Krakauer, Jon - Hacia Rutas Salvajes (1715) (r1.3) PDF
Krakauer, Jon - Hacia Rutas Salvajes (1715) (r1.3) PDF
Krakauer, Jon - Hacia Rutas Salvajes (1715) (r1.3) PDF
tierras de Alaska. Había regalado todo su dinero y abandonado su coche, y soñaba con
una vida en estado salvaje. Cuatro meses más tarde, unos cazadores encontraron su
cuerpo sin vida. Su historia, difundida en un reportaje de Jon Krakauer, suscitó una
agitada polémica. Para unos, era un intrépido idealista; para otros, un loco y un ingenuo sin
el menor conocimiento de la naturaleza. Pero, ¿por qué un joven recién graduado decidió
cortar todos los lazos con su familia y perderse en una región inhóspita? Antes de
desaparecer, Chris McCandless escribió a un amigo: «No eches raíces, no te establezcas.
Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada… No necesitas tener a alguien contigo
para traer una nueva luz a tu vida. Está ahí fuera, sencillamente.»
Jon Krakauer, alpinista y colaborador de la revista Outside, escribió en 1993 un reportaje
sobre la desaparición del joven Chris McCandless que impresionó a miles de lectores.
Krakauer fue finalista del Nacional Magazine Award por su reportaje sobre McCandless y
posee el Alpine Club Literary Award. Entre otros títulos es autor del libro Mal de altura:
crónica de una tragedia en el Everest, publicado por Ediciones B.
Jon Krakauer
En abril de 1992, un joven de una adinerada familia de la Costa Este llegó a Alaska haciendo
autostop y se adentró en los bosques situados al norte del monte McKinley. Cuatro meses más tarde,
una partida de cazadores de alces encontró su cuerpo en estado de descomposición.
Poco después del descubrimiento del cadáver, el editor de la revista Outside me encargó un
reportaje sobre las desconcertantes circunstancias de la muerte del muchacho. Su nombre resultó ser
Christopher Johnson McCandless. Descubrí que había crecido en un acomodado barrio residencial
de Washington D.C., donde había sido un excelente estudiante y un destacado atleta.
En el verano de 1990, tras graduarse en la Universidad Emory de Atlanta, McCandless
desapareció. Cambió de nombre, donó a una organización humanitaria los 24.000 dólares que
guardaba en su cuenta corriente, abandonó su coche y la mayor parte de sus pertenencias, y quemó
todo el dinero que llevaba en los bolsillos. Luego, se inventó una nueva vida, pasó a engrosar las
filas de los desheredados y marginados, y anduvo vagando por América del Norte en busca de
experiencias nuevas y trascendentes. La familia no supo nada de su paradero o su suerte hasta que sus
restos aparecieron en Alaska.
Trabajando a toda prisa a causa del ajustado plazo de entrega, redacté un artículo de 9.000
palabras que se publicó en el número de enero de 1993 de la revista. Sin embargo, seguí fascinado
por Chris McCandless mucho tiempo después de que este número de Outside fuera sustituido en los
quioscos por otras publicaciones de mayor actualidad. No lograba apartar de mi pensamiento los
pormenores de la muerte por inanición del muchacho, así como los vagos y turbadores paralelismos
que existían entre su vida y la mía. Incapaz de abandonar la historia, me pasé más de un año
siguiendo los pasos del intrincado viaje que lo llevó a morir en los bosques de Alaska y me dediqué
a rastrear los detalles de su peregrinación con un interés que rayaba en la obsesión. En mi intento de
comprender las motivaciones de McCandless, fue inevitable que terminara reflexionando sobre temas
más amplios, como la fuerte atracción que ejercen los espacios salvajes sobre la imaginación de los
estadounidenses, el hechizo que poseen las actividades de alto riesgo para los jóvenes de cierta
mentalidad, o el complicado y tenso vínculo que existe entre padres e hijos. El presente libro
constituye el resultado de todas esas divagaciones y pesquisas.
No pretendo ser un biógrafo imparcial. La extraña historia de McCandless despertaba en mí unos
sentimientos que impedían una interpretación desapasionada de la tragedia. Sin embargo, a lo largo
del libro he intentado minimizar mi presencia como autor, algo que creo haber logrado, cuando
menos en parte. En cualquier caso, quiero advertir al lector que interrumpo el hilo de la historia
principal con fragmentos de una narración inspirada en mi propia juventud. Lo hago con la esperanza
de que mis experiencias arrojen un poco de luz sobre el enigma de Chris McCandless.
Nuestro protagonista era un joven apasionado y vehemente; poseía una veta de obstinado
idealismo que difícilmente casaba con la vida moderna. Cautivado durante mucho tiempo por la obra
de León Tolstoi, admiraba en especial al gran novelista ruso por el modo en que había renunciado a
una vida de riqueza y privilegios para vagar entre los indigentes. En la universidad, McCandless
emuló el ascetismo y el rigorismo moral de Tolstoi hasta un extremo que sorprendió y no tardó en
alarmar a las personas que le eran más próximas. Cuando se adentró en las montañas del interior de
Alaska, no abrigaba falsas expectativas y era consciente de que no hacía senderismo por un paraíso
terrenal; lo que buscaba eran peligros y adversidades, la renuncia que había caracterizado a Tolstoi.
Y esto fue precisamente lo que encontró, peligros y adversidades que al final fueron excesivos.
No obstante, McCandless supo defenderse con creces durante la mayor parte de las 16 semanas
de su calvario. De hecho, si no hubiera cometido algunos errores que tal vez parezcan insignificantes,
habría salido tan anónimamente del bosque en agosto de 1992 como había entrado en él cuatro meses
antes. En vez de ello, sus inocentes equivocaciones resultaron cruciales e irreversibles, su nombre
pasó a ocupar los titulares de los periódicos y su desorientada familia no tuvo más remedio que
aferrarse al doloroso recuerdo de un amor desgarrado.
Un número sorprendente de personas se ha sentido afectado por la historia de la vida y la muerte
de Chris McCandless. La publicación del artículo en Outside generó más correspondencia durante
las semanas y meses siguientes que cualquier otro artículo a lo largo de la historia de la revista.
Como era de esperar, los puntos de vista expresados en las cartas de los lectores eran muy
divergentes: mientras algunos manifestaban un sentimiento de profunda admiración por el coraje que
había demostrado y la nobleza de sus ideales, otros lo condenaban por ser un irresponsable, un
perturbado, un narcisista que había perecido a causa de su arrogancia y estupidez, añadiendo que no
merecía la considerable atención que estaban prestándole los medios de comunicación. Mis
convicciones al respecto deberían resultar evidentes en las páginas que siguen, pero corresponde al
lector formarse su propia opinión sobre Chris McCandless.
JON KRAKAUER
Seattle, abril de 1995
Para Linda
1
EL INTERIOR DE ALASKA (I)
27 de abril de 1992
¡Recuerdos desde Fairbanks! Esto es lo último que sabrás de mí, Wayne. Estoy aquí desde hace
dos días. Viajar a dedo por el Territorio del Yukon ha sido difícil, pero al final he conseguido
llegar.
Por favor, devuelve mi correo a los remitentes. Puede pasar mucho tiempo antes de que
regrese al sur. Si esta aventura termina mal y nunca vuelves a tener noticias mías, quiero que
sepas que te considero un gran hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.
ALEX
Jim Gallien se había alejado unos seis kilómetros de Fairbanks cuando divisó al autostopista junto a
la carretera, de pie en la nieve y con el pulgar en alto, tiritando en el amanecer gris de Alaska. No
daba la impresión de ser demasiado mayor; puede que 18 años, 19 como mucho. De la mochila
sobresalía un rifle, pero su actitud parecía bastante amistosa; un autostopista con un Remington
semiautomático no es algo que haga vacilar a un conductor del estado cuarenta y nueve. Gallien
detuvo la camioneta en el arcén y le dijo al muchacho que subiera.
El autostopista arrojó la mochila a la plataforma trasera del Ford y se presentó como Alex.
—¿Alex…? —repitió Gallien intentando sonsacarle el apellido.
—Sólo Alex —respondió deliberadamente el joven, sin morder el anzuelo.
Medía cosa de metro setenta y su complexión era enjuta y nervuda. Aseguró que tenía 24 años y
que era de Dakota del Sur. Le explicó que quería que lo llevaran hasta los lindes del Parque
Nacional del Denali y que luego se internaría a pie por los bosques para «vivir durante unos meses
de lo que encontrara en el monte».
Gallien era un electricista que se dirigía por la carretera de George Parks hacia Anchorage, 260
kilómetros más allá del parque del Denali, y Gallien le dijo a Alex que podía dejarlo donde él
quisiera. La mochila del chico aparentaba pesar sólo unos 15 kilos, lo que sorprendió a Gallien, un
consumado cazador y leñador, ya que era tan ligera que parecía improbable que pudiera pasar varios
meses en el interior, sobre todo a comienzos de la primavera. «No llevaba consigo ni la cantidad de
comida ni el equipo que se supone que debe llevar alguien para un viaje así», recuerda Gallien.
Salió el sol. Mientras bajaban desde las crestas arboladas que se recortan por encima del río
Tanana, Alex contemplaba una vasta extensión de tremedal barrida por el viento que se prolongaba
hacia el sur. Gallien se preguntaba si habría recogido a uno de esos chalados del estado cuarenta y
ocho que viajan hacia el norte para vivir las enfermizas fantasías de Jack London. Desde hace mucho
tiempo, Alaska ejerce una atracción magnética sobre los soñadores e inadaptados que creen que los
enormes espacios inmaculados de la Ultima Frontera llenarán el vacío de su existencia. Sin embargo,
la naturaleza es un lugar despiadado, al que le traen sin cuidado las esperanzas y anhelos de los
viajeros.
«Los de fuera encuentran por casualidad la revista Alaska, la hojean y empiezan a pensar que
estaría bien subir hasta aquí, vivir de lo que encuentren en el monte y apoderarse de su pequeño
pedazo de paraíso… —hace constar Gallien arrastrando las palabras lenta y sonoramente—. Pero
cuando llegan y se encuentran de verdad en medio de las montañas… ya sabe, es otra historia, no es
como lo pintan las revistas. Los ríos son anchos y violentos. Los mosquitos te devoran y en la mayor
parte de lugares casi no hay animales para cazar. La vida en el monte no tiene nada que ver con ir de
picnic.»
El trayecto desde Fairbanks hasta las inmediaciones del parque del Denali duró dos horas.
Cuanto más hablaban, más tenía Gallien la impresión de no encontrarse ante un chiflado. Era de trato
agradable y parecía haber recibido una buena educación. El muchacho lo acribilló con preguntas
inteligentes acerca de las especies de caza menor que existían en la región, las variedades
comestibles de frutos silvestres; «cosas por el estilo», añade Gallien.
Aun así, Gallien se inquietó. Alex reconoció que todo el alimento que llevaba en la mochila era
un saco de arroz de cinco kilos. Su ropa y su equipo parecían exiguos en grado sumo para las duras
condiciones de las tierras interiores, que en abril seguían sepultadas bajo una gruesa capa de nieve
invernal. Las baratas botas de excursionista que el chico calzaba no eran impermeables ni
termoaislantes. Su rifle era sólo del calibre 22; no podía confiar en un calibre tan pequeño si pensaba
cazar grandes animales como el caribú o el alce, que era lo que tendría que comer si esperaba
quedarse una larga temporada en aquellas montañas agrestes. No llevaba hacha ni raquetas, brújula
ni repelente para insectos. La única ayuda de que disponía para orientarse consistía en un maltrecho
mapa de las carreteras del estado, que había gorreado en una gasolinera.
A unos 150 kilómetros de Fairbanks, la carretera empieza a subir por las estribaciones de la
cordillera de Alaska. Cuando la camioneta traqueteó al atravesar un puente sobre el río Nenana, Alex
posó la mirada en la rápida corriente y comentó que tenía miedo al agua.
—Hace un año estaba en México, iba en canoa por el océano y casi me ahogo a causa de una
tormenta.
Poco después, Alex sacó su rudimentario mapa y señaló una línea roja discontinua que cruzaba la
carretera en las cercanías del pueblo minero de Healy. Representaba una ruta conocida como la
Senda de la Estampida, rara vez transitada, que ni siquiera está marcada en la mayor parte de mapas
de carreteras de Alaska. No obstante, en el mapa de Alex la accidentada línea serpenteaba hacia el
oeste desde la carretera de George Parks a lo largo de unos 75 kilómetros, antes de desvanecerse en
medio de los inhóspitos parajes situados al norte del monte McKinley. Éste era el lugar hacía el que
Alex se dirigía, según anunció a Gallien.
Gallien pensó que el proyecto de Alex era insensato e intentó disuadirlo repetidas veces: «Le
conté que en aquella región era muy difícil cazar, que podían pasar días antes de que pudiera cobrar
una pieza. Cuando vi que eso no servía, intenté atemorizarlo contándole historias de osos. Le dije que
un rifle del 22 apenas haría un rasguño a un oso pardo, que todo lo que conseguiría sería volverlo
loco de rabia. No pareció preocuparle demasiado y respondió que treparía a un árbol; así que le
expliqué que los árboles de esa parte del estado no son muy altos, que un oso podía abatir uno de
esos delgados abetos sin pretenderlo siquiera. Pero se mantuvo en sus trece. Tenía respuesta para
cualquier problema que le planteara.»
Gallien se ofreció a llevarlo hasta Anchorage, comprarle algo de ropa y equipo, traerlo de vuelta
y dejarlo donde quisiera.
—No. De todos modos, gracias —contestó Alex—. Lo que llevo será suficiente.
Gallien le preguntó si tenía licencia de caza.
—¡No, ni hablar! —contestó Alex con tono burlón—. Lo que como no es asunto del gobierno. ¡A
la mierda con sus estúpidas reglas!
Cuando Gallien le preguntó si sus padres o algún amigo sabían lo que iba a hacer, si había
alguien que pudiera dar la voz de alarma en caso de que tuviera algún problema y se retrasara, Alex
respondió con tranquilidad que no, que nadie conocía sus planes y que, de hecho, hacía casi dos años
que no hablaba con su familia.
—Estoy seguro de que no me tropezaré con nada que no pueda resolver a solas —afirmó Alex.
«No había manera de convencerlo de que no lo hiciera —recuerda Gallien—. Lo tenía todo muy
claro. No atendía a razones. La única manera que se me ocurre de describirlo es que estaba ansioso.
Se moría de ganas por llegar y emprender la marcha.»
Pasadas unas tres horas desde que había salido de Fairbanks, Gallien dobló a la izquierda y
condujo su destartalada camioneta por un camino flanqueado de nieve apisonada. La Senda de la
Estampida estaba bien nivelada durante los primeros kilómetros y pasaba junto a cabañas
diseminadas por calveros cubiertos de maleza y bosquecillos de abetos y álamos temblones. Después
del último refugio, un cobertizo más que una cabaña, el camino se deterioraba con rapidez. Iba
difuminándose y estrechándose entre alisos hasta convertirse en una pista forestal abandonada y llena
de baches.
En verano, el camino también solía tener unos contornos imprecisos, pero era practicable; en ese
momento estaba obstruido por medio metro de nieve blanda primaveral. Cuando llevaban recorridos
16 kilómetros desde la carretera, Gallien detuvo el vehículo en lo alto de una suave pendiente por
miedo a quedarse atrapado si iba más lejos. Las heladas cumbres de la cordillera más alta de
América del Norte brillaban en el horizonte.
Alex insistió en que Gallien se quedara con su reloj, su peine y todo el dinero que, según dijo,
llevaba encima: un montón de calderilla que sumaba 85 centavos.
—No quiero tu dinero —protestó Gallien—. Ya tengo mi propio reloj.
—Si no lo coges, lo tiraré —replicó Alex alegremente—. No quiero saber la hora ni el día. Ni
dónde estoy. Nada de eso importa.
Antes de que Alex bajara de la camioneta, Gallien rebuscó detrás del asiento, sacó un par de
viejas botas de goma y persuadió al chico de que las cogiera. «Le venían demasiado grandes —
recuerda Gallien—, pero le dije que se pusiera dos pares de calcetines y que quizá bastaría para que
conservase los pies calientes y secos.»
—¿Cuánto te debo?
—No te preocupes —respondió Gallien.
Luego dio al chico un trozo de papel con su número de teléfono, que Alex se guardó con cuidado
en un billetero de nailon, y añadió:
—Si consigues salir de ésta, llámame y te diré cómo puedes devolverme las botas.
La esposa de Gallien le había preparado unos emparedados de queso y atún y una bolsa de maíz
frito para el almuerzo, pero Gallien persuadió también al joven autostopista de que aceptara la
comida. Alex sacó una cámara de la mochila y le pidió a Gallien que le hiciera una foto al pie del
camino con el rifle al hombro. Poco después desaparecía, con una gran sonrisa, por la pista oculta
bajo la nieve. Era martes, 28 de abril de 1992.
Gallien hizo girar la camioneta, desanduvo el camino hasta la carretera de George Parks y
continuó su viaje hacia Anchorage. Unos kilómetros más adelante pasó por el pequeño pueblo de
Healy, donde la policía montada de Alaska tenía un puesto de guardia. Gallien pensó por un momento
en pararse y dar cuenta a las autoridades de su encuentro con Alex, pero no lo hizo. «Me imaginé que
no pasaría nada —explica—. Pensé que no tardaría mucho en tener hambre y que caminaría hasta la
carretera. Es lo que hubiera hecho cualquier persona normal.»
2
LA SENDA DE LA ESTAMPIDA (I)
Jack London es el Rey
Alexander Supertramp
Mayo 1992
[Inscripción grabada en un trozo de madera descubierto en el lugar que murió Chris McCandless.]
Un sombrío bosque de abetos se cernía amenazador sobre las márgenes del río helado. No hacía
mucho que el viento había despojado a los árboles de su manto blanco, y éstos parecían arrimarse
mutuamente bajo la agonizante luz del crepúsculo, negros como un mal presagio. Un vasto
silencio reinaba sobre la tierra. La misma tierra era una desolación pura, sin vida ni movimiento,
tan fría y desnuda que su espíritu no era siquiera el espíritu de la tristeza. Se insinuaba una
especie de risa más terrible que cualquier tristeza: una risa amarga como la sonrisa de la
Esfinge, una risa fría como la escarcha y que participaba de una siniestra infalibilidad. Era la
magistral sabiduría de la eternidad que se reía de la futilidad y los inútiles esfuerzos de la vida.
Era la naturaleza salvaje, el helado corazón de las tierras salvajes del Norte.
JACK LONDON,
Colmillo blanco
Al norte de la cordillera de Alaska, antes de que las formidables murallas del monte McKinley y sus
satélites sucumban ante la llanura de Kantishna, se levantan unos macizos montañosos menos
importantes conocidos como la cordillera Exterior, que se desparraman entre planicies como una
arrugada manta sobre una cama deshecha. Entre las crestas silíceas de las dos escarpaduras más
externas de la cordillera Exterior corre de este a oeste una depresión de unos ocho kilómetros,
alfombrada con una cenagosa amalgama de tremedales, espesuras de alisos y vetas de esqueléticos
abetos. La Senda de la Estampida, la ruta que siguió Chris McCandless para adentrarse en tierras
salvajes, pasa serpenteando a través de ese ondulante laberinto de valles.
