N 224 225 Agosto Septiembre 1968
N 224 225 Agosto Septiembre 1968
N 224 225 Agosto Septiembre 1968
HISPANOAMERICANOS
MADRID
AGOSTO-SEPTIEMBRE 1968 224-225
CUADERNOS
H I S P A N O -
AMERICANOS
LA REVISTA
que integra
al M U N D O
H I S P Á N I C O
en la
cultura de
N U E S T R O
T I E M P O
CUADERNOS
HISPANOAMERICANOS
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fOSE ANTONIO MAR AV ALL
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FELIX GRANDE
224-225
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Τ SECRETARIA
Teléfono 3440600
M A D R I D
INDICE
NUMEROS 224<î2j (AGOSTO-SEPTIEMBRE DE 1968)
Pátrinas
A R T E Y PENSAMIENTO
HISPANOAMÉRICA A LA VISTA
N O T A S Y COMENTARIOS
Sección de Notas:
DARÍO SURO: El espacio: Mondrian y Picasso 597
AUGUSTO M. TORRES : Polonia: Nacimiento y muerte del «.Nuevo cine». 602
ILDEFONSO MANUEL G I L : En la base del esperpento 611
LUCIANO GARCÍA-LORENZO: LOS prólogos de Jacinto Grau 622
FERNANDO Q U I Ñ O N E S : El más borgiano territorio 631
JUAN VILLEGAS: LOS motivos estructurantes de «La careta», de Elena
Quiroga 638
ANTONIO PACES LARRAYA : Tradición e innovación en la picaresca: Ma-
tices de «El casamiento de Laucha» 649
[OSÉ CARLOS M A I N E R : Unamuno, personaje de una novela de Felipe Trigo. 675
FEDERICO SOPEÑA: Asturias-Várese 68:
CARLOS A R E À N : Seis artistas uruguayos en la sala Santa Catalina del
Ateneo de Madrid 685
ZENAIDA G. VEGA : La obra poética de Hopkins a través de algunos poemas. 691
Sección Bibliográfica:
JUAN CARLOS CURUTCHET: Homenaje a Jorge Guillen en sus setenta y
cinco años 700
RAUL CHÁVARRI: Dos antologías de José Martí 704
VÍCTOR NEETTO ALCAIDE: Un libro sobre la arquitectura española del
siglo XVI 709
JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN: El primer libro de Juan Luis Panero 711
JAIME T E L L O : Fernández Moreno: La realidad y los papeles 724
JOSÉ ORTEGA: Jean Franco: The Modern culture of Latin-America ... 729
LEOPOLDO DE L U I S : Garciasol: Apelación al tiempo 736
RAFAEL CONTE: Valle-lnclán, testigo de su tiempo 740
ENRIQUE RUIZ-FORNELLS : Literatura española en Norteamérica 744
JOSÉ MARÍA N I N D E CARDONA: La imagen del hombre 750
JUAN SAMPELAYO: DOS notas bibliográficas 753
Ilustraciones de GALDEANO.
•f^-íVe*«^
ARTE Y PENSAMIENTO
IMAGEN Y METAFORA EN LA POESÍA
DE VANGUARDIA *
POR
GUILLERMO DE TORRE
275
de la hipótesis a la conclusión.» Agrega luego que los términos me-
dios de la deducción quedan suprimidos, la analogía anula la distan-
cia y las especies y la demostración no llega a realizarse, puesto que
la metáfora lleva en sí su evidencia.
Para Cicerón (De Oratore, III), la metáfora es un medio de sensi-
bilización, ya que a través de ella nuestro ojo interior llega a ver más
claramente las cosas. Tudor Vianu (2) añade que la metáfora habla
principalmente a nuestros ojos, permitiéndonos ver cosas que por su
naturaleza no pueden ser contempladas. Aún más, sostiene que la me-
táfora es poesía en sí misma. Y citando a E. Elster (Prinzipien der Li-
teraturwisenschaft, II, 1911), sostiene que «sin apercepción metafórica,
la poesía cesa de ser poesía».
«En el caso de los poetas modernos, la metáfora —escribe Jean Eps-
tein— es un modo de comprensión, o más bien de abarcamiento, diná-
mica. 'No describe una cosa inmóvil o solitaria, sino la relación entre
dos ideas, que tan pronto se atraen como se repelen, se juntan o se
disocian.' La metáfora es variable, es momentánea, pero a pesar de su
instantaneidad móvil, debe estampar con un viro-fijador permanente
la imagen trémula. Como el mismo poema, es también elíptica, supri-
me las explicaciones intermediarias, quiebra las transiciones.»
II
276
cutar mentalmente una reconstrucción aproximada para desentrañar
el sentido y poder saltar luego de una vez todas las estaciones del
trayecto.
La mayor parte de las metáforas son de aproximación o de «defor*
mación por exceso» y poseen un relieve visual fotogénico. De ahí que
también asuman, en ocasiones, una deformación antifotográfica, y en
otras, un rasgo envolvente caricatural, muy en armonía con el humo-
rismo elíptico y la risa fragmentada que atraviesa gran parte de la
nueva poesía. El impulso de la metáfora nueva suprime las fronteras
de los conceptos y amplía su facultad de sugerencia en una longitud
imprevista. «La metáfora no expresa ya —como escribe Jean Epstein—
las relaciones estables, sino, al contrario, un nexo inestable, momen-
táneo, un segundo de movimiento intelectual, un choque, una cir-
cunstancia, una conflagración. Lo real se burla de lo inverosímil y
jamás se fija para inmovilizar un retrato.»
III
277
debieron constituir grilletes de presidiarios para sus obligados obser-
vantes en las aulas y en los torneos retóricos durante el siglo xix. La
más restrictiva: «no basta que los objetos de donde se toman sean
conocidos, nobles y decorosos; es necesario, sobre todo, que la seme-
janza que haya entre aquel de quien se toman y aquel a quien se
aplican sea grande y fácil de descubrir». Con lo cual anula la parte
de acertijo que hay fatalmente en toda metáfora.
Así, ésta de Lope de Vega —muy plástica y gongorina, a su pesar—
tomada de La Circe: «¿Quién primero que vos, por las orillas / de es-
tos arroyos, los dejó afeitados / de blancas y doradas manzanillas, /
con el hocico y dientes afilados?» Para Hermosilla, la acción de pacer
el caballo en un prado le parece noble; «afeitarlo», innoble...
Avanzando algo más en el tiempo, hasta el último tercio del si-
glo xix, y llegando a uno de los últimos preceptistas —o el último no-
torio, pues la especie parece, y no del todo favorablemente, haberse
extinguido en el xx—, a don José Coli y Vehí (Elementos de Litera-
tura, 1878), ya encontramos menos limitaciones del área posible de la
metáfora. Sin embargo, insiste en que los tropos de dicción (concre-
tamente la metáfora, pues de sus hermanitas menores, la sinécdoque
y la metonimia, ya casi nadie se acuerda —y menos aún de la cata-
cresis, la metalepsis y la silepsis—aun practicándolas, como Monsieur
Jourdain) deben ser «necesarios», si bien no deja de aceptar—recor-
dando una frase de Cicerón— que también pueden ser atuendos de
lujo. Ahora bien, no abandona nunca el supuesto de que en la com-
paración, tanto por similitud como por disimilitud, la distancia entre
los dos términos debe ser fácilmente franqueable por todos los lecto-
res, aunque no tengan los pies de Aquiles ni el talón de Mercurio.
IV
278
más potencia emotiva y más realidad poética.» Frase la anterior que,
pese a su sencillez de intenciones, han citado muchas veces como tras-
cendental André Breton y los suyos. Mayor significado, con todo, po-
dría asumir una declaración como ésta: «En el momento en que las
palabras se desprenden de su significación literal es cuando asumen
en el espíritu un valor poético. Y en este momento puede colocárselas
libremente en la realidad poética.»
Por los mismos años todos empiezan a exaltar la imagen, no ya
simple o comparativa, sino duple, triple, múltiple, de modo que las
posibilidades de sugestión o metamorfosis de las cosas parecen ilimi-
tadas. Escribe Gerardo Diego (5): «La imagen debe aspirar a su defi-
nitiva liberación, a su plenitud en el último grado. El creador de imá-
genes (poeta, creador, niño-Dios) empieza a crear por el placer de
crear. No describe, construye. No evoca, sugiere. Su obra apartada va
aspirando a su propia independencia, a la finalidad de sí misma La
imagen múltiple no explica nada y es la poesía en el más puro senado
de la palabra.«
279
cho de imágenes y metáforas. Incurríamos en la monotonía y en la
sistematización. Lo que corresponde es combinarlos con la descrip-
ción y el humor...» Y Emile Malespine escribía: «En el movimiento
moderno la imagen a ultranza ha sido una etapa. No podía ser más
que esto. Repetida se transforma en un truco: hay que desconfiar
del procedimiento, de la imagen-truco.»
Ahora bien, la metáfora ha existido siempre. La novedad estriba
en que modernamente no se procede por «comparación», sino por «de*
formación», según señala Epstein. Se dejan de lado las medidas exac*
tas; inclusive se llega a la caricatura. Y, sobre todo, sucede que a
partir de cierto momento la metáfora se convierte en un absoluto,
dañoso o limitativo como todo lo absorbente. Con razón, por tanto, po-
cos años después, sin menoscabo de lo conquistado, podría escribir
Jules Supervielle : «Hemos vivido bajo un verdadero bombardeo de
metáforas.»
VI
VII
281
prendentes, no pasan de ser locuciones usuales en sus medios origi-
narios. Citemos de nuevo, en apoyo, un sutil ejemplo de Paulhan:
«Al saber que los kikuyus llaman a la vía láctea 'liana del cielo' y a
la alegría 'claro de luna del corazón', uno se asombra y desea vivir en
aquel país. Pero el kikuyu civilizado se emocionó al saber que su
'liana' era nuestra 'vía láctea', tomando esta última por una imagen».
Arranca esto de que nosotros no percibimos las palabras aislada y
abstractamente, sino corporcizadas, acompañadas del símbolo que re-
presentan o del objeto que encarnan, y de acuerdo con el previo sen-
tido que de ellas habíamos formado. Mas ocurre también que la pa-
labra nueva puede envolver una idea antigua, y ser origen de una
sensación desconocida. («Yo no había tenido nunca el 'cafard', dijo
antes de conocer esta palabra», Jacob-Cow.)
La metáfora varía con los climas, no las versiones extranjeras y los
filtros de las traducciones, sin riesgo de invertir su sentido. Se esconde
entre las mallas de las palabras. Cambia de rostro en las épocas lite-
rarias fundamentales. Durante mucho tiempo, el Occidente ha estado
supeditado a la vieja imaginería oriental, sin saber acaso—escribe Paul-
han—que la mayor parte de los poemas exóticos que nos parecían
más ricamente dotados de imágenes se encontraban formados por
una acumulación de lugares comunes y de proverbios: ya sean los
«hain-teny» malgachos o los «che-king» chinos. En la preciosa serie
de delicados poemas «hain-teny-Merinas» de Madagascar, que ha re-
copilado y traducido el mismo crítico ( π ) y que constituyen—en
unión de los «kai-kais» recogidos por Couchoud P. L. (Sages et poe-
tes d'Asie)—, el punto de partida, en la lírica vanguardista, dotada
de una tendencia a asimilarse ciertos módulos de expresión, de fres-
cura y de agudeza orientales, puede evidenciarse el anterior aserto.
Paralela e inversamente, la abundancia de elementos, imágenes y
metáforas que se desprenden del simple contraste de los motivos vi-
tales y maquinísticos modernos pudiera llegar a constituir un reper-
torio de imaginería occidental autóctona —que no sería tan fácil de
ver traducido recíprocamente en una serie de lugares comunes asiá-
ticos.
VIII
282
subrayar la grandeza y la imposibilidad del intento; tampoco anula
otras afirmaciones estampadas en La deshumanización del arte. Por
ejemplo: «La metáfora es probablemente la potencia más fuerte que
el hombre posee. Su eficiencia llega a tocar los confines de la tau-
maturgia...». Y más adelante, equiparando la actitud del hombre pri-
mitivo que rehuye nombrar las cosas sobre las que ha recaído tabú,
afirmaba: «La metáfora escamotea un objeto enmarcándolo con otro,
y no tendría sentido si no viéramos bajo ella un instinto que induce
al hombre a evitar realidades».
Señala análogamente Werner, en su libro Die Ursprünge der Me-
taphor (citado por Hedurg Konrad en Etude sur la métaphore, Pa-
ris, 1958), el parentesco de la «verdadera» metáfora con el tabú y prue-
ba que el tabú es en los pueblos primitivos la causa intrínseca de la
creación de estas figuras.
En tanto que para Cicerón (nos recuerda Tudor Vianu) la metáfo-
ra era el producto de algunas operaciones lógicas, para Vico es el
resultado de otra mentalidad diferente de la nuestra, una mentalidad
prelógica. De aquí sus conexiones y distinciones respecto al mito,
que ha estudiado Ernst Cassirer (Sprache und Mythos), quien sostie-
ne que una de las diferencias entre ambas reside en que el mito no
conoce la abstracción.
El afán taumatúrgico equivaldría, en último extremo, al deseo de
crear un «arte artístico», en el sentido no exactamente de que deba
extraer su sustancia de sí mismo, pero sí en el de transfigurar, estili-
zar, «desrealizar» la realidad.
No se trata de anular ésta, ni de aniquilar los sentimientos huma-
nos más allá del convencional reflejo antiestético, «sentimentalismo»
(apelar a él para mover al lector parecíale a Paul Valéry tan obsceno
como apelar a la pornografía), sino de decantarla mediante la proyec-
ción en lo que Ortega llamaba los ultra-objetos. Y éstos son los que
determinan los «sentimientos específicamente estéticos».
IX
283
como «una de las más frías aberraciones que las historias litera-
rias registran». Pero ello no le impide recogerlas con moroso deleite.
Anotemos que su descendencia no se extingue; al contrario, re-
florece en cada estación de muda. Lo demuestra cualquier somera con-
frontación de ejemplos entre épocas muy alejadas. Sea, por ejemplo,
media docena de muestras de la Edad prosaica :
Casa de los pájaros, casa de los vientos : el aire.
Cerdo del oleaje: la ballena.
Bosque de la quijada: la barba.
Gaviota del odio: el cuervo.
Hielo de la pelea : la espada.
Sol de las casas : el fuego.
Techo de la ballena: el mar.
Sangre de los peñascos : el río.
Y he aquí ahora una lista de metáforas —deliberadas, más sintéticas,
puesto que en los Kenningar cada una de ellas tiene diversas varian-
tes—, pertenecientes a un poeta que no en vano los superrealistas
exaltaron como predecesor, Saint-Pol Roux (1861-1940) (13).
Comadrona de la luz : el gallo.
Cementerio con alas: vuelo de cuervos.
Salmodiar el alejandrino de bronce: son de media noche.
Coñac del padre Adán : el aire puro.
Amapola sonora : canto del gallo.
Hojas de ensalada viva: las ranas.
284
ä una de las cuales se la trasiega en la otra. Ambas son igualmente
verdaderas o falsas.» Y delatando lo que yo llamo la permutación de
equivalentes o analogías, corrobora Borges: «Cuando un geómetra
afirma que la luna es una cantidad extensa en las tres dimensiones,
su expresión no es menos metafórica que la de Nietzsche cuando pre-
fiere definirla como un gato que anda por los tejados.»
La metáfora, pues, pudiera definirse como la identificación vo-
luntaria, lírica y momentánea de dos o más conceptos distintos, con
la finalidad de suscitar nuevos órdenes de relaciones y emociones en
la mente del lector. A continuación, el autor citado intenta una siste-
matización de las metáforas, atendiendo al órgano humano de que
proceden. «Nuestra memoria—dice—es principalmente visual y se-
cundariamente auditiva. Ni lo muscular, ni lo olfatorio, ni lo gusta-
ble hallan cabida en el recuerdo. Del pasado sólo conservamos un
montón de visiones barajadas y una pluralidad de voces.» Y esto se
comprueba con el hecho de que al intentar, por ejemplo, retrotraernos
a nuestra infancia, sólo rescatamos entre las sombras oscuras del pa-
sado un haz de recuerdos visuales.
Por ello, la metáfora más fácil y accesible es aquella que se limita
a explotar un paralelismo de visibilidades. Y de este orden son las
metáforas de antología que pudiéramos espigar en todos los clásicos,
especialmente en los latinos. Así, Virgilio escribe: «Las aves remaban
con las plumas de sus alas.» Y Horacio: «El viento hizo cabalgaduras
por las ondas del mar de Sicilia.» En los españoles, dentro de la cuan-
tiosa y genial cantera de Góngora, es donde podemos extraer los más
bellos ejemplos de la índole aludida. Basta adentrarse en la Soledad
primera.
285
de sus graciosas letrillas, encontramos estos versos demostrativos en
que apostrofa así a un jilguero:
286
bían de estimar como fenómenos patológicos y degenerescentes, cie-
gos para toda su significación psicológica y estética.
*~ La teoría de la correspondencia de las artes—propia del período
simbolista que sólo por su cualidad de precedente invocamos—no lo-
gró grandes renovaciones en la metáfora. Y ha abocado solamente a la
«instrumentación verbal», perteneciente al sistema de la «poesía cien-
tífica» de René Ghil, quien, continuando las investigaciones de Wag-
ner y Helmoholtz, ha codificado todas sus derivaciones estéticas en
su Traité du Verbe (1886) (18).
XI
(18) R. Ghil, partiendo del soneto de las vocales, amplía las transposiciones
a los consonantes, los diptongos del verbo y hasta a los instrumentos de música.
Así, según él, «las arpas son blancas, los violines azules, y en la plenitud de las
ovaciones, los cobres son rojos; las flautas, amarillas, y el órgano, negro».
Todos los simbolistas fueron atenazados por esta preocupación de las audi-
ciones coloreadas. Mallarmé creía que el nombre Emile tenía un color verde-
lapislázuli. Bainville decía haber encontrado palabras carmesíes para pintar el
color de la rosa. Mas negando estas originalidades y la prioridad de Ghil, el
crítico norteamericano Isaac Goldberg nos recuerda que ya Goethe, en su obra
sobre el color, Zur Farben lehre, dice que Leonardo Hoffman (1876) asignaba
colores a los tonos de los diversos instrumentos. El violoncello, por ejemplo,
era índigo azul; el violin, azul marino; el oboe, rosa; el clarinete, amarillo, etc.,
y posteriormente, investigaciones de neurópatas y esteticistas alemanes, han ahon-
dado en estos problemas.
287
CUMWHOS. 224-338.—3
rísticamente esta homologación. Mas no: la conexión de don Luis
de Góngora y Argote—el poeta de las sinfonías azul y oro, como es-
cribía Gourmont—, el formidable constructor de metáforas en el satu-
rado siglo xvn, con los poetas vanguardistas castellanos es evidente
y curiosísima. Góngora, el combatido e incomprendido, al abandonar
su primera manera herreriana para entrar verdaderamente—1609: «Pa-
negírico al Duque de Lerma»—en posesión de sí mismo, dando libre
expresión a lo más puro e inalienable de su espíritu clarisolar, tan es-
tremecido, empero, por las sierpes barrocas (19).
¿Exageraban los nuevos apologistas de Góngora? Un poco, pero sin
exageraciones—léase entusiasmos, movimientos a favor de..., que im-
plica una reacción contra...— no habría cambios ni vitalizaciones, las
letras y las artes se estancarían. En 1920, no en un lugar académico,
sino en una arquetípica revista de vanguardia (20), un humanista his-
panófilo, Zdislas Milner, publica un artículo superiormente atractivo
—como su simple título sugiere—: «Góngora et Mallarmé. La connais-
sance de l'absolu par les mots»; le había antecedido otro de Francis
de Miomandre, «Góngora, el Mallarmé» (21). Únese a ello nuestras
conversaciones con Alfonso Reyes, quien entonces preparaba con Foul-
ché-Delbosc la edición de Góngora según el manuscrito de Chacón.
El insólito paralelismo podrá ser más o menos legítimo (años después
Dámaso Alonso (22) se aplicaría a demostrarlo, sacando una conclu-
sión negativa), pero su consecuencia inmediata fue muy importan-
te: logró situar al poeta de las Soledades en nuestra atmósfera de
preocupaciones poéticas, actualizarle, extrayéndole del purgatorio de
tres siglos. Según ya entonces advertíamos, el dudoso paralelismo no
suponía en modo alguno una influencia, ya que el autor de L'après-
midi d'un faune no conoció al de Polifemo (ni siquiera en tan míni-
ma parte como Verlaine, quien no obstante citarle, le desconocía, ha-
biéndose detenido en los rudimentos de la gramática castellana) —como
advertía, por otra parte, Zdislas Milner.
Su temperamento, sus recursos y sus procedimientos difieren. Tam-
poco se trata de un parecido fortuito, puramente superficial, de gustos
o de temas. Por el contrario, nada más diferente, en cuanto a tem-
peramentos y fondo inspirador, que Góngora y Mallarmé; ni sus pro-
cedimientos ni sus recursos son los mismos. «Lo que es idéntico en
(19) Véase sobre este punto una revisión actualizada posterior en el capí-
tulo «Góngora entre dos centenarios» de mi libro: La difícil universalidad espa-
ñola. Credos, Madrid, 1965.
(ao) L'Esprit Nouveau num. 3. París, 1920.
(αϊ) Hispania. París, 1918; recogido luego en Le pavillon du. mandarin. Emile-
Paul, Paris, 1931.
(αα) Estudios y ensayos gongorinos. Gredos, Madrid, 1955, y El »Polifemo»
de Góngora. Gredos, Madrid, i960.
288
ambos es la fuente ideal de ía ejecución poética, el estado psicológico
del artista, lo consciente y premeditado del esfuerzo, la religión lírica
que profesan.» Agregaba Milner que en Góngora «la oscuridad es el
resultado de un esfuerzo sabio, no un fin propuesto», y en Mallarmé
«el resultado de una evolución interior del artista, una consecuencia
del esfuerzo continuo hacia formas de expresión más perfectas». Mio-
mande, por su parte, subraya como rasgo común una especial pre-
dilección por ciertos temas ; por ejemplo : la cabellera femenina —como
en el soneto : «Peinaba al sol Belisa sus cabellos»— y aun por la mascu-
lina, como en estos versos del Polifemo gongorino:
Tienen además ambos poetas un amor común por las flores, las pie-
dras preciosas y los cisnes. Góngora sintetiza todo su «atrezzo» poético
en el soneto LXI, qué empieza:
289
mientras que Mallarmé trata de fijar sus sueños evanescentes:
290
Bajo el estro demiúrgico de Góngora, el Universo se metamorfosea,
y a semejanza de lo sucedido en líricos cubistas y ultraístas, los pai-
sajes permutan sus elementos y brillan con un resplandor matinal
cósmico. Así, dice Polifemo:
XII
291
Con todo, he aquí algunas figuras agrupadas según una mínima
escala de analogías; ejemplo de transmisión de la sensación visual al
terreno auditivo, pudieran ser estos versos:
La luna nueva
es una vocecita en la tarde
Las calles pasan con olor a desierto entre un friso de negros sen-
tados sobre el cordón de la vereda.
(Fiesta en Dakar.)
2Θ2
De pronto, el cerro se levanta perpendicular. Millares de árboles
asoroan cayendo de curiosidad sobre nosotros.
Tras la lluvia
nos embiste la montaña
can un cuerno del arco iris
(«Pentagrama«.)
(«Inauguración».)
(Calligrammes, APOLLINAIRE.)
(EUGENIO MONTES.)
(OLIVERIO GIRONDO.)
293
Le soir s'attache à mes doigts.
Les yeux sont des kilos que pèsent la sensualité des femmes,
(PAUL MORAND.)
(PIERRE REVERDY.)
La luna nueva
con las jarcias rotas
ancló en Marsella esta mañana.
294
Penúltimos radios luminosos se desprenden
de la gran rueda solar
que marcha aceleradamente al relevo
y se filtra a través de la fronda porosa
de los chopos ribereños.
GUILLERMO DE TORRE
Calle Suipacha, 1336
PUENOS AIRES (Argentina)
295
CÁNTICO EN CENTELLAS:
LA ARGENTINA DE LEOPOLDO LUGONES*
POR
JAIME DELGADO
296
Leopoldo Lugones, en seguir la evolución histórica de ese concepto
en su obra y determinar en qué sentido y valor esa idea lugonesiana
influyó y fue influida en y por la de la Argentina de su tiempo. Con
otras palabras : trataré de ver a la Argentina en Lugones y siempre
en relación con la Argentina del tiempo de Lugones. Para ello y en
busca de una mayor sistematización, dividiré el trabajo en cuatro
apartados, cada uno de los cuales representa una etapa en el total des-
arrollo de la idea. Tales apartados se enuncian, respectivamente, con
cada una de estas expresiones: El anarquista estético, La «patria libe-
ral», De la «patria liberal» a la «patria de la infancia» y «En las pesta-
Cas de la hierba» : la «patria de la infancia».
EL ANARQUISTA ESTÉTICO
297
carrera literaria, el joven Lugones se trasladó a Buenos Aires cuando
aún no había cumplido sus veintidós años.
La llegada del joven poeta a la capital argentina fue anunciada por
Carlos Romagosa en carta a Mariano de Vedia, fechada en Córdoba
el 16 de febrero de 1896. Lugones llegaba a Buenos Aires pobre y mal
trajeado, pero lleno de «ideal y ambición». Como ha escrito alguien,
«el agua pasaba a través de sus zapatos, y los astros a través de su
alma» (prólogo, p. 14). Pero la carta de Romagosa le abrió en seguida
al poeta las puertas de La Tribuna, en cuya redacción le empleó Ma-
riano de Vedia y desde donde empezó a introducirse, de la mano de
Joaquín V. González, en las estructuras gobernantes. Así, Joaquín de
Vedia cuenta la entrada de Lugones en aquel periódico y su conoci-
miento, en la misma sala de redacción, con el presidente Roca: «Yo
me concentraba en escribir una gacetilla teatral, sentado a la mesa
larga de la redacción, cuando entró y vino a ocupar a mi lado la silla
inmediata, un hombre joven, de anteojos, pálido, de pelo y bigote ne-
gros, sencillamente vestido, que desde hacía poco tiempo frecuentaba la
pasa, donde todos lo consideraban con respetuosa admiración y le es-
cuchaban con profunda curiosidad.» Poco después —«apenas habíamos
cambiado éste y yo unas palabras», añade Vedia—apareció el general
Roca, entonces presidente de la república, que salía acompañado de
Mariano de Vedia. Este le detuvo un momento y le presentó a Lu-
gones, con quien el general habló unos instantes. «Los testigos de la
escena —sigue contando Joaquín de Vedia— teníamos todos, más o me-
nos, la impresión de estar presenciando un encuentro acaso histórico,
y quizá por eso mismo la emoción del presagio nos impedía recoger
muy distintamente las palabras que allí se cambiaban.» El general se
interesó por el joven poeta provinciano, por su edad y sus conocimien-
tos, y después, «repitiendo sus demostraciones de placer por haberlo
encontrado tan inesperadamente», se puso «a las órdenes de su nuevo
amigo» (2).
Con estos antecedentes, no sorprenderá el saber que Lugones entró
pronto en los círculos intelectuales y literarios de Buenos Aires; por
ejemplo, en el Ateneo. Allí conoció, entre otras figuras, a Rubén Darío,
quien dice que el poeta cordobés llegó «sin carta de presentación a de-
cir versos al Ateneo», y le describe así: «Un bizarro muchachón de
veintidós años, de chambergo y anteojos, llega de su provincia, de su
buena provincia de Córdoba, a la conquista de Buenos Aires, así el
ínclito y divino Glatigny a conquistar París, a flechazos de flechas de
oro. Dos ojos miopes, a través de esos anteojos, dicen muchas cosas al
298
que sabe comprenderlos: el chambergo cubre una cabeza de subleva-
do.» Leídos los versos, el mismo Darío añade que unos sonrieron, otros
aplaudieron «condicionalmente» y otros declararon al nuevo poeta «de-
cadente de remate». Después, en un círculo más reducido, Lugones
leyó más versos, que provocaron este comentario del doctor Holmberg:
«No sé si será ésta la más alta, pero sí sé que, para mí, es la nota más
vibrante de la poesía argentina.» Rubén Darío dice que él se atrevió
a «afirmar lo propio», y que el poeta Leopa'do Díaz corrigió así a
Holmberg: «¿No sería mejor decir la nota más original?» De este
modo llegó poéticamente a Buenos Aires Leopoldo Lugones, a quien
Darío llamó en El tiempo; el 12 de mayo de 1896, «poeta cordobés ayer,
argentino hoy, americano mañana y pasado mañana lo que Dios ha
de disponer» (3).
Estas actividades literarias no impidieron a Lugones el desarrollo
de otras de tipo político. Incluso en su lectura del Ateneo se le vio
rojo de entusiasmo e indignación cuando leyó su «Profesión de fe»,
que a Darío le pareció «de un Almafuerte a alta temperatura». Pero
el 1 de mayo de 1896 el joven poeta pronunció un discurso en la fiesta
socialista, donde «se reveló como un revolucionario. Lá revolución so-
cial—Erre Ese, como dicen entre ellos los afiliados—es para él un de-
seado advenimiento. Es un fanático, es decir, un convencido incon-
quistable, al menos por ahora que está su sangre ardiendo en su esta-
ción de entusiasmos y de sueños» (4).
Es muy interesante este temprano comentario de Rubén Darío al
anarquismo juvenil de Leopoldo Lugones. También en esto resultó
adivino el gran maestro nicaragüense, quien parece tomar un poco a
broma las ideas revolucionarias de Lugones cuando escribe: «Yo soy
su amigo: y, a mi vez, convencido e inabordable aristo, cuando llega
a mi casa, tengo cuidado de guardar bajo tres llaves mis princesas y
príncipes, mis duques y duquesas, mis caballeros y pajes; pongo mis
lises en lo más oculto de mi cofre y me encasqueto, lo mejor que pue-
do, una caperuza encarnada.» De este modo hacían «las mejores mi-
gas», y Rubén había podido «penetrar en el fondo de su pensamiento»
y lo encontró «vestido de belleza», así como «lo íntimo de su corazón»
estaba lleno de «nobleza y bondad». Y concluye Darío: «¡Y luego el
poeta que hay en él!» Tan poeta era ya Lugones, que él y James Frey-
re representaban, a juicio de Rubén, «los dos más fuertes talentos de la
juventud que sigue los pabellones nuevos en el continente» (5).
(3) RUBÉN DARÍO: Obras completas. Madrid, Afrodisio Aguado, S. Α., 1950·
1955, t o m o IV> PP· 837-838.
(4) Ibidem, IV, 838.
(5) Ibidem, TV, 838-840.
299
Lugones era, pues, un anarquista mucho más estético que político.
Lugones se levantaba «en la exuberancia de sus ardores valientes y
masculinos, obsedido por una locura de ideal». Por eso era un socia-
lista y un anarquista con «el santo respeto del arte y narices que hue-
len el mufle a través de las más perfumadas alcorzas» (6). Era Lugo-
nes, en definitiva, un anarquista literario, que se propuso a sí mismo
convertirse en héroe, un héroe como poeta, según dice Pedro Miguel
Obligado (prólogo, p. 16). Este es el sentido del último verso de la
introducción al libro Las montañas del oro, en el que Lugones confie-
sa : «Y decidí ponerme de parte de los astros» (p. 60).
Pasado el tiempo, cuando Rubén Darío, a sus cuarenta y cuatro
años, escribía su Autobiografía, se referirá al grupo del Ateneo bonae-
rense, donde brotaron «muchos versos, muchas prosas» y «nacieron re-
vistas de poca vida», y recordará el día en que apareció Lugones, «au-
daz, joven, fuerte y fiero, como un cachorro de hecatónquero que vi-
niera de una montaña sagrada», y a la luz de la memoria le verá con
José Ingenieros «redactando un periódico explosivo, en el cual mos-
traba un espíritu anárquico, intransigente y candente» y haciendo «pro-
sas de detonación y relampagueo que iban más allá de León Bloy; y
sonetos contra mufles, que traspasaban los límites del más acre Lau-
rent Tailhade» (7).
Estas prosas detonantes se tornaron pronto en «páginas rítmicas de
toda belleza, de todo atrevimiento y de toda juventud» (8), que el poe-
ta cordobés publicó en El Tiempo, adonde lo llevó Vega Belgrano. Como
se ve, los apellidos de los amigos de Lugones no indican, precisamen-
te, anarquismo ni nada semejante. Es que el poeta, como veremos más
adelante, estaba ya en franca evolución hacia la burguesía liberal que
tan gratamente lo acogiera a su llegada a Buenos Aires. Se había ca-
sado en 1896; había publicado al año siguiente su primer libro impor-
tante, y en 1898 fue empleado en la Dirección de Correos y Telégra-
fos, de cuyo director general era secretario particular Rubén Darío.
Con éste y con Patricio Pineiro Sorondo formó Lugones un «intere-
sante trío», y con estos dos amigos «hablaba mucho sobre ciencias ocul-
tas». Años después, cuando en abril de 1911 el poeta fue a París, siguió
cultivando su afición al ocultismo, y fue Darío quien le presentó al
doctor Encausse, el célebre Papus, mediante carta de fines de dicho
mes, en el que el maestro nicaragüense llama a Lugones «el intelectual
más fuerte del continente latinoamericano» y revela que tenía «un alto
300
grado en la masonería argentina» (9). Está claro que para aquel año
el anarquista estético había dejado atrás su «estación de entusiasmos
y de sueños».
Mientras tanto, Leopoldo Lugones había pasado al primer plano de
la poesía argentina con la publicación de su libro Las montañas del
oro. Un poco antes, con base en la lectura poética del Ateneo, Rubén
Darío, tras los entusiastas elogios que le dedicara, había dicho que los
versos y las prosas lugonesianos tenían «el pecado original de los ár-
boles jóvenes. Hay exceso de savia en esa producción. No ha llegado
aún el tiempo de la poda. Cuando llegue, ¡qué otoño después de esta
primavera!». Y tras advertir que al hablar de «poda» se refería a «la
opulencia de follaje en lo que respecta a forma», pero sin querer «yugo
para los búfalos», deseaba para Lugones «el tiempo en que se desenca-
dene de toda reminiscencia o sugestión, así sean éstas absolutamente
involuntarias. Y entonces será el día en que su figura aparecerá total,
absoluta, aureolada de su íntima luz» (10).
Ese día llegó, al parecer, seis meses y medio después, ya que, con-
testando a Paul Groussac—artículo «Los colores del estandarte», en
La Nación, del 27 de noviembre de 1896—, dice Darío que los poetas
jóvenes de América estaban «preparando el camino» por el que había
de llegar el Walt Whitman hispanoamericano, «lleno de mundo, satu-
rado de universo». Y agrega: «Y no sería extraño que apareciese en
esta vasta cosmópolis, crisol de almas y razas, en donde [...] aparece
este joven salvaje de Lugones, precursor quizá del anunciado por el
enigmático y terrible loco montevideano en su libro profético y es-
pantable» (1 I), es decir, por Lautréamont en Les chants de Maldoror.
Es más que probable, naturalmente, que Rubén conociera ya, al
emitir ese juicio, el original de Las montañas del oro, cuya publicación
dio motivo al nicaragüense para saludar a Lugones con estas palabras:
«Rudo tejido sobre cuerpo de príncipe, corazón heráldico exprimido en
trompetas de odio popular, fuerza inicial de las masas ingenuas y pe-
ligrosas, son y bronce de los pechos nuevos, chambergo sobre clámide,
relámpago de Job alumbrando sonrisa infantil, Juvenal corregido por
Verlaine, León Bloy, tigre del buen Dios y gato del buen diablo, amor
de las tormentas, terror de los normales, espejuelos que son telescopios
para los mediocres y microscopios para los nulos, inusitado, absurdo,
cruel, dulce, estupendo, prodigioso Leopoldo Lugones: llegas en el rao-
fe) Ibidem, I, 132-134. El texto de la carta de Darío al doctor Encausse, en
Emilio Carilla: Una etapa decisiva de Darío (Rubén Darío en la Argentina).
Madrid, Biblioteca Románica Hispánica, Edit. Gredos, S. A. [1967], nota de la
página 131.
(10) RUBÉN DARÍO: Obras completas, IV, 840-841.
(11) Ibidem, IV, 882.
301
mentó en que en el suelo de nuestra América, en un plato inaudito,
los cuatro puntos cardinales sobre este continente te ofrecen una inte-
rrogación.» «Hugo va en ti», Hugo «está en ti»—añade—, pero «de
pronto, tu lengua inunda las trompetas de Hugo y tu soplo anima los
clarines inmortales». Así, en el alejandrino, que Darío confiesa haber
«domado», el pensamiento de Lugones «cabalga, sublime jinete, espo-
leando las cesuras, sofrenando las sílabas, haciendo corcovear los con-
sonantes». Con ello el poeta cordobés era «la violencia del ritmo y el
encanto de la domada melodía», y veía en él «el milagroso cetro del
poeta nuevo», que ve «el alma de las cosas, las entrañas de las nubes,
el espíritu de las fuentes, las animaciones de los carrizos sonoros y lo
que el Bosque es» (12).
«Mucho espíritu en poca materia, esto es todo cuanto hay que
hacer» (p. 1253), aconsejará en 1936 Lugones «Al joven poeta» recor-
dando, sin duda, estas palabras de su amigo y maestro. Pero sin en-
trar ahora en el tema de la influencia ejercida sobre Lugones por Da-
río, subrayemos en las palabras de éste cuanto había de vaticinio acerca
de la futura evolución poética y personal del cordobés al decirle que
«deletrea» la floresta y «de decorado dices al mar». Por ello, el vate ni-
caragüense y americano se pregunta: «¿A qué la voz de antecesores
siquier menores?, ¿o los grandes: Hugo, Verlaine, o un apego frater-
nal?, ¿o reminiscencias vagas, como urnas confluentes entre los caña-
verales de tu "Montaña de oro"?» Y la pregunta, en fin, a Lugones:
«¿A qué todo eso, cuando la inmensidad de tu torrente hace repercutir
la pompa creadora de su origen más allá de las conocidas constelacio-
nes?» Porque «la sangre te dice sus rimas secretas» y «el ensueño es
contigo» (13)
El augurio rubeniano se cumplió, como se comprobará en seguida.
La inmensidad del torrente lugonesiano movió, en efecto, «la pompa
creadora de su origen» y la sangre le dijo sus secretas rimas. Por eso,
Darío pudo escribir, en 1911, que «hoy la obra de un Lugones adquiere
proporciones continentales» (14) y añadir: «Listo para todos los com-
bates, apolíneo, hercúleo, perseico, davídico, ello transmutado en san-
302
gre neomundial, su iniciación en la orden del arte queda como un
acontecimiento en la historia del pensamiento hispanoamericano.» Por
«la inagotable mina verbal, la facultad enciclopédica, el dominio ab-
soluto del instrumento y la preponderancia del don principal y dis-
tintivo: la fuerza», no creía Rubén que en América hubiera entonces
«personalidad superior» a la de Lugones, en cuya obra «propaganda
patriótica, ciencia civil, historia, cuento, enseñanza, discurso ocasional,
todo es pletórico, todo está lleno de vital y viril fuerza» (15). Pero
aunque le llama spectacle magnifique y dice que tiene «enorme suma
de condiciones geniales, apoyadas por la más potente y sana voluntad» ;
aunque ve ahora cumplidas sus previsiones de 1896, y afirma—citando
a «uno de sus críticos»—que la obra de Lugones es «vasta y bella
como una creación natural» o como «una vasta serie panorámica de
montañas», entre las cuales las que han «atraído mayormente» son
Las montañas del oro, que «atraerán siempre a todos los buscadores
de milagro y cateadores de poesía», a Darío no le satisfizo mucho,
al parecer, el derrotero seguido por el poeta de Córdoba, pues continuó
considerando aquellas montañas su mejor obra y escribió que en «las
otras alturas» hay «amontonamientos de rocas, entre las cuales histó-
ricas ruinas; hay colinas fértiles, con pequeñas ciudades, jardines
y quioscos de arte; hay aglomeraciones de fábricas con chimeneas, y
casas de veinte pisos, como las de los yanquis ; hay intrincadas y sabias
arquitecturas, y abajo, la extensa pampa con sus bíblicos ganados» (16).
De las montañas que han «atraído mayormente» y «atraerán siem-
pre» a los buscadores de milagro y catadores de poesía, hasta las «otras
alturas», parece existir un pequeño camino de decepción, no sé si
motivado por el adelgazamiento de la voz lugonesiana o por su
nacionalización o acriollamiento. Ln cambio, el paralelo abandono
de la posición anarquista parece complacer más a Rubén, quien ter-
mina así su opinión sobre Lugones: «Vigoroso por temperamento,
nutrido de los mejores saberes y remiso en toda apretura escolar, desde
muy templano supo aprovechar el don, rarísimo si se mira bien, de la
autocomprensión y yalorizamiento propio. Tal, por mayor suma de
aristocracias, se denunciara anarquista de los más encendidos. La vio-
lencia del color—¡aplaudido sea el profeta!—fue, con el tiempo, co-
mida por el sol, no sin que hoy subsista el nato combativo cazaco-
ronas y amigo de la República francesa, a pesar de las Españas ances-
trales» (17).
¿Cómo se produjo el desteñimiento del irritado escarlata?
303
CUADERNOS. 224-235 3
L A «PATRIA LIBERAL»
304
Abre al peñascal su Opulenta entraña
donde mismo sangró el héroe recio>
para acendrar en oro de montaña
aquella sangre que no tiene precio.
(P. 425·)
Este ideal del progreso aparece ya en Las montañas del oro, apo-
yado en la Razón y también en la Fe, como muestra de ese deísmo un
tanto vago, tan grato a cierto liberalismo de la época. He aquí el pro-
grama :
; alzar la mano
hasta la consagrada mejilla del tirano,
y con el mismo esfuerzo que inicie la venganza,
305
ante el culto de muerte proclamar la Esperanza:
¡He aquí el nuevo dogma! Dios, lacerante yugo,
es el primer tirano y es el primer verdugo.
La libertad lo niega, la ciencia lo suprime:
la libertad que alumbra, la ciencia que redime.
¡A destronarle, picas! ¡Guerra a Dios! ¡Muerte al mito!
—Mas ¿con qué vais, entonces, a llenar lo infinito?
(P. 58.)
306
Pero también se escuchan las «grandes voces»—«el trueno, el mar,
el viento»—, que predicen el «advenimiento». En definitiva, el pueblo
del Nuevo Mundo es «la gran reserva del porvenir» (pp. 58 y 59).
H a estallado ya el «cántico en centellas» para honrar a las más
hermosas cosas y a las mejores personas de la patria, «sean hombres,
montes o aguas», y formar la estatua digna de la Argentina en su
«metal epónimo». Tal estatua se compone con «las cosas útiles y mag-
níficas»: el Plata, los Andes, los ganados y las mieses; con «las
ciudades»: Buenos Aires, Montevideo, T u c u m á n ; con «los hombres»:
los gauchos, los granaderos a caballo, los proceres.
El Plata, «Padre y Señor», «capitán colosal», que tiene «el mando
de las aguas feraces», hace posible que los argentinos sean los «habi-
tantes del País del Plata». Su grandioso curso no separa ni limita tie-
rras; por el contrario, «abre fronteras y dilata pueblos»:
307
Pero resulta que el gran río es «moreno como un Inca», la «exce-
lencia de la raza» le impone «el cetro», y penetra en el océano «como
mueren los héroes antiguos / en la inmortalidad de un canto excelso».
Esto quiere decir que Lugones no olvida, pese a ser blanco y pertenecer
a una nación mayoritariamente blanca, a la antigua raza indígena,
cuyas máximas realizaciones históricas fueron alcanzadas en los Andes.
Y el poeta se siente solidario con aquellos hombres y canta a la cordi-
llera :
Moles perpetuas en que a sangre y fuego
nuestra gente labró su mejor página:
sois la pared fundamental que encumbra,
como alta viga, la honra de la raza.
308
El es feliz porque «ha bebido patria / en la miel de su selva y de
su roca». El, como si Leopoldo Lugones, al cantar a la tierra, llevase,
como él dice de Dante, «una carga de montes y noches en los hom-
bros» (p. $6) y cantara por sus heridas, «ensangrentadas bocas / de
trompeta, que mueven el alma de las rocas / y de. los mares» (p. 55).
Otras veces, en cambio, el poeta describe la realidad con la objetiva
enumeración explicativa de los elementos de un teorema. He aquí, por
ejemplo, la visión de un cóndor de vuelta a su guarida, sobre un
paisaje de atardecer:
(Pp. 179-180.)
309
idea de la hermandad que la une y debe unirla siempre con la capital
argentina (pp. 472-473). El canto se hace, en cambio, más íntimo y de
más lírica finura al dirigirse a Tucumán, «pálida de los ojos alabados»,
flotante en «aroma de azahar nativo» y con su «balcón de nubes»,
modelado por el «bello monte familiar». Tucumán es también —la
alusión no podía faltar—· el escenario del célebre Congreso que cons-
tituyó definitivamente en república al nuevo Estado:
310
Proclaman que adoptemos la honradez valerosa
que asegura la fama de la joven esposa;
porque la Patria es bella y es joven todavía,
y es propio de la llama consumir la bujía.
Que el egoísmo es perro traicionero y guarda
mal L· heredad hermosa cuando la ración tarda.
Que no hay casa estimable cuando no tiene adentro
la llama hospitalaria por amistoso centro.
Y que no hay garantía tan fiel para ία puerta
como la del vecino que la halla siempre abierta.
(Pp. 478-480.)
311
un general que no quiere tener un ejército» (Prólogo, p. 37). Sí. Apa-
sionado y entusiasta, queriendo estar siempre espiritualmente solo,
poseído de un gran deseo de sinceridad y en constante disposición de
rectificar, Leopoldo Lugones había cambiado mucho desde su llegada
a Buenos Aires, en 1896.
No es que antes no cantara las gestas patrias. En la antología
publicada por José León Pagano, con el título de Parnaso argentino,
en la editorial Maucci, en 1903, ya figura un largo poema juvenil de
Lugones, titulado «Gesta Magna» (pp. 1163-1171), en el que dialogan
el Tupungato y el Chimborazo, asombrados de las cabalgadas grana-
deras, y cuando aquél piensa que es Dios quien pasa, la hermana
Cima responde: «No, es la Libertad.» Y ese mismo tono de exaltado
liberalismo se advierte en los poemas «Los héroes», dedicado a los
libertadores, y «El», dedicado a San Martín, ambos pertenecientes al
citado que publicó Pagano. Al afirmar que Lugones había cambiado
mucho, quiero decir que desde su llegada a Buenos Aires y desde
la publicación de T^as montañas del oro, año 1897, donde hace aquellas
grandes llamadas a las multitudes desde las grandes cumbres (18);
desde aquel anarquismo estético, empieza a advertirse una evolución,
que tiene una primera etapa en 1905 con Los crepúsculos del 'jardín,
donde aquella grandiosidad anterior se atenúa y se hace crespuscular.
De las altas cimas andinas y los grandes espacios abiertos se ha pas?do
al recogimiento de los jardines, o si se prefiere, del anarquismo a la
burguesía.
En medio de esas dos fechas, Lugones publica dos libros: en 1903,
La reforma educacional; al año siguiente, El imperio jesuítico. Estos
dos libros son el resultado de las funciones del poeta como visitador
de enseñanza secundaria, normal y especial, cargo para el que fue
nombrado por Magnano y González, los ministros progresistas o reno-
vadores de Roca. Pero ya vimos que en 1898 fue empleado en la
Dirección de Correos, y que en 1896 se había casado y en 1897 había
tenido un hijo. Después, en 1904, fue nombrado inspector general
dé enseñanza secundaria, y todos esos cargos y su nuevo estado civil
van transformando la mentalidad y las actitudes del poeta, cada vez
más relacionado en la sociedad y con una mujer a la que gustaría,
como a todas, figurar y aparentar cuando iba de visita a las casas de
las familias «bien», como la de los Obligado, por ejemplo (19).
El año 1900, por otra parte, señala el apogeo de las clases medias
y la crisis del liberalismo, representada ésta por el comienzo del
radicalismo, partido popular y, en ocasiones, populachero, que crista-
(18) DAVID VIÑAS: Obra cit., p. 393.
(ίφ) VISAS': Obra cit., ρ. 391.
812
liza hacia 1916 y llega hasta 1930. Esa corriente radical está represen-
tada, a nivel político, por Yrigoyen, y al nivel de la calle, por el popular
cantor de tangos Carlos Gardel (20). Es ésta, en definitiva, una época
de nacionalismo, todavía inicial y adolescente, si se quiere, pero ya
firme y claro, porque se sustentaba sobre el agotamiento de la tradi-
ción liberal alberdiana. Lugones era ya entonces Uno de «los hombres
de ha Nación» y había captado plenamente la crisis del liberalismo
y comprendido la necesidad de sustituir la doctrina liberal con otra,
que él intentó hallar en Grecia. Este es el significado de su Prometeo,
que tendrá su continuación en los Estudios helénicos, donde se inclu-
yen las magnáficas traducciones de Homero, tan elogiadas por el
helenista catalán Segalá.
Pero Lugones, complicado ya ideológicamente con los intereses de
la oligarquía roquista, no se enfrenta definitivamente con ésta e incluso
sigue sus postulados, como se ve, por ejemplo, durante la Guerra
Europea, en su postura aliadófila, manifiestamente contenida en su
libro Mi beligerancia, publicado en 1917, y como puede advertirse más
explícitamente aun en dos aspectos de su nueva actitud política y cul-
tural o político-cultural, si se prefiere. El primero alude al abandono
definitivo de su ideal social-anarquista, que aparece declarado por el
poeta en el homenaje postumo tributado a Rubén Darío, el 22 de mayo
de 1916, en el teatro de. la Opera de Buenos Aires. En ese acto, Leo-
poldo Lugones pronunció un interesante discurso sobre la personalidad
y la obra de su reciente fallecido amigo, y afirmó, entre otras cosas:
«Ser diferente de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En esto
consiste todo el fenómeno de la vida; y así hasta los seres más colec-
tivizados nos enseñan que no hay dos hojas idénticas en el mismo
árbol, ni dos abejas iguales en la misma colmena.»
Esta concluyente afirmación de individualismo liberal, que tan pre-
cisamente cuadraba con el temperamento personal del poeta cordobés,
empalma directamente con un ideal roquista, significativo ya en el
Roca de 1898, cuando su Vuelta a la presidencia de la república, y que
irá desarrollándose entre ese año y el de 1916, lapso durante el cual
se produce, con el apogeo de las clases medias, el tránsito del roquismo
al yrigoyenismo. Roca, en efecto, desde 1898, auspicia y apoya la crea-
ción de un arte nacional, de un arte propiamente argentino. El triunfo
liberal, desde Caseros en adelante, había logrado, al menos aparente-
mente, el progreso—ganados, mieses, ferrocarriles, barcos—y la paz,
pero ésta había sido, en cierto modo, una victoria pírrica, como con-
seguida a cambio de una fuerte extranjerización del país, gravemente
amenazadora para el auténtico ser nacional argentino. Se planteaba
(20) Ibidem, págs. 295 y 296.
313
ahora, por tanto, la necesidad de crear una cultura propia. En el ca-
mino hacia el alcance y logro de este objetivo, se producen dos ramas
diferentes, que si coinciden en la meta, se apartan entre sí en cuanto
al método de llegar a ella. Una rama está representada por quienes
entienden que a esa cultura nacional argentina se llega demostrando
que las creaciones culturales de los argentinos están a la altura de las
universales y, más concretamente, de las europeas. La otra, en cam-
bio, se manifiesta en quienes buscan ese nacionalismo cultural por la
vía de «lo criollo», es decir, de la acentuación de las peculiaridades
argentinas (21).
Yo creo que Lugones pasa en su evolución de la primera rama a la
segunda y que este tránsito puede delimitarse simbólicamente entre
Los crepúsculos del jardín y Odas seculares, pasando por Lunario sen-
timental. Tal camino se recorre, pues, entre 1905 y 1910, y conducirá
definitivamente al poeta a eso que se suele llamar «el criollismo» —des-
pués de El libro de los paisajes, Las horas doradas y Romancero—con
sus dos últimas obras: Poemas solariegos y Romancero de Río Seco.
El intento de creación de una cultura propiamente argentina tiene,
en la primera de las dos ramas señaladas, un antecedente. Se trata de
la obra teatral M'hijo el dotor, de Florencio Sánchez, estrenada el 13
de agosto de 1903, y cuyo protagonista, «Julio», encarna las contradic-
ciones ideológicas del momento, a través de su línea de conducta.
Viñas la ha descrito así: «desde la apelación a su libertad y a su auto-
nomía frente al padre, al que trata con condescendencia acusándolo
de anacrónico, sin advertir la sólida coherencia de ese viejo que lo
mantiene económicamente, hasta su moral abstracta, que reniega de
las pautas tradicionales de Jesusa, pero que no comprende la incapa-
cidad real de asumir esa responsabilidad en un medio hostil» (22).
Esas contradicciones respondían también, por otra parte, a la pos-
tura personal de Sánchez ante el teatro, que trataba de romper con
la tradición del «moreirismo» y hacer un teatro culto, «realista, verí-
dico, sincero», sin acudir al gaucho, pero dentro de una línea «nacio-
nal». Ahora bien: resulta que esa pretendida novedad de Sánchez no
era tal, pues al alinear lo culto y civilizado con lo «no gaucho», dejaba
al gaucho y lo gauchesco dentro de los límites de la «barbarie» : aque-
llo era lo moderno, esto lo medieval. Y he aquí, en definitiva, la ope-
ración que ya había realizado Sarmiento, cuyas ideas estaban vivas
aún en la mentalidad de la clase gobernante argentina de 1900 a 1910.
Lo. cual, sin embargo, no constituyendo novedad desde el punto de
314
vista nacional, sí lo era, en cambio, en la persona de Sánchez, que
procedía de una familia antiliberal, pero que acaba adoptando el na-
cionalismo liberal o, si se prefiere, el liberalnacionalismo (23).
¿Y Leopoldo Lugones? Veamos su tránsito a continuación.
315
seculares y prefigura al Lugones criollo y nacionalista, al Lugones que
en 1930 se apuntaría a la línea de la oligarquía autoritaria de Uriburu
y será vencida por el oportunismo de Justo-Pinedo.
Esta actitud aparece tempranamente en nuestro poeta, quien ex-
presó la idea del mestizaje hispano-indio, asumiéndola en su propia
obra y en su propia familia. Así, en un poema dedicado a Rubén Da-
río, que publicó en el número 1 de la revista Athenas, de Córdoba,
el 8 de enero de 1903, Lugones afirma que su alma «vive en flamean-
tes sobresaltos de lucha» y que, pese a esos «ciertos reflejos del padre
Hugo» que Darío le descubría, él tiene sus «dilecciones», sus «holocaus-
tos» y sus «clarines» propios. Pero le cuenta, además, a su maestro y
amigo que tiene un hijo—«la voz de mi cariño», dice— a quien piensa
no enseñarle versos, pero sí «muchas cosas útiles y prudentes», entre
las cuales destaca el «ofrendar cortesías al viejo blasón godo / de su
casa—honra y gloria de antiguos caballeros—, / hecho de cuatro lu-
nas y de dieciséis veros», y explicarle, a la vez, por qué tiene «un abue-
lo de bronce que mira hacia los Andes» (pp. 1161-1162).
Pero también esta postura tiene sus concomitantes. Podrían lla-
marse, en este caso, Ricardo Rojas y Manuel Gálvez. El primero pu-
blicó, en 1909, La restauración nacionalista, que se llamaría, no por
azar, «idealista», y un año después dio a luz Blasón de plata, donde
utiliza el tema de la «idiosincrasia» argentina y el del mundo indí-
gena para su propaganda de ideas y sentimientos espiritualistas. Gál-
vez, por su parte, preocupado por el «antiguo espíritu nacional», había
publicado, en 1910, El diario de Gabriel Quiroga, donde se plantea por
primera vez, bajo la influencia de Mauricio Barrés, el ideal naciona-
lista, ya apuntado en los poemas de Sendero de humildad, de 1909, y
que reafirmará y ampliará, cuatro años después, en El sofa de la raza,
en cuyo texto propone ya el enlace con España.
Alas volvamos a Lugones para ver más de cerca el modo de su trán-
sito hacia la postura nacional. El paso, como dije, se halla reflejado en
su poema «A los ganados y las mieses», cuyos mil cuatrocientos sesen-
ta versos—casi todos endecasílabos—ofrecen la visión de una Argen-
tina rural y agrícola, de égloga. Parafraseando a Ortega, y en contra
de la voluntad manifestada por el filósofo español en 1924, se diría que
Leopoldo Lugones sí va a cantar, «en lírica efervescencia», el «heroís-
mo cereal y ganadero» de los argentinos (25). Así, la primera estampa
que ofrece el poema es la de la inmensidad pampeana, en la que no
hay «campo», sino «campos»,, en este easo lustrados por el verde ma-
ñanero de un otoño que «va dilatando madureces blondas» de oro so-
is^) ORTEGA: Obras completas, VIH, 365.
316
lar. Un río, «turbio de fertilidad», rueda silenciosamente su agua, cuya
fuente es «la urna de tierra de la tribu autóctona». En la extensión
negrea un monte —proa de buque que penetra en «el agua azul del
horizonte»—,
avanzando a lo inmenso de la zona,
la civilización del árbol junta
en la fresca bandera de su sombra.
(Pp. 430-431.)
317
forma su espumoso rompiente que el primer término, tiritando de Su
propia miseria, de no ser sino atroz y vacía realidad, afanoso absorbe».
Por último, tras afirmar que otra «fuente de promesas» en este pano-
rama es «el continuo viaje de los pájaros y de los cielos migratorios»,
Ortega insiste en que la Pampa es «una área pura y vacía, como hecha
para que en ella borde la promesa sus dinámicas caligrafías—el vuelo
rectilíneo de una ave, el perfil indeciso de un boscaje, o allá, en las pos-
trimerías del cuadro, el ojal de una laguna donde un pedazo de cielo
se ha caído» (26).
Inmensidad, lejanía, boscaje indeciso, cielos migratorios—«alas emi-
grantes», había dicho Lugones—, cielo caído en un charco... Hay aquí,
por lo menos, una misma «atmósfera», un clima parecido o semejante
al de los versos del poeta argentino. Pero llega un momento en que
el paralelo es más cercano, porque resulta que Ortega «descubre» la
relación de ese paisaje con la antigua Grecia, con Homero: «Por el
camino va una tropilla envuelta en su polvareda, que es como su at-
mósfera, y avanza con ella —lo mismo que en Homero el dios camina
embozado en la nube. El sol occidente gasta sus últimos rayos en ori-
ficar ese polvillo y proporciona a la móvil escena un cariz mitológi-
co» (27). ¿Y quién sino el poeta cordobés había propuesto para la Ar-
gentina el modelo griego?
Volvamos a Lugones. También en él aparece recogida, según se
vio, esa noción de lo lejos, del confín, y habla así de la «vasta disper-
sión» donde pace el rebaño (p. 433), de la «profunda Patagonia» (pá-
gina 433), del desbordamiento de la «pampeana inmensidad» «en mar
feliz donde se cansa el viento» (p. 434), y de los inmensos horizon-
tes. Del mismo modo, apunta también el poeta la idea orteguiana de
la «mvisibilidad» de lo concreto y próximo, cuando habla, por ejem-
plo, de la «invisible estancia» (p. 431). Lo que pasa es que en este
punto Ortega no puede seguir a Lugones, porque a éste le interesa
precisamente retratar y describir, con el mayor detalle posible, toda
la vida—la vegetal, la zoológica y la humana—de su patria campes-
tre. For eso, desde «el fondo del paisaje», desde ese lejano e impreciso
fondo donde retozan las «yeguas que se azoran», surge un toro in-
móvil y concreto que resume y alza la mañana, que «la mañana mag-
nífica enarbola». Helo aquí:
318
fábrica funda en los enjutos temos
una gravedad brusca y categórica.
Y los vastos cuadriles y los flancos
que asi parece -ponderar la norma
del muro racional, y el rudo pecho
que en la crasa marmella se desborda,
acumulando en la cerviz su fuerza
como en un tronco de coraje, aploman
el macizo trapecio de la testa
donde es padrón de raza el asta corta.
Embellecido de pradera, absorbe
con anchuroso aliento las aromas
del trébol y el hinojo palpitante
en su nariz L· estabular argolla.
En la húmeda '•penca de su morro
irisa el sol una hebra perezosa,
y la luz, en el ágata del cuerno,
fija un bélico lustre de arma corva.
Soplos de brisa matinal le barren
con tibia suavidad la crespa cola;
y con mirada extensa en que el encanto
de la campiña pálida reposa,
abarca el fiero macho su dominio,
enviando a la dehesa retozona
el mugido remoto y entrañable
que su viril profundidad prolonga.
(Pp. 43!-432·)
CUADBHNog. 224-225.—4
319
rentes razas vacunas, «el grueso potro de color de peltre», el alazán,
la «concisa yegua de las pistas» (pp. 457-458), el asno «mendicante»,
el «bronco» cerdo, el payo, la oca con su «primor campesino», la «mo-
desta» gallineta, el «surgente avestruz de la pradera», las palomas, el
conejo «pueril», la abeja y su colmena, que es «el encanto de los be-
llos días» (pp. 464-465). La relación, ya larga, no puede omitir al
caballo, el animal característico de la región, al que Lugones recuer-
da con amoroso detalle en cada uno de sus servicios y clases:
(Pp. 458-45*)
320
El maíz, «cuyo tesoro / es lingote cabal en la mazorca», madura al
sol y enciende los recuerdos del poeta:
(Pp. 459-460·)
321
dos sentidos. Aparece, en efecto, por un lado, el hombre del país, el
paisano, el hombre propia y radicalmente argentino. Se vio yá el lugar
que ocupan en ese paisaje los proceres y los granaderos a caballo. Apa-
recen ahora los gauchos,
Son los hombres que en la hora del gran dolor del parto patrio
anuncian el amanecer con sus coplas, cantan el orto patriótico y par-
ten, para no volver, a rodar tierra «contra el viejo vilipendio» y se
agotan, «desde Suipacha a Ayacueho», en este gran esfuerzo. Después,
«con el patriótico sable / ya reducido a cuchillo», siguen dando su
vida, con alegría y sencillez, en la montonera y crean toda una poesía,
que es «la temprana / gloria del verdor campero». La «patria liberal»
había olvidado a los gauchos injustamente, porque ellos son el funda-
mento de la nacionalidad. Por eso, Leopoldo Lugones, situado ya en
el umbral de la posición nacionalista que le llevará a la «patria de la
infancia», reivindica al gaucho y define su esencial aportación a la
Argentina:
Su recuerdo, vago lloro
de guitarra sorda y vieja,
a la patria no apareja
preocupación ni desdoro.
De lo bien que guarda el oro,
el guijarro es argumento;
y desde que el pavimento
con su nivel sobrepasa,
va sepultando la casa
tos piedras de su cimiento.
(Pp. 476-478.)
322
te huyendo de alguna persecución. A todos rescata Lugones para esa
su Argentina nacional y definitivamente integrada. He aquí, en primer
lugar, el judío, que en este caso es ruso y se llama Elias:
Pasa por el camino el ruso Elias
con su gabán eslavo y con sus botas,
en la yegua cebruna que ha vendido
al cartero rural de la colonia.
Manso vecino que fielmente guarda
su sábado y sus raras ceremonias,
con sencillez sumisa que respetan
porque es trabajador y a nadie estorba.
(P· 435·)
(28) Sobre Gerchunoff, véase VIÑAS: Obra cit., págs. 336 y sigs.
323
Es la nueva Argentina, la que ha logrado, tras la libertad, el orden
y el progreso, su definitiva integración nacional. El poeta acaba de
descubrirla; mejor, de reencontrarla, y puede entregarse al supremo
gozo de vivirla en su intimidad. Es fiesta el día de la Patria, y el 25
de mayo es otoño en las orillas del Plata. La mañana, sin embargo,
es rubia, aseada y grave como las pacíficas trenzas de la madre, «misia
Custodia». La «plácida belleza de la hora» se compone de «agua,
silencio y sol». Dorado de luz, el sauzal huele a barniz nuevo. Lejos,
en la punta de algún árbol, la urraca saluda con la cola. Toda la
familia, con el peón y la muchacha y, a veces, con el padre montado
en su muía, ha salido al campo, «a buscar por las breñas más recón-
ditas», como un «panal montaraz», el ser y el sentido de la patria.
En la cabeza del poeta se adivina el otoño de la vida. Pero él se aniña
en el recuerdo y corre con sus hermanos y el perro «en pandilla
juguetona». Y vuelve así a su infancia, que es, a la vez, la infancia
de su patria, rescatada en su espíritu:
324
un cubo de ranas». Las comadres, los «organillos de triste catadura»,
el perro chillón al que pisan la cola, los globos ascendientes sobre
«la O vocativa de las bocas abiertas», los silbidos, las gorras por el
aire, los aspavientos de las «jóvenes criadas», los quejidos de una
vieja «desde el fondo de su fiacre», la familia—marido, mujer, niña
y bebé—con la nodriza—«flaca escocesa»—, el «señor mediocre, que
puede ser boticario o maestro» y el variopinto, multicolor y ruidoso
conjunto de los deslumbrantes artificios son recordados por el poeta
«con el encanto de una vaga certeza» (pp. 255-262). Del mismo modo,
la «luna campestre», que brilla en «el azul del sencillo cielo agrario»,
será motivo de recuerdos: los broncos ejes de lejanas carretas, la
hierba seca, «asolada y sumisa» bajo el bochorno, lps rebuznos de un
pollino a «ilusorios pesebres», cuando
325
porque muchas veces le he advertido con la vidalita en la boca, mos-
trar cómo se asoma a sus ojos el espíritu visible de Santos Vega» (30).
Ya se ha visto de qué modo se cumplió ese vaticinio rubeniano
en 1910. Después de esta fecha, eso que se ha llamado, con término
no siempre muy claro, su «criollismo» saldrá a luz constantemente,
incluso en obras no específicamente nacionalistas por sus temas, como
El libro fiel, de 191a, donde en un «Paseo sentimental» aparece «la
feliz soledad de la pradera» con la vaca de retardado y misterioso
andar, y donde suena el «cantar de los rediles» (pp. 490-491); libro
también donde aparecen unas «Vidalitas», en las que el poeta demues-
tra otra vez su fidelidad a su «dulce desvelo» (pp. 503-505).
El libro de los paisajes constituirá, en 1917, un paso más en ese
camino en busca de la «patria de la infancia», porque allí se diría que
todos los paisajes del título son reducibles a uno solo: el paisaje
argentino. Por eso, si la técnica sigue siendo fundamentalmente mo-
dernista, la voz expresa la universalidad a través de lo nacional. Lugo-
nes había expresado esta idea un año antes, en 1916, al escribir el
prólogo para El payador^ donde afirma: «El objeto de este libro es,
pues, definir bajo el mencionado aspecto la poesía épica; demostrar
que nuestro Martín Fierro pertenece a ella, estudiarlo como tal; deter-
minar simultáneamente, por la naturaleza de sus elementos, la forma-
ción de la raza, y con ello formular, por último, el secreto de su
destino.» Y el 15 de junio de 1924, preguntado por los escritores de
la revista Martín Fierro —Borges, Bernárdez, Maréchal— sobre la exis-
tencia de una sensibilidad y de una mentalidad argentinas, aclaró aún
más su pensamiento: «Creo—dijo entonces Lugones—que la sensi-
bilidad y la mentalidad no son facultades gentilicias, sino humanas;
pero en el modo de expresar sus reacciones hay características de
raza que nosotros poseemos y que revelan nuestro temperamento
latino» (31). He aquí, diría yo, lo que nuestro poeta hace en su libro
de 1917, donde «El hermoso día», la primavera, el verano, las cigarras,
las flores, las delicias otoñales, los puntos cardinales, las campanas
manaderas, los «cantares del mar y de la luz», las «tardes marinas»,
las lunas, las nubes vespertinas, los climas, los accidentes meteoro-
lógicos, el sol, las noches y las auroras, las dichas del año, las horas
campestres y los pájaros son siempre argentinos.
No es posible analizarlo todo ni ello sería útil, por otra parte,
para algo más que insistir cada vez en la misma idea. Baste, pues, con
dedicar un rápido recuerdo a esa parte del libro titulada «Alas», en
las que Lugones se recrea haciendo materia de su canto a treinta
326
y cuatro especies diferentes de pájaros, sin que falte una sola de las
típicamente argentinas, desde el chingólo, el ave nacional, hasta el
hornero, pasando por el tero, el federal, el pito-juan, el zorzal, la
monjita, el aracucu y el cachalote, entre otros. De todos estos pájaros
es, sin duda, el chingólo el que con mayor ternura y delicadeza está
descrito cuando aparece en la puerta de la casa, «muy sí señor» y con
un «gritito conciso / como pizca de cristal», o cuando «alegra la
áspera rama», a la hora de la siesta o del frío crepúsculo, con su
«curí... curí qui quío...». He aquí su descripción poética:
Su ropita pastoril
la agracia un lindo copete.
(Si el cardenal es cadete,
él es conscripto gentil.)
Caminito, caminito,
tan parecido a mi pena,
cual se lo hubieran escrito
mis lagrimas en L· arena.
Misero pía en los cardos
un pajarillo invernal.
El frío eriza sus dardos
como un cardo de cristal.
327
Y el caminito persiste
por L· llanura serena...
Caminito forgo y triste
tan parecido a mi pena.
(P. 616.)
(Pp. 805-806.)
329
Y, tras este comienzo, el final, donde canta las cosas pequeñas,
«Los ínfimos»:
330
Hbro. En ese poema, tras declarar que lleva en él mismo lo mejor
de su padre y de su madre, que es en él vida gloriosa, y lo mejor de
su hijo y de su esposa, afirma que lleva también en su oído toda la
armonía fluida por sus «cañas rusticanas», y declara:
331
Y al pensar que ahora donde estarán,
la lista de la escuela repaso con cariño:
Andrés Novillo, Agenor Patino,
Lizardo Ponce, Medardo Roldan...
(P. 8IÍ.)
332
duda, un elemento más de su nacionalismo, el cual le hace tratar con
mayor cariño y más detenimiento la vida rural que la de las ciuda-
des, especialmente la vida de Buenos Aires. De ahí el que sus «Es-
tampas porteñas» sean, en comparación con las rurales, como un to-
que fugaz, que sólo tiembla de emoción cuando algo imprevisto le re-
cuerda su campo provinciano, como al ver, de pronto, que «detrás de
Palermo, la tarde blanca y yerta, / cae en el horizonte como una garza
muerta». Por lo demás, el cielo «jaqueado» por rascacielos y rasgado
por aviones o la noche «ultramoderna» de Callao y Corrientes no con-
siguen mover del todo su sensibilidad, si no es para temer, en cierto
modo, que los falsos cielos «católicos», las «ojeras trágicas de pasquín
al cianuro» y «los lamentos del tango degollado a serrucho» acaben
por engullirse «río, ciudad y cielo» (pp. 856-860). Huyendo de tales
amenazas, el poeta vuelve pronto a su soñada vida provinciana, donde
le esperan el pozo aldeano, cuyo brocal «da pedestal al busto de una
muchacha»; «el hombre-orquesta y el turco», a cuyo alrededor todos
los chicos formaban corro; «el colla»; «el arroyo vecinal», de caudal
«poco mayor que un vaso»; «el traspatio» a la hora de la siesta cru-
zada por la verde centella del picaflor (pp. 860-874), y el «circo ro-
mántico» que pasaba por la villa con sus cómicos de la legua (pp. 875-
886) y al que pertenece el magnífico soneto dedicado al clown Grimaldi
(pp. 881-882).
Lugones no olvida nada de su tierra, por pequeño que sea, y ahí
están «Los ínfimos» para demostrarlo: la hormiga, la cigarra, el abe-
jorro, la araña, el escarabajo, la avispa, el grillo «con su sencillo / vio-
lin / de negrillo / saltarín», la mariposa «sentimental»—«que de flor
en flor lleva su tarjeta postal»—, el «picarón Cupido», la mosca, la
malva, la violeta—«que basta para hacer un poeta»—, la «borla del
ajo silvestre», el «ochavo de luna», el «rayo del solcito polvoriento», la
muchacha fea y la «bonita boba», el diminuto charco que forma la
muía con su huella, el jamelgo resignado con su «fealdad huesuda», el
perro sin amo, el cordero, el ratón, el chingólo de invierno, el niño,
el «raído gringo murguista», el «poetrasto infeliz», el bocado de pan,
el trago de vino, la sed de agua, el grano de sal, la «cucharada de
cuajada trémula», la última brasa, el cuzco de la vieja, el bastón rús-
tico, las chozas «rubias y morenas», el «pobre diablo» con su «retazo
de sol» al hombro, la «sombra de la tapera caediza», el niño abando-
nado «que tiene algo de recuerdo olvidado», la hoja seca, «el minuto
de buena o mala suerte» que «va cayendo en la alcancía de la muerte»,
el sendero serrano, la «viruta crespa como un rubio borrego», la «asi-
dua costura», el barro, el adobe, la escoria, la pava, la novelita ejem-
plar con boda de heroína, el cántaro del agua, el «sapo solterón» y
333
«el perfume del grano de anís, / y la servicial discreción del gris» pa-
san, en interminable relación, ante la minuciosa y amante mirada del
poeta, ante los asombrados ojos del lector, que inevitablemente pien-
sa hasta qué punto pueden ser deudores de este Lugones poetas pos-
teriores, como el Neruda de las Odas elementales (pp. 908-917).
La inmensidad pampeana de las lejanías inalcanzables y la radiante
luminosidad han sido desmenuzadas, como vemos, en sus más mínimos
detalles vivientes y minerales. Pero la unidad del todo vuelve a res-
catarse en el hombre. Leopoldo Lugones, que conoció mejor que nadie
las tradiciones y costumbres del pueblo argentino y que más honda-
mente que nadie penetró en la sicología del gaucho, según ya dijo
Pedro Miguel Obligado (prólogo, p. 26), no podía olvidar a estos seres
humanos, a estas centellas, a veces tristes o apagadas, de la Argentina
interior, que llevaban en su puñal todo el «Poder Ejecutivo» (p. u n ) .
Y a los gauchos y a sus viejas historias y a sus habilidades está dedi-
cado el libro postumo del poeta, Romances de Río Seco, publicado en
1938, que ya está prefigurado en las «Coplas de payada» (pp. 887-900)
y en el «Juan Rojas» (pp. 901-907) de los Poemas solariegos.
Juan Rojas, capataz de la vieja casa provinciana de Lugones, era
«alto, cenceño y cetrino». Cuando volcaba, siguiendo el uso campesino,
el sombrero sobre su hombro, le «rodaba un bucle lóbrego hasta el
ojo beduino» y él lo despejaba «en mosqueada vivaz». Además,
334
Dominaba todas las fatigas paisanas,
desde el corcovo con su abismante vértigo,
hasta la formiable tarea del pértigo
con tres yuntas y dos picanas.
Podía lo mismo calzar la llanta a un carro,
porque no carecía de discurso en la fragua,
que atar la paja o pisar el barro.
para cortar adobes y techar a media agua.
Era en hierras y esquilas tan hábil como probo.
Entendía bastante de trenzado y retobo.
En el hacha, portábase empeñoso y seguro.
Sabía calar flautas en la caña hembra,
elegir el mejor grano de siembra
y hasta curar por conjuro.
Tenía buena mano y condición
para enfrenar un redomón
y sacarlo de coscoja,
poner un noque de aloja
y yapar una lejía de jabón.
Decía con modesta convicción,
entre risueño y corrido,
que lo único que no había aprendido
era a leer y a usar pantalón.
(Pp. 903-904.)
Conocía la derecera
en aire, tierra y agua, del pájaro y la res,
el reptil y el insepto, la alimaña y la fiera.
Y no existia nido ni madriguera
que hubiese escapado a su interés.
Por esto pretendía con veracidad grave,
que a él no le equivocaban huella ni maña de ave
(porque para él era ave todo animal montés).
Así seguía al vuelo
la pista de la abeja,
o rastreaba al ñandú, que sólo deja
el hoyito de la uña del medio en el suelo.
Conocía por el relincho, a la distancia,
los caballos de la estancia;
y hasta en la noche completa,
los sacaba, al pasar, por la silueta.
(P. 905.)
335
CÜADKHNOS. 224-225¡—S
acerca de las costumbres y los trabajos de los gauchos. La segunda
meta se fija en aclarar que la extensa enumeración de los conocimien-
tos de Juan Rojas no significa, contra lo que han señalado algunos crí-
ticos, una mitificación del gaucho. Creo que en este punto no debe
olvidarse que el poeta describe al antiguo capataz de su casa desde la
infancia, y así, cuenta que él, de niño, se acurrucaba en el poncho
listado del gaucho para oír mejor sus relatos de sucedidos, de casos y
cuentos de aparecidos (pp. 904 y 906). El poema es, pues, realista en
todo, pero la realidad que narra está traspasada de recuerdo y recoge,
por tanto, la natural idealización y el asombro con que la niñez con-
templa y registra las acciones y la sabiduría de los jóvenes y los adultos.
No; no hay exageración notable en los poemas nacionales de Leo-
poldo Lugones. Hay, eso sí, un evidente afán patriótico y, si se quiere,
una clara conciencia y una determinada intención política por con-
tribuir a dar a la Argentina un integral sentido nacional. Quizá a
última hora sintiera él mismo alguna duda sobre esta su labor espiri-
tual e integradora o, lo que es más probable, supiera que todavía co-
leaba en no pocos de sus compatriotas el espíritu de alienación y ex-
tranjerismo que había conllevado el triunfo liberal. Por eso se apre-
sura a hacer a todos una clara advertencia:
JAIME DELGADO
Aribáu, 21 a-216
BARCELONA
336
COMO NAVE QUE LA TORMENTA AGITA
POR
JOSE BATLLO
A N G E L GONZALEZ.
337
—Fuiste tú quien llamó hace un momento, ¿verdad?
—Sí.
•—¿Por qué no dijiste nada?
—Sólo quería asegurarme de que habías llegado.
—¿Por qué has vuelto a llamar, entonces?
—No lo sé.
—Bien..., adiós.
—Adiós.
No habían colgado, ni lo hacía ella tampoco. Quizá estuvo así
durante cinco minutos. Al cabo había dicho: «Bien, mañana a las
cinco», y colgado casi con precipitación.
Le fue imposible luego sumirse siquiera en aquella agradable duer-
mevela, por cuyos dominios desfilaban siempre imágenes atroces, o
imágenes bellísimas, sin una forma concreta en ningún caso y sin
que jamás después, al despertarse totalmente, supiera reconstruir su
significado ni su forma.
En la cocina se había preparado unas rebanadas de pan con foie
gras, y destapó una coca-cola. Casi tendida en el sofá, comió sin mu-
chas ganas. En el tocadiscos giraba el long play. La voz bronca, viril,
pero joven, decía algo que quería adivinar pero no acababa de com-
prender. Le fascinaba.
«Mans de chiquet que es faran graus mans que en la nit busquen
alió que no troben mai mans dels amans...»
Cuando sonó el conocido clic y el disco se detuvo, se incorporó
un momento para volver a poner la aguja al principio. Fumó despa-
ciosamente un cigarrillo, mientras volvía a escuchar aquellas palabras.
Era tarde, muy tarde, cuando había decidido intentar dormirse.
Se había duchado con el agua fría, frotándose enérgicamente el cuer-
po. Esto había conseguido despejarle un poco la cabeza, excesiva-
mente recargada aquel día. Al meterse en la cama, se había sentido
más descansada, y le pareció podría dormir perfectamente doce horas
de un tirón. Intentó leer. Como si se tratase de otra persona, escuchó
el golpe del libro en el suelo, y ni siquiera logró sacar fuerzas sufi-
cientes para apagar la luz de la mesilla. Con un suspiro profundísimo
sacó de sus entrañas aquello que no terminaba de dejarla en paz.
338
redaderas del jardín entrevio, al otro lado de la calle, el paso de un
coche: «¿Don Jaime sale para su trabajo?» Estuvo acodada en el pre-
til mucho rato. Y de pronto había sentido miedo del paso del tiempo.
Frenética, se había vestido, hizo la cama, puso la cafetera en la co-
cina de gas y, mientras esperaba que el agua hirviese, se lavó some-
ramente la cara con un pico de la toalla y logró ordenarse un poco
el cabello. Intentaba no pensar en nada. De nuevo le parecía que los
minutos pasaban demasiado lentamente y que jamás, jamás, nunca
las cosas llegarían. Llegó a coger el teléfono y había empezado a
marcar un número. Antes de llegar a la última cifra había desistido
y vuelto a colgar, pensativamente.
•—Esto no es posible que siga así—hablaba en voz alta.
Siguió haciéndolo mientras echaba el café en la taza y buscaba,
inútilmente, alguna pasta seca en el aparador.
—Aquí sólo se encuentra dos dedos de polvo por todas partes. Y la
casa huele que apesta. Tendría que dejar las ventanas abiertas duran-
te el día para que se ventilara un poco. Pero entraría más polvo aún.
¿Y quién aguanta luego el calor?
Le parecía hablar incoherentemente, sin razón. Al callar, el ruido
de la cucharilla moviendo el azúcar en el fondo de la taza de vidrio
le dio la medida exacta del silencio que la rodeaba.
339
faltar. Una eterna cuadrícula, en la que todos los elementos—calles,
chalets, polvo, jardines particulares, pequeños y generalmente mal cui-
dados— se confundían entre sí, llegando a provocar una sensación in-
superable de desaliento. Caminó hasta desembocar en la avenida, am-
plia, irregular su trazado, mal adoquinada la calzada, anchas las ace-
ras, arbolados los márgenes. El tránsito fluía rápido y no muy nu-
meroso a aquella hora que le parecía incierta, pero que, en cualquier
caso, ya debía haber rebasado la punta del mediodía. El bochorno se
hacía insoportable. El centro de la ciudad, a lo lejos, quedaba difu-
minado por una niebla irreal, que no sabía si atribuir a un fenómeno
atmosférico o a la incapacidad de sus ojos para definir el contorno de
las cosas. El cielo seguía totalmente cubierto, mas sin apariencia al-
guna de lluvia próxima. El aire fresco del amanecer se había evapo-
rado por completo. Esperó en una parada desierta un autobús que
llegó casi inmediatamente. Con el pie en el estribo, recordó que no
llevaba céntimo encima. No había vuelto a la casa, sino que caminó
por la avenida desganadamente. Algún muchacho que se cruzó con
ella se volvió a mirarla y quizá murmuró algo que la afectaba y no
llegó a entender. Debía de estar horrible. Instintivamente, buscó hue-
llas de sueño en sus ojos e intentó arreglarse el pelo. Acostumbrada a
andar con tacón alto, encontraba los pies torpes y empezaron a dolerle
al poco rato. Una calina indefinible flotaba en el aire, a media altura.
A medida que se acercaba al centro de la ciudad, el tráfico parecía
adensarse. En el puente, sobre la vía del ferrocarril, había incluso un
pequeño atasco. La barahúnda de los claxons, el gesto contrariado
de los conductores, el grito que alguno de ellos dirigía a los de delan-
te, acabaron de confundirla y anonadarla. Sobre la vía férrea se de-
tuvo. Veía ambos lados del puente, acodada en la barandilla. Por
donde había llegado hasta allí sólo acertaba a distinguir, destacada,
la torre del campanario de una iglesia que no sabía, sin embargo,
identificar. Al otro lado, donde suponía que había de ir, la confu-
sión, la prisa, el caos. Levantó la vista y vio a lo lejos el edificio ro-
jizo de la estación y algún mercancías que retrocedía y avanzaba
lentamente, sin que en apariencia le guiara razón alguna. Casi a sus
pies, la luz roja de un disco cambió bruscamente. De improviso, que-
dó envuelta por el vapor de una máquina jadeante, que surgió de
debajo del puente no sabía cómo. Cuando el humo se disipó, ella es-
taba ya andando y casi había dejado atrás el quiosco de bebidas
(«cañas y tapas de cocina, a elegir, dos cincuenta») que se levantaba
al pie mismo del frustrado ingenio arquitectónico del puente.
Las calles se retorcían más si cabe, se estrechaban. La vetustez de
los edificios era mayor. Algunos llegaban a mostrar un rostro decré-
340
pito, apuntalado. El calor y la humedad subían de grados. Un indes-
cifrable hedor la hizo apoyarse un momento en una esquina, a punto
de vomitar. Al recuperarse, la rodeaban ya tres o cuatro personas,
todas de mediana edad, que le hacían solícitas preguntas. Se desem-
barazó de ellas como pudo, y continuó caminando con paso que quería
ser seguro. Los pies empezaban a dolerle ya seriamente. Estuvo a punto
de quitarse los zapatos y andar descalza con ellos en la mano. La
suciedad del pavimento la hizo desistir.
Cuando desembocó en la plaza, no demasiado grande pero sí un
oasis en aquel dédalo de callejuelas, le pareció un milagro. Casi arrin-
conada, bordeada toda ella por casas de dos, tres pisos lo más, limpias,
donde podía verse más de una puerta de madera noble claveteada
por brillantes bronces, quedaba casi en penumbra por gracia de cinco
o seis gigantescas coniferas. U n par de bancos de hierro, antaño pin-
tados de verde sobre el albero ya ceniciento del suelo. En uno de
ellos, el guarda municipal de parques y jardines dormitaba, semejando
la flor rojigualda del sombrero, echado sobre la cara, un ojo mons-
truosamente fijo. Nadie más parecía existir por los alrededores. De
cuando en cuando, por la calle, que parecía enormemente lejana, cru-
zaba, más oído que visto, un automóvil.
Había desdeñado los bancos y se sentó en el pedestal de piedra
que sustentaba la estatua, en el mismo centro de la plaza. Parecía
que ésta se hubiese proyectado para este menester. Recostada, con las
piernas extendidas ante sí, la cabeza echada todo cuanto podía hacia
atrás, contemplaba, otra vez, la representación de aquel caballero de
cuidada barba, en ademán de empuñar un florete que no existía re-
producido en la piedra. Quiso recordar, entonces, otros días, otros
momentos en aquel mismo paisaje ciudadano, tranquilo, algo estrecho
quizá, antiguo y remoto. Casi le resultaba imposible imaginar, ahora,
reconstruir la imagen de las chachas reconviniendo a los niños, aban-
donando por un momento la charla animada y ruidosa con un solda-
do, o tal vez con un joven de aspecto campesino —la camisa desabro-
chada, las mangas remangadas hasta el codo, el pantalón, gris o azul,
sujeto por una vieja y gastada correa de cuero—, emigrado hacía es-
caso tiempo a la ciudad. Ni tan siquiera el guarda, que seguía impa-
sible, dormitando, le parecía hubiese podido estar jamás en otra pos-
tura que aquella que ahora tenía. Luego, al caer la tarde, los faroles
encendiéndose, uno en cada extremo, proyectando una luz mortecina,
cierto ajetreo en las casas, algún turismo o quizá un Land Rover que
llegaba sin excesivo ruido y aparcaba, volviendo de las faenas del cor-
tijo, frente a alguna puerta. Una luz eléctrica iluminaba alguna ven-
tana; formaba cuadrículas en los cristales de los cierres, contribuía
341
a dar sensación de vida al conjunto. En sombras la mitad del rostro,
el caballero que jamás llegaría ya a empuñar su arma cobraba una
mayor dignidad. La memoria de aquel a quien se quiso honrar que-
daba entonces efectivamente honrada. ¿Quizá un pintor, pese al ade-
mán de guerrero? ¿Zurbarán?
Al fondo, al otro lado de la calle, lejanísima, una galería de au-
téntico corte medieval acababa de dar sabor al conjunto. El palacio,
lujosa residencia hoy de algún noble desde luego no venido a me-
nos, ocultaba la tristeza lóbrega de un convento de clausura, cuyas
altas, tupidamente enrejadas y angostas ventanas se asomaban allá
donde la calle se bifurcaba en dos más estrechas aún.
De pronto, todo acudió a su memoria a borbotones, con preci-
pitación y confusión, propio todo ello de aquellos últimos días. Justo
allí donde el guarda seguía ahora durmiendo, él casi la obligó, enla-
zándola por los hombros, a entreabrir los labios y cerrar los pár-
pados. El beso fue torpe por parte de él, inexperto, y esto la había
emocionado profundamente. Recostó la cabeza en su hombro y no
había pronunciado el reproche que, por costumbre, acudía a ella.
Todo fue tan romántico, le parecía ahora así, tan escandalosamente
romántico, que debía haber resultado ridículo, irreal al menos.
A retazos, a saltos, a trompicones, las escenas. se sucedían, se su-
perponían y se mezclaban. En modo alguno podía precisar en qué
momento el signo de las cosas y de los hechos cambió de aquel modo
radical. En qué instante ella había advertido el cambio y había in-
tentado detenerse, cuando se dio cuenta de que, hiciese lo que hi-
ciese, era ya demasiado tarde. Era extraño que jamás hubiera vuelto
luego a pensar en ello, a intentar fijar sus ideas de ahora sobre aque-
llos sucesos, insignificantes sin duda, en los que, pese a todo, la
lucidez nunca llegó a perderse del todo.
—Buenas tardes —había dicho alguien.
Un viejo renqueante, apoyándose en un bastón de madera tosca,
había cruzado ante ella y había ido a sentarse junto al guarda, al
que consiguió movilizar tras varios intentos. Mientras éste se echaba
hacia atrás el sombrero, colocándolo correctamente sobre su cabeza,
y dejaba ver un rostro sorprendentemente amable, y hasta bello, por
más que marchito, el recién llegado irrumpió a hablar inconteni-
blemente, sin elevar el tono de voz. Le era imposible coger una sola
palabra. Uno y otro, a veces los dos al mismo tiempo, la miraban,
no de reojo, sino directamente. Recompuso el gesto como pudo, aun-
que en modo alguno se había sentido incómoda. Sonrió tenuemente.
Empezaban a dolerle los huesos ahora, de estar tanto tiempo sentada
sobre la piedra. El bochorno había amainado. Parecía que la ani-
342
mación fuera mayor, sin poder decirse exactamente el porqué. Al
levantarse, había alisado la falda por detrás, hasta comprender la
inutilidad del gesto. Toda ella estaba arrugada, desgreñada, un tan-
to sudorosa. Y un vacío enorme en el estómago. Debía de ser tar-
de. Al final, el disco del sol, deslumbrante, había conseguido romper
la masa gris, compacta y uniforme de las nubes. Lograba atravesar,
por algún lado, el tupido tapiz de las coniferas. Reverberaba en algún
cristal. En pie, mas sin separarse del sitio en que había estado tanto
tiempo sentada, preguntó a los hombres la hora. El guarda jaló de
una cadena plateada, gruesa e interminable.
—Las seis y veinticinco, señora.
Les dijo adiós con la mano y ellos habían contestado a coro. N o
había el más leve deje de extrañeza o de curiosidad en sus voces.
Viejos que mucho h a n visto, sin duda, en esta vida, y que ya nada
de ella parece sustraerles de su sólida posición mental, de su mundo
basado en la sabiduría y en la experiencia.
Al empezar a caminar, había comprendido, de súbito, que tam-
bién ella lo quería.
-¡V
343
fieca, hasta hacerle daño. Pasados unos instantes, pareció serenarse,
volviendo a su asiento. La presión de su mano se hizo más débil,
hasta convertirse en caricia. Ella había cerrado los ojos desde el prin-
cipio, y no los abrió. Su aliento le llegaba de nuevo agitadamente,
adivinado ahora también.
—Has de venir ahora mismo a casa conmigo—le había dicho,
sin abrir los ojos—. Has de venir conmigo—repitió, mirándole ya
francamente.
—Sí·—contestó él.
De pronto se había sentido enormemente alegre, avasalladoramen-
te viva.
—Hace lo menos doce horas que no como, y me he dado un har-
tón de andar.
Esbozó una sonrisa, y había añadido casi riéndose:
—Y me parece que él está protestando.
—¿Lo quieres, lo quieres?
—Lo quiero, lo quiero, lo quiero...
Había seguido diciéndolo interminablemente, aun cuando, regre-
sando, los dos muy juntos, la mano de él la abrazaba por la cintura
ya incipientemente abultada.
JOSÉ BATLLÓ
Calle Garcilaso, 231. Sobreático, 1
BARCELONA
344
GALDOS Y BALZAC
POR
FRANCISCO C. LACOSTA
INTRODUCCIÓN
345
tores pudo ser la nostalgia de un mundo mejor, la reforma de una
sociedad que consideraron caduca; la ambición y la generosidad son
temas que entran libremente en sus libros.
Aunque la novela galdosiana no empezó a mostrar fuerza expo-
sitora de tesis hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xix,
después de ser ampliamente conocido su colega francés, hay que reco-
nocer que las fuentes españolas se derivan por completo de la situa-
ción caótica del país. Los principios generales estaban allí, sólo que-
daba aplicarlos. El principio en Pérez Galdós lo fue sin una guía apro-
piada: no se halla un análisis empírico de sus futuras tesis. La dig-
nidad de su novela de «pulpito» empezó a revelarse cuando ya la
Comedia humana era ampliamente conocida.
Aquí nos enfrentamos a otra cuestión del siglo, esa posible influen-
cia balzaquiana en Galdós reconocida por unos y negada por otros.
El crítico Berkowitz, en su estudio sobre La biblioteca de Benito Pérez
Galdós, trata de clasificar a los escritores, cuya obra pudo ejercer
alguna influencia sobre el autor español. Aparte de distinguir deriva-
ciones generales desde un Cervantes hasta puntualizar más en un
Dostoievsky o un Dickens, llega por fin a citar un suelo fértil, cuya
cosecha pudo haber pasado allende las fronteras. Cualquiera que sea
el valor de estas asimilaciones, de hecho discutibles, es curioso que
reflejan un punto de vista seguido por otros críticos, el de una cierta
influencia del escritor francés sobre su colega hispano. Esta asevera-
ción, aunque seguida por varios, difiere del Galdós libre de todo
influjo literario, presentada por los galdosianos, en que resaltan las
ricas fuentes imaginativas basadas en un profundo espíritu de obser-
vación. Sus libros son el resultado de un lector insaciable que poseyó
en grado sumo la habilidad de crear un melting pot de la sociedad,
matritense en especial, de finales del siglo anterior.
En la biblioteca de don Benito, rica asimismo en títulos foráneos,
se encuentran las obras completas de Balzac. Esto no es ninguna
sorpresa, pues ya es un hecho conocido que en uno de sus viajes
a París Galdós se entusiasmó con la novelería completa del escritor
francés.
Se conoce también la influencia francesa en la literatura española,
dejando aparte el lejano período post Siglo de Oro y la escuela
romántica, para llegar al realismo y naturalismo de fines del siglo xix.
Con más precisión, Pérez Galdós, en sus diferentes viajes a la capital
francesa, se saturó en especial del gran Honorato.
Pero nuestro autor no fue un hombre de letras satélite de nadie,
que en aquel tiempo era lo habitual en particular de la ya citada
a46
Francia, dictadora entonces del mundo de la inteligencia. Galdós
era muy amigo de ese país, pero a eso se redujo todo.
Los dos fueron los novelistas de la gran humanidad que vive
su existencia cotidiana llena del profundo sentido de su país y de su
tiempo. El gran héroe, que es igual en todas partes y en todo el
mundo, no les interesaba como no fuera por el otro lado, por el no
heroico, por el que pudiéramos llamar reverso doméstico. El gran
mérito es el de habernos enseñado ese reverso vulgar de cada perso-
naje solemne, que los demás no ven y que ellos conocían en gran
parte, porque conocían asimismo profundamente la historia de sus
naciones; pero, sobre todo, porque su repertorio de datos, de vidas
íntimas, de los reflejos sociales, de las virtudes y los defectos de la
existencia media de sus contemporáneos no tenía fin, y con certera
intuición adivinaban todo lo que había de humano y vulgar barro
en el esqueleto que sustentaba al gran protagonista, llamárase Araceli
o Rastignac.
Y ahí podemos terminar esa diatriba literaria, galardonando a don
Benito con la afirmación de una novelería propia, aunque entre en la
secuela temática del autor de la Comedia.
Un breve encasillado nos hará ver esta coincidencia de postulados;
Balzac, tomando el título de «comedia» (derivado de Dante), la divide
en «études des moeurs, philosophiques, analytiques». Es así que en-
contramos en su obra gigantesca tres momentos distintos:
i. La observación de la moral y la descripción de un estado
social.
i. Un análisis filosófico de las fuerzas psicológicas, sociales y tal
vez metafísicas que explican los estados observados.
3. Una verdadera ética analítica que se preocupa de revelar entre
estas diversas fuerzas buenas y malas que pertenecen a una serie de
principios.
En una interesante carta de Balzac a madame Hanska, vuelve él
a esta distinción de tres cimientos en su obra, conectándolos a las tres
grandes divisiones de la Comedia Humana:
1. Estudios de costumbres; todos los efectos sociales, los senti-
mientos y sus juegos.
2. Estudios filosóficos; el porqué de los sentimientos.
3. Estudios analíticos; los principios.
Este plan va de lo concreto a lo abstracto, típico de Balzac. Sin
embargo, en una nota del manuscrito de Eugénie Grandet (París :
Bibliothèque Morgan, 1833), el autor hizo un borrador de un plan
directamente opuesto:
347
i. Estudios anatómicos sobre el estado social.
2. Estudios filosóficos.
3. Estudios de moral.
Mas el encuadrado primero predomina.
Notemos ahora la división galdosiana; el autor simplemente sub-
divide su obra en «novelas de la primera época» y «novelas contem-
poráneas». Pero lo concreto se hace necesidad; dejando aparte la
también sencilla división de Episodios Nacionales, Novelas, Teatro,
Varia, Hurtado y Palencia, en su Historia general de la literatura
española, comprenden las novelas de Galdós (punto cumbre similar
a Balzac), en:
1. Novelas idealistas, de tesis y tendencia social.
2. Novelas naturalistas.
3. Novelas realistas.
4. Novelas de tipo de las de Tolstoi.
Federico Carlos Sainz de Robles, en su introducción a las Obras
completas de Pérez Galdós (Madrid: Aguilar, 1950), discutiendo tal
subdivisión—falta de naturalismo per se en la obra galdosiana, y el
hecho de ser ya Galdós un escritor consagrado cuando se familiarizó
con la producción del ruso—, prefiere el agrupamiento siguiente de
Gutiérrez Gamero y de Laiglesia reflejando la aproximación analítica
del autor francés:
1. Novelas surgidas a impulso de la preocupación religiosa.
2. Novelas que tienden a pintar y describir la sociedad madrileña
de su tiempo.
3. Novelas en las que se proyecta la sombra de lo ultraterreno en
los conflictos de la vida humana.
4. Novelas simbólicas y fantásticas.
5. Novelas psicológicas.
Con estos cimientos en marcha falta ahora observar los puntos de
contacto y de diferencia entre ambos genios.
ESCENARIO
348
abatidos por la «fuerza del heroísmo», la «violencia del amor», o por
la «pasión de sus personajes». Una casi definición que podría aplicarse
a la mayoría de las escuelas literarias dentro de este género. Pero en
los dos autores citados estas emociones siguen un camino determinado,
empezando por la presentación de un problema, complicándolo y ter-
minándolo en un desenlace infeliz en la mayoría de las situaciones.
Estamos lejos de presentar el tipo de la novela romántica que pre-
valeció en el mismo siglo y que atenazó una audiencia con efecto
de droga. El sentido crítico de estos autores está diametralmente opues-
to a la corriente literaria de los mil ochocientos treinta y cuarenta,
decidiendo que sus tópicos debían reflejar unas ideas cuyos resultados
podrían constatarse como menos mouchoir mouillé y más tesis. En
otras palabras, suplantar la melancólica reflexión por la catarsis de
una nueva cultura producto del reflejo del ambiente de la revolución
industrial.
Benito Pérez Galdós no pensó en la novela como una droga. Usó
este género en un machamartillo de excitantes teorías-sueños (cualidad
que asimismo puede aplicarse al opio, pongamos por caso), mas la
reacción del adicto, el lector, está muy lejos de la depresión moral.
La catarsis aquí ha llegado por el contrario al punto cumbre. Los dos
escritores coinciden en una novelería que nos viene en oleadas de
poder creciente; la novela que considera los méritos o deméritos de la
sociedad como instrumentos del bien o del mal para el individuo en
particular, y de los cuales se deriva una moral que puede beneficiar
a la humanidad. He ahí la novela de tesis, tan rica en la obra gal :
dosiana.
Pasando a un plano más directo vemos en el escritor hispano
como un representante del artista literario. Las escenas, costumbres,
personajes, ideas, todo gira en el tiovivo de un círculo vicioso tomado
del natural topográfico de Madrid o del París de Balzac. El ojo inqui-
sitivo de estos observadores tiene como resolución descubrir un mate-
rial situado en la época presente (de sus tiempos). Vemos a través de
sus producciones como en un paciente abierto en una sala de opera-
ciones por un hábil bisturí; lo canceroso está vivido, corresponde al
lector el extirparlo.
En su análisis crítico de lo social, Pérez Galdós defiende su derecho
como tal crítico a discutir unos temas cuyas deficiencias morales que-
dan igualmente condenadas en César Birotteau, por ejemplo. El crítico-
novelista expresa su libertad de acción al máximo;- sus historias pasio-
nales están aquí definitivamente delineadas, los obstáculos incalculables
y la fuerza del heroísmo ejemplifican un estético punto de vista de
349
crítica constructiva. Todo reproduce un retrato social retocado y, por
ende, embellecido.
Balzac, en César, ostensiblemente demuestra la actualidad, casi
un approach científico a un estudio tomado del natural. La historia
es un canto a la épica inacabable de los sentimientos humanos sin esa
melodramatización de la novelería romantizante. César es un tipo de
residente parisino como cientos otros; sin embargo, parece que se nos
describe «así» por primera vez, una excelente pintura de un hombre
de negocios, al que podríamos parangonar a León Roch, pongamos
por caso, de esa siempre latente burguesía naciente en tal período. En
ambos casos, excluyendo por un momento lo religioso en La familia
de León Roch, en las dos novelas no son sólo los colores y contrastes
los que se nos presentan en perfecta consonancia con la armonía del
arte, sino una visualización que alcanza hasta el detalle de lo micros-
cópico. Estas «scènes de la vie parisienne» tienen su exacta contra-
partida en el artista español. Lo matritense es piedra de toque en
Galdós; un ejemplo entre muchos lo hallamos en La desheredada.
Los puntos de contacto se aunan una vez más al presentar un conglo-
merado de personajes entre la miseria prolífica de estas dos urbes.
Esto merece atención en otra idea subderivada; la mescolanza de
honestidad y corrupción entre los habitantes de las dos metrópolis.
Esta yuxtaposición la estimamos de alto valor objetivo, artístico, no
de otra manera podría amalgamarse lo inocente y lo criminal, lo
vicioso y lo virtuoso, no en contraste exagerado, sino en «sketches»
de una vivida actualidad.
Père Goriot, cuyo héroe podría describirse como un Lear parisiense,
es una obra mucho más conocida que César, tal vez por ser superior
en fidelidad de delincación, aunque inferior en desarrollo de argu-
mento. Las conocidas escenas en la casa de huéspedes están dibujadas
con una exactitud minuciosa, como la de un pintor plasmando el
detalle realista, crítico, casi irónico, que encontramos en un Brueghel.
Esta pintura de lo decadentista del disoluto París aparece con expre-
sividad propia en La desheredada, ya citada; en Misericordia; en el
ciclo de los Torquemadas, y en tantas obras galdosianas más.
Otro ejemplo del escritor allende las fronteras. En Eugénie Gran-
det, se nos muestran habilidosamente otras escenas de la vida pro-
vincial. Galdós, aunque sé centró tenazmente a su Madrid adoptivo
y adaptado, se escapa alguna que otra vez a dibujar lo provinciano,
Angel Guerra, con su Toledo chismorreante y anacrónico entre tanta
gloria sería u n ejemplo gráfico de esa similitud a su colega francés.
Este superrealismo, en realidad una deformación romántica, es
típico en los dos escritores. Ambos cantan lo aventurero de las ciu-
350
dades de sus tiempos, con sus contrastes de palacios y casuchas, pefô
estas aventuras, una vez más, están encaminadas a predicar la com-
pasión y el remedio hacia los miserables, acusando a los infractores,
con énfaisis de tesis en los últimos y de tema en los primeros, más
allá de aquel «nouvel art Chrétien» de un Víctor Hugo, citemos por
caso.
La ciudad misma juega un papel de suma importancia en ambas
obras. Es a veces el héroe, o por mejor decir, el antihéroe. Es este
fondo urbano el que se presenta con una típica fiebre descriptiva,
siempre más acusada en Galdós, su eterno Madrid.
En la obra balzaquiana también domina el clima urbano, la capi-
tal o la ciudad provincial forman el cuadro de la mayoría de sus
novelas. Y es que la tragedia del hombre contemporáneo se desarrolla
en la ciudad; es allí, sobre todo, donde se encuentran las grandes
obras de ese siglo xix hijo del progreso, desde Dickens y Dostoievsky
hasta Balzac y Galdós, los cuatro grandes pilares de la literatura
europea de sus días. La lucha y la inquietud de sus autores se reflejan
en los contrastes, los conflictos materiales y morales que resultan
mucho más intensos en la atmósfera enfebrecida de la ciudad, es
aquí donde se puede observar en todo detalle la viva psicología del
hombre aprisionado por la multitud, del hombre aprisionando a otros
hombres. El tema del pueblito cúspide de buenas cualidades resulta
desdibujado, su moradores irrealizados ; el bon sauvage y Peñas arriba
pasan a mejor vida al lado de esas grandes pasiones reflejadas por
esos grandes maestros del intelecto humano.
París, en la obra de Honorato, es una multitud de cosas; es la
descripción minuciosa de una calle, de un barrio, de sus habitantes,
la acumulación masiva de detalles físicos, técnicos, históricos, es la
fisiología de la ciudad y su influencia sobre los seres humanos. Es
asimismo la demostración de esta relación casi mecánica de causa
a efecto, de este determinismo que fue tan caro al gran Bal-
zac. A veces, pero raramente, surge la vasta imagen del alma colec-
tiva y monstruosa de la ciudad.
Madrid, para Galdós, es a la vez mucho más y mucho menos.
Se puede comparar, por ejemplo, la descripción de la casa de Bal-
domcro Santa Cruz, en Fortunata y Jacinta, a la de Torquemada.
Tomadas aisladamente las dos citas parece que pueda ser justificado
el punto de vista en común; la descripción de dos familias. Pero
es falsear la comparación el examinar una parte aislada. Así se podrían
encontrar en Pérez Galdós cientos de pasajes del mismo tono. De
hecho, esta descripción sugiere menos una reminiscencia de Balzac
que la atmósfera de Madrid, como tan bien nos la hace sentir Galdós.
351
COABÏRHOS. 224-225.—β
Es imposible separarle de Madrid, donde su alma se impregna e im-
pregna el todo. Para él Madrid es España entera, su amiga y enemiga,
su enfermedad y su remedio. Esta interpretación de la capital es
excepcional, más que en ningún otro autor (en especial uno que no es
«nativo»), la villa del oso y del madroño aparece en las letras espa-
ñolas como un monumento de pujanza y de victoria, habiendo llegado
a ser en la obra galdosiana la síntesis geográfica de toda su existencia.
En el francés, igualmente, una casa con frecuencia explica las
costumbres y representa las ideas de toda una clase social; por ejem-
plo, la casona de los Cormon en Alençon (La Vieille Fille). En Les
Employés, Balzac vuelve al mismo tema explicando con detalle que
los personajes hacen cosas sin darse cuenta, acciones derivadas de
las circunstancias urbanas o rurales. Están identificados con la natura
ciudadana y la naturaleza campesina, compenetrándose en ella y refle-
jándose en su vida individual.
Y partiendo de estos principios, la natura para un empleado es su
pupitre, horizonte de libros, polvo, tinta, techos grises. Se comprende
la tendencia del medio ambiente y su efecto destructivo. En una
forma general, Balzac busca para sus dramas un encuadrado apro-
piado, y cada vez se nos explican sus personajes por el medio en que
se desenvuelven. París, por tanto, es un teatro bien indicado para
monomaniacos, como Hulot, Vautrin; o para los ambiciosos, como
Rastignac, du Tillet, Nucingen. Se nota también que sus avaros pro-
vincianos, Grandet, Hochond, Rigou, Séchard, se distinguen netamen-
te de sus «colegas» parisinos Gobseck, Gigonnet, Samanon, Vauvinet.
