Khadra Yasmina - A Que Esperan Los Monos
Khadra Yasmina - A Que Esperan Los Monos
Khadra Yasmina - A Que Esperan Los Monos
Alianza Editorial
28027 Madrid
ISBN: 9788420691794
Cada generación debe dentro de una relativa opacidad descubrir su misión,
cumplirla o traicionarla.FRANTZ FANONLos condenados de la tierra
Están los que convierten un destello en antorcha y una tea en sol, y alaban durante toda su
vida a quienes los honran una sola vez; y están los que toman por un incendio el menor
reflejo de luz al final de su túnel, y apartan con desdén las manos que les tienden.En
Argelia llaman a estos últimos los Beni Kelboun.Genéticamente nefastos, los Beni Kelboun
disponen de su propia trinidad:mienten por naturalezaengañan por principioydañan por
vocación.
Esta es su historia.
1
Es una mañana espléndida que solo existe para sí misma como un ruiseñor
que canta en un mundo de sordos; una mañana argelina con su sol de diciembre
resplandeciente y frío como una joya colgada del cielo, fuera del alcance de los
sueños rotos, de las oraciones sesgadas y de los Ícaro con alas cortadas.
Entornando los ojos, y con un poco de suerte, podrían verse los dioses en su
morada, luciendo su figura oronda y con la cabeza echada hacia atrás entre risas
homéricas, divertidos por los agobios de nuestro mundo y el baile de los cometas.
Parece oírse un chapoteo, pero no hay fuente ni riachuelo por aquí cerca. En
el silencio del bosque de Bainem, todo parece seguir su curso natural. Y todo
parece un encantamiento: la niebla asciende desde el barranco; los moscardones
revolotean en un haz de luz, indisociables de los destellos que gravitan a su
alrededor; el rocío sobre la hierba; el murmullo del follaje, la huida a cámara lenta
de una comadreja: dan ganas de pellizcarse.
Una sábana sedosa cuelga a media asta de las ramas de un sauce llorón.
Y, a la sombra de una roca, entre coronas de flores salvajes, yace una joven.
Desnuda de pies a cabeza. Y bella como solo sabe serlo un hada nacida del pincel
de un maestro. Está medio reclinada de costado, el rostro vuelto hacia el este y un
brazo cruzado sobre su pecho. Mantiene muy abiertos sus grandes ojos delineados
con rímel, la mirada apresada tras unas largas pestañas que tantas emociones han
debido provocar. Maravillosamente maquilla— da, con la melena constelada de
lentejuelas, las manos teñidas con alheña conformando motivos bereberes hasta las
muñecas, da la impresión de haber sido pasto de alguna tragedia en plena boda.
Yace en la orilla de un río seco, con el cuerpo desarticulado, ajena al rumor de la
maleza, en absoluto afectada por la culebra que acaba de deslizarse bajo su cadera.
¡Ah! Argel...
La ternura es, en estos tiempos, una manera como otra de llenar el bocadillo
con humo de barbacoa; no se alimenta uno mejor pero tampoco se pierde la
ilusión.
—¿Quién es?
—Una diosa hindú.
—Ya mismo te lo cuento... Shiva decía que cuando el viento sopla entre los
árboles molesta a las hojas, lo cual irrita a los pájaros.
—¿Y qué?
—Lo que intento decirte, buen hombre, es que aunque no soples entre los
árboles, me estás dando la lata.
El taxista asiente con la cabeza. Unos cien metros más allá, aún sin asumir la
reprimenda de su cliente, se cala un pitillo entre los labios y se inclina hacia el
encendedor, dejando de mirar la carretera.
La quietud del bosque de Bainem contrasta con la rigidez del cadáver. Los
agentes que faenan por los alrededores dan la impresión de moverse en un mundo
paralelo.
—No olvides la sábana colgada del arbusto. Seguro que sirvió para envolver
el cuerpo. Pide a alguien que la recoja y que cuide de no borrar las posibles huellas
de ADN.
Sus compañeros se parten de risa. La cercanía del cadáver no les afecta. Han
visto otros, miles de ellos durante el decenio negro y en las carreteras infestadas de
locos al volante y de borrachos. Para ellos, un cuerpo sin vida, intacto o
desfigurado, es un objeto desubicado; su trabajo consiste en llevarlo adonde le
corresponde estar, en la cámara frigorífica de una morgue. La rutina los ha
desalmado. Ya no son sino autómatas; sus risas suenan como el chirrido de un
engranaje sin engrasar.
Una vez que se ha ido el taxi, Ed Dayem acciona el timbre de la verja. Otro
negro, esta vez vestido de sirviente de califa, acude a abrirle. Ed Dayam siempre se
pregunta por qué algunos capitostes de Argel tienen esa querencia por los lacayos
negros. ¿Será reflejo atávico o prurito de clase? Quizás ambas cosas a la vez.
Haj Hamerlaine trata por igual a sus colaboradores más cercanos. Con un
gesto de la barbilla les señala un asiento alejado y les concede algunos instantes de
su valioso tiempo tras lo cual los despide sin ofrecerles una taza de café ni
molestarse en acompañarles.
—Eddie, mi pobre Eddie —le dice el anciano con una voz mezcla de
reproche y cansancio—, he estado a punto de alquilar un dron en el Pentágono
para localizarle.
—Necesitaba relajarme.
—¿Qué follones?
Haj Hamerlaine parece tan viejo como el vicio. Con la erosión de los años,
su piel ha quedado en una película macilenta. Con los ojos hundidos tras sus
pensamientos ocultos, la nariz como un banderín a media asta en su siniestro
rostro, parece una momia recién sacada de su sarcófago. Ed Dayem cree que el
anciano se conserva durante las noches en una bañera llena de formol y durante el
día se seca sobre su trono de dios interino, negándose en redondo a abdicar ante la
edad y el peso de sus pecados. Pero lo que mejor sabe es que esa porción de ruina
humana, ese anciano de tez polvorienta es capaz de provocar un tsunami con solo
estornudar.
—No, gracias.
—Me lo imagino. Pero necesito que esté muy atento, así no tendré que
repetirme.
—No debería.
Ed Dayem se achanta.
—Una madame que conocí en los años cincuenta. Le debo todo lo que soy. El
problema es que jamás me permitió meter baza, ni siquiera para darle las gracias.
«No olvides que yo te saqué del arroyo —me aullaba—. No eras más que un
borracho babeante que los proxenetas ahuyentaban a patadas como si fueras un
perro sarnoso. Me lo debes todo, tu camisa y tu pantalón, hasta el calzoncillo que
lavas una vez por temporada.» Me lo soltaba a la cara cada vez que remoloneaba o
que le reclamaba lo que me debía. Y cuando le pedía un día libre, me gritaba:
«¿Para ir dónde, cretino? ¿Para juntarte con tus amigotes bajo los puentes?» No es
que Emma fuera malvada, solo posesiva y despectiva. De no ser por ella, habría
seguido salmodiando sentado en un escalón, bajo un sol de castigo, o discutiendo
con esos inválidos regresados de la guerra, sin medallas ni referencias, que se
pudrían en los portones entre sus harapos y sus excrementos.
Apoya una mano sobre una cómoda y gira lentamente sus viejas piernas
que se intuyen esqueléticas bajo el pijama. En sus ojos reluce un remoto júbilo que
incomoda de inmediato a Ed Dayem. Este ha aprendido a captar en el anciano esos
momentos molestos en que las evocaciones se envenenan sistemáticamente. Son
momentos violentos en los que la sonrisa, incluso simulada, conserva intacta su
acidez.
Sin darse cuenta, Ed Dayem vuelve a sacar su pañuelo y se seca el sudor con
los ojos clavados en la enigmática mueca que retuerce los labios del anciano.
—¿Sabe usted, Eddie? Hay un solo modo de ser agradecido con alguien:
devolverle lo que le ha prestado, a poder ser con intereses. Pero si no puede
hacerlo por falta de medios y el bienhechor no para de recordarle, a riesgo de
traumatizarle, que le debe todo, no hay más remedio que recurrir a procedimientos
radicales: o se le aguanta aunque tenga uno que diluirse en su escupitajo, o se le
hace callar para siempre. Es lo que me ocurrió con Emma. Ya solo veía la baba en
su amenazante boca, el fuego de sus ardientes pupilas, y ese dedo que me señalaba
como si fuera la escoria de la humanidad. Nadie sobrevive realmente a la
humillación, Eddie. Nadie, ni siquiera los que no valen nada. Todos tenemos,
algunos oculto y otros a flor de piel, eso que nos singulariza y se da en llamar
orgullo. Viene a ser nuestra caja de Pandora. Basta con ofenderlo para provocar
una catástrofe. De modo que cuando el FLN * anatemizó a los chulos y a los
borrachos, subí a la habitación de Emma y la rajé como a una marrana con mi
navaja oxidada. Con eso maté dos pájaros de un tiro: me quité de encima una
deuda demasiado elevada y obtuve un pasaje para el maquis, donde los luchadores
por la libertad me acogieron como a un héroe... Todavía hoy me sigo preguntando
qué habría sido de mí si Emma me hubiese tratado de otro modo. Seguro que no
me habría visto obligado a unirme a los maquis y habría seguido destapando
botellas de cerveza tras mi mugrienta barra rodeado de un harén de putas gritonas
y de pajilleros vergonzantes demasiado acomplejados para tener una amiguita
conocida.
—Me temo que no tiene la suficiente capacidad para hacerlo. Pero, como
hombre precavido, sé que a las víboras no les cuesta tanto hacer daño.
Ed Dayem se lo toma con filosofía. Tras treinta años de flirteo con los
dinosaurios de la República, nunca ha conseguido acceder a su casta. Su colosal
fortuna y sus relaciones tentaculares no bastan. Los rboba conforman un círculo
cerrado, un laberinto peligroso para los no iniciados. Ed los conoce a todos, conoce
sus recorridos pavimentados con osamentas humanas, con trampas mortales y
tesoros ocultos, sus métodos y su maldad siempre un paso por delante de la de sus
enemigos, pero nunca ha conseguido que se fíen de él. Celosos de su poder y de
sus espacios opacos, lo mantienen al margen de sus complots y solo recurren a él
para preservar sus ganancias antes de despedirlo como a un vulgar lacayo.
A Ed Dayem no le gusta que lo traten así, pero el miedo que le producen los
señores de Argel no deja cabida para otros estados de ánimo ni para el amor
propio. Si quiere ahorrarse una desgracia, no le queda más remedio que tomárselo
con paciencia. Un conocido sindicalista dejó escrito en la pared de su celda, una
semana antes de ahorcarse en el manicomio donde lo llevó su rectitud: Me apeo. Los
rboba de Argel no morirán nunca. Cuando no queden estrellas en el cielo, cuando el sol se
apague, cuando los dioses hayan muerto, los rboba seguirán ahí, de pie sobre las cenizas de
un mundo desaparecido, y seguirán conspirando contra las tinieblas, mintiendo al eco de
sus propias palabras, robando a su mano derecha con la izquierda y apuñalando por la
espalda a su propia sombra.
—Son libres de dirigir sus periódicos como les parece. No son amigos
nuestros sino competidores. Todos necesitan polémicas y escándalos para vender
su prensa. Es lo único que funciona.
—Eso no es problema mío. Arrégleselas para que nadie dé cancha a ese
cabrón.
—Pues únteles el culo, las articulaciones o lo que sea, y que ese Daho no
tenga donde caerse muerto. No quiero volver a saber de él.
—Normal, solo es una carroña sin sepultura. Fue ministro y usted lo hizo
caer. Fue rico y usted lo ha arruinado. Tenía sus circuitos y solo le ha dejado los
ojos para llorar. Ni con una escafandra sofisticada se puede alcanzar el fondo
donde lo ha arrojado.
—No basta con eso. Quiero que le cierren el pico de una vez por todas. Hace
una semana publicó un artículo en una revista extranjera y apareció en un plató de
Al-Jazira. Dos días después, vuelve a la carga con una denuncia atronadora,
declarándose víctima de su competencia y de su honradez, y objeto de una
conspiración para desacreditarlo ante la opinión pública y así impedir que se
presente a las elecciones al Senado. Hasta ha prometido volver a la carga y poner
en su sitio a sus detractores. Ese cabrón se ha atrevido a retarme. Me acusa de
querer acabar con él.
—¿Cómo?
—Eddie, le hemos hecho llamar para que ese hijoputa calle de una vez.
Rebusque en su vida, siempre aparece un horror oculto. Si no lo encuentra,
apáñeselas para inventarle uno a medida. Quiero que el fango en el que se hunda
sea tan nauseabundo que el propio ángel de la muerte se niegue a ir a recogerlo.
—Para mí, ya está hecho. Solo espero la confirmación... Ahora, puede usted
irse. Me toca sesión de diálisis. Mi chófer lo llevará.
—Eso ayuda.
—Es hora punta, jefa —dice este, no menos harto del tumultuoso atasco que
satura el paseo marítimo.
Nora mira su reloj. Las doce en punto. La comisaría central no está muy
lejos, pero las interminables filas de coches están casi detenidas. Los escasos
policías que intentan desenmarañar la madeja de tráfico apenas dan abasto. Aquí y
allá, no dan pie con bola. Se les oye de lejos silbar y abroncar a los locos del volante
pero sin por ello disciplinar el lío de la calzada.
Nora llega a su casa hacia las doce y media. Ve que Sonia sigue acostada con
los ojos hinchados de sueño.
Nora tira de las sábanas para obligar a la dormilona a levantarse. Sonia está
desnuda, enseñando sus senos altos y firmes y su tupido vello púbico. Sus
braguitas han dejado un triángulo lechoso en su bronceada piel.
—Necesito pasta.
—Me la he gastado.
Nora contiene un suspiro antes de ceder. Sonia atrapa al vuelo los dos
billetes que le tiende.
—Me pregunto qué habría sido de mí si la providencia no te hubiera puesto
en mi camino —le susurra.
En las ventanillas, dos polis hacen tiempo como pueden, uno manoseando
su iPhone y otro rellenando laboriosamente un crucigrama cuyas casillas tiene
repletas de tachaduras. Con un boli entre los dientes, no alcanza a comprender por
qué no coincide la alineación de las palabras. Se rinde y alarga la mano hasta un
vasito de un café amargo ya frío, vuelve a un sinónimo, tropieza con una letra
inapropiada, y masculla con despecho:
—Deberías intentarlo con el juego de los siete errores —le sugiere su colega.
—El despacho 15 está al final del pasillo, a la derecha —dice sin despegar la
nariz de su periódico.