Un legendario minero llamado Earl Pilgrim abrió el camino en los años treinta; conducía hasta
unos yacimientos de antimonio que él reclamaba en el riachuelo del que tomó su nombre la Senda.
Los yacimientos estaban situados más arriba de Clearwater, el punto donde se bifurca el río Toklat.
En 1961, una empresa constructora de Fairbanks, la Yutan, obtuvo un contrato del nuevo estado de
Alaska —proclamado sólo dos años antes— para mejorar lo que era una mera pista forestal y
convertirla en una carretera asfaltada por la que los camiones pudieran transportar durante todo el
año la mena que se extraía de las minas. Para alojar a los peones que construían la carretera, la
Yutan compró tres autobuses destinados al desguace, los remozó equipándolos con literas y una
sencilla estufa cilíndrica de leña, e hizo que un tractor oruga los arrastrara hacia el monte.
Las obras se interrumpieron en 1963; al final se habían construido unos 80 kilómetros de
carretera, pero jamás se llegaron a levantar puentes sobre los numerosos cursos de agua que la
atravesaban, de modo que las periódicas inundaciones y las sucesivas heladas y deshielos la hicieron
intransitable al cabo de poco tiempo. La Yutan se llevó de nuevo dos de los autobuses hacia la
carretera principal, pero el tercero fue abandonado a medio camino para que sirviera de refugio a los
cazadores y tramperos que se aventuraban hacia el interior. En las tres décadas posteriores a la
finalización de la carretera, los derrubios y la maleza, así como los embalses de los castores,
destruyeron la mayor parte del firme, pero el autobús sigue allí. El abandonado vehículo, un antiguo
International Harvester fabricado en los años cuarenta, se halla 38 kilómetros al oeste de Healy a
vuelo de pájaro, aherrumbrándose entre montones de ramas caídas y adquiriendo un aspecto cada vez
más insólito al lado de la Senda de la estampida, fuera de los límites del parque del Denali. El motor
ya no existe. Los cristales están agrietados o bien han desaparecido por completo, y el suelo está
cubierto de botellas de whisky rotas. La corrosión casi se ha comido la pintura verde y blanca. Unas
letras borrosas indican que la decrépita máquina había formado parte del servicio de transportes
públicos de la ciudad de Fairbanks: línea 142. En la actualidad no es raro que transcurran seis o
siete meses sin que el autobús reciba ningún visitante humano; sin embargo, a principios de
septiembre de 1992, seis personas que llegaron en tres grupos separados coincidieron por casualidad
una misma tarde en el remoto emplazamiento del autobús.
En 1980, el Parque Nacional del Denali se amplió hasta abarcar las suaves colinas de Kantishna
y el macizo de la cordillera Exterior situado más al norte, pero una franja de terreno llano quedó
excluida de los nuevos límites de esta enorme reserva natural: se trataba de un largo brazo de tierra
conocido como el Distrito del Lobo, que circunda la primera mitad de la Senda de la Estampida.
Puesto que el espacio protegido del parque del Denali la rodea por tres lados, esta franja de unos
350 kilómetros cuadrados alberga un número de lobos, osos pardos, caribúes, alces y otros animales
muy superior al que en buena lógica le corresponde. Los cazadores y tramperos que conocen la
anomalía guardan celosamente este secreto local. En otoño, tan pronto como se levanta la veda del
alce, un puñado de cazadores cumple con el rito de visitar el viejo autobús que yace junto al río
Sushana, en el extremo occidental de la franja excluida del parque, a tres kilómetros escasos de sus
lindes.
Ken Thompson, el propietario de un taller de chapa y pintura de Anchorage, Gordon Samel, su
operario, y Ferdie Swanson, un amigo de este último, obrero de la construcción, salieron en
dirección al autobús el 6 de septiembre de 1992 para cazar alces. Llegar hasta el emplazamiento del
vehículo abandonado no es fácil. A unos 15 kilómetros del final del tramo mejor conservado, la
Senda de la Estampida cruza el río Teklanika, un torrente rápido y helado de aguas opacas que
arrastra sedimentos que proceden de una morrena glaciar. El camino desciende hacia el margen del
río hasta llegar a una estrecha garganta por la que el Teklanika fluye violentamente formando grandes
borbotones de espuma blanca y luego sigue corriente arriba. Ante la perspectiva de verse obligada a
vadear este torrente lechoso y turbulento, la gente se desanima y no continúa adelante.
Sin embargo, Thompson, Samel y Swanson son unos lugareños obstinados que se empeñan en
conducir vehículos a motor por sitios que parecen concebidos para que éstos no circulen. Al llegar al
Teklanika se dedicaron a explorar la ribera del río hasta que encontraron un lugar donde las rocas
dibujaban un ancho trenzado surcado de arroyos no muy profundos, y sin pensarlo dos veces
procedieron a atravesar el cauce.
«Yo iba el primero —dice Thompson—. El río tenía una anchura de unos 23 metros y la corriente
era muy fuerte. Mi camioneta es una Dodge del 82; lleva un gato hidráulico incorporado, tracción en
las cuatro ruedas y unos neumáticos de 97 centímetros. El agua llegó casi al capó. Hubo un momento
en que creí que no conseguiría cruzarlo. La camioneta de Gordon tiene instalado un cabrestante
frontal capaz de resistir hasta tres toneladas y media. Me seguía para sacarme en caso de que
desapareciera bajo el agua.»
Thompson logró llegar a la orilla opuesta sin problemas, y Samel y Swanson le siguieron en sus
camionetas. Dos de las camionetas llevaban vehículos todoterreno ligeros en las respectivas
plataformas traseras: uno de tres ruedas y otro de cuatro. Aparcaron las camionetas en un pedregal,
descargaron los todoterreno y continuaron hacia el autobús en estos vehículos, más pequeños y
manejables.
Noventa metros más allá del río, el camino se hundía en una serie de diques hechos por los
castores, donde el nivel del agua les llegaba a la altura del pecho. Sin dejarse intimidar, los tres
lugareños dinamitaron los troncos y ramas de los diques con el fin de desaguar los embalses.
Siguieron adelante con sus vehículos, subieron por el lecho rocoso de un arroyo y atravesaron unas
densas espesuras de alisos. Cuando por fin llegaron al autobús, era media tarde. Según Thompson,
encontraron a «un chico y una chica de Anchorage que estaban de pie a un metro y medio del autobús;
parecía que hubieran visto un fantasma».
Ninguno de los dos había entrado en él, pero se habían acercado lo suficiente para notar «el olor
nauseabundo que provenía del interior». En la puerta trasera, atada al extremo de una rama de aliso,
alguien había improvisado una bandera con unas mallas rojas de punto como las que usan los
bailarines. La puerta estaba entornada y tenía pegada con cinta adhesiva una nota inquietante. En una
hoja arrancada de una novela de Nikolai Gogol, se leía un texto escrito a mano y en letras de molde:
La pareja de Anchorage se había quedado tan trastornada por lo que la nota implicaba y el
sobrecogedor olor a putrefacción que no se había atrevido a inspeccionar el interior del autobús, así
que Samel hizo acopio de valor y se decidió a echar una ojeada. Atisbó por la ventana y vio un rifle
Remington, una caja de plástico llena de cartuchos, ocho o nueve libros, unos vaqueros raídos,
algunos utensilios de cocina y una mochila cara. En el fondo, sobre una litera construida con
materiales de mala calidad, se veía un saco de dormir azul que parecía contener a alguien o algo,
aunque, según Samel, «era difícil estar seguro».
«Yo estaba de pie encima de un tocón —continúa diciendo Samel— y sacudí un poco el saco de
dormir a través del cristal trasero. Era indudable que allí había algo, pero, fuera lo que fuera, no
pesaba demasiado. Hasta que no rodeé el autobús y llegué al otro lado no vi la cabeza que asomaba,
y entonces supe a ciencia cierta que el saco de dormir contenía un cadáver.»
Chris McCandless llevaba muerto dos semanas y media.
Samel, un hombre de convicciones arraigadas, decidió que el cadáver tenía que ser evacuado de
inmediato. Sin embargo, no había espacio suficiente para transportarlo en ninguno de los vehículos,
ni en el suyo, ni en el de Thompson, ni en el todoterreno de la pareja de Anchorage. Al cabo de un
rato apareció en escena una sexta persona, un cazador de Healy llamado Butch Killian. Puesto que
Killian conducía un Argo —un gran todoterreno anfibio de ocho ruedas—, Samel propuso que fuera
él quien evacuara los restos mortales, pero Killian se negó a hacerlo e insistió en que esa tarea
correspondía a la policía montada de Alaska.
Killian, un minero pluriempleado que también ejerce de ATS voluntario en la brigada de
bomberos de Healy, llevaba un radiotransmisor en el Argo. Al no poder contactar con nadie desde
aquella posición, volvió hacia la carretera principal; cuando ya había recorrido ocho kilómetros,
poco antes de que oscureciera consiguió que le respondiera el operador de radio de la central
eléctrica de Healy.
—Central, os habla Butch. Tenéis que avisar a la policía montada. Hay un hombre en el autobús
que está cerca del Sushana. Parece que lleva muerto algún tiempo.
A las ocho y media de la mañana siguiente un helicóptero de la policía se posó ruidosamente
junto al autobús levantando una gran polvareda y remolinos de hojas de álamo. La policía montada
llevó a cabo una inspección superficial del autobús y los alrededores por si había algún indicio de
delito. A continuación, los policías se marcharon llevándose el cadáver, una cámara con cinco rollos
de película expuesta, la nota de socorro y un diario escrito sobre las dos últimas hojas de una guía de
campo de plantas comestibles. El diario se componía de 113 entradas escuetas y enigmáticas que
dejaban constancia de las últimas semanas de vida del muchacho.
Transportaron el cadáver hasta Anchorage para que el laboratorio de la policía judicial realizara
la autopsia. El cuerpo de Chris McCandless se hallaba en un estado de descomposición tan extremo
que fue imposible determinar con exactitud la fecha de su muerte, pero la médico forense no encontró
señal alguna de heridas internas traumáticas ni fracturas óseas. En el cuerpo apenas quedaba grasa
subcutánea y se apreciaba que los músculos se habían atrofiado durante los días o las semanas que
precedieron a la muerte. En el momento de la autopsia, el cuerpo sólo pesaba 30 kilos. La forense
dictaminó que la causa más probable del fallecimiento había sido el hambre.
Al pie de la nota de socorro figuraba la firma de Chris McCandless. Cuando se revelaron los
rollos de película, apareció un gran número de autorretratos. No obstante, puesto que no llevaba
consigo ninguna identificación, las autoridades no sabían quién era, de dónde procedía ni qué estaba
haciendo allí.
3
CARTHAGE (I)
Quería movimiento, no una existencia sosegada. Quería emoción y peligro, así como la
oportunidad de sacrificarme por amor. Me sentía henchido de tanta energía que no podía
canalizarla a través de la vida tranquila que llevábamos.
LEÓN TOLSTOI,
Felicidad familiar
[Pasaje subrayado en uno de los libros encontrados junto al cadáver de Chris McCandless.]
Nadie debería negar […] que el nomadismo siempre nos ha estimulado y llenado de júbilo. En
nuestro pensamiento, la condición de nómada está asociada a escapar de la historia, la opresión,
la ley y las obligaciones agobiantes, a un sentimiento de libertad absoluta, y el camino del
nómada siempre conduce hacia el oeste.
WALLACE STEGNER,
The American West as Living Space
Carthage, en Dakota del Sur, es un pequeño pueblo de 274 habitantes que se yergue letárgico y
humilde en la inmensidad de las llanuras del Norte, abandonado a la deriva del tiempo y formado por
un racimo de casas de madera con pulcros porches y almacenes con fachadas de desgastados
ladrillos. Impresionantes hileras de álamos de Virginia proyectan su sombra sobre la cuadrícula de
unas calles en las que el tránsito rodado rara vez es molesto. El pueblo dispone de una tienda de
comestibles, un banco, una única gasolinera y un solitario bar en las afueras: el Cabaret, donde
Wayne Westerberg se toma una copa y masca un buen cigarro mientras recuerda al singular muchacho
que conoció bajo el nombre de Alex.
De las paredes forradas de madera contrachapada cuelgan cornamentas de ciervo, anuncios de
cerveza Old Milwaukee y empalagosos cuadros que representan aves de caza emprendiendo el vuelo.
Volutas de fino humo se elevan de los cigarrillos sobre los grupos de granjeros vestidos con monos
de trabajo y gorras cubiertas de polvo. Sus cansadas facciones están tan incrustadas de mugre como
las de un minero del carbón. Se expresan por medio de frases lacónicas, prácticas, preocupados por
las inclemencias del tiempo y por el hecho de que los campos de girasoles estén todavía demasiado
húmedos para segarlos, mientras el rostro socarrón de Ross Perot parpadea en lo alto desde un
televisor al que le han quitado el sonido. En ocho días más el país elegirá presidente a Bill Clinton.
Han pasado casi dos meses desde que el cadáver de Chris McCandless apareció en Alaska.
«Esto es lo que Alex solía beber —dice Westerberg frunciendo el entrecejo y removiendo el
hielo de su White Russian, un combinado de vodka, licor de café y crema de leche—. Se sentaba
justo ahí, al final de la barra, y nos contaba historias increíbles sobre sus viajes. Podía hablar
durante horas. Mucha gente del pueblo le tomó cariño. Lo que le ocurrió parece muy raro, ¿no?»
Westerberg, un hombre de espaldas anchas y con una perilla de chivo, que transmite una energía
desbordante, es el propietario de dos elevadores de grano, uno en Carthage y otro a unos pocos
kilómetros del pueblo, pero se pasa los veranos dirigiendo un grupo de operarios de cosechadoras
que trabajan por encargo y se desplazan desde el norte de Texas hasta la frontera canadiense
siguiendo la temporada de la recolección. En 1990, cerró un trato para ocuparse de la siega de las
grandes extensiones de cebada que posee la Anheuser-Busch en las regiones del centro y el norte de
Montana. La tarde del 10 de septiembre de aquel año, cuando regresaba en coche desde Cut Bank,
donde había comprado unas piezas de recambio para una cosechadora averiada, recogió a un
autostopista, un simpático muchacho que dijo llamarse Alex McCandless.
McCandless no era muy alto y tenía el físico delgado y endurecido de un jornalero. Por alguna
razón, los ojos del chico le llamaron la atención. Eran oscuros y emotivos, y parecían contener algún
vestigio de sangre exótica, como si sus antepasados fueran griegos o indios chippewa; transmitían
una sensación tal de vulnerabilidad que Westerberg sintió que debía hacerse cargo de él. Tenía el
típico aspecto de chico bueno y sensible, de esos que las mujeres se sienten encantadas de mimar,
pensó Westerberg. Su rostro poseía una rara elasticidad; podía mantenerse inmóvil e inexpresivo
para transformarse al cabo de un instante en una enorme sonrisa bobalicona que desfiguraba sus
facciones y ponía al descubierto unos dientes caballunos. Era miope y llevaba unas gafas con
montura metálica. Parecía hambriento.
Diez minutos después de haber recogido a McCandless, Westerberg se detuvo en el pueblo de
Ethridge para entregar un paquete a un amigo.
«Mi amigo nos ofreció una cerveza —explica Westerberg— y le preguntó a Alex cuánto tiempo
llevaba sin comer. Alex le confesó que un par de días. Dijo que se le había terminado el dinero o
algo parecido.»
Al oírlos, la mujer del amigo insistió en prepararle una abundante cena, que Alex engulló en un
abrir y cerrar de ojos. Luego se quedó dormido encima de la mesa.
McCandless le había contado que se dirigía hacia Saco Hot Springs, un sitio del que le habían
hablado unos «vagabundos motorizados» (es decir, que poseían algún vehículo, a diferencia de los
simples «vagabundos a pie», que no tenían ningún medio de transporte y se veían obligados a
desplazarse andando o haciendo autostop). Al parecer, Saco Hot Springs estaba situado a 380
kilómetros hacia el este siguiendo la interestatal 2. Westerberg le había respondido que sólo podía
llevarlo unos 20 kilómetros, hasta que tomara un desvío en dirección norte para llegar a Sunburst;
allí, junto a los campos en los que estaba trabajando, tenía una caravana. Cuando Westerberg se paró
en el arcén para dejar a McCandless, ya eran las diez y media de la noche y llovía copiosamente.
—Me sabe mal tener que dejarte aquí, joder, en medio de este diluvio —exclamó Westerberg—.
Veo que traes un saco de dormir, ¿por qué no te vienes conmigo hasta Sunburst y pasas la noche en la
caravana?
McCandless se quedó tres días con Westerberg. Soportaba cada mañana las mismas penalidades
que el grupo, como uno más de los trabajadores que se abrían paso con sus pesadas máquinas a
través de aquel océano de cereal rubio y maduro. Antes de separarse, Westerberg le dijo que si algún
día necesitaba trabajo preguntara por él en Carthage.
«Apenas habían pasado un par de semanas cuando Alex volvió a aparecer por el pueblo»,
recuerda Westerberg.
Lo empleó en el elevador de grano y le alquiló una habitación en una de las dos casas que poseía.
«Durante años, he dado trabajo a muchos autostopistas —sigue diciendo—. La mayoría no lo
hacían demasiado bien; no les gustaba demasiado trabajar. Alex era distinto. Era el trabajador más
esforzado que haya visto jamás. Por penoso que fuera lo que le pidieras, él lo hacía. Los trabajos
físicos más duros, desde limpiar el grano podrido hasta sacar ratas muertas del fondo de un agujero,
tareas en las que terminas tan hecho una porquería que al final del día ni te reconoces. Nunca dejaba
nada a medio hacer. Terminaba todo lo que empezaba. Se lo tomaba casi como un deber moral. Era
lo que se dice alguien muy honrado, muy ético. Se exigía mucho a sí mismo.
»Se notaba enseguida que era muy inteligente —reflexiona Westerberg mientras apura su tercera
copa—. Leía mucho. Utilizaba palabras rebuscadas. En parte, creo que lo que pudo llevarlo a
meterse en problemas era que pensaba demasiado. A veces se emperraba demasiado en querer
entender el sentido del mundo, en desentrañar qué motivaciones podían tener las personas para ser
tan malvadas las unas con las otras. En un par de ocasiones le comenté que era un error profundizar
tanto en esos asuntos, pero Alex no paraba de dar vueltas y más vueltas a todo. Siempre tenía que
saber cuál era la respuesta correcta a un problema antes de pasar al siguiente.»
Westerberg descubrió entonces en un impreso de Hacienda que su verdadero nombre no era Alex,
sino Chris.
«Nunca me explicó por qué había cambiado de nombre —comenta Westerberg—. Por algunas de
las cosas que contaba, noté que algo no iba del todo bien entre su familia y él, pero no me gusta
entrometerme en la vida de los demás y nunca le pregunté nada.»
En el caso de que McCandless echara de menos a sus padres y hermanos, encontró una familia
sustituta en Westerberg y sus empleados, que en su mayoría vivían en la casa del mismo Westerberg
en Carthage. Situada a pocas manzanas del centro del pueblo, la vivienda es una sencilla
construcción victoriana de dos plantas al estilo reina Ana, con un imponente álamo de Virginia en el
patio delantero que descuella por encima del tejado. Las reglas de convivencia eran imprecisas e
imperaba la camaradería. Los cuatro o cinco inquilinos se turnaban para cocinar y salían juntos para
ir de copas y ligar, esto último sin éxito.