Es el medio ambiente el que explica en gran parte estas diferencias.
Estas fuerzas naturales-antinaturales son a la vez causa y efecto.
La casa, una vez más, influye sobre las costumbres, moldeando el
carácter, el gusto, los hábitos de las personas; en esas siniestras e im-
placables casas la intolerancia se trasluce en los muebles, en los
cuadros, etc.
Igualmente, en las primeras páginas de Père Goriot, su autor traza
un retrato pintoresco de la viuda Vauquer en un proceso de persona-
lugar. Este escritor señala también la influencia del «momento», tipos
y acciones característicos de su época. Hay, es cierto, algunos repre-
sentantes de l'ancien régime, el barón du Guénic, el marqués d'Es-
grignon, pero son sólo trazos entre la batahola de personajes de su
tiempo. Unos tiempos revolucionarios, desorganizados entre la ambi-
ción y la falta de escrúpulo, adoradores del «becerro de oro».
Al lado de esas influencias del medio ambiente, educación, etc.,
hay, además, otras que modifican tanto lo físico como lo moral.
Ampliemos la del oficio. Al principio de la novela Cousin Pons, Balzac
352
apunta que la mayoría de los observadores de la natura social pueden
adivinar la profesión de un tipo al verle venir. La costumbre de sen-
tarse, por ejemplo, modifica el cuerpo. En una de sus Esquisses pari*
siennes, denota la transformación de un empleado alegre, sonrosado,
delgado y espiritual, en un notario; es decir, en un hombre gordo
y bajo, vestido de negro, siempre atiesado y, sobre todo, pretendiendo
darse importancia. (Obras diversas).
Hasta el alimento es materia de análisis, pues los destinos de un
pueblo dependen de su nutrición. Los cereales han creado las gentes
artistas. (Ibid.)
La simpática escena de Fortunata sorbiéndose un huevo cuando
la conoce Juanito Santa Cruz, podría considerarse como un botón de
muestra de este cuidado, por el detalle del análisis de estos artistas,
que descienden hasta lo inverosímil para puntualizarnos detalles del
ambiente.
Todas estas causas se agitan a nuestro alrededor de una manera
mediata o inmediata, y actúan sobre nuestros actos, o nos predis-
ponen a tal o cual hecho. Así otra causa importante en la obra de
Honorato de Balzac es el azar. Es por azar que el barón Hulot reen-
cuentra a madame Marneffe. Acaban de echarle a la puerta, Josépha,
y conscientemente o no busca una nueva amante. Es por azar que se
encuentra a una pérfida mujer, por lo que toda idea de mejoramiento
de sus vicios queda descartada. (Cousine Bette.)
Es también por azar que Remonencq se da cuenta del valor in-
apreciable de la colección Pons. Este azar va a desencadenar sobre el
viejo músico todas las persecuciones habidas y por haber. (Cousin
Pons.)
Es por azar que Balthazar Claès reencuentra a Adam de Wierz-
chownia, el hidalgo polaco que le lanzará a la búsqueda del absoluto.
(Recherche de l'Absolu.)
Este azar, dentro de un marco ambientado, pasa la frontera y sigue
a Fortunata, cítese como caso, en todos sus dimes y diretes con su
amante. O a la Rufete en la busca por su absoluto, la riqueza nobi-
liaria. O al chiflado Bailón, en «us diatribas filosóficas con Torque-
mada, y así ad infinitum.
Pero éstas no son teorías deterministas (aunque Balzac se apoyó
en ellas más que en el caso del hispano). Lo que parece azar es, en
realidad, la vida misma. Tampoco sirve de clave a las pasiones, más
bien las secunda, o por lo menos es como un punto básico de su
evolución. Es como una suerte de fatalismo, algo inevitable. No supers-
tición, sino, una vez más, la formidable corriente del escenario-vida.
353
Considerado todo en conjunto, hay más lógica en las novelerías de
ambos que en muchos de sus contemporáneos, y, por supuesto, que
en los de esa era romántica, sus directos antepasados.
En otra idea derivada, ¿hay en tal ambiente muestras de freudia-
nismo? Al comenzar a leer César Birotteau encontramos a la perfu-
mista despertándose sobresaltada en medio de un sueño espantoso.
Se aparece a sí misma vestida en harapos, abriendo la puerta de su
tienda con una mano arrugada y seca, al mismo tiempo que pide li-
mosna. Luego busca a su marido, pero no está allí, pues fue a tomar
las medidas de su apartamento. Birotteau, más tarde, le expone sus pro-
yectos, y en la discusión que se entabla entre los dos a propósito de
este asunto, ella le predice todo lo que les va a llegar; es decir, los
hechos más principales que constituyen la intriga de la novela.
También al principio de la Cousine Bette hallamos este giro lite-
rario. Madame Hulov ve asimismo a su esposo declinando de día
en día gradualmente, hasta que se hunde en el barro social.
Esta situación «psicoanalítica» de complejos soñados o reales apa-
rece profusamente en Galdós, María Egipcíaca, Jacinta, u otro chiflado
más, Maximiliano, parecen víctimas crónicas del diván psiquiátrico.
La respuesta a la intuición freudiana en los dos autores cabría cen-
trarla en la influencia del lugar sobre sus personajes. Lo intuitivo
es mera realidad pasada por los poderes observadores de esas mentes
creativas, esa realidad social, ambición o religión, para citar dos aspec-
tos, que afecta con detalle fotográfico al escenario físico y moral.
La violencia determinada de la jungla de asfalto sobre el individuo
coincide en efectos con esa novela de la tierra, para citar un término
comparativo, cuya vorágine engulle a todo personaje.
De nuevo, las tres unidades en unos retazos de vidas encuadradas
en un ambiente malsano, aunque sin hundirse en el naturalismo
zolesco.
PERSONAJES
354
sociedad liberal del siglo pasado, queda expuesto a la reacción sim-
biótica del cruce de unos agentes nefastos por la probeta del creador,
o segundo proceso, quedando como resultado un nuevo subproducto
purificado derivación del antecedente. El artista objetivo podría defi-
nirse como representante genuino del arte, dado que el arte es por
esencia objetivo en la acepción clásica de la palabra. Cervantes (di-
recto antepasado literario de Pérez Galdós), sería el ejemplo de esta
premisa al presentarnos unos personajes en un ambiente inadornado
de símbolos imprecisos, y sí de unas impresiones coloristas supremo
toque de la verdad objetiva. Tanto Galdós como su colega francés apli-
can este principio a rajatabla, pero más que la localización nos inte-
resa en los dos genios esa presentación de una grandiosa figura cen-
tral, como esas opulentas señoras de Rubens de las que la serie de
María de Médicis podría ser un botón de muestra, figuras que son el
foco de todo el cuadro novelístico.
Entrando en nombres precisos confrontemos al prestamista de Eu-
génie, busca y rebusca de un solo fin, una personificación del gold-
lust, que aparece magistralmente presentado en una figura de la no-
vela Torquemada en la hoguera, don Francisco el Peor. Podemos de-
ducir que la habilidad descriptiva de Galdós y de Balzac corren pa-
rejas en estas tranches de vie tan realísticas que las leemos, valga la
expresión común, a renglón seguido.
Pero la atracción no significa necesariamente derivación; los dos
son genios creativos dentro de su propia esfera, y aplica a ambos una
especie de definición cuantitativa y cualitativa: los dos grandes auto-
res, son el producto de haber creado unos personajes con alma uni-
versal. Va más allá del espíritu de la época, es como el resultado de
siglos de civilización humana resultantes en un producto único, unos
corazones humanos diseccionados hasta presentarnos la última par-
tícula de sus sentimientos.
Para los dos creadores la naturaleza introspectiva de sus impresio-
nes novelísticas es un concepto más importante que el mundo exte-
rior. O sea el exterior macrocosmos se transforma en interior micro-
cosmos. Cierto que hay un ejército de personajes, sentimientos, lugares
(tiempo, lugar y acción), tan extensos como un tapiz gigantesco, pero
la belleza habilidosa de ambos se centra en el recreo de esas miniatu-
ras descriptivas que nos hacen observar a unos tipos, por ejemplo, como
vistos en una mesa de operaciones, el detalle último hecho realidad.
Eugénie Grandet, Père Goriot, César Birotteau, tienen su contrapar-
tida en. Fortunata o en Jacinta, el abuelo conde de Albrit, o en Fran-
cisco Torquemada.
355
No hagamos caso excesivo a un ligero toque romantizante común,
otro trazo más, a los dos autores. Nos referimos, por ejemplo, al tono
casi truculento o grandilocuente de las aventuras y sufrimientos de
una Eugénie Grandet francesa o una Isidora Rufete española. De ha-
ber algún rastro de la escuela romántica, ¿Schiller en Balzac, Walter
Scott en Galdós?, es tan circunstancial que queda superabundantemen-
te abatido por lo realista. La Isidora de La desheredada es una mues-
tra de un sufrimiento continuado, víctima de su ambición, una figura
patética que nos hace amarla, compadecerla y detestarla a partes igua-
les. Su punto de contacto con Eugénie está basado en esa serie de
profundas y desventuradas aventuras típicas del roman sentimental
galo, pero sobresale de igual manera la emoción realística que pene-
tra toda la obra de Balzac.
Tal vez es en la novela Père Goriot en donde Galdós coincide en
ideas que surgen como producto de su propio campo de experimenta-
ción. En la obra capital del francés, su personaje central, ese Christ
de l'amour paternel, podría reflejarse en esa serie de personajes gal-
dosianos humildes y humillados (Nazarín); otro punto de contacto,
los Vautrin y los Rastignac, se aproximan a los héroes conquistado-
res, Araceli, Juanito Santa Cruz, figuras problemáticas a veces, tema
repetido de héroe anti-héroe.
Se podrían hallar diferentes ecos de afinidades en detalle, tomando
la obra citada balzaquiana, trazos materiales y morales, en uno de un
«père éternel», nacido y crecido para formar un hogar y llegar a ser
el complemento de su esposa e hijas; en el otro de un conde Albrit,
abuelo «sin» familia.
Más analogías; Vautrin, exponiendo la filosofía de su vida trata
a la humanidad con cierto desdeño, así «Licurgo» nos presenta una
filosofía práctica a sus intereses denostando granujientemente a toda
la raza humana.
Bajo el plan de la intriga, el tema del crimen violento, aunque
pasivo, permitido por la aprobación implícita del héroe—Rastignac
haciendo matar al hermano de Victorine—, se encuentra en Doña Per-
fecta, cuando ésta ordena a Caballuco asesinar a Pepe Rey.
Los razonamientos de Vautrin y el drama moral de Rastignac tie-
nen su eco evidente en los argumentos de esta novela galdosiana. Y así
sucesivamente.
Otras similitudes sobre algunos personajes; coincide, por ejemplo,
el tipo de avaro Torquemada en algunos rasgos con Grandet. A decir
verdad estas similitudes deben tomarse con gran reserva, el fantoche
Torquemada, usurero algo humanizado a la vez que rodeado de una
atmósfera sórdida y fantástica, puede ser que ofrezca algunas reminis-
356
cencías de Grandet. Similitudes que asimismo podrían aparecer en
Harpagon. En cuanto a estos chiflados, como el músico balzaquiano
que pudo estar inspirado por Gambara, obra que publicó en 1837, tipo
de artista medio loco que parece salido de las páginas de un Hoff-
mann, también se encuentra con relativa profusión en la literatura de
la época (léfimov, en la primera parte de la obra de Dostoievsky Nie·
totchka Niezvanova, 1849). Son, en suma, la consecuencia resultante
de estos tremendos creadores de figuras títeres, personajes antihéroes.
Todavía se podría señalar, en lo que concierne al conjunto nove-
lístico, el interés que por primera vez Galdós marca en la serie de
los Torquemada sobre el problema familiar, ese rasgo algo humani-
zado de don Francisco el Peor, problema al cual también Balzac se
siente aproximado.
Así, pues, estas investigaciones de impresiones o de reminiscencias
de detalle tienen un interés sobre todo anecdótico. Conviene compren-
der las similitudes de personajes y de temas que aparecen en los dos
autores e indicar las reacciones profundas de su propia sensibilidad.
Se puede decir que don Benito es uno de los primeros escritores en
plasmar en sus novelas el tipo del científico, resultado de la revolución
industrial, en lugar del consabido héroe de profesión indefinida. (Sería
curioso el constatar qué clase de oficios precisos desempeñan la ma-
yoría de los héroes novelescos en la literatura española del siglo xix.
Uno se pregunta con relativa frecuencia de qué viven estos persona-
jes, aparte de la profesión de «señorito».) De la misma manera, aparte
de los grandes señores que se encuentran en la obra de Balzac, la
mayoría son representantes de la clase media, la nueva bourgeoisie.
Al mismo tiempo conviene hacer dos reservas importantes; por una
parte hay una definitiva diferencia entre los numerosos personajes de
ambos escritores, un carácter por decirlo así enciclopédico de sus dra-
matis personae; por otra, ya viene desde Fernán Caballero la idea de
sepaiarse del héroe grandilocuente o poderoso que luego pasará a ser
el héroe definitivo de toda la literatura europea de esos tiempos. Se
reconoce La gaviota como la primera novela realista-costumbrista en
nuestro país, debajo de cuyo manto se mató todo germen romantizan-
te. Este sentimentalismo realista aparece en Les pauvres gens, sin que
esto signifique ningún contacto de la Bohl de Faber y el autor francés.
Lo que sí es más definitivo, muy aparte de esas divagaciones ana-
líticas, es el cuadro donde se mueven los personajes galdosianos
y balzaquianos ; Pérez Galdós nos presenta unos seis mil caracteres,
casi todos situados en una jungla de asfalto, su Madrid adoptado
y adoptivo (excepción hecha de algunas obras para no seguir la re-
gla general); los barrios y calles madrileños nos son descritos con
357
una exactitud topográfica, La desheredada, Misericordia. En Honoré
el hormiguero humano es el reflejo de una sociedad en la que pululan
unos cinco mil personajes en franca lucha por un mejoramiento de
casta en una topografía aquí más extensa. El mundo de los tipos
de este autor es tan sólido como el de su contrapartida hispana;
todo está de acuerdo, todo, a fin de cuentas, sigue una ruta precisa.
El superconocido Goriot, ejemplo literario contrario al caos y a la
anarquía del universo humano, y al mismo tiempo hoja seca llevada
por el viento de su sociedad, de sí mismo. El frenesí de los personajes
de Honorato de Balzac es, sobre todo, una simplificación dramática
o desbordamiento de vida excesiva. Un frenesí de erupción de fuerzas
maléficas, tortura de cuerpo y alma despedazadas entre el eterno
combate de lo bueno y lo malo.
Dentro de los diferentes móviles que pueblan los mundos nove-
lísticos de los personajes en ambos artistas, uno entre muchos nos
llama la atención, la fiebre desatada del poder reflejada en el fanatismo
por una idea o por la obtención de bienes pecuniarios. Este tema del
dinero, por otro lado, está indisolublemente ligado a otro motivo de
Balzac: el de la voluntad de poder, del héroe, del conquistador, en una
diferencia de presentación a notar en Galdós. En el francés la con-
cepción de la lucha por la vida, en una sociedad que comprime
y oprime, incluye automáticamente la de la voluntad. Los que se
rebelan, Vautrin, Rastignac, los Treize, habiendo visto la iniquidad
fundamental de la civilización burguesa luchan como fieras. Es el
ser que, tal como el narrador de los Cahiers écrits dans un souterrain,
no ve más que dos posibilidades: o ser un héroe o zambullirse en el
barro. Cualquiera que sea el profundo sentimiento de Balzac por sus
héroes, la envergadura que les da supone por lo menos una simpatía
instintiva. En todo caso nos presenta un conflicto nacido del hecho
de aceptar tales ideas que se desarrollan sobre un plano material,
con resultados tangibles bajo la forma del dinero y la pujanza. Es un
drama social rodando sobre un problema plasmado por una nece-
sidad exterior.
Consideremos ahora el caso de Caballuco, empujado más por el
odio irracional que por la búsqueda de riquezas, su problema es el de
vencer, y lo hace, a su juicio, matando a Pepe Rey. En parte su
problema es el de Rastignac, pero sólo en parte, pues Galdós emplea
otros argumentos al dirigir sus personajes al asesinato. Parece que
en los tipos balzaquianos hay un convencimiento de que hay un mo-
tivo de muerte justificado en nombre de un interés supremo, como
también Vautrin se justifica en su menosprecio de la masa llegando
al mismo acto. Estos actos, argumentos, medios y motivos, parecen
358
similares en los dos autores. Pero aparte de tal parecido la diferencia
resulta neta, en el franco el móvil pecuniario es la pièce de résistance,
en el español todo menos eso. Los motivos de Pérez Galdós se impo-
nen como lucha por el progreso, cambio de lo falsamente ortodoxo,
crítica de la podredumbre social; el hermano de Isidora en su intento
de asesinar al rey sería un ejemplo. Manuel Rufete es otro chiflado
a quien el autor le ha negado la dignidad esencial del alma humana.
Es un símbolo del anti-héroe que simplemente quiere ser un «hom-
bre». Así, pues, nos enfrentamos, como también en el caso Caballuco,
al crimen resultado de una necesidad más moral que material. Allí
donde el personaje balzaquiano no sueña más que en su engrande-
cimiento material en relación a la sociedad, los galdosianos son
arrastrados en la abstracción de una teoría moral-inmoral. A nuestro
juicio estos últimos móviles son los peores, los mismos individuos del
artista hispano ya están «muertos» antes de cometer su crimen. La so-
ciedad les obligó a suicidarse moralmente, y de tal resultado surge el
crimen material. Es, en resumidas cuentas, un asesinato de principio,
no de hecho, y, por tanto, infinitamente más grave.
Merecen una ampliación temática estos personajes galdosianos,
hay más móvil que la ambición monetaria encontrada en su colega.
Galdós es un observador minucioso, un metomentodo literario, y de
sus apuntes al natural surgen las existencias cotidianas de muchos
hogares de la clase media en que comparte sus gustos o sus pasiones
y desmenuza sus actores uno a uno, como el Pipaón reventando de
vanidad y de influencia. La de Bringas podría ser otro diseño foto-
gráfico de héroe y antihéroe en confusa, pero lógica, mescolanza.
Porque la acción de su historia de trágica y conmovedora vulgaridad
es un símbolo del autor y de su obra. Ocurre en el Palacio Real de
Madrid, cuando lo ocupaba la Reina Isabel II, pero no en los salones
solemnes, sino en las buhardillas. Digno de un Galdós tal contra-
sentido, que supo apreciar lo intuitivo de la vida ferviente que bullía
allá arriba en el mundo ignorado, localizado bajo los techos, lejos,
muy lejos socialmente del oropel de la real mansión. Allí, en unos
cuantos metros cuadrados vivía una pequeña humanidad con sus
pasiones en modo alguno inferiores en lucha interior a las de los
de abajo, los de la Corte deslumbrante. Es curioso notar el simbo-
lismo de la claraboya, espejo a través del cual contemplaban los
habitantes del palacio el ir y venir de los personajes egregios. Como
un mundo deslumbrante, un espectáculo de marionetas.
Y es en ese contraste de vidas grandiosas y humildes donde Pérez
Galdós nos presenta una crónica patética de unas personas como
actores buenos y malos de ese escenario llamado vida. Sólo un Galdós
35Θ
nos podría presentar una pintura tan vivida, unos seres ficticios tan
llenos de realidad.
Sus personajes tienen varias dimensiones, como en Realidad, otra
novela de visionarios, quizá de perturbados. Federico Viera y Tomás
Orozco, por la precisa sutileza y la convincente humanidad del diseño,
logran relieve tan viril, aunque erróneo, como los nacidos de la pluma
de un Dostoievsky, Crimen y castigo, póngase por caso. Es la afición
de sus creadores a esa zona de la naturaleza humana en que las
fuerzas subliminares preparan oscuramente la acción y el carácter
en una lucha de móviles a veces rayanos en la locura.
Otros tipos de un subconsciente faltos de balance se hallan en
Angel Guerra, novela místico-freudiana anterior a Freud en unos diez
años y anterior a la propagación de estas teorías en España en casi
treinta años. (Freud entra en España hacia el año 1920, Angel apa-
reció en 1891.)
O Villaamil (Miau), preocupado con el income tax, panacea para
los males nacionales, etc. Y no nos despeguemos de los tipos galdo-
sianos sin indicar que el tipo de mujer reelaborado por los modernistas
—Valle-Inclán en Femeninas y El yermo de las almas, Benavente en
Cartas de mujeres y en algunas de sus primeras comedias—quizá
tenga un derivado del personaje-mujer de Galdós, por mucho que
en esas versiones se disminuya la calidad humana del modelo, y en
mezcla con la desigual sugestión de las mujeres de Flaubert e Ibsen,
o de EyAnnunzzio, Marcel Prévost y Picón.
Volviendo a Honorato de Balzac, sus personajes son asimismo tre-
mendos, muchas veces tremebundos. No sólo no se contenta presentán-
dolos, sino que trata de darles una explicación como resultado de la
herencia, como se advierte en el prefacio de Splendeurs el misères des
courtisanes. En esto cala más que Galdós, lo que unido al leitmotif
monetario nos hace ver, por ejemplo, a una Eugenie Grandet, que
ha dado todo el oro que ella poseía a su primo Charles que fue a las
Indias a hacer fortuna. Al cabo de un año le père Grandet quiere ver
su oro. Cuando comprende que ella no lo tiene se encoleriza, jura,
amenaza, suplica, mas no hay nada que hacer. Ella es más Grandet
que él mismo, siendo su padre. El determinismo es acuciante.
Juana de Mancini pertenece a una larga línea de cortesanas que
se remonta hasta la Edad Media. Su madre, la Maraña, en una hora
de religión y melancolía jura delante de un altar hacer de su hija
una criatura virtuosa, una santa, a fin de dar a esta larga serie de
crímenes amorosos y de mujeres perdidas un ángel para que rece por
ellas en el cielo. Y así la confía a una familia en Tarragona, que
la educan en las ideas de religión, pureza, honor, etc. Un día toman
360
la ciudad, y en el saqueo un aventurero italiano, Montefiore, consigue
reducirla a pesar de todas las vigilancias y todas las imposibilidades.
Ella fue, simplemente, víctima de une foudroyante oeillade, dado que
aunque virgen de hecho era una hambrienta de amor. (Les Maraña.)
Otro caso, el de Rosalie de Watteville, que muestra una variación
al mismo tópico. Esta joven también fue educada con una severidad
casi monástica, pero el autor nos hace ver que bajo esta educación
y actitud se escondía un carácter de fuego. (Albert Savarus.) Así es
como lo vemos; los trazos de genio o del vicio reaparecen en largos
intervalos, en diferentes generaciones, como si se tratara de gérmenes
latentes. Una teoría pre-zolesca que merece estudio.
La educación ejerce también una influencia considerable. No co-
rrige todas las taras del nacimiento, pero orienta la vida en una
dirección determinada. Así, bajo el efecto del gran amor que tiene
por su primo, vemos de nuevo a Eugénie encontrar la fuerza para
desasirse, siquiera sea por un momento, de su habitual pasividad
y obediencia que la han inculcado; pero abandonada por quien ama,
desilusionada, vuelve a la austeridad de la vida de su juventud, a pesar
de tener una renta de 800.000 libras, como una especie de mecanismo
que su educación le había impreso. De nuevo cae bajo la influencia
del padre, sus palabras se hacen otra vez ley.
Hay otra diferencia notable en el tema de la religión en los
personajes de uno u otro autor. Hacia el final de Honorine, la heroína
de Balzac se lamenta de haber sido una especie de Santa Teresa
sin éxtasis. El convento no la purificó, y al volver a su familia, el
esposo a quien dejó por un amante, su hipócrita papel de regenerada
no cuajó, muriendo finalmente. Un caso personal de religión podría-
mos apuntar. En Galdós se hace social con prolongación universal.
Armand de Montriveau busca un amor perdido; cree que está
en un convento y en un servicio religioso; se da cuenta, al cantar una
monja, de que es su Antoinette. Aunque es contra las reglas, se le
permite una visita con la monja en presencia de una superiora. Pero
Antoinette, ahora Soeur Thérèse, le dice que ella «murió». Armand
inventa un rapto elaborado, es uno de los Treize para quien nada es
imposible; pero cuando entra en el convento encuentra sólo el cadá-
ver a punto de enterrarlo. (La duchesse de Langeais.)
De nuevo una diferencia acusada a la presentación religiosa en
don Benito, que va desde Nazarín hasta Doña Perfecta, pasando por
toda una serie de novelas críticas universal a tal tema.
De toda esta combinación de similitudes y diferencias en esa cons-
trucción piramidal que son los personajes galdosianos y balzaquianos,
nos interesan en particular esos altos y bajos, esos desarrollos de
361
carácter, incluso los personajes secundarios, pequeños mundos dentro
de otro mundo, órbitas de tipos novelísticos con una función deter-
minada en la obra, creíbles incluso dentro de sus, al parecer exage-
rados, motivos, tal vez porque a nosotros nos está vedada esa visual
literaria de esos escritores que se hallan, que se sitúan, dentro de sus
novelas.
SIGNIFICADO
362
cracia a la pobreza, con énfasis en lo científico; el ingeniero, por
ejemplo, resultado en el autor franco de la nueva generación producto
de la revolución industrial, y más todavía en Galdós, con la secuela
del positivismo, masonería y krausismo en España.
Vengamos a los conflictos sociales o interiores que oponen y agitan
sus personajes. En el escritor francés se toma el tópico del dinero
y lo trata a machamartillo. En una sociedad burguesa fundada sobre
el egoísmo, el dinero es la fuente de pujanza y destrucción. La falta
de esta droga convierte a los hombres en poseídos, su necesidad crea
los rebeldes, sean bribones, como Vautrin, o triunfadores, como Ras-
tignac, o maníacos, como Gobseck, la prima Bette, Claès o Grandet.
La ausencia de este móvil, la febril posesión de la riqueza, rinde la
obra de Balzac inconcebible.
En el español, a primera vista, el dinero parece igualmente impor-
tante, desde Torquemada hasta la colección de tipos víctimas de la
empleomanía, los Miau. La necesidad de figurar se basa en definitivos
conflictos de interés. Isidora quiere ser noble, tener mucho dinero,
gastarlo en comprarse obras de arte, vestidos, etc. Su pobreza y su
ambición son las causas de su ruina física y moral. El tema de la
miseria de los pequeños funcionarios siempre pendientes de la cesan-
tía resultado de los muchos pronunciamientos en la vida política
española del siglo xix, se refleja acusado y angustiador en el referido
Miau. En total, el cuadro y sus peripecias parecen estar aparejados
con el mismo andamiaje en los dos escritores. La imagen desmesu-
rada de los conflictos monetarios en la obra balzaquiana pudo muy
bien golpear con certeza ruidosa de aldabón al autor español. En
ambos también se conocen sus preocupaciones económicas: le bon
vivant pantagruélico y su contrapartida atenazado por las «cuentas del
Gran Capitán» editoriales.
Mas al leer con cuidado notamos un segundo punto de vista dife-
rente en Pérez Galdós. El dinero no es el «ábrete Sésamo», ni en el
conflicto ni en el resultado de la producción galdosiana. Tal vez por
ser sociedades en parte diferentes, por ejemplo, la España de Isabel II
no conoció la quemazón del enriquecimiento rápido y hambre de lujo
que hizo de la corte de Eugenia de Montijo una fiebre bolsista. Más
bien Galdós nos muestra la destrucción, o por lo menos las transfor-
maciones operadas por el dinero en sus héroes, con su resultado sobre-
saliendo los efectos del mismo. En Balzac hay más psicología y resul-
tado social, en don Benito más humanidad y compasión. Para el
último el motivo económico no es más que un pretexto cómodo y
evidente para desarrollar la intriga, una base material indispensable
para adentrarnos en las peripecias de la recitación; incluso la serie
363
de los Torquemadas, donde la rapacidad de don Francisco tiene una
diversidad de presentación al egoísmo de Doña Paca en Misericordia,
entrevemos múltiples conflictos de interés, pero siempre como con-
cepto secundario al hombre por sí mismo, presentado bajo todos los
puntos de vista.
Balzac tiene la ambición de presentarnos la historia de una socie-
dad dibujada en plena acción ambiciosa, un conglomerado de perso-
najes empujados hacia una meta primordial, la posición social. Galdós
proyecta su obra monumental describiendo unas figuras víctimas de
pasiones humanas en las que el dinero no es necesariamente el «deux
ex machina», sus personajes son otros tantos actores moviéndose en
el escenario del mundo y representando todo drama humano.
Hasta aquí diferencias en relación a móviles pecuniarios, ambición
y odio criminal desatados o mal interpretados; pero, una vez más,
los dos genios creadores parecen ponerse de acuerdo en otro punto
clave, expuesto el cual buscan el remedio. Esa es la catarsis del lector.
No se trata de una similitud de conceptos políticos, sociales, religiosos,
sino de algo más, remediar una sociedad enferma. La simplicidad de
la teoría, en su exposición, es ingente labor que los dos escritores
atacan a conciencia. Los resultados, sean o no derivados de su pagina-
ción teorizante, cuentan menos que la forma de presentarlos. Breve-
mente, un o témpora o mores, que los dos artistas blanden con resta-
llido de latigazo.
Esta idea podría prolongarse hasta el infinito. Galdós y Balzac
recorrieron un camino que les llevó a estas conclusiones, la idealiza-
ción de un mundo mejor, si no utópico, al menos más moralmente
real. Es curioso notar las acusaciones de que fueron objeto por detrac-
tores del bien público, podría decirse. Fueron simplemente dos apo-
logistas de un nuevo orden fundado sobre otro viejo, el progreso.
Expusieron las lacras de la sociedad como un organismo vivo que
necesita el escalpelo. Sus personajes son ejemplos de una tesis que
representa al individuo, a la familia, a la comunidad y, por tanto,
al universo entero. Un conglomerado social fundado sobre castas, tra-
dicionalismo oscuro, ambición desenfrenada, son los bajos fondos de
estos novelistas dispuestos a usar el bisturí en todo momento.
Al adentrarnos en sus novelerías nos inclinamos comúnmente
a admitir lo extraordinario de sus problemas, porque de este modo
nos parece que interpretamos mejor los temas-tesis. Esta idea recal-
citrante es fecunda y original siempre, dentro de ese concepto repe-
tido ä machamartillo, la injusticia social. Pero lo repetido en sus
tópicos es la realidad misma, una. realidad fecunda, original, en que
el artificio que resulta de las conveniencias políticas, judiciales, reli-
364
giosas, etc., nos convence. Pero no nos lancemos por sistema a aceptar
ni a rehusar lo novelesco de estos hombres de letras. La vida, en su
infinito rodar, ofrece bastantes peripecias inesperadas, lances y sor-
presas terribles, y es lógico encontrar una situación real en esa tesis
febril latente en estos creadores de ficción que parecen lanzarnos
a la vista lo cuotidiano en una rebelde exposición.
La novela galdosiana Doña Perfecta, como un solo ejemplo de lo
problemático, nos trae lo íntimo de las pasiones que se manifiestan
en violentas explosiones. La catarsis del lector reside ahí, es lo resul-
tante del mensaje. Prácticamente la idea es una abstracción, pero la
tremenda verdad humana nos da una contradicción interna. Pirande-
llianamente nos preguntamos, ¿qué es lo verdadero?, ¿lo ficticio o lo
real? ¿Lo que leemos o lo que interpretamos? Es como una obsesión
producida por lo real-irreal de una situación determinada. Lo que
vemos es una sombra, una imagen, hechura de nuestro pensamiento,
de esa idea de sus creadores que habiendo abierto dentro de nosotros
sus formas de suplicio, sale y nos atormenta desde fuera.
A veces la intensidad de la pasión-tema desemboca en desespera-
ción y, por ende, en locura. No olvidemos que la locura es recurso a
que tanto Galdós como Balzac apelan por exigencia del desnivel que
produce en un carácter determinado, más que la sinrazón, el exceso
de razones, en lucha a vida y muerte. En definitiva, el desnivel viene
del doble fondo en que juega la realidad, la aparente o circunstancial
y la recóndita, psicológicamente necesaria. Ese psicologismo con que
Galdós da estado veraz a situaciones ficticias que sólo él presintió
en España, se encuentra plenamente en lo balzaquiano, un latigazo
a la verdad humana.
En realidad esta tesis es tan vieja como el mundo; no se trata
de presentar nuevos problemas, sino de solventar los ya existentes.
Definitivamente vale la pena presentar tal mensaje, como se ve en las
plumas de otros autores en todos los géneros literarios y a través
de todos los tiempos, nombres tan dispares como un epigramático
Marcial, un incisivo Quevedo, un escenarista tan magnífico en sus
tipos-ideas como Shakespeare, o una legión de escritores universales.
Pero califica a nuestros dos autores más que nada lo que anticipa del
juego de ideas hasta el fondo del subconsciente, entre impulsos ciegos,
alucinaciones y vaivenes del espíritu. A través de la mayoría de su
obra, don Benito sé enriquece con preocupaciones sociales, producto
de la inquietud metafísica tan bien plasmada asimismo en Balzac.
Ese es el qui pro quo. Así el gran Honoré, al escribir su obra, como
nos indica en el prefacio de La Comédie Humaine, «à la lueur de
deux vérités éternelles, la Religion et la Monarchie», encuentra, en
365
definitiva, la verdad «dans les choses, en dehors de soi...». En su
sociedad ideal, la voluntad individual, don de Dios, se une con la
autoridad para construir el mundo y las almas. Para Galdós es el
mismo caso; en su discurso al ser nombrado miembro de la Real
Academia, expresó así su concepto de la novela: «imagen de la vida
es la novela, la sociedad es la primera materia del arte novelesco».
Y en la introducción a La desheredada aparece la siguiente breve,
pero intensa idea: «saliendo a relucir aquí algunas dolencias sociales
convendría dedicar estas páginas a los que son o deben ser sus ver-
daderos médicos, a los maestros de escuela».
ESTOJO
366
Mas aparte de estas posibles diferencias se observa la obra en
conjunto de estos dos genios creadores como la edificación de un
grandioso edificio libre en sus líneas de asunto y técnica. Habrá
diferencia de detalle, más o menos realismo, simbolismo, acusación,
etcétera, pero el conjunto se identifica; sus obras son el punto de
partida de la transmisión de la verdad. Y así llegamos a otro punto
en común. Tal asalto novelístico a una sociedad en decadencia si no
conquistó definitivamente la fortaleza, sí la sacudió desde sus cimien-
tos, y el resultado no fue un simple grito dado en el desierto. La
sociedad hambrienta de lujo y poder, póngase bajo el período histó-
rico de Napoleón III, o la española producto de la nueva generación
burguesa de la revolución industrial, aunque débil en sus logros
cambiaron en un nuevo tipo de europeo, el hombre del siglo xx,
aun con seguras injusticias sociales, pero adelantados y educados en
un punto de vista más elevado, más hacia el siglo xxi.
Llegados a este punto hace falta echar una mirada sobre la forma
de estos dos escritores, sobre sus contactos y el éxito de su realismo
y de su método. Se sabe que Honorato de Balzac tenía un don de ob-
servación rápido, una curiosidad insaciable, una manía de precisión
documentada. Se conoce el pasaje de Facino Carie, donde siguiendo
a una pareja de obreros el artista forma el andamio de toda una no-
vela. Es una observación intuitiva que penetra el alma sin olvidar el
cuerpo, o que puede intuir tan bien los detalles exteriores que da la
facultad de compenetrarse en la vida del individuo sobre la que se
ejerce. Balzac, en este caso preciso, sigue a un obrero y a su esposa,
al filo de la medianoche al volver del Ambigu-Comique, y se interesa
en seguirles. Al oírles se percata no sólo de sus vidas, sino de los me-
nudos incidentes de tal día, como un niño embebiéndose en lo que le
dice su mamá sentado en sus rodillas, aquí el autor «andando en sus
zapatos», sintiendo sus deseos, sus necesidades, pasando todo a su alma,
o su alma pasando a la de ellos. Compenetrarse, llegar a ser «él», «ella»,
«ellos», he ahí la máxima manía del hombre de letras francés. Y así
también la del español, viajando en vagones de tercera categoría, o
entremetiéndose con lo populachero, libreta de notas en la mano, siem-
pre a la búsqueda de lo real, de lo castizo. Como casos de perfecta
simbiosis.
Convendría citar la prolongación de esta peculiaridad a otros es-
critores europeos, típicos ejemplares asimismo de este período. Páginas
enteras de este tono podrían encontrarse en Dostoïevski, su Diario de
un escritor refleja este amor a errar por su San Petersburgo, observan-
do pasajes y paseantes desconocidos, estudiarlos tratando de adivinar
cómo son, quiénes son, cómo viven y qué hacen. El simple encuen-
367
CDADBRN09. 224-226.-7
tro de una mujer llevando a su niño de la mano les evoca todo un
drama en su imaginación. Se cierran los ojos y se sueña con esa ha-
bilidad hecha vida en estos genios creativos, otro de los cuales sería
Dickens.
Esta estilística se prolonga a los personajes de Galdós errando sin
cesar por la ciudad, sin rumbo fijo ni regla determinada, o poseídos
por un afán demoníaco de pasión humana; Ido del Sagrario, Benig-
na, afirman y reafirman sus itinerarios con una exactitud topográfica.
Queda palpable que tanto para el autor franco como para el hispano,
esta posición temperamental es tan exacta que en sus personajes los
retratos físicos y morales ocupan siempre un primer plano. Se les si-
gue en su punto de vista determinista, sus informes sociales basados
en unos seres humanos, analizados en su justo medio ambiente, in-
formes de detalles minuciosamente acumulados. Se tiene la impresión
de enfrentarnos a unos maestros que lo saben todo por adelantado y
que nos hacen partícipes de su ciencia. En Galdós, la correspondencia
entre lo anímico y lo material se expresa por medios casi idénticos a
su colega francés. No es en manera alguna plagio de forma o conte-
nido, sino un estilo común cuya base es la habilidad innata en am-
bos. Acentuemos con más precisión; en los dos escritores notamos la
falta de minucia científica, caso curioso en unos tiempos de revolución
industrial y su natural impacto por las ciencias positivas. Por el con-
trario, emplean un método humano directo y sugestivo, el que nos
hace vivir la impresión de unas vidas observadas con precisión foto-
gráfica. Lo determinista sí existe, pero a su vez determinado por unos
tranches de vie ejemplos típicos de la sociedad de sus días prolongada
a todos los tiempos. Se encuentra más un punto de aproximación a
Zola que a Conte, y Kraus, en el caso español, es a veces piedra de
toque.
Este método es particularmente efectivo para ofrecernos la atmós-
fera de un París o un Madrid, ciudades que reflejan un caos, sea ham-
bre de lujo, falseamiento político, cerrazón trádicionalista, en particu-
lar la religiosa. Un método eficaz en la descripción de comunidades o
individuos que resulta en una causa y efecto únicos; los chiflados en
causa común con sus creadores, una causa común de mejoramiento
mediante el ataque, el personaje de tesis, el pulpito hecho paginación,
es decir, la estilística, forma y contenido, al servicio de la reforma.
Estas dos ciudades se nos presentan como a través de un prisma
fantasmagórico, igual al caso de un Londres o un San Petersburgo,
haciendo causa aparte con el resto del país, pues parecen desarraiga-
das de la tierra madre, y sin embargo son el núcleo y síntesis de lo
nacional; al sumergirnos en ellas nos asociamos a esta imagen espe-
368
cial y a la vez ortodoxa que nos lleva y trae, nos arrastra hasta en-
gullirnos en lo ensoberbecedor de sus argumentos. Esta faceta fantas-
magórica, esta imagen poética en su realismo tantas veces crudo, surge
de un estilo donde lo gris de la vida favorece la visión de una segun-
da realidad que se dibuja sin cesar tanto en uno como en otro escri-
tor, la presencia de un material procedente de una sustancia que con-
tiene una combinación en masa física, psicológica y metafísica.
Pasemos al encuadrado de los personajes; en Balzac se nos reve-
lan por su aspecto físico o por sus actitudes. Los procedimientos de
su conversación, acento, vocabulario, argot, de los que el autor se sirve
tan abundantemente son como atributos en alguna manera escénicos,
así como el vestido y la mímica del actor. La técnica del escritor fran-
cés nos recuerda los efectos visuales o mecánicos del teatro. En Gal-
dós se llega incluso más lejos en esta técnica, encontrando apartes es-
cénicos o capítulos enteros que parecen sacados de una obra teatral.
Esto no es una falta de composición, sino como un recurso para real-
zar el nivel de la novela. Lo monótono es, por cierto, inexistente.
El idioma llega a niveles insospechados, aun a pesar de acusarse
a Pérez Galdós de poseer «un estilo sin estilo». La España arcaica y
necesitada de reforma en la figura de sus eclesiásticos (don Inocencio),
el «jargon» de sus personajes populacheros (Mauricia la Dura), en to-
tal, una enumeración que se podría prolongar tanto como personajes
galdosianos encontramos. Es una lengua infinitamente expresiva, con
una sintaxis frecuentemente desarticulada y que acrecienta la calidad
emotiva de un arte; en suma, que todavía no ha sido plenamente apre-
ciado, resultado tal vez de aquella crítica negativa que se le enfrentó,
desde las alturas de algunos miembros de la generación del 98 hasta
lo petimetre literario de un Padre Blanco.
Los personajes galdosianos «nacen» de sus palabras así como de
sus hechos; su crisol es la presentación minuciosa del autor; todos
los ingredientes están allí; exploramos su alma hecha por ellos mis-
mos, o por los otros, o por el escritor mismo, en tal forma que llega
a los límites de la confesión (¡esa Fortunatal). Nuestro autor gravita
también en la preocupación estilística de escenificar sus novelas, algu-
nas por lo menos. Ninguna carece, por lo que hace a tipos, ambiente
y diálogo, de posibilidades teatrales, dado que siempre pensó en abor-
dar directamente algún día la literatura dramática. El siglo xrx fran-
cés es en sobremanera experimental en este género literario, citemos
desde un Dumas hijo hasta un Henri Becque. Más o menos represen-
tables, según los tiempos, los públicos, las costumbres y las exigencias
técnicas, aparte de La comedia humana, se le podría adjudicar la co-
letilla de novela teatral, técnica tan repetida en el hispano, quien tal
369
vez la derivó de la Celestina o La Dorotea. Pero esta es una línea di-
fusa que, por su factura, podría prolongarse a otras novelerías.
Otra subfaceta del estilo; Fortunata y Jacinta, por ejemplo, es más
bien una novela dentro de otra novela, cada una con diferente argu-
mento dentro de un encuadrado común. Realmente no son varias par-
tes, sino, aspectos de la misma novela o novelas con idéntico asunto,
personajes y lugares, diferenciándose en cuanto a la técnica expositiva.
Más ejemplos; la última parte de Doña Perfecta, dedicada a la
correspondencia del bibliógrafo, a su inútil esfuerzo por hallar salida
a una situación que, dada su mentalidad, no la tiene, la graduó Gal-
dós con mucho arte, cierto que es una técnica repetida, más no por
eso menos efectiva.
Otro procedimiento usual en los dos novelistas (en Balzac el efecti-
vismo es en sobremanera efectivo), es el que consiste en hacer que
unos mismos personajes aparezcan en distintas obras. El prolífico Ho-
norato va inclusive más lejos alabándose de ser el inventor de este
procedimiento, pero la verdad es mucho más antigua, pues ya nues-
tro Cervantes no lo ignoraba. La reaparición de personajes sirve para
aumentar la ilusión de la realidad. Al encontrarnos con un tipo ya
familiar en otras obras tenemos la impresión de reconocerle, como si
fuera un amigo. También los griegos sabían el efecto artístico que
produce el reconocimiento. Tal personaje, al evadirse de una novela
a otra, nos causa una sensación de vida independiente, capaz de re-
basar los límites del mundo novelístico.
En cuanto a don Benito, hay otro aspecto técnico, la combinación
de la historia y ficción. Va más allá de un Walter Scott o un Dumas
padre, como se observa plenamente en los Episodios. En Balzac lo
que se destaca es la introducción del factor histórico y el objeto con
que lo hace, con énfasis más en la moral que en el proceso de la his-
toria, por ejemplo, Les Treize. Estos factores motivan el pase de un
tópico histórico a uno ficticio, lo real del momento. Este rápido paso
coloca historia y ficción en el mismo plano, como temas de una mis-
ma índole. Lo ficticio cobra realidad y viceversa. La historia de tales
personajes se entreteje a la de Francia.
Volviendo a la reaparición de personajes, hay siempre un cambio
dé perspectiva, corrección de enfoque. En Galdós repercute muy bien
tal técnica. Como si hubiera una nueva unidad de tiempo. No es, por
supuesto, una cualidad intrínseca a nuestros dos autores, como ya que-
dó indicado. Hasta se podría extender esa peculiaridad estilística a
Proust y James Joyce también, la morosidad, tempo lento. (Ulysses,
veinticuatro horas en acción). Un extremo de enfoque espacial de los
caracteres novelescos llevado a últimas reducciones de distancia míni-
370
ma. Nuestro hombre de letras no se extrema en tales morosidades,
pero el detalle lento, repetido, la «resurrección» de nombres, sí apa-
recen.
La técnica de Honorato de Balzac no es sólo excitar nuestra curio-
sidad por medio de la combinación de unas aventuras extrañas, sino
de combinarlas, unirlas, digerirlas, mediante una lógica implacable.
La unidad es fatalista, determinada. Como la vida la vemos transcu-
rrir sin poder hacer nada. Nos dejamos arrastrar por la corriente, eso
es todo. Su filosofía en el estilo puede basarse en la observación de
que todo se encadena en el mundo real; todo movimiento correspon-
de a una causa, toda causa se centra al conjunto y, por consecuencia,
el conjunto se representa en el contenido.
Tal conjunto es el resultado de un contenido-forma caro a ambos
artistas; ricamente sugestivo, original dentro de su falta de estilo
per se. La objetividad es la faceta literaria que predomina, y los sen-
timientos se presentan nítidos, fuertes, a veces hasta violentos.
El humor sería otra subfaceta relativamente interesante, de crítica
amable con tendencias grotescas, sin dar paso a la carcajada, el tema
es demasiado realista para permitir arlequinadas. La dialogación es
apropiada a los personajes, siempre rica en temas claves sobre lo real.
También en los dos literatos la imaginería es circunstancial, si bien
en Galdós el simbolismo, especialmente en los nombres de personas y
lugares, es más acusado que en su contrapartida el francés. Pero Mae-
terlinck no tiene cabida aquí, ni Mallarmé tampoco en ningún caso.
Curiosamente esta idea se prolonga a los otros dos puntales de la li-
teratura europea, Dickens y Dostoïevski, sólo en el caso español se
nota el aparte del símbolo-nombre.
CLASIFICACIÓN
371
los temas galdosianos y balzaquianos, serena aunque acusadora, re-
formadora con toques a veces depresivos, casi naturalistas, otras veces
ligeros en un humor amable de padre críticamente aconsejando a un
hijo díscolo.
De los contactos entre ambos escritores sobre el mismo tópico cabe
apuntar la similitud de miras, no la derivación de uno a otro; nadie
pasa la antorcha; sólo la llevan cada uno a su manera como nuevos
Diógenes en busca de una sociedad honrada. Así, vemos al Galdós de
sus jóvenes años deambulando por París y entrando en contacto casual
con La comedia humana (Eugénie Grandet); luego reflejaría su apro-
ximación histórica en su primera novela, La fontana de oro. Es cu-
rioso notar que por la novela histórica entraron ambos en la novela
social (Balzac, Les Chouans). Son preeminencias literarias en cada país
pues hay equiparación tanto en contenido como en forma, en reali-
dad una analogía sustancial y omnivalente de coordenadas, ángulos y
perspectivas literarias casi de común acuerdo. El tema y propósitos
son los mismos; las sociedades española y francesa de sus tiempos
de las que fueron los historiadores. Siendo el objeto radicalmente his-
tórico se ofrece objetivamente en tiempo y espacio como objetiva exis-
tencia de una misma realidad social-histórica.
Es una coincidencia el lindero cronológico, pues uno muere cuan-
do nace el otro; una mera diferencia de siete años; es el siglo pasado
cuando en Francia se gesta una nueva sociedad, y así Balzac no escri-
bió por la gloria o patriotismo del país, sino porque la nueva sociedad
se ofrecía en todos aspectos. Fue el paso de la agonía del ancien régime,
lucha de la burguesía, principios del proletariado, entronización del
dinero —bolsa—, bandazos políticos —de Austerlitz a Santa Elena, de
Carlos X a la Comuna, de Waterloo al Imperio Colonial. En verdad
la fragua de una nueva época.
Distinta fue la España de Galdós aventando las cenizas del fuego
perdido—pérdida de América, luchas civiles fanáticas, pronunciamien-
tos. Es la sociedad triste y desmoralizada que fustigó Larra. Así lo
recalca en los Episodios nacionales con glorioso y dolorido balance, un
balance que empieza con un Trafalgar que es toda una pieza de arte
galdosiana.
Aquí es donde se pueden clasificar más diferencias; Balzac fue un
cantor apasionado de la sociedad francesa, mientras que Galdós fue
un observador entristecido. Mas estas diferencias son de líneas con-
vergentes, no divergentes; como un mural con colores distintos e
igual tema, esa es la clave para comprender lo divergente-convergen-
te de los dos. En el francés hay reducción a un común denominador,
la gestación de la nueva sociedad, caos constructivo, reducción a la
372
unidad de la amplia y compleja realidad, o reducción unitaria filosófico-
poética como una base comteana en Balzac. Añadamos que no se
refiere Honoré a él directamente, como Pérez Galdós a Balzac muy
ligeramente ; aunque en el autor franco aparece un personaje casi com-
teano, Leon Giraud, un grand homme de province à Paris, joven del
cenáculo de la callé Quatre-Vents, cuya contrapartida podría ser el
marido de Fortunata; aquél, atrevido teórico, sistematizador, y éste,
chiflado, expositor de teorías sociales.
Don Benito carecía del organismo vivo que tuvo su colega; en la
desmoralización social el francés diagnostica, mientras que el español
hace la autopsia. Lo que en el primero es bautizo, en el segundo es
viático. Hay menos filosofía en nuestro autor y más análisis natural.
En otra comparación al arte pictórico, Galdós sería un Delacroix, Bal-
zac a lo Degas; allí drama, aquí color. En otras palabras, el hispano
ve su ambiente con el corazón y el francés con la cabeza. En los otros
dos puntales novelísticos vemos a Dickens y su tragicomedia, pues
hay mezcla, y en Dostoïevski locura, pues hay lucha. Es una sociedad
de seres acentuados: Vautrin, Grandet, Nucingen, la prima Bette; no
hay vulgaridad de tipos comunes. En el inglés tenemos más ternura
poética, ironía (Oliver Twist). Galdós ve su «vulgo» también incremen-
tado; no hay cursilería como en muchos coetáneos suyos, ni «socia-
lismo» (Eugenio Sue), ni «proletarios» (Germinal, Zola; o más tarde
La horda, Blasco Ibáñez). El pueblo de Galdós es la burguesía espa-
ñola, tipos medianos a lo Turgueniev; esto no quiere decir que todos
los personajes de Balzac son grandiosos ni los de Galdós endebles;
puede haber intercambio, como el primo Pons, Petrilla y la hija de
Grandet pueden compararse a Pepet, Orozco o Viera. Λ veces estos
tipos son monstruos energéticos, otras reflejo de un valor ético, como
la densidad emotiva de doña Perfecta, o el casi amaneramiento abú-
lico en Pepe Rey; o ingenieros como Máximo, lógicos.
Otro detalle curioso de notar es que la generación del 98 admiró a
Balzac y despreció a Galdós en un error de contenido y fondo, pues
ambos castigan «desfaciendo entuertos» en unos ideales contenidos en
una paginación de rico estilo que no tiene estilo. Este error de la ge-
neración citada es extraño, pues su coetáneo quiso purificar el ambien-
te, como algunos de ellos en su ensayo estético. Así se nota que en
proporción Pérez Galdós fue más español que Honoré de Balzac fue
francés, hay más palpitación en el primero. Lo balzaquiano es menos
moral que lo galdosiano; aquél estuvo obsesionado por lo fuerte y
destruye ; éste plasma lo débil para entender lo ético. Y en los dos
una europeización con visos universales. En total, un conjunto de-
tractor-constructor como lo fue Don Quijote.
373
Así, pues, medio social, drama, tema y tesis; personajes, su natu-
raleza y conflictos; y estilo, claro y preciso con un ligero toque hu-
morístico irónico, son las facetas comunes si bien ligeramente distan-
ciadas. Más que influencia se nota la protesta propia de cada autor
por la irregularidad del clima en la vida de sus tiempos, característica
ésta de la que gozan también en grado sumo el inglés Dickens y el
ruso Dostoïevski (al que podría añadírsele otro de sus compatriotas,
Tolstoi), un cuadrumvirato literario de toda una época, salvedad he-
cha al quinto, ya algo apartado de los problemas de sus días.
Queda, por tanto, la obra de nuestros dos hombres de letras como
un inmenso fresco humano, una comedia humana ejemplo de un nue-
vo arte cristiano propuesto para el mundo. En lugar de una jerarquía
protectora producto de los siglos, se nos presenta al hombre libre, in-
finitamente más valioso. La pintura mural nos lleva de la mano en
la exposición de cómo organizar un equilibrio de fuerzas entre el in-
dividuo y la sociedad. Ese es el mensaje. Y esos son los parecidos y
ligeras diferencias de Galdós y Balzac.
FRANCISCO C. LACOSTA, P h . D.
Assistant Professor
Brooklyn College
BROOKLYN, N E W YORK
374
SELECCIÓN DE POESÍA CUBANA
POR
FELIX G R A N D E
375
periodístico, es también muy útil L· serie de reportajes «8 semanas en
Cuba-», escritos por Mario Rodríguez Aragón y publicados durante
octubre y noviembre de 1967 en el semanario español Sábado gráfico).
Ya en Cuba supe que iba a autoimponerme esta limitación y decidí
asomarme con toda la atención posible exclusivamente al aspecto cul-
tural. Algunas de las observaciones sobre esta parcela de la situación
general cubana, de hecho informan sobre la totalidad del contexto.
Por ejemplo, sucede que las ediciones de los libros, que suelen ser de
dos a diez mil ejemplares, incluso, y por qué no, los de poesía, se
agotan por lo general en pocos meses, a menudo en pocas semanas,
cxcepcionalmente en unos días (sólo un libro duró unos años a dispo-
sición de los compradores: El Quijote; no creo tendencioso aclarar que
se trataba de quinientos mil ejemplares); sucede que sobre una pobla-
ción total de siete millones de habitantes existen unos trescientos mil
becados; sucede que la presentación de cuatro libros recién edita-
dos motivó una cola de compradores desde la puerta de h librería
hasta varias cuadras (manzanas) más atrás, y bajo la lluvia; sucede
que la mayor parte de los libros editados en la Isla son laboriosa-
mente comprados y distribuidos, pero también laboriosamente estu-
diados, comentados o discutidos, con una mezcla de apasionamiento
y rigor. Estos datos mínimos sobre la situación cultural informan
sin duda sobre L· naturaleza de la situación general de la actual so-
ciedad cubana; las consecuencias o significaciones puede extraerlas
cada lector y después corroborarlas o ampliarlas, o civestionarlas, me-
diante la frecuentación o estudio de otros informes más ambiciosos
y metodológicos. Sucede, por último, que Cuba es hoy tal vez el país
de habla hispánica con mayor número de poetas por kilómetro cua-
drado. Invasión que no parece alarmar a la Isla. Resulta reconfortante
ver cómo un país no teme ni desprecia a sus poetas, ni aun cuando
muchos de ellos sean buenos, como trataré de mostrar.
376
de eliminar ese peligro es asumirlo y disponerse a hacer lo que a uno
le dé la gana, con una arbitrariedad meticulosa: de todos modos el
esfuerzo del antologo golpea sobre la puerta del fracaso. Pero hacer
lo que nos da la gana no es tan sencillo. En ocasiones hasta puede ser
imposible, como adelgazar sin provocarse anemia o engordar sin ame-
nazar el hígado. En mi caso particular, mi arbitrariedad, o santa vo-
luntad, o corno queramos llamarle, se ha visto disminuida por dos
condicionamientos objetivos; uno, la limitación del espacio de que
esta revista disponía para esta colaboración; otro, mi autocensura, y
no se hable más. Y he aquí que he tenido que plegarme a alguna de
hs más bochornosas consecuencias de L· organización: a la vista de
la desaforada cantidad de poetas cubanos vivos y ante las exiguas
treinta o cuarenta páginas con que contaba para mostrar su trabajo,
he tenido que perpetrar un primer acto desorientador: elegir de entre
la obra de poetas menores de cuarenta años. Lo cual es absurdo: algu-
nas páginas del sesentón Lezama Lima, no obstante su inmersión en
milenios, poseen una juventud casi grandilocuente. Su novela Paradiso
tiene un vigor de muchacho que nada tres kilómetros a braza japo-
nesa. Tuvieron que quedar fuera poetas de la importancia de Nicolás
Guillen, Félix Pita, Elíseo Diego, Cintio Vitier... ¿Va a ser ésta una
selección de poesía más joven sólo por ese escamoteo? Creo que no.
Todo lo más, va a poseer un espléndido e inútil respeto por la crono-
logía. Y sabemos que el reloj es un aparatito medianamente civilizado
pero perfectamente estúpido. Además, hubiera deseado incluir algunos
buenos poemas que tuve que eliminar porque su extensión resultaba
«desmedida». Por otra parte, la mayor cantidad de los poemas aquí
incluidos no informan sobre la totalidad de L· obra de cada uno de
sus autores. Todo o casi todo poeta posee, confesados o no, historia-
dos o no, sus heterónimos: mostrar un solo poema a veces equivale
a petrificar a su autor. Son riesgos que hacen pensar si la ingeniosidad
de Borges arriba apuntada no será más bien una lamentación irónica
desde el rigor. Vemos entonces, y yo con alarma, que hs posibilidades
de arbitrariedad disminuyen por una parte y crecen por otra. Dismi-
nuyen las que enlazan con la libertad, crecen las coercitivas. Si ahora
añado que he colocado los poetas según sus edades, de mayor a me-
nor, no lo hago sin el bochorno de haber sido, una vez más, vencido
por las circunstancias (el orden alfabético no era más aclaratorio y sí
mucho menos tolerable). A cambio, no me he resistido a redactar
algunas de las breves notas biobibliográficas sin la fría ortodoxia de
fechas, títulos, editoriales de sus publicaciones (¿para qué esto último?:
los libros ya están agotados, y la falta de papel en la Isla hace que
se prefiera imprimir un nuevo título en lugar de una reedición), etc.
377
Ya que no pude hacer una antología, no digo completa, pero ni siquie-
ra aproximada; ya que no pude hacer una antología minuciosamente
arbitraria, es decir, completamente personal, al menos no quise renun-
ciar a la cordialidad y al humor allí donde tuviese oportunidad o ga-
nas de ejercerlos, por muy desusado que resulte para el academicismo
que a veces transforma a tena antología en una íieladera eléctrica.
Ignoro qué quedará al lector con las páginas de poesía que siguen.
Acaso únicamente la impresión de que en Cuba existe un movimiento
poético cuantitativa y cualitativamente notable, dialécticamente abun-
dante, sin escuelas ni tematologías demasiado obstinadas; una poesía
rica, dispersa, aventurera, variada, formidablemente imprevisible. Y,
cosa curiosa para un antologo arbitrario: es exactamente lo que me
había propuesto al organizar, o desorganizar, este trabajo de selec-
ción. Tendríamos entonces una coherencia en cierto modo inexpli-
cabL·, cuestionable, imprevista, acaso emocionante y tal vez insustú
tuible. Como la poesía.
Su cuerpo se retira
a su adentro, según el tiempo engorda
en el espejo consumido;
los huesos tímidos, los ojos apretados bajan
según el tiempo adelgaza en las arrugas.
El tiempo, agrio, se endurece absorto
como piedra; con permanencia se burla,
y su mirada de pared,
su gesto antiguo de pared
nos desprecia; con gracia de ave nos mira
desde un lugar que no transcurre,
tras intocable transparencia.
Se palpa el tiempo, paz de la substancia.
Su inmovilidad
astuta juzga los vuelos.
378
El tiempo repta hacia dentro
a escondidas, a esconderse
en un fondo ocular sin termino cayendo.
El tiempo alza los ojos y sonríe: ha visto
alguna astilla de claridad.
379
ai hecho de estar solo—¿comprende usted?—
es lo que me va matando, con esta erosión
de lluvias, de tormentas, de ráfagas
de ensimismarme, de conversarme a secas.
Y lo más simpático es que sé que el tiempo
y todo lo demás, el bálsamo, otra mujer
—que entre paréntesis sería lo más fácil—
podrían obrar en mí hacia la vida.
EN Ml NO VIVE EL BIEN
Entre desconocidos anduve
acompañado.
Una noche en Irkutsk pensaba
olvidando otra de Hackensack, allí
hablamos del amor y de la guerra.
Hablamos.
¿Quién eligió que fuéramos dos jóvenes
que emigran y están solos?
¿Quién eligió que fuéramos extranjeros
a las palabras y a los sentimientos?
Una noche en Irkutsk la nieve nos detuvo
y eché a vivir la noche muerta de Hackensack
(allí reanudamos el diálogo).
Aprendiendo a nombrar
de nuevo cada cosa, hablando de la muerte;
amigo, la guerra es su sirvienta
y éstas sus llaves:
tómalas.
MODULOR
Porque puede la garganta metálica
del campanario
dar de bruces a las austeras baldosas
del atrio.
380
Han enronquecido, pardas, de clamât.
Porque puede la niña abandonar la aguja
sobre el lienzo.
Puede el bruto resistirse a cargar
la albarda
y no alcanzará frutos el mercado.
Puede el compás su exactitud quebrar,
magullando esferas que no alcanzaron a cobijar
planetas.
Y pueden la herramienta y el grano y la palabra
roídas de indolencia ocupar un espacio en el rincón.
Pero no tienes que mirar tanto a las piedras.
No tienes por qué levantar altares con su silencio.
No tienes por qué machacar así la pequeña
frente extranjera.
No tienes por qué exprimir tanto corazón
negro.
No tortures a las cifras. Ellas también velan.
Aquí no crece el enebro, la casia,
el sicómoro.
Aquí crecen las piedras
y nos otorgan sus dominios,
sus ávidos dominios siempre en éxodo,
en comunión con piedras, con piedras y pronósticos.
Aquí crecen las piedras y mi otro miedo, aquel,
el de mi nombre.
NOTA
381
ni esa flor que acaricia, deslumhra y pasa
dejando una tristeza abierta como una boca.
El largo tiempo atestado de ciudades y amores
se ha ido extendiendo, de Amsterdam a New Haven,
de Taxco a Brindisi, como para que nada,
sino la que todo separa, nos pueda separar,
niña de ayer y de mañana, mujer de mi vida.
R. D.
CAMINOS
«José,
tus amigos
no te olvidan. José y Manolo».
«Madre,
descansa, que te recordamos».
«A Rafael, de María».
«Nunca podremos olvidarte,
tus hermanos».
382
«Antonio L. Figueredo, 1904-1958».
«Mamá
vives
en nuestro
cariño».
A Sergito
de tu padre
que no pudo conocerte...
ir
ESTA NOCHE
383
CUADERNOS. 224-22J.—8
El viento cabecea en una esquina,
se levanta y se aleja dando tumbos
de puerta en puerta. La miseria
levanta el puño. Amanece.
(París, ¡952)
LA DESTRUCCIÓN DE LA MENTIRA
EL VERSOLARI
384
no escuchará más el río vertiginoso de un sol temprano
ahogando los vestigios y cadáveres perseverantes
de inmemoriales tardes marchitas... pero bastaría
que se volviese, que entrase a esas aguas humanas
incesantes, para inundar sus sienes, sus papeles
de llama externa, y de grave salutación al hombre.
Dirán un día:
él no tuvo visiones para añadir a la posteridad
no poseyó el talento de un profeta
no encontró esfinges que interrogar
ni hechiceras que pudieran leer en la mano de su muchacha
el terror con que oía
los boletines y los partes de guerra
Definitivamente él no fue un poeta del porvenir
Habló mucho de estos tiempos difíciles
y analizó las ruinas
pero no fue capaz de apuntalarlas
Siempre anduvo con ceniza en los hombros
No develó ni siquiera un misterio
no fue la primera ni la última figura de un cuadrivio
Octavio Paz nunca se ocupará de él
No será ni un ejemplo en los ensayos de Retamar
Ni Aloma ni Rodríguez Rivera
ni Wichy el pelirrojo se ocuparán de él
La Estilística tampoco se ocupará de él
No hubo nada extralógico en su lengua
Envejeció de claridad
Fue más directo que un objeto
385
RAFAEL ALCIDES nació en Oriente en 1933. Su abue-
lo, «de casi cien años, a falta de pensión, y con una
pierna desbaratada por la pólvora de tres guerras,
se pasó sus últimos años cavando con denuedo de-
bajo del gran ateje familiar al fondo de la casa en
busca de una botijuela». «Hubo no obstante para
Alcides días de extraña opulencia, tanto que llegó a
ser alumno de los escolapios de La Habana». Fue
maestro panadero. Hoy trabaja en el Instituto Cuba-
no de Radiodifusión.
EL AGRADECIDO
Toda mi vida ha sido un desastre
del que no me arrepiento.
La falta de niñez me hizo hombre
y el amor me sostiene.
386
RAUL LUIS nació en Camagüey en 1934. Ha traba?
jado como telegrafista y profesor. Actualmente es Di-
rector del Departamento Internacional de Correos en
el Ministerio de Comunicaciones. Ha publicado un
libro de poe-mas: El tiempo pasa.
HAMBRE
Entra usted puesto que el hambre lo domina.
Ha olvidado lavar sus manos, pero... bueno,
ya el pan está sobre la mesa.
En la pared cuelga una lámina donde un monstruo,
posiblemente legendario, se retuerce.
Usted lo ha visto en otra parte, registra
en su memoria, mira con ojo experto y no lo identifica.
Hay también un retrato de algún puerto,
y un barco que se aleja. ¿Es un retrato de verdad?
En cada puerto una mujer espera;
los marineros besan y se van.
Me gustaría viajar, ir A Londres o a Tel-Aviv.
Entonces escribiría cartas desde Atenas;
hoy salgo para Tánger, no te olvido.
Observa el orden de las mesas, el congelador,
para qué soñar, el tocadiscos high fidelity.
El viejo del delantal entra y sale,
arrastra el vientre, gruñe. Usted anda en sus pensamientos,
pero recuerde que otros sueñan. Esos hombres
manchados por la grasa se sientan estrepitosamente,
comen, están contentos, y beben cerveza
con la mujer de pantalones verdes.
Usted ha vaciado la botella de agua mineral El Tigre
(esterilizada por medio de los rayos ultravioletas),
aleja el plato, entrega unas monedas, y se marcha.
No olvida nada. Todo lo ha previsto.
Sin embargo vuelve la cabeza:
Fonda
El Dragón de Oro
EL ERUDITO
Para estos libros que esperan el gusano o el fuego,
figuras iluminadas,
viejas viñetas con un coche que pasa,
para estos muertos he dejado mi vida;
para estos periódicos donde las horas
387
y todo lo que se pierde,
los crímenes y la mujer que se dio candela
quisieron abolir el azar: destino que me mueve,
Saltimbanquis y aureolas, honras fúnebres.
a la memoria de un poeta olvidado
que esperó que nosotros lo recordaríamos.
Coronas, tumbas, posteridad enemiga.
Mi pasión o tal vez mi nostalgia
no bastan para darles vida.
En mis propias sábanas se retuerce el gusano
y en mis ojos el fuego.
A la tarde, el ómnibus
más atestado todavía,
y al regresar,
al regresar a los quince metros cuadrados
388
donde conviven ίο personas
el corazón es un cielo gris.
Alguien en tanto
entre aire acondicionado y cuartos de mármoles
está maldiciendo la vida.
Algún bromista
hizo las cosas así.
PREGUNTA
¿Qué he dejado a mi paso
por ministerios y salones,
por andenes y casas,
por museos y hospitales y muelles
aparte de las pisadas,
la suciedad, el polvo y el desgaste?
A L U ESTABAS
Allí estarás
prostituta perdida,
estarás en tu choza
de zinc y de madera
destartalada.
Qué pueblo tan rojo y tan sucio,
con tus cuarenta años,
tus carnes abundantes
corriendo en la maleza
desnuda bajo la luna o bajo el cielo
extrañamente negro.
Revoleándote con jamaiquinos
o con isleños sudorosos,
o gente sin escrúpulos
como yo era.
LA VISITA
Tus zapatos crujen cautelosos, extrañamente, como nunca.
Siento que se cuidan de algo que hasta tú mismo ignoras.
Nunca fueron diferentes tus caminos.
Siempre fue uno y natural: el de vivir.
389
Anoche recuerdo que hablamos del abuelo:
de su forma de ser, de su parcela hecha a pulmón,
donde vivió y luchó cuerpo a cuerpo con la vida
hasta que diera con sus huesos en la tierra.
El lo sabía como pocos:
La tierra no se compra ni se cambia por monedas
si no es por puro amor...
La casa en ruinas, las cercas en el suelo, ni uno sólo
de sus animales para anunciar nuestra visita,
alegres, como siempre.
Un golpe de silencio asusta el aire azul del bosquecillo
donde también estuvo mi niñez, como la tuya.
[Padre, nos han vendido los recuerdos!
El corazón me pesa tanto como el mundo,
RECUERDO Y DIGO
Recuerdo y digo: nada es igual, todo ha cambiado, mis años se con-
no diré que fue peor, pero mejor no ha sido; [funden,
ahora mi vida empieza a descubrir y es este el estupor, este el asombro,
la certidumbre apasionada de un nuevo aprendizaje
donde mi voluntad se abre como una flor tremenda.
Hay un asomo de verdad en estos días y en torno disputamos
y hablamos del ayer en lo que tiene de mañana
y del rigor que ha sido necesario para decirle pan al pan y vino al vino
y recoger la voz del que no supo concretar las causas de su suerte
y, sin embargo, se dio cuenta que algo estaba mal ;
que deshacer no era sentirse diferente y separar expresamente lo vivido
sino, más bien, una razón para agrupar una por una las acciones y
[dar inicio al único camino.
•A-
MISERICORDIA
El odio a todos nos castiga.
Misericordia,
pues, para todos los que odian
y para los qué son odiados,
para los padres furibundos
y sus pálidos hijos,
390
para los muertos y sus matadores,
para el bilioso y quien lo sufre;
misericordia
para el hombre convertido «en tierra
en humo, en polvo, en sombra, en nada»
y para todos los que alguna vez hemos contado,
con dedos temblorosos,
siglos y siglos de barbarie.
NO ES UNA ELEGÍA
391
De esa manera —y puestos en nuestro
particular destino—que no haya
otro regocijo, después de nuestro deambular,
que el haber hecho en cada momento
lo que en cada momento hubiere sido justo,
teniendo en cuenta nuestras fuerzas.
•A"
382
Y si llueve y es muy tarde
y ese amigo no puede
abandonar nuestra casa,
tomar un taxi, regresar
a su hotel, irse
a caminar por la Ciudad
desierta, no decir nada
de otra cosa, es mucho peor.
No debe extrañar
ni quitar media hora de sueño
que un vecino de siglo conserve
junto a sus papeles
una jaula repleta de canarios y alpistes,
un cofre lleno de claveles y nardos,
una foto inédita de Zaratustra.
No debe extrañar
que un sujeto del siglo de los cohetes tenga
en su patio
el cañón que fuera del pirata holandés Pata de Palo.
393
Don Quijote exclamó Yo soy quien soy
y las gentes quieren
que uno sea
como ellos quieren.
Las gentes,
la gente que no ha leído al Ingenioso.
No debiera extrañar
que alguien junte los siglos, las cosas,
los objetos.
Cómo va un hombre a permitir
que sus canarios, sus claveles de la tía Mimo,
la nariz de Nietzsche, vayan a dar
a Recuperación de Bienes Malversados.
Y, sobre todo,
que el cañón del pirata holandés Pata de Palo
(excomulgado por sonar en viernes santo)
pueda tirarse por ahí,
en una esquina,
con todo el abolengo que tiene.
HERMOSA CONSIDERACIÓN
Es muy conocido el modo de encontrar
los puntos cardinales un día de sol
con un reló de bolsillo: se pone
la esfera de manera que el horario se dirija
hacia el lugar
por donde siempre apareces
tú.
UNA ASTRONOMÍA
Con frecuencia se le hace a la poesía
el reproche de que en ella
no se aprende nada seriamente.
¿Qué se deduce de esto?
Pues que el intervalo
entre poema y lector es más largo
que el tiempo que tarda el poeta
en dar un verso completo al papel.
394
TINTA
Letra a letra
conmueve la suma de libros
existentes. Tanta escritura
con su inmenso rostro: miedo
socio del fuego para matar
papeles. ¡Qué olvido
nos rodea, poetas!
SUICIDA
El hombre que se. imaginaba responsable de todas las guerras
fue sorprendido colgándose de la más alta rama del florecido flambo-
la multitud que se agolpa frente al árbol [yán;
ríe
mientras arroja enormes rosas blancas.
MUJER LLORANDO
Cada noche, bajo la luz asesina del foco
y el ojo imperturbable de la silla,
la mujer desnuda del espejo
hace rodar crueles miradas de microscopio
interminables
por su piel amarillo-ceniza,
sus piernas flacas,
sus senos frustrados por algún motivo.
395
MiGUF.L BARNET. De su poesía dice Elíseo Diego: «en
Barnet, las inquietudes éticas alcanzan tensión de
vida a través de lo que podríamos llamar un cariño
implacable». A cambio, a Miguel Barnet lo quiere
todo el mundo, que yo sepa. Es autor de un impor-
tante libro, a medias relato, a medias estudio etno-
lógico: El cimarrón. Barnet tiene veintiocho años.
Yo mismo
he estado dando tumbos en esta casa
26 años por estos corredores estrechos
acaso sin que tú sepas
madre, que te busco,
padre, que también deseo
que pronuncies mi nombre,
hermano, que blasfemes de nuevo
âge
La que vuelve a ratos
y se para en medio de nosotros
a la manera de un sombrío personaje
que no alcanzamos a comprender
y nos blasfema
y nos hunde de pronto
y nuevamente nos rescata
de esta suprema nostalgia
de esta debilidad inocente
de este rostro
de estas manos perplejas.
Ágata en fin
es quien paga los platos rotos
la provocativa
quien nos vuelve hacia nosotros
quien nos salva
quien nos ejecuta
Ágata.
TRANSUSTANCIA
397
EL F I N O LA ESPERANZA
LA MUJER F A T A L
398
ella y los ganchos de pelo, ella y una flor de papel,
ella y la puerta, ella y la araña del techo,
ella y el cortinaje florido de su pelo,
ella, deshecha, postrado el rostro en la paciencia.
Yo viví en su barrio,
conozco la historia, la rebeldía y finalmente
el divorcio.
Ella tenía toda la razón.
399
CDÍDIRNOS. 224-225.-9
ama y abandona, el que piensa en la playa y consume metros de pa-
sión, el que rasguea el arpa y llora, el que deshoja sus claveles y en-
cierra algún que otro jazmín pálido en una cajita olorosa, el que se
llena de cuidados y demás artificios, el que oculta el coitc tras sus
palabras. Pues, como hombre, soy fanático de los cuartetos, de las
mentiras y del amor.
400
PEDRO PÉREZ SÀRDUY nació en Santa Clara en 1943. Al
contrario de lo que, ceremoniosamente, suele ser lo
usual, nos hicimos amigos a través de una conversa-
ción en la que le expliqué por qué no me gustaba un
libro suyo. Fue peón de aíbañil y zapatero mientras
estudiaba francés e inglés. Ha estudiado media docena
de cosas diferentes y tiene un libro publicado: Surrea-
lidad.
401
GUILLERMO RODRÍGUEZ RIVERA nació en ig4¡ en San-
tiago de Cuba. Desde ¡060 vive en La Habana. Cola-
bora en varias publicaciones como crítico literario. Es
licenciado en Letras. Ha publicado un libro cíe poemas:
Cambio de Impresiones.
Λ HERMANN HESSE
Tú señalaste el camino
que iba a recorrer la pólvora,
la imagen que se precipitaba
tras las calles maltrechas de Alemania,
viejo lobo triste,
arrastrándote hacia un mundo
donde el hombre no fuera una trompeta.
Entonces,
mira cómo se quedaron allí
los rastros de las fieras,
esos ojos claros de los asesinos,
la soledad de Goethe, la tiniebla,
y hunde
tu mandíbula
en los rostios de cada una de las hachas.
402
NANCY MOREJÓN nació en La Habana en 1944, en cuya
Universidad obtuvo la licenciatura en literatura fran-
cesa en ig66. Ha publicado un libro de poesía.
403
VÍCTOR CASAUS nació en La Habana en 1944. Estudia
Periodismo en la Universidad de La Habana y trabaja
en el Instituto Cubano de Radiodifusión como realiza-
dor de documentales. Editó en rg66 su libro Todos los
días del mundo.
POÉTICA
DEPARTAMENTO DE QUEJAS
404
ANTONIO CONTE nació en 1944. Estuve en su casa una
noche. Su mujer tenia un ataque de asma. Su suegra
se asomaba al cuarto a oírnos tocar la guitarra. Le
tengo que mandar un juego de cuerdas. Dice que tiene
varios libros inéditos. Debería publicarlos. Me regaló
un libro de Elíseo Diego, agotado, no sé cómo lo con-
siguió. Los poemas que de él he seleccionado forman
parte de un grupo titulado uYiñetas para colgar de
una repisai).
IX
405
LINA DE FEUIA. SU libro Cosa que no existía compartió
con Cabeza de zanahoria, de Luis Rogelio Nogueras,
el premio David de poesía 1967, convocado por la
UNE AC, creado para estimular la producción de es-
critores inéditos. De este dato deduzco que Lina de
Feria debe de ser joven, aunque en pocos lugares de su
libro se advierte.
406
Luis ROGELIO NOGUERAS. Nació en La Habana en 1044.
Cabeza de zanahoria, título de su primer libro, es,
como titulo, notablemente innecesario: Nogueras tiene,
en efecto, la cabeza de color panocha, de panocha
ostensible. En ig6i comenzó a trabajar en el ICAIC
como auxiliar de cámara y más tarde como dibujante.
En IQ6¿ realizó Un sueño en el parque, corto sobre
la guerra, que representó a Cuba en dos festivales de
dibujos animados.
CESARE PAVESE
A Ambrosio Fornet.
Pero no.
Yo estoy en mi cuarto y usted está en el suyo.
Yo no trato de impedir nada
y usted se toma las pastillas.
Yo dejo su libro en la mesita de noche y trato en vano de dormirme
y viene la muerte y tiene sus ojos.
407
ES LO MISMO DE SIEMPRE
No es dolor
sino algo que mata el último intento de inocencia
este rincón del mundo se abarrota de baratijas adquiridas
sólo las campanadas del tiempo
recuperan la amnistía de una lágrima
Ha quedado aquí
testigo presencial del desastre
No es amor
sino un buche de miel en una mirada infante
una sonrisa con pezuñas pellizcándonos la boca
408
un llanto de recién nacido
ahogado
penetra una conversación
y la rompe
EXTRANJERO
409
Total: 32 poetas. Hubiera podido añadir más. No lo hice a causa
de la falta de espacio, o por selección, o por olvido. De cualquier modo,
no quiero dejar de mencionar que en la Isla existe un valioso poeta,
que escribe sus poemas para cantarlos después acompañándose con
una torturada guitarra. Se llama Silvio Rodríguez y tiene unos vein-
titrés años y unas doscientas canciones. Lo conocí gracias a Julio
Cortázar, el cual supongo que lo admira aun más que yo, puesto que,
como es sabido o debiera serlo, los grandes admiran en mayor medida
que los aprendices. Algunas de las canciones de Silvio Rodríguez me
parecen descaradamente extraordinarias. A él y .a su talento quiero
dedicar ahora este trabajo de selección de la joven poesía cubana,
como pago de una cuota por toda la emoción musical que le debo,
y que le debe la canción cubana, y Cuba. Y para que de ningún modo
deje de figurar aquí su nombre.
FÉLIX GRANDE
Alenza, 8, 5.° C
MADRID-3
410
ESTRUCTURA Y SUPERESTRUCTURA
EN ΡΙΟ BAROJA
POR
I. LA ECUACIÓN
(1) Para este concepto de vanguardia véase ROLAND BARTHES: «¿En la van-
guardia de qué teatro?», en Ensayos críticos. Barcelona, 1967, pp. 97-100. De
cualquier forma, el origen último está en Levi-Strauss.
411
mejor dicho: no hay «condición natural», sino «artificio»; y el tin-
glado se derrumba; el «esperpento» es mucho más que «vanguardia».)
Sólo Pío Baraja seguiría arrastrando increíblemente hasta su muer-
te su condición de «hechicero». Y digo increíblemente porque a par-
tir del año quince España se abriría de nuevo al mundo y en el hueco
secularmente sellado empezaría a entrar un aire nuevo. No vamos a
hacer juicios literarios ni estéticos sobre la validez de las posturas: de
Juan Ramón al gongorismo, de Guillen a Miguel Hernández, de Lorca
o Alberti al primer Casona, de Pérez de Ayala, Ramón o Azorín
a James y Barea: nuestra literatura se «desempolvaba» y el fenómeno
era tan plausible, tan asombroso, que empezó a hablarse de un nuevo
Siglo de Oro. Las Soledades—o sea, el máximo ejemplo de lo no ibé-
rico— bordeaban, zumbaban, más o menos cálidamente, sobre toda la
época: pero no era una «vuelta» a Góngora, sino un Góngora como
señal, como camino, como símbolo. Más: si Góngora fue el nombre
explícito, el fenómeno de desempolvamiento era general—latente—• an-
tes del veintisiete y lo siguió siendo después. Solamente que no debe-
mos confundir «desempolvamiento» con «alejamiento de la realidad»,
sino como esa renuncia al mito de la escritura ibérica, es decir, a un
modo impuesto de ver la realidad y de hacerla en literatura. Frente al
moho, Góngora era el último intento de «universalidad», era el re-
cuerdo de que hubo una época abierta. Boscán, Luis de León, Herre-
ra: nuestro genial humanismo del Renacimiento. (Y sólo ahora cito
a Garcilaso para diferenciar claramente lo que fue la apertura ini-
ciada hacia el quince de la evasión dulzona del garcilasismo de la
posguerra.)
La «negrura» de España—y su literatura de amargos hechiceros—
se volatilizaba como «condición natural» y aparecía como «circunstan-
cia histórica» de la que era necesario desprenderse. Si el modo de ha-
cer este desprendimiento fue o no «real», no es cosa de discutir aquí.
Únicamente señalar, con plena conciencia de su obligada generalidad,
la existencia del hecho.
Pues bien, vuelvo a decirlo: sólo Baroja siguió arrastrando este
motivo. Con curiosas paradojas: como particularización única era in-
imitable, y, sin embargo, sus imitadores florecieron debajo de las pie-
dras. Pero al mismo tiempo, al formarse conciencia, poco a poco, de
que el «mito» correspondía a una época histórica pasada, Baroja, como
encarnación del mito, dejó también poco a poco de interesarnos. Con
el año de su muerte coincidía, curiosamente, una serie de obras de
la llamada «aparición del pacifismo», cuando el país parece al fin «en
calma», restañado (Los bravos, El Jarama, etc.), y por todas partes se
deja de hablar de ilusorias «ideologías guerreras» y empieza el alba
412
del no menos ilusorio «pragmatismo». Por ahí empezó Baroja a ser
museo. Y los barojianos, al intentar defenderle, redoblaban su empuje
en el mito del «oso ibérico)) y así no hacían más que agrandar el
abismo.
Y, sin embargo, la obra de Baroja—aun con gran frecuencia a pe-
sar de él mismo—no es sólo uno de los casos más claros de magisterio
artístico que ha producido el siglo xx europeo, sino que creo que
—hoy—representa la lección más útil—junto con Valle—de entre los
hombres que forjaron nuestra época. Pero ¿de qué manera hallar esa
lección?
En 1927, al estudiar El obispo leproso, de Miró, Ortega se lamen-
taba de que «nuestros escritores se queden siempre sin definir. No sa-
bemos nada de Galdós—a pesar de tener tantos 'amigos'—ni de Va-
lera. No sabemos nada de Valle-Inclán, ni de Baroja, ni de Azorín.
Desconocemos la ecuación del arte admirable que ejercitaron o ejer-
citan aún» (2). No es casualidad que sea un pensador «práctico»—Or-
tega— tan necesitado de una «gramática urgente» (3) de desvelamiento
en su relación con el país el que haya puesto el dedo en la llaga de la
«teoría» artística. En Baroja el camino está marcado por Ortega: todo
el mundo lo sabe; pero la señal más importante—y, sin embargo,
durante largo tiempo menos atendida—era «la ecuación del arte» que
ejercitó. Únicamente por ahí podemos derribar el mito ibérico de Ba-
roja y traerlo de nuevo hasta nosotros. Las páginas que siguen son
sólo un intento de ojeo en el umbral de esa «ecuación» del arte baro-
jiano. Sólo un intento: el camino total deberá ser recorrido en otras
circunstancias.
Repito: ¿qué sentido tiene, por tanto, una nueva aproximación crí-
tica a Baroja? Para nosotros, una vez pasado el auge «realista» de la
(2) Espíritu de la letra. Madrid, 1.» ed., 1927; 4. a ed., 1958; p. ¡6. La alu-
sión se hace en el año 27, es decir, cuando Ortega había publicado ya «Las me-
ditaciones del Quijote» (1914) y «Una primera vista sobre Pío Baroja» (escrita
en 1910, publicada en 1915 en La Lectura, y finalmente reimpresa como apéndi-
ce al tomo I de El Espectador con el título de «Anatomía de un alma dispersa»).
En dicho tomo aparecieron también las decisivas «Ideas sobre Pío Baroja» (1916).
Por último, La deshumanización del arte (seguida de Ideas sobre la novela) apa-
reció en 1925, como él mismo indica en el párrafo citado. La argumentación
de Ortega no carecía de retaguardia.
(3) En la Anatomía de un alma dispersa, con su famosa «cuestión económi-
ca»; «El español de hoy está obligado a una rígida economía... ¿cómo nos en-
tretendremos en comer obleas?» En su Ensayo de estética a manera de pró-
logo, al hablar de El pasajero, de Moreno Villa, insiste en esta «cuestión eco-
nómica» en la lectura de obras poéticas «que sólo en horas de exquisita fer-
viente superfluidad realizo».
413
posguerra—universo de símbolos amargos que se creyó semejante al
barojiano—, la obra de Baroja presenta sobre todo un valor funda-
mental: no ya los tópicos coetáneos sobre su mal estilo o su claridad
—¿en qué sentido?—que apenas nos dicen nada. Sino la oportunidad
de ver cómo un hombre que escribió en una etapa atroz de indecisión
y desconocimiento fue capaz de «purificar» esa agonía y transformar-
la en una estructura auténtica, aunque en un plano distinto: la es-
tructura literaria.
Tampoco nos interesa, pues, hablar, como suele hacerse, del pen-
samiento de Baroja, concebir «la verdad» de Baroja. No sólo porque
ya lo conocemos y cualquier labor crítica sería rizar el rizo e insistir
en el atasco, sino porque lo que Baroja pensaba sobre «su» realidad
era «ideológico» normalmente y no podía ser de otra manera. Sin me-
dios figurosos de pensamiento el escritor no es capaz de «purificar»
un sistema dañado: sólo puede hacerlo si emplea los instrumentos
propios de transformación. Es decir, sus medios técnicos, sus medios
semánticos: su «ecuación artística». De la confrontación de estos me-
dios y de este «pensar la realidad» (que es a la vez resultado de la
osmosis entre su conciencia individual y el campo ideológico domi-
nante) nace la estructura de su obra. Ortega decía que Baroja pensaba
mal, pero sentía bien. Sus «ideas» realmente apenas nos interesan hoy,
salvo como contraste frente a su técnica artística. Sus ideas eran fósi-
les, pero su técnica una zarpa viva. Aquellas tapaban «lo real» mien-
tras ésta lo descubría.
Así, pues, sólo desde este punto de vista concebimos una nueva
aproximación crítica a Baroja: no interesándonos su «verdad», sino
la «verdad» de su estructura. Por tanto, la ecuación del arte de Baroja
implica para nosotros —y en primer lugar— dejar de lado los elementos
abstractos de «lo barojiano» y ceñirnos a sus circunstancias semánticas
concretas. Y el punto de partida radicará en distinguir siempre «lo
dicho», «lo explícito», lo que es pensamiento dañado del autor—en
una palabra ((superestructura»—de lo que es estructura, realidad trans-
formada por unos medios específicos, o sea, su mecanismo interno.
414
vivir el hueco de su propia vida» que fue la Restauración, la confu-
sión y la indigencia que tras el 98 no hicieron sino agudizarse.
Caracterizados los intelectuales del tiempo por sus deseos de incor-
poración de España a la historia europea y al mismo tiempo por su
impotencia propia de espectadores de una historia que los arrastra,
se encuentran, con el 98, bruscamente zambullidos en los aconteci-
mientos. Y el derrumbamiento, como se sabe, presenta las formas de
idealización, de nostalgia, y, en general, de «punto de partida», de
«borrón y cuenta nueva»; pero, en su mayoría, sin relación real con
las cuestiones que estaban en la base. Desde el sentimentalismo de
Castilla a la idealización de los «juegos florales», etc., nunca se toca
la historia real. El reconocimiento de la «pequenez», del «estancamien-
to», se transforma en dos posturas: a) Un ideal «retorno a las fuen-
tes» ; y b) «mística» aspiración al futuro ; difusa unión a lo nuevo, a lo
que ya se intuye, aunque sin saber exactamente cómo, ni qué es lo
intuido.
Baroja, al negar repetidamente su relación con el 98, parece negar
este abetruso idealismo, al menos en sus respuestas, ya que en la raíz
también lo anegaba a él (anarquismo, irracionalismo espiritual, etc.).
Sin embargo, lo que queremos señalar es que tampoco sus «respues-
tas» a los problemas del país difieren esencialmente de la actitud ideo-
lógica del momento. Baroja está aprehendido en esa red, y no liberado
de ella. Lo que él nos dice en sus libros—«lo dicho»—no difiere de lo
que recibimos del resto del 98. Considerando que en su obra hay dos
épocas claramente distintas, marcadas por la aparición del afanoso Avi-
nareta, vemos que toda la primera parte—o sea, la que propiamente
sería noventayochista—, se resume en los dos polos citados:
1) «Retorno a las fuentes»: Como se sabe, tras su tesis doctoral,
que lleva el significativo título de El dolor. Estudios de psicofísica,
terminada en 1896, Baroja rompe a escribir con sus Vidas sombrías,
colección de cuentos aparecida en 1900, y en el mismo año sale La
casa de Aizgorri primera de la ¿trilogía? Tierra vasca. En 1901 se
inicia la Vida fantástica con Paradox, a quien sigue Camino de per-
fección en 1903 y Paradox Rey, ya más lejos, en 1906. En 1903, por
último, continuaba Tierra vasca con El mayorazgo de Labraz. Apa-
rentemente un caos; cada año, con la regularidad de las estaciones,
como decía Ortega, Baroja va soltando un libro. Pero en el bosque
tiene que haber un sendero. Como puede verse fácilmente, hasta 1904
dos ejes dominan en su obra: Paradox y El mayorazgo de Labraz.
Vida fantástica y tierra vasca; «vida», aún con significado «universal»
CUADERNOS. 224-233.—10
415
y limpio (4), sin impurezas, capaz de recibir adjetivos libres del mun-
danal ruido como este «fantástico» (de perteneciente a la fantasia y a
la vez —y por eso— extraordinaria) ; o la emoción connotada en el pro-
fundo sintagma «tierra vasca», emoción que es enraizamiento en la ar-
cilla natal, aunque transfigurada desde luego por el «soñar» romántico.
Después vendrá «el mar», pero este será «cambio y libertad» (5), es
decir, valores «culturales», aprendidos podríamos decir, ya no este
instintivo asentamiento en la tierra, en la raíz. Vida-Tierra: la blan-
cura de la vida se basa en un acorazonado origen en la arcilla natal.
Y al mismo tiempo en una transfiguración onírica (defendida y puri-
ficada por el «sueño») de ambas realidades. Es, para entendernos, el
«Paraíso romántico», tantas veces citado en Baroja y que él nunca
abandonará del todo: desde ese «1900-1901» (Vidas sombrías, La casa
de Aizgorri, Paradox) a 1903 (Labraz).
2) Sin embargo, junto a este «Paraíso romántico», este especial
«retorno a las fuentes» de Baroja, aparece el otro polo característico
del campo ideológico dominante: la «actitud precursora», la mística
unión a «lo nuevo».
En efecto, en 1903 se reúnen casi, como dice Baroja (6), «por ca-
sualidad» una serie de obras, verdadera revolución del arte narrativo
(Amor y pedagogía, de Unamuno; La voluntad, de Azorín; la Sonata
de Otoño, de Valle, y el Camino de perfección, de Baroja), cuyo indu-
bitable significado convierte este año en lugar de ruptura y, por
consiguiente, en fecha tradicionalmente citada para señalar la apari-
ción del «espíritu nuevo» (7). Así se coincide con la «nueva época»
española —Alfonso XIII— y la «nueva estética» que, frente al irracio-
nalismo nebuloso de los románticos, o el racionalismo mccanicista y
lento de los naturalistas (8), va a ser una brillante y cegadora «apolo-
gía racional del irracionalismo» como clave artística: es decir, la pri-
mera edición de la Estética, de Croce.
(4) Alba, candida, es como siente Baroja la vida cuando la ve a la vez le-
jana e intocable. Luego, con la evolución, vendrá la «añoranza» de esta imagen.
Pensemos en Jaime Thierry de Las noches del Buen Retiro: «La nieve, tan blan-
ca y tan pura, se había convertido en una cosa negra, amarillenta y sucia. Así
había pasado en su vida, pensó Thierry».
(5) «El haber nacido junto al mar... me ha parecido siempre un augurio
dç libertad y de cambio.» (Memorias, Π, 71.)
(6) «Era la casualidad la que nos reunió por un momento a todos, un mo-
mento muy corto...» (Juventud, egolatría, p. 238.)
(7) Véase sobre todo A. ZAMORA VICENTE: La voz de la letra, Espasa, Ma-
drid,. 1958. Especialmente el capítulo «Una novela de 1902», pp. 27-45·
(8) Todavía en 1902, y para acentuar la simbología de fin de un ciclo, mue-
re Zola.
416
Intercalándose con el «retorno a las fuentes», por tanto, en 1902
aparece la «aspiración a lo nuevo». Pero ¿qué es «lo nuevo» que apor-
ta Baroja? Ya lo hemos insinuado: lo que él mismo llamará en El
árbol de la ciencia una actitud «precursora», Fernando Osorio, el hé-
roe de Camino de perfección, es, como se sabe, el claro antecedente
de Andrés Hurtado. Y, frente a la íntima «satisfacción de la realidad»
de los Paraísos románticos, representa el primer signo de aquella otra
corriente que·—desarrollándose y alterándose profundamente—existe
siempre en Baroja: este tipo de héroe «sicológico» significa que la
realidad puede desaparecer y que puede sólo existir en la mente de
un hombre. El paraíso romántico así se tambalea.
Hemos hablado de 1902. En este año aparece también un libro ti-
tulado El inmoralista y su autor es André Gide. Nueve años antes que
Baroja publicara El árbol de la ciencia, Gide ha traído al mundo dos
«nuevos»—y decisivos— engarces de la estructura cotidiana occiden-
tal: el infierno de la conciencia y la necesidad de alimentos terrestres.
Estos dos rasgos, así in genere, engarzan también a Andrés Hurtado
y lo disuelven en Duquesnel. No cabe duda de que, aunque desde un
plano distinto, Andrés Hurtado se explica por aquella «pasividad»
ante.el mundo que veía Lukacs (9) en los héroes de Proust y que tam-
bién justifica el cosmos gidiano. Nada más alejado de Baroja, al pa^
recer, que estos dos representantes del «clasicismo» más decantado, y,
sin embargo, en El árbol de la ciencia—como es obvio en Proust y
Gide—al disolverse Andrés en aconitina, y pretender disolver con él
las «leyes objetivas», el sentido global que se desprende del libro es
sobre todo el anuncio de la muerte de una manera de sentir el mundo,
que el estallido del catorce y la revolución de los soviets no harán sino
confirmar: la «actitud precursora» es un anuncio de disolución.
417
esta primera etapa barojiana (ίο). Entre las dos grandes líneas ya vis-
tas, Aurora roja representa un alto en el camino, un momentáneo pa-
rarse a observar—y sentir—sin mediaciones: es decir, un intento de
afirmación de lo objetivo, de la realidad; incluso de las leyes que la
sujetan y dominan. Pero-—repito—un intento momentáneo. Después
Baroja irá escalonadamente desprendiéndose de las categorías objeti-
vas hasta disolverlas en el morboso crisol de Andrés Hurtado.
Ahora bien, no sin vacilaciones. (Lo que nos confirma que la obra
de Baroja no es un todo cerrado y concluso, sino que está en perpetua
transformación sobre sí misma.) Tras Aurora roja, Baroja renuncia a
la técnica del enfrentamiento directo —como si dijera me he equivo-
cado de método pero las leyes existen—y vuelve a buscar esas leyes
«de lo real» porque de algún modo las necesita (u). Así construye su
gran hallazgo, uno de los más decisivos en su vida: partir, no de lo
que hay, no de lo que existe, sino de un—ilusorio—«lo que se hace».
La «acción», que a partir de ahora será lo objetivo, se une en 1909 a
una realidad preexistente, nunca olvidada: el paraíso de la tierra
vasca. De aquí, como se sabe, nace Zalacaín. Su mayor esfuerzo «ob-
jetivo», su mayor síntesis épica, por tanto: Adrados ha visto la rela-
ción entre la litada y el Zalacaín (ία), línea que está también en la
construcción de una Circe (la hechicera Linda, la muchacha del circo),
o las evocaciones de Roncesvalles (13); piénsese por otra parte en el
significado de esa realidad preexistente, de permanencia de la vida,
en las reflexiones sobre el cementerio de Zaro...
(10) En 1902 habían salido también los Idilios vascos, donde se repite la
mayoría de los cuentos de Vidas sombrías («Mari Belcha», «Marichu», «Bondad
oculta», «Playa», «Otoño», «Errante», etc.), pero con ellas nace por primera vez
en volumen esa tradicional joya maestra del cuento que es Elizabide el vagabun-
do. Y en 1904, junto a La lucha por la vida, publica El tablado de Arlequín,
que ve la luz en 1917. Por otra parte, es proverbial el despiste de Baroja res-
pecto a diversas facetas de su obra. Si no lo supiéramos de sobra nos ayudaría
a comprenderlo su característica manera de recordar uno de estos primeros cuen-
tos: «Por esta época creo que el primer escrito mío que se comentó algo fue
uno que publiqué en el año 1897 en una revista, Germinal, que dirigía Dicenta.
El cuento mío tenía como título Piedad oculta o Bondad oculta».
(11) Véase esto en César o nada, publicado en 1910. Para cerrar el ciclo di-
remos que en el 11 apareció también Adiós a la bohemia, junto con El justo y
Las coles del cementerio en el Cuento Semanal. Como saben los barojianos, el
citar la primera obra tiene sobre todo un interés sentimental. Don Pío, tantas
veces despreciador del teatro y los saineteros, crea en 1926 un teatro privado,
en casa de Ricardo Baroja, que se inaugura con Los cuernos de don Friolera,
de Valle, y este Adiós a la bohema, de Baroja. Que el teatro llevara el nombre
de El Mirlo Blanco nos parece a estas alturas bastante lógico.
(12) ADRADOS, FRANCISCO R. : «El Zalacaín de Baroja y el canto VI de la
litada». Revista de Occidente, núm. 23, febrero 1965, pp. 202-207.
(13) EOFF, S. H. : El pensamiento moderno y la novela española, Seix Ba-
rrai, Barcelona, 1965, pp. 153-190. Un análisis bastante aceptable del tiempo en
Zalacaín y en Bergson.
418
En esta «épica» de Zalacaín confluyen, como decimos, la «acción»
—es decir, un «rasgo de sinceridad»—y el «paraíso» de la tierra, que,
a estas alturas, ya es un rasgo forzado. Una nueva acción y un nuevo
paraíso también «querido», también aprendido, aparecen en 1911:
Shanti y el mar. Con razón se ha dicho que el folletinismo llega en los
marinos de Baroja a su ápice. Por un lado es un desnudamiento pro-
gresivo de la acción, y, en la mar, la acción tiende a peripecia pura y,
como tal, a folletín : así en su «cultura del mar», una cultura de «liber-
tad y cambio», es decir, del «héroe del mar», el pirata, el filibustero,
el negrero... Pero ¿por qué no, si llevando las cosas a su extremo, el
folletín, el melodrama, bien se base en la «ley del corazón» o en la
«ley de la acción», exige la paralela y necesaria existencia de una «ley
del mundo» que nunca se pone en duda? ¿Por qué no si lo que Ba-
roja va buscando es esta «ley del mundo», buscándola y ofreciéndola
frente a la descomposición de su Andrés Hurtado? Y sobre todo, ¿por
qué si no Zalacaín y Shanti Andia están escritos en un grado de ino-
cencia absoluta, sin la menor contaminación del lenguaje, sin el me-
nor compromiso, con la mayor «neutralidad» posible; dejando el len-
guaje limpio, disponible, y por lo tanto inexpresivo; usándolo sólo
para hacer vivir a su acción, a su tierra, a su mar; ese lenguaje que
Ortega llamaba «porosidad», aire libre, corriente y, por tanto, fresco,
y que Barthes, de conocerlo, llamaría «grado cero», «escritura blanca»?
Si no fuera por eso Zalacaín y Shanti sólo representarían una re-
lamida postura de vuelta al paraíso, un nuevo «retorno a las fuen-
tes», pero ya absolutamente artificial. Y lo «artificial» no va con Ba-
roja. De ahí que, a partir de ahora, se precipite, como dijimos, hacia
el «sicologismo», y que, finalmente, El árbol de L· ciencia represente
una gran recapitulación: la que cierra todo este primer período de
existencia (el más fecundo, sin duda, el de mayor fruto); Baroja re-
capitula no sólo sobre el mundo que le rodea, sino sobre su propia
vida pasada, su significado. Por primera vez en Andrés Hurtado se
presenta de manera absoluta ese héroe que—como hizo Byron con el
Hernani de Víctor Hugo—individualizaba Salinas (14) no como un
héroe, sino como un universal de la época. Parece sentir su vida en
las ramas y la reconstruye en El árbol de la ciencia (cuyo matiz auto-
biográfico todo el mundo ha señalado yä, por otra parte). Aquí, en
1911, con el Árbol, un Baroja ha terminado. Ahora bien, dejándolo
así, únicamente habríamos confirmado su unión con el «idealismo»
noventayochista, no sólo en los puntos de partida, sino también en
(14) «Este héroe de época... que quiere luchar por una vida cuyo sentido y
finalidad apenas entrevé...», en Literatura Española Siglo XX, p. 126,
419
las respuestas: lo que él dice a los problemas del país, lo que nos da,
«lo dicho» es tan sólo un moverse entre los dos polos —«retorno a las
fuentes», «unión a lo nuevo»— que rigen en el campo ideológico do-
minante de su época, de una manera o de otra. Si su «estética» depen-
diera de ahí, su obra sólo sería una muestra más de esa «escritura es-
pesa» (la que, sin hacer naturalmente «juicios», sólo indicando puntos
de partida narrativos, va de Blasco Ibáñez, Palacio Valdés o Felipe
Trigo a Gabriel Miró y José Francés (15), o de «escritura blanca» (la
que partiendo de Unamuno—la «nivola»—o Azorín desembocará en
Espina y James, tras la «deshumanización»). Por lo que, para apreciar
el «valor» de su obra, debemos, en gran medida, olvidarnos de lo ex-
plícito y buscar no «lo que se dice», sino lo que verdaderamente actúa
por debajo, en los entresijos de su estructura.
Entonces podremos ver que todo este período de Baroja no fue
sino una investigación sobre la «realidad», y que llegó verdaderamen-
te a descubrirla, lejos de las abstracciones·—lógicas por otra parte—
de sus compañeros de época. Sólo a partir de aquí cobra sentido el
afirmar que Baroja es un escritor «realista»: a partir de esos medios
que son capaces, si se los aplica con rigor, de convertir una agonía
cotidiana en una estructura purificada. No obstante, no cabe duda
de que ese rigor en el romper la cascara no sería posible, de no ser que,
como dice Adorno (16): «Si bien el espíritu expresa la ceguera, ex-
presa también, al mismo tiempo, movido por la incompatibilidad de
la ideología con la existencia, el intento de escapar a esa ceguera» (el
subrayado es nuestro). Es decir, en el caso de Baroja, lo que Ortega
aclararía diciendo: «El sentimiento de la insuficiencia que padecen
las ideas y valores de la cultura contemporánea es el resorte que mueve
el alma entera de Baroja» (17).
Movido por este resorte, por este afán de escapar a la ceguera,
Baroja (aunque sin duda tuvo un perfecto «conocimiento» de sus me-
dios, un magnífico «control» sobre ellos) fue, sin embargo, en cierto
modo «inconsciente» de sus resultados finales, del proceso de trans-
formación al que esos medios le llevaban : inconsciente de su propia
«problemática». Así, su ideología no coincide con la estructura de sic
forma. Y, por tanto, «lo barojiano» no puede ser, como hemos dicho,
un paradigma invariante, una esencia que se realizaría en cada obra
concreta. Porque en cada caso·—dentro de ese sistema abierto y en
transformación que, como hemos visto, es la obra de Baroja—el «dcs-
(15) Como espero poder probar en un trabajo que preparo sobre esa novelís-
tica de los años 20.
(16) En Prismas, Ariel, Barcelona, 1962, pp. 9-30.
(17) «Ideas sobre Pío Baroja», en El Espectador...
420
arrollo» final de los «medios» sólo se explica por el hecho de que está
determinado por lo real. No en el sentido mecánico del antiguo «so-
ciologismo» (la analogía entre el objeto y las formas), sino en lo que
afirmaba—otra vez—Ortega al hablar de Dostovevski, en las Ideas
sobre la noveL·: «El realismo no está en las cosas y hechos por él re-
feridos, sino en la manera de tratar con ellos». Con lo que nos indica
el «lugar estético» (o sea, las formas en su sentido más general: un
«lenguaje» que no es solo el «qué» se nos dice, sino precisamente una
manera veraz de investigar, de tratar las cosas: mejor que un len-
guaje, una «estructura»); pero también que el objeto «está» de un
modo u otro en estas formas. Al estudiar las formas estamos estu-
diando el objeto transformado: la Historia real se nos ha convertido
en Estética.
Veámoslo—en líneas generales, pues no podemos ser exhaustivos—
en las dos obras clave de este período barojiano: Aurora roja y El ár-
bol de la ciencia.
421
Como se sabe (y dando por entendido, como decía Ortega (18), que
todo el mundo conoce el libro al menos de un modo general), Aurora
roja comienza con un «prólogo» que no es precisamente tal, sino una
narración aparte en que se nos cuenta una «ruptura»: la de Juan con
su mundo: «Cómo Juan dejó de ser seminarista». Este prólogo es
una verdadera obra maestra y conviene ver con detalle la condensa-
ción de sus elementos (19), especialmente ahora más que otra cosa, las
«categorías» narrativas, en un lugar muy condicionado, el principio
del libro: se nos perdonará si utilizamos la terminología de la semán-
tica formal, especialmente de Carnap (20). Aunque no nos interesen
la mayoría de sus afirmaciones, partiremos de esta terminología «en
el vacío» porque nos puede ser, si la aplicamos a la literatura, muy
útil: toda la Literatura, como «forma», es un lenguaje «intenso» (el
de los «casos posibles») que tiene como correlato un lenguaje «exten-
so»—o pragmático—: lo real. (De ahí que Quine, otro estudioso de
la semántica formal, al pensar que sin esta infraestructura real el
lenguaje intenso es arbitrario e inútil, aunque sea correcto formal-
mente, nos esté indicando otro camino hacia el realismo. Pero por
ahora nos basta con apuntarlo.)