El segundo policía deja a disgusto de navegar con su móvil y hace una señal
al ciudadano para que se acerque.
—El señor quiere denunciar al Estado, señor inspector —le explica el primer
agente con cierto retintín.
El oficial se adelanta, tiende una mano por encima del mostrador que el
ciudadano se apresura en apretar.
—Inspector Zine.
El teniente Guerd suelta una risotada, como cada vez que se queda sin
réplica. Retira los pies de la mesa, se levanta para dominar de una cabeza al
inspector y se alisa el retorcido bigote. Masculla forzando una mueca:
—No.
—Al parecer, de tanto enterrar a sus muertos cada vez más profundamente,
decidió seguir y seguir bajando para ver hasta dónde se podía hundir.
—¿Eso es todo?
—Sí, y quiero tu informe sobre mi mesa mañana antes de las tres de la tarde.
—Entendido.
Tras asegurarse de que nadie lo ha seguido, Ed Dayem baja por una calle
escalonada hasta una plazoleta y se mete en un taxi que se dirige de inmediato a
los Annassers. Cada vez que aparece tras él un coche sospechoso, se pone en
guardia. Su comportamiento intriga al taxista, que le pregunta si todo va bien.
—No.
Ed Dayem es tan temido como el cáncer y el mal de ojo juntos... Pese a ello,
ya no consigue regresar a su país sin que una oscura, feroz y frenética angustia le
revuelva las tripas.
—Hola, Sido... No, he vuelto esta mañana. ¿Cómo van las cosas?... Muy
bien. ¿Hay correo?... ¿No puede esperar a mañana?... Vale, envíame los contratos y
los asuntos urgentes... No, con Mostefa no. ¿No te había dicho que lo echaras?...
Sus excusas me la traen floja. No quiero volver a verlo por mis oficinas. Mándame
a otro, y sin demora. Estoy reventado y me apetece echar una cabezada.
—Déjalos ahí.
—Estoy embarazada.
—¿De quién?
—Tampoco es eso.
—Slimane.
—¿Slimane Brick?
—Sí.
Ed asiente con la cabeza, firma los documentos sin leerlos, los vuelve a
colocar en su carpeta y, tras contemplar un rato a Basma, admite:
—Lo amo.
—Por favor, Eddie —lloriquea dándose la vuelta con la boca voraz y los ojos
llameantes—, no me obligues a resistirme.
—Inténtalo si puedes...
Sonia tiene un aspecto lastimoso, con la camisa por encima del ombligo, el
vientre surcado de moratones, las mangas sucias en los codos y el pantalón
manchado en las rodillas como si hubiese gateado por un arroyuelo.
Nora se toma con paciencia llegar hasta la calle; primero tiene que pasar por
encima de dos crías arrumbadas en la escalera y esperar a que un vecino y su hijo
acaben de bajar una vieja nevera averiada.
El coche oficial está aparcado en dirección prohibida. Por mucho que Nora
pide a su chófer que tenga un mínimo de respeto por las leyes de la República,
nunca encuentra el coche bien aparcado.
Nora llega tarde. Tiene una cita en El-Boustane, una clínica privada cerca de
El-Biar. Ahí es donde, por orden del director general de Seguridad, han trasladado
el cadáver de la chica asesinada en Bainem. Antes llevaban los cuerpos al hospital,
pero desde que al ministro del Interior le ha dado por los oropeles, obliga a todas
las comisarías del Gran Argel a favorecer el sector privado so pretexto de que
ofrece servicios más fiables gracias a su material sofisticado. Sin duda, la morgue
del hospital parece un matadero y sus prestaciones son harto dudosas, pero la
obsolescencia de los centros hospitalarios estatales es obra del propio Estado para
que los mandamases se forren negociando con los promotores inmobiliarios
corruptos y los matasanos del sector sanitario para quienes las comisiones valen
más que los diplomas y los juramentos hipocráticos.
El doctor Reffas los recibe en la gélida sala que hay junto al laboratorio. El
cuerpo de la chica está tumbado sobre una mesa blanca, cubierto con una sábana.
Alrededor, unos estantes empotrados exhiben tarros repletos de horrores en
formol. En el techo, unos anémicos tubos de neón parecen estar esperando una
suspensión de condena.
Nora odia El-Boustane pero siente una gran admiración por el doctor. Lo
conoce desde hace años. Si sigue conservando la fe, es un poco gracias a él. Reffas
es la prueba de que Argelia no produce solo basura.
—Todavía no.
—Pobre chica...
—No se deja cuando se usa condón —señala el teniente, esta vez satisfecho
de su pertinencia.
El médico se lo queda mirando un par de segundos.
—¡Qué raro! —admite Nora—. ¿Cree que ha podido morir por sobredosis?
—Es una mordedura de perro salvaje —supone Guerd, cada vez más
irritado con la actitud del doctor.
—Si es una mordedura humana —supone Nora—, tiene que haber restos de
ADN.
—Trabaja en Bou-Ismail.
—Pues requisa un taxi. ¿Acaso no eres poli y haces lo que te sale de los
mismísimos?
Nora junta sus manos bajo la barbilla, reflexiona un par de segundos y pide
al cabo que se siente:
—Cómprate un careto más alegre, Moh. Me gusta creer que todo reluce a mi
alrededor.
—¿Qué tal te ha ido con Hamerlaine? —le pregunta Sido abriendo las
cortinas del ventanal.
—Nadie lo sabía. Pero le basta con llamar al aeropuerto para saber quién ha
salido del país, el día, la hora y hasta el peso de sus maletas con escaneo incluido.
Sido se sienta en una silla y coloca los pies sobre un velador de bronce. Tras
una profunda reflexión, dice:
—Los perros también muerden, sobre todo cuando están rabiosos. Este
asunto se acabará volviendo contra nosotros.
—No soy yo quien quiere las orejas y el rabo de Daho, sino Hamerlaine.
¿Quién se atreve a negar algo a Hamerlaine? Es el amo de este país...
—Cierto, pero...
—¿Pero qué, joder? ¿En qué planeta vives? Nadie puede rebelarse contra lo
que decide Hamerlaine... ¿Tienes alguna buena noticia que darme? No he pegado
ojo en toda la noche.
—No me gusta tu tonillo de voz, Sido. Quiero quedarme con ese proyecto.
—Son duros de pelar, pero somos más listos que ellos. Tenemos que dar con
la fórmula apropiada. Me quedaré con Seynooks cueste lo que cueste. Es nuestra
única oportunidad para largarnos de este país si las cosas se ponen feas. Aquí las
cosas están cada vez más feas y la gente está cada día más indignada. No hay nada
que tema más que una insurrección popular.
—¿Acaso tienes uno, patrón? Tú me enseñaste que ese órgano no trae más
que problemas y que para vivir plenamente lo mejor es guardarlo en el armario.
—Es muy cierto... Ahora lárgate, tengo que hacer una llamada.
—Lamento haber tardado tanto. Acabo de regresar de una gira por Europa
y tengo bastantes asuntos urgentes que despachar.
—He leído sus textos de copiar y pegar. ¡Cuánta rabia! ¡Menudo disparate!
Me tiene impresionado. Si me hubiese propuesto sus servicios, lo habría
contratado sobre la marcha. Abrir un blog en webs famosas como Le Nouvel Obs y
Mediapart, y hacer acusaciones infames para que se crea que son esas webs las que
vilipendian a nuestro escritor más famoso... Francamente, no es mala idea.
El joven novelista, que no entiende adónde quiere ir a parar Ed Dayem, no
sabe si debe seguir sonriendo o dejar de hacerlo.
—Dígame, señor Llaz, ¿quién es ese tal Jonathan Klein de quien echa mano
para apuntalar sus incendiarias arengas?
—Puede que sea J’ha el que le haya escrito. Suele hacer firmar sus cobardes
libelos a sus nuevos reclutas. Además, francamente, ¿quién es usted para que le
escriban? ¿El Washington Post, Le Canard Enchaîné, El País, Politiken, Der Spiegel? Si
fuera verdad, ¿cree que los medios de comunicación que han puesto por las nubes
a nuestro ilustre autor iban a esperar una señal suya para lincharlo? El traje le
viene grande, señor Llaz. Jonathan Klein no es ningún estadounidense sino un
paisano nuestro, un intelectual kahl-arras de esos que solo nuestra querida patria es
capaz de parir, un asqueroso de mierda enfermo de envidia que cree poder
provocar un tsunami arrojando un adoquín a una charca... ¿A que sí, J’ha? —añade
mirando intensamente al editor, que no se inmuta.
—Eso nos lo guardamos para nosotros, por si las moscas... Hay algo que
debe aprender, señor Llaz. La difamación es un arte, cuando no una profesión de fe
para los iniciados. Se sustenta en dos criterios básicos: la credulidad de la gente de
a pie y la imposibilidad de comprobar los datos. Ahora bien, todas sus
imputaciones son verificables y desmontables tocando unas cuantas teclas. Pero
supongo que eso es lo que menos le preocupa. Lo importante para usted es darse a
conocer a toda costa. ¿Sabe usted lo que les ocurre a las polillas? Que de tanto
revolotear alrededor de un punto de luz se acaban achicharrando... Sus estúpidas
elucubraciones solo entusiasman a los desgraciados como usted y a los paranoicos
de la web.
—¡Sí que la tengo! Lo sabemos todo sobre mucha, mucha gente fuera de
toda sospecha. Sabemos por ejemplo que nuestro amigo J’ha, aquí presente,
encabeza una extensa red de plumíferos de poca monta, de periodistas fracasados
y de detractores profesionales, que es un manipulador muy astuto y que lame el
culo a los franceses como nadie.
—Mejor eso que lamer el culo a los paletos nacionales —replica el editor con
desdén.
—Puede que sea mejor pero es menos higiénico. Nuestros paletos hacen sus
abluciones cinco veces al día.
Ed apunta al joven escritor con su cigarrillo:
—¿Y qué sabe usted sobre mí, señor Dayem? —lo reta el escritor.
—Un montón de cosas. Sabemos, por ejemplo, que cuando nuestro eximio
autor publica una obra nueva, se apresura usted a meterse en fnac.com sin ni
siquiera leerse el libro para desacreditarlo con la esperanza de disuadir a los
lectores potenciales. También sabemos que tras lucirse de ese modo dedica usted
meses a revalidar sus propios comentarios. Hay que ser un auténtico cabrón para
ahondar con tanto empeño en la infamia... Dígame, señor Llaz, ¿es solo cosa suya o
le echan una mano sus amigos? Fíjese, hasta me he molestado en contar sus
intervenciones: han sido tres mil quinientas. ¡Nada menos! Y esto, chaval, más que
acoso es pura demencia.
El editor aprieta los dientes para contener su ira. Hace una señal con la
cabeza al joven novelista para que se levante.
—Con vosotros, nadie tiene por qué tomarse esa molestia. El insulto es
inherente a la gentuza como vosotros.
J’ha aprieta los dientes y los puños, carente de argumentos. Su sombría
mirada se dispersa por la sala en busca de una respuesta contundente, se detiene
en la mesa de cristal, luego en la alfombra persa y por último en los zapatos
embarrados del franco-argelino antes de clavarse en la mueca despectiva del
nabab.
11
—¡Qué no habrás dicho a estos dos jóvenes para que salgan con esas caras!
—Ya traían esa cara antes de que sus madres los parieran.
—Deja a la nación tranquila, Omar. El pueblo no tiene nada que ver con
nuestras guarradas.
—Por ahí no van los tiros. No se puede reducir una nación ensombrecida a
una jodida minoría visible más ocupada en exhibirse que en fascinar.
—Vale, patrón, digamos que el problema del país es que se apoya en dos
muletas retorcidas: la elite política y la elite pensante. La primera es una caja de
resonancia y la segunda un tambor fúnebre...
Ed lo detiene con un gesto de irritación:
—Es que aún no hemos superado la fase anal del yo. Eddie... La culpa la
tiene el sistema. Él aboca a sus hijos a la locura negándoles el derecho a ser felices
en su país.
Ed frunce el ceño.
—Si es una broma, no tiene la menor gracia. Te pago el doble desde hace
tres meses. ¿Sigue sin ser bastante?
—No se trata de eso, Eddie. Estoy cansado de este oficio, harto de dar leña a
gente que no me ha hecho nada, de desbancar a unos capitostes para favorecer a
otros capitostes, de rebuscar en la mierda para fingir ejercer de deshacedor de
entuertos. Esto ya no es información, Eddie. Y me asusta ver en qué me he
convertido.
Su voz suena átona, áspera; un funesto hálito deja transido al redactor jefe.
—Pues sí que has tardado en darte cuenta de que tienes una conciencia,
Omar.
Una joven acude con una bandeja repleta de tazas de café y de bollería. Ed
la despide con un aullido sísmico.
—Me importa un bledo el barco, Eddie. Llevo quince años trabajando para
ti. Ahora tiro la toalla. Confieso que está más sucia que cuando entré pero,
teniendo en cuenta las charcas a las que me enviabas a buscar perlas en el fango,
era algo de esperar. Quiero irme tal como vine, Eddie. Sin aspavientos ni lamentos.
He hecho todo lo que me has pedido, con las anteojeras puestas y soltando veneno
por mi pluma. Pero tengo los neumáticos desgastados hasta la llanta. Me toca
pasar por el taller para que me reciclen.
—Dimito por el motivo de la llamada, Eddie. Sido me dijo: «Tengo algo que
sugerirte.» Le contesté: «¿No puedes esperar a mañana?» Sido dijo: «No.» Le
pregunté: «¿Qué sugieres pues?» Sido contestó: «Tengo aquí delante un documento
firmado por un psicólogo. Amar Daho tuvo una hija autista. Se suicidó en 1992.
Tenía catorce años.» Yo le pregunté: «¿Y qué?» Sido dijo: «Esta historia puede ser
un filón muy aprovechable. Podría suponerse que la chica no era autista sino
depresiva, y que se suicidó porque no soportaba seguir siendo violada por su
padre.» ¿Y sabes qué, Eddie? De pronto solté el aparato como si tuviese el infierno
del Cielo en el hueco de la mano y corrí al váter a vomitar. ¿Y qué crees que vi en el
espejo? ¡Al diablo!
Omar Sfa se levanta con dificultad del sillón, saca un sobre del bolsillo
interior de su chaqueta y lo coloca sobre la mesa de cristal:
—Mi dimisión, Eddie... No se te ocurra intentar disuadirme ni ponerte en
contacto conmigo. A partir de hoy, no quiero volver a oír hablar de ti ni abrir uno
solo de tus periódicos. Y si por alguna ironía del destino nos cruzáramos en el
paraíso, pediré que se me traslade al infierno para no tener que volver a verte.