McCandless se enamoró enseguida de Carthage. Le gustaba la atmósfera de estancamiento de la
pequeña comunidad, así como sus virtudes plebeyas y su apariencia modesta. El lugar era como un
remanso de paz, el recodo de un río donde flotan los desechos más allá del violento empuje de la
corriente principal, algo que le encajaba como anillo al dedo. Durante aquel otoño, estableció un
vínculo afectivo duradero con el pueblo en general y Wayne Westerberg en particular.
Westerberg, que tiene unos 35 años, fue criado en Carthage por sus padres adoptivos. Como un
hombre del Renacimiento afincado en las extensas llanuras del Oeste, es a la vez granjero, hombre de
negocios, especulador en materias primas, soldador, operario de toda clase de máquinas, un experto
mecánico, piloto de avioneta, programador informático, localizador de averías electrónicas y técnico
en reparaciones de videojuegos. Sin embargo, poco antes de conocer a McCandless, uno de sus
numerosos talentos le había colocado en una difícil situación ante la justicia.
Westerberg se había visto involucrado en una red de fabricación y venta de decodificadores
ilegales que permitían ver sin pagar los canales de televisión por cable. La actividad llegó a oídos
del FBI, que lo detuvo tras tenderle una trampa. Arrepentido, se declaró culpable del único delito
grave del que lo acusaban, obtuvo una reducción de la pena y el 10 de octubre de 1990, unas dos
semanas después de que McCandless llegara a Carthage, empezó a cumplir una condena de cuatro
meses en la prisión de Sioux Falls. Con Westerberg en la cárcel, McCandless se quedó sin trabajo en
el elevador de grano, así que el 23 de octubre abandonó el pueblo y reanudó su vida nómada, puede
que antes de lo que habría deseado si las circunstancias hubieran sido otras.
Sin embargo, su fuerte apego a Carthage persistió. Antes de partir, regaló a Westerberg su
preciada edición de 1942 de Guerra y paz de Tolstoi y escribió en la primera página:
«Transferido a Wayne Westerberg por Alexander. Octubre de 1990. Haz caso a Pierre.» Esta
última frase era una referencia al protagonista de la novela y alter ego de Tolstoi, Pierre Bezujov,
hijo ilegítimo, generoso y altruista, siempre en busca de aventuras. McCandless siguió manteniendo
el contacto con Westerberg mientras erraba por el Oeste; cada uno o dos meses, llamaba o escribía a
Carthage. Hizo que toda su correspondencia fuera remitida a la dirección de Westerberg y dijo a casi
todas las personas que conoció a partir de entonces que era de Dakota del Sur.
En realidad, Alex, o Chris, había crecido en un apacible barrio de clase media alta situado en las
afueras de Annandale, Virginia. Su padre, el doctor Walt McCandless, un eminente ingeniero
aeronáutico, trabajó en la NASA y Hughes Aircraft durante los años sesenta y setenta, y fue el
responsable del diseño de avanzados sistemas de radar para los transbordadores espaciales, así
como de otros importantes proyectos de alta tecnología. En 1978, Walt se instaló por su cuenta y creó
una pequeña pero rentable firma de consultoría, la User Systems. La persona que se asoció con él en
esta aventura fue precisamente su segunda esposa y madre de Chris, Billie. En total, la familia se
componía de ocho hermanas y hermanos: los seis hijos nacidos del primer matrimonio, el propio
Chris y Carine, hija también de Billie, a la que se sentía muy unido.
En mayo de 1990 Chris se graduó por la Universidad Emory de Atlanta, donde había sido
primero columnista y luego editor del periódico estudiantil, The Emory Wheel, y se había
especializado en historia y antropología, obteniendo un respetable 7,5 de nota media. Le ofrecieron
entrar en una prestigiosa fraternidad universitaria, la Pi Beta Kappa, pero rehusó insistiendo en que
los títulos y honores carecían de importancia.
Se costeó los dos últimos años de la carrera gracias a una donación de 40.000 dólares hecha por
un amigo de la familia. Tras obtener la licenciatura, todavía le quedaban más de 24.000, y sus padres
pensaron que los destinaría a continuar sus estudios universitarios en la facultad de Derecho.
«Interpretamos mal sus intenciones», admite su padre. Lo que Walt, Billie y Carine no sabían
cuando viajaron a Atlanta para asistir a la ceremonia de entrega de diplomas, lo que nadie sabía, era
que al cabo de poco tiempo iba a donar ese fondo para sus estudios a OXFAM América, una
organización humanitaria dedicada a combatir el hambre en el mundo.
La ceremonia de graduación tuvo lugar el 12 de mayo, un sábado. La familia soportó sentada en
sus asientos el interminable y prolijo discurso inaugural a cargo de la entonces ministra de Trabajo
del gobierno federal, Elizabeth Dole, y luego Billie tomó varias fotografías de Chris mientras éste
cruzaba el estrado con una amplia sonrisa para recibir el diploma.
El 13 de mayo era el Día de la Madre. Chris regaló a Billie un ramo de flores y unos dulces
acompañados de una tarjeta de felicitación. El detalle la sorprendió y enterneció sobremanera: era el
primer regalo que recibía de su hijo en mucho tiempo, ya que dos años atrás Chris había anunciado a
sus padres que por una cuestión de principios no haría ni aceptaría obsequios de ninguna clase. Es
más, los había regañado hacía muy poco por manifestar su deseo de comprarle un coche nuevo como
regalo de graduación y pagar sus estudios de Derecho en caso de que el fondo no llegara a cubrir
todos los gastos.
Ya tenía un coche que iba perfectamente bien, aseguró Chris: su querido Datsun del 82, un poco
abollado y cuyo cuentakilómetros pasaba de los 200.000, pero con el motor todavía en buen estado.
Más tarde, en una carta a Carine, se quejaba.
Me parece increíble que intenten comprarme un coche o piensen que voy a permitirles que me
paguen la carrera de Derecho, en el supuesto de que vaya a hacerla […]. Pese a que les he dicho cien
mil veces que tengo el mejor coche del mundo, un coche que ha atravesado todo el continente, desde
Miami a Alaska, que no me ha dado ni un solo problema a lo largo de los miles de kilómetros que he
recorrido, un coche que jamás venderé porque le tengo mucho afecto, ¡hacen oídos sordos a lo que
les digo y continúan creyendo que terminaré por aceptar otro! En el futuro tendré más cuidado y no
aceptaré nada que venga de ellos, para que no crean que pueden comprarme.
Chris había adquirido de segunda mano el Datsun amarillo cuando aún estaba terminando el
instituto. En los años siguientes, empezó a acostumbrarse a hacer largos viajes por carretera durante
las vacaciones escolares. Siempre había ido solo, sin compañía alguna. El fin de semana de la
ceremonia de graduación mencionó a sus padres, sin darle importancia, que tenía la intención de
pasar el siguiente verano en la carretera. Su frase exacta fue: «Me parece que voy a desaparecer por
un tiempo.»
En aquel momento, sus padres no entendieron el sentido del anuncio de Chris, aunque Walt
reprendió con cariño a su hijo diciéndole:
—¡Pero tienes que prometer que vendrás a vernos antes de irte!
Chris sonrió e hizo una especie de gesto de afirmación con la cabeza, una reacción que Walt y
Billie interpretaron como una confirmación de que volvería a Annandale antes de que finalizara el
verano. Luego se despidieron.
Hacia finales de junio, Chris, que aún estaba en Atlanta, envió a sus padres una copia de sus
notas finales: sobresaliente en «Historia del pensamiento antropológico» y «La segregación racial y
la sociedad surafricana»; notable alto en «Política africana contemporánea» y «La crisis alimentaria
en África». Las calificaciones iban acompañadas de una breve nota:
Ésta es la copia de mi expediente académico. El curso me ha ido muy bien y he terminado con un
promedio de notas muy alto.
Gracias por las fotografías, la maquinilla de afeitar y la postal de París. Parece que disfrutasteis
mucho con el viaje. Debió de ser muy divertido.
Le entregué a Lloyd [el amigo íntimo de Chris en Emory] su fotografía, y me ha dicho que os dé
las gracias; no tenía ninguna instantánea de la entrega del diploma.
Por lo demás no hay mucho que contar, salvo que el calor aprieta y la humedad es sofocante.
Recuerdos a todos de mi parte.
Fue lo último que la familia de Chris supo de él.
Durante el último año que pasó en Atlanta, Chris había vivido fuera del campus en una habitación
monacal, amueblada con poco más que un delgado colchón extendido sobre el suelo, una mesa y unas
cajas de cartón. Lo mantenía todo tan ordenado y sin mácula que parecía un barracón del ejército. Ni
siquiera tenía teléfono, de modo que Walt y Billie no podían llamarlo.
A principios de agosto de 1990, al ver que no daba señales de vida desde que habían recibido la
nota con las calificaciones finales, los padres de Chris decidieron viajar en coche hasta Atlanta para
visitarlo. Cuando llegaron al apartamento, lo encontraron vacío y con un cartel pegado en la ventana
que rezaba «Se alquila». El administrador de la finca les dijo que Chris se había mudado a finales de
junio. Cuando Walt y Billie regresaron a casa, descubrieron que todas las cartas que le habían
mandado durante el verano les habían sido devueltas en un paquete.
«Chris había dado instrucciones a la oficina de correos para que las retuvieran hasta el 1 de
agosto, por lo visto con la intención de que no nos enteráramos de lo que pasaba —explica Billie—.
Nos dejó muy preocupados.»
Para entonces, ya hacía mucho que Chris se había ido. Cinco semanas antes había cargado todas
sus pertenencias en su pequeño coche y partido hacia el Oeste sin un itinerario establecido. El viaje
iba a ser una odisea en el pleno sentido de la palabra, un viaje épico que cambiaría toda su vida. Tal
como él lo veía, se había pasado cuatro años preparándose para llevar a cabo una obligación
absurda y onerosa: graduarse. Por fin se había liberado de las ataduras, emancipado del mundo
opresivo formado por sus padres y los que eran iguales que ellos, un mundo hecho de abstracciones,
seguridad y bienestar material, un mundo en el que sentía como una dolorosa amputación la ausencia
del latir puro y salvaje de la existencia.
Al escapar de Atlanta y dirigirse hacia el oeste, pretendía inventarse una vida radicalmente
nueva, una vida en la que sería libre y podría sumirse en una experiencia desprovista de filtros. Para
simbolizar la completa ruptura con su vida anterior, llegó incluso a adoptar una nueva identidad. Ya
no respondería al nombre de Chris McCandless, sino que iba a ser Alexander Supertramp, dueño de
su propio destino.
4
LA CORRIENTE DETRÍTICA
El desierto es un entorno de revelaciones, un lugar de una genética y una psicología extrañas, de
una sensorialidad austera, con una estética abstracta y una historia cargada de hostilidad […].
Sus formas son audaces, incitantes. La mente queda presa de la luz, el espacio, la originalidad
cinestética de la aridez, las altas temperaturas y el viento. El cielo del desierto es envolvente,
majestuoso y terrible. En otros hábitats, la línea del horizonte se quiebra o se oscurece; en el
desierto se funde con la bóveda que está sobre nuestras cabezas, infinitamente más vasta que la
que se divisa en las grandes extensiones donde se despliegan campos y bosques […]. En este cielo
panorámico, las nubes parecen más compactas y a veces la concavidad de su parte inferior refleja
con magnificencia la curvatura del globo terráqueo. La angularidad de las formas terrestres del
desierto confiere una arquitectura monumental a las nubes tanto como al mismo relieve […]. Es
al desierto adonde se dirigen los profetas y ermitaños, adonde van los peregrinos y exiliados. Es
en él que los líderes de las grandes religiones han buscado los valores terapéuticos y espirituales
del retiro, no para escapar de la realidad, sino para descubrirla.
PAUL SHEPARD,
Man in the Landscape:
a Historic View of the Esthetics of Nature
La Arctomecon californica, una amapola conocida como Garra de oso, es una flor silvestre que no
existe en ningún otro lugar del planeta salvo en un recóndito paraje del desierto de Mojave. A finales
del verano, produce durante un breve lapso de tiempo una delicada flor dorada, pero durante la
mayor parte del año la planta pasa inadvertida y languidece sin ornamentos sobre la tierra agostada.
La Arctomecon californica es lo suficientemente rara como para estar clasificada como especie en
peligro de extinción. En octubre de 1990, unos tres meses después de que McCandless abandonara
Atlanta, un guarda del servicio de vigilancia de parques llamado Bud Walsh se adentró en el
desolado interior del Área Recreativa Nacional del lago Mead[1] con la orden de llevar a cabo un
recuento de la población existente de amapolas Garra de oso. La administración federal quería
conocer mejor hasta qué punto escaseaban.
La Arctomecon californica sólo crece en una clase de suelo yesoso que se da en abundancia a lo
largo de la orilla sur del lago Mead, así que Walsh condujo hacia allí a su equipo de guardas para
realizar el reconocimiento botánico. Dejaron la carretera de Temple Bar, condujeron tres kilómetros
a campo traviesa hasta llegar a la ancha torrentera conocida como la Corriente Detrítica, aparcaron
sus camionetas cerca de la ribera del lago y empezaron a trepar por el empinado margen oriental de
la torrentera, una cuesta de yeso blanquecino y desmenuzado de la que se desprendían terrones y
guijarros a medida que subían. Unos minutos más tarde, cuando estaban a punto de coronar la cuesta,
uno de los guardas se detuvo para recobrar el aliento y miró hacia abajo.
—¡Eh, mirad que hay allí! —exclamó—. ¿Qué demonios es eso?
Justo al lado del cauce seco, en una mata de orzaga próxima al lugar donde habían aparcado, se
veía un gran objeto oculto bajo una lona impermeabilizada parduzca. Cuando los guardas retiraron la
lona, descubrieron un viejo Datsun amarillo que carecía de las placas de matrícula. Una nota pegada
al parabrisas rezaba: «Esta mierda de máquina ha sido abandonada. Si alguien consigue sacarla de
aquí, puede quedársela.»
Las portezuelas del vehículo no estaban cerradas con llave. Las alfombrillas aparecían cubiertas
de barro, al parecer a causa de alguna riada reciente. Cuando miró en el interior, Walsh encontró una
guitarra Gianini, un cazo que contenía monedas por valor de 4 dólares con 93 centavos, un balón de
fútbol, una bolsa de basura llena de ropa vieja, una caña y diversos avíos de pesca, una maquinilla
de afeitar eléctrica nueva, una armónica, varios cables de arranque sueltos y un saco de arroz de 12
kilos. La llave de contacto estaba en la guantera.
Según Walsh, los guardas inspeccionaron los alrededores por si veían «algo sospechoso» y luego
se marcharon. Cinco días después, otro guarda volvió hasta al vehículo abandonado, consiguió
ponerlo en marcha sin grandes dificultades y lo llevó al parque móvil que tiene el servicio de
vigilancia en Temple Bar.
«Vino hasta aquí a más de noventa kilómetros por hora —recuerda Walsh—. Me comentó que no
tenía ningún fallo mecánico. El motor iba a las mil maravillas.»
Con el fin de averiguar el nombre del propietario, los guardas difundieron por teletipo un boletín
destinado a los principales departamentos de policía y emprendieron una búsqueda informática
minuciosa a través de los bancos de datos del suroeste del país para comprobar si el número de serie
del bastidor estaba relacionado con algún delito. La investigación no dio ningún resultado.
Al final, los guardas siguieron la pista del número del bastidor hasta dar con los propietarios
iniciales, la compañía Hertz. La Hertz les comunicó que lo había vendido muchos años atrás como
vehículo usado después de retirarlo de su flota de alquiler y que no tenía ningún interés en
reclamarlo. Walsh recuerda que pensó: «¡Anda, genial! Un regalo de los dioses de la carretera.
Perfecto para operaciones encubiertas contra el narcotráfico.» Dicho y hecho. Durante los tres años
siguientes, el servicio de vigilancia utilizó el Datsun como tapadera para operaciones encubiertas de
compra de droga que condujeron a la detención de numerosos traficantes dentro del Área Nacional
Recreativa, infestada de criminalidad. Entre otras operaciones, participó en una redada en la que
cayó uno de los principales proveedores de metanfetaminas de la región, quien actuaba desde un
poblado de caravanas situado en las afueras de Bullhead City.
«Todavía hacemos muchos kilómetros con ese viejo coche —explica Walsh con orgullo a los dos
años y medio de haber encontrado el Datsun—. Unos dólares de gasolina y funciona todo el día.
Nunca se estropea. Siempre me he preguntado por qué no apareció nadie que lo reclamara.»
El Datsun, claro está, pertenecía a Chris McCandless. Después de salir de Atlanta, el 6 de julio
llegó al Área Recreativa Nacional del lago Mead dejándose llevar por un vertiginoso arrebato digno
de Emerson. Despreciando las señales que advierten que circular fuera de la carretera está
terminantemente prohibido, McCandless abandonó la calzada en un punto donde ésta cruza el amplio
cauce arenoso de la Corriente Detrítica. La recorrió a lo largo de unos tres kilómetros en dirección a
la orilla sur del lago. La temperatura llegaba a los 49°C. El desierto vacío se extendía en la
distancia, reverberando a causa del calor. Rodeado de nopales y abrojos, así como del cómico
corretear de escurridizos lagartos de collar, McCandless levantó su tienda de campaña bajo la
raquítica sombra que le ofrecía un tamariz y disfrutó de la libertad recobrada.
El curso de la Corriente Detrítica va desde las montañas situadas al norte de la ciudad de
Kingman hasta el lago Mead y drena las lluvias de la región. Durante la mayor parte del año, la
torrentera está tan seca como una tiza. Sin embargo, durante los meses de verano, de la tierra
abrasada surgen bolsas de aire extremadamente caldeadas que se elevan hacia el cielo formando
turbulentas corrientes de convección, como las burbujas que suben del fondo de una tetera hirviendo.
A menudo, estas corrientes ascendentes crean las células de compactos cumulonimbos en forma de
yunque que pueden llegar a situarse a una altura de 9.000 metros o más sobre el desierto de Mojave.
Dos días después de que McCandless instalara su campamento junto al lago Mead, una espesa
cortina de amenazadores nubarrones apareció en la lejanía del cielo de la tarde y poco después se
desencadenó una fuerte tormenta sobre gran parte de la Corriente.
McCandless estaba acampado justo en la orilla de la torrentera, en una terraza apenas un metro
más alta que el lecho. Cuando el flujo de agua y lodo proveniente de las partes altas empezó a
inundar el lugar, sólo tuvo el tiempo suficiente de recoger su tienda y sus pertenencias para evitar que
fueran arrastradas por la riada. Sin embargo, no pudo desplazar el coche hacia ninguna parte, ya que
la única vía de salida se había convertido en un río caudaloso. A medida que la tormenta amainaba,
la riada fue perdiendo la fuerza necesaria para llevarse el vehículo e incluso para ocasionarle daños
irreparables, pero dejó el motor húmedo, tanto que no arrancó cuando al cabo de unas horas
McCandless quiso poner el coche en marcha. Presa de la impaciencia, ahogó la batería.
