió la espalda».
Siguieron a esta relación momentos de profundo silencio, como
presagiando todo el mundo que tras lo que se había oído, algo terrible restaba
oír. El guante estaba arrojado, y suponíase que no faltaría quien le recogiera.
De contado estaba conseguido uno de los propósitos de Galiano, que era
saber oficialmente la resistencia del rey. Levantóse en efecto de nuevo este
diputado, y con ademán solemne y mostrando cierta tristeza hipócrita
(usamos su misma expresión), «Llegó ya, dijo, la crisis que debía estar
prevista hace mucho tiempo». Y después de breves palabras para probar que
S. M. no podía estar en el pleno uso de su razón, sino en un estado de delirio
momentáneo, pues de otro modo no podía suponerse que quisiera prestarse a
caer en manos de los enemigos, propuso que se declarara llegado el caso de
considerar a S. M. en el del impedimento moral señalado en el artículo 187
de la Constitución, y que se nombrara una Regencia provisional que para solo
el caso de la traslación reuniera las facultades del poder ejecutivo. Declarado
el asunto urgente, y puesto a discusión, hablaron en contra Vega Infanzón y
Romero, aquel en un discurso cansado, aunque vehemente; defendiéronla
Argüelles y Oliver; y sin votación nominal, porque así se procuró que fuese,
se aprobó una proposición que declaraba nada menos que demente al rey, y
suspenso del poder real[29].
Acto continuo se nombró una comisión que propusiera los individuos que
habían de componer la Regencia; y a propuesta suya recayó el nombramiento
en don Cayetano Valdés, don Gabriel Ciscar y don Gaspar Vigodet, los
cuales prestaron el correspondiente juramento, mediando luego entre el
presidente del Congreso y el de la Regencia, Valdés, breves pero muy
sentidos discursos, sobre la necesidad terrible en que se había puesto a la
representación nacional de tomar una medida de tal naturaleza, y a los
regentes en la de aceptarla. La nueva Regencia salió para palacio,
acompañada de la diputación de las Cortes, entre aplausos y vivas de
diputados y espectadores. Fernando recibió la noticia del atentado que contra
él acababa de cometerse, sin inmutarse al parecer. O se alegraba de tener más
agravios de que vengarse en su día, o en aquel mismo esperaba verse libre de
sus opresores. Porque en efecto, había tramada una conjuración con ese
objeto, pero traslucida su existencia por algunos constitucionales, y
sorprendido el lugar en que se hallaban reunidos los conjurados, aquella
misma noche fueron presos, incluso su jefe, que era a la sazón alcaide del
alcázar[30].
Regresó la comisión del Congreso, y su presidente Riego anunció que la
Regencia quedaba instalada, y que los aplausos y demostraciones de alegría
con que había sido acompañada manifestaban que el pueblo español quería
que se adoptasen medidas enérgicas en las circunstancias actuales. Lúgubre Y
sombrío aspecto presentó el salón de sesiones el resto de aquella noche. En
sesión permanente, más por precaución que porque hubiese de qué tratar,
pues ya no quedaba que hacer sino disponer el viaje, cosa de la Regencia y
del rey; escasa la luz; pocos y cansados los diputados; durmiéndose en los
escaños, o departiendo en voz baja entre sí sobre el gran suceso del día; en la
tribuna algún otro espectador, cuya curiosidad le hacia compartir la vigilia
con los diputados; inmóviles el presidente y secretarios en sus sillones,
aguardábase con ansiedad y desazón el siguiente día. Pero vino el día
deseado, y pasaban horas, y ni se advertían síntomas, ni se recibían noticias
de próximo viaje. El rey, que se había sujetado sin replicar a la decisión del
Congreso, parecía oponer ahora la peor de las resistencias, la resistencia
pasiva. La hora acordada del mediodía se pasaba; conforme avanzaba la tarde
crecía la zozobra en los ánimos. La milicia nacional de Madrid se
impacientaba y bullía. Llegó a creerse que ya no se verificaba el viaje del rey;
grande era la agitación, y hubo proyectos extremados para hacerle salir
violentamente, porque los realistas en Sevilla, con ser en gran número,
Habíanse mostrado tan cobardes que no se los temía.
Aproximábase ya la noche; cuando a eso de las siete de la tarde (2 de
junio, 1823) se recibió en el Congreso un oficio del ministro interino de la
Gobernación, participando que a las seis y media habían salido SS. MM. y
AA. para Cádiz, sin que hubiese habido alteración alguna en la tranquilidad
pública, y añadiendo que la Regencia provisional del reino se disponía a salir
inmediatamente. En su virtud a las ocho de la noche levantó el presidente la
sesión, que había comenzado a las 11 del día anterior, anunciando, conforme
a una proposición aprobada, que las Cortes suspendían sus sesiones para
continuarlas en Cádiz. Sin molestia ni contratiempo, marchando a cortas
jornadas y haciendo pausas, llegaron el rey y la real familia la tarde del 15 a
la Isla de León[31].
No hicieron tan tranquilamente su viaje los diputados que retrasaron un
poco su partida de Sevilla, después de aquella célebre sesión, que duró treinta
y tres horas. Los que se descuidaron, fueron atropellados por la
muchedumbre: los equipajes que quedaron rezagados cayeron en poder de la
tumultuada plebe, que en Sevilla, como en todos los pueblos que quedaban
desguarnecidos de tropa o de suficiente fuerza de nacionales, se ensañaba con
furor, y cometía todo linaje de insultos, desmanes y tropelías contra todos los
que eran tildados de negros, que así seguían apellidando a los que se habían
mostrado afectos al sistema constitucional. Allí el populacho se creyó más en
derecho de dar suelta a las venganzas, por lo mismo que acababa de ser
testigo de cómo había sido tratado el rey. Grupos de gitanos y gente del
barrio de Triana entraron a saco el salón de Cortes, y varias casas y cafés
donde se reunían los liberales.
El mismo día 15 a las seis de su tarde se abrieron las Cortes en Cádiz en
el templo de San Felipe Neri, solo para dar cuenta de la siguiente
comunicación de la Regencia provisional desde el Puerto de Santa María:
«Excmo. señor: La Regencia provisional del reino nombrada por las Cortes
no debe existir sino por el tiempo de la traslación de las mismas y del
gobierno a la Isla Gaditana, y debiendo verificarse la entrada de S. M. en ella
en el día de mañana, por hallarse ya en este pueblo sin novedad en su
importante salud, espera la Regencia provisional que V. E. se servirá decirme
por medio del expreso que conducirá este pliego, si están ya trasladadas las
Cortes a la misma Isla, o tendrá a bien avisarme tan pronto como lo estén
para los efectos consiguientes.—Dios guarde a V. E. muchos años. Puerto de
Santa María, junio 14 de 1823.—Cayetano Valdés.—Señor Presidente de las
Cortes».
Habiéndose leído la lista de los diputados presentes y de otros que se
hallaban en la población, se acordó contestar que las Cortes estaban ya
trasladadas. En su virtud la Regencia anunció por decreto haber cesado en sus
funciones provisionales; pero las sesiones no se reanudaron formalmente
hasta el 18, según lo acordado en la del 11 en Sevilla.
Así terminaron sus tareas las Cortes congregadas en esta última ciudad
desde el 23 de abril, las más famosas de la historia parlamentaria española,
por el acto inaudito y nuevo en los anales políticos de las naciones que con la
autoridad y la persona del rey ejecutaron: acto que juzgaremos a su tiempo,
así como la conducta respectiva de las Cortes y del monarca en este breve,
pero famoso período, limitándonos al presente al oficio de simples
narradores. En este mismo concepto, y dejando por ahora al rey, al gobierno
y las Cortes en Cádiz, procederemos en el siguiente capítulo a dar cuenta de
los progresos del ejército invasor franco-hispano, y de cómo en el resto de
España se verificaba la terrible restauración absolutista.
CAPÍTULO XVI
PROGRESOS DEL EJERCITO REALISTA. SITIO DE CÁDIZ
(De abril a septiembre, 1823)
Dejamos indicado en otro lugar, que tan luego como las Cortes y el
gobierno se trasladaron a Cádiz se volvió oficialmente a Fernando VII su
aptitud moral para gobernar, cuya imposibilidad se hizo durar solo cuatro
días[46], cesó en sus funciones la Regencia, y las Cortes reanudaron en Cádiz
sus interrumpidas sesiones (18 de junio), con arreglo a lo acordado en la
última que se celebró en Sevilla.
Señalóse aquel día por un suceso trágico en extremo doloroso. El general
Sánchez Salvador, uno de los más beneméritos militares de aquel tiempo, que
había aceptado de la Regencia de Sevilla el ministerio de la Guerra, amaneció
degollado en su propio cuarto, y junto a su ensangrentado cadáver se halló la
siguiente carta: «La vida cada día se me hace más insoportable, y el
convencimiento de esta verdad me arrasara a tomar la resolución de terminar
mi existencia por mis propias manos. El único consuelo que puedo dejar a mi
apreciable mujer y a mis queridos hijos y amigos, sobre esta terrible
determinación, es el de que bajo al sepulcro sin haber cometido jamás crimen
ni delito alguno.—Noche del 17 al 18 de junio». Su muerte fue muy
justamente sentida y llorada, y reemplazóle al pronto e interinamente el
ministro de Marina.
La diputación provincial de Cádiz manifestó a las Cortes su satisfacción
por ver instalado el cuerpo representativo en la misma ciudad y sitio en donde
en otra época resonaron los primeros acentos de libertad. Mas si bien las
circunstancias eran ahora muy diferentes, y a muchos de los mismos
diputados no se ocultaba el peligro, y casi tenían la certeza de que allí donde
en otro tiempo tuvo el régimen constitucional su cuna iba a encontrar ahora
su sepulcro, muchos de ellos, o se hacían la ilusión, o aparentaban hacérsela,
de que habían de salvarse todavía las libertades, y tenían o simulaban tener
una confianza y una serenidad parecida a la que tanto había asombrado en los
diputados de las primeras Cortes de Cádiz. De aquí que se advierta en esta
legislatura retraimiento y timidez manifiesta en unos, arrogancia excesiva en
otros; y que mientras por un lado se formaba causa a más de cuarenta
diputados que faltaban de sus puestos[47], y se negaba el permiso para
ausentarse a otros varios que le solicitaban por falta o so pretexto de falta de
salud, por otro se veía a las Cortes ocuparse en asuntos propios de tiempos
normales y tranquilos, y que suponían larga duración en el sistema, tales
como el de declarar libres y laicales los bienes de las capellanías de sangre,
de modificar o adicionar la ley de libertad de imprenta, el modo como los
militares habían de ejercer su derecho electoral, las condiciones de renta que
habían de tener en lo sucesivo los diputados, las dietas que habían de
disfrutar, y otros asuntos semejantes que suponían un régimen representativo
de larga vida.
Se declaró beneméritos de la patria en grado eminente a los individuos de
la Regencia provisional de Sevilla; pero reconociendo que esta misma patria
estaba en peligro, el ministro de la Gobernación propuso, que sin perjuicio de
las facultades de los generales en jefe, gobernadores, comandantes militares y
otras autoridades, se creara un tribunal especial para conocer de los delitos de
traición contra la libertad, rebelión o conmoción popular, contra la persona
del rey o la seguridad del Estado, impedimento de la libre acción del
gobierno, etc.; que en todo punto declarado en estado de sitio se suspendieran
las formalidades prescritas en la Constitución para el arresto de los
delincuentes; que los generales en jefe, comandantes generales, gobernadores
de plazas y jefes políticos de provincias pudieran hacer salir de su territorio a
todo el que les infundiese sospechas, suprimir cualquier corporación, arrestar
personas, suspender magistrados o jueces, alcaldes o diputados provinciales,
intendentes o cualesquiera otros funcionarios y reemplazarlos por otros. Las
Cortes, lejos de escatimar al gobierno estas facultades extraordinarias, se las
dieron también para que las propias autoridades pudieran expulsar de su
distrito o del territorio español a todo extranjero que les inspirase sospecha; y
en cuanto a las corporaciones que podrían suprimirse, a petición de varios
diputados se declaró estar comprendidas en ellas las comunidades religiosas y
cabildos.
Dióse un decreto privando de todos los derechos y garantías de la
Constitución a los españoles que siguieran el partido del enemigo, que en
verdad era ya entonces casi toda España: expidióse otro suspendiendo la ley
de 27 de noviembre de 1822 sobre reuniones para discutir materias políticas:
se crearon los tribunales especiales que el gobierno había pedido para
conocer de todos los delitos que en el decreto minuciosamente se expresaban,
mientras durase la invasión de la península: se suspendieron multitud de
artículos de la ley constitutiva del ejército, y en su lugar se invistió a los
generales de facultades extraordinarias, y se acordó no dar por entonces
licencias absolutas a los cumplidos. Y al propio tiempo que se tomaban estas
y otras semejantes medidas propias de la turbación de los tiempos y de la
situación aflictiva y extrema en que las Cortes y el gobierno se hallaban,
discutíanse con aparente calma proyectos de ley, tales como el de la
conservación de la propiedad en las obras literarias, derechos de los
traductores, de impresores-libreros, y otros semejantes asuntos, que parecía
exigir el reposo de una época normal y tranquila. La defección de Morillo y
sus proclamas, cuando llegaron a noticia de las Cortes, promovieron grandes
debates y suscitaron fuertes declamaciones contra la conducta de aquel
general. Mas como él se hubiese fundado en no reconocer por legal la
suspensión del rey en Sevilla y el nombramiento de la Regencia, y como ya
varios diputados hubiesen pedido antes que constase su voto contrario a la
deposición del rey, el señor Rodríguez Paterna se atrevió en esta ocasión a
decir que se miraran mucho las Cortes en proceder contra un general que
acaso habría suspendido su comunicación con el gobierno hasta ver cómo
había sido nombrada la Regencia. «Y todo el mundo sabe, añadió, que la
Regencia fue nombrada de un modo inconstitucional». Escandalizaron a
muchos estas palabras (sesión del 24 de julio), mandáronse escribir, tronaron
contra ellas Ferrer, Galiano, Argüelles y otros, se pidió que pasasen a una
comisión, pero tuvieron también sus defensores, y se declaró no haber lugar a
votar por 48 contra 45: prueba grande de lo discorde que el mismo Congreso
andaba entre sí en asuntos de tanta monta.
Habiendo sido uno de los motivos de discordia y de desconfianza entre
los mismos liberales, y uno de los medios explotados por los enemigos del
sistema vigente, la idea de modificar el código de Cádiz, picado de ello el
Congreso, y a propuesta de algunos diputados, hízose una declaración
solemne (sesión del 29 de julio), «manifestando a la nación y a la Europa
entera, que las Cortes no han oído ni oirán proposición alguna de ningún
gobierno relativa a hacer modificaciones o alteraciones en la Constitución
política de la monarquía española, sancionada en Cádiz en 1812», y que el
gobierno lo circulara a todas las autoridades civiles y militares, y se le diera
la mayor publicidad, para desmentir la maledicencia y frustrar las
maquinaciones que en este plan se intentara apoyar. Y como si el gobierno
constitucional ofreciese entonces síntomas de larga duración y vida, leyóse el
dictamen de la comisión sobre el modo de hacerse las elecciones de
diputados a Cortes para las legislaturas de los años 1824 y 1825.
Al parecer con la misma confianza, y en vísperas de terminar las Cortes
sus tareas, se leyó el de la comisión de Legislación sobre una proposición del
señor Istúriz, relativa a la supresión de los regulares y conventos que
hubiesen reclamado del gobierno intruso la devolución de sus bienes, o que
hubiesen solicitado la reposición de los diezmos, monasterios y otros
establecimientos y exacciones abolidas por el sistema constitucional; y en
cuanto a la supresión de cabildos, que se oyese el dictamen de la comisión
eclesiástica: así como se aprobaron diez artículos propuestos por la comisión
de recompensas, designando las que se habían de dar a los militares que
seguían defendiendo la causa de la patria (sesiones de 1 y 2 de agosto).
Medidas que entonces parecían extemporáneas e inútiles a todos los que
conocían la situación desesperada, y el fin cierto y no remoto que esperaba al
gobierno constitucional, y que pocos sospecharían entonces que algunas de
ellas habían de ser resucitadas andando el tiempo, en otra época de régimen
representativo.