12
Once menos veinte. Llovizna en las alturas de Argel. Las calles desiertas
están tomadas por los gatos a los que se supone rebuscando en los cubos de
basura. Por las bolsas rasgadas se escurren desechos que la lluvia acaba
esparciendo por la acera. Algunas farolas que han sobrevivido al vandalismo de la
chiquillería abigarran la calzada con trazos amarillentos. La gente está refugiada en
casa, pegada a su asiento damasquinado; se dopa con series televisivas turcas o
zapea sin ton ni son en busca de un partido de fútbol.
Nora no está ahí por el hotel sino por el restaurante de al lado, Le Tanit, un
figón con aspecto de guarida de salteadores cuya cocina deja mucho que desear
pero que tiene la ventaja de estar pegado al hotel para los comensales deseosos de
rematar la fiesta. Nora sabe que Sonia está cenando con un «cliente» y está
esperando a que salga para interceptarla. Podría perfectamente ir a buscarla, pero
cuando Sonia está borracha, es capaz de montar un escándalo de los suyos.
Hacia las once menos diez, dos jóvenes salen del restaurante abrazados y
con paso inseguro. Están borrachos y se detienen cada dos metros para reír con
alborozo. El hombre es alto y delgado y viste una gabardina pasada de moda que
le viene grande. Sonia lleva un abrigo de piel sintética y botas de cuero. Se
tambalea sobre sus tacones.
Nora deja que se alejen bajo la lluvia antes de ir tras ellos. Agarra a Sonia
por el brazo y la separa de su acompañante.
—¡No me toques! —le grita Sonia echándose atrás con tal ímpetu que por
poco tropieza contra un bache.
—Si lo tienes tan largo como dices, siéntate encima y luego ahórcate con él.
Nora mete sin contemplaciones a Sonia dentro del Renault, se pone a toda
prisa al volante y arranca, rozando con el guardabarros al joven, que se queda
plantado en medio de la calzada.
—Khaled Jebbour...
Sin más, tomó a la chica del brazo y salieron del despacho del rector. Ed no
necesitaba decir más. El mensaje estaba más que claro.
—Nassera...
—Gracias.
—Medicina.
Desde entonces, cada vez que a Ed le apetece carne fresca, la llama y ella
acude, sea de día o de noche.
Ed se ensombrece de repente.
—¿Importa algo? Eres el rey del mundo, los poderosos comen en tu mano.
Te basta con chasquear los dedos para que tus deseos se cumplan. ¿Qué necesidad
tienes de saber qué se piensa de ti?
—De acuerdo —contesta la chica—. Voy a decirte lo que opino de ti. Eres un
viejo cabrón forrado de pasta y me caes bien.
—¿Tú no?
—De noche, cuando estoy solo, permanezco aquí durante horas mirando la
ciudad. Observo a la gente de regreso a casa procedente de vaya uno a saber
dónde, a otros que deambulan en la oscuridad en busca de no se sabe qué. Estoy
convencido de que, en distintos grados, todos tienen algo de mí. Leen mis
periódicos, me ven por la tele, contribuyen sin saberlo a mi éxito. Sin embargo,
para mí es como si no existieran de verdad. Es como si me los hubiera imaginado y
me bastara con cerrar los ojos para que desaparezcan.
—Por favor, Eddie, cambiemos de tema. Estamos aquí para follar, no para
filosofar.
—Todo lo demás.
—¿Cómo de raro?
—Lo estás estropeando todo, con lo a gusto que estábamos hace unos
minutos. ¿A qué viene eso ahora? No soy ningún sacerdote para que te confieses
conmigo.
—Ya lo superarán.
—¿No me crees cuando te digo que siento lástima por nuestra patria?
—No.
—¿No?
—¡No!
—No te acerques a mí, viejo asqueroso. No eres más que un bruto con el
cerebro oxidado. Te odio.
—No intentes retenerme, Eddie, o gritaré hasta que se entere todo el barrio.
—Para querer hay que tener alma, y tú no eres más que una boñiga
agusanada.
Acaba de vestirse, sale al porche y cierra dando un portazo con tal rabia que
un cuadro se descuelga y cae al suelo.
Hace una señal con la mano al camarero para que le traiga otra botella. A su
alrededor, unos borrachos arreglan el mundo. Al Gosto acuden actores venidos a
menos que firmarían con los ojos cerrados para el papel más irrelevante del peor
de los bodrios, estibadores embrutecidos por el cansancio y camellos faltos de
mercancía. A Guerd no le gusta el lugar pero desde que sacó de apuros al
encargado implicado en un siniestro caso de alcohol adulterado, se siente un poco
en casa.
El gerente es un pelirrojo gigantón que está cuadrado. A pesar del frío, lleva
una camisa marinera que destaca la robustez de sus pectorales. Sus hercúleos
brazos llevan tatuajes de serpientes furibundas escupiendo fuego.
—Esta casa no acepta este tipo de tarjeta de crédito —le suelta el pelirrojo.
—Mañana será otro día, buen hombre. Ahora llévate la mano al bolsillo, da
las gracias y vete con tu borrachera a otra parte. No me obligues a tirarte de las
orejas hasta hundirte la nariz en la cara.
—¿Le habrá dado su amiga con la puerta en las narices? —ironiza uno de
ellos.
—Lo que está claro es que no se ha colocado bien el bozal —contesta el otro.
El inspector Zine llega sin apresurarse. Su actitud irrita al teniente, que tiene
por costumbre soltar alguna inconveniencia para fastidiar a su subalterno, pero
esta mañana su resaca lo disuade de empezar el día con reproches que resultarían
ridículos tras el severo correctivo que, la víspera, le aplicó la comisaria.
—Buen trabajo, inspector. Por fin una pista para empezar a investigar.
—¿Qué te ha pasado en la cara?
—¿Sabes? Si ayer permití que esa cabrona me montara ese número fue por
respeto al jefe de división. Pude cerrarle la boca con una buena hostia.
—No habría sido una buena idea, jefe —le dice por cumplir el inspector.
—¿Te das cuenta? Basta con dar un mínimo de autoridad a un putón para
que le crezcan las alas. ¿Hasta dónde vamos a llegar en este país, joder? Ayer por
poco se desmaya en la clínica al ver el cadáver, pero una vez en su despacho se
envalentona como una amazona. Pero puedes estar seguro de que un día de estos
recobraré mi dignidad de hombre. Acabaré poniendo a esa cabrona a cuatro patas.
El interior del bloque D poco tiene que envidiar a una cueva de trogloditas,
pinturas rupestres incluidas. Es un edificio de doce plantas y sin ascensor. La
escalera apesta a salitre y a colilla; está oscura en pleno día y a nadie se le ocurre
cambiar las bombillas fundidas... No queda un solo buzón de correo. La tapa del
contador de la electricidad ha desaparecido y de la del gas solo se ve la huella
impresa en la pared.
La comisaria llama.
Una mujer con velo integral abre tras una eterna espera. Se le ensombrece el
rostro cuando Nora le dice que es de la policía.
La mujer no deja pasar a los dos policías sin por ello cerrar la puerta. Mira
con cara sombría a los recién llegados.
—Ya sé por qué están aquí —dice el padre algo irritado—. Mi hijo me lo ha
explicado de camino. Creía que la habían encontrado.
—No sabemos nada de ella, señor Sadek —le confiesa Nora—. Ni siquiera
sabemos si se trata de su hija.
—Mi mujer y yo estamos viviendo un infierno. Cada vez que llaman a la
puerta soñamos con que sea ella.
—Volvía todos los días a la misma hora. No lo entiendo. Según su novio, fue
a un casting. La televisión nacional prepara una serie para el Ramadán. A mi hija le
propusieron un papel. Sueña con ser actriz.
—Mourad Hérat.
—¿Tiene su dirección?
—O sea que su hija no da señales de vida desde el día del casting —apunta
Nora para proseguir con el interrogatorio.
—¿Cuál de ellos?
—¿Es Nedjma?
Nora no sabe qué contestar. Le cuesta respirar, menos aún tragar saliva ni
afrontar la aterrada mirada del padre. ¿Qué decir? ¿Cómo decirlo? Nunca se ha
visto ante a la tan horrenda situación de tener que anunciar lo que nadie quiere
escuchar. En las películas, cuando dos militares se presentan en el domicilio de una
esposa cuyo marido está en el frente, Nora zapea instintivamente para no ver la
reacción de la viuda potencial, pero ahora no está viendo la tele ni tiene mando a
distancia para salir del apuro. Le ha tocado la china de ejercer de emisario de las
sombras.
El padre se percata repentinamente de su infortunio. Se queda mirando con
fijeza a la comisaria luego menea la cabeza, primero lentamente y luego con mayor
rapidez.
No se cree una sola palabra de lo que está soltando, pero se niega a admitir
que el motivo de su desvelo acaba de confirmarse, que lo tiene ahí delante, brutal,
tan cierto como el cielo y la tierra, y que ya no queda lugar para la esperanza.
—Lo siento en el alma, señor Sadek, pero tiene que venir con nosotros a la
morgue para identificar el cuerpo.
Solo entonces lo asume el padre: por más que uno reniegue de las putadas
de la vida, la fatalidad sigue su curso.
Sus lágrimas corren por sus mejillas y por poco desfallece entre los brazos
del inspector.
14
Lleva semanas pidiendo cita a Haj Hamerlaine. Como este pasa de sus
continuas llamadas telefónicas y de sus mensajes en el contestador, decide
plantarse en su casa.
—¿Por qué no contestas a mis llamadas? —le espeta Joher con las manos en
jarra.
—Es la primera vez que alguien se atreve a irrumpir de ese modo en mi casa
—le dice con un destello insano en la mirada.
—Nunca me has dejado plantada así. ¿Cómo debo interpretarlo? ¿Es que ya
no cuento para ti?
El rboba echa la cabeza atrás y ríe para sus adentros.
—¿Acaso te he dado permiso para sentarte? —le espeta con su gélida voz.
—Los demás te veneran... Tienes que sacarnos del agujero donde nos han
arrojado quienes fueron nuestros lacayos. Esos cabrones nos lamían los pies. Mi
marido y yo los convertimos en capitostes. Ahora nos miran por encima del
hombro y torpedean nuestras aspiraciones.
Joher aprieta los puños a modo de oración. Sus ojos destellan con
desesperanza y los pómulos se agitan acusando el nerviosismo. Sabe que Saad
Hamerlaine es su último cartucho y que, si no mueve un dedo, nadie le tendrá la
menor compasión.
—¿Puedo sentarme?
—No.
—Sigue de pie.
Joher no insiste.
—Antes tenías un trasero firme, mis manos abarcaban tus pechos. Cuando
te poseía por detrás, te retorcías de dolor y me encantaba oír tus uñas rasgar la
sábana. Cuando deslizaba mis dedos por las preciosas vértebras que jalonaban la
espléndida blancura de tu piel, sobrevolaba la cordillera de Los Andes. Cuando
tiraba de tu pelo, disfrutaba como un joven centurión sobre su cuadrícula. Eran
tiempos de conquistas y de orgías desenfrenadas en los que mis deseos se
cumplían al dedillo y en los que las montañas se allanaban ante mí como cintas
transportadoras. Hoy tengo el mundo en un puño y no hay estrella por encima de
mí, pero cuando poseo a una mujer, ya no gime, y yo dejo de existir.
—¿Qué me estás contando? Sigues siendo tan ardiente como una hoguera.
Joher traga saliva mientras reza para que el amo no llame a sus sirvientes
para que la echen a patadas.
—Hacia finales del siglo XVIII, un tal Surcouf, intrépido corsario de Saint-
Malo, atacó una nave británica para apoderarse de su cargamento. El abordaje fue
sumamente violento. Ya seguro de su derrota, y para salvar al menos la honra, el
capitán británico dijo a su agresor: «¡Vosotros lucháis por dinero y nosotros por
honor!». Surcouf le replicó: «Cada cual lucha por lo que no tiene.»
Llaman a la puerta.
Silencio. Después:
—Le mando al guarda.
—¿Podemos entrar?
—Esto no es un zoco.
—¿Quién es usted?
—¡Pues sí! —suspira la comisaria—. Hay gente que está por encima de la
ley. Viven en una impunidad total y son conscientes de ello, lo cual los vuelve aún
más insolentes.
—¿Qué hacemos?
—Vamos a Hydra.
El sirviente los acompaña por el frondoso jardín y los confía a otro lacayo,
un negro escuálido que los registra para comprobar que no están armados antes de
conducirlos a un patio soleado. Allí se encuentra Haj Hamerlaine balanceándose en
una mecedora con sombrilla y sorbiendo tranquilamente un gran vaso de
limonada.
—Si he consentido en recibirles, es solo para ver el aspecto que tiene una
mujer con el traje de comisaria.
Nora obedece.
—Fue en los años setenta. Menuda cara pusieron los del Buró Político.
Pensaron que estaba delirando. ¿Mujeres armadas? Nadie apostaba por ello. Me
alegra mucho comprobar que mi idea ha prosperado. ¿Le gusta este oficio?
—Afirmativo, señor.
—¿Sí, comisaria?
Nora carraspea.
—Me temo que tengo una horrible noticia que darle, señor.
—Su hija...
—Me casé con una prima a finales de los años cincuenta. Una boda
impuesta. Pero la repudié al producirse la Independencia, exactamente el 10 de
julio de 1962. Para disfrutar de mi libertad. No sé si estaba embarazada, y además
me da igual. Nunca he intentado saber de ella. Error de juventud, caso archivado.
Tengo una nueva Egeria, que es Argelia. Por eso no me he vuelto a casar.
—¡Basta ya! —ruge el viejo—. ¿Qué pretende esa? Todavía no estoy muerto
y ya está fantaseando con una posible herencia. De todos modos, no la reconoceré.
Para mí no existe.
—No se trata de herencia, señor —interviene Zine para echar una mano a la
comisaria—. Nedjma Sadek, hija de Louisa Hamerlaine, ha fallecido...
—Le repito que no tengo hija ni nieta. ¿Usted de qué va? Voy a dar un tirón
de orejas a su jefe para que les enseñe a comportarse. Además, va a lamentar
haberles aflojado las riendas. A Saad Hamerlaine no se le incordia en su propia
casa.
—Nos limitamos a hacer nuestro trabajo, señor. No tiene por qué dar voces.
Dice:
Luego ordena a los dos sirvientes que acompañen a los policías hasta la
salida.