Pues bien, dentro de cada obra en particular, las categorías na-
rrativas tienen también un lenguaje «intenso» (el «caso» que se pre-
senta) y un lenguaje «extenso» (la realización de este «caso», más o
menos detallado, más o menos concreto, si se precisan tiempo y lugar
o hay confusión de ellos, si se pormenoriza o no, etc.). Si el lenguaje
intenso es el «caso», el lenguaje extenso es su «contexto». Por tanto,
al observar, aun rápidamente, la acción inicial de este prólogo, vemos:
Elemento «A»: 1) Imprecisión partiendo de un pasado desconoci-
do: «Habían salido». 2) Definición, con artículo, de los factores actuan-
tes : «los dos muchachos». 3) Expresión de las circunstancias de «hecho»
y «lugar», ambas semánticamente imprecisas: a) «a pasear»; b) «por
los alrededores del pueblo». Elemento «ß»: 1) Tiempo implícito, que
marca la intersección del primer elemento con el segundo: «y a la
vuelta». 2) Precisión semántica del hecho: «sentados»; y del lugar:
«en el pretil del camino». Tal precisión indica el momento en que los
(18) «Yo supongo que antes de leer estas páginas se ha leído la novela, y
en general, se ha leído la obra de Baroja.» En Anatomía de un alma dispersa, en
El espectador...
(10) Nos basamos de aquí en adelante en un presupuesto: la relación con
la «realidad» está en la organización significativa de los elementos de la narra-
ción más que en lo que pueda ser «boca» del autor. Es por otra parte lo que
hizo Gramsci en su famoso análisis del Canto X del Infierno de la Divina Co-
media.
(so) Vid, Meaning and Necessity, Chicago, University Press, 1956.
422
personajes aparecen por primera vez ante nosotros. 3) Precisión del
hecho: «cambiaban» VS imprecisión de su significado: «alguna frase
indiferente». 4) Por último, intercalado entre estos dos factores de pre-
cisión-imprecisión, aparece otra vez el tiempo, no ya como cambio
(pues quedó interrumpido en «sentados»), sino como existencia espon-
josa: «a largos intervalos».
Esta descomposición nos ofrece, pues, un esquema triádico: 1) «Ha-
bían salido a pasear por los alrededores» (Relación-Relación). 2) «Los
dos muchachos» (S-S'). 3) «Cambiaban alguna frase indiferente» (R-R)·
Y, por lo que hemos podido ver, mientras los «sujetos» (S-S') están
precisados y en presente, sus relaciones (R-R) son imprecisas y dilui-
das en una confusión de tiempos: precisión, técnica, pues, para lograr
una imprecisión semántica (el único rasgo preciso es «sentados en el
pretil del camino», no sólo por ser, como hemos visto, la aparición
de los «sujetos» ante nosotros, sino también por ser el origen de la
acción posterior. Unas líneas más abajo leemos: «Se levantaron del
pretil del camino donde estaban sentados...»). Tenemos una acción,
por tanto, ligada a algo tan imprecisamente que podemos decir que
es una acción sin contexto. Este hecho no está aislado, sino difundido
a lo largo de todo el «prólogo»; es su clave fundamental. Una «ac-
ción sin contexto» indica: que el contexto está supuesto en todas par-
tes y no hace falta denotarlo (la acción en el mar, Shanti...). Sería
«melodrama». Que el contexto está en la acción misma, desdoblando
(Zalacaín). Sería «epicidad». O que se extrae la acción como única
realidad existente (Avinareta).
423
es un héroe trágico por su ruptura (21) moral, por ser el «represen-
tante» de lo justo. Pero si, como Baroja dice, el personaje principal
es «inventado» y los demás cogidos del ambiente, al injertar a su
héroe en ese «ambiente» se ve claro que la tierra de Juan es el «exte-
rior» y en esas circunstancias el romper con el mundo se convierte en
una ilusión. N o hay «tragedia» posible, pues, desde el principio, como
dije, está previsto lo que va a ocurrir: las que prevalecen son las bases
del organismo y Juan sólo se mueve en su límite. En narrar esto ra-
dica el verdadero realismo de Baroja.
Por eso afirmé que el prólogo, más que tal, es un resumen, una
clave de toda la novela. Pues si allí vemos «una acción fijada a algo
tan imprecisamente que podemos decir que es una acción sin contex-
to», ahora vislumbramos que la ruptura es realmente autónoma del
contexto porque sólo se produce en la mente del héroe, no en la rea-
lidad. El héroe cree que rompe, pero su ruptura está a mil leguas del
m u n d o ; el mundo, tras ella, se queda impávido.
De ahí que en el libro haya un doble plano: la novela en sí no cre-
ce, no se desarrolla. Los capítulos, sus escenas, son únicamente una su-
cesión de «epifanías», de imágenes que sólo sirven para corroborar esta
ilusión de ruptura. Pero por otro lado, Juan sí crece, él sí que desarro-
lla al máximo esta ilusión hasta morir. Bajo la estructura del libro
aparece, no el desarrollo de la ruptura, sino la progresiva identifica-
ción, confusión de Juan con su mito, hasta no tener otra salida que
la muerte.
De nuevo, como vemos, aparecen los ribetes del melodrama. Pero
Baroja—casi siempre—lo utiliza para negarlo. Negar el melodrama
es negar el vehículo que la burguesía creó en el xix para el pueblo (22),
mas negándola desde dentro, es decir, utilizando su mismo lenguaje:
la «ley de Juan» es negada precisamente a partir de la «ley del mun-
do», no sostenida por ésta, como debe ocurrir. Λ1 alterar así los valo-
res, Baroja despelleja al héroe y al mundo. Los vuelve al revés. Y esta
vuelta de revés—incómoda, fosca—está en la base de Aurora roja.
Veamos sus mecanismos de nuevo en las «categorías narrativas». Ba-
roja nos describe a los «sujetos»: Martín es «alto y fuerte»; Juan,
«bajo, raquítico» ; Martín tiene «ojos grises» ; mientras que a Juan no se
le ven los ojos—que son un signo positivo del melodrama—, sino que
424
sólo ofrece una «cara manchada de roséolas». Es decir, una totalidad
«inexpresiva» y además disforme. La caracterización de Martín se resu-
me en lo que Baroja llama una «expresión jovial», que es el resultado
lógico de aquella «vida» que nos indicaban sus ojos. Mientras que en
Juan se invierte el proceso. La totalidad·—la cara—es confusa, carece
de vida. Por tanto, es lógico que la señal particular—los ojos—no
exista como tal, sino que se desplace hacia su «función»—'mirar—de-
clarada como «categoría negativa» por el doble signo último: «mirar
adusto y un tanto sombrío».
La contraposición Martín-Juan (S-S'} es, pues, una reminiscencia
melodramática: «bueno-malo; «signos positivos-signos negativos». Ε
igualmente ocurre en el final de la caracterización: «los dos vesti-
dos de negro tenían aire de seminaristas». Pero inmediatamente se
los vuelve a contraponer: Martín es el joven del melodrama: «imber-
be el uno»; Juan el hijo mayor de los cuentos: «rasurado el otro».
Pero sobre todo Martín es «el alto»», es decir, se le define ya por una
categoría «positiva». No es extraño, pues, que a continuación lo vea-
mos actuando en una duración ininterrumpida —como corresponde al
héroe—«grabada»; y sobre todo en relación directa con su objeto:
«grabada»; a) «con un cortaplumas»; b) «en la corteza de una vara»
(fijémonos en la exacta nomenclatura con que se define el objeto);
c) «una porción de dibujos y de adornos». Mientras que Juan no tiene
ninguna «categoría», es una mera oposición a «el alto». Es «el otro».
Por tanto, se le muestra en una actitud pasiva y de modo que entre
él y su objeto final—el paisaje—no haya relación directa, sino una
acumulación de mediaciones: a) un símbolo descriptivo de la pasivi-
dad: «con las manos en las rodillas»; b) nuevo símbolo, pero ahora
«interno», de esa pasividad: «en actitud melancólica»; c) duración
ininterrumpida de la actitud «contemplaba»; d) signo anímico ambi-
guo: «entre absorto y distraído»; e) objeto final: «el paisaje».
Vemos, pues, que mientras Martín es «positivo», preciso en su de
finición y en «relación directa» con su objeto, Juan es negativo, im-
preciso y lleno de símbolos entre él y su objeto. Fijémonos cómo se
altera el melodrama y cómo se inicia la estructura de la narración:
Porque Juan es precisamente el héroe barojiano, y todas estas «cate-
gorías» son las que le van a definir a lo largo de la novela: «pasivi-
dad», porque nunca logrará realizar, «hacer» verdaderamente su rup-
tura; «imprecisión», porque siempre jadeará oscuramente sin saber
cuál es el camino, y «símbolos» porque son los que deforman su con-
ciencia y le impiden ver certeramente cuál es el objeto de su ruptura,
el mundo. Sólo sabe que está a disgusto en él («mirar adusto, som-
brío»). Mientras que Martín («expresión jovial», categorías positivas)
425
índica la adecuación a ese mundo. Martín podría ser un héroe de me-
lodrama. El proyecto formal de Juan sólo puede ser trágico. Ya vere-
mos en qué circunstancias.
2) El punto de partida de la estructura de Aurora roja es esta
«vuelta al revés» del melodrama. Como se sabe, Baroja, durante largo
tiempo lector apasionado de aquella inflación folletinesca que amane-
ció en (dos bajos fondos de París», nunca abandonó del todo esta téc-
nica. Pero la varió sustancialmente al utilizarla. Partiendo de ahí creó
un héroe, Juan, que rompe con un mundo. Mas la abstracción del
joven Lukacs (néroe frente a mundo igual a tragedia novelesca) o,
desde otro punto de vista, el analogismo sociológico de Häuser (desde
el Renacimiento, las razones de la tragedia hay que buscarlas en el
interior del héroe mismo) no nos servirían, pese a su deseo de integrar
literatura y sociedad, para alcanzar una comprensión del mecanismo
barojiano. Porque, repito, la ruptura de Aurora roja: a) es una ruptu-
ra moral, de mera conciencia, y, por tanto, su acción está desligada
del contexto, no tiene los pies en la tierra, y b) la ruptura con el mun-
do no es «realmente» posible porque el héroe no pertenece al «mun-
do», sino a su «límite».
3) En el desarrollo de este minucioso complejo la maestría téc-
nica de Baroja llega a niveles de perfección. La primera parte de la
novela se esfuerza en delimitar el mundo de los personajes. Utiliza
el antropomorfismo de la tradición realista («algunas casas como los
hombres...» «Su fachada era algo así como el rostro de un viejo»). Pero
este antropomorfismo abstracto tiene una connotación concreta: Las
fronteras del «límite» son un cementerio derruido y un prostíbulo, es
decir, sitios donde muerte y amor dejan de ser «categorías autóno-
mas», como dijimos, para depender de una misma raíz de miseria (23).
Parece una señal sin importancia. Y sin embargo nos indica cuál va
a ser todo el proceso interior de la novela. Su desarrollo a través de
categorías no autónomas, sino dependientes. La maestría de Baroja
vuelve a brillar.
Ahora bien, Manuel, que retoña aquí tras La busca y Mala hierba,
parece no ser así, parece ser absoluto. El esquema trágico, ¿podría
cumplirse?
(23) «...podía llamarse sin protesta alguna calle del Amor, como la de Ma-
gallanes podía reclamar con justicia el nombre de calle de la Muerte.
Otra cualidad un tanto paradójica unía a estas dos calles, y era que, así
como la de Ceres, a fuerza de ser francamente amorosa, recordaba el sublimado
corrosivo y, a la larga, la muerte; así la de Magallanes por ser extraordinaria-
mente fúnebre, parecía • a veces jovial y no era raro ver en ella a algún obrero
cargado de vino o alguna pareja de golfos sentados en el suelo recordando sus
primeros amores».
426
Las condiciones de lo trágico son: un mundo absoluto frente a
otro mundo también absoluto, ambos representados en dos persona-
jes, según lo ha visto Goldman (24). Un mundo sería concreto y exis-
tente. El otro no tiene presencia física, sino que está encarnado en el
héroe. Juan es el héroe. Manuel, su hermano, el antagonista. Juan
«trae» un mundo que anunciar. Manuel «tiene» un mundo concreto
que parece autónomo. Que cree poseer sus propias leyes: Baroja nos
dice que Manuel está «reglamentado» y «encarrilado en su trabajo».
¿Qué ocurre? Se nos presenta (cap. III) una escena en la que el
mundo de Manuel y el mundo de Juan parecen chocar. Más que una
escena, tina imagen, una epifanía explicatoria : al chocar parecen ser
autónomos. Como anuncié, desde esas alturas podría ser posible la
tragedia. Veamos la primera fase de la imagen: el mundo del anta-
gonista (Manuel) está lleno de «cosas» («bonita casa, cuartito limpio,
mesa redonda, aparador lleno») que nos señalan cómo está estructu-
rado. Estas «cosas» tienen la misma significación que Baroja preten-
día al decir «reglamentado y encarrilado en su trabajo». Son signos
que el mundo de Manuel manda a Juan. Signos de lo concreto y exis-
tente. Por su parte, Juan «ve», dice Baroja, estas cosas. «Ver» nos in-
dica el modo de relacionarse con ellas: desde afuera. Parece de nuevo
el héroe trágico que llega de afuera para chocar con el mundo que
existe. Juan «ve» signos de un círculo compacto. Pero Baroja nos se-
ñala al mismo tiempo la trampa: esto que «ve» le «sorprende». Por
eso se limita a «saludar» y a no «preguntar». Por primera vez el cho-
que se esfuma.
Segunda fase: La llegada de Juan produce en el antagonista (y en
su hermana, y en Salvadora, la chica que se casaría con Manuel) «tur-
bación». No por ser un «enemigo», sino por ser un mero «factor nue-
vo». La fricción produce entre ellos «una conversación lánguida». La
posibilidad del choque empieza a disolverse por segunda vez. Por su
parte, Juan, tras relacionarse con las «cosas», necesita tomar contacto
con el mundo opuesto. Y lo que hace es anunciar su propio mundo:
«salida del seminario; París; vida obrera. El fuego de sus ideas. Un
arte social y fecundo para las masas». Pero de nuevo Baroja nos se-
ñala la trampa. Juan emplea estos signos, como si fueran algo com-
pacto, para oponerlos a las cosas compactas de Manuel. ¿Es un mundo
autóctono? No. Baroja dice: Juan «quería» (es decir, el mundo que
trae el héroe es una mera postura en el aire) y Juan «soñaba» (el «sue-
ño del futuro» que será clave en la estructura de la muerte. Las cosas
(24) Vid. Le Dieu Cadré, París, Gallimard, 1955 y Sciences humaines et Phi-
losophie, Presses Universitaires de France, 195a.
427
no son en realidad, sino que se sueña que son). La tragedia se ha de-
rrumbado otra vez: el héroe no representa «realmente» a ningún mun-
do. Y tercera fase: Todo lo que dice Juan es «lenguaje desconocido»
para Manuel. Fijémonos: la relación es entre dos personas, no entre
dos mundos. No hay posibilidad de tragedia. Manuel dice:
«¿Tienes casa ya?» Es el final de la escena. Se acepta la incorpo-
ración del «factor nuevo» como un mero hecho aislado, no como anun-
cio de algo total y mejor.
Como vemos, la imagen pretende mostrarnos sobre todo no que el
choque no existe, sino que existe sólo a tenor de relaciones individuales.
La tragedia es imposible. El proceso «estético», el desarrollo de am-
bas cadenas, es perfecto. Los dos elementos no se confunden—no lu-
chan—·, sino que se alternan «paralelísticamentc» hasta agotarnos toda
su complejidad:
i) Exterior de ambos mundos: signos de uno (cosas); signos del
otro (ver).
2) Visión interior del mundo de Manuel. Signos : «turbar» y «factor
nuevo».
3) Toma de contacto. Signo: «conversación lánguida».
4) Visión interior del mundo de Juan. Signos: «vida obrera, arte-
masas, etc.».
5) Segunda toma de contacto: no hay choque de mundo, sino
relaciones individuales. Signo: «Lenguaje desconocido para él.»
6) Conclusión de la imagen: Juan se incorpora como individuo
al mundo de Manuel. Signo: «¿Tienes casa ya?».
Como se observa, el no tener dificultad para presentar al héroe ya
incorporado al límite indica que sus signos no son un mundo opues-
to, sino un flotar en el vacío. La tragedia se aniquila. Juan habla en
términos de humanidad y Manuel en términos de relaciones concre-
tas (egoísmo, casa). Parecen friccionarse, al menos como individuos, y
sin embargo están unidos por la misma raíz, viviendo en el límite, uti-
lizan sin saberlo el lenguaje del poder. El límite es el exterior, pero
esta poseído por las categorías del mundo. La diferencia entre Juan
y Manuel es meramente de grado.
De este modo, como dije, el libro más que estructura de relato
tiene estructura de parábola: variaciones simbólicas sobre un mismo
hecho. Así un mecanismo paralelo al que hemos visto se nos va a pre-
sentar a lo largo de toda la primera parte, formando una descripción
cada vez más concreta de este límite y sus habitantes (aquí aparecen
los famosos «tipos» de Baroja picarescos sobre todo por sus relaciones
de incomunicación de mero estar al lado, sin relación interna como co-
rresponde a los habitantes de un «exterior»). La segunda parte se de-
428
dica propiamente a la anarquía, el gran hecho al que se unirá Juan
como si al fin hubiera hallado el camino para la ruptura. Y finalmen-
te en el tercer núcleo vuelve a cobrar primer plano la figura de Juan,
su proceso final. Juan sigue hablando en el aire para hundirse en el
«sueño del futuro». De ahí que este signo—«sueño»—en su multiplici-
dad connote, como dijimos, toda la estructura de la muerte.
4) Baroja distribuye los elementos de esta estructura de modo que
en el centro, convergiendo sobre él los demás, aparezca el momento
de la catarsis, la purificación no sólo de Juan, sino quizá de todo lo
que le rodea. Pero por primera vez en el libro, como si al fin se hu-
biera alcanzado una verdad, el proceso se desarrolla sobre una doble
metáfora: la aurora del agonizante y la aurora del héroe se identifi-
can. Juan parece al fin tener un mundo que anunciar. Es decir. la ca-
taréis coincide con la llegada de la Aurora roja. Lógicamente. Baroja,
diríamos, «personifica» su narración. Hay un héroe que espera una
aurora (la revolución obrera), hay un enfermo que espera una aurora
(la posibilidad de mejoría) y hay toda una estructura narrativa que
espera su justificación trágica en esta doble aurora. Por eso el primer
enfoque se hace desde lo inmediatamente anterior a ese alba cumbre:
la oscuridad.
Es de noche en el cuarto del enfermo, es la noche del héroe y la
estructura narrativa se esfuerza en potenciar esta noche. O mejor
«graduarla». Baroja pretende otra vez agotar todas las realidades po-
sibles. Dice: «Juan divagaba continuamente / sentía la preocupación
de ver la mañana / a cada paso preguntaba si no había amanecido/».
Son los tres núcleos principales: el primero está visto desde «los de-
más» que ven a Juan. El «divagar» es tanto delirio actual de enfermo
como rota vida pasada. El segundo núcleo es de «temor»: temor de
enfermo a la noche y temor del héroe de que no se cumpla la Aurora
a la que ha entregado la vida. Por eso no es deseo o esperanza, sino
un «sentir» en la carne. El tercer núcleo es hacia los demás: con «pre-
guntaba» se cierra el triple proceso de oscuridad iniciado en «diva-
gaba» y encarnado en «sentía». El héroe y el agonizante están—lo
han estado siempre—unidos. (Fijémonos en el tiempo: «continua-
mente» y «a cada paso» dice Baroja. Ambos indican que la postura
ha sido la misma durante toda la vida, pero también connotan su
premura, la urgencia del alba.) Ahora el destino trágico va a cum-
plirse y con él la purificación. Baroja gradúa de nuevo. Primero nos
indica el lugar por donde llegará la Aurora: «tenían abiertas las con-
traventanas por orden de Juan». Después el tiempo: «A las cuatro»;
y, al fin, un sintagma claro, progresivo: «empezó a amanecer». Esta
frase se aisla y se convierte en eje de la narración. Por primera vez,
429
ahora, en la muerte, Juan se identifica con su mito. Por eso ahora las
significaciones no aparecen autónomas del contexto, sino incrustadas
en él: claridad y precisión («luz fría de la mañana»); suavidad y pu-
reza (((comenzó a filtrarse»). La Aurora («roja» y «llameante» la llama
Baroja) ya se ha cumplido.
Aquí está el último lugar de contradicción de la tragedia con el
límite. Es decir: se nos cuenta el choque de la Aurora esperada («el
reflejo rojo·») sobre la agonía del lecho («daba en el rostro pálido del
enfermo»). Es otra vez la tensión «rojo-pálido» que acaba por signi-
ficar todo el universo semántico de la novela. Tres veces en este bre-
vísimo espacio habla Juan de los sueños que ha tenido. Manuel lo
despide hablando del hermoso sueño que lo poseyó. Y tres veces insiste
Baroja en llamar «roja» a la Aurora en estas líneas : el valor metafórico
de «rojo» y de «sueño» parece indudable. La Aurora del enfermo es tam-
bién la aurora «roja y soñada» del héroe. En la muerte—como dijimos—
confluyen tanto el ideal revolucionario como la vida concreta en un lí-
mite concreto que le ha impedido realizarse. Si no ¿a qué morir Juan en
una aurora, a qué llamarla «roja», a qué hablar del «sueño»? Por
esta doble confluencia (el «ideal» y «la vida», lo «rojo» y lo «pálido»)
en esa escena de la muerte en el alba, el libro se llama Aurora roja.
No por la taberna o la asociación anarquista como suele pensarse.
Más: éstas son la otra cara de la estructura del libro, la palidez del
límite donde Juan ha sucumbido. Desde nuestro punto de vista, en
cambio, el título Aurora roja nos señala ese momento de la muerte
en el alba, el momento de la catarsis, de la purificación trágica.
Finalmente, Juan se va como había nacido a nosotros y ésta es,
con todo, la crueldad de la muerte: muere sin expresión verdadera,
es decir, sin «ojos» (recordemos el prólogo) y sin posibilidad de comu-
nicar su palabra (recordemos el resto de la novela); muere dominado
por la oscuridad, por la imprecisión, por el silencio. «Pupila» y «boca»
son sus signos de muerte, pero sólo se nos comunica su carencia («ve-
ladura») y su apariencia dolorosa («contracción»): «Hubo una veladu-
ra en sus pupilas y una contracción en su boca. Estaba muerto».
5) Ortega calificó a Aurora roja como «manual de Derecho polí-
tico». Pero, dejando aparte el rasgo acusatorio, parece clara la realidad
de esta afirmación. Pues si por un lado existe Juan, el héroe trágico,
no cabe duda de que el gran estrato de la novela es ese mundo límite
y sus ilusiones, donde todas las vidas son contigüidades y nada tienen
en común, salvo la gran idea de la «Anarquía».
Por eso Aurora roja es una novela «política», porque política es la
división entre un sistema y su exterior y porque, contradictoriamente,
la única realidad posible para estas vidas aparte es su identificación
430
con un contexto «político», el «anarquismo». Azorín, en una de las
páginas clarividentes que dedicó a Baroja, llega a decir: «Una condi-
ción hay en todos los seres y todas las cosas que determina su estruc-
tura... Baroja logra no trasladar un aspecto cualquiera de las cosas,
sino aquel matiz precisamente que marca su estructura dominante...
Esta visión produce un efecto penetrante, doloroso...» (25). Maravillosa,
magnífica verdad. La visión de Baroja produce un efecto hosco, por-
que no nos podemos identificar con ella. Y la identificación es impo-
sible porque no es nuestro mundo tal como se nos da, sino la «condi-
ción que determina su estructura» y que nosotros no vemos, que para
nosotros es opaca, un misterio.
No es ya la abstracción del héroe del joven Luckacs (26), su rup-
tura abstracta con un mundo «total». La «visión barojiana» no es
nuestro mundo como totalidad, como lo creemos, sino la fragmenta-
ción del mundo en un límite y su «poder» ausente. Y en verdad ese
organismo poderoso nunca aparece en la novela, que sólo se desarrolla
allá abajo, en los «barrios».
Nada más lejos, pues, de Baroja que la—tantas veces atribuida—
técnica del «espejo». Baroja no se conforma con esto, se hunde en las
entrañas, las rompe—nunca refleja—hasta «presentar», diríamos, esos
fragmentos; sólo que así atasca para siempre a sus personajes al ence-
rrarlos en sus auténticas cuatro esquinas, los Teduce a su marco, los
estrella en la piel del melodrama y su multiplicidad de mundo ilu-
sorio. ¿Los atasca o es el único camino? Esta, ciertamente, es la inte-
rrogación de la novela (27). Y en ella no puede—no debe— estar la
respuesta.
Ortega, al hablar de la metáfora, la define no como la realidad,
sino como «una imagen ideal» radicada en nuestro «lugar sentimen-
tal» (28). Pues bien, éste es precisamente el punto en que se establece
Valle para elaborar su «ritual» aristocrático, la «liturgia» y el «esce-
nario» del desarrollo «ideal» de una clase. Baroja, al contrario, descien-
de todos los peldaños de la metáfora, desde el «lugar sentimental» al
(25) AZORÍN: LOS clásicos redivivos. Los clásicos futuros, Espasa, Madrid,
I9S 8 (S·* ed·)» Ρ· H*·
(26) GOLDMANN en Pour une sociologie du roman, París, Gallimard, 1964, y
en Investigaciones dialécticas, Caracas, Instituto de Filosofía, 1962.
(37) La obra en resumen es una interrogación doble: del autor respecto a
sus medios y de la obra respecto al lector. BARTHES, en sus Ensayos críticos, hace
un profundo estudio del sentido de la interrogación en Brecht, pero la palabra es
anterior, y, en lo que ha podido ver, aparece por primera vez en Hegel: «La
obra de arte, empero, no es por sí misma tan serena como se cree, sino que,
esencialmente, es inquisición...» Introducción a la Estética..., p. 166.
(28) La metáfora «consiste, pues, en la trasposición de una cosa dada en su
lugar real a su lugar sentimental», La deshumanización..., p. 166.
CUADSBNOS. 224-325.—11
431
«lugar real». Y así, con esta nueva—o la misma—«vuelta al revés», se
consolida su fosquedad (29).
Vuelta hacia el «lugar real», tal como nos ha indicado Azarin,
aquí radica el proyecto formal de Baroja. Y su sinceridad para con
ello ya vemos a qué resultado le ha llevado. Partiendo de una técnica
melodramática y de un anecdotario barriobajero, nos asomamos a
los perfiles de esa increíble transmutación, nos asombramos ante la
«ecuación» artística que la obra nos revela. Guillermo de Torre, al
descubrir en un libro nuevo unas viejas palabras con el autor (30), nos
confirma este verdadero «resorte» barojiano. Habla Baroja: «Pero no
acaba de convencerme (Gómez de la Serna). No tiene amor a L· rea-
lidad... Le pasa lo que le pasaba a Felipe Trigo... O sea, que para él
la verdad no tenía importancia.» (El subrayado es nuestro.)
6) Baroja «pensaba» mal, pero «sentía» bien. Era sincero con la
«realidad». En Aurora roja le descubre las «leyes». Pero en el Árbol
de la ciencia disuelve estas leyes en «sicologismo». O mejor. Esto es
«lo dicho». Pero todo lo que nos irá revelando Andrés Hurtado es su
progresivo «ser devorado» por esa realidad indominable que se le
escapa y que, por tanto, él pretende negar: la negación de la «ley de
lo real», de lo objetivo y su consiguiente afirmación como mera crea-
ción subjetiva. Esta clave será el núcleo de la novela: considerar «la
negación» de lo real como única ley posible. Lo demás sólo existe en
el interior del hombre. Y ese interior está podrido.
El camino recorrido desde la seguridad romántica de Labraz, don-
de hay una integración perfecta en un mundo vivo, es asombroso. El
camino desde el principio hasta el fin de una etapa. Insinuada de este
modo, la estructura del Árbol de la ciencia es radicalmente distinta
a la de Aurora roja: si allí veíamos una parábola, la estructura del
«Árbol» es, por el contrario, de relato propiamente dicho, de suceso;
presenta una verdadera progresión, porque lo que se desarrolla es la
idea a partir de los hechos mismos. Allí la ruptura verdadera sólo se
producía al final y con ella la revelación del destino trágico. Aquí la
ruptura no se llega a producir nunca: es decir, la ruptura en sentido
(29) Para hacer ver puntos de contacto diríamos que Baroja se basa preci-
samente en aquel temor que existía en Croce sobre la confusión entre metáfora
y analogía (o sea, para él metáfora dañada). Croce lo advierte a propósito de la
Lettre sur les aveugles, de Diderot. Baroja se basaría en esta segunda metáfora
—dañada—desmontándola. Para llegar a la «imagen ideal», es decir, a la me-
táfora de una sociedad, es necesario conocer su «verdad», y ésta está oculta.
Baroja, pues, partiría de la analogía para llegar a la auténtica metáfora, a esa
verdad oculta. Sin embargo, como el mismo lenguaje crociano se presta a con-
fusión, preferimos la «claridad» de Ortega. Sobre éstos aspectos'en Croce, vid.
Problemi di estética, Bari, Laterza, 1954 (5.» ed.). Especialmente «Noterella sulla
metáfora», pp. 160-64.
432
trágico del héroe como representante de un mundo absoluto frente
a otro mundo también absoluto. Porque Andrés es el mundo con el
que quería romper Juan. Andrés es el sistema, no su límite. Andrés
no es representante de nada, sólo de sí mismo. No hay tragedia, sino
sicología. Como los héroes de Gide o Musil, Andrés sólo tiene dos
polos: el infierno de la conciencia y la necesidad de alimentos te-
rrestres. Visto todo en función de su interioridad, los elementos na-
rrativos se reducen a meras funciones de Andrés: es un álgebra pura
de elementos que se combinan en su funcionalidad con respecto a un
sujeto. Así, desde los bruscos pasos de un punto y aparte a otro («uni-
versales» que se abandonan en cuanto no sirven a esta función) a la
desaparición como por ensalmo de los adjetivos «exteriores». Los que
existen no son tales, sino verdaderas definiciones del mundo («repug-
nante, ridículo, indomable», la famosa estética del improperio de que
hablaba Ortega). El mundo no existe y no puede tener adjetivos salvo
los que el héroe quiere aplicarle. Las descripciones meramente en fun-
ción de Andrés se multiplican: «el verano fue sofocante...», etc. (pp. 38
y ss.). Compárensí con las descripciones del mismo tipo en Aurora roja.
En el capítulo Vi aparece claramente esta «interioridad», este «sicolo-
gismo» : sentirse «doble» y «secreto». Su héroe de la Revolución francesa
es Saint-Just (en Aurora roja era Dantón), pero «sus cariños y sus odios
revolucionarios se los reservaba, no salían fuera de su cuarto. De esta
manera Andrés se sentía distinto cuando hablaba con sus condiscípulos
en los pasillos de San Carlos y cuando soñaba en la soledad de su cuar-
tucho» (p. 30).
En cierto momento de indecisión «humanitarista»—ideas sobre la
injusticia «social»— tres caracteres confluyen sobre Andrés : Julio (prag-
matismo, «buen senü'do», adecuación a lo que hay), Lámela (idealismo
arcaico y conservador) y Schopenhauer (la no-acción pesimista). De un
polo a otro Hurtado sólo tiene la impresión de espantoso «vaivén de las
ideas». Pero son «vaivenes» —el infierno de la conciencia— dentro de un
sistema perfectamente estructurado. Cuanto más parece enclaustrarse en
sí mismo, más encadenado está al contexto sobre el que pretende res-
balar. En esta situación su proceso narrativo es siempre el mismo : salida
de Andrés hacia el exterior —choque con algo—, nuevo retorno a sí mis-
mo, negación de las leyes y consideración de la vida de afuera como un
caos devorador («la crueldad universal») (p. 93).
La cuarta parte, núcleo central del libro, donde se habla en directo
de «la realidad de las cosas» (p. 127), es un largo, abstruso y confuso re-
flexionar de Andrés y su tío Iturrioz: «la vida... no existe fuera de nos-
otros (p. 126). No existe el espacio ni el tiempo. El árbol de la vida se
opone al árbol de la ciencia...», etc. Luego, tras el primitivo «infierno
433
de la conciencia» y este núcleo central de decisiva importancia para el
álgebra narrativa, Andrés está en condiciones de resolver su «vida», no
dándole un sentido, sino adquiriendo alimentos terrestres, es decir, «ex-
periencias»: «la experiencia en el pueblo», «la experiencia en Madrid»,
«la experiencia del hijo».
La experiencia en Madrid es un ritornello al punto de partida. No
ha cambiado nada, todo es «un pantano, un campo de ceniza». «La mis-
ma vida sin vida, todo igual». La casi violación de Dorotea en el pueblo
(con el esquema «pasión-anonadamiento» que en el «amanecer» acaba
por ser considerado «absurdo») le ha hecho salirse fuera de sí y entrar
en el mundo, volcarse. La boda con Lulú le afianza en el sistema. Pero
al aceptarlo abiertamente empieza a morir. Todos los signos infor-
mativos que ahora recibimos son de descomposición. La experiencia
del hijo hace que «su cerebro esté en tensión» y «las emociones le
desequilibran». Incluso desaparecen los «tipos» (que en esta novela
más que líneas de relación son «casos» explicativos del ser de An-
drés, en función suya también. «Síntomas clínicos» que se mueven
de forma mecánica, para que Andrés experimente con ellos al tiem-
po que ellos lo explican. También hay aquí, como se ve, lejanas re-
miniscencias de Nietzsche). Andrés se queda solo —el hijo exige de
él «ser un hombre» y Lulú también—, se desmorona. Ni la morfina
puede con esto. La muerte de su mujer y de su hijo revela la ver-
dadera postura de Andrés a lo largo de su vida:
A) «contemplaba estúpidamente» VS «niño muerto» «dolor agu-
dísimo».
B) «ella» «lo contemplaba)) («con ojos secos») VS (él) «inyección
de morfina».
C) «contemplaba a la muerta» («con sorpresa») VS (siente) «tras-
pasada el alma».
Este «contemplar algo», «sentir sorpresa» (que es lo único que
«mueve» a Andrés. Sorpresa, es decir, de un bloque opaco a otro,
algo en superficie) y volver a «su alma» a sentir «dolor», ha sido el
eterno proceso de Andrés Hurtado. Por eso su muerte tiene una se-
mejanza con su vida: como el resultado de un proceso de aniquila-
miento consciente y a la vez irremediable. Desde este punto de vista
toda la novela se presenta como una investigación en torno a la
muerte de Andrés. Y es la muerte la que nos revela el verdadero
sentido de su vida: muere solo, oculto en su cuarto, sin poder sopor-
tar un dolor «interior», y, sin embargo, dependiente siempre del ex-
terior, los demás, hasta que su cadáver sea descubierto. Baroja le
llamó «precursor». Mas precursor ¿de qué?
De cualquier forma, sea cual sea la respuesta, El árbol de la
434
ciencia cierra una etapa, la de la «realidad» y deja abierto el paso
a otra, la de la historia. Pero ya todo se había puesto en juego: desde
Gide al catorce, desde la revolución de octubre o el culto a lo irra-
cional, a la existencia misma de una civilización en sus bases. Por
eso Ortega, al meditar sobre el Quijote, es decir, sobre la realidad
española que le agobiaba, vio todo ese mecanismo funcionando en
Baroja, y antes que nada dijo: «En Pío Baroja tendremos que ha-
blar un poco de todo. Porque este hombre, más bien que un hombre,
es una encrucijada» (30).
7) Andrés Hurtado es ante todo una actitud, no un héroe. Así,
es precursor como el inmoralista de Gide, pero también como los
jóvenes del III Reich. Mas de cualquier forma no puede entenderse
como un precursor «concreto»; no lo piensa así Baroja, sino, según
es corriente en la época, especialmente en esa masa subyacente de
la literatura «mt,nor», Hurtado—igual que Díez-Canedo (31) señala-
ba en los personajes utópicos de Felipe Trigo—es precursor «en abs-
tracto» de un mundo futuro que desde la ramplonería del siglo se ve
forzosamente «mejor» y luminoso. Nada más cierto que relacionar a
Baroja con Voltaire. Este es el «último escritor feliz», según acertada
expresión de Barthes. Baroja el barrendero de los últimos vestigios
de esa «ilusión» de felicidad: el gran hallazgo dieciochesco del «indi-
viduo autónomo». Mientras que Andrés parece avanzar a pesar del
mundo, lo único que avanza es el mundo, disolviéndole. Por eso Sa-
linas, al otear desde su índice literario la obra pasada de Baroja,
sólo recibió la impresión de un rastro: un rastro de «elegía» (32).
Tras la «vuelta al revés» de Aurora roja y esta especial «muerte
de Narciso» de El árbol de la ciencia, Baroja inicia el gran fresco de
la acción, Avinareta, que representa ante todo una especie de «escri-
tura limpia», de confesión directa, sin mediaciones, ante el lector
—frente al «él» y el «pretérito indefinido» «realistas» usa el «yo» y el
pretérito perfecto—, y que en cierto sentido representa, por tanto,
un intento de «deshumanización». Es decir, deshumanización respec-
to a un «humanismo»: el «idealismo» de la gran burguesía clásica.
Pero al mismo tiempo, Baroja—encrucijada—no puede renunciar a
él: su zambullida en la historia es una búsqueda hacia atrás, hacia
los orígenes de ese mismo mecanismo que él ha derrumbado y ha
visto derrumbarse—siempre elegía—a su alrededor. Por eso desde
(30) «Conversaciones con Pío Baroja», en Al pie de las letras, Losada, Bue^
nos Aires, 1967 (p. 235).
(31) E. DÍEZ-CANEDO: Conversaciones literarias, pp. 28-37.
(32) SAUNAS: Ob. cit.
435
una cárcel, matriz fatal para tanta literatura nuestra, Baroja Avina-
reta nos ofrece, a través de El escuadrón del Brigante, como antes
lo hizo con Zalacaín o Shanti, la última bocanada de aire limpio
—yo diría—que hemos podido respirar en nuestro siglo: como si
al fin desde el pasado resucitara un último y ya olvidado Paraíso
romántico. Después todo será juventud perdida, añoranza, laberinto.
Pero esto ya no nos interesa.
Entre tanto, anclado así el país en ese momento de confusión, en
que las riendas están ocultas y difusas, frente a los pronunciamientos
irrealistas de los «políticos» del 98 y sus sucesores, sólo la concreción
conceptual de la literatura revelaba la necesidad de unos «medios»
rigurosos para romper la costra ideológica, el caparazón fósil. Unos
medios semejantes a los que—en Baroja, en Valle—estaban con vir-
tiendo en estructura auténtica una realidad mixtificada, dañada has*
ta las raíces.
Entre líneas «estéticas» se purificaba una agonía.
436
EL PRIMER LORCA *
POR
JOSE HIERRO
437
de su lado, pues no se trata de una pieza que pueda incluirse en el
apartado de «obras comerciales», ajustadas a las normas del éxito
seguro. No es tampoco una obra medianamente defendida por el pres-
tigio—en otros terrenos creadores—de su autor.' Tampoco posee la
novedad y la calidad suficientes para tentar a un empresario arries-
gado y afanoso de renovación del teatro. Sin embargo, el milagro se
produce. Estrena en el teatro comercial; dirige la obra Martínez Sie-
rra; la representa la compañía de Catalina Barcena; los decorados
son de Barradas; La Argentinita interpreta unas danzas.
En 1921 aparece su primer libro de versos: el Libro de poemas.
En los años inmediatamente posteriores publica poesías en revistas
minoritarias y ofrece lecturas públicas. Antes de aparecer, en 1927, su
segundo libro poético —Canciones—, Federico es un poeta famoso —a
pesar de la escasa obra publicada—y comienza a ser popular—aunque
su estética sea minoritaria, renovadora, difícil en cierto modo. Como
secuela inevitable de su popularidad, comienza a dibujarse el fantasma
del lorquismo; es decir, el uso por sus imitadores de ciertos procedi-
mientos expresivos que Lorca emplea por absoluta necesidad poética.
Tratar de ver lo que hay ya en este primer Lorca es el motivo de
las líneas que siguen. Para ello, es necesario enfrentarse con su Libro
de poemas. Una vez leído, se tiene la impresión de que se trata de
un libro desigual, como escrito por tres poetas distintos, cada uno
de los cuales se aleja un paso de la tradición inmediata. De los tres,
sólo uno es ya «casi» Lorca. Sus poemas poseen los elementos caracte-
rísticos de su poesía posterior, aunque aparezcan, en la mayoría de
los casos, diluidos, sin perfilar, ocultos bajo la hojarasca discursiva.
Es como si estuviesen a falta de una última poda, de la tarea sinte-
tizadora que elimine grasas retóricas y revele el músculo armonioso.
Se esté o no de acuerdo con esta afirmación, lo innegable es que una
nota nueva y fresca existe ya en esta poesía. Pese a su novedad, el
público que la escucha no necesita hacer un esfuerzo de acomodación
para dejarse penetrar por su magnetismo. Es como si oyese algo fa-
miliar, antiguo y eterno, pero expuesto de manera deslumbradora. Es
poesía nueva hecha de tradición enriquecida, no de tradición burlada.
Quizá piense alguien que me contradigo. Expongo, por un lado,
mi creencia de que el Libro de poemas es obra desigual y borrosa. Al
mismo tiempo reconozco que Lorca se impone desde sus primeros
versos, lo que implica la existencia de una personalidad bien diferen-
ciada. Pero la contradicción es sólo aparente. Al referirme al primer
Lorca pienso en el que, si todavía no es plenamente él mismo, ya no
es otro. Y pienso sobre todo que no es el poeta, sino el recitador de
sus propios versos, el que se impone. Es su voz la que aglutina los ele-
438
mentos dispersos. Es la buena ejecución la que hace olvidar los luna-
res de la obra escrita, la que hace vibrar las zonas muertas del poema.
Digamos, sintetizando caricaturescamente, que la personalidad no está
todavía en el poema, sino en el poeta. De la admirable manera de
recitar Lorca nos han dado noticia suficiente quienes tuvieron la for-
tuna de oírlo: no se trata de una mera suposición mía.
Pero vayamos a su primer libro. Las poesías que lo componen (ex-
cepción hecha de una fechada en 1915), están escritas entre los años
1918 y 1920. En todas (salvo una) aparece, bajo el título, el año en que
fue escrita. En la mayoría figura también el mes y, frecuentemente,
el lugar. Trataremos de ver, siguiendo las fechas, cómo van borrán-
dose esos dos Lorca que no presagiaban a Lorca y, consecuentemente,
cómo se perfila el poeta que habría de ser.
Los poemas escritos en 1918 son doce. No es necesario ser muy pers-
picaz para advertir, en una primera ojeada, que hay dos nombres
que pesan sobre esta primera fase de su obra: Rubén Darío y Juan
Ramón Jiménez. La presencia de éste es clara y constante. Escuchemos
a Lorca hablando con voz de Juan Ramón :
(«Canción otoñal.»)
(«Elegía.»)
43Θ
«Elegía» de la que acabo de citar cuatro versos, exister» a veces expre-
siones como ésta:
Espadón de nebulosa
mueve en el aire Santiago
440
Tiene el mármol de la fuente
el beso del surtidor,
sueño de estrellas humildes.
(«Canción menor.»)
441
propia que expresa por medio de formas ajenas, el resultado es un
poema donde lo único que se percibe es su dependencia del modelo.
Cuando Lorca procede así, sus falsillas son Juan Ramón o el mo-
dernismo. Cuando, por el contrario, pretende expresar su mundo, la
expresión posee un vago perfil, pues no tiene características propias y,
por otra parte, no se ha apoyado en fórmulas ajenas. Pero toda expre-
sión poética se basa siempre en un convencionalismo, por muy cerca del
lenguaje cotidiano que se encuentre. Basta comparar cualquier frag-
mento de prosa coloquial de siglos distintos (por ejemplo, el Lazarillo,
Galdós y Delibes) para darse cuenta de que, en cierto modo, no es mu-
cho lo que la lengua hablada ha variado. Por lo menos si la comparamos
con la poesía, incluso la de carácter más «coloquial». Un romance anóni-
mo, otro del Duque de Rivas y otro de Miguel Hernández nos hacen ver
hasta qué punto los procedimientos poéticos se han ido haciendo más
complejos. El artificio de la sencillez poética evoluciona, se hereda, se
enriquece por acumulación. No es extraño, entonces, que en esa serie
de poemas de Lorca de impreciso encasillamiento existan, si no giros
textuales juanramonianos, sí, por lo menos algo, un aroma del idioma,
inconcebible antes de Juan Ramón, el poeta español que abre el ca-
mino a la poesía del siglo xx.
Entre tanta poesía de acarreo suena, a veces, una voz nueva, tímida
aún. Son chispazos aislados:
La miel es la palabra de Cristo,
el oro derretido de su amor.
El más allá del néctar,
la momia de la luz del paraíso...
(«El canto de la miel.»)
¡Cigarra!
Estrella sonora...
(«Cigarra.»)
El sol
como otra araña me oculta
con sus patas de oro...
(«Canción menor.»)
442
de la luz del paraíso» o comparar al sol con una araña de patas de oro
no es propio de la poesía que Lorca conoce. (Aventurémonos a vatici-
nar lo posible. La imagen del sol-araña, escrita algo después, bien pudo
haber tomado esta otra forma más sintética: «La araña del sol me
oculta / con sus patas de oro», construcción muy frecuente en Lorca.)
Acabo de referirme a la poesía que Lorca conoce, y esto parece un
poco arriesgado. Pero voy a arriesgarme. Mi opinión es que su con-
tacto con la poesía actual—actual de 1918—no es muy estrecho. Baso
mi afirmación en lo siguiente: un poeta de veinte años no puede, en
1918, arrastrar la carga de modernismo que existe en los versos de Lorca
si conoce poesía más reciente. Y esto no lo niega, sino que lo confirma,
el influjo de Juan Ramón. Porque el Juan Ramón que pesa sobre estos
poemas iniciales es el de Arias tristes y Pastorales, el crepuscular y nos-
tálgico poeta de los romances líricos, no el Juan Ramón de Diario de
un poeta recién casado y de Eternidades, publicadas en 1917 y 1918. Si
Lorca, a pesar de conocer la poesía de Juan Ramón, no se despega del
modernismo es, probablemente, porque la falsilla Juan Ramón le ayuda
a manifestar su lado melancólico y brumoso, en tanto que el modernis-
mo le sirve en los casos en que su mensaje necesita ser apasionado y
sensual. Por lo menos es lo que se deduce del examen de estos versos
de 1918. El tono mayor coincide siempre con el modernismo; el menor,
con el juanramonismo impresionista. En el aspecto métrico, lo apasio-
nado-modernista-colorista se funde en los moldes del eneasílabo, el de-
casílabo, el endecasílabo, el dodecasílabo o —en el caso de «El canto de
la miel»—en un endecasílabo fluctuante, donde parece que el ritmo
trata de burlar las leyes del metro. Para los poemas más narrativos o de
acento sosegado y melancólico, emplea métricas más frecuentemente
usadas por Juan Ramón: heptasílabos, octasílabos, silvas asonantadas.
En estos poemas de 1918 aparecen, ya se ha dicho, acá y allá rasgos
que delatan al poeta que sería. Pero los hallazgos parciales, escasos, no
están aún arropados por el tono, por el acento general, la atmósfera
que envuelve el poema y que revela al poeta antes aún de que hayamos
entendido el sentido de sus palabras. Sin embargo, hay uno que repre-
senta la máxima aproximación a su estilo futuro. El poema ha pasado
por su lado y Lorca no lo ha visto. Me refiero a la «Elegía a Doña
Juana la Loca», que anuncia ya su «Oda a Salvador Dalí» y la «Oda al
Santísimo Sacramento del Altar» :
443
Es un poema que inquieta, porque en éí apunta ya el tono íorquiano,
aunque las palabras, casi siempre, pertenezcan aún a la poesía pasada
(incluso con fórmulas estereotipadas para las romanzas sin música, las
que dice el actor, acercándose a las candilejas y dirigiéndose al público,
en el teatro en vejso:
(«Lluvia.»)
(Por cierto que, a pesar de que el color general del poema sea el juan-
ramoniano de Melancolía, en un momento determinado nos asalta el
recuerdo vivísimo de Rubén, no el de Prosas profanas, sino el de Cantos
444
âe vida y esperanza y, más concretamente, como a nadie se le oculta,
el del poema «Lo fatal»:
445
Pero junto a estos poemas de diversas paternidades, están los que ya
son plenamente lorquianos, aunque algunos lleven aún arena mezclada
con el oro. He aquí un fragmento de uno, purísimamente lorquiano :
Mi corazón reposa junto a la fuente fría
(Llénala con tus hilos,
araña del olvido.)
El agua de la fuente su canción le decía.
(Llénala con tus hilos,
araña del olvido.)
(«Sueño.»)
Imagen que podría tener sus raíces en Gómez de la Serna. Quede esto
apuntado para volver después sobre ello.)
Hay tres poemas fechados en mayo. El menos lorquiano es «Los
álamos de plata»:
Los álamos de plata
se inclinan sobre el agua,
ellos todo lo saben, pero nunca hablarán.
El lirio de la fuente
no grita su tristeza.
¡Todo es más digno que la humanidad!
446
Viene a continuación (en el orden de mayor a menor personalidad, ya
que la rúbrica no indica más que el mes) el titulado «Sueño». Está den-
tro de ese modernismo «atenuado», irónico, fiel a la letra, aunque no al
espíritu. Rosas, cisnes, «sayales de peregrino» circulan por los versos.
Pero el cisne guiña un ojo al poeta. La métrica pierde su rigidez, y la
expresión es más libre, más imaginativa:
447
COMSUIOB. 224-225.—12
a este conocimiento evita los eternos descubrimientos del Mediterráneo
y aprende, si no lo que tiene que hacer, sí lo que no tiene ya que
hacer.
Es indudable que este contacto con las nuevas corrientes coincide
con su llegada a la Residencia de estudiantes, cosa que ocurre en la
primavera del diecinueve. En Madrid trata a una serie de jóvenes que
exploran rumbos diferentes para el arte. Conoce personalmente al maes-
tro Juan Ramón, que ya no es sólo el poeta de Arias tristes y Mehn-
colía, sino el que abre los caminos de la «poesía desnuda», en verso libre.
Y se familiariza, desde luego, con la poesía de vanguardia, la que ha
roto con lo tradicional: el creacionismo. Si el creacionismo deja poco
(aparte Huidobro, Gerardo Diego y, en cierto modo, Larrea, ya un poco
disidente del creacionismo) es, en cambio, mucho lo que posibilita.
Huidobro ha pasado por Madrid en 1918. A finales de este año se habla
de ultraísmo en la tertulia del Café Colonial, que acaudilla Cansinos
Asséns. En 1919, Grecia y Cervantes publican poemas de Huidobro, Ge-
rardo Diego, Guillermo de Torre, Garfias, Larrea, además de otros de
poetas de la vanguardia europea. Lorca, de repente, se encuentra in-
merso en esa jubilosa c iconoclasta corriente. Ha descubierto un mun-
do distinto, de infinitas posibilidades creadoras. La imagen y el irracio-
nalismo van a ser dos de los trofeos que el granadino alcance en esta
aventura, aunque una y otro no los emplee en estado de total pureza
experimental, sino aplicándolos a su concepto de la poesía de honda
raíz tradicional.
Hace poco me he referido a Gómez de la Serna. En ciertos aspectos,
la poesía lorquiana puede considerarse que está más cerca de la gre-
guería que de la «imagen múltiple» del creacionismo. Cabe la posibili-
dad, por tanto, de que alguien atribuya a Ramón la acción catalizadora
de la poesía de Lorca, la cuestión podría entonces plantearse así: La
poesía de Lorca toma características propias a partir de 1919; parece
innegable que ello ocurre como consecuencia de su llegada a la Resi-
dencia de estudiantes. ¿Por qué no atribuir el cambio de rumbo al co-
nocimiento de la obra de Gómez de la Serna, que pudo haber tenido
lugar en la mencionada Residencia? Vamos a partir de esta hipótesis.
En 1910, es decir, aproximadamente dos lustros antes que Huidobro,
Ramón ha proclamado su «pedrada en el ojo de la luna», su «abande-
ramiento de un asta de alto maderamen rematado de un pararrayos
con cien culebras eléctricas y una lluvia de estrellas flameando en su
lienzo de espacio». En 1919 acaba de aparecer un volumen de Gregue-
rías selectas, en la Editorial Saturnino Calleja. Posiblemente con esta
novedad editorial tropiece Lorca a su llegada a la Residencia de estu-
diantes, puesto que se trata de un autor de espíritu joven, renovador
448
de la prosa española, propiciador de toda inquietud vanguardista, orácu-
lo de cuantos aspiran a empapar las artes de un espíritu nuevo. Lorca;
tan amante de lo imaginativo, puede leer, en el tomo de Greguerías
selectas, cosas como éstas : «La golondrina parece una flecha que busca
un corazón». «Se apagan las sonrisas como luces.» «La criada tiene
un alma con música de acordeón.» «El sereno es el gusano de luz hu-
mano con luz propia en el ombligo.» «Si en la noche se quedase en-
cendido un relámpago en el cielo, si se sostuviese esa luz firme y grave,
se vería el fondo del cielo, sus entrañas, su techo trágico y cuajado de
cosas, su fondo anatómico, crudo y abismado.» «Los zapatos de tercio-
pelo son como un antifaz de los pies.» «Aquel perfume la adornaba
como un hermoso collar de perlas.» «Ese coágulo que tiene como un
lunar de cristal detrás del que miramos al cielo es como una cicatriz
del cielo o del aire.» «Esa pareja lenta que pasa por el atardecer como
sin moverse, parece que va haciendo tiempo—años—para llegar a su
casa el día de la boda.» En todas estas greguerías, y en muchas más,
está el espíritu precursor de la poesía nueva y, anticipado, el Lorca
dueño de sus recursos.
Y, sin embargo, Ramón ha pasado por la poesía de Lorca, como por
toda la poesía española, sin ser advertido. Ramón transforma la prosa,
pero no el verso. Es algo que parece imposible, pero así ha sido. Su
inclinación a lo nuevo, lo tocado de irracionalismo, de humor y poesía,
su invención de la greguería (humorismo más metáfora, según su pro-
pia definición), no dejan huella en la poesía. El caso es más descon-
certante aún si tenemos en cuenta que no se trata de un autor desco-
nocido, ni de obra escasa. Casi todos los que se han ocupado de la
poesía española de los años veinte, comenzando por Cansinos y Gui-
llermo de Torre y terminando por Cernuda, entre otros, señalan el
papel precursor de Ramón. Pero lo cierto es que esta anticipación,
evidente, es ignorada, a efectos prácticos, por la poesía. Unicamente
en el plano teórico existe relación entre Ramón y la lírica del 27. Y esto
es algo que sólo se advierte después del creacionismo, es decir, al com-
probar que Ramón pudo haber sido el renovador de la poesía, pero
no lo fue. Ramón llegó a una tierra desconocida como los wikingos a
América: sin transformar su vida. El Bosco, o el Arcimboldo, o Goya
pudieron haber sido el origen del surrealismo ; sin embargo, hasta
que el surrealismo, en su verdadero sentido moderno, no existe, no
se ve lo que en esos pintores hubo de surrealistas «avant la lettre».
Con frecuencia los precursores, como los prólogos de los libros, sirven
de justificación a posteriori. Cosa distinta, indemostrable por otra par-
te, es imaginar si no sería Ramón el que puso en órbita a Huidobro.
Sin embargo, aunque la imagen pueda coincidir, el espíritu de la prosa
449
de Ramón y el de la poesía de Huidobro no tienen apenas nada en
común.
Sería curioso, pero fuera de lugar, investigar esta diversa imper-
meabilidad entre los géneros literarios. Porque es evidente que la pro-
sa se apropia, con más frecuencia, los hallazgos de la poesía que ésta
los de la prosa. Es igualmente cierto que la crítica o la prosa de los
poetas suele ser mejor que la poesía de los críticos o de los prosistas.
En todo esto parece haber algo contradictorio que sería interesante
develar. Quede, por el momento, en pie una afirmación: Ramón no
descubre nuevos caminos a la poesía española. Hasta tal punto es así,
que incluso los pocos versos conocidos de Ramón no tienen nada de
ramonismo, sino que pertenecen a la estética más finisecular. Ni él
mismo supo hallar el puente que las uniese.
Pero volvamos a Lorca. ¿Por qué no pensar <jue, al «descubrir» a
Ramón en 1919 se descubre a sí mismo? A los poetas les da la clave,
muchas veces, un acontecimiento, una palabra, un color que, externa-
mente, no tiene relación con el resultado artístico. ¿No pudo ser una
simple greguería la manzana que le lleva a pensar en la gravitación?
Aunque en la formación de una personalidad artística, como de
una personalidad humana, intervengan pequeños sucesos que quedan
dormidos en el subconsciente, yo no creo que esto haya sido así. Es
muy improbable que Lorca descubra a Ramón en 1919, entre otras
razones porque en sus Impresiones y paisajes, libro publicado, como se
sabe, en 1918 en Granada, existen huellas de Ramón suficientes para
acreditar algo más que un frío conocimiento. Y es curioso advertir
cómo la prosa de Lorca es más moderna, está más «al día» que su
poesía de los mismos años. Si en sus versos, según la índole de la
emoción que expresan, se apoya en el modernismo y en el juanramo-
nismo, parecería natural que, en algunas de las estampas de su libro
en prosa, próximas por el tema al espíritu del 98, hubiese barojismo o
azorinismo. Y sin embargo no ocurre así. En «Mesón de Castilla», en-
tre otras páginas semejantes, leemos cosas como éstas:
450
Sobre las líneas transcritas planea el espíritu de la greguería. Sin em-
bargo (como el propio Ramón, como tantos otros), no supo llevar a la
poesía los hallazgos de la prosa. Porque la poesía, por muy rica de
imágenes que sea, nos penetra no por la imagen, sino por el acento,
el ritmo, el poder persuasivo de la palabra que es cosa muy distinta
—aunque no la rechace—de lo que cuenta o pinta. La imagen o las
ideas son únicamente la materia prima que nada significan sin ela-
boración poética. De ahí la tan traída y llevada y mal interpretada
expresión de Mallarmé a Degas. La poesía está hecha de ideas, de su-
cesos, de imágenes como el vino de uvas. Pero, como en el caso del
vino, no la relacionamos, al bebería, con el racimo de donde procede.
Cuando en los versos están las imágenes sin fermentar, sin transfor-
mar, no existe poesía, por muy nuevas y sorprendentes que sean. Re-
cuérdese que la primera «sierpe humeante» fue una novedad, pero no
renovó la poesía. La imagen: el mar, Lucifer de lo azul, es una ima-
gen nueva, pero desaprovechada en un texto sin acento poético.
La cuestión de los poemas de corte machadiano a que antes aludí
merece, creo yo, un breve inciso. Ninguno de ellos lleva indicación
del mes en que fueron escritos. En mi opinión corresponden a los pri-
meros tiempos de la Residencia. Lógicamente, Machado debió de ser
conocido por Lorca cuando cursaba en Granada estudios de Filosofía
y Letras. Pero un poeta como Machado, ya lo he dicho alguna otra
vez, es poeta de relecturas. El joven que se acerca a las páginas de
don Antonio no sufre ese deslumbramiento que provocan poetas como
Rubén o Juan Ramón. A Machado se le descubre la segunda vez que
se le lee. La relectura puede tener lugar en la Residencia, en cuyas
ediciones han aparecido, en 1917, las Poesías completas, de Machado;
Lorca halla acaso una nota nueva, una posibilidad expresiva más que
puede ayudarle a libertarse. Pero en seguida comprueba que su ca-
mino es muy distinto del polvoriento machadiano. En cualquier caso,
y sean de la fecha que sean, lo que nos importa aquí es hacer notar
los bandazos y titubeos de un poeta, aunque sea un poeta excepcional,
como Lorca, hasta encontrarse a sí mismo. Los poemas de 1920 son ya
plenamente lorquianos, aunque en un par de ellos—«Madrigal de
verano» y «Ritmo de otoño»—lleguen brisas darianas y machadescas:
451
senta una vuelta a sus balbuceos primeros, aunque la presencia de
Machado se advierte en algunos pasajes:
En la tristeza húmeda
el viento dijo:
••—Yo soy todo de estrellas derretidas,
sangre del infinito,
con mi roce descubro los colores
de los fondos dormidos.
Voy herido de místicas miradas,
yo llevo los suspiros
en burbujas de sangre invisibles
hacia el sereno triunfo
del amor inmortal lleno de Noche,..
(«Ritmo de otoño.»)
En la agujereada
cabera azul
hicieron estalactitas
mis te quiero.
Llenáronse de moho
mis sueños infantiles,
y taladró a la luna
mi dolor salomónico.
(«Madrigal.»)
452
que al creacionismo, es posible que Lorca se aproxime a la versifica-
ción irregular de los cancioneros anónimos de tipo tradicional, que
tanto influjo ejercerían en la poesía de los años veinte. La relación
con la poesía de los Cancioneros parece confirmarla la estructura de
alguno de los poemas lorquianos de esta época, y concretamente el
que nos ocupa, construido con estrofas de cuatro versos de métrica
oscilante y un verso suelto, a manera de estribillo, que se repite in-
variable, excepto en su última aparición. En cuanto a las imágenes,
pese a su aparente irracionalismo absoluto, son «traslaciones de sen-
tido», como el propio Lorca diría de la imagen en general. No perte-
necen estrictamente al creacionismo, aunque el creacionismo las pro-
piciara, pues no son invenciones puras, sin traducción a otro plano
que no sea el meramente poético, como lo entendía Huidobro:
453
«gota de cocodrilo» o a comparar a la granada con un «seno viejo y
apergaminado», aguzando más tarde la expresión hasta llegar a fór-
mulas más sintéticas y eficaces, en las que el ingenio ya no aparece a
flor de verso: «trinos platerescos» o aquellas «lágrimas mudejares» que
llora la vieja torre. La última etapa será la de la imagen pura, visio-
naria (ya en 1920), como cuando escribe: «El viento se ha sentado en
los toréales / de la montaña oscura», o con visión plástica daliniana :
«Los esqueletos de mil mariposas / duermen en mi recinto.»
Todo esto suena ya a nuevo, a distinto. Y, sin embargo, la noví-
sima poesía de Lorca es percibida, por sus primeros lectores, como algo
que tiene la suficiente carga de tradición para no extrañar. Pese a su
libertad, a su novedad, el salto sobre el creacionismo le ha llevado al
poeta hacia la poesía española de los siglos de oro. Porque su imagen
viene del ingenio culterano y conceptista. Rubén, Juan Ramón, Ma-
chado, son poetas que se entregan. Cuando la metáfora surge en sus
versos tiene la misión de embellecer, de engrandecer, de convertir en
superior una realidad inferior. Pero el poeta barroco tiene mucho de
actor que monologa frente al público, que guiña el ojo, cuando tiene
una ocurrencia notable, para subrayar su ingenio. El poeta barroco
deja bien visibles en su poema los dos planos, el real y el artístico, y
se complace en hacer que el nexo entre ambos sea sorprendente, para
que el lector admire el puente que los une, y que es obra del ingenio
del poeta. La imagen lorquiana anda por estos caminos. Por los de
Góngora, cuando al contemplar el giro vertiginoso de las serranas de
Cuenca que danzan, habla de «la brújula de su falda»; por los de
Lope, que llama al leño arrojado por la mar a la playa «la colmena
del marisco» ; por los de Quevedo que nos sorprende con aquellos «por-
tugueses hirviendo de guitarras», o que describe a los negros «con su
rostro de azabache / y manos de terciopelo». Los versos de Lorca «Cla-
ra estrella azul / ombligo de la aurora» podían ser de un Quevedo
más tierno, a quien su ingenio le conducía —como en general a los
poetas barrocos, sobre todo en su vertiente humorística—, hacia la ima-
gen empequeñecedora, caricaturesca. De Góngora podía ser aquella
imagen lorquiana: «La panocha guarda intacta / su risa amarilla y
dura.»
Casi todos los elementos de su futura poesía están ya en el Libro
de poemas a partir de 1919. Le falta —salvo excepciones— el misterio,
lo escalofriante y nocturno, que habría de ser la tonalidad en que
cantase el granadino. Cuando leemos:
454
Yo me salgo desnudo a la calle
maduro de versos
perdidos.
Lo negro acribillado
por el canto del grillo
tiene ese fuego fatuo
muerto
del sonido.
Esa luz musical
que percibe
el espíritu.
El mar
sonríe a lo lejos.
Dientes de espuma.
Labios de cielo.
—¿Qué vendes, oh joven turbia
con senos al aire?
—Vendo, señor, el agua
de los mares.
455
estremece el poema, elimina lo discursivo. (No hay que confundir lo
barroco con lo prolijo.)
El resultado es una especie de realidad desenfocada, como vista a
través de un cristal empañado. Jorge Guillen recuerda unas palabras
de Dalí a propósito del «Romance sonámbulo»: ¡Parece que tiene ar-
gumento, pero no lo tiene! En efecto, los romances de Lorca presen-
tan la realidad irrealizada, la presenta de manera insólita, como si
hubiese en ellos algo que no entendemos racionalmente, aunque lo
aceptemos sin comprender. Están dentro de ese tipo de poesía barroca
—culterana o conceptista—que presenta a veces la realidad hipertro-
fiada, enigmática, aunque las dudas se resuelvan, en beneficio de la
lógica, a lo largo del poema. Sólo que en Lorca el enigma no se re-
suelve, porque muchas veces el poema no tiene posibilidad de tras-
ponerse, de manera inmediata, al campo de la realidad, sino dedu-
ciendo lo que en el poema no está dicho. La poesía de Lorca—espe-
cialmente la de carácter narrativo—, es como una cadena montañosa
parcialmente hundida en el mar y de la cual no vemos más que unos
islotes que emergen del agua.
Para entender el porqué de estas raíces tradicionales de su poesía;
la función de esos planos que se suceden prescindiendo de los nexos
lógicos; su proximidad a Lope—no sólo por el empleo de canciones
de estirpe popular o neopopular dentro de sus obras dramáticas—, va-
mos a intentar un pequeño juego. Se trata de someter la poesía de
Lope a un tratamiento caricaturescamente lorquiano. Consiste en efec-
tuar una poda resaltando los versos que anticipan ya el tono de la
poesía de Federico. Ahí van algunos fragmentos de las Rimas sacras,
de Lope, que pueden ser pistas para que alguien profundice en los
procedimientos expresivos del granadino:
456
De luto se cubre el cielo
y el sol de sangriento esmalte...
Al pie de la cruz, Maria
está en el dolor constante
mirando al sol que se pone
entre arreboles de sangre...
(Rimas Sacras, «A Cristo en la cruz».)
457
Levantáronse los muertos
de los sepulcros helados,
que como enlierran la Vida
la que quisieron tomaron...
Llegaron con el difunto,
y la ballena de mármol
recibió para tres días
a aquel Jonás sacrosanto.
(Rimas Sacras, «Al Entierro».)
458
Nada hay de lorquiano en el fragmento transcrito. Lo plástico del
poema corresponde a un mundo de símbolos aceptados. La nieve sobre
el alma, los besos y las escenas que se hunden en la sombra, etc. Pero
en el segundo fragmento el poeta avanza un paso:
Salen los niños alegres
de la escuela,
poniendo en el aire tibio
del abril canciones tiernas.
¡Qué alegría tiene el hondo
silencio de la calleja!
¡Un silencio hecho pedazos
por risas de plata nueva'.
En el monte solitario,
un cementerio de aldea
parece un campo sembrado
con granos de calaveras.
Y han florecido cipreses
como gigantes cabezas
que con órbitas vacías
y verdosas cabelleras
pensativos y dolientes
el horizonte contemplan.
(«Canción primaveral».)
459
La granada es la prehistoria
de la sangre que llevamos,
la idea de sangre, encerrada
en glóbulo duro y agrio,
que tiene una forma vaga
de corazón y de cráneo.
460
La tensión se rompe, se interrumpe, al entrar en juego poético los ele-
mentos decorativos que, en otro poeta, resultarían nimios e impertí'
nentes :
Zapatos color corinlo,
medallones de marfil
y este cutis amasado
con aceituna y jazmín.
461
do suficiente de síntesis, de depuración, lo confirma el hecho de que,
en las canciones escritas entre este primer libro y el Romancero gitano,
extrema la concisión, las deja reducidas al puro músculo, al esqueleto.
Lo divagatorio e ineficaz que hay en bastantes de los poemas iniciales
es sustituido por el apunte breve, casi una sucesión de metáforas, de
temas, sin variaciones. Es el momento en que se libera de la poesía
inmediatamente anterior, y en contacto con lo tradicional y lo popular
de su momento, descubre lo contemporáneo, descubre la Andalucía
como materia posible de algo más que una falsa poesía seudofolklórica.
Su empleo de lo popular, que en este primer libro está basado en prés-
tamos textuales («Arroyo claro, fuente serena») en alusiones («y perdí
la sortija de mi dicha / al pasar el arroyo imaginario») o en recons-
trucción del acento («Esquilones de plata / llevan los bueyes. / —'¿dón-
de vas, niña mía / de sol y nieve?) se transformaría después en ese
folklore imaginario de su Romancero, el que le lleva a la cumbre de
su popularidad (no sólo del conocimiento público, que es distinto),
cuando el pueblo se siente interpretado, expresado por una voz nueva
y antigua que canta mágicamente.
Pero todo esto empieza a salirse del tema. Dejémoslo aquí por hoy.
JOSÉ HIERRO
Fuenterrabía, 4
MADRID
462
LA CORBATA NEGRA
POR
463
CUADERNOS. 224-225.—13
impresión de que se hacía en su pecho un harakiri diario y le parecía
que tenía por misión fijar permanentemente en su cuerpo un negro
y obsesivo recuerdo.
Una sensación de rebeldía, cada vez mayor, se fue apoderando
de el, hasta que de pronto decidió deshacer el nudo de la corbata,
que ya tenía casi acabado. Entonces se dijo, como para darse ánimos,
que la tela estaba ya muy estropeada y que ya había sacado bastante
utilidad de ella. Inmediatamente después pensó que, si fuera capaz
de mantener esa decisión, presenciaría un cambio radical en su vida.
Por lo pronto, al liberarse de aquella opresora argolla, sintió que el
gesto de ahogo que acusaba siempre su rostro dejaba paso ahora a una
ancha sonrisa. Estaba convencido de que aquel día era el señalado
por el destino para estrenar un m u n d o de sensaciones maravillosas,
y se imaginaba la pechera de su camisa luciendo ya siempre los más
alegres y coloreados dibujos.
Pero su alegría se trocó en un gran desencanto al darse cuenta
de que su provisión de corbatas consistía sólo en esa precisamente,
ya que su vestuario no estaba preparado para tan importante suceso.
Cuando de nuevo cogió la corbata, tuvo la impresión de que el rostro
de ella, que le miraba desde un cuadro colgado en la pared, dibujaba
en sus labios una burlona sonrisa.
Al verse en la calle, se sintió invadido por una gran inquietud,
que le fue aumentando a medida que se acercaba a su lugar de
trabajo. De pronto, sin poder resistir esta molesta situación, se pro-
metió a sí mismo que en la primera oportunidad que tuviera se
desprendería de aquel maldito hechizo. Y la oportunidad llegó cuando,
al pasar por un puente poco transitado, pensó que allí podría llevar
a cabo su obra sin ser visto.
Dirigió entonces sus pasos al centro del puente, para tener más
seguridad de que la tela caería a la corriente, pues el río no era muy
ancho. Nerviosamente, se quitó el alfiler de corbata que llevaba siem-
pre, e inmediatamente, después trató de desasirse de la corbata misma,
cosa que consiguió a duras penas, pues le parecía como si tuviera que
luchar contra una serpiente que estuviera amarrada a su cuello. Con
el esfuerzo, la seda se rasgó aún más, saliendo por el roto las blancas
entrañas de la entretela.
Cuando tiró la corbata desde el pretil del puente, observó con
agrado la trayectoria que seguía, pero el viento, intenso en aquella
zona, la hizo de pronto desviar de su natural camino, obligándola
a caer en una de las márgenes. Y aunque sintió no poder ver cómo
se la llevaba el agua, se apartó de allí satisfecho, respirando a pleno
pulmón, como quien ha estado ahogándose durante mucho tiempo.
464
Las horas de trabajo se le hicieron larguísimas. Se sentía tuera de
lugar, en un mundo donde todos los hombres llevaban corbata como
si fuera uno más de sus órganos, y le parecía que su cuerpo estaba
•más descabalado aún que antes. Además, tenía el convencimiento de
que aquella tela había imprimido en su vida un sello especial y de
que ahora, al faltarle, le incapacitaba para realizar el más insignifi-
cante de los actos.
Al encontrarse con sus compañeros de trabajo, observó con cuánta
insistencia miraban el hueco que había dejado en su camisa la cor·
bata negra. Por su parte, él, que en el primer momento creía haberse
librado de una pesada carga, tenía ahora la sensación de que ante
sí se había abierto un vacío que le aislaba del resto del mundo.
Notaba la mirada inquisidora de cuantos trabajaban con él y a
lo largo de la jornada había tenido ocasión de escuchar comenta-
rios adversos sobre su persona. Como si esto no bastara para colmar
su desesperación, el jefe del departamento le había llamado varias
veces y no había quitado ojo a la pechera de su camisa, haciendo
que se sintiera azorado, pues la empresa exigía en todo tiempo a sus
empleados la asistencia al trabajo con corbata. N o es que el jefe se
lo hubiera reprochado de palabra, pero le molestaba su insinuante
mirada. Podía decirle q le había tirado al río la tínica corbata que
tenía y que no había encontrado ninguna tienda abierta en el camino,
pero como esta explicación no sería bastante, tendría que contarle
toda la historia, cosa que le desagradaba sobremanera.
Al salir del trabajo, se sintió parcialmente liberado. Podía seguir
un camino distinto al de ida, pero una extraña fuerza le obligaba a ir
al puente donde se había desprendido de la dichosa corbata.
Cuando la vio en el mismo sitio en que había caído por la mañana,
se sintió más tranquilo, pero, al dejar el puente y perderla de vista
nuevamente, volvió a sentirse molesto. Ya en el centro de la ciudad
pensó que lo mejor era llenar el vacío de la corbata negra con otra
más a tono con la nueva vida que iba a emprender.
Era una corbata de lo más llamativo, cuyos abigarrados y vivos
colores atraían poderosamente la atención de quien pasaba por su
lado. Esta circunstancia le hizo sentirse más inquieto, pues pensaba
que la única razón de que los transeúntes que se cruzaban con él
le mirasen descaradamente estaba en la falta de la corbata negra
y no en la que llevaba puesta.
De pronto, tuvo un nuevo pensamiento. Se le ocurrió que si durante
algún tiempo permanecía inconsciente a su tragedia, cuando recobrara
el completo dominio de sus actos, se habría acostumbrado totalmente
al cambio producido en su atuendo. Dicho y hecho, entró en la pri-
465
mera taberna que vio, y luego hizo lo mismo en todas las que encon-
tró en su camino.
Oscurecía ya cuando empezó a notar que su cuerpo se tamba-
leaba. Sentía una gran repugnancia por dentro y le costaba mucho
poner en orden sus pensamientos. La gente continuaba dedicándole
su atención con mayor insistencia que antes. Fue el contemplar ante
la luna de un escaparate su facha, cuando se sintió ridículo con aque-
llos absurdos dibujos estampados en la estrecha lengua de tela que
colgaba de su cuello.
De pronto, se dijo que ya iba siendo hora de volver a su casa,
y hacia ella orientó sus pasos, pero el temor de que la corbata negra
no hubiera desaparecido del todo y de que a la mañana siguiente
la viera cuando pasara por el sitio en que la había abandonado, le
hizo tener la misma reacción que experimentan los asesinos cuando
vuelven al lugar del crimen para cerciorarse si el cadáver sigue en el
mismo sitio y si se halla impotente para influir en sus vidas.
Por eso, sin pensarlo un momento más, se dirigió al puente, y una
vez allí pudo ver el cadáver de su víctima, en esta ocasión con más
dificultad, pues era ya casi de noche.
La bajada al río se le hizo penosa, debido a lo abrupto del terreno,
máxime cuando no podía fiarse mucho de la estabilidad de su cuerpo,
pero no por eso se amilanó. Necesitaba a toda costa tirar a la corriente
aquel trozo de tela, pues pensaba que si no lo hacía su futuro se
convertiría en una constante pesadilla.
Cuando a duras penas pudo salvar el descenso, avanzó sin tener
ningún cuidado, hasta que sintió sus pies completamente sumergidos
en el agua. Pero, al ver la corbata sobre unas plantas, continuó
avanzando con la mayor imprudencia, sin darse cuenta de que lo
que parecía vegetación era sólo un montón de maleza a la deriva,
que accidentalmente se había detenido allí. Por eso, tan pronto como
puso en él los pies, sintió que el suelo se abría, mientras su cuerpo
se hundía en el seno del agua...
Lo malo del caso es que los periódicos publicaron la noticia de su
muerte como si se tratara de un suicidio.
466
CARLOMAGNO
POR
MIGUEL DE FERDINANDY
PRIMERA PARTE
467
las luchas internas, motines de palacio y guerras civiles, hasta que
empezó finalmente a asomar la esperanza de un nuevo equilibrio.
Naturalmente, esta esperanza está ligada a la aparición de una nueva
dinastía que, sin embargo, tendrá que cubrir un largo y escarpado
camino hasta poder establecerse como tal.
Pues la vieja dinastía todavía vive; representa aún el poder real.
Y aunque se había debilitado tanto, la idea del Reino Franco estaba
aún completamente ligada a ella en la imaginación de todos los
subditos. Toda sociedad de vinculación tradicional ha creído en la
predestinación mágica del linaje de sus príncipes («reino carismático»).
Un rey merovingio era precisamente el representante de la sangre del
fundador del reino, Clodovco, y del semilegendario antepasado Merov,
y, por tanto, difícilmente suprimible. Cualquier intento de sustituirlo
debía parccerle al pueblo como una sacrilega usurpación. Para evitar
esto, se pedirá ayuda al Papa como la mayor autoridad espiritual del
Occidente de entonces. Su poderosa palabra debía sancionar el cam-
bio. Y aun así, sólo podrá llevarse a cabo ciento diez años después
de la muerte de Dagoberto. Hasta entonces, la cabeza reinante de
la nueva dinastía tendrá que conformarse con el modesto título de
inajor domiis de la corte real.
Los comienzos de la nueva dinastía se hallan ligados a este título.
Un major domus era un tipo de guardián principal de la casa Mero-
vingia, más tarde conde palatino, que en la corte real, obrando como
toluvi fac, conforme a sus funciones debía ser informado sobre todo
cuanto sucedía. La progresiva decadencia de la dinastía original lo
iba colocando, ya como primer ministro, cada vez más en primer
plano. El Reino Franco se encontraba demasiado a menudo dividido
en dos partes. En cada una de estas partes había reinado un rey me-
rovingio; y al lado de cada uno de estos reyes surgió su mayordomo.
Estos mayordomos se hicieron rivales y se atacaron con las armas,
igual que antes lo hicieran los miembros de la dinastía cuando toda-
vía reinaban de verdad, lanzándose unos contra otros en sangrientas
discordias fratricidas.
Un golpe de estado del mayordomo Grimaldo (656-661), que era hijo
de otro mayordomo, Pipino el Mayor, para suprimir la dinastía y apo-
derarse de la corona para dársela a su propio hijo, fue todavía prema-
turo. Grimaldo dio a su hijo un nombre merovingio: Aildeberto.
Apremió entonces al estéril rey Sigberto III, exigiéndole que adoptara
a su hijo. El carisma de los Merovingios se habría así hecho extensivo
también a su hijo y su casa se habría asimilado, por así decir, a la
familia xeal. La oposición de la nobleza destruyó el plan. A pesar de
todo, la siguiente generación de mayordomos puso de nuevo manos
m
a la obra. De las feroces luchas surgió Pipino el Mediano. En 687 con-
siguió apartar a todos los rivales de su casa y proclamarse major do-
mus único de todo el reino. Astutamenre, permitió todavía un simu-
lacro de rey sobre sí, siendo en realidad él el amo y señor. Su «dere-
cho» al rango de mayordomo dejó ya de ser combatido. Las luchas
por el poder que todavía siguieron ya sólo fueron disputas internas
dentro de su propia casa, la de los Carolingios.
A pesar de que murieron en edad adulta sus dos hijos legítimos,
a pesar de que le sucedió un nieto menor de edad, y en su nombre
su mujer, Plectrudis, políticamente inexperta aunque impulsada por
grandes ambiciones políticas, a pesar de todo ello, el fuerte afán de
dominio latente en esta familia ya no pudo ser detenido. Carlos, más
tarde llamado Martell, el martillo, hijo de Pipino y de una concubina
suya, huyó de la prisión en que lo había puesto Plectrudis, venció a
los partidarios de ésta, apareció ante París y se apoderó del título de
su padre.
Sólo ahora comenzó el ámbito de los acontecimientos a tomar pro-
porciones de importancia histórica mundial. En el 732, cerca de Poi-
tiers, Carlos rechazó para siempre, con el primer ejército feudal de
la Edad Media —que, surgido en circunstancias sagazmente compren-
didas por Carlos, fue en gran medida su creación propia—, el ataque
islámico a Europa Occidental. Pactó a continuación con Liutprando,
el rey longobardo de Italia, basándose en parte en la situación común
de peligro frente a los invasores del Sur, y lo que no le resultó a su
antepasado con los Merovingios, llega a ser realidad ahora por medio
del rey longobardo: Liutprando adoptó al hijo de Carlos, Pipino el
Menor. De esta forma, una vinculación de sangre real, aunque no me-
rovingia, pasó a formar parte de la herencia carolingia.
Roma y Bizancio también entraron ahora en la esfera de influen-
cia del mayordomo franco. Se estaba fraguando un preludio cuyo
verdadero significado se centraba todavía en un futuro lejano.
De pronto quedaron vivamente marcadas las semilatentes, pero
por eso mismo muy profundas, contradicciones entre las dos mitades
del mundo cristiano, cuando en el año 726 el emperador León III des-
encadenó la iconoclasia. Surgió a consecuencia de esto la gran lucha
por la imagen, en que se abrió por primera vez en toda su profundi-
dad el abismo entre el Oriente y el Occidente cristianos para no vol-
ver a cerrarse nunca más.
Esta lucha sólo nos interesa aquí desde el punto de vista de la
oposición Oriente-Occidente.
Toda juventud, toda protohistoria bárbara o semibárbara se ciñe
preferentemente a lo plástico-figurativo, pues todavía piensa única-
469
mente en imágenes. Esta tendencia, el placer espontáneo en lo figu-
rativo, es precisamente más comprensible para aquel que lleva en sí
todavía mucho de lo informe. Un mundo viejo y ya muy formado
—que ya es acorde con sus formas y que de cierto modo abandona
el lenguaje simbólico del pensamiento arcaico—, un mundo tal puede
soportar prescindir de la imagen, no contemplar una figura anhelada,
con más facilidad que la juventud, que la edad precoz, que todavía se
abandona a lo caótico La juventud amorfa, la edad prematura que
lucha por la forma, encierran en sí todavía la posibilidad de cualquier
figura. La imagen que se encuentra en el exterior, pero que también
puede imponer un fuerte sello a lo interior-amorfo, es una fuerza or-
denadora. Fue por esto por lo que el Occidente no comprendió en
absoluto las profundas causas políticas, religiosas y sociales del mo-
vimiento iconoclasta en Oriente. Ni siquiera intentó comprenderlo.
Para él se trataba únicamente de la imagen hallada que ahora peli-
graba otra vez, la imagen a través de la cual su joven religiosidad
lograba la forma, y su tanteo interior en busca de un sentido palpable
quedaba satisfecho; y no estaba dispuesto a que se lo arrebataran
de nuevo tan fácilmente.
Como Bizancio había emprendido oficialmente la iconoclasia en
Oriente, Roma, como cabeza espiritual del Occidente en formación,
tenía que dirigir la oposición del Oeste. Pero el Papa Gregorio II,
careciendo de todo apoyo político, pronto se vio asediado por el exarca
bizantino de Rávena y por su aliado, el rey longobardo. El exarca
forzó las puertas de la Ciudad Eterna. Se obtuvo una paz, aunque en
las más duras condiciones. A pesar de todo, Gregorio III, el sucesor
de Gregorio II, no cedió en la cuestión de las imágenes. Una vez más
apareció ante Roma el rey Liutprando: otra vez se perdieron bienes
y ciudades papales, como bajo Gregorio II. Sólo ahora se dirigió el
Papa a Carlos Martell. El poderoso major donius, que en aquel en-
tonces era el primero de su casa que reinaba sin tener ningún simu-
lacro de rey sobre él y llevando el título de princeps, respondió ama-
ble y complacido al mensaje del Papa, aunque por lo pronto evadió
toda alianza y participación concreta en la política italiana. Pues
Liutprando era su aliado, padre adoptivo de su hijo y heredero, y
Carlos no podía prescindir de su ayuda en el Sur de su reino contra
los aún posibles ataques por parte del Islam. El Papa tuvo que po-
nerse de acuerdo una vez más con los longobardos y aceptar las
grandes pérdidas de su poderío territorial (739).
El emperador iconoclasta murió al año siguiente. Muy de cerca
le siguieron Carlos Martell y Gregorio III; en el 744 murió también
470
el rey longobardo, y con la desaparición de este último de los prota-
gonistas, la muerte dejó caer el telón sobre este preludio lleno de
presagios de la historia occidental.
471
de estas imágenes comprendió el emperador quiénes eran las dos figu-
ras de su sueño. Esta narración del Actus Sylvestri pasó a formar par-
te del texto, probablemente redactado en el siglo vni, de la llamada
Donación de Constantino. Por el hincapié que se da también aquí al
tema de las imágenes, se puede quizá deducir que la leyenda no fue
incluida por casualidad en este documento político y que fue usada
como argumento sobre la conversión del emperador de los romanos,
en una época en que el problema de la imagen era de máximo inte-
rés. Quizá coincida cronológicamente la fundación en el monte So-
racte hecha por el hermano —regente fracasado— del mayordomo fran-
co con la recopilación de esta Donación hecha por la curia papal, y
ésta antecede en algunos años a Ja decisión del Papa a favor de Pipino
en la sucesión franca. Son los· años decisivos para todo el Occidente.
Tanto la fundación como la Donación, en las que se considera la le-
yenda de Silvestre, realzan la figura del sacerdote, que en la tradición
constituía una de las personas de un orden dual, de un orden en que
—en el sentido de la teoría de los dos poderes del Papa Gelasio I—
el segundo lugar le corresponde al emperador Constantino. ¿Habían
contado ya los recopiladores de la Donación, en su verdaderamente
asombrosa previsión, con la posibilidad del surgimiento de una nueva
«autoridad imperial»—la expresión es del rey Pipino—e intentado de
antemano prevenirse contra ella colocando al Papa como christianae
religionis caput?... ¿O es la gran falsificación—como lo supone algún
investigador—sólo un producto de los años inmediatamente poste-
riores a la primera coronación imperial de Occidente?
Porque el documento contiene realmente todo aquello que un Papa
en el siglo vm podía desear y aún más. Después de su milagrosa cu-
ración—cuenta la Donación—, Constantino llama a sus sátrapas y de-
ciden honrar al Papa a partir de entonces. Se confirma su suprema-
cía sobre todas las iglesias, y particularmente sobre los obispos de An-
tioquía, Alejandría, Jerusalén y Bizancio. El emperador obsequia en-
tonces a todas las iglesias principales de Roma con ricos bienes. A
partir de este momento, todas las ciudades de Italia y de todo el Oc-
cidente serán adjudicadas a la Sede romana. Queda así también acla-
rada la situación legal de la Pentápolis, la región del exarca de Rávena,
que el longobardo había arrebatado recientemente al emperador de
Oriente, que sin embargo el Papa hubiese preferido tener bajo su pro-
pia administración, aunque todavía era legalmente suelo bizantino.
Además, la Donación concede al Papa la corona imperial y la púrpura
real; el emperador en persona le presta el servicio de caballerizo. El
Papa se transforma en una especie de «emperador supremo», aunque
no se consideraron todavía todas las posibles consecuencias de esta
472
nueva perspectiva. Pero sí había una consecuencia de esto que ya se
había confirmado en la práctica en los tiempos de Constantino: Cons-
tantinopla había llegado a ser la Ciudad Imperial. ¿Por qué? Puesto
que Italia, precisamente a consecuencia de esta Donación, pertenece-
ría en el futuro al Papa, Constantino había salido sumiso de Roma,
pues donde reina el vicario de Cristo no puede gobernar ningún rey
mundano.
Parecía más que necesario explicitar esto —a través de la autoridad
consagrada del gran Constantino—, puesto que, por otra parte, había
que llamar al gobernante del estado militarmente más poderoso de
Occidente para defender a Italia del poder longobardo, que ejercía
cada vez más presión.
Por lo tanto, el Papa Zacarías respondió con un sí definitivo a la
pregunta que le hiciera Pipino. Esta le fue traída, en el 751, por dos
altos representantes de la política franca. Parecía sencilla, casi inge-
nua, aunque su contenido iba a producir un cambio en la historia:
«Que los reyes en el reino franco no ejerzan ningún verdadero poder
real, ¿es esto bueno o no?» «Y el Papa Zacarías mandó decir a Pipino
—continúan diciendo los Annales Regni Francorum—que es mejor
apostrofar de rey al que posea el poder, que no a quel que se haya
quedado sin poder real; y para mantener el orden dispuso mediante
la autoridad apostólica que se hiciera rey a Pipino.» Así, la idea ro-
mano-eclesiástica de la idoneidad se impuso a la idea carismática del
linaje real basada en el antiguo derecho de sangre. La concepción del
reinado como función se halla representada por autoridades como San
Agustín y San Isidoro. Non aatcm regit, qui non corrigit—será la
conclusión de este último—. Un sínodo en Toledo había declarado ya
hacía cien años: «No es su persona, sino los derechos, los que hacen
al rey.» Y parecía lógico que un reino cristiano, incorporado a la or-
den de la Salud, basase en última instancia la legitimidad para esta
función en la elección divina, y no que «pusiese el orden en peligro»
a través de la ciega casualidad de la sucesión hereditaria.
Esta frase entre comillas resulta singularmente ambigua en el tex-
to de los Annales. Puede aplicarse a la segunda mitad de la oración,
y entonces significa: Pipino debe ser rey para mantener el orden. Pero
si se aplica a la primera mitad de la oración, el significado se trans-
forma de la siguiente manera: Si ya no aclamáis como rey a aquel
que se ha quedado (manebat) sin el poder, ut non conturberetur ordo.
En este caso, la formulación tiene en cuenta también la concepción
del derecho sanguíneo, pues la herencia aparece como la ciega casua-
lidad «que pone en peligro el orden» de una sucesión que ya ha per-
dido, su sentido, cuando el rey «se queda» sin potestas, es decir, cuan-
473
do el carisma asegurado por la descendencia divina del linaje real se
extingue en los sucesores. Si esto es así, entonces quedará libre el ca-
mino para otro, elegido de Dios y consagrado por sus obispos.
Y es así cómo pensaba la aristocracia dirigente del reino franco.
Por consiguiente, Pipino fue aclamado rey, y, junto con su esposa Ber-
ta (Berhtrada), recibió la consagración real. La consagración, como
tratamiento sagrado definitivo en el procedimiento de establecer un
rey, fue tomado—naturalmente—del reino israelita: a través de ella
se reviven recuerdos del Antiguo Testamento. Pipino—el rey sin ante-
pasados reales— es un tipo de novus Moyses o novus David, y los
Papas se complacen en llamarlo así desde entonces. A veces se ven
a sí mismos en el papel de Samuel, de cuya auctoritas dependía el de-
recho de los reyes a reinar. Se abren aquí posibilidades de un papel
mítico... Se ha opinado ya que incluso en la deposición del último
Merovingio resonaba una especie de recuerdo mítico, «aunque bajo
una forma diferente». El destronamiento del pobre Hilderico III de-
bía considerarse como un «sacrificio real germánico», sólo que en vez
de asesinar al último simulacro de rey, sencillamente le fueron cor-
tados sus rizos, y en vez de enterrarlo, fue enviado a un convento
(O. Höfler).
Esta forma de «muerte suavizada» le estaba reservada también al
hermano del nuevo rey y a los hijos de aquél. El destino de Carlomán
muestra por primera vez en la estructura familiar de los carolingios
esa «forma» específica, ese fin peculiar que a partir de entonces se re-
petirá muy a menudo. Carlomán, el joven gobernante, abandonó re-
pentina e inesperadamente, sin causa justificada, las delicias del mun-
do; sin embargo, los hábitos no le proporcionaron el otium deseado.
Llevado de Roma a Monte Soracte, de allí a Monte Cassino, volvió
—de nuevo repentina e inesperadamente, sin razones que lo justifica-
ran—al reino de los francos, al lado de su hermano que entonces ya
era rey, como un sonámbulo que quisiera conjurar su destino y el de
sus allegados.
Por aquella época, también el Papa Esteban II—otra vez amena-
zado por los longobardos, esta vez por el rey Aistulfo— se hallaba
en el palacio real franco. Cuando llegó, Pipino mandó a su encuentro
«a unas cien millas» a su hijo Carlos, que entonces contaba unos doce
años de edad·—y esta es la primera mención de Carlomagno en la
historia—. Cuando hubo llegado Esteban, el rey—según la ordenanza
de la Donación de Constantino—le prestó personalmente el servicio de
caballerizo. «Los dos poderes» se mostraron en este primer momento
totalmente acordes. El Papa encontró al poderoso protector político que
hacía tanto tiempo buscaba; y el rey halló la autoridad que estaba
474
llamada a legitimizar sus acciones. Al instante se dispuso a negociar
sobre Italia con sus grandes: había que intervenir, que quebrantar
la fuerza de los longobardos; al Papa debía proporcionársele un «Pa-
trimonium» bajo protección franca, un estado pontificio, al que él de-
fendería engalanado con el venerable título de algunos antiguos reyes
germanos que habían mandado también sobre Italia, incluso sobre
Roma, con el título de patricias romanus...
En este momento reapareció Carlomán.
¿Había ya entonces influido Esteban sobre Pipino por medio de la
Donación de Constantino? Lo que se sabe con certeza es únicamente
que el rey —como ya habíamos mencionado— llevó su caballo, como
si fuese su caballerizo. ¿Se habían ganado quizá los longobardos a
Carlomán para que dijese algo en su favor a su poderoso hermano?
¿O se había él enterado en Italia, y como monje, del verdadero ori-
gen de la Donación? ¿O estaban dirigidos sus planes hacia un retorno
a las delicias del mundo que ahora poseía Pipino y que también que-
ría retener? Lo único seguro es tan sólo que Carlomán quiso hacer
desistir a su hermano de la empresa italiana. Este, sin embargo, ya
había fraguado sus planes y no estaba dispuesto a salirse de ellos. En
el ámbito de las capas dirigentes de la aristocracia también venció el
partido que abogaba por una intervención en Italia. Además, la ac-
titud de Carlomán en contra de un ataque a Italia debía resultar muy
molesta también para el Papa, pues éste anhelaba un próximo retorno
a Roma. Por tanto, se llevó a cabo con Carlomán y sus hijos la misma
«muerte suavizada» que había servido para quitar de en medio al úl-
timo rey merovingio. Pipino mandó capturar a su hermano y lo reclu-
yó en un monasterio, donde murió, ya en el 754. Sus hijos fueron ra-
pados y desaparecieron en las profundidades de unos seguros monaste-
rios, igual que el rey Hilderico. Cuando, más tarde, Pipino, ya en Ita-
lia, fue consagrado una vez más junto con sus hijos, y esta vez por el
Papa personalmente, y con el título añadido de patricius romanus,
mandó suprimir de la sucesión real a los descendientes de Carlomán.
Podían haber sido reyes, como los hijos de Pipino, y en vez de esto
les tocó en suerte el impotente destino de un Hilderico. No así, Pi-
pino, que a partir de este momento era monarca de los francos.
475
ciliación en todos los frentes. Quería reconciliar a sus hijos entre ellos,
a los francos con los longobardos, a los bávaros con los francos, e in-
cluso a los longobardos con el Papa. De este deseo excesivo de paz
resurgieron con fuerza aún mayor todas las contradicciones, que aun-
que ya podían disimularse, todavía no podían borrarse.
Sin embargo, en un primer momento pareció tener éxito. Sus hijos
—Carlos tenía entonces veintiséis años y Carlomán algunos menos—
rompieron con la política de hostilidad hacia los longobardos practi-
cada por su padre y comenzaron, siguiendo la tradición de su abuelo,
a seguir una política de amistad con ellos.
Carlos debía contraer matrimonio con la hija del rey longobardo
Desiderio; con éste mismo llegó a tener Carlomán una estrecha amis-
tad, y, después de su temprana muerte, su viuda y sus hijos incluso
habrían de ser los huéspedes de la corte de Pavía.
El Papa —que era entonces Esteban III— vería entre asustado y sor-
prendido este cambio. Escribió a los dos hermanos gobernantes que
los longobardos «son una nación repugnante, a la que ni siquiera se
puede incluir con los demás pueblos y en la cual se originan, sin lu-
gar a dudas, los leprosos». Gran torpeza papal, si se piensa que uno
de los que recibiría esta carta era entonces novio de una longobarda.
Pero Dios es justo: muy pronto el Papa se vio obligado—puesto que
Carlos no se inmutaba y menos aún se preparaba para la guerra—a
hacer un pacto con el rey de la «nación repugnante», que otra vez
ejercía sobre él una fuerte presión. La carta también erró su propó-
sito en otro sentido: a pesar de todo, la princesa longobarda llegó a
ser reina de los francos.
La actitud de Carlos no debe sorprendernos. Fácilmente se reco-
noce en ella la conocida y nada extraña actitud del joven y talentoso
monarca que se encuentra reducido a segundo lugar por su igualmen-
te enérgico e inteligente padre, y que ahora, llegado su momento,
quiere indicar su oposición a la herencia paterna; en este afán están
unidos madre e hijo. No podemos pasar por alto el hecho de que
toda la familia haya intentado librarse de la pesadilla que suponía la
voluntad del difunto. Ambos reyes tratan incluso de reinar en armo-
nía, en honor a Berhtrada.
Aquí, sin embargo, Berta fracasa en su intento. Lo que ella quiere
no es, ni mucho menos, un nuevo orden de las cosas, sino todo lo
contrario: la madre quiere que rija sobre sus hijos y su reino una ley
más antigua: la convivencia amistosa de-lo franco y lo longobardo, la
división del reino entre los hijos reales según el mismo sistema de los
tiempos merovingios y principios de los carolingios. Pero el advene-
dizo Pipino, su marido, había soldado el reino franco en una nueva
476
unidad orgánica. Este organismo estaba en pleno crecimiento y des-
arrollo cuando murió su creador. Un afán de consolidación es innato
a tales organismos: no soportan ninguna división, pues ello signifi-
caría, en esta etapa del desarrollo, una mutilación.
Surgió una tensión entre ambas mitades del reino, y, lo que es lo
mismo, entre los dos reales hermanos, tensión que de día en día cre-
cía en intensidad y significado. Incluso entre Carlos y su madre surgió
la discordia: el joven rey repudió a su esposa longobarda, a la que
illa suadente llevó a su casa. La disensión y la discordia nacieron de
donde Berta había sembrado la paz.
Su nombre, antiguo ya en la familia —lo llevaba su abuela—, tiene
resonancias fatídicas. Todavía en el 1555—el año de la muerte de
doña Juana de Castilla, otra reina madre, antepasada de fatales re-
cuerdos— un tardío poeta del Alto Alemán Medio adivinaba en el nom-
bre de Berhtrada una conexión entre su «papel» histórico y un cami-
no mítico, en cierto modo trazado en su mismo nombre. Berhtrada,
la madre de Carlomagno, no es sólo «la flor del rey y la hija de la
flor blanca». En su nombre se esconde también el de la dama Berchta :
Perchte, Perahta, una «resplandeciente», como Phoibé, «la vieja ante-
pasada de las generaciones», «el ama de casa hilandera», la hilandera
que está relacionada con las diosas del destino: aún reaparecerá bajo
la representación más tardía de una «mujer blanca» en la mitología
familiar de algún linaje real (J. Grimm).
Como origen del destino, como antepasada, pertenece a tiempos
antiguos. La expresión au temps que la reine Berthe filai indica un
pasado remoto. Entonces estaba ella sentada con «el gran pie de la
hilandera aplastadora», Berthe mit dem fuoze, Berthe au grand pied:
la reine Pédauque. Asimismo se hallaba ella todavía en los comien-
zos: una gran diosa, relacionada tanto con la madre tierra como con
aquella Afrodita arcaica que la antigüedad veneraba como «la más
antigua de las Moiras».
La restauración de la «antigua ley», la de la madre, llegó a ser el
cometido de la viuda del rey cuando, a consecuencia de la muerte de
su marido, se relajó de repente la estructura de la «nueva ley». Este
momento en la evolución de la historia corresponde, en la tradición
heroica de los griegos, a la partida de Agamemnon hacia Troya, por
la cual Clitemnestra puede reaparecer una vez más como Βασ-ιλ?;, como
reina gobernante*. A un Egisto le dominaría, pero un Orestes proba-
ría su superioridad sobre ella. El nuevo orden del hijo—que es una
derivación del espíritu del orden del padre—vence al antiguo orden
477
de la madre. Por la inevitabilidad primitiva y terrible del mito, la es-
peraba su fin a manos de su propio hijo. En el ambiente cristiano-
carolingio, su fracaso toma un aspecto más suave: rodeada de la sum-
ma reverentia de su hijo, que ha llegado a ser rey del mundo, tiene
que pasar también por una especie de «muerte suavizada», una vejez
históricamente insignificante: Mater quoque eius Berhtrada in magno
apud eum honore consenuit—informa Eginhard.
A fines del 771 murió Carlomán. Sólo por su muerte se pudo evitar
la guerra entre los dos hijos de Berta. Sus nietos huérfanos, su nuera
viuda no buscaron su protección; ella ya no tenía poder. Huyeron
—como ya hemos mencionado— a la Corte longobarda.
Desiderio aprovechó en seguida la ocasión para atacar a Carlos y
vengar la deshonra de su hija. Primero amenazó nuevamente al Papa
—ahora era Adriano I—, exigiéndole incluso la consagración real para
los hijos de Carlomán. De esta forma, él, tutor de los nuevos reyes
francos, hubiese pasado de ser un vencido de Franconia a ser el pro-
tector de Occidente. Pero Carlos se preparó para el contraataque. Le
prometió su ayuda al acosado Papa y atacó con dos grandes ejércitos
el reino longobardo.
En aquella época Carlomagno tenía treinta años. No parece haber
sido un tipo precoz. Aunque nunca fuera un «buscador de su camino»,
nos deja a pesar de todo la impresión de ser una personalidad de lenta
realización. Fue madurando poco a poco en la gran escuela política
de su padre. Tenía el tiempo necesario y la formación precisa para
ello, y había vivido ejemplos suficientes; así, fue arraigándose orgá-
nicamente en su función y su dignidad, para luego, teniendo el mando
firmemente en sus manos, emprender con tranquila seguridad el ca-
mino que había recorrido su padre y así lograr sus propósitos.
Cuáles fueran los planes de sus primeros años de madurez, natu-
ralmente ya no es posible averiguarlo; sin embargo, sí está con toda
claridad ante nuestros ojos lo que logró. Y no era nada a medias.
Es en esta totalidad de lo logrado donde se encuentra la novedad res-
pecto a su padre. Es cierto que Pipino había vencido al reino longo-
bardo y lo había frenado, pero nada más. Carlomagno no consentía
este tipo de compromiso. Eginhard subraya: quam hoc, quod efficere
moliebatur, perseverantia qußdam ac iugitate perfecto fine conclude-
ret. O bien reconocía la imposibilidad de una empresa—como más
tarde en Hispania— y se volvía inmediatamente atrás ; o bien termi-
naba totalmente lo comenzado. Ahora tomó Pavía, destronó a Deside-
rio y tomó posesión del reino y del título real longobardo. También
cayeron en sus manos la viuda y los hijos de Carlomán; los metió
—según la costumbre—en un convento. El, por su parte, marchó vic-
478
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torïoso hacia el Sur, y el α de abril del 774 entró solemnemente en
Roma. También él recibió el título de patricias romanus, como su
padre; también él fue protector del Papa y del Estado Pontificio,
como antes lo fuera Pipino. A pesar de ello, la diferencia es grande:
Carlomagno, en posesión de Roma y de gran parte de lo que una
vez fue el Imperio Romano de Occidente, además de países y pueblos
más allá de sus fronteras, llegó a ser—por de pronto— el sucesor de
facto del soberano de la unidad romano-occidental del imperio.
No hay duda de que abandonó Roma demasiado pronto. Desde
allí no podía administrar su reino, que se extendía hasta el lejano
Norte, y además se sentía limitado por los términos de la «Donación
de Constantino». Pero Roma pertenecía ya a su dominio; no sola-
mente tenía abierto el camino hacia Roma, sino que dicho camino
cruzaba por todas partes tierras carolingias. Cuando más tarde—en
el 781, 787 y 800—emprendiese ese camino, siempre Roma lo recibiría
como a su señor. Y así empezó a ligarse a la persona de Carlomagno
la idea de la posesión de la Ciudad Eterna. Durante los años ochenta
esta idea se difundió por todo el Occidente. Como «defensor Eccle-
siae» ejercía Carlomagno una especie de soberanía no sólo sobre la
Iglesia, sino también sobre la ciudad en que ésta tenía su sede prin-
cipal. El rey de entonces era todavía meritus rex atque sacerdos; su
soberanía sobre la Iglesia no era una palabra vana; el mismo Carlos
era llamado «Obispo de los Obispos». A esto se sumaba la concepción
plástica e ingenua de la época: ¿Dónde se encuentra esta Iglesia?
¿Cuál es su extensión? Sus fronteras comenzaron paulatinamente a
coincidir con las del imperio de Carlomagno: el Reino de los francos
representaba con claridad y totalidad cada vez mayores el aspecto
terrenal de la Iglesia de Occidente. A esta idea se asoció casi desde
sus comienzos una imagen bastante clara sobre Europa. No es una
casualidad el que la denominación del reino carolingio como Regnum
Europae se pueda comprobar precisamente después de la primera en-
trada de Carlomagno en Roma—en el año 775—. El poeta Angilberto
elogiaba ya al rey Carlos como cabeza del mundo y cumbre de Europa.
Uno de sus obispos, Teodulfo de Orleans, fue bastante más lejos,
y al referirse al príncipe de los apóstoles loaba así a Carlomagno:
«Aquél, quien posee las llaves del Cielo, ha dispuesto de tal forma
que tú tengas las suyas»; y aún más claramente: «Tú gobiernas la
Iglesia... los sacerdotes y el pueblo». En esta atmósfera de opinión, es
natural que viesen en este rey también al «sucesor del Apóstol». Ex-
presiones como «el nuevo David» también fueron usadas refiriéndose
a él—y con mayor énfasis que referidas a su padre. Dentro de esto
sistema—el carolingio—, el poder de la dirección moral del reino ya
479
CÜADERH03. 22Í-22&.—14
wo correspondía al Papa. Con mano firme, Carlomagno, como posee-
dor y representante de este «reino sacerdotal», trazó los límites: «Nues-
tra tarea es—mandó escribir al Papa—, dé acuerdo con la ayuda de
la Gracia divina, defender en todas partes la Santa Iglesia; hacia el
exterior, defenderla con las armas de las incursiones de los herejes y
de las devastaciones de los infieles; hacia el interior, consolidât el re-
conocimiento de la fe católica. Vuestra misión, Santo Padre, es: como
Moisés, apoyar nuestro servicio ¡militar con las manos alzadas al cielo·».