Igualmente se discutió en los últimos días el de la comisión de Ultramar,
redactado sobre una Memoria presentada por el ministro del ramo, referente a
las provincias de la América española, o emancipadas ya de la metrópoli, o
sublevadas con el mismo propósito. Mala ocasión era para tratar con fruto de
negocio de tamaña importancia; así fue que después de algún debate (3 de
agosto), y de declararse el punto suficientemente discutido, se acordó no
haber lugar a votar sobre el dictamen[48].
En este estado llegó el plazo natural de cerrarse la segunda legislatura de
las Cortes ordinarias. El rey y la reina asistieron en persona a este acto
solemne. Aun suponiendo que el monarca no diga en tales casos sino lo que
en sus labios hayan querido poner los ministros, es sin embargo notable que
Fernando VII de quien nadie dudaba que era el primer conspirador contra las
instituciones, y el que había atraído sobre su propio pueblo las legiones
extranjeras, se prestara a pronunciar a la faz del mundo un discurso de
ardiente liberalismo, y que contenía períodos como los siguientes:
«Señores Diputados:
«Señor:
Todavía el rey envió por tercera vez al general Álava con otra carta para
el príncipe generalísimo, que decía así:
«Señores Diputados:
»En aquel día solemne en que se cerraron las Cortes ordinarias del
presente año, os anunció que si las circunstancias lo pidieren buscaría en las
Cortes extraordinarias el punto de salvación para la nave del Estado. Una
exposición que mi gobierno os presentará por orden mía, patentizará que la
nave del Estado está a punto de naufragar si no concurre a salvarla el
Congreso, y consecuente a lo que entonces anuncié, a lo crítico de las
circunstancias y a lo arduo de los negocios, he tenido por necesario que se
congreguen Cortes extraordinarias, para que deliberando sobre dicha
exposición, resuelvan con su acostumbrado celo y patriotismo lo que más
convenga a la causa pública. Lo que os manifieste mi gobierno mostrará
también palpablemente cuán infructuosos han sido los esfuerzos hechos para
obtener una paz honrosa, porque el enemigo, empeñado en llevar adelante su
propósito de intervenir contra todo derecho en los negocios del reino, se
obstina en no tratar sino conmigo solo y libre, no queriendo considerarme
como tal si no paso a situarme entre sus bayonetas. ¡Inconcebible y ominosa
libertad, cuya única base es la deshonra de entregarse a discreción en manos
de sus agresores!
»Proveed, pues, señores Diputados, a las necesidades de la patria, de la
cual no debo ni quiero separar nunca mi suerte; y convencido de que el
enemigo no estima en nada la razón y la justicia, si no están apoyadas por las
fuerzas, examinad prontamente los males y su remedio.
»Cádiz a 6 de septiembre de 1823.
»FERNANDO».
Recibida en la mañana del 26, a las doce menos cuarto de ella le dio
Valdés la siguiente contestación:
Lúgubre cuadro que bosquejan varios escritores.—La sociedad del Ángel exterminador.—
Los conventos convertidos en clubs.—Abuso en las predicaciones.—Provocativo
lenguaje de los periódicos.—Junta secreta de Estado.—El Índice de la policía.—
Disgusto de los gabinetes aliados por esta política.—Acuerdo y esfuerzos de los
ministros de Francia y Rusia para apartar de ella al rey.—Resultado de las gestiones del
conde Pozzo di Borgo.—Cambio de ministerio.—Casa-Irujo, Ofalia, Cruz, López
Ballesteros.—Caída de Sáez, y premio de sus servicios.—Felicitaciones al rey,
excitándole al exterminio de los liberales.—Ejemplos.—Restablecimiento del Consejo
de Estado.—Concesión de grandes cruces, ascensos y títulos de Castilla a los más
exaltados realistas.—Creación del Escudo de Fidelidad.—Divídense los realistas en dos
bandos.—El infante don Carlos al frente del partido apostólico.—Formidable poder de
los voluntarios realistas.—Abolición de la Constitución en las provincias de Ultramar.
—Creación en España de la superintendencia general de policía del reino.—Las
comisiones militares ejecutivas.—Reorganización de la hacienda por el ministro López
Ballesteros.—Las medidas administrativas.—Muerte del ministro Casa-Irujo.—Entrada
de Calomarde en el ministerio.—Antecedentes de su vida.—Sus opiniones.—Su
manejo con el rey y con los partidos.—Influencia y ascendiente que toma.—Real
cédula sobre causas y pleitos fallados en la época constitucional.—Junta para la
formación de un plan general de estudios.—Restablecimiento de mayorazgos y
vinculaciones.—Sentencias de las comisiones militares.—Disolución de las bandas de
la fe.—Reglamento para la reorganización de los voluntarios realistas.—Circunstancias
notables que acompañaron su circulación.—Disgusto e indignación de los realistas.—
Queman el reglamento, y no le cumplen.—Vuelven las purificaciones para los
empleados civiles.—Pídese al rey el restablecimiento de la Inquisición.—Rehúsalo
Fernando, y por qué.—Nuevas instancias del gobierno francés a Fernando para que
adopte una política templada y conciliadora.—Redáctase el proyecto de amnistía.—
Modificaciones que recibe.—Publícase el decreto.—Alocución del rey.—Innumerables
excepciones que neutralizan el efecto de la amnistía.—No satisface a ningún partido.—
Calomarde y la policía.—Nuevas prisiones de liberales.—Misiones en los templos para
exhortar al perdón de los agravios y a la fraternidad.—Malos misioneros renuevan, en
vez de apagar, las pasiones y las venganzas.
«Art. 1.º Concedo indulto y perdón general, con relevación de las penas
corporales o pecuniarias en que hayan podido incurrir, a todas y cada una de
las personas que desde principios del año 1820 hasta el día 1.º de octubre de
1823, en que fui reintegrado en la plenitud de los derechos de mi legítima
soberanía, hayan tenido parte en los disturbios, excesos y desórdenes
ocurridos en estos reinos con el objeto de sostener y conservar la pretendida
Constitución política de la monarquía, con tal que no sean de los que se
mencionan en el artículo siguiente.
Art. 2.º Quedan exceptuados de este indulto y perdón, y por consiguiente
deberán ser oídos, juzgados y sentenciados con arreglo a las leyes, los
comprendidos en alguna de las clases que a continuación se expresan:
Seguía una alocución del rey a los españoles, que comenzaba con estas
palabras:
«ESPAÑOLES: Imitad el ejemplo de vuestro rey, que perdona los
extravíos, las ingratitudes y los agravios, sin más excepciones que las que
imperiosamente exigen el bien público y la seguridad del Estado. Habéis
vencido la revolución y la anarquía revolucionaria; pero aún nos queda que
acabar de vencer la discordia no menos temible, etc.».
No obstante lo diminuto de la amnistía, al día siguiente felicitó por ella al
rey el nuncio de Su Santidad en nombre del cuerpo diplomático; y en varios
puntos de España, como en Cartagena, se recibió con júbilo, iluminándose
espontáneamente la ciudad. Tal era el ansia y sed que fuera y dentro de la
Península había de algún acto público de olvido, de algún rasgo de
clemencia, que indicara haberse templado algún tanto la crueldad de la
reacción, y que sirviera de bálsamo, siquiera a algunos de los desgraciados.
Pero la dilación desde la firma del decreto hasta su publicación no pareció
haber carecido de propósito, puesto que el ministro Calomarde supo
aprovechar aquel intervalo para prevenir a la policía que formase listas de los
que él sabía quedar exceptuados, y que procediese a su arresto; con lo cual
volvieron a llenarse las cárceles de infelices que vivían ya un tanto confiados,
y si algunos lograron romper los cerrojos, fue a costa de sacrificar su escasa
fortuna, explotando la codicia de los agentes de vigilancia y de los carceleros.
La amnistía, por sus infinitas excepciones, no podía satisfacer a los
liberales en cuyo favor aparecía dada; por su significación y tendencia a
moderar la rigidez contra los vencidos que había prevalecido hasta entonces,
no contentó a los realistas exaltados: al contrario, maldecían el decreto, y
calificaban públicamente de masones a los ministros que suponían sus
autores, mientras que ensalzaban hasta las nubes a Calomarde. Este ministro,
aparentando gran celo por el cumplimiento del encargo que en el último
artículo del decreto se hacia a los arzobispos y obispos de emplear toda la
influencia de su ministerio para restablecer la unión y buena armonía entre
los españoles, mandó a todos los prelados que dispusieran misiones en las
iglesias de su respectiva jurisdicción, a fin de excitar a los extraviados al
arrepentimiento de sus pasadas faltas, y al perdón de las ofensas en los
agraviados[71]. El objeto de las misiones parecía excelente y muy laudable;
exhortar al perdón de las ofensas, hacer de todos los españoles una sola
familia fraternalmente unida, emplearse en esta buena obra los ministros de
una religión de mansedumbre y de paz, ¿quién podría dejar de aplaudir tan
santos fines?
Pero las misiones surtieron un efecto enteramente contrario al que
ostensiblemente aparecía haberse propuesto el ministro que las ordenó; y
esto, sobre no ocultársele al autor de ellas, que acaso con esa previsión las
dispuso, también lo pronosticaron los mismos en cuyo favor se decía que iban
a hacerse. En lugar de operarios celosos, de virtud y ciencia, se
encomendaron a clérigos o fanáticos o ignorantes, escogidos entre los que
descollaban más por su aborrecimiento a los que gozaban concepto de
liberales. La circunstancia de expresarse en el decreto que los agravios de que
se trataba eran los cometidos en los últimos tres años, daba ocasión a los
misioneros a exagerar aquellos agravios, y a calificarlos de ateísmo, de
irreligión y de impiedad. Este era el tema y el sentido y espíritu de sus
sermones; los adictos a la libertad eran para ellos sinónimo de impíos o
herejes. El vulgo que lo oía, salía del templo, no con el ánimo predispuesto al
perdón, sino con el corazón preparado a la venganza, creyendo hacer con ella
un desagravio a la moral, a la religión y a la fe. Y en lugar de aquella
fraternidad de todos los españoles, las ciegas pasiones de la plebe se
recrudecieron, y los perseguidos liberales debieron a la amnistía y a las
misiones una nueva causa de padecimientos e infortunios.
Tal había sido la índole y la marcha de la política de Fernando VII y de su
gobierno desde el famoso decreto de 1.º de octubre de 1823, hasta el también
famoso decreto de amnistía de mayo de 1824.
CAPÍTULO XIX
TRATADOS CON EL GOBIERNO FRANCÉS. PURIFICACIONES.—
AMNISTÍA.—CONSPIRACIONES
(De mayo a fin de diciembre, 1824)
Con este acto terminó el ministerio del duque del Infantado, admitiendo
el rey su renuncia, y nombrando interinamente para su reemplazo en la
primera secretaría al consejero honorario de Estado don Manuel González
Salmón (19 de agosto, 1826), persona de capacidad escasa, pero apropósito
para las miras del rey, y hechura de Calomarde, que con esto llegó al apogeo
de su privanza.
Solo aparente era la tranquilidad, y no infundados los recelos de la corte
de Madrid por el ejemplo del gobierno nuevamente instalado en la nación
vecina; puesto que no tardaron en saltar algunos chispazos en sus
inmediaciones. Ciento quince soldados de caballería de la guarnición de
Olivenza, guiados por dos oficiales subalternos, se fugaron a la plaza
portuguesa de Yelves respondiendo al grito de libertad de aquel reino.
Renovó con esto el gobierno español los terribles decretos de 17 y 21 de
agosto de 1825, y en una orden circular (9 de septiembre, 1826) condenó a
pena de horca a los desertores de Olivenza, y a los que los hubiesen inducido,
o teniendo noticia de ello no lo declarasen luego[98]. En algunos otros pueblos
de España se intentó también alzar el estandarte de la libertad, si bien estos
movimientos fueron fácilmente ahogados, mientras en Portugal los
miguelistas, acaudillados por el general marqués de Chaves, encendían el
fuego de la rebelión, que no dejaban de atizar las potencias del Norte,
temerosas de que el contagio de constitucionalismo se trasmitiese a España, y
aun a otros pueblos.
A pesar de todo, el ministerio francés, a quien no convenía que hubiese
revoluciones a su vecindad, y que veía el estado lastimoso de España y el
peligro de que pudiera encenderse una guerra civil, no dejaba de aconsejar a
Fernando, como el medio que le parecía mejor para alejar aquel peligro, que
modificara su sistema de gobierno, y dando más respiro a los oprimidos y
teniendo con ellos una razonable tolerancia, precaviera los rompimientos a
que suele conducir la tiranía y arrastrar la desesperación. Consejos tanto más
de apreciar, cuanto que no se distinguía el ministerio de Carlos X de Francia
por sus opiniones liberales, y en aquella sazón se malquistaba más con los
hombres de aquellas ideas por el proyecto de ley represiva de la libertad de
imprenta, anunciado al abrirse las sesiones de las cámaras (12 de diciembre,
1826), que había de tener que retirar, y había de ser manantial de gravísimos
disgustos[99]. Pero Fernando, en cuyos oídos nunca sonaba bien nada que
fuese recomendación o consejo de tolerancia con el partido liberal, no
obstante ser en aquellas circunstancias el que menos temores podía inspirarle,
no solo respondía con mañosas y estudiadas evasivas al gabinete de las
Tullerías, sino que soltaba, no sin estudio también, ante los realistas
exaltados, expresiones y frases que indicaban su temor de verse obligado a
variar de política en virtud de las excitaciones de la Francia.
Recogían, y comentaban, y hacían servir a sus fines estas indicaciones los
que tenían interés en representar a Fernando como próximo a ceder o
contemporizar con el gabinete francés y a transigir con los liberales,
comprometiendo al partido realista, cuya parte más fanática, más fogosa o
más vengativa, nunca satisfecha de concesiones y de privilegios, creyéndose
siempre con méritos y servicios para más, ansiosa de exterminar la
generación liberal, muy resentida del castigo de Bessières, tachaba a
Fernando de ingrato, y en sus conciliábulos y sociedades secretas tenía hacía
tiempo fraguado su plan de conjuración. Seguía siendo el ídolo de estos ultra-
realistas el infante don Carlos, que con sus prácticas de devoción y de sincero
fanatismo les inspiraba más confianza que el rey, y teníanle por más digno de
empuñar el cetro del absolutismo intransigente y puro. No entraba en los
designios de don Carlos suplantar a su hermano en el trono mientras viviese.
Menos escrupulosa su esposa la infanta doña Francisca, era, acaso sin saberlo
ni imaginarlo él, el alma de las intrigas de sus parciales. Y Fernando, que por
medio de espías de toda su confianza sabía todo lo que pasaba, así en las
sociedades secretas como en la tertulia de don Carlos, vivía hasta cierto punto
tranquilo, ya por la confianza que tenía en la lealtad de su hermano, ya
porque, conocedor de los medios con que contaban los conspiradores, fiaba
en los de que él podía disponer para destruirlos en el caso de que la bandería
exaltada intentase ponerlos en ejecución.
Tenía aquella su foco principal en Cataluña, donde había muchos que se
daban a sí mismos el título de agraviados, y eran en su mayor parte jefes y
oficiales del disuelto ejército de la Fe, que consideraban desatendidos o mal
recompensados sus servicios, que se quejaban de que no se refrenaban con
bastante rigor las aspiraciones de los liberales, que no podían sufrir que en las
filas del ejército se fuera dando entrada a los oficiales purificados, y que ya
cuando la sublevación de Bessières intentaron también un golpe de mano en
Tortosa y en algún otro punto del Principado. Formóse, pues, lo que se llamó
Federación de realistas puros. A últimos de 1820 se imprimió un escrito
titulado: Manifiesto que dirige al pueblo español una Federación de realistas
puros sobre el estado de la nación, y sobre la necesidad de elevar al trono al
serenísimo señor Infante don Carlos. El cual concluía así: He aquí lo que os
deseamos en Jesucristo, Nos los miembros de esta católica Federación, con
el favor del cielo y la bendición eterna, amen. Madrid a 1.º de noviembre de
1826.—De acuerdo de esta Federación se mandó imprimir, publicar y
circular.—Fray M. del S.º S.º, Secretario.