16
—¿Cómo se lo ha tomado?
—¿Seguro?
Zine tiene un gran problema: es impotente desde hace unos quince años,
cuando, yendo a Tissemsilt, en el Ouarsenis, para visitar a su madre enferma, el
autocar fue detenido por un falso cordón policial. Unos terroristas ataviados a la
afgana hicieron bajar a los pasajeros, les ataron las manos con alambres y los
obligaron a arrodillarse en la fosa. Ya habían degollado a la mitad cuando
intervinieron las unidades especiales de la gendarmería. Zine no recuerda el
tiroteo, pero sí los cuerpos dislocados de sus compañeros de viaje en el arcén y los
charcos de sangre ramificándose entre la hierba. Los gendarmes no consiguieron
levantarlo; se le habían bloqueado las rodillas y se había cagado encima. Ese día
perdió su «virilidad», aunque solo se percató de ello varios meses después, en el
hospital psiquiátrico donde fue a parar debido al choque emocional. Tenía
veinticinco años. Pensó que todo se arreglaría una vez superado el trauma, pero no
fue así. Demasiado vergonzoso como para contarlo a los médicos o a sus allegados,
probó con elixires, recetas afrodisíacas y con viagra; el dichoso apéndice flácido de
su bajo vientre seguía insensible. Al principio pensó en suicidarse, pero poco a
poco fue haciéndose a la idea. Para consolarse, recordaba a los pasajeros
decapitados ante sus ojos, allá en la carretera de Tissemsilt, a sus colegas
masacrados en emboscadas, a las familias diezmadas en las lejanas aldeas, los
cuerpos mutilados que él mismo había recogido durante las operaciones de
rastreo, a las viudas y a los huérfanos, a los espectros errantes de los manicomios;
de todas esas víctimas del terrorismo, él era el que menos podía quejarse.
Una de la mañana.
—Me pregunto si no debería tenerte encadenada —le dice Nora con los
brazos cruzados sobre el pecho.
—Con eso no basta para que espabiles, gilipollas —le señala Nora.
—Vete a la mierda.
—Hago con mi vida lo que me da la gana —le espeta Sonia cogiendo una
toalla.
—Ya no te queda vida propia, pedazo de idiota. Estás hecha una piltrafa. No
voy a tener más remedio que encerrarte en un centro de desintoxicación.
—¿Lo ves? —se queja llevándose una mano a la mejilla tumefacta—. No eres
más que una bruta, como los demás.
—Es todo un ascenso, Ben, reconócelo —dice Tajedine al portavoz del PDD
—. Además, El Cairo es una ciudad preciosa.
Ben Dahmane aspira a controlar el PDD. Desde muy joven se dio cuenta de
que en un país donde corromper y ser corrompido es motivo de orgullo, para ser
un buen trepa hay que estar siempre al loro. Dahmane no nació Béni Kelboun 4 sino
que se convirtió en ello. Brillante oportunista entre los scouts musulmanes, se
apresuró a afiliarse a una sección del Partido Único, ya por entonces pringado en la
prevaricación y el tráfico de influencias dado que sus dirigentes viven tan a gusto
en el oprobio como un gusano en su fruta. Para un chanchullero en ciernes con
ambiciones insaciables como Ben Dahmane, no podía haber mejor escuela. Más
adelante, con el advenimiento del pluralismo, impulsó con ayuda de un proveedor
de fondos de los Emiratos una fundación salafista posteriormente disuelta tras
demostrarse su implicación en el terrorismo yihadista entre 1993 y 1997. En 2004,
tras acogerse a la amnistía concedida a los arrepentidos en la marco de la
Reconciliación Nacional, Dahmane ingresó en el PDD, un partido de oposición
recién salido de la chistera de un prestidigitador, y no tardó en promocionarse, en
buena medida gracias al arsenal mediático de Ed Dayem.
—Deja ya de gimotear, Ben —le suelta el banquero—. ¡No se puede ser tan
desagradecido, joder! Te pagarán en divisas y podrás tirarte a todas las bailarinas
del Nilo.
—Estás exagerando, Ben, créeme. Te estás tomando a mal lo que se hace por
tu bien.
—En Argelia no hay más tarea que el negocio. Y en eso eres un fuera de
serie. Tienes tu cuota en los proyectos inmobiliarios, todos los bancos te prestan sin
intereses cuando lo necesitas, si quieres un terreno te basta con pedirlo, y lo mismo
si se trata de una concesión. ¿Qué más quieres?
—¿Por qué no? ¿En qué me superan todos esos aspirantes que están
haciendo cola? Desaparecen del mapa durante toda la legislatura y solo se sabe de
ellos cuando se anuncian elecciones. Pasan de campañas, de programas y de
confrontaciones. Se presentan un buen día sin previo aviso y se creen que...
—¡Basta ya! —exclama Ed Dayem—. Nos tienes fritos con tus lamentos.
Estamos aquí para celebrar la victoria de nuestro amigo Tajedine, ¡coño!
—Estamos charlando entre amigos, eso es todo —se justifica Ben—. ¿Acaso
está prohibido discutir?
—Eres un plasta, tío. Llevas dos horas dándonos el coñazo. Nunca estás
contento. ¡Déjalo ya, joder! No se oye más que a ti.
—¡Pues vaya! ¿Y cómo te las vas a apañar ahora para vender periódicos sin
ayuda de tu mejor editorialista?
—No tengo más que dar una palmada. Si algo sobra en este país, son las
malas lenguas.
17
Recostado sobre su tumbona con las piernas tapadas y sus gafas de sol, el
anciano estudia a hurtadillas el ruido de los pasos sobre la arena. Al enemigo se le
evalúa por la cadencia de sus andares.
El silencio se eterniza.
—¡Y una mierda! —aúlla el viejo—. Es la gilipollez más grande que he leído
en mi vida. Shakespeare era un teórico del angelismo. Tenía éxito, talento,
admiradores pero carecía de experiencia real y de conocimiento de los hombres.
No hay poder duradero sin maldad. El poder es el Mal. No se les puede disociar
sin provocar un cataclismo. Las revoluciones, las insurrecciones, los golpes de
Estado, las injerencias, todas las disfunciones de una sociedad se deben al laxismo.
¿Acaso no es cierto que «quien bien ama bien castiga»?
—¿Y eso qué importa, señor? ¿Qué más da lo que yo pueda pensar?
El anciano no se ha vuelto una sola vez hacia él. Mantiene fija la mirada en
el horizonte perfilado por un oleaje que parece estar rumiando sus rencores.
—¡Y tanto!
Por fin se vuelve hacia el magnate de la prensa, se quita las gafas: sus ojos se
ven apagados y sombríos. Ed se sorprende al notar en el manitú una especie de
melancolía, un sufrimiento evanescente que lo devuelve a su condición de simple
mortal. Jamás lo habría creído capaz de abatimiento o de duda, pero esta mañana,
bajo el sol resplandeciente de Argel, el todopoderoso resulta patético en su
insignificancia.
—Siempre la he tenido.
—Una tal comisaria Nora Bilal lleva la investigación. Quiero saber todo lo
que hace, todo lo que encuentra, todo lo que sospecha. Al parecer, es un auténtico
sabueso. Eso me parece bien, pero quiero adelantarme a ella. Para mí es
fundamental ser el primero en pillar al hijo de puta que ha puesto su sucia manaza
sobre mi familia. No tengo intención de llevarlo a juicio o a la cárcel. Yo imparto mi
propia justicia. Soy juez y verdugo en los asuntos que me incumben.
—¿Es de fiar?
18
Los dos policías regresan a la Central con las manos vacías. Llevan tres días
dando bandazos para nada. Han rebuscado en los archivos de los periódicos
cualquier anuncio de casting susceptible de darles una pista, pero nada. Los pocos
cineastas que colaboran con la tele les han dicho por teléfono que si hubiese alguna
telecomedia prevista en estos tiempos de escasez, se habrían matado entre ellos
para conseguirla.
—No exactamente.
—Es solo para comprobar cómo se siente uno cuando se es menos que nada.
Deberías ventilar esto. Tu cueva apesta. El propio Mandela de la foto parece no
poder aguantar más.
—Me reclaman con urgencia. ¿Qué le vamos a hacer? Eso me pasa por
competente. No pueden prescindir de mí en la Central. Cuando la cosa se
enfollona, me suplican que vuelva y acudo a toda hostia. Vuelvo a ocuparme del
caso y tú te dedicas a otra cosa.
—Necesito su permiso.
—Esto es el mundo al revés. ¿Desde cuándo mandan las mujeres en los
hombres?
Cuando se despierta por las mañanas, Zine se percata de que cada vez se
siente más extraño consigo mismo. Por eso pisa el acelerador con la alegría de un
chaval interno a quien llevan de excursión para alejarse cuanto antes de esta
ciudad que adoraba y ya no reconoce.
Cada vez que se adentra por la pista que lleva a la playa, Zine opta por
parar, apearse del coche, respirar a pleno pulmón el relente marino y sentir la brisa
en su rostro. El lugar no es muy bonito que digamos, con sus bolsas de plástico
colgando de los matorrales y de las verjas, sus cantos alquitranados y sus
arroyuelos acarreando desperdicios nauseabundos, pero al menos conforma un
auténtico remanso de paz cuando los veraneantes se han largado. Solo aparecen
por aquí algunos vagabundos bonachones para dormir la mona ante la mirada de
algún que otro pescador solitario. No hay broncas ni jaleo. Para Zine esto es un
gustazo. Al atardecer, le encanta contemplar el sol incendiado como una aurora
boreal pillada por sorpresa. Ya de noche, le entran ganas de dormir hasta la
muerte, mecido por el oleaje.
En Argelia los genios no relucen, arden. Aunque se libren del auto de fe, acaban en
la hoguera. Si por algún descuido se le coloca bajo los focos, es para dar más luz a los
francotiradores.
—Estaba de guardia.
—No sé qué tiene eso que ver, pero supongo que algo querrás decirme.
—La justicia se venda los ojos para ocultar su estrabismo. Jamás se pondrá
del lado de los desamparados. La propia naturaleza es selectiva, y el azar solo
apuesta por los ricos. El mundo es injusto. Tú mismo eres injusto.
—¿No me digas?
—Tu placa no vale más que un puto pin. Das leña a los desgraciados y miras
hacia otra parte cuando un tiburón se pone las botas. No es justo.
Es Nora.
—¿Ya te vas?
19
—¿O sea?
—Seis meses.
—La víspera del casting. Fuimos a tomar un sorbete al Palacio de Hielo. Fue
cuando me contó lo del casting para una telecomedia. No me lo esperaba. Me
cabreé y la amenacé con acabar la relación. Yo provengo del campo. Me pareció
bien que acabara sus estudios, pero nada de que se exhiba en público.
El inspector se queda con los datos del aparcacoches y deja que se marche.
—Oye, inspector Gadget, ¿cómo te las apañas para resultar tan gracioso sin
pintarte de rojo la nariz?
Amina Frid era la mejor amiga de Nedjma. Habían sido compañeras de liceo
y estudiado lo mismo en la universidad. Muy afectada por la muerte de su
confidente, no pisa la facultad desde entonces.
Consiente en entrevistarse con Nora y sus dos subordinados en El-Harrach,
donde vive con su madre.
—Eso no es lo que nos ha contado. Dice que no estaba de acuerdo con que
se dedicara al cine...
El teniente Guerd frunce el ceño para dejar claro a sus colegas que, pese a su
nariz rota, el olfato le sigue funcionando.
—¿O sea?
—Alquilan su cuerpo.
—¿También Nedjma?
—Esta chavala está delirando —dice Guerd—. Siente más odio por el novio
desconsolado que pena por su difunta amiga. Un tipo forrado de pasta asiduo de
los hoteles de lujo para luego, de noche, trabajar de aparcacoches... no tiene
sentido.
De nuevo en Le Corsaire.
El restaurante está abarrotado, no quedan plazas en el aparcamiento. Un
nabab festeja el aniversario de su retoño. Ha invitado a todo el barrio y ha
contratado a un grupo flamenco venido expresamente de Granada. La fiesta está
en su apogeo. Nora y sus dos subordinados buscan por todas partes, hasta debajo
de las piedras, pero el aparcacoches de ojos claros se ha esfumado.
20
—Es curioso cómo los seres humanos ven el mal en todas partes. Establecen
líneas de demarcación hasta en su propio cuerpo.
Guerd acude primero a un café, se pide un solo bien cargado y se fuma tres
pitillos seguidos dando vueltas a la actitud que debe adoptar. No merece la pena
montar un pollo, concluye tras recobrar la calma. De nada serviría protestar o
reclamar explicaciones. A Nora no le costaría escurrir el bulto. Se limitaría a
contarle que quizás se había equivocado y ahí quedaría la cosa.
Guerd llama a Ed Dayem. Este acepta reunirse con él «donde de
costumbre», una pequeña tienda especializada en equipamiento electrónico de la
calle Larbi-Ben-M’hidi, cerca de la central de Correos. Ahí es donde Guerd recibe
las órdenes del magnate de la prensa y recoge su sobre por la prestación de
servicios paralelos.
Karima aprieta los labios para contener su ira. Cuando oye que la puerta del
fondo se abre y se vuelve a cerrar, suelta, con lágrimas en los ojos:
—No digo que no, y mejor aún con un plato de pistachos bien salados.
—Quizás en algún hotel de lujo. Cuentan que los frecuentaba para proveer
de carne fresca a determinados clientes.
—¿Seguro?
—¿Qué otra cosa podía esperarse tras permitir que las tías puedan ascender
de ese modo? (Adopta un aire circunspecto). Lo digo en serio, Eddie. La comisaria
desconfía de mí. ¿No sospechará algo?
—No paro de darle vueltas. Hay algo que se me escapa. Está claro que no
me traga, pero desconfiar de ese modo es harina de otro costal. Todo esto me tiene
más que intrigado. Necesito que me des más información, Eddie. Así no doy pie
con bola. ¿Quién era esa chica asesinada en Bainem? ¿Y por qué un capitoste como
tú está tan interesado en su...?
—Claro que estás pensando, y eso no es buena señal... ¿Sabes lo que les
ocurre a los capullos que se dedican a pensar? Que se les colapsa la sesera hasta
verse incapaces de imaginar lo que eso les puede costar.
—No soy un capullo. Prueba de ello es que soy el que más ha ascendido de
mi promoción.
—Pues ándate con cuidado, teniente, no vaya a ser más dura la caída. En
este país, toda genialidad suele conllevar alguna fatalidad. ¿No querrás acabar en
un microondas?