Sin embargo, mientras definía con tanta precisión las funciones, una
imprecisión quedaba, como involuntariamente, sin aclarar: Como rey,
Carlos se asignaba la tarea de «defensa» y «consolidación» de la Igle-
sia. En otra carta dirigida al Papa se leía, sin embargo, la expresión:
«el Sacerdote Supremo debe rezar para que el Rey Supremo proteja
y aumente el reino de la Santa Iglesia». El Rey Supremo se entiende
que es Jesucristo. Pero la similitud de las tareas, y más aún de las
dignidades—aunque los contemporáneos no pudieran sacar las últi-
mas consecuencias de esta perspectiva—, presenta una peculiar inter-
cambiabilidad de papeles entre la función del Rey Supremo, el sucesor
de David, y la del soberano terrenal, el «nuevo David». Como se re-
cordará, esta intercambiabilidad no era extraña ya al Imperio de
Constantino, y el Occidente todavía viviría de hecho sus últimas con-
secuencias en el imperio de los Otones, por lo menos en un cierto
sentido*. Lo que en el caso de Carlomagno salta a la vista, es tam-
bién en los demás casos mucho más que una simple alegoría.
Allí donde la Iglesia es considerada como una novia confiada al
cuidado del rey, a los ojos de los contemporáneos la imagen de Cristo,
es lógico que coincida en gran medida con la del soberano cristiano.
Y otra vez nos hallamos ante el fenómeno del poder de la imagen:
ante una imagen poderosa, la del príncipe en su modalidad carolingia.
En ella, Carlomagno es imago Dei, representación de la divinidad, lo
que esencialmente corresponde a la visión bizantina del emperador
como μψψηζ {feov, el imitador de Dios. La «imagen de Dios» occi
dental es en la imaginación de los suyos como el mismo rey celestial,
caput orbis, y aún más: dominus rerum, el señor de las cosas.
Por el hecho de esta plenipotencia, por el hecho de su gobierno
sobre distintos reinos y sobre otros monarcas, por su posición de pro-
tector del Papa, por la dominación de Roma, pero también por la
similitud entre la naturaleza de su función de conductor del mundo
con la del rey celestial del universo, por todo esto Carlomagno—«ca-
480
beza del mundo y cumbre de Europa»—llegó a ser rey supremo de
Occidente, una especie de imperator, equivalente por la naturaleza
de su poder al basileus oriental, aunque él mismo nunca hubiese pen-
sado elevar su dignidad añadiéndole un título tal.
Por esta época—en el año 780—-, cuando por primera vez el Occi-
dente se manifiesta como entidad orgánica y como orden articulado
de valores bajo el cetro de Carlomagno, se da en Oriente un cambio
que recuerda en cierto modo al intento de hace doce años de Berta,
pero con la gran diferencia de que esta vez el hijo sucumbe a la im-
periosa madre.
El padre, el abuelo y el bisabuelo de este hijo, de Constantino VI
—los emperadores León III, Constantino V y León IV, respectiva-
mente—, se manifestaron como «enemigos de la Madre de Dios», en
contra del culto a los Santos, contra los sagrados iconos y las reliquias,
y sobre todo contra el culto a la Virgen. Considerándose «igual a los
Apóstoles», «Emperador y Sacerdote», el fundador de la dinastía de
los iconoclastas, León III, se presentó tanto ante Bizancio como ante
Roma en nombre de «la autocracia del Dios Padre», en el de «la se-
vera estructura patriarcal del concepto judío de Dios». Pero a causa
de esto se encontró —como ya hemos dicho— ante un conflicto no
sólo con los jóvenes pueblos de la Cristiandad en Occidente, sino tam-
bién con grandes estratos de la población de su propio Imperio, cuya
religiosidad se basaba en la secular adoración de una deidad femenina.
En los primeros siglos después de Cristo el culto de la Theótokos se
extendió desde Egipto, donde una visión matriarcal del mundo había
echado hondas raíces cultural y políticamente; y este culto fue dogma
desde el Concilio de Efeso. Todo esto debía ahora ser suprimido. La
prohibición del culto a las imágenes, del culto al «arquetipo en la re-
presentación», se dirigía sobre todo contra los iconos de la Madre de
Dios: eran sus imágenes las que los iconoclastas destruían con prefe-
rencia. Una revuelta de la mezquina Ratio, de un racionalismo ilimi-
tado, hervía en el mundo, que—como en tantas agitaciones de «es-
clarecimiento»— se imponía la misión de extirpar todo aquello que a
primera vista no fuese comprensible por la razón y su lógica.
Sin embargo, los contenidos profundos del hombre y del mundo se
comportaron una vez más como suelen hacerlo frente a tales ataques
de la «razón pura»: se defendieron a su manera a través de la mística
y el mito, a través de la superstición y de una religiosidad primitiva
481
y popular —y a fin de cuentas vencieron a la razón, a la audaz pre-
tensión de un racionalismo sin límites.
Como ilustración a lo dicho, concretada en forma de narración,
aparece el caso de un cierto Constantino, caballerizo del ejército im-
perial, que—como se puede leer en la Crónica de Teófanes— des-
trozó con una piedra una imagen de la Virgen que luego todavía
pisoteó. En ese momento sintió una presencia: potente y silenciosa,
como una diosa de los viejos tiempos, la Virgen estaba a su lado, y le
habló tristemente: «Es que ignoras el acto temerario que has ejecu-
tado en mí. En realidad se lo has hecho a tu propia cabeza». Al día
siguiente el sacrilego cayó en una batalla: una piedra de una cata-
pulta le destrozó la cabeza.
Lo que así se expresa en un caso individual de una manera po-
pular y ejemplar, en el caso del mismo emperador iconoclasta da uns.
explicación todavía válida, incluso para nosotros hoy en día, de la
situación interna de este hombre.
Constantino V, el que «reniega de nuestro Dios y Salvador Jesu-
cristo y de su pura y santísima Madre y de todos los Santos», se entre-
ga al mismo tiempo, «fascinado por las brujerías..., por los sacrificios
de sangre de caballo y por ceremonias mágicas, a los mayores excesos
y comienza a invocar a los demonios» (Teófanes). Es decir, que los con-
tenidos arcaicos oprimidos, cuya expresión sublime entra en el plano
de lo religioso, aparecen vengativos por otro lado como caricaturas
diabólicas (i). Esto hace que la gran empresa de «esclarecimiento» de
este iconoclasta se torne en una mueca tragicómica. Pues él está más
«fijado» por la imagen que el último monje de su imperio y segura-
mente de una manera más impura y primitiva que el último devoto
de los milagrosos iconos. Está dicho con la mayor claridad en la na-
rración que hace Teófanes de la agonía de este «enemigo de la Ma-
dre de Dios». Cuando Constantino yace, con una herida degenerada
en gangrena, en su lecho de muerte, exige de pronto que se canten
himnos a la Virgen y Madre de Dios, «a pesar de que había sido su
enemigo irreconciliable». Entonces muere, en el sufrimiento y la deses-
peración, a bordo de un navio, con la exclamación: «¡Ya en vida
estoy entregado al fuego eterno!».
Junto a este hombre, las mujeres de su vida no tienen ningún
papel destacado; sin embargo, es él mismo quien escoge, de la opu-
lenta clase media de Atenas, a la joven Irene para que sea la mujer
de su hijo León; es él mismo quien, secundado en la ceremonia por
su hijo, la corona Augusta en el Sagrado Palacio de Constantinopla.
(i) Comp, del autor: Tschingis Khan, Hamburgo, 1958, pp. 132-33; y seña-
lando el camino opuesto respecto al mismo fenómeno psíquico, El Emperador
Carlos V, semblanza de un hombre, Río Piedras, 1964, p. 145.
482
El que el matrimonio del joven basileus con la bella burguesa fuera
una alianza de amor es de suponer: incluso como elección afectiva
del joven soberano, apoyado por el viejo, la entrada de Irene en la
familia imperial es un fenómeno parecido, cada uno a su manera, al
de la muerte tan elocuente de su suegro. Irene, como la gran mayoría
de las de su clase, era una veneradora de las imágenes de los Santos,
una partidaria devota del culto a la Virgen María. Así, su aparición
en el centro del mundo cristiano-oriental supone el disimulado retorno
semievidente al culto a la imagen y a la mujer: a la Virgen y a la
Madre. Se prepara un cambio de dominantes. Aunque al principio
sabía Irene disimular sus verdaderos sentimientos, sólo un decenio
después de su matrimonio, León IV descubre los iconos prohibidos
bajo la almohada de su mujer. Su reacción ante este hecho es chocan-
te, pero también en gran medida característica: rompe con ella la
vida conyugal. Es demasiado tarde: medio año después muere
León IV. Su viuda aparece al mundo del Imperio como tutora de su
hijo que entonces sólo contaba diez años de edad, Constantino VI;
muy pronto toma por su cuenta las riendas e incluso se dispone a ser
ella sola la soberana.
483
que Pulquería reinó, pero lo hizo al lado o más bien detrás de su her-
mano, el segundo Teodosio: Teodora lo hizo sólo como esposa y cola-
boradora de Justiniano, mientras que junto a los dos primeros empe-
radores iconoclastas sus mujeres desaparecen completamente.
Ahora, con Irene pasan de pronto a primer plano, después de una
larga latencia y represión, tradiciones de primitivos contenidos gineco-
cráticos, contenidos que no sólo hacían posible el increíble atrevimien-
to de esta mujer—increíble desde el punto de vista de la tradición ro-
mana imperial—, sino que también permitían justificarla ante la opi-
nión pública. Para aclarar lo dicho, usemos aquí una vez más de una
narración sacada de la esfera de las creencias populares. De ella se
deducç que Irene, es decir, la mujer y su dominio, era esperada des-
pués de largos decenios de autocracia masculina : esto es, vemos hasta
qué punto ella y su ambición coincidían efectivamente con los anhelos
de amplios sectores sociales. Gobernase como gobernase, esta profunda
corriente de la tradición popular la guiaría y protegería.
Teófanes, su contemporáneo, cuenta: «Los seguidores de la verda-
dera religiosidad poco a poco fueron tomando otra vez confianza, la
palabra de Dios comenzó a extenderse y... todo lo bueno podía mos-
trarse abiertamente. Por esta época, un hombre descubrió... dentro de
la Larga Muralla, un ataúd. Cuando lo hubo limpiado y abierto, halló
un hombre adentro y las siguientes palabras inscritas en el féretro:
'Cristo nacerá de la Virgen María y yo creo en El. Bajo los Emperado-
res Constantino e Irene tú, sol, volverás a verme'».
Así, Irene con su hijo representa, en los primeros años de su rei-
nado en el trono de Oriente, a la Madre entronizada con su hijo,
centro de la visión del mundo cristiano-oriental. También en su papel
de restauradora del culto a la Virgen, de incitadora del Concilio Ecu-
ménico en el que se recupera el equilibrio de las almas, resulta estar
a la altura de este ideal mítico. «Una viuda y un huérfano» deben
levantar «lo que el enemigo de Dios, Constantino (V)... había destrui-
do», como «ya una vez débiles pescadores rompieron la tiranía del
diablo». Pero pronto surgieron en el espectro del ser de esta mujer
colores oscuros que no coincidían en absoluto con esta modalidad de
la imagen arcaica; y en pocos años llegaron a predominar. Ella obra
en una medida cada vez mayor motivada por un plan total que se
contrapone al de Octaviano, el «sin madre y sin engendramiento», el
nuevo César surgido del acto de voluntad apolíneo-intelectual de la
adopción; un plan que por el contrario corresponde al de la nueva
Isis, Cleopatra, «la reina de todo el país», cuyo marido, Osiris, seguía
a pie su palanquín. (J. J. Machofen.)
Y es a la luz de este contexto cuando la narración de Teófanes
484
sobre la lucha por el poder que empieza a surgir entre madre e hijo
cobra su verdadero significado. Otra vez las voces de la corriente de
la tradición popular acompañan esta contienda de una manera clara-
mente perceptible y característica. Surgen adivinos en el pueblo que
susurran la palabra a la madre del emperador: «No está dispuesto
por Dios que tu hijo lleve la dignidad de emperador, sino que te co-
rresponde a ti, pues te ha sido concedida por Dios». Tales palabras, sin
embargo, hubiesen carecido de sentido y también de toda eficacia de
no haber sido apoyadas por una fuerte convicción primitiva de amplios
sectores sociales. Lo que quieren es precisamente el retorno al derecho
de la madre, el dominio de la mujer. El cambio de las fuerzas domi-
nantes—ni el primero ni el último en la Historia—está otra vez en
marcha. El joven emperador intenta entonces una sublevación contra
el poder de la madre. Hacía tres años había aceptado contra su volun-
tad—aunque de muy mala gana—que se deshiciera su compromiso
con Hruotrhude —en griego Erythro—, la hija mayor de Carlomagno.
Al principio de su reinado, la madre había estado buscando un pode-
roso aliado y pensó que lo había encontrado en el rey de los francos.
Ella creía haber valorado correctamente al gran bárbaro de Occidente,
que quería extender las fronteras de sus dominios hasta los «themas»
bizantinos del sur de Italia, al intentar ganárselo por la vía dinástica.
El franco podía sentirse halagado: el hijo del mayordomo podía con-
siderarse ahora como futuro antecesor de los basileis. Cuando se acordó
este compromiso, Constantino era aún un niño, y no era rival para
su madre. Llegó entre tanto a ser un joven inteligente, que poco a
poco fue dándose cuenta de los planes de su madre. La situación
cambió: con un suegro poderoso, independiente de Irene, Constantino
la hubiese privado para siempre de su poder. Ella le obligó, por tanto,
a contraer matrimonio con una joven de Armeniakon, de nombre Ma-
ría de Amnia, una subdita insignificante que tampoco tenía el más
mínimo sentido para el joven emperador como alianza política. Este
intentó unos meses más tarde—como ya habíamos indicado—tomar
el poder. Su plan fue traicionado, sus partidarios fueron azotados,
rapados y desterrados. A él mismo, su madre le pegó y humilló.
Después de esto estuvo largo tiempo sin dejarse ver en público.
Ahora ve Irene llegado el momento de que los subditos presten
juramento a su nombre, empezando por el Armeniakon. Allí, sin
embargo, le responden: ««Nosotros, mientras vivas tú, no nos deja-
remos gobernar por tu hijo, pero tampoco pondremos el nombre de
Irene ante el de Constantino, sino que queremos la fórmula usual
hasta ahora: Constantino e Irene.» Cuando ella intenta obligar al
pueblo, éste proclama único soberano a Constantino. Los themas se
485
reúnen; Irene se asusta y manda a su hijo a la reunión. Allí le sus-
penden a ella la dignidad de emperador y Constantino es confirmado
como autokrator. Irene se va al destierro junto con sus eunucos de
confianza, Staurakios y Aëtios, y con su corte, compuesta también
en su mayoría por eunucos.
Entonces comete Constantino el segundo error de su vida, y que
esta vez sí resulta fatal. Todavía no se percata él de la gravedad de
la situación. Se deja convencer para una reconciliación, incluso vuelve
a entronizar a su madre como emperatriz: «y como antes, Constan-
tino e Irene eran apostrofados juntos como gobernantes». Y sucede
entonces algo peculiar. Ya en los primeros años del gobierno de Irene
se les cortó el pelo a los cinco hermanos de su difunto marido, y éstos
hubieron de tomar los hábitos, después de lo cual Irene apareció
triunfante con su hijo en la catedral donde sus cuñados daban la
comunión. Y ahora prosigue el camino de la destrucción de la dinastía
de su marido. El joven soberano es el que actúa, mientras tras él le
susurran al oído la cruel mujer y su confidente, el Archieunuco. Son
ellos el origen de toda acción : el mayor de los hijos de Constantino V
es cegado y a los otros cuatro les es cortada la lengua.
Del matrimonio de Constantino nació sólo una hija, Eufrosina.
De esta forma la dinastía queda inhabilitada, si se exceptúa al joven
emperador. Irene se propone entonces quitar del camino de su plan
de gobierno también a su hijo. Primero deberá hacerse impopular,
y luego será destituido. Irene se da cuenta de que el joven, desdichado
en su matrimonio, se enamora de una de las damas de la corte, llama-
da Theodota. Irene fomenta esta tendencia. Constantino actúa preci-
pitadamente, llevado por la pasión: manda a su mujer a un convento,
se casa con Theodota y la sube al trono. La nueva emperatriz es
pariente del abad Platón, que a su vez es tío de Theoktista, una dama
de la clase media—de alto nivel espiritual y material—del Imperio,
una noblesse de robe, a la que en un principio también había perte-
necido Irene. Theoktista era una mujer de una ferviente y profunda
religiosidad y de una dureza de carácter igualmente fervorosa. Con-
siguió —hacia la mitad de su vida— que sus tres hijos, su hija e incluso
su marido tomaran los hábitos, emulando a su tío, el santo abad
Platón. Ella también se hizo monja. Y les estaba reservado a este
trío, Platón, Theoktista y su hijo mayor Teodoro—más tarde abad
de Studion—, iniciar el ataque del clero contra su sobrina Theodota
y su marido el emperador. En vano pidió Theodota personalmente su
perdón y protección; los tres avanzaban a la cabeza de los monjes
contra el emperador, al que consideraban un adúltero y cuyo segundo
matrimonio veían como un vergonzoso concubinato. Detrás de su
486
ataque estaba una vez más la emperatriz madre. Otra vez actúa Cons-
tantino precipitadamente: se deja llevar a tomar represalias violentas
contra los monjes. Los días de la iconoclasia parecen resurgir, con sus
persecuciones y torturas de monjes. Una gran intranquilidad se apo-
dera del Imperio, especialmente de sus capas inferiores.
Ahora considera Irene que ha llegado su momento. Se gana a los
regimientos de la guardia para su plan; manda aprehender al empe-
rador y enviarlo al salón púrpura, el mismo donde le había dado la
vida. Allí es cegado «por orden de su madre», «de una forma tan
horrible e irreparable que le costó la vida» (Teófanes). El santo Teo-
doro de Studion advierte: «Así aprenderán incluso los emperadores
a violar la ley de Dios, a desencadenar impías persecuciones.» La
opinión del pueblo sobre su desafortunado emperador y las palabras
del portador de esta opinión, Teófanes, el cronista siempre tan parti-
dario de Irene, son menos crueles que las del santo monje, pues
expresan el fin de Constantino, de acuerdo con su estilo, en una ima-
gen épico-gráfica: «El sol se oscureció (después de quedar ciego el
emperador) por diecisiete días y no esparcía sus rayos, por lo que los
barcos erraban y eran empujados de acá para allá. Todo el mundo
afirmaba unánimemente que el sol había perdido sus rayos a causa
de la ceguera del emperador. Así llegó a ser autócrata su madre
Irene.»
Un oscuro epílogo a la muerte del hijo fue todavía—dos años más
tarde— la orden de Irene de mandar cegar a todos sus cunados. De esta
forma, la dinastía de los emperadores Isáuricos quedó incapacitada
para gobernar, es decir, fue suprimida definitivamente del ámbito de
la Historia.
El fin del hijo tiene también, no obstante, un epílogo triunfal:
«En la marcha majestuosa, el lunes de Pascua, la emperatriz, al salir
de misa, va en una carroza dorada tirada por cuatro caballos blancos,
y lanza—como ofrenda festiva—abundantes monedas al pueblo. Cua-
tro patricios guiaban los caballos por las bridas...»
En el número cuatro se simboliza la idea de la maternidad (J. J. Ba-
chofen) ; también la de la perfección, la de lo concluido (L. Frobenius).
La presencia del cuatro también da aquí la impresión de pomposa
firmeza, de apoteosis, de situación central en el mundo de aquella
que pasa con los colores triunfales de blanco y oro, guarda por cuatro
corceles y por cuatro personas de alto rango. El carruaje, como expre-
sión del reinado femenino, aparece ya representado como una cuadriga
guiada por una mujer en las monedas de algunas reinas siracusanas,
mientras que la otra cara de dichas monedas ostenta una cabeza
de mujer adornada con un velo y una diadema: la mujer como rey
487
y gran diosa de la Tierra, Nea Αημψηρ, pero también como ονρανιη
•γη, la tierra celestial, la mater-ria deificada. Con el mismo adorno de
cabeza aparecen más tarde también algunas reinas lagidias, como
Berenice o Arsinoë, en sus monedas. En las de Bereniké está también
el carruaje—algo parecido al carro tirado por leones y guiado por la
propia Gran Madre del Asia Menor—. Aquélla también conduce su
carro, impulsada por la venganza, pasando sobre cadáveres, poseedora
de un sombrío encanto, «que le da la tradición». A partir de aquí
se abren profundas perspectivas en dirección a Circe y a Medea.
«Es como si la situación del pasado y todos los horrores que suponía
la lucha de los sexos por alcanzar el poder reapareciesen ante nues-
tros ojos.» «No ha desaparecido del recuerdo de la humanidad el
que la época de la ginecocracia legó a la Tierra las más sangrientas
experiencias» (J. J. Bachofen).
6
Como jrwrroç βοκπλβνς, como emperador y no como emperatriz,
está ahora Irene sola en su trono, en el centro del cosmos cristiano-
oriental. Y ahora se ve con claridad que sus comienzos—su entroni-
zamiento junto con su hijo en aquel lugar central—no eran más que
una seudomorfosis. En realidad, ella nunca representó los «lados vita-
les» de la existencia. Cuando su marido encontró en su poder los
iconos, ella—entonces todavía una mujer joven—se decidió por la
imagen y no por la vida. Así termina su vida amorosa. Nunca perso-
nificó a la mujer gobernante en su modalidad afrodito-hetera, sino
en la de la amazona hostil al hombre. Como tal destruyó la estirpe
de su marido. Frente a las sangrantes sombras faltas de voluntad,
que aún podrían haber gobernado, se encuentra la cruel mujer—que
reina ahora en lugar de ellos—en una brillante y estéril majestas
matronalis, guardada por sus dos Archieunucos, acompañada por sus
huestes de eunucos y monjes. Es característico el que en sus círculos
más íntimos sólo soporte a éstos: por un lado los que—por la castra-
ción— se han acercado en la voz, en las costumbres, en el aspecto
y en la vestimenta a la esfera de la mujer, y por otro lado, los monjes,
que a causa de su voto han renunciado a su virilidad y adoptan la
«vestidura de ángel», es decir, se visten como mujeres. Cleopatra,
«una mujer que... por una cultura erótica... ha evolucionado como una
personificación terrena de Afrodita», era tan comedida como para
poder afirmar incluso la superioridad política de su amante, un hom-
bre de la importancia de Marco Antonio. Por el contrario, Irène, la
488
amazona enemiga de los hombres, se convierte cada vez más en un
instrumento de las ambiciones de sus eunucos. No soportó el gobierno
de su hijo; sin embargo, es impotente ante el de sus castrados.
Staurakios y Aëtios se disputan el trono ya en su presencia, como
ratas sobre un cadáver. De pronto muere Staurakios, y Aëtios resulta
así el todopoderoso en la corte y en el Imperio. Su plan es el siguiente :
casar a su hermano con Irene y así poder quedar al mando incluso
después de la muerte de ésta. Entonces ella, que iba entrando en años,
intenta librarse de esta humillante red con un gran gesto. Este último
gesto recuerda a Cleopatra. Como ella—una gran reina, una mujer
destinada al gobierno y formada para él, que se había apartado con
asco de los hombres degenerados de su linaje y se había dirigido
hacia la virilidad del Occidente romano, digna de su feminidad—, así
fijó también Irene, al final, su mirada en el rey supremo de Occidente,
Carlomagno, y le ofreció su mano. De esta forma se daría unidad a la
división del Cristianismo, resurgiría un imperio tan grande y poderoso
como él de los antiguos cesares, y ella misma, «el verdadero Basileus»
—que al darle su mano al rey franco le concedería el deseado recono-
cimiento—, realizaría el sueño de Cleopatra: «reinar sobre su marido
y en el Capitolio romano sobre el orbe». Pero esto no habría de suce-
der. Cleopatra había sido vencida por un Augusto César, mientras que
Irene sucumbió a las mezquinas intrigas de un eunuco, que supo
sofocar el plan ya en sus orígenes. Después de esto parece como si
ella—enferma, envejecida y cansada—se hubiese dado por vencida:
un audaz tesorero le roba el poder. Ella es destronada y desterrada.
Muere en la miseria. Y ni siquiera intentó defenderse.
Y a pesar de todo es ella quien restablece el culto a la imagen,
quien restituye el equilibrio anímico al Oriente cristiano. Elle a osé
une révolution politique et religieuse dfune importance sans égale.
(Ch. Diehl). En el mismo año en que rompió el compromiso de su
hijo con la hija de Carlomagno, convocó el Concilio de Nicea: era el
año 787. Las conclusiones del Concilio sirvieron —mejor que la frus-
tración del plan matrimonial entre las dinastías de Oriente y Occi-
dente— para hacer públicas una vez más las diferencias de concepto
y de postura entre el Este y el Oeste, aunque esta vez Bizancio
encontró, para reglamentar la veneración a las imágenes, una fórmu-
la viable incluso para el Occidente, como lo demuestra la actitud del
Papa hacia el Concilio. Los padres de Nicea intentaron solucionar la
cuestión con la fórmula juanista: o βωρακως βμβ βωρακβν τον πατβρα
(XIV.9); mo-revere, μοι. ort βγω ev τω πατρι και,, ο πατήρ βν βμου (XIV.11);
eyto και, ο πατήρ βν βσγίβν (Χ.30).
489
Padre en mí; yo y el Padre somos uno.) Estas palabras ya habían sido
expuestas por Atanasio de Alejandría (Oratio III contra Arríanos),
refiriéndose al caso del emperador y su retrato, de tal forma que el
etSoç (idea) y la μορφή (forma) del emperador se reflejaran una en
la otra : «Yo y el Emperador somos uno. Yo estoy en él y él está en mí
—así habla la imagen.» ewrot αν η βίκων: Εγω και ο βαο-ιλενς ev
ecTjUev. Εγω γαρ ev εκβινω ei/n κακεινος ev εμοι.
El Concilio repite ahora esta interpretación y la incluye en las
actas sinodales. (Ε. Kantorowitz.)
También el señor de Occidente podía haber estado de acuerdo con
esto. Pero a él le presentaron una versión latina algo alterada de las
actas sinodales originalmente redactadas en griego. Este texto le pa-
reció «disparatado y pretencioso». Y aunque hubiese leído la más fiel
traducción, también la hubiese encontrado «disparatada y pretencio-
sa». Inmediatamente se dispuso a dar un duro contragolpe. Su res-
puesta, según testimonio de los llamados Libri Carolini, demuestra
que no se trataba solamente de la cuestión de las imágenes. El rey
de los francos, el gran rey de Occidente, al dirigirse contra éstas se
dirigía, consciente y enérgicamente, contra el imperio oriental. Sin
lugar a dudas, el escrito tenía gran importancia para él. En el origi-
nal del Vaticano se pueden ver aún hoy las notas al margen: per-
néete, bene, totum bene, expresiones de su conformidad, al igual que
lo tachado en el texto por orden suya. El escrito subraya que Bizan-
cio es la continuación del imperio pagano. La expresión divalis refi-
riéndose a Basileus escandalizó al Occidente: olvidándose de las fre-
cuentes expresiones semejantes en la veneración al rey, exigió que
ninguna persona fuese honrada con un epíteto que la divinizara. El
escrito reprochaba grandes errores a los teólogos griegos, pero preci-
samente estos párrafos muestran demasiado a menudo la poca com-
prensión que tuvieron en Occidente las actas sinodales, fuese ello una
actitud inconsciente o no. En el Concilio, por ejemplo, .se dijo: con-
denados sean aquellos que no instruyan a toda la cristiandad en la
veneración y la adoración de las imágene.' de todos los santos. Los
Libri consideran estas palabras un deleramentum —una tontería— y
argumentan ingenua y pedantemente que esto no es posible porque
nadie puede instruir en la veneración de las imágenes a más de dos
o tres provincias, non taimen omnem Christo dilectum populum. «Pues
la iglesia católica... está extendida por espacios tan extensos y enormes
del mundo...» En este caso probablemente se antepuso todavía la fa-
ceta semiculta a aquella otra faceta que en principio, por su natura-
leza y tradición, debía estar por encima de una nimia interpretación
literal.
490
Sea como fuere, desde este momento el Occidente, que se sepa-
raba cada vez más del Oriente en lo político y lo espiritual, se halla
en una contienda abierta casi ininterrumpida con Bizancio. En los
Libri se expresó la palabra, se declaró la guerra, se estableció y for-
muló la oposición al Oriente, pero también al antiguo imperio pa-
gano. De esta forma, Bizancio fue desafiada y provocada, mientras
que Carlomagno mismo emprendió el camino por el que al final de
su vida conseguiría llevar la gran disputa a una conclusión que pu-
diese satisfacerle también a él personalmente. Que ésta no era una
meta bélica, se sobrentiende. El nunca quiso vencer o conquistar Bi-
zancio; poco le conocían aquellos bizantinos que pensaban que, des-
pués de ser coronado emperador en Roma, emprendería—como un
general ascendido a anticésar—la marcha contra Constantinopla. Car-
lomagno veía su misión en Bizancio como algo totalmente distinto:
se trataba de la delimitación de Occidente, del mundo carolingio, fren-
te a Oriente. De este proceso debía surgir el Kosmos (orden) occiden-
tal, como una entidad religiosa, ética y política de igual condición
que el oriental.
Cinco años antes del final del siglo sube al trono papal León III.
Desde hacía catorce años los Papas fechaban sus diplomas haciendo
referencia únicamente a los años de gobierno del basileus; pasaron
más tarde a referirse únicamente a los años de papado. Ahora, por
primera vez, el Papa data sus documentos también según los años
de reinado del rey franco. Y finalmente acaba por desaparecer tam-
bién la referencia a los años de papado: a partir del 800, León III se
referirá en sus fechas exclusivamente a los años de reinado de Carlo-
magno (*).
Dos años después de la subida al trono de León III, un erudito
cercano al rey, el famoso Alcuino, «ministro de Instrucción y Cultura
de Carlos», dirige una carta a su señor en la que expone cuáles son
las tres personas que representan lo más alto sobre la tierra: nombra
al Papa, al emperador de Bizancio y al rey de los francos. Pero el Papa
había quedado manchado por las calumnias y quejas del pueblo ro-
mano; Bizancio, por otro lado, había degenerado en escena de san-
griento horror y de repugnante ignominia. Carlomagno, sin embargo,
seguía sin ser alcanzado por toda esa suciedad y esos horrores. El es
491
ei más poderoso, el más augusto, el más sabio y el más digno. Uno
se inclinaría a pensar que todo esto es mera adulación, pero en reali-
dad este escrito significa la fundamentación ética de la pretensión que
habría de dar lugar al más alto imperio del mundo terrenal.
La discordia entre el Papa y los romanos a que se refiere Alcuino
deparó amargos días a León III. Después de ser casi cegado y luego
proscrito, también llegaron quejas al rey franco alegando que el Papa
era culpable de adulterio y perjurio. El mismo León III se dirigió
al rey: en el verano del 799 aparecieron en Paderborn, donde Carlo-
magno había convocado una dieta, por un lado los delegados de los
acusadores del Papa y por otro lado el Papa en persona. El rey de los
francos, arbitro ahora no sólo de Occidente, sino también de la igle-
sia, promete ir personalmente a Roma y allí decidir el caso del Papa.
Pero no se apresura. Siempre de nuevo nos llama la atención, cuando
consideramos el épico ritmo de vida de este hombre, el que nunca
se apresura para nada y siempre llega a tiempo. Es un ritmo de gran-
des olas, sin premura. También en este caso pasa todo un año en el
noroeste de su país. Visita las defensas construidas en la costa con-
tra los normandos—invasores bárbaros del norte germano todavía
pagano, representantes de aquella Germania que adoptaba una postu-
ra conscientemente hostil contra el «eidos» carolingio-cristiano de la
otra Germania en vías de formación—; luego viaja a Tours; de allí
vuelve a Aquisgrán, pasando por París, para finalmente reunir una
dieta en Maguncia. Cuando ya hubo cumplido con todo esto, consi-
dera llegado el momento y se pone al fin en camino hacia Italia. El
24 de noviembre del 800, Roma festeja la entrada de su señor. El es
el novus Constantinus, incluso el novus Salomon, el que trae consigo
la Pax Mundi. Para el Papa León y sus partidarios él es el nuevo em-
perador. La sanguinaria mujer en el trono de Oriente ya no es reco-
nocida en Occidente como emperador legítimo. De esta hipótesis se
deduce la osada conclusión : el puesto de emperador está libre. León III
necesita con urgencia de una autoridad a la que poder subordinarse
para que, por medio de ella, pueda ser absuelto de las quejas levan-
tadas en contra suya. En efecto, el 23 de diciembre, Carlomagno de-
clara al Papa, que le había prestado un juramento voluntario, limpio
de las graves calumnias. Como recompensa se llevará a cabo el día 25
en la iglesia de San Pedro la exaltación de Carlomagno a emperador
de los romanos. Se disponen a ello con una prisa que difícilmente cua-
dra con el comportamiento de Carlomagno, por lo que puede sospe-
charse que detrás de todo ello están el Papa y sus partidarios. Es des-
afortunado el que Carlomagno se dejase llevar por el Papa a esta ac-
492
ción poco preparada, pues el Papa tramaba un ardid que, sorpren*
diendo a Carlomagno, se realizó plenamente.
El rey de los francos asistió a la misa de Navidad en la basílica
sepulcral del príncipe de los apóstoles. Después de rezar, se pone
de pie y se adelanta hacia el altar, sobre el que se halla la nueva co-
rona imperial. Había sonado la hora del nacimiento de Occidente.
Entonces se le acerca el Papa, que decía la misa pontifical, toma en
sus manos la corona y se la coloca en la cabeza a Carlomagno. El así
ornado apenas disimula un gesto de desaprobación. No cabe la menor
duda: esto no había sido lo convenido. El papel pasivo que le con-
fería en esta coronación el atrevimiento del Papa—que luchaba por
su futuro—debía ofenderle profundamente. Pero el hecho estaba con-
sumado: Carlomagno había sido coronado emperador no por su pro-
pia mano, sino por la del Papa. Cuando éste llevó a cabo el acto, cayó
de rodillas ante Cailomagno y le «adoró» (ab Apostólico more anti-
quorum principum adoratus est), mientras el pueblo exclamaba: Ca-
rolo, piissimo Augusto, a Deo coronato magno, pacifico Ionperatori,
Vita et Victoria. Ahora es ya emperador, a los cincuenta y nueve años
de edad: tan.llamativamente tarde logró su revolución.
Pues esta coronación es sin duda una acción revolucionaria que
todavía daría sus frutos cargados de consecuencias para todo el Occi-
dente. Pues había ya un imperio, y ante este hecho resulta débil la
alegación—la hipótesis de Alcuino y la argumentación del Papa de
que la sanguinaria mujer de Oriente había perdido su poder a causa
de sus actos atroces, y que aunque no hubiese sido así, a pesar de
todo estaría desocupado el trono de Oriente, pues ella era tan sólo una
mujer y nunca una mujer había reinado como autokrator sobre Bi-
zancio. Sin embargo, hacía pocos años se había negociado con esta
emperatriz y se la había reconocido: también entonces había estado
manchada de sangre, también entonces era mujer. Cronológica y le-
gítimamente era precisamente su título—y no el del nuevo empera-
dor occidental—el que descendía de los antiguos emperadores del im-
perio romano. ¿No era, pues, el nuevo imperio superfluo? ¿No era
—por lo menos—ilegal? Es significativo el que Carlomagno no se
atreviese a denominarse imperátor inmediatamente después de la co-
ronación. En sus primeros documentos, del año 8oi, se lee sólo el tí-
tulo de rex. Luego, durante unos años, se apostrofará imperátor, el
que gobierna el imperio romano», Romanum gubernans Imperium.
El nuevo imperio de Carlomagno llevaba inmanente una dificultad
que resultaba esencial para la interpretación medieval del mundo. El
imperio sólo tiene sentido cuando existe un emperador, pues hay sólo
una Iglesia, y más aún: un solo Dios. Como el reino de Dios en el
493
cielo, así es el imperio en la tierra. Es la cumbre suprema del poder
humano. No en balde se veía al pagano emperador de Roma como
a un dios. Por otro lado, también hay que admitir que el antiguo im-
perio romano se había dividido: al mismo tiempo hubo un empera-
dor oriental en Constantinopla y uno occidental en Rávena. A pesar
de todo, éstos representaban una única idea político-religiosa. Eran
emperadores parciales del mismo imperio romano, que idealmente ha-
bía quedado siempre unido. Cuando más tarde dejó de existir el im-
perio occidental, la mayor parte de Italia y parte de España y de Afri-
ca pasaron otra vez al gobierno del emperador de Constantinopla. To-
davía en tiempos de Carlomagno, el Basileus reinaba tanto en la mag-
na Grecia como en Sicilia.
Este nuevo título de emperador—se le considere como se le con-
sidere legal y filosóficamente—no puede, a pesar de todo, ser puesto
en duda en cuanto a su justificación ético-histórica y a su evidencia
imperialista. Al representar y gobernar Carlomagno a todo el Occi-
dente, es evidente que era, en todos los sentidos, mucho más que un
simple rey. Su poder—como todos—buscaba una manera de expre-
sarse, un titulo de dignidad correspondiente. Una simple ojeada a la
situación de Carlomagno frente a Bizancio, una sola ojeada a los gran-
des recuerdos de Roma, Italia y las Galias muestran que este título
sólo podía ser el de Imperator, el único título de igual rango que el
de Basileus. Ese título, política e históricamente consciente, sólo pudo
afirmarse y desarrollarse cuando el Occidente llegó a una posición ca-
paz de darle contenido real. Pero al mismo tiempo se desvaneció la
esperanza de la unidad de la Ecumene, y hasta hoy día no ha sido más
que un grande y vano sueño.
Un mundo ligado a las tradiciones·—y tal era el mundo medieval—
se restablece con dificultad, o nunca lo consigue, de una ruptura ra-
dical de sus representaciones tradicionales. El mismo Carlomagno de-
bía percibir esto: tenía que parecerle paradójico ser un emperador
y no el emperador. Probablemente estas consideraciones le llevaron a
contestar afirmativamente a la mencionada oferta de matrimonio de
la emperatriz Irene, a pesar de su avanzada edad, es decir, se decidió
a intentar, por el camino dinástico, remediar la división causada por
su coronación. El matrimonio con la señora de Oriente hubiese solu-
cionado de una vez para siempre la cuestión—cada vez más delicada—
del reconocimiento de su nuevo título, tanto de acuerdo con el pen-
samiento medieval como de acuerdo con la usanza bizantina. Pero
ya era demasiado tarde. Durante la estancia de sus delegados en
Constantinopla, el logoteta Niképhoros consiguió—como ya hemos
dicho—derrocar a la emperatriz y subir al trono bizantino. El nuevo
494
emperador respondió al mensaje de Carlomagno, pero evadió la cues-
tión del título. Las negociaciones no llegaron, por tanto, a ningún re-
sultado, y una guerra comenzó. Por tierra era Carlomagno el más
fuerte; por mar lo era el viejo Imperio del Bosforo: resultó de ello
el que las ciudades marítimas del Adriático tuviesen que ser periódi-
camente abandonadas por los francos; también Venecia, pero fue de
nuevo sometida por el hijo de Carlos, Pipino.
La pérdida de Venecia pareció haberle dolido mucho al emperador
oriental. Envuelto al mismo tiempo en una contienda con los búlga-
ros, manda al «spatharios» Arsaphios a ver a Pipino. El emisario ya
no encontró con vida al joven rey y fue conducido ante el viejo mo-
narca. Carlomagno recibió a Arsaphios con gran satisfacción. Se mos-
tró incluso dispuesto a devolver Venecia y las ciudades costeras si la
cuestión del título se resolvía al fin de una forma conveniente para
él. El nuevo emperador, Miguel I, que en el ínterin había subido al
trono de Bizancio, estaba dispuesto a hacer concesiones, a causa de
su situación precaria. Incluso fue propuesto el matrimonio entre su
hijo y una princesa Carolingia. Sólo ahora le fue reconocido a Carlo-
magno su título de emperador: los legados bizantinos le aclaman so-
lemnemente imperator y también en griego basileus. Sin embargo, esto
todavía no significaba de modo alguno que el poderoso bárbaro fuese
reconocido por los bizantinos como emperador, sino tan sólo que lo
nombraban basileus, como cien años más tarde al príncipe búlgaro
Pedro; pero puesto que Carlomagno era monarca de muchos reinos
occidentales, «se le reservó como distinción personal» el título de impe-
rator. No obstante, nunca fue apostrofado &vroy.p*Twp. Y éste hubiese
sido precisamente el reconocimiento del nuevo imperio, el cual Bizan-
cio no quería ni podía, bajo ningún concepto, conceder al rey franco.
Carlomagno y los suyos no entrevieron en ello la perfidia Graecorum:
el 4 de abril del 812 Carlomagno proclamó en un documento la nueva
pacem inter orientale atque occidentale Imperium, es decir, «pareció
haber interpretado la complacencia del emperador romano-oriental
como la concesión de una división de poder con igualdad de dere-
chos» (F. Dölger). El arco de triunfo construido por su biógrafo y ar-
quitecto, Eginhard, era una fiel expresión de esta interpretación, con
las figuras de un emperador bizantino y uno carolingio en el arco
central.
Aunque se le haya negado el título de autokrator, la realidad si-
gue siendo la misma: Carlomagno, como señor supremo de la Ciudad
Eterna, como Protector de la Iglesia católica y como soberano indis-
cutido de Occidente, llegó a ser emperador por su aclamación y coro-
495
CUAPÏRNOS. 224-228.—16
nación en Roma. A partir del 800, el mundo tenía dos emperadores,
es decir, la Cristiandad se había dividido.
En su «nueva Roma», Aquisgrán, habiendo cumplido los setenta
y un años —un año antes de su muerte—, Carlomagno coronó con
su propia mano co-emperador (consortem) y sucesor (keredem) a su
tercer hijo, Luis el Piadoso—puesto que sus dos hijos mayores, Carlos
y Pipino, habían muerto—y ordena se le reconozca augusto y empe-
rador: (Hludovicum) imperatorem et augustum iussit appelari (2).
Al Papa, sin embargo, no lo invitó a esta coronación...
SEGUNDA PARTE
(2) Así, EGINHARD: Vita Caroli M., cap. 30, y también los Annales regni
francorum a. a. 813: coronam Uli imponit; de otra manera, sin embargo, TEGANO:
Vita Ludovici imp., cap. 6 (M. G. H. SS II). Según él, es Luis quien—siguiendo
las órdenes de su padre— se impone él mismo la corona. En ambos casos se
logra—y esto es lo que importa·—la finalidad del acto: la ausencia del Papa
y de la Iglesia en la coronación imperial.
496
forma política cristiano-occidental orientada al Norte en lugar de al
Sur. Pero así como su hijo, Otón el Grande, espontáneamente, influen-
ciado por experiencias personales y actuando según su criterio indi-
vidual, emprendió el camino de Carlomagno —es decir, el que debía
conducir hasta Roma—, así también el padre de Carlomagno, por su
parte, como hemos visto, tomó el rumbo hacia el Sur. De esta «elec-
ción» resultó luego el destino de su hijo y la creación de su reino,
igual que la decisión del primero de los Otones llegó a ser el destino
de sus sucesores. El equilibrio con el Imperio de Oriente, que por de
pronto encuentra su expresión en la boda del segundo de los Otones
con una princesa bizantina, lleva a una satisfactoria delimitación y
autoafirmación ; en la empresa de Carlomagno ocurre precisamente
lo contrario: es el desafío, es la disputa con Bizancio--—sostenida hasta
alcanzar su finalidad—por medio de la cual lo occidental puede ma-
nifestarse con una claridad nunca antes lograda, es esta disputa la que
corona el proceso.
En ambos casos, sin embargo, es la incorporación político-espiritual
de Roma, Italia y Germania, la que confiere al señor del joven Occi-
dente esa universalidad sobre toda clase de estirpe o país. En ambos
casos se reconoce una afinidad esencial entre el nuevo imperio y el
Imperio Romano. Y es entonces cuando se intenta una imitación. En
realidad, lo que diligentemente tratan de imitar es aquella parte de
la tardía herencia romana que en esta época ya resulta comprensible.
Empero, el llamado «renacimiento carolingio» se consume aún menos
en un deseo de imitación de la cultura de la Antigüedad tardía que
el «renacimiento de los Otones» que, siglo y medio más tarde, tenía ya
también como modelo a imitar a la propia cultura carolingia. La imi-
tación de la Antigüedad, aparentemente ingenua por los términos en
que se expresa —los términos de la Renovatio—, es sólo su ropaje ex-
terno. Verdadera vis motrix de la cultura de los Otones es la actitud
y los propósitos de los tres emperadores, que de generación en gene-
ración se tornaban cada vez más individuales y personales; mientras
que en el centro de la «renovación» carolingia está, la poderosa volun-
tad de Carlomagno —piénsese, por ejemplo, en la Admonitio generalis
del 789, en los Concilios de Aquisgrán y Frankfurt de 794 y 802—,
una voluntad de crear una cultura germana incorporada al cristianis-
mo y a lo romano-latino, una cultura sostenida por la actitud y el
carácter guerrero-caballeresco de sus clérigos nobles. Actitud y carác-
ter en los cuales se reflejan los suyos propios: los del último gran
rey germano incorporado a lo cristiano y a lo romano-latino.
El producto más sorprendente de esta manera de pensar es posi-
blemente el Heliana, la formidable epopeya que concibe a Jesucristo
497
como gran monarca trágico con trazos de guerrero germánico, y a los
apóstoles como su séquito de caballeros—«los que, consagrados a la
guerra, ahora partimos, lejos hemos de morir»—, es decir, que muestra
lo que tiene de trágico y heroico la parte más profundamente humana
de la historia de Cristo, y la representa de una forma occidental pro-
pia de la Alta Edad Media. Parece entonces como un contrapunto a
este poema el que el propio rey franco elabore y aproveche a lo largo
de su vida—y siempre en mayor medida—precisamente las perspec-
tivas eclesiásticas de su reinado, en nombre de la «herencia real ger-
mánica» misma; «pues entre los germanos era el rey el único inter-
mediario entre el pueblo y Dios; no tenía altos clérigos a su servicio»
(H. Naumann).
Como mecenas, Carlomagno empleaba sobre todo—aparte de sus
francos y otros germanos del continente—a italianos e ingleses, pues
de hecho en aquel entonces en Occidente eran éstos los más impor-
tantes en el ámbito cultural. Era la época inmediatamente posterior
a los grandes períodos de florecimiento anglosajón: Beda había muer-
to siete años antes del nacimiento de Carlomagno. Sin embargo, gra-
cias a estos períodos, los habitantes de la isla «blanca» y de la isla
«verde»—ingleses e irlandeses—se habían situado entre las primeras
culturas de los neófitos occidentales; por otro lado, Italia mantenía
aún su gran tradición, a pesar de las destrucciones y del abandono,
como lo muestra el ejemplo de Pablo el Diácono, un noble longobardo
que llegó a ser sacerdote e historiador cristiano; rompe con el ambien-
te de decadencia de la Antigüedad marchita: introduce una nueva
cronología basada en los «años del reinado de Cristo». En Beda y en
Pablo el Diácono llega a hacerse consciente la decadencia del Roma-
num. urbis Imperium: eran los umbrales de una nueva época histórica,
que por un lado sustituía definitivamente a la Antigüedad, y que por
otro ofrecía por primera vez un marco adecuado para el establecimien-
to de una nueva forma política. Así quedaron contrapuestos Roma, el
caput quodnam orbis, y el propio Carlomagno, como caput orbis, como
dueño y señor del regnum Europae.
Como tal también se opuso Carlomagno—como hemos visto—a
Bizancio. Como al fin logró el reconocimiento de la forma política por
él creada, firme y decidido, trazó, tanto política como espiritual y
simbólicamente, la línea divisoria entre Europa oriental y occidental,
que aun hoy es esencialmente la misma y que delimitaba también al
otro imperio, cuyas formas de vida y de religión se alejaban cada vez
más de las occidentales.
También se debe a él el establecimiento de otra frontera, de no
menor importancia que la anterior, aunque al pasar los siglos se haya
498
ido desplazando hacia el Sur. Ya el abuelo de Carlomagno impidió
en Poitiers el avance islámico. Desde entonces, el mahometismo
omeya fue el gran enemigo en el Sur. Como consecuencia de ello, el
poder rival, el de los abbasidas, entró en relaciones amistosas con el
padre de Carlomagno. Tres años estuvieron los emisarios de Pipino
en Bagdad y regresaron con gran cantidad de regalos y una embajada
de parte del califa. Cuando más tarde Carlomagno reunió su primera
Dieta en Paderborn, le visitaron allí los delegados del gobernador de
Zaragoza para pedirle ayuda en contra del omeya Abderramán I, el
emir de Córdoba. Al año siguiente (778) Carlomagno atacó la Pen-
ínsula Ibérica con el mayor despliegue militar de toda su vida (D. Bul-
lough). Pero el éxito no le estaba reservado. Le sucedió lo mismo que,
doscientos años atrás, a Atila contra los romanos sobre el suelo galo,
y a los Habsburgos ochocientos años después contra los turcos en te-
rritorio húngaro: le desconcertaron los elementos geográficos para
él, desconocidos, la forma diferente de guerrear en una tierra extraña.
Fracasó, pero no era su costumbre el desistir. Aprendió de la derrota
y volvió siete años más tarde. Esta vez fue un avance lento y metó-
dico (L. Halphen) que tenía en cuenta al paisaje y a sus habitantes.
Tomó Gerona y fundó una Marca en territorio enemigo. En vano pe-
netró el moro ocho años más tarde en el sur de Franconia: dos años
después de esta incursión, Carlomagno hizo de la Marca Hispánica un
baluarte contra el peligro musulmán, empezando a extenderse rápida-
mente hasta alcanzar en pocos años la línea del Ebro. En el 801 tuvo
lugar la capitulación de Barcelona, que a partir de entonces fue la
capital del comitatus Barcinonensis de Carlomagno. En el 806 tomó
Pamplona y Navarra. Y en el 812 podía considerarse como terminada
la formación de la Marca Hispánica. En su fundación, los pequeños
estados cristianos del norte de España hallan un modelo y también
un apoyo. Así, la obra de Carlomagno fue un incentivo, al menos en
parte, también en la Reconquista hispano-portuguesa.
Al parecer, desde el punto de vista de Carlomagno, las fronteras
naturales eran los ríos y no las montañas. Se anexiona la cordillera
de los Pirineos, así como todo el territorio de los Alpes. Pero así como
en el Sur extiende las fronteras de su poderío hasta el Ebro, en el
Norte lo lleva hasta el Elba y en el Oeste hasta el Danubio. Así, la
fundación de la Marca Hispánica es para çl una ampliación de su
reino y no una empresa de carácter religioso-misionero contra el Islam.
Igual que en el caso de Bizancio nunca quiso conquistarla ni destruir-
la, así también respecto al Islam—sobre cuyo grado de civilización,
poder político y expansión debía de estar muy bien informado—trazó
con clara visión la frontera. La Marca Hispánica le servía de defensa
499
contra el Islam omeya, mientras que durante toda su vida estuvo en
relaciones amistosas con el más lejano Islam abbasida, intercambiando
regalos y embajadas con el sabio califa de su época, Harun al Raschid
—una conducta que todavía por muchos siglos iba a llenar vivamente
la fantasía de los pueblos occidentales y de sus escritores.
Sin embargo, si observamos la actuación de Carlomagno en el
Norte y en el Oeste europeos, veremos en el gran franco una actitud
básicamente distinta. La moderación, la sabia contención, la promo-
ción del vencido tras su sumisión, todo esto desaparece: Carlomagno
es aquí o bien un despiadado aniquilador de sus enemigos, o bien un
severísimo soberano que exige un sometimiento incondicional, impo-
niendo al vencido la forma escogida por él, a costa de la propia exis-
tencia de aquél.
Así obra Carlomagno en las guerras contra los sajones y contra
los avaros. Teniendo treinta años emprendió su primera batalla contra
los sajones paganos, y teniendo sesenta y dos la última. En estos trein-
ta y dos años no sólo llega a apaciguar y a obligar a bautizarse a un
pueblo grande, valiente y belicoso, sino que también llega a diezmarlo,
a desparramarlo, a castigarlo con severas leyes, es decir, intenta que-
brantarlo. A lo largo de muchos años es Widukind, un príncipe sajón,
quien lleva a cabo la resistencia contra Carlomagno. Widukind perte-
nece a los Edelingi, la más alta nobleza; a los que acaudillaba, sin
embargo, era a los FrUingi—en su mayoría campesinos libres—y a los
Lati—pertenecientes al estado llano—, que eran gentes de aptitudes
políticas y guerreras, mientras que la mayoría de la alta nobleza era par-
tidaria del reino franco ya desde antes de la época de Carlomagno.
A causa de estas posturas políticas contrapuestas—que representaban
los IZdelingi, por un lado, y los FrUingi y los Lati, por otro—aparece
una tensión en la sociedad sajona, agravada además por un problema
general de los germanos: no en balde Widukind ataca a Carlomagno
con ayuda danesa, no en balde huye a refugiarse entre éstos tras ser
derrotado por aquél; aparece el peligro de una separación del norte
sajórí, y con él una división del pueblo germánico: la unión de los
sajones a los escandinavos. Esta posibilidad fue, consciente y decidida-
mente, evitada por Carlomagno al ser incorporados los sajones al reino
franco y con ello al Cristianismo. En tres años los sajones quedan
vencidos. En el 777, el rey de los francos incluso convocó—como ya
hemos mencionado—· una Dieta en Paderborn, en territorio sajón. Sin
embargo, al año siguiente vuelve a atacar Widukind con ayuda da-
nesa. Tras la nueva victoria de Carlomagno, transcurre una pausa de
cuatro años. Durante este tiempo, la Constitución Condal franca fue
ampliada también para Sajonia. Parece haber entrado en vigor una
500
administración de carácter pacífico. N o obstante, ocurre algo inespe-
rado: al pasar unas tropas francas por tierra sajona, con intención de
ayudar a aquellos sajones que se habían incorporado a Franconia y que
ahora se veían atacados por eslavos paganos, son asaltadas y aniquila-
das en el Süntel por Widukind. De nuevo Carlomagno consigue con-
trolar la situación, y se dispone ahora a acabar de una vez por todas
con las sublevaciones; «y como todos declaraban a Widukind culpa-
ble de este delito, pero sin poder entregarlo porque había ido a refu-
giarse entre los normandos, fueron entregados de entre los restantes
tantos como 4.500, y en el río Aller, en un lugar llamado Ferdi, fueron
todos decapitados el mismo día por orden del rey».
Con esto, al parecer, queda aniquilada la belicosa Jungmann-
schaft (3) Frilingi y Lati: en efecto, después de este acto de venganza
se dan otra vez algunos años de relativa tranquilidad. Carlomagno in-
cluso celebra la Navidad entre los sajones. Entonces aparece el mismo
Widukin, voluntariamente, acompañado de un gran número de sa-
jones de su séquito, en el palacio real franco de Attigny: vienen a
bautizarse. A partir de entonces Carlomagno hace valer definitiva-
mente su autoridad en el terreno administrativo: al año siguiente
vuelve a reunirse la Dieta en Paderborn y Sajonia adquiere una admi-
nistración franca dirigida por condes francos. Como reacción, hay to-
davía siete levantamientos sajones. Finalmente, Carlomagno apela a
un último recurso : por medio de un traslado forzoso de diez mil gue-
rreros junto con sus mujeres y niños, destruye la última posibilidad
de una oposición armada de los sajones. Reparte estos rebeldes por las
Galias y por los territorios germánicos ya pacificados (multimoda divi-
sione distribuit), mientras que sus tierras quedan incorporadas defini-
tivamente al reino franco (804).
El ataque al caduco reino avaro de la cuenca del Danubio fue con-
secuencia de la anexión de Baviera al reino de Carlomagno, pues los
avaros tenían una alianza con los bávaros y, por tanto, eran enemigos
de los francos. Sin embargo, todavía esto no justifica su aniquilación
total. Los avaros, en los primeros momentos d e su asentamiento en
el Danubio central, resultaban incómodos más bien para Bizancio que
para Occidente, cuyos grandes centros nunca fueron atacados. Ade-
más, ya desde hacía decenios habían perdido casi por completo su
fuerza expansiva. Débiles e inactivos, vivían tras sus defensas fronte-
rizas, comportándose, en estas postrimerías de su historia, de una for-
ma seguramente mucho más pacífica que los diferentes pueblos ger-
mánicos de la misma época (Géza Nagy). Pero eran turcos paganos
501
y jinetes nómadas: sumamente extraños al ámbito europeo por su
raza, religión y forma de vida; corría además una leyenda sobre su
fantástica fortuna. Así como la frontera en el Elba era una frontera
«misionera y contra los infieles» (H. Kämpf) respecto a los eslavos,
también el Este requería una frontera de similar dinamismo estable-
cida contra los paganos turcos no sólo ante, sino directamente sobre
su territorio, que fuese trazada de tal forma que su creación equiva-
liese a una desintegración de aquel territorio como Patria y Estado de
esos paganos turcos. Por tanto, tenía que ser destruido el reino avaro;
y el momento que había perdido su baluarte de protección contra
Occidente, es decir, contra Baviera, pareció ser el momento apropiado.
En el 791 comienza el ataque concéntrico, dirigido por el mismo
Carlomagno y su hijo Pipino, contra el país que una vez había sido
la Panonia romana. Esta vez toman en consideración desde un prin-
cipio lo desconocido del terreno y las medidas militares de este pueblo
tan extraño: la amarga experiencia de la primera campaña hispánica
había hecho a Carlomagno y a sus capitanes metódicos y conscientes
de la estrategia militar. Las victoriosas batallas son seguidas—como
cuenta Eginhard—de un baño de sangre tal que Panonia queda de-
sierta, un palacio real (regia) del Khagan queda en ruinas, ut ne vesti-
gium quidem in eo humanae habitationis appareat. La totalidad de la
nobleza avara es víctima de la matanza. Los francos recuperan «justa-
mente» el tesoro que los avaros habían «injustamente» robado a otros
pueblos. Hasta aquí Eginhard.
Pero el reino avaro todavía está en pie; su mitad oriental, que
pronto adquirirá el nombre de solitudines Avarorum, no fue alcan-
zada durante el primer ataque. Es el corazón del país; es allí donde
está la verdadera capital del Khagan, en una especie de isla formada
por la confluencia de varios ríos. La regia Panonia que Carlomagno
destruyó en el 791 estaba probablemente en el punto donde los ríos
Raba y Rabea desembocan en el Danubio; la regia oriental estaba
en el lugar donde el Maros y el Tisza se encuentran. Alrededor de
este núcleo interno trazaban los avaros los nueve círculos de su pode-
rosa defensa, que se ampliaban gradualmente y que los francos llama-
ban, con una palabra germana antigua, hring —Ring, anillo, aro—.
Su nombre perdura todavía en algunos pueblos húngaros: Györ
—gyürü—, anillo. El carácter peculiar de estos «anillos» se explica por
el tipo de poblamiento circular de la antigua Hungría —como lo mues-
tra aún hoy la ciudad de Hajduböszörmeny en el este de Hungría—
y por las «ciudades-jardín» (kertesváros). Una fortaleza cercada por
ciudades-jardín era la triple capital del Khagan casar en la desembo-
cadura del Volga, según la carta de José, último rey de los casares
502
(siglo χ). Las ewea κλψχτα del reino casar mencionadas por Constan
tino Porfirogéneto guardan noticia de una ulterior división en nueve
de los reinos nómadas. Un sistema parecido de prado, ciudad-jardín y
ciudad-palacio de madera rodeado por nueve círculos de defensa, es
ahora tomado, saqueado y destruido en las cercanías del Tisza por
Pipino, el hijo de Carlomagno (796).
Las fuentes hablan con lenguaje redundante del tesoro que los
francos adquirieron como botín en el territorio avaro. Pero tiene a la
fuerza que llamarnos la atención lo vacío de este lenguaje, el que
nunca se nos dé una descripción más exacta. ¿Qué es exactamente
el tesoro? Tampoco aparece en todo el Occidente objeto alguno del
que pueda asegurarse que proviene del tesoro avaro de Carlomagno,
mientras que el legado arqueológico de la época avara se conoce con
exactitud por las excavaciones llevadas a cabo en Hungría. A excep-
ción de una sola prenda de oro—y ésta procede d e Albania—son to-
das hebillas y puntas de cinturón exquisitamente trabajadas, pero to-
das de bronce macizo, sin adorno alguno de piedras preciosas ni de
plata u oro.
Todo esto, sin embargo, es de poca importancia. Lo que merece
ser recalcado de nuevo es el hecho de un plan claramente concebido
y llevado a cabo por Carlomagno y su aguerrido hijo, que también
esta vez será motivo de la ulterior evolución.
Después de que Pipino tomara la capital de Khagan, hubo una di-
visión en el pueblo perseguido. El segundo príncipe, el jugur, dirigía
un partido a favor de la guerra, y también tenía bajo su influencia al
Khagan, al gran-rey. Pero el partido pacífico, el acaudillado por el
tercer príncipe, el tudun, resultó triunfador (4).
El Khagan y el jugur fueron asesinados; el tudun, ahora elevado
al cargo de khagan, apareció con sus grandes ante Pipino: cum Tar-
canis (5) primatibus regem venit adorare, y lo reconoció como señor
suyo y de su país.
El carmen del año 796, panegírico de esta victoria, pone en boca
de Pipino las siguientes palabras dirigidas al rey avaro:
Regna vestra consumata,
ultra non regnavitis;
regna vestra diu longa
Crislianis tradila,
a Pippino demollila
principe catholico!
503
Y el rey sometido le contesta:
Salve princeps,
esto noster dominus!
regnum meum tibi trado
cum festucis et foliis,
silvas, montes atque colles
cum omnibus nascentiis.
Y con ello la vista pasa del glorioso padre y su glorioso hijo en la tie-
rra, hacia arriba, al eterno Padre y su Hijo en el cielo, cuyo «corre-
gente» (conregator) es el rey cristiano, el «triunfador del mundo» (mun-
di tnunphator) (6). Otra vez, no la primera ni la última, se confunden
sus contornos en la imaginación de los contemporáneos:
(6) Comparar los dos himnos Carmen de Pippini regis victoria avarica A. jo.6
y De Sancto Karolo, Apéndice de Einhardi Vita Karoli M., SS rerum German,
in usum schol. M. G. H.
504
ahora custodes Avarici limitis. A pesar de todo, esta nueva frontera
no coincide con la antigua del reino avaro. Lo que queda allende el
Danubio central y que ahora, tras la gran devastación del 796, se ha
vuelto el solitudines Avarorum (Regino, a. a. 889), queda abandonado
a la decadencia y a la total desolación; también aquí se toma como
frontera el gran río. Por un lado, la mitad occidental de la cuenca
del Danubio —la antigua Panonia romana, la futura Hungría Occi-
dental— y, por otro lado, el territorio de los carantanos, eslovacos y
croatas —pertenecientes a la Marca friáulica—, llegan así a formar
parte de Occidente. El territorio occidental-cristiano de Europa frente
a Oriente termina de hecho, aun hoy, en estas regiones y los pueblos
que las habitan.
Es sólo a través del sometimiento de los sajones y por la guerra
contra los avaros como surge el Imperio—como el mismo vencedor
hizo saber al Papa Adriano I—; el imperio que entonces, y sólo en-
tonces, era idéntico con Europa, el regnum Europae, reconocido como
tal también por los contemporáneos. Hemos presenciado una división
del mundo germano lo que luego será lo alemán se limita al sur de
la Alemania de hoy; por otro lado quedan los sajones, cuya anexión
a la Escandinavia pagana—que seguía amenazando constantemente
a la Germania cristiana—fue evitada por la incorporación de Sajonia
al Imperio de Carlomagno. Vimos también la eliminación de la po-
sible amenaza de un pueblo pagano en el corazón del continente, por
medio de la destrucción del reino avaro y la reconquista de su mitad
oriental para el Oeste «romano» de Europa. «Que el Rey Supremo pro-
teja y amplíe el reino de la Santa Iglesia.» Con esto entra el mismo
Jesucristo en los acontecimientos terrenales: su conregator, el «rey
supremo» en la tierra, demuestra la tesis de la defensio ecclesiae a tra-
vés de los grandes ejemplos de la conversión de sajones y avaros. En
el 796 termina la fase decisiva de las guerras avaras; en el 797, la de
las guerras sajonas; en la Navidad del 800 tiene lugar la coronación
de Carlomagno, y estos significativos acontecimientos sientan las ba-
ses del futuro: al vencedor de los paganos le corresponde en el reino
occidental la corona del «rey supremo» —en cierto modo, como agra-
decimiento de la Ecclesm defendida: en paralelas circunstancias, tras
el rechazo definitivo de la Hungría pagana, está en condiciones Otón
el grande—aclamado ya por sus guerreros como imperator en Lech-
feld, tras la batalla contra los húngaros—de recibir el título de empe-
rador; después que Esteban de Hungría pone fin al peligro pagano en
su propio país, le es mandada de Roma la corona real.
505
9
Sería posible comparar la situación y actitud de los sajones durante
los tiempos de la expansión franca con las de las tribus germánicas
a través de los siglos de dominación romana (O. Höfler). Desde la
batalla de Varus, las tribus pacíficas de Germania se vieron amena-
zadas por la ofensiva romana, de la misma manera que, cientos de
años más tarde, los sajones se vieron amenazados por la ofensiva
franca. También en época de los romanos había tribus o fracciones
de tribus germánicas que se habían sometido al Imperio, igual que lo
hicieran luego Ostfalia al reino de los Carolingios. Pero la mayoría
de las tribus, en ambos casos, tomó las armas para defender su liber-
tad. Como resultado de su resistencia se desarrolló entre los germanos
de la época romana una especie de «disposición constante para las
armas». Su existencia es «la razón sociológica por la cual Wodan llegó
a adquirir supremacía sobre el antiguo dios de los cielos». Las luchas
defensivas de los sajones, que comienzan alrededor del 700 y que
a partir deL 772 toman cada vez mayor fuerza,, crean también esa
constante disposición a las armas entre la Jungmanschaft (7), esta vez
los Frilingi y los Latí. Es esta resistencia la que encuentra luego su
cabeza política y militar en la persona del duque de Westfalia,
Widukind.
El Irminsul es el símbolo religioso de su revolución. A nivel social,
hay una sublevación de los campesinos libres y del estado llano contra
la república aristocrática de la alta nobleza; en terreno religioso
se da un estado de transición comparable a los primeros años de la
época de Teodorico el Grande.
El Irminsul es una inmensa herma del irmingot, del dios Wodan,
al que desde los tiempos de Tácito se compara con Mercurio. Widukind
representa a Wodan, así como sus tropas que, llevadas por la «ira»
habían matado en el Süntel a todo el destacamiento franco, represen-
taban al «tropel salvaje» de este dios. Por eso Widukind es también
Heerkönig (literalmente «rey de huestes». N. del T.) en el más antiguo
sentido de la palabra : el hariloking de la «caza; infernal».
Aún hoy se sabe cómo se formaban estos tropeles, constituidos por
saqueadores y asesinos; también se sabe cuándo atacaban y por qué
medios vencían. Luciano, en su Toxaris, pone en boca de este escita
una narración del ritual, por medio del cual un joven valiente se
creaba un séquito: «El hombre que quiera conseguir personas que le
sigan, sacrifica un toro, cuece la carne, extiende su pellejo sobre el
suelo y se sienta sobre él... Se sirve la carne del toro, y tan pronto
506
como se acerquen los parientes de aquel hombre y todos los demás
que así lo deseen, toma cada uno una porción de la carne, pone su
pie derecho sobre el pellejo y promete algo según sus posibilidades;
uno, que dará cinco jinetes...; otro, aún más; otros soldados a pie,
con armas pesadas o ligeras, tantos como pueda, y aun otro, si es
muy pobre, sencillamente a sí mismo.» Entonces serán escogidas las
noches más oscuras para el ataque. «Negros son los escudos, pintados
los cuerpos..., infunden miedo ya sólo por la impresión y la oscuridad;
ningún enemigo soporta la visión desacostumbrada e infernal, pues
en cada batalla son vencidos primero los ojos» (Tácito).
Tal es el tipo de desafío al que el gran franco contesta con la des-
trucción del Irminsul y más tarde con la ejecución de los comba-
tientes en el Süntel, con la aniquilación de toda la Jungmanschaft (8)
de los sajones sublevados a los que pudo capturar. Widukind, el
Heerkönig, continúa su lucha contra el rey de los francos durante tres
años; y después aparece—voluntariamente—y se hace bautizar.
El ejemplo del rey godo aclara el sentido intrínseco de la historia
de los sajones y de su dirigente.
El linaje real godo, los Ámalos, deriva su descendencia de Gapt
(Gaut); es decir, de Dios. Sus miembros eran semidei, id est Ansí
y no puri homines, informa Jordanes (Get. XIII. 78). Ansí son los
Asen, el linaje divino (O. Höfler). El gran rey godo del siglo iv, Her-
menerico, llevaba en el suyo el nombre del irmingot. La leyenda
rezaba así: Teodorico, el último de estos Ansi, no ha muerto, sigue
viviendo como cazador salvaje, acaudillando el «tropel salvaje», es
decir, ocupa el papel mítico de su antepasado, del dios Wodan.
Sin embargo, el papel mítico que le fue otorgado en la tardía
leyenda ya le caracterizaba durante su propia vida.
El joven Amalo volvió a las tierras godas de Panonia después de
los años pasados en Bizancio como rehén tras la muerte de Walamir,
su tío reinante. Los godos proclamaron como nuevo rey a su padre,
Teodomiro. Al mismo tiempo—como cuenta Jordanes—el joven prín-
cipe llegó al punto de cristalización de su amatores cliehtesque: los
jóvenes se agruparon en torno suyo y lo eligieron su Heerkönig. Un
procedimiento que, después de la descripción de Toxaris que hemos
visto, podemos fácilmente imaginarnos. Con ello, las fuerzas en fer-
mentación de la Jungmanschaft adquirieron de pronto una dirección:
como terrible tropa salvaje apareció en las provincias balcánicas del
Imperio Romano de Oriente el ejército godo, bajo el mando de su
joven hariloking. Estas «huestes de la muerte» causaron un pánico tal
que imposibilitaron todo tipo de resistencia. Al joven rey no se le podía
507
ni frenar ni vencer, y escapaba junto con los suyos de las trampas más
inteligentes y astutas. En medio de todo esto supo arreglárselas para
que se erigiera un monumento a su fama: el basileus se vio obligado
a levantar, ante el Palatium de Constantinopla, una estatua al mayor
saqueador de su imperio. Realmente, Teodorico se comportó como
asesino y ladrón en estos años de arrebatada juventud. A sus enemigos
los mataba él personalmente, y no en un duelo caballeresco: al último
y más grande de ellos, a Odoacro, lo asesinó estando éste invitado a
su propia mesa.
Pero parece como si con esto agotase los elementos oscuros de
su ser. No se sintió impulsado a ir a Bizancio en son de reconciliación,
como Widukind a Attingy, pues él era internamente lo que expresaba
el título que él mismo se puso: Theodericur rex. Del cazador salvaje,
del dirigente de un ejército que causaba la muerte y la miseria,
surgió—en la segunda mitad de su vida—el otro tipo de gobernante,
el conductor del mundo.
Y como tal lo reconoció Carlomagno, el otro conductor del mundo
de sangre germana, que después de él se hizo dueño de la escena
mundial, y que lo eligió como antepasado simbólico.
Por parte de Carlomagno, este descubrimiento de su afinidad con
el gran Amalo es totalmente consciente. Después de su coronación
imperial, en el umbral de los sesenta años, también en él se da un
cambio, aunque de aspecto muy distinto al del gran ostrogodo —pues
se trata de personas y épocas diferentes—, pero que coincidía en lo
esencial de tal forma con la situación de Teodorico, que le llamó la
atención al mismo Carlomagno.
¿Qué fue, pues, lo que causó el gran cambio en la forma de vida
del rey godo? En vez del andar vagando, el asentamiento; en vez del
pillaje y la matanza, orden y ley; en vez de la tiranía terrorífica de
sus «jóvenes huestes demoníaco-geniales», el equilibrio de la paz y la
humanidad; en vez de una soberanía despótica, la consideración de
la libertad de credo, tanto para sus subditos germanos como para sus
subditos romanos.
En el año 801, después de su coronación, Carlomagno atraviesa
Rávena, la antigua capital de Teodorico, camino a su segunda Roma,
Aquisgrán. Ahora no es sólo el emperador cristiano-romano, sino tam-
bién el dominus rerum, cuyo papel de conductor del mundo-—como
ya se ha visto— llegó a ser idéntico —incluso con una intercambiabi-
lidad mítico-popular de los papeles—con el del «Rey Supremo» ce-
lestial.
A pesar de todo, nunca tuvo una actitud de rechazo hacia la tra-
dición germánica, si bien le hacía frente con decisión siempre que
508
creciese de tal manera que pusiese en peligro el equilibrio de la estruc-
tura histórica por él lograda, como lo muestra la destrucción de la
herma de los sajones y la matanza de Ferdi. A pesar de ello escuchaba
con interés las narraciones del pasado pagano, y aún más, mandó
registrar y guardar las barbara et antiquissima carmina quibus vete-
rum regum actus et bella canebantur. Y uno de estos veteres reges
de los que hablaba la leyenda era precisamente Teodorico el godo.
Todo esto—igual que su visita a Rávena—sucede post susceptum
imperiale nomen, como subraya Eginhard. Ya antes había mandado
llevar columnas y otros objetos arquitectónicos desde Rávena al Norte ;
ahora sucede algo más importante: debe construirse en Aquisgrán la
Capilla Palatina teniendo como modelo el San Vitale de Rávena;
al mismo tiempo se lleva consigo la estatua ecuestre de Teodorico el
Grande, que estaba ante su Palatium de Rávena y que de ahora en
adelante estará—como antaño estuvo otra estatua suya ante el palacio
imperial de Bizancio— ante el Palacio Imperial de Carlomagno, en
Aquisgrán.
Fue un acto simbólico de elección de un antepasado; es decir,
Carlomagno vio en la persona de Teodorico el principio de aquel
período histórico cuyo final representaba él mismo. E n aquel caso
sucedió por primera vez que un rex gentium fuera dueño de Italia
y de Roma, dueño no en el sentido de un salvaje conquistador bárbaro,
sino en el de un dualismo ejemplar entre lo godo y lo romano. De la
misma forma se daba ahora, en el imperio de Carlomagno un equi-
librio franco-lombardo y romano-itálico. El primer reino en Occidente
—como decía ya Casiodoro en la Variae— que llegó a ser un «Impe-
rium», tal—al lado del otro de Oriente en Bizancio—fue el reino ostro-
godo de Teodorico, cuyo soberano era Gothorum Romanorumque reg-
nator; es decir, poseedor del regnum gentis sui et Romani populi
principatum, como Carlomagno. Así se expresó el cronista godo Jor-
danes, cuya obra —significativamente— pidió Alcuino a Angilberto, pre-
cisamente en el año 801 (H. Löwe).
Es testimonio de una independencia de pensamiento poco corrien-
te el que Carlomagno —a fin de cuentas imperator orthodoxus— no
sólo se atreviera a entusiasmarse por las antiquissima carmina de la
lingua theodisca, sino también a elegir de entre el pasado germánico,
como antepasado mítico, a aquel que sobrevivía en la saga como Wo-
dan, que sobre un caballo que escupe llamas—según otra tradición
es él mismo quien lanza llamas—desciende a los deserta de Romania
e incluso a los infiernos mismos para luchar allí eternamente contra
el dragón.
Lo mítico y simbólicamente correcto de su elección lo demuestra,
509
sin embargo, la leyenda que se había formado alrededor de su propia
persona: los germanos sobre los cuales reinaba, reconocieron su iden-
tificación con el rey celestial Wodan, como en el caso de Teodorico.
En la imaginación del pueblo, el carro celeste (la Osa Mayor) es tanto
el carro de Wodan como el de Carlomagno; y también Wuotans wee,
la vía láctea, llegó a ser la vía de Carlomagno. Tanto Wodan como
Carlomagno son los jinetes blancos que llegan cabalgando sobre un
rocín blanco. Al pie del monte Odin obtuvo Carlomagno la victoria
que había alcanzado allí mismo Wodan, para, después de la batalla,
ire in montent con sus gigantes, pero no sin antes haber prometido
volver a aparecer o cada siete o cada cien años. También así reaparece
Teodorico: todavía fue visto en el año 1197 cerca del Mosela; y en
la tradición húngara es designado como el «inmortal» {halâltalan).
Y así como Teodorico ocupa el lugar del Cazador Salvaje, Carlomagno
toma el de Wodan en el Tropel Salvaje. En el Asgardreid, la cabal-
gata de Asgard, iba Wodan a la cabeza como lúcido rey celestial; esta
imagen arcaica del Heerkönig germánico es vivida en la Edad Media
occidental-cristíana siempre de nuevo como «repetición solemne», como
«retorno mítico», por el rey «errabundo», el rey «cuya residencia es la
silla de montar». Épocas mucho más tardías reconocían aún, tras el
prototipo que sigue siendo todavía hoy para la realidad histórica ese
«imperio renacentista y sacerdocio real» de Carlomagno, al «Heerkö-
nig germánico que cabalga desde el Ebro al Elba, hacia Roma y Cons-
tantinopla y Jerusalén, con el sombrero del «Caminante» en vez de la
extravagante corona...» (A. Dempf).
Y era la estatua ecuestre de otro «Caminante» la que ahora se le-
vantaba en la «nueva Roma» de Carlomagno. Pero este descendiente
del viejo dios era —en lo que concierne a su realidad histórica— mu-
cho peor que un pagano: era un hereje cuyo retorno del infierno era
esperado por el pueblo adonde había sido condenado por la ley sacer-
dotal imperante. Pero «la antigüedad no considera... muertas las imá-
genes, sino impregnadas de la vida de la deidad» (J. Grimm). La ima-
gen tenía una fuerza mágica y Carlomagno lo sabía: no en balde, por
un lado, tomó parte en la lucha por la imagen que sostuvo Occidente
contra Bizancio, no en balde, por otro lado, mandó destruir el Irmin-
sul en la vieja Germania. Se conocen piedras de Crimhilda, piedras
de Brunhilda, columnas de Rolando; estatuas de héroes eran dirigi-
das en las plazas públicas, «y habían sido idolatradas». El viejo em-
perador tenía por tanto clara conciencia de las fuerzas que invocaba
cuando ponía ante su palacio imperial la estatua del «Wolfdietrich»
(Teodorico lobuno, N. del T.). En los muy singulares años postreros
de sú vida concretó aún más esta «opción por un antepasado», no sólo
510
como una especie de representación mágico-mítica de ese antepasado,
que lo ligaba a Teodorico, a Hermenerico, e incluso a los mismos dio-
ses paganos, sino también como una especie de incorporación a la es-
tirpe de los mismos.
Igual que su abuelo había hecho adoptar a su padre por el rey
Liutprando «para traspasar la gloria real lombarda al linaje de los
carolingios», así Carlomagno invocó para sí y para su familia la magia
de los Ámalos y del último y más grande de su casta.
Después de la muerte de su última mujer, Carlomagno tuvo cuatro
concubinas. Cada una de ellas le dio hijos. Uno de estos hijos ilegíti-
mos se llamaba Teodorico, otro Hugo. Se ha señalado que tras el
nombre Hugo se adivina el de Hugdietrich, y tras éste, el «Teodorico
Strabo, un adversario ocasional» de Teodorico el Grande (H. Löwe). La
imposición de estos nombres refleja la mencionada incorporación a la
estirpe. Al parecer era la saga de «Wolfdietrich» la que en estos años
interesaba a Carlomagno: a través de ella se sintió atraído a las bar-
bara et antiquissima carmina; un reflejo de ello son todavía esos nom-
bres de dos de sus hijos.
10
511
CUADERNOS. 224-225.—16
el emperador, que perseveraba en el recuerdo de su pueblo. Así había
estado él sentado, todavía en vida, erguido, con la corona y el ce-
tro, en el grande y alto trono de piedra de su catedral; así estaba re-
presentado en las pinturas de su sepulcro en la capilla palatina de
Aquisgrán, también bajo una especie de Uraniskos, «una bóveda do-
rada«; asimismo debía estar también en las profundidades de su se-
pulcro, esperando el fin del mundo para reaparecer; así reza tanto la
leyenda germánica como la tradición alemana sobre, por un lado, Wo-
dan «dormido en las profundidades del monte», y, por otro lado, sobre
Federico Barbarroja, Federico II e incluso sobre Carlos V, pero sobre
todo sobre Carlomagno.
Otra dirección de la tradición que desemboca en la misma repre-
sentación se expresa a través de las descripciones de los emperadores
cristiano-occidentales.
Tanto el nieto de Carlomagno, el emperador Carlos el Calvo, en
el Codex Aureus de San Emmeram, como su bisnieto, el emperador
Carlos III (¿o Carlos II?) en la Biblia de San Calixto en San Pablo
Extramuros de Roma, están representados entronizados, el primero
bajo un pesado tabernáculo, que en la representación del segundo que-
da un poco disminuido. La actitud de ambos es similar a la que tenía
su abuelo en el sepulcro cuando el joven emperador Otón III, que lo
había elegido como antepasado, entró a verlo sintiendo «un profundo
estremecimiento».
Naturalmente, estas representaciones—tanto el motivo del taber-
náculo como el del entrenamiento—provienen del arte imperial de
la antigüedad: otra vez—como tan a menudo—se aferran al modelo
visual con una gran fidelidad formal, en la que luego se van perdiendo
paulatinamente las perspectivas del antiguo modelo, y la imagen va
llenándose con contenidos medievales. La figura entronizada era la
que mostraba con mayor claridad la realeza del rey, por lo que desde
fines del siglo χ llega a ser la forma de representar al rey, utilizada
en los grandes sellos reales durante toda la Edad Media cristiano-occi
dental. No es una casualidad que este motivo haya sido introducido
por Otón III y además en el año 997, es decir, en una época en que
también las representaciones pictóricas del emperador usan con prefe-
rencia de] motivo del entronamiento (P. E. Schramm).
A Carlomagno—que de acuerdo con su origen y con su papel de
gobernante era uno de esos reyes caminantes «cuya residencia era la
silla de montar»—Je parecía importante ligarse también al otro ar-
quetipo de gobernante europeo, el del emperador entronizado, que es-
taba presente tanto en la tradición imperial como en la bíblica. El que
Otón III y sus contemporáneos lo imaginasen precisamente bajo esa
512
forma, demuestra lo profundamente arraigada que estaba esta imagen
en la época, esperando el momento oportuno para resurgir. Y ese mo-
mento llegó el año del segundo centenario de la primera coronación
imperial, acontecimiento que también puso fin al primer milenio.
Vimos cómo después de la conquista de Rávena, Teodorico aban-
donó su vida errante: Utilizó la ciudad residencial del último empe-
rador del imperio romano occidental como centro seguro, desde el cual
ahora gobernaba. El trono, en lugar de la silla de montar, correspon-
día a una nueva situación mundial, precisamente la del soberano que
administra el reino desde un centro. Una nueva semejanza con la di-
vinidad ocupa el lugar de la antigua: Dios Padre está entronizado
así en el centro del universo, y juzga y dispone sobre el destino del
mundo desde su inmovilidad majestuosa. También ésta es una ima-
gen arcaica: la de una majestad serena que impera sobre el mundo,
la del deus otiosus. Ya el antiguo poeta sajón representó a Cristo en
la Ascensión sentado en un trono: desde allí veía todo, divisaba el
agitado mundo (J. Grimm), como Carlomagno desde su trono en Aquis-
grán.
Algunos investigadores modernos se inclinan a considerar precisa-
mente los últimos decenios de la vida de Carlomagno en Aquisgrán
como un «cierto debilitamiento», «une décomposition». Desde el 800,
el emperador es viudo; el plan de matrimonio con Irene no se lleva
a cabo: la increíble vitalidad busca otros medios para satisfacerse. Un
grupo de concubinas y bastardos rodea al viejo soberano. Después de
su muerte, su beato hijo, Luis, «limpiará la corte de todos los elemen-
tos inmorales» —como se ha expresado un historiador moderno—, con
lo cual ésta se convertirá en un lugar muerto y lleno de temor ultra-
terreno; pero todavía en los últimos años de la vida de Carlomagno
es un lugar exuberante de vida.
Al anciano—corpore... ampio et robusto, statura eminenti... facie
laeta et hilártele gusta estar rodeado de sus familiares: hijos y ami-
gos. Nunca come solo. A ser posible, deben rodearle todos sus des-
cendientes mientras come: todas sus hijas, las cinco hijas de su di-
funto hijo Pipino—el conquistador de los avaros—, y además sus hi-
jos ilegítimos: «Jugend versteht, der in die welt geblickt—Und es
neigen die Weisen—Oft am Ende zu Schönen sich.»
Le agrada mucho conversar y bromear con la juventud que le ro-
dea, o ver si no junto con ellos a los juglares, o escuchar al que leía
durante la cena. Legebantur ei historiae et antiquorum res gestae, o la
Civitas Dei de San Agustín, por el cual el viejo monarca sentía pre-
dilección.
Después de haber comido bien, pero con mesura, rarum plus quam
513
ter biberet, sc acuesta, durante dos o tres horas, desnudo para que el
cuerpo pueda refrescarse y descansar completamente, como durante
la noche. Luego, la tarde está ocupada—cuando lo permiten los cui-
dados del imperio— por los «juegos serios» de las artes liberales. Apien-
de regularmente gramática, dialéctica, retórica, ars computandi y as-
tronomía. Más tarde, en la quietud de alguna despejada noche de ve-
rano, intentione sagact siderum cursum curiosissime rimabatur. Des-
pués de pocas horas de sueño reparador, celebra una audiencia para
decidir personalmente sobre las cuestiones que su conde palatino sine
eius iussu definiri non potest. Más tarde sale a caballo para cazar o
para nadar, pues las Ardenas están cerca y ofrecen caza ^abundante,
mientras que los baños calientes de la urbs aquensis son una cura para
el cuerpo y un refrescamiento para la mente aún vigorosa de este an-
ciano. Aquí también han de seguirle todos: hijos e hijas, los opti-
mates de la corte, sus amigos, incluso la guardia de palacio, «cien per-
sonas o más» le acompañan a los baños y a nadar. Y cuando en estos
años tiene todavía que viajar, también va con él toda la corte: los
hijos cabalgan junto al viejo padre, les siguen en larga fila las hijas
y nietas —probablemente en carruajes—. Las quiere mucho a estas
hijas, cum pulcherrimae essenty no puede decidirse a casarlas: omnes
secum usque ad obitum suum in domo sua retinuit. En el egoísmo
ingenuo y sincero de la vejez, él mismo dice que no puede pasarse
sin su compañía (dicens se earum contubernio carere non posse). Ellas
siguen, naturalmente, el impulso de la sangre, y llegan a ser amantes
de los cortesanos y clérigos de la corte de su padre; precisamente a
través de sus hijos y nietos comienza paulatinamente a extenderse ili-
mitadamente la gran corriente de la descendencia del primer empe-
rador, por lo que el genealogista moderno puede decir sin exageración :
«Se puede afirmar hoy día sobre cualquier europeo que pueda seguir
su árbol genealógico más o menos sin interrupción hasta el siglo xvr,
que podría derivarse su origen... del padre de Occidente.» La cuestión
no es —añade— la de si todo europeo desciende de él, sino la de «cómo
se puede corroborar esto incontrovertiblemente» (O. Forst de Battaglia).
Carlomagno llega así a ser el patriarca de Europa, no sólo en un
sentido histórico-espiritual, sino incluso en un sentido biológico. Y este
es su último legado, tanto para su propia época como para toda la
posteridad: la acentuación de los «lados vitales» de la existencia, mien-
tras que su adversario en dominio y dignidad —la soberana de Orien-
te con su corte de monjes y eunucos, Irene, que al dar muerte a su
único hijo, se entregó también ella misma a la destrucción—repre-
senta el «lado de la muerte». Y es en este contexto cuando cobra toda
su lúcida majestad la figura del sanctus pater Karolus. Involuntaria-
514
mente, la atención pasa una vez más de este patriarca al padre del
universo. Igual que sus contemporáneos, Carlomagno se percata de la
última y mayor posibilidad de su paternalidad del mundo, y con el
gran gesto que le es peculiar la aprovecha para su supremacía univer-
sal. Se siente vicarius dei y comprende ahora su función como la del
caput ecclesiae. La forma de expresión en sus leyes y documentos va
adquiriendo una especie de «pathos» excitado. Eloquentia copiosas et
exuberans predica Carlomagno en su iglesia, como un sacerdos mag-
nus, llenando también así el papel de maestro universal del «rey su-
premo», al que él representa en la tierra. Y allí, en su iglesia, que es
el centro de su nova Roma, está también su trono.
Una «concepción político-sacral» se esconde en la apariencia y co-
locación de este trono imperial. Seis escalones llevan a él, como en el
trono de Salomón; está más alto que los asientos de los obispos, por
encima de las cabezas del pueblo y de sus nobles, incluso sobre el
altar mayor; sólo queda más alto que él el gran mosaico que repre-
senta al Salvador con los veinticuatro ancianos del Apocalipsis. Así se
logra y afirma en el joven mundo cristiano un nuevo e inaudito grado
de dignidad real, que en comparación con la forma, antigua de sobe-
rano errabundo y demoníaco con arrebatada y tempestuosa omnipre-
sencia, representa una postura estática, parecida al Dios que descansa
en sí mismo, al Dios que ha dado fin a la creación.
M I G U E L DE FERDINANDY
Universidad de Puerto Rico
Río PIEDRAS (P. Rico)
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517
ARTE Y SOCIEDAD DEL SIGLO XX
POR
JORGE USCATESCU
518
pirado en su sugestivo hallazgo de los tipos ideales en la explicación
de los hechos sociológicos, es un método aún válido y no superado
por ningún otro, centro de la doctrina espistemológica de Max We-
ber. Weber nos ha demostrado para siempre el carácter racionalista de
la cultura occidental y en función de los condicionamientos cultura-
les, sociales, éticos y religiosos, nos ha ofrecido una posibilidad segura
de una explicación de los estilos artísticos. La posibilidad de descubrir
el carácter del «ethos» específico que inspira y determina los floreci-
mientos de los estilos artísticos. La tipología weberiana nos sirve aún,
más que como esquema formal o método, como un camino seguro
hacia un ahondamiento ontológico de la creación artística. Además,
su visión de conjunto sigue siendo amplia y más inteligible que todos
los estudios parciales que han aparecido después. Por ello, puede afir-
mar con entusiasmo, hoy en día, Raymond Aron, que Max Weber
«pertenece tanto al pasado como al porvenir de la sociología». Prueba
de ello, el éxito sin precedentes que está teniendo su obra en los Esta-
dos Unidos, en pleno frenesí tecnológico.
Todos recordarán las consideraciones iniciales de Ortega sobre La
deshumanización del arte, en torno al estudio del arte desde el pun-
to de vista sociológico. Ortega partía de un libro de Guyau titulado
El arte desde el punto de vista sociológico, y afirmaba, a su vez, la
creencia en una sociología del arte. Desde este punto de vista plan-
teaba Ortega el problema de la «deshumanización» del arte, que otra
cosa no era sino su «ininteligibilidad para todo el mundo». «A mi
juicio—escribía en aquella ocasión Ortega—lo característico del arte
nuevo, desde el punto de vista sociológico, es que divide al público en
dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entien-
den.» El arte nuevo tenía, según Ortega, «a la masa en contra suya,
y la tendrá siempre». Sin embargo, Ortega reconoce en el arte de cada
época, incluso en el arte nuevo, «una inspiración idéntica, un mismo
estilo biológico», en la variada manifestación de las artes. De todo
ello se percata Ortega, no resistiendo, sin embargo, a dejar caer en su
análisis unas «gotas de fenomenología». Ahora bien, a nosotros el he-
cho de que el arte contemporáneo sea menos accesible a las masas
que el de otras épocas, aparte que sea discutible, no nos puede llevar
directamente a definirlo sociológicamente como arte deshumanizado.
El arte nuevo de nuestro tiempo ha demostrado precisamente ser más
nuevo en cuanto ha expresado más intensamente un estilo nacional y
si cabe popular. Las corrientes más avanzadas estaban abiertas en sus
propósitos a las masas. Las experiencias artísticas, sobre todo teatrales
cubofuturistas, fueron en este sentido un ejemplo. Y sobre todo lo que
definía el carácter popular y nacional de cada una de estas experien-
5X9
das revolucionarias era su estilo. El estilo nacional de artistas como
Falla, Picasso, Bartok o Brâncusi deja en lugares híbridos, en cuanto
estilo, precisamente, la creación romántica, específicamente nacionalis-
ta y democrática, sin hablar de las «aperturas» universalistas y mino-
ritarias de cualquier gran artista del Renacimiento. El «estilo» es lo.
que define el fenómeno artístico. Las ideas de Weber en el campo
sociológico y de Wölflin en la historia del arte concuerdan en la im-
portancia que dan al estilo. «El estilo, en palabras de Wölflin, en cuan-
to expresión del estado de espíritu de una época y de un pueblo, así
como de un temperamento personal.»
Desde este punto de vista, el llamado arte deshumanizado es un
absurdo. Todo arte es la expresión de la humanidad y la sociedad de
su tiempo. Todo arte corresponde al cambio de las estructuras imagi-
narias de su tiempo. Los libros publicados sobre esta materia durante
los últimos años por críticos como Pierre Francastel y Jean Starobinski
son reveladores. El primero ofrece un campo de estudio de enormes
perspectivas en sus libros: Pintura y sociedad, Realidad figurativa, La
figura y el lugar—a la red .de «percepciones sensibles y de cuadros
problemáticos del pensamiento, comunes al artista y a sus contempo-
ráneos»—-. La verdadera revolución del arte en los siglos xix y xx, nos
viene a decir, proviene del hecho de que los pintores sobre todo han
dejado el instrumento de la autoridad para la difusión de temas y
valores reconocidos por la sociedad.
No sin errores y sin choques han sabido llegar e interesar públicos
amplios. No solamente han sido los primeros en plantear los proble-
mas del realismo y de lo colectivo, sino que, por una curiosa paradoja,
han sido igualmente los primeros en sustituir a la descripción conven-
cional de una naturaleza espectáculo, constituida por objetos contados
a priori, el análisis fenomenológico de las reacciones íntimas del es-
píritu conmovido por la vista del mundo exterior, pero siempre orde-
nador del campo dinámico de sus actividades sensibles. El arte social,
salido del dominio de la caricatura, y el arte abstracto, salido del aná-
lisis impresionista de los datos puros de los sentidos, atestiguan, con-
juntamente, la existencia de una nueva fase en la historia de las ar-
tes. Por ello se extraña ante este esfuerzo de los creadores nuevos de
«aprehender el hecho estético puro», dentro de una nueva experiencia
artística y ante el hecho de que la crítica y la cátedra siguen consi-
derando a los artistas «distribuidores de verdades recibidas».
Aparece, como un eco lejano de las teorías weberianas, la necesi-
dad acuciante por parte de la sociología del arte, de desprenderse de
luxa tradición basada esencialmente en los juicios de valor. Este espí-
ritu nuevo lo han alcanzado, en cambio, hace tiempo los artistas con-
520
temporáneos. Ellos han indicado el nuevo camino de la comprensión
del hecho artístico en sí: el de ahondar en «ciertas motivaciones ima-
ginarias aceptadas conjuntamente por los artistas y la sociedad, y en
función de las cuales, la selección se ha hecho entre los medios desti-
nados a organizar las obras». El problema esencial consiste en llevar a
un campo de aprehensión tanto «los valores imaginarios» como «las
técnicas figurativas», en un proceso en el cual las significaciones son
más importantes que las representaciones. En este proceso de signi-
ficaciones, el espectador de la obra de arte, cuya función social es in-
discutible, viene a tener un papel activo. El arte y la sociedad poseen
nexos que antes se ignoraban. Francastel reprocha a los eruditos de
hoy la permanencia en una concepción «general del espíritu», que con-
sidera el arte «como una ventana abierta sobre el mundo», mientras
«la gran mayoría de la sociedad—y el éxito del arte moderno es una
prueba de ello—es mucho más sensible que los intelectuales, a los
valores plásticos o figurativos». Se ha llegado así a la idea de que los
modos de aprehensión de lo real y lo imaginario, que ofrecen las ar-
tes, es irreductible a otras actividades. Esta idea no podrá facilitarla
un sistema de representaciones, pero sí uno de significaciones. Las re-
laciones entre arte y sociedad implican dos conclusiones fundamenta-
les: primera, que «el arte es una de las actividades permanentes ne-
cesarias y específicas del hombre que vive en sociedad»; segunda, que
en las relaciones entre arte y sociedad «no se puede ignorar el pro-
blema de las dimensiones y las medidas de las civilizaciones y, en
estas civilizaciones, el problema de las funciones y los límites comple-
mentarios de diferentes facultades del espíritu, hechas tangibles me-
diante obras entre las cuales las obras de arte constituyen una clase
irreductible a cualquier otra».
Se trata de un nuevo, absolutamente nuevo planteamiento, en las
cuestiones relativas al arte y a la sociedad, de los problemas referentes
al espacio, al tiempo y al lenguaje. Se está poniendo el acento de una
forma constante sobre la importancia de las significaciones de orden
visual, en la aprehensión de la realidad artística. En una civilización
de la imagen, como la nuestra, la cosa no debe extrañar. Pero reno-
vada importancia adquiere el problema del espacio. En la combina-
ción ideal entre «las figuras y el lugar» se ve una nueva aproximación
a la creación artística de una época. Así, lo real y lo imaginario ad-
quieren una nueva configuración. Al introducir en el campo de la
crítica artística el lugar y la figura, que son conceptos abstractos, ma-
temáticos, se refuerza la significación de la «ambigüedad» de «figuras
irreales pero concretas y de lugares puramente convencionales que se
hallan a la vez materializados en un campo limitado a las dimen-
521
siones de una superficie metódicamente distribuida y sustraídos a esta
materialización». Las mutaciones sociales engendran un tipo de rela-
ciones nuevas entre «lo figurativo» y «lo concreto» a través de la in-
serción, en la dialéctica creadora, realidad-imaginación, de nuevos
tipos de representaciones. Ahora ben, toda mutación importante im-
plica una situación ambigua. En este sentido, la revolución artística
de nuestro tiempo es tan importante como la revolución figurativa
del Quattrocento.
Esta situación ambigua ha caracterizado en exceso el arte de nues-
tro tiempo en sus relaciones con la sociedad. Por ello, no es de extra-
ñar que artistas que encarnan hoy en día más que ninguno en ninguna
otra época el genio nacional, hayan permanecido en parte adscri-
tos a un tipo de arte intelectual y objetivo, sin expresar—según se
creía—la sociedad y los impulsos masivos de su tiempo y sin represen-
tar un estilo nacional en el arte. Pero para penetrar en las interiori-
dades de esta situación ambigua, bastaría con citar la presencia, en el
panorama artístico de nuestro siglo, de cuatro figuras grandes. Nos
referimos a Picasso, Falla, Bartok y Brâncusi.
II
522
ción contemporánea, como Falla y Bêla Bartok, en la música y Cons-
tantin Brâncusi, en lo figurativo, sean, en lo más auténtico y grande
de su creación, imágenes actuales, vivas, sin realidades intermedias, del
genio del pueblo en cuyas fuentes directas se inspiran no sólo la sus-
tancia, sino los modos formales de las creaciones respectivas. Se trata
de figuras representativas, pero no, por eso mismo, de ejemplares úni-
cos. Un examen de su obra y su significado nos lleva, sin duda, a con-
clusiones entre las más sorprendentes. A través de sus obras, una
comunión particular se establece entre la revolucionaria búsqueda for-
mal de nuevos modos de expresión artística y una valoración entre las
más lúcidas y atentas de las formas respectivas de creación popular.
En este sentido los casos de Falla, Bartok y Brâncusi son ejemplares
en el más alto grado. En el caso de Bartok la creación personal va al
paso de su investigación rigurosa, científica, incansable de los tesoros
de la música popular rumana, húngara, eslovaca, búlgara, y, agotadas
sus posibilidades de estudiarlas, de los pueblos africanos o del Pacífico.
Además, este admirador ferviente de Debussy, sin par creador acaso
de la más significativa y más avanzada, en sus formas objetivas, mú-
sica contemporánea, digno de estar al lado de Beethoven por sus mag-
níficos «Cuartetos», no emplea su tiempo como investigador puro de
las fuentes populares de la música, sino que gran parte de su propia
creación sería inconcebible, sin este esfuerzo definido «subalterno» por
algunos coetáneos suyos. En cuanto a Falla, es prodigioso su cono-
cimiento no sólo de las fuentes profundas de la música española, sino
de elementos populares entre los más sorprendentes. Personalmente he
tenido ocasión de ver los esquemas primeros de su Atlantida, donde
tiene anotaciones de elementos musicales primitivos, hasta de pueblos
extremo-orientales. El elemento folklórico, en Falla, está sometido a
una transfiguración sin par, donde lo único que permanece vivo e in-
confundible es lo que Wölflin llamaba un «estilo» artístico nacional.
Por su parte, Brâncusi, se puede decir que más que investigador y
conocedor de las formas plásticas de su pueblo, es un portador cons-
ciente de estas formas. Pero en estos casos, el de Falla, Bartok y el de
Brâncusi, no nos encontramos ante un fenómeno de «folklore imagi-
nario», expresión absurda, que nunca se ha sabido lo que en realidad
quiere decir, sino ante una creación que emana del genio del pueblo
en lo que tiene él de más recóndito, de una zona inexplorada suya,
totalmente ignorada por la exaltación romántica de los valores fol-
klóricos, fuente primigenia, pero al mismo tiempo síntesis de perma-
nente creación viva y de contactos inalterables entre las culturas de
donde proceden. La búsqueda de un estilo propio, el alcanzar una
expresión última de su creación, constituyen un proceso de constante
523
inspiración en las fuentes populares, conscientemente adoptadas en
Bartok y vitalmente experimentadas en Falla, Picasso o Brâncusi. Por
otra parte, al analizar la presencia de estos artistas representativos, en
la sociedad de su tiempo, conviene distinguir claramente entre el pro-
ceso de creación y el fenómeno de la receptividad. Sin esta distinción,
los nexos vivos entre el arte y la sociedad de su tiempo aparecerán hí-
bridos, reducidos a una pura relación mecánica y exterior.
En Bartok el proceso es, por cuanto hemos dicho, más fácil de
identificar. El mismo parte, intelectualmente, de una concepción na-
cionalista del arte. Esta misma concepción le impulsa a consagrar lar-
gos años a encuestas llevadas a cabo con criterios modernos sobre la
música popular en la Europa central y oriental. En este sentido su
obra es de un inapreciable valor. Pero constituye una etapa sin la
cual su creación misma no hubiera sido posible. «Los días más fe-
lices de mi vida, diría él más tarde, son los que he pasado en las al-
deas, entre los campesinos.» Sus colecciones de música popular se en-
tremezclan con su vasta creación, donde la música de los pueblos,
objeto de su investigación, aparece una vez en forma patente y direc-
ta, otra vez difuminada en la vasta masa orquestal, en la humanidad
que inspira sus partituras y en la revolución formal en la cual el com-
positor participa. Se ha dicho justamente que las investigaciones de
Bartok en la música popular ofrecen un equilibrio a su espíritu de
creación, al mismo tiempo que una base nunca olvidada del todo.
Hasta se han discriminado seis modos de empleos de la música po-
pular en Bartok, entre los cuales figuran la presentación de ciclos de
canciones populares, a veces con ricas armonizaciones como en las Co-
linde (villancicos) rumanos (1915) ; creación de una música original
basada en melodías populares; «libre empleo de elementos populares,
melódicos y rítmicos dentro de una música original»; elaboración de
una creación original al estilo popular, y finalmente la integración
total en la música original de un espíritu popular, a saber: «de prin-
cipios armónicos, rítmicos o estructurales salidos de la música popular
excluyendo cualquier forma reconocible» (Pierre Citron: Bartok, edi-
ción Seuil, París, 1963).
Es un hecho la constante pasión de Bêla Bartok por las melodías
populares que descubre en sus singulares andanzas. El ve en ellas, con
razón, las formas últimas de un esfuerzo creador de siglos, depurado,
transformado, alambicado por una sensibilidad siempre alerta, por un
gusto siempre seguro. Por ello, no duda en definirlas «obras maestras
en miniatura», igual que una fuga de Bach o una sonata de Mozart,
ejemplares en cuanto a la calidad y a la densidad del pensamiento
musical que expresan sin un solo detalle superfluo.
524
En este sentido, Bartok llega a conclusiones muy interesantes. Ma-
yores son los cambios y contactos melódicos entre los pueblos, más
depurada es la música, más perfecta la modificación de estilos. Por
ello, el compositor cree en la fraternidad de los pueblos en la creación
y acepta cualquier influencia, con tal de que parta de una fuente au-
téntica, «pura, fresca y sana». Estas conclusiones están en buena parte
a la base de su propia teoría musical, de sus principios de creación y
renovación formal. Con este entusiasmo y esta convicción firme hace
Bêla Bartok de estas melodías la fuente de modificaciones cada día
más profundas en su obra personal. Modificaciones «en la armonía»,
liberada de la tiranía de los tonos mayor y menor; en el ritmo diver-
sificado y acentuado según el ejemplo de las danzas populares; en la
melodía y la orquestación, donde todo converge hacia la sencillez, la
concentración y la pureza; «el juego entre parlando y tempo giusto
paralelo al del sueño y a la acción» (Citron).
525
Ill
526
nos introduce en ella. Así, desde su primera obra, Manuel de Falla
sacrifica osadamente el pintoresquismo engañoso al equilibrio natural
de los valores sonoros y subordina, por instinto, el color a la luz. Or-
questador nato, deja cantar a los timbres sin recargarlos. Ya su ardien-
te severidad limpia de aderezos que lo desfiguran, el rostro de Espa-
ña». En esta comprensión de lo que era esencial, en cuanto popular,
en la música española, Falla demostró ser siempre un continuador
fiel de aquel hombre animador sin par de las grandes empresas mu-
sicales españolas, que fue Felipe Pedrell. Porque para un Falla lo esen-
cial se mantenía fuera del orden temático y de las motivaciones popu-
lares como tales. «Los elementos esenciales de la música —decía en
1925—, las fuentes de la inspiración son las naciones, los pueblos. Yo
soy opuesto a la música que toma como base los documentos folkló-
ricos auténticos; creo, al contrario, que es necesario partir de las fuen-
tes naturales, vivas y estilizar las sonoridades y el ritmo en su sustan-
cia, pero no por lo que aparentan al exterior. Para la música popular
de Andalucía, por ejemplo, es necesario ir más al fondo para no cari-
caturizarla.» De esta posición parte un artista para el cual «la música
está implícita en todas las cosas. En cuanto expresión de la sociedad
y el alma española, Falla proclama su individualismo creador. Su má-
ximo don es acaso el magnífico poder creador y evocador del silen-
cio». Cuenta Falla, escribe Ramón Gómez de la Serna en las más
inteligentes consideraciones, que no es dado leer sobre la obra del com-
positor, con ese gran silencio persílico de la noche andaluza y como
la música está hecha sobre el silencio y depende sobre todo del silencio
que tuvo por fondo y en el que se metió el compositor, la música de
El amor brujo tiene valles maravillosos de silencio entre las Alpujarras
de azul nocturno. Falla está hallado y humaniza el concierto y con-
cierta el «folklore».