Con la batería ahogada no tenía manera alguna de sacar el Datsun de allí. Si lo que esperaba era
volver a situar el coche en la carretera, la única opción que le quedaba era echar a andar y comunicar
a las autoridades que había sufrido un percance. Sin embargo, si acudía a los guardas en busca de
ayuda, le harían preguntas bastante embarazosas: ¿por qué había hecho caso omiso de las señales de
tráfico y había ido por la torrentera?, ¿era consciente de que el permiso de circulación del vehículo
había expirado hacía dos años y no lo había renovado?, ¿sabía que su carné de conducir también
había caducado?, ¿sabía además que circulaba careciendo de seguro?
Era improbable que una respuesta sincera a tales preguntas fuera bien recibida por los guardas.
Podía intentar explicar que se regía por un código de orden superior; argumentar que, como moderno
seguidor de las ideas de Henry David Thoreau, había adoptado como evangelio el ensayo titulado
Sobre el deber de la desobediencia civil y consideraba que no someterse a unas leyes opresivas e
injustas era una obligación moral. No obstante, no cabía esperar que unos representantes de la
administración federal compartieran semejante punto de vista. Tendría que tramitar un montón de
papeles. Le impondrían multas que se vería obligado a pagar. Sin duda, los guardas se pondrían en
contacto con sus padres. Sólo había un modo de evitar males mayores: abandonar el Datsun y,
sencillamente, reanudar su odisea a pie. Y eso es lo que decidió hacer.
En lugar de sentirse angustiado por el curso que habían tomado los acontecimientos, éstos le
sirvieron de estímulo: vio la riada como una oportunidad para librarse del equipaje innecesario.
Ocultó el coche lo mejor que pudo bajo una lona marrón, arrancó las placas de matrícula con el
distintivo de Virginia y las escondió. Enterró el Winchester para cazar ciervos y algunas pertenencias
por si algún día quería recuperarlas y luego, en un gesto del que Thoreau y Tolstoi se habrían sentido
orgullosos, apiló sobre la arena todo el papel moneda que llevaba encima —un lastimoso fajo de
billetes de 1, 5 y 20 dólares— y le prendió fuego con una cerilla. Un total de 123 dólares de curso
legal quedaron reducidos de inmediato a cenizas.
Conocemos estos detalles gracias a que McCandless describió la quema de los billetes y la
mayor parte de lo que sucedió a continuación en un cuaderno que le servía a la vez de diario y álbum
fotográfico. Más adelante, antes de partir rumbo a Alaska, entregaría ese cuaderno a Wayne
Westerberg para que lo guardase en lugar seguro. Por más que el diario esté escrito en tercera
persona con un estilo afectado y artificioso y a menudo tienda al melodrama, toda la información de
que disponemos indica que no confundía realidad y ficción: para él, contar la verdad constituía un
artículo de fe.
El 10 de julio, después de cargar las pocas pertenencias restantes en una mochila, McCandless se
encaminó hacia el lago Mead para hacer autostop. Como él mismo anotó en su diario, resultó ser «un
tremendo error […]. Las altas temperaturas del mes de julio son enloquecedoras». Pese a sufrir una
insolación, consiguió hacer señas a los remeros de una canoa, quienes lo llevaron hasta Callville
Bay, un centro de deportes acuáticos cercano al extremo occidental del lago. Allí siguió a dedo por
la carretera.
Durante las siguientes dos semanas, estuvo recorriendo a pie el Oeste, cautivado por la vastedad
y fuerza del paisaje, sintiendo la embriagadora emoción provocada por sus pequeños encontronazos
con las fuerzas del orden y saboreando la compañía intermitente de los otros trotamundos que
encontraba por el camino. Dejó que fueran las circunstancias las que configuraran su existencia: llegó
en autostop al lago Tahoe, se adentró por Sierra Nevada y se pasó una semana andando en dirección
norte por la ruta conocida como la Senda de la Cresta del Pacífico, antes de abandonar las montañas
y volver a la carretera.
A finales de julio, fue recogido por un hombre que se hacía llamar Ernie el Loco, quien le ofreció
trabajo en un rancho situado en el norte de California. Las fotografías del rancho muestran una casa
con los muros desconchados, medio en ruinas, rodeada de cabras y gallinas, somieres, televisores
rotos, carritos de supermercado, viejos electrodomésticos y montones y más montones de papeles,
trapos y cacharros. Después de trabajar durante 11 días con otros seis vagabundos, se hizo patente
que Ernie no tenía intención alguna de pagarle, así que de entre aquel cúmulo de porquería robó una
bicicleta roja equipada con un cambio de 10 velocidades, fue pedaleando hasta Chico y se deshizo
de la bicicleta en el aparcamiento de un centro comercial. Desde Chico prosiguió su constante
peregrinar sin rumbo fijo, dirigiéndose primero hacia el norte y luego hacia el oeste a través de Red
Bluff, Weaverville y Willow Creek.
En Arcata, una pequeña ciudad californiana envuelta por los húmedos bosques de secuoyas de la
costa del Pacífico, dejó la interestatal 101 y se dirigió hacia el mar. Unos 100 kilómetros al sur de la
frontera entre Oregón y California, en las inmediaciones del pueblo de Orick, una pareja de
trotamundos que iba en un anticuado camión caravana se detuvo en el arcén para consultar el mapa.
Se percataron de la presencia de un chico que estaba agachado detrás de unos arbustos que había
junto a la carretera.
«Llevaba pantalones largos y un sombrero ridículo —dice Jan Burres, una “vagabunda
motorizada” de cuarenta y un años que viaja por el Oeste junto con su novio, Bob, y se dedica a
vender baratijas y objetos usados en mercadillos y rastros—. Tenía una guía de plantas en la mano y
estaba utilizándola para recoger frutos silvestres, que guardaba en un envase de leche, cortado por la
parte de arriba. Daba tanta pena que le pregunté si necesitaba que lo llevaran a alguna parte. Pensé
que a lo mejor podíamos darle algo de comer.
»Nos pusimos a charlar. Era muy simpático. Nos dijo que se llamaba Alex. Era evidente que
estaba muy hambriento, pero se le veía contento y feliz. Nos dijo que había vivido de las plantas
comestibles que reconocía por la guía, como si se sintiera muy orgulloso de ello. Nos contó que
estaba recorriendo el país a pie, viviendo una gran aventura. También nos contó que había
abandonado el coche en el desierto y quemado el dinero que llevaba. Cuando le pregunté por qué lo
había hecho, me aseguró que no necesitaba el dinero para nada. Tengo un hijo más o menos de la
misma edad al que no veo desde hace algunos años, así que le dije a Bob: nos lo vamos a llevar,
necesita que le des algunas clases. Subió a la caravana y se vino con nosotros. Estábamos instalados
en la playa de Orick y acampó allí durante una semana. Era un chico estupendo, de verdad. Digno de
admiración. No esperábamos volver a tener noticias suyas, pero él no quiso perder el contacto.
Durante los dos años siguientes nos mandó una postal o una carta cada uno o dos meses.»
Desde Orick, McCandless subió hacia el norte siguiendo la costa. Pasó por Pistol River, Coos
Bay, Seal Rock, Manzanita, Astoria; Hoquiam, Humptulips, Queets; Forks, Port Angeles, Port
Townsend y Seattle. Como James Joyce escribió de Stephen Dedalus, el joven artista adolescente:
«Estaba solo, despreocupado, feliz, cerca del corazón salvaje de la vida. Estaba solo con su
juventud, terquedad y valor, solo en medio de una inmensidad de aire libre y agua amarga, de una
cosecha marina de algas y conchas, de la luz velada y gris del sol.»
El 10 de agosto, poco tiempo después de haber conocido a Jan Burres y Bob, lo multaron por
hacer autostop en las cercanías de Willow Creek, en la región de las minas de oro situada al este de
Eureka. En un extraño descuido, cuando el agente de policía le pidió su domicilio habitual,
McCandless le dio la dirección de sus padres en Annandale. La multa apareció en el buzón de Walt y
Billie a finales de agosto.
Walt y Billie, muy intranquilos por la desaparición de Chris, ya habían hablado con la policía de
Annandale, pero la gestión no había servido de nada. Cuando recibieron la multa, se desesperaron.
Uno de sus vecinos era un general que ocupaba el cargo de director de la DIA, la agencia de
inteligencia del Pentágono, y Walt fue a verlo para pedirle consejo. El general le recomendó que se
pusiera en contacto con un detective privado llamado Peter Kalitka, que había trabajado para la DIA
y la CIA. Era uno de los mejores investigadores del país, le aseguró el general; si Chris corría por
ahí, Kalitka lo encontraría.
Sirviéndose de la multa de Willow Creek como punto de partida, Kalitka se lanzó a una búsqueda
sistemática y meticulosa. Siguió pistas que lo llevaron hasta lugares tan lejanos como Europa y
Suráfrica. Sin embargo, sus esfuerzos fueron infructuosos hasta diciembre, cuando, al revisar los
archivos de Hacienda, descubrió que Chris había donado el fondo para sus estudios a OXFAM.
«El descubrimiento nos asustó de verdad —explica Walt—. A aquellas alturas no teníamos ni
idea de qué podía haberle pasado a Chris. La multa por hacer autostop parecía ilógica. Chris quería
tanto a ese Datsun que no me cabía en la cabeza que lo hubiese abandonado y estuviera viajando a
pie. Visto en retrospectiva, supongo que la multa no tendría que haberme sorprendido. Chris afirmaba
que uno no debe poseer más que aquello que pueda llevar cargado a la espalda.»
Mientras Kalitka intentaba dar con el rastro de Chris en California, este último se alejaba cada
vez más hacia el este: cruzó la cordillera de la Cascada, las tierras altas alfombradas de artemisas y
los lechos de lava de la cuenca del río Columbia, y la estrecha franja del estado de Idaho que penetra
en el territorio del estado de Montana. Allí, en las afueras de Cut Bank, fue donde su camino se cruzó
con el de Wayne Westerberg. A finales de septiembre, ya estaba trabajando para él en Carthage. Con
el encarcelamiento de Westerberg, la paralización temporal del elevador de grano y la llegada del
invierno, decidió ir en busca de un clima más cálido.
El 28 de octubre, un camionero lo recogió y lo llevó hasta Needles, California. «Alex
experimenta una gran alegría al alcanzar el río Colorado», escribió en el diario. Luego dejó la
carretera y empezó a caminar hacia el sur a través del desierto. Hizo 19 kilómetros a pie bordeando
el río y llegó a Topock, Arizona, un polvoriento lugar de paso situado cerca de la intersección entre
la interestatal 40 y la frontera californiana. Mientras atravesaba el pueblecito, vio una canoa de
aluminio de segunda mano que estaba en venta y, en un impulso irresistible, decidió comprarla y
bajar remando por el río Colorado hasta el golfo de California, situado 650 kilómetros más al sur, al
otro lado de la frontera de México.
El tramo del Colorado que va desde la presa Hoover hasta el golfo de California tiene muy poco
que ver con el impetuoso caudal de aguas embravecidas que descarga en el Gran Cañón. El final del
Gran Cañón queda a unos 400 kilómetros de Topock río arriba. Domeñado por las presas y los
canales de desviación, el tramo inferior del Colorado borbotea con indolencia de embalse en
embalse cruzando algunas de las regiones más tórridas e inhóspitas de América del Norte. La
austeridad del paisaje y su salina belleza conmovieron a McCandless. El desierto agudizó su
vehemente deseo de una vida más auténtica, lo hizo crecer, le dio forma en medio de la geología
consumida y la nítida oblicuidad de la luz.
Remó desde Topock hasta el lago Havasu bajo la decolorada bóveda del cielo, enorme y
despejada. Hizo una breve excursión por un afluente del Colorado, el río Bill Williams, y luego
continuó aguas abajo a través de la Reserva Indígena del río Colorado, la Reserva Natural de Cibola
y la Reserva Natural Imperial. Se deslizó empujado por la corriente entre saguaros y llanos de sal, y
acampó bajo escarpaduras de desnuda roca precámbrica. A lo lejos, la dentada silueta de unas
montañas de color chocolate flotaba sobre las fantasmagóricas charcas de un espejismo. Un día en
que dejó la canoa para seguir el rastro de una manada de caballos salvajes, se tropezó con una señal
de prohibido el paso que le advertía que estaba entrando en zona militar restringida. Se encontraba
ante el vasto campo de pruebas de alto secreto que el ejército de Estados Unidos tiene en el desierto
de Yuma. La señal no produjo ningún efecto disuasorio.
A finales de noviembre, llegó a la ciudad de Yuma y se detuvo en ella el tiempo suficiente para
abastecerse de provisiones y enviar una postal a Westerberg, quien se encontraba en la Glory House,
el centro penitenciario de Sioux Falls, donde cumplía condena. La postal rezaba:
¡Hola, Wayne! ¿Cómo va todo? Espero que tu situación haya mejorado desde la última vez que
hablamos. Llevo más de un mes recorriendo Arizona a pie. ¡Un estado magnífico! Los paisajes son
fabulosos y el clima es una maravilla. Además de mandarte saludos, quiero volver a agradecerte tu
hospitalidad. Encontrar a personas con tu generosidad y buen carácter es algo excepcional. Sin
embargo, a veces desearía no haberte conocido. Con tanto dinero en el bolsillo, ¡vagabundear es
demasiado fácil! Era más emocionante cuando no llevaba ni un centavo encima y tenía que buscarme
la vida si quería comer. Ahora no puedo prescindir del dinero. En cualquier caso, por aquí no hay
demasiados frutos silvestres en esta época del año.
Da las gracias a Kevin de mi parte por la ropa que me regaló. Si no llega a ser por él, me habría
muerto de frío. Supongo que te entregó el libro. Deberías leer Guerra y paz, Wayne, de veras.
Cuando te dije que tenías una personalidad superior a la de cualquier hombre que haya conocido, no
era un cumplido. El libro posee una fuerza y un simbolismo tremendos. Habla de cosas que pienso
que tú entenderás, cosas que a la mayoría de la gente se le escapa. En cuanto a mí, he decidido que
me dejaré arrastrar por la corriente de la vida durante un tiempo. La libertad y la simple belleza de la
vida son algo demasiado valioso como para desperdiciarlas. Algún día volveré a Carthage para
verte y recompensarte por alguno de los favores que me has hecho. ¿Con una caja de Jack Daniel’s,
quizás? Hasta pronto. Siempre pensaré en ti como un amigo. Que Dios te bendiga.
ALEXANDER
Una mañana estaba afeitándome en un lavabo y entró un anciano. Me observó durante un rato
y luego me preguntó si «dormía por ahí». Respondí que sí y resultó que tenía una vieja
caravana en la que podía instalarme sin pagar nada. El único problema es que la caravana no
es suya. En realidad, los propietarios ausentes sólo le dejan vivir en su parcela, y está
alojado en otra pequeña caravana. Así que debo ser muy discreto y no dejar que me vean,
porque se supone que aquí no vive nadie. Con todo, el arreglo está bastante bien, porque el
interior de la caravana es bonito; es una caravana fija, amueblada, con algunos enchufes que
funcionan, y muy espaciosa. El único inconveniente es el anciano, que se llama Charlie y se
comporta como un lunático. A veces es muy difícil llevarse bien con él.
[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless.]
El 4 de enero de 1993 recibí una carta poco corriente, escrita a mano con una letra temblorosa y
anacrónica que parecía indicar que su autor era una persona de edad avanzada. «A quien pueda
interesar», rezaba el encabezamiento.
Me gustaría que me enviasen un ejemplar de la revista en que aparece la historia del joven [Alex
McCandless] que murió en Alaska. Desearía ponerme en comunicación con la persona que investigó
el incidente. En marzo de 1992 lo llevé en coche desde Saltón City, California, hasta Grand Junction,
Colorado. Dejé a Alex allí para que hiciera autostop hacia Dakota del Sur. Me dijo que seguiríamos
en contacto. Lo último que supe de él fue una carta que recibí la primera semana de abril de 1992.
Registramos numerosas imágenes de nuestro viaje, yo con mi cámara de vídeo y él con su cámara
fotográfica.
Si le queda algún ejemplar de ese número, le ruego que me lo envíe contra reembolso.
Entiendo que sufrió un accidente. En tal caso, me gustaría saber cómo ocurrió, ya que siempre
llevaba una abundante provisión de arroz en la mochila, dinero más que suficiente y ropa de abrigo
para temperaturas polares.
Atentamente,
RONALD A. FRANZ
P.S. Le ruego que no divulgue estos hechos a nadie hasta que yo averigüe más acerca de su muerte, ya
que el chico no era el típico caminante que recorre el país. Por favor, créame.
Lo que pedía Franz era el número de enero de 1993 de la revista Outside, cuyo tema de portada
era la muerte de Chris McCandless. La carta iba dirigida a la redacción de Outside en Chicago;
puesto que yo había escrito el reportaje, me la remitieron.
En el transcurso de su hégira, McCandless causó una impresión indeleble en muchas personas, la
mayoría de las cuales sólo pasó unos días con él, una semana o dos como máximo. Sin embargo,
ninguna de ellas se sintió más profundamente afectada por su breve contacto con el muchacho que
Ronald Franz, un anciano que tenía 80 años cuando conoció a McCandless en enero de 1992.
Tras despedirse de Jan Burres en la estafeta de correos de Salton City, McCandless hizo autostop
en dirección al desierto y acampó en un matorral de larreas, justo en los límites del Parque Estatal
del desierto de Anza-Borrego. Hacia el este se encuentra el Mar de Salton, un plácido océano en
miniatura cuyas aguas se hallan a 60 metros por debajo del nivel del mar. El Mar de Salton se formó
en 1905 a raíz de un monumental error de cálculo en una obra de ingeniería. Poco después de
excavarse un canal desde el río Colorado para irrigar las ricas tierras de cultivo del valle Imperial,
el río se desbordó a consecuencia de una serie de grandes inundaciones y cambió de curso. La
impetuosa corriente se abrió paso a través de un nuevo cauce y empezó a fluir por el canal del valle
Imperial sin que fuera posible controlarla; durante más de dos años el canal desvió la casi totalidad
del enorme caudal del Colorado hacia la depresión de Salton. El agua anegó lo que antes había sido
la seca planicie de la depresión, terminó por cubrir granjas y poblados, y sumergió más de 1.000
kilómetros cuadrados de desierto hasta crear un enorme lago sin salida al mar.
La ribera occidental del Mar de Salton está situada a 80 kilómetros de las limusinas, los
exclusivos clubs de tenis y el exuberante verdor de los campos de golf de Palm Springs, y en otro
tiempo fue el escenario de una intensa especulación inmobiliaria. Se proyectaron lujosos centros
turísticos y se parcelaron extensas áreas. Sin embargo, la mayor parte del prometido desarrollo
urbanístico nunca llegó a realizarse. En la actualidad, casi todos los solares están vacíos y el
desierto va reconquistándolos poco a poco. Las plantas rodadoras corren libremente por las anchas y
desoladas avenidas de la ciudad; la pintura de los edificios deshabitados va descascarillándose,
mientras en las aceras se alinean carteles de «En venta» descoloridos por el sol. En el escaparate de
la promotora inmobiliaria de la ciudad, la Salton Sea Realty and Development Company, se lee un
aviso en inglés y español que reza: «Cerrado.» El silencio espectral sólo es interrumpido por el
ulular del viento.