—No se pide a los profetas lo que solo Dios puede conceder, teniente. Para
serte sincero, prefiero mantener las distancias. En nuestro país, si mendigas algo
solo se te concede para luego estrujarte mejor... Puedo duplicar el contenido de tu
sobre pero no controlo el tema de los ascensos. La pelota está en tu tejado. ¿Qué
decides?
—La recojo.
21
El cabo Issa camina en cabeza, le sobra uniforme por todas partes. Cojea
debido a una herida que le hicieron durante una emboscada terrorista. Sienes
canosas, bigote descuidado, encorvado, lleva su vejez con un pasotismo alucinante.
Le propusieron una jubilación bien remunerada, pero prefirió seguir en el sótano
de la comisaría vigilando a la mala hierba que el furor callejero le trae a diario. El
cabo Issa nunca se queja. No lee, no ve la tele, no sabe rellenar un crucigrama;
bastante tiene con controlar a la gentuza que se amontona en sus calabozos.
Además —deformación profesional—, no sabe estar sin una porra en la mano y un
manojo de llaves colgando de la cintura. Cuando no le queda otra que liarse a
porrazo limpio, no hay quien se lo tome con más alegría. La chusma conforma
todo su universo. No reclama los días que le deben ni las vacaciones que le
corresponden. ¿Para ir dónde? Aquí la gente se muere de aburrimiento, los cafés
solo destilan acritud, los cines están tomados por las ratas y las arañas, los jardines
públicos atestados de ociosos enganchados al crack sintético. A Issa no le va lo de
sentarse ante la puerta de su choza sin dar golpe, allá en la Ciudad Alta donde el
viento recalentado del desierto reseca hasta las mentes. No es que esté mejor
acomodado en el sótano de la comisaría, pero prefiere eso a pasarse el día
desgranando su rosario de vejete preagónico. Su anciana esposa chochea, sus
retoños se han volatilizado; no le queda nadie con quien conversar. Así las cosas, el
griterío nocturno de los presos es lo único que le recuerda que la vida sigue igual;
se ajusta la cabeza en la almohada y duerme el sueño de los justos en su cubículo
de vigilante donde, una vez apagadas las luces, ningún superior se presenta para
darle la lata.
Nora, Guerd y Zine siguen al cabo. Sus pasos resuenan en el pasillo apenas
alumbrado por bombillas enrejadas. En una celda aislada, derrumbado sobre una
mesa de refectorio, un joven se agarra la cabeza con ambas manos. Es Mourad
Hérat, detenido la víspera por la gendarmería. Lo pillaron en un baño público de
Palestro. Su ojo a la virulé da fe de que intentó resistirse, y los desgarros de su ropa
confirman que no fue una buena ocurrencia.
—Soy inocente.
—Ya le he dicho...
—No es una historia, es una novela barata. ¿Cuántas veces te has ennoviado
y en qué has convertido a tus enamoradas? ¿Las chuleabas a lo tonto? Las llevabas
a hoteles de lujo para mercadear con su virginidad, ¿a que sí?
—Adivínalo.
—Le hemos hecho una visita —añade Guerd, deseoso de ir más allá—. Nos
ha contado lo mismo, que chuleabas a tus amiguitas y que tienes menos escrúpulos
que un político nuestro... ¿Qué dices a eso?
Mourad cede como si fuera una puerta descerrajada. Se pasa las manos por
el rostro, mira con horror sus dedos ensangrentados, respira, sopesa los pros y los
contras antes de rendirse:
—No.
—No.
—No.
22
—Me desahogo.
—¿En las paredes de tu propia casa? Pues ahora cree uno estar en los aseos
de la estación.
Tras eructar como guripas ahítos, ambos amigos se acomodan en las sillas
de tela, se fuman un porro y se disponen a callar para oírse vivir. Así ha sido
siempre. No les va demasiado el parloteo; han agotado todos los temas que
compartían en la habitación del manicomio.
Sid-Ahmed está distante, por no decir huidizo o, peor aún, a disgusto. Sin
duda, esos extraños comportamientos son habituales en él; se atrinchera en un
mutismo sepulcral durante todo el día, ignorando a su visitante. Zine no se lo tiene
en cuenta. Lo entiende. Ambos hombres se conocen desde hace más de una década
y han aprendido a aceptarse tal como son. Pero hoy Sid-Ahmed presenta otro
perfil. Más que hastiado, se le ve resignado y en las antípodas, absorto en ideas
funestas.
Silencio.
—¿Perdón?
—No recuerdo dónde lo he leído. A qué esperan los monos para convertirse en
hombres. Llevo semanas dando vueltas a esa frase. Se me ha quedado grabada. Me
levanto y me acuesto con ella. Me tiene obsesionado incluso mientras duermo.
Pregunta:
—¿De quién?
—De Rahal Zoubir... Era un músico de primera. Mi ídolo. Desde que dejó de
cantar, hasta se me han olvidado los poemas que me gustaban. ¿Qué habrá sido de
él? ¿En qué agujero lo habrán encerrado? ¿Estará vivo o muerto?
Zine se convence de que Sid está tocando fondo. Una toxina voraz le corroe
la mente.
Silencio.
—Muy bella.
—¿Qué es la belleza?
Zine se yergue.
El experiodista asiente.
—...
—...
—Hay que hacer caso de lo que dicen las mujeres. Sobre todo cuando bajan
el tono después de haber gritado en vano. Las mujeres no hablan, nos instruyen.
Basta con que desatiendas una sola de sus palabras para que todo se vaya al garete.
—Llevas tu pistola. Si crees que soy una amenaza, pégame un tiro. Contaré
a Dios que actuaste en legítima defensa.
—Déjate ya de gilipolleces.
—Aquella noche volví a casa borracho perdido. Eran las tres o cuatro de la
mañana. Leila me esperaba en el vestíbulo, hecha una furia. «Los barbudos te
tienen amenazado de muerte y todavía te atreves a andar suelto por ahí a estas
horas», me reprochó. Yo hacía lo mismo todas las noches. Me daba igual que me
tirotearan o degollaran. Quería vivir normalmente. Mientras, Leila se pasaba las
noches con el alma en vilo, rezando en el salón para que no me ocurriera nada. Y
claro, me recibía con el consiguiente cabreo. Yo le tomaba el pelo y me tumbaba
para dormir la mona sin siquiera desvestirme. Llevábamos un montón de meses
así. No era consciente de ello. Ni me daba cuenta de lo que Leila había adelgazado
y de cómo se le había estropeado la cara... Hasta que esa noche, otra de tantas, se
hartó. Me estaba esperando en el vestíbulo con una maleta en cada mano. «Ya no
aguanto más», me soltó a grito pelado. Le pregunté: «¿Pero tú de qué vas?». Me
dijo que se largaba, que se negaba a seguir agobiándose mientras yo andaba de
juerga en los bares... ¿Y sabes cómo reaccioné, Zine?, ¿cómo traté a mi esposa, que
tanto temía por mí? ¿Sabes cómo puse en su sitio a la señora Leila Brahmi, la
famosa abogada de Argel que había aceptado compartir su vida con un borracho
insomne e imprudente?... ¡Le di un bofetón!... ¡Paf! Con tanta fuerza que se cayó al
suelo. Así es, Zine. Por lo que se ve, me hirió en mi amor propio. «¿Quieres
separarte de mí? —le grité—. ¿Pues quién te lo impide? Hala, ya puedes largarte,
vuelve a casa de tu madre y no se te ocurra regresar para arrojarte a mis pies y
pedirme perdón...». Sí, Zine, puse a mi mujer de patitas en la calle a las cuatro de la
mañana. En pleno toque de queda. Le puse un ojo morado y le partí un labio, hasta
intenté darle una patada en el culo mientras salía de casa. Me lié a voces para que
todos los vecinos me oyeran, para que el mundo entero supiera que en casa solo
mandaba mi menda... Yo seguía tirado en la cama cuando llamaron a la puerta.
Tardé un siglo en abrir. Era la policía. Me traía las dos maletas de mi mujer. «Señor
Brahmi, tenemos que darle una horrible noticia», me dijo un agente. Seguía tan
borracho que tardé un rato en enterarme... Un chiquillo adoctrinado acababa de
matar a Leila a doscientos metros de casa, mientras esperaba un taxi para ir a la de
su madre.
23
—Este tiene rozaduras alrededor del faro trasero derecho. Y parece que lo
han cambiado hace poco.
—¿Está solo?
Los tres policías no van más allá del mostrador de la recepción, limitándose
a observar discretamente al sospechoso. De repente, este se da la vuelta para
llamar al camarero y Nora recibe una coz en el pecho. Acaba de reconocer al
forzudo: es el androide del otro día, en el pabellón 32. También Zine lo ha
identificado.
—¿Qué pasa? —pregunta Guerd, susceptible—. ¿No habré metido otra vez
la pata?
—Al contrario —lo tranquiliza la comisaria—. Nos hemos cruzado con ese
fulano en la residencia de verano de Saad Hamerlaine.
Al teniente se le relaja el ceño:
—¿Cómo te han dejado entrar en el Sofitel con esa pinta de payaso? —gruñe
sin dejar de masticar.
—¿Acaso no me reconoces?
—Te has liado, tío. Nunca fui al colegio. Yo nací sabio. Cuando mi madre me
daba el pecho, me sabía la composición de su leche solo por el sabor. Lárgate antes
de que te parta la cara. ¿No ves que estoy ocupado?
—No toquen nada —ordena Nora al camarero tras la partida del coloso.
Recoge las colillas del cenicero, la servilleta con que se ha limpiado la boca
así como la cuchara, el tenedor y el cuchillo, y lo envuelve todo con el mantel para
llevárselo. El comportamiento de la comisaria deja estupefactos al encargado, al
camarero y a algunos clientes sentados alrededor.
Nora se instala en su coche oficial sin soltar su petate. Ordena a Zine que la
lleve directamente al laboratorio de la policía criminal.
—Vamos a comparar las huellas de ADN que tenemos aquí con las de la
sábana encontrada en Bainem. A ver si conseguimos algo.
—La ley es igual para todos —le recuerda Nora—. Aquí no se libra nadie. Se
aplica el procedimiento y no hay más que hablar. Da igual que sea chófer de un
capitoste o hijo de peón caminero.
El anciano se retira arrastrando los pies sin soltar la correa del perro. Al cabo
de un minuto, acude el altildado joven llamado Réyan Baz que se declaraba
encargado de la residencia. Se quita las gafas de sol y mira detenidamente a los tres
policías alineados ante la verja, visiblemente irritado:
—El señor Hamerlaine solo viene por aquí en verano, y estamos en enero. Si
quieren hablar con él, vayan al 62 de la avenida des Promeneurs, en Hydra.
—¿Podemos entrar?
—Somos de...
—Ya sé quiénes son. Hay una cámara justo encima de sus cabezas. Pero
tengo orden de no dejar entrar a nadie en la residencia.
—Boulem Zater.
—Mala suerte, está trabajando en Annaba.
—No.
—¿Cuándo regresará?
Nora ruega al teniente que se calme. Tiende su tarjeta de visita entre los
barrotes de la verja:
Y cuelga.
24
Sube los escalones con las manos en los bolsillos de su abrigo. La puerta se
abre y Réyan Baz aparece.
—Puede que sea usted quien nos ofrezca la recepción, señor senador.
—Voy a llamar al señor Hamerlaine para informarle de que está usted aquí
—dice Réyan Baz—. ¿Sería usted tan amable de colocar esta estatuilla sobre la
cómoda que hay junto a la puerta, por favor? El señor Hamerlaine odia que le
muevan de sitio sus objetos de decoración.
El operador obedece.
—¿Y la vigilancia?...
—¿Adónde?
—Nunca le hacemos ese tipo de preguntas, querido amigo.
—En absoluto —dice este—, me viene bien. Así no tendré que volver a
recogerlo.
Réyan Baz recoge un vaso de vino tinto de la mesa del salón y vuelca su
contenido sobre una esquina de la alfombra, junto a la cómoda donde Kacimi ha
dejado la estatuilla.
—¡Mabrouk! —grita.
El lacayo corre a buscar algo con que limpiar, regresa a toda prisa, se pone a
cuatro patas sobre la mancha y empieza a frotar con un trapo húmedo. Detrás de
él, Réyan Baz se pone un guante de látex, agarra la estatuilla de bronce y lo golpea
con tal fuerza que el cráneo se le parte como una nuez. El lacayo se derrumba con
la cabeza destrozada; la sangre salpica la alfombra antes de empezar a formar un
charco.
Réyan Baz comprueba que está muerto, saca del cajón de la cómoda una
pistola con silenciador y llama al vigilante: «¡Farid! Mueve tu culo. El cocinero se
ha hecho una buena herida...» El operador entra a toda prisa en el salón. Recibe de
inmediato dos disparos. Anonadado, no acaba de entender lo que le está
ocurriendo. Viendo los dos agujeros rojos que se han formado en su pecho, abre los
ojos como platos sin acabar de creérselo y cae boca abajo. Réyan se acerca a él y se
lo queda mirando mientras agoniza entre espasmos. «Lo siento, tío», le dice
disparándole otra bala en la nuca.
Vuelve sobre sus pasos hasta un patio, se mete en un coche, abre la verja con
un mando a distancia y se aleja de la residencia sin darse demasiada prisa.
Detrás de él, el cachas con coleta controla sus nervios a duras penas.
—En el sótano.
Réyan Baz baja allá. Kacimi está encerrado en una celda con barrotes, con un
esparadrapo sobre la boca y los tobillos trabados con cinta adhesiva. Su mirada de
pavor interroga al visitante sin hallar respuesta de un Réyan inexpresivo como una
estatua de sal.
Réyan regresa junto a sus dos acólitos.
El grandullón deja de mirarse las uñas. Echa al forzudo una mirada de una
negrura abismal. Le dice:
—Unos polis han recogido las colillas que dejaste en el restaurante del
Sofitel, se las han llevado al laboratorio, las han analizado y han comparado las
huellas de ADN con las que encontraron en la sábana de la virgen. Han dado en el
clavo.
—Ya no. Por eso tienes que irte de Argelia hasta que esto se olvide. Réyan te
va a llevar esta misma mañana a Béjaia para que tomes el primer vuelo para París.
—¡Y tú que lo digas! Hala, ya está todo dicho, Réyan va a llevarte de vuelta
al pabellón. Haz tu maleta y lárgate.
—Yo...