Este folleto, que comenzó a propagarse a principios de 1827, fue
atribuido por el gobierno, o al menos el ministro Calomarde en una real orden
al gobernador del Consejo (26 de febrero, 1827) le atribuyó a los liberales
revolucionarios emigrados en países extranjeros, y encargaba a todos los
tribunales y justicias del reino persiguieran sin descanso a los autores o
expendedores de aquel infame escrito, como agentes de la revolución. Era un
sistema muy cómodo achacarlo todo a los revolucionarios liberales, y así se
conseguían dos objetos a un tiempo, cohonestar las medidas de rigor que
contra ellos seguían tomándose, y distraer la atención pública de la trama
fraguada por la federación de los realistas puros. Y como si el peligro no
pudiera amenazar sino de un solo lado, se mandaba reforzar todos los puntos
militares de la frontera portuguesa, donde había un cuerpo de observación a
las órdenes del general Sarsfield, se encargaba la pronta y eficaz ejecución
del decreto sobre arbitrios para la organización de los voluntarios realistas,
celebrábanse simulacros y se pasaban revistas solemnes a estos cuerpos,
probando el rey y la reina sus ranchos, para ganar prestigio y popularidad
entre ellos, y se los halagaba de todos modos, como si ellos solos fueran los
leales, ellos los solos sostenedores del trono y de la monarquía, y como si los
conflictos solo pudieran venir de los aborrecidos constitucionales.
Pronto se vio que el viento de la revolución no soplaba ahora de aquella
parte. En el mismo mes de febrero (1827), y cuando el gobierno estaba
designando a los emigrados liberales como autores del folleto mencionado, se
estaban ya concertando y reuniendo en Cataluña aquellos realistas puros de la
federación, partidarios de la antes malograda sublevación de Bessières, sobre
el modo y tiempo de levantar la bandera de la rebelión en Tarragona, Gerona,
Vich y otros puntos del Principado, bajo el consabido pretexto de que el rey
estaba dominado por los masones, de que se iba a publicar otra vez la
Constitución, y era menester, decían, ganar por la mano a los revolucionarios.
Entendíanse para esto Ferricabras, Llovet, Planas, Carnicer, Bussóns,
conocido por Jep dels Estanys, Queralt, Puigbó, Vilella, Trillas, Solá, Codina
y otros varios, casi todos oficiales y jefes que habían sido del ejército de la
Fe, y de los que se llamaban agraviados. Ya en marzo apareció en los
contornos de Horta una partida armada al mando del capitán Llovet, a quien
había de auxiliar el coronel Trillas para apoderarse de Tortosa. Comenzaron a
establecerse juntas y a circular proclamas, y designábase el 1.º de abril para el
levantamiento general. Agitábase el campo de Tarragona; alzábase el grito en
el Ampurdán, movíase la gente por Manresa y Vich, y bullían y comenzaban
a organizarse los sediciosos en las montañas.
También se pusieron en movimiento las tropas, encargadas de sofocar la
insurrección, e hiciéronlo tan activamente que lograron destruir o dispersar
aquellas primeras gavillas, antes que hubiesen tenido tiempo para acabar de
sublevar el país, que solo empezaba a conmoverse. Algunos de aquellos
caudillos fueron aprehendidos y pasados por las armas, dando alguno de ellos
a la hora de la muerte una triste prueba, y aun un escandaloso testimonio de
lo que eran para él aquella religión y aquella fe que invocaban y que tenían
siempre en los labios, resistiéndose a cumplir los deberes que a todo
cristiano, especialmente en los últimos momentos de su vida, aquella fe y
aquella religión imponen.
Entre las proclamas y papeles cogidos a los cabecillas se encontró uno
impreso en papel y letra francesa, que así por esta circunstancia como por la
fecha en que apareció y se publicó, y por la declaración posterior de otro de
aquellos jefes, que manifestó haberlo remitido por el correo al secretario de
Estado y del despacho de Gracia y Justicia, ofrece sobrado fundamento para
creer fuese el mismo célebre Manifiesto que dirigía al pueblo español la
Federación de realistas puros, que el ministro Calomarde en un documento
solemne había atribuido a los liberales emigrados, y que de sobra debía
constarle ser parto y producto de la sociedad secreta del Ángel exterminador,
centro misterioso de donde había salido el plan de la rebelión de Cataluña.
No sabemos si esta circunstancia influiría en el indulto que el gobierno
concedió a los rebeldes catalanes (30 de abril, 1827), y que se extendió
después a los jefes de la conjuración, algunos de los cuales no le quisieron
admitir. Sin embargo, desde abril hasta julio pareció restablecida la
tranquilidad en el Principado. Pero en este tiempo se preparaba otra mayor, y
más seria, y más extensa insurrección que la que había sido sofocada. La
calidad de los personajes que la prepararon y sostuvieron, las clases a que
pertenecían, el objeto aparente con que procuraban cohonestarle, y el fin
verdadero que se proponían, todo se ha de ir viendo, todo lo habrán de revelar
los nombres y los cargos de las personas que en este sangriento drama
jugaron, las proclamas de los insurrectos y de las juntas a que obedecían y
que dirigían el plan, y los documentos que habremos de dar a conocer.
Después de algunas reuniones de clérigos, que eran los que con su
influencia tenían dominado el pueblo catalán, reuniones que promovió
también un eclesiástico de alta dignidad llegado de Madrid con instrucciones
reservadas, establecióse en Manresa una junta, que se autorizó a sí misma
para gobernar el Principado, llamándose Junta Superior, y dándose aires de
soberana. Habíala formado don Agustín Saperes, conocido por El Caragol, y
componíanla el lectoral de la iglesia de Vich don José Corróns, el domero y
el vicedomero de la de Manresa, Fr. Francisco de Asís Vinader, religioso de
los Mínimos, el médico don Magín Pallás, don Bernardo Senmartí, y de que
eran secretarios don Juan Comas y don José Rancés. A presidirla fue don
José Bussóns (alias Jep dels Estanys), que ya se había levantado con
trescientos hombres, dándose al Caragol la comandancia de la vanguardia de
las fuerzas sublevadas y que habían de sublevarse. Cuando el jefe de las
tropas que guarnecían la población había reunido los oficiales para
manifestarles los temores que ciertos síntomas le hacían concebir, vióse
sorprendido al rayar el día 25 de agosto (1827) con los gritos de: «¡Viva la
religión! ¡Viva Fernando VII!» que por todo el pueblo resonaban, junto con
el toque de somatén que atronaba los aires en las torres de las iglesias.
Trabada la acción entre las tropas y los realistas insurrectos, y faltando a su
deber y a su lealtad algunos oficiales de aquellas, quedaron vencedores los
sublevados, y enseñoreada de la población la Junta.
Puesto Saperes (el Caragol) a la cabeza de los sediciosos, publicó dos
proclamas; una anunciando la instalación de la junta, otra a los españoles
buenos, manifestándoles que era llegado el momento en que los beneméritos
realistas volvieran a entrar en una lucha, «lucha, decía, más sangrienta quizás
que la del año 20, aunque de menor duración: lucha en que va a decidirse la
suerte próspera o adversa del mundo católico, y en particular la de nuestra
amada España». Y concluía con las tres siguientes disposiciones: «1.º Toda
persona que desde este día se entretenga en esparcir directa o indirectamente
noticias melancólicas, o con sus escritos o conversaciones contra la opinión
de los buenos realistas, será reputado como traidor y enemigo de los
defensores de la justa causa. 2.º El sujeto a quien se le justifique estar en
correspondencia con alguno de los sectarios, será tratado como espía, aun
cuando no tenga roce con él. 3.º Todo voluntario que trate de inspirar
desaliento, o influya de algún modo para que los demás no se defiendan, será
tratado como traidor vendido a los enemigos.
»Manresa, 25 de agosto de 1827.
»El coronel comandante general de la vanguardia, Agustín Saperes, alias,
Caragol»[100].
La Junta por su parte publicó también una alocución (31 de agosto, 1827),
de que conservamos un ejemplar impreso, y reproducimos aquí literal y con
su propia ortografía, para que se vea la ilustración y el gusto literario de
aquellos nuevos gobernantes, que por lo menos habrían seguido una carrera
eclesiástica.
EL REY.
Recibióse este decreto en algunos pueblos, como suele acontecer con las
medidas que cambian de súbito las condiciones de los partidos, con
inmoderada alegría por unos, con demostraciones de coraje y de
desesperación por otros.
Era avanzada ya la estación, y los reyes se trasladaron de San Ildefonso a
Madrid (19 de octubre, 1832), aliviado el rey lo bastante para poder hacer el
viaje, pero abatido y débil, y con señales de no largo vivir. Otra clase de
gentes que la de otras ocasiones victoreaba ahora en la corte a los augustos
huéspedes. Cristina, en cuyo semblante se dibujaban al mismo tiempo la
gracia y la belleza de la juventud, la dulzura de la mujer, la ternura de madre,
las vigilias de la enfermera de su esposo, y la dignidad de reina, habíase
hecho ya en Madrid un gran partido, y era aclamada como la libertadora de
los oprimidos, como el ángel de consuelo de los desgraciados. Hasta el clero
tuvo que agradecer a Cristina el verse relevado de la depresiva prohibición
que sobre los eclesiásticos pesaba de poder venir a Madrid y sitios reales, y
que los constituía en peor condición que las demás clases del Estado,
facultándolos a venir en lo sucesivo libremente por razonables causas,
siempre que observasen lo prevenido en las leyes y sagrados cánones. Pero al
propio tiempo que tan benéfica y clemente se mostraba la joven reina, no le
faltó entereza ni energía para proceder contra los autores de la intriga de la
Granja, y principalmente contra Calomarde y el obispo de León. El célebre
exministro de Gracia y Justicia fue confinado de orden del gobierno a la
ciudadela de Menorca. Pero avisado oportunamente por sus amigos de la
medida contra él fulminada, resolvió eludirla fugándose desde el pueblo de
Olba en Aragón donde se había retirado. Guióle en su fuga el fraile
franciscano Fr. Pedro Arnau, que le ocultó de pronto en el convento de su
orden en Híjar, donde permaneció hasta poder salir disfrazado de monje
Bernardo y en compañía de otros dos monjes camino de Francia. Al
reconocer su equipaje en la frontera de aquel reino, y encontrándose en él
varias cruces y condecoraciones que revelaban ser un personaje de cuenta, se
intentó detenerle, pero el oro le salvó de aquel peligro, y Calomarde logró
penetrar en territorio francés, para no volver a pisar el suelo de la nación que
había tenido sometida a su yugo tantos años[140].
Al obispo de León, don Joaquín Abarca, hechura, confidente y paisano de
Calomarde, le fue comunicada por el nuevo ministro de Gracia y Justicia la
orden de partir para su diócesis en el término preciso de tres días. El
turbulento prelado contestó al ministro Cafranga de la manera destemplada y
descomedida que van a ver nuestros lectores, pues merece ser conocido este
documento, para que se forme juicio de la insolencia y de la audacia de los
que figuraban a la cabeza de los partidarios de don Carlos, aun los que
estaban investidos del sublime carácter de príncipes de la Iglesia.
«Don Francisco Fernández del Pino, caballero gran cruz, etc. etc.;
Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, y notario
mayor de los reinos:—Certifico y doy fe: Que habiendo sido citado de
orden de la Reina nuestra señora por el señor secretario primero de
Estado y del Despacho para presentarme en este día en la cámara del
Rey nuestro Señor, y siendo admitido ante su Real persona a las doce
de la mañana, se presentaron conmigo en el mismo sitio, citados
también individualmente por la dicha real orden, el muy reverendo
cardenal… (siguen todos los nombres). Y a presencia de todos me
encargó S. M. el Rey una declaración escrita toda de su Real mano,
que me mandó leer, como lo hice, en alta voz, para que todos la
oyesen, y es a la letra como sigue:
»“Sorprendido mi real ánimo en los momentos de agonía a que me
condujo la grave enfermedad de que me ha salvado prodigiosamente
la divina misericordia, firmé un decreto derogando la Pragmática-
sanción de 29 de marzo de 1830, decretada por mi augusto padre a
petición de las Cortes de 1789 para restablecer la sucesión regular en
la corona de España. La turbación y congoja de un estado en que por
instantes se me iba acabando la vida indicarían sobradamente la
indeliberación de aquel acto, si no la manifestasen su naturaleza y sus
efectos. Ni como rey pudiera yo destruir las leyes fundamentales del
reino, cuyo restablecimiento había publicado, ni como padre pudiera
con voluntad libre despojar de tan augustos y legítimos derechos a mi
descendencia. Hombres desleales o ilusos cercaron mi lecho, y
abusando de mi amor y del de mi muy cara esposa a los españoles,
aumentaron su aflicción y la amargura de mi estado asegurando que el
reino entero estaba contra la observancia de la Pragmática, y
ponderando los torrentes de sangre y desolación universal que había
de producir si no quedase derogada. Este anuncio atroz, hecho en las
circunstancias en que es más debida la verdad, por las personas más
obligadas a decírmela, y cuando no me era dado tiempo ni sazón de
justificar su certeza, consternó mi fatigado espíritu, y absorbió lo que
me restaba de inteligencia para no pensar en otra cosa que en la paz y
conservación de mis pueblos, haciendo en cuanto pendía de mí este
gran sacrificio, como dije en el mismo decreto, a la tranquilidad de la
nación española.—La perfidia consumó la horrible trama que había
principiado la sedición; y en aquel día se extendieron certificaciones
de lo actuado, con inserción del decreto, quebrantando alevosamente
el sigilo que en el mismo, y de palabra, mandé que se guardase sobre
el asunto hasta después de mi fallecimiento. Instruido ahora de la
falsedad con que se calumnió la lealtad de mis amados españoles,
fieles siempre a la descendencia de sus reyes; bien persuadido de que
no está en mi poder, ni en mis deseos, derogar la inmemorial
costumbre de la sucesión establecida por los siglos, sancionada por la
ley, afianzada por las ilustres heroínas que me precedieron en el trono,
y solicitada por el voto unánime de los reinos; y libre en este día de la
influencia y coacción de aquellas funestas circunstancias: declaro
solemnemente de plena voluntad y propio movimiento, que el decreto
firmado en las angustias de mi enfermedad, fue arrancado de mí por
sorpresa; que fue un efecto de los falsos terrores con que
sobrecogieron mi ánimo; y que es nulo y de ningún valor, siendo
opuesto a las leyes fundamentales de la monarquía y a las
obligaciones que como rey y como padre debo a mi augusta
descendencia. En mi palacio de Madrid, a 31 días de diciembre de
1832”.
»Concluida por mí la lectura (prosigue el ministro notario), puse
la declaración en las Reales manos de S. M., quien, asegurando que
aquella era su verdadera y libre voluntad, la firmó y rubricó a
presencia de dichos señores, escribiendo al pie FERNANDO, y yo
pregunté a los que presentes estaban si se habían enterado de su
contesto, y habiendo respondido todos que estaban enterados, se
finalizó el acto, y S. M. mandó que se retirasen los señores arriba
referidos, y yo deposité en seguida esta real declaración en la
Secretaría de mi cargo, donde queda archivada. Y para que en todo
tiempo conste y tenga sus debidos efectos, doy el presente testimonio
en Madrid, en el mismo día 31 de diciembre de 1832.—Firmado.—
Francisco Fernández del Pino».
Toma el rey otra vez las riendas del gobierno.—Tierna y afectuosísima carta de gracias que
dirige a la reina.—Aprueba públicamente todos sus actos como gobernante.—Manda
acuñar una medalla para perpetuar sus acciones.—Junta carlista en Madrid.—La infanta
María Francisca.—La princesa de Beira.—Sublevación carlista en León.—Parte que
tuvo en ella el obispo Abarca.—Su fuga.—Desarme de los realistas.—Conducta de una
gran parte del clero de España.—Lo que era en Cataluña.—Prisión y proceso de los
individuos de la junta carlista de Madrid.—Don Carlos y la princesa de Beira son
enviados a Portugal.—Amplíanse los beneficios de la amnistía.—Modificación del
ministerio.—Decreto para que los reinos juren a la princesa Isabel como heredera del
trono.—Preparativos para las fiestas.—Programas.—Acto y ceremonias de la jura.—
Festejos.—Alegría pública.—Protesta de don Carlos.—Importante y curiosa
correspondencia que con este motivo se entabla entre los dos hermanos Fernando y
Carlos.—Repugnantes síntomas de la enfermedad del rey.—Sucesos de Portugal.—
Nueva expedición contra don Miguel.—Mendizábal.—Desembarco de tropas liberales
en los Algarbes.—Apodérase de la escuadra portuguesa el almirante Napier.—Derrota
de tropas miguelistas.—Entran las de don Pedro en Lisboa.—Regencia de don Pedro.—
Llegada y proclamación de doña María de la Gloria.—El cólera morbo en Portugal.—
Apunta en España.—Los partidos españoles.—Sistema del gobierno con ellos.—
Conspiraciones.—Sorprende el anuncio oficial de la muerte del rey.—Decretos de la
reina.—Ábrese el testamento de Fernando.—La reina Cristina gobernadora del reino.—
Conducción del cadáver de Fernando al Panteón del Escorial.