En efecto, el enorme españolismo de la obra de Falla reside no en
temas o melodías populares, sino en la eliminación de todo pintores-
quismo y en la búsqueda con voluntad firme, de una atmósfera pro-
funda, de un paisaje interior del alma hispana, un ahondar en «las
cuevas profundas de la sombra», una incesante exploración de la rea-
lidad más allá de una temática o unas melodías reconocibles. Así ha-
bría de entender su españolismo no sólo en obras como Concierto para
clave o El retablo de maese Pedro, obras cumbres de una creación suya
depurada de cualquier residuo o reminiscencia, sino en obras de pa-
tente sello español como El sombrero de tres picos, El amor brujo, La
vida breve, Homenaje a Debussy. Acaso bastaría, en cuanto centro de-
finidor de su obra, detenernos ante las implicaciones que ofrece una
obra de la importancia de El retablo de maese Pedro, para alcanzar la
527
CUADERNOS. 224-228.—17
importancia de Falla como expresión musical del genio musical, de su
pueblo. Tiene razón Ramón Gómez de la Serna al decirnos que Falla
llega esta vez en presencia de Cervantes, y se coloca en posición de
tú a tú. Es una síntesis poderosa esta que Falla consigue en El retablo,
de una España que se encuentra noblemente a sí misma, y se lanza,
gloriosamente, fuera de sus propias fronteras. En El retablo está toda
la polifonía, todo el políptico, el altar mayor iluminado con innu-
merables velas, reluciente de aureolas. Está en él lo popular, lo reli-
gioso, lo oriental, lo cristiano. ¿Qué sucede a propósito de tema tan
profundo? Que suena la catedral, y cuando suena la catedral en Es-
paña suena lo supremo.
Como hombre de su tiempo, sobre todo como gran artista de su
tiempo, en Falla se expresa, en términos generales, la austeridad. Es
una exigencia esta no sólo de su temperamento, sino una necesidad
auténtica de buscar la forma adecuada de expresar musicalmente el
alma de su tiempo y de su pueblo. Condición sine qua non de su gran-
deza sobria y enjuta, de caballero español de la música. En ella está
implícita la calidad, la delicadeza suma de su música, cuando alcanza
formas de verdad completas, definitivas, destinadas a abrir horizontes,
como en el Concierto de clavicémbalo, «una de estas cosas fundamen-
tales que ejercen influencia sobre toda una generación» (Aron Cop-
land). Obra ésta de una gestación difícil, característica en cuanto crea-
ción de vanguardia, fruto de un laborioso esquematismo y de una
pureza de formas y una capacidad de síntesis, asombrosas. El esfuer-
zo implica un aparente retorno a formas primitivas. En realidad la
búsqueda esencial de una realidad primigenia, que nos hace pensar
que la obra se gesta en el espíritu de su autor en plena hazaña sur-
realista.
«Falla—es otra vez Gómez de la Serna el que lo proclama—es
como un augur de la noche de España, como el mediador entre el
campanilleo de los campos, el alma minoritaria de los escogidos. Tiene
todo lo suyo algo espontáneo y silvestre de flor de aire, siendo sus
composiciones como florecillas de San Francisco de lo gitano, el mito
de lo hispánico reducido a la más penetrante sencillez.»
IV
528
sidencia para siempre, no traía aprendizaje alguno. Su único tesoro
artístico, según confesaría más tarde, eran loi; tapices, los balcones, las
esculturas de los portales de un pueblo rumano perdido en la región
subearpática de Oltenia. Había nacido, según contaba él más tarde,
exagerando la atmósfera de mito que siempre había rodeado su exis-
tencia, en una aldea perdida entre los valles de los Cárpatos. Su aldea
no tenía alcalde, ni maestro, ni gendarme, ni enfermero. Además, su
aldea no tenía nombre. Los hombres aprendían lo que enseña la pri-
mavera, el verano, el otoño y el invierno y en las estrellas. Era la aldea
de Dios, misteriosa aldea de la utopía: sin enfermos, sin crímenes,
con la existencia limitada sólo por el alba y el crepúsculo, sólo por las
fronteras del misterio.
Mensajero de esta aldea de la utopía, se presenta un día en París
a principio del siglo, en el taller de Rodin, gran Rodin, el Miguel An-
gel de nuestro tiempo. Rebelde, turbulento, genial, Brâncusi com-
prende que un arte auténtico de nuestra época no se puede nutrir ya
de la herencia metafísica y formal renacentista. En las formas, sobre
todo en las formas plásticas, el Occidente seguía viviendo como tri-
butario de la Antigüedad y el Renacimiento. El peso de la tradición
era enorme. Rodin poseía el genio suficiente para poder romper con
la tradición. Pero su genio vivía bajo el enorme peso de Miguel An-
gel. «Maintenant nous faisons de l'italien», reconoce el gran autor de
Balzac y del Pensador. «Nada crece a la sombra de los grandes ro-
bles», dijo Brâncusi, no sin respeto formal, al alejarse de Rodin.
A principio de siglo el arte europeo estaba en plena crisis de ago-
tamiento. Agotamiento de formas, de sustancia, agotamiento de ideas
bajo el lastre de la tradición. En este momento irrumpen en París
dos rebeldes. Su presencia es parecida al papel que, en plena crisis
del Imperio romano, desempeñan en Roma los emperadores «bárba-
ros». Infundirle nueva, aunque temporal, vitalidad. Estos dos rebeldes
son el rumano Constantin Brâncusi y el ibérico Pablo Picasso. Azo-
tando las viejas formas (las últimas, las que encarnan el impresionismo
y las que nacen con el expresionismo son consideradas viejas y cadu-
cas ya), ellos irrumpen con ímpetu arrollador en el arte contemporá-
neo. Pero su situación es paradójica en grado sumo. Porque su misión
es demoledora, de «bárbaros», pero el espíritu de su arte no es bár-
baro, su lenguaje no se nutre de metáforas originarias, sino de la
geometría y la abstracción. Ellos también son herederos de una tra-
dición, pero se trata de una tradición ignorada, de formas puras, sim-
bólicas, geometrizantes, que se asoma al horizonte cultural europeo
con capacidad suficiente de renovar sus perspectivas.
Bastaría con un análisis de la obra de Rodin para comprender el
529
milagro. Brâncusi. Un análisis concreto, directo, desprovisto de dogma-
tismos. Ello nos demostraría que ni el psicologismo de Worringer, ni
las teorías en torno a la deshumanización del arte, nos bastan para ex-
plicar lo que de grande, definitivo, pueda haber en el proceso reno-
vador del arte contemporáneo. Hay un enorme cansancio metafísico
en el «vigoroso» arte de Rodin. Busca la grandeza en la abyección,
como lo comprueba la figura de Balzac, la animalidad de Adán, la
atormentada envoltura telúrica de la Danaide. No sólo el mundo de
las formas plásticas le aparta a Brâncusi de Rodin. Les separa, además
de una concepción de las formas expresivas, una verdadera concep-
ción del mundo: un mundo grandioso, sí, pero nutrido de postrime-
rías, arrasado por espasmos telúricos, en uno, un mundo alimentado
por una gran sed de infinito, por evasiones utópicas, por misteriosas
aspiraciones trascendentales, en el otro.
La plástica de Brâncusi permanece incomprensible, si no se ve
en ella esta esencial textura suya: su serena, insaciable sed de infi-
nito. Una aspiración utópica hacia el infinito, que no se despliega
sólo sobre la dimensión espacial. No sólo el universo estelar atrae la
mirada del artista. Sobre dimensiones infinitas proyecta él igualmente
la existencia humana. Por ello, ante su obra, nada puede el psicoaná-
lisis. El inexcrutable misterio del principio y el fin del ser, adquiere
en su obra admirables relieves plásticos. Su escultura fue, por esto,
desde el primer momento, una escultura de vanguardia. «Cuanto más
viejo me hago, más joven se torna mi escultura», solía él decir. A una
radical revolución de las concepciones en torno al arte plástico co-
rresponde, como es natural, una radical renovación de la técnica y el
material de trabajo. Para Brâncusi todo material encierra nobleza: el
mármol, el barro, el acero, la madera, el latón. Sometido a un trabajo
meticuloso, difícil, interminable, purificador, «espiritualmente», para
cualquier tipo de material, el tacto adquiere una importancia igual
a la vista. La tensión del artista rumano recuerda, en este sentido, la
de Aldous Huxley o Teilhard de Chardin, en su afán de espirituali-
zar y dignificar la materia.
La plástica ovoidal de Brâncusi se consigue mediante una infinita
depuración geométrica de las formas. En todo reina una impresio-
nante armonía, un sereno equilibrio de formas que Brâncusi hereda
de su raza. Entre sus elipses, sus parábolas, sus óvalos y las formas
depuradas de los tapices y los portales esculpidos rumanos, hay un
inextricable parentesco. Pero su arte no es un arte intelectualizado.
En este auténtico precursor del arte abstracto, que camina —seguro de
sí mismo—sin atormentada búsqueda, delante de un Picasso o de un
Kandinsky, de un Archipenko, Arp o Matisse, y de toda la rebelión
530
posrodiniana, en cuyo arte Modigliani busca un remanso sereno en
un momento en que creía que la escultura podía satisfacer su ator-
mentado espíritu, en este arte que opone a la frondosidad tradicional
la línea limpia de un mundo que nace, hay una incontestable poesía,
un irrefrenable lirismo. En el Pájaro en el espacio, Pájaro maravilloso,
El recién nacido, El principio del mundo, La columna del infinito, El
beso, La musa dormida, El pez, Los pingüinos, en tantas y tantas
obras suyas, que ocupan un lugar de honor hace mucho tiempo en
los mejores museos de arte moderno del mundo, se hacen patentes
las características esenciales del arte de Brâncusi: su sed de infinito,
sus anhelos utópicos, su atracción hacia el misterio junto con su equi-
librio, un sentido poético de las formas que su esquematismo geome-
trizante no puede ocultar.
Su arte contiene una alta espiritualidad. Penetrada de un profundo
simbolismo, la materia en ella se purifica hasta tornarse ingrávida,
impecable, límpida, llena de esplendor y de ritmo, el volumen con-
creto se diluye en el espacio. La crítica ve en su obra un retorno a
Brunelleschi y los antiguos. Pero más que un retorno a formas obje-
tivas de la plástica occidental, palpita en ella el genio figurativo de
su pueblo, heredero de aquella cultura tracia, creadora de mitos su-
blimes y de formas de manifestación puras en el arte.
Viviendo con la austeridad y la tensión vital e intelectual de un
Miguel Angel, Brâncusi posee, sin embargo, un equilibrio interior,
una serenidad creadora, una luz espiritual, que no pudo gozar en su
existencia de titán el autor del Moisés. Pero ninguno, entre los artis-
tas contemporáneos, se identifica tan inflexiblemente con el arte, en
un sentido ascético y misional, como Brâncusi. Socialmente, Brâncusi
vive ausente del arte contemporáneo, con toda su carga de exhibicio-
nismo, su permanente contingencia con las masas, su sensacionalismo.
Y, sin embargo, nos encontramos ante uno de los espíritus más
sencillos, menos propensos teóricamente para una comprensión intelec-
tual del proceso artístico. En su sencillez de campesino, dotado con
una sutileza milenaria, Brâncusi huye todo conformismo, el contacto
mismo con el gran público. Participa en su larga vida en muy esca-
sas exposiciones y cada contacto suyo con los coleccionistas y el pú-
blico es un conflicto, fuente de absurdas incomprensiones.
531
la personalidad de Rodin o por la estética impresionista. «Brâncusi
—observa Zervos—, parece haber conocido en esta época una especie de
saciedad que lo incitaba, día tras día, a luchar contra la tendencia
hacia el universo afectivo, donde el espíritu se adhiere demasiado di-
rectamente al suelo y a la materia, contra la costumbre de sentir más
que pensar, contra la solicitud estimulante del ambiente.»
Verdadero sabio, un sabio campesino que lleva consigo, mil veces
decantados y depurados, los anhelos y experiencias sin número, y «una
voluntad ascética que aspira hacia la formulación de la poesía esen-
cial», Brâncusi representa por su obra «un mensaje que anuncia real-
mente una nueva época» (MARCEL BRION: L'Art abstrait, Ed. Albin,
Michel, París, 1956). «Brâncusi—decía Paul Morand—es, lo sabemos,
rumano salido del viejo mundo campesino de ese bello país.» «Todo
lleva en él—escribe Jean Cassou—, constante,'obstinadamente, a una
sola misma cosa, a saber, la esencia inicial de las cosas y los seres,
el nacimiento de la vida, la suerte del artista o su primer esfuerzo
demiúrgico. Todo es de la misma especie primordial, permanece in-
manente y sencillo.»
Se ha hablado con cierta frecuencia de los elementos instintivos y
primordiales del arte de Brâncusi. Esta faceta de su personalidad se-
ría del todo incompleta si no tuviera en cuenta su enorme lucidez in-
telectual, la conciencia plena que tenía presente el proceso íntimo de
su arte y el mensaje noble y puro de su propia obra. Este sabio asceta,
«un rey que no tuvo necesidad de nada, ni siquiera de un reino», au-
tor de una obra «pura, elevada y serena, de una serenidad victoriosa
contra todo lo que es bajo y contra todo lastre, el más grande escultor
de nuestro tiempo» (Pierre Courthion), supo colocar su propio arte en
un puesto elevado entre los más notables esfuerzos innovadores del
presente siglo. Anticipador absoluto, precursor del arte abstracto sin
que su propia escultura pueda sufrir límite estético alguno, Brâncusi
representa una de las síntesis más afortunadas del genio: la síntesis
entre una realidad ancestral, infinitamente depurada por el tiempo y
el esfuerzo de la creación fecunda de las generaciones y una racio-
nalidad llevada al último grado de incandescencia.
Esta combinación maravillosa hace que, por una parte, Brâncusi
ofrezca en su obra plástica y en su concepción artística un puesto
preeminente a la vida, y por otra parte, proyecte esta misma vida en
formas plásticas de una pureza intelectual pocas veces alcanzada por
experiencia auténtica artística alguna. Todo ello nos ofrece la impre-
sión de que su obra, nueva, revolucionaria como pocas, implica una
tradición de trabajo y reflexión milenaria. La espiritualidad del arte
de Brâncusi no rechaza la vida, sino al contrario la reivindica en sus
532
más recónditas, esencias. Λ través de ella asistimos a un maravilloso
proceso en el cual el artista ofrece carta de nobleza a la materia, ver-
dadera sacralization de las cosas. Un proceso que se identifica, como
bien observa Marcel Brion, con una especie de mística del volumen.
Lejos del arte naturalista, el arte de Brâncusi tampoco ha de ser en-
tendido como arte figurativo de puras esencias formales. Las cosas
antes de su formulación plástica sufren un intenso proceso de elabo-
ración consciente en la existencia misma del artista. Antes de plas-
marse en aquellas formas limpias casi etéreas, símbolo de equilibrio
y de supremo reposo, ellas han sido sometidas a una tensión máxima,
consciente, en el espíritu del artista donde ha tenido lugar su depura-
ción máxima, absoluta, la búsqueda llevada al límite último de sus
esencias. «El arte, decía, es la realidad misma.» «La mano piensa y
sigue el pensamiento de la materia.» «Me hallo en el centro de las
cosas esenciales.» «Yo ya no soy de este mundo, me hallo lejos de mí
mismo y desprendido de mi persona.» «La obra de arte expresa jus-
tamente lo que no está sometido a la muerte. Pero debe hacerlo de
una forma que sea testimonio de la época en la cual el artista vive.-»
«Quiero esculpir formas que puedan dar alegría a los hombres.»
Las ideas que Brâncusi posee en cuanto a la naturaleza del esfuer-
zo creador se parecen algo a la estética de Paul Valéry: «Ver lejos
es una cosa, decía Brâncusi, pero llegar allí es otra cosa. Las teorías
son muestrario sin valor. Lo que cuenta es la acción sola. La sencillez
no es un fin en el arte, pero se llega a la sencillez a pesar de uno
mismo, acercándose al sentido real de las cosas. La sencillez es la
complejidad misma y hay que nutrirse de su esencia para compren-
der su valor.» Una irrefrenable sed de absoluto domina la reflexión de
Brâncusi cuando se inclina sobre la naturaleza de su obra. «Cuando
dejamos de ser niños, ya estamos muertos. No busquéis en mi obra
fórmulas oscuras o misterio. Yo os doy la alegría pura.» «Lo bello
es la absoluta equidad», afirma el gran artista, en una especie de exal-
tación platónica. El arte que él busca es una realidad de esencias pu-
ras. Estas esencias «han sido vistas por los que han estado más cerca
de Dios».
Acaso estamos lejos aún de la comprensión absoluta del valor del
arte de Brâncusi. Conocido, admirado por las élites artísticas de su
generación, que ven en su obra una creación que participa de las fuen-
tes mismas, puras, primordiales a la vez enormemente decantadas, del
arte, Brâncusi ha sido y seguirá siendo durante mucho tiempo acaso
en el espíritu de las generaciones un solitario. Elaborada a lo largo de
una vida intensa y ampliamente reglamentada por los años, su obra
hace patente, evidentemente, una gran victoria. La victoria del arte
533
mismo, una victoria que es de por sí un milagro, en una época de
transiciones, de búsquedas febriles, de crisis.
534
realidad que, en la intención de Picasso, quiere integrar lo español en
un universo más completo y más primigenio: el universo ibérico. El
toro de Picasso es una significación gloriosa. Acaso el único elemento
definitivamente triunfante entre los elementos vivos de su arte. Su
salvaje brutalidad se proyecta sangrienta, dominante, sobre una hu-
manidad triste, de máscaras. Así ha querido Picasso captar la realidad
española. A través de una reducción ontológica a un símbolo primi-
genio, en un marco agonal donde el hombre ya no es protagonista.
¿No es acaso esta una intuición española del destino del hombre, en
un mundo dominado por la fría civilización mecánica y técnica?
VI
535
sible aún la libertad y cualquier acción libertadora. El Arte se ha con-
vertido, por otra parte, en una fuerza política, pero ella sigue siendo
Arte en la medida y sólo en la medida en que es capaz de «preservar
las imágenes libertadoras» del hombre. «En una sociedad que es, en
su totalidad, la negación de estas imágenes, el Arte no puede preser-
varlas sino a través de una negación total, a saber, no sucumbiendo a
las normas de la realidad aservida, sean en el estilo, en la forma o en
el contenido. Más totalitarias se tornan las normas, mayor control
ejerce la realidad sobre cualquier forma de lenguaje y de comunica-
ción, más tiende el Arte a ser irrealista y surrealista, más se desplazará
de lo concreto hacia lo abstracto, de la armonía hacia la disonancia,
del contenido hacia la forma. El Arte es así la negación de todo lo
que se ha convertido en una parte esencial de la realidad establecida.
Las obras de grandes artistas 'burgueses' antirrealistas y 'formalis-
tas' son mucho más fieles a la idea de la libertad que el realismo so-
cialista y soviético.»
536
Pero es imposible aceptar como tal este proceso nivelador en el
Arte de hoy, sobre todo en las relaciones entre el artista y la Sociedad.
Alguien en Ginebra há reactualizado una sugestiva idea de Chester-
ton cuando decía : «Nuestro mundo moderno está todo él lleno de
viejas ideas cristianas, que se.han vuelto locas. Así, asistimos a la re-
actualización de los elementos sacrales en el Arte, pero trátase de una
sacralización en la anarquía». «El elemento sacral está hoy vivo —decía
René Schaerer—, incluso si Dios ha muerto; pero se trata de lo sa-
grado que ya no posee centro, que no está en orden... Hay como una
especie de politeísmo de lo sagrado, una mitología de lo sagrado.»
Asistimos, en estos términos, a un amplio proceso de disociaciones y
de rebeldías, que hallan en el Arte su campó de acción y de despliegue
creador. Por un lado, el Arte de hoy parece restringir su campo al
dominio de lo inmanente; por otro, parece inspirarse en las reservas
reducidas de lo inmediato. Jean Starobinski habla de una experiencia
de la impersonalidad pasional que tuvo lugar en los surrealistas y del
riesgo inmediato de una impersonalidad indiferente. Gaétan Picon
habla de los peligros de una cultura cerrada, contenida precisamente
en el arte impersonal. Lo cierto es que el Arte de hoy no posee fina-
lidades, y que, en todo caso, si las posee, que se trata de finalidades
oscuras. Pero lo indudable es que en sus esfuerzos hay una tensión
anticipadora innegable, lo que ha sido siempre el esfuerzo más apre-
ciable de toda empresa artística y creadora. El célebre verso de Rim-
baud: «Es preciso ser absolutamente moderno», se ha convertido en
el leitmotiv de la creación artística contemporánea, y en cuanto tal
incide ampliamente sobre la función social del Arte, sobre las relacio-
nes entre el Arte y la Sociedad. Adorno actualiza esta necesidad ínti-
ma en la afirmación de que «incluso bajo el aspecto mediocre de la
imitación, la necesidad de ser moderno es una parcela de la energía
productiva».
537
el espíritu parece, sí, que existe en el Arte, pero desempeña la función
yuxtapuesta que tenían las alegorías en el Arte clásico. El único ele-
mento unificador, en el vasto proceso de disociaciones del Arte de
hoy, parece ser la idea concreta que hoy en día se tiene del Arte.
Según Adorno, Schönberg ha sido un precursor de esta idea central,
concreta, del Arte, cuando h a elaborado una «Lehre vom musikalische
Zusammenhang», es decir, una doctrina de la organización musical
coherente. Con lo que se quiere llenar el vacío de las significaciones,
de la unidad del Arte, de la finalidad y de sus elementos sacrales pro-
piamente dichos.
La situación nos aparece admirablemente transfigurada en las con-
sideraciones de Stéphane Lupasco en su libro Science et Art abstrait.
Para quien sigue la estética soviética de la unidad objetiva entre el
Arte y la Ciencia, las consideraciones de Lupasco ofrecen un campo
de choques mentales de incandescencias y fuerza sugestiva últimas.
Lupasco no estaba presente en Ginebra. Pero ¿cuánta comprensión hu-
biera aportado allí, de una nueva idea del Arte, a través de una pers-
pectiva completamente inédita entre la experiencia, esta vez empa-
rentada, de la ciencia contemporánea y del Arte abstracto? Compren-
sión de enormes consecuencias, atrevida al máximo, por la cual Lu-
pasco nos lleva, a través del proceso de la afectividad creadora, a un
universo donde todo es relación y devenir, cuyos términos iniciales o
últimos permanecen inasequibles. Todo, menos los datos profundos
de la afectividad creadora, que se basta a sí misma y se relaciona con-
sigo misma, «en su naturaleza rigurosamente singular». Ella se impo-
ne a si misma, y en cuanto afectividad, es un dato ontológico. Ella se
torna creadora por un proceso enigmático que Lupasco designa como
metaafectividad, a la cual «el sistema biológico no puede soportar en
su calidad masiva de dolor, y la elimina en un vivo y brusco placer,
que el sistema psíquico sólo por sus tumultos y los conflictos pro-
fundos de su fina materia, por su doble y permanente conciencia de
la vida y la muerte, a saber, por su conciencia de la conciencia, la
tamiza, se diría, y apaga en ella su sed. Por ello, el pintor 'abstracto'
intenta abstraer lo psíquico puro. y las delicias de su tormento, como
su substancia misma y su ser. Especie de gracia singular y trágica
de lo incondicional, escándalo de la eternidad».
Para esta mente prodigiosa, las artes plásticas, abstractas, son uno
de los elementos más singulares y más importantes en la historia del
hombre. Paralelo y emparentado en valor a la física cuántica y a las
revelaciones contemporáneas de la biología. Las aventuras del Arte
se compenetran así, con la aventara de la Ciencia y del Arte ofre-
cen una idea completamente nueva. Una idea donde pulsan descubri-
538
mien tos en el campo de los hechos vitales, de la materia y la energía,
y las prodigiosas perspectivas de la lógica de los antagonismos y de
la lógica dinámica de la energía y la contradicción. Una idea que
proclama que en cuanto creadores, poetas y artistas «se sumergen y
se mueven en una zona específica y profunda de la energía», «zona
energética oscura y, sin embargo, capital para el hombre», «alquimia
enigmática», para elaborar, en el juego eterno, entre el sueño y la
realidad, «actualizaciones y potencializaciones antagónicas y alterna-
tivas» creadoras. Una idea que ve, en la eclosión del arte abstracto,
una relación misteriosa, que busca zonas allende lo psíquico, allende
la representación sensible del mundo, una región abismal que prefi-
gura la muerte del Universo y esquematiza «el sueño premonitorio y
ciego de la vida, su diferenciación monstruosa y su despliegue final
en una diversidad ilimitada y vana».
JORGE USCATESCU
O'Donnel], 11
MADRID
i)39
ír^
•H*~*'u*~r$
HISPANOAMÉRICA A LA VISTA
SOBRE «LOS CACHORROS»
POR
JULIO ORTEGA
543
CDADERNOS. 224-225.—18
El crítico Wolfgang A. Luchting, por ejemplo, ha dicho que el
individuo de Vargas Llosa aparece en un contexto definido por la
educación, en su más amplio sentido: sea la escuela, la familia o sim-
plemente un banco. Y este contexto se caracteriza por su mecanismo
frustrante: el colegio, religioso, militar o estatal, como la misma
sociedad, llevan inexorablemente a ese individuo al fracaso de sus
ambiciones, porque esa inserción suya en su sociedad, esa doble rela-
ción, en estas novelas, anuncia el fracaso de las empresas humanas.
En este más amplio círculo serán temas o tópicos de Mario Vargas
Llosa la moral conflictiva, las relaciones sin solución de padres e hijos,
la violencia como máscara, señalados, además, por la ambigüedad,
por el conflicto de valores y justicia, por la opacidad de una realidad
en obvio proceso de cambio.
Al margen de estas consideraciones críticas, también se han des-
tacado otros aspectos de la obra de Vargas Llosa: una dimensión
mítica y aquella dimensión de ambigüedad. Acaso sugerida por el
propio autor, la crítica aceptó por dado ese mundo mítico a partir
de La casa verde. Pero, como ha observado Wolfgang A. Luchting,
las secuencias sobre la construcción de la casa verde, y su resonancia
misteriosa y curiosa en el pueblo, pertenecen más bien a las propie-
dades de la leyenda. En una carta al mismo Luchting, que éste ha
publicado en uno de sus trabajos, Vargas Llosa dice, refiriéndose al
hecho de que no se puede asegurar si la muerte del Esclavo en La
ciudad y los perros es un crimen o un accidente: «Tal vez la ambi-
güedad que trata de mostrar todo el libro como característica pri-
mordial de todos los actos humanos se halla en cierta forma 'simbo-
lizada' en este episodio anfibológico.» Lo interesante aquí, me parece,
radica en la visión conductista, psicológicamente objetiva, que hay
en la aprehensión de la realidad en este autor. Claro que él dice
«actos» en un sentido más genérico, pero es obvio que en sus novelas
la realidad se da en las conductas, en la acción, en las relaciones
desnudadas en su objetividad más inmediata. De allí que en casi
todos sus personajes la inmediatez, la tensión del instante, los muestre
sumidos en el acto, proyectados por el acto como sobre una pantalla en
blanco y negro. Los personajes de Vargas Llosa a veces recuerdan ese
teatro prolijo donde el actor se hinca las uñas, se muerde los labios,
transpira o tiembla: quiero decir que es notable el relieve gestual de
sus personajes, la evidencia de su absorción por sus actos. No es raro
por eso que los personajes de estas novelas apenas asistan a su propia
conciencia, a conflictos que los muestren bajo luces más complejas. Los
conflictos que revelan la ambigüedad radican, en sus momentos más
intensos, en una ambivalencia moral, que impregna de culpabilidad a
544
los personajes, que los hiere en la inocencia o en algún secreto arquetipo
ideal desencantado por la realidad. Y estos problemas se dan siempre
en relación : la imagen del individuo está así dada por la malla de sus
relaciones; es típico por eso que Cuéllar, por ejemplo, no esté solo en
ningún instante de Los cachorros: todo el espesor de su vida privada
y de su conciencia está dado en relación. La inflexible objetividad con
que Vargas Llosa narra sus mundos objetivos o en trance de visible
objetivación me parece que crea también esa inflexible presencia, el
«estar ahí» concreto de los personajes y sus dramas como del propio
lenguaje del autor. Y ésta es una presencia que se quiere tangible,
visible: el lenguaje de Vargas Llosa posee una connotación primor-
dialmente designativa, presentativá, también ese lenguaje es una malla
gestual dentro del lenguaje. La nitidez casi hierática de su lenguaje
tiene que ver con esa percepción inmediata de la realidad de su
propio mundo, con esa voluntad de objetivación: el lenguaje está aquí
presente, se basta a sí mismo, su secreto está en su evidencia.
Del mismo modo que la realidad no es mítica en estas novelas,
sino que se apoya en la leyenda, a mí me parece que la realidad
más que en la ambigüedad se muestra en la inmediata ambivalencia.
En las novelas de Vargas Llosa hay un curioso amalgámiento de
naturalismo y realismo poético, de psicología y de esquematismo, de
espacio tradicional y de tiempo conflictivo; de un mundo, en fin, que
pertenece a la novela latinoamericana tradicional y de otro que perte-
nece a la última novela. N o porque se pueda establecer una separa-
ción entre el mundo de sus obras y su formulación técnica, no porque
esos mundos estén revertidos en formas tensamente actuales; acaso
porque las evidencias de esos mundos parecen postular una crónica
de la realidad inmediata, porque la complejidad de los mismos parece
apoyarse en los mecanismos de la complejidad de sus formulaciones,
en la elaboración formal de la complejidad.
545
en la acción de la novela, porque el autor aquí está escamoteando una
declaración, escondiendo al autor del asesinato o la posibilidad del
accidente. En La casa verde la ambigüedad se basa en los cambios de
nombre de los personajes, nombres que equivalen a distintas acciones
o etapas de sus vidas : Bonifacia es la selvática, el sargento es Lituma,
don Anselmo es el arpista, o sea que esa ambigüedad es un meca-
nismo de la escritura, un ocultamiento del relato que luego se evi-
dencia en el montaje del mismo relato. La complejidad del relato no
es, me parece, una complejidad temática del mundo narrado, sino un
mecanismo formal para entender complejo ese mundo.
Lo que ocurre, pienso, es que de una novela a otra Mario Vargas
Llosa ha ido aplicándose mayormente a las complejidades naturales
de una creación novelesca, a la independencia progresiva de sus obras
como hechos de ficción. Por eso de la inmediatez temática de La
ciudad y los perros a la construcción poética de un mundo narrativo
en La casa verde hay un notable trecho de diferencias. Germán Col-
menares, analizando el fenómeno de la realidad en las novelas de
Vargas Llosa, dice de luí casa verde: «Lo que convierte todas estas
historias en una novela reside en su calidad puramente literaria de no
apoyarse en la realidad, y, sin embargo, imitarla.»
Si prefiero hablar aquí de Los cachorros (2) es porque esta novela
corta o relato largo me parece, de algún modo, una metáfora nuclear en
la obra de Mario Vargas Llosa. En Los cachorros creo que el tratamien-
to de la realidad es íntimamente metafórico, parabólico : la recurrencia
característica de los temas de la educación, la familia, la amistad, en
sus marcos de violencia moral, y aun la recurrencia del contexto juve-
nil, están en esta novela más íntimamente trabados en la escritura,
no porque sean más fluidos o transparentes, sino porque son, justa-
mente, más contradictorios o paradojales, lo que está más cerca de
una visión más compleja de la realidad en la literatura.
La primera paradoja de este libro radica en que el personaje es
y no es un castrado. Es evidente que Pichula Cuéllar ha sido cas-
trado por un perro, pero no es evidente que sea un castrado. Quiero
decir que en la delgadez del relato, en su juego verbal irónico y dócil,
en la conducta de los personajes basada en la otra ironía de los
lugares comunes, la castración de Cuéllar adquiere una curiosa ambi-
valencia, una más irónica normalidad. Ambivalencia que es impo-
sible referir a la realidad (por más que se señale el hecho de que
realmente un muchacho fue castrado por un perro hace muchos años
en Lima), pues un castrado en la realidad supone un drama muchí-
(2) MARIO VARGAS LLOSA: LOS cachorros. Edit. Lumen. Barcelona, 1967.
546
simo más complejo, total, que revierte la realidad en una ambigüedad
nerviosa, tal como se plasma en la poderosa novela Fiesta, de Heming-
way. Yo diría por eso que la castración apenas si es aquí un tema,
me parece más bien una metáfora, una alegoría de la posibilidad de
que alguien sea un castrado, una curiosa desmitificación de esa atroz
posibilidad. Así la castración de Cuéllar no pertenece a un tema de
la realidad, sino que pertenece exclusivamente a la metáfora que es esta
novela, a la realidad verbal en que la anécdota se sostiene. De aquí la
pátina de juego e ironía de este lenguaje, como atemorizado de que
se tome demasiado en serio el accidente de Cuéllar, como si reclamara
que se lo adelgace en la leve secuencia de una verbosidad tierna y juve-
nil. Dije que Vargas Llosa, con este procedimiento, desmitifica el tema.
Y esto tiene que ver también con esa presencia en su narrativa de
tendencias tan diversas, de herencias tan remotas y tan actuales:
parecería que Vargas Llosa es un naturalista que desnaturaliza, un
realista poético que vulgariza, un curioso idealista escéptico y también
un autor tentado del efectismo y la truculencia como cucstionamicnto
oscuro de su misma proclividad realista y crítica.
Truculenta, irrisoria, la historia de Pichula Cuéllar se puede leer
como un comic story tanto por el trazo rápido de sus escenas como
por su también irrisorio y satírico uso de escenarios que son tópicos
comunes de la adolescencia. Esos escenarios tópicos aquí sugieren la
caricatura, el pastiche; a la apócrifa selva de La casa verde corres-
ponde aquí una Lima de vodevil. Para tomar en serio este texto hay
que empezar por no tomarlo en serio.
Llegué a esta nada ortodoxa conclusión analizando un problema
de verosimilitud en Los cachorros. Nada de lo que ocurre en el texto
parece verosímil y, sin embargóles verosímil: a partir de la realidad
parece poco posible una castración con una atmósfera como la que el
libro plantea; y a partir de la realidad del libro, dentro de esa reali-
dad literaria, también parece poco posible una gravitación verosímil
sobre la realidad tangible. Esta gravitación puede ser hallada en la
recurrencia temática, aunque aquí esté adelgazada por la alegoría,
por el hecho de que el texto es una metáfora: une una realidad tan-
gible y otra realidad literaria no en un puente, sino en una zona para-
bólica donde la misma literatura se adelgaza. Esto explica la compo-
sición del texto en base a lugares comunes: los deportes de la niñez,
los domingos y el cine, el aprendizaje del baile, las primeras fiestas
como los primeros cigarrillos o enamoradas o borracheras, etc., todo
ese condüetismo típico de la adolescencia, ella misma como lugar co-
mún. Y también esta composición se basa en una geografía que insis-
tentemente se quiere precisa: el autor pasea a sus personajes por tien-
547
das, cines, colegios, calles, y hasta un prostíbulo, que son otros tantos
lugares comunes de una pequeña Lima mitológica. Con esta recu-
rrencia doble del lugar común el texto adquiere su necesaria tersura
de espacio y tiempo, de verosimilitud literaria y real para su estruc-
tura de crónica oral. Sobre esta base, que en la enumeración crea
también un ritmo, entramos ya fácilmente en la mayor convención del
relato: su largo tiempo vital, la historia empieza cuando Cuéllar en-
tra al tercero de primaria y concluye cuando los amigos tienen ya
casita propia e hijos que, por supuesto, también estudian en el Cham-
pagnat.
548
persona está comprometida de todos modos con el tono de habla
del narrador colectivo. Y esta complicidad verbal sí es un relieve, o
sea que este lenguaje es notablemente distinto al de sus dos novelas.
La segunda frase del texto introduce ya, en el mismo nivel de
recuento inmediato, el diálogo: «Hermano Leoncio, ¿cierto que vie-
ne uno nuevo? ¿Para el «Tercero A», Hermano? Sí, el Hermano Leon-
cio apartaba de un manotón un moño que le cubría la cara, ahora a
callar.» Pero el diálogo no requerirá diferenciarse: forma parte de la
yuxtaposición, del recuento veloz, siendo otro relieve del lenguaje.
Así, a la metáfora del tema sucede una metáfora del lenguaje, o al
revés. La imbricación, tan fluida, de tercera persona (narrador obje-
tivo y a la vez comprometido) y de primera persona del plural (na-
rrador actor y objetivado en el recuento) y el diálogo que actualiza
el relato en el presente, es también una metáfora verbal, una unidad
de dos secuencias de lenguaje para forjar otra. Esto crea una íntima
dialéctica de realidad y fantasía, de veracidad y de parábola, que es
central al tema mismo, que es fundamental para hacer del tema una
realidad literaria original.
Y esta complejidad verbal, a diferencia del parecido tratamiento
fraseológico de algunas secuencias de La casa verde, está aquí mo-
dulada por una norma lingüística oral, conversacional, de modo que
las transposiciones adquieren una dócil sencillez; muy diferente me
parece la atmósfera verbal cerrada de aquellas secuencias de La casa
verde. En esa novela una frase como ésta, elegida al azar: «Ellas se
miran, cuchichean, dan brinquitos, entran a la cabana del frente, y
desde las matas que los ocultan, el Rubio apunta con un dedo al río,
ya bajaron mi sargento, amarraban la canoa, ya subía mi Sargento
y él calzonazos, que viniera y se escondiera, Rubio, que no se dur-
miera», una frase como ésta revela una formulación semejante a la
de Los cachorros, pero la diferencia es notoria en la intención: allí
Vargas Llosa persigue la unificación de situaciones, voces y personajes
a través de la objetivación gestual: los mismos diálogos aparecen so-
focados, convertidos en elementos de la acción; los verbos están ata-
dos a la yuxtaposición del relato a partir de un tiempo pasado, pers-
pectiva verbal que crea ese dinamismo contenido, refrenado, a veces
jadeante. Más libre es, pues, la fórmula verbal de Los cachorros. Y lo
es por esa presencia de la primera persona en el plural, que actualiza
y revela la acción, así como por el profuso empleo de las conjunciones
que enlazan en un ritmo rápido el largo tiempo de la historia. El ritmo
reemplaza aquí al espacio y al tiempo.
La complicidad verbal del autor con los ritmos de la conversación
adolescente se hace visible en el uso abundante de los diminutivos
549
(están prácticamente en todas las páginas del texto) que crean esa
familiaridad festiva del grupo, esa ternura compartida gratuitamente.
También radica en el uso de onomatopeyas, muy libres, que fácil-
mente asociamos al comic story: bauuu, uuuaauuu; guau guau (natu-
ralmente); shhp shhp (helados); pam pam (pistolas); fffuum el pode-
roso Ford), píquiti píquiti juas (el chisguete); bandangán, pst pst, brrr,
chist, etc. Y también en esas reiteraciones calificativas, que son básicas
aquí para asegurar esa melosa melodía del grupo mimado: «traviesos,
lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces«; «el interesante, el torcido,
el resentido«; «se le comprendía, se le perdonaba, se le extrañaba, se
le quería«, reiteraciones que están también en el diálogo, sobre todo
apuntalando el juego de interrogaciones dóciles, afectivas.
Es obvio que esto no quiere ser un análisis lingüístico ni mucho
menos: simplemente quiero sugerir cómo las formas verbales actúan
aquí como significantes de una metáfora verbal más amplia. Así, el
amplio empleo de los diminutivos no sirve solamente para crear inti-
midad y leve ironía, uso evidente al fin y al cabo, sino que va más
allá; leyendo el relato advertimos en un primer plano la fluencia oral
y el tono adolescente; pero conforme el tiempo vital del relato avan-
za, empezamos a advertir que esa verbosidad casi infantil (y hasta casi
feminoide de su contexto burgués, según lo sugiere el uso de «regio»,
exclusivamente femenino en el habla limeña) se va convirtiendo en
un curioso balbuceo: se trata de una contradicción entre la edad de
los personajes y el tono de habla que sigue siendo idéntico, tan an-
drógino o asexuado como en la infancia; me parece que aquí ese
íntimo contraste está postulando una especie de infantilidad perma-
nente: el balbuceo irritante de los personajes hacia el final del texto
los configura ya fuera de la anécdota, los señala como hombres estu-
pidizados por la prolongación de reacciones privativas de la adoles-
cencia. Y en esta configuración los diminutivos tienen su lugar; re-
cordemos el último párrafo del texto :
«Eran hombres hechos y derechos ya y teníamos todos mujer, ca-
rro, hijos que estudiaban en el Champagnat, la Inmaculada o el Santa
María, y se estaban construyendo una casita para el verano en Ancón,
Santa Rosa o las playas del Sur, y comenzábamos a engordar y a
tener canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer,
algunas pequitas, ciertas arruguitas.»
Es a través de esos diminutivos que el autor los caracteriza (y el
lector los juzga), a partir de la norma de un lenguaje establecido por
él mismo texto. Los cachorros es por eso, en el lenguaje y en el tema,
en la unidad del tratamiento, una parábola: la parábola de la inte-
gración social, del tránsito de la adolescencia a la edad adulta y social.
550
Y esta integración, por esos mecanismos, se resuelve en infantilismo,
en inmadurez. Así, ésta es una parábola poética cuya relación con
una realidad tangible, social y concreta, se produce parabólicamente
a través de la verbalización de un mundo a su vez parabólico de la
literatura.
Pero en el centro de esta parábola de la integración (que me parece
comprende a los temas de educación, amistad, traición y moral suge-
ridos también en el texto) hay otra parábola, o el otro lado de la
misma, que corresponde a la no integración: la irrisoria suerte del
personaje central, la marginación ridicula de un castrado por esa
misma sociedad. (No olvidemos que el perro se llama «Judas» con
justicia poética y también con la ironía que hace de Cuéllar un Cristo
traicionado en ese Huerto de los Olivos que es el colegio religioso).
Pichula Cuéllar (que en el texto casi siempre es Pichulita) ha perdido
en el accidente el símbolo social de su integración: condenado a una
marginación de la vida «normal», y mal protegido por el convencio-
nalismo de sus padres y el destino vulgar de sus amigos, Cuéllar se
lanza también a una irrisoria y suicida violencia, se hace sospechoso
de homosexualidad y simplemente perece en la neurótica prolonga-
ción de otro infantilismo; así, a la inmadurez de la integración co-
rresponde también la neurótica inmadurez de la no integración.
Metáfora de realidades evidentes y literarias, parábola de su pro-
pia formulación, Los cachorros es la obra más libre d e ' M a r i o Vargas
Llosa, la más abierta a las posibilidades de cuestionar una lectura
sólo complicada por los montajes. En las excelentes novelas de Vargas
Llosa, la lectura, siendo múltiple, es única: el lector avanza a través
de una suma que es una reconstrucción. En cambio, Los cachorros
forja su propia convención literaria y la exige del lector a través de
esos niveles de metáfora y parábola, de ficción y realidad ficciona-
lizada.
JULIO ORTEGA
Alfonso Ugarte, 1.228-62
LIMA (PERÚ)
551
SURGIMIENTO DE LA CRITICA LITERARIA
EN CUBA
POR
SALVADOR BUENO
552
Balboa a sus posibles lectores—, que bien sé que por mucho que te
lo ruegue no lo has de hacer; ni tampoco te pido que leas lo que fuere
de tu gusto, que sería necedad mía pensar que la rudeza de mi ingenio
lo puede dar a nadie. Lo que te suplico es que no te arrojes luego
a condenar por malo lo que por ventura ignoras: déjalo al tiempo
que haga su oficio, que en el discurso de él quedarás desengañado» (i).
Poca atención podemos prestar a esta primera obra literaria escrita
en Cuba, poema primitivo aunque haga alardes, en ocasiones, de téc-
nicas renacentistas. Aunque muchos de sus versos son prosaicos, des-
pojados de toda inspiración lírica, algunas de sus octavas cobran ani-
mación y brotan aquí y allá algunos versos notables. Aun esas mismas
reflexiones críticas de su autor que hemos subrayado, n o se apartan
de las normas más elementales de la preceptiva literaria predominante
en su época. Alguna faena crítica hacen esos seis vecinos y amigos de
Balboa que adornan con sendos sonetos laudatorios el inicio de su
poema. Crítica de exaltación la de esos versificadores, como la del
alférez Cristóbal de la Coba Machicao, regidor de la villa, quien dice
al autor:
553
En el prólogo a la edición mejicana de la obra de Arrate, publicada
por el Fondo de Cultura Económica en su colección «Biblioteca Ame-
ricana» en 1949, Julio Le Riverend subraya cómo Arrate trata de
demostrar el valor de lo americano frente a ciertos denuestos que en
España se producían.
No nos vamos a detener en los valores históricos de la obra de
Arrate. Fijemos la atención en lo literario, o mejor, en su actitud crí-
tica ante lo literario. Ya Le Riverend, en su prólogo, apunta que Arra-
te ha sido juzgado más favorablemente desde el campo literario que
dentro de su mismo ámbito historiográfico. El padre José Agustín
Caballero y Felipe Poey aquilataron en esta obra sus valores literarios,
superiores a los estrictamente históricos. Pues bien, en sus páginas
podemos encontrar algunos leves conatos de crítica literaria. Casi como
balbuceos, como una leve reacción impresionista, podemos tropezar en
ella con ciertos juicios, ciertas apreciaciones, que, ampliando mucho
el término, podemos denominar crítica literaria.
Lo primero que tenemos que anotar es el frecuente análisis que
realiza el propio Arrate de la obra que está escribiendo. No nos re-
ferimos a la labor histórica, sino a su expresión literaria. Estas notas
de autocrítica comienzan desde las primeras páginas, en la dedicato-
ria al cabildo habanero, como en los párrafos que ofrece «Al que le-
yere». Allí habla de «las groserías de mi pluma» y el «desaliño de mi
estilo», que no son meras expresiones retóricas convencionales, ya que,
según vamos avanzando en la lectura, observamos el continuo examen
que efectúa sobre su estilo. Por ejemplo, cuando escribe alguna frase
demasiado cargada de conceptismo trasplantado, pone con mayor agu-
deza de la que esperamos: «perdónese la impropiedad de la frase, pero
no la malicia del concepto». Además de este dato hay otros que por
imperativos de la brevedad no citamos.
Manejaba aquel regidor de nuestra ciudad de La Habana un gran
número de textos históricos y literarios. A algunos de ellos agrega al
citarlos una leve observación crítica que nunca traspasa los límites
de una somera impresión. Cuando le toca hablar del general Fran-
cisco Díaz Pimienta, nacido en Cuba y que llegó a virrey de Sicilia,
afirma su valor y fortuna, «las que elogia ν ensalza con su delicada
agudeza el ingeniosísimo Lorenzo Gracián». Vemos que el prosaísmo
del siglo xvm no había hecho olvidar a nuestro autor la fama y cele-
bridad que adquiriera el ilustre escritor conceptista.
Otro párrafo no menos interesante es aquel en que Arrate se re-
fiere al origen de las fábula de Anteo, del cual «fabularon los antiguos
que el calor y abrigo de la Tierra, su madre, le daba aliento e infun-
dió espíritu para lidiar con Hércules», y achaca a los poetas, «por muy
554
propia inventiva —dice Arrate— para persuadir cuánto contribuye el
favor materno o lo patrio para esforzar el ánimo a sublimes empresas
y facilitar el logro de grandes cosas».
También trata de explicar Arrate, en las primeras páginas de su
obra, la carencia o inexistencia de obras en los primeros tiempos de
colonización, y atribuye el hecho a la importancia de la empresa con-
quistadora, que impedía la calma y tiempo sereno para empresas de
literatura. Dice Arrate: «Porque el rumor de nuevas conquistas y el
poderoso incentivo de la adquisición de nuevas riquezas llamaba las
atenciones de los pobladores más a obrar que a escribir».
Igualmente señala Arrate la labor de aquellos que primero llevaron
a las crónicas los hechos de las nuevas tierras conquistadas, indicando
entre aquellos que escribieron sobre Cuba a «el maestro de campo don
Francisco Dávila Orejón... (quien) gastó muchas hojas en manifestar
al orbe lo esencial que era su puerto... de suerte que en sus elogios
suenan más a requiebros de un amartelado y tierno amante que como
expresiones de un desinteresado panegirista» (2).
Podríamos seguir espigando algunas citas de estas sencillas impre-
siones literarias de un hombre de nuestro siglo xvni. Piénsese que la
obra de Arrate fue escrita antes de 1763, cuando no había pasado aún
la isla de su condición de simple factoría. Aunque escasos han sido
los frutos de esta investigación en el aspecto crítico de la obra de
Arrate, no deja de tener importancia debido a la escasez de materia-
les que se conservan de esa centuria, con anterioridad, desde luego, al
gobierno de Luis de las Casas.
Y llegamos —con estas fechas— a la aparición de los primeros pe-
riódicos en Cuba. El historiador Pezuela menciona un diario oficial de
avisos, durante el gobierno de Riela, impreso en el taller de imprenta
de Blas de Olivos en 1764. Por otra parte, el erudito José Antonio Es-
coto afirmaba que el primer periódico fue El Pensador, redactado por
el historiador Ignacio José de Urrutia en 1764. Sin embargo, sólo tene-
mos datos concretos de la Gaceta de La Habana. De esa publicación,
aparecida en 1782, se conserva un ejemplar correspondiente al 22 de
noviembre de ese año y un suplemento del número correspondiente
al 15 de noviembre.
Aunque del primer número de la Gaceta de La Habana—apareci-
do el 8 de noviembre de 1782— no se conserva ningún ejemplar, sí
disponemos de una muy curiosa crítica que a dicho número hizo don
Francisco de Miranda, el famoso precursor de la independencia ame-
ricana, hecha durante su estancia en La Habana, cuando era capitán
555
general de la isla Juan M. Cagigal. Ese discurso donde Miranda des-
cribe y comenta críticamente la Gaceta fue publicado por Vicente
Dávila en su Archivo del general Miranda (1930).
El discurso en forma de carta está dirigido al autor (o sea al di-
rector) de la Gaceta; describe el contenido de dicho número, la tarifa
de comestibles, avisos al público sobre la utilidad de las gacetas, ins-
trucciones sobre la pérdida de esclavos «u otras alajas», notas sobre
acontecimientos mundiales, entrada y salida de buques y discursos so-
bre el café. Recoge —dice Miranda— «el sentir de algunos sugetos nada
Zoylos para poder censurar ágenos escritos». Y a continuación afirma :
«Dicen que su obra de vuestra merced es un envoltorio de cosas,
sin principio ni fin, sin método ni orden, pero esta expresión es de-
masiado acre, y yo me contentaré con decir que se hizo con mucha
prisa, y por dar vuestra merced a luz cuanto antes tan interesante
documento, vació las noticias como venían a la memoria, y según las
iban suministrando los colectores, sin atender al paraje que debían
ocupar.»
Miranda recomienda el orden y distribución que debía haber dado
a las diversas materias; además, censura al «autor, sea quien fuere», las
numerosas faltas gramaticales, ya que juzga que «esos retazos de la
historia» (así llama a los periódicos) deben estar bien escritos, deben
ser amenos, eruditos —y concluye—, deben estar escritos «con elegante
estilo» (3).
El director de la Gaceta fue Diego de la Barrera (1746-1802), a quien
José Agustín Caballero llamó «patricio distinguido y erudito». En
1781 había fundado la Guía de Forasteros de la Isla de Cuba, que
Humboldt calificó como «un almanaque estadístico mejor redactado
que los que se escribían en Europa». Diego de la Barrera estuvo vincu-
lado también a la creación del Papel Periódico, que se estima el pri-
mer periódico surgido en Cuba.
La gobernación del país sufrió grandes cambios cuando llegó a la
isla el capitán general Luis de las Casas, quien ocuparía dicho cargo
de 1790 a 1796. Durante su gobierno se crean en Cuba la Sociedad
Patriótica, la Casa de Beneficencia, la primera biblioteca pública, se
derogan impuestos, se decreta el comercio libre, se suprime el mono-
polio de la Casa de Contratación de Sevilla, etc. De acuerdo con To-
más Romay y Barrera, Las Casas funda el Papel Periódico antes de
los cuatro meses de estar en Cuba. El primer número sale a la luz
el 24 de octubre de 1790. Más tarde cambió de nombre a partir de
556
1805: El Aviso de La Habana, Diario de La Habana, etc. Los redac-
tores fueron, primeramente, Las Casas y Barrera, más tarde la Socie-
dad Patriótica nombró una comisión formada por Agustín de Ibarra,
Joaquín Santa Cruz, Antonio Robredo y Tomás Romay.
Esta valiosa colección del Papel Periódico ha sido estudiada por-
menorizadamente por nuestros críticos e historiadores. La crítica de
costumbres en el Papel la estudió Emilio Roig de Leuchsenring ; la
poesía, José "María Chacón y Calvo, en su estudio sobre «Orígenes de
la poesía en Cuba», y la crítica literaria fue examinada por José Anto-
nio Portuondo en un «Cuaderno de Historia, Habanera» dedicado a
dicha publicación.
La crítica literaria en el Papel Periódico no logra elevarse sobre el
común rasero de esa época colonial. N o es, no podía ser, una crítica
objetiva, razonada, sino que con monótona frecuencia resulta excesi-
vamente personalista, chabacana, inclinada a señalar errores gramati-
cales. Más que crítica literaria resulta crítica costumbrista. Según re-
pasamos las marchitas hojas del Papel topamos con cartas de los lec-
tores al redactor o al impresor que censuran notas y sueltos aparecidos
en el periódico. De modo pedante estos corresponsales echan mano a
sus clásicos y citan continuamente a Boileau, a Horacio, a Luzán y a
La Harpe.
En ciertas ocasiones, sin embargo, algún esbozo de crítica permite
interesarnos algo en la lectura de estos trabajos. En 1791 aparece un
comunicado firmado por «El Poltrón», quien refuta unas décimas que
habían sido publicadas en el Papel, y escribe un diálogo donde toma
parte un «mulato de esos que vulgarmente llamamos canónigos» ante-
cedente de los «negritos catedráticos», que censura el uso de los equí-
vocos en las composiciones poéticas y hace referencia a los que se com-
ponían en la época del famoso padre Capacho. «Garavito»—que tal
es el nombre del «negrito canónigo»— muestra su preocupación por
el mal efecto que hacen en el ánimo de los guajiros las relaciones y
romances que cantan al son de la guitarra. Dichas notas inician el
estudio de la poesía folklórica cubana que después intentaron Ramón
de Palma, Carolina Poncet, Fernando Ortiz, José M. Chacón y Calvo
y Samuel Feijoo.
Para ofrecer un cuadro de lo que era la preocupación literaria en
aquella pequeña ciudad colonial, a fines del siglo xvui, podemos entre-
sacar algunos apuntes de un artículo, «Observaciones sobre la imita-
ción del estilo», que revela el deseo de orientar el gusto literario. Dice
el autor de este artículo: «Es difícil ser joven y vivir en La Habana
sin tener deseos de hacer versos... La crítica jamás h a sido más severa
que en el día de hoy; es muy ordinario ver los niños que juzgan y
557
que juzgan bien. Se ha dispensado la juventud del respeto servir que
tributaba a los juicios de la edad madura; esto tal vez sea una falta,
pero es preciso confesar que es una falta feliz. Confesemos ingenua-
mente que la libertad que tenemos para pensar con atrevimiento pue-
de contribuir a extender el número de los buenos críticos, pero tam-
bién debe aumentar el catálogo de los malos poetas» (4).
No menos curiosa es la carta que dirigen al señor redactor tres
jóvenes señoritas que cuentan cómo han fundado una academia, a
imitación de la Limeña, donde se reúnen Aurora, Belisa y Lisarda
(sus seudónimos arcádicos) para comentar y glosar textos literarios y
criticar sermones.
Después de 1793 se restringe la publicación de estos comunicados.
Una comisión de la Sociedad Patriótica ejercía cierta censura e influye
en la preferencia hacia los temas utilitarios, asuntos relacionados con
la agricultura y el comercio, etc. No obstante, citemos simplemente
una réplica del poeta Manuel de Zequeira (1764-1846) (con el anagra-
ma Izmael Raquenue) a una crítica hecha por un tal «Luengo Gimez-
laz» (seguramente otro seudónimo) a unas quintillas suyas. Pero a todo
lo largo del Papel, las características de esta crítica elemental son las
mismas: formalismo, dogmatismo, referencia continua a los clásicos
griegos y latinos, etc. Por eso se diferencia enormemente de esa crí-
tica asenderada, el agudo comentario que en las páginas del Papel
hizo el padre José Agustín Caballero (1762-1835) al Teatro histórico,
de Ignacio José de Urrutia.
Este trabajo de Caballero aparecido en el Papel Periódico fue re-
producido en la Revista de Cuba (1877) y en la Revista Cubana (abril
de 1935). La Revista de Cuba anotaba: «una buena muestra de la só-
lida instrucción, fino gusto literario y gusto festivo del padre Caba-
llero».
El trabajo está formado por dos cartas dirigidas al Papel. Lo que
anotamos en seguida es la minuciosidad con que subraya la falta de
gusto, el estilo pedregoso, los frecuentes errores históricos de Urrutia.
Pero el padre Caballero adopta un tono festivo para criticar dicha
obra. Se burla del título y afirma que éstos «deben ser claros, senci-
llos y naturales», mientras que Urrutia le dio a su obra un título rim-
bombante. Dice el padre Caballero: «¡Qué pesado está el prólogo!»
Después agrega: «la división que hace nuestro autor de toda la obra
es mala y apesta a la más rancia escolástica», y añade más adelante:
«la obra tiene un estilo muy gerundio, por consiguiente, es áspero,
alegórico y endiantrado». Considera el crítico que Urrutia no sabe in-
558
terpretar ni juzgar los hechos, por eso no distingue lo cierto de lo
dudoso. «Dos cosas hemos de considerar en una historia—afirma—:
la claridad del estilo y de los hechos.» Los hechos históricos «deben
ser contextados e interesantes; interesantes para no hacer pesada y
fastidiosa la lectura con la relación de noticias vacías de curiosidad e
instrucción; contextados, para no engañar al lector» (5).
Este trabajo de Caballero se distingue notablemente de los otros
del Papel. Rezuma personalidad, cierto gusto literario, afán de renova-
ción, una actitud crítica ante la cultura predominante en su época.
Con razón puede afirmarse que este ensayo inicia la verdadera crítica
literaria en Cuba.
Ya estamos, pues, en los albores del siglo xrx. Las innovaciones
solamente esbozadas en el gobierno de -Las Casas, las reticencias y las
protestas van a alcanzar un rasgo más definido en la nueva centuria:
el país está pronto a convertirse en nación. En un periódico, El Rega-
ñón de la Havana, un escritor, Buenaventura Pascual Ferrer (1772-1851)
saluda al nuevo siglo. Ferrer, nacido en La Habana, había fundado
este periódico en 1800. En su número inicial habla de cuál ha de ser
el oficio de la crítica en la república de las letras : «Por dicha causa el
crítico que llena las funciones de su ejercicio es el de depositario del
poder y la autoridad del buen gusto. Así, cuando una obra examinada
con las luces e imparcialidad que debe tener un crítico, es reprobada
porque merece serlo, el censor no ejecuta más que la justicia publi-
cando su sentencia contra ella; en cuyo caso debe emplear toda su
severidad en separar para siempre de la carrera del buen gusto a un
escritor que después de haber caído vergonzosamente a los primeros
pasos no se levante de ordinario sino para dar nuevas caídas» (6). «Hay
otras producciones donde los grandes defectos mezclados con excelente
belleza apenas le dejan libertad al censor para decidir; éste debe en-
tonces hacer sus pruebas de equidad, demostrando las faltas de suerte
que no pueden oscurecerse y elogiando las bellezas que contiene para
animar al autor, pues no se debe cubrir de ridiculez a un talento que
merece más indulgencia que rigor.» «La crítica se ha establecido para
contener y reformar los abusos que haya en el buen gusto, pero se
debe usar con mucha circunspección de los medios que conducen a
los hombres que libremente se decidan a la carrera de las ciencias y
de las artes.»
559
CUADERNOS. 224-225.—19
Insiste Ferrer en los merecimientos de la crítica: «Es indispensable
la crítica porque ésta es la antorcha de la ciencia y de las artes, pero
es indispensable también iluminar, no cegar, instruir divirtiendo y no
ejercer el último rigor, sino en la última extremidad. Finalmente, en
cualquier modo de pronunciar que prefiera el crítico, ya sea serio, ya
irónico, ya burlón, no debe perder jamás de vista su primer deber, el
cual consiste en observar justicia en sus decisiones, elegancia en su
estilo y pureza en el lenguaje.» A continuación ofrece las reglas que
han de tener los discursos y poesías que se publiquen en su periódico:
que sean interesantes, que contengan instrucción; que «deleyten» ν
causen gusto a los lectores; que sean cortos, «el periódico es cosa efí-
mera», dice, el estilo debe ser popular, claro, lacónico; las ideas han
de ser nuevas o a lo menos raras; sin incluir extravagancias por bus-
car lo raro y, por último, que todos los discursos sean útiles.
Examinando cada una de las recomendaciones de Ferrer nos pa-
rece escuchar a un dómine prosaico y utilitario, una especie de fray
Gerundio apegado a su brega contra el conceptismo y la escolástica.
Ferrer señala como base fundamental para las letras no sólo la senci-
llez y la sobriedad, sino sobre iodo la utilidad. Cabe afirmar que Bue-
naventura Pascual Ferrer, cuyo periódico fue elogiado por el erudito
chileno José Toribio Medina como el «mejor redactado de todos los
periódicos hispanoamericanos de la colonia», estaba impulsado por el
optimismo propio de la era iluminista. Un artículo suyo aparecido en
el número correspondiente al 6 de enero de 1801 lo deja entrever:
«Señor público: Año nuevo, siglo nuevo, tres papeles cada semana,
la mayor parte de los escritores ramplones ya destruidos y los que han
quedado se hallan en las ansias de la muerte, los delirios políticos
mandados desterrar, los estudios mejorados en parte, las imprentas en
auge, y trabajando sus prensas continuamente, las luces y el buen gus-
to en las letras haciendo progresos y la educación extendiéndose hasta
en los más ínfimos individuos. Tal es el cuadro literario que presenta
la ciudad de la Havana en la conclusión del siglo xvm y tales son
los cimientos sobre que van a edificar su verdadera grandeza y ade-
lantamientos en el xix que principia.»
Un hombre impulsado por estos ideales podía prever años llenos
de felicidad, pero su misma percepción le impedía observar con cui-
dado los factores que la realidad colonial guardaba en su seno, los es-
collos que la producción literaria encontraba en su contorno. Un joven
escritor nacido en Santiago de Cuba, que solamente cuenta con die-
cinueve años, escribe en 1822 ün «Juicio sobre la obra "Pizarro y los
peruanos" del poeta alemán Kotzebue» traducida del inglés por Juan
Alberto Ortega. Este trabajo que durante muchos años se conservó
560
inédito fue escrito por el poeta José María Heredia (1803-1839). En él
ofrece noticias no tan optimistas como las expuestas por Ferrer. Dice
Heredia sobre la importancia de las informaciones que llegan de Eu-
ropa: «Lo mismo sucede con las novedades literarias. Se publica una
obra en cualquier país de Europa. Al punto nuestros periódicos se apre-
suran a copiar los juicios que de ella han hecho los periódicos penin-
sulares, pero aquí puede cualquiera imprimir cuantos desatinos se le
vengan a las mientes, sin temor de que ningún osado critico le saque
los colores a la cara.» «Sí, la crítica —dice Heredia en este trabajo—
todavía no ha extendido su imperio en la Havana literaria, pues la
mayor parte de los escritos que se llaman críticos son más que un
hacinamiento de insultos, desvergüenzas y personalidades que ningún
hombre imparcial y de sano juicio puede leer sin hastío. De aquí pro-
cede sin duda nuestro extraordinario atraso en las buenas letras, por-
que los jóvenes que se han animado a publicar algunos ensayos, cuan-
do deberían encontrar en el público un juez imparcial y recto que los
alentase en su carrera y les mostrase sus defectos para que se corri-
giesen y mejorasen hallan en él un tirano insolente y caprichoso que
los amonesta y exaspera con una granizada de denuestos e injurias
o un adulador necio que los envanece y pierde con los inmoderados
aplausos que les prodiga» (7).
José María Heredia tuvo indudables dotes de crítico. Desde ese
trabajo juvenil hasta los artículos que publicó en El Iris y Miscelánea
tuvo un constante interés y preferencia hacia el ejercicio crítico. Hasta
hace pocos años, Heredia sólo mantenía su nombre y popularidad como
poeta. Pero los estudios realizados por José M. Chacón y Calvo y por
Amado Alonso sobre algunos trabajos de Heredia permiten otorgarle
el título de crítico destacado. Amado Alonso llega a decir que «Here-
dia es el primer crítico de nuestra lengua en el siglo xix hasta la apa-
rición de Menéndez y Pelayo».
Ya a los dieciséis años (1819), Heredia enviaba al Noticioso gene-
ral, de México, un comentario donde rectificaba a un aficionado a las
letras, quien en un soneto laudatorio afirmaba que Racine había sido
autor y actor de teatro. Pero la mayor parte de sus trabajos de crítica
literaria aparecieron en los dos periódicos que fundó más tarde en
México. En El Iris, editado por él en 1826, aparecen estudios sobre
Lord Byron, sobre Campbell, sobre el placer que nos causan las tra-
gedias ; hace alguna crítica teatral y publica traducciones. En Misce-
lánea (1829), también periódico crítico literario, comenta las poesías
561
de Juan Nicasio Gallego, editadas por Domingo del Monte, estudia a
Meléndez Valdés, examina las normas de la rima y el verso suelto.
Además publica allí algunos estudios sobre la literatura francesa, en-
tre ellos uno dedicado a Juan Jacobo Rousseau. Como testimonios de
los estudios humanísticos que hizo en su adolescencia aparecen tra-
bajos sobre la mitología y sobre Tácito. Pocos días antes de morir
aparecía en el Diario de México su último artículo crítico dedicado a
las poesías de José Joaquín Pesado.
Pero el mayor y mejor aporte hecho por Heredia a la crítica lite-
raria lo constituye su «Ensayo sobre la novela», aparecido en marzo,
abril y mayo de 1832, en su periódico Miscelánea. Allí expone sus opi-
niones sobre la novela histórica como género híbrido, sobre la creación
de personajes y sobre los cuadros y ambientes creados por el famoso
autor de novelas históricas, el escocés Walter Scott. No se conocía ín-
tegramente este trabajo. Amado Alonso y Julio Gaillet-Bois publica-
ron en la Revista Cubana (enero de 1941) su estudio «Heredia como
crítico literario», pero allí solamente se referían a la tercera parte del
ensayo de Heredia. Cuando Chacón y Calvo hizo la selección de ar-
tículos heredianos para el tomo Revisiones literarias (Colección «Gran-
des Periodistas Cubanos»), tampoco pudo publicar las dos primeras
partes del ensayo. Solamente en 1949 Chacón dio a conocer el trabajo
completo en las Memorias del Cuarto Congreso de Literatura Ibero-
americana celebrado en La Habana en dicho año. Amado Alonso, en
su Ensayo sobre la novela histórica (Buenos Aires, 1942), había presen-
tado las ideas de Heredia como antecedentes de las de Alejandro Man-
zoni, quien, quince años después que el cubano, desarrolló ideas simi-
lares en su trabajo «De la novela histórica y en general de las compo-
siciones mezcla de historia y de ficción» (1845).
En este Ensayo sobre L· novela presenta Heredia en su primera
parte un resumen de la evolución histórica de la novela desde la an-
tigüedad. «La vida de las naciones—dice—fue al principio heroica y
mitológica.» La epopeya de Homero fue la novela de la antigüedad.
Nació la sociedad política y no pudo aparecer la novela, tal como hoy
la concebimos, en Grecia y en Roma. La pintura de las costumbres
privadas—que es la finalidad de la novela según Heredia—habría pa-
recido pueril en una época en que sólo se conocían costumbres públi-
cas. Los progresos del lujo fueron extinguiendo el ardor patriótico y
se anunció la novela cuando empezaba a desaparecer la vida civil de
las sociedades antiguas. La novela fue el resultado postrero de la civili-
zación. El cristianismo alteró la suerte de la mujer, se desarrolló la
pasión del amor. El estudio moral del hombre fue más difícil e inte-
resante. Ya no había patria ni espíritu nacional ni interés público y
562
la novela verdadera que describe las flaquezas y pasiones humanas
salió naturalmente del seno de la sociedad oprimida.
Tales son las ideas expresadas por Heredia en la primera parte de
su ensayo. Allí expone también su opinión sobre Don Quijote de la
Mancha para observar la inoportunidad de algunos episodios mal zur-
cidos, cierta poca delicadeza de algunos pasajes, además de no pare-
cerle muy noble su objetivo moral. Advierte además Heredia cómo,
al extenderse el influjo de la mujer, hizo nacer la novela amorosa al
estilo de Madame de La Fayette, mientras que, por otra parte, Lesage
reprodujo en una ficción la sociedad entera forjando la novela social
o de costumbres.
La segunda parte, correspondiente al número de abril de 1832, está
compuesta por una revisión de la novela inglesa, como novelística esen-
cialmente consagrada a pintar costumbres íntimas, sobre todo a par-
tir de Richardson en el siglo xvin. Otro aspecto muestra la novela de
Fielding, que n o sigue a Richardson en su buceo de lo íntimo y lo
femenino, sino que se aproxima a Lesage en su interés hacia el cuadro
más amplio de lo social. Según Heredia, la presentación de la trama
amorosa a través d e cartas (técnica utilizada por Richardson) hace la
acción m u y monótona. También efectúa una breve glosa sobre «Wer-
ther» excusando el suicidio del personaje goethiano.
Pero la sección más importante de su trabajo es la tercera, apare-
cida en mayo de 1832. Allí examina la novela histórica: «en vez de
elevar la historia así, la abate, hasta igualarla con la ficción», por lo
que la considera un género falso. Estima que Walter Scott tenía gran
talento para resucitar el pasado, aunque pone en sordina los muchos
elogios que hacían al novelista escocés. Para el crítico cubano, Scott
no sabe inventar figuras, le falta la facultad creadora. Y pregunta:
«La novela es una ficción y toda ficción es mentira. ¿Llamaremos men-
tiras históricas a las obras de Walter Scott? El movimiento, la gracia,
la vida que presta Scott a las escenas—añade Heredia—, la rudeza e
inelegancia de sus narraciones, la rareza del conjunto, sus retratos sin-
gulares, produjeron emociones universales que disimularon sus defec-
tos» (8).
En el ensayo publicado en la Revista Cubana, dicen Alonso y Cai-
llet-Bois que esta expresión, «mentiras históricas», que usa Heredia
para calificar las obras de Scott hubiera complacido a Manzoni. Pero
indudablemente este ensayo herediano de 1832 coloca a nuestro escri-
tor en el plano de un desentrañador de las bases estéticas de la no-
563
vela histórica, género que en aquellos años obtenía todos los aplausos
y era cultivado copiosamente en las más diversas literaturas. De ahí la
trascendencia de este ensayo que penetra agudamente en el núcleo
mismo de la cuestión, es decir, en la oposición fundamental que exis-
te entre la creación novelesca y el género histórico, entre la ficción
narrativa y la verdad a que debe aspirar la historia. No extraña, pues,
que Amado Alonso afirme la singular importancia de Heredia como
crítico literario.
Ya con estas observaciones sobre la labor crítica del famoso autor
de la Oda al Niágara penetramos en un nuevo período histórico-lite-
rario. De 1790 a 1820 los prohombres cubanos se consideran aún «espa-
ñoles de ultramar«, como decía Francisco de Arango y Parreño. Con
esta nueva etapa que se abre en los alrededores de 1820 surgen las pri-
meras conspiraciones, brotan los partidarios decididos de reformas po-
líticas, se comienzan a publicar novelas y cuentos que captan aspectos
relevantes de lo cubano. Aparece en esta nueva época un crítico pro-
fesional que fue, además, animador y orientador del cultivo de las
letras en Cuba. Nos referimos a Domingo Delmonte (1804-1853). Con
él se abre un nuevo capítulo en la evolución histórica de la crítica li-
teraria en Cuba.
SALVADOR B U E N O
Galle 60, 1303, entre 13 y 15
MARIANAO, L A HABANA (CUBA)
564
LOS ESTADOS HISPÁNICOS DE NORTEAMÉRICA EN
RIMA DE CONSONANTE AGUDO
POR
CARLOS M. FERNANDEZ-SHAW
565
boración de determinadas ideas generales sobre ciertos aspectos sus-
ceptibles de tal, las guardará de manera que se pueda echar mano de
ellas en la primera ocasión. Mas esta función generalizadora debe ser
usada con mesura y, en su caso, como prólogo de otra más completa
y profunda al aproximarse y enfrentarse con el tema a cuyo servicio
labora. Lugar común es el peligro de las generalizaciones.
566
FLORIDA. FLOR Y AMOR
567
chetucknee) se hallan extendidas por su geografía. Bautizada por Pon-
ce de León, Florida pronto compartió amorosamente su nombre con
tierras distantes, y por Florida fueron conocidas nórdicas regiones, las
de Canadá incluidas, en los mapas que dieron las primeras noticias
al mundo del descubrimiento de las tierras norteamericanas. En Flo-
rida derramaron su sangre a manos llenas en favor de sus hermanos
indios los conquistadores y misioneros españoles, y éstos, en amor de
caridad, se esforzaron por extender la religión de Cristo, no obstante
muertes, incendios y destrucciones. Amor fue, en definitiva, lo que
llevó a hombres de empresa como Flagler en la costa este, o Plant
en la costa oeste, a construir los ferrocarriles que pusieron al territorio
en comunicación con el resto del país.
Y amor es el que percibe hoy día en todos los rincones de Florida
cualquiera que viaje en transportes de superficie; no se trata preci-
samente de una referencia a los recién casados, que en su luna de
miel eligen al Estado por refugio, ni a cuantas jóvenes parejas o turis-
tas invernales se benefician de las magníficas playas dé la península,
de los recónditos lagos o de los espesos boscajes: es Florida actual-
mente el lugar de reunión de los matrimonios jubilados que, deseosos
de clima templado, sol reconfortante y temperatura uniforme, han co-
menzado a huir de los Estados septentrionales y establecerse progresi-
vamente en nuevos complejos urbanísticos, o en los numerosos remol-
ques, estacionados en conjuntos ad hoc que pueblan, y no bellamente,
la región, y que permiten, por su reducido espacio, al ama de casa no
quebrarse la cabeza con preocupaciones domésticas.
568
Luisiana vuelve uno a encontrarse con los placeres de una buena mesa
—tan poco atendidos por lo común en la Unión—, y se disfruta —apar-
te de con la cocina francesa--con el típico arroz con leche o en forma
de «jambalaya», se paladea el gumbo o sopa de pescado, se gusta todo
tipo de mariscos o se engolosina uno con los «pralinés», delicia local
a base de nueces que se ofrece en todas las esquinas. En punto a
bebidas, el Estado es la cuna de una serie de ellas, únicas en él o di-
fundidas allende fronteras : el «Ramos Gin Fizz» (ginebra, huevos,
azúcar, jugo de limón y de lima, agua de azahar, nata y soda), el «Rof-
fignac» (whisky, Hembarig, granadina y agua de soda) y «Sazerac»
(whisky, licor de raíces amargas y azúcar, servido en copa enjuagada
en ajenjo). N o olvidemos que el «cocktail», extendido hoy día por el
mundo, nació en la farmacia de M. Peychaud de la Calle Real de
N . Orleans número 400: incluso la palabra se deriva de «coquetier» o
huevera utilizada por el inventor para mantener las proporciones de
sus mezclas.
Si el sentido gustativo tiene únicas oportunidades en Luisiana,
aguardan al auditivo también momentos inmejorables. La misma mez-
cla racial de su población depara acentos en las lenguas habladas, no
hallados en otras partes del país: el lingüista se topará con ocasiones
excepcionales, y el sociólogo, y el músico, y cuantos se deleitan con
sonidos armoniosos o distintos. Quien participe en cualquiera de las
fiestas que componen las dilatadas carnestolendas de Nueva Orleans
y, aún más, en el popular «Mardi Gras» (Martes de Carnaval) a lo
largo de la Canal St., o en alguno de los bailes o ceremonias en torno
de la reina y del rey anualmente elegidos, guardará en su oído un re-
cuerdo de algazara, de alegre griterío, de pueblo que se extrovierte
en algo que se ha convertido en consustancial al lugar, desde que en
1830 un grupo de estudiantes aburridos quisieron divertirse antes de
la llegada de la Cuaresma. Y no es el carnaval de la primera metrópoli
la única fiesta de resonancia que en Luisiana se celebra: hay quien
considera a éste el Estado por excelencia de los festivales, pues casi
todas las ciudades o localidades de alguna entidad desarrollan anual-
mente algún acontecimiento bullicioso.
569
(si bien ocurre algo semejante a lo que con el flamenco en España,
que no es en Sevilla, ni en Granada en donde se ve el mejor) y, con
suerte, algún entierro típico; de la ciudad salieron celebridades como
Louis Armstrong y Jelly Roll Morton. Por el río Mississippi bajaron
en su día los barcos de ruedas que formaron también una época; los
aires de «Show Boat» y otras comedias musicales nos trasladan a años
atrás. Igualmente nos queda la canción: «I came from Alabama... I'm
gwyne to Louisiana... Oh! Susanna...» Y cuando levantamos el vuelo,
las canciones, los trompetazos de «jazz» y el griterío del carnaval se
conjuntan en nuestros oídos formando un clamor que, nos da la im-
presión, ayuda al avión a remontarse en los aires.
Calor y «grandor» son los dos términos más adecuados para simbo-
lizar a Texas. En verdad, el primero es marcadamente representativo
del Estado que nos ocupa.
Puede disfrutarse de los ardores del sol estival en los cuatro puntos
cardinales de Texas: hace calor en Houston, y en Galveston, y en la
carretera a San Antonio, y en las inmediaciones de San Saba, y en el
este, y se siente en el «panhandle» (mango de sartén), al norte, granero
del país, parte de la región denominada por los españoles «llano esta-
cado». Menos mal que el aire acondicionado ha alcanzado una popula-
ridad difícilmente igualada en cualquier otro Estado de la Unión y
suele proporcionar temperaturas que se aproximan muy favorablemen-
te a las del Polo en el interior de los edificios, en los autobuses, en los
vehículos particulares o en cualquier espacio limitado por cuatro pa-
redes.
Pero el característico calor de Texas no es sólo el climatológico: es
también el temperamental. El forastero es recibido con calor, calor de
amistad, de corazón abierto, de simpatía. Es el tejano franco de ca-
rácter, amigo de la sinceridad, generoso en el reparto de lo que le es
propio, satisfecho de lo que es y de lo que posee. Su fama de fanfa-
rronería es quizá secuela de su amor por la franqueza y de su innata
oposición—que puede a veces rayar en brusquedad—a cuanto supone
de ausencia de genuinidad o exceso de vacías formas. De todo esto ha-
cen los téjanos un culto, por lo que no han de extrañar los frecuen-
tes saludos matinales o vespertinos, o simplemente con la mano, que
gentes desconocidas entre sí se prodigan al encontrarse en la calle, en
la carretera, o en una escalera. No es, pues, difícil creer la versión más
difundida del origen del nombre del Estado : los españoles entendieron
570
que los indios de la región al pronunciar sonidos que se asemejaban
a «tejas», querían indicarles el nombre de su nación, cuando en rea-
lidad les daban la bienvenida y les calificaban de «amigos»; de aquí
el lema oficial, «friendship» o amistad.
Y junto al calor, es el grandor la otra característica que llama la
atención en Texas. Todo es grande en este Estado, que sólo ha sido
sobrepasado en tamaño, entre sus compañeros de la Unión, por el re-
cientemente incorporado de Alaska. De extensión tres veces superior
a la Gran Bretaña, tiene cerca de 700.000 kilómetros cuadrados y una
costa de 700 kilómetros a lo largo del golfo de México; sus extremos
llegan a distar entre sí más de 1.100 kilómetros. Predominan en Texas
grandes planicies, pero no faltan montañas de 2.000 metros de altura,
como el Big Bend, en el oeste, y lagos, como el Travis o el Texoma,
en el norte y el centro, o espesos bosques en el sector oriental. Siem-
pre que surge el tema de Texas en cualquier punto de los Estados
Unidos, brota el inevitable chiste o comentario irónico sobre el tama-
ño de aquel Estado o el orgullo que se atribuye a sus nativos. Sigue
existiendo en la mentalidad del norteamericano oriental la idea de
Texas como la eterna frontera: el oeste de los ganados, las mujeres
valientes y los hombres prontos para la pelea. Quizá por ello, y para
aprovechar y desviar al mismo tiempo tal idea, la propaganda turís-
tica del Estado juega con las palabras «fron-tier» y «fun-tier» (fun =
diversión), apoyándose en ésta para demostrar los completos atractivos
que su superficie ofrece a los visitantes y a los indígenas.
571
mismas diferencias se volverán a percibir al recorrer la región en au-
tomóvil, alternándose los tonos pardos de los secos terruños con los
verdes varios e intensos de las vegas del río Grande, y las suaves on-
dulaciones de las mesetas con las asperezas de elevadas montañas, pro-
gresivamente desprovistas de vegetación y mejoradas de clima: buena
experiencia son los 90 kilómetros, en gran parte ascendentes, que se-
paran por carretera a Alburquerque de Santa Fe. Las calidades de los
terrenos, en colaboración con los rayos del sol, aportan sorpresas en
este derroche cromático que es Nuevo México, de forma que lo que
al mediodía presenta unas superficies de determinado color, ostenta en
el crepúsculo caracteres de completa novedad: ésta es la explicación
de los nombres de las sierras de Sangre de Cristo (al costado de Santa
Fe) y de Sandía (al norte de Alburquerque), por los colores rojizos que
sus españoles bautizantes—como cualquiera que las divisa hoy—pu-
dieron apreciar en ellas a la caída del sol.
También las casas participan en esta orgía policroma: cuando lle-
garon los españoles encontraron entre los indios un tipo de modesta
edificación, hecha a base de adobes por no disponer de material más
noble; con su gran poder de adaptación, los conquistadores y misio-
neros arrogaron tal tipo de construcción, si bien aportando a ella sus-
tanciales modificaciones que la mejoraron y embellecieron. Para pla-
cer de los sentidos dicho estilo ha podido conservarse, y para elogio
de los responsables está siendo fomentado incluso en las nuevas edifi-
caciones, que, si bien tienen por esqueleto hierro u hormigón armado,
sus carnes muestran las mismas irisaciones rosas, celestes, marrones,
amarillas, turquesas, etc., siempre en tonos sin estridencias.
Y hay abundancia de flores, y los jardines son cuidados con esme-
ro; y hasta el pan de molde—valga la recordación—, que en otras la-
titudes va envuelto en una funda incolora, allí ostenta el rojo, ama-
rillo y morado. Con tan varia presencia de los componentes del espec-
tro, nada tiene de extraño que Nuevo México sea el rincón preferido
de los artistas, el Estado con más residentes de ellos per capita, tantos
son los que eligen sus distintas ciudades (principalmente Santa Fe y
Taos) por sede. Hay calles enteras de la capital dedicadas a galerías
de arte, como la Canyon Road, y el descuidado atuendo de los ému-
los de Picasso y el buen gusto de sus casas y estudios completan la
originalidad del espectáculo ciudadano.
El lentor que en seguida se percibe en Nuevo México es, a mi modo
de ver, la otra característica. La selección de ésta no encierra intención
peyorativa alguna para la región, muy al contrario, ya que en el mun-
do en que vivimos—y mucho más en los Estados Unidos—lo opuesto
a la prisa es algo valioso, como garantía de salud y de defensa contra
572
la muerte fulminante por ataque cardíaco. Nuevo México se aparece
como un oasis en la excitación de la vida americana: pude apreciarlo
ya en el aeropuerto de Alburquerque, a poco de poner pie en aquellas
tierras, en la actitud de las gentes que atienden a los viajeros. Com-
probé la misma escasez de apresuramiento en el camarero que me sir-
vió el almuerzo en Santa Fe, e incluso en la velocidad del ascensor
del hotel que me hospedó; el agua que corre por un precioso ribazo
en la capital me dio la impresión de que tampoco llevaba prisa, como
no la ejercitan los visitantes en la mayoría de las ciudades del Estado,
las que, por su extensión—no digamos las atractivas calles santafeci-
nas— pueden recorrerse en el caballo de San Fernando como el mejor
medio de transporte. Existen en Nuevo México plazas, y en éstas ban-
cos, y lo que es más raro, personas que se sientan en ellos para des-
cansar, charlar y gastar su tiempo; hasta el español que para propio
goce se oye en las esquinas y en los bancos es lento, tranquilo, rumo-
roso. Con estos atractivos, el segundo grupo de inmigrantes volunta-
rios (no forzados por razón de su destino profesional) lo constituyen
cuantos desean cuidar su salud y pueden permitirse el lujo de la pre-
visión: no se trata, pues, de enfermos ni de ancianos (aunque puede
haberlos), sino de gente madura que, poseyendo suficientes medios eco-
nómicos para la subsistencia, elige la vida reposada y feliz ante la
agitada y no tan compensadora de otras latitudes del país.
A R I Z O N A . F E R V O R Y ESTUPOR
573
do desierto que cubre los dos tercios del Estado. Su aspecto general es
rosado y, aun dominado en realidad por la llanura, cuenta con una
serie de elevaciones que en sentido sur-norte atraviesan el centro del
territorio y otorgan a su superficie un ritmo ondulado que quita mo-
notonía a la vista y da la sensación de un gran mar de arena en el
que, por razones geológicas misteriosas, unas olas se han quedado pe-
trificadas antes de romper: Santa Rita, Sicrrita, Rincón, Santa Catali-
na, Santa Rosa, Quijotoa, Cimarrón, Picacho...
El problema del agua ha influido sin duda de manera sobresalien-
te en la configuración del acontecer arizoniano: sólo los españoles,
con su hábito a los climas difíciles y sus enormes dotes de arrojo y
de aguante para las penalidades, pudieron encarar la ardua empresa
de explorar y civilizar este sector del sudoeste, cuyas características
comparten el norte dé México y, especialmente, su afín Estado de So-
nora. Varios ríos recorren la comarca y h a n pasado a la historia por su
primordial intervención en las tareas colonizadoras: Santa Cruz, Gila,
San Carlos, Verde...
Celo ardiente es la segunda acepción de «fervor». El simple recuer-
do de la obra de los misioneros españoles basta para justificar su atri-
bución a Arizona. Si en cualquier parte del mundo, o incluso de los
Estados Unidos, el celo misionero es digno de admiración, en esta
árida región merece particular homenaje dados los obstáculos climá-
ticos y de todo tipo con que tuvieron que enfrentarse los hijos de San
Ignacio y de San Francisco. De gran ardor—en consonancia con el
clima—debían de estar dotados estos misioneros para instalarse en las
tierras más septentrionales de los dominios de España, exponerse a las
dificultades a que la lejanía y las distancias les sometían, y sufrir las
periódicas devastaciones de los feroces apaches que en una noche des-
truían la obra material, y la espiritual, a veces cuya granazón había
costado años en aquistar.
«Estupor» es la otra palabra que cuadra a nuestra actitud ante Ari-
zona. En primer lugar, porque no nos hallábamos conveniente y pre-
viamente preparados sobre sus características; en segundo término,
porque aun habiendo ocurrido tal, la posición humana ante su natu-
raleza no puede ser otra. Dejando aparte su desierto, la configuración
de su territorio y demás aspectos quizá merecedores de nuestra pre-
disposición admirativa, Arizona cuenta con cuatro espectáculos acree-
dores a nuestra más reverente capacidad de estupor: el Gran Cañón
del Colorado, el Desierto Pintado, el Bosque Petrificado y el Cráter del
Meteorito. Aseguran los científicos que éste fue producido hace 50.000
años por un meteorito que, pesando entre un millón y diez millones
de toneladas, abrió un agujero que todavía tiene casi kilómetro y rae-
574
dio de diámetro y 600 metros de profundidad. El Bosque Petrificado
ocupa nada menos que la extensión de 92.000 acres y es hoy monu-
mento nacional. Se compone de troncos de todos los tamaños y en di-
versas posiciones, petrificados con el paso del tiempo; se cree que los
árboles originales no crecieron en el área, vinieron arrastrados por enor-
mes inundaciones y fueron luego sepultados durante siglos por scmi-
tropicales ciénagas. El Desierto Pintado cubre una distancia de 400 ki-
lómetros de tierras desnudas en las que el hierro y otros minerales
ofrecen un formidable arco iris de azules, naranjas, rojos y amarillos
en el marco de un paisaje multiforme.
El Gran Cañón del Colorado constituye el espectáculo natural
más formidable, impresionante y grandioso de cuantos es dado a
los humanos contemplar. El río de aquel nombre es uno de sus pro-
tagonistas, aunque sea divisado apenas al fondo del cañón; la madre
tierra es el otro, que se presenta en el máximo esplendor de formas
agudas, romas, imponentes y diminutas, y con colores de la más com-
pleta paleta. Su longitud de 300 kilómetros, con recorrido tortuoso, su
anchura —en momentos— de catorce kilómetros y su profundidad, que
en su punto máximo alcanza el kilómetro y medio, proporcionan una
fabulosa visión.
575
CÜADERNOS. 224-22S.—20
cha condición montañosa en superlativo favorece la cría ganadera; de
aquí la presencia en sus ámbitos de una lucida representación de pas-
tores vascos. Esta vocación por la asccnsionalidad quizá explique la
instalación dentro de sus contornos de la Academia de las Fuerzas
Aéreas y el puesto de mando de N O R A D o defensa aérea del Conti-
nente Norte. Y como a tal señor, tal honor, a tamaño altor se pre-
cisaban corazones de pareja magnitud, por lo que sólo un hombre
de las calidades de Rivera pudo—a mediados del siglo xvm—perfo-
rar los misterios serranos y conquistar el título de primer europeo
atravesador del complejo roquero.
Si altor simboliza los rasgos naturales más sobresalientes de Colo-
rado, «vigor» parece el más adecuado para caracterizar los de los seres
que en su superficie viven. Porque suponen fuerza intelectual las
investigaciones atmosféricas y atómicas que se desarrollan cerca de
Boulder, y reforzada tensión la permanente alerta de N O R A D ; ne-
cesitaron excepcional vigor los Padres Escalante y Domínguez en
sus correrías exploratorias, lo mismo que Juan Bautista de Anza para
derrotar al temible «Cuerno Verde»; ejemplo de legendarias energías
fue el pueblo Comanche, y avanzada civilizadora representaron los
indios Cesteros, establecidos en el siglo tercero de nuestra era en
Mesa Verde; eficacia en la acción—segunda acepción de vigor—ne-
cesitó la creación «ex novo» por las autoridades españolas de un po-
blado a la manera occidental con indios salvajes como exclusivos
habitantes; y pueden presumir de expresión enérgica—otra acepción—
las estupendas obras artísticas de los santeros locales que vertieron
su inspiración y su piedad en «santos» y «bultos»; hay que reconocer
un formidable vigor religioso en los Penitentes, miembros de las dis-
tintas Moradas, quienes, a través de los años, consiguieron conservar
L;s tradiciones de sus mayores, aun a costa del peligro de desviaciones
heterodoxas; y vigor físico sublimado en valor y en heroísmo lo pa-
tentizaron hijos del Estado en el pasado conflicto guerrero mundial;
excepcional hispano vigor, por último, siembran cada día cuantos
—como sus hermanos de Nuevo México—descendientes de los con-
quistadores pueblan el sector meridional, practicando sus costumbres,
conservando su fe y hablando el idioma de Cervantes que, incluso,
radiofónicamente esparcen por los cuatro vientos.
576
Porque hay odoríferas flores en los centros de las numerosas autopis-
tas para romper la monotonía del asfalto, y los naranjos invaden con
el perfume de sus azahares los sectores al sur de Los Angeles y el
Valle de San Joaquín; el monte bajo nos obsequia con sus esencias
básicas, y los «campus» universitarios, como el de Stanford, nos rega-
lan con las penetrantes emanaciones de sus eucaliptos y magnolios.
«Olor» a serranía y olor a mar salada serán fáciles de captar en los
numerosos complejos montañosos y en las incontables playas; y en
los puertos, el inconfundible tufillo que el comercio marino y la pre-
paración gastronómica de pescados produce.
Mas no sólo hay olor en el terreno material, dado que California
nació a la vida de la mano de los seráficos hijos del Santo de Asís:
se respira -también olor de santidad. N o en balde las veintiún Misio-
nes vertebran la geografía regional y las campanas de «El Camino
Real» evocan los afanes apostólicos de fray Junípero, el fundador, y de
sus hermanos en religión. Hablar de California supone la automática
asociación con la idea de los establecimientos franciscanos y con su
entrada en la civilización de la mano de la Cruz. Pero como Cali-
fornia es grande y tiene espacio para todo género de contrastes, tam-
bién en sus contornos hay olor de pecado : Hollywood se ha conver-
tido en sinónimo y símbolo de un ambiente y de unas normas de
vida en escasa relación con los tradicionales principios de la Moral;
sus playas han sido testigo de las primeras exhibiciones de los trajes
de baño «topless»; las más extrañas sectas, predicando credos con
frecuencia inmorales, han conseguido cobijo y adeptos como en nin-
guna otra parte; San Francisco ha sido durante mucho tiempo, como
Chicago, dominio privilegiado del hampa criminal, ciudad en la que
se «huele» todavía —más bien en los inevitables relatos locales— el
denso h u m o que se formó cuando el famoso incendio, obra del terre-
moto de 1906.
Otro sentido corporal del hombre trabaja activamente en Califor-
nia, el oído, tales son las sensaciones acústicas que por doquier se per-
ciben y que se condensan y armonizan en un denso «rumor». La ama-
necida en California extraña a quien proceda de otro sector no oc-
cidental del país: u n desordenado guirigay de voces y ruidos calleje-
ros saludan al turista desprevenido, el cual completará su cuadro
cuando, fuera de su alojamiento, compruebe la extraordinaria anima-
ción callejera, por ejemplo, de San Francisco, con gentes que hablan
fuerte y gritan, con tranvías que chirrían, con automóviles que suenan
sus bocinas. El ruido será complementado con los estampidos de los
aviones a chorro, de los que tantos se fabrican en su territorio y en
gran medida abundan en sus numerosas bases, y con el más reposante
577
tañer de las campanas de las iglesias de todas las denominaciones y
sobre todo de las católicas, que se asocian al júbilo que quedó instau-
rado en California con la vibración de los badajos misionales. Rumor
de truenos, rumor de borrascas, rumor de temblores geológicos, son
sensaciones que no faltan a los habitantes del más progresivo de los
Estados de la Unión.
CARLOS M. FERNÁNDEZ-SHAW
Embajada de España
ROMA
578
LITERATURA Y SOCIEDAD EN HISPANOAMÉRICA*
POR
579
Lo que en esta concepción del estilo y de la creación literarias llama
la atención es menos el hecho de que ella postula para la novela una ac-
titud fundamental lírica y de sustancia romanticoide, sino sobre todo
la decisión con la que Barrios excluye de su poética toda actividad
de la razón: éxtasis, inspiración, embriaguez en vez de producción
consciente de una ficción o fantasía; enajenación mística en vez de
libertad; contemplación, es decir, quietud, en vez de movimiento de
la imaginación. Si se traducen estos conceptos a fenómenos concretos
de la moderna historia literaria hispanoamericana podrá entonces com-
probarse que Barrios habla representativamente para una generación
que se caracteriza por el rudo rechazo de la estética modernista de
Rubén Darío. Su consigna la expresó Enrique González Martínez en
el famoso verso de 1910: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso
plumaje», treinta años antes de la formulación teórica dada por Ba-
rrios. El cisne fue para Rubén Darío el símbolo del Eros, de la aristo-
cracia espiritual, de la torre de marfil, del arte refinado; para sus tá-
citos enemigos, en cambio, se convirtió en el concepto sumo de la des-
humanización, de la artificialidad vacía de su mundo, poblado de se-
res de la fábula y de míticas figuras.
Esta contraposición histórico-literaria y poético-teórica, brevemente
insinuada, significa sin embargo más de lo que permite supoher de
acuerdo con sus interpretaciones habituales. Pues en la reacción contra
el modernismo no se trataba solamente de una disputa de escuelas
literarias que, según el conocido modelo de las generaciones, intentan
afirmarse en permanente discusión. Más bien se trató de la acepta-
ción o del rechazo, en Hispanoamérica, de la naciente y entonces tí-
mida modernidad. Pese a que la «torre de marfil» fue aparentemente
ciega para la historia, «el modernismo es —en opinión de Federico de
Onís—la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del es-
píritu, que inicia hacia 1885 la disolución del siglo xix y que se ha-
bía de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gra-
dualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los
caracteres, por tanto, de un hondo cambio histórico, cuyo proceso con-
tinúa hoy» (3). No se requiere una detallada interpretación de la sim-
bología modernista para tomar conciencia de que en ella subyace un
fenómeno social. La torre de marfil como «espléndido aislamiento» del
poeta es la imagen del individuo que, con conciencia de sí mismo, se
separa de la sociedad. El cisne como Eros significa la satisfacción te-
rrenal de este individuo, la felicidad como sustancia y finalidad de las
relaciones sociales. El culto a la forma literaria, el manejo soberano
580
y artístico del lenguaje, la actualización simultánea de mundos pasa-
dos o mitológicos y de futuros inventados permiten leer entre las lí-
neas de estos postulados y de su praxis poética el principio de que el
arte es, como actividad espiritual y según su esencia, trabajo y juego,
producción estética de la fantasía y de la razón. Individualismo, prin-
cipio del trabajo y hedonismo son notas características generales de
una forma de sociedad que, históricamente, suele designarse como «so-
ciedad burguesa». Su formación es el resultado de un largo proceso
de transformación que se inicia con la independencia, se hace patente
internamente de manera política en las guerras civiles decimonónicas,
y tras la máscara de una primera, engañosa estabilidad se acelera sub-
terráneamente por la dependencia económica de Inglaterra y Estados
Unidos, bajo la cual cae Hispanoamérica a finales del siglo pasado.
Entonces comienza a desarmarse el fijo armazón de clases de la época
colonial; el abandono de los campos y la progresiva urbanización des-
plazan la composición de las altas y medias clases sociales; los siervos
se convierten en proletarios, y parece que en tempo urgente y de acoso.
Hispanoamérica tiende a pasar al mismo tiempo por todas las épocas
que siguió, desde la Reforma, la historia en Europa. De la concentra-
ción veloz de estos y otros acontecimientos y sucesos concomitantes
surge, en un «salto cualitativo» —para usar una expresión hegeliana—
la «sociedad burguesa» hispanoamericana. Ella y la peculiaridad de
su tardío proceso de nacimiento causan una modificación en la expe-
riencia del mundo inmediato en los hispanoamericanos, que podría
designarse como choque. El «épater le bourgeois», que constituye una
provocante manifestación de la torre de marfil, y la simbología mo-
dernista son en la expresión poética y literaria la correspondencia de
este «choque» de la experiencia social (4).
581
Si, además, se observa ligeramente el desarrollo de los géneros y
de las formas de la literatura hispanoamericana desde el modernismo,
se podrá observar también un desplazamiento de los acentos tanto
dentro del sistema de los géneros como dentro de los géneros indivi-
duales. Después de su breve, pero hermoso florecimiento entona la
lírica su canto de cisne. La renovación revolucionaria de la métrica
por Rubén Darío rompe su marco en Pablo Neruda y César Vallejo,
en sus obras tardías se acerca ya a la prosa, y en fin, después de este
medio siglo se convierte en el argentino Alberto Girri o en Enrique
Molina, en la comunicación sobria de imágenes o de abstracciones
imaginativas. La lírica sigue por el camino de su autoabsorción. Este
camino confirma en general la idea de Hegel sobre el fin del arte, al
que «sobrepasan el pensamiento y la reflexión» y que convertido por
eso «en algo pasado para nosotros» ha entrado en «el estado mundial
de la prosa». Los «actuales estados prosaicos», la «realidad ordenada
ya en prosa» son, según Hegel, los presupuestos de la génesis de la
novela (5). La modificación de la experiencia inmediata social, el es-
tado mundial de la prosa, que implican una ampliación y nueva ver-
tebración de la experiencia del mundo, hacen posible que los escasos
y precarios ensayos de novela en el siglo xix hispanoamericano (Ma-
romanesque, París, 1961). Sin embargo, Goldmann no pasa de una más fina re-
elaboración del esquema super e infraestructura, y en última instancia repite
este esquema que Lukács ha dejado atrás, ante todo en su Eigenart des Aesthe-
tischen, Neuwied & Berlin, dos tomos, 1963. Recientemente, el discípulo de Louis
Althusser, PIERRE MACHEREY: Pour une théorie de la production littéraire, París,
1966, ha hecho el ensayo de profundizar el punto de partida de Benjamin ex-
puesto en el escrito sobre Das Kunstwerk..., arriba citado (ed. francesa, 1936
Y T959)> s ' n citarlo, considerando la obra de arte literaria como una obra que se
encuentra dentro de las relaciones de producción. Este ensayo, hecho bajo la
inspiración de un estructuralismo-marxismo, fue expuesto en todas sus conse-
cuencias por Benjamin (sin estructuralismo-marxismo, evidentemente) en su tra-
bajo «Der Autor als Produzent» (París, 1934), recogido ahora en Versuche über
Brecht, Frankfurt/M., 1966. La ceguera para el arte y la historia propia del
estructuralismo le impide a Macherey el adecuado acceso a la problemática de
la sociología de la literatura, del arte como obra y del artista o escritor como
«ouvrier» de sus «textos». Su ensayo concluye en el desplazamiento de la es-
tilística tradicional despotenciada hacia el mundo del trabajo.
(5) HEGEL: Vorlesungen über Aesthetik, ed. Bassenge (Berlin, 1955), en es-
pecial, pp. 58 y 9S3. Esta idea del «fin del arte» nada tiene que ver con su su-
perficial interpretación por Ernst Fischer, en sus artículos sobre estética (Kunst
und Koexistenz, Die Notwendigkeit der Kunst), quien lo confunde con el «fin
del período artístico». El concepto del «fin del arte» es objeto de permanente
discusión, por ejemplo, WALTER BRÖCKER: Auseinandersetzungen mit Hegel (Frank-
furt/M., 1965), quien le niega el sentido dado por Löwith y habitual en la
teoría e historia estética. Sin entrar a una elucidación sobre las opiniones de uno
y otro, cabe decir que, cualquiera que sea la interpretación del sentido estético
o teológico de la cuestión, la historia de la poesía y de la literatura europeas
confirma realmente esta noción hegeliana. Véase, además, Lukács, Theorie des
romans (ed. cit.), p. 34 y ss. Y sobre la nueva realidad «los estados actuales» en
relación con la novela, la fundamental exposición de HUGO FRIEDRICH en Drei
Klassiker des französischen Romans (Frankfurt/M., 2.a ed., 1950), I cap., espe-
cialmente pp. 14 y 166 y ss.
582
ría, de Jorge Isaacs; Cumandá, de Juan León Mera, por sólo citar
ejemplos representativos), suscitados y determinados formalmente por
Marmontel, Chateaubriand y Saint-Pierre, sean asumidos y superados,
y que el género adquiera una forma novelesca más autónoma y más
claramente definida. En la medida en que la lírica va perdiendo su
fuerza como expresión de la «poesía del corazón» (Hegel) y del estado
de beatitud, va surgiendo la prosa en la forma de la novela, de la
«moderna epopeya burguesa», y del ensayo, del «pensamiento y de la
reflexión». No es necesario poner de relieve el que los géneros no
tienen entre sí límites agudos e insuperables. Más bien son ellos pro-
cedimientos poéticos, de los cuales el desarrollo posterior ha construi-
do mediante nuevos encuadres y combinaciones una «logique et mé-
chanique des effets» (Valéry), que se encuentra por su naturaleza en
permanente movimiento, y que sirve de presupuesto teórico a la es-
tructura de una novela como Rajuela (1963), de Julio Cortázar, o de
los textos poéticos de Historia antigua (1964), del cubano Roberto
Fernández Retamar.
El recurso a una concepción sobre la poesía que históricamente se
encuentra antes de la poética modernista, el retroceso, pues, a una
poética anterior, podría despertar la impresión de que dicho recurso
significa como reacción el ensayo de detener y de reprimir el ya cum-
plido nacimiento de la modernidad en Hispanoamérica. La historia
política y social de la época podría dar suficiente material probatorio
del hecho de que al rechazo poético-teórico del modernismo corres-
ponde una corriente restaurativa, que pudo imponerse sin limitación
alguna en Hispanoamérica hacia mediados de este siglo contra los
efectos de la revolución mexicana de 1910, de la agitación política de
grupos progresistas, de la Reforma Universitaria de Córdoba de 1917,
de una mediocre, pero eficaz estabilidad y florecimiento económicos
y de la decidida crítica social de los intelectuales. En cierto sentido, la
impresión es justificada. Pero el rasgo restaurativo que caracteriza la
política y la sociedad de esta época, engaña. No significa, en realidad,
ningún retroceso, por lo tanto ninguna restauración. Es, más justa-
mente, el desenvolvimiento de un núcleo y de una semilla, sembrados
dialécticamente en la nueva sociedad burguesa y en su corresponden-
cia literaria, a saber: el modernismo. Este rasgo de apariencia res-
taurativa no delata nostalgia de algo pasado, sino menester desesperado
de quietud. Sin embargo, a esto parece contradecir el hecho de que la
novela y la lírica del primer cuarto de siglo tienen por objeto temas,
figuras y paisajes que son todo lo contrario de la expresión de un
menester tal. La novela de la revolución mexicana, las obras de
Rómulo Gallegos y de José Eustasio Rivera, la lírica de César Vallejo
583
y de León de Greiff, la literatura de vanguardia, la social-critica, la
de los comprometidos con una política radical—de nostálgico recuer-
da— que siguen a la primera generación antimodernista, son en su
totalidad una voz clamante e indignada de provocación y protesta.
Sólo que esta variada escala, estética y literariamente contradictoria,
de la protesta y del desafío muestra en su inconciliable contradicción
cómo experimenta ahora la sociedad hispanoamericana su mundo en
disolución y en derrumbamiento.
Como «asimultaneidad» de las épocas amontonadas en esa sociedad
o, también, como la simultaneidad de un pasado casi intacto, de un
presente incierto y de un futuro indeciso, es decir, como la convi-
vencia explosiva de épocas que no corresponden simultánea, sino su-
cesivamente, y en la cual todos los conceptos pierden su perfil y no
parece quedar otro apoyo que el de lo alógico de la vanguardia, la
visión intuitiva de una huida en algún más allá, o la excitada queja.
Parecerá paradójico comprobar que una gran parte de la novela de
protesta social, que exige la emancipación de los indios, y la justicia
social, que pinta con tan exactas pinceladas la corrupción de los po-
derosos, la desesperanza de los oprimidos y el paisaje espiritual del
creciente nihilismo, no ha tomado conciencia de que sus postulados
y sus acusaciones desembocan en una única exigencia: la extensión
de la sociedad burguesa, para que no sólo algunos, sino todos los es-
tratos de la población puedan gozar de sus dudosas ventajas.
Más claramente quizá que en los complejos fenómenos de la «asi-
multaneidad« puede leerse en esta paradoja de la novela de protesta
el rasgo predominante de la época: el de la estabilización de la bur-
guesía, que por su parte tiene su correspondencia en la constitución
de la novela como el género preciso de su autoexposición y compren-
sión. El paralelismo de estos procesos y su multívoco sentido pueden
ilustrarse en el ejemplo de estas novelas: Gran Señor y Rajadíablos
(1948), de Eduardo Barrios, y Al filo del agua (1947), de Agustín
Yáñez.