—No hay «yo» que valga. Son órdenes. (Consulta su reloj). Tienes que estar
en Béjaia dentro de menos de seis horas. Hay un vuelo a las 7:45. No lo pierdas,
Bob, o me encargaré personalmente de ti. Ya os podéis largar. Tengo que ocuparme
de nuestro amigo del sótano.
Llueve a mares cuando llegan al pabellón 32. Réyan abre la verja con el
mando a distancia, aparca el coche en el patio y apaga el motor.
Bob asiente con la cabeza sin entender realmente los temores de Réyan.
—Date una ducha, Bob. Quiero verte impecable en Béjaia. Ponte el traje
celeste, te queda de maravilla. Yo te preparo la maleta.
—Me voy a tirar una hora bajo la ducha, ya sabes lo que me encanta
ponerme en remojo.
—Eso déjalo para otra vez. Te doy quince minutos. Hala, desnúdate.
Réyan dispara dos veces. Bob se estremece ante los impactos, pero no cae. Se
queda pensativo por un momento, incapaz de entender por qué está sangrando,
mira lastimosamente a Réyan, suelta difusamente: «¡Joder!, no puede ser...» y, con
una sonrisa bobalicona, se tumba lentamente de costado y deja de moverse. Réyan
lo remata de un tiro en la sien que le desparrama los sesos por la pared, salpicando
de paso la pantalla de la lámpara de la mesilla de noche.
Réyan enciende la tele con fría calma, dobla las almohadas, coloca la ropa de
Bob sobre una silla, comprueba que todo está en orden y baja al salón donde los
cuerpos del criado y del operador yacen encharcados en sangre. Apaga las arañas,
sale al jardín, vuelve a su coche y se dirige hacia la verja accionando el mando a
distancia. Al pasar ante la garita del guarda, se detiene bruscamente: no hay nadie
en la cabina acristalada.
Réyan se apea del vehículo. La sangre fría con que ha realizado la matanza
se le volatiliza en un segundo. Superado por el vertiginoso vuelco de la situación,
entra en la cabina, enciende todos los proyectores que alumbran la residencia y
echa a correr a diestro y siniestro. Por fin encuentra unas huellas de sangre en una
de las calles del jardín, las sigue hasta la playa, busca una y otra vez con ayuda de
una linterna... el guarda se ha esfumado.
Réyan cae de rodillas sobre la arena, se agarra la cabeza con ambas manos y
suelta un tremendo rugido de rabia que el rumor del oleaje disipa de inmediato.
25
—Me cuesta creer lo que veo —dice este con voz apagada—. Estoy
esperando a ver si despierto de esta pesadilla.
—Deje que me recupere un poco. Todos los que yacen aquí son amigos
míos. Unos tíos estupendos. Llevamos años juntos. ¿Cómo se lo voy a contar a sus
familiares?
Réyan Baz se levanta titubeando, se dirige a duras penas hacia una pequeña
nevera al final del pasillo, se sirve un vaso de agua y se lo bebe de un trago. Se seca
la boca con la manga y vuelve a derrumbarse en el asiento.
—No sé más que usted, comisaria. Me planto aquí y me encuentro con esta
masacre. Llamo a la policía y aquí está. Está usted viendo lo mismo que yo. No he
tocado nada. Ni siquiera he encontrado yo a Bob. Cuando me topé con los dos
cuerpos en el salón, creí que me fallaba el corazón. No me atreví a acercarme a
ellos. Salí al jardín y llamé a la comisaría. Sus colegas llegaron de inmediato.
Entraron en la residencia y encontraron el cadáver de Bob en su habitación. Yo me
quedé fuera. Me sentía incapaz de seguirlos. Luego apareció la policía científica.
Eso es todo.
—No a este nivel. El ministro espera mi informe al final del día. Cree que
basta con chasquear los dedos para saberlo todo.
—Demasiado pronto para adelantar una cifra. Los asesinos han robado el
CD de la sala de vigilancia y desactivado las cámaras para cubrirse las espaldas.
— ¿Los asesinos?
—No tiene, es una antigua granja colonial, la única que queda en la zona.
Nora se arrodilla a su lado mientras Zine comprueba que no hay nadie más
en la casa.
—¿Quién la ha agredido?
Nora conecta su radio y pide que envíen una ambulancia a la granja de los
Boussadi.
—Faltan muchas piezas para completar el puzle —dice el capitán con cara
de fastidio—. El ministro no va a tener su informe hoy.
—Ha estado lloviendo toda la noche. No hay huellas de zapatos al pie de los
muros. En cambio, hay marcas de neumáticos en el patio que domina el jardín. Por
tanto, los asesinos llegaron en coche. La verja solo se abre desde la sala de
vigilancia. La investigación dirá si tenían cómplices dentro o si estaban citados.
Llamaron a la puerta. El criado les abrió. Lo golpearon con la estatuilla por la
espalda. El operador acudió y lo mataron. Bob estaba viendo la tele en su
habitación. Lo acribillaron justo cuando estaba levantándose de la cama.
26
—¿Tiene usted alguna idea de quién puede estar detrás de esos asesinatos?
—le pregunta Nora.
Nora mira a sus subordinados en busca de una respuesta, pero estos bajan
los ojos en señal de ignorancia.
—Sí —jadea Hamerlaine—, el día que cumplí ochenta y siete años. Esos
cerdos festejaron a su manera mi cumpleaños.
—Sí, señor.
—Eso da idea del tipo de canallas con que nos las estamos viendo,
comisaria. Seres abyectos, miserables y de una crueldad diabólica.
—Sí, señor.
—Solo somos tres los que llevamos el caso, señor —se justifica Nora.
—Esta mañana nos llegaron los resultados. Las huellas pertenecen a un tal
Kader Kacimi, exdiplomático y hombre de negocios...
—¿Puedo verlo?
—Por supuesto.
Nora debe casi tumbarse sobre la colosal mesa para entregar el documento
al anciano. Este le echa una ojeada meneando dubitativamente la cabeza.
—Seguro que hay una explicación para eso. Kader jamás se atrevería a
agredir a nadie. Me debe todo lo que ha conseguido en la vida. Hasta a su esposa
se la busqué yo. No, no puede ser... ignoro dónde se ha metido, probablemente
esté retozando con alguna jovencita, pero no tiene nada que ver con esa carnicería.
Puede que lo estén utilizando para confundirnos. Le recuerdo que se trata de un
complot contra mí, y por tanto contra el Estado argelino.
Se levanta y sale del despacho, dejando perplejos a los tres policías, que no
saben si la indignación del rboba se debe a su incompetencia o al enigma del
«complot».
27
—¿Tenía problemas?
—Todos los días. Siempre salta el contestador. Otra cosa que me tiene
sorprendida es que mi marido estaba citado anteayer con el presidente de la
Asamblea. Como comprenderá, no iba a perderse una oportunidad como esa.
Pese a que se les ordenó que no tocaran nada, han limpiado a fondo el lugar
del crimen.
La comisaria se sube por las paredes, pero su ira resulta ridícula ante la
impasibilidad de Réyan Baz. El encargado de la residencia mantiene una calma
olímpica. Recibe a los policías con un desapego que contrasta con su actitud de
unos días atrás. El señor Baz ha recuperado su desenvoltura de galán y la
indolencia de quien confía en su buena estrella. Con su vaso de vodka en la mano,
no hace el menor caso a sus visitantes. Al verlos llegar, ladeó la cabeza y Zine leyó
en sus labios: «Otra vez estos coñazos.»
—No tenía usted derecho a limpiarlo todo sin nuestro permiso —le espeta
Nora a bocajarro.
—Yo aquí no soy más que un mandado. Si cree que hemos hecho algo mal,
échele la bronca al rboba.
—Cuando el patrón estaba de buenas con él, solía pasar uno o dos fines de
semana en verano. Venía con su mujer. Pero ya no es bienvenido en el pabellón 32
desde hace unos años.
—¿Por qué?
—No creo.
—Una pistola.
—Nada menos.
—Con silenciador.
—El análisis balístico demuestra que es la misma pistola con la que mataron
al operador y a Bob.
—Cierto —farfulla Baz con un leve tembleque de voz—. Puede que fuera
Bob.
—O el operador.
—Extraño no, más bien una metedura de pata. El señor Kacimi llega y
llama. El sirviente le abre. Kacimi le parte el cráneo con la estatuilla. Aparece el
operador, que muere de varios disparos. Bob está viendo la tele en su habitación.
No ha oído nada. La pistola del asesino lleva silenciador. Este sube al piso y pilla a
Bob en su cama. Eso es al menos lo que nos ha parecido entender durante la
reconstrucción de los hechos, ¿no es así?
—Hay algo que no entiendo —vuelve a la carga Nora—. ¿Por qué el asesino
no mató también al cocinero con la pistola? ¿Por qué usó la estatuilla de bronce?
¿Solo para dejar sus huellas como firma?
—No soy poli. ¿Por qué me hace preguntas que soy incapaz de contestar? Ya
le he dicho que no estaba allí. Llegué por la mañana...
—En el coche del señor Kacimi se han encontrado huellas dactilares y pelos
de Bob.
—¿O sea que según usted Bob estaba compinchado con Kacimi? ¿Cree que
lo habría ayudado a entrar en la residencia?
—Es aún más complicado, señor Baz. A Bob lo mataron mucho después.
—¡No me diga!
—Fíjense en esas sábanas, colegas. Seda bordada con hilo de oro. ¿No les
recuerda algo?
—Tenemos toda una colección —observa Baz, de repente pálido—. Para uso
exclusivo del señor Hamerlaine. Cuestan un ojo de la cara.
—De que Bob solía traer chicas a la residencia. Les aseguro que yo no estaba
conforme. Se lo reproché varias veces, pero Bob hacía lo que le daba la gana. Haj
solo pisa la residencia en verano, una o dos semanas. El resto del año hacemos más
o menos lo que queremos. Bob aprovechaba para traer aquí a sus ligues. Le
gustaba hacerse pasar por el dueño. Lo amenacé con denunciarlo, pero él sabía que
no lo haría. Estábamos muy unidos. Así que yo miraba hacia otra parte. Era joven,
ya me entiende usted. Le gustaba disfrutar de la vida. Y como no había peligro de
que nos pillaran, no había manera de convencerle de que se fuera a otra parte. Y es
que este es un lugar muy discreto.
—¿Nedjma?
—Algo oí hablar de una velada que salió mal, pero no me dieron detalles. El
guarda me contó que Bob se había traído a una chica una tarde y que lo vio salir de
noche con un fardo. No se veía nada. El guarda no supo decirme de qué se trataba.
—No.
Nora pide con una señal al teniente que coja una sábana para llevarla al
laboratorio.
—Eso me la trae floja. Las instrucciones están para cumplirlas. Oculta ahora
mismo tu trasto en la parte trasera.
—Mal hecho —le espeta con sequedad el tipo grandullón—. Puede que tu
teléfono esté intervenido, cretino.
—Estoy al tanto.
—Es su oficio.
—Se te paga para que te esperes lo que sea, Réyan. Debiste atenerte a la
primera versión: que no estás al tanto de nada.
—Se han llevado las sábanas para que las analicen en el laboratorio.
—¡Cretino!
Baz da un paso atrás, repelido por el infame rictus que retuerce la boca del
tipo gigantón.
—¡No! —aúlla.
—Sí —le asegura Othmane apuntándolo con una pistola.
28
—Exactamente.
—¿Pero no la prensa?
Guerd coge el último pistacho, lo mira con deleite y se lo lleva a la boca con
unción religiosa.
Ed tiende los brazos por encima de la mesa para suplicar al teniente que se
deje de delirios, luego se presiona las sienes con ambas manos para intentar poner
orden en su caos mental. Tras meditar un largo rato, despierta suavemente de su
apnea con la mirada extraviada y la nariz dilatada.
Guerd dice:
—¿Qué nieta?
—Pues... Nedjma.
—No te entiendo.
—¡Alto ahí!, ¿qué me estás contando? ¿Que Hamerlaine tenía una nieta?
¿Una auténtica nieta, una nieta biológica?
—Y yo que pensaba que esa historia de la chica asesinada era para despistar.
El rellano del quinto piso parece una copia del vestíbulo. El mismo
revestimiento de granito, los mismos apliques, el mismo techo finamente
cincelado.
—No me funciona.
—A lo de su marido.
—¿Perdone?
—Me llamó esta mañana. (Los tres policías se miran, alucinados.) Está en
Europa y se encuentra estupendamente.
—Así es.
—¡Y tanto! Me siento tan feliz que voy a tomarme ahora mismo un helado
en Ice-Krim.
—¿O sea que está usted al tanto de lo que ha ocurrido en el pabellón 32?
—Más o menos.
—¿Se lo ha comentado?
—¿Qué ha ocurrido allí? A mí me han dicho que mi marido fue a ver a esa
momia infecta de Hamerlaine para soltarle unas cuantas verdades, pero nadie me
ha hablado de muertes. Kader es todo un caballero.
Joher pone cara de asombro. Esta vez le flaquean tanto las piernas que se
sienta apresuradamente en un sillón.
—De Hamerlaine.
—Ya llego tarde a mi cita. Si no les importa, tengo que salir. Es evidente que
no son ustedes más que unos aficionados de serie B que no se privan de hacer el
ridículo. ¡Kader haciendo el papel de malvado! Me parto de risa... Vayan a
reciclarse y dejen de darme la lata.
29
Zine y Nora ocupan unas incómodas sillas frente a la tarima, atentos como
dos empollones de primera fila de clase.
—Me he tirado horas dándole vueltas para llegar a esta conclusión —recita
aplicadamente el teniente—. Kader Kacimi sabe que ya no podrá ser senador. Su
negocio de importación-exportación está a punto de quebrar. Él mismo está al
borde de la depre. Además de estar arruinado y muerto políticamente, se entera de
que Joher, su esposa, ha sido «humillada» por Hamerlaine. Se le funden los
plomos. ¿Sigo o paro?
—Te seguimos.
—Por lo que cuentas —le dice Nora—, Kader mató a Bob tras haber ambos
intentado dar caza al guarda.
—Sí.
—Las huellas de sangre del guarda herido conducían a la playa. Por tanto,
por ahí es por donde Kader y Bob empezarían a buscar. Luego se dirigieron a su
casa. Aquella noche llovió. Los alrededores de la granja estaban embarrados. Sin
embargo, ni la ropa ni los zapatos de Bob estaban manchados, ni siquiera de arena.
—En ese caso, ¿por qué huyó Kacimi al extranjero unas horas después de la
matanza? —pregunta Guerd.
—Es el individuo del ascensor —exclama Guerd— con el que nos cruzamos
en el vestíbulo del edificio donde vive Joher.