«EL REY
»9.ª Declaro que estoy casado con doña María Cristina de Borbón,
hija de don Francisco I, rey de las dos Sicilias, y de mi hermana doña
María Isabel, infanta de España.
»10. Si al tiempo de mi fallecimiento quedaren en la menor edad
todos o algunos de los hijos que Dios fuere servido darme, quiero que
mi muy amada esposa doña María Cristina de Borbón sea tutora y
curadora de todos ellos.
»11. Si el hijo o hija que hubiere de sucederme en la corona no
tuviese diez y ocho años cumplidos al tiempo de mi fallecimiento,
nombro a mi muy amada esposa doña María Cristina por regenta y
gobernadora de toda la monarquía, para que por si sola la gobierne y
rija hasta que el expresado mi hijo o hija llegue a la edad de diez y
ocho años cumplidos.
»12. Queriendo que mi muy amada esposa pueda ayudarse para el
gobierno del reino, en el caso arriba dicho, de las luces y experiencia
de personas, cuya lealtad y adhesión a mi real persona y familia tengo
bien conocidas, quiero que tan luego como se encargue de la regencia
de estos reinos forme un Consejo de gobierno con quien haya de
consultar los negocios arduos, y señaladamente los que causen
providencias generales y trascendentales al bien común de mis
vasallos; más sin que por esto quede sujeta de manera alguna a seguir
el dictamen que le dieren.
»13. Este Consejo de gobierno se compondrá de las personas
siguientes, y según el orden de este nombramiento. El Excmo. señor
don Juan Francisco Marcó y Catalán, Cardenal de la Santa Iglesia
Romana; el marqués de Santa Cruz; el duque de Medinaceli; don
Francisco Javier Castaños; el marqués de las Amarillas; el actual
decano de mi Consejo y Cámara de Castilla don José María Puig; el
ministro del Consejo de Indias don Francisco Javier Caro. Para suplir
la falta por ausencia, enfermedad o muerte de todos o cualquiera de
los miembros de este Consejo de gobierno, nombro en la clase de
eclesiásticos a don Tomás Arias, auditor de la Rota en estos reinos; en
la de grandes al duque del Infantado y al conde de España; en la de
generales, a don José de la Cruz; y en la de magistrados, a don
Nicolás María Gareli y a don José María Hevia y Noriega, de mi
Consejo Real, los cuales por el orden de su nombramiento serán
suplentes de los primeros; y en el caso de fallecer alguno de estos,
quiero que entren también a reemplazarlos para este importantísimo
ministerio por el orden mismo con que son nombrados; y es mi
voluntad que sea secretario de dicho Consejo de gobierno don Narciso
de Heredia conde de Ofalia, y en su defecto don Francisco de Cea
Bermúdez.
»14. Si antes o después de mi fallecimiento, o ya instalado el
mencionado Consejo de gobierno, faltase, por cualquier causa que
sea, alguno de los miembros que he nombrado para que lo
compongan, mi muy amada esposa, como regenta y gobernadora del
reino, nombrará para reemplazar los sujetos que merezcan su real
confianza, y tengan las cualidades necesarias para el acertado
desempeño de tan importante ministerio.
»15. Si desgraciadamente llegase a faltar mi muy amada esposa
antes que el hijo o hija que me haya de suceder en la corona tenga
diez y ocho años cumplidos, quiero y mando que la regencia y
gobierno de la monarquía de que ella estaba encargada en virtud de
mi anterior nombramiento, e igualmente la tutela y curaduría de este y
demás hijos míos, pase a mi Consejo de regencia, compuesto de los
individuos nombrados en la cláusula 13 de este testamento para el
Consejo de gobierno.
»16. Ordeno y mando, que así en el anterior Consejo de gobierno
como en este de regencia que por fallecimiento de mi muy amada
esposa queda encargado de la tutela y curaduría de mis hijos menores
y del gobierno del reino, en virtud de la cláusula precedente, se hayan
de decidir todos los negocios por mayoría absoluta de votos, de
manera que los acuerdos se hagan por el sufragio conforme de la
mitad más uno de los vocales concurrentes.
»17. Instituyo y nombro por mis únicos y universales herederos a
los hijos o hijas que tuviere al tiempo de mi fallecimiento, menos en
la quinta parte de todos mis bienes, la cual lego a mi muy amada
esposa doña María Cristina de Borbón, que deberá sacarse del cuerpo
de bienes de mi herencia por el orden y preferencia que prescriben las
leyes de estos mis reinos, así como el dote que aportó al matrimonio,
y cuantos bienes se le constituyeron bajo este título en los capítulos
matrimoniales celebrados solemnemente, y firmados en Madrid a 5 de
noviembre de 1829.
»Por tanto, y sin perjuicio de que daré orden para que se remita al
Consejo certificación autorizada del testamento íntegro, y de las
diligencias que precedieron a su apertura y publicación; conviniendo
al bien de estos reinos y señoríos que todos ellos se hallen instruidos
de las preinsertas soberanas disposiciones y última voluntad del señor
rey don Fernando, mi muy caro y amado esposo, que está en gloria,
por la cual se sirvió nombrarme e instituirme regenta y gobernadora
de toda la monarquía, para que por mí sola la gobierne y rija hasta que
mi augusta hija, la señora doña Isabel II, cumpla los diez y ocho años
de edad, he tenido por bien mandar en su real nombre, que por el
Consejo se circulen y publiquen con las solemnidades de costumbre
como pragmática sanción con fuerza de ley, esperando yo del amor,
lealtad y veneración de todos los españoles a su difunto rey, a su
augusta sucesora, y a sus leyes fundamentales, que aplaudirán esta
previsión de sus paternales cuidados, y que Dios favorecerá mis
deseos de mantener, auxiliada de las luces del Consejo de gobierno, la
paz y la justicia en todos sus vastos dominios, y de llevar esta heroica
nación al grado de prosperidad y de esplendor a que se ha hecho
acreedora por su religiosidad, por sus esfuerzos y por sus virtudes.
Tendráse entendido para su debido cumplimiento.—Está señalado de
la real mano.—Palacio, a 2 de octubre de 1833.—El duque presidente
del Consejo Real».
I
LA REACCIÓN DE 1814 A 1820
(De la obra titulada: Hechos de armas del ejército francés en España, escrita
de orden del rey de Francia)
1833.—Mayo, 13
1833.—Mayo, 20
1833.—Mayo, 28
1833.—Junio 1.º
1833.—Junio, 2
1833.—Junio, 8
1833.—Junio, 11
1833.—Junio, 15
«Madrid 15 de junio de 1833.—Mi muy querido hermano Carlos: He
recibido tu carta del 8 del corriente, y voy a contestarte.—Bien pudieras
haberme libertado del disgusto de tu viaje a Coimbra, cumpliendo mi expresa
determinación. No hallé inconveniente a nuestra despedida en que vieses a
Miguel, en la inteligencia de que os encontraríais en Lisboa; pero teniendo
que buscarle a distancia, y habiéndose después complicado más las
circunstancias respecto de este reino, te manifesté por medio de Córdoba mi
firme resolución de que no hicieras ese viaje, y los graves inconvenientes que
para ti mismo y para Miguel ofrecerían tus movimientos en Portugal. ¿Cómo
puedes decir ahora que no creías desagradarme, y citar mi primera
condescendencia, habiéndote hecho saber posteriormente mi opinión?—Ya
va cumplido un mes desde que me dijiste que sin embargo de tus dificultades
estabas resuelto a hacer mi voluntad; y mientras yo más claramente te lo
manifiesto, más tropiezos hallas, y menos disposición para ejecutarla. Tú
mismo provocas los embarazos y das lugar a que nazcan otros nuevos con tus
demoras; todos se hubieran evitado si desde luego hubieses cumplido mis
órdenes. Me expusiste como un motivo de corta dilación tu deseo de
santificar el día del Corpus en el monasterio de Mafra, y al día siguiente,
olvidando a Mafra, me anuncias el viaje a Coimbra, que debía detenerte más
tiempo. No reparaste entonces en que Leiria y otros pueblos del tránsito
estaban ya infestados del cólera, y ahora no puedes pasar por temor de
contagiarte en ellos. Y lo que nadie imaginara, en la misma propagación del
mal, que fuera para todos un estimulo de ausentarse del país, tú hallas la
razón de permanecer, y dejas tranquilamente que te vaya cercando de todas
partes el azote.
»No es necesario para volver a Mafra que toques en los pueblos
epidemiados; puedes rodearlos y evitar su comunicación. El puerto de
Cascaes es seguro; la estación la más serena y constante; y Guruceta no ha de
embarcarte con una tempestad; el estado sanitario de la fragata, de que según
dices tienes que informarte, y pudieras estar informado ya, es tan excelente
como el de la escuadra inglesa, junto a la cual ha fondeado. Todo el mundo
crees que te graduaría de temerario en tu embarque, pero más bien es de creer
que califique tu conducta y las dificultades como medios de entretener o de
frustrar el cumplimiento de mi voluntad.—Quiero absolutamente que te
embarques sin más tardanza. Por medio de Córdoba podrás adquirir del
comandante de la fragata cuantas noticias necesites sobre la sanidad y
seguridad del buque y del embarcadero que elija, según dictaren las
circunstancias. Demasiado hemos hablado ya sobre el asunto; y no quisiera
que se amargase más esta prolija correspondencia, si tu conducta sucesiva
conviniese tan poco con tus repetidas protestas de sumisión.—Mucho celebro
que goces con tu familia de la buena salud que gozamos nosotros. Recibe
nuestros afectos, y el cariño que te profesa siempre tu amantísimo hermano,
FERNANDO».
1833.—Junio, 19
1833.—Junio, 22
1833.—Junio, 30
1833.—Julio, 9
1833.—Julio, 21
PARTE TERCERA
EDAD MODERNA. DOMINACIÓN DE LA CASA DE BORBÓN
LIBRO ONCENO
CAPÍTULO XIII
CORTES EXTRAORDINARIAS. LA GUERRA EN CATALUÑA
1822
CAPÍTULO XIV
EL CONGRESO DE VERONA. LAS NOTAS DIPLOMÁTICAS
De 1822 a 1823
CAPÍTULO XVI
PROGRESOS DEL EJERCITO REALISTA. SITIO DE CÁDIZ
(De abril a septiembre, 1823)
CAPÍTULO XVII
FIN DE LA SEGUNDA ÉPOCA CONSTITUCIONAL
(De junio a noviembre, 1823)
CAPÍTULO XVIII
SEGUNDA ÉPOCA DE ABSOLUTISMO. REACCIÓN ESPANTOSA
(De noviembre de 1823 a mayo de 1824)
Lúgubre cuadro que bosquejan varios escritores.—La sociedad del Ángel exterminador.—
Los conventos convertidos en clubs.—Abuso en las predicaciones.—Provocativo
lenguaje de los periódicos.—Junta secreta de Estado.—El Índice de la policía.—
Disgusto de los gabinetes aliados por esta política.—Acuerdo y esfuerzos de los
ministros de Francia y Rusia para apartar de ella al rey.—Resultado de las gestiones del
conde Pozzo di Borgo.—Cambio de ministerio.—Casa-Irujo, Ofalia, Cruz, López
Ballesteros.—Caída de Sáez, y premio de sus servicios.—Felicitaciones al rey,
excitándole al exterminio de los liberales.—Ejemplos.—Restablecimiento del Consejo
de Estado.—Concesión de grandes cruces, ascensos y títulos de Castilla a los más
exaltados realistas.—Creación del Escudo de Fidelidad.—Divídense los realistas en dos
bandos.—El infante don Carlos al frente del partido apostólico.—Formidable poder de
los voluntarios realistas.—Abolición de la Constitución en las provincias de Ultramar.
—Creación en España de la superintendencia general de policía del reino.—Las
comisiones militares ejecutivas.—Reorganización de la hacienda por el ministro López
Ballesteros.—Las medidas administrativas.—Muerte del ministro Casa-Irujo.—Entrada
de Calomarde en el ministerio.—Antecedentes de su vida.—Sus opiniones.—Su
manejo con el rey y con los partidos.—Influencia y ascendiente que toma.—Real
cédula sobre causas y pleitos fallados en la época constitucional.—Junta para la
formación de un plan general de estudios.—Restablecimiento de mayorazgos y
vinculaciones.—Sentencias de las comisiones militares.—Disolución de las bandas de
la fe.—Reglamento para la reorganización de los voluntarios realistas.—Circunstancias
notables que acompañaron su circulación.—Disgusto e indignación de los realistas.—
Queman el reglamento, y no le cumplen.—Vuelven las purificaciones para los
empleados civiles.—Pídese al rey el restablecimiento de la Inquisición.—Rehúsalo
Fernando, y por qué.—Nuevas instancias del gobierno francés a Fernando para que
adopte una política templada y conciliadora.—Redáctase el proyecto de amnistía.—
Modificaciones que recibe.—Publícase el decreto.—Alocución del rey.—Innumerables
excepciones que neutralizan el efecto de la amnistía.—No satisface a ningún partido.—
Calomarde y la policía.—Nuevas prisiones de liberales.—Misiones en los templos para
exhortar al perdón de los agravios y a la fraternidad.—Malos misioneros renuevan, en
vez de apagar, las pasiones y las venganzas. <<
CAPÍTULO XIX
TRATADOS CON EL GOBIERNO FRANCÉS. PURIFICACIONES.—
AMNISTÍA.—CONSPIRACIONES
(De mayo a fin de diciembre, 1824)
CAPÍTULO XX
LUCHA Y VICISITUDES DE LOS PARTIDOS REALISTAS. POLÍTICA VARIA
DEL REY. PÉRDIDA DE COLONIAS EN AMÉRICA
1825
CAPÍTULO XXI
INSURRECCIÓN DE CATALUÑA. LA GUERRA DE LOS AGRAVIADOS
De 1826 a 1827
CAPÍTULO XXII
EL CONDE DE ESPAÑA EN BARCELONA. MUERTE DE LA REINA AMALIA.
CASAMIENTO DE FERNANDO CON MARÍA CRISTINA
De 1828 a 1829
CAPÍTULO XXIII
NACIMIENTO DE LA PRINCESA ISABEL. INVASIONES DE EMIGRADOS.
TORRIJOS
De 1830 a 1831
CAPÍTULO XXIV
CRÉESE MUERTO AL REY. GOBIERNO INTERINO DE CRISTINA.