En dirección opuesta al Mar de Salton, el terreno se eleva primero con suavidad y luego se
vuelve cada vez más abrupto hasta transformarse en las áridas y fantasmales mesetas del desierto de
Anza-Borrego. La parte inferior de este desnivel entre la accidentada orografía del desierto y el lago
es un espacio abierto con lomas poco pronunciadas y cortado por profundas torrenteras, una clase de
formación geológica propia de los desiertos del suroeste de Estados Unidos y del norte de México
que recibe el nombre de «bajada». McCandless dormía en ese sitio, en una loma agostada por el sol
y salpicada de opuntias, daleas y tallos de ocotillo que llegaban a los tres metros y medio de altura,
acostado en la arena y apenas protegido por una lona colgada de la rama de una larrea.
Cuando necesitaba provisiones, recorría a pie o haciendo autostop los seis kilómetros que lo
separaban del núcleo habitado más cercano, donde compraba arroz y volvía a llenar de agua su
garrafa de plástico. McCandless se abastecía en lo que es a la vez supermercado, tienda de licores y
estafeta de correos, una construcción con un enlucido beige que sirve de punto de reunión de la
periferia de Salton City. Un jueves, a mediados de enero, hizo autostop después de llenar su garrafa,
y quien se detuvo en el arcén fue un anciano llamado Ron Franz.
—¿Dónde estás acampado? —le preguntó Franz.
—Un poco más allá de las fuentes termales de Oh-Dios-mío —respondió McCandless.
—Vivo aquí desde hace más de seis años y nunca había oído hablar de ese sitio. Tendrás que
indicarme el camino.
Circularon unos pocos minutos por la autovía que va de Borrego a Salton City bordeando el lago;
luego McCandless le pidió que girara a la izquierda y se internara en el desierto siguiendo unas
rodadas de todoterreno que serpenteaban a través de una angosta torrentera. Después de recorrer
unos dos kilómetros, llegaron a un extraño campamento en el que se habían agrupado unas 200
personas para pasar el invierno al aire libre. Era una comunidad excluida de la civilización, una
visión anticipada de Estados Unidos tras el apocalipsis. En él se entremezclaban familias enteras que
ocupaban sucias tiendas de campaña, envejecidos hippies que se cobijaban en furgonetas
psicodélicas, individuos de aspecto parecido a Charles Manson que dormían en herrumbrosos
Studebakers que no pisaban la carretera desde los tiempos de la presidencia de Eisenhower. Una
parte significativa de los habitantes del lugar se paseaba en cueros. El agua que manaba de un pozo
geotérmico había sido canalizada hasta un par de charcas poco profundas y humeantes, que recibían
la sombra de unas palmeras y estaban rodeadas por sendos círculos de piedras: las fuentes termales
de Oh-Dios-mío.
Sin embargo, McCandless no acampaba cerca de las fuentes, sino en el solitario entorno de la
«bajada», a casi un kilómetro de distancia. Franz lo llevó hasta allí, charló un rato con él y luego
regresó a la ciudad, donde vivía solo en un destartalado edificio de apartamentos que administraba a
cambio de no pagar el alquiler.
Franz, por aquel entonces un hombre de profundas creencias religiosas y cristiano practicante, se
había pasado la mayor parte de su vida en el ejército. Estuvo destinado en Shangai y Okinawa. La
Nochevieja de 1957, mientras se encontraba en ultramar, perdió a su mujer y su hijo en un accidente
de automóvil. Un conductor borracho se les echó encima. Su hijo iba a terminar la carrera de
medicina en el mes de junio. Franz se refugió en el alcohol.
Medio año después consiguió rehacerse y abandonó de golpe la bebida, pero nunca llegó a
superar del todo la tragedia. Para mitigar su soledad, empezó a «adoptar» a niños indigentes de
Okinawa prescindiendo de consideraciones legales. Con el tiempo, llegó a tener a catorce bajo su
protección y pagó los estudios de medicina a dos de ellos, el mayor, que terminó la carrera en
Filadelfia, y otro que la terminó en Japón.
Cuando conoció a McCandless, sus dormidos impulsos paternales volvieron a despertar. No
podía dejar de pensar en él. El muchacho le había dicho que se llamaba Alex —no había querido
darle su apellido— y que procedía de Virginia. Era educado y agradable, e iba bien arreglado.
«Parecía muy inteligente —afirma Franz con un exótico acento que suena como una combinación
de giros dialectales escoceses, dicción alemana de Pensilvania y deje sureño de Carolina—. Pensé
que era demasiado buen chico como para estar acampado allí, junto a aquellas fuentes termales,
mezclándose con una pandilla de nudistas, borrachos y drogadictos.» El domingo por la mañana, tras
asistir a misa, decidió hablar con Alex sobre «su forma de vivir». «Alguien tenía que convencerlo de
que estudiara, aprendiese una profesión e hiciera algo de provecho», continúa.
Sin embargo, cuando volvió al lugar donde McCandless acampaba e intentó soltarle un pequeño
discurso sobre la necesidad de labrarse un porvenir, el muchacho lo interrumpió con brusquedad.
—Mire, no debe preocuparse por mí —manifestó—. He ido a la universidad. No soy un mendigo.
Vivo así porque quiero.
Pese a su susceptibilidad inicial, el muchacho sintió simpatía por el anciano, y acabaron
entablando una larga conversación. Aquel mismo día fueron hasta Palm Springs en la camioneta de
Franz, almorzaron juntos en un buen restaurante y subieron en teleférico a la cima del pico de San
Jacinto. De vuelta, McCandless se detuvo al pie de la montaña para desenterrar un sarape y otros
objetos que el año anterior había puesto a buen recaudo.
Durante las semanas siguientes, McCandless y Franz pasaron mucho tiempo juntos. El muchacho
adquirió la costumbre de desplazarse con regularidad a Salton City para lavarse la ropa y asar carne
a la parrilla en el apartamento de Franz, a quien confesó que estaba aguardando la primavera para
partir hacia Alaska y embarcarse en una «gran aventura». Asimismo, los papeles se invirtieron y
empezó a sermonear al octogenario sobre las desventajas e inconvenientes de llevar una vida
sedentaria, exhortándolo a vender la mayor parte de sus posesiones, abandonar el apartamento y vivir
en la carretera. Franz se tomaba aquellas arengas con calma; de hecho, se sentía muy a gusto en
compañía del chico.
Franz posee un gran talento para la artesanía en cuero, y enseñó a Alex los secretos del oficio; el
primer trabajo de Alex fue un elaborado cinturón de piel de vaca, en el que plasmó sus andanzas
mediante ingeniosos dibujos. En el extremo de la trabilla está grabado el nombre de Alex, al que
siguen las iniciales c.j.m. (por Christopher Johnson McCandless) enmarcadas por una calavera y
unas tibias cruzadas. A lo largo de la correa se ve una carretera asfaltada de dos carriles, una señal
de prohibido cambiar de sentido, una riada que arrastra a un coche bajo un cielo tormentoso, un
pulgar en alto haciendo autostop, un águila, Sierra Nevada, unos salmones nadando en el océano
Pacífico, la autovía de la costa del Pacífico a su paso por los estados de Oregón y Washington, las
montañas Rocosas, unos trigales de Montana, una serpiente de cascabel de Dakota del Sur, la casa de
Westerberg en Carthage, el río Colorado, un temporal en el golfo de California, una canoa varada
junto a una tienda de campaña, Las Vegas, las iniciales t.c.d., una vista de Morro Bay y otra de
Astoria. Al final, en el extremo de la hebilla, aparece una solitaria letra N, que quizá simboliza el
Norte. El repujado del cinturón, realizado con extraordinaria habilidad e imaginación creativa, es tan
asombroso como la mayor parte de objetos en que McCandless dejó su impronta.
Franz le tomaba cada vez más afecto. «¡Dios mío, era tan listo!», dice con voz ronca y casi
inaudible. Luego baja la vista hacia el suelo arenoso y se queda callado. Inclinándose con dificultad,
se sacude una imaginaria mota de polvo de la pernera del pantalón; en el embarazoso silencio se oye
crujir sus rígidos huesos.
Pasan unos largos segundos antes de que Franz se decida a proseguir; cuando por fin vuelve a
hablar, levanta la vista al cielo con los ojos entrecerrados. Durante sus visitas, recuerda Franz, no
era raro que se pusiera de mal humor y despotricase contra sus padres, los políticos o la estupidez
endémica de la sociedad estadounidense. Cuando era presa de esos arrebatos, Franz apenas decía
palabra y lo dejaba perorar por miedo a indisponerse con él.
Un día, a principios de febrero, McCandless le anunció que se marchaba a San Diego. Quería
reunir más dinero para su proyectado viaje a Alaska.
—No hace falta que vayas a San Diego —protestó Franz—. Te daré dinero si lo necesitas.
—No. No lo entiendes. Ya está decidido. Me voy a San Diego. Me marcho el lunes.
—Como quieras. Te llevaré hasta allí.
—No digas tonterías —le espetó McCandless.
—Tengo que ir a San Diego de todos modos. Para comprar más cuero —mintió Franz.
McCandless cedió. Levantó el campamento, guardó la mayor parte de sus pertenencias en el
apartamento de Franz —no quería cargar con la mochila y el saco de dormir por toda la ciudad— y
luego se subió en la camioneta con el anciano. Cruzaron las montañas del desierto hasta la costa.
Cuando Franz lo dejó en la bahía de San Diego, estaba lloviendo. «Fue muy duro —dice—. Me
entristecía tener que dejarlo.»
El 19 de febrero McCandless llamó a Franz a cobro revertido para desearle un feliz cumpleaños.
El anciano cumplía 81 años y Chris se acordó de la fecha porque siete días antes había sido su
propio cumpleaños; había cumplido los 24 el 12 de febrero. En el curso de esa conversación
telefónica, también le confesó que tenía dificultades para encontrar un trabajo.
El 28 de febrero envió una postal a Jan Burres:
¡Hola! Durante la última semana he estado viviendo en las calles de San Diego. El día de mi llegada
cayó una tromba de agua de mil demonios. Las misiones de aquí son un asco. Te sermonean hasta la
extenuación. Ninguna novedad en lo que se refiere a encontrar trabajo, así que mañana me marcho al
norte.
He decidido que partiré hacia Alaska el 1 de mayo a más tardar, pero tengo que reunir un poco de
dinero para comprar el equipo. Puede que regrese a Dakota del Sur y trabaje para un amigo que tengo
allí, si me necesita. En este momento, todavía no sé el lugar exacto al que iré, pero os escribiré en
cuanto llegue. Espero que os encontréis bien. Cuidaos,
ALEX
¡Recuerdos desde Seattle! ¡Me he convertido en un polizón! Ahora viajo siempre en tren. ¡No sabéis
lo divertido que es saltar de un tren en marcha! Desearía haberlo descubierto antes. También tiene
algunos inconvenientes. El primero, que terminas hecho una porquería. El segundo, que tienes que
lidiar con los guardas. En Los Ángeles, estaba sentado en el vagón de un expreso y alrededor de las
diez de la noche un guarda me descubrió con su linterna. «¡Sal de ahí antes de que te MATE!»,
gritaba. Cuando salí, comprobé que, efectivamente, había desenfundado el arma. Me interrogó pistola
en mano y luego siguió gritando: «¡Si vuelvo a verte en el tren, te mataré! ¡Aléjate de las vías!» ¡Un
loco de atar! Pero ríe mejor quien ríe el último. Cinco minutos después, volví a subirme al mismo
tren e hice todo el trayecto hasta Oakland. Ya os escribiré.
ALEX
Una semana más tarde, el teléfono de Franz volvió a sonar. «Era la operadora de la centralita que
me preguntaba si aceptaba una llamada a cobro revertido de un tal Alex —explica el anciano—.
Cuando oí su voz, fue como un soplo de aire fresco.»
—¿Podrías venir a recogerme? —preguntó McCandless.
—Sí. ¿En qué parte de Seattle te encuentras?
—No estoy en Seattle, Ron —respondió Chris entre risas—. Estoy en California, muy cerca por
carretera de donde tú te encuentras, en Coachella.
Ante la imposibilidad de hallar un empleo en el lluvioso noroeste, McCandless se había subido a
sucesivos trenes de mercancías para regresar al desierto. En Colton, California, otro guarda lo
descubrió, y fue encarcelado. Cuando lo soltaron, hizo autostop hasta Coachella, un pueblo situado al
sureste de Palm Springs, y llamó por teléfono a Franz. Tan pronto como colgó el auricular, el anciano
se fue corriendo a buscarlo.
«Lo invité a almorzar en el Sizzler [un famoso restaurante de Palm Springs], donde se hartó de
langosta y filete —recuerda Franz—. Luego regresamos a Salton City.»
McCandless le dijo que sólo podía quedarse un día, el tiempo justo para lavar la ropa y meter
todas sus cosas en la mochila. Se había puesto en contacto con Wayne Westerberg, quien le había
ofrecido un puesto de trabajo en el elevador de grano de Carthage, y estaba ansioso por partir. Era
miércoles, 11 de marzo. Franz se ofreció a llevarlo hasta Grand Junction, Colorado, el punto más
distante al que podía acercarlo si no quería faltar a una cita que tenía el lunes siguiente en Salton
City. Para su sorpresa y alivio, McCandless aceptó el ofrecimiento sin protestar.
Antes de ponerse en camino, el anciano le regaló un machete, una parka polar, una caña de pescar
plegable y otros pertrechos para su empresa subártica. El jueves al amanecer salieron de la ciudad en
la camioneta de Franz; se detuvieron en Bullhead City para cancelar la libreta de ahorros que el
muchacho había abierto unos meses antes y luego visitaron el remolque de Charlie, donde había
escondido algunos libros y pertenencias, incluyendo el cuaderno que recogía su aventura en canoa
por el río Colorado. McCandless se empeñó en invitar a Franz a almorzar en el Golden Nugget, un
casino de Laughlin. Una camarera del Nugget saludó efusivamente al chico cuando lo reconoció:
—¡Alex! ¡Qué sorpresa! ¡Has vuelto!
Franz había comprado una cámara de vídeo antes de emprender el viaje y de vez en cuando
efectuaba paradas para filmar el paisaje. Aunque McCandless intentaba escabullirse cada vez que
Franz lo enfocaba con el objetivo, se conservan unas breves imágenes en las que aparece con actitud
impaciente en lo alto del cañón de Bryce, de pie sobre la nieve. McCandless tiene la tez bronceada y
se le ve robusto y saludable. Lleva vaqueros y un jersey de lana. Al cabo de unos instantes, empieza
a protestar sin apartar la mirada de la cámara.
—Venga, vámonos. Déjalo ya. Nos queda mucho camino por delante, Ron.
Según Franz, el viaje fue agradable pese a las prisas. «A veces no intercambiábamos una sola
palabra durante horas —recuerda—. Incluso cuando se quedaba dormido, me sentía contento sólo
con saber que estaba allí.» Franz se atrevió entonces a plantearle una singular petición: «Mi madre
era hija única, como mi padre, y no tengo hermanos. Ahora que mi hijo ha muerto, sólo quedo yo.
Cuando me vaya de este mundo, mi familia habrá desaparecido para siempre. Así que le pregunté si
podía adoptarlo, si quería ser mi hijo.»
La petición incomodó a McCandless, que eludió dar una respuesta.
—Hablaremos de ello cuando vuelva de Alaska, Ron —dijo.
El 14 de marzo llegaron a las afueras de Grand Junction. Franz lo dejó en el arcén de la
interestatal 70 y regresó a California. McCandless se sentía lleno de ilusión por encontrarse ya
camino del norte, pero también aliviado; aliviado por haber vuelto a sortear la amenaza inminente de
establecer unos lazos de amistad demasiado estrechos, demasiado íntimos, con toda la complicada
carga emocional que ello conlleva. Había huido de los claustrofóbicos límites de su familia. Había
conseguido guardar las distancias con Jan Burres y Wayne Westerberg, alejándose de sus vidas sin
darles tiempo a esperar nada de él. Y en ese momento también acababa de salir sin mayores
problemas de la vida de Ron Franz.
Sin mayores problemas desde su perspectiva, pero no desde la del anciano, claro está. Sólo
podemos hacer conjeturas sobre los motivos por los que Franz se encariñó en tan poco tiempo del
muchacho; en cualquier caso, el afecto que sentía por él era sincero, intenso e incondicional. Franz
había llevado una existencia solitaria durante muchos años. Carecía de familia y tenía pocos amigos.
Pese a su soledad y lo avanzado de su edad era una persona disciplinada e independiente, capaz de
arreglárselas muy bien sin ayuda de nadie. Sin embargo, cuando McCandless irrumpió en su mundo,
las defensas que había construido con tanto cuidado se desmoronaron. Estaba entusiasmado con la
compañía del muchacho, pero su creciente amistad hacia él le recordaba cuán solo había estado. El
chico ponía al descubierto el enorme vacío de su existencia tanto como ayudaba a llenarlo. Cuando
McCandless se marchó tan de repente como había llegado, el anciano se sintió embargado por un
pesar profundo e inesperado.
A principios de abril, Franz recibió en su apartado de correos una larga carta de McCandless
matasellada en Dakota del Sur.
¡Hola, Ron! Soy Alex. Te escribo desde Carthage. Ya hace casi dos semanas que estoy trabajando
aquí. Tardé tres días en llegar desde que nos despedimos en Grand Junction. Espero que tu viaje de
regreso a Salton City transcurriera sin contratiempos. El trabajo me gusta y todo va bien. Las
temperaturas son suaves; cuesta creerlo, pero hay días en que no hace nada de frío. Algunos granjeros
incluso ya salen a trabajar al campo. Supongo que en California el calor aprieta cada vez más. Me
pregunto si tuviste ocasión de ir a las fuentes termales el 20 de marzo y llegaste a ver la cantidad de
gente que se congrega allí para la reunión del Arco iris. Por lo que sé, podría haber sido muy
divertido, aunque la verdad es que no creo que una cosa así encaje demasiado con tus gustos.
No voy a quedarme mucho tiempo en Dakota del Sur. Mi amigo, Wayne, quiere que siga
trabajando en el elevador de grano durante el mes de mayo y que luego lo acompañe todo el verano
con el grupo de cosechadoras, pero mi mayor ilusión es emprender mi odisea; antes del 15 de abril
espero estar camino de Alaska. Eso quiere decir que me marcharé dentro de poco, de modo que si he
recibido correspondencia necesito que me la mandes a la dirección que figura al pie de esta carta.
Los momentos que hemos pasado juntos han sido muy agradables y te agradezco de todo corazón
la ayuda que me has prestado. Espero que nuestra separación no te haya deprimido demasiado. Puede
que pase mucho tiempo antes de que nos veamos de nuevo. Pero, si consigo superar la prueba de mi
viaje a Alaska y todo sale como espero, te prometo que volverás a tener noticias mías. Quiero
repetirte los consejos que te di en el sentido de que deberías cambiar radicalmente de estilo de vida
y empezar a hacer cosas que antes ni siquiera imaginabas o que nunca te habías atrevido a intentar.