—¿La granja del guarda sigue bajo vigilancia? —pregunta esta a bote
pronto.
—¿Otra vez? —bufa Joher al ver a Nora y a su equipo ante su puerta—. ¿No
tienen nada mejor que hacer?
Joher mira hacia el techo con irritación antes de apartarse para dejar pasar a
los tres policías.
—¿Se va de viaje? —le pregunta Nora señalando con el mentón dos maletas
colocadas al pie de una cómoda.
—¿No me diga?
—¿Y qué?
—Son gajes del oficio. ¿De verdad la llamó su marido? De no ser así, ¿quién
le ha hablado de lo ocurrido en el pabellón 32? Hay muy poca gente al tanto. Ni
siquiera se ha enterado la prensa.
30
—Se acabó la jodienda de tanta llamada telefónica. Nos han retirado del
caso.
—¡A que es la noticia del año! Se acabó el darnos el coñazo. ¿Os dais cuenta
del peso que nos han quitado de encima?
—¿Por qué nos han retirado del caso? —pregunta Nora con disgusto.
El comisario jefe se queda mirando a sus subalternos sin entender sus caras
de desconfianza.
—Se trata del tipo del Mercedes, el que estaba ayer con la señora Kacimi.
Hemos conseguido identificarlo. Se llama Othmane Raoui, un expresidiario que
hoy se dedica al comercio internacional. Vive en el chalé 28 del parque des Œillets.
—¿El chalé 28? —se pregunta Zine— ¿No es esa la casa del anterior director
general de Seguridad?
—La vendió hace dos años —dice Guerd, muy puesto en tejemanejes contra
natura—. ¿Qué tipo de relación tiene ese tal Raoui con la señora Kacimi?
—Ni idea —reconoce el cabo—. También traigo esto —añade tendiendo una
bolsa de plástico.
Nora le quita la bolsa de las manos y la abre sobre la mesa. Revuelve con la
punta de un lápiz la purulenta gasa salpicada de mercromina.
—A la granja.
—Recuerde que nos han quitado el caso —le señala este.
—La reconozco, señora —dice con voz trémula—. Le juro que no he hecho
nada. No entiendo por qué el señor Baz disparó contra mí. Nunca le he faltado al
respeto y siempre le he obedecido. ¿Por qué disparó contra mí?
—¡Y tan seguro! Pensé que acudía a darme instrucciones. Pero no, sacó una
pistola y me disparó en la ingle. Por suerte, la bala salió por atrás. No sé qué he
hecho para merecer la muerte. El señor Baz se portaba bien conmigo. Alguien le
habrá contado una falsedad. Muy gorda tendría que ser para que me persiguiera
hasta mi casa para rematarme. Reconocí su voz aquella noche cuando insultó a mi
mujer sin parar de blasfemar.
—Ya no tiene nada que temer. Cuénteme lo que ocurrió aquella noche.
—Nada. No ocurrió nada. Llegó el señor Kacimi y luego se fue con Bob. Al
rato apareció el señor Baz y me disparó sin previo aviso.
—Bob se trae una casi todas las noches, pero el 23 de diciembre era el
cumpleaños de Haj Hamerlaine. Había mucha gente en la residencia. Ya no sabías
dónde aparcar los coches.
—Sí, pero más tarde, cuando todo el mundo se fue. Bob no se habría
atrevido a traerla estando allí el patrón.
—A mí no me asusta.
—Eso es cosa tuya. Pero no estás sola en este lío. Estamos yo, el prefecto, el
director general de Seguridad, el...
—¡Basta ya! —aúlla el comisario jefe— ¿Sabes cómo se llama tu actitud? In-
su-bor-di-na-ción. Te aviso que el comité disciplinario te lo va a poner crudo. De
entrada, te prohíbo salir de la Central sin mi permiso, y fuera del trabajo no te
moverás de tu casa hasta nueva orden.
—Lo tomo por lo que es, señor: un lacayo que se caga de miedo cuando sus
amos carraspean.
—¿Un lacayo? ¿Yo, un lacayo? ¡Pues te vas a enterar de cómo se las gasta un
lacayo, pedazo de zorra frígida! Te las voy a hacer pasar canutas, vas a estar
haciendo la calle hasta que los tacones se te claven en las pantorrillas.
—En ese caso dese prisa, jefe. Porque se lo voy a contar a la prensa. Les diré
quién manda en la policía y por qué tantos casos se archivan en falso y tantos
asesinatos permanecen impunes.
Sonia lleva un buen par de horas haciendo tiempo en el bar del hotel
Mimosa. Encaramada en un taburete, tamborilea la barra mirando de reojo su reloj
sin perder de vista la puerta acristalada que da al vestíbulo. El barman le ha
ofrecido una copa pero ella la ha rechazado.
Aquí y allá, algunos clientes charlan chupeteando sus puros con la chaqueta
abierta, exhibiendo sus enormes tripones y sus calvas brillantes e impenetrables
como un canto pulido por el mar. Hablan de negocios y de alianzas, de proyectos
anticipadamente turbios y de chanchullos en ciernes, soltando risotadas y
eructando como ogros cansados. Uno de ellos, el más feo y por tanto el más
atrevido, se acerca a Sonia tras haberse fijado en ella y la invita a su mesa. Ella lo
manda a paseo sin contemplaciones.
Su cita se está retrasando. Habían quedado a las diez, aunque sin precisar el
día ni el mes. En este país es toda una cultura. Nadie llega nunca a su hora ni al
lugar prefijado. Si llamas por teléfono, no hay respuesta. Ya puede uno repetir
llamadas hasta descargar la batería del aparato, que ni siquiera tendrá la
compensación de escuchar el contestador.
Sonia suspira, se agita sobre su taburete, se rasca la sien, se come las uñas;
daría lo que fuera por tomarse una copa, pero está tiesa. El contenido de su bolso
de mano, un peine desdentado, un lápiz de labios, un paquete de pañuelos de
papel, las llaves del apartamento y el móvil, desanimaría al tironero más cutre.
—No insista, señorita —le dice el barman—. Los iPhones y derivados no nos
van en este país. Aquí lo que funciona es radio macuto.
—No sea tiquismiquis. Llevo diez años currando en este bar y sé cuándo los
clientes tienen sed, sobre todo los que están tiesos.
—No estoy pidiendo limosna —chirría Sonia, indignada por el descaro del
joven.
Sonia mira fijamente la copa. Animada por la bonhomía del barman, acepta
su invitación y se da un buen trago.
—Bien —le dice el joven—. No hay que agobiarse. La vida es así de tonta.
—Todo depende de cómo se mire. Para mí, de entrada, nada merece la pena.
Hay que saber conformarse con lo que se tiene, y punto. No hay por qué amargarse
la vida. Cada día amanece virgen. Se levanta de madrugada, blanco como la nieve,
y al caer la noche se acuesta negro de pesadumbres. Por mucho que nos
emborrachemos o que recemos, al día siguiente nuestras miserias se salen con la
suya.
—¡Y una leche! Estoy acostumbrada a que me suelten ese tipo de chorradas.
Creéis que queda muy fino y que funciona siempre con las falsas rubias estreñidas.
Yo no soy de esas. Nunca he leído un libro y me repatean los niñatos que van de
cultos. Así que ya lo sabes, paso totalmente de tu rollo...
El joven inspecciona una a una las cabinas de los aseos antes de sacar una
pequeña bolsa:
—Es coca de primera, guapa. Vas a echar a volar. Dame la pasta y lárgate.
Tengo prisa.
—¿Qué estáis haciendo ahí dentro? —atruena un gorila con traje negro y
auricular de vigilante.
La empuja contra la pared con una mano mientras rebusca con la otra
dentro del bolso y encuentra la bolsita.
—¡Conque nada malo! —gruñe el vigilante—. Coca. Por esto le pueden caer
diez años, señora.
—He pillado a esta mujer en los aseos de caballeros, señor director —le dice
el guarda con marcialidad—. Llevaba esto en su bolso —añade dejando la bolsita
sobre la mesa.
—Las cosas han cambiado en este hotel, señorita. Hemos adoptado medidas
muy severas para recuperar la respetabilidad del hotel y de la clientela. Ya hemos
hecho enchironar a unos cuantos desaprensivos y pensamos seguir haciéndolo. Lo
lamento pero se acabó todo tipo de tolerancia. No hay otro modo de sanear el
establecimiento. (Agarra el teléfono.) Voy a llamar a la policía, hoy mismo será
juzgada y encarcelada.
—¿No podemos llegar a un acuerdo? —pregunta Sonia—. El antiguo
director...
—Puede ser.
—Usted dirá.
A Sonia le bizquean los ojos. En su vida ha visto tanto dinero junto. Y menos
aún en euros. Le cuesta creerlo. Se le tensa el rostro y le cuesta respirar. Está
alucinada.
—Es una cabezona —afirma con amargura—. Sigue creyendo que existen el
infierno y el paraíso. En lo tocante al trabajo es intratable. Una vez estuvo a punto
de lincharme cuando le pedí que le quitara una multa a un vecino.
—Sí.
Sonia tiende una mano hacia la pasta pero Othmane se adelanta y la aparta.
—No queremos llegar hasta ese punto. Solo pretendemos que se avenga a
razones. Si supiera que nos hemos enterado de que se acuestan juntas, sabría a qué
atenerse y nos dejaría en paz. Es ella la que tiene paralizado nuestro expediente.
—Sería su palabra contra la suya, y la policía preferiría creerla a ella con tal
de evitar un escándalo. Lo que necesitamos son pruebas.
Sonia piensa a toda prisa, pero la visión de los fajos de billetes la perturba.
—Pues dígame lo que tengo que hacer. No habrá problema por mi parte.
Sonia se sobresalta.
—Por supuesto.
—¡Y tanto! Haría lo que fuera por salir de este jodido país.
—En este oficio, a trabajo hecho, trabajo pagado. Nunca se sabe, podría
echarse atrás en el último momento.
32
Los ordenanzas acuden, sueltan el correo sobre las mesas y desaparecen sin
decir una palabra ni mirar a nadie.
Ante las ventanillas, los contribuyentes realizan sus papeleos a toda prisa,
frustrados por la cara de pocos amigos que enarbolan los agentes. Los ceniceros
están repletos de colillas y las tazas de café están vacías. Un ambiente insano
contamina todo el edificio.
Todo el mundo está al tanto de la bronca que han tenido el jefe de división y
la comisaria.
Cuando el comisario jefe se mosquea con alguien, se las arregla para que
pague el pato todo el personal. Durante los primeros días, las sanciones llovieron
por nada y menos, todos los permisos fueron denegados sin justificación sin que a
nadie se le ocurriera protestar. Ahora los abusos de confianza se han convertido en
un enfurruñamiento asfixiante y las habituales bromas para relajar el ambiente han
dado paso a un malestar contagioso. Hace diez días que nadie se atreve a acercarse
a Nora para no indisponer al comisario jefe, una cuarentena forzosa que ha
deteriorado todas las relaciones internas.
Llevan así diez días y el inspector está harto. Cuando ve que no tiene nada
que hacer, se mete en su coche y va donde Mounir a recoger su bolsa de cannabis
antes de encerrarse en su casa. Allí se ducha, se coloca su chándal estampado con
los colores del Mouloudia, pone un CD de Mohamed Rouane y, arrellanado en su
desgastado sillón, se deja mecer por la marranada opiácea de su porro. Ya ni
siquiera ve la tele.
—¿No te he molestado?
«Argel es una hoguera para el martirio», piensa Nora. Su ave fénix está
desalentada, atada a su percha carbonizada, incapaz de renacer de sus cenizas.
—¿Qué tal?
—No ha salido del país. El encargado de la sala VIP del aeropuerto asegura
que no lo vio aquella mañana.
—Estoy al tanto.
—¿Por qué lo han aislado? ¿Para ocultarlo o para hacerle callar para
siempre?
Zine no contesta.
—No he parado de dar vueltas a todas las hipótesis y todas nos conducen al
regalo de cumpleaños.
—Hamerlaine fue el primero en hablarnos de su cumpleaños. Se lo habría
callado si tuviera algo que reprocharse.
—Leí hace tiempo en la prensa un artículo que contaba que un rajá hindú se
comía el corazón de las vírgenes que le entregaban al no poder desflorarlas.
—Las encontraré.
—¿Cómo?
—Estoy contigo.
—Bien —se relaja la comisaria—. Que quede entre nosotros dos. Guerd no
debe saber nada. No me fío de él. Tampoco necesito recordarte que estamos
pisando un terreno minado. Se trata de un cacique de primera magnitud.
Hamerlaine es capaz de todo cuando se ve acosado. Otros se las han visto con él
antes que nosotros y no lo han contado.
33
Zine está cabreado consigo mismo. No debió dejarse llevar por el afecto. Sin
duda, respeta a Nora, pero ¡de ahí a meterse con ella en una incineradora gigante
con los ojos cerrados hay un paso!...
Fuma porro tras porro sin conseguir colocarse. Las partituras de Mohamed
Rouane no hacen más que aumentar su malestar.
De pie ante la ventana, intenta dispersar sus pensamientos por las callejas
desiertas. Argel no le va a echar una mano. Es una ciudad autista que, agazapada
en la oscuridad, finge no estar para nadie.
Zine se deja caer sobre su desvencijada cama. «No —se dice—, esto ya no es
asunto mío. No soy ni un profeta ni un justiciero de película, solo un subalterno
que acata órdenes; y en este asunto las órdenes son categóricas: el caso ya no está
en manos de la Criminal.»
Mañana, sin falta, irá a ver a Nora para intentar hacerla entrar en razón. No
puede hacer todo lo que se le pase por la cabeza, si es que le queda algo de cabeza.
En cuanto a él, ¿qué tiene que ganar con todo esto aparte de un expediente
disciplinario como la copa de un pino, el consabido arresto y la expulsión del
cuerpo de policía? ¿Y a qué se dedicará después? ¿A taxista pirata, a portero de
club de alterne, a camello? Eso si lo dejan en paz. ¿A cuántos polis no habrán
hundido ya, solo por cumplir lealmente con su deber? ¿Qué habrá sido de ellos?
Fantasmas extraviados... en este mundo o en el otro, ¿qué más da?
Pero lo necesita.