José Pedro Valverde, el héroe de la amplia novela de Barrios, mue-
re a los ochenta años a consecuencia de unas heridas sufridas en un
combate con la policía. Valverde no había podido superar el disgusto
causado por la exigencia del gobierno de recaudar el impuesto de
alcoholes con ayuda de la policía si fuese necesario. El día en que el
funcionario fiscal se presenta en la hacienda, Valverde lo recibe con
fuego graneado para convencer por ese medio al gobierno de que en
éste su «pedazo de Chile» reina solamente su derecho. Esta convicción
es el resultado de la educación que José Pedro Valverde gozó bajo el
cuidado de su tío, el presbítero José María Valverde. La educación
584
fue patriarcal y rigurosa, y lo obligaba tácitamente a cumplir las ta-
rcas de la ruda vida campesina de manera mejor que cualquier cam-
pesino de la hacienda. Ni su padre, ni el tío presbítero habían pen-
sado en hacer de José Pedro Valverde un servidor de Dios, y cuando
de niño lo enviaron al seminario de la capital, sólo querían ellos que
el muchacho completara allí con latín, sólida fe y sociabilidad la edu-
cación inicial que le habían dado en el campo los caballos, las mon-
tañas y los modelos familiares de sus antepasados. Tras breve tempo-
rada en la piadosa institución vuelve José Pedro a la hacienda. El
hermoso mocetón, vestido con lujoso traje regional, cercano ya a la
edad viril, «irradiando de sus ojos un extraño y dulce magnetismo»,
toma posesión, como un príncipe heredero, de la gente y de la tierra
de su ctpedazo de Chile». Codiciado por las mujeres, admirado por los
hombres, respetado por los campesinos, sabe este carismático nuevo
señor que el mundo le pertenece. ¿Qué ha de impedirle ahora el sa-
tisfacer sus deseos sin consideración alguna? A la muerte de su tío,
reina José Pedro solo en la hacienda. De aquí en adelante su vida
puede contarse en rápidos rasgos. Valverde ingresa al partido conser-
vador, es cofundador de la Asociación Nacional de Agricultores, par-
ticipa en la guerra de Chile contra Perú, pero no en el combate, sino
como proveedor de caballos para el ejército. Después del episodio de
la guerra, José Pedro contrae matrimonio con la hermana de su pri-
mera, tempranamente difunta esposa. De ella tiene dos hijas. Alguna
vez lee en su libro de colegio algo de Virgilio o de Horacio o discute
acaloradamente con algún librepensador de la «canalla democrática»
que no cree en la autoridad, ni en el orden, ni en la providencia. Pues-
to que las hijas, acompañadas de la madre, deben ir al habitual cole-
gio de monjas en la capital, vuelve José Pedro a su soledad. Alterna
las visitas a su familia en la capital con las visitas a los burdeles en
el pueblo cercano a la hacienda, riñe allí, se da de golpes con algún
picaro, seduce a la esposa de μη vecino y a una matrona ya entrada
en el otoño, y cuando lo sobrecogen el aburrimiento y el remordimien-
to, vuelve a leer su Virgilio, su Horacio, o medita. Las hijas se casan
con diplomáticos, que viajan, naturalmente, a Europa; José Pedro
se alegra por sus nietos, y su mujer lo acompaña fiel hasta su último
instante, tierna, celosa, amargamente. Porque el gozo de ella era la
amargura del remordimiento, los celos y la angustia.
No muy distinto de este modelo fue la biografía de aquellos hom-
bres que, como lo creen ellos mismos, construyeron los países hispano-
americanos después de las guerras de la independencia. Como José
Pedro Valverde todos ellos sabían cómo se los llamaba: «Tirano de
horca y cuchillo.» Pero como él, encontraron siempre la misma jus-
585
tificación: «¿Cómo habría creado en estas peonadas, con tendencias
al pillaje todas, hábitos de trabajo y honradez?»
Notable en esta novela de Barrios no es, como lo ha observado la
crítica casi unánimemente (6), que en ella se dibuja el retrato de un
representante típico de las oligarquías latinoamericanas, sino ante todo
que en la novela de Barrios encuentra su expresión una experiencia
colectiva de la sociedad hispanoamericana de los años cuarenta. La
novela muestra dos claros estratos de lenguaje. El primero, en el que
se mueven el narrador y los señores, se caracteriza por la corrección
gramatical, por el léxico selecto, casi exquisito, por el ritmo de la
prosa que a veces llega a ser métrico, por la pureza académica del
casticismo. En cambio, el otro, que abarca el lenguaje de los campe-
sinos, de los bandidos, de los siervos, y de la clase media ascendente,
sin diferenciación alguna, se caracteriza, ya en la reproducción foné-
tica, por la incorrección gramatical, los americanismos, vulgarismos,
jerga profesional y un ritmo de la prosa abrupto. La confluencia de
estos dos estratos de lenguaje y sociales podría admitir la conclusión
de que por lo menos en un aspecto lingüístico la novela cabe íntegra-
mente dentro del realismo. Sin embargo, el lenguaje de los señores
no es un lenguaje que coincide con la realidad. Es un lenguaje que
más bien pertenece a una época muy anterior a la de aquello que se
narra, y aun los títulos de los capítulos recuerdan la novela picaresca
española del siglo xvii—si Valverde fuera de hecho un picaro, y no el
gran señor gamberro.
Al desplazamiento de los estratos históricos del lenguaje corres-
ponde un desplazamiento de los perfiles en la figura del héroe. Sus
gestos de supuesto gran señorío son en realidad expresiones disfraza-
das de los deseos e ideales propios de la pequeña burguesía en as-
censo. Esta equipara individuo y personalidad, nivela la personalidad
a la altura de una virilidad agresiva y una especie de erotismo, que
no se entiende como libertad en la satisfacción amorosa, sino como
satisfacción sexual avergonzada. Quien golpea y viola es un hombre
carismático. El entrecruzamiento de los rasgos del héroe en su re-
trato resume en la deformada imagen que de allí resulta, la experien-
cia colectiva de la «asimultaneidad», de la coexistencia contradicto-
ria de épocas que no pertenecen a un determinado momento, del amon-
tonamiento de tempos de naturaleza sucesiva en un nudo sin solu-
ción. De la excitación sórdida que provoca esta experiencia nace la
nostalgia de la pequeña burguesía latinoamericana por el hombre fuer-
586
te, de quien se espera que concilie el destrozo social y espiritual me-
diante la contradictoria figura de una democracia de pequeños tira-
nos. La estabilización de la sociedad burguesa en Hispanoamérica con-
cluye en el pedido de un estado totalitario. El proceso social e histó-
rico-literario que conduce a este resultado, se cumplió ya en Europa
durante los siglos xix y xx, pero en Hispanoamérica ha pasado por
un lapso más denso y menor de uno a dos decenios. Esta desmesu-
rada y acosada brevedad condiciona y determina el desarrollo de la
novela en Hispanoamérica: al mismo tiempo en que ella se consti-
tuye como novela burguesa en Barrios y en sus compañeros de gene-
ración, muestra ya las quebraduras de su pronto derrumbamiento.
Las nuevas formas, que surgen de este desplome, lanzan una pe-
netrante luz sobre las experiencias que, en tempo aún más denso y bre-
ve, y en mayor amplitud y profundidad, hace ahora la sociedad de
Hispanoamérica.
La novela Al filo del agua, de Agustín Yáñez, apareció en 1947, un
año antes que la de Barrios. Yáñez (1904), veinte años más joven que
Barrios (1884-1963), narra en ella la historia de un pueblo mexicano
en la víspera de la revolución de 1910. Menos que los acontecimientos
externos, a Yáñez le importa sobre todo la descripción de la atmós-
fera apestada, de la historia invisible de un pueblo que habitan almas
atormentadas y acosadas por conflictos religiosos y que vive como si
se mantuviese bajo una campana de aire. Pero Yáñez no pinta, como
Barrios, sino que procede de forma impresionista. El lenguaje, como
golpeando en frases nominales, parece ir a caza de la imagen. Figu-
ras retóricas de repetición y enumeración caótica enmarcan los monó-
logos interiores, los soliloquios, los diálogos imaginados de estas almas
asediadas. Imágenes sin aparente conexión cambian de capítulo en ca-
pítulo, no forman una fluida continuidad, sino un estatismo destroza-
do, la red fatigante del ahogo. El tránsito súbito de espacios y tiem-
pos a otros espacios y tiempos en la imaginación rompe el marco de
la forma tradicional de la novela, y Yáñez mismo ha declarado que
la intensidad de estos conflictos sólo encuentra su expresión adecuada
en el lenguaje de la secuencia de Joyce. Los destinos monádicos tienen
únicamente un punto de referencia que los sostiene y los mantiene
en aparente unión: el confesonario. La vida en el pueblo en un Vier-
nes Santo interminable, que no promete resurrección. Específico de
cada existencia singular en el pueblo es sólo el motivo de su arrepen-
timiento, de su angustia, de sus dudas, pero su substancia es la misma,
y los nombres de los desesperados son los símbolos de una incesante
frustración. Cada pensamiento, cada gesto encierran el peligro de tras-
pasar los límites del pecado mortal. Merceditas, como todas las don-
587
celias del lugar, consagrada a la Virgen María, dice de la inocente de-
claración amorosa de su enamorado que es locura y conjuración del
demonio, y arrepentida y acusándose a sí misma pregunta por qué un
hombre se atreve a escribirla y a mirarla, si ella no ha dado motivo
para tal acto. El párroco no ha entrado nunca en una casa, solo, que
albergue mujeres. Luis Gonzaga, el seminarista, organiza su tiempo
de vacaciones de tal manera que no le queda tiempo de mirar siquiera
a una mujer. Durante una semana, los hombres del pueblo se reco-
gen a hacer los ejercicios espirituales. Desde la mañana hasta la noche
escuchan los sermones y las pláticas sobre el pecado, el juicio final, el
infierno, pero por la noche se ven en sus sueños, encadenados y en una
procesión de ataúdes. Pero esta imagen tenebrosa es ya el signo del
desastre. Victoria, joven viuda de una capital provinciana, se domici-
lia en el pueblo. La llaman la extranjera. Victoria intranquiliza y
confunde las conciencias- de todos. Como ama la música, convence al
adolescente campanero para que estudie en el conservatorio d e la ca-
pital. El párroco aprieta las tenazas del ascetismo con mayor dureza.
Luis, el seminarista, se vuelve loco; hay un parricidio; Damián apu-
ñala a su novia; todos evitan la presión del cuidado sacerdotal. Las
tropas de la revolución pasan por el pueblo. María las sigue en un
acto de liberadora rebeldía. Los que quedan conjeturan: «Ya toda la
tropa habrá pasado por ella.» Y los niños, inocentes, transmiten el ru-
mor: «Que la sobrina del señor cura se fue con muchos hombres.» El
párroco sucumbe ante los acontecimientos. En su última misa, el ruido
de su feligresía en la iglesia le llega «como si lo esperasen mil ávidas
fauces que prolongarían el martirio, como el rumor de la multitud
pagana en el circo.» El pueblo se desmorona.
En la novela de Barrios la ciudad aparece sobre un fondo lejano y
casi irreal. Lo nuevo opera inquietantemente sobre los hombres que la
visitan, pero la vida diaria en el campo recubre las impresiones y
pronto se convierte el recuerdo del visitante en simple episodio. La
visita a la ciudad deja sentimientos de curiosidad, algo de melancolía
y una deprimente inseguridad. En la novela de Yáñcz la irrealidad de
la ciudad adquiere ya formas amenazantes. Esta ya no se encuentra
en una lejanía indeterminada, sino, más bien, ella invade el pueblo.
Victoria no es—como lo sugiere Yáñez—el símbolo de la revolución
mexicana. Ella encarna las exigencias y hábitos de una sociabilidad
urbana. Cuando Victoria intenta convertir al campanero en músico
profesional, no lo hace por propósito caritativo, por compasión altiva
con un hombre de más bajo nivel social, sino su propósito surge de
una mentalidad urbana. Justamente en su ingenuidad, delata esta
viuda de capital provinciana un principio urbano, a saber, el principio
588
de que hay ascenso social y que éste requiere formación y profesión.
A Victoria se la llama la forastera, la extranjera, porque en su figura
misma ella contrapone a la sociedad estamental del pueblo la sociedad
urbana de competencias, al estatismo del caserío el movimiento y di-
námica de la ciudad, a la irracionalidad la racionalidad.
En la realidad social hispanoamericana de los años cuarenta, estas
contraposiciones se presentan ya como el aburguesamiento de la «asi-
multaneidad». La creciente urbanización, que muestra en la casual
distribución del espacio urbano su inseguridad y en el aumento gigan-
tesco la desmesurada vanidad de la burguesía establecida, no ha logra-
do aún integrar el pueblo en el crecimiento de los países. Ella lleva a
término la destrucción de la substancia del pueblo, que en sí había
llegado ya al límite de la descomposición. Sin apoyo, los campesinos
y provincianos se convierten en semiciudadanos del campo, proletarios
sin fábrica. El siervo se hunde en épocas prehistóricas. Pero todos tres
se asemejan a los hombres de la ciudad en el hecho de que oscilan
sobre la nada. Dictaduras de opereta y bandidismo son el anverso y
el reverso de la misma moneda, con la que la sociedad burguesa paga
su necesidad de seguridad y estabilidad. Empero, la «astucia de la
razón» (Hegel) siembra en este abismo la semilla de su superación.
Si la racionalidad, presentada como división del trabajo y urbaniza-
ción, había destruido la substancia de viejas formas de vida y había
llevado a la sociedad a un caos, este mismo proceso a su vez provoca
en el individuo, ahora solitario, la conciencia de que él no es criatura,
sino un ser que se produce a sí mismo en el trabajo. Esta concepción,
lograda dolorosamente, la formuló Samuel Ramos en un trabajo de
título programático: Hacia un nuevo humanismo (1940), si bien no es
el contenido, sino el título, el que indica más claramente la nostalgia
de esa época. Cabe observar al margen que tan sólo en esta época la
filosofía o el filosofar entran en lo que Francisco Romero llamó «la
normalidad filosófica», que ya no se considera dicha actividad como
ornamento o actividad de teólogos, sino aun como actividad oficial y
burocrática universitaria, y que la filosofía hispanoamericana de esos
años se concentró fundamentalmente a dos cuestiones: la pregunta
por el hombre y sus productos culturales y la pregunta por el sentido
de lo que la historiografía hispanoamericana y europea habían lla-
mado, empírica e irreflexivamente, el Nuevo Mundo. Las obras de
Francisco Romero y de Edmundo O'Gorman son representativas cum-
bres de estas dos orientaciones.
El proceso de la racionalización y de la emancipación de la con-
ciencia de la presión de lazos íntimos y sentimentales es en Hispano-
américa a la vez un proceso d e aislamiento solitario del individuo. La
589
heterogeneidad de las masas emigrantes a la ciudad, la progresiva
ampliación del espacio urbano, la especialización necesaria de las ta-
reas, rompen el estrecho círculo de parentesco, familia, vecindad y
amistad cercana y dan a las relaciones sociales un carácter impersonal,
indiferente y superficial que, como se sabe, acuña la mentalidad del
ciudadano: anónimo, simulador, racional (7). Lima la horrible, El
laberinto de la soledad (México), La cabeza de Goliath (Buenos
Aires) (8): estos son títulos de la literatura crítica sobre la vida en las
grandes ciudades de Hispanoamérica, que sumariamente aluden al
malestar ocasionado por las consecuencias de la urbanización. Pero el
aislamiento solitario no opera sólo negativamente sobre el individuo.
Tal aislamiento reduce el mundo del individuo al yo, que ahora se
descubre a sí mismo como una interioridad. Característico de la lite-
ratura hispanoamericana es el hecho de que este tardío descubrimiento
de la interioridad repite en dos o tres decenios la larga evolución
europea desde el Tristram Shandy, de Laurence Sterne, en el mismo
período, pues en el que las huellas del realismo y aún las de Joyce co-
mienzan ya a desaparecer. Como en los cuentos de Borges, en la cul-
tura de esta interioridad los tiempos, los espacios y las literaturas son
cambiables a voluntad. Novelas como Adán Buenosayres (1948), de
Leopoldo Maréchal, Paradiso (1954-1966), de José Lezama Lima, y toda
la obra de Eduardo Mallea, quien como ningún otro ha realizado pro-
funda y dialécticamente la interiorización de la narrativa, son las en-
ciclopedias de estas almas sonámbulas, que del tormento de su íntimo
examen de conciencia, de la desesperación ante el mundo enajenado,
de la busca en todos los rincones de todas las épocas del mundo, to-
man los elementos para dibujar el mapa de una expedición hacia un
m u n d o mejor.
Es poco seguro que estas novelas quepan en un amplio concepto
de novela. Adán Buenosayres es el viaje colombino del yo enajenado
hacia el yo propio, pero la expedición está llena de desviaciones, las
estaciones se encuentran en caminos entrecruzados con entradas y
salidas laberínticas. La minuciosa descripción de personas, de cosas y
de paisajes callejeros, la discusión retardante de teorías filosóficas,
teológicas y literarias infunden a lo narrado un halo de verosimilitud.
Estos hombres con apellido extranjero, este estilo semiaristocrático de
(7) Comp. L o u i s W I R T H : On Cities and Social Life, ed. Albert J. Reiss, Jr.
(Chicago & Londres, 1964), p. 70 y ss. A d e m á s , JEAN TRICART: «Quelques carac-
téristiques générales des villes latino-américaines», y MARIANO ZAMORANO: «Pro-
blèmes géographiques de Buenos Aires», en Le problème des Capitales en Amé-
rique Latine, ed. F. M a u r o (París, 1965).
(8) EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA: La cabeza de Goliath (Buenos Aires, 1950).
OCTAVIO P A Z : El laberinto de la soledad (México, 1952). SEBASTIÁN SALAZAR B O N -
DY: Lima la horrible (Lima, a. a edición, 1965).
590
las viviendas y de sus familias, estos criollos en las calles, esta cultura
cosmopolita son posibles solamente en Buenos Aires. Sin embargo, la
apariencia de realidad engaña. Las descripciones y consideraciones se
mantienen frente a su objeto hasta el punto de que se convierten en
narraciones dentro de la narración, en ensayos dentro del contexto
expresamente metafísico, y adquieren en su independencia el carácter
de símbolos de las errancias de este Odiseo argentino. El viaje recibe
su premio: en la última estación encuentra Adán Buenosayres el «in-
telecto transcendente» encarnado en una mujer, la Solveig Celeste, el
arquetipo platónico de la Solveig Terrestre, de la que se ha enamorado
el héroe. Maréchal mismo ha declarado que la Solveig Celeste es el
símbolo de la Madonna Intelligenza, que los Fedeli d'Amore de Dante
veneraban como la Janua Coeli, la Madre de Dios, la mediadora en-
tre su Hijo y los hombres (9). Además de la Divina Commedia y de la
Vita Nuova, de Dante, Maréchal interpola en la narración partes de
la Uvada y la Odisea, de Homero, y de la Eneida, de Virgilio. La bio-
grafía de un interlocutor de Adán Buenosayres parodia a Diogenes
Laercio. En la descripción de un paseo de amigos, entreteje Maréchal
la historia de la Pampa desde sus orígenes geológicos hasta su futuro
sospechado. El camino de regreso a su casa desde una casa de placer,
sirve a Maréchal para entremezclar en la descripción una historia del
drama judío, de su «drama teológico» y la visión de la futura ciudad
Philadelphia, la ciudad del amor. Maréchal hace citas, pues; el hilo
de la Ariadna que rescata a Adán Buenosayres del laberinto es un
hilo erudito, consta de citas (10). La novela hispanoamericana de la
interioridad la escribe el poeta doctus. Adán Buenosayres no lee, como
José Pedro Valverde, en su escolar libro de latín su Virgilio, su Ho-
racio, sino que vive y ve el mundo como un Homero de Buenos Aires.
No muy diferente de este viaje es el que a través de la literatura
universal emprende José Cerní, el protagonista de la novela Paradiso,
de José Lezama Lima, en busca de su propia identidad como artista.
Pero de manera diferente a Adán Buenosayres, José Cerní es la cita
erudita personificada. Sus soliloquios o sus diálogos con el amigo Fró-
nesis, por ejemplo, son por su tema y su estilo verdaderos breves tratados
sobre obras raras y autores difíciles. Pero estas citas no son una forma
de conservar la tradición literaria, ni de apoyar con autoridades sus
argumentos, sino metáforas herméticas, multívocas de contextos espi-
(9) LEOPOLDO MARÉCHAL: Cuaderno de navegación (Buenos Aires, 1966), pá
gina 125 y ss.
(10) Sobre la estética y la significación del arte de hacer citas, de tan con-
siderable importancia para la moderna literatura, la teoría de la novela, del
ensayo y la lírica, sólo hay fundamental HUGO FRIEDRICH: Montaigne (Berna,
segunda edición, 1967), Apéndice, nota 14, y HERMAN MAYER: Das Zitat in der
y.rzählkunst (Stuttgart, 2.a edición, 1967).
591
CUADERNOS. 224-225.—21
rituales, históricos y sociales extremadamente complejos. Las citas de
la Canción a las ruinas de Itálica del famoso licenciado don Rodrigo
Caro, las del Simposio platónico, las menciones de Góngora y Garci-
laso son el lenguaje de José Cerní, son símbolos de su sintaxis peculiar,
del tejido pues de su persona. Paradiso recuerda en el título el Lost
Paradise, de Milton—y quizá es José Cerní un comentador más ex-
traño, más laberíntico y refinado que William Blake, con quien Le-
zama Lima tiene sin duda si no un parentesco por influencia, sí al
menos una «afinidad», en el sentido hondo que da Goethe a esta pa-
labra. Pero la obra tiene además un sentido social: trabajada a lo
largo de más de diez años, al parecer, constituye la historia de la
cultura de La Habana, y por los temas y autores que trata en cada
capítulo o que cita allí, podría reconstruirse la vida literaria de los
círculos intelectuales habaneros, de los grupos de una burguesía culta,
típica de ciudad hispanoamericana, de sensibilidad compleja y pro-
blemática, de contradictoria interioridad.
Este casi fanático examen de la interioridad se transforma en auto-
disolución. Ágata Cruz, la figura principal de Todo verdor perecerá,
de Eduardo Mallea, no intenta un viaje erudito desde el yo enajenado
hasta el propio yo. Su soledad egoísta la lleva por el camino de la
locura y al límite del suicidio, que es ya muerte. El perfil borroso de
algunas de las figuras de Mallea no proviene, como suele afirmarse,
del hecho de que las enmarca en reflexiones filosóficas y de que por
ello les da el carácter de símbolos y signos de sentimintos abstractos,
sino más bien es esta difuminación el síntoma real de la paulatina di-
solución del yo solitario, que cava infinitamente en sus propias, vacías
y oscuras galerías. Todas las figuras importantes de Mallea son agó-
nicas, casi todas las reflexiones con las que Mallea intensifica el de-
curso de la narración giran en torno a esta agonía y a la concepción
superadora de una estrecha solidaridad del hombre con el hombre, d«
su salvación. La obra total de Mallea, de múltiples estratos con múl-
tiples perspectivas, en la que el amplio torrente de la narración arrastra
en armónica reciprocidad la lírica, la épica y la narración, describe la
doble experiencia del yo, que se descubre a sí mismo como interioridad
y de esta interioridad que se disuelve a sí misma. El concepto de ago-
nía es la fórmula concisa de esta dialéctica. Y ésta corresponde a la
dialéctica de la ciudad.
En la medida en que lá racionalización, realizada por la economía,
la industria, la universalización de la política, avanza en Hispanoamé-
rica, y en la medida también en que la gran ciudad se convierte en
la informe megalopolis, el espacio urbano transforma y revertebra su
estructura. Del amplio espacio de complicadas fauces y que suele
592
compararse con el desierto, surgen centros independientes, pequeñas
ciudades dentro de la ciudad. La gran ciudad vuelve a su origen, pier-
de su pretensión de ser totalidad unitaria y centro del poder, y co-
mienza también a autodisolverse. Borges dice que la Pampa atraviesa
el asfalto de Buenos Aires, y Sebastián Salazar Bondy afirma que «el
arenal rompe en Lima la vestimenta citadina y asoma por entre la
arrogancia de la construcción labil y quebradiza». Más que crítica,
estas observaciones delatan que la ciudad ya no aparece como el gi-
gante, desarraigado de su contorno bárbaro y por lo tanto moderno, tal
como se lo había encomiado, sino como construcción frágil, como la
hipócrita máscara de la barbarie social. La ciudad hispanoamericana
apenas ha comenzado a florecer, cuando muestra ya, en un tempo más
breve aún que el de los otros fenómenos de racionalización, los signos
de su derrumbamiento ( u ) . Característico de la revertebración de la
ciudad en Hispanoamérica es el hecho de que la sociedad urbana
anónima, superficial y racional deja el campo libre al nuevo grupo.
El grupo, no considerado como primera forma de más amplia socia-
lización, sino como producto de esta revertebración, es jerárquico, im-
perativo y brutalmente agresivo.
Ld experiencia de la formación de estos grupos y de su naturaleza
es el tema capital de las novelas El sexto (1961), de José María Argue-
das, y de la novela La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas
Llosa. «El sexto» es el nombre de una prisión en Lima, los perros son
los cadete^ del Colegio Leoncio Prado, de la misma ciudad. En los dos,
el resultado de la lucha por el poder en el grupo es una muerte. En
los dos, se calla el nombre del asesino. Los hombres no llevan su nom-
bre, sino sus apodoo el Jaguar, el Boa, el Esclavo... símbolos de la
barbarie y de la humillación. En los dos dominan crueldad, sadismo,
perversiones; su leitmotiv es la violencia. Tal es el estado a que ha
llegado la sociedad burguesa y que ha impuesto, fundada en su prin-
cipio de que homo homini lupus, sin consideración humana. El pro-
ducto de la racionalidad burguesa es la irracionalidad, la antirrazón.
Con la distancia del historiador, habrá de afirmarse más tarde se-
guramente que esta nueva barbarie es el signo de un período de
difícil transición en Hispanoamérica. El historiador de la literatura,
empero, no podrá omitir la comprobación de que fue la literatura la
que indicó nuevos caminos hacia un m u n d o mejor. La rica, profunda
obra de Miguel Angel Asturias, cuyos múltiples aspectos reclaman un
(11) LEWIS MUMFORD: The City in History (Pelican Books, Londres, segun-
da edición, 1966), p. 598 y ss. El tema de la sociología de las ciudades y de las
ciudades y las ideas es tratado sistemáticamente por JOSÉ LUIS ROMERO: La revo-
lución burguesa en el mundo feudal (Buenos Aires, 1967), obra fundamental his-
tórica y metodológicamente. Ver, por ejemplo, p. 396 y ss., y passim.
593
trabajo especial de análisis, quede aquí como la exigencia y el símbolo
de esa realidad literaria. Pero cabe mencionar entre las últimas novelas
hispanoamericanas que muestran la necesidad de un futuro mejor, la
del colombiano Gabriel García Márquez Cien años de soledad (1967)
y Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier. Cien años de soledad,
tal es el tiempo en que el pueblo Macondo espera de generación en ge-
neración al animal mitológico que habrá de aniquilar esa raza. Pero cien
años de soledad son cien años de soledad, son cien años de historia. Gar-
cía Márquez —en cuya fantástica narración se reconocen, aun por el es-
tilo, muchos temas de la obra narrativa de Borges—Jos actualiza, los
persigue hasta su origen, y entre líneas se ve que él lo hace, como un
conquistador español, con la mirada puesta en mejores mundos y tiempos.
La descomposición de la sociedad burguesa latinoamericana deja
surgir de las ruinas una esperanza: la de quebrar el continuum de la
historia para comenzarla de nuevo. Y la novela hispanoamericana vuel-
ve también a rememorar las épocas de la novela de caballerías, para
ser testigo de esta nueva conquista.
Esta doble repetición de la historia determina forma y contenido
de la novela de Carpentier. El protagonista, músico de cultura europea,
cuenta en forma de crónica la fantástica historia de su expedición cien-
tífica al Orinoco. Su camino se transforma en un viaje retrospectivo a
través de los tiempos que lo lleva hasta el paisaje inmaculado de
«nuestra América». Esta América es la tierra prometida, aquí brota
la fuente de la felicidad.
La repetición de la historia no significa huida en un pasado ima-
ginario y rousseauniano. El héroe de la novela, un Colón y un Don
Quijote, a la vez, pinta el mapa de nuestra Utopía real. Este mapa
es mágico, porque está rodeado por el áurea de lo Nuevo futuro, y es
real porque desencubre una América latente, una América de los
americanos hispánicos, llena de la esperanza de que en ella habrán de
erigir, por fin, el «reino de este mundo» (Carpentier), es decir, el reino
de la libertad concreta.
El modelo sucesivo trazado en esta interpretación ha de tener en
cuenta que los fenómenos social-históricos que se expresan en las no-
velas no son sucesivos, sino simultáneos en el vasto continente. Pero es
justamente esta simultaneidad veloz la que permitirá, en el choque de
las épocas, que de allí salga la imagen de la Utopía americana, de su
anhelada realización, del motor de su historia, que rescate a América
del actual nihilismo e indiferencia en que se encuentra.
594
NOTAS Y COMENTARIOS
Sección de Notas
* Originalmente este artículo del pintor y crítico de arte Darío Suro fue
publicado en la revista francesa Aujourd'hui. Esta es la primera vez que se
publica en español.
597
los contornos de sus cuadros. Aunque Picasso pueda crear miles ma-
neras de expresión o miles cambios expresivos, su poliformismo se
queda encerrado en la prisión autónoma del espacio de sus telas. La
tarea de Mondrian no h a consistido en crear maneras o formas de
expresión, sino que la forma expresiva de Mondrian es su libertad:
la libertad de introducirnos en un espacio continuo que nunca termina.
Cuando examinamos cuidadosamente los Mondrian de su época
cubista y hacemos una profunda búsqueda para relacionarlos (no com-
pararlos) con los cuadros de Picasso de esa misma época, varias cosas
me parecen inconfundibles: Primero, que la influencia de Cézanne,
técnicamente hablando, es más acentuada en la obra de Mondrian
que en la de Picasso (estructura de la materia en el espacio, por ejem-
plo en sus famosos «Arboles»). Segundo, que el espacio de Mondrian
abre nuevos caminos—aun en la época cubista—a la pintura abstrac-
ta de nuestros días y a la futura en direcciones diferentes, incluyendo
las obras de los pintores Op y Hard-Edge. Por otra parte, mientras
Picasso aprovecha el espacio barroco tradicional de los pintores prece-
dentes, Mondrian crea un nuevo concepto del espacio pictórico. Picasso
y Braque tenían como principio fundamental la visión estructurada
y clara de la forma, perdida, en parte, por los impresionistas y los fau-
ves, pero no la visión interminable de un nuevo espacio pictórico en
que los colores quedaran visualizados en términos propiamente espa-
ciales. En sus cuadros el espacio opera todavía en una forma barroca
de diagonales visibles o invisibles, diagonales relacionadas con el mo-
vimiento centrípeto, de emoción típicamente romántica. Sus correlatos
formales quieren organizar todo un lenguaje pictórico que aparente-
mente actúa en un mundo ordenado, pero que espacialmente sigue
siendo barroco.
En sus distintas épocas Picasso ha sido siempre un transformador.
Mondrian, desde sus comienzos, un constructor. Picasso roza con los
objetos y los transforma. El tiene el don de transformar todo lo que
toca. Mondrian construye un sistema de proporciones infinitas en
un orden movible, aparentemente estático.
Si analizamos la época figurativa de Mondrian encontraremos, aun
en sus comienzos, que él es más «universal» que Picasso. Picasso pinta
«un» árbol, Mondrian «el» árbol. Mientras éste generaliza para expre-
sar «el todo», Picasso particulariza para expresarse él mismo. Si Mon-
drian se convierte en el elemento que él pinta, el objeto que Picasso
transforma se convierte en Picasso. El primero se despersonaliza al
convertirse en el elemento pintado, sea un árbol o una flor (vistos como
elementos), una catedral o un rectángulo. El segundo le comunica toda
su personalidad al objeto que él transforma. El toro, el arlequín, los
598
MoxDaiAN. Exposición de sus obras. Galería Sidney Janis, 195J. New York.
1Τ—ΓΙ
' 1
1
Jäii
MoNDRiAN. Idem.
PICASSO: «Mujeres de Algeria», 1955. (Cortesía del Museo
de Arte Moderno de New York.)
PICASSO: «Desnudo», 1022. (Cortesía del Museo
de Arte Moderno de New York.)
amantes, los músicos, las mesas, mandolinas y pipas, son propiamente
Picassos. De ahí que Picasso sea un pintor autobiográfico, y de la auto-
biografía al drama sólo hay un paso. Picasso es un pintor dramático,
de la misma línea que Goya. Mondrian es un pintor sin drama apa-
rente como Vermeer o Velázquez.
En ningún momento he querido decir que hay más emoción en un
cuadro de Picasso que en uno de Mondrian. Esta palabra suele usarse
equivocadamente para definir estadios intensos de expresión artística.
La emoción en una obra del primero es el resultado de un rozamiento
con los objetos que circundan al hombre, con lo cual quiero decir los
objetos inmediatos con los cuales él forma su mundo cotidiano alcan-
zable y táctil. De ahí que una pintura de Picasso nos hable en una
forma más familiar que una obra de Mondrian.
La emoción desprendida de un cuadro de Mondrian es más extra-
ña, viene de otro lado, casi podríamos decir que viene de otro planeta,
no hay reconocimiento familiar posible, porque los elementos del mun-
do intangible y del mundo inorgánico ocupan, por primera vez, en la
pintura su más alto nivel. Por otra parte, el espacio cobra un nuevo
valor en los dominios de lo visual y lo plástico. En otros términos: el
espacio tradicional es cambiado por un espacio completamente nuevo.
De ahí el impacto de un cuadro de Mondrian. Y de ahí, también,
nuestra deuda con él: cualquiera dirección que la pintura tome (sea en
el presente o en el futuro), tendrá que contar con la idea libre del
espacio de Mondrian. Todos conocemos, naturalmente, nuestra deuda
con el cubismo; y, muy especialmente, con Picasso, su máximo crea-
dor. Pero hay que subrayar también que ese movimiento no trajo nada
nuevo, si se le considera desde el punto de vista espacial pictórico.
Más que una revolución del espacio el cubismo fue una verdadera re-
volución de la forma, es decir, una auténtica revolución formal. La
composición, la forma y su conducta son, pues, los ingredientes que
ocasionan en un cuadro cubista la extrañeza y la novedad de su estilo.
Ingredientes que no tienen nada que ver con la creación de un nuevo
espacio pictórico. Por eso, siempre he creído que una obra cubista
no es más que una superficie en la que se han pintado objetos o cosas
desintegrados e integrados al mismo tiempo, compuestos formalmente
por una síntesis (cubismo sintético) o un análisis (cubismo analítico),
objeto y cosas que algunas veces son de difícil reconocimiento, por la
transformación de que han sido objeto a causa de un nuevo concepto
de la forma y la composición. Esta transformación ha sido guiada, la
mayoría de las veces, por una conciencia lógica, un ritmo razonado y
propio, una semipresencia formal, hasta cierto punto poderosa. El va-
lor incalculable de la revolución formal del cubismo, especialmente
599
debida a Picasso y Braque, nadie la discute hoy día. Pero el espacio,
o un nuevo concepto espacial pictórico, nunca adquiere la visualidad
particular de una imagen con su propio espacio. Imagen en que los
colores y las formas integran una unidad absoluta relacionada direc-
tamente con el espacio, tan absoluta que los colores y las formas inte-
gran un conjunto total, un conjunto que no se puede separar del espa-
cio creado. Como sucede, por ejemplo, en una pintura de Mondrian.
Por esa razón los cubistas de su generación no pudieron nunca
comprender el mensaje que Mondrian traía con el espacio. Es más, si
mal no recuerdo, ni el mismo Apollinaire menciona su nombre como
pintor cubista. Y si lo menciona no lo toma en consideración como
tal. Sin embargo, Mondrian, además de aprovechar el cambio de vi-
sión traído por el movimiento cubista, asimiló todo cuanto tenía que
asimilar de las obras de sus congéneres cubistas. Y sobre lo asimilado
—que es lo más importante, porque no perdió el hilo de la tradición—,
Mondrian pudo agregarle a la pintura un elemento absolutamente
autónomo y poderoso: el espacio pictórico sin límites. Mas al sacrifi-
car u ocultar su personalidad —dentro del cuadro— él tuvo la certeza
de aliarse con el espacio para que el cuadro fuera el espacio mismo.
Lo importante de todo esto, finalmente, es que Mondrian trae algo
que no existía en la pintura occidental, ni en la de ninguna cultura.
Antes de Mondrian el espacio pictórico estaba relegado a un segundo
plano. Su categoría era pictóricamente secundaria. Era «espacio pano-
rámico», si se trataba de un paisaje. El espacio todavía estaba al ser-
vicio de la naturaleza, no a la disposición de la pintura. Creo que los
orígenes de estos espacios tradicionales se remontan a las pinturas de
representaciones antiguas, más bien rituales o teatrales de viejas civi-
lizaciones. Bastaría recordar, de paso, las pinturas de los vasos griegos,
etcétera, para comprobar, en rigor, que el espacio existe, en esos casos,
como telón de fondo.
Si analizamos, por otra parte, la pintura oriental en todas sus épo-
cas, la griega, la egipcia, y más tarde la del Medievo y el Renacimien-
to, y hasta la del Barroco, y acercándonos un poco más a nosotros, la
pintura del impresionismo, fauyismo, expresionismo, cubismo, surrea-
lismo, sería fácil comprobar que el espacio en que se mueven las figuras
o los objetos es un espacio escenográfico que no tiene nada que ver con
el gran descubrimiento de Mondrian: el espacio como lugar de las
dimensiones, como algo continuo e ilimitado. Por último : el espacio
como la esencia de la pintura misma.
Es posible—por no decir seguro—que la idea del espacio sufriera
algunas modificaciones en las distintas épocas pictóricas que antece-
den a Mondrian. Pero puede ser cierto que estas variaciones tuvieran
6Ú0
más bien un carácter que giró siempre alrededor de lo escenográfico y
no alrededor de la función pictórica del espacio como espacio mismo.
Me refiero, naturalmente, a la función pictórica específica que hace
unir el espacio con los elementos u objetos que integran la composi-
ción total del cuadro.
La verdad es que en las épocas anteriores a Mondrian, el espacio
estuvo sujeto a la representación escénica de grupos o a la represen-
tación de una figura o de muchas figuras aisladas, desterradas del es-
pacio. Si se me permite, yo diría que el espacio estuvo fuera de su
propio foco. Por eso, Mondrian es, a mi juicio, el primer pintor que
rompe con el espacio pictórico tradicional, sin dejar de seguir (no con
la materia, sino con la forma y el espacio) la trayectoria visual de lo
que la pintura es, ha sido y será. Picasso, no hay duda, es quien rompe
con las formas figurativas tradicionales,· ya sean de procedencia clá-
sica o barroca. En eso me parece que consiste su genio inmenso e in-
agotable, y su gran contribución a la historia del arte. Aunque algunas
veces él se acerca a la ilustración pictórica, como señalé al comienzo
de este trabajo (uso la palabra ilustración con la misma propiedad se-
ñalada por Berenson en su libro Pintores italianos del Renacimiento).
Pero Picasso no podía hacerlo todo. Mas en un campo tan vasto como
es el de la pintura, alguien tenía que emprender una tarea de tanta
o más importancia que la que Picasso emprendió con la revolución
de la forma en el cubismo. Y es Mondrian quien emprende esta tarea
y quien abre las puertas a la pintura del porvenir con la creación de
un nuevo espacio pictórico.
Cabría señalar, por otra parte, que mientras Mondrian crea un
vasto y coherente sistema pictórico, Picasso nos deja porciones de sis-
temas que pertenecen a la tradición figurativa de todas las culturas en
que la preponderancia de lo orgánico ha sido la mira principal de la
pintura y de la escultura como artes de la representación.
Un cuadro de Mondrian es el resultado de una tradición que ha-
bría que buscarla en los antípodas de la pintura occidental. Me refiero
especialmente a la época de los rectángulos (principalmente al período
blanco y negro), a un misticismo que nos conduce a la meditación
más silenciosa que ningún artista haya logrado expresar en un mundo
que nos hace recordar aquellas palabras de Lao Tse: «Gran cuadrado
sin ángulos ni lados».
Para aclarar en parte lo anterior, sería conveniente preguntarnos
(sin menoscabo alguno de sus obras), ¿qué ha pintado Picasso? Picasso
ha pintado arlequines, amantes, pipas, mandolinas, toros, gallos, mu-
jeres, niños, músicos, guitarras, botellas, es decir, la humanidad y sus
accesorios. ¿Qué ha pintado Mondrian? Mondrian ha pintado árboles
601
desprovistos de hojas, la pura anatomía de sus ramas (símbolos de una
vida extinguida), fachadas de catedrales, dunas, mares petrificados,
cruces, muelles cuadriculados, rectángulos en casi toda su vida artística
madura. Una reunión más bien de elementos que de objetos. Elemen-
tos traductores de una vida inorgánica puesta al servicio de la geome-
tría del espacio y de la soledad.
También se ha hablado mucho de la frialdad de Mondrian y del
calor de Picasso. En arte no hay frío ni calor. El cuadro tiene su pro-
pia temperatura: la que su creador consigue transmitirnos al situar-
nos en la atmósfera de su propia creación.
En resumen, Picasso y Mondrian son dos símbolos para la pintura
de nuestro tiempo. Dos símbolos que han luchado por situarnos en
dos espacios y dos mundos pictóricos que ni la física ni las matemáti-
cas pueden juntar.—DARÍO SURO.
602
cial, moral y estética, y al mismo tiempo posean valores recreativos
que disminuyan la tensión creada después de la pesadilla de los años
de ocupación».
Entre 1945 y 1949, dentro de la nueva estructura, se ruedan siete
películas, en su totalidad sobre temas de la pasada guerra, pero úni-
camente dos de ellas tienen un cierto interés: Ostatni etap (La úl-
tima etapa), de Wanda Jakubowska, y Ulica grarúczna (La verdad
no tiene fronteras), de Aleksander Ford. Jakubowska, que estuvo de-
portada en Auschwitz, cuenta los horrores del campo de concentra-
ción hitleriano, mientras Ford relata la insurrección del ghetto de
Varsovia en abril del 43, que finalizó con el arrasamiento del barrio
por las fuerzas nazis. Pero ambas realizaciones, por su excesivo pesi-
mismo y realismo, no complacen al Gobierno y están a punto de ser
prohibidas—la de Ford sólo se exhibió después de ganar un premio
en la IX Mostra de Venecia—, a pesar de ser ambos realizadores par-
te de la directiva de «Films Polski».
Temeroso el Gobierno de que este nuevo estilo se propagase a la
totalidad de la producción, convoca, en octubre de 1941, un Congreso
en Wisla al que son invitados ochenta cineastas polacos, que cons-
tituye una especie de cursillo sobre realismo-socialista, en el que se
condenan estas dos películas porque, decían, daban «una falsa no-
ción de solidaridad nacional, sin intentar una descripción de la lu-
cha de clases», y en el que se tomaron las medidas y se dictaron las
normas para la creación de un realismo-socialista cinematográfico.
Si hasta este momento había existido una amplia libertad para la
elección y tratamiento de temas, desde ahora se comienza a imponer
a los directores la problemática que se considera adecuada para la
construcción del nuevo estado, de la que, automáticamente, se de-
riva una estética, la típica del realismo-socialista. La rigidez y el
mecanicismo del nuevo sistema, al ser su base la centralización y la
burocratización, hacen que, a pesar de restringirse la producción y
propugnarse un aumento de calidad, la creación artística, plenamen-
te subordinada a las órdenes gubernamentales, pierde vitalidad y se
transforma en algo esquemático, frío y alejado de la realidad. Si el
realismo-socialista dio lugar, en estos años, en la cinematografía so-
viética a un estilo que, a pesar de sus muchos inconvenientes, logró
algunas obras con una cierta personalidad y un tono propio que te-
nían algún interés, en Polonia, tal vez por ser, no una conquista,
como lo fue en la URSS en esta época, sino una medida represiva, y
también porque los temas tratados—siempre en relación con la gue-
rra— habían de aparecer de muy distinta manera en un país que sólo
fue afectado tangencialmente a otro en el que habían muerto seis
603
millones de sus habitantes y había quedado completamente arrasa-
do, como lo prueban las obras—concretamente las de Wadja—que,
una vez desaparecida esta barrera, comienzan a relizarse, en las que
el aire romántico e intrascendente que había acompañado al realismo-
socialista cinematográfico soviético y, de rechazo, al de los otros paí-
ses socialistas, se transforma en un reflejo de la realidad hecho con
una fuerza, un desgarramiento y una violencia que en muy pocas
ocasiones será igualado.
Wadislaw Gomulka, el único dirigente nacional que había sobre-
vivido a las purgas stalinistas y que desde „el final de la guerra había
permanecido en la cárcel, es puesto en libertad en 1954 y sus ideas
pronto comienzan a prender en los miembros del «Partido unificado
obrero». En junio de 1956, como respuesta polaca al proceso de desta-
linización que había comenzado con el XX Congreso del Partido
Comunista, se originan, teniendo como centro la ciudad de Pozdan,
una oleada de huelgas, que no siendo acalladas por el Gobierno no
pueden impedir que su onda expansiva se propague y los líderes sta-
linistas se Vean forzados a dimitir. A primeros de octubre Gomulka
participa, por primera vez, en una reunión del Gobierno. Los sovié-
ticos envían en 19 dé octubre una delegación, con Kruschef a la
cabeza, temiendo que Gomulka se ponga al frente del Gobierno,
acompañada de un movimiento de tropas hacia la frontera. A pesar
de esto Gomulka es nombrado primer secretario del Partido el día
21, mientras que la delegación y las tropas soviéticas, convencidas de
la ortodoxia del nuevo hombre y de su adhesión al Pacto de Varso-
via, se retiran.
En 1954 debuta Andrzej Wajda con Pokolenie (Generación), que
aparece como una avanzadilla de lo que sucederá dos años más tar-
de, primera parte de una trilogía sobre el inmediato pasado histó-
rico. En esta primera obra—sobre la que, años más tarde, dirá Wajda
que la rodó porque le interesaban, únicamente, dos escenas, que fue-
ron las que, precisamente, cortó la censura—trata sobre la revuelta
del ghetto de Varsovia, en Kanal (Canal), la siguiente, sobre la in-
surrección de la ciudad de Varsovia y en Popiol i diament (Cenizas
y diamantes), la última, sobre el momento de la terminación de la
guerra, concretamente sobre los sucesos ocurridos el 8 de mayo de
1945. Si la primera, por la fecha de realización, sigue fiel a los prin-
cipios del héroe positivo, clásicos de esta etapa, en las otras, aparte
de estudiarse cuidadosamente una compleja situación, se dibujan los
rasgos, de una forma muy definida de lo que, en años sucesivos, lle-
gará a ser el típico anti-héroe polaco.
604
CENIZAS Y DIAMANTES
605
que, a su vez, también lucha por su independencia y con el que no
tiene ninguna relación. Pero si en ella se encuentran algunas de sus
mejores escenas, por culpa de su excesivamente dilatada extensión y
de una superabundancia de personajes no llega a alcanzar la calidad
de sus mejores obras.
Si esta trilogía, y su autor, son los más conocidos, hay que situar
a su misma altura a Andrzej Munk y a Jerzy Kawalerowicz, que en
estos años realizan una serie de películas también de indagación sobre
la pasada guerra. Así, el primero hace Eroica (Heroica) y Pasazerka
(La pasajera), que deja inacabada al morir en el 61 y que sólo se es-
trenará en el 63, constituyendo la última obra que trata directamente
el tema de la guerra, siendo una de las más importantes. Y el segundo,
Prawdziwy hornee wielkiej wojny (El verdadero final de la segunda
guerra mundial).
Esta continua mirada sobre los horrores del pasado, a pesar de la
gran perfección y rigor con que es ejecutada, y que en otros países
socialistas no llega a alcanzar su nivel, al ser frenada por el temor de
sus gobiernos de llegar a una pintura tan desgarrada que consideran
peligrosa, tiene como máximo atractivo, por encima de su marcado
pesimismo y de su carácter de investigación sobre unos sucesos pa-
sados que influyen directamente en el presente, la creación de ese
protagonista prototipo, que aparece no sólo diferente, sino opuesto
al héroe positivo impuesto en la etapa precedente, y del que el Maciek
Chelmicki de Cenizas y diamantes es el primer modelo. Perdido, sin
saberse de dónde viene, ni a dónde va, desconociendo él mismo su
trayectoria, con un marcado aire quijotesco y sentimental en sus re-
laciones eróticas, deprimido, superado por unas circunstancias que no
sabe dominar, ni tan siquiera, muchas veces, ver, y a las que hace lo
posible por adaptarse, se crea este nuevo tipo humano que debe tener
unas hondas raíces históricas, tradicionales y sociales porque no sólo
está vigente en estas películas, sino que lo es respecto a la casi tota-
lidad de las obras, de alguna importancia, que desde entonces hasta
hoy se han realizado y se realizan.
606
día de verano) habían abandonado los temas guerreros para pasar a
tratar asuntos contemporáneos, aunque usando filtros policíacos y lí-
ricos, respectivamente, su acercamiento, quizá por no haberlo podido
hacer de una forma directa, no había sido demasiado eficaz; única-
mente en Niewinni czarodzieje (Los brujos son inocentes, de Andrezj
Wajda, se aprovechan las posibilidades de esta nueva temática y, a
través de una distinta estructuración, se comienza el estudio d e una
nueva generación, desligada de la anterior, con una problemática dis-
tinta.
Fuera de sus consideraciones particulares, resulta extraordinaria-
mente reveladora la evidente similitud existente entre esta película y
A bout de souffle. Pasando por encima de las diferencias de todo tipo
existentes entre Francia y Polonia, el hecho de que en un mismo año
se hayan realizado, en dos países tan distintos, dos películas en las que
una misma revolución estética está indicada, demuestra cómo dos su-
cesos, sólo en alguna medida paralelos —la liberalización seguida al
XX Congreso Comunista y el afianzamiento del fenómeno neocapita-
lista—, suponen un cambio lo suficientemente importante como para
que una nueva generación pueda comenzar a exponer su particular
problemática. En una y otra, aparte de hechos concretos muy diversos,
se cuenta la historia de una pareja joven, un tanto aislada de la socie-
dad en que viven por sus especiales características, sin posibilidades
de incorporación, donde, en la polaca, el protagonista vuelve a tener
las peculiaridades señaladas, y donde, desde un punto de vista temá-
tico y de estructura de guión, hay una larga escena, que casi dura una
tercera parte, en la que los protagonistas permanecen en una habita-
ción hablando de sus problemas y cercanos a una situación amorosa.
Pero el interés de Los brujos son inocentes está muy disminuido
porque, frente a la nueva problemática, estética y estructural, que se
propugnan en el guión, la realización, a pesar de los esfuerzos hechos
por Wajda para adaptarse, no consigue salirse de los moldes clásicos,
permaneciendo desfasada, porque él, poseyendo un estilo personal en
completa oposición al requerido por la historia, era el menos indicado
para dirigirla. La presencia en el guión de un joven escritor llamado
Jerzy Skolimowski era, sin duda, la causa real del suceso, y a él se
deben la revolucionaria concepción de la película, que en parte se vio
disminuida por la acción de la censura, que hizo que el final fuese
mucho menos incongruente de lo que era en el original. Skolinowski
era quien debía haberla dirigido, pero aún han de pasar unos cuantos
años hasta que llegue a la dirección.
Este primer intento de lograr unas nuevas maneras expresivas den-
tro de una nueva temática no tiene continuidad en los años inmedia-
607
CUADERNOS. 224-225.—22
tamente posteriores. Wajda vuelve con Samson (Sansón), 1961, a los
temas de guerra, para luego pasar ¿ un tema casi histórico, Lady Mac-
beth en Siberia, 1962, al igual que Kawalerowicz con Matha Joanna
od Aniolow (Madre Juana de los Angeles), 1961. Películas, todas ellas,
de gran calidad, pero dentro del más estricto clasicismo. Hay que es-
perar hasta 1962, año en el que Wajda hará otro intento de acerca-
miento a la juventud, esta vez con un skatch de L'amour a vingt ans
(El amor a los veinte años), pero desde unas posiciones más persona-
les, y por lo tanto formalmente menos revolucionaria; y en el que
debuta un joven, que había realizado algunos cortometrajes de gran
interés, Roman Polanski que, también sobre un guión de Skolimowski,
hace Noz w wodzie (Cuchillo en el agua).
CUCHILLO EN EL AGUA
608
Pero desgraciadamente también Cuchillo en el agua es una obra
truncada, sin continuidad. El Gobierno cree ver un cierto peligro en
la dirección que va tomando la cinematografía, unido a ciertos fallos
eh la planificación económica, que en el terreno estrictamente cine-
matográfico pueden señalarse por el gigantesco éxito obtenido por
Krzyzacy (Los caballeros teutónicos), de Aleksander Ford, realizada en
i960, que en tres años ven quince millones de espectadores, y por la
muy irregular acogida de las obras realmente importantes realizadas
en estos mismos años; esto lleva a Gomulka, por un lado, a fomentar
las superproducciones de tema histórico, y, por otro, a restringir leve-
mente la libertad creadora. Lo que automáticamente significa una gran
crisis creacional: Munk había muerto en el 61 y con La pasajera cie-
rra definitivamente los temas directamente relacionados con la guerra,
Wajda se va a Yugoslavia a rodar Lady Macbeth en Siberia, Polanski
a Francia donde permanece inactivo unos años antes de reanudar su
carrera en Inglaterra y Estados Unidos, Kawalerowicz es el único que
se queda, pero después de ver rechazados varios guiones, tiene que
envolverse en la preparación de un gigantesco proyecto, que le ocu-
pará varios años, y del que nacerá Faraón, adaptación de un clásico
de la literatura polaca, Boleslaw Prus, espléndido fresco sobre las re-
laciones entre el poder político y el religioso donde se puede apreciar
con claridad su postura ante la actual situación polaca, en la que la
preponderancia católica, derivada de la ayuda que el cardenal Wys-
zinsky prestó a Gomulka en las elecciones del 57, hace sentir su pre-
sencia.
BARRERA
609
Rékopis znaleziony w Saragossie (El manuscrito encontrado en Zara-
goza), de Wojcisch J. Has, adaptación de la obra clásica de Jan Po-
tocki—, Skolimowski hace su definitiva entrada en escena, esta vez con
una película escrita, interpretada y dirigida por él. Rysopis (Signos par-
ticulares), construida con los distintos ejercicios realizados durante su
aprendizaje en la Escuela de Cine de Lodz y con la que se diplomó,
en la que, esta vez teñido por un tono personal, vuelve a reaparecer
el ya clásico anti-héroc, ahora aún más amorfo y perdido, qué también
será el protagonista de Walk-ower, su siguiente película, construida al-
rededor del mundo del boxeo. En ambas las nuevas formas que ya
había planteado cómo guionista encuentran una adecuada línea de
desarrollo, pero Skolimowski continúa siendo un hecho aislado den-
tro del país, sin posible continuidad, y teniendo muy poca repercusión
por lo limitado de su propagación, dada la mínima cantidad de di-
nero con que están realizadas.
En Bariera (Barrera), realizada en el 66, estéticamente da un gran
avance. Habiendo hecho desaparecer la anécdota y reduciendo al mí-
nimo el desarrollo dramático, ha conseguido, por la incorporación ma-
siva de elementos fantásticos dentro de una línea de desarrollo realis-
ta una obra de gran importancia, que entronca con la tradición
cinematográfica polaca; rastreando entre sus imágenes se encuentran
elementos que habían aparecido con anterioridad, pero que al ser es-
tructurados de una forma distinta han adquirido una nueva dimen-
sión. Rodada también con grandes restricciones económicas y, tal vez,
con un excesivo valor simbólico, vuelve a aparecer el tradicional pro-
tagonista que, ahora, al salir de la universidad vaga por una ciudad
vacía llevando una maleta llena de humo negro y una espada, vol-
viendo, nuevamente, a vivir una desgraciada aventura erótica. Pero si
en gran medida su protagonista vuelve a ser el Macisk Chelmicki de
Cenizas y diamantes, por el tiempo transcurrido y la desnudez de los
elementos fantásticos añadidos por Skolimowski tiene, ahora, una ex-
periencia y un peso que hasta este momento nunca había tenido.
Después de realizar Le depart (La partida), en Bélgica, intachable
y virtuoso ejercicio de estilo, carente de la profundidad y el interés
que, hasta ahora, habían tenido sus películas, Skolimowski ha vuelto
a Polonia. Dentro de un ambiente que nada ha variado, en el que
siguen inactivos o fuera del país los mejores realizadores—Kawalero-
wicz no ha vuelto a dirigir y Wajda ha hecho una película en el ex-
tranjero— y donde la casi totalidad de la producción está dedicada a
realizar películas de segunda fila o superproducciones de gran presu-
puesto y longitud, adaptaciones de clásicos de la literatura polaca, en
las que la calidad ha descendido notablemente, no sólo porque los di-
610
rectores que las hacen no tienen un gran interés, sino también por-
que los textos adaptados tampoco lo tienen: se ha descendido desde
Boleslaw Prus a Henryk Sienkiewicz; Skolimowski ha realizado en
1967 ¡Arriba las manos!, donde, con mayor fuerza, reanuda su trayec-
toria polaca y realiza, a través de una reunión de cinco médicos en un
vagón de ferrocarril, un ajustado dibujo de la sociedad polaca. Des-
pués de tres meses de prohibición ha sido finalmente estrenada.
Hoy, Skolimowski aparece aislado y con una obra muy rica, pero
que sólo tiene una repercusión accidental en un país que, habiendo
sido el primero en romper la brecha del «nuevo cine», por culpa de
una serie de dificultades de tipo administrativo, censura y económicas,
nacidas frente a unas películas que, en cierto momento, se empezó a
pensar que podían ser peligrosas y que, no habiendo sabido, ni tenido
ocasión, de encontrar un público, resultan excesivamente caras.—AU-
GUSTO M. TORRES
en
ponen en la literatura de Valle-Inclán, y aun en un ámbito mucho
más extenso de la literatura española, resultará meramente aproxima-
tivo si no se tienen en cuenta otros elementos básicos de tal subgénero
y tal actitud, que también cuentan con importantes precedentes en
las obras del autor anteriores a Luces de bohemia (3).
En ellos lo esencial es un desajuste entre idealidad y realidad, en-
tre los sentimientos y la manera de tenerlos (calidad de la persona)
y expresarlos los personajes, o simplemente entre dos planos distintos
de la misma realidad. El desajuste entre lo ideal y lo real puede
darse por la presencia de dos niveles que al coincidir originan ironía
o sarcasmo, así como por el contraste entre lo que se pretendía y lo
que se logra. Es un «tratamiento» mucho más sutil que el manejo de
los recursos plásticos tan comentados. Y creo que la importancia de
unos y otros guarda esa misma proporción que su sutileza.
Desde los primeros escritos del autor, antes ya de las Sonatas, van
apareciendo esos elementos que, más tarde, al ser dados aisladamente
y sometidos a cuidadoso proceso de intensificación y organización
iban a constituir el esperpentismo. Los ejemplos van siendo más nu-
merosos y más relevantes en la trilogía de La guerra carlista y en las
Comedias barbaras; a partir de La pipa de kif acabarán siendo esen-
ciales, bien coexistiendo con otros, como en Divinas palabras y en
Luces de bohemia, bien siendo únicos, como en los esperpentos pro-
piamente dichos: Los cuernos de Don Friolera, Las galas del difunto
y La hija del capitán.
Veamos algunos ejemplos de ese esencial desajuste:
a) Entre lo ideal y lo real, por la interrelación de dos niveles, que
origina por sí misma el sarcasmo: En Los cruzados de la causa, cuan-
do los soldados liberales han dado muerte al muchachito que intenta-
ba desertar, y cuyo cadáver está frente a la casa de don Juan Manuel,
éste monologa :
La sangre de esc muerto lia m a n c h a d o los muros de mi casa...
¿ H a b r á de secarse en ellos? Salpicó a mis ventanas, y de estar yo
asomado me salpicaría la frente... ¿ H a b r í a de secarse o de lavarse?
612
¡Ese crimen es una vergüenza para toda la villa! ¿Y si en lugar de
sangre, esos asesinos me tirasen lodo a la casa y a la cara, cómo les
hubiera yo castigado? ¡Si mis hijos quisieran ayudarme!... Pero
ellos no son como yo, y ni aun sabrán ver la afrenta... Yo debía
llamarles ahora, como hizo Diego Laínez... ¿Para qué? Dios me ha
desamparado y no hallaría entre ellos a mi Rodrigo... ¡Acaso, sin lo
que ha mediado, pudo serlo Cara de Plata! Ahora ese mozo está
revuelto contra su padre. ¡He sentido posar sobre mí su mirada de
odio ! ¡ Y todo por una mujer, cuando hay tantas !... Don Galán lavará
mañana la sangre del muro. ¿Dónde estarán mis hijos?
El criado bostezó en un rincón:
—Durmiendo en la cama de las mozas (4).
613
en Los cuernos de Don Friolera, supone una indirecta subversión de
grandes temas literarios. Así podemos ver que el incesto, después de
ofrecernos un aspecto terrible en la Sonata de Estío, se nos aparece
reducido a lo grotesco en Divinas palabras (8).
d) Entre dos planos distintos de la misma realidad. Suele consistir
en la intromisión de un nuevo elemento real que por su insignificancia
rebaja brusca e inesperadamente el nivel de lo descrito, o por conno-
taciones que al introducir elementos grotescos en un contexto grave
subvierten, o al menos interrumpen desconcertadamente tal gravedad.
Como ejemplo de la primera utilización puede recordarse un pasaje
del cuento «Rosarito», en su último capítulo, cuando ya la tensión
dramática se ha adueñado del lector.
614
en la noche de Carnaval, la casa del cura de San Rosendo de Gondar
es visitada por unos enmascarados. El cura y su sobrina obsequian a
los murguistas, que aceptan el convite sin descubrir sus rostros. Cuan-
do al fin se van, ha quedado tendido en el suelo uno de ellos, precisa-
mente el que disfrazado de rey o emperador, con su corona de papel
y su cetro de caña, era llevado por los demás en unas angarillas. El
cura intenta despertar al espantajo, le invita a beber: pronto verán
él y su sobrina que la máscara es el señor abad de Bradomín... que
ha sido asesinado. Aterrorizados, no saben qué hacer. La sobrina
quiere avisar, pedir ayuda. Pero tío y sobrina temen verse compli-
cados en el crimen. Deciden hacer desaparecer el cadáver. La des-
cripción del cadáver quemándose en el horno de la casa no ahorra
ningún elemento escalofriante. Después, la muchacha inicia el planto
del muerto, que. nos conducirá hacia un final inesperado, en el que
dos elementos de la misma realidad, pero de nivel distinto, al coin-
cidir, transforman todo el patetismo anterior, reduciéndolo a gro-
tesca mezquindad:
615
perfeccionará al intensificarse en los esperpentos y en las novelas
esperpénticas.
Un ejemplo de subversión de un texto patético por la presencia
de elementos caricaturescos, uno y otros dentro de un tono realista,
nos lo ofrece el capítulo XVIII del cuento «Mi hermana Antonia»: Ha
muerto la madre del narrador; éste, un niño, describe así la escena:
616
Mientras tal añoranza actuó eficazmente en el escritor,, adecuada
a su ideario estético y dentro de poderosas corrientes artísticas de su
época, la obra cumplía su finalidad de creación estética con su entrega
a esa especie de magia evocadora. Que lo evocado fuese impreciso
contribuía a la perfección de la obra, puesto que la vaguedad, lo inde-
ciso, lo misterioso, eran propicios para el mejor logro de lo apetecido.
El Valle-Inclán evocador había conseguido ser artísticamente valio-
so, en tanto que su evocación de un determinado, y a la vez indefinido,
pasado podía ser tratada con válidos procedimientos artísticos. Porque
no debemos olvidar que el esteticismo es consustancial a Valle-Inclán
y muy pocos escritores han tenido tan exigente concepto de la respon-
sabilidad artística, ni la lian servido con tan rigurosa fidelidad ni a
costa de tantos sacrificios.
En cuanto la entrega a la literatura de evocación dejó de responder
a tales exigencias, el autor—'artista antes que nada—hubo de modi-
ficar totalmente la perspectiva y el modo expresivo de su obra. Su
incompatibilidad con casi todo cuanto le rodeaba le hacía imposible
una creación basada en la aceptación del mundo tal cual era. Intima-
mente seguía perteneciendo a un pasado que él había embellecido y
sublimado, pero que había agotado en sí y en el autor mismo todas
sus posibilidades.
Incapaz de aceptar la realidad, la dimensión cotidiana de la vida,
insistió en su afán de eludir todo compromiso con la sociedad de su
tiempo. Hubo instantes en que pareció atisbar en el porvenir aquella
luz que se le había extinguido en el pasado; pero sólo fueron fugaces
vislumbres de un ideal todavía más inarticulado y confuso que el
anterior. Su antigua vinculación al carlismo y sus posteriores simpa-
tías por la revolución rusa responden a una misma actitud de incom-
patibilidad personal con la sociedad en que le tocó vivir.
Su estética no podía seguir apoyándose en valores evocativos, no
era ya posible la evasión lírica, ni era válido ya mucho de lo que
había constituido la esencia de su arte. Otro autor, en trance seme-
jante, quizá hubiera impuesto a su obra un cambio absoluto, rom-
piendo con todo lo anterior. (No cuentan ahora, claro está, los autores
que en tal situación no hacen otra cosa que insistir, continuarse, repe-
tirse, repitiendo fórmulas muertas.)
Valle-Inclán prefirió que la ruptura fuese —en definitiva— una con-
tinuidad. Los antiguos asomos de humor y de ironía, acrecidos y esti-
lizados, expresarían su nueva visión del mundo. Nueva, por cambio
de perspectiva y porque al operar directamente sobre la realidad para
someterla a la deformación estética degradadora, los juicios de valor
iban a alcanzar mayor importancia. Las obras apoyadas en la evoca-
617
ción habían sido una huida hacia refugios de ideal belleza, la susti-
tución del mundo real por un mundo de creación personal.
La huida iba a cambiarse en lo contrario; pero la inmersión en la
realidad entrañaba una posición más agudamente crítica. El mundo
de Bradomín, el de Adega, el de los Montenegro, incluso el del histó-
rico cura Santa Cruz, pertenecían exclusivamente al autor, que podía
disponer de ellos con absoluta libertad. Nada necesitaba estar justi-
ficado realmente. Pero el mundo de los esperpentos iba a ser no una
creación libre y desarraigada, sino una deformación. La realidad
estaba ahí, como obligado punto de partida, y era inevitable adoptar
frente a ella una posición más definida. No bastaba rechazarla por
elusion, como antaño. La repulsa había de ser total, reiterada y con-
vincente. La deformación sistemática era en su raíz y desde su raíz
un quehacer estético, pero la selección de lo que iba a ser sometido
a ella implicaba un quehacer ético. Que éste fuera subordinado, de
segundo orden, no suponía que pudiera prescindirse de él.
Valle-Inclán encontró en su obra anterior casi todos los medios
expresivos de la nueva. Estaban repartidos a lo largo de toda ella.
Cuantitativamente lio eran muy considerables, pero cualitativamente
habían merecido siempre la más fina atención del autor... y del lector.
Esos recursos de expresión (desde los meramente plásticos y verbales
hasta los de más compleja estructura) se convirtieron en el modo de
expresión del esperpento.
El cambio de perspectiva produjo en tales modos y medios expre-
sivos un cambio de signo: por ejemplo, la utilización de versos ajenos
—otro de los recursos estilísticos que se muestra en la obra valleincla-
niana desde los primeros escritos hasta los últimos—dejará de funcio-
nar como elemento positivo para aparecer bajo signo negativo. En
otra parte hemos estudiado ese aspecto de la técnica de Valle-Inclán;
aquí hemos de limitarnos a recordar que desde Luces de bohemia la
incorporación de versos ajenos tiene una función desvalorizadora. No
se trata, como ha podido pensarse, de una influencia del teatro pai-ó-
dico, sino de la continuidad de un procedimiento estético grato al
autor y que ya sólo era posible cambiándose de positivo a negativo.
Lo mismo sucede con la temática: la superstición, fuente de tantas
páginas, se mantiene, pero las notas de misterio, la participación del
autor y del lector han cambiado de signo. El mundo supersticioso que
se presentaba con estético relieve en varios de los primeros cuentos,
en distintos pasajes de las Sonatas, en Flor de Santidad y en las Come-
dias bárbaras, se transmuta en corrosiva comicidad. Compárese el tra-
tamiento de lo supersticioso en esas obras con el que recibe en Las
galas del difunto: Y recuérdese que por si no bastase ya la distinta
618
perspectiva desde la que el viejo tema es ahora encarado, el autor
hace que la supez-stición sea también en sí misma un tema debatido
por los propios personajes; por añadidura se mostrará bajo el nuevo
signo la correspondencia entre aquel sentimiento y el alma gallega.
Las escenas III y IV de Las galas... dan ya la visión esperpéntica del
tema, que había irrumpido en la genial escena primera, jornada pri-
mera, de Romance de lobos. Cuando don Juan Manuel pregunta a las
ánimas «¿Sois almas en pena o sois hijos de puta?», el desafío y su
expresión responden perfectamente al carácter del caballero; pero la
fuerza expresiva de ese lenguaje opera a la vez sobre el lector, expul-
sándolo violentamente de su iniciada participación en el misterio
tenebroso de la Santa Compaña.
Lo que en la Comedia bárbara era sólo una fugaz, aunque hiriente,
luz, como de relámpago en la noche, es en Las galas... la iluminación
continua y definitiva. Por eso en aquélla podía volver a caerse en el
sentimiento supersticioso-—la actitud de don Juan Manuel en la escena
siguiente no deja lugar a dudas—, mientras en esta el tema queda
convertido en comicidad.
II
619
ban de hacer «conscientemente» las clases dirigentes, y lo que hacían,
con absurda inconsciencia, los demás.
Valle-Inclán veía en la realidad todos esos intentos de llenar tan
gran vacío con frases pomposas y gestos huecos, doble hojarasca retó-
rica, que era como la fachada de cartón y purpurina que permitía
mantener la ficción de que el edificio estaba en pie. Contemplado
•todo eso con ojos fríos y distantes, la tragedia se iba entreverando de
subversivos elementos cómicos, que la rebajaban al nivel de lo gro-
tesco y de lo absurdo.
Los héroes clásicos iban a ser vistos solamente en los espejos defor-
madores, pero no porque hubieran ido «a pasearse por el callejón del
Gato», sino porque todos los espejos eran ya cóncavos o convexos.
Héroe clásico es el portador de los pretendidos valores eternos, y éstos
no podían ser vistos ya más que a la luz de la deformación sistemática.
Porque la realidad, la «verdadera» vida del hombre, era en sí misma
mentira y mezquindad. De modo que la visión del espejo plano había
venido a parar en falsedad y el nuevo realismo valleinclaniano aspi-
raba cruelmente a la verdad.
En otra ocasión escribí: «Max Estrella, sacerdote ruin de la gloria
literaria, viene a ser—como otros personajes esperpénticos—una inver-
sión del plano inclinado que, a propósito de Erasmo y Cervantes, co-
mentaba don Américo Castro. Para el humanista resultaba cómica la
desproporción entre la grandeza de Júpiter y los trucos metamorfosea-
dores de que se valía para bajar al mundo de los mortales a saciar
ciertos apetitos. En el esperpento se recorre el camino inverso: la mez-
quindad humana se enmascara para fingir una elevación hacia grandes
ideales. Quedará siempre fuera de ellos, perneando como un pelele,
agarrada a hilos de mera palabrería. Esos grandes ideales no pueden
resistir el choque y se pinchan como globos de verbena. Pero los seres
viles, estrafalarios o energuménicos que los llevaban pueden crecer es-
téticamente en su dolor, y aun en su abyección, hacerse arquetipos. Al
proyectar su absurdo sobre la vida, fortalecen valores humanos que
estaban en el polo opuesto de la fanfarria» (13).
Obsérvese que lo que ahora venimos diciendo es io mismo, preci-
sando los dos puntos de vista utilizados. En el párrafo transcrito, veía-
mos primero el inútil esfuerzo del hombre por seguir encarnando aque-
llos grandes ideales; ahora vemos también esos ideales destituidos de
su grandeza por culpa de la mezquindad de la vida. Desde arriba y
desde abajo, lo que prevalece es el desajuste entre ideal y realidad.
620
En definitiva, los que habían ido a pasearse por el callejón del Gato
no eran sólo los héroes clásicos, sino también los temas clásicos, esos
grandes temas que habían sido válidos mientras se creyó en la capa-
cidad del hombre para altos destinos. La degradación de los valores
ideales y de su expresión en temas literarios es lo que Valle-Inclán re-
coge del mundo en torno; su aguda y condenatoria visión culmina en
el esperpento, aunque como hemos visto se había insinuado ya en
muchas ocasiones. El esperpento nos muestra cómo la creencia en tales
valores no era ya más que grotesco fingimiento.
Para la España contemporánea, en su representación política y so-
cial, mejor que cantar el gori-gori a todo lo que se necesitaba conside-
rar digno, era seguir pensando que lo muerto estaba vivo, ni más ni
menos que como en Luces de bohemia Basilio Soulinake se empeña
en creer que Max Estrella no está muerto. Seguir pensando cede el paso
muy pronto a aparentar que se sigue pensando, y creyendo; es decir,
se pasa a una completa ficción, con lo que se guardan las formas y se
consigue la única finalidad verdaderamente deseada: ir tirando.
El esperpento denuncia tal actitud : es la connotación de que la
realidad no es ni siquiera eso, sino infrarrealidad. Por eso, como géne-
ro teatral está muy cerca de la tragicomedia, de la comedia grotesca
y de la simple parodia. La técnica es a veces aproximadísima, pero la
gran diferencia es que se pone de relieve que lo paródico, lo grotesco,
no residen en el tratamiento dramático, sino en la realidad captada.
El hombre, más concretamente el español coetáneo de los esperpen-
tos, ese ser pomposamente llamado a tan altos destinos irrealizables,
es un pobre diablo que sólo consigue dignificarse, algunas veces, por
el sufrimiento. Tal dicotomía explica las dos perspectivas que se dan
en el esperpentismo : todo está visto desde una fría y despectiva altura,
de la que en ocasiones se desciende para sufrir lado a lado con las
víctimas, sobre todo con las víctimas inocentes, con esas criaturas que
también son una constante en la obra vallcinclaniana y que para nos-
otros representan la protesta del autor contra la vileza y la injusticia,
contra la brutalidad de unos y la culpable indiferencia de los demás;
contra ese absurdo en que ha venido a parar la vida del hombre (14).
El sufrimiento h u m a n o es lo único que se mantuvo en pie, lo úni-
co capaz de contener verdad y dignidad, después que don Ramón del
Valle-Inclán en sus esperpentos hizo tabla rasa de todos los conven-
cionalismos.
Ese hacer tabla rasa explica la indignación que los esperpentos sus-
citaron en tantas gentes que, por complicidad o por ingenuidad, ne-
621
cesitaban seguir creyendo en que la vida, y más ceñidamente, la vida
oficial española, se apoya en muchos y muy sólidos valores ideales po-
sitivos.
Reducir, como se hace en La hija del capitán, a picante y grotesca
historia de infra-alcoba el afán salvapatrias de un general, pongo por
ejemplo, es subrayar la terrible realidad que se oculta tras los gestos
y palabras grandilocuentes del patriotismo oficial. No importa que esa
realidad fuese una redonda suma de encantos femeninos o pueda ser
un delirio de megalómano, o el empujón que los grandes exploradores
dan al individuo que, creyéndose ser todo, no es más que el alguacil de
la explotación. No importa, porque el autor no manipulaba datos
históricos, sino que sometía la realidad a un tratamiento que, al des-
hacer cartones y borrar purpurinas, nos muestra ese total desajuste
a que nos venimos refiriendo.
Descubre así, dejándolas a nuestra vista sangrantes y sucias, las
entrañas de la realidad española. El esperpentismo, creación artística
genuina, es por añadidura una forma de conocimiento y un afán de
justicia.—ILDEFONSO MANUEL GIL.
622
aunque de menor entidad dramática, escritas entre 1944 y 1958. Los
tratadistas, con pocas excepciones, que han escrito sobre nuestro au-
tor (2), se han limitado a glosar la solapa de las ediciones de sus obras
y se da el caso de que el trabajo más citado es el de Jean Cassou (3),
cuando se trata de veinte líneas informando, únicamente, del estreno
de El señor de Pigmalión en Madrid.
El desconocimiento de que se queja Lain Entralgo en su artículo
reciente (4) es general, con la diferencia de que Lain denunciaba este
desconocimiento y los más se dedican a repetir lo leído, sin acercarse
a las obras de nuestro autor. Nosotros queremos en este trabajo estu-
diar solamente los prólogos de Grau a las ediciones de sus obras, pues
el estudio detenido de éstas aparecerá en un libro en el que trabajamos
actualmente.
L o s PRÓLOGOS
623
CUADERNOS. 224-225.-23
tinuación—, y una serie de afirmaciones espontáneas, pero basadas en
conocimientos profundos, nacidos de muchas lecturas, sobre temas di-
versos, pero de gran trascendencia.
LA CREACIÓN ARTÍSTICA
624
los románticos, es la mesura; entendiendo por tal la armonía interior
sobreponiéndose al impulso» (7); para Grau lo espontáneo no tiene
alta condición estética y «todo el estrépito de hojarasca de Víctor Hugo
está en el grave pecado de haber dejado suelta la espontaneidad» (8).
Y antes ha afirmado: «Hasta la danza y el arte negro de mayor fuer-
za, impulsados por el arrebato, han pasado por el instinto de la medida
ideal que conviene al mayor efecto estético y penetrante de todo ver-
dadero arte» (9). Y, sin embargo, nuestro autor cita frecuentemente
a Nietzsche en sus prólogos, muestra una gran admiración por el filó-
sofo alemán y hace suyas muchas de sus afirmaciones... «En el gran
lirismo nietzscheano—dirá—, todo el fuego interior está profunda-
mente intelectualizado».
...para vivir en el tiempo. Grau nos explica, en otro de sus prólo-
gos, la tercera parte de esa afirmación, que hemos compuesto toman-
do como base sus escritos: la obra nace para vivir en el tiempo, aun-
que surga condicionada por la época en que es creada, y en el teatro
los temas y los personajes tienen que ser temas y personajes que pue-
dan vivir con los hombres de todas las épocas; «porque una obra de
arte, si vive sólo de una época determinada, es una obra inferior: o
vive en lo que llamamos tiempo, o no es más que un leve trasunto sin
consistencia... Ni Edipo, ni Antígona, ni Hamlet, ni Tartufo, ni Pedro
Crespo, el alcalde hispano de Zalamea, están ligados más que fortui-
tamente al tiempo en que actuaron. Su vida interesa más a la con-
ciencia moderna que al mundo que les rodeaba siempre en lucha con
ellos mismos» (10).
CLASICISMO Y TRAGEDIA
(η) Ibidem.
(8) Ibidem.
(9) Ibidem.
(10) Ibidem.
(11) Prólogo a la edición ya citada de El conde Alarcos.
625
no sean reyes, ni príncipes, ni héroes, aunque sean hombres de esta
sociedad que vivimos, «de esta sociedad que Baudelaire llamó demo-
crática y sifilizada [...], adquieren su majestad por el dolor, que tiene
carácter universal» (12). La tragedia, pues, no murió en Grecia; estaba
antes y sigue después, porque «nacer es ya el principio de toda trage-
dia, y cuando se es héroe todo dolor tiene alegría». Y continúa Grau:
«Si los buenos burgueses del Pireo barrieron la gran tragedia helénica
de la escena, no pudieron barrerla de la vida ni del arte, al igual que
nuestros burgueses, completamente ignorantes de su sentido e inca-
paces de ennoblecerse sintiendo su emoción en la escena. Pero un día
volverá a esa escena de no importa qué lugar el ansiar ardiente de
Prometeo y la desgarrante voz de los átridas, en otras formas y otros
gestos, porque, según la frase clásica, las miserias y grandezas que se
ocultan hoy al sol aparecerán mañana» (13).
(12) Prólogo a la edición de Entre llamas. Buenos Aires, Ed. Losada, 1948.
(13) Ibidem.
(14) Prólogo a la edición de La casa del diablo. Buenos Aires, Ed. Losa-
da, 1945.
626
tálgicos, Le vieux Colombier y los ensayos de los teatros alemán y
ruso, este último, sobre todo, por los ensayos escenográficos (15).
Esta penuria del teatro español se debe, según Grau, a cuatro cau-
sas : a los empresarios, a los actores, a la crítica y a los mismos autores.
Los empresarios son duramente criticados por Grau, pero hemos de
tener en cuenta para comprender esta actitud que a nuestro autor le
fueron devueltas las obras por los empresarios una y mil veces con
el pretexto de que el público no las iba a entender. «Teatro y arte
—dice Grau—son sinónimos. Lo que cae fuera de ese arte no tiene
nada que ver con el teatro, aunque tal se llame. Y el teatro y el arte,
que son la misma cosa, no pueden ser capturados por la crematística y
por la industria más que como son en sí» (16). El empresario, para
Grau, «es un palafustán con dinero, ayuno de toda sensibilidad [...],
un buen señor que lo desconoce todo, incluso la mercancía con que
trafica y cuyos asesores suelen ser profesionales del bajo teatro, perio-
distas sin letras, currinches de bastidores y todo lo más negado y vul-
gar que pueda temerse» (17). Los deseos de Grau, tan ideales y discu-
tidos entonces como hoy, tienen como base a los organismos oficiales
correspondientes, los cuales deben imponer unas leyes condicionadoras
de la industria de empresarios y salas. El teatro es un medio de for-
mación cultural y los espectáculos, por responder, exclusivamente, a
los intereses comerciales de unos señores «ignorantes e inconscientes»,
giran alrededor del juguete cómico y fácil o de la obra de mal gusto...
«Algún día el único teatro que permanecerá, dentro del género comer-
cial, será la revista, con buen muestrario de pantorrillas y desnudos en-
cubiertos»; pero esto, según Grau, pertenece a la zona del circo y no
es teatro» (18).
LOS ACTORES
(15) La escenografía tiene una gran importancia para Grau. Las indicacio-
nes que hace en sus obras son extensas y precisas en lo que respecta al aspecto
escenográfico.
(16) Prólogo a la edición de Los tres locos del mundo, ya citada.
(17) Prólogo a la edición de El hijo pródigo. Buenos Aires, Ed. Losada, 1056
(3.a edición).
(18) Ibidem.
627
antes las causas se basaban en intereses económicos, ahora tendrán
como base la vanidad profesional. Ernesto Vilches, Rafael Calvo, Mar-
ta Fábregas, Antonio Vico y Fernando Díaz de Mendoza son admira-
dos por Grau, pero del primero dice, a propósito de Conseja galante:
«Ernesto Vilches, cuando la ensayó, echaba de menos en la obra u n
papel jerárquico en que lucir, una vez más, sus condiciones d e sobre-
saliente actor y divo, y entre su vanidad y su buen gusto, optó por
aquélla» (19); de Vico afirma: «prodigioso comediante, nacido para
un gran teatro, por el que nada hizo, a pesar de sus singulares facul-
tades, porque todo lo que tenía de intuición genial tenía también de
excelente padre de familia burguesa, sin ningún ideal artístico, como
n o fuera procurar el bienestar de los suyos y demostrar, cuando que-
ría, porque le era muy fácil, su gran naturaleza de actor máximo» (20),
y censura duramente a Fernando Díaz de Mendoza en su prólogo a
El conde Alarcos por la «cortesía glacial» con que le devolvió dicha
obra cuando el actor la hubo leído (21). Sólo Francisco Morano, Ricar-
do Baeza y Pepita Meliá y Benito Cibrián reciben elogios de Grau;
al primero dedica el autor cálidas palabras de agradecimiento en el
prólogo a la edición de Entre llamas, que Morano estrenó en San Se-
bastián con un fracaso absoluto de crítica y público, aunque respe-
tado y elogiado el autor por todos; a Ricardo Baeza dedica el autor
El hijo pródigo, porque «con su fervor santo por todo arte supo es-
timular la concepción de esta tragedia bíblica y con la llama siempre
encendida de su noble y grande espiritualidad ardió ante ella su entu-
siasmo de alma creadora» (22), y a Pepita Meliá y Benito Cibrián de-
dica también Grau su primera edición de El señor de Pigmalión m u y
líricamente: «A Pepita Meliá, la del gentil donaire, u n a Pompomina
ideal, y a Benito Cibrián, creador extraordinario, verdaderamente ge-
nialísimo, de su papel y Ariel vivificador de todos los personajes que
interpretan la farsa, dedica efusivamente su devotísimo Jacinto
Grau» (23).
LA CRÍTICA
Definidos por Grau como jornaleros de las letras, los críticos están
unidos al empresario y colaboran con un silencio pasivo o con una
deliberada actividad en mantener la «plebeya industrialización del
teatro». Pero, según nuestro autor, este colaboracionismo nace de un
628
hecho más grave: la falta de capacidad para emitir un juicio de va-
lor sobre una obra que también los tenga. «El autor—afirma—respeta
poco la opinión de esa crítica escrita de prisa y corriendo, en la re-
dacción de una hoja diaria... No por muy sabido deja de ser curioso
fijar un hecho tan sintomático como el ejercicio de la crítica de todo
arte (salvo el taurino) en una parte de nuestra prensa, en la que se
considera cuestión baladí toda actividad estética...» (24).
L o s AUTORES
LA RELIGIÓN
629
Einstein, Unamuno, «el solo espíritu nietzscheano con sed de grandeza
y de ambiciones de hombre, aunque soslayara a Nietzsche» (29) etc.
Y perdidas también en el prólogo de Los tres locos del mundo, encon-
tramos unas breves, pero valiosas afirmaciones, de Grau sobre la re-
ligión y sobre Dios: «La belleza desinteresada es lo más cerca de lo
que entendemos por divino, que se ha dado hasta ahora en la huma-
nidad... Con el cristianismo judeocristiano, recogido por Occidente
y reducido a una civilización determinada, todavía continúa la angus-
tia y esa trágica agonía cristiana tan profunda y magistralmcnte reco-
gida por Miguel de Unamuno, el señero vasco-hispano, la angustia
y la agonía de los místicos, y la de Pascal, y los Kierkegaard, contra-
dicción honda de un cristianismo ineficaz hasta ahora [...]. ¿Y Dios,
la gran objeción?... Hasta hoy, lo divino sólo se ha manifestado de
un modo amigo y comprensible para los hombres, en lo fugaz del
momento pleno y en el resplandor que se asienta en algunos lugares
que ha hermoseado el homo sapiens, de Linneo, en este pequeñísimo
planeta terrestre (30). Gran valor testimonial el de estas palabras, ya
que en sus obras no se plantean verdaderos conflictos de carácter reli-
gioso, que puedan darnos más luz sobre este mundo íntimo de nuestro
autor.
630
sas y amargas que sean las advertencias de la realidad que motivaron
su génesis (31). Como se puede observar, Grau pretende llevar a la
práctica la concepción teórica que tiene de una obra artística. «No son
obras de tesis... La vida no tiene tesis. Tiene leyes y su bullir perpe-
tuo por encima de toda ciencia de rebotica o de última hora. Es un
teatro esencialmente vital, y como la vida varía, puede cada cual inter-
pretarla según su personalísimo criterio» (32). Y ante el fracaso, Grau
afirma: «El oficio de escritor supone lógicamente abnegación y sacri-
ficio. Un artista de las letras sin fe es tan repugnante como un cura
de almas sin vocación...» (^0,). Y en la segunda edición de la misma
obra, pocos meses antes de morir: «Esta frecuente huida de empresa-
rios y cómicos de mi teatro me la explico, no ya por razones crema-
tísticas (las comedias de Benavente tardaron mucho tiempo en ser
benéficas para la taquilla), sino recordando unas líneas de Nietzsche
en El viajero y su sombra: «Goethe—escribe el autor de Ecce homo—
no era necesario a los alemanes y por eso no saben qué hacer con él.
Líbrenme los dioses de compararme al autor de Werther, ni a ningún
otro autor grande o pequeño. Aludo sólo a un ambiente espiritual.
Ningún verdadero artista debe compararse con nadie. «Debe sólo
—según el magnífico aforismo también nietzscheano—decir su pala-
bra y romperse» (34).—LUCIANO GARCÍA-LORENZO.
631
Cierto que las Crónicas de Bustos Domecq no son sino un maravi-
lloso divertimiento, en el que esplende el humor de Borges y Bioy, y,
al tiempo, un irónico tratado de crítica sobre arte y artistas «clasi-
zantes» y contemporáneos, géniulos y aristarcos, doctrinarios y maes-
trillos, poetas y plásticos, gastrónomos y arquitectos. Las veinte cró-
nicas del libro satirizan «las manifestaciones más novedosas —se nos
precisa—del arte y de las letras durante los últimos sesenta años»;
tanto los personajes como su glosador, Bustos Domecq, son apócrifos
aunque posibles, y la jocosa redacción de los textos «no excluye el pen-
samiento serio», según detallan el no menos apócrifo prologuista Ger-
vasio Montenegro y el «profesor adjunto» Longino. Pero la chispa y
el ámbito, específicamente porteños, del reciente y encantador libro
nos lleva ya, derechos, al tema central de esta nota, reiterativa de la
que, hace más de tres años, enviamos al número extra que «L'Herne»
de París dedicara a Borges y que, en versión castellana, apareció en
La Nación, de Buenos Aires.
Los términos de nuestro asunto no son demasiado complicados:
revisémoslos someramente.
T a n t o en previos y relevantes textos europeos sobre Borges como
en no pocos de los reunidos en el magnífico número de L'Herne—re-
cordemos especialmente a Barilli, a Hughes, a De Tommasso—se hace
ninguna o escasísima referencia a la argentinidad del autor; suele
aludirse a Borges como al «escritor argentino» o al «escritor bonae-
rense» para hacer girar luego todas las disquisiciones en torno a su
más que europeísmo, universalismo. Pensamos que la extensión, real-
mente ecuménica en el tiempo y el espacio, de las temáticas borgianas,
justifica sobradamente esas alusiones, aunque no la silenciación, cuan-
do no la negación directa, de su arraigadísima veta argentina. ¿Por
qué se suele callar a ésta, o ponerla en tela de juicio? A veces, las
más, no parece sino que por inadvertencia; otras, sin duda, por deci-
dida incomprensión, más explicable cuando los lectores y comenta-
ristas de la obra de Borges no forman parte de este tinglado, tan com-
plejo como indudable, que es la vasta comunidad de la lengua y el
sentir hispánicos, y palmariamente inadmisible—por superficialidad,
jugueteo seudointelectual o simple mala fe— cuando sí lo forman, o
cuando se evidencia, por detrás de tales especulaciones, un conoci-
miento suficiente de su obra poética, narrativa, ensayística y crítica.
En cualquier caso, lo argentino dista en Borges de ser un accidente
o una mera cuestión de color local; es, sobre todo, una mitología y un
alimento; forma parte de su mundo mental y sensible de manera
incontrovertible y sustancial, y, en consecuencia, de su obra y de su
trascendencia literarias. Atraído por el continuo fogueo de su riqueza
632
cultural y humanística, el estudioso o el lector de Borges suelen centrar
la atención tan intensamente en sus múltiples invocaciones a Coleridge
o a Homero, a Quevedo o a Chuang Tzu, a Kafka o a Petronio o a
Chesterton, que termina perdiendo de vista uno de los fondos prime-
ros y últimos del escritor: su inderogable argentinidad. Por supuesto,
y a partir de tales confrontaciones, lo más fácil o lo más profesoral
es aferrarse a ese lujo borgiano de mundiales alusiones c ideas para
asentar en él, con un carácter precariamente dictatorial e inamovible,
el trasfondo universalista del escritor—por otra parte, innegable—,
y hacer dejación, o aún negación expresa, de su nutrido componente
nacional. Pero éste es procedimiento de leguleyos y contables de la
literatura, cuya lógica no es nunca la del creador, y que parecen inca-
paces de distinguir las admirables reciprocidad y dependencia que,
en la obra de un autor como el que nos ocupa, hallan siempre lo de
fuera y lo de casa, la referencia viva, cobrada en el aire, las calles,
los campos, los arrabales de la patria y el dato —en el caso de Borges,
no menos inmediato y vivo—de procedencia foránea, especulativa y
culta. Así, pues, tales juicios a ultranza del europeísmo y el univer-
salismo borgianos no pasan de ser una limitación crítica de quienes
los esgrimen con visos de exclusividad e incluso de «descubrimiento
importante», y aun cuando lo hagan para subrayar la valía del escritor.
Existen también, y con frecuencia en la propia Latinoamérica,
quienes se han referido a ese universalismo borgiano con un carácter
solapadamente peyorativo. Evidentemente, el cósmico mundo virginal
americano de un César Vallejo, de un Pablo Neruda o de un Juan
Rulfo, sola y específicamente americanos, no se da en la obra de
Borges; ésta tampoco es una selva, sino un laberinto, y, además, un
laberinto creado por el hombre, siempre en sabia, incesante elabora-
ción. Cuantos términos acabamos de citar son el objetivo y mundo
originarios de la literatura borgiana —sobre la que, por consiguiente,
pesa de continuo un derredor nacional y autobiográfico—, y no hay
opinión más corta ni torpe que la de confundir superación e imper-
cepción. En reiteradas ocasiones —una de las más señaladas en febrero
de 1964, y durante su estancia en Madrid, donde Borges desarrolló un
copioso ciclo de conferencias—, el propio escritor rioplatense ha alu-
dido a su caso y a su «instalación» argentinos. «Una de las grandes
tradiciones argentinas —declaró— consiste justamente en superar lo
argentino.» Asimismo, y en una entrevista concedida en Buenos Aires
y en la misma coyuntura, poco antes de salir para España, Suiza,
Francia e Inglaterra, Borges precisó que «si el nacionalismo es delez-
nable en los países de Europa, mucho más lo será en América».
Racine detalló, tomó temas griegos para su teatro, y nadie le acusó
633
de antifrancés. Y a Shakespeare habría que reducirlo y empequeñe-
cerlo notablemente si sólo tuviéramos en cuenta sus obras de tema
inglés, así como a Lope de Vega si únicamente las de asunto español.
Al cultivar una literatura de aislamiento, de encasillamiento, todos
corremos el riesgo de quedar en simples provincianos. «O somos argen-
tinos de manera fatal, es decir, espontáneamente, o pretendemos de-
mostrar que lo somos con posturas nacionalistas; en este sentido
habremos procedido artificialmente; habremos creado algo artificial».
Tal concepto a favor de las realidades espontáneas y no forzadas,
aplicado asimismo por Borges a su refutación de la expresión «hombre
moderno» —tan contemporánea y abusada, pero, también es verdad,
tan cabal en muchas direcciones y sentidos—, no hace más que subra-
yar y poner de relieve el talante de la verdadera argentinidad literaria
del escritor, que desde luego es una argentinidad no afanada, sino
visceral, del todo gratuita, y que cobra súbitos y naturales reflejos en
su obra (sea en la de poesía que en la de narración y ensayo) de ma-
nera tan variada como natural y orgánica.
En ocasiones, esa subida argentinidad de la poesía y la cuentística
de Borges se muestra a toda vela en cuanto a pensamiento, materia
y aun lenguaje: «El Sur», «El muerto», «Biografía de Tadeo Isidoro
Cruz», «El fin», «El simulacro», «Hombre de la esquina rosada», para
empezar refiriéndonos sólo a cuentos. En el último que hemos citado,
«Hombre de la esquina rosada», y aunque instalado en él un resorte
intelectual y técnico de primer orden, Borges llega a asumir el abiga-
rrado lenguaje de los malevos de un Buenos Aires ya caducado, y toda
la narración rezuma un vivo, mimético amor por aquel mundo, en el
que «una mitología de puñales» cautivaba —y cautiva— al escritor
porteño :
La ciudad está en mí como un poema
que no he logrado detenor en palabras
634
sionada suscitación del campo argentino, de la incansable ex pampa,
descrita por Borges, no menos sentida y acertadamente que, a título
de ejemplo, Ricardo Güiraldes en su «Don Segundo Sombra».
Es muy expresivo que «Evaristo Carriego», el libro más argentino
de Borges, se abra con una dedicatoria del autor redactada en inglés
y con una cita, también en inglés, de De Quincey; no lo es menos
que en el disco «El tango», de larga duración y editado en Buenos
Aires por «Fontana» el pasado año, a los temas y letras más castizos
y tradicionales, escritos por Borges todos ellos, se unan las disonancias,
vanguardismos y neosonidos de la orquesta de Astor Piazzola...
La lectura y enfoque de todas y cada una de las páginas del
«Evaristo Carriego», la audición de las milongas, tangos y poemas del
disco citado—y entre cuyos poemas la «Oda íntima a Buenos Aires»,
no recogida en libro que sepamos, es de particulares calidad y belleza
y alcanza impresionante relieve en la tanguera voz de E d m u n d o
Rivero, en la del recitador Medina y en la avanzada versión musical
de Piazzola—no dejan el menor resquicio de duda sobre la naciona-
lidad y el amor nacionalista de su autor, y son tal vez, dentro de la
producción argentina de Borges, las dos obras más demostrativas y
fervorosas.
En otras ocasiones, la honda argentinidad de Jorge Luis Borges
destella de pronto en la cuchillada de una metáfora o de una línea,
donde juegan de pronto improvisado papel una evocación de sus lla-
nuras, la memoria de un tipo notable de las calles y los muelles
bonaerenses, o la reminiscencia infantil y netamente localista de la
ciudad antigua, con sus verjas y cancelas en retirada, sus portones,
sus patios conjugados de rosa, blanco y verde, bajo la luz del día
o la de las estrellas.
Una especial manifestación, singularmente interesante, de la argen-
tinidad borgiana es la de su alianza «dimidia pars», con los temas,
técnicas y expresiones de acarreo estrictamente especulativo o intelec-
tual. Según hemos hecho notar, la participación de esta última fuente
en «Hombre de la esquina rosada» es complementaria, accesoria y está
únicamente referida a la cuidadosa distribución de la trama y a la
sorpresa final que nos revela, como matador de Francisco Real, al
aparentemente abatido y secundario sujeto que narra la historia en
primera persona. Pero en otros y no escasos cuentos de Borges, tradi-
ción patria y cultura universalista, técnica y tierra, se dan la mano
con fuerzas y aportaciones pariguales. En «La trama», un gaucho
apuñalado es César muriendo en el Senado; en «El Zahir», las vías,
callejones y tabernas de Buenos Aires asisten al terror del hombre
obsesionado por la inolvidable moneda universal; «El aleph», a la vez
635
que un espléndido relato mágico, desplaza un acentuado regusto
bonaerense y retrata tipos muy peculiares de' la vida y de la sociedad
literaria porteña; en «El cautivo», a la patética interrogación final,
válida para cualquier país o momento de la Historia, antecede una
historia de indios, asaltos, anchurosas estancias y distancias del campo
argentino; «Historia del guerrero y de la cautiva» suscita un parangón
de situaciones vitales entre el antiguo bárbaro romanizado y la inglesa
aindiada para siempre; en «Diálogo de muertos», dos tiranos de la
historia argentina dialogan en la antesala del infierno; la meditación
«Martín Fierro» afirma la perennidad de la anónima criatura literaria
de José Hernández, y de Hernández mismo, frente a toda la fugaz
grandilocuencia de las manifestaciones y fanfarrias bélicas, patrióticas
y colectivas, tan aparatosas y trascendentales en su día como sepul-
tadas luego por el tiempo y el olvido... Pero, a nuestro entender,
«Funes el memorioso» es el más claro ejemplo de la aleación argenti-
nismo-universalismo a que nos estamos refiriendo, testimonio del
mundo y de los sucesos todos, Funes, el oscuro peón inválido del cam-
po argentino, es un espejo del tiempo y el recuerdo totales, una metá-
fora de Dios. En ese relato están, como armoniosamente comprendidas
y empleadas, algunas claves de la narración y del pensamiento intem-
porales y mundiales. ¿Podríamos prescindir, sin embargo, al conside-
rarlo así, de todo su certero, entrañable mundo ambiental? La cam-
piña y la vida rural argentinas, la figura misma de Funes, son sendos
elementos básicos de ese inquietante relato, tan vigente hoy como
cuando fue escrito.
Hay todavía, en Jorge Luis Borges, una cuarta dimensión de argen-
tinidad, que no es la total, ni la salpicada y exornativa, ni la que com-
parte a medias su influjo con el de otras vivencias y tendencias.
Se trata de una argentinidad prácticamente involuntaria—especial-
mente involuntaria—, en estado puro: esa que surge y se desmanda
como un torrente en la ejemplificación de Barracas, el pueblecito de
«Nueva refutación del tiempo»; la que se manifiesta rápida y memo-
rablemente en «Los espejos velados» ; la que se emboza en la innomi-
nada ciudad—Buenos Aires—de «La muerte y la brújula»; la que
cabrillea en numerosos pasajes de los libros Discusión, Otras inquisi-
ciones, El hacedor, o se decide a incluir al fantasma de la cerda enca-
denada en el Manual de zoología fantástica. De modo repentino o más
dilatado, esa argentinidad de raíz, inexorable, carece en muchos casos
de referencias concretas, de puntos de arraigo fácilmente distinguibles,
porque es tan de fondo, que ni el autor, seguramente, habrá alcanzado
siempre a detectarla. Es un senti-pensar en argentino, un considerar
tal fenómeno o cual aspecto del mundo o de las letras con la inten-
636
cionalidad, la ironía —«Crónicas de Bustos Domecq»—, el ángulo de
visión, el enfoque vital, propios del alma argentina. Esta, en el enorme
y dispar concierto de la vida hispanoamericana, presenta unas carac-
terísticas sumamente acusadas que, a grandes rasgos, entroncan direc-
tamente, y ahora veremos cómo, con los apresurados recuentos y razo-
namientos que informan la presente nota.
La Argentina es, sin pérdida de ün marcado acento nacional, el
más europeo de los países latinoamericanos De cara siempre a Londres,
a Madrid, a París —casi nada a Italia pese a su elevadísima, casi
preponderante población oriunda de Italia—, Buenos Aires, incluso
en buena parte de su estructura urbana donde se hace más visible
el fenómeno, es un complicado, pero manifiesto trasplante de esencia
europea en suelo americano. N o se trata, quede bien claro, de los
naturales, habituales y heredados influjos, sino de una tendencia suce-
siva mucho más intensa y poderosa, de más ambicioso cosmopolitismo.
Pero no recuerdo bien quién me dijo un día—acaso el profesor
Rodolfo A. Borello— que si Buenos Aires era «todo» el país, también
el resto del enorme solar argentino era «todo» el país. Quedaba así
expresado, en forma sutil y aparentemente contradictoria, el peso
enorme, que, por otra parte y frente a todos los influjos, posee «lo
argentino», entendido ya el término con plena exclusión de las incor-
poraciones y tendencias de signo europeo. Es decir, que la Argentina
es un campo donde, con fuerza singularmente dramática, con vigen-
cias diversas—muchas veces opuestas—en equilibrio, lo específicamen-
te europeo y lo específicamente argentino (por nacimiento o por
arraigo) pugnan por una supremacía indecidida aún. La canción por-
teña es una prueba más de todo ello, y Ernesto Sábato, en su exce-
lente ensayo «Tango, canción de Buenos Aires», lo dilucida muy
suficientemente.
637
LOS MOTIVOS ESTRUCTURANTES DE «LA CARETA»,
DE ELENA QUIROGA
638
y nivel de conciencia que se entrega al lector. La careta, de Elena
Quiroga, no ha tenido toda la ventura crítica que se merece. Para
algunos críticos es sólo un alarde técnico, difícil de leer y, en conse-
cuencia, frustrada como creación novelística (i). De acuerdo con lo
ya tradicional en las novelas de corriente de la conciencia, el captar
el motivo clave o estructurante elimina los problemas de su compren-
sión y se justifican todos los elementos constituyentes de esc extraño
mundo, que se conforma a medida que el protagonista es acuciado
por los recuerdos que borbollantemente emergen de su pasado.
La situación inicial es la de una reunión familiar. El tiempo crono-
lógico va desde la hora de la cena hasta el amanecer. En este lapso,
por medio de monólogos interiores y uso de estilo indirecto libre, se
reconstruye la historia del protagonista. Su vida es extraña, angus-
tiada, contradictoria y compleja; el m u n d o creado, caótico, oscuro,
pleno de alusiones a una realidad oculta que se va desvelandq progre-
sivamente. El lector intuye o sospecha connotaciones en los recuerdos,
cuyo sentido emerge sólo en las páginas finales. La extraversión de
varios niveles de conciencia, que suelen coincidir con diversas instan-
cias temporales, contribuye fuertemente a configurar el mundo en su
dimensión caótica. La clave—motivo básico—radica en una experien-
cia infantil, cuyo recuerdo completo aparece sólo en el penúltimo
capítulo, con lo cual se ilumina y ordena retrospectivamente la historia.
El título da nombre al motivo estructurante básico : la careta. El
relato se basa en una doble forma de vida del protagonista. La apa-
riencia, lo que los demás creyeron alguna vez que él era, y la verdad
que él sabe acerca de sí mismo y que no se atreve a confesar. Esta
antítesis no resuelta es la que le provoca la presión psíquica con la
cual vive ν a la vez determina la estructura de la novela.
«...Todo empezó en el momento mismo de las palabras de los de-
más y en su propio embotamiento» (p. 51), recuerda Moisés (2). Tenía
entonces doce años. Su padre, perseguido en la guerra civil, se esconde
en casa. Al llegar los soldados a apresarlo—después de varias tentativas
(1) «En La careta, la última de sus novelas extensas, Elena Quiroga prosigue
todavía en su porfía de novedad, en sus afanes técnicos en relación con las dos
novelas precedentes. Pero temo que aquí se haya pasado de la raya. Hay ya un
exceso de virtuosismo; el libro está escrito con un cabrilleo impresionista que
fatiga y —a mí al menos— no satisface. La lectura es difícil, y en muchas de
sus páginas se me ha ocurrido preguntarme si el sostenido esfuerzo que requiere
merece verdaderamente la pena» (JUAN LUIS ALBORG : Hora actual de la novela
española. Taurus, Madrid, 1958; p. 197).
(a) ELENA QUIROGA: La careta. Editorial Noguer, Barcelona, 1955. Todas las
citas corresponden a esta edición. La tipografía de las citas es la del texto
original.
639
CUADERNOS. 224-225.—24
fracasadas—se produce una situación que lleva a que le disparen tan-
to a él como a la esposa. Los aprehensorcs se van, y el niño, que se ha-
bía escondido, vuelve a la escena. Ve a la madre herida en el suelo.
Cuando ésta trata de pedir ayuda a los vecinos, el hijo, impelido por
el miedo de que los soldados vuelvan, cubre la boca de la madre. Esta
muere. Al llegar los vecinos, éstos creen que el niño ha realizado un
extraordinario acto de heroísmo al cubrir con su cuerpo el de
su madre: —No es nada. Es la sangre de su madre, pobre criatura...
Se echó sobre ella para que no la mataran (p. 204). Λ partir de aquel
instante queda marcado con el sello del heroísmo, el que lo acom-
paña cuando llega a la casa de los primos. La verdad, sin embargo,
es dolorosa y aguijoneante. Sólo él sabe lo que realmente ha suce-
dido. Toda su vida transcurre bajo la presión de la necesidad de sa-
carse esa máscara de valentía y confesar su humillante cobardía. El
suceso descrito se graba en su subconsciente y sensibiliza los senti-
dos de manera que, posteriormente, éstos actúan de provocantes de
la memoria. La careta o la máscara—el ocultamiento—constituye el
motivo fundamental. Los otros aspectos del episodio se concentran en
varias relaciones significativas para la estructura de la novela. En cuan-
to al padre, el niño primero lo admira en su uniforme militar. Poste-
riormente, su comportamiento lo lleva a disminuir la admiración y,
finalmente, a odiarlo y despreciarlo. En relación con el padre se dan
los siguientes motivos: del escondite, del disfraz, el terror (enajenante
cuando alguien busca al escondido), la supervivencia (por sobre todas
las cosas) y la cobardía. En referencia a la madre, lo más relevante es
que ésta descubre su cobardía y la comprende. Nada hace para
defenderse. Sólo lo mira. Gon ella se vinculan los motivos de la mi-
rada (ojos), el abrazo, la protección, la palabra madre, la sangre. La
situación, esquemáticamente descrita, se transforma en la psique del
niño en fuente de asociaciones para toda la vida. Estos estímulos
psíquicos adquieren en la novela la categoría de motivos secundarios
recurrentes. La estructura de la novela es radial, en el sentido de que
en el centro del círculo yace el suceso fundamental—motivo de la
careta—, y en torno a él se ramifican los motivos secundarios, cada
uno de los cuales sirve de núcleo aglutinante de diversos recuerdos.
Estos parecen carecer de relaciones entre sí. Sin embargo, son interde-
pendientes a través del motivo secundario y del básico.
640
Le dejaban pasar con respeto. Allí empezó la gran
mentira, cotí aquel cuerpo materno por testigo. Allí
se invirtió todo, y nunca tuvo valor—¿valor él?—
para afrontar la verdad (p. 204).