AMNISTÍA
1832
CAPÍTULO XXV
MUERTE DE FERNANDO VII
1833
Toma el rey otra vez las riendas del gobierno.—Tierna y afectuosísima carta de gracias que
dirige a la reina.—Aprueba públicamente todos sus actos como gobernante.—Manda
acuñar una medalla para perpetuar sus acciones.—Junta carlista en Madrid.—La infanta
María Francisca.—La princesa de Beira.—Sublevación carlista en León.—Parte que
tuvo en ella el obispo Abarca.—Su fuga.—Desarme de los realistas.—Conducta de una
gran parte del clero de España.—Lo que era en Cataluña.—Prisión y proceso de los
individuos de la junta carlista de Madrid.—Don Carlos y la princesa de Beira son
enviados a Portugal.—Amplíanse los beneficios de la amnistía.—Modificación del
ministerio.—Decreto para que los reinos juren a la princesa Isabel como heredera del
trono.—Preparativos para las fiestas.—Programas.—Acto y ceremonias de la jura.—
Festejos.—Alegría pública.—Protesta de don Carlos.—Importante y curiosa
correspondencia que con este motivo se entabla entre los dos hermanos Fernando y
Carlos.—Repugnantes síntomas de la enfermedad del rey.—Sucesos de Portugal.—
Nueva expedición contra don Miguel.—Mendizábal.—Desembarco de tropas liberales
en los Algarbes.—Apodérase de la escuadra portuguesa el almirante Napier.—Derrota
de tropas miguelistas.—Entran las de don Pedro en Lisboa.—Regencia de don Pedro.—
Llegada y proclamación de doña María de la Gloria.—El cólera morbo en Portugal.—
Apunta en España.—Los partidos españoles.—Sistema del gobierno con ellos.—
Conspiraciones.—Sorprende el anuncio oficial de la muerte del rey.—Decretos de la
reina.—Ábrese el testamento de Fernando.—La reina Cristina gobernadora del reino.—
Conducción del cadáver de Fernando al Panteón del Escorial. <<
VI.—Juicios diversos sobre la mayor o menor duración que debía esperarse de esta
segunda época constitucional.—Exposición del nuestro.—Causas de no haber durado
más.—El origen de la revolución.—La trasformación repentina.—Los elementos.—Las
logias; las sociedades secretas y sus derivaciones.—Fanatismo de liberales y
absolutistas.—Imprudencias y locuras de unos y otros, lamentables pero no extrañas.—
Desatentado proceder del rey.—Su sistema y perseverancia.—Cómo nacieron y se
sostuvieron las disidencias y antagonismos.—La invasión extranjera.—Causas de haber
caído la Constitución más tarde de lo que se creía.—Impotencia de los realistas.—
Recuerdos odiosos de su anterior dominación.—Reformas útiles.—Entusiasmo y
decisión de los liberales.— Arrepentimiento tardío de los que derribaron el sistema y de
los que lo consintieron. <<
VII.—La reacción del 23, mucho más horrorosa y sangrienta que la del 14.—Oportunidad
de un recuerdo.—Lo notable de aquella reacción.—La plebe y la clase culta.—La
teocracia.—Plan de exterminio.—Amenazas y designios de destruir una raza hasta la
cuarta generación.—Consejos humanitarios de los príncipes y gobiernos de la Santa
Alianza al rey.—Conducta recíproca de Fernando y del rey de Francia.—La llamada
amnistía.—Dos partidos realistas.—Carácter, jefes y fuerzas de cada uno de ellos.—
Oscilaciones del rey.—Vence el partido apostólico, perseguidor e inquisitorial.—Acaba
de perder a los liberales su impaciencia.—Suplicios horribles.—Principio y origen del
bando carlista. <<
Otras obras suyas son Viaje de Fray Gerundio por Francia, Bélgica, Holanda
y orillas del Rin (1842), con interesantes noticias de viaje, el ya citado Teatro
social del siglo XIX (1846), de sesgo costumbrista y satírico; Viaje aerostático
(1847), sátira política sobre Europa, y La cuestión religiosa (1855), defensa
de la unidad católica española.
Notas
[1] Poníansele además otras trabas. Se fijaban las horas en que estas
sociedades podían reunirse y las en que habían de disolverse. No podían tener
carácter de tales ante la ley, y si querían representar habían de hacerlo como
particulares, y no como corporaciones. En caso de manifestarse síntomas de
sedición en alguna de estas reuniones, la autoridad podría suspenderlas, en
cuyo caso se leería tres veces esta ley a los concurrentes para que se retiraran.
<<
[2] La medida que se había discutido era la 9.ª, y estaba redactada en los
siguientes términos: «Siendo sobremanera escandaloso y repugnante que
pretendan disfrutar de todos los beneficios de la Constitución los criminales
que conspiran contra ella, se declara llegado el caso del artículo 308 de la
misma Constitución, y suspensas las formalidades prescritas para el arresto
de los delincuentes en las causas que se formen contra los que directa o
indirectamente conspiren para destruir el sistema constitucional». <<
[3] Otro escritor contemporáneo, miembro que era, y de los más
influyentes, de aquellas sociedades, hace la siguiente pintura del estado en
que entonces se encontraban. «La de los Comuneros, dice, estaba en guerra
abierta con la de los Masones. Seguíanse las hostilidades con ardor en los
periódicos, y en otros mil campos de batalla de poca nota, dañándose
mutuamente de palabra y de obra con empeño incesante. Pero en las Cortes
procedían masones y comuneros contra la parcialidad moderada, su común
contraria… El cuerpo supremo gobernador de la masonería estaba en tanto
dividido, allegándose unos de sus miembros a los comuneros, y otros a los
moderados, si bien no a punto de confundirse con las gentes a quienes se
arrimaban… Los comuneros vinieron a desunirse, yéndose los más de ellos
con la gente desvariada y alborotadora, y los menos casi confundiéndose
entre la masonería, y por último, mezclándose también con los enemigos de
la Constitución los moderados ante sus defensores, a quienes repugnaba la
unión con los exaltados. Esta descomposición de partidos, lenta, pero segura,
no produjo amalgamas perfectas; por donde vinieron a quedar rotos en
fragmentos los antiguos bandos, y la sociedad política a cada hora más
confusa y disuelta».
Y hablando de la sociedad Landaburiana dice el mismo escritor: «En
Madrid, en vez de la sociedad de la Fontana, con su impropio título de
Amigos del orden, se estableció una en el convento de Santo Tomás,
llamándose Landaburiana, en honra a la memoria del sacrificado oficial de
guardias Landáburu. Abierta, se precipitaron hombres de los varios bandos en
que estaba subdividido el exaltado, a contender por los aplausos, y aun por
algo más sólido, que podían conseguir haciéndose gratos en aquel lugar a la
muchedumbre. Desde luego los antiministeriales llevaron la ventaja, no
siendo auditorio semejante propenso a aplaudir más que las censuras amargas
y apasionadas hechas de los que gobiernan. No dejó de presentarse Galiano,
engreído con su concepto de orador; pero si bien fue aplaudido en alguna
declamación pomposa y florida contra los extranjeros, próximos ya a hacer
guerra a España, cuando quiso oponerse a doctrinas de persecución y
desorden, allí mismo por otros proclamadas, fue silbado o poco menos, y
hasta vino a hacerse blanco de odio, siendo común vituperar con acrimonia su
conducta».
El que así habla de Galiano es el mismo don Antonio Alcalá Galiano, en
su Compendio de la Historia de Fernando VII. <<
[4] Los demás asuntos eran: l.º El tráfico de negros. 2.º Las piraterías de
los mares de América o las Colonias españolas. 3.º Los altercados de Oriente
entre la Rusia y la Puerta Otomana. 4.º La situación de la Italia. <<
[5] La relación nominal de todos los que asistieron puede verse en la
obrita titulada: Congreso de Verona, tom. I, núm. XII. <<
[6]Correspondencia entre Wellington y Canning.—Despacho del ministro
San Miguel al representante de España en Londres.—Papeles hallados en el
archivo de la Regencia de Urgel, Legajo 54. <<
[7] La primera autorización del rey fue en 1.º de junio (1822), dirigida al
marqués de Mataflorida por conducto de don José Villar Frontín, secretario
de las encomiendas del Infante don Antonio.—Las otras fueron de enero y
marzo de 23, como veremos más adelante.—Papeles de la Regencia, Leg.
núm. 25. <<
[8] Congreso de Verona, tomo I, núm. XX. <<
[9]
Memorándum: Contestación del duque de Wéllington a Mr. Canning:
Verona 5 de noviembre de 1822. <<
[10] Además, para que el gobierno español no pudiera ocultar de modo
alguno la negociación pendiente, faltó el francés a la reserva con que estos
asuntos se conducen siempre, haciendo insertar textualmente en su periódico
oficial el Monitor, las órdenes e instrucciones comunicadas a su representante
en Madrid. <<
[11] Habiendo dicho el marqués de Miraflores en sus Apuntes histórico-
críticos, que San Miguel llevó a la sociedad del Gran de Oriente las notas en
la misma noche que las recibió, y que allí mismo se improvisó la respuesta,
San Miguel desmintió este aserto (Vida de Argüelles, t. II, página 460),
asegurando que fue obra exclusiva del Consejo de ministros, y que solo
después de extendidas las leyó a cinco amigos suyos y del gobierno, todos
diputados, en cuyo seno recibieron dos o tres correcciones puramente de
estilo, sin tocar en nada a la sustancia. <<
[12] Escribiendo el representante de Inglaterra en Madrid sir William
A’Court en 10 de enero al ministro inglés Mr. Canning, le decía hablando de
esta célebre sesión: «Las Cortes mostraron en alto grado una circunspecta
moderación… Como no era generalmente sabido que los despachos se iban a
leer públicamente, no fue muy concurrida de diputados la sesión, y las
galerías estaban dispuestas a algún tumulto, prorrumpiendo el ardor
constitucional de los concurrentes en repetidas aclamaciones, y algunos
gritos, poco sostenidos, de ¡mueran los tiranos! etc. Sin embargo puede
decirse, considerado todo, que la sesión se celebró con orden y tranquilidad.
—No puedo menos de creer que alguna parte de la moderación que allí
apareció fue efecto del lenguaje que he usado constantemente, tanto con el
señor San Miguel, como con otros que tienen un considerable influjo.
Seguramente, conseguí evitar se diesen los pasaportes, aún no pedidos, a los
tres encargados de negocios, como al principio se había intentado. Esto acaso
no es ganar mucho, puesto que inmediatamente serán pedidos por ellos; más
sin embargo, evité lo que más adelante pudiera dar lugar a un nuevo pretexto
de ofensa de parte de este gobierno». <<
[13] Documentos relativos a las gestiones de los gobiernos francés e inglés
en las desavenencias entre la España y la Francia: núm. 33. <<
[14] Por ejemplo, Ballesteros era tenido por representante de la sociedad
comunera; la masónica miraba como suyo a La Bisbal; Mina era muy grato al
partido exaltado amigo del ministerio, y este aborrecía a Morillo, que era
agradable a los moderados. <<
[15] El discurso respiraba liberalismo, como todos los que el gobierno
ponía en boca de Fernando.—«Los facciosos, decía entre otras cosas, que
meditaban la ruina de la ley fundamental, van cediendo el campo al valor de
las tropas nacionales. Esa junta de perjuros, que se titulaba Regencia de
España, ha desaparecido como el humo, y los rebeldes, que contaban con
triunfos tan fáciles y tan seguros, ya comenzaron a sentir los tristes resultados
de sus extravíos». <<
[16] Atribuyóse esta asonada a la sociedad de los masones de que había
traído su origen el ministerio, a fin de arrancar la anulación del decreto de
exoneración. En la de los comuneros, su rival, había habido excisiones, las
cuales produjeron largos manifiestos y contestaciones, atizando unos la
guerra entre las dos sociedades secretas, queriendo otros establecer la paz y
concordia. Estas polémicas se agitaban precisamente en aquellos días. <<
[17] Art. 82 del Reglamento de las Cortes: «Al día siguiente (el segundo
de su instalación) se presentarán los ministros, y cada uno en su ramo darán
cuenta del estado en que se halla la nación. Sus Memorias, que deben
imprimirse y publicarse, se conservarán en el Congreso para que las noticias
que contengan puedan servir a las comisiones». <<
[18] Fue singular lo que en esto pasó. La consulta de los médicos había
causado gran disgusto a los diputados empeñados en la traslación del rey a
Andalucía. Nombróse una comisión para deliberar sobre ella, cuidando de
que entraran en la comisión diputados médicos. Oyóse a los consultados por
el rey, que parecían apoyar su dictamen en sólidas y muy atendibles razones.
Sin embargo los de la comisión opinaron que el viaje le haría más provecho
que daño, y su dictamen fue, como era de esperar, el que prevaleció en el
Congreso. Galiano, que aunque no era medico, sostuvo una acalorada y agria
polémica con los facultativos de cámara, fue el encargado de redactar el
dictamen, en el cual muchos creyeron descubrir malévolas ironías, que tal vez
no entraron en su intención. <<
[19] Al día siguiente de la salida anduvo el rey largo trecho a pie, sin dar
señales de sentir fatiga, como si se hubiera propuesto desmentir el pronóstico
de los médicos, que habían declarado peligrosa para su salud la marcha, o
como si quisiese dar a entender que todo aquello había sido amañado para
cohonestar su resistencia a la salida. <<
[20] El valiente e instruido Zorraquín murió, como veremos,
gloriosamente en Cataluña, casi al mismo tiempo que se elevaba a un cargo
para el cual se le reputaba muy apto, y del que se le creía generalmente
merecedor. <<
[21] San Miguel pasó desde la silla del ministerio al destino de ayudante
de Mina. También López Baños volvió a empuñar la espada su defensa de la
patria y de la libertad. <<
[22] Sesión del 27 de abril. <<
[23] Habíanse fundado estas principalmente en tratos del gobierno español
con franceses descontentos del suyo, habiendo momentos en que se llegó a
creer en una revolución dentro del vecino reino. Desapareció mucha parte de
estas ilusiones, así para los de allá como para los de acá, con el suceso del
diputado Manuel en la Cámara francesa, cuando se debatía el asunto de la
guerra de España. Este liberal y elocuente diputado, no ajeno a la
conjuración, soltó en su discurso una frase, que interpretada como
revolucionaria y republicana, produjo escándalo y alboroto grande en sus
adversarios, que sin permitirle acabar el pensamiento hicieron y aprobaron
una proposición para que se le expulsase de la cámara. Entonces fue cuando
pronunció aquellas célebres palabras: Busco aquí jueces y solo encuentro
acusadores: seguidas de otras no menos enérgicas y dignas. A pesar del
acuerdo de la expulsión, alentado por unos sesenta diputados que se
reunieron aquel día en casa de Mr. Laffitte, el valeroso diputado por la
Vendée se presentó al siguiente en la sesión. Su presencia movió una
tempestad entre sus contrarios; el presidente, por medio de los ujieres, le
mandó salir del salón; el fogoso defensor de las libertades públicas y de su
propia inmunidad exigió que le enseñaran la orden escrita del presidente: el
sargento de la guardia nacional se negó también a cumplir el mandamiento;
fue menester que los gendarmes le sacaran a la fuerza. Con él se salieron
muchos diputados; sesenta y tres protestaron, pero estos, aunque habían
convenido en no volver a las sesiones, no dejaron de asistir a ellas. Este
suceso probó que no se podía ya esperar por entonces un levantamiento de la
nación francesa, ni contra los Borbones, ni en favor de las libertades de
España.
Quedaba a los españoles la esperanza, que pronto vieron frustrada
también, en las ideas liberales de muchos de los jefes y oficiales que venían
en el ejército invasor, como si fuese lo mismo desaprobar la invasión que
rebelarse contra ella. <<
[24] Zayas, acreditado general de la guerra de la independencia, de quien
tantas veces hemos hablado, era adicto al rey, pero no le quería absoluto; no
amaba la Constitución, pero la prefería a la monarquía pura; hubiérala
querido, como otros muchos, modificada. No aprobaba que el gobierno
hubiera dado lugar a la guerra, pero una vez comprometida en ella la nación,
no faltaba a pelear como leal y como valiente. Ahora creyó hacer un servicio
entablando tratos con un enemigo, a quien después de lo que había pasado no
podía resistir con la fuerza que tenía. <<
[25] Hablando de los sucesos de este y del anterior día, y de la conducta
del general Zayas, dice el marqués de Miradores en sus Apuntes: «De los
riesgos y de la suerte de esta gente se hace responsable al general Zayas, y se
le culpa por que perecieron mujeres, niños y hombres indefensos; en efecto
perecieron algunos, aunque muy pocos: ¿pero cómo ser responsable el
general de los excesos de sus soldados, una vez sacado el sable para batirse?