Sé audaz. Son demasiadas las personas que se sienten infelices y que no toman la iniciativa de
cambiar su situación porque se las ha condicionado para que acepten una vida basada en la
estabilidad, las convenciones y el conformismo. Tal vez parezca que todo eso nos proporciona
serenidad, pero en realidad no hay nada más perjudicial para el espíritu aventurero del hombre que
la idea de un futuro estable. El núcleo esencial del alma humana es la pasión por la aventura. La
dicha de vivir proviene de nuestros encuentros con experiencias nuevas y de ahí que no haya mayor
dicha que vivir con unos horizontes que cambian sin cesar, con un sol que es nuevo y distinto cada
día. Si quieres obtener más de la vida, Ron, debes renunciar a una existencia segura y monótona.
Debes adoptar un estilo de vida donde todo sea provisional y no haya orden, algo que al principio te
parecerá enloquecedor. Sin embargo, una vez que te hayas acostumbrado, comprenderás el sentido de
una vida semejante y apreciarás su extraordinaria belleza. En pocas palabras, deja Salton City y
ponte en marcha. Te aseguro que sentirás una gran alegría si lo haces. Aunque sospecho que harás
caso omiso de mis consejos. Sé que piensas que soy testarudo, pero tú lo eres aún más. En el viaje de
regreso tuviste la oportunidad de contemplar una de las grandes maravillas de la Tierra, el Gran
Cañón del Colorado, algo que todo americano debería ver al menos una vez en la vida. Sin embargo,
por alguna razón que no alcanzo a comprender, todo lo que querías era salir corriendo hacia casa tan
rápido como fuera posible y volver a una situación donde siempre experimentas lo mismo. Mucho me
temo que en el futuro seguirás teniendo las mismas inclinaciones y te perderás todas las maravillas
que Dios ha puesto en este mundo para que el hombre las descubra. No eches raíces, no te
establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada, renueva cada día tus expectativas.
Aún te quedan muchos años de vida, Ron, y sería una pena que no aprovecharas este momento para
introducir cambios revolucionarios en tu existencia y adentrarte en un reino de experiencias que
desconoces.
Te equivocas si piensas que la dicha procede sólo o en su mayor parte de las relaciones humanas.
Dios la ha puesto por doquier. Se encuentra en todas y cada una de las cosas que podemos
experimentar. Sólo tenemos que ser valientes, rebelarnos contra nuestro estilo de vida habitual y
empezar a vivir al margen de las convenciones.
Lo que quiero decir es que no necesitas tener a alguien contigo para traer una nueva luz a tu vida.
Está ahí fuera, sencillamente, esperando que la agarres, y todo lo que tienes que hacer es el gesto de
alcanzarla. Tu único enemigo eres tú mismo y esa terquedad que te impide cambiar las circunstancias
en que vives.
Espero que abandones Salton City tan pronto como puedas, enganches un pequeño remolque a tu
camioneta y empieces a contemplar la gran obra que Dios ha creado en el Oeste americano. De
verdad, Ron. Aprenderás mucho de todo lo que veas y de las personas que conozcas. Lleva una vida
austera, no vayas a moteles, prepárate tú mismo la comida. Ten como norma gastar lo menos posible
y la satisfacción con que vivirás será mucho mayor. Espero que la próxima vez que nos veamos seas
un hombre nuevo y hayas acumulado un sinfín de aventuras y experiencias. No lo pienses dos veces.
No intentes encontrar justificaciones para aplazarlo. Sólo tienes que salir y hacerlo. Así de simple.
Sentirás una gran alegría por haber emprendido un nuevo camino. Cuídate, Ron,
ALEX
Aunque parezca asombroso, el anciano de 81 años se tomó al pie de la letra el impetuoso consejo del
vagabundo de 24. Franz depositó sus muebles y la mayor parte de sus posesiones en un
guardamuebles, se compró una GMC Duravan y la equipó con unas literas y diversos enseres de
camping. Tras dejar el apartamento, se dirigió hacia la «bajada».
Se instaló en el mismo lugar en que había estado acampado McCandless, más allá de las fuentes
termales. Puso unas piedras alrededor del camión caravana para señalizar el área de aparcamiento,
plantó unas chumberas y unas daleas para «ajardinar» el lugar, y luego se sentó en el desierto a
esperar, los días que fuese necesario, el regreso de su joven amigo.
Ronald Franz no es el nombre auténtico de mi interlocutor, sino un seudónimo que me he
inventado a petición suya. Su aspecto físico transmite un vigor y una energía sorprendentes para un
hombre que tiene más de 85 años y ha sobrevivido a dos ataques de corazón. Está de pie con la
espalda erguida y los hombros rectos. Mide más de un metro ochenta, es corpulento y tiene unos
brazos robustos. Sus orejas son muy grandes en comparación con las proporciones del resto del
cuerpo, y otro tanto ocurre con sus manos, gruesas y nudosas. Cuando me acerco a la caravana y me
presento, me recibe vestido con unos raídos vaqueros, camiseta sin mangas de un blanco inmaculado,
un elaborado cinturón de cuero de su propia creación, calcetines blancos y mocasines negros llenos
de rozaduras. Lo único que delata su edad es una frente surcada de arrugas y una nariz imponente,
cubierta de marcadas espinillas, sobre la que se despliega una filigrana púrpura de capilares
semejante a un fino tatuaje. Ha transcurrido algo más de un año desde la muerte del muchacho. Los
ojos azules del anciano contemplan el mundo con evidente recelo.
Para disipar su desconfianza le entrego una colección de fotografías tomadas en Alaska el verano
anterior mientras reconstruía el viaje sin retorno de McCandless por la Senda de la Estampida. Las
primeras imágenes que aparecen son paisajes; las instantáneas muestran los bosques de los
alrededores, el camino cubierto de maleza, unas montañas lejanas, el río Sushana. Franz las estudia
en silencio y de vez en cuando asiente con la cabeza mientras le explico qué representan; parece estar
agradecido de que se las haya enseñado.
Sin embargo, cuando llega a las fotografías del autobús en el que murió el muchacho, se pone en
tensión. Algunas imágenes muestran las pertenencias de McCandless dentro del vehículo
abandonado; en el momento en que se da cuenta de lo que está viendo, se le nublan los ojos, deja de
examinar las fotos y me las devuelve con un gesto seco. Mientras mascullo una débil disculpa, se
aleja para recobrar la compostura.
Franz ya no vive en el antiguo campamento de McCandless. Una riada arrasó el improvisado
camino que conducía hasta allí y el anciano se trasladó 30 kilómetros más al sur, hacia los páramos
de Borrego, donde está acampado junto a una solitaria alameda. Las fuentes termales de Oh-Dios-
mío también han desaparecido. Las charcas fueron demolidas y el pozo geotérmico fue cegado con
cemento por orden de la Comisión de Salud Pública del valle Imperial. Los funcionarios
argumentaron que habían ordenado eliminar las fuentes termales por el peligro que corrían los
bañistas de contraer alguna enfermedad infecciosa a causa de la contaminación del agua. Según la
comisión, las charcas eran un caldo de cultivo de microbios virulentos.
«Puede que fuera cierto —dice el dependiente de una tienda de Salton City—, pero mucha gente
piensa que las destruyeron porque empezaban a atraer a demasiados hippies y vagabundos. Estaban
llenas de gentuza. Si quiere saber mi opinión, me alegro. Buen viaje.»
Después de despedirse de McCandless, el anciano permaneció más de ocho meses en la
«bajada», aguardando con paciencia el regreso del muchacho. Se pasaba horas vigilando el camino
por si veía aproximarse a un joven con una gran mochila. A finales de 1992, el 26 de diciembre, fue
a la estafeta de correos de Salton City para comprobar si había llegado alguna carta a su nombre, y
en el camino de vuelta recogió a dos autostopistas.
«Me parece que uno era de Misisipí y el otro era indio —recuerda Franz—. Empecé a hablarles
de Alex y la aventura a la que se había lanzado en Alaska.»
De repente, el joven indio lo interrumpió:
—¿El nombre de ese chico era Alex McCandless?
—Sí, así es. ¿Lo conoces?
—Siento tener que darle esta noticia, pero su amigo ha muerto. Murió congelado en la tundra.
Acabo de leerlo en la revista Outdoor.
Aquellas palabras dejaron anonadado a Franz, que interrogó al autostopista detenidamente. Los
detalles parecían verosímiles, la historia cuadraba. Algo había fallado, con unas consecuencias
terribles. McCandless jamás volvería.
«Cuando Alex partió hacia Alaska, recé —recuerda Franz—. Le rogué a Dios que lo protegiera.
Le dije que el chico era especial. Pero él lo dejó morir. Así que aquel 26 de diciembre, cuando
descubrí lo que había ocurrido, abjuré de mi fe cristiana. Renuncié a la Iglesia y me convertí en ateo.
Decidí que no podía seguir creyendo en un dios que había permitido que algo tan horrible le
sucediera a un chico como Alex.
»Después de dejar a los autostopistas —continúa—, di media vuelta, volví a Salton City y
compré una botella de whisky. Fui al desierto y me la bebí. No estaba acostumbrado a beber, así que
me sentó muy mal. Tenía la esperanza de que el alcohol me matara, pero no lo hizo. Sólo me sentó
muy mal, mal de verdad.»
7
CARTHAGE (II)
También había unos libros […]. Uno era una gran Biblia familiar llena de ilustraciones. Otro era
El viaje de un peregrino, que trataba de un hombre que había abandonado a su familia, aunque no
contaba por qué. Leí partes considerables del mismo a ratos. Lo que decía era interesante, pero
difícil de comprender.
MARK TWAIN,
Las aventuras de Huckleberry Finn
Es verdad que muchas personas creativas no consiguen establecer relaciones personales maduras
y que algunas de ellas llegan a vivir en el aislamiento extremo. También es verdad que, en
determinadas circunstancias, un trauma originado por la separación o la pérdida de un ser
querido durante la infancia puede conducir a que una persona potencialmente creativa tienda a
desarrollar aquellos aspectos de su personalidad que sólo es posible satisfacer en un estado de
relativo aislamiento. Sin embargo, de ello no podemos inferir que las conductas creativas y
solitarias sean en sí mismas patológicas […].
El comportamiento de evitar el contacto con los demás es una respuesta concebida para
proteger al niño de los desórdenes del comportamiento. Si trasladamos esta idea a la vida adulta,
advertiremos que el niño que evita el contacto con los demás puede muy bien transformarse en
una persona cuya necesidad principal sea encontrar alguna clase de sentido y orden en la vida
que no dependa por completo, o incluso en gran medida, de las relaciones interpersonales.
ANTHONY STORR,
Solitude: A Return to the Self
Una enorme John Deere 8020 parece agazaparse en silencio bajo la oblicua luz del atardecer, lejos
de cualquier lugar habitado y rodeada por un campo de sorgo a medio segar.
Las embarradas zapatillas deportivas de Wayne Westerberg sobresalen de las fauces de la
cosechadora, como si la máquina fuera un gigantesco reptil de metal empeñado en digerir a su presa
y estuviera terminando de engullirla.
«¡Pasadme la llave, joder! —exige una voz sorda y enfurecida que proviene de las entrañas de la
máquina—. ¿O es que tenéis las manos tan ocupadas en los bolsillos que no podéis ayudar en nada?»
La cosechadora se ha averiado por tercera vez en pocos días y Westerberg está haciendo
desesperados esfuerzos para cambiar antes del anochecer un cojinete que se le resiste.
Al cabo de una hora, se desliza fuera de la máquina, cubierto de grasa y rastrojos pero con
expresión de triunfo. «Siento haber perdido la paciencia —se disculpa—. Llevamos demasiados días
trabajando 18 horas. Cada vez estoy de peor humor, porque esta temporada vamos muy retrasados y
encima nos falta mano de obra. Contaba con que Alex ya habría regresado.»
Han pasado 50 días desde que el cadáver de Chris McCandless fue descubierto en la Senda de la
Estampida. Siete meses antes, una glacial tarde de marzo, McCandless había entrado con toda
tranquilidad en la oficina del elevador de grano de Carthage anunciando que estaba listo para ir a
trabajar. «Nos encontrábamos todos allí, fichando antes de salir, y entró Alex con una gran mochila
colgada al hombro», recuerda Westerberg.
Le dijo a Westerberg que tenía planeado quedarse hasta el 15 de abril, el tiempo justo para
obtener un poco de dinero. Según le explicó, tenía que comprar una larga lista de pertrechos porque
se iba a Alaska. Le prometió que regresaría a Dakota del Sur a tiempo para ayudarlo con la cosecha
de otoño, pero quería estar en Fairbanks a finales de abril, ya que su intención era apurar al máximo
su estancia en el norte antes de volver.
Durante las cuatro semanas que pasó en Carthage, McCandless trabajó con dureza, encargándose
de las tareas más desagradables y pesadas, aquellas con las que nadie quería enfrentarse: limpiaba
los almacenes, exterminaba insectos, escardaba y pintaba. Para recompensar sus esfuerzos con una
tarea que requiriera un poco más de destreza, Westerberg intentó enseñarle a manejar una
recogedora-cargadora. «Alex no entendía mucho de maquinaria que digamos —explica Westerberg
al tiempo que sacude la cabeza—. Ver cómo intentaba apañárselas con el embrague manual y el resto
de palancas fue bastante cómico. Estaba muy claro que no tenía ningún tipo de aptitud para la
mecánica.»
McCandless tampoco estaba dotado de un excesivo sentido común. Muchos de quienes lo
conocieron han comentado espontáneamente que parecía tener una gran dificultad para resolver
problemas prácticos, como si los árboles le impidieran ver el bosque. «Alex no era un pasmado,
entiéndame bien —prosigue Westerberg—. Pero en ocasiones parecía vivir en las nubes. Recuerdo
que una vez fui a casa, entre en la cocina y noté un olor nauseabundo. El microondas apestaba. Lo
abrí y el fondo estaba lleno de grasa rancia. Alex lo había utilizado para asar un pollo y no se le
había ocurrido pensar que la grasa tenía que caer en algún sitio. No era que fuera demasiado
perezoso para limpiarlo. Al contrario, Alex siempre lo tenía todo muy pulcro y ordenado. No se
había dado cuenta de lo que pasaba, así de simple.»
Poco después del regreso de McCandless a Carthage, Westerberg le presentó a su novia, Gail
Borah, una mujer menuda, ligera como una garza real, de ojos tristes, rasgos delicados y larga melena
rubia. A sus treinta y cinco años, está divorciada y es madre de dos hijos adolescentes. Lleva años
rompiendo y reconciliándose con Wayne Westerberg. Ella y McCandless se hicieron amigos muy
pronto. «Al principio parecía muy tímido —cuenta Borah—. Se comportaba como si le costase
mucho estar en compañía de otras personas. Me figuré que era porque había pasado mucho tiempo
solo.
»Alex venía a cenar a casa casi cada noche —continúa—. Comía mucho. Jamás dejaba nada en el
plato. También era un buen cocinero. A veces pasaba a recogerme para ir a casa de Wayne, donde
preparaba la cena para todo el mundo. Muchos de los platos que cocinaba eran a base de arroz. En
contra de lo que cabía esperar, no lo aborrecía. Aseguraba que nueve kilos de arroz le bastaban para
alimentarse un mes entero.
«Cuando estábamos juntos, hablaba mucho. De cosas serias, como si me abriera su corazón.
Según él, ciertas cosas sólo podía contármelas a mí. Se veía que algo lo atormentaba. Era evidente
que no se llevaba bien con su familia, pero nunca dijo gran cosa de ellos, salvo de Carine, la
hermana menor. Me contó que estaban muy unidos. Decía que era muy guapa, que los chicos se
giraban para mirarla cuando iba por la calle.»
Westerberg, por su parte, consideró que los problemas familiares de McCandless no eran de su
incumbencia. «Siempre imaginé que debía de tener una buena razón para estar enfadado con ellos.
Sin embargo, ahora que ha muerto, ya no estoy tan seguro. Si el pobre Alex estuviera aquí delante, no
podría evitar leerle la cartilla: “¿En qué demonios estabas pensando? ¡No hablar con tu familia
durante todo ese tiempo y tratarlos tan mal! Uno de los chicos que trabaja para mí ni siquiera tiene
padres, pero no oirás nunca que vaya por ahí quejándose.” De todos modos, los tratara como los
tratase, le aseguro que he visto cosas mucho peores. Conociendo a Alex, no me extrañaría que sólo
estuviera ofendido por algo que sucedió con su padre y no quisiera dar su brazo a torcer.»
La conjetura de Westerberg, como luego se demostraría, era un diagnóstico bastante perspicaz de
la relación que mantenían Chris y Walt McCandless. Tanto el padre como el hijo eran intransigentes
y excitables. Dada la necesidad de controlar de Walt y el carácter exageradamente independiente de
Chris, el enfrentamiento fue inevitable. Mientras estudió, Chris se sometió a la autoridad paterna
hasta extremos sorprendentes, pero lo hizo a costa de acumular un resentimiento cada vez mayor. Fue
obsesionándose por lo que percibía como defectos morales de su padre, la hipocresía del estilo de
vida de su familia, la tiranía de su amor con condiciones. Al final, se rebeló, y lo hizo con la
desmesura que lo caracterizaba.
Poco antes de desaparecer, Chris se quejaba en una carta a Carine de que el comportamiento de
sus padres era «tan irracional, opresivo e insultante que ha superado el límite de mi paciencia». Y
añadía:
Puesto que nunca me tomarán en serio, durante los meses que sigan a la graduación voy a
dejar que crean que tienen razón, que estoy empezando a «ver las cosas como ellos» y que
nuestra relación se estabiliza. Pero cuando llegue el momento actuaré de repente, de la noche
a la mañana, y los borraré de mi vida por completo. Me divorciaré de ellos de una vez para
siempre y no volveré a hablar con ese par de idiotas mientras viva. Romperé con ellos de una
vez y por todas, para toda la vida.
La frialdad que Westerberg intuía entre Alex y sus padres contrastaba con lo afectuoso que se
mostraba en Carthage. Cuando estaba de buen humor, era sociable y cordial, tanto que cautivó a
mucha gente del pueblo. Cuando llegó por segunda vez a Dakota del Sur, ya tenía correspondencia
aguardándole, cartas de personas a quienes había conocido en la carretera, entre ellas, según
recuerda Westerberg, las «cartas de una chica muy enamorada, una que había conocido vete a saber
dónde, en un campamento, me parece». Sin embargo, nunca mencionó ninguna aventura romántica.
«No recuerdo que Alex hablara de chicas nunca —dice Westerberg—, aunque un par de veces
comentó que se casaría y tendría hijos. Daba la sensación de tomarse las relaciones sentimentales
muy en serio. No era la clase de chico que empieza a salir con chicas sólo para acostarse con ellas.»
Borah señala asimismo que no parecía haber frecuentado muchos bares de solteros. «Una noche
fuimos con un grupo de amigos a un bar de Madison —explica Borah—. Nos costó horrores
conseguir que saliera a la pista. Eso sí, una vez que estuvo allí no se sentó en toda la noche. Nos lo
pasamos de miedo bailando. Después de la muerte de Alex, Carine me dijo que, hasta donde ella
sabía, era una de las pocas chicas con las que había bailado alguna vez en su vida.»
Durante el bachillerato, McCandless había mantenido una relación muy estrecha con dos o tres
muchachas. Carine recuerda una ocasión en que se emborrachó e intentó llevar a una chica a su
dormitorio en mitad de la noche (hicieron tanto ruido dando traspiés por las escaleras que Billie
despertó y la mandó a casa). Así y todo, hay muy pocas pruebas de que fuera un adolescente
sexualmente activo y, todavía menos, de que tras graduarse mantuviera relaciones sexuales con
alguna mujer. (Por otro lado, tampoco hay pruebas de que alguna vez intimara sexualmente con un
hombre.) Parece que McCandless se sentía atraído por las mujeres, pero que siempre o casi siempre
permaneció célibe, tan casto como un monje.