641
complejo. Flavia ve a Manuel, su hijo sordomudo, sin engañarse, sin
mentirse, en su más triste realidad. Su actitud con respecto a él es si-
milar a la que tenía con Moisés. El pequeño sordomudo es recordado
por Moisés al comienzo de la cena y extrañamente lo califica de tes-
tigo: «Hubiera sido bueno buscarse ese testigo, y sentarle en el medio
a presidir la cena» (p. 21). Podemos suponer que el pequeño sería el
testigo, la prueba, de que ella había visto su oculta verdad. Al mismo
tiempo, habría sido una especie de redención de su pecado. El párrafo
final del primer capítulo sugiere, en este sentido, un posible simbolis-
m o del nombre del niño y, por tanto, de su función en el inconscien-
te del protagonista. Su nombre recuerda el de Cristo. El símbolo se
acuña más por la descripción que Moisés hace de él: «(Le pareció
que el niño era redondo y blanco como una hostia)» (ρ. ai). Se insiste
en el paralelismo en la frase antes citada que evoca—ahora—la posi
ción de Cristo en la última cena. Las expresiones, sin embargo, tam-
bién podrían interpretarse sobre la base de la oposición Manuel-Moi-
sés, ya que éste se ve a sí mismo como el niño-pecado: «... él, en cier-
tos aspectos, fue un muchacho inocente. Inocente y sucio de pecado»
(p. 18). En cambio, Manuel es el niño-pureza: «No soy Manuel, no me
defiendas... Si tu hijo lo viera no sabría mentir, no puede...» (p. 123).
El significado del niño en el mundo de asociaciones personales, míticas
y literarias de Moisés es la del Redentor, el que limpia del pecado.
En cierto modo se confirma cuando el propio Moisés habla de su ver-
güenza como de su INRI.
El otro aspecto de la máscara, hemos dicho, es la necesidad de li-
berarse. E n reiteradas ocasiones se menciona este anhelo: Moisés espe-
raba siempre una liberación, algo milagroso de aquella llegada (p. 31).
Frase que se refiere a la llegada de los primos. Sin embargo, es indicio
de la actitud de espera de Moisés Desde niño deseaba hablar. Ya he-
mos citado: «A ráfagas se veía contándole todo a Flavia, descargando
sobre Flavia» (p. 16). En un momento exclama: Tengo que decírselo
a alguien. ¿Qué importa quién? Todo desde el principio... (p. 149). El
tema aparece continuamente. Cuando niño: «Nieves fue la única que
no preguntó, pero era tan pequeña que no dolía. Podía mentírsele a
Nieves o podía decírsele la verdad: todo sonaría igualmente monstruo-
so» (p. 57). En silencio se dirigía a su tía: Si quieres puedes pregun-
tarme, si quieres...·» (p. 56). Desde esta perspectiva adquieren todo su
doloroso significado los dos intentos de confesión. En ambos casos sale
frustrado de la iglesia: no se le cree. Una vez lo dice todo. Se «confie-
sa» con una prostituta: ...se dio cuenta de que se le escapaban las
palabras como posos hirviendo, que hablaba furiosamente, entrecorta-
damente (p. 131). Agrega: Fue una sorda ascensión por sus paUbras
642
hasta los pensamientos (p. 131). N o encontró el eco ni la liberación que
esperaba. Huye. Dejó de frecuentarla. Huyó de sí mismo hasta llegar
a la convicción de que podía morirse sin despegar los labios (p. 131).
La novela en sí es también una forma de confesión.
Uno de los aspectos esenciales del motivo de la careta es la cobar-
día. Abundan los episodios y las acciones que se explican de esta ma-
nera. Esta es la causa que le hace reaccionar con tanta energía y ena-
jenante indignación cuando una de las primas—Ignacia—lo califica
irónicamente de «valiente» : sintió como un disparo en la sien, un
trallazo rojo en los ojos, y se encontró rodando con ella sobre las
lozas de la glorieta» (p. 44). En directa relación con la cobardía está
el desenlace de la novela y, en consecuencia, su sentido último. La
«fábula» —con la connotación dada a la palabra por los formalistas
rusos— concluye cuando Agustín lo sigue por las calles e intenta ma-
tarlo. Moisés había sospechado la posible reacción de Agustín cuando
lo provoca en la terraza de la casa: «Y le volvió el miedo de sus doce
años —se estremeció de placer porque aún podía sentir al menos mie-
do— y una piedad sin límites no por sí mismo, sino por Agustín, que
quizá no hallara fuerzas para rematarlo» (p. 68). El sentimiento de
Moisés («una piedad sin límites... por Agustín») es del todo inusitado
en el personaje. Su característica predominante, en especial hacia Agus-
tín, es el rencor, el odio y el sarcasmo. Su reacción de piedad podría
pensarse como un signo de su futura salvación, liberación de su en-
cono vital. Cuando la situación real se produce, Moisés no recibe pasi-
vamente el castigo —el sacrificio como salvación—, sino que actúa del
mismo modo en que lo hizo cuando niño. Hiere a Agustín y huye
para no ser sorprendido como hechor. Por último, suspira con alivio
y exclama: «—¿Qué importa? Mientras estás, estás» (p. 213). Frase
con la cual concluye la novela. La noche transcurrida desde el comien-
zo de la historia puede pensarse —como hemos sugerido antes— como
una prolongada confesión. La confesión —hemos dicho— representa
una posibilidad de salvación, ya que involucra la liberación del trauma
psíquico. En consecuencia, bien podría esperarse que el transcurso de
la fiesta, su recordar y el enfrentarse a una situación radical—seme-
jante a la de su infancia, proximidad de la muerte— vendrían a cons-
tituirse en la ruta de su exculpación. La novela habría llegado a ser el
camino de su penitencia interior. Sin embargo, el desenlace y su ac-
ción final frustra esta posibilidad. El desenlace es, en realidad, un
retorno. Se salva físicamente, pero se pierde, una vez más, psicológica
y moralmente.
643
gicos en diversas instancias de la novela. Moisés ha odiado a su padre
desde que éste «traiciona» su confianza. Sin embargo, el Moisés del
episodio final recuerda fácilmente a su progenitor. También éste había
reconocido que: «Vivir importaba de pronto» (p. 28).
Dependiente del motivo de la careta está el del vino como factor
desenmascarante. El vino es un elemento polisignificativo en el texto.
Uno de sus sentidos es la capacidad de cruzar el nivel de la apariencia
y adentrarse en la realidad: «El, que se sentía hosco y desgalichado
cuando no bebía, debía al vino aquella visión diáfana, aquella súbita
facilidad para expresarse, como si el vino desatase un nudo que le
agarrotaba el cerebro, o le aceitase, le lubricase» (p. 122). En otro ins-
tante precisa esta función: «...y entonces supo que cuando bebía dis-
curría con tal lucidez—volvía la memoria acuciante, dolorosa y gozo-
sísima—que lo buscaba para salir de sí mismo, y entrar, y volver a
salir» (p. 126).
•Α
ΕΙ motivo secundario más recurrente de la novela es el del olor,
como factor creador del recuerdo .Las ocasiones en que se le mencio-
nan corresponden a las más variadas circunstancias. Casi podría afir-
marse que Moisés es un personaje que aprehende el mundo predomi-
nantemente por el sentido del olfato. Un fragmento del primer párrafo
de la novela es un hermoso ejemplo del sistema y, a la vez, constituye
la clave parcial de la persistencia del tema:
Porque aquel olor —él lo sabía— se mete por las compuertas del
cerebro, se filtra por el olfato, sube por los dedos, no lo puedes
olvidar jamás, desterrar jamás, y en cuanto surge algo amarillento
y viscoso, o hueles un perfume fuerte y vital —la hembra, la fragancia
de la tierra húmeda en la sombra, o al sol corrompida— vuelve en
sordina aquel olor, se pega a ti, monta a caballo sobre tu corazón
y te oprime hasta morirte de asco (p. 13).
644
cúndante tiene para provocarle un recuerdo particular: el de «aquel
olor». Revela aquí una acuciante sensibilidad olfativa que lo transporta
persistentemente hacia el fondo del subconsciente para emerger, por
último, con la angustia («te oprime») que se asocia con el acto de
oler: «vuelve en sordina aquel olor». Todo el párrafo inicial comienza
con la sensación de asco, tanto el vital como el que le origina la fic-
ticia destrucción de sí mismo. Desde aquí se proyecta hacia el «aquel
olor» que parece representar la máxima potencia de su reacción física
y moral: «te oprime hasta morirte de asco».
La clave del motivo que ahora estudiamos—como todos los de la
novela— radica en la traumática experiencia de los doce años. El capí-
tulo en el que se cuenta el suceso concluye con la muy significativa
frase: Dejarla allí, tendida, con las faldas recogidas y los ojos abier-
tos. No pensaba en su padre. Creyó que no había mirado la sangre,
pero después la recordó. El olor sobre todo. Para siempre jamás (p. 205).
Una de las formas más comunes en que se manifiesta es por la
persistente descripción de los objetos y de la realidad destacando su
olor: «un andén desabrido que olía a puerto» (p. 51); «bajaban una
calle en cuesta y olía a mar» (p. 53) ; «todo el tronco le olía a palma»
(p. 55); «y en torno, subiendo de la ribera de la ciudad, poderosí-
simo, un olor agrio e incitante a mar» (p. 55); «en la cama blanca,
con el gráfico a sus pies. Aquel olor degradante desde los pasillos»
(p. 88); «miró asombrado en torno, tan viva la memoria, que dila-
taba las narices sin querer...» (p. 112); «el olor ingente—buganvi-
llas moradas desbordando los muros» (p. 113); «pero cuando se halló
en Madrid, ... la gente olía a seco, a tierra enjuta» (p. 126); «era
un local sucio que olía bravamente a pescado» (p. 136); etc. Tam-
bién sirve de núcleo para una serie de recuerdos. Estructura, por ejem-
plo, el capítulo III. La primera frase es «notó que sudaba...». Se re-
fiere a su propia reacción física mientras cenan. Entonces, advierte la
actitud de Ignacia : «Vio la mueca de Ignacia porque las secaba con
el pañuelo». Hasta aquí llega la descripción de la realidad más inme-
diata. Desde ella emana el recuerdo de una situación similar en el
pasado, en la cual las referencias olfativas se multiplican, para luego
unir ambos momentos a través de la repetición del gesto de la prima :
Verbenas en Bouzas y en el Berbés. Se apiñaban para bailar al son
de la charanga. Olía fuertemente a pescado, subía el olor a pescado
desde el mar, desde la ribera, desde las barcas, desde los tinglados.
Olían aún a pescado las mujeres, y a sardina y mar las manos secas
y curtidas de los hombres... (p. 39). Finalmente el nexo: Ignacia era
ya una jovencita y aquellos hombres la miraban deseosa y furtiva-
mente, ν ella torcía el gesto —como ahora— porque estaban sudando
645
y olían a brea, a algas y a pez (p. 39). Relevante del carácter circular
que el motivo imprime al capítulo es que concluye volviendo al tema.
Después de reproducir su pelea con Ignacia, cuando ésta lo trató de
«valiente», anota: Se habla secado el sudor con la »nanga mientras
Ignacia se alejaba sin mirarle (p. 45). Frase que indica que la incorpo-
ración del episodio es a través del motivo que ahora comentamos. Aún
más, la frase final—ya referida a otra situación—cierra el circuito:
Moisés marchaba detrás de Nieves y el pelo suelto le olía a madre-
selva (p. 45).
Otro aspecto es el vínculo —ya antes sugerido— entre el olor y la
sangre. El párrafo citado anteriormente establece la relación con evi-
dencia: Creyó que no había mirado la sangre, pero después la recordó.
El olor sobre todo. De lo que se infiere que el olor fundamental es el
de la sangre de aquel día y ésta fue la que determinó su sensibilidad
olfativa. Todos los olores le traen el recuerdo de «aquél«, o sea, el de
la sangre. Esta dimensión del motivo se amplía y se funde con el del
vino. La semejanza de color favorece la identidad : «El vino era de
color rojo tirando a marrón. Se le había secado la sangre. La sangre
en el suelo se hizo marrón, una mancha deforme marrón. Nunca ha-
bía visto unos seres más desnudos en su verdad. La temblaba la copa
en sus labios. Le temblaba el recuerdo, marrón, rojo, violento» (p. 49).
Párrafo en el cual se intèrrelacionan la sangre, el vino y la máscara.
En el capítulo X, cuando va a la terraza y arroja el vino en la cara
de Agustín, se insiste en la misma idea : «(El vino se escurría de Agus-
tín, goteaba, iba haciendo un charquito sobre el mosaico rojo de la te-
rraza.) Oía las voces mientras miraba el charco. Le empujó con el pie.
Cuidado, no piséis. Se estaba bien allí, oyendo aquellas voces conocidas
acercándose y alejándose, y eran las voces de los suyos» (p. 121). El capí-
tulo sigue en dos niveles de conciencia: el de la realidad inmediata
—voces de los primos en la sala—y el del recuerdo—las voces oídas
cuando su madre yacía en el suelo, en cursiva—. La superposición se
basa en el motivo sangre-vino.
ir
646
freudianas, sino porque crea las relaciones más inciertas entre los
personajes de la novela y, nunca, alcanza un nivel consciente. N o obs-
tante, determina su ritmo y la complejidad de las relaciones entre Moi-
sés y Fia via y Moisés y Agustín. Veamos el tema con mayor cuidado.
Moisés, en un principio, siente gran admiración por su padre. Cuando
comienza la persecución se inicia en él cambio en su personalidad, en
el humor, los gestos. Todo culmina con el quemar el uniforme mili-
tar, lo que adquiere un carácter simbólico. Luego, el padre se oculta
cobardemente, mientras la madre se enfrenta con los perseguidores. El
hijo colabora con la madre. Juega a esconder al padre. El capítulo XVI
proporciona la clave para estas relaciones. Cuando vuelve a la calle
familiar recuerda: «Llegaron—los perseguidores—cuando había per-
dido fe en su padre, más bien admiración, respeto» (p. 194). Sigue el
recuerdo infantil: Solamente él, Moisés, miraba aquella fogarata de
la que sobresalta una charretera, o chispeaba la estrella de plata de
una bocamanga. Algo se estaba yendo para siempre (p. 194). Insiste:
«empezó a despreciarle. No sabía bien por qué, pero le despreciaba...»
(p. 196). En cambio: «Se hizo carne, prolongación de su madre. Se
sintió de ella, hijo de ella...» (p. 197). Al producirse la mayor crisis, sus
padres se unen en el infortunio y él se siente marginado: «Moisés se
sintió monstruosamente solo, le pareció que aquellos dos seres se bas-
taban, ... Le empezó un sentimiento, mezcla de desdén y de odio, un
sentimiento frío y agudo que se filtraba, que le poseía, hacia el hom-
bre escondido en la alacena del cuarto de planchar» (p. 198). Hemos
sugerido en páginas anteriores que emerge una fácil relación entre
Flavia y la madre de Moisés porque ambas coinciden, con respecto
a él, en el conocimiento de su verdadera realidad y, además, en su
común afán de protección. El problema, sin embargo, se complica
porque Moisés revela desde pequeño una inclinación hacia Flavia
—con varios matices—-y ésta hacia él. La prueba total está explícita
por la sobrina clarividente que les grita en la cara:
«Y con maldad, con una adivinación cruel, le lanzó con sarcasmo:
—Tú quédate con Moisés...
Flavia enrojeció. Enrojeció ante todos, súbitamente, como si la bo-
fetada se la hubiese devuelto ella» (p. 166).
La relación con Agustín es ligeramente más compleja y aun, po-
dríamos aceptar, más discutible. El tono predominante es el desprecio
de Moisés por Agustín y su necesidad de hacerle sufrir. Una explica-
ción de su actitud es que Agustín es el que cree más ciegamente en el
heroísmo de Moisés. Esto justificaría su odio, ya que Agustín, con su
admiración, le evidencia a cada instante la radical falsedad de su exis-
tencia y el momento cruel y terrible de la muerte de su madre. Sin
647
embargo, hay un par de detalles que sugieren la posibilidad de una in-
terpretación más profunda y asolante. Unido a lo anterior está el hecho
de que cuando jugaron a los disfraces, Agustín usa algunos elementos
que le provocan una fuerte reacción psíquica, ya que le recuerdan al-
gunos usados por su padre:
«Súbitamente se dio cuenta de que Agustín llevaba unos pantalo-
nes negros metidos en las botas charoladas de lluvia, con unas cartu-
cheras en la cintura. Y—verlo le paralizó—rápidamente se anudaba
un pañuelo rojo sobre el cuello desnudo.
Un pañuelo rojo en torno a una camisa desabrochada. Una mano
rápida y violenta como una hoz... No sabía por qué... Agustín se ha-
bía oscurecido los ojos con carboncillo. No sabía por qué. Una amar-
gura enorme. Un peso enorme...» (p. 34).
El cambio de tipo—redonda a cursiva—muestra la conexión y la
reacción inconsciente y casi espagmódica de Moisés. Con timidez po-
dría pensarse que la actitud constante de zaherir a Agustín podría
vincularse con esta intuitiva unión de Agustín y su padre. A la vez, ad-
quiriría un sentido todavía mayor el hecho de que, sin ningún amor
o entusiasmo, disfrute de la amante de Agustín, Choni.
•k
648
TRADICIÓN Ε INNOVACIÓN EN LA PICARESCA:
MATICES DE EL CASAMIENTO DE LAUCHA
649
unida a su existencia, fue granando sin prisa ni estridencia hasta cua-
jar en un estilo, ese que aflora en el chisporrco criollista de El ca-
samiento de Laucha.
Los primeros y vacilantes ensayos narrativos dí Roberto J. Payró
muestran una gama muy diversa de influjos no ; similados que van
del folletín romántico a la novela experimental,, del simbolismo al
realismo galdosiano. Su novela Antígona (1885) apareció cuando Payró
tenía dieciocho años y debe situarse junto a los primeros ensayos na-
turalistas en la novela argentina; sus cuentos de Scripta (1887) y de su
continuación, Novelas y fantasías (1888), son ejercicios donde falta to-
davía el acuerdo íntimo entre la personalidad del artista y su expresión.
Hay en estas páginas formas ya marchitas y sorprendentes intuiciones
poéticas: Catulle Mendès refresca y sacude al artista incipiente; de
pronto, bajo el removedor influjo de Poe, Payró crea una atmósfera
de extraña sugestión en contraste con pasajes de una audacia con-
ceptual muy ingenua o de lacrimoso sentimentalismo... En los cuentos
breves y en una nouvelle de estos libros juveniles encontramos insi-
nuados procedimientos que cristalizan en sus relatos de madurez. La
técnica de la narración en primera persona utilizada por Payró en El
casamiento de Laucha ν en Divertidas aventuras del nieto de Juan
Mor eirá (1910) aparece en algunos relatos de Novelas y fantasías («No-
ches de estío», «Días nublados»). A veces consigue cierta armonía psico-
lógica entre las criaturas de ficción y su lengua (en ¿Crimen? y en El
olvido, por ejemplo), y acude con frecuencia al refranero, tan abun-
dantemente utilizado en El casamiento...
650
de casamiento engañoso, forjará su novelita criolla, hoy uno de los
clásicos de la literatura del Nuevo Mundo.
Estas breves notas sobre la historia interna del estilo de Payró su-
gieren que la afinada originalidad y los matices espontáneamente
equilibrados de El casamiento de Lancha tienen su huella en las fic-
ciones de Scripta y Novelas y fantasías, escritas antes de los veinte años
y donde todavía la palabra del relato y la intuición creadora no han
logrado su cálida fusión.
En 1896 empezó Payró Nosotros, una novela que procuraba abarcar
toda la diversidad, de la Argentina contemporánea y en la que segu-
ramente imaginó algunas escenas en esas pulperías de campaña que
conoció en su niñez de Mercedes, en la provincia de Buenos Aires,
iguales a «La Polvadera». Los primeros capítulos de Nosotros se pu-
blicaron, con una introducción de Rubén Darío (4) en la revista ho-
mónima, pero Payró nunca concluyó esta novela. Sus fragmentos bastan
para descubrir el propósito nacionalista que caracterizará, dentro de
su amplia humanidad, a la obra de Payró. Otro libro suyo, La Austra-
lia argentina (1898), publicado diez años después de Novelas y fanta-
sías, nos lo mostrará como un cronista directo que, próximo a seres,
paisajes y aventuras, logia asir vitalmente la realidad. Sentimos a
Payró unido a su país, gozoso al presentar historias singulares, palpi-
tantes, y ya en el camino que va hacia sus obras mayores: El casa-
miento de Laucha, Pago Chico (1908) y Divertidas aventuras... Publi-
cado un ario antes que El casamiento..., el Falso Inca (1905) cuenta las
andanzas por tierras de Catamarca de Pedro Chamijo, un bribón del
siglo xvii que muda de nombre y traje y subleva a los indios calcha-
quíes contra la corona. Este «cronicón de la Conquista», como Payró
lo llama, tiene sabor arcaico y abunda en giros españolistas, pero, como
sucede con Laucha, cuenta las peripecias de un picaro (5). Dentro de
la interpretación historicista de la Argentina que caracteriza a su no-
velística, Payró debió imaginar al granuja andaluz que se fingió des-
651
cendiente de la dinastía solar como un remoto antecesor de ese criollo
ladino que, en un rincón de la pampa, enamora y engaña a la gringa
Carolina.
652
La primera persona brota con soltura y espontánea sensación de
humanidad cuando Laucha habla y resulta en cambio inauténtica
cuando Gómez Herrera escribe. Payró altera la fluidez de su relato,
la libertad de su confesión. En Laucha la picardía y el vicio ni se
atenúan ni se justifican; en cambio la condena moral de Cómez He-
rrera y su correlativo valor crítico frente a las lacras del país se erigen
sobre una contradicción íntima que el arte del novelista no logra
salvar.
653
gunos vocablos» de El romance de un gaucho (1930); todo lo demás
pertenece al viejo Sixto, que escribió en papel de estraza esa historia,
cuya genuidad nace de que «fue sentida, pensada y escrita por un
gaucho». A pesar de esta explicación, la fatigosa copia de la fonética
dialectal, el minucioso detallismo de El romance..., hacen que la es-
critura derrote a la palabra. Cuando después del extenso relato del
viejo Sixto volvemos a oír a Laucha sentimos una feliz sensación de
frescura. La sonrisa que adivinamos en Laucha al hablar es también
la de Payró y la nuestra mientras seguimos los vericuetos de su ingenio.
Liberado de la obsesión antiartística de la exactitud, Payró se neu-
traliza, escucha con oído finísimo la historia de ese canallita: su lle-
gada a la pulpería, apenas a una legua de Pago Chico (Bahía Blanca),
sus amores con la patrona, sus truhanerías, el arrebato del juego, el
engaño, la fuga... A u n q u e cuente una historia de otros años, el pre-
térito desaparece. La palabra dicha y oída hace estallar la realidad.
Apelando a la provocativa imagen de Roland Barthes, diría que Payró
sitúa a Laucha más allá de El grado cero de la escritura. Y de ese
acierto brota el inmarchito frescor de El casamiento de Laucha.
El relato está urdido con deleite; Laucha exhibe una afinadísima
percepción estética que Payró justifica aludiendo a sus rasgos cul-
tos (9). Aunque las imágenes son escasas, surgen, en el momento justo,
notas de certero impresionismo: la jardinera que llevará a Laucha a la
casa de doña Carolina aparece sobre un albardón como «...una man-
chita negra que iba agrandándose despacio sobre el verde del campo»
(capítulo III). El nombre de la pulpería «La Polvadera» es asimismo un
acierto por su simbolismo: sugiere de manera potente los remolinos
de viento y tierra que castigan a la vivienda erguida en la soledad de
la llanura.
Payró logra dar vibración artística al habla de Laucha sin falsearla
ni quitarle espontaneidad. Rehuye la tentación de los modelos moder-
654
nistas y de los autores que alienaron su estilo en los primeros cuentos.
Ahora se atiene, renovándolas, a las líneas señeras del realismo de vena
popular, español y americano. Augusto Mario Delfino fue el primero
que señaló, en una página llena de agudeza crítica (10), los vínculos
entrañables que unen a El casamiento... con El matadero, de Esteban
Echeverría, y con la poesía gauchesca. Para Delfino, si el picaro apa-
rece en la literatura argentina con el Viejo Vizcacha, es Payró quien lo
incorpora a la novela. El crítico Alberto Z u m Felde establecería a su
vez una asociación igual a la de Delfino, pues sostiene que Laucha,
como tipo criollo representativo, podría ser «nieto del Viejo Vizca-
cha« (i i).
El travieso ingenio de Laucha, su visión descarnada del mundo,
prolongan rasgos de espíritu y de raza que lo vinculan con la tradición
de la picaresca española y con sus complejas implicaciones históricas,
humanas y literarias. A l mismo tiempo, El casamiento... continúa,
creadoramente, inventivamente, rasgos m u y expresivos de la literatura
gauchesca, desde los recursos formales hasta el sentido de crítica fran-
ca. Quizá por eso, no sólo los críticos literarios vieron el parentesco
entré el relato de Payró y los modelos gauchescos. Recordemos que
Agustín Alvarez, con ojo de sociólogo, puso a El casamiento de Lau-
cha junto al Martín Fierro como irremplazables testimonios sobre el
hombre y las costumbres argentinas (12).
655
CUADERNOS. 224-225.-25
—¡ah, criollo! (VI)—cuando cuenta que hizo la farsa de secarse los
ojos con un pañuelo de seda para conmover a la gringa, se vincula, a
pesar de su difusión, con los inolvidables versos de Fausto: ¡Ah, crio-
llo! Si parecía / pegao en el animal (Canto VI). Y hasta la repetición
de la palabra «mañanita» (III y IX), que la segunda vez aparece unida
a la alusión implícita del Fausto, puede explicarse como reminiscencia
de los inolvidables versos de Estanislao del Campo: ¿Sabe que es linda
la mar? ¡ ha viera de mañanita / Cuando a gatas L· puntúa ¡ del sol
comienza a asomar. Sean ciertas o no estas asociaciones—¿cómo des-
entrañarlo incontestablemente?—, ellas sugieren la misma atmósfera
verbal en el poema gauchesco y en la novela de Payró.
La lengua de Laucha, un provinciano aventurero que ha andado
por todo el país hasta dar en ese lejano punto del Sur, n o es gauchesca
sino en un sentido muy amplio; estrictamente podemos llamarla crio-
lla. Su fonética sólo tiene algunos leves toques gauchescos. Su relato
no sobreabunda en palabras y giros peculiares. Payró marca muy bien
la diferencia entre el habla de ño Cipriano, ese paisano astuto, acon-
sejador y refranero que recuerda al Viejo Vizcacha, y la de Laucha,
más general y libre. Nunca le quita variedad y color a los argentinis-
mos expresivos de sus personajes, pero evita subrayarlos. Hay escenas
cuyo gracejo nace precisamente de la sobriedad, como ocurre cuando
Laucha y el matón Contreras rivalizan en las agachadas sobre sus
respectivos parejeros antes de la carrera que trae la definitiva des-
gracia a nuestro picaro.
656
y «amigazos» (VII), «tristón» (II) y «tristona» (IX), «lindazo» (VI), «re-
gularon» (VIII), «lijerón» (X), «diablón» (X), «platales» (X). Payró
saca partido de ese aire viviente, no fijado, de la charla de su picaro, a
la que asoman expresiones llenas de sugestión arcaica: «¡y que no!»
(I y VIII), «no hice huesos en Belén» (II), «seis leguas de a pie son
mucha música» (III), «de mientras» (IV), «compaña» (IV), «sólita y su
alma» (VI), «indino» (VI), «estirar la prima» (VI), «con los huesos de
punta» (VII) —por levantado—.
Laucha usa la palabra lindo con ese matiz tan nuestro comen-
tado por Jorge Luis Borges (15): entre los mejunjes que Laucha fal-
sifica «...había un licorcito muy dulce de vainilla, color violeta claro,
que los reseros sabían llevarle a la novia de regalo, por lo rico, y sobre
todo, por lo lindo que era» (VTI). Recordemos también que ño Cipriano,
entre otros decires sabrosos, emplea la expresión «una sé de agua» (V)
que Borges incorporaría definitivamente a nuestra poesía en el primer
verso de El general Quiroga va en coche al muere (de Luna de en-
frente, 1925): El madrejón desnudo ya sin una sé de agua...
Laucha apela espontáneamente a dichos proverbios. Ese fondo de
sabiduría común que únicamente aflora con mayor riqueza en el Mar-
tin Fierro, vincula a su lengua con la memoria colectiva sin quitarle
expresividad artística. Los refranes, más que en boca de Laucha, abun-
dan en la de ño Cipriano, quien, hasta borracho después de la fiesta
del casamiento anda «...soltando refranes y dando consejos...» (IX).
(15) En 1931 escribe Borges: «Hacia mis quince años ningún poder humano
me hubiera hecho emplear los calificativos 'bello' o 'hermoso'; 'lindo' me
parecía el único término que no era pedante» («Palabras francesas», en Sur,
Buenos Aires, 1931, III, p. 22). Ya en 1927, en una conferencia, había comentado
la misma palabra: «Nuestro lindo es palabra que se juega entera para elogiar;
el de los españoles no es aprobativo con tantas ganas» (en El idioma de los ar-
gentinos, Buenos Aires, Peña-Del Giudice, 1952, p. 29; la primera edición de
este libro es de Gleizer, 1928).
En un nivel estrictamente filológico estudia FRITZ KRÜGER los matices en el
uso de «lindo» : El argentinismo «es lindo-n. Sus variantes y antecedentes penin-
sulares. Estudio de sintaxis comparativa (Madrid, Consejo Superior de Investi-
gaciones Científicas, Centro de Estudios de Etnología Peninsular, i960).
657
subrayar lo evidente, Laucha abrevia con un refrán la presentación de
aspectos nuevos : «Y como de uvita a uvita se acaba un parral, los pesos
volaban que era un contento» (IX). Otras veces los usa para explicar
con economía sus razones («...la necesidad tiene cara de hereje...»,
«... el hombre propone y Dios dispone»).
Laucha saborea las palabras, juega con ellas, marca los tonos de
voz: «¿No les parece natural? ¡Natural!», dice, a modo de conclu-
sión, cuando le sugiere a la gringa que vaya a comer pues ya nada
pueden hacer por ño Cipriano muerto. El cambio de tono entre las
dos veces que usa la palabra natural, lo dice todo...
Payró, como José Hernández, explota el efecto cómico de las apo-
fonías. Oigamos al propio Laucha en una de las escenas finales :
658
Una vez que regresa de Buenos Aires, donde compra todo lo necesario
para fabricar licores, habla con travesura: «No se me da la gana de
decirles cómo me recibió doña Carolina, pero les aseguro que no fue
mal...» Claro que inmediatamente contradice la interpretación suspicaz
por él mismo insinuada: «¡No! ¡lo que es eso, no!, hasta ahí no lle-
gaba la broma todavía...» (VII). Sólo una vez se refiere Laucha cru-
damente a su relación matrimonial con la gringa, y es cuando al con-
tar los regalos que le da a la parda, agrega que lo hizo «...de puro
contenta porque yo no le había mezquinado aquella noche—y si n o ;
¡juegúenle risa no más!—, después de andar galgueando tanto tiem-
po...» (IX). Al concluir la historia de su conquista engañosa, replica
a los gestos que observa dibujados en los rostros: «¡Bueno! ¿y qué
hay con eso? M e parece que no hay que asustarse por tan poco...» (X).
Laucha incita siempre a que le presten atención. Usa incesante-
mente, casi en todas sus frases, inflexiones de mirar y ver. «Ya verán»
(I), «ya ven» (II), «¡Miren qué polaina!» (II), «¡vean si no me sobra
razón...!» (II). «¡Vieran los sermones! Era cosa de morirse de risa»
(VIII), comenta aludiendo a los del cura napolitano. Al referirse al trato
sucio de su casamiento, exclama: «¡Miren qué negocio para regatear!
¡Hoy mismo me estoy haciendo cruces!» (VIII). Y cuando le da la
plata: «¡Le vieran los ojos al fraile!» (VIII). Otros ejemplos: «¡Miren
la parda ladina!» (IX); «Pero ¡miren lo que son las cosas!» (IX);
«•¡Vieran qué lindas las farras!»; «Miren la mujer tan grande y tan
pazguata» (IX); «¡Vieran el avispero que se armó!» (X).
La verba ágil de Laucha abunda en interjecciones (16) y recursos
apelativos. Siempre alude a su auditorio: «¿A qué contarles? ¡Así son
las mujeres, compañeros: llenas de agüerías!» (IX), comenta cuando
la gringa llora porque cree signo de desgracia la muerte de ño Ci-
priano el día de su boda. «Díganme, háganme el favor...» (VIII), dice
asombrado al mencionar el enriquecimiento del cura Papagna. Oigá-
mosle algunas otras expresiones dirigidas a la rueda que sigue su his-
toria: «¡Qué quieren!» (II); «¿A qué contarles?» (V); «Yo no sé si
han notado.. » (VIII); «¡No les digo nada!» (IX); «¡Qué quieren que
les diga!» (X); «¿querrán creer?» (X); «¡Qué quieren!» (X). N o añado
más ejemplos porque sólo busco señalar la ininterrumpida fluidez oral
del cuento (17).
(16) Algunas de las más expresivas: «¡zás-trás!» (IX), «¡qué caray!» (IX),
«¡malhaya!» (X), «¡lujuria!» (X), «¡Cristo santo!» (X), «¡Y ya estuvo!» (X).
(17) Enrique Anderson Imbert penetra con sagaz intuición crítica en los
vericuetos expresivos de Laucha y destaca que su «viva unidad de entonación»
tal vez pueda ser apreciada sólo por el argentino : «La intención armónica de
Laucha, que está contando su vida cara a cara con el auditorio—apunta—, in-
funde a su palabra ritmos, matices de sonido, tonos, figuras acústicas; y todo el
relato se conforma sonoramente en una sola confidencia» (ob. cit. en nota ι,
páginas 29-30).
659
Los ademanes y los gestos acompañan la palabra de Laucha. «Ahí
no más cepillé un gato de puro contento» (IV): así expresa su alegría
después que la gringa lo conchaba. Vemos sus ojos, sus labios, sus
manos: «Agarraba una taba y ¡zas!», dice cortando el aire con la
diestra; al prometerle a Carolina no jugar más, besa la cruz de los
dedos (IX), y cuando elogia al zaino parejero aproxima el índice y
el pulgar hasta tocarse para asegurar que no tiene «...ni esto de ba-
rriga» (IX). Payró trasfunde su yo al de su personaje. Habla desde él
y para eso explora todos los recursos orales de la lengua: las repe-
ticiones de «bueno» marcan pausas; los puntos suspensivos sugieren
intenciones, cambios de tono; el subrayado señala el particular tim-
bre de voz en el uso ambiguo de una palabra, como cuando, al refe-
rirse al galpón de «La Polvadera», en el que no había ni en qué sen-
tarse, comenta: «...pero era la comodidad de los forasteros que se
quedaban a dormir en el negocio».
Las palabras finales de Laucha ilustran bien sobre su permanente
diálogo con quienes lo rodean. Cuenta que roba los últimos pesos de
la pulpería, rompe la anotación de su «casamiento falluto» (IX) y
se va muy tranquilo, pero, entre tanto, atiende a las reacciones y con-
testa a las preguntas de sus oyentes: «¡Qué!, ¿y se afligen por tan
poco?... Pero, fíjense y verán que era mucho mejor para mí... Y tam-
bién para Carolina... '¿Que si tengo noticias? Sí. Ayer supe que estaba
perfectamente: de enfermera en el hospital del Pago» (X).
660
nunciación de los extranjeros. En esto también está El casamiento de
Laucha cerca de la poesía gauchesca: los recursos que emplea Payró
para hacer hablar a los gringos son los mismos que utilizó Hernández
en el Martín Fierro.
Varias veces se detiene Laucha en observaciones lingüísticas. Re-
cordaré algunas. Acabamos de escuchar a doña Carolina hablándole a
Laucha («—Diviértase, diviértase nomas que para eso es joven ; y mien-
tras no me falte al trabajo...»), e inmediatamente sigue la aclaración
de éste : «La verdad es que la gringa no hablaba del todo así, como he
dicho. Se conocía que era italiana y decía coven, trabaco...» (VI). Otra
vez señala expresamente las diferencias fonéticas del habla de la grin-
ga, que, ya ganada por Laucha, le declara: «—Usté tiene unas manos
de ángel (decía ânquelj y estamos ganando mucha plata. Y... ¿Quiere
que le diga? Lo que yo necesitaba era un joven (coven) como
usté...» (VII).
Finalmente, cuando Laucha reproduce su conversación con el cura
Papagna lo hace expresarse en su jerga macarrónica, hasta que, en un
momento, cambia al idioma general, pero marcando bien la razón:
«¡Ah! Como me parece que alguno de ustedes no entiende el nápoli,
lo voy a hacer hablar en Castilla» (VIII). Lo cierto es que cumple sólo
a medias este propósito, pues colorea con palabras y pronunciaciones
napolitanas las frases del cura. Laucha tiene conciencia de la impre-
sión festiva del habla de Papagna, pues, refiriéndose a sus sermones,
comenta : «Era cosa de perecer de risa. No se oían más que las mentas
de las barbaridades y bolazos que largaba medio en napolitano, por-
que ni el italiano sabía bien» (VIII). He aquí comentarios en los que
Payró parece sustituir demasiado a Laucha...
661
sabor criollo : «...porque usted rio tiene laya de ser mala perso-
na...» (IV), le dice a Laucha cuando resuelve conchabarlo, y más ade-
lante le anuncia casi poéticamente que le va a prestar «...una jergas
para blandura y un ponchito para que se tape» (IV). Los sufijos de
diminutivo que usa la gringa son criollos. También emplea palabras
como «nomás» (V y VI) y «dispensar» (V). Vosea: «Hace lo que que-
ras» (VII) le dice dos veces a Laucha después que arreglan los detalles
de la boda, y usa el «che»: «—¿Che, lo has visto al viejo?» (IX). Sólo
en el estallido de las últimas escenas su expresión se italianiza más:
las palabras que fueron las suyas hace mucho tiempo se encienden
como su sangre y vuelven con su indignación.
X. ACTITUDES CRÍTICAS
662
para siempre. Artísticamente es la mejor realización de Payró» (19).
Lo que acaso no alcanzó a ver el autor de Miércoles Santo es que
Payró renunció en su novelita a contar él una historia amena, y, como
en la picaresca española, no se preocupó por escribir bien. Vetándose
todo análisis, dejó que la verdad de Laucha y de su ambiente se reve-
lasen con fuerza a través de sus propias palabras. Paradojalmente, El
casamiento... expresa a través de esta negación de la «bella literatura»,
mejor que otras obras, las intenciones profundas de su creador. Muy
lejos de las facilidades sentimentales y formales de la novela gauches-
ca del siglo xix, especialmente de Eduardo Gutiérrez, el breve relato
de Laucha responde a la sensibilidad de una cultura moderna.
(19) Ob cit. en nota ι, p. 147. Destaquemos, entre otras, dos opiniones que
coinciden con la de Larra: «En esta obra Payró alcanza la plenitud de sus me-
dios expresivos», expresa Eduardo González Lanuza (ob. cit., p. 70), y Germán
García resume así su juicio: «El casamiento de Lancha es, como novela breve,
perfecta. Ambiente, personajes, idioma, todo se funde en una creación que per-
durará en la literatura argentina y americana, incluso por su originalidad»
(obra citada, p. 99).
663
fue surgiendo natural, espontáneamente, de la narración misma, como
en el Quijote, como en Martín Fierro» (20).
El «habitat» de «La Polvadera» y sus aledaños va apareciendo vivi-
damente ante nosotros a través de alusiones, unido a la lengua. Un
recurso frecuente ayuda a aproximarnos a los objetos, y, a través de
ellos, al ambiente: las enumeraciones detallistas. Así nos enteramos
de las mercaderías que se venden en el negocio de la gringa (IV) o de
las comidas criollas de entonces (V). Un folklorista podría recoger datos
curiosos del libro, pero al pasar. Payró rehuye la minuciosidad ago-
biante de la literatura regionalista. Así, por ejemplo, mientras Laucha
conversa con ño Cipriano, vamos penetrando en los secretos del arte
de asar bien un churrasco. No aburre Laucha con precisiones exten-
sas, simplemente va entrelazando los movimientos con las palabras.
Y en esa misma escena miramos a los arreos de matear del gaucho
viejo y sentimos la atmósfera de la vida campesina, pero sin agobio.
Unida a las peripecias de Laucha, cualitativamente abarcada, surge
una Argentina en transformación donde conviven lo que Laucha llama
«el paisanaje y el gringaje» (IV). Inmigrantes y criollos, abuelos y nie-
tos de Juan Moreira, están presentados sin maniqueísmo. Ya sea a
través de vivos retratos o de simples alusiones, aparecen españoles e
italianos: el chacarero de las Conchas que emplea al picaro para la
recolección de maíz le rabonea unos centavos de sus jornales «...como
buen gringo» (II); el pulpero que le informa sobre Pago Chico es un
«gallego acriollado» (III), y el repartidor que lo lleva a «La Polvadera»
le cuenta en el viaje su historia desde que vino de España (III). Como
en casi toda la literatura gauchesca, particularmente en el Martín
Fierro, los extranjeros, con la única excepción de la gringa Carolina,
no están presentados con simpatía. Sólo los criollos saben de pingos:
para dar una idea exacta de la mala traza del zaino parejero que cubre
de brojos y barro para «taparlo» antes de la carrera, Laucha dice que
parecía «...el último matungo de una chacra de gallegos» (IX).
El retrato más urticante, y de buen cuño realista, es el del fraile
napolitano Papagna, que aparece como típica expresión del inmigran-
te golondrina. La avaricia y la bribonería del «cura picarón» (VIII) o
del «sotreta» (IX) Papagna, como Laucha lo llama, resulta más anti-
pática en razón de su sagrado ministerio. Hasta a Laucha, con todo
lo que ha andado, le causa asombro su sinvergüenzura: «... a mí mis-
mo—dice—me dejó pasmado y medio sonso aunque haya visto tan-
tas cosas raras en la vida». El anticlericalismo del socialista Payró no
664
aparece en las espontáneas reacciones de Laucha. Queda bien claro
que condena a un cura, al «muy sinvergüenza» de Papagna: «...era
un verdadero pillo, un gran canalla —exclama ya en el colmo del asom-
bro—, un fraile como no he visto otro en todas mis recorridas por esta
tierra, en que he hallado unos muy buenos, otros regular nomas, y
otros, muy malos...» (VIII). La historia que inventa Papagna sobre una
supuesta autorización de la Iglesia para casar en secreto no es más que
otro de sus recursos con el fin de «... far ΓAmerica y llenar bien el bol
sillo aunque se fuera al infierno derechito...» (VIII). Laucha desdeña
a este fraile trapalón porque se siente superior a él: lo desprecia por
gringo aprovechado y le repugna su avaricia. Todas sus falsificaciones
y añagazas parecen en realidad inocentes al lado de las del fraile.
Los inmigrantes de El casamiento... son prósperos y trabajadores:
almaceneros, chacareros, pulperos. La fortunita que Laucha le funde
a la gringa no es escasa, pues además de «La Polvadera» tiene unos
pesos ahorrados y un campito que arriendan unos vascos (VII). Los
hijos del país no están retratados mejor que los gringos y en algunos
aspectos parecen peores: ño Cipriano es la dejadez misma; la parda
medio adivina consigue de doña Carolina unas gallinitas y un corte
de vestido diciéndole que un ángel del cielo le anunció ese regalo; el
comisario Barraba saca partido del juego y hasta se presenta «... a co-
brar la coima en persona para que no hubiese barullo ni peleas» —de-
cía— (IX); el malevo Contreras sirve a las fechorías de sus mandan-
tes y oficia de guardaespaldas del «...pillo del escribano Ferreiro» (X).
Al fin Laucha viene a resultar el pez chico entre tantos bribones.
Nadie ayuda a la gringa ni trata de impedir los desmanes del criollo
ladino. Pero a él también le llega su hora... Es un venido no se sabe
de dónde y cae como cualquier incauto. Barraba, un picaro que está
más alto, el mismo Laucha lo llama «el gran pillo» (X), lo liquida
fríamente. Laucha había intentado un engaño en su propio beneficio
y había violado las reglas del sistema. Y entonces sí que no tenía
cómo salir del paso a fuerza de ingenio. El picaro burla a los más dé-
biles, pero es instrumento de los poderosos.
A poco que se atiende a muchos detalles de El casamiento de IMU·
cha, vamos viendo la época, los cambios de vida. Payró no renunció
en esta obra a su condición de escritor militante. Muchas instituciones
básicas aparecen implícitamente enjuiciadas: el arzobispo se «hace la
chancha renga» (VIII) con los escándalos del cura napolitano; el co-
misario Barraba tiene protectores que apañan y comparten sus robos...
Cuando Payró abarque un cuadro más amplio, reaparecerán estos per-
sonajes y hasta el propio Laucha cruzará fugazmente el escenario de
665
Pago Chico (21). Pero entonces «La Polvadcra», allí a las orillas del
pueblo, vuelve a ser sólo un puntito en el mapa grande del país.
De manera indirecta, apenas alusiva, vamos viendo también los
cambios que se suceden rápidamente: el saladero se convierte en fri-
gorífico, el tren sustituye a las tropas de carretas, la vieja pulpería es
ahora almacén de ramos generales... Cuando antes de su viaje al Sur,
pasó Laucha por Benavídez, ese pueblo no tenía, «... ¡qué iba a tener!,
ni sombra de los pobladores que tiene hoy» (II), y hasta la antigua
moneda argentina «tan linda y tan rendidora» (II) ha sido reemplaza-
da por los «nacionales», ¡ya entonces! roídos por la inflación.
El lector podrá encontrar muchas minucias parecidas a las que he
mencionado. Ellas dan a El casamiento... un sabor social, pero sin so-
ciologismo ni propaganda. La relación de Laucha, desenfadada y bur-
lona, nos descubre con veracidad la vida rural argentina. Piénsese en
el abrupto cambio de miras literarias que separa a esta pintura del
campo de las lavadas acuarelas o de los cuadros idílicos como El ho-
gar en la pampa (1866), de Santiago Estrada. Payró presenta seres tan-
gibles, en movimiento, sin adulterarlos sentimentalmente.
Laucha actúa, como todo hombre al fin, entre los opuestos extremos
de su albedrío y de las determinaciones complejas que lo atan. Unas
proceden del medio; otras, de su índole, de su sangre de picaro. Pay-
ró no enjuicia a su personaje, y por eso resulta tan humano. N o mues-
tra tampoco la severa amargura, a veces hasta la desesperanza, que
aflora en Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira. Y acaso por-
que se sustrae, porque deja que el mundo pase por el cristal de Lau-
cha, descubre francamente el trasfondo de la realidad argentina.
En ese pequeño lugar de «La Polvadcra» logra reflejar Payró, con
un acento intuitivo del que brota su delicia estética, fuerzas humanas,
que, por serlo tanto, expresan a la historia. Según se desprende del
texto y de las propias confesiones del novelista (22), el propósito que
lo llevó a escribir El casamiento... fue moral y político, no exclusiva-
fu) Nuevos cuentos de Pago Chico, Buenos Aires, ¡Minerva, p. 229. En Pago
Cinco también se menciona a Laucha y a «La Polvadcra» (Barcelona-Buenos
Aires, Rodríguez Giles, 1908, pp. 55, 131 y 139).
(22) ROBERTO F. GIUSTI documenta esta declaración bien explícita de Payró
que íigura en una carta suya de 1919: «El hombre de presa es nuestro enemigo
cu todos los campos y en todas las clases; el hombre de presa es el perturbador
de la Humanidad. Hay que combatirlo sin descanso. Y el mejor modo de com-
batirlo es darlo a conocer, pintándolo con pelos y señales. Pero el hombre de
presa no es necesariamente antipático ni repugnante, y muchas veces resulta
más atrayente y simpático que los inofensivos y aún que los benefactores. Tam-
bién ciertos hongos ponzoñosos son más bonitos y apetitosos que los comestibles
y sólo se acaba de distinguirlos a fuerza de descripciones y dibujos iluminados.
No es, pues, Inclinación sin'. todo lo contrario lo que me lleva a dedicarme a
Laucha...» (en Momentos y aspectos de la cultura argentina, Buenos Aires, 1954,
página 95).
666
mente literario. Sólo que su historia se detiene al filo de las frases de
Laucha. En Divertidas aventuras... utilizará, en cambio, su propio
lenguaje y alzará su voz viva, ya sin la matizada ironía ni la desfacha-
tez simpática del picaro.
El casamiento de Laucha es una invención que decanta, con todo
su fresco sabor, una experiencia llena de complejidad, aunque aparez-
ca muy transparente. En la historia de Gómez Herrera, la crónica y
la pasión del ciudadano, ahogan la fantasía. Sólo la peregrina inven-
ción, al ensancharlos y trascenderlos, revela los verdaderos matices de
la realidad. Y por ello esta breve obra maestra de Payró, aunque esen-
cialmente arraigada en el siglo xvi español y en la tradición gauches-
ca, es un libro innovador, que arrasa con todas las convenciones del
criollismo romántico. A través de El casamiento... sentimos a Roberto
J. Payró cerca de su tiempo, de los rasgos singulares del país que lo vio
nacer, atento a los cauces profundos del vivir argentino. Su texto, como
los de la picaresca, es heterodoxo y posee una dimensión conturbadora.
La intención denunciatoria aparece aligerada por la bullente simpa-
tía de Laucha. Más si dejamos serenar el torbellino del relato, se des-
cubre—menos manifiesto, más artístico y por ello más eficaz—el men-
saje humano y moral del libro.
667
do del -hombre viviendo y no adereza hipócritamente su idea de los
demás; acaso sí, y esto también es humano, corrige un poco a favor
suyo algunas actitudes. Su idea de la conducta es sicológicamente ve-
rídica y responde a su concepción del mundo: «Yo no soy el prime-
ro que haya olvidado sus juramentos por seguir sus gustos. Ni el úl-
timo tampoco... Así es el hombre, caballeros, y hasta el más pintado,
si no es un hipócrita, confesará que ha sabido olvidarse muchas veces
de sus buenas intenciones—de las que no había desembuchado por
lo menos—·. para dar satisfacción a lo que le tiraba más» (X). ¿Expli-
cación de Laucha a su público? ¿Justificación de Payró para presen-
tar sólo una variante de una sociedad con un patrón ético inferior?
En todo caso, las observaciones de Laucha no son forzadas y revelan
verdades incontestables, acentuadas aun en el marco humano que su
historia revela.
La elaboración verbal de Laucha nunca se distancia de su expe-
riencia. Siente que su camino es el que, con mayor o menor premura,
recorren todos los mortales. Para Laucha la única diferencia que hay
entre él y los otros es que «... algunos saben pararse a tiempo, o tienen
maña o baquía para hacer lo que les da la gana, a la mosca muerta,
sin que nadie diga nada» (X). Esta suerte de defensa personal va in-
sinuando un razonamiento más amplio que lo muestra solidario con
sus paisanos. Laucha —como Martín Fierro— señala la diferencia en-
tre hijos y entenados, entre puebleros y gauchos: «Unos juegan y se
maman en los clubs sin dar que hablar y se pelean en los duelos (23),
a vista y paciencia de los policianos y hacen lo mismo que hice yo,
y peor, que, como ellos lo hacen no parece tan malo y nadie les saca
el cuero...» (X). Laucha acepta, pues, los lados negativos de su con-
ducta y los expone con franqueza, pero sabe que sus «virtudes» son
las de su medio, y en alguna medida las de todo mortal. Deja bien en
claro también, y esto no sólo surge de sus palabras, sino de su fracaso
cuando quiere sacar ventajas sin compartirlas con los de arriba, que
a las fallas del poderoso se las disimula o se lss apaña.
La frescura y el descaro de Laucha son propios de todos los per-
sonajes de la picaresca. Eduardo González Lanuza analiza detenida-
mente este rasgo de su carácter: «El picaro—escribe en Genio y figu-
ra de Roberto J. Payró—se mueve dentro de su virtual inocencia, pres-
cindiendo de toda norma de valores que no sea la de su instantánea
necesidad biológica. Este desparpajo con que relata sus hazañas es
más aparente que real, pues proviene de que los hechos que para sus
lectores, y por descontado, para su autor, son canalladas, él no las
668
siente como tales. Las experimenta como 'vivezas' (hoy diríamos 'vi-
vencias') para las que solicita en varias ocasiones el aplauso de los su-
puestos circunstantes.» Y agrega esta conclusión, para mí excesivamen-
te general: «En ninguna obra picaresca escrita en nuestro idioma se
ha logrado una tan perfecta prescindencia por parte de su autor, una
incontaminación de su moral propia con la del picaro. Por eso consti-
tuye el ejemplo insuperable de su género» (24).
Si Laucha no se ufana de sus pillerías tampoco se idealiza. Admite
que nunca tuvo «muchas ganas de trabajar» (II); a los dos días de
cosechar maíz ya no puede más «... charqueado por el sol y trasijado
por el trabajo bruto» (II). Le gusta la vida fácil y sin sujeciones: «Es
que no me puedo conformar con que me manden ni con echar los
bofes como una muía...» (III)—reconoce—. Y a doña Carolina le con-
fiesa que no le gustan «trabajos al viento y al sol» (IV). El ocio de
Laucha es una forma de su libertad y de su rebeldía. Encarna una
conducta nueva, fuera del flujo del vivir coherente. Si le pone en lim-
pio a doña Carolina las enrevesadas libretas de la pulpería es porque
quiere atraerla. Emprende la falsificación de licores con un gran en-
tusiasmo porque se trata de una burla ingeniosa y provechosa. Ahí
usa la cabeza y no la fuerza: hasta se compra un Manual de licorista,
inventa nuevas combinaciones y se declara entusiasmado con ese «tra-
bajo» (VII). Su entusiasmo nace de la complacencia: falsificar licores
es su manera de reaccionar picaresca y liberadoramente ; es otra for-
m a de la aventura.
669
XIII. AMOR, JUEGO, FATALIDAD
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«El juego es la perdición del cristiano» (X). Laucha lo sabe y lo dice
también: «...todo me hubiese salido perfectamente si no m e da la
loca por jugar fuerte a mí también» (IX). Tiene conciencia de que el
juego es su «perdición», que una «suerte perra» lo persigue, pero le es
imposible parar: «Era una maldición, y yo, como es natural, me ca-
lentaba más cada vez y buscaba el desquite como un toro furioso» (IX).
La seducción que lo arrastra a apostar es ciega: «¡parecía cosa del
diablo!» (IX), exclama Laucha. El picaro cede a la seducción del jue-
go porque le abre la posibilidad de una ruptura, buena o mala, con la
monótona cotidianidad.
Al comienzo d e su relato, Laucha anuncia : «La miseria, como bue-
na vieja brava, hace con el hombre lo que se le antoja... A mí me
hizo llegar hasta el casorio; ya verán...» (I). N o es la miseria, sin em-
bargo, lo que motiva su conducta ni le trae la adversidad. Son el jue-
go, los bailongos, el «beberaje y fandango» (IX), su gusto por la vido-
rria fácil y sin compromiso. A pesar de la crudeza con que cuenta sus
actos, Laucha nunca se desnuda del todo ante sus oyentes y se libera
de responsabilidad con el chivo emisario de su mala fortuna. Se queja
de su «vida perra» (I), de su «maldita suerte» que no lo «va a dejar
en la pucha vida» (II), pero tenemos motivos para pensar que estas
quejas se apoyan en causas banales. Sólo porque pierde un tren ex-
clama: «Pero ¡vean si no m e sobra razón para hablar de mi suerte
perra» (II).
Estas reacciones obedecen a pautas infantiles, pues Laucha, a pe-
sar de su cinismo, busca hacerse perdonar y ser simpático. La fortu-
na lo favorece, pero sin cuidarse del daño que causa a doña Carolina,
le funde sus bienes y la deja. Sin embargo, atribuye a la fatalidad y
no a su culpa esos desastres: «La desgracia me había perseguido siem-
pre, ¿por qué m e había de dejar entonces?» (X). En algo ciego y abs-
tracto—la suerte, el destino, la fortuna—encuentra Laucha la justi-
ficación pueril de sus actos. Jamás los asociará a la idea de responsa-
bilidad porque en él se h a n trastocado todos los valores. La actitud
autoconmiserativa procura ocultar su debilidad. Siempre, en la zona
más profunda, el alma del picaro es débil y menesterosa.
Laucha huye a las realidades ordinarias de la vida y si decide ca-
sarse es por pura conveniencia.,. Eso quiere hacer creer, por lo me-
nos. Como en toda confidencia, h a y en la suya encubrimiento. Sin
embargo, su relación con doña Carolina está llena de vericuetos m u y
bien explorados por Payró. Veamos la primer imagen d e la gringa:
«... del otro lado de la reja se nos apareció una mujer de más d e trein-
ta años—después supe que tenía treinta y cuatro—bastante buena
moza todavía, alta, m u y blanca, de pelo negro y ojos oscuros» (IV).
671
CUADERNOS. 224-225.—26
Un comentario posterior de Laucha confirma que la mujer le atrae:
«A la verdad, doña Carolina no tenía entonces nada de fea, y era gran-
de y gorda como a mí me gustan...» (VI). Su primera impresión sobre
la gringa es admirativa, llena de afecto: —«¿Cómo puede vivir esta
pobre mujer en tanta soledad? —pensé—. Los perros no bastan para
cuidarla porque cualquier malevo los achura y después a ella, y le roba
hasta la última hilacha... ¡Se necesita ser guapa!...» (IV).
La belleza y la soledad de la gringa son lo primero que impulsa
a Laucha a ofrecerse «para compaña». Y después que habla con ño
Cipriano y sabe todos los pormenores sobre ella, traza una imagen
idílica de su futuro: «La verdad que allí podían acabar mis penurias,
sin hacer mal a nadie, y principiar una vida tranquila y honrada, con
una buena mujer, unos pesos siempre listos en el bolsillo, trabajo des-
cansado y divertido, una copita cuando se me antojara, comida abun-
dante, cama blanda...» (V). Todo eso lo tuvo. Y lo perdió. Porque a
pesar de tanta delicia,.el matrimonio suponía responsabilidad, repeti-
ción y deber.
La gringa también lo va conociendo, y aunque Laucha empieza
«la vida gorda» antes de casarse, no lo reconviene y le dice que se
divierta nomas, «que para eso es joven» (VI). Laucha se va encariñan-
do y hasta le declara que la quiere «de alma». (VI). «Mi gringa» (VII)
la llama con posesivo cariñoso y aún en la situación previa a la rup-
tura le dice «pobrecita» (IX). Laucha la consuela con afecto después
que muere ño Cipriano y cuando la gringa le protesta por la vida que
lleva: —«Deja hijita...»—le contesta, y añade—: «¡No te aflijas, son-
sa!, ¡si hemos de ser muy felices!» (IX).
¿Qué hubiera sucedido si el pillastre de Papagna no le propone
dejar sin anotar el casamiento? También en este caso, no obstante
la rapidez con que acepta la oferta y discute el precio del fraude, Lau-
cha descarga en el cura su culpa. Hasta que no le hablan de esa posi-
bilidad, nunca, ni menos entonces, había pasado por su cabeza «en-
gañar a la gringa, tan buena y cariñosa...» (VIII). El papel falso del
fraile es el seguro que subconscientemente necesitaba para afianzar su
libertad. Y cuando la gringa trata de frenar sus desmanes, aparece la
posibilidad salvadora: «¡Era entonces que me acordaba de lo del ca-
samiento y del papel que me había dado el cura, pero sin intención
de largarla, ¡pobrecita!...» (IX). Aunque encubierta por su autojusti-
ficación ya se ve claro en estas palabras que Laucha piensa dejarla...
Pero a todo lo que le debe a la gringa se agrega otro motivo máximo
de reconocimiento, pues es ella quien le salva la vida arrancándole el
cuchillo al matón Contreras. Laucha no calla su agradecimiento : « ¡ Mi
alma!, ¡te debo la vida!»—le dice—. Y unos instantes después repite:
672
—«¿Te eres que m'he olvidar que te debo la vida? ¡Porque si no es
por vos, Contreras me achuraba!» (X). A pesar de estas efusiones y de
que le promete no jugar más, Laucha la deja plantada. Su yo autén-
tico es que lo impulsa a abandonarla. Si no siempre muestra la sor-
dera afectiva de otros picaros, el amor no lo conmueve ni el agradeci-
miento basta para quedarse al lado de la mujer que ha explotado des-
caradamente. Sin asomo de piedad, Laucha recobra su propia natu-
raleza (25).
673
Cipriano, el comisario Barraba, Contreras y, sobre todo, el cura Pa-
pagna —podrían estar muy bien, por su índole, en las páginas de cual-
quier novela picaresca del siglo xvi.
La viveza criolla agrega matices a la picardía española, pero, esen-
cialmente, la continúa. Laucha, siempre al margen del curso monó-
tono de la vida ordenada, es, en «La Polvadera», un representante
del viejo oficio que Mateo Alemán llamó «de la florida Picardía» (30).
Por sus venas corre la sangre de los vagabundos, fulleros y ladrones
que se volcaron en la conquista. Como ellos aborrece el trabajo y ama
la aventura, el juego. Los signos de su carácter son la inquietud, el
desorden, la audacia, el regocijo vital y una ironía que no excluye la
ternura. Hay en su índole rasgos que lo acercan a El lazarillo de Tor-
mes, Guzmán de Alfarache y El Buscón, pero, en traza y alma, es una
criatura de irreductible originalidad.
Frente al texto de Payró debemos adoptar esa actitud de cautela
que Guillermo Díaz-PIaja recomienda ante el verdadero carácter de la
novela picaresca. La que Díaz-PIaja llama «jerarquización a la inver-
sa» (31) también se produce en El casamiento de Laucha. Toda una
manera de vivir, todo un sentido hipócrita de la convivencia y de la
virtud quedan desenmascarados.
La lengua de Laucha deja asomar saberes y sabores muy antiguos.
El castellano parece refrescarse, por el cauce de lo popular, con el
gracejo argentino de su palabra. Tradición y renovación se entrecruzan
en el relato.
Obligado a optar entre distintas posibilidades expresivas, Payró,
en u n rapto de claridad, abandonó el lenguaje de las novelas que ha-
bía leído con fervor y dejó que el propio Laucha contase sus peripe-
cias. Renunció a la escritura. El habla de Laucha le reveló al carácter
más humano de su invención y, acaso también, algunos rasgos esen-
cialmente argentinos. En los matices de El -casamiento de Laucha se
cifra uno de los momentos más libres y creadores de nuestra lengua.
Su originalidad, su fuerza artística, se apoyan en ese límite, tantas
veces inasequible, entre los valores vitales y la revelación poética —
ANTONIO PAGES LARRAYA.
674
UNAMUNO, PERSONAJE DE UNA NOVELA
DE FELIPE TRIGO
675
de la mujer a un gineceo progresivamente confortable son atentados
contra la libre actividad del individuo. Y, buen burgués todavía, Fe-
lipe Trigo intenta salvar individuos; por eso, en una novela de furi-
bunda sátira rural del cacique, Jarrapellejos (1911), el vínculo que une
al pueblo contra el opresor es la violencia ejercida sobre una mucha-
cha por el amo del pueblo. Tema parecido habría de presidir en 1897
los albores de nuestro teatro social con el Juan José de Dicenta: pro-
testa, como en Lope o en Calderón, de derechos individuales concul-
cados; protesta medieval, aún no colectiva y de clase social.
Dentro del pensamiento de Trigo, la realización íntima del ser hu-
mano tiene, pues, indiscutida preferencia. Como un Silverio Lanza —al
que, aparte la inquina al caciquismo, tantas cosas le unen—encuen-
tra su contrato social ideal en una base antropológica positivista (5).
La Vida —escrita con mayúscula a la manera modernista— es el bien
supremo de una parte y de otra el supuesto físico y la categoría mo-
ral de nuestros actos, aspecto que, como veremos, conviene deslindar
de la tentación nietzscheana de la «voluntad de poder». «Hablo en
nombre de la Vida», rezaba el ambicioso ex-libris del novelista ex-
tremeño, escrito en torno a la silueta de Venus desnuda: en nombre
de ella, los hombres y las mujeres de las novelas de Trigo se aman
físicamente por encima de todos los tabús, por la gravitación inconte-
nible de un sexo ardientemente ennoblecido.
Literariamente los presupuestos de Trigo son modernistas y natu-
ralistas, si es que, en el caso que nos ocupa, estas palabras no quieren
decir lo mismo. En nuestro autor confluyen el cientifismo implacable
de la novela positivista-naturalista con un modernismo, por el que en-
tiendo una preceptiva moral basada en la redención literaria de lo
extrasocial. Junto a esto, recuérdese la labor del folletín de la se-
gunda mitad del xix, socialista y melodramático, convivente con to-
das las escuelas desde el romanticismo al naturalismo. En el fondo,
a la primera de ellas y a algunos de sus nombres podemos reducir to-
das estas componentes de la escisión moral contemporánea: Dumas,
Víctor Hugo, Baudelaire, Zola. En España, lo más virulento cayó
siempre del bando de los proscritos o los bohemios: nuestros baude-
laires son un Emilio Carrere o un Vidal y Planas, y nuestros autén-
ticos naturalistas son los escritores de El Cuento Semanal, entre los
que se cuenta Trigo junto a Zamacois, Francés, etc.. Un Pérez de
Ayala incluso, escribirá, con la saga «expiatoria» de su Alberto Díaz
676
de Guzmán (6), el más inteligente—e intelectualizado—de nuestros
alegatos contra la moral burguesa de su tiempo.
El comienzo del siglo xx vio, frente a este programa ético, el na-
cimiento de otro de signo muy diferente. Nos referimos al momento
literario que podemos delimitar imprecisamente con el epígrafe ma-
nido de generación del 98: más exactamente, el esfuerzo intelectual
de una promoción provinciana, refugiada en el irracionalismo vita-
lista, el concepto de «Destino Histórico» como más alta manera de vida
colectiva, el odio al cientifismo y a la actividad política concreta, etc.
La incipiente moral social y positivamente educadora de Trigo y su
generación se trueca aquí en un hipertrofiado egotismo que exterior-
mente se traduce en un hosco y conformista puritanismo. El amor
para un Unamuno—confróntese con Trigo—es caza implacable (Amor
y pedagogía), afirmación de sí mismo (Nada menos que todo un hom-
bre) o instinto genésico (La tía Tula): siempre metáfora de dominio
y amurallamiento que en términos políticos quieren decir conserva-
tismo. Si el vehículo literario unamunesco será el ensayo o la «mora-
lité» anovelada (quizá podríamos hablar de algo así como «éticité»), en
Trigo y sus congéneres nos encontramos ante toda una problemática
de expresión forzosamente novelesca: mentalmente incapacitados para
una comprensión más amplia de las tensiones reales de su tiempo,
optan cuando menos por la restauración moral de la clase social que
tienen más próxima. En ellos se registra, frente al falseamiento puri-
tano, un máximum de conciencia posible, destinado, de otra parte, a
desaparecer en los epígonos posteriores de la novela erótico-natura-
lista, ya inclinados del lado de lo puramente rosa —López de Haro,
Insúa—·, lo picante—Pedro Mata, Alvaro Retana—o la broma pro-
caz—Belda, Jardiel Poncela.
Una breve nota política cerrará esta introducción. Mientras Una-
muno o Baroja abominan de cualquier afiliación a partidos políticos
—salvados primerizos pujos revolucionarios—y Azorín o Maeztu mili-
tan en la más recalcitrante de las derechas, Felipe Trigo figurará ac-
tivamente en el grupo de intelectuales que rodean a Melquíades Alva-
rez. En aquella especie de liberalismo izquierdista encontramos tam-
bién a López Pinillos o a Ciges Aparicio, tradicionalmente considera-
dos figuras menores del 98. Debatir lo precipitado de esta clasificación
nos llevaría muy lejos.
Una demostración palmaria del enfrentamiento dialéctico entre no-
ventayocho y naturalismo es la aparición del propio Unamuno como
personaje en una novela semiautobiográfica de Felipe Trigo. Me re-
677
fiero a La Altísima (1906), que ciertamente no figura entre lo más gra-
nado de la producción de su autor. En ella una suerte de trasunto
novelesco del mismo Trigo —Víctor— se afana en la redención de una
compleja mujer, tan pronto pura como envilecida, paradigma feme-
nino de tantas novelas del postrer naturalismo y musa ideal de los
modernistas: mujer cuyo encanto es, precisamente, la ambigua con-
dición de ser vilipendiado pero excepcionalmente dotado para los sen-
timientos límite. El propio título, con su aire levemente sacrilego, nos
habla de una época cuyo libro de cabecera fueron unas Prosas profa-
nas y en la que dos escritores como Remy de Gourmont o J. K. Huyss-
man inauguraron la boga de la latinidad litúrgica medieval.
Felipe Trigo no eligió, como hemos visto, en vano a Unamuno
como personaje. Tuvo seguramente la intuición de que su posición
y la del rector de Salamanca eran inconciliables y, en cierto sentido,
el novelista, vitando, pero popular, quiso parangonarse con quien, a la
larga, habría de oscurecerle totalmente.
El texto —que pasamos a reproducir en su integridad— narra un
ficticio encuentro entre Unamuno y Trigo en un viaje de éste de San-
tander a Madrid. Las caracterizaciones son bastante transparentes:
esos juegos florales de los que Unamuno-Andrés retorna son segura-
mente los muy ruidosos de Bilbao en 1902; sus ocho hijos son los que,
en la realidad, hubo de doña Concha Lizárraga; esa «desesperación
resignada» de la que habla es lo que llamó Del sentimiento trágico de
la vida, e t c . . La discusión entre los dos escritores responde, como se
verá, a las notas que me han ocupado en la primera parte de este
trabajo:
«Al recogerse Víctor en su asiento, un viajero de barba gris y negra,
que en Versala dormitaba al amparo de su gorra y vuelto en un rin-
cón, le saludó sabiamente—esto es, sin entusiasmo:
—Hola, Víctor.
—¡Hola, Andrés!
—Caramba... ¿A Madrid?
—A Madrid.
—Yó a mi vieja Castilla... Vengo...
—Sí, ya lo sé... De unos juegos florales. Gran discurso. Nora-
buena.
—^Psé—hizo Andrés mirando displicente los periódicos que le ro-
deaban sobre el asiento, y donde veíase su nombre en grandes letras
sobre columnas de telegramas.
En efecto, era un sabio auténtico, con menos figura de tal que aquel
de las melenas hirsutas que comía merluza y podría ser muy bien un
almacenista de maderas.
678
Víctor le dio un cigarro.
—No, no fumo.
No le costaba violencia no hablar, y a Víctor tampoco, y miraron
los dos por las ventanas.
Se afirmó el sabio las gafas y expresó, porque tampoco le costaba
violencia expresar sus sentimientos:
—Las dos cosas que más me desagradan son la música y el mar.
Fumó el novelista y dijo—soltando las palabras en humo que arre-
bató fuera el humo de la contramarcha:
—Dos de las que más me gustan.
El sabio estiró una pierna sobre la tapicería:
—No es vigoroso este país tuyo adoptivo; montañas verdes, paisa-
jes de nacimiento. Sedante. Me aplana, me abruma. Amo la estepa,
el sol, los pueblos del color del barro que brotan en lo estéril. La vida
es la desesperación resignada. ¿Publicas algo pronto?
—Sí. Sálvala.
—¿Novela?
—Claro.
—¿Y qué es?
—Mi primera afirmación después de las negaciones y, por tanto,
anacrónica a la inversa, en orden al porvenir. El tránsito de la mujer
perfecta actual a la soñada. Bella, noble, inteligente. La soñada, la per-
fecta vendrá después en proyección de lo futuro: esta vez me ha
importando más la psicología del cambio. He querido ver si es antro-
pológicamente posible.
—No comprendo nada de eso ni me interesa la mujer en absoluto.
De la suya, el sabio tenía, a los treinta y nueve años, ocho hijos.
—Mi interés es la cuestión de ultratumba. Esto de morir me irri-
ta, no puedo con ello. Yo no debo dejar de ser yo, mi desesperación
resignada.
•—Tengo la cuestión resuelta. Un poco de panteísmo. Pedazo de
Dios, seré parte de Dios.
—Parte... Pero yo quiero ser todo, yo mismo, infinito.
—Una parte del infinito es infinita, y una parte infinita de algo es
todo, matemáticamente. Dios serás tú, matemáticamente.
El sabio tendió el brazo a recoger El Impartial que se había caído
y replicó:
—Me inspiran horror las matemáticas. Yo tengo el honor de des-
preciar la ciencia. Soy un sentimental. Aborrezco la razón, me apa-
siona la ternura. Detesto de la estética, me place la poesía. Termino
ahora una traducción de Jenofonte; comentaré en seguida a Renán y
679
luego haré versos. No quiero que me clasifiquen: lo que menos cree
la gente es que haya de hacerlos... ¿yo?
—¡A Filis!
—A las catedrales y al arte medieval. Verso fuerte, sin rima, a lo
romano; verso patriótico, a lo Carducci. La mujer es estética, sin ter-
nura y sin poesía. Mi universo está en mi corazón y no en mi om-
bligo, y lo contemplo. No veo más...
Renunció Víctor a entender. Prefirió afirmarse:
—Yo lo veo todo. Nada desprecio. Sentimental, intelectual y animal
tengo el honor de ser un hombre, desde la frente a los pies, pasando
por el ombligo. Mi universo es grande, el de Dios, y lo pongo igual y
lo medito en los labios de una mujer que en una rosa. Un sabio y
un novelista se diferencian en que éste, invisible para el sabio, ve al
sabio y vive la vida suya y la del sabio y la de otros. En Francia ya
van llamando a los novelistas para hacer leyes. Yo las preparo.
—Del amor.
—De lo que está más monstruosamente legislado y más les importa
a los sabios como tú, con ocho hijos. Por eso vienes de predicar con
elocuencia que la vida es la desesperación resignada. Lo he visto en
la prensa. ¿Acabas de descubrirlo?
Miró el joven sabio debajo de sí mismo con sonrisa de desdén y
de caricia los periódicos que traían su nombre en grandes letras.
Desde su importancia, reafirmada en esto, profirió:
—Es decir, ¿que besas mucho?
—Calladamente, sin telegrafiarlo a El Impartial, ve qué disparate.
Estudio. Me harto como puedo de estética, de ternura, de poesía. Bebo
mi fe en la vida, en vivos libros graciosos y extensos que Dios me pres-
ta—como a ti secos y llenos de polvo—. No hace una hora, al fuego
de unos besos he tenido que insistir: «Una fe tan grande no ha estado
nunca en mi pecho».
—¿La Altísima? —preguntó fríamente el sabio, que parecía volver
a dormitar, abriendo los ojos un momento—. He leído no sé dónde
que escribes ese libro.
—Lo vivo y lo escribo a la vez.
—Bien, la perfecta, esa proyección de porvenir.
—¡Oh, no! Ni salvata siquiera. Es humildemente una sálvala de
carne, que quiero ver cuando se acerca a la de ensueño. No sabe, por
lo demás, nada de nada. Una chiquilla.
—Una inocencia.
—Tal vez, aunque hay quien se ha acostado con ella por un ópalo.
—¡Horror! ¿Se parece ya en eso a tu salvata?
680
—En pequeño, como en todo. Salvata se acuesta con otro que le da
mil francos en Lisboa.
--Los libros vivos... ¡De Dios! ¡Qué ejemplares!
—Los predilectos no los encuaderna Dios en duquesa. Tiene esa
manía.
—En fin, Víctor, ¿quieres que durmamos?... Vengo fatigado de dis-
cursos. Ya oscurece. N o comprendo nada en absoluto. ¡Arreglado es-
tabas, novelista, si todos los demás fuesen como yo!
—Pues arreglado estabas, sabio, si todos los demás fuesen novelis-
tas. Y durmamos. Vengo rendido de amar.
El tren volaba.
Y se metió por un túnel» (7).
Como habrá podido ver el lector que me haya seguido hasta aquí,
un viaje, aunque corto, por la abrupta prosa de Trigo no ofrece dema-
siados alicientes estéticos. Nuestro autor escribía mal, honestamente
mal, y todos sus méritos habría que buscarlos en la notable intuición
de hallar siempre el argumento y las escenas violentamente imborra-
bles, trágicamente desmesuradas. Cuando se ciñó más a los temas, a la
enardecida novelización de lo real, Trigo dio aciertos tan destacados
como En la carrera, El médico rural, Jarra-pellejos o buena parte de
la primeriza Las ingenuas.
Lo inequívoco del escritor extremeño es siempre la optimista ho-
nestidad, la altura moral de sus metas. Por eso vio con rara adivina-
ción la situación ideológica de U n a m u n o y supo enfrentarla con la
propia en el texto reproducido. Todo éste se basa en dos series dife-
rentes de actitudes: la inicial paisajística y musical; el interés por la
mujer frente al más olímpico de los desdenes; el confiado panteísmo
opuesto al sentimiento trágico de la vida ; el irracionalisnio frente a la
fe en el progreso; lo vital frente a lo libresco, y, finalmente, la inte-
resante distinción entre el «sabio» y el «novelista», casi de cuño ro-
mántico. En gracia de la sagacidad de Trigo, bueno será perdonarle
tanto beso, tanta «altísima», tanta «salvata» y tanta «proyección de lo
futuro». Sin su honesta candidez, su torpe limitación y su inhabilidad
de escritor, Trigo no hubiera sido seguramente nunca un escritor
popular.
Ignoro si él y Unamuno se conocieron en la realidad. Unamuno
no apreció nunca la literatura erótico-naturalista que habría de recla-
mar a Felipe Trigo como su maestro. La cosecha de novelitas porno-
gráficas el año 1907 le haría escribir al rector salmantino párrafos
como éste:
681
«El desarrollo de la pornografía aquí se debe a la falta de altos y
fecundos ideales, a la carencia de hondas inquietudes espirituales, a la
ausencia de preocupaciones religiosas, a la muerte del cristianismo...
Todo ello está íntimamente unido: el vicio, la superficialidad, el anti-
cristianismo, la esportmanería, y la creencia que la civilización está
en el retrete, las calles bien encachadas, en los ferrocarriles y en los
hoteles» (8).
Frente a ese programa de alienación puritana, los ingenuos balbu-
ceos de Trigo hablando en nombre de la Vida y promoviendo una re-
lación sexual más justa, leal y perfecta, representan la única esperan-
za ética de la burguesía avanzada de la época. He aquí un tema que
merece un estudio y, lo que es más importante, unos momentos de
simple meditación civil.—JOSÉ CARLOS MAINER.
ASTURIAS - VÁRESE
682
geniero, hombre de laboratorio, se ve a sí mismo como «organizador
de sonidos», creador de una «concepción espacial de la música». Con
los medios normales, volcado, como es lógico, sobre la percusión, Vá-
rese—1883-1965—, solitario, incomprendido en Europa y en América,
es a su manera tan maestro de la nueva música como Schönberg, y
tanto es así, que estov seguro de su impopularidad en ambientes pro-
vincianos como el nuestro. Es una pena, porque la obra de Várese,
desde sus títulos —Octandro, Arcane, Jonización, Espacio, Densidad,
etcétera—, inseparables de la orquesta tradicional, del sonido «hecho»,
de la opulencia de medios y del carácter «directo» de su mensaje, se-
ría uno de los capítulos más importantes a llenar: actuar como puente
entre dos formas radicalmente distintas de oír música. Pérez Casas
— ¡qué ejemplo el de aquellos directores españoles servidores de su
ciudad, de su orquesta y de la «información» a su público!—, con
ochenta años cumplidos, estudiaba a Leibovitch, a Messiaen y se la-
mentó conmigo—a mí me encargó los libros—de no poder ya dal-
la música de Várese.
N o basta, sin embargo, lo anterior, porque incluso lo anterior sólo
da una visión deformada de Várese, la que resultaría de hacerle sólo
«precursor» de los aspectos más «experimentales», científicos ν de la
boratorio de la música actual. Yo llamo a Várese «precursor» y «pro-
feta» porque el Várese «ingeniero de sonido» es inseparable del místico
a su manera: ya lo fue desde su soledad, desde su incorruptible tes-
timonio, desde su negativa a ver Norteamérica como exilio dorado, co-
modísimo para el éxito y para la fortuna. Pero lo importante está en
que, paralelamente a sus investigaciones sobre el sonido, Várese afir-
maba como pocos la necesidad de lo que todavía debemos llamar ins-
piración. ¡Y con cuántas dificultades! El es de una generación poste-
rior a la de Mahler, el que apuró al máximo las posibilidades de la
música como «misterio». Todo parecía indicar a Várese el camino de
la música como «juego»: entonces él, desesperadamente, no vuelve al
dieciocho como Stravinsky y el neoclasicismo, sino a Monteverdi, quie-
re pasar no al misterio —en ese querer y no poder está su inmensa
tragedia—, sino a la magia; frente al artista «oficiante de misterios»
a lo Mahler, Várese busca en Paracelso, en el mismo Leonardo, una
salida hacia un más allá palpable, mitad matemáticamente «planeta-
rio», mitad apocalíptico. Es bien significativo su colaboración con Le
Courbussier y no menos significativo su paso por España en 1933 para
estar con Juan Miró, su gran amigo
683
rias" se había fijado ya en Várese llamándole con el título que a nosotros
tanto nos sirve: «Maestro-mago» de los sonidos. En 1932, Mionando
traducía las Leyendas de Guatemala, de Asturias, traducción prologada
nada menos que por Paul Valéry. Várese, maravillado por el libro,
conocedor además del español, va a la fuente y surge así Ecuatorial,
que se estrena en el Town Hall de Nueva York. Obra «precursora»:
obra en la que la voz de bajo surge" de un mar violento de viento, pia-
no, órgano, ondas Martinot y toda la percusión desplegada. Pero obra
«profética» porque aparece lealmente «comprometida» al presentar su
inspiración y sus medios como inseparables del afán de paz, de la pro-
testa contra el hambre, contra el imperio de la finanza internacional.
No es música religiosa, pero el tono severo, solemne, el grito de amor
a la pobreza y a su experiencia como fuente de valor —lo que también
Rilke predicara a su manera—le hace encarnar un mundo especial al
que sirve su música: entre el «Dios escondido» y la «magia accesible»
se coloca el doloroso y palpable misterio del hombre, el camino hacia
el «humanismo integral». A mí me parece que la oportunidad y la
paradoja del premio Nobel a Asturias —premio a un «precursor» de
unas realidades incluso poéticas, hechas hoy por otros de mejor ma-
nera, con menos retórica—se explica muy bien a través de lo que su-
puso en su tiempo para Várese, tullido y desigual como todos los pre-
cursores, conocido muchas veces por la desgracia de los defectos de los
seguidores, oculto por la perfección de los buenos herederos.
La actualidad de Várese está más en la lección, en el testimonio
del hombre que en la obra misma, pero insisto en cómo paite de ella
podría figurar aún como puente. A mí no me irrita, sino que me con-
mueve el ver a compositores jóvenes como Tomás Marco recurrir a la
palabra, al gesto, a la pirueta, a la pintura, a su propia voz para que
sean compañía de música que parece sólo experimento y captación del
«instante»: en esa magia, en ese ilusionismo, cuando suponen lo con-
trario de la cara dura—el riesgo consigo mismo—hay una petición y
un merecimiento de misterio. Esa fue la lección del Várese «precursor».
Más duro y muchísimo más necesario es lo humano de Várese «pro-
feta»: al hacer voto de autenticidad se hace, implícitamente, voto de
pobreza; al menos de renuncia y eso tan necesario como «testimonio»
y tan indispensable como «compromiso» está muy amenazado hoy, pues
también el atrevimiento, la vanguardia, puede entrar en el horror de
la «economía de consumo». Que el compositor, increpando, quiera ser,
al mismo tiempo, hombre de salón, de fortuna, director alegre de mú-
sicas que él debe negar y activo sólo si el pingüe «encargo» llega, pue-
de ser peligrosísimo. Que se recuerde el sufrimiento de Várese.—-FEDE-
RICO SOPEÑA.
684
SEIS ARTISTAS URUGUAYOS EN LA SALA
DE SANTA CATALINA DEL ATENEO DE MADRID
685
dencia en Barcelona y Madrid, ciudad esta última en la que fundó
en 1934, conjuntamente con Maruja Mallo, Benjamín Palencia, Eduar-
do Yepcs y Luis Castellanos, el Grupo de Arte Constructivo, regresó
a su nativo Uruguay, en donde pronunció medio millar de conferen-
cias en defensa de sus teorías. Su libro Universalismo constructivo, en
el que se recogen tanto sus conferencias uruguayas como las que pro-
nunció en otros países de Hispanoamérica, defienden con rigor la nue-
va doctrina y tratan por igual de educar al público y de hacer com-
prender a gobernantes y gobernados el verdadero valor social del arte.
En la obra estrictamente pictórica de Torres García, aunque esto sea
válido tan sólo para las creaciones de su última etapa, las formas se
hallan netamente delimitadas, aunque entroncadas entre sí de una
manera suelta y flexible. El relieve escultopictórico, con signos mági-
cos obtenidos como con un sacabocados, era ya habitual entonces. Se
adelantaba así Torres García a la más reciente signografía abstracta.
En ciertos aspectos creó escuela e incluso en artistas tan jóvenes como
José Gamarra, nacido en 1934, hay un eco del gran anticipador, dado
que sus soles, letras y estrellas que emergen sobre los fondos de sus
lienzos, no sólo poseen un alto valor ornamental, sino que continúan
las facetas líricas de una modalidad plástica, que no por ello dejaba
de ser rigurosa.
686
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de sus personajes, pero mantiene unos ritmos alígeros que prestan
notable fluidez a cualquier composición suya. En casi todos sus lien-
zos, el color es rico y salpicado, con abundancia de blancos, rojos y
azules, embebidos en negros que se interpenetran con ellos y que quie-
bran en múltiples recovecos interiores el campo cromático. Las man-
chas se superponen las unas sobre las otras, en tanto los pretextos ele-
gidos, maternidades de aquelarre o temblores de formas que pueden
aludir ligerísimamente a seres humanos o a paisajes convulsos, se
insinúan tan sólo en medio de la estructura no imitativa en la que
no existe asimismo diferencia perceptible entre fondo y anécdota.
Verdié es verdaderamente un cabeza de escuela. La tradición urugua-
ya reciente prefería la contención de las formas a la fluctuación de las
mismas. Verdié es igualmente riguroso en su composición, pero sin
una sola traba aparente. Hay en su creación un soplo de libertad del
que sus sucesores se beneficiarán ampliamente. Sigue además creando
igual que en sus años juveniles, y resulta más fragante y espontáneo
a cada nueva composición.
Vicente Martín encabeza cronológicamente la generación siguiente
a la de Verdié. Dados sus apellidos españoles, no cabe suponer que
haya en él una ascendencia extremoriental, pero ello no evita que su
grafismo tenga una gracilidad y sobre todo una serenidad de tipo
chino o japonés, casi desconocidos en nuestras latitudes. Sabido es
que la llamada pintura de acción, así como las diversas modalidades
paralelas de pintura caligráfica, gozan desde hace un par de decenios
de amplia boga en los Estados Unidos y en Europa. A pesar de ello,
lo único que hay de oriental en esas creaciones nuestras es la instin-
tividad del trazo, con el que se sigue el ritmo fisiológico de la pura
acción de pintar. La ansiedad palpita, no obstante, en todo ese desme-
lenamiento del trazo que viene y reviene sobre sí mismo, controlado
tan sólo por un sentido casi intuitivo de la composición. Resulta así
que aunque un calígrafo chino o japonés y un cultivador de la pin-
tura de acción, europeo o americano, realicen aparentemente el mismo
tipo de obra, la postura espiritual es diametralmente opuesta. El ja-
ponés o el chino, con la seguridad de su trazo impasible, nos aleja
del mundo y parece querer arrancar su obra en lo eterno, en tanto
el europeo o el americano se meten de cabeza en el torbellino de la
acción y palpan la angustia de la fuga del tiempo. Vicente Martín es
una de las escasísimas excepciones que en nuestro mundo occidental se
dan a esta regla. Su trazo es tan impasible como el extremoriental y
su color resulta asimismo jugoso y diáfano. Una sola línea o un solo
acuchillado vertical y extenso le bastan para ordenar un espacio. La
superficie bidimensional de la tela se divide mediante un finísimo
CUADERNOS. 2 2 4 - 2 2 5 . - 2 7
687
trabado que apenas la toca y que a veces se cierra sobre sí mismo en
dos o tres campos en los que el juego de las proporciones nos brinda
con su equilibrio exactísimo esc clima de serenidad del que tan nece-
sitados nos hallamos en estos momentos casi todos los euroamericanos.
Λ la misma generación que Martín pertenece Andrés Montani, na-
cido tan sólo tres años más tarde. En sus dibujos volvemos a enfren-
tarnos con el trazo caligráfico en negro sobre blanco. Obtiene formas
envolventes emergiendo sobre un amplio espacio intocado. Nos ha-
llamos aquí a mitad de camino entre serenidad oriental y ansiedad
occidental. El hecho de que esta búsqueda de la paz se repita, aunque
de manera menos continuada e intensa que en el caso recién estudia-
do, permite suponer tal vez, aunque no existan elementos de juicio
suficientes, que el clima uruguayo, con su capacidad de comprensión
de otros seres y otras situaciones, predispone a esa cordialidad afable
en la que el hombre desea edificarse desde dentro de él mismo, consi-
guiendo como corolario no desasosegarse ante los avatares externos.
En sus pinturas la preocupación de Montani es, en cambio, la expre-
sividad de la materia. El pigmento, sobre todo el látex, sugiere, en
efecto, una estructura de los campos cromáticos muy diferentes de la
del dibujo. A veces la superficie de una tela de Montani puede hacer-
nos recordar en su calidad la de una pared pueblerina, en la que la
cal haya sido mezclada con una arenisca irregularmente dispuesta.
Los colores son muy matizados, aunque buscando a veces ligeras
superposiciones de rojos sobre azules o verdes. Dentro de esta sensibi-
lización de una pintura de la materia, realizada con mesura y sin
apelotonamientos excesivos, es notable la manera como los ritmos in-
ternos de las rugosidades o de las superficies más raspadas se ordenan
en caminos curvilíneos sumamente sueltos y cadenciosos. Sensibilidad
y capacidad expresiva se alian aquí íntimamente dentro de una obra
de anuencias sutiles y de refinamiento ligerísimamente distante.
688
sus azoteas o tejados y atraviesan, en procesión casi sobrerrealista, unos
cielos amarillos o verdes que subrayan la expresión enternecida de los
rostros. Este mundo de Solari oscila entre distensión y concentración,
entre expresividad fuerte e incipientemente atormentada y lirismo
comprensivo, a través del cual se pretende que la pintura nos sirva
como camino de evasión hacia un mundo sin limitaciones y sin con>
piejos.
Lo fundamental en Jorge Páez es su utilización de rostros huma'
nos o de bustos en calidad de formas abstractas. Hay en él un horror
vacui, que puede constituir una herencia de la tradición arabigoespa-
ñola y que se intensificó en la América de los siglos xvn y xvm, a tra-
vés del contacto entre la mano de obra aborigen y la recepción de las
modalidades españolas de los estilos entonces vigentes en Europa. La
mayor parte de estas creaciones de Páez, en las que las figuras apare-
cen las unas sobre las otras y los rostros pueden quedar cortados en
cualquiera de los cuatro lados del soporte, tienen una marcada predi-
lección por los ritmos verticales atemperados tan sólo en contadas oca-
siones por alguna que otra diagonal. La matización del color, con to-
nalidades preferentemente frías nada intensas, en diálogo fundido con
otras incipientemente cálidas y con blancos modulados, es de un extre-
mo refinamiento. Algunas de las formas incorporadas entre los rostros
—una jaula, o una pierna femenina—nada tienen que ver con la tipi-
cidad pop. Lo que Páez pretende es fundir expresividad humana y or-
denación no imitativa. I>o consigue sin fricciones y ello constituye uno
de los más grandes aciertos de su pintura de óptima calidad.
Agustín Alamán es uno de los pintores más densos y depurados del
momento actual. Una catalogación fácil diría que realiza unas veces
una abstracción de materia densa, relacionable con el ambiente es-
pañol de la actual escuela no imitativa de Barcelona, y que inventa
en otras, con igual dominio de la materia y de la erosión de la misma,
fantasmas neofigurativos sólidamente afincados en el interior de sus
campos cromáticos y rebosantes de vigor y expresividad. A decir ver-
dad, esa diferenciación fácil no calaría en las entrañas de su pintura.
Yo no veo diferencia ninguna de intención estilística o expresiva entre
ambas variantes. Lo que sí creo fundamental es esa síntesis que Agus-
tín Alamán ha creado con un rigor extremo entre contención compo-
sitiva de las formas y fluctuación incontenible del cromatismo inter-
penetrado y de los arañados que sensibilizan esta unidad indisoluble
entre materia, forma y color. Sabido es que el gran peligro de la abs-
tracción geométrica era que poseía absoluto rigor, pero que carecía de
la emoción suficiente El peligro de la fluctuación de las formas del
impropiamente denominado informalismo era exactamente el contra-
689
rio. Allí había emoción superabundante, pero faltaba muy a menudo
una estructura sólida. Alamán obvió ambos inconvenientes y se quedó
tan sólo con las virtudes de la contención y de la fluctuación. Así sus
grandes lienzos suelen ordenar, tanto cuando lo que aparece en ellos
es un rectángulo geométrico como la insinuación de un ser humano,
una gran superforma central de delimitación precisa, pero no rígida.
Ocupa esta forma la casi totalidad del campo cromático, pero deja
a ambos lados respiraderos suficientes para que la vista descanse y para
que el cuadro no parezca ceñido en exceso. La simetría es preferente-
mente bilateral, aunque con la suficiente flexibilidad para que la mi-
tad del lienzo no parezca exactamente el reflejo en un espejo de la
otra mitad. Sobre este esquema de un rigor flexible, pero tan equili-
brado en última instancia con el de Mondrian, recubre Alamán el
relieve denso de su superforma central con velos de óleo más o menos
disueltos, bajo los que se transparenta la contundente forma, en re-
lieve pronunciado, del látex subyacente. Apuñala luego la materia, la
erosiona, la arranca en zonas elegidas, la recorre con esgrafiados in-
acabables o con una sucesión de estrías paralelas, hace que los colores
inicialmente aplicados resurjan bajo la marea intensamente emotiva
de los posteriores y logra dotar así de máximo movimiento e instin-
tividad a esta superficie última. Emoción con estructura y rigor sin
aburrimiento, son así el legado de esta obra intensa y bifronte de
Agustín Alamán. En él alcanza la pintura actual uno de sus escasos
momentos de síntesis, y de ahí su profunda eficacia.
690
LA OBRA POÉTICA DE HOPKINS A TRAVÉS
DE ALGUNOS POEMAS
691
reflexivo, interrogativo, para después terminar de modo didáctico y
aleccionador y resumirse en un consejo moral. Aparece entonces la
pregunta del sacerdote:
Para el poeta toda esa alegría es como un reflejo del Edén, donde
el ser en el principio gozaba de verdadera inocencia y del estado de
gracia, y disfrutaba de plenitud. Todo el mensaje del poema parece
condensarse en las enfáticas expresiones: «have» and «get», que son
como latigazos de alerta que espolcan nuestra conciencia y estimulan
al goce. Parece decirnos: tómalo antes que se marchite, antes que se
pierda el frescor del primer contacto con la naturaleza; disfruta la
prístina emoción antes que produzca hastío o empalague, antes que
nos lleve al pecado. Nos induce a llenarnos las manos en la totalidad
de nuestras fuerzas, en la primavera de nuestra vida, antes que esta
pureza se empañe. Es en cierto modo la idea cristiana de aceptación,
admiración y disfrute, sin llenarse de las cosas. Invoca a Cristo para
que evite la pérdida de ese disfrute, de ese estado de inocencia que
había sido precisamente el elegido por El, y parece decir: coge la
mente inocente que es lo bueno, lo elegido y lo digno de ser amado.
Esta impresión está reforzada con el uso de las palabras niño, niña,
rapaz, y por la imagen de los corderinos que retozan felices, por lo
que el poema parece una visión juvenil a la que contribuye la cons-
tante sensación de movimiento, de vida, de alegría, de frescura y de
candor que transparenta e irradia. La idea mariana la expresa con los
términos azul, virgen, cielo y con la referencia al mes de mayo, mes
de María. Es, en cambio, un soneto de madurez, con una visión reli-
giosa de la creación, a la manera tradicional italiana, pero sin la melo-
día de los renacentistas. La rima es consonante y el ritmo normal, con
interpolaciones de ritmo «Sprung», sobre todo en las aperturas de los
versos, que producen efectos sincopados. Usa un ritmo cambiante,
que da vitalidad a todo el poema. Ese ritmo contribuye al deseo del
poeta de expresar y comunicar el entusiasmo. Los versos son pentá-
metros. Tiene una especie de compromiso con los cinco acentos tra-
dicionales del yámbico, cambiándolos para producir una acentuación
de contrapunto y conservando el yámbico decasílabo. Hopkins no da
importancia a lo silábico; de ahí su variedad de metros: octosílabos,
decasílabos, endecasílabos y dodecasílabos. Mezcla también el pie yám-
bico con los metros «Sprung». N o quiere alcanzar elegancia perdien-
do fuerza en su poesía. Su afán de vigor es una de sus características
más notables y, precisamente, lo que da sentido a su lucha por lograr
formas vivas dentro de lo rígido. El poeta quiere salirse de sus límites,
692
pero hasta cierto punto se mantiene en ellos. N o obstante, su verso
está lleno de énfasis y nos da la sensación de un taconeo interior que
es, en definitiva, su rima interna. Cuando más vitalidad logra la poe-
sía de Hopkins es cuando se ajusta a su forma y al mismo tiempo
pugna por salirse de ella.
La fuerza, el efecto enfático los consigue utilizando aliteraciones
continuadas a lo largo del poema. Hay palabras unidas por juegos de
consonantes a través de la aliteración directa: (look, little, low); (rin-
se and wring); (weeds, wheels) y por juegos de vocales que se repiten
con énfasis (strikes, like, lightnings). Estas aliteraciones y enlaces de
consonantes y vocales producen efectos vibrantes, reforzados por el
uso de palabras de gran eco y sonoridad, como ocurre con «wring».
Aquí el poeta utiliza un mismo vocablo para darnos, por una parte,
un significado conceptual que implica pureza (restregar, lavar, acla-
rar), y, por otra, una representación afectiva y sensorial. Igual podría-
mos decir de la palabra «timber», que significa leña, y nos sugiere,
además, por asociación de sonidos, la idea de timbre. Algunas, tamr
bien muy expresivas, nos d a n una sensación física como las que re-
presentan las hojas y flores del peral rascando o cepillando el cielo.
Una imagen concreta la tenemos en «Mayday», que nos hace pensar en
la primavera. Otras sugieren rapidez y emoción, como «rush». La ima-
gen del cielo, de un azul intenso, sugiere riqueza, abundancia, apre-
suramiento y plenitud: «That blue is all in a rush»; la sensorial de
paladar está dada con la palabra «cloy» y con la frase «and sour with
sinning», con la que quiere referirse a un amargo o ácido pecado. La
rima interna, que aparece constantemente (when weeds in wheels);
(lovely and lush) y los epítetos (glassy), metáforas y símiles («thrushs
eggs look little low heavens...») son otros tantos recursos poéticos que
emplea Hopkins en el referido poema.
Pied beauty es un poema jubiloso. Se inicia con una alabanza a
manera de Salmo, donde se ve la influencia bíblica:
693
suyas. Empieza con una oración y termina en forma aleccionadora,
seca y a la vez llena de pujanza. Finaliza con un «laus tibi Cristi»,
«Praise him», dice, después de insistir en que Dios todo lo origina, lo
procrea y que su belleza está más allá del cambio, para El inmutable.
Transparenta un sentimiento de alegría, de entusiasmo por la crea-
ción y por Dios mismo. Es el gozo del alma ante la elemental belleza.
Nos sentimos estremecidos con estos versos ante lo primario y lo ge-
nuino. Hopkins ama la naturaleza a través de Dios, pero también con
sensual pasión humana, y ese amor está allí expresado con voces afec-
tivas. A la impresión de júbilo contribuyen las aliteraciones : «For
skies of couple-colour as a brinded cow»; las consonantes sonoras:
«Landscape ploted and pieced..;». Las palabras enormemente vivas y
frescas que utiliza, eon valor enumerativo y con carácter preciso, prue-
ban su ojo analítico de pintor. Son cortas, justas, angulares y de gran
sonoridad: «fickle and freckled», y nos dan la idea de la particulari-
dad e individualidad de las cosas. Son imágenes en el sentido de la
variedad dentro de la unidad de Dios. Señala con precisión esto o aque-
llo, pero dice que todo tiene su función dentro de la belleza. Al ha-
blarnos de los pájaros, de los peces y de todos los animales de distin-
tos colores y clases, lo hace con exactitud y concreción. La palabra
«pied» da la impresión de colores variados, es de «overtone», de evo-
cación, de sugerencia emocional, porque dice algo más que su signifi-
cado conceptual en la idea de lo variado. Con el uso de contrarios:
«With swift, slow; sweet, sour; adazzle, dim», refuerza el concepto
de la enorme pluralidad de la creación. Emplea el sistema enumera-
tivo y elimina los nexos gramaticales para dar brío a los versos: Hay
encabalgamiento de sustantivos y la sensación de misterio ante la crea-
ción aparece en un paréntesis de tono interrogativo: (Who knows
how?). La estrofa es el Curtal Sonnet; el ritmo es el Sprung Peaonish
Rhythm; la rima, consonante; y el metro variado. El «Instress» está
expresado en la resonancia afectiva entre Dios y el hombre a través
de su creación. El poeta busca el «Instress» en el énfasis de las cosas
que son como el énfasis en Dios. Con un vocabulario no muy fre-
cuente en el lenguaje poético, logra versos de gran fuerza.
Thou art indeed just... manifiesta claramente la angustia de la es-
terilidad que sentía el poeta. Mientras que él no crea, toda la natura-
leza es creadora. En una serie de admiraciones expresa cómo la natu-
raleza se manifiesta en creación: las lomas, el viento, los pájaros...,
en cambio él, como un eunuco del tiempo, se esfuerza sin lograr una
sola obra de proyección. Su súplica es como un grito de impotencia:
«Mine, o thou lord of life, send my roots rain».
694
Aquí aparece el poeta con mayor actividad de ritmo y lenguaje.
Resulta difícil a primera vista; pero, en realidad, no es oscuro. Pronto
vemos que las laderas, los setos, los matorrales... constituyen la escena
y que la poesía es virtualmente un descubrimiento de la relación del
hombre con aquel escenario. Señala el poder de la naturaleza para
facilitar su entendimiento, y así romper los límites que nos impiden
la absoluta comunicación e identificación con ella. El hombre quiere
ser como el árbol, como el pájaro, y no puede. La angustia del poeta
es producto de su inadaptación, de su inalcanzada resonancia en la
época en que escribe. Quizá no hubiera sufrido esta sensación de es-
terilidad si hubiera sido comprendido por el público. En forma implí-
cita hay un mensaje en el poema: debemos crear como la naturaleza,
con repercusión.
Este soneto representa la cima de su producción poética. No está
escrito en ritmo Sprung, pero se nota su influencia dentro del ritmo
normal, que cambia de cuando en cuando. El verso es yámbico, pero
usa trocaicos. Su estilo es más suave y menos singular por la necesidad
que tiene de ser entendido. Utiliza la acumulación de compuestos, la
aliteración con menos insistencia, y la supresión de los pronombres
relativos para dar más énfasis a su expresión.
In honour of St. Alphonsus Rodriguez... para el poeta, el Dios que
tiene el poder de hacer montañas, que lo puede todo, pudo también
llenar de conquistas espirituales a Alfonso, lego de la Compañía de
Jesús. Estas conquistas que tuvieron lugar en su alma son tan valiosas
o más que las militares. La lucha exterior se puede apreciar más, pero
la interior tiene un valor más alto. Es la obra de Dios en el alma. Dios,
por tanto, llenó de triunfos espirituales la carrera de este hermano
humilde. El poeta despliega un intenso sujetivismo, reflejando su pro-
pia lucha en la vida, su debate interior, que él supone sin frutos exter-
nos. Siente la llamada de Dios y describe el combate dramático propio
y el de Alfonso. Para Hopkins, el campo de batalla está dentro de
nosotros mismos. Con humildad y modestia, el autor comunica sus
conquistas espirituales. Compara al mártir jesuíta con Cristo. Así, los
golpes que padeció Cristo en su viaje glorioso también forjan a aquél
y cantan su gloria.
El poema, en parte anecdótico, porque refiere un episodio de la
vida de San Alfonso, está escrito en soneto italiano, con rima conso-
nante, ritmo normal de base y algo de Sprung. Tiene expresiones muy
gráficas: -.«Yet God (that hews mountain and continent»), y versos
brillantes, violentos, casi dramáticos, que producen en la rima total
una impresión luminosa y sensorial: «that gashesh or galled shield».
Los esfuerzos por obtener el énfasis no son de los más felices, pero
695
están logrados mediante las aliteraciones y juegos de vocales y conso-
nantes: «could crowd career with conquest...«. E n otros la acentua-
ción original nos va deteniendo en cada palabra y nos obliga a pe-
netrar en su sentido: «Earth, all, out...».
En As kingfishers catch fire, dragonflies draw flame hay una expre-
sión poética del concepto escotista de que las sustancias individuales,
según la riqueza metafísica de su ser, componen una vasta jerarquía,
con Dios como cima. Se refiere el poeta a que todo en la naturaleza
manifiesta, irradia, el ser que lleva dentro, se expresa. De la esencia
se pasa a la existencia. Cada cosa mortal habla de sí misma, se grita,
se anuncia, se plasma en el hacer: «What I do is m e : for that I came»,
porque hacer es el destino de la creación. «Self» comunica la idea
fundamental del poema. Hopkins juega con esta palabra y la repite
varias veces en distintas formas: itself, myself, para dar con énfasis
reiteración del ser en el hacer. «Self» expresa su propia individualidad.
Trata del sentido ontológico de la actividad natural individual y carac-
terística.
La primera parte es admirativa y llena de ejemplos naturales; la
segunda, exegesis de la primera, contiene ejemplos morales. El hombre
justo, cuyos pasos están llenos de gracia, representa a Cristo en la
Tierra. Aparece la noción del ser creado por el Ser Divino, la subje-
tividad que es, a la vez, la de uno y la de Dios, mediante Cristo entre
ambos. A través de los hombres, Dios mira las cosas y se ve a sí
mismo reflejado en ellas. Se da cuenta de que existe porque se realiza
y llega a tener carne otra vez en el hombre, uno de los mil sitios donde
está presente. En él ve a Cristo y aprecia su propia belleza. En cuanto
se comporta según la voluntad de Dios, se une a El y, por tanto,
le expresa. Es una forma de dar la idea de la unidad del mundo
y demostrar a la vez la singularidad del hombre, que es también eje-
cutante de su misión. Se diría que señala el deber del ser humano,
que viene para desempeñar su destino divino.
696
Como producto de esta visión del universo, su poesía va a la pre-
sencia eucarística de Dios en la naturaleza y en el mismo hombre.
Pretende descubrir a Dios, amar a los hombres y comunicar la fe.
En sus cartas dice: «La fe es Dios en el hombre que conoce su pro-
pia verdad».
La temática de Hopkins es una y varia: Dios como creador; la
naturaleza como manifestación de Dios; el hombre como creación
también de Dios y como espejo de la naturaleza mediante el cual
vería su creación; la poesía como expresión profundísima de su ex-
periencia religiosa y como medio excelso para alabar a Dios y cantar
su grandeza; el ser identificado con el hacer y el saber, y la misión
de toda esta poesía: alabar a Dios.
Hopkins aspira a la «huida hacia adentro», al «Instress» por medio
del «Stress», a ver lo que hay dentro, de las cosas, a conocer su móvil,
su forma o paisaje interior; de aquí su afán de profundidad, de esen-
cialidad, por lo que todos sus recursos poéticos están en función del
sentido del poema. Esto da a su poesía una enorme fuerza espiritual
y la convierte en palanca humana y divina para su mensaje, combi-
nado de penetración mística y de profunda humanidad.