Si pereció desgraciadamente alguna mujer, niño u hombre indefenso, cúlpese
a su indiscreción, no al general Zayas…».—Y luego: «¿Qué hubiera sido de
la capital y de sus desgraciados vecinos, abandonados al espíritu de facción,
al horrible desenfreno de un populacho hambriento, fanático y bárbaro,
protegido por una soldadesca sin organización militar ni disciplina? Lágrimas
y sangre hubieran corrido copiosamente. Títulos eternos de gratitud debe,
pues, Madrid al general Zayas… etc.». <<
[26] De ellos dice Miraflores: «No es posible dejar de confesar que estos
candidatos estaban lejos de poseer las eminentes cualidades de hombres de
Estado, ni podían ser a propósito para dominar circunstancias políticas de
tamaña magnitud, y por más que la justicia les atribuya sentimientos
caballerosos y honrados, es imposible concederles los suficientes medios para
tales circunstancias, que por cierto estaban también lejos de poseer sus
compañeros en la regencia». <<
[27] Aludían a la libertad del rey, y al orden, paz y justicia que deberían
reinar entre los españoles, palabras que había pronunciado el mismo duque de
Angulema. <<
[28] Los principales discursos que se pronunciaron en estas sesiones se
hallan íntegros en el Diario de las Sesiones de Cortes celebradas en Sevilla y
Cádiz, publicado en 1858 por el oficial mayor de la secretaría del Congreso
don Francisco Argüelles, con acuerdo de la comisión de gobierno interior del
mismo, y cuya apreciable colección se debe a la infatigable diligencia y
laboriosidad de aquel entendido funcionario, que no omitió medio alguno
para recoger y reunir tan importantes documentos, extraviados los más de
ellos a causa de los disturbios de aquella época. <<
[29]Después pidieron varios diputados que constase su voto contrario a la
declaración de inhabilitación del rey; otros que constara el suyo en contra del
nombramiento de regencia provisional. Antes, creyendo que la votación iba a
ser nominal, andaban muchos diputados como escondiéndose detrás de los
bancos. Cuando vieron que era ordinaria, volvieron los más a sus puestos. <<
[30]Esta trama tenía por objeto impedir la salida del rey, y aun proclamar
su libertad, arrebatándole y llevándole a punto donde pudiera empuñar
libremente las riendas del Estado. Debía ponerse a la cabeza de esta empresa
el general escocés Downie, hombre estrafalario y de desarreglada conducta,
que acaso por salir de ciertos compromisos se metía en los de estas
aventuradas empresas. <<
[31] Algún disgusto hubo en el camino, por parecerles a los milicianos de
Madrid y a Riego, que iba allí, no como autoridad, sino voluntariamente y
como aficionado, que se marchaba con demasiada lentitud, lo cual produjo
agrias contestaciones entre Riego y el presidente de la Regencia, su pariente
don Cayetano Valdés. Esto ocasionó algún bullicio: el rey tuvo miedo, y de
aquí nacieron después algunas calumnias, pero en realidad no pasó de algún
amago de inquietud. <<
[32]Abel Hugo, Histoire de la Campagne d’Espagne en 1823. Dos
volúmenes gruesos en 8.º, tomo I. <<
[33] A Valencia fue enviado por el gobierno realista de Madrid de
comisario regio y con amplias facultades el brigadier don Luis María
Andriani, el cual, después de una alocución propia de la época, abolió la
libertad de imprenta, formó un tribunal de seguridad pública compuesto de
gente artesana, conocida por su exagerado realismo, y estableció la junta o
tribunal de purificación, debiendo ser los que solicitaran ser purificados
convocados al tribunal por medio de carteles públicos, y sin cuyo requisito de
purificación ya se sabía que nadie podía obtener empleo, colocación, sueldo,
honores, pensión ni retiro. <<
[34] Por mucho que esta evolución del conde de Cartagena favoreciese a la
causa realista, como quiera que no se sometía a la Regencia de Madrid, no le
fue agradecida la resolución. He aquí cómo se anunció en la Gaceta del 7 de
julio la proclama de Morillo: «La presente alocución de este jefe
revolucionario presenta dos observaciones: primera, que hasta los que siguen
el partido de la rebelión miran con escándalo la inaudita conducta observada
con nuestro rey por los por si llamados padres de la patria, verdaderamente
sus verdugos: que luego que la necesidad y la impotencia física y moral los
constituye en la precisión de sucumbir, lo intentan con altanería y sin buena
fe, sosteniendo el norte de sus errados principios, tan contrarios a nuestras
antiguas leyes, como parte de los deseos de dominar a la sombra de
modificaciones, que dejando la grave enfermedad revolucionaria en pie, es
demasiado conocida para no ser mirada con desprecio, horror e indignación
por todos los españoles sinceros amantes de la felicidad de la nación y de S.
M.». <<
[35] He aquí esta sentida y notable carta:
Lugo, 28 de junio de 1823.
«Mi querido Quiroga: Has hecho una locura impidiendo el paso al oficial
que de mi orden conducía pliegos para las autoridades de La Coruña, en que
les participaba las ocurrencias acaecidas en esta ciudad en el día 26 del
corriente; y permitiendo que las personas que te acompañan alteren los
sucesos y pinten mi conducta como la de un traidor a mi patria. Tú sabes
bien, pues que lo has presenciado, que mi declaración de no reconocer la
Regencia, que con despejo de la autoridad del rey se ha formado en Sevilla en
11 de este mes, procede de los mismos principios que me obligaron a aceptar
el mando de este ejército, decidido a emplear todo género de sacrificios para
repeler la invasión extranjera y defender la Constitución política de la
Monarquía. He visto atacada esta en los fundamentos que la sostienen, y no
puedo reconocer un acto que detestan los pueblos y la tropa. Tú has sido
testigo de la opinión que generalmente han emitido las diferentes personas
que he reunido para proceder con acierto en asunto tan delicado.
»Tú mismo, conviniendo en los principios que los dirigieron, y dudando
únicamente de la autenticidad del papel que ha servido a todos para
persuadirse del hecho, y de las noticias que por separado le confirmaban, solo
reconociste la Regencia condicionalmente. Convencido de todo, te has
decidido a poner en seguridad tu persona, y me pediste con este objeto
auxilios, que te facilité gustosamente, quedándome el sentimiento de que el
estado de los fondos, que solo ascendían a 70,000 reales, no me permitiese
franquearte más que 40,000, aunque te prometí librar a tu favor en lo
sucesivo, de mi propio caudal, mayor cantidad. ¿Qué es pues lo que esperas?
¿Cometerás la bajera de ser tú el traidor a las promesas que has hecho
voluntariamente a tu salida, sin que yo las exigiese de ti, y añadirás a esta
mancha sobre tu honor la de mancillar el mío, permitiendo las falsas noticias
que los que te acompañan procuran esparcir acerca de mi conducta? Tengo
formado tal juicio de tu honradez, que me decido a descansar en ella,
prometiéndome que abrazarás el único partido que te queda, reconociendo el
extravío a que te has conducido. El que en la Isla dio de buena fe el grito de
libertad, no podrá nunca dejar de proponerse, como único objeto de todos sus
esfuerzos, la felicidad de su patria; y tú, nacido además en la hermosa
Galicia, estás dispuesto seguramente a sacrificar tus opiniones y tu vida por
librarla de los males que la amenazan. Los franceses parece que ya
invadieron a Asturias, y que el 24 de este mes se hallaban en Oviedo.
Numerosas fuerzas se reúnen sobre León, y la invasión de Galicia puede
temerse como muy próxima. En este estado de cosas, me había propuesto
resistir esforzadamente la invasión, si los franceses no acceden a la
proposición que hice al general Bourcke, para suspender las hostilidades y
conseguir después un armisticio, durante el cual debe quedar Galicia y las
demás provincias libres de la comprensión del ejército de mi mando,
gobernadas por las autoridades constitucionales, esperando tranquilas el
momento feliz en que el rey y la nación adopten la forma de gobierno que
más convenga. ¿Pero cómo podré resistir la invasión, si te esfuerzas a dividir
la opinión de la fuerza con que debo contar? Reflexiona los males a que te
precipita la inconsideración de los que te rodean, repara que no llevan por
objeto el bien público ni tus glorias, y que en su demencia te conducen a
clavar el puñal en el corazón de la misma patria que tanto amas.
»Mi amistad hacia ti, y el reconocimiento de la que tú mismo siempre me
has manifestado, no puede contentarse con solo consejos, y me pone en el
deber de ofrecerte cuantos auxilios estén a mi alcance para la seguridad de tu
persona. Créeme, Quiroga, tus impotentes esfuerzos solo producirán
conmociones populares, obligarán a estos que para remedio de sus males
invoquen el auxilio del ejército invasor, y que este entonces estará dando la
ley a unas provincias cuya tranquilidad me propongo conservar. Decídete,
pues, a separar de tu lado a los que te aconsejan tan imprudentemente,
cumple las promesas que de tu propia voluntad has hecho, sigue dando a tu
triste patria pruebas de que la amas, y cuenta siempre con la amistad franca y
sincera de tu amigo, Q. B. T. M.—El conde de Cartagena.— Excmo. señor
don Antonio Quiroga». <<
[36] Había despachado Morillo al coronel O’Doyle a Madrid con una
enérgica representación para el duque de Angulema, pintando el estado del
país y de la opinión, haciendo notar los errores y extravíos de la regencia
realista, y manifestando las razones por que no se resolvía a reconocer ni la
Regencia de Madrid ni la de Cádiz: He aquí los principales trozos de este
notable documento:
«Serenísimo Señor.
»El deseo de ser útil a mi patria, único móvil de mis acciones, me obliga a
tomarme la libertad de dirigirme a V. A. R. Las adjuntas copias de mis
proclamas y de mi correspondencia con el teniente general Bourcke instruirán
a V. A. R. de los motivos que he tenido para separarme del gobierno de
Sevilla y unirme a las tropas francesas, como también de las condiciones que
he puesto, y que me han sido concedidas, conforme a las promesas que
V. A. R. ha hecho a los españoles. Ruego a V. A. R. que tome en
consideración los documentos citados, y me concretaría a formar su extracto,
si no creyere conveniente que V. A. R. los lea íntegros para que se forme una
idea exacta de mi posición.
»Estoy enteramente unido con el general Bourcke, y le he ofrecido todos
los esfuerzos posibles por mi parte y por parte de las tropas que están bajo
mis órdenes para obtener la libertad del rey y la completa pacificación del
país. Los socorros que puedo prestar el ejército francés, aunque menores de
lo que deseo, son de alguna importancia, porque podré contener los pueblos
en los límites del orden y evitar muchos males. Mi conducta siempre franca y
leal, y el interés que constantemente he manifestado a sus habitantes, me han
procurado cierto crédito, que emplearé desde luego en provecho de estas
provincias. Jamás hablaría de mí en estos términos a V. A. R. si no creyese
que cuando se trata del bien publico no debe callarse cosa alguna.
»Mientras que las tropas que mando trabajaban en poner un término a los
males de la guerra y en contribuir tanto cuanto les era posible a la libertad del
rey, por la que suspiran todos los buenos españoles, se nos ha dado el título
de revolucionarios en un escrito publicado en Madrid, y no se nos hubiera
prodigado esta injuria sin el consentimiento del gobierno, puesto que la
Gaceta está sujeta a su censura. Presumo, serenísimo señor, que me han
tratado con tanta ligereza de revolucionario, porque en vez de conciliar los
espíritus y de atraerlos se procura exasperarlos, porque no me he dirigido
directamente a la Regencia de Madrid. Esto me obliga a hablar francamente a
V. A. R. de los motivos que he tenido, y que todavía tengo, para no
entenderme con la Regencia de Madrid.
»Este gobierno no ha correspondido, a mi entender, a las esperanzas de
V. A. R., y los españoles que piensan, que desean la estabilidad del trono, la
prosperidad del pueblo, no encuentran en su marcha ni la firmeza ni la
decisión que podrían salvarnos. En cuanto a sus decretos, puede decirse que
no ha dado uno fundado en los verdaderos principios de conciliación;
podemos considerarlos más como las reglas que se impone un partido
triunfante, que como las que deben seguirse para conseguir la unión y la paz.
Si atendemos a los hechos, hallaremos una apariencia aun menos favorable
por lo que mira a la capacidad del gobierno actual. Por todas partes se oye
hablar de desórdenes, de encarcelamientos arbitrarios, de insultos permitidos
al pueblo, de exacciones violentas: en fin, se olvida el respeto debido a las
leyes, y la anarquía no cesa de afligir a la desventurada España.
»Este cuadro no está exagerado, serenísimo señor, y los hombres más
sensatos de todas las provincias se desesperan al ver las riendas del gobierno
flotantes, las autoridades procediendo con una arbitrariedad escandalosa, y el
populacho desencadenado, halagado en vez de ser reprimido; al ver, en fin,
que no se observan las leyes.
»Tal es la verdadera situación de muchas provincias; y no creo que ni las
felicitaciones recibidas por la Regencia, ni los regocijos desordenados de las
poblaciones a la entrada de las tropas francesas o de los realistas españoles,
causen ilusión a algunos basta el punto de persuadirse que no queda otra cosa
que desear, y que la marcha del gobierno es buena y acertada. Mientras que el
populacho recorre las calles y despedaza las lápidas de la Constitución,
insultando a cada paso a las personas más respetables, profiriendo gritos
furiosos de ¡muera! y entonando canciones de sangre y de desolación, los
hombres de bien lloran amargamente sobre la suerte de un país cuyo destino
parece ser el caer siempre en las manos de gobernantes que le arrojan de
extremo en extremo. Los españoles ilustrados y celosos del honor de su patria
conciben muy bien que existen ciertos momentos en que no se puede reprimir
a la muchedumbre; ¿pero qué juicio deberá formarse del estado de los
negocios cuando estos momentos que deberían ser pasajeros, se prolongan
semanas y meses enteros?
»Pues los hombres que experimentan ahora tanto disgusto son
precisamente los que han derribado al gobierno anterior. Sí, serenísimo señor,
no cabe duda alguna. Las Cortes, despojando a los propietarios de sus bienes,
distribuyendo los del clero secular y regular, predicando y tolerando el
desorden, hubieran arrastrado a la muchedumbre, y V. A. R. hubiera
encontrado sobre los Pirineos numerosos ejércitos de patriotas que se
hubieran formado como aconteció en Francia en iguales circunstancias;
porque el pueblo español no es ni menos ilustrado ni menos afecto a su país
que lo era el pueblo francés en la época de 1789. Mas los hombres de luces y
de probidad, amaestrados por la revolución francesa, han opuesto un dique al
torrente de la anarquía: el resultado de sus esfuerzos no ha sido rápido, pero
sí seguro: han conseguido formar esa opinión que ha desacreditado
completamente a la demagogia, que ha sido causa de que ni el estímulo del
desorden ni el imperio del terror hayan podido armar al pueblo en defensa de
la Constitución. Ahora solo se presta oídos a la voz confusa de la multitud;
pero la calma sucederá a la efervescencia, y la verdadera opinión ocupará su
lugar; y entonces ¡desgraciados de nosotros si el gobierno no la ha
consultado!».
Pero al mismo tiempo entregó también a O’Doyle un simple
reconocimiento de la Regencia de Madrid durante la autoridad del rey, para
que le presentase solo en el caso de una absoluta necesidad. No podemos
nosotros penetrar, dice un autorizado escritor de aquel tiempo, las razones
que para presentar este segundo documento, como lo hizo, tendría O’Doyle,
cuya probidad, cuyo talento y cuyas estimables circunstancias son bien
notorias. Ello es que quedó reconocida por Morillo la Regencia de Madrid.
<<
[37] Quiroga en lugar de ir a Vigo siguió a Inglaterra en pos de Wilson. <<
[38] Por desgracia no era solo allí donde se cometían atentados de esta
índole. Ya había sucedido, con escándalo de la humanidad y con desdoro y
mengua de la causa del liberalismo, el asesinato del obispo de Vich, don Fr.
Raimundo Strench, furibundo conspirador realista, pero sujeto como los de
La Coruña al fallo de las leyes, en ocasión de conducirle preso desde
Barcelona a Zaragoza.—En Alicante habrían sufrido igual suerte que los de
La Coruña veinticuatro frailes entregados al patrón de un buque, si los
sentimientos del conductor no hubieran impedido la catástrofe, trasladando
los presos a Oropesa, en vez de arrojarlos a las olas.—Otros veinticuatro
infelices de Manresa, entre ellos quince eclesiásticos, que iban conducidos a
Barcelona, fueron muertos a balazos, so pretexto de que habían salido a
libertarlos los facciosos.
Siempre se alegaba para estos actos algún pretexto parecido. Dijeron de
los de La Coruña que estaban en relaciones secretas con algunos realistas de
la población para el plan de asesinar una gran parte de los liberales el día en
que por la entrada de las tropas francesas fueran puestos en libertad.—Sobre
el asesinato del obispo de Vich y de su lego, que produjo después una causa
ruidosa, prometió Mina en sus Memorias no perdonar diligencia alguna para
averiguar las causas y circunstancias del hecho. Esto lo ha cumplido su ilustre
viuda, explicándolo en una nota puesta a las mismas (tomo III, págs. 239 y
siguientes), con arreglo a los documentos que pudo adquirir, resultando de
ellos que atacado por los facciosos el oficial que los conducía, el obispo y su
lego intentaron persuadir a la escolta que se rindiese, y entonces, recelando
que pudieran escaparse, les dieron muerte.