Sabe que es más sencillo desmontar el coloso de Rodas que hacer cosquillas
en los pies a Hamerlaine, pero se niega a tirar la toalla. La ley es la misma para los
grandes que para los pequeños. Para eso se hizo policía. Se niega a limitarse a
perseguir a la morralla. Cree desde muy niña en una justicia que ampare a toda la
sociedad. Ha visto a tantos colegas valientes caer en emboscadas terroristas o
tiroteados por malhechores, dejando atrás viuda y huérfanos, o familias
desconsoladas mientras los Hamerlaine siguen tan campantes... Cuando prestó
juramento el día en que se licenció su promoción, el corazón se le desbocaba. Por
entonces creía en todo aquello y no ve motivo para dejar de hacerlo después de lo
que ha padecido su país.
Ya es de noche.
Nora arranca su coche y baja hacia Bologhine sin rumbo fijo. Atraviesa un
barrio tras otro y da vueltas en busca de un restaurante. No hay nada abierto.
Compra pan, queso y refrescos en una tienda de comestibles casualmente abierta.
Pasadas las once, Nora cruza el umbral de su piso, que está a oscuras.
Enciende la luz de la entrada y echa una ojeada a su dormitorio; la cama está sin
hacer, la mesilla de noche recostada contra el somier, la lámpara por el suelo...
«Sonia se ha puesto otra vez hasta las cejas», se dice mientras se dirige a la cocina.
Nora deja la compra junto al fregadero en el que esperan dos platos sucios y
regresa al vestíbulo.
—Un buen calentón, ¿a que sí? —restalla una voz tras ella.
Othmane Raoui la apunta con una pistola con una mirada gélida y una
mueca retorciéndole la boca.
34
—¿Sí?
Se sienta en el borde de la cama con los pies sobre el suelo frío y permanece
así unos minutos hasta asegurarse de que no se trata de una pesadilla; luego se
viste sin siquiera encender la luz.
Guerd está sentado en la escalera del segundo piso del 14 de la calle Diar-
Khouna, hundido. Tiene las sienes agarradas con ambas manos y mira fijamente la
punta de sus zapatos, tan impresionado que no tiene fuerzas para echarse a un
lado y dejar pasar al inspector.
—¿Oyeron algo?
—No. Alguien los llamó por teléfono. Dijo que llevaba dos horas intentando
hablar con Nora y que aquello no era normal. Les pidió que fueran a ver.
—No.
—No creo.
—Hemos buscado por si había más DVD de este tipo pero no, ni siquiera
películas X o el resguardo de alguna videoteca especializada. Tampoco revistas
eróticas. Creo que las han filmado sin que se enterasen.
—¿Quién es esa?
Guerd duerme la mona tras su mesa. Está borracho, tiene la cara abotagada
y los párpados hinchados.
—Pues guárdatelo para ti. Yo llegué diez minutos antes que tú a la casa.
¿Acaso me viste levantarme o telefonear? Además, éramos seis o siete polis allí.
Guerd se frota la cara con las manos, luego se revuelve el pelo; los pómulos
se le contraen repetidamente.
—Hay dos maneras de ver las cosas, Zine: tal como son y tal como
queremos que sean. Nos equivocamos del todo al interpretarlas...
—Pues lo que quiere decir, sin más: zur-da... y llevaba el arma en la mano
derecha. Nora no se ha matado, la han ejecutado —ruge Zine dando un manotazo
al periódico sobre la mesa.
35
—No.
—¿No me digas? ¿Acaso no ibas contando por todas partes que era
lesbiana?
—Nadie, nadie en absoluto pensó que iba a matarse, Guerd. Es una tragedia
pero no tenemos nada que ver en eso. Es imposible preverlo todo. Solo
pretendíamos que entregara su placa y se fuera a otra parte a taparse la cara.
—¡Cierra el pico!
—¿Y qué adelanto con eso? Aunque me ponga una cremallera en la boca,
¿cómo pretendes que se me vaya de la puta cabeza?
Guerd escupe a un lado con tanta saña que tropieza y por poco se cae.
—Lo que ignoras, capullo, es que a partir de hoy tanto tú como yo y los
demás implicados en este caso estamos en vías de extinción.
Sido intenta agarrar al teniente por el brazo. El policía lo esquiva, lanza una
mirada torva al magnate y sale del despacho intentando mantener el equilibrio.
Ed Dayem ha pasado la noche más agitada de su vida. Por más copas que se
tomara, no conseguía atemperar la voz que resonaba en su interior: Todos estamos
en vías de extinción... Todos los implicados en este caso... Todos en vías de extinción...
Ha sido de repente.
Y lúcido.
¡Basta! ¡Ya está bien de aplazar indefinidamente lo que debió hacer hace
tiempo!
Sid consulta un anuario que hay sobre una estantería, deja correr un dedo
por la columna de señas, pasa las páginas y se detiene en el número del teléfono de
la Comisaría Central de Argel.
Sid se equivoca tres veces al marcar el número. Lleva más de un decenio sin
hacerlo y ha perdido la costumbre.
—¿Sid?
—¿Te molesto?
—No demasiado. ¿Te has comprado un móvil?
—Pásame al empleado.
—Por favor, Sid. Desde hace dos semanas no me llevo más que palos. ¿Por
qué no me cuentas un buen chiste? Te aseguro que lo necesito.
—No paro de darle vueltas noche y día, Zine, desde que me levanto hasta
que me acuesto.
—Por mucho que quisieran, no podrían, Sid. Por favor, el mundo es como
es. No pretendas pedir a un vertedero que huela bien.
—No hay nada que aclarar. El mundo es así. El oro no se oxida, la basura no
se purifica con el tiempo, y si Dios no mueve un dedo para aplacar las mentes, sus
razones tendrá. Te aseguro, Sid, que te estás complicando la vida inútilmente. No
dejes que se te vaya la olla con tanto desasosiego. No me agrada nada oírte
refunfuñar de esa manera.
—No estoy refunfuñando, intento comprender. ¿Por qué resulta todo tan
desesperante en nuestro país? ¿Por qué hemos caído tan bajo?
—Caer no es lo peor cuando se tienen fuerzas para volver a levantarse, Sid.
—La gente es como es. Algunos son simpáticos y otros no, eso es todo.
—¿Por qué?
—Entonces dime por qué solo sirvo para herir a quienes me quieren, Zine.
—No haces daño a nadie. Prueba de ello es que eres mi mejor amigo.
Sid cuelga.
—¡Sid, Sid, no hagas el gilipollas, Sid!... Espera que te explique, Sid, Sid...
El inspector suelta un taco que sobresalta a los dos agentes que atienden en
las ventanillas, coge las llaves de su coche y corre hacia el aparcamiento dejándose
la chaqueta sobre el respaldo de su silla.
37
Se levanta como por ensalmo, se interna en las ruinas del antiguo refugio de
su viejo amigo, rebusca entre los escombros una piedra del tamaño de un huevo, la
encuentra, la sopesa y se la mete en el bolsillo; luego recoge una estaca de madera
intacta de una viga calcinada y regresa a su coche.
Una vez en su casa, lava la piedra en la cocina y, acto seguido, se sienta ante
la mesa del salón y se pone a afilar la estaca.
Enciende un porro, sube el volumen del CD, se deja llevar entre calada y
calada por la música de Mohamed Rouane. Su mirada se embrolla lentamente y las
luces de la ciudad le llenan el cerebro de constelaciones fantasmagóricas. Cada
calada parece resucitarlo en medio de auroras boreales, cada nota resuena dentro
de él como una conjura. Cuando se le han relajado todas las fibras del cuerpo y una
extraña beatitud se expande por todo su ser, se oye decir con una voz que no
reconoce como suya, con palabras que le son del todo ajenas: Argelia, me niego a
creer que tu infortunio tenga que seguir reciclándose. Tu simulacro de víctima expiatoria
no engaña a nadie y tu convalecencia ha durado demasiado. Algún día caerá el velo integral
que te oculta al genio de tus prodigios y podrás presentarte desnuda ante el mundo entero
para que vea que no te ha salido una sola arruga, que tus pechos siguen igual de firmes que
tus juramentos, tu espíritu más claro que el agua de tus fuentes y tus promesas tan
intactas como tus sueños. Bella, dulce y esplendorosa Argelia, me niego a creer que tus
héroes han caído por siempre en el olvido, que tienes los días contados, que tus calles han
quedado huérfanas de sus leyendas y tus hijos están arrumbados en consignas de estaciones
fantasmas. Si es necesario sacudir tus montañas para desempolvarlas, beberse el mar entero
para que tus calas se conviertan en vergeles, ir hasta el mismísimo infierno para devolver la
luz a tu sol, pues lo haré.
—Se equivoca usted de dirección, señor. Está en casa del señor Hamerlaine.
—Camina...
—Trae aquí a los demás —le ordena Zine—. A todos sin excepción. No se te
ocurra tocar un teléfono o un timbre de alarma porque os mato sin dar tiempo a los
refuerzos a ponerse las zapatillas.
—Miradlo —les dice el inspector—. Es la última vez que lo veis. Quiero que
os quedéis con la imagen de un monstruo derribado.
—Señor —balbucea Marouane—, le ruego que no le haga daño. Está
enfermo.
—No tengo más remedio que hacer el trabajo sucio en vista de que la
justicia se lava las manos.
Tras mirar fijamente uno tras otro a los cinco sirvientes negros, decreta:
—En nombre de vuestros padres, que fueron señores libres y rectos y que
deben revolverse en sus tumbas al ver en qué tipo de negros os ha convertido este
esclavista, concededme dos horas, solo un par de horitas, antes de dar la alarma.
No os pediré nada más.
38
—¿Dónde estamos?
Zine saca una pala del maletero del coche y se pone a cavar en la arena. Los
rayos agrietan el magullado cielo. La lluvia arrasa los cerros atormentados por el
viento entre aullidos funestos. El anciano tirita de frío, patético con su pijama
empapado. Le relucen los ojos y los dientes le castañetean. Mira a su alrededor y
solo percibe el rumor del mar espesando la negrura.
—¿Quién es?
—Sí.
— Cuando no queden estrellas en el cielo, cuando el sol se apague, cuando los dioses
hayan entregado su alma, los rboba seguirán ahí, erguidos sobre las cenizas de un mundo
desaparecido, conspirando contra las tinieblas, mintiendo al eco de sus propias palabras,
robando a su mano derecha con la izquierda y apuñalando por la espalda a su propia
sombra... Tremendo, ¿no le parece?
—En efecto.
—Pues yo no estoy de acuerdo. Los rboba no son más que usurpadores con
suerte, larvas dopadas tan vulnerables como moscas. Prueba de ello es que lo voy a
despachar con la rapidez de un empleado de ventanilla, a usted, el todopoderoso
tirano.
—Nadie tiene la culpa. No somos sino lo que los demás quieren que seamos.
Una jerarquía arbitraria lo ha convertido en inspector. Muchos de sus superiores
no tienen ni su inteligencia ni su valentía, y sin embargo usted cumple sus órdenes
al dedillo.
—El mundo es así. Somos culpables por delegación y víctimas por defecto.
Yo no he pedido ser un déspota. Ignoro cómo ha llegado a ocurrir. Empieza del
modo más sencillo: una simple cortesía, un tímido ruego, una petición de enchufe,
un agradecimiento con la boca pequeña, un beso en la frente, un beso en la mano,
luego otro en los zapatos hasta que ya no puedes caminar sin pisar el cuerpo de los
propios aduladores.
Zine cava.
—Luego te inventan unos méritos que te son del todo ajenos, unas virtudes
que ni siquiera sospechabas, te dan coba y te idolatran hasta que tus pedos huelan
a incienso. Y un buen día te despiertas convertido en un manitú...
—...
—...
Zine escupe en sus manos antes de agarrar con saña el mango de la pala.
Pregunta:
—Está usted delirando, inspector. Mi nieta fue asesinada por los enemigos
de nuestra nación.
—¡Y usted, un muerto de hambre que se vale del menor ascenso para
subirse a la parra!...
—... una errata histórica, eso es lo que es... Una escoria además de un traidor
que ha convertido a este país en un vertedero y a esta nación en un rebaño.
—Ni siquiera sabía que existiera. Para mí solo era una virgen sacrificial
como tantas otras. Váyase a la mierda. Yo he vivido plenamente mi vida. Ahora
pégueme un tiro en la cabeza y acabemos de una vez.
—¿Qué piensa hacer con esos objetos ridículos? —pregunta el anciano con
horror.
El anciano está agotado. De las comisuras de sus labios brota una baba
blancuzca. Quiere decir algo pero tiene la nuez bloqueada en la garganta. Zine le
traba los pies y lo arroja a la fosa, donde cae boca arriba.
—Quiero que me mire a los ojos, Haj Saad Hamerlaine. Por una vez en su
puta vida va a tener que apartar la mirada. Y mañana, ¡joder!, mañana, aunque
llueva a mares y haga viento, será un hermoso día para todos los corazones porque
la bestia inmunda ya no estará entre nosotros.
—Usted está loco de atar. La policía dará con usted y acabará en el cadalso
tras haber padecido todo tipo de torturas, ¡demente!
—Sí, pero cada mañana, antes de que me ejecuten, me bastará con saberlo
muerto y enterrado para perdonarlo todo.
Zine presiona las mejillas del anciano para obligarlo a abrir la boca y le
introduce con fuerza la piedra traída de Fouka. El anciano intenta escupirla pero la
piedra resiste, atrancada como está por la dentadura postiza. Intenta incorporarse,
no para de menearse, de contorsionarse con los ojos desorbitados. Zine lo
inmoviliza sentándose sobre él, agarra la estaca con ambas manos. Un rayo
desgarra las tinieblas, iluminando el rostro del inspector ya convertido en una
aterradora máscara de odio y de rabia.
Está curado.
Está entero.
¡Está vivo!
Zine se cae de sueño pero intenta no dormirse. Los grupos de asalto no van
a tardar en aparecer. Quiere estar despierto cuando eso ocurra. No quiere que lo
pillen durmiendo y lo arrojen al suelo como a un vulgar chorizo; levantará las
manos muy en alto para que todos las vean, caso de que alguno le disparara por
negarse a obedecer. Zine no tiene miedo a morir. Es verdad que le tiemblan las
manos, pero no es por temor a la muerte sino porque no acaba de creerse que la
bestia inmunda ya no está, y que ha sido él, un inspector del montón, el que ha
librado al país entero de un dios considerado más duro de pelar que la mismísima
fatalidad.
—¿Dónde estás?
—En mi casa.
Los sirvientes han optado por dar otra versión de los hechos. Han decidido
protegerlo a él...
—¡Oye! —se impacienta la voz del hermano al teléfono—. ¡Dime algo, por
Dios! ¿Qué le ha ocurrido a ese cabrón de Hamerlaine?