La naturaleza en él no es sólo objeto de contemplación, sino de ex-
presión, de identificación y, aún más, de ejemplo creador y de mani-
festación de Dios. Con palabras concretas, vividas y llenas de realidad,
nos hace recorrer toda la gama de los sentidos, mezclando un sen-
sualismo evidente con un profundo ascetismo. Observa y describe de
modo analítico, estudia las formas individuales, y, al mismo tiem-
po, ofrece una visión sintética del paisaje, haciéndonos participar
en él con veracidad asombrosa.
En una rápida ojeada de su trayectoria poética apreciamos una
primera época jubilosa, de gozosa entrega a Dios. Lo vemos todavía
algo atado al sentimiento romántico Victoriano, aunque con cierta
originalidad. Su poder descriptivo aparece ya con seguridad de tacto,
dominio del idioma y viveza sensorial. En «The Habit of Perfection»
dice : «O feel of-primrose hands». Tras un silencio de siete años vienen
sus poemas de madurez, en los que esta tendencia es ahogada. Algunos
son escuetamente ascéticos, otros desgarradores. Surgen sus grandes
experiencias métricas, sus nuevos ritmos, sus innovaciones. Su tónica
será de un mayor realismo, logrado con palabras densas, a veces
violentas, cargadas de significado y de exactitud, al expresar lo espi-
ritual con imágenes físicas.
Su última etapa, cima de su poesía, es más ensombrecida, pero
más sencilla. Algunos poemas, intensos y complejos, tienen un conte-
697
nido de drama espiritual. Su inquietud da a su poesía de este período
una mayor urgencia de contenido, un movimiento interior. El estilo
será más suave y más claro, porque corresponderá a su necesidad de
definirse y expresarse.
Si atendemos a su época (1866-1888), es Hopkins un poeta victoria-
no; pero, si analizamos su obra, se nos presenta como un milagro de
originalidad dentro de esa poesía. Su pujanza renovadora lo sitúa
dentro del movimiento moderno de la poesía inglesa en pleno si-
glo xix, cuando la victoriana exhalaba aún sus lastimosos y lánguidos
ayes de romanticismo. No influye grandemente en su generación,
debido a la publicación tardía de su obra, en 1918, cuando ya habían
publicado poetas modernos tan notables como Pound, Eliot y Yeats.
Es curioso, sin embargo, ver su poesía contra el fondo de su tiempo
más que contra el del siglo xx. Visto así, es un poeta de avanzada,
de creación original, ya que supera la vaguedad romántica, los largos
períodos sonoros, con un lenguaje enérgico, vivido e intenso. Contrasta
con los de su época por su fuerza interior y por su expresividad. Ade-
más, su religiosidad, unida a su vitalidad, lo sitúa en un mundo poé-
tico distinto al de los Victorianos. Pero a la vez, no se puede considerar
a Hopkins un poeta moderno. No tiene ni las preocupaciones ni la
manera de ver la vida de éstos, aunque técnicamente se proyecta
hacia el siglo xx y su verso representa en la forma algo de la com-
plejidad de la vida moderna. Es moderno al utilizar con carácter
personal e innovador todo un mundo de recursos y procedimientos
poéticos : arcaísmos, con posibilidades expresivas, voces regionales,
formulación de compuestos, inversiones sintácticas, supresión de pro-
nombres relativos, elipsis, paréntesis, interrogaciones, admiraciones, in-
vocaciones, concentraciones violentas de palabras en lugares inespera-
dos, acumulación de consonantes fuertes y de vocales, ininterrumpido
juego de aliteraciones y, como constante elemento expresivo, la repe-
tición de sonidos.
En el ritmo es creador del tipo, de versificación acentual que llamó
el Sprung Rhythm, cuyos golpes producen una resonancia afectiva en
el poema y un encabalgamiento rítmico que lleva implícito el de sen-
tido. Tiene, además, a veces, una enorme irregularidad silábica, aun-
que también se refugia en tipos más tradicionales. Sus poemas son
compactos ν unidos como una línea melódica. Las palabras que utili-
za, definidoras y plásticas, se someten a ese efecto de ritmo extraor-
dinario, que está en función del significado del poema, todo lo cual
trae como resultado un estilo vivido y directo, lleno de brillantez e
intensidad.
698
La obra poética de Gerard Manley Hopkins, reducida, concentrada,
delimitada y profunda, frenada por su intelectualismo en el orden
pasional, tuvo como propósito lograr una unidad de vida mediante
la religión y la filosofía, y regenerar el lenguaje y la métrica inglesa
para despertarla, con sequedad y fuerza, a la poesía moderna.—ZENAIDA
GUTIÉRREZ VEGA (State University of New York, OSWEGOJ.
699
Sección Bibliográfica
(1) Jorge Guillen, dicho sea de paso, comienza a ser considerado en distintos
círculos de Europa y Estados Unidos (aunque no de España, <londe es de su-
poner que se insistirá con Pemán) como posible candidato al premio Nobel.
(2) JORGE GUILLEN: Homenaje ¡ Reunión de vidas. Ed. Scheiwiller. Milano,
1967, y Aire maestro. Ed. Scheiwiller. Milano, 1968.
700
llén. Trabajo sintético, esquemático pero conciso, esta nota introduc-
toria está llena sin embargo de observaciones atinadas y felices. Así,
por ejemplo, cuando define a Cántico como un verdadero «manual con-
tra el suicidio». A semejanza de tantos otros grandes poetas de nues-
tro tiempo, también Guillen ha construido su propio ámbito; «Cán-
tico es como un abrigado jardín, pero un jardín situado entre el
bullicio de la ciudad y las amenazas de la historia». Como muy bien
añade Ivask, «la mayoría de los poetas modernos han buscado su ins-
piración (una u otra vez) en los reinos del mito, el misticismo, la pro-
fecía, lo oculto, el subconsciente o lo anormal. No así Guillen, La
fuerte lucidez de su poesía profundamente mediterránea está consa-
grada a la conciencia iluminada y a la claridad de pensamiento, a la
forma definida de sus sentimientos, a una cortés cordialidad hacia to-
dos los seres vivientes y las cosas». Desde este punto de vista, de Cán-
tico a Clamor hay una transición perfectamente clara cuyo proceso es
posible seguir a través de los emocionados retratos de Homenaje. Gui-
llen se siente el huésped, no el principal protagonista de su tiempo,
aunque paradójicamente esta humildad sólo haya servido a veces para
que alguna crítica apresurada lo tache de evasión.
Dos notas de Vicente Aleixandre («Jorge Guillen came from Se-
villa») y Dámaso Alonso («Living with the poetry of Jorge Guillen:
a personal experience»), respectivamente, sitúan a Guillen en el piano
de los afectos. A Aleixandre pertenece esta sagaz observación: «Vi-
niendo de Sevilla, un castellano que había pasado por Sevilla, por el
contrario de tantos otros andaluces que pasaron por Castilla, Jorge
(Guillen) acrecentó su propia luz, dándole quizá un toque de sensua-
lidad.» Willis Barnstone, profesor de la Universidad de Indiana, rea-
liza un paralelo entre Guillen y uno de los poetas metafísicos ingleses
del siglo xvu en un curioso trabajo titulado «Two poets of felicity:
Thomas Traherne and Jorge Guillen». «Más allá de una aparente se-
mejanza de modelos estróficos, recursos rítmicos y sintaxis, el lazo más
significativo entre los dos poetas probablemente está en su percepción
de las realidades visuales. Más allá de todo interés por las esencias
temporales y espaciales, el lugar y el tiempo en sus poemas son pre-
dominantemente aquí y ahora. Su. exaltación de la realidad se ori-
gina en su sorprendente y repentina visión momentánea de las cosas.
Ellos miran, dentro y fuera, y ese momento de ver es el material del
poema.» Esta equivalencia del acto de ver con la visión hace que la
forma del panteísmo de Guillen resulte esencialmente opuesta a la
concepción romántica. El trabajo de Barnstone deja entrever igual-
mente la posibilidad de un segundo paralelo: «Guillen y Góngora, dos
701
místicos de la realidad.» Barnstone empero no lo señala, aunque su
nota puede, a todos los efectos, resultar un fecundo punto de partida.
Piero Bigongiary, catedrático de la Universidad de Florencia, es-
tudia en Time passes la relación entre imagen y recuerdo, y a través
del análisis de las distintas variantes de un breve poema de Guillen,
muestra cómo en él se realiza la conquista de «lo eterno» y la pérdida
del cálculo ilusorio del tiempo cotidiano. Hipótesis más que discutible,
pero en este caso bien urdida e inteligentemente fundamentada. En
Lugar de Lázaro, Joaquín Casalduero recuerda que fueron muchos
quienes viajaron más allá de la t u m b a : seres míticos o divinos. Pero
hubo sólo uno que regresó de ella: Lázaro, un hombre como nosotros,
que dejó el mundo sólo por cuatro días. N o es casual que Guillen fijara
su atención en Lázaro; es sí, en cambio, enormemente ilustrativo. Pue-
de concebirse hombre más apegado a la realidad de este m u n d o que
ese Lázaro-Guillen que al aceptar (3) el cambio de su ámbito terrenal
por el paraíso exclama: «¿Quiero en su verdad creer?» «Raramente o
nunca—concluye Casalduero—la entrada en el paraíso ha sido acep-
tada más tristemente, más humanamente, con una nostalgia mayor
por la tierra que permanece abajo o detrás.» Una cabal demostración,
en suma, de la cualidad esencialmente no evasiva de la poesía del va-
llisoletano.
Con el engañoso título Λ half century of friendship, que haría al
lector presagiar un prescindente artículo de índole afectuosa o evoca-
tiva, Jean Cassou efectúa algunas necesarias precisiones sobre el uni-
verso cartesiano que la poesía de Guillen erige y el lenguaje no siste-
mático o conceptual en que ese universo se realiza. Un profesor de
Wisconsin, Biruté Ciplijauskaité, en The joy in Jorge Guillen, acierta
a determinar con insuperable claridad la importancia de Clamor den-
tro de la obra del poeta. Clamor somete a una prueba de fuego el
júbilo de Cántico, es un paréntesis necesario. «Sin él, el universo del
poeta podría haber parecido algo unilateral. Cuando el gozo surge en
Clamor, comprobamos que es un sentimiento conquistado, el resultado
de una victoria sobre la incertidtimbre o incluso la opresión.»
En Humanismo y actualidad en Jorge Guillen, Pierre Darmangeat
lo ubica entre los más importantes poetas de este siglo. Menos taxativo,
Eugenio Frutos—uno de los más constantes exegetas del autor de
Cántico—· investiga en The circle and its rupture in the poetry of Jor-
ge Guillen, el simbolismo de las formas geométricas—en este caso el
70a
círculo—a través de algunos poemas de Cántico y Clamor. «Aire, luz,
ojos abiertos, respiración—escribe Joaquín González Muela en Sail
before the wind—han sido la sólida base de la física, no metafísica,
de Guillen«, quien a su vez en Cántico ha escrito: «Lo profundo es el
aire.» Habida cuenta de la importancia de este último elemento en
la poesía de Guillen, resulta oportuna la siguiente observación de Gon-
zález Muela: «Desde el primer Cántico, ventanas y balcones están
abiertas para ver bien o para que el aire pueda llenar nuestros pulmo-
nes... Guillen ha proseguido creando su símbolo, que nada tiene que
ver con Eolo o con el San Cristobalón de Lorca. Tampoco podemos
pensar en una reacción asmática o en un romántico fascinado por el
vendaval. Es aire puro, esa ráfaga deliciosa que ahora debemos buscar
lejos de la atmósfera venenosa, contaminada de nuestras ciudades. N o
sólo los pulmones: también la mente agradecería un hálito del aire
poético de Guillen.»
703
CUADERNOS. 224-225.—28
Clarity in Action of Jorge Guillen, la dualidad de secreto y transpa-
rencia que básicamente configura este sistema poético. Deliberadamen-
te h e dejado para el final d e esta reseña la «Estrofa» a Jorge Guillen
con que Rafael Alberti, desde su retiro romano, suma poéticamente
su voz al merecido homenaje contenido en esta entrega magnífica de
Books Abroad:
704
España-Cuba en los últimos tiempos de la dominación colonial, la vida
cultural y política del país en los años finales de un siglo fecundo,
están animados e iluminados por un sentido revolucionario que rebasa
las coordenadas de espacio y tiempo, que no es cantonal ni local, ni
obedece a los imperativos de su época, sino que, en conexión con los
grandes problemas del cambio de las estructuras en España e Ibero-
américa, el pensamiento de Martí toma una dimensión y una fuerza
pocas veces alcanzada, al tiempo que se hace vigorosamente actual y
prácticamente presente.
Cuatro rúbricas diferencian el libro; la primera «Política y revo-
lución», recoge los textos a los que hemos aludido, mientras que en
la carta inconclusa a Manuel Mercado, separado del texto anterior
por una distancia d e más de veinte años, se cierra de manera rica y
absoluta el ciclo de este pensamiento revolucionario.
La segunda parte tiene un aspecto marcadamente social, está for-
mada por las crónicas de 1881 y 82; las cortes, los debates parlamen-
tarios y las reivindicaciones políticas, aparecen descritas con un sen-
tido magistral y armonioso de la empresa literaria. Otros fragmentos
de esta parte son brillantes cuadros de costumbres, dotados de una pro-
funda inquietud y vocación social.
La tercera rúbrica se titula «Españoles en Cuba», y realiza un
buen análisis de personalidades y un retrato escueto y eficaz de estos
emigrantes españoles que enriquecían su nueva patria y al mismo
tiempo eran lo primeros en dar acogida y comprensión a las ideas
emancipadoras, porque, como dice Martí, «los españoles buenos son
cubanos». Casi podría ampliarse esta idea, diciendo que los buenos
españoles son siempre iberoamericanos de vocación y decisión.
La cuarta parte del libro va dedicada a recoger párrafos poéticos
y textos culturales, entre ellos un hermoso estudio de Goya, prodigio
de criterio y expresión, verdadero ejemplo que a través de los años nos
da José Martí de lo que es una crítica artística, clara, social y respon-
sable.—R. C H .
705
a los repertorios bibliográficos de colecciones caracterizadas por una
presentación sobria y pulcra pero nada lujosa y por un precio redu-
cido. España, que ha tardado algún tiempo en incorporarse a esta
tarea de la que ella en otras épocas había sido promotora, presenta en
la actualidad algunas colecciones de este género realmente modélicas
y ejemplares; entre ellas destaca con luz propia la colección «El Libro
de Bolsillo» de «Alianza Editorial», que ha totalizado 104 tomos en
un tiempo verdaderamente record y sobre todo con una variedad de
criterio que demuestra su gran conocimiento de los problemas de la
literatura de masas y el excelente cuadro de colaboradores de que
dispone.
La colección se ha dedicado principalmente a dos tareas del ma-
yor relieve: por una parte, a editar directamente o en traducciones
desde sus ediciones originales aquellos libros que permiten al lector
tomar pulso y dimensión de los fenómenos de la más reciente actuali-
dad y, en el mismo sentido, las obras literarias de más impactiva no-
vedad. Junto a esta tarea de primera edición y satisfacción de las ten-
siones y necesidades que surgen de lo nuevo, la colección ha realizado
una excelente tarca, volviendo a poner en la mano y en la atención
del lector obras que habían obtenido un gran éxito, pero cuyas edi-
ciones se habían agotado, y aquellos libros que por unas u otras ra-
zones, aun señalando y testimoniando una época, no habían recibido
nunca la atención merecida.
A este último tipo pertenece el libro que recoge escritos periodísti-
cos de José Martí aparecidos en algunos diarios iberoamericanos, prin-
cipalmente en La Nación, de Buenos Aires, en el diario mejicano El
Partido Liberal, en el diario de Caracas La Opinión Nacional, en el
rotativo uruguayo La Opinión Pública, y en otras importantes publi-
caciones latinoamericanas e incluso norteamericanas. Nos hallamos,
por tanto, en presencia de uno de tantos libros americanos gestado
por una tarea periodística, por la de un hombre de carácter excepcio-
nal al que nuestra época presente está volviendo a descubrir, por un
lado, con la serenidad y el sosiego que su obra merece; por otro lado,
con una violenta carga polémica y dialéctica que quizá favorezca y
beneficie la comprensión de esta figura digna de ser rescatada del
fondo del olvido en el que ha permanecido su obra, aun cuando su
nombre sirviera como tópico, político quizá, en más ocasiones de las
necesarias.
La personalidad de José Martí (1853-1895) ha cobrado un singular
relieve y ha alcanzado una considerable popularidad, tanto en los
países de habla hispana como en el resto del mundo, desde que el
régimen de Fidel Castro se h a proclamado su continuador y ha in-
706
cluido su obra, junto a las de Marx y Lenin, en el patrimonio ideo-
lógico de la revolución cubana. Historiador, comentarista y político,
periodista, poeta, dramaturgo, Martí es, en cualquier caso, uno de
los mejores escritores de lengua castellana que América ha dado en
el siglo xix.
En los Estados Unidos, serie de trabajos escritos en la época de su
largo exilio en aquel país (i880-1895), permite apreciar sobre todo su
talento de ensayista y sus excepcionales dotes para la generalización
teórica a partir de acontecimientos concretos. El funcionamiento de
las instituciones políticas, los problemas raciales, el proceso de con-
centración económica y el expansionismo de los Estados Unidos son
algunos de los temas que el dirigente de la independencia de Cuba
analiza en estos artículos con una lucidez y capacidad de previsión
suficientes como para que puedan aún ayudamos a comprender nues-
tro presente.
El libro comienza con una introducción en la que Andrés Sorel
nos demuestra su fino talento de crítico e interpolador para dar la
dimensión exacta de la existencia y las actitudes de un intelectual ibe-
roamericano ante el fenómeno prodigioso de los Estados Unidos en
esta época crítica en que se inicia su marcha ascendente hacia el do-
minio del planeta.
En seis grupos se alinean estas crónicas martinianas: las primeras
bajo el título «Crónica de los Estados Unidos», son la más original
miscelánea de sucesos diversos, compuesta con envíos o fragmentos de
envíos dirigidos a La Nación, de Buenos Aires, y en los que se reco-
gen acontecimientos tan dispares como la muerte del asesino del Pre-
sidente Garfield, el terremoto de Charleston, la Fista de la Estatua de
la Libertad, la toma de posesión de un Presidente de los Estados Uni-
dos y, sobre todo, el surgimiento de un nuevo pueblo, una de las cró-
nicas más interesantes que pueden leerse, publicada en 1889 en La
Opinión Pública, de Montevideo, y narración espléndida del nacimien-
to de una comunidad en cl territorio de Oklahoma.
El segundo grupo de crónicas es el de mayor valor doctrinal y, de
manera extraña, el de más tremenda actualidad; en él, bajo el título
«Unidad y racismo», se reflejan extraordinarias imágenes de muerte y
violencia, terribles documentos del odio racial en los Estados Unidos,
que prácticamente no ha cambiado desde la época en que fueron es-
critas las crónicas.
El tercer grupo se titula «Aspectos sociales», está en la misma línea
de violenta crítica contra la durísima y cruel sociedad de los Estados
Unidos, que ya entonces prometía su jactanciosa barbarie de h o y ;
el tema de estas crónicas es fundamentalmente la lucha sindical en
707
los primeros años de transformación industrial en los Estados Uni-
dos. Martí, que tiene la fortuna- y también la desgracia de asistir a
huelgas, motines, y sobre todo a las tremendas represiones obreras
de la época, cuenta con un estilo apasionado y entusiasta, que es un
verdadero modelo de la literatura social en nuestro idioma, los distin-
tos problemas de la Sociedad americana; la profunda desmoralización
de sus clases altas, las estafas, las tremendas jugadas de bolsa y el
mundo de iniquidad con el que se crea la sociedad industrial más
poderosa del universo.
E n este mismo apartado y bajo el título «La procesión moderna»,
Martí narra una manifestación de la época, una celebración y al mismo
tiempo una profunda crítica en la que los obreros ridiculizan el siste-
m a que los tiraniza, afirmando sus grandes imperativos de solidaridad.
Bajo el título «Un drama terrible», Martí hace una apología del
terror social de los años 90, cuando socialistas, anarquistas y sindica-
listas, acusados de crímenes que no habían cometido, eran condena-
dos a muerte en juicios de tremenda irregularidad. La muerte de Spies,
Fischer, Engel y Parsons y el suicidio de Lingg, condenados todos
ellos bajo la acusación de haber matado a un policía y ejecutados un
1 de mayo, que ha dado a la fecha su perfil internacional de Fiesta
del Trabajo, da lugar a que Martí exhiba, por una parte, sus criterios
sociales, su ideología de convivencia y justicia social y, por otra, su
excelente estilo de narrador y de gran cronista.
Todo no es crítica en este libro, también asoma en el apartado
cuarto un buen resumen de semblanzas de hombres americanos, en el
que no se regatea el elogio al poeta y al pensador que lo merecen,
pero en el que también se incluye el general Grant y el bandido Jesse
James, para dar una visión completa de cómo son los hombres en esa
tierra de pasión y violencia.
El apartado quinto se titula «Aspectos culturales»; va en él una
excelente crónica publicada igualmente en La Nación, de Buenos
Aires, en 1888 y titulada «El Arte de los Estados Unidos». Comple-
tan el conjunto y nos facilitan una idea clara de lo que era la sociedad
de la época artículos diversos sobre libros, colegios, universidades y
ciencias.
Por último, la obra se completa con uno de los tres grandes artícu-
los americanos de Martí, el titulado «Nuestra América», que junto
con «Mente Latina» y «Respeto a nuestra América» representa el me-
jor conocimiento y el mejor testimonio para valorar lo que era en sus
lineamientos ideológicos el pensamiento americano de esta gran figura.
Leer en 1968 a este fenómeno del pensamiento y su expresión que
fue el gran líder cubano es un espectáculo apasionante en cuanto que
708
en gran parte asomarse a su testimonio es comprobar el cumplimiento
de profecías y sobre todo la razón que los procesos históricos han dado
a su fino diagnóstico de fin de siglo. El entusiasmo, el sentimenta-
lismo, y la actitud de exacerbado humanismo del escritor no quita
actualidad e interés a este ejercicio apasionante que la obra nos ofrece,
R A Ú L ÇHAVARRI.
709
ríodo, en Segovia y Salamanca se construyen sus dos catedrales nuevas
siguiendo formas y soluciones típicas del gótico. Es frecuente encon-
trar que en los estudios de nuestra arquitectura del siglo xvi no se
incluyan estos monumentos por entenderse que su análisis ha de ir
referido al estudio del gótico español. En realidad, lo más interesante
es lo que ha hecho Bayon: estudiar conjuntamente en un mismo li-
bro edificios tan dispares como la catedral de Segovia y la de Gra-
nada. Para ello, el autor parte de una apoyatura histórica y de un méto-
do sociológico que le lleva a señalar por qué en una misma época se pro-
ducen edificios estéticamente tan dispares. En este sentido, es funda-
mental el planteamiento de todo el libro analizando las obras a raíz
de aquellos grupos sociales que hacen los encargos. Sin Felipe II no
se comprende El'Escorial como no se explica la floreciente arquitectura
de la segunda mitad del siglo xv sin los Reyes Católicos, los nobles
y los prelados impulsores de las artes.
710
y al índice, con noticias y referencias, de los principales monumentos
españoles de esta época. Se trata de un pequeño diccionario que con-
tribuye a que, junto a la utilidad que presenta el planteamiento, ten-
ga esta otra de obra de consulta.
El libro, al que encabeza un prólogo de Pierre Francastel, está bien
editado, en un tamaño manejable y en edición cuidada. Sin haber sido
publicado con el lujo con que editan los libros de arte algunas casas
editoriales, en detrimento muchas veces del contenido del libro, el es-
tudio a que nos hemos referido tiene todo lo necesario para poder ca-
lificar su edición de cuidada. U n a serie de reproducciones acompañan
el estudio de Damien Bayon. Todas ellas son fotos en las que se pre-
senta un panorama gráfico nuevo. Estamos acostumbrados a ver siem-
pre las mismas fotografías publicadas u n a y otra vez. Las realizadas
por el autor nos presentan un reportaje original y atractivo de nues-
tra arquitectura del siglo xvi desde un planteamiento gráfico nuevo y
actual como el enfoque que tiene el libro.—VÍCTOR NIETO ALCAIDE.
Recuerdo: fue hace dos años. Estábamos citados con otros poetas
(Paco Brines, Luis Feria, José Luis Pernas) en casa del también poeta,
y amigo entrañable, Manuel Padorno. Aquella noche, como tantas
otras noches sabatinas de Madrid, nos reuníamos para leer unos ver-
sos y cambiar impresiones. Aquel día, sin embargo, no pude acudir
a la cita. Tuve que contentarme con conocer de oídas, pocos días des-
p u é s - - y de leídas más tarde—·, los poemas de Brines y Panero. Espe-
raba con mucho interés—después de leer en Cuadernos alguna selec-
ción de sus versos—un libro completo de Juan Luis Panero, poeta
que al tiempo de llevar en su apellido el testigo de una dinastía, lleva
sobre sí, por la misma razón, una responsabilidad mayor si cabe:
no abandonarse a las posibles facilidades que por tal motivo pudiera
obtener.
De Juan Luis Panero, sigo recordando, me repetía Padorno un
poema sobre todos «Unas palabras para John O'Connor», y la canti-
lena, la salmodia elegiaca «¡Oh John, hijo de John»!, se me fue me-
tiendo en el alma y aumentaba mi interés por el poeta. Ahora me
(i) PANERO, JUAN L U I S : Λ través del tiempo. Ed. Cultura Hispánica. Madrid,
1968,-87- pp.
711
complazco releyéndolo. Pero su libro (i), recientemente aparecido, h a
significado, en su conjunto, todo un descubrimiento para mí. Junto a
novedades importantes, junto a presencias, a enclaves completamente
actuales, descubro toda una trama, una laboriosa andadura que parte
de muy atrás, de nuestro más verdadero y genuino clasicismo poético.
Es lo primero que salta a la vista cuando abrimos el libro: Juan Luis
Panero no es un poeta con prisas, masculla bien su materia poética,
se podría decir que la rumia pacientemente, sacando a los temas todo
el partido posible. Pule y trabaja el verso con paciencia de orfebre
hasta considerarlo apto para la vida, entonces publica un grupito de
versos, sin falsa presunción, cargados de vida, entrañablemente reales
y palpables.
Cada uno de estos poemas se enfrenta valiente y abiertamente a las
cosas y a las situaciones de un hombre, el poeta, e intenta penetrarlas,
arrancarles su más sincera razón de ser. Panero es un hombre observa-
dor por naturaleza, pero esta observación es una observación exigente,
reclama la presencia de los sentidos, de lo palpable, de lo presente, del
momento del goce de las cosas; de donde surge, consecuente, un po-
der moralizador, un valor ético directo en todos estos versos conecta-
dos con el tiempo del antes («El bosque del ayer»), con las evocaciones
entrañables de lo perdido—pero gozado en su momento—; con el
tiempo presente («Los seres y los hechos»), donde Juan Luis está vivo
y actuante, donde intuye realidades inapelables que faltan o que no se
logran alcanzar; y, por último, con el tiempo venidero, con las bús-
quedas—siempre el deseo de encuentro, de contacto—de otras situa-
ciones, otros lugares y otras realidades («Escrito en Londres»). Pero
siempre, sea como fuere, penetre el ambiente o tiempo que penetre,
nuestro poeta tiene una sola y mantenida servidumbre: la realidad.
Juan Luis, cuando escribe, rinde tributo a la verdad. A su verdad
como hombre preocupado por su historia y por su ser. Por eso—repi-
to— sobre todas las cualidades, importantísimas, de Juan Luis Panero,
yo destacaría su fuerte poder moralizador, sus dardos fríamente lan-
zados contra lo que él sabe—y lo sabe porque lo ha experimentado
sensorialmente—, va minando la personalidad del individuo, desgas-
tando al hombre «a través del tiempo».
RECREACIÓN METAFÍSICA
712
las usa, manipula con ellas, recreándolas luego en función de las re-
laciones sensoriales que se han producido. Es indudable que, sin perder
contacto con la realidad inmediata, sin dejar de mantener el valor
popular y directo que sus versos tienen, Panero se abre camino en los
campos llenos de sugerencias que componen el valor humano de las
cosas y de las situaciones. Y a pesar de haber valorado todo, a pesar
de entablar ese conocimiento tan profundo y verdadero:
713
LA MUERTE o EL AMOR
Callamos.
Sólo cuerpos desnudos
entre arrugados pliegues.
Sólo rostros y manos palpando su tristeza
y una ciega ternura, de pronto estremecida.
No hay mayor soledad. Comienza el día.
Desde hoy conocemos el sabor de la muerte.
714
Desde que se produce el silencio, desde que el abandono se ha
perpetrado, el poema se precipita envuelto en una amarga reflexión,
resultado de una ansiada experiencia ya consumada. La repetición de
ese adverbio sólo, para desembocar en el sustantivo soledad, piden in-
mediatamente el perfecto y acabado último verso, de unas dimensio-
nes y un dramatismo insospechado. Resultado, único resultado positi-
vo: el conocimiento de la muerte. Una muerte que se ha desencade-
nado, precisamente, como consecuencia de la entrega, como tributo
que ha de pagar el hombre una vez ganado totalmente para el amor
que si, por una parte, lo hace poseedor, conocedor pleno de las cosas,
por otra lo condena a ese desgaste moral, a esa muerte, porque preci-
samente ahí está la solución d e su entrega.
¡Y la verdad! ¡Y la verdad!
Buscada a golpes en los seres,
hiriéndoles e hiriéndome;
hurgada en las palabras;
cavada en lo profundo de los hechos.
715
cisión, por la claridad, aun en los aspectos que se podían prestar a cierta
Vaguedad expresiva.
En estos versos del poema citado más arriba podemos descubrir esos
rasgos que hemos aludido como fundamentales : el poeta testigo y ade-
más participante, para llegar a transmitir ese mundo, conocido y com-
partido, a los demás, o mejor: devolverlo al pueblo, pues de él ha
surgido la realidad, la verdad, la historia misma que el poeta vive.
Pienso en Panero como un poeta vivamente preocupado por el hom-
bre y dando testimonio a este mismo hombre de lo que cree necesa-
rio tras una experiencia siempre vivida, siempre real. Ε inmersa en
su tiempo actual, como diría José Luis Cano comentando el libro de
Panero (3).
Pero no todo acaba aquí. El poeta, además, nos lleva de la mano,
nos enfrenta a las cosas y nos va mostrando, con admirable pulcritud,
qué. hay en ellas y en su más puro ser íntimo. El poeta entonces se
adensa, adquiere mayor calidad y contenido. La sensación parece como
si se atornillara, paulatinamente, hasta calar bien en lo hondo de
los objetos representantes, mojones que atestiguan externa e interna-
mente la total realidad del hombre.
(3) CANO, JOSÉ LUIS: El libro del mes. ínsula. Madrid, abril 1968.
716
museo, los versos iniciales del poema así titulado. Y el poeta se afana
en creer que esto sea así, que
ESCRITO EN LONDRES
717
Londres y lo ya conocido nuestro, lo propio del poeta. Se actúa en-
tonces en dos mundos: el presente y el evocado. Y la evocación vuel-
ve a ser melancólica; es como si la presencia feroz del recuerdo se
incrustase en la vida, en el ser mismo del hombre, y lo siguiese im-
placablemente, desarrollando luego esos dos planos con los que ya
Panero ha jugado desde el comienzo mismo de su libro. Desde el
título mismo, diría yo.
Títulos como Lo que queda después de los violines, que tendría que
trascribir íntegro, y poemas como ese que ya hemos nombrado al co-
mienzo, «Unas palabras para John O'Connor», nos dejan ya definitiva-
mente instalados en el verdadero mundo total de Juan Luis Panero.
Escribe en el segundo de ellos:
718
su propia imagen y le confiesa admonitoriamente que es entonces cuan-
do empieza la lucha, una vez poseído el conocimiento y, por tanto,
una vez que ha hecho suyas cosas y situaciones.
morir el deseo,
la juventud, todc aquello que fuiste
LA FORMA EXPRESIVA
COMERNOS. 224-225.—29
719
Limitado por una concepción clasicista del verso—clásico a lo Alei-
xandre—; dentro de una construcción bien tramada, Panero trabaja
el verso con una libertad admirable. El poema, a la vez que completo,
se nos presenta suelto, ágil, vivo, independiente de toda norma. Aun-
que Panero ha sabido aceptar y asimilar—esto es prueba de un valor
inequívoco— todas y cada una de las normas necesarias para que el
poema se ciña, propia y precisamente, a lo que tiene que decir y no
más. Y allí está el eco de la sintaxis poética clásica, en esas estructuras
hiperbatónicas, en esas especies de parábola que describe su período
estrófilo. Allí está presente lo más genuino de lo bien hecho.
Orden por sobre todas las demás cualidades. Pero no se pierde en
modo alguno la espontaneidad necesaria. En estos poemas de Panero
el orden de los diferentes elementos no sólo formales, sino ideológicos
también, es realmente digno de análisis. Es una cualidad consustancial
a todos ellos.
En primer lugar, el poema va repitiendo, a lo largo de sus versos,
un motivo central, intuido desde el comienzo, que va a ser el eje de
toda la composición. Ese motivo ha iniciado el poema y, casi invaria-
blemente, lo concluirá siempre. Se logra así un ritmo de progresivo
y lento desarrollo de las sensaciones (como si el poeta empezase a des-
pertar a aquellas dormidas en la conciencia del lector. Y es esto lo
que en realidad hace) del que participan la casi totalidad de los poe-
mas de A través del tiempo. Veamos:
Callamos.
Sólo cuerpos desnudos
entre arrugados pliegues.
Sólo rostros y manos palpando la tristeza
720
Luego, nuevamente en la calle bajo la hosca intemperie;
intentamos torpes explicarlo.
721
mas también muy estudiados y bien dispuestos. La línea iniciada al
comienzo se modula, retrocede, avanza o se detiene, de forma siem-
pre justa, apretada y con un muy buen criterio. Veamos algunos
ejemplos :
Cuando la situación que se describe es de reposo, de morosidad
contemplativa, el verbo se sitúa en el corazón del período, distribu-
yéndose los demás elementos en torno a él, como si de esquejes de
un mismo tronco se tratase. La expresión se detiene, se navega en
aguas calmas, se observa el contorno con gran paciencia y cuidado:
Y en otro poema:
722
en ciertos momentos, colocar el verbo al final del período estrófico,
consiguiendo una rotundidad, un tono final elevado y latente:
FINAL
723
¿Poesía minoritaria, poesía social? Parece absurdo plantear esta
disyuntiva tan manida y tan poco precisa. Ya he dicho más arriba
—y vuelvo a ello—que la poesía de Panero es abierta, nada difícil.
Sincera y para el hombre, para nuestro hombre de hoy, pues es éste
su protagonista. Que cuide la forma de expresar, de entregar esta poe-
sía a su lector, es cosa bien distinta. ¿Que el contacto total no se lo-
gra? No es Juan Luis Panero el culpable, ciertamente. Si su lector
pasa por las cosas, por sus propias situaciones y acciones vitales sin no-
tarlo, lógico resultará que no considere populares, humanos, estos ver-
sos que son tan suyos y tan cercanos. Juan Luis Panero ha sabido lla-
mar la atención en esto y plantear una gran lección práctica. Cosa que
es más que suficiente en nuestro ámbito actual despreciador de su ser
y su existir «a través del tiempo».
Cerramos el libro, pero esperamos ya, con indudable interés, la pró-
xima entrega de Juan Luis Panero en el que saludamos a un escritor
contemporáneo de verdad.—JORGE RODRÍGUEZ PATJRÓN.
(*) En prensa ya estas líneas, nos llega de Caracas la noticia de que acaba
de serle concedido a C. F. M. en la capital venezolana el premio de poesía «León
de Greiff»; un parabién de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS al poeta y al ami-
go.—N. de la R.
724
argentina durante este siglo. Tal vez lo vital del libro radique en que
Fernández Moreno—hijo del gran poeta Baldomero Fernández More-
no— ha sido testigo de todo esto que él está escribiendo, por donde
resulta que la historia de toda esta poesía es un poco su historia per-
sonal, o la de su padre, que es casi lo mismo. Sucede, entonces, que
cuando Fernández Moreno nos habla de Lugones, o de la Storni, o de
Martínez Estrada, o de su propio padre, o de Macedonio Fernández,
o de Enrique Banchs, o de Borges, no está desempolvando monjas o
nombres de catálogos. Está manipulando seres vivos, de carnes y hueso.
Estos son los siete personajes-clave que Fernández Moreno utiliza
para explicar la evolución de la poesía argentina de este siglo, desde
el post-dariísmo de Lugones hasta la realidad actual de una poesía
existencial.
Ya el título mismo de la obra resulta inquietante. ¿Por qué La rea-
lidad y los papeles? Veamos lo que dice él mismo al respecto: «¿Qué
significa esta adición o esta oposición? La tesis general de mi libro
verificable a través de los personajes y sucesos que en él se desarro-
llan, es que nuestra Argentina, como parte de la descubierta América,
toma su punto de arranque en una originaria nada—o casi nada—cul-
tural; y, lo que parece más grave, que esa Argentina todavía no es
(plenamente). En 1492, América no era para nadie, salvo para Colón;
para él mismo fue un ideal ensoñado, o tal vez una carambola geo-
gráfica: en ambos casos, no era. Para los demás conquistadores y colo-
nizadores fue una empresa, o romántica o comercial; un poeta leve-
mente historiador recordó que los españoles buscaban oro en ellas, y
los ingleses bacalao; pero en ambos casos se trataba de un sueño. ¿Y
para los criollos, para los criollos de mayo, viniendo a este triángulo
argentino de la América del Sur? Para ellos no habían existido las
fuentes culturales precolombinas que hoy todavía añoran los peruanos
y los mexicanos, por ejemplo. Entonces, la Argentina no tuvo que ser
demasiado para estos criollos: la recargaron de tan ser como no tenía
y como los europeos le negaban; de allí el énfasis (que va desde Ma-
riano Moreno hasta Leopoldo Lugones) cada vez que se trata de men-
cionar la patria. Entre nosotros, Macedonio Fernández, abiertamente
refugiado en la nada, es el único que no ha sido endurecido ni un
ápice por ese engolamiento tantas veces traducido en remisión al fu-
turo, es decir, a lo que todavía no es. En resumen: el tiro hacia la
realidad argentina sale siempre demasiado bajo o demasiado alto:
o no existe nada o seudoexiste demasiado. Y bien: lo que seudoexiste
son los papeles; la realidad es eso que no existe, que los argentinos
debemos llevar de la nada al todo.
725
«En mi poema (o ensayo) "Argentino hasta la muerte", he expuesto
lo mejor que he podido este escamoteo de la realidad argentina:
726
Como se verá por lo antes citado, la situación argentina es válida
para él resto de nuestra América. Con una desventaja para los demás.
Que no hemos tenido la poderosa inmigración que tuvo la Argentina,
la cual aportó nuevas y reales realidades más recientes de países euro-
peos con una realidad cultural de centurias. Además, es preciso reco-
nocer que es tal vez la Argentina el primer país latinoamericano que
ha madurado lo suficiente para poder realizar la autocrítica. El hecho
de que César Fernández Moreno haya podido escribir ese antiépico
poema épico que es «Argentino hasta la muerte», y haya podido pu-
blicarlo, y los guardianes de la historia y de los héroes argentinos no
se hayan rasgado las vestiduras, y no se le haya forzado al exilio, ya
es prueba suficiente de que la Argentina ha logrado un cierto grado
de madurez del cual andamos muy lejos los otros americanos (inclu-
yendo los del norte).
Pero el primero en ejercer esta autocrítica no ha sido Fernández
Moreno. Fue Ezequiel Martínez Estrada, quien, con su Radiografía
de la pampa, puso el pesado y afilado dedo en la llaga. La madurez
no había llegado todavía, y la reacción contra el poeta-sociólogo fue
violenta. Martínez Estrada fue atacado, vilipendiado, exilado dentro
de su propio país, y luego fuera de él. Fue un profeta demasiado ade-
lantado a su tiempo. Y su obra, que en lineamientos generales es tam-
bién válida en sus conceptos para el resto de la América Latina, es una
de las pocas cosas realmente importantes que se han publicado en el
continente que Arciniegas llamó verde, no sé si por ser el de la espe-
ranza, o simplemente por su protuberante inmadurez—¿o sería sólo
porque está lleno de pastos y selvas?
Esta misma madurez que ya asoma en la Argentina está presente
en Fernández Moreno, y le da la posibilidad de juzgar a las gentes
de su tiempo con seriedad, sin temor de que le den una paliza por
decir alguna verdad, con un poco de desasimiento, sin personalismos.
Y en esto donde logra su mayor victoria es en las páginas dedicadas
a su padre, de quien fue un discípulo, un hermano, un amigo, y a
quien sin embargo juzga con tanta serenidad, con tan poca presunción
—y tenía suficientes razones para presumir—, que evidentemente lle-
gamos a la conclusión de que este escritor es un crítico realmente im-
portante.
Sin violencia, sin sarcasmo, sin espíritu iconoclasta, va destruyendo,
grano a grano, la estatua que nos habíamos hecho de Lugones. Un
poeta apegado a las formas, esclavo de las rimas, y tan mediocre poe-
ta, que cuando decide escribir coplas populares le salen tan engoladas,
tan tiesas, que duda uno que hubiera podido nacer en la misma Ar-
727
gentina de José Hernández. Llega uno a pensar que su absurdo sui-
cidio fue una «pose» más, un nuevo final de soneto bien redondeado.
Por el contrario, Fernández Moreno reivindica a dos grandes escri-
tores, uno de ellos, Macedonio Fernández, de importancia increíble,
casi totalmente desconocido (mis únicas referencias sobre él eran las
hermosas páginas que le dedicó hace veinticinco años Gómez de la Ser-
na), y el otro, Martínez Estrada, quien tiene ya el prestigio de un clásico
(todo el mundo habla de él sin haberlo leído). Baldomero Fernández
Moreno emerge con toda la grandeza de su sencillez, de su fino tem-
peramento, de esa habilidad suya de saber ver las cosas simples que
le rodeaban, y en concreción increíble darnos esa versión suya de la
realidad circundante, con una sutileza y elementariedad que sólo ha
tenido en el idioma Antonio Machado, y que más parece virtud de
haikaísta japonés que de poeta español o hispanoamericano. La Storni,
con todo lo desigual que fue en su poesía, se yergue con grandeza y
dignidad a lo largo de estas páginas, aunque al autor le causara un
poco de compasiva risa su feminismo a ultranza. Enrique Banchs, que
pudo ser un inmenso poeta, decidió callar y morir para la poesía, a
pesar de que sigue viviendo en algún rincón argentino—una especie
de momia literaria—. Borges, desde luego, emerge como un escritor
de singular importancia—, es, en realidad, uno de los muy pocos latino-
americanos que han logrado imponer su nombre en escala internacio-
nal, pese a su increíble modestia, a ese negarse permanentemente, a
esa obsesión por minimizar la calidad de su obra. Con una circunstan-
cia, que viene a corroborar la argumentación de Fernández Moreno
sobre la realidad: Borges fabrica su realidad en un mundo de fanta-
sía, no sólo en sus cuentos admirables, sino en esas extraordinarias
biografías inventadas de personajes semisoñados que es la Historia
universal de la infamia.
La muestra final de textos en prosa y de poemas viene a justi-
ficar, paso a paso, cada una de las afirmaciones de Fernández Moreno,
incluyendo el tango «Esta noche me emborracho», tan conocido, y tan
poco apreciado en su importancia como elemento de la realidad por-
teña:
Sola, fané, descangayada,
La vi esta madrugada
Salir de un cabaret;
Flaca, dos cuartas de cogote
Y una percha en el escote
Bajo la nuez;
Choeca, vestida de pebeta,
Teñida y coqueteando
Su desnudez...
728
Parecía un gayo desplumao
Mostrando al compadrear
El cuero picoleao...
Yo, que sé cuándo no aguanto más,
Al verla así, rajé
Pa no llorar.
729
cipacion de España, pero no se pensó que tal sistema no podría ser
efectivo mientras las formas sociales españolas continuasen teniendo
vigencia.
El primer capítulo (pp. 14-40) trata del modernismo, movimiento
genuinamente americano que representó no sólo una rebelión esté-
tica, sino también un ataque contra la sociedad burguesa de su tiem-
po y el sistema de valores materiales que ésta defendía. España no
podía proporcionar a los modernistas instrumentos (lengua, ideas, etc.)
para expresar sus experiencias espirituales y estéticas, y por esta ra-
zón se acude a Francia. Los poetas modernistas, aun rehusando la ac-
ción política, se sintieron atraídos por el socialismo político (Lugones,
Ricardo Jaimes Freyre), o por el socialismo artístico (Rubén Darío).
El poema, según la teoría modernista, puede reconciliar los contradic-
torios elementos de la naturaleza, restaurando la totalidad, es decir,
la verdad de su creación. El aspecto negativo de esta actitud—el mie-
do al cambio—les hizo poner el énfasis en valores eternos sin darse
cuenta de que los cánones de la belleza eran tan relativos como su
cultura. Los modernistas opusieron contra la vulgaridad y crudeza
de este mundo valores humanísticos y culturales. El cambio que te-
mían era un hecho y los eternos valores en que basaban su credo es-
taban ya minados.
El capítulo II se titula «La minoría selecta : Arielismo y criollismo :
1900-1918» (pp. 40-68). A principios de siglo los países latinoamericanos
tratan de crear una cultura nacional, un «americanismo literario», para
contrarrestar la influencia de Norteamérica. La vuelta a lo americano
trae consigo un «descubrimiento» de problemas telúricos y raciales has-
ta ahora ignorados por el escritor.
Rodó, en Ariel, defiende la espiritualidad sudamericana frente al
utilitarismo norteamericano. Del optimismo arielista—superación de
problemas sociales mediante la educación—se pasa a un pesimismo
realista en el que se ve la imposibilidad de vencer los enormes obs-
táculos de tierra, raza y sociedad que América presenta.
Las doctrinas revolucionarias y la precaria condición de las clases
obreras entre 1900 y 1920 produjeron cierto temor entre las clases me-
dias. Antes de la revolución mexicana de 1910 y de la bolchevique
de 1917 escritores e intelectuales sienten que un gran cambio social
se aproxima y que su puesto está con los obreros.
El capítulo III (pp. 69-102) se subtitula «Nacionalismo cultural» y
en él se trata de la búsqueda del origen del problema americano en
lo autóctono, en la raíz del pueblo.
La primera guerra mundial demostró a los latinoamericanos la
730
precariedad de los valores europeos provocando, a la vez, una vuelta
a lo nacional.
La revolución mexicana de 1920 trajo un nuevo ideal y una altera-
ción de las estructuras socio-económicas del país. El resultado de la
revolución fue la liberación de energías que afirmaron a la larga el
carácter y la civilización mexicanas. El nacionalismo mexicano es espi-
ritual y de carácter cultural (entendiendo lo cultural por social). El
arquitecto de este nacionalismo cultural fue el mexicano Vasconcelos,
el cual buscaba la unidad de Lantinoamérica en un nacionalismo ra-
cial. Este nuevo nacionalismo se extiende a diversas esferas del arte:
música (Julián Carrillo, Joaquín Beristaín), pintura (Rivera, Siqueiros,
Orozco), etc. Este énfasis en la pureza nacional llevó a veces a postu-
ras extremas.
La creación, d e Λ. Yáñcz (1959), sintetiza la actitud del artista
mexicano en 1920, el cual se debatía entre los experimentos vanguar-
distas, las ideas de la revolución y la necesidad de producir un arte
nacional.
La novela de la revolución (Azuela, Luis Guzmán, Rubén Romero)
trajo a primer plano nuevos materiales artísticos (masa como protago-
nista, relato del testigo presencial, etc.) y la aspiración de todas las
clases del país por crear una nueva sociedad.
El resto del capítulo se dedica al estudio del nacionalismo en Perú,
Colombia y Venezuela y al análisis del movimiento vanguardista en
Argentina y Brasil. Los escritores de vanguardia atacan algunas de
las ideas del siglo xix (orden, lógica, progreso) y se alian con la iz-
quierda--igual que en Europa—contra la burguesía para acelerar el
proceso de descomposición de la sociedad capitalista.
El modernismo brasileño (1912) defendía un integrado y moderno
Brasil donde las formas distintivas de su cultura y civilización no se
redujesen a un regionalismo folklorista. Este tipo de regionalismo dio
novelistas excepcionales: Graciliano Ramos, Rachel de Queiros, Jorge
Amado y Lins do Regó; este último—a juicio de J. Franco—-ha es-
crito una de las obras maestras de la literatura brasileña de este siglo
(se refiere a la serie de novelas de Regó que se inicia en 1932 con Ciclo
da Cana de Acucar).
E n el capítulo IV (pp. 103-132) se estudia el nacionalismo a través
del indio, el negro y la tierra. La primera guerra mundial demostró
el fallo de los valores europeos y determinó, por parte del artista lati-
noamericano, una vuelta espiritual a su respectivo país para encontrar
nuevos valores en lo telúrico-racial americano.
La literatura indianista perseguía dos propósitos: a) despertar la
conciencia sobre la condición social del indio; b) contraponer los va-
731
lores de la cultura y civilización indias a los europeos. La literatura
indianista alcanza su mayor originalidad en Perú (Ciro Alegría, José
María Arguedas).
En 1920 se inicia en literatura sudamericana el movimiento que de-
fiende que los valores del negro son superiores a los del blanco. Gran
influencia tuvo en esta actitud la literatura vanguardista europea, que
puso de moda el arte negro. Representante típico del movimiento afro-
cubano en poesía fue el mulato Nicolás Guillen.
En Brasil el afrobrasileñismo no tuvo mucha importancia a causa
de la influencia del tratado sicológico de G. Freyre, Casa Grande e
Senzala, donde el autor defiende la tesis de que la cultura en Brasil
es un complejo de tres elementos raciales (negro, blanco, indio).
En países donde lo mestizo no es predominante (Argentina, Uru-
guay) la tierra aparece como fuente de valores. El contraste entre el
hombre latinoamericano y la naturaleza puede conducir a distintos
resultados. A veces la naturaleza absorbe y destruye al hombre (La
vorágine, de Rivera), pero generalmente se exalta la naturaleza y se
condena al hombre (H. Quiroga, Rómulo Gallegos) e incluso se de-
fiende que la naturaleza puede educar al hombre (Don Segundo Som-
bra, de Guiraldes).
Alejo Carpentier nos presenta en Los pasos perdidos la alegoría
del artista que vuelve sobre las huellas de su raíz cultural y se da
cuenta de que no puede quedarse en ese pasado.
El escritor latinoamericano ha descubierto que las fuerzas telúricas
y el factor indígena son aspectos de una compleja realidad que hasta
ahora había permanecido inexplorada.
«El Arte y la lucha política» es el tema del capítulo V (pp. 133-173).
En los años veinte el mundo gradualmente se divide en comunismo y
fascismo. El artista se hace político militante, frecuentemente de iz-
quierdas. J. Franco ejemplifica la politización del escritor latinoameri-
cano en el poeta cubano Rubén Martínez Villena y en el peruano
César Vallejo.
Al fin de los veinte y principio de la década de los treinta el inte-
lectual de izquierda se disciplina. La doctrina del partido de Moscú
se hace más rígida y se critica y condena la flexibilidad de ciertos
movimientos de izquierdas, como el APRA.
Las escuelas de vanguardia manifiestan entusiasmo por la revolu-
ción rusa, pero cuando el artista se da cuenta de que la postura política
puede afectar la actitud artística se produce una reacción. Se debate
la función social o artística de la estética. Los problemas sociales de
la masa se llevan a la pintura mural (Orozco, Portinari, Rivera, Si-
732
queiros). È1 poeta (C. Vallejo, Neruda, Nicolás Guillen) encuentra
más dificultad que el pintor en influenciar a las masas.
Hasta los años treinta la novela latinoamericana sirvió como do-
cumento social donde, a la vez, se despertaban sentimientos de solida-
ridad. El novelista de los treinta y cuarenta está más interesado en el
impacto social que en el refinamiento artístico. En muchas novelas se
pinta la lucha de los trabajadores y campesinos, y los escritores ade-
más de tener conciencia política pertenecen o simpatizan con el parti-
do comunista (Nuestro pan, del ecuatoriano Gil Gilbert; Viento negro,
del chileno Juan Marín; Cacan, del brasileño Jorge Amado; Tungs-
teno, del peruano C. Vallejo, etc.).
Uno de los problemas que tiene que resolver el escritor es cómo
provocar la simpatía del lector por unos personajes deshumanizados
en una situación deshumanizada. El problema de la novela de temá-
tica social consiste en mantener el equilibrio entre lo individual y lo
social. Otra dificultad del novelista social es la de la presentación del
personaje que encarna las ideas sociales.
El capítulo termina afirmando que el puro compromiso político-
social no produce gran arte, pero que de las grandes convicciones polí-
ticas pueden surgir grandes obras artísticas. «Las pinturas de Clemen-
te Orozco, los poemas de Vallejo, las novelas de M. A. Asturias y de
Graciliano Ramos alcanzan universalidad porque van más allá de lo
limitado y particular ahondando en la interioridad del ser humano
y de su personalidad. Los cuatro alcanzan grandeza a través de la intui-
ción en áreas de la experiencia en las que el individuo y lo social se
juntan, y en ambos casos se dan cuenta de las enormes complejidades
y ambigüedades de tal experiencia. Tienen también en común (estos
cuatro artistas) el tratar el tema de la angustia del ser humano dentro
del estado político-social del individuo» (p. 173).
¿Cosmopolita o universal? Este es el problema que se plantea en
el capítulo VI (pp. 174-204). El eclecticismo cultural de Latinoamérica
es más internacional que el europeo porque a éste le es difícil salir de
sus límites nacionales para alcanzar carácter internacional. El «arielis-
mo» y el movimiento de vanguardia han afirmado la idea de que La-
tinoamérica representa un cruce de culturas en un mundo donde la
cultura nacional no es suficiente. La diferencia entre el escritor de iz-
quierda y el vanguardista es que el primero ve la cultura como parte
de la superestructura nacional y el segundo ve el arte fuera del con-
texto nacional.
El internacionalismo de la vanguardia no significa ni aceptación de
valores europeos ni reconocimiento absoluto de la realidad nacional.
Este eclecticismo y desarraigamiento ha producido artistas inimitables.
733
La postura arielista de Borges—cultura común une a todos los inte-
lectuales contra la barbarie—se basa en el arte como única compren-
sión posible de la realidad. Famoso continuador de esta tendencia es
Cortázar, quien en Rajuela afirma la anarquía personal en un mundo
cuyo orden es absurdo.
En poesía existe un universalismo—según Octavio Paz—de la sole-
dad y de la perplejidad común a todos los hombres. La verdadera lu-
cha de clases es entre los países privilegiados y Latinoamérica y de-
más países subdesarrollados.
El capítulo se concluye afirmando que la tendencia en las artes
hacia un estilo universal se ve en todo el mundo como respuesta a la
nueva situación que han provocado los medios de comunicación. El
punto de vista del artista se ha modificado, pero en el caso de Latino-
américa no ha hecho disminuir la básica preocupación por el sub-
continente, sus problemas y su futuro (p. 204).
El capítulo VII trata del escritor como conciencia de su país (pági-
nas 205-235). La toma de conciencia a través de la interpretación de la
realidad nacional sin fórmulas preconcebidas y partiendo en muchos
casos de la experiencia personal fue la actitud que tomó—influido
por las teorías orteguianas, en especial las contenidas en El tenia de
nuestro tiempo—.el artista latinoamericano. Los ejemplos más signi-
ficativos de esta búsqueda de la conciencia nacional son Octavio Paz
en México y Mallea en Argentina.
Jung determinó la vigencia de las teorías sicológicas como origen
de los problemas sociales. J. Franco nos presenta las radiografías sico-
lógicas de Argentina, México, Guatemala, Perú y Brasil a través de
los más famosos pensadores de cada uno de los países mencionados.
En general, la inautenticidad del sudamericano se atribuye a la colo-
nia y al período que siguió a la Independencia de las repúblicas a
causa de la imposición de estructuras políticas e intelectuales que no
tenían relación con la realidad.
El ensayista moderno siente una nueva libertad, la cual es, en par-
te, fruto de su confianza en América, una América que ahora incluye
Norteamérica. La autodisciplina que se ha impuesto el artista profe-
sional a su circunstancia y a su país ha transformado la escena lite-
raria en Latinoamérica, especialmente en la novela.
El héroe de la novela busca una satisfactoria comprensión de su
individualidad y de su país, como se observa en las obras de Mallea,
Carpenticr y C Fuentes. El escritor moderno rompe con el pasado
y usa el marco geográfico para provocar cuestiones de identidad na-
cional. Los personajes y novelas situados en el extranjero dan una nue-
va dimensión de la realidad americana. La preocupación del novelista
734
de nuestros días es más ética que sociopolítica. Lo social se ha subor-
dinado a lo moral. Sintomático de esta nueva actitud es el uso del
símbolo cristiano —no de la religión, casi siempre asociada al gobierno
en poder—en la novela, como, por ejemplo, en Hijo de hombre, del
paraguayo Roa Bastos.
En la novela moderna la revolución no se considera como solución
a los problemas de injusticia social, sino como un primer paso. La ver-
dadera batalla hay que librarla en la mente, y en especial en las men-
tes de las clases alta y media. El fracaso de estas clases sociales para
construir una sociedad razonablemente justa es una de las tragedias
de Latinoamérica.
El último capítulo (pp. 236-279) está dedicado al escritor y a su
situación nacional, y en él se estudia el efecto de las características
nacionales (política, analfabetismo, etc.) en la literatura. La tiranía po-
lítica—especialmente en su forma dictatorial—y la consecuente falta
de libertad han determinado el encarcelamiento del escritor, el exilio,
la censura (propia y ajena) y el aislamiento nacional y extranjero. Sin
embargo, ninguna de estas restricciones han hecho que el escritor aban-
done su tarea.
El artista puede combatir el aislamiento de varias maneras: ha-
ciendo una virtud de él (modernismo), adoptando una actitud militan-
te (partidos de izquierda), huyendo al exilio y refugiándose en temas
literarios permitidos (religión, mística, folklore, leyenda, etc.).
Miguel Angel Asturias y Roa Bastos son dos ejemplos típicos de
escritores que a pesar de las censuras de sus respectivos países h a n al-
canzado fama universal al darse cuenta de que la narrativa puede
tener alcance internacional presentando un cuadro completo de la
nación en toda su complejidad y riqueza.
El resto del capítulo trata de los siguientes problemas: el fenó-
meno cultural en un país pequeño (Paraguay), la cuestión de la iden-
tidad nacional en los escritores de Panamá y Puerto Rico, la violencia
en Venezuela y Colombia, la integración racial y nacional en las re-
públicas andinas, y lo autóctono en Argentina y Chile. Al final de
este apartado se incluyen consideraciones generales sobre tres países
del futuro: Brasil, México y Cuba.
En la Conclusión (pp. 280-282), Jean Franco afirma que el artista
lantinoamericano ha estado siempre en conflicto con su sociedad.
Desde los años treinta se h a abandonado la idea de que el arte pueda
modificar la estructura social; en los sesenta crece entre los países la-
tinoamericanos el sentimiento de impotencia al saberse reducido a dos
alternativas: Rusia o Estados Unidos.
735
CUADERNOS, 224-229.—30
Aunque los resultados de la justicia social, por la que el artista ha
luchado, no hayan sido muy optimistas, la situación artística no ha
permanecido estática. La revolución en el campo de las comunicacio-
nes ha impulsado al escritor a librarse del localismo o regionalismo
para alcanzar un estilo «universal», aunque se conserve el marco del
ambiente regional. La diferencia de Latinoamérica con otras culturas
no es solamente geográfico-racial. Mientras que el arte occidental se
preocupa especialmente por la experiencia individual o la relación
entre los sexos, las mejores obras de la literatura y pintura latinoame-
ricanas tratan de fenómenos e ideales sociales. El arte latinoamericano
alcanza su visión más profunda y original en el hecho de haber man-
tenido viva la idea de una sociedad más justa y humana donde el es-
píritu de solidaridad supera a lo puramente personal.
Al final del libro encontramos: «Notas» a los capítulos (pp. 283-
298); «Bibliografía» (pp. 299-324); «índice de nombres» (pp. 324-330) e
«índice de materias y obras» (pp. 331-339).
En el estudio de Jean Franco se analiza de una forma clara, pro-
funda y original el papel que el artista desempeña en la sociedad lati-
noamericana. La cultura moderna de Latinoamérica incluye los movi-
mientos literarios y las tendencias ideológicas y artísticas desde el Mo-
dernismo al internacionalismo de nuestros días. En este libro se nos
muestra la evolución espiritual sufrida por el artista en su búsqueda
por la identidad nacional, y, por ende, la individual, en la raza, la
tierra, la sicología, el arte y la moral.—JOSÉ ORTEGA.
736
de la «realidad radical» que es la vida humana, según Ortega, como
en la asimismo orteguiana «razón histórica» está ubicada la siguiente
frase del mismo prólogo, que alude a «la dramática peripecia de en-
contrarse encarnado en la historia».
Poesía del hombre vivo, único e irrepetible, del hombre en socie-
dad, sujeto de derechos y deberes —que no puede haber unos sin otros,
como enunciaba el lema de la primera «Asociación Internacional de
Trabajadores»—, la poesía de Ramón de Garciasol es de raíz moral.
Acaso ninguna otra característica la distinga tanto, le dé un peculiar
sello en el panorama de la poesía actual.
Desde Helvecio y Rousseau, desde Diderot y D'Alembert, sabemos
que la moral no nace necesariamente de la religión, y, ya en Kant,
vemos que no es la religión fuente de la moral, sino a la inversa. Si
religión se deriva etimológicamente—según el DiccionarÎQ de Joan
Corominas—de relegio^onis, que significa escrúpulo, delicadeza, y no
de religare, como querrían quienes han montado una filosofía de la
religación, perdemos el hilo metafórico de una poesía que enlaza al
hombre con sus orígenes, pero ganamos el asentamiento moral de una
poesía que entiende lo religioso en un centrar al hombre con normas
éticas, con un «imperativo categórico». En poeta alguno como en Gar-
ciasol veo tan marcado semejante acento de una poesía religiosa con
ascendencia en el sentimiento kantiano del deber.
La poesía de Garciasol, sin embargo, no sólo no niega, sino que
afirma la importancia de los sentimientos sociales del hombre, con lo
que no necesita remitir el sentido del deber a una estirpe divina como
hiciera el idealismo, sino que está, a mi juicio, más cerca de la con-
cepción realista que sustenta la ética en el principio de igualdad en-
tre los hombres, esto es, la moral nacida de la justicia.
La dignidad que debe ser inviolable de la persona no permite que
el hombre sea alienado y manejado como un medio, porque es un fin.
H e aquí otro rastro kantiano del autor de Defensa del hombre, título
del primer libro de Garciasol que, significativamente, es válido para
presidir toda su obra. El hombre es un ser autónomo, que debe actuar
como quiere por su razón y no zarandeado por sus sentidos o por coac-
ciones externas. Cuando una sociedad coarta ese racional ascenso de la
persona humana a su autonomía, a su libertd, está degradándola, y de
ahí la protesta de estos poemas de Garciasol.
Antes que una metafísica, creo yo que hay una antropología en la
obra de Garciasol. Y una sociología, porque la vida humana es historia
y el hombre vive en sociedad, de donde lo individual se cumple en lo
social tanto como lo social le pasa al hombre en su individualidad,
según explica Ortega.
737
En esa problemática de lo personal, lo interindividual y lo social
están los poemas de Apelación al tiempo. Por eso preocupan al poeta
la incomprensión entre los seres y la impotencia para remediar el do-
lor de los otros, inquietudes que atraen su poesía a las zonas explo-
radas por la filosofía de la existencia. Esa conciencia de incomprensión
le lleva a decir, en un poema de amor conyugal: «nosotros bien, tan
juntos como siempre / aunque sintamos la pared que pone / entre
los dos a ratos el que somos». O bien: «no somos malos, / idiomas
diferentes / es lo que hablamos», versos que nos hacen pensar si la
incomprensión será la causa de la orteguiana «radical soledad» y nos
cuestionan el amor, como acontecer interindividual, y la solidaridad,
como acontecer social. Porque el poeta sabe que su verso es poco para
redimir a quien vive aherrojado, y se desespera, al tiempo que acusa,
y piensa que en esos otros por quienes sufre, a quienes quisiera con-
solar y salvar, está el infierno. Véase la diferencia, dentro de lo coin-
cidente, con el tema sartriano. Para el filósofo francés «los otros» son
el infierno porque me roban la libertad y quedo ya siempre bajo sus
miradas, sin más liberación que la respuesta: si «el otro» me ha con-
vertido en objeto, vuelvo a mi subjetividad haciéndole, a mi vez, ob-
jeto a él. Como consecuencia, mutuamente enemigos, no hay entre nos-
otros sino una solidaridad de condenados. Para el poeta Garciasol, «los
otros» son el infierno porque no podemos hacer nuestro su dolor y nos
sentimos culpables y adivinamos el odio de los que nos creen felices,
como ellos mismos acaso crean en un odio nuestro, y en esta ansia
de comunicación irrealizada—¿o irrealizable?—se gesta un sentimien-
to trágico, una soledad radical, un delito de nacencia, por donde acu-
den nombres españoles afines al sentir del poeta.
Y el poeta—el libro Apelación al tiempo—que clama el dolor pro-
pio y el ajeno, que denuncia extorsión, frivolidad, belleza insolidaria,
se salva del absurdo y de la angustia porque sabe que, a pesar de
todo la vida tiene sentido y porque cree en la unidad sagrada del hom-
bre y la mujer que hace la vida y logra que perdure lo que deja huella.
La comprensión histórica del humano vivir le ata a un dramático
acontecer real, actual, no evasivo ni especulativo. El hombre es siem-
pre herencia y camino, es siempre proyección al futuro. Ayer, hoy y
mañana es el hombre, en cuanto que recoge un quehacer que trans-
mite y que será nuevo vivir en marcha. Esta es una trascendente di-
mensión de Apelación al tiempo, como otra es la mirada grave y gus-
tosa sobre el escenario vital, sobre la geografía nunca vista sin la hue-
lla humana. A veces, parece que el poeta ahoga sus ganas de cantar
la belleza pura de las cosas, porque no se siente con derecho a olvidar
la pena que transita en forma de hombre sobre un paisaje hermoso.
738
De todo esto se deduce que una poesía así ha de costar sangre. N o
es una poesía angustiada ni, mucho menos, una poesía amarga, pero
sí dolorida. N o es angustiada—aunque tiene mucha angustia—ni
amarga —aunque tiene mucha amargura—, porque el poeta ama la
vida y la canta con pasión, porque el poeta tiene amor y lo derrocha
a manos llenas. Pero es una poesía dolorida, hasta con un dejo, a
veces, decepcionado, no por falta de fe en el hombre, sino por la ter-
quedad de la injusticia y por la limitación de la palabra, que no pue-
de ir más allá de la expresión. ¿Puede el poeta algo más que intentar
alertar las conciencias? Y en este oficio, ¿alguien le escucha? «Ya sé
que no haréis caso al tonto / que viene con esta carga al hombro»,
dice Garciasol. Y también: «El individuo nada cuenta / y menos un
payaso embadurnado / de metáforas...» Aquí, el autor de Apelación
al tiempo viene a coincidir con el viejo y querido León Felipe, para
quien el poeta es como un pobre clown de circo, que dice llorando y
riendo verdades por nadie tomadas en serio.
Para quienes hayan entrado alguna vez en contacto con la obra de
Ramón de Garciasol no será necesario añadir algo que, sin embargo,
creo conveniente aclarar. Una nota de comentario a cualquier libro no
puede, por obvias razones, abarcar todos sus aspectos. En ésta he pres-
tado atención especialmente a la trascendencia pensante—sentido filo-
sófico, motivación ética, raíz moral—de Apelación al tiempo. Mas se-
ría culpa de quien esto firma si de lo dicho algún lector sacara la im-
presión de una poesía lastrada por el peso conceptual. Los valores ver-
bales con que Garciasol cuenta salvan siempre ese riesgo, con vuelo
lírico y acento de entrañada emoción. Su dominio—que es amor—•
del idioma da a ese qué comentado un cómo sugestivo, alianza pre-
cisa en todo poema. La carga conceptual no supone una escritura úni-
camente deliberada o, dicho de otra manera, no excluye el impulso
intuitivo de la creación. «No fuerces el verso, / criatura libre» son las
primeras palabras que abren el libro en un «Romancillo de la libertad
creadora». Todo ha de estar tenso—eso sí—: «la cabeza firme, / co-
razón sin nubes, / el oído lince, / el amor despierto», para cuando
llegue «un soplo de gracia». La fronda de la poesía, por intelectual
que ésta sea, se mueve siempre por «un soplo de gracia». Y el árbol,
entonces, puede no sólo agitarse hermoso y mostrar su verdor o su
corteza adusta, sino incluso «revelar raíces».
El profesor Alberto Sánchez recordaba que Garciasol entra de lleno
en lo que otro profesor, Guillermo Díaz-Plaja, ha llamado la «dimen-
sión culturalista» de la poesía. Es cierto, y de modo singular en este
libro. Uno de sus bien manejados recursos es asumir en el poema nom-
bres, citas, alusiones provenientes del acervo cultural del poeta. Sé-
739
ñeca, Santa Teresa, Cervantes, Calderón, Unamuno, Ortega... Pero no
faltan tampoco el giro popular, la frase coloquial, imprimiendo agili-
dad y viveza al verso.
Garciasol no descuida nunca la forma, mas la considera un vehícu-
lo expresivo, no un vano fin cstetizante. «Ya no va quedando tiem-
po / para mirarse al espejo / vanidoso y componer / el pliegue al
traje o al verso.» La incorporación del tema suele ser directa, aunque
en alguna ocasión se acude a una suerte de parábola o alegoría para
simplificar, paradójicamente, el asunto y tratarlo por elevación, que
dice la balística. Tal puede ser el caso del poema «El poeta nuevo»,
por ejemplo. El endecasílabo blanco o asonantado, en poemas exten-
sos; el octosílabo, ora en romance, ora en quiebro de fluida canción,
diversifican también la estructura del poema en este libro que reviste
cualidades muy peculiares del autor, entre las que esta nota ha que^
rido resaltar su condición de profundo humanismo. Poesía dirigida a
la «casa del hombre», como canta el verso final de su «Cancioncilja
de las cartas devueltas».—LEOPOLDO DE LUIS,
740
ticas intuiciones que convirtieron su estética en funcional, premoni-
toria de procedimientos formales que luego han seguido por el mismo
camino, y me refiero concretamente a sus esperpentos, y otros modos
de distorsión realista, estrictamente funcionales para la diagnosis so-
ciológica. Y este camino fue recorrido a partir de unos datos iniciales
de gran exigencia formal, y que nunca dejaron de constituir la base
fundamental del enfoque literario del autor.
Una estética completa exige siempre una adecuación a los conte-
nidos; y no es necesario caer en los desdoblamientos escolares entre
fondo y forma, sólo aptos en un sentido didáctico, pero clave de posi-
bles dispersiones para el estudio completo de la obra de arte. Más
bien se debería hablar de estructura, significado y composición, datos
correlativos cada uno de ellos, interdependientes entre sí y sólo exis-
tentes en toda su amplia validez en función unos de otros. El moderno
estructuralismo ha potenciado este método de investigación, y—aun-
que esto sea una divagación con respecto al tema central de este co-
mentario— su impacto sobre la investigación estética, todavía en sus
comienzos, será sin duda espléndidamente fructífero.
Sirva esta breve introducción para comentar uno de los libros—no
muy extenso ciertamente, pero de apretado contenido— más innovado-
res de los aparecidos sobre la obra de Valle-Inclán en los últimos años.
Se trata de La idea de sociedad en Valle-Inclán, del joven investigador
y crítico José Antonio Gómez Marín (i), cuya firma aparece con esti-
mable frecuencia en estas mismas páginas. Este libro se inscribe entre
los estudios «de contenido» dedicados al gran escritor gallego. No en-
tra en disquisiciones estéticas, donde es más abundante la bibliogra-
fía; permanece deliberadamente ceñido al contenido de la obra valle-
inclanesca, sin intentar siquiera un esbozo o apoyatura en los proble-
mas formales que plantea. No se trata, por tanto, de un estudio com-
pleto ; ni tampoco su autor ha intentado que lo sea. Pero el terreno en
el que Gómez Marín plantea su investigación es actualmente el más
útil, el más fecundo para la historia bibliográfica de Valle, y para la
perfecta comprensión de su obra por el hombre de nuestros días. La
presencia de este libro es ya, por tanto, dialéctica.
La formación de Gómez Marín es eminentemente jurídica e histó-
rica. Por ello se ha enfrentado con su estudio a partir de un bagaje
cultural verdaderamente notable. Historiadores —Maravall, Jutglar, Jo-
ver, Vicens—y sociólogos—Därhrendorf, Veblen, Barber, Aron—con-
ceden al investigador una estructura orgánica (quiero decir científica)
en la que enclavar su estudio sobre la sociología en Valle. También
741
está presente el pensamiento estrictamente jurídico, con referencias a
Ruggiero, Sabine, Max Weber, Truyol, etc., o historiadores como Gó-
mez Arboleya, Huizinga y Dawson. Pero junto con este bagaje cien-
tífico, Gómez Marín multiplica las citas del propio Valle-Inclán, está
constantemente en contacto con su obra, que desmenuza y coloca a
los ojos del lector bajo un prisma verdaderamente innovador y fecun-
do. Su argumentación está siempre apoyada en textos del autor, de tal
manera que las tesis del investigador aparecen como sólidamente res-
paldadas.
Gómez Marín parte de las tesis del profesor Maravall sobre la ten-
sión existente en Valle-Inclán entre su mundo arcaico y tradicional y
las nuevas transformaciones de la sociedad industrial; pero el joven
ensayista va más allá y percibe en el último Valle «ideas muy próxi-
mas a la concepción marxista de la sociedad y del conflicto de clases».
Naturalmente que esta afirmación hay que matizarla con mucho cui-
dado. Gómez Marín lo hace, exponiendo una tipificación social ras-
treada en la obra del gran escritor gallego, ejemplificando las clases
en una serie de tipos literarios, y, sobre todo, cuidando de no partir
de afirmaciones excesivamente tajantes; Valle es testigo de una so-
ciedad en transición, cuya ideología también se encuentra en plena
fermentación, por lo que su testimonio es polivalente. En efecto, en
Valle-Inclán hay una sociedad arcaica y estamental perfectamente de-
limitada; y una sociedad preindustrial apenas apuntada en sus estruc-
turas internas, aunque descrita esperpénticamente en sus fenómenos
exteriores.
En Valle apenas hay burguesía. Hay mundo feudal—campesino—
y aristocrático—urbano—que coexisten con el pueblo en ambos ca-
sos; pero realmente es muy difícil rastrear burguesía propiamente di-
cha. Es más claro el conflicto entre modernismo y criticismo noven-
tayochista; entre tradición y revolución, aunque este concepto de re-
volución posea unas características muy peculiares, de raíz anarcoide;
por ello el enfoque del escritor será más deformador que naturalista,
y la caricatura o el esperpento se convierten así en un instrumento de
trabajo perfectamente funcional. Pero Gómez Marín se aplica con
cuidado a observar las huellas de las clases, y de la toma de concien-
cia en los personajes valleinclanescos, advirtiendo siempre q u e - e n
todo caso—la literatura es ya de por sí un espejo deformante.
Dos partes diferenciadas posee el libro: En la primera de ellas se
estudia la estructura de la sociedad rural en Valle. El primer esta-
mento es el de la nobleza terrateniente—en sus dos vertientes, feudal
y cortesana—, representada por los personajes de don Juan Manuel
de Montenegro (con quien están evidentemente las simpatías del au-
742
tor) y el marqués de Torre Mellada. El campesinado posee una dife-
renciación menor, y su carácter es más estamental que clasista. Aquí,
el estudioso concede párrafo aparte, con evidente acierto, al bandole-
rismo ¿ Es la burguesía terrateniente el sector más escaso entre los re-
presentados por Valle en su obra. Pero esto no es extraño, pues en el
país, en la época que refleja el autor de las «comedias bárbaras», ape-
nas existía una burguesía agraria que funcionase por sí sola, indepen-
diente de la aristocracia campesina.
En la segunda parte, Gómez Marín estudia los tipos pertenecientes
a la cultura urbana, ciñéndose exclusivamente a la burguesía y el
pueblo, pues la aristocracia, en su vertiente cortesana, ha sido estudia-
da en la parte primera. Es muy curioso —y perfectamente lógico— que
no aparezca entre los prototipos expuestos el marqués de Bradomín.
En verdad, Bradomín no es un tipo, sino un «personaje» peculiar, in-
dividualizado al máximo, con matices feudales y cortesanos, y que
constituye una excepción «literaria», una creación, valga la redundan-
cia, «excepcional», en la que Vallé concretó sus raíces más aristocrati-
zantes y rebeldes a un mismo tiempo.
La burguesía ciudadana se encuentra en Valle dignamente repre-
sentada, aunque sean algunos sectores—intelectuales, clero y ejérci-
to—-los que ostentan la mayoría de los tipos. Y aquí también el pue-
blo juega un papel determinante, y su politización —sobre todo en los
volúmenes de El ruedo ibérico—es evidente. El famoso personaje epi-
sódico de Luces de bohemia, que comparte la prisión con el poeta M a x
Estrella, sirve a Gómez Marín para efectuar unas calas muy sutiles en
la caracterología de los elementos más radicales del pueblo ciudadano.
La sociedad urbana —y dentro de ella la burguesía— ocupa en la
obra de Valle un lugar mucho más escaso y menos concretado que el
mundo arcaico y campesino; Gómez Marín es consciente de ello;
pero también puede advertirse que es donde desemboca la larga refle-
xión literaria del autor; y que en todo este problema de la estrati-
ficación social, en lo que respecta a la sociedad preindustrial, hay que
andar con mucho cuidado, pues Valle opera con limitaciones eviden-
tes de tipo teórico, y con una evidente raíz de rebeldía subjetiva. «La
imagen de esos grupos parciales—dice Gómez Marín—responde a una
visión prematura y resulta focalizada sin el rigor estricto que para
ello sería necesario. Valle no dispuso, efectivamente, de un modelo
histórico de suficiente complexión ni en las de las épocas posteriores
en que se fija su mirada crítica. De esa inmadurez hay que partir.»
Las afirmaciones de Gómez Marín podrán parecer exageradas. Pien-
so que, no obstante, hay mucho de verdad en ellas, y que su trabajo
adquiere mucho mayor valor si se piensa que ha sido escrito en las
743
actuales circunstancias que rodean la publicación de las obras de Valle.
E n efecto, hasta ahora sólo se dispone de sus obras estrictamente lite-
rarias, donde el escritor, llevado de su espartano ascetismo formal,
reflejaba más que exponía, criticaba y deformaba datos sin otorgarlos
explícitamente. Carecemos de una mediana edición de las obras de
Valle-Inclán ; su correspondencia, sus escritos periodísticos —sobre todo
los de la última época de su vida—permanecen semiocultos, y nadie,
entre los herederos del escritor, se ha preocupado de que salga una
edición medianamente completa. Tal vez el estudio de todos esos es-
critos arrojaría una gran luz sobre las intenciones y los pensamientos
últimos del gran escritor gallego. Ύ mucho me temo que, en ese caso,
las afirmaciones de Gómez Marín vendrían a quedar firmemente sus-
tentadas.
En todo caso, hay que aceptarlas, con las debidas reservas, pero
con el respeto obligado hacia las tesis elaboradas con rigor. Lo cual
no es, por desgracia, muy frecuente. En Valle—para terminar—exis-
ten los datos rastreados por Gómez Marín. Y aunque de su exposición,
contando con la situación actual de las investigaciones, no quepa de-
ducir respuestas muy tajantes, sí hay que contar con esos datos. Esta
es la mejor lección del estudio de Gómez Marín, que, como dije al
principio, es un libro eminentemente dialéctico dentro de la bibliogra-
fía valleinclanesca.—RAFAEL CONTE,
744
español a alumnos de habla inglesa. Con las antologías sucede un caso
semejante al de las historias de la literatura española, que durante los
últimos años es más y más frecuente su impresión. Solamente a partir
de 1967, por no retroceder a una fecha anterior, pueden citarse entre
otras especializadas publicadas en los Estados Unidos, algunas como
la edición revisada de Literatura del siglo XX, de Ernesto G. Da Cal
y Margarita Ucelay (Nueva York, 1967); Luis Leal y Joseph H . Sil-
verman, Siglo veinte (Nueva York, 1967), y Manuel Duran y Agustí
Bartra, Panorama de la literatura española (Nueva York, 1967). Aun-
que versando sobre un mismo tema—la literatura hispánica—, cada
uno de estos libros representa características distintas. El primero es
una antología especializada, igual que el segundo, en el siglo xx. Sin
embargo, no se centran en la literatura española únicamente, sino
que abarcan también la hispanoamericana, para lo cual se dividen
en dos partes, idea magnífica, ya que el estudiante de nuestros valores
literarios puede con ello adquirir una visión panorámica de la lite-
ratura de habla española en ese período. Otras antologías especializa-
das como la de Fernando Díaz-Plaja, Antología del romanticismo es-
pañol, publicada también en Nueva York en los primeros meses del
presente año, podrían mencionarse al mismo tiempo como ejemplo
de concentración en un determinado género o espacio. Pero junto a
ellas aparecen asimismo publicaciones como Panorama de la literatura
española o A New Anthology of Spanish Literature, que arrojan un
examen y muestra general sobre los principales momentos literarios
de España.
En el caso de A New Anthology of Spanish Literature, la novedad
consiste en que los autores han podido conjuntar una historia de la
literatura, la que ellos mismos escribieron en 1961, y con el fin de
completarla una antología, que por conservar los mismos rasgos y or-
ganización de la primera, hará que el alumno pueda tener en sus ma-
nos una herramienta perfectamente acabada en un movimiento con
un principio y un final y bajo una unidad de concepto.
Los profesores Richard E. Chandler, de la Universidad de South-
western Louisiana, y Kessel Schwartz, de la de Miami, han escrito,
pues, una antología dividida en dos volúmenes. El primero comprende
desde los comienzos hasta Baltasar Gracián, y el segundo hasta nues-
tros días. Sin embargo, el lector que creyera que esta clasificación es
definitiva estaría equivocado respecto a la verdadera naturaleza del
libro. E n este aspecto, siguiendo u n criterio exactamente igual al que
preside su historia de la literatura española, la antología está también
dividida por géneros literarios. Por ejemplo, en el segundo tomo puede
estudiarse el teatro desde el siglo xvm, empezando con don Ramón
745
de la Cruz hasta Alfonso Sastre. La antología se ha adecuado, por
tanto, al mismo sistema empleado en el primero de sus libros, y esto
hace que se complementen de tal manera que en definitiva concuerden
en una visión armoniosa ele nuestra literatura. De acuerdo con este
sistema, cada volumen consta de apartados generales entre los que des-
tacan la épica y la narrativa poética, el teatro, la prosa y la poesía.
Los autores, en nota preliminar, expresan claramente su deseo de
que los dos libros se complementen, y con ello consiguen un panora-
ma ordenado de la literatura peninsular desde sus principios hasta hoy
día mediante la lectura de extractos representativos de cada período y
género, la explicación crítica del texto, así como su interpretación, ade-
más de unas palabras sobre la vida y la obra del autor correspon-
diente.
Es indudable que, d a d o el auge de los estudios de español en los
Estados Unidos, esta nueva publicación viene a llenar un vacío en
la que aquellos interesados podrán encontrar un examen meticuloso y
cuidado, así como una buena muestra de la literatura de España den-
tro de su amplia concepción.—ENRIQUE RUIZ-FORNELLS.
id
ria de la literatura española (Nueva York, 1966), relación que viene
ahora a completar A Short History of Spanish Literature.
El profesor Stamm, en la actualidad director de los cursos que la
Universidad de Nueva York tiene establecidos con la de Madrid, ha
escrito una historia de la literatura española, siguiendo la tendencia
marcada por alguna de las ya mencionadas en el párrafo anterior, en
que trata de divulgar más que de examinar de manera extensa nues-
tros principales valores literarios. Y esto para la clase de lectores a los
que va dirigida es un gran acierto. Sin duda, durante la redacción
del trabajo se tuvo en cuenta que las personas interesadas en este li-
bro serían en su mayoría estudiantes de español en los Estados Uni-
dos, y así el resultado es una publicación sucinta, concreta, clara y re-
sumida, en que el principiante puede encontrar en pocas palabras aque-
llo que realmente necesita como base para un estudio posterior de ma-
yor envergadura.
Esta nueva obra tendrá especial aplicación en los cursos generales
de literatura española establecidos en casi todas las universidades nor-
teamericanas, como trabajo previo para comenzar cursos de especiali-
zación. Escrita en inglés, será asimismo de indudable valor en los
cursos para extranjeros, siendo de destacar por último que puede ser
también vehículo de gran utilidad para el público medio en general,
pues es de fácil manejo y sencilla lectura, factores que la hacen apta
para todas las clases sociales. Y de ahí su importancia, pues sin olvidar
que son necesarias las historias de la literatura que estén a la altura
de poder ser consultadas por eruditos y especialistas, no lo son menos
aquellas que tratan de enseñar las raíces de nuestra lengua y litera-
tura, poniéndolas al alcance de la masa, en especial cuando se trata
de un lector extranjero.
El libro, dividido en una introducción y ocho capítulos referentes
a cada época o período destacable dentro de la materia que trata, ofre-
ce la innovación de un pequeño resumen al final de cada uno d e ellos,
de manera que sirva para fijar ideas y datos, además de arrojar una
visión de conjunto. Al final, en un apartado separado, se incluye una
bibliografía seleccionada de obras en inglés sobre la historia y la li-
teratura de España, que ofrece la posibilidad de proseguir las lecturas
iniciadas al tener a mano una fuente de referencias precisas.
Es, pues, esta nueva historia de la literatura española una buena
aportación para que el público en un sentido amplio y los que quieran
iniciar sus estudios de introducción penetren y comprendan los puntos
fundamentales de la misma.—E. R,-F.
747
FERNANDO DÍAZ-PLAJA: Antología del romanticismo español. McGraw
Hill Book Company. Nueva York, 1968. 252 pp.
748
la lengua española. Así aparecen esporádica pero de forma regular
ediciones escolares de Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Calvo Sotelo, Cela,
Usigli, Rodríguez Larreta, etc., gramáticas, libros de conversación y
lectura, junto a historias de la literatura y antologías, por no citar
otros muchos en otras ciencias que ese interés a que aludimos produce.
De esta manera nos llega ahora la Antología del romanticismo español,
de Fernando Díaz-Plaja.
Se trata sin duda alguna de un trabajo cuidado y medido que tie-
ne la innovación de presentarnos una antología sobre uno de los pe-
ríodos más importantes de nuestra historia literaria, pero con un pro-
pósito definido. No se trata únicamente de hacer conocer al estudiante
los autores románticos españoles y sus obras, sino que al mismo tiem-
po la antología facilita al lector el acercamiento a los autores que for-
man parte de ese movimiento, de manera que llegue a comprender
cómo éstos se aproximaron al mismo y llegaron a expresar el género
literario en que estaban inmersos, es decir, el romanticismo. Díaz-Plaja
trata también de que el lector se sienta un poco dentro de la polé-
mica que tuvo lugar con la aparición del nuevo estilo romántico y los
defensores de lo tradicional-clasicismo, ya que algunos de sus aparta-
dos tratan de este problema.
Para ello el libro está estructurado, además de la nota explicativa
de las razones para la aparición del libro, motivos y alcances, en tres
partes principales. La primera se coloca bajo el título general de «la
idea» y sirve como introducción a la segunda conocida con el de «te-
mas». Estas dos partes son la espina dorsal del trabajo y están ínti-
mamente relacionadas. En ellas antes de iniciarse la lectura del trozo
seleccionado en la antología, en letra de diferente color y distinto tipo
se resume el objeto principal del autor al escribir la obra respectiva,
con lo que el alumno encuentra una guía útilísima para su lectura,
además de convertirse por ese método en personaje actuante en favor
o en contra de las ideas que se exponen.
La segunda parte, los «temas», está dividida en varios apartados,
que son: la rebelión, el amor, la Edad Media, el Siglo de Oro, la muer-
te, la religión, el Oriente, el escepticismo y, bajo el mismo procedi-
miento de la primera parte, se va llevando al alumno al conocimiento
del tratamiento de estos tópicos por los autores románticos. La ter-
cera parte sucintamente da unos datos muy breves sobre la vida y la
obra de los escritores que se citan como más representativos, tomán-
dose para ello como punto de partida a Antonio Alcalá Galiano y ter-
minando con José Zorrilla y Moral.
Por cierto que el propósito de Díaz-Plaja se cumplirá por la ori-
749
ginalidad que ofrece su estudio que supone una reforma interesante
frente a las antologías tradicionales y constituye una valiosa aporta-
ción a los cursos que en literatura del siglo xix se enseñen.—E. R.-F.
750
ciado un retorno hacia el sentido filosófico y hondo de lo que todo
movimiento humanista da a entender, pues se han dado cuenta de
que, por ejemplo, la negación de Nietzsche del hombre no es pro-
piamente tal: sino negación del hombre moderno, es decir, del Hu-
manismo. Por tanto, escribe Jacques Maritain—uno de los coautores
del libro—·, «el elevado contra-humanismo de un Kierkegaard o de un
Barth puede considerarse como una postura cristiana errónea. Particu-
larmente, en Barth es una postura reaccionaria y arcaica, en tanto
que significa un deseo de purificación absoluta mediante una reversión
al pasado; en realidad, una vuelta al luteranismo primitivo. En Nietz-
sche era más bien un cristianismo aturdido: incapaz ya de adorar,
negaba y blasfemaba, y, no obstante, todavía buscaba y amaba».
El Humanismo nuevo debe ser nuevo, nos indica el autor ante-
riormente citado, en un sentido singularmente profundo: debe des-
arrollarse dentro del movimiento de la historia y crear algo original en
relación con estos siglos anteriores a nosotros; si no tiene tal fuerza
renovadora, no será nada. El nuevo Humanismo, insiste Jacques Ma-
ritain, ha de resumir, en su clima purificado, todo el trabajo de la
época clásica; debe rehacer la ciencia del hombre, encontrar la reha-
bilitación y la «dignificación» de la criatura, no es el aislamiento, no
es el hermetismo propio, sino en su expansión hacia el mundo de lo
divino y suprarracional. Este nuevo Humanismo que desde estas pá-
ginas se predica aconseja el esforzarse por lograr un conocimiento
profundo del hombre, pues, como afirma Adler, «los hombres vivirían
juntos mucho mejor si fuese mayor su conocimiento del hombre, por-
que desaparecerían ciertas formas perturbadoras de la vida en común,
que únicamente son ahora posibles para conocernos, estando así ex-
puestos al peligro de dejarnos engañar por cosas externas e incurrir
en desfiguraciones y disimulos de otras». Claro está que, en el fondo,
este nuevo Humanismo requiere el ejercicio de toda una intensa labor
pedagógica; no en vano el conocimiento del hombre no estriba en
sabiduría de libros, sino que ha de aprenderse prácticamente, por lo
que es menester vivir cada fenómeno, por decirlo así, recibirlo en
uno mismo, haber acompañado al hombre a través de sus alegrías y
de sus ansiedades, como el buen pintor vive los rasgos de la persona
que quiere retratar y sólo pone en el cuadro aquello que siente de sí
mismo.
Ciertamente, el hombre, según Nicol, es el ser que no se completa
nunca. Su ser consiste justamente en ser incompleto siempre. Para
él, completarse es dejar de ser: morirse. Su existencia consiste en
irse completando indefinidamente. Su ser importa siempre una po-
tencia. No hay acto que agote enteramente la potencia vital humana:
751
CUADERNOS. 224-225.—31
siempre hay un mañana, y la potencia ó posibilidad de nuevos actos
que no sean la pura reiteración de otros ya realizados. Y, en efecto,
ese anhelo de perfección se lleva, en algún modo, a las mismas insti-
tuciones que condicionan, ordenan y someten su propia existencia.
El hombre de hoy conoce muy bien estos problemas, por tanto, no
ignora que frente al hombre está la sociedad y la historia; la política
y la religión y, desde luego, la intimidad y sus problemas espirituales.
Y cada una de estas circunstancias en las que el hombre vive y está
no admiten determinismo de clase alguna, por el contrario, son valo-
res que alcanzan su autenticidad, su validez y justificación cuando
entran en juego con los demás, es decir, con el prójimo que, por otra
parte, es una incógnita, un misterio, un enigma, ya que de primera
intención el hombre no conoce a los demás hombres, aunque, natu-
ralmente, «un mismo afán de salvación impera en la vida privada y en
la vida pública de los hombres» y, según la expresión colectiva de los
diferentes autores de este libro, el hombre puede salvarse entre los
hombres y entre las cosas.
La Imagen del hombre no es un libro de divulgación pedagógica
ni, por supuesto, de espiritualidad. Es un libro que nos enseña a ver
con naturalidad y ecuanimidad la historia misma del hombre, sus
anhelos, sus ilusiones, sus conquistas y fracasos, sus proyectos cons-
tantes y sus posibilidades de trascender. Lógicamente, no se trata de
un libro redactado bajo el imperio de unos mismos principios, es de-
cir, unos mismos ideales, por el contrario, es un libro que plantea,
estudia y profundiza en uno de los más grandes temas humanos, a
saber: el tema del destino universal que, quiérase o no, es el tema de
la liberación del espíritu creador del hombre que envuelve y subraya
la vida toda, puesto que el hombre deja de hacer pie en la realidad
cuando pierde su creencia en los valores, es decir, cuando deja de
confiar en el hombre mismo. Es precisamente por esto que el grave
error del marxismo fue el considerar que la realidad de la Historia es
dialéctica, y, por tanto, que el hombre se crea a sí mismo.
Este libro nos introduce en el conocimiento de las profundas trans-
formaciones que en la política, la religión y la ciencia se han iniciado
recientemente; un libro, en definitiva, que nos demuestra que «entre
el pasado y el presente no existe ningún abismo y, por consiguiente,
nada de lo que ha sido «antes» se pierde «ahora» por completo. Quizá
la ecuación que este libro no resuelve y, probablemente, ningún otro
sea el de determinar exactamente por qué el hombre hace cosas tan
diversas: ciencia, filosofía, poesía, religión, arte...—JOSÉ MARÍA Nm
DE CARDONA.
752
DÖS NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
CARTAS DE FAMOSOS ( I )
753
Cartas para enviarse sus libros —pidiendo a veces un artículo so-
bre ellos, solicitando una crítica como fue, es y será siempre natural—,
unas butacas para un teatro, un voto para un sillón de la academia,
o bien para hablar, en juicio lleno de serenidad, de una obra, para di-
sertar de un momento político, de esto o de aquello, con claridad, con
belleza y con sencillez.
Son todas esas cartas que entre nosotros los españoles salen muy
de tarde en tarde de los archivos donde demasiado celosas familias los
conservan, donde en armarios con demasiadas llaves impiden llegar
el ojo, no del malévolo curioso que puede buscar en ellas piedra de
escándalo, sino del erudito que quiere verter sobre aquellos documen-
tos la luz. Demasiado celo, cual si se tratara de desvelar secretos que
van a afectar nada menos que a la seguridad de la nación.
Entre los archivos más celosamente conservados pero a la vez más
liberales a su acceso se encuentran en estos tiempos que corren dos
que ahora quiero señalar. El de Maragall, el altísimo poeta, que los
hijos veneran como veneraron al gran patriarca de las letras catalanas,
su padre, y el de Galdós en su casa-museo de las Palmas, puesto bajo
el patrocinio de amor y entusiasmo a una obra del Cabildo Insular
y del Museo Canario.
Hace unos meses, Soledad Ortega de Várela —belleza e inteligen-
cia— daba a la estampa un paquete—gran paquete como se dice en
cuanto a las acciones bancarias—de cartas del maestro Galdós. Ahora,
en un tomo de limpia y cuidada, más aún, primorosa presentación
tipográfica, otro paquete de cartas a Galdós nos sale al encuentro tra-
yéndonos en ellas todo un panorama cuidado y minucioso de ese tiem-
po pasado al que hemos aludido.
Porque esto son y no otra cosa estas cartas —galdosianas— que
Sebastián de la Nuez y José Schraibman h a n recogido y anotado
extrayéndolas de aquel archivo de la casa-museo de Galdós en las
Palmas y que son documentos humanos de hombres que son hoy a
la altura de nuestro siglo los grandes—a aquí empleamos el término
muy de verdad—de las letras bien que suponemos que alguien en-
trará en una discusión en torno a algunos de los nombres, pero aún
así y todo y con un cierto criterio rigorista, importancia suma guar-
d a n los nombres de todos ellos para el panorama literario de este
tiempo.
Ellos, algunos, a gran distancia ideológica de Galdós; otros, con
la que impone el respeto entre un hombre en la cumbre y unos jó-
venes en el comienzo de una cuesta; otros, en una misma planicie,
754
le escriben al maestro. Misivas de su puño y letra las más de ellas,
mala letra a veces, otras por la pluma de un secretario desastrado en
el atuendo y hasta en alguna ocasión en una máquina que si hoy
existiera por un doble motivo, el de su poseedor y el de su tipo, ten-
dría que convertirse en objeto museable.
Veinte hombres que dicen mucho al mundo intelectual de estos
días y dos mujeres —una de ellas también de rango intelectual— son
los que escriben cartas a don Benito, esas cartas que hoy llegan a
nosotros y que son la primera alegría que a este respecto nos dan los
antólogos de las mismas, que ya nos prometen otros tomos en este
sentido extraídos del archivo más importante hoy existente sobre el
más grande de los novelistas españoles contemporáneos: Galdós.
Aquí está la lista de los que escriben a don Benito Pérez Galdós
sin ditirambos en torno a sus nombres, ya que ellos no los precisan,
sin explicaciones acerca de sus personas o de sus obras, que sería sim-
plemente por nuestra parte ganas de gastar más papel y de ofender
sin necesidad a la cultura d e los lectores de esta sencilla nota. Aquí
están, pues, las cartas que a Galdós escriben Azorín y Baroja, don
Ramón del Valle-Inclán y don Ramiro de Maeztu, de su hermana
María, de U n a m u n o y Pérez de Ayala, don Armando Palacio Valdés
y don Vicente Blasco Ibáñez, Ricardo León y Jacinto Octavio Picón,
Ortega Munilla y Martínez Sierra, los Quintero y Amado Nervo, Gó-
mez de Baquero y Gómez Carrillo, don Francisco de Grandmontagne
y don Joaquín Costa, del doctor Tolosa Latour y de Salvador Rueda.
Aquí están estas cartas, verdaderos documentos históricos, con gran
detalle de fechas y de notas aclaratorias sobre personas y sucesos en
ellas citadas y que han anotado con extremo rigor los señores de la
Nuez y Schraibman. Parece, pues, merced a aquellas cartas, que éstos
ilustran de un modo tan perfecto, parece en razón de la reproducción
de los papeles de las mismas que nos hablan de diarios y revistas del
tiempo, el tiempo en que se escriben que estamos viviendo aquél al
leerlas.
Sería demasiado largo el glosar aquí esa gran cantidad de cartas
que los antólogos recogen en este tomo, que tales son los sucesos, las
noticias, los perfiles de gentes que en ellas se nos brindan. Por eso
no traemos aquí una glosa, ni de unas ni de otras, y sí tan sólo la
noticia de que en ellas se encuentra todo lo pequeño y lo grande tam-
bién de un hermoso tiempo pasado del que fueron protagonistas im-
portantes figuras de nuestra vida literaria.—J. S.
755
MEMORIAS DE UN PERIODISTA (2)
(a) «Las delicias. Crónica madrileña de hacia 1906», Corpus Barga. EDHASA.
Barcelona-Buenos Aires, 1968.
756
timo que constituye «Novedad» en las librerías españolas se llama
Las delicias.
Ese mundo mínimo de cosas, un mundo grande también donde apa-
rece ya el clima social con las reivindicaciones obreras, pero también
con las chocolaterías populares para los bohemios madrileños.
Corpus no ha despegado aún del suelo matritense con las tertu^
lias de los Baroja en que el padre, don Serafín, toca el violonchelo,
el suelo madrileño con sus calles donde transita algún que otro simón,
o alguna que otra berlina de los pocos ricos que había en la corte.
El Madrid lejano en la interpretación de un testigo de vista, tes-
tigo de buen ojo y buena pluma nos va saliendo al encuentro poco a
poco·—demasiado lentamente para los que gustamos de este género—
cada diez o doce meses en los tomos que bajo el lema general «Una
vida española a caballo en dos siglos. 1887-1957» nos va entregando
Corpus.
Es toda una concepción de la vida la que Corpus Barga nos pone
al descubierto en sus libros que tal por el camino que van en cuanto
a la descripción ya de hechos, sucesos y gentes, constituirán el día
que ponga fin a estas Memorias una historia de primera clase del tien>
po presente.
Una historia o crónica, acaso será mejor decir, de unos días que
es puro recreo, tal la delectación que produce su relato, el conocer,
tanto por el gran cúmulo de cosas que se cuentan como por el arte
periodístico con que Corpus Barga, digamos ahora su nombre entero:
don Andrés García de la Barga lo relata. Un nombre entero y un ver-
dadero maestro en la literatura y el periodismo de este siglo que es-
tamos viviendo, de este siglo que él nos va contando como excepcio-
nal testigo, su vida.—JUAN SAMPELAYO.
757
INDICES DEL TOMO LXXV
NUMERO 223 (JULIO DE 1968)
Páginas
A R T E Y PENSAMIENTO
HISPANOAMÉRICA A LA VISTA
N O T A S Y COMENTARIOS
Sección de Notas:
Sección Bibliográfica:
JUAN MERCADER R I B A : Vicéns Vives: Obra dispersa 224
JUAN CARLOS CURUTCHET: Cortázar: Todos los fuegos el fuego 233
NICASIO SALVADOR M I G U E L : Un nuevo libro sobre el Arcipreste de Hita. 238
MARCOS RICARDO BARNATAN: Espriu o una desolada meditación sobre
la muerte 242
ALBERTO G I L NOVALES : Bennassar: Valladolid au siècle d'or 245
VALERIANO B O Z A L : Guelbenzu: El mercurio 250
JULIO Ε. MIRANDA: Martín Pardo: Antología de la joven poesía es-
pañola ...... :-. 255
RAMÓN DE GARCIASOL: Cela: Diccionario secreto 260
Ilustraciones de GARCÍA-OCHOA.
INDICE
NUMEROS 224-225 (AGOSTO-SEPTIEMBRE DE 1968)
Páginas
A R T E Y PENSAMIENTO
HISPANOAMÉRICA A LA VISTA
N O T A S Y COMENTARIOS
Sección de Notas:
Sección Bibliográfica:
JUAN CARLOS CURUTCHET: Homenaje a Jorge Guillen en sus setenta y
cinco años 700
RAÚL CHAVARRI: Dos antologías de José Martí 704
Página«
Ilustraciones de GALDEANO,
INSTITUTO DE CULTURA HISPÁNICA
BASES
i. a Podrán concurrir a este premio poetas de cualquier nacionalidad, sierra
pre que los trabajos que se presenten estén escritos en español.
2.a Los trabajos serán originales e inéditos.
3. a Los trabajos que se presenten tendrán una extensión mínima de 850
versos.
4.a Los trabajos se presentarán por duplicado, mecanografiados a dos es-
pacios y por una sola cara, y una vez presentados no podrán modificarse ni
títulos ni textos.
5.a Los trabajos que se presenten llevarán escrito un lema en la primera
página y se acompañarán de sobre cerrado y lacrado en el que figure el mismo
lema, y dentro del sobre, el nombre del autor, dos apellidos, nacionalidad, domi-
cilio y «curriculum vitae».
6.a Los trabajos, mencionando en el sobre premio de poesía «Leopoldo Pa-
nero» 1968 del Instituto de Cultura Hispánica, deberán enviarse por correo certi-
ficado o entregarse al Jefe del Registro General del Instituto de Cultura Hispáni-
ca, Avenida de los Reyes Católicos (Ciudad Universitaria). Madrid-3. España.
7.a El plazo de admisión de originales se contará a partir de la publicación
de estas Bases y terminará a las doce horas del día 2 de diciembre de 1968.
8.a La dotación del premio de poesía «I/eopoldo Panero» del Instituto de
Cultura Hispánica es de 50.000 pesetas.
9.a El Jurado será nombrado por el ilustrísimo señor director del Instituto
de Cultura Hispánica de Madrid.
10. La decisión del Jurado se hará pública el día 21 de marzo de 1969.
11. El Instituto de Cultura Hispánica se compromete a publicar el trabajo
premiado en la Colección Poética «Leopoldo Panero» de Ediciones Cultura His-
pánica, en una edición de 2.C00 ejemplares, la cual será propiedad del Instituto,
recibiendo como obsequio el poeta premiado la cantidad de 100 ejemplares.
12. El Instituto de Cultura Hispánica se reserva el derecho de una posible
segunda edición, en la que su autor percibiría, en concepto de derechos de autor,
el 10 por 100 del precio de venta al público a que resultase cada ejemplar de la
tirada que se decidiese, que no sería en ningún caso inferior a 1.000 ejempla-
res, liquidándose los derechos de autor a la salida de prensas del primer ejemplar
de la obra.
13. El poeta galardonado se compromete a citar el premio recibido en todas
las futuras ediciones y menciones que de la obra premiada se hicieran.
14. El Jurado podrá proponer al ilustrísimo señor director del Instituto de
Cultura Hispánica la publicación de los trabajos seleccionados como finalistas
por orden de méritos. De los trabajos que fueran aceptados para su edición, el
jefe de publicaciones de dicho organismo podrá abrir las plicas para relacionarse
con sus autores.
15. No se mantendrá correspondencia sobre los originales presentados, y el
plazo para retirar los originales del Registro General del Instituto de Cultura
Hispánica terminará a las doce horas del día 30 de septiembre de 1969, transcu
rrido el cual Se entiende que los autores renuncian a este derecho, procediendo
el jefe del Registro General del Instituto a su destrucción.
16. Se entiende que con la presentación de los originales los señores concur-
santes aceptan la totalidad de estas bases y el fallo del Jurado.
Madrid, abril 1968.
PREMIO DE POESÍA «LEOPOLDO PANERO»
CORRESPONDIENTE AL AÑO 1967
OBRAS PUBLICADAS:
Teléfono 2440600
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MADRID
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REVISTA DE ESTUDIOS POLÍTICOS
(BIMESTRAL)
NOTAS
MUNDO HISPÁNICO
CRÓNICAS
SECCIÓN BIBLIOGRÁFICA
Recensiones ·& Noticias de libros ·£• Revista de Revistas ·& Libros recibidos
Bibliografía
España 400
Portugal, Hispanoamérica y Filipinas 556
Otros países 626
N ú m e r o suelto E s p a ñ a 100
N ú m e r o suelto extranjero 139
CONSEJO D E REDACCIÓN
P R E S I D E N T E : J O S É MARÍA CORDERO TORRES
S E C R E T A R I A : J U L I O COLA ALBERICH
S U M A R I O D E L N U M E R O 97
(Mayo-junio 1968)
ESTUDIOS:
Los grandes problemas del Este europeo: Eslovaquia, p o r STEFAN GLEJDURA.
L a C E E , una realidad europea, p o r JAJME M E N E N D E Z .
La política exterior de Puerto Rico, por S. ARANA-SOTO.
Del hogar nacional judío al Estado de Israel, p o r CARMEN MARTÍN DE LA ESCALERA.
NOTAS:
DOCUMENTACIÓN INTERNACIONAL
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Portugal, Iberoamérica y Filipinas 487
Otros países 556
N ú m e r o suelto España 80
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RÓS, ENRIQUE AZCOAGA, RAFAEL
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VINDEL, CARMEN CONDE, RAFAEL
CONTE, RICARDO DOMENECH, Ε.
IMÁN F O X , JORGE GARCÍA GÓMEZ,
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KATTA, FRANCISCO LÓPEZ ESTRA-
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