La castidad y la pureza moral fueron cualidades sobre las que McCandless reflexionó a menudo.
Uno de los libros que se encontraron junto a sus restos en el autobús fue una antología de narraciones
que incluía La sonata a Kreutzer de Tolstoi, en la que el protagonista, un aristócrata convertido en
asceta, denuncia «las tentaciones de la carne». Muchas páginas tienen las esquinas dobladas y
algunos pasajes del texto están marcados con un asterisco y subrayados. Los márgenes están llenos de
crípticas notas escritas con la peculiar letra de McCandless. En uno de los capítulos del ejemplar de
Walden o la vida en los bosques de Thoreau, que se halló en el autobús, McCandless marcó con un
círculo un pasaje que reza: «El hombre alcanza la plenitud con la castidad; el genio, el heroísmo, la
santidad y otras virtudes similares no son sino algunos de los frutos a que da lugar.»
Los estadounidenses estamos hechizados por el sexo; tan pronto nos fascina como nos horroriza.
Cuando una persona que en apariencia goza de buena salud, en particular alguien joven, se priva de
los placeres de la carne, el hecho nos deja tan atónitos que la miramos con recelo. Su
comportamiento nos infunde sospechas.
Sin embargo, la evidente inocencia sexual de McCandless no era más que el corolario de un tipo
de personalidad que nuestra tradición cultural presenta como digno de admiración, al menos en el
caso de sus exponentes más famosos. Su ambivalencia respecto al sexo recuerda la ambivalencia
mostrada por algunos personajes célebres que abrazaron el retorno a la naturaleza con una fe
inquebrantable, como el mismo Thoreau, quien conservó la virginidad durante toda su vida, o el
naturalista John Muir, por no hablar de una multitud de peregrinos, trotamundos, inadaptados y
aventureros menos conocidos. Al igual que un buen número de personas seducidas por el atractivo de
la vida salvaje, parece como si McCandless hubiera estado movido por una especie de sed que
suplantaba el deseo sexual. En cierto modo, esta sed era demasiado fuerte para que el contacto
humano la saciase. Puede que McCandless se sintiera tentado por las pasiones que le ofrecían las
mujeres, pero tales pasiones palidecían en comparación con la perspectiva de un encuentro
tempestuoso con la naturaleza, con el cosmos mismo, que era lo que lo arrastraba hacia Alaska.
McCandless aseguró tanto a Westerberg como a Borah que regresaría a Dakota del Sur cuando su
expedición al Norte hubiera terminado. Se quedaría en Carthage al menos todo el otoño y luego
decidiría en función de las circunstancias.
«Me dio la impresión de que su viaje a Alaska iba a ser la última de sus grandes aventuras.
Parecía querer establecerse —opina Westerberg—. Decía que iba a escribir un libro sobre sus
viajes. Carthage le gustaba. Con su educación, es de suponer que no se habría pasado el resto de su
vida trabajando en un elevador de grano, pero no hay duda de que tenía la intención de volver aquí
para quedarse una temporada, ayudarnos en el elevador y tomarse un tiempo para meditar sobre lo
que iba a hacer después.»
En cualquier caso, aquella primavera todas sus miras estaban puestas en Alaska. Aprovechaba
cualquier oportunidad para hablar del viaje. Se dedicó a buscar a cuantos cazadores experimentados
pudo por el pueblo y los alrededores, y les pidió que lo aconsejaran sobre las técnicas más
adecuadas para la caza al acecho, la condimentación de la carne o su conservación. Borah lo llevó a
Mitchell y en una tienda Kmart adquirió los últimos accesorios de su equipo.
A mediados de abril, Westerberg tenía mucho trabajo y no disponía de suficiente mano de obra.
Le pidió a McCandless que pospusiera su partida y se quedara una o dos semanas más, pero éste ni
siquiera tomó en consideración la propuesta.
«Cuando Alex había tomado una decisión, no había modo de que rectificara —dice Westerberg
—. Incluso le ofrecí comprarle un billete de avión para Fairbanks, lo que le habría permitido trabajar
otros diez días más y llegar a Alaska igualmente a finales de abril, pero repuso que no, que quería ir
haciendo autostop, que volar sería como hacer trampas y le estropearía el viaje.»
Dos días antes de la fecha prevista para su marcha a Alaska, Mary Westerberg, la madre de
Wayne, lo invitó a cenar a su casa. «A mi madre no le gustan los trabajadores que contrato y la
verdad es que la idea de conocer a Alex tampoco la entusiasmaba demasiado —explica Westerberg
—. Pero le dije tantas veces que tenía que conocerlo, le di tanto la lata, que al final lo invitó a cenar.
Congeniaron enseguida. Hablaron sin parar durante cinco horas.»
«Había algo en él que fascinaba —cuenta la señora Westerberg sentada delante de la barnizada
mesa de nogal en la que McCandless cenó aquella noche—. Me pareció mucho mayor de lo que era.
No daba la impresión de tener 24 años. Quería saber más sobre cualquier cosa que le dijese, que le
aclarara por qué pensaba eso, lo otro o lo de más allá. Estaba ávido de conocimientos. A diferencia
de la mayoría de nosotros, se empeñaba en vivir según sus creencias.
«Hablamos de libros durante horas. En Carthage no hay mucha gente a quien le guste hablar de
libros. Se pasó un buen rato hablando de Mark Twain. ¡Cielos, qué divertido fue charlar con él!
Deseaba que la noche nunca terminara. Me hacía mucha ilusión volver a verlo este otoño. No puedo
sacármelo de la cabeza. Es como si estuviera viéndolo. Estaba sentado ahí, en la misma silla que
usted ocupa ahora. Teniendo en cuenta que sólo compartí unas horas con él, me sorprende que su
muerte me haya afectado tanto.»
La última noche que pasó en Carthage, McCandless se divirtió hasta altas horas de la noche en el
Cabaret, con Wayne y el resto de compañeros del elevador de grano. El Jack Daniel’s circulaba en
abundancia. Ante la sorpresa general, ya que jamás había mencionado que supiera música,
McCandless se sentó al piano y se puso a teclear viejas melodías country de cafetín, piezas de
ragtime y canciones de Tony Bennett. No era el simple acto de un borracho que impone su dudoso
talento a un público que no tiene más remedio que escucharlo. «Alex sabía tocar —dice Gail Borah
—. Quiero decir que era bueno, muy bueno. Nos dejó boquiabiertos.»
La mañana del 15 de abril todos se reunieron en el elevador para despedir a McCandless.
Llevaba una mochila muy pesada y unos 1.000 dólares escondidos en una bota. Entregó a Westerberg
el cuaderno de su travesía por el río Colorado para que se lo guardara y le regaló el cinturón de
cuero que había confeccionado en el desierto.
«Alex solía sentarse a la barra del Cabaret y pasarse horas leyéndonos lo que decía el cinturón
—explica Westerberg—. Era como si estuviera traduciendo unos jeroglíficos. Cada uno de los
dibujos que había grabado en el cuero tenía una larga historia tras de sí.»
Cuando McCandless abrazó a Borah para despedirse, ésta advirtió que estaba llorando. «Eso me
asustó. Al fin y al cabo, no pensaba pasar tanto tiempo fuera. Me imaginé que no estaría llorando a
menos que supiera que iba a afrontar grandes peligros y podía no regresar. En aquel momento
empecé a tener el presentimiento de que no volveríamos a verlo más.»
Un gran tractor con remolque estaba esperándolo frente al elevador, con el motor al ralentí. Rod
Wolf, uno de los empleados de Westerberg, tenía que transportar una carga de semillas de girasol a
Enderlin, Dakota del Norte, y se había puesto de acuerdo con McCandless para dejarlo en la
interestatal 94.
«Cuando bajó del tractor, llevaba su condenado machete colgado a la espalda —cuenta Wolf—.
Pensé que nadie le pararía cuando lo vieran con eso, pero no le hice ningún comentario. Le di la
mano, le desee buena suerte y le dije que se acordara de escribirnos.»
McCandless escribió. Una semana después, Westerberg recibió una lacónica postal con
matasellos de Montana:
18 de abril. Esta mañana he llegado a Whitefish en un tren de carga. Voy a buen ritmo. Hoy cruzaré la
frontera e iré hacia Alaska por el interior. Recuerdos a todos.
Cuídate,
ALEX
A primeros de mayo, Westerberg recibió otra postal, esta vez de Alaska. La postal era una fotografía
de un oso polar y el matasellos llevaba la fecha del 27 de abril de 1992.
¡Recuerdos desde Fairbanks! Esto es lo último que sabrás de mí, Wayne. Estoy aquí desde hace dos
días. Viajar a dedo por el territorio del Yukon ha sido difícil, pero al final he conseguido llegar.
Por favor, devuelve mi correo a los remitentes. Tal vez pase mucho tiempo antes de que regrese
al sur. Si esta aventura termina mal y nunca vuelves a tener noticias mías, quiero que sepas que te
considero un gran hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.
ALEX
El mismo día McCandless mandó una postal con un mensaje similar a Jan Burres y Bob:
¡Hola, chicos!
Éste es el último mensaje que os envío. A partir de ahora me dirijo hacia tierras salvajes para
vivir en plena naturaleza. Cuidaos mucho. Conoceros ha sido una experiencia maravillosa.
ALEXANDER
8
ALASKA
Después de todo, es probable que las personas con talento creativo estén investidas de rasgos
patológicos extremos de los que resulten intuiciones geniales, pero que al mismo tiempo les
impidan llevar un estilo de vida estable en el caso de que no puedan transformar sus alteraciones
psíquicas en una producción artística o filosófica significativa.
THEODORE ROSZAK,
In Search of the Miraculous
En América tenemos la tradición de El gran río de los dos corazones: llevamos nuestras heridas a
la naturaleza en busca de algo que las sane, de una cura, una conversión o un bálsamo. Tal como
sucede en el relato de Hemingway, esto funciona si las heridas no son muy graves. Pero ahora no
estamos en el Michigan de Hemingway o, para el caso, en los grandes bosques del Misisipí de
Faulkner. Estamos en Alaska.
EDWARD HOAGLAND,
Up the Black to Chalkyitsik
Cuando el cadáver de McCandless apareció en los bosques de Alaska y los medios de comunicación
divulgaron las extrañas circunstancias de su fallecimiento, mucha gente llegó a la conclusión de que
había sufrido trastornos mentales. El reportaje sobre McCandless publicado en Outside generó una
avalancha de cartas de los lectores y muchas de ellas lo colmaban de descalificaciones, al igual que
a mí, el autor del reportaje, por haber glorificado lo que algunos consideraban una muerte estúpida y
sin sentido.
La mayor parte de las críticas procedían de lectores que vivían en Alaska. «A mi modo de ver,
Alex no estaba bien de la cabeza —escribía un vecino de Healy, el pueblo situado al comienzo de la
Senda de la Estampida—. El artículo nos describe a un muchacho que regala una pequeña fortuna,
deja a una familia que le quiere, abandona el coche, el reloj y el mapa, y quema todo el dinero que le
queda antes de extraviarse por las “tierras vírgenes” de Alaska.»
«Personalmente —comunicaba otro lector con indignación—, no veo que el estilo de vida de
Chris McCandless o sus doctrinas sobre la naturaleza tengan nada de encomiable. Adentrarse en una
región agreste mal equipado a propósito y sobrevivir a una experiencia rayana con la muerte no te
convierte en una persona mejor, sino en alguien condenadamente afortunado.»
Otro lector del artículo publicado en Outside se preguntaba: «¿Por qué alguien que pensaba
“vivir de lo que encontrara en el monte durante unos meses” olvidó la regla número uno de cualquier
boy scout, ir preparado? ¿Por qué un hijo tenía que causar un daño tan irreparable y absurdo a sus
padres y familiares?»
«Krakauer es un chiflado si no se da cuenta de que Chris McCandless, alias Alexander
Supertramp, estaba chalado —opinaba un corresponsal de North Pole, Alaska—. McCandless ya se
había pasado de la raya otras veces y dio la casualidad de que en Alaska la gota colmó el vaso.»
Pero la diatriba más encendida procedía de Ambler, un diminuto poblado inupiat situado al norte
del Círculo Polar Ártico, cerca del río Kobuk, en la forma de una epístola de varias páginas escrita
con letra apretada. El autor de la carta se llamaba Nick Jans y era un hombre blanco originario de
Washington D.C., maestro de escuela y escritor. Tras advertir que estaba escribiendo a la una de la
madrugada y se había tomado media botella de Seagram’s, Jans arremetía contra McCandless:
En los últimos quince años, he tropezado en la montaña con varios McCandless. La historia
siempre es la misma: jóvenes idealistas y enérgicos que se sobrevaloran a sí mismos, infravaloran la
naturaleza y terminan encontrándose en serios apuros. McCandless ni siquiera era original; hay
muchos chicos como él recorriendo el estado, tan parecidos entre sí que constituyen casi un cliché
colectivo. La única diferencia es que McCandless acabó muriendo y los medios de comunicación
difundieron la historia de sus despropósitos […]. Jack London ya retrató esta actitud en El fuego de
la hoguera. McCandless sólo es una pálida caricatura de finales del siglo XX del protagonista del
cuento, que muere congelado porque hace caso omiso de los consejos que le han dado, víctima de su
propio orgullo desmedido […].
Lo que lo mató fue su ignorancia, algo que podría haberse remediado mediante un cuadrante del
Servicio Geológico de Estados Unidos y un manual de boy scout. Aunque lo lamento por sus padres,
no me inspira ninguna simpatía. Un ejercicio de ignorancia tan deliberado […] equivale a una falta
de respeto por la naturaleza y constituye paradójicamente una demostración de la misma clase de
arrogancia que acarreó el derramamiento del crudo del Exxon Valdez, otro caso en el que unos
hombres sin preparación y seguros de sí mismos se comportan como unos perfectos incompetentes y
al final meten la pata hasta el fondo a causa de su falta de humildad. Todo es una mera cuestión de
grado.
El forzado ascetismo y las veleidades pseudoliterarias de McCandless agravan su
responsabilidad más que la disculpan […]. Las postales, las notas, los diarios […] parecen la obra
de un estudiante de bachillerato un poco por encima de la media y un tanto histriónico; ¿o es que hay
algo que se me escapa?
La opinión más extendida en Alaska afirmaba que McCandless era, sencillamente, un novato al
que las cosas le salieron mal, un chico fantasioso que se internó por el monte esperando descubrir
una respuesta a todos sus problemas y que, en lugar de eso, sólo halló nubes de mosquitos y una
muerte solitaria. A lo largo de los años, docenas de personajes marginales se han perdido en las
profundidades de los bosques de Alaska para no reaparecer jamás. Algunos incluso han pasado a
formar parte de la memoria colectiva del estado.
A principios de los años setenta, un idealista contracultural pasó por el pueblo de Tanana
proclamando que tenía la intención de vivir el resto de su vida «en comunión con la naturaleza». Sus
pertenencias, consistentes en dos rifles, unos utensilios de camping y un diario lleno de abstrusas
teorías ecológicas e invocaciones incoherentes a la verdad y la belleza, fueron descubiertas a
mediados de invierno en una cabaña vacía cercana a Tofty por un biólogo que llevaba a cabo un
trabajo de campo. La ventisca había cubierto de nieve el interior de la cabaña. Su cuerpo nunca fue
encontrado.
Unos años más tarde, un veterano de Vietnam se construyó una cabaña a orillas del Black River,
al este de Chalkyitsik, para «escapar de la gente». A mediados de febrero se quedó sin comida y
murió de hambre, según parece sin intentar siquiera salvarse, pese a que río arriba, a menos de cinco
kilómetros del lugar donde estaba, había otra cabaña con carne almacenada. Al escribir sobre su
muerte, Edward Hoagland observó que Alaska «no es una de las mejores partes del mundo para tener
una experiencia eremítica o escenificar una vida de paz y amor».
Otro de estos curiosos personajes fue un genio rebelde con el que me topé en 1981 a orillas del
golfo del Príncipe Guillermo. Yo había acampado en un bosque de los alrededores de Cordova,
Alaska, intentando en vano que me dieran trabajo de tripulante en algún pesquero y matando el
tiempo mientras esperaba que el Departamento de Pesca y Caza anunciara lo que allí se conoce como
la «primera captura», el comienzo de la temporada comercial de pesca del salmón. Una tarde
lluviosa, mientras paseaba por la ciudad, me crucé con un hombre desaliñado y nervioso de unos 40
años. Llevaba una poblada barba negra y el pelo, largo hasta los hombros, sujeto con una sucia cinta
de nailon. Avanzaba hacia mí con paso enérgico, encorvado bajo el peso considerable de un tronco
de dos metros que se balanceaba sobre uno de sus hombros.
Lo saludé mientras se acercaba, me respondió con un murmullo y nos pusimos a charlar bajo la
llovizna. No le pregunté por qué transportaba aquel tronco húmedo hacia el bosque, donde se suponía
que ya había troncos de sobra. Tras pasar unos minutos intercambiando comentarios triviales, cada
uno se fue por su lado.
Deduje por nuestra breve conversación que acababa de conocer a una celebridad local, el
excéntrico al que los lugareños llamaban el Alcalde de la Ensenada de los Hippies, en referencia a
una ensenada que se formaba con la pleamar y atraía a todos los melenudos de paso como un imán. El
Alcalde vivía junto a ella desde hacía varios años. La mayoría de los habitantes de la Ensenada de
los Hippies eran transeúntes que recalaban en Cordova durante el verano con la esperanza de
conseguir un empleo bien remunerado en un pesquero o, a falta de eso, entrar en alguna de las
fábricas conserveras de salmón. Pero el Alcalde estaba allí por otras razones.
Su nombre auténtico era Gene Rosellini. Era el mayor de los hijos adoptivos de Victor Rosellini,
propietario de un famoso restaurante de Seattle y primo del que fuera gobernador del estado de
Washington entre 1957 y 1965, Albert Rosellini, un político que había gozado de una enorme
popularidad. De joven, Gene Rosellini había sido un estudiante brillante y un buen atleta. Era un
lector insaciable, practicaba el yoga y llegó a ser un experto en artes marciales. Tras sacar unas notas
de bachillerato muy altas, se matriculó primero en la Universidad de Washington y luego en la de
Seattle, donde realizó extensos estudios de antropología, historia, filosofía y lingüística y acumuló
centenares de créditos que no se molestó en convalidar para obtener el correspondiente título
académico. No veía ninguna razón para hacerlo. Sostenía que la búsqueda del conocimiento era una
actividad que tenía valor en sí misma, sin necesidad de validación externa alguna.
Al cabo de pocos años, Rosellini dejó la universidad, abandonó Seattle y se encaminó hacia el
norte por la costa. Atravesó la Columbia Británica, fue subiendo por la estrecha franja del estado de
Alaska que se interna en Canadá, y en 1977 alcanzó Cordova. Allí, en un bosque de las afueras,
decidió que consagraría su vida a un ambicioso experimento antropológico.