De todos modos, estas y otras semejantes crueldades, hijas de la
exaltación política imprudentemente irritada, y también del mal corazón de
algunos, que nunca faltan en ninguna causa ni partido, por noble que sea,
sirvieron luego de pretexto a los realistas para cometer los horrores con que
mancharon el período de la reacción, y de los cuales, siquiera sea en
conjunto, y con harto dolor y pena, tendremos que dar cuenta después. <<
[39]
Miraflores, en el tomo II de sus Apéndices, inserta íntegro este
documento, que es largo, y está escrito todo en el mismo espíritu. <<
[40] «Fue un ¡ay! triste, general, el que se oyó de todos los que percibieron
la noticia (dice Mina en sus Memorias), porque no había en el ejército un solo
individuo que no admirase en él reunidas las prendas todas que ennoblecen al
hombre en la sociedad, y sobre todo las partes completas de un soldado, de
quien la patria debía esperar mucho en su angustiada posición, y en
cualquiera otra. ¡Maldije mil veces a los infames invasores que me habían
privado de tan buen compañero!». <<
[41] «No es mi pluma, escribía Mina, capaz de pintar los padecimientos de
todas clases que experimentamos en esta retirada, los peligros que arrostró
aquella incomparable columna, y la constancia de todos los individuos que la
componían, y menos los elogios que le eran debidos. Victorias muy granadas
ha habido, y yo mismo he ganado, que no merecían tantos lauros como esta
hazaña militar, de que yo conozco pocas iguales en su clase, reunidas todas
las circunstancias que mediaban». <<
[42]
Entre los franceses se hallaba Armand Carrel, redactor después de El
Nacional. <<
[43] He aquí la distribución que hizo:
El mariscal duque de Reggio, jefe del primer cuerpo, tendría el mando
superior de las provincias de Castilla la Nueva, Extremadura, Salamanca,
León, Segovia, Valladolid, Asturias y Galicia: su cuartel general en Madrid.
El príncipe de Hohenlohe, jefe del tercer cuerpo, tendría a su cargo las
provincias de Santander, Vizcaya, Álava, Burgos y Soria: cuartel general
Vitoria.
El mariscal marqués de Lauristón, jefe del segundo cuerpo de reserva,
mandaría en las provincias de Guipúzcoa, Navarra, Aragón y el Ebro
superior: su cuartel general Tolosa.
El teniente general conde Molitor, jefe del segundo cuerpo del ejército,
tendría el mando superior de las provincias de Valencia, Murcia y Granada.
El general vizconde de Foissa-Latour, comandante de una columna de
operaciones, el de los reinos de Córdoba y Jaén.
Y finalmente, el teniente general conde de Bordesoulle, jefe del primer
cuerpo de reserva, continuaría con el mando superior del reino de Sevilla y de
las operaciones contra Cádiz: su cuartel general el Puerto de Santa María. <<
[44] He aquí el cuadro de horrores que describe un escritor
contemporáneo, y testigo presencial:—«Prisiones, asesinatos, tropelías
inauditas y de todas especies, el más furioso democratismo, desarrollado a la
augusta sombra de lealtad, de restauración de las antiguas leyes y de la
religión de un Dios de paz y de misericordia; este era el aspecto que ofrecía la
desventurada España a medida que caía en ella el régimen constitucional.
»En Zaragoza 1,500 personas son llevadas a la cárcel pública por el
populacho, conducido por frailes y curas: en Navarra el Trapense comete
escándalos de que se resiente la decencia, y tropelías que ultrajan la
humanidad y su carácter; en Castilla la cárcel es atropellada en Roa, y
sacrificadas algunas víctimas con horrorosos detalles que estremece describir:
en Madrid centenares de personas son conducidas a las cárceles, por si
tuvieron esta o la otra opinión; en la mayor parte de los pueblos sucedía lo
mismo, siendo las más veces el mayor delito el tener dinero con que comprar
la libertad.
»En la Mancha, el Locho y sus soldados cometían los mayores excesos, y
asesinar, robar, escalar casas para robarlas, y violar mujeres, Manzanares,
Consuegra y otros pueblos lo presenciaron. En Córdoba a las voces de ¡Viva
el rey absoluto! sucedía lo mismo: centenares de personas de carácter fueron
llevadas a la cárcel pública, y dentro de ella arrojadas en un pilón lleno de
agua, e insultadas fría y brutalmente… Alguno que otro funcionario menos
cruel o más ilustrado, pues conocía el golpe fatal que recibía el gobierno con
tamaños desaciertos, fue no solo desoído, sino atropellado, y lleno de
puñaladas conducido a un calabozo por el populacho feroz de Zamora. Los
ministros de Jesucristo, en fin, desde la cátedra del Espíritu Santo atizaban
tan funesta discordia, y en vez de predicar la caridad, recomendada en el
Evangelio, excitaban a la persecución y al exterminio. ¡Qué horror! ¡Pero esta
es la verdad! Invocamos el testimonio de los hombres de bien de todos los
partidos.—El marqués de Miraflores».
Con colores más o menos vivos todos los escritores de aquel tiempo
dibujan el mismo cuadro. <<
[45] Por esta segunda medida fue acremente censurado el de Angulema
por los liberales franceses y españoles, motejándole aquellos de débil, y
tachándole estos de hipócrita. Pues decían unos y otros que no debía guardar
tales consideraciones y miramientos con quienes le eran deudores del poder.
<<
[46]Cuéntase que cuando se anunció al rey que se le restituía el ejercicio
de su autoridad, dijo él con cierta sardónica sonrisa: ¿Con que ya no estoy
loco? Dicho muy propio del carácter de Fernando. <<
[47] El tribunal de Cortes era el que formaba y seguía estas causas, y
citaba y emplazaba por edictos públicos y por medio de la Gaceta Española
hasta tres veces a los diputados ausentes, para que compareciesen en el
término de nueve días a dar sus descargos, so pena de proseguir la causa en
su ausencia hasta la sentencia definitiva.
He aquí una muestra de esta actuación:
Don Dionisio Valdés, diputado a Cortes por la provincia de Madrid,
presidente del Tribunal de ellas, de que el infrascrito secretario de S. M. y
escribano de cámara del mismo certifica:
Por el presente edicto cito y emplazo a los señores diputados ausentes don
Manuel Álvarez, por la provincia de Zamora; don Rafael Casimiro Lodares y
don Miguel Sánchez Casas, por la de la Mancha; don José Apoita, por la de
Vizcaya; don Domingo Cortés, don Francisco Enríquez, don José Alcalde y
don Ramón Lamas y Meléndez, por la de Galicia; don José Cuevas por la de
Cuba, en Ultramar, etc., etc. (siguen otros nombres de diputados y
provincias); contra quienes se está siguiendo causa por no haberse presentado
en esta Isla Gaditana a cumplir con sus sagrados deberes el día de la fecha en
que las Cortes declararon haber lugar a que se les forme causa, ni menos
manifestado su imposibilidad de hacerlo, para que dentro de nueve días,
contados desde el siguiente al de la fecha de este edicto, que por segundo
término se les señala, comparezcan en este Tribunal y por la escribanía de
dicho infrascrito escribano de cámara a dar sus descargos de lo que resulte
contra ellos; pues si lo hicieren, se les oirá y administrará justicia en lo que la
tengan; con apercibimiento de que pasado el término prescrito de derecho, se
proseguirá en su ausencia la causa sin emplazarles más hasta la sentencia
definitiva, habiendo de notificarse los autos que se proveyeren en los estrados
del Tribunal y de pararles estas notificaciones el perjuicio a que haya lugar.
Cádiz 20 de agosto de 1823.—Dionisio Valdés.—Por su mandato, don
Nicolás Fernández de Ochoa. <<
[48] He aquí lo que proponía la comisión:
«Art. 1.º Se invitará a los gobiernos de hecho de las provincias disidentes
a enviar comisionados con plenos poderes a un punto neutral de Europa, que
designará el gobierno de Su Majestad, siempre que no prefieran venir a la
península, estableciéndose desde luego un armisticio con los que se avengan
a enviar dichos comisionados.
»Art. 2.º El gobierno de Su Majestad nombrará por su parte uno o más
plenipotenciarios que en el punto designado estipulen toda clase de tratados
sobre las bases que se consideren más a propósito, sin excluir las de
independencia en caso necesario.
»Art. 3.º Estos tratados no tendrán efecto ni valor alguno hasta que
obtengan la aprobación de las Cortes».—Diario de las Sesiones de Sevilla y
Cádiz en 1823: sesión del 2 de agosto. <<
[49] Hablando el historiador francés de esta campaña acerca de esta
proposición de Riego, dice que fue rechazada por el gobierno, por que pedía
para ella tres mil hombres y cien mil duros, y que el gobierno
«insurreccional» (así le califica) no quiso desprenderse de tres mil
defensores, y de una suma «que los partidarios de la Constitución contaban,
sin duda, repartirse entre sí cuando perdieran toda esperanza de triunfo».—
Tomo II, cap. 9.—¿De dónde habrá sacado el escritor francés especie tan
injuriosa a la honra y a la probidad de los constitucionales? Por fortuna ni
cita, ni creemos que podría citar dato alguno para tan temeraria aseveración, y
mientras no pueda darle otro carácter que el de una suposición suya, nos
habrá de permitir que la consideremos como una calumnia, que rechazamos
en nombre de la honradez española. <<
[50]Este destacó algunos barcos en persecución de los que Riego había
hecho salir con los presos y con las riquezas recogidas: de ellos fueron
apresados algunos, con doce cajones de plata, que el general Molitor dio
orden de volver a sus respectivas iglesias. <<
[51] Parte oficial de Ballesteros al conde Molitor. <<
[52]Eran estas el capitán don Mariano Bayo, el teniente coronel piamontés
Virginio Vicenti, y el inglés Jorge Matías. <<
[53] Un historiador da los siguientes pormenores sobre la prisión de Riego:
«Después de la derrota de Jódar, dice, Riego anduvo algún tiempo errante por
las montañas con cerca de veinte de sus compañeros de armas, de los cuales
quince eran oficiales superiores, comprometidos como él por la causa
revolucionaria. Extenuado de fatiga y de hambre, encontró al santero de la
ermita de la villa de la Torre de Pedrogil, y a un vecino de Vilches, llamado
López Lara. Llamólos aparte y les dijo: “Amigos míos, se os presenta la
ocasión de hacer vuestra fortuna y la de vuestras familias: solo se trata de
conducirme, sin ser visto de nadie, a La Carolina, a Carbonearas y a las
Navas de Tolosa. Allí tengo amigos que me proporcionarán un guía para
Extremadura, donde deseo ir”. Los dos paisanos lo rehusaron, pero Riego los
hizo detener, y les obligó a montar en dos mulas, declarándoles que de grado
o por fuerza habían de servir de guías a su gente. Llegada la noche se
pusieron en camino. Una conversación imprudente hizo conocer a los dos
guías que el hombre que acompañaban era el famoso general Riego. Desde
este momento López Lara pensó en los medios de ponerle en manos de la
justicia. De día ya, se encontraron cerca del cortijo de Baquerizones, no lejos
de Arquillos. Riego anunció que iba a pedir un asilo. Lara llamó a la puerta, y
quiso la suerte que quien le abrió fuese uno de sus hermanos llamado Mateo.
»Riego, temiendo que le perjudicase una escolta de tanta gente, no
permitió que entrasen con él sino tres de sus compañeros. El uno era un
coronel inglés, que lleno de miedo y de desconfianza hizo cerrar
inmediatamente la puerta y se apoderó de la llave. Dieron pienso a sus
caballos, y se acostaron en el establo, con las espadas desnudas al lado.
Habiendo despertado Riego, dijo a López Lara que necesitaba herrar su
caballo. Muy bien, respondió este, iré a que le hierren en Arquillos. Riego no
quiso, manifestando deseo de que el caballo no fuese llevado a Arquillos,
sino que su hermano Mateo se encargara de traer de allí un albéitar. Apenas
tuvo tiempo López para decir en secreto a su hermano que era Riego el que
estaba en su casa, que lo avisase a las autoridades y les asegurase que ellos
cumplirían con su deber. Riego se puso a almorzar, cuando supo por Mateo
que el albéitar venía: pero el inglés, siempre receloso, no se quitaba de la
ventana, desde donde con un anteojo examinaba todos los alrededores. De
repente gritó: ¡General, somos perdidos! Se acerca gente armada.
»¡A las armas! exclamó Riego; pero en el instante mismo López Lara y
Mateo tomaron unas carabinas y apuntando dijeron: El primero que se mueva
es muerto. Riego no se atrevió a resistir; dejóse atar las manos a la espalda y
se limito a rogar a López que dijese a la tropa que llegaba no les hiciese mal,
puesto que eran prisioneros.
»Entró el alcalde seguido de la fuerza armada: Riego le suplicó de nuevo
que no le maltratase, y que le abrazase; con repugnancia accedió a ello el
alcalde. Riego ofreció entonces a la tropa todo el dinero que tenía, con tal que
se le tratase con humanidad; el alcalde prohibió aceptar nada, y dijo a los
prisioneros que la justicia decidiría de su suerte. Un instante después el
comandante de realistas de Arquillos llegó con una escolta de a caballo, y se
llevó los prisioneros.
»A su llegada a Andújar, el pueblo quería despedazar a Riego. Cuando
llegó a la plaza, frente al balcón desde donde no hacía mucho le había
arengado, volvióse hacia un oficial francés que le acompañaba, y
mostrándole la muchedumbre que le rodeaba le dijo. Este pueblo que hoy
veis tan encarnizado contra mí, este pueblo, que sin vos me hubiera ya
degollado, el año pasado me llevaba aquí mismo en triunfo; la ciudad me
obligó a aceptar a pesar mío un sable de honor. La noche que pasé aquí, las
casas se iluminaron, el pueblo bailaba bajo mis balcones, y me aturdía con
sus gritos.
»Riego fue depositado en la cárcel de Andújar, custodiado por una
guardia francesa para preservarle de los furores del populacho. El capitán
general de la provincia de Granada, a cuya jurisdicción pertenece el pueblo
de Arquillos, se proponía reclamarle para hacerle juzgar, no por delitos
políticos, sino como brigante y asesino… Cuando llegó la orden de enviarle a
Madrid, Riego partió escoltado por tropas francesas, etc.». <<
[54] Los diputados presentes fueron: Gener, Istúriz, Soria, Llorente,
Valdés, Velasco, Buruaga, Muro, Canga, Navarro Tejeiro, Moure, Rico,
Surrá, Albear, Argüelles, Cuadra, Álava, Rojo, Valdés Bustos, Álvarez (don
Elías), Murfi, duque del Parque, Bertrán de Lis, Somoza, Reillo, Gil Orduña,
Baije, Villanueva, Busaña, Trujillo, Lillo, Núñez, Falcón, Seoane, Roset,
Adanero, Montesinos, Sierra, Silva, Belmonte, Vizmanos, Domenech, Neira,
Garmendia, Ojero, Soberón, Moreno, Blake, Pedrálvez, Rey, Taboada,
Bausá, Torner, Herrera, Bustamante, Sarabia, Fernández, Cid, Alix, Zulueta,
Saavedra, Galiano, Serrano, González Alonso, Salvato, Morán, Sotos,
Tomás, Buey, Adán, Calderón, Gómez (don Manuel), Posadas, Santafé,
Luque, Meco, Torres, Afonzo, Bartolomé, Sequera, Sedeño, Abreu, Garoz,
Oliver, Ruiz de la Vega, Atienza, González, Aguirre, Núñez (don Toribio),
Munárriz, Escudero, Salvá, Septiem, Meléndez, Varela, González (don
Manuel), Rodríguez Paterna, Larrea, Lagasca, Villavieja, Ramírez Arellano,
Castejón, Benito, López del Baño, Ayllón, Pacheco, Santos Suárez, Ovalle,
Belda, Quiñones, Gisbert, López Cuevas, Jiménez, Valdés (don Cayetano),
Gómez Becerra. <<
[55]Contaba Angulema entonces para las operaciones del sitio con más de
20.000 hombres de tropas de tierra, y con una fuerza marítima de tres navíos,
once fragatas, ocho corbetas, y fuerzas sutiles correspondientes, con el
nombre de flotilla del Guadalete. <<
[56]
El Sr. Calatrava conservaba en su poder el documento original con las
enmiendas o añadiduras puestas de puño del rey, tal como después se
imprimió. <<
[57] Eran estos, don Juan Antonio Yandiola, don Salvador Manzanares,
don Francisco Osorio, don José María Calatrava, don Manuel de la Puente, y
don Francisco Fernández Golfín, encargado interinamente de la Guerra por
indisposición del propietario. <<
[58] Sobre esto escribía el ministro francés Chateaubriand a M. de Talarú:
«M. de Gabriac me escribe desde Madrid, que el decreto del rey relativo a las
personas que no deben presentarse delante de su persona tiene consternada a
toda la capital, y en solo Madrid comprende a más de seiscientas personas de
las más distinguidas familias. Nunca os invitaré lo bastante a que os declaréis
con energía contra estas violencias del señor Sáez, que trastornarían
nuevamente a la España». Y en otra carta: «Importa detener esta marcha
cuanto antes. El mal está en el señor Sáez, según aseguran en esta. Hemos
hecho bastantes sacrificios para que nos den oídos, y es menester trabajar
para dar al rey un ministerio razonable. Si desterrase a todos los hombres de
capacidad por haber hecho lo que el mismo rey hacía en ciertas épocas, la
España volvería a caer en la anarquía». Y en otra carta a M. de la Ferronnais:
«Ya que no podemos de ninguna manera determinar las instituciones que
serían más acomodadas para hacer renacer las prosperidades de España,
podemos a lo menos saber quienes son los hombres más aptos para la
administración. Estos hombres son raros; pero en fin hay algunos, y debemos
reunir nuestros esfuerzos para hacérselos tomar al rey por ministros y
consejeros. Aunque estos hombres hayan servido durante el reinado de las
Cortes, no por eso debe privarse su patria de sus talentos, y recaer el rey en
las faltas que le han perdido, rodeándose de una nueva camarilla».—
Chateaubriand, Congreso de Verona, tomo II. <<
[59] El 26 de noviembre fue magníficamente recibido en Burdeos, y el 2
de diciembre lo fue con más solemnidad y aparato en París, donde hizo su
entrada montado en un hermoso caballo, y rodeado de los mariscales duque
de Reggio, duque de Ragusa, y marqués de Lauristón, y de los generales
Bordesoulle, Bethisy, La Roche-Jacquelein y Guiche: el rey le recibió con
cordial alegría, y las corporaciones, la tropa y el pueblo llenaban los aires con
los gritos de: «¡Viva el rey! ¡Viva el héroe del Trocadero! ¡Vivan los
Borbones!». <<
[60]El ayuntamiento de Sevilla, por ejemplo, nombró una comisión de su
seno para que acompañase a SS. MM. hasta la corte, y proveyese a cuantas
urgencias, necesidades, gustos o deseos pudieran tener el rey y su familia.—
Gaceta de Madrid de 1.º de noviembre. <<
[61] Dióse la capitanía general de Castilla la Nueva al barón de Eroles, la
de la Vieja a don Carlos O’Donnell, la de Valencia a don Felipe Saint-March,
la mayordomía mayor al conde de Miranda, la presidencia del Consejo de
Indias al duque de Montemar, al del Infantado la comandancia de la Guardia
real y la presidencia del Consejo de Castilla, que por su renuncia obtuvo don
Ignacio Martínez de Villela, la embajada de Francia al duque de San Carlos,
y la de Rusia al conde de la Alcudia. <<
[62] Posteriormente se pasó a las audiencias del reino, para que se supiese
los que habían de ser presos, la siguiente:
LISTA de los diputados a Cortes que votaron la sesión del 11 de junio de
1823, y por ella el nombramiento de la Regencia y destitución de S. M.,
mandados arrestar, con embargo de sus bienes, los cuales se expresan a
continuación, con expresión de las provincias por que fueron nombrados.
Cádiz
Asturias
Málaga
Cataluña
Extremadura
Madrid
Álava
Burgos
Isla de Cuba
Sevilla
Jaén
Segovia
Guipúzcoa
Salamanca
Granada
Toledo
Galicia
Canarias
Valladolid
Córdoba
Mallorca
Murcia
Filipinas
Cuenca
Aragón:
<<
[104]Del mismo género era la proclama de Rafi Vidal, autor y jefe de la
sublevación de Reus. He aquí el principio de ella:
«¡Viva la santa Religión! ¡Viva el rey nuestro señor y el tribunal santo de
la Inquisición!
»Habitantes del campo de Tarragona; ya va serenándose la atmósfera que
estos días atrás tenía en zozobra a todos vosotros… creídos acaso que mi
levantamiento sería para hacer derramar sangre, y extender el luto y el llanto
en todo este vasto y delicioso país. No, amados compatricios, no ha sido esto
mi intento, ha sido, sí, unirme con la mayor y más sana parte de la provincia,
para sostener y defender con la vida los dulces y sagrados nombres de
Religión, Rey e Inquisición; arrollar y exterminar a cuantos masones,
carbonarios, comuneros y demás nombres inventados por los maquiavelistas,
que no han obtenido el indulto que S. M. se dignó dispensarles si dentro de
un mes se retractaban de sus errores, etc.—Reus, 13 de septiembre de 1827.
—Juan Rafi Vidal». <<
[105] De estos y otros curiosos incidentes y pormenores da también noticia
nuestro amigo don Antonio Pirala en el primer tomo de su reciente Historia
de la Guerra civil, y de los partidos liberal y carlista: cuyo escritor ha
ilustrado este interesante episodio de la rebelión de Cataluña con curiosas
noticias e importantes documentos. <<
[106] Los que empezaron a reunirse fueron: el vicecancelario Minguel; el
presbítero Torrebadella; el padre Barri, dominicano; el padre rector de
capuchinos; el reverendo Mosén Cristóbal Vila, párroco de Pradell; Mosén
José Bernié; Grifé, encargado del catastro; el teniente coronel Jordana; el
capitán Capdevila, y Fidel Palá. <<
[107]Consta todo esto de la información del encargado del gobierno para
averiguar las causas del levantamiento de Cataluña, y también de los
documentos que se cogieron a la misma Josefina, cuando fue presa,como
diremos después. <<
[108] Conocen ya nuestros lectores cómo preparó y realizó Rafi Vidal el
levantamiento de Reus y del corregimiento de Tarragona, cuando era
ayudante de la subinspección de voluntarios realistas. Siguióle, a excitación
suya y como su segundo, don Alberto Olives, hombre de buenos
sentimientos, enemigo de los excesos, y aun de las exacciones, y no tuvo
poco mérito de su parte el haber levantado alguna de las que había impuesto
el mismo Vidal. Era Rafi Vidal un realista exaltado, que amaba de corazón a
su rey, al cual creía extraviado por malos consejos. Valiente y enérgico en la
guerra, cuando el rey fue a Cataluña se le presentó en Vinaroz, y le expuso
con ruda franqueza las quejas de los sublevados y sus propios sentimientos.
No debió serle satisfactoria la contestación del rey, cuando Vidal le replicó
con arrogancia: «Señor, aún tengo tropas y puedo mucho.—Pues marcha, le
dijo el monarca, a ponerte a la cabeza de tus sublevados». Y volvió la espalda
a Vidal, negándose absolutamente a oír más observaciones.
Rafi Vidal volvió a incorporarse a sus tropas y continuó la guerra, mas
luego fue, como hemos visto, de los que depusieron las armas acogiéndose al
indulto. Libre y pacíficamente andaba por Tarragona, cuando un día se vio
arrestado en ocasión de estar jugando al billar. Asombró a todos su prisión. El
conde de Mirasol instruyó su proceso por mandato y con arreglo a
instrucciones dadas por el conde de España, el cual a su vez decía obrar en
cumplimiento de las órdenes del rey. Atribuyéronlo otros a empeño del
ministro de Gracia y Justicia, por suponer que poseía el procesado
importantes secretos. Es lo cierto que Vidal fue ejecutado con el mayor sigilo,
y que al tiempo de morir, después de haber arreglado con calma sus negocios,
hizo importantes revelaciones en el seno de la confianza, que no quiso se
escribieran, prefiriendo morir a dejar consignado lo que acaso le habría
salvado la vida. Ya tenía cubierto el rostro para recibir la muerte, cuando una
persona le dijo: Vidal, aún es tiempo.—Hasta la eternidad, contestó. Y una
descarga puso fin a sus días. Sentido fue de todos, y de nadie esperado el
suplicio de Rafi Vidal. <<
[109] Salvó la vida, ocultándose en un convento de Monjas, el célebre
Padre Puñal, franciscano, que armado de pies a cabeza, con un crucifijo
pendiente entre dos pistolas, proclamando la Inquisición, era de los que más
habían figurado en las bandas de Jep dels Estanys. <<
[110]Parece que en los primeros años su genio turbulento hizo necesario
mandarla de uno a otro convento. En 1853 decía el autor de la Historia de la
Guerra civil: «No hace mucho que en un apartado barrio de Sevilla
buscábamos la calle del Corral del Conde, y en una humilde casa hacia el
medio de la calle preguntábamos por Josefina Comerford. Estaba a la sazón
ausente de Sevilla; no regresaría en algún tiempo. Nos entristeció esta noticia,
y hubimos de partir de la ciudad sin haber podido ver más que la habitación
de esta mujer extraordinaria, que odia hasta el recuerdo de lo pasado, pero
que conserva el genio, la fortaleza de alma y el varonil aliento de sus
primeros años, a pesar de sus achaques». <<
[111]
Condiciones con S. M.
Publicación:
«Amadísima Carmen mía: Te doy las gracias por cuanto has hecho por
mí, y espero que continuarás honrando mi memoria disponiendo el
cumplimiento de cuanto dejo resuelto. El dador me ha hecho la gracia de
procurarme el cómo darte el último adiós. Sé agradecida con él, como yo lo
quedo por los auxilios espirituales que me ha prestado. No temo nada. Llevo
una conciencia pura y la satisfacción de que jamás hice mal a nadie, ni de que
pueda recordar ninguna infamia de tu siempre hasta la muerte.—PEPE.
»P. D. Remite a Luisa la adjunta, y alíviala y auxíliala con cuanto puedas.
Lo que hagas por ella lo haces por mí. Escribe a Luisa del modo siguiente:—
Francia.—Madama Duboile. Poste restante.—A París.
»Otra. En Gibraltar, en poder de don Ángel Bonfante tengo un baulito y
algunas frioleras. Escríbele para recogerlo, y haz el uso que te acomode de
ello; pero el escritorio o righting-destk te lo regalo a ti como una memoria.
Manda a la pobre Luisa lo que te sobre del dinero que tienes, si no te hiciese
a ti mucha falta. Adiós otra vez; abraza a tus hijos, y cree que hasta morir te
ha amado mucho.—PEPE». <<
[137] «Gaceta extraordinaria de Madrid del jueves 15 de diciembre de
1831.—Artículo de oficio.—El Excmo. señor secretario de Estado y del
Despacho de la Guerra, ha recibido por extraordinario despachado por el
gobernador de Málaga en 11 del corriente un oficio en que participa que a las
once y media de aquel día habían sido pasados por las armas, con arreglo al
artículo 1.º del real decreto de 1.º de octubre de 1830, por el delito de alta
traición y conspiración contra los sagrados derechos de la soberanía de S. M.
los sujetos aprehendidos en la alquería del conde de Mollina, a las
inmediaciones de dicha ciudad, con las armas en la mano, y cuyos nombres
son los siguientes:
Don José María Torrijos. [General. (Esta nota y las siguientes son
de la autora)].
Don Juan López Pinto (Teniente coronel de artillería y jefe
político de Calatayud en 1823).
Don Roberto Boyd (Oficial inglés).
Don Manuel Flores Calderón (Fue diputado y presidente de las
Cortes en 1823).
Don Francisco Fernández Golfín (Diputado a Cortes en 1820, y
ministro de la Guerra en 1823).
Don Francisco Ruiz Jara (Primer ayudante de la Milicia nacional
de Madrid).
Don Francisco de Borja Pardío (Comisario de guerra) aunque la
Gaceta pone don Francisco Pardillo.
Don Pablo Verdeguer de Osilla (Sargento mayor del primer
batallón de la Milicia nacional de Valencia).
Don Juan Manuel Bobadilla.
Don Pedro Manrique.
Don Joaquín Cantalupe (Oficial, e hijo del general Real). (Debe
ser don Manuel Real).
Don José Guillermo Gano.
Don Ángel Hurtado.
Don José María Cordero.
José Cater.
Francisco Arenes.
Don Manuel Vidal.
Don Ramón Ibáñez (Piloto de altura y oficial de la Milicia
nacional de Valencia).
Santiago Martínez.
Don Domingo Valero Cortés (Capitán de la Milicia nacional de
Valencia).
José García.
Ignacio Alonso.
Antonio Pérez.
Manuel Andreu.
Andrés Collado.
Francisco Julián.
José Olmedo.
Francisco Mora.
Gonzalo Márquez.
Francisco Benaval (Oficial de la columna de la Isla de León, en el
pronunciamiento de 3 de marzo de 1831).
Vicente Jorge.
Antonio Domené.
Francisco García.
Julián Osorio.
Pedro Muñoz.
Ramón Vidal.
Antonio Prada.
Magdaleno López.
Salvador Lledó.
Juan Sánchez.
Francisco Arcas (Capitán de buque mercante).
Jaime Cabazas.
Lope de López.
Vicente García.
Francisco de Mundi.
Lorenzo Cobos.
Juan Suárez.
Manuel Bado.
José María Galisis.
Esteban Suay Feliú.
José Triay Marquedal.
Pablo Castel Pulicer.
Miguel Prast Preto.
<<
[146]
Nuestros lectores podrán ver el Ceremonial de la Jura al final de este
volumen, APÉNDICES. <<
[147] Galiano, Historia de España, tom. VII. <<
[148] Este barón de los Valles no llevó a Bayona este solo objeto, sino
también el de introducir en España, como lo hizo, proclamas, folletos y otros
escritos favorables a la causa de don Carlos. Y como en este tiempo hubiesen
ido el infante don Francisco y su esposa a San Sebastián a tomar baños, el
agente carlista tuvo astucia y osadía para hacer introducir en los cofres de la
infanta doña Luisa Carlota folletos incendiarios contra su hermana Cristina,
quedando todos sorprendidos y absortos cuando tales folletos en tal sitio se
encontraron.
También los diarios legitimistas franceses dieron en insertar artículos en
favor de la Ley Sálica, y contra el derecho de la princesa Isabel al trono, los
cuales solían ser impugnados en la Gaceta de Madrid. <<
[149] Insertamos también por APÉNDICE, al final del presente volumen,
esta larga, curiosa e importante correspondencia entre los dos hermanos,
persuadidos de que no pesará a nuestros lectores el conocerla. <<
[150] En 14 de agosto se expidió la real orden siguiente: «He dado cuenta
al rey nuestro señor de la sentencia pronunciada por la sala de Alcaldes de
casa y corte de la causa formada contra don Miguel Otal y Villela y
consortes, por conspiración contra el gobierno legítimo de S. M., que V. E.
me comunicó en 9 del presente mes; y enterado S. M. de los destinos que en
dicha sentencia se señalan para cumplir sus respectivas condenas a los reos
militares comprendidos en ella, se ha servido resolver, que el coronel que era
de infantería don Mariano Novoa cumpla su condena en las Peñas de San
Pedro, y no en Cartagena, a donde era su destino; don Pedro Grimarest,
exteniente general, lo verifique en Santander, en lugar de la plaza de San
Sebastián; el exbrigadier don Ignacio Negri, en Algeciras, y no en la plaza de
Pamplona que se le señala; y que el mariscal de campo don Rafael Maroto lo
verifique en Sevilla, en lugar de la plaza de Alicante designada en la
sentencia; debiendo cumplir en Menorca y Peñíscola, que la sala ha
determinado, el exbrigadier conde de Prado, y el intendente honorario de
ejército don Juan José del Pont, vigilando los respectivos capitanes generales
la conducta que observen en sus destinos.—Lo comunico a V. E. de real
orden, etc.». <<
[151] Por ejemplo, cesó en el importantísimo cargo de superintendente
general de Policía don Matías Herrero Prieto, para pasar al Consejo Real, y se
dio la superintendencia a don José Manuel de Arjona. <<
[152] El origen y motivo de este escandaloso incidente fue haber culpado
los ministeriales a sus adversarios de la desaparición del Código penal hecho
por las anteriores Cortes, y que este ministerio resolvió llevar a la sanción de
la Corona. Por fortuna durante la tumultuosa sesión pareció el perdido
ejemplar del Código, traspapelado por descuido de un benemérito oficial de
la Secretaría. <<
[153] Entiéndase que todas las palabras que aquí le atribuimos son
textualmente copiadas de los documentos. <<
[154] Todo lo que aquí ponemos y seguiremos poniendo en boca de don
Carlos, es textualmente sacado de sus cartas. Por eso dijimos que le
juzgaríamos por el retrato hecho de su propia mano. Y para que nuestros
lectores puedan también calificar con conocimiento la conducta del príncipe y
nuestro juicio, y por ser además importantes documentos, damos por
Apéndice esta curiosa correspondencia. <<
[155] Don Javier de Burgos. <<