«Me interesaba saber si era posible prescindir de la moderna tecnología», contaba en una
entrevista que concedió a una periodista del Anchorage Daily News, Debra McKinney, diez años
después de llegar a Cordova. Quería averiguar si los humanos podían vivir tal como lo había hecho
el hombre prehistórico en los tiempos en que los mamuts y smilodones poblaban la Tierra o si la
especie humana se había alejado tanto de sus orígenes que le era imposible sobrevivir sin la pólvora,
el acero o cualquier otro invento de la civilización. Con la atención obsesiva por los detalles que
suele ser propia de los caracteres obstinados, Rosellini desterró cualquier utensilio o producto
artificial de su vida salvo las herramientas más primitivas, que él mismo confeccionaba con los
materiales que encontraba en el lugar.
«Tenía el convencimiento de que los seres humanos se habían vuelto progresivamente inferiores
a causa de la técnica —explica McKinney—. Su meta era regresar al estado natural del hombre. Fue
probando con la tecnología de diferentes épocas: la Roma antigua, la Edad de Hierro, la Edad de
Bronce. Al final, adoptó un estilo de vida en el que predominaban los elementos del Neolítico.»
Se alimentaba de raíces, bayas y algas marinas, cazaba con lanzas y trampas, pescaba con
arpones y soportaba los crudos inviernos de Alaska vestido con harapos. Parecía disfrutar con las
privaciones. Su alojamiento sobre la Ensenada de los Hippies consistía en una choza sin ventanas
que había construido sin beneficiarse de la ayuda de una sierra o un hacha. «A veces se pasaba días y
días desbastando y puliendo un tronco con una piedra afilada», dice McKinney.
Como si subsistir con las normas que se había autoimpuesto no fuera lo bastante agotador,
Rosellini hacía ejercicio físico de un modo compulsivo cuando no estaba buscando alimento. Hacía
gimnasia, levantaba pesos y corría, a veces con piedras cargadas a la espalda. En la entrevista,
explicaba que durante un verano normal recorría 30 kilómetros diarios.
El «experimento» de Rosellini se alargó durante más de una década, pero al final consideró que
la pregunta que lo había inspirado ya había sido respondida. En una carta a un amigo, escribió:
Empecé mi vida de adulto con la hipótesis de que sería posible adoptar las costumbres del
hombre de la Edad de Piedra. Durante más de 30 años, me instruí y entrené a mí mismo para
alcanzar esta meta. En los últimos diez años, puedo decir que he experimentado con verismo
la realidad física, mental y emocional de la Edad de Piedra. Para tomar prestada una
expresión budista, al final tuve que enfrentarme cara a cara con la pura realidad. He
aprendido que es imposible que los seres humanos tal como los conocemos en la actualidad
sean capaces de vivir como recolectores y cazadores.
Pareció aceptar con serenidad el fracaso de su hipótesis. A los 49 años anunció alegremente que
había «redefinido» sus metas y que lo siguiente que se proponía era «dar la vuelta al mundo,
sobreviviendo con lo que lleve en la mochila». «Quiero recorrer de 30 a 40 kilómetros diarios siete
días a la semana durante 365 días al año.»
El viaje nunca llegó a concretarse. En noviembre de 1991, el cuerpo de Rosellini fue descubierto
boca abajo en el suelo de la choza con un cuchillo clavado en el corazón. El médico forense
estableció que él mismo se había infligido la puñalada. No se encontró ninguna nota de suicidio.
Rosellini no dejó pista alguna sobre el motivo por el cual había decidido poner fin a su vida y de qué
modo. Lo más probable es que nunca lo sepamos.
La muerte de Rosellini y la historia de su pintoresca vida apareció en la primera página del
Anchorage Daily News. En cambio, las aventuras y desventuras de John Mallon Waterman llamaron
menos la atención. Waterman nació en 1952 en los mismos barrios residenciales de Washington D.C.
donde más tarde vino al mundo Chris McCandless. Su padre, Guy Waterman, es músico y escritor.
Entre otras modestas incursiones en la fama, ha redactado numerosos discursos de presidentes, ex
presidentes y otros políticos prominentes de Washington. También es aficionado al montañismo, y
enseñó a sus tres hijos a escalar desde pequeños. John, el mediano, realizó su primera ascensión a
los 13 años.
John tenía un talento innato para el alpinismo. Salía a la montaña para practicar siempre que
podía y cuidaba con tesón su preparación física. Hacía 400 flexiones diarias y recorría andando a
paso ligero los cuatro kilómetros que lo separaban de la escuela. Cuando regresaba a casa por la
tarde, tocaba la puerta de entrada con la mano y hacía un segundo viaje de ida y vuelta a la escuela.
En 1969, a los 16 años, escaló el monte McKinley —al que se refería como el Denali, al igual
que la mayoría de habitantes de Alaska, que prefieren utilizar el nombre que pusieron a la montaña
los indios atabascanos—, convirtiéndose en el tercer escalador más joven que había coronado la
cumbre del pico más alto de América del Norte. En los años que siguieron, llevó a cabo ascensiones
aún más impresionantes en Alaska, Canadá y Europa. Hacia 1973, la época en que se matriculó en la
Universidad de Alaska, Waterman era reputado como uno de los alpinistas más prometedores de
Estados Unidos.
Waterman era muy bajo; apenas medía un metro sesenta. Tenía una cara pequeña y delicada y el
físico, vigoroso y nervudo, de un gimnasta. Sus conocidos lo recuerdan como alguien a quien le
costaba relacionarse, muy ingenuo, con un sentido del humor extravagante y una personalidad
retraída, casi maníacodepresiva.
«Cuando lo conocí circulaba por el campus con una larga capa negra y unas gafas azules a lo
Elton John con una estrella en el puente de la montura —recuerda James Brady, compañero suyo en
varias expediciones y amigo de la universidad—. Llevaba una guitarra apedazada con cinta adhesiva
y se dedicaba a dar serenatas a cualquiera que quisiera escucharlo. Te cantaba largas canciones en
las que, con voz desafinada, contaba sus aventuras. Fairbanks siempre ha atraído a un montón de
chalados, pero él era un bicho raro incluso para los parámetros de Alaska. Sí, John parecía de otro
planeta. Mucha gente no sabía cómo tratarlo.»
Las posibles causas de la inestabilidad de Waterman no son difíciles de imaginar si se conocen
algunos aspectos de su biografía. Guy y Emily Waterman, sus padres, se habían divorciado cuando él
era un adolescente. Según una fuente muy próxima a la familia, Guy abandonó prácticamente a sus
hijos. «No quiso saber nada más de ellos, algo que tuvo unas consecuencias devastadoras para John.
Tras el divorcio, John y su hermano mayor, Bill, fueron a ver a su padre, pero Guy no quiso
recibirlos. Poco después, John y Bill se fueron a vivir con un tío que tenían en Fairbanks. Recuerdo
una ocasión en que John se hizo muchas ilusiones al oír que su padre vendría a escalar a Alaska. Sin
embargo, cuando Guy llegó, no hizo el menor esfuerzo para ver a sus hijos; se fue por donde había
venido sin molestarse siquiera en visitarlos. John lo pasó muy mal.»
Bill, con quien John mantenía una relación muy estrecha, había perdido una pierna, siendo
adolescente, al intentar subirse a un tren de mercancías en marcha. En 1973, envió una enigmática
carta a sus familiares en la que aludía muy vagamente a la posibilidad de emprender un largo viaje, y
luego desapareció sin dejar rastro. Hasta la fecha nadie sabe qué fue de él. Por otro lado, tras
aprender a escalar, John había perdido sucesivamente a ocho amigos íntimos y compañeros de
afición, la mayoría en accidentes y alguno por suicidio. No es aventurado suponer que semejante
racha de desgracias representó un duro golpe para su mente adolescente.
En marzo de 1978, Waterman se embarcó en lo que fue su expedición más asombrosa: la
ascensión en solitario al monte Hunter por el espolón del suroeste, una ruta virgen que ya había hecho
desistir a tres equipos de alpinistas de élite. Al escribir sobre la hazaña en la revista Climbing, el
periodista Glenn Randall contaba que Waterman le había descrito a sus compañeros de escalada
como «el viento, la nieve y la muerte».
Cornisas tan frágiles como el merengue sobresalían sobre abismos de 1.500 metros de
profundidad. Las paredes verticales de hielo eran tan quebradizas como una cubitera de hielo
medio derretida y vuelta a congelar. Conducían a aristas tan estrechas y escarpadas que lo
más fácil era subirlas sentado a horcajadas. Había momentos en que el dolor y la soledad
eran tan insoportables que perdía el control y se echaba a llorar.
Después de una ascensión agotadora y llena de peligros que duró 81 días, Waterman logró
coronar los 4.444 metros de altitud del monte Hunter, un pico de la cordillera de Alaska situado al
sur del Denali. Necesitó otras nueve semanas para llevar a cabo el no menos angustioso descenso. En
total, Waterman pasó 145 días solo en la montaña. Cuando regresó a la civilización, no tenía ni un
centavo. Pidió prestados 20 dólares a Cliff Hudson, el piloto que lo había traído desde las montañas,
y volvió a Fairbanks, donde sólo pudo encontrar trabajo de lavaplatos.
Sin embargo, la pequeña fraternidad de alpinistas de Fairbanks lo recibió como a un héroe.
Waterman dio un pase de diapositivas sobre su expedición al monte Hunter que su amigo James
Brady califica de «inolvidable». «Fue una conferencia fascinante. Habló con un entusiasmo y una
sinceridad desbordantes. Nos confesó todo lo que pensaba y sentía, su miedo al fracaso, a la muerte.
Era como si estuvieras allí con él.» Pese al reconocimiento de sus compañeros, en los meses que
siguieron a su heroica gesta, Waterman descubrió que el éxito había excitado a sus demonios
interiores en lugar de aplacarlos.
Su salud psíquica empezó a deteriorarse. «Era muy autocrítico, no paraba de analizarse a sí
mismo —recuerda Brady—. Siempre había sido muy compulsivo. Solía ir a cualquier sitio con una
pila de libretas y carpetas bajo el brazo. Tomaba muchísimas notas, creando una especie de registro
completo sobre todo lo que había hecho a lo largo del día. Recuerdo una vez que me lo encontré en el
centro de Fairbanks. Mientras me acercaba, sacó una carpeta y apuntó la hora en que me había visto.
Luego resumió el contenido de nuestra conversación. Tuvo que pasar tres o cuatro hojas para
empezar a escribir sobre nuestro encuentro, detrás de todo lo que ya llevaba garabateado del resto
del día. Debía de guardar montones de notas como éstas en algún lugar, pero estoy seguro de que no
tenían sentido para nadie excepto para él.»
Poco tiempo después, Waterman se presentó a las elecciones de la junta escolar local con un
programa en el que defendía el amor libre entre los estudiantes y la legalización de las drogas
alucinógenas. No fue elegido, lo que no sorprendió a nadie salvo a él, que lanzó de inmediato otra
campaña política, esta vez para la presidencia de Estados Unidos. Se presentó bajo la bandera del
Partido para Alimentar a los Hambrientos, cuya principal prioridad era asegurar que nadie en el
planeta se muriera de hambre.
Para dar publicidad a su programa, hizo planes para llevar a cabo un ascenso en solitario por la
vertiente sur del Denali, la más difícil de la montaña, en pleno invierno y con la menor cantidad de
provisiones posible. Quería poner de manifiesto que la dieta del estadounidense medio era una
inmoralidad y un despilfarro. Como parte del entrenamiento para la expedición, se sumergió en
bañeras llenas de hielo.
En diciembre de 1979 Waterman voló hasta el glaciar de Kahiltna y comenzó el ascenso, pero se
vio obligado a suspenderlo al cabo de 14 días. «Llévame a casa —le dijo por radio al piloto que
tenía que recogerlo—. No quiero morir.» Aun así, dos meses más tarde ya estaba preparándose para
un segundo intento. Sin embargo, mientras ultimaba los detalles de la expedición en Talkeetna, un
pueblo situado al sur del Denali que sirve como punto de partida de la mayor parte de expediciones
que se dirigen hacia la cordillera de Alaska, la cabaña donde se alojaba se incendió hasta los
cimientos. Tanto su equipo como la voluminosa cantidad de notas, poemas y diarios personales que
consideraba la obra de su vida ardieron con ella.
Waterman, absolutamente deshecho por la pérdida, se derrumbó. Al día siguiente, él mismo pidió
que lo internaran en el Instituto Psiquiátrico de Anchorage, pero se marchó al cabo de dos semanas
convencido de que existía una conspiración para encerrarlo para siempre. Más adelante, en el
invierno de 1981, lo intentó por tercera vez.
Como si escalar el Denali en pleno invierno no fuera un reto suficiente, esta vez decidió
arriesgarse aún más y empezar la aproximación desde el mar, lo que suponía recorrer una tortuosa
ruta de 256 kilómetros desde la ensenada de Cook hasta el pie de la montaña. En febrero, emprendió
el largo y pesado viaje hacia el norte, pero su entusiasmo se desvaneció al llegar al tramo inferior
del glaciar de Ruth, cuando le faltaban todavía 48 kilómetros para alcanzar la montaña, de modo que
abandonó el intento y retrocedió hacia Talkeetna. En marzo, se armó de valor una vez más y tomó la
decisión de reemprender su solitaria caminata. Antes de salir del pueblo, le dijo a Cliff Hudson, el
piloto que lo llevaba habitualmente y con quien le unía una buena amistad, que no volvería a verlo.
Aquel mes de marzo hizo un frío excepcional en toda la región de la cordillera de Alaska. A
finales de mes, Mugs Stump tropezó con Waterman en el tramo superior del glaciar de Ruth. Stump,
un alpinista de renombre mundial que murió en el Denali en 1992, acababa de abrir una nueva y
difícil ruta en un pico cercano llamado el Diente del Alce, y regresaba hacia Talkeetna. Unos días
después de este encuentro casual, Stump vino a verme a Seattle. «John parecía ido. Se comportaba
como si todo le importara muy poco y decía tonterías. Se suponía que estaba realizando su gran
ascensión invernal al Denali, pero iba muy mal equipado. Iba vestido con un mono de motonieve, de
mala calidad, y ni siquiera llevaba saco de dormir. Todo lo que tenía para comer era un paquete de
harina, un poco de azúcar y una gran lata de margarina.»
En su libro Breaking Point, Glenn Randall escribe:
Durante varias semanas Waterman se detuvo en el refugio del monte Sheldon, una pequeña cabaña
colgada de una de las laderas del glaciar de Ruth, en pleno corazón de la cordillera. Kate Bull, una
amiga de Waterman que se encontraba escalando por aquella zona, explicó luego que parecía estar
más cansado de lo normal y no actuaba con la prudencia acostumbrada. Lo llamó con la radio que
Cliff [Hudson] le había prestado y le pidió que le llevase más provisiones. Luego se la devolvió.
«No volveré a necesitarla», le dijo. La radio era el único medio que tenía para pedir ayuda.
Waterman fue localizado por última vez el 1 de abril en la bifurcación del noroeste del glaciar de
Ruth. Su rastro conducía hacia los contrafuertes de la vertiente este del Denali y se internaba en línea
recta en dirección a un laberinto de grietas gigantes, una prueba de que no había hecho esfuerzo
alguno por sortear lo que era un peligro obvio. Nunca volvieron a verlo. Se dio por sentado que un
delgado puente de nieve se rompió mientras lo cruzaba y que se despeñó por alguna de las profundas
fisuras. Durante más de una semana, el servicio de vigilancia del Parque Nacional del Denali estuvo
rastreando desde el aire la ruta que Waterman pretendía seguir, pero no hallaron nada. Más tarde,
unos escaladores encontraron dentro del refugio del monte Sheldon una caja de provisiones que había
pertenecido a Waterman con una nota encima que rezaba:
«13-3-81. Mi último beso 13:42.»
Quizá de un modo inevitable, se han trazado paralelismos entre John Waterman y Chris
McCandless. También se han hecho comparaciones entre McCandless y Cari McCunn, un tejano
afable y distraído que se trasladó a Fairbanks durante el boom del petróleo de los años setenta y
encontró un lucrativo empleo en la construcción del oleoducto transalasquiano. A comienzos de
marzo de 1981, mientras Waterman iniciaba lo que sería su última expedición a la cordillera de
Alaska, McCunn contrataba los servicios de una avioneta para que lo dejara en las estribaciones de
la cordillera Brooks. Quería pasar el verano en un lago remoto cercano al río Coleen, a unos 120
kilómetros de Fort Yukon en dirección noreste.
McCunn era un fotógrafo aficionado de 35 años. Explicó a sus amigos y conocidos que el
principal propósito del viaje era captar escenas de la vida salvaje. Cuando partió, llevaba con él 500
rollos de película, un rifle del calibre 22 y otro del calibre 30, una escopeta de caza y más de media
tonelada de provisiones. Tenía la intención de permanecer en el monte todo el mes de agosto. Sin
embargo, por alguna razón, olvidó ponerse de acuerdo con el piloto para que volviera a recogerlo, un
error que le costó la vida.
Este increíble descuido no representó una sorpresa para Mark Stoppel, un residente de Fairbanks
que llegó a conocer bastante bien a McCunn durante los nueve meses que trabajaron juntos en el
oleoducto, antes de que el desgarbado tejano partiese hacia la cordillera Brooks.
«Cari era simpático, muy popular, el típico sureño —recuerda Stoppel—. A primera vista
parecía muy listo, pero luego descubrías que también tenía un lado soñador, como si viviese un poco
fuera de la realidad. Era muy desenvuelto y le gustaba mucho ir de juerga. Podía ser muy responsable
si quería, pero a veces tenía tendencia a improvisar, a actuar de modo impulsivo y salir del paso con
una baladronada. La verdad es que no me sorprende que Cari se marchara y olvidase arreglar las
cosas para que lo recogieran. Sin embargo, no soy una persona que se horrorice fácilmente. Tengo
amigos que han muerto ahogados, asesinados o en extraños accidentes. En Alaska te acostumbras a
que pasen las cosas más raras.»
A finales de agosto, McCunn empezó a preocuparse al ver que la avioneta no llegaba para
recogerlo. Los días se acortaban y el viento se volvía más gélido y otoñal. «Creo que tendría que
haber sido más previsor en lo que concierne a mi partida», confesaba en su diario, muchos pasajes
del cual fueron publicados póstumamente en el reportaje en cinco capítulos que Kris Capps realizó
para el Fairbanks Daily News-Miner. «Pronto lo sabré», añadía a continuación.
Podía sentir el acelerado avance del invierno semana tras semana. A medida que sus reservas
alimentarias menguaban, McCunn se arrepentía profundamente de haber arrojado casi toda la
munición al lago, a excepción de una docena de cartuchos. «Sigo pensando en todos los cartuchos
que tiré hace dos meses —escribió—. Tenía cinco cajas. Cuando las miraba, me sentía como un
idiota por haber traído tanta munición (me sentía como quien siembra la guerra)… Genial. ¿Cómo
podía saber que las necesitaría para no morirme de hambre?»
Más adelante, una fresca mañana de septiembre, pareció que el rescate era inminente. McCunn
estaba cazando patos con lo que le quedaba de munición cuando la quietud fue rota por el zumbido de
una avioneta, que pronto apareció sobre su cabeza. Al divisar el campamento, el piloto lo sobrevoló
por dos veces en círculo a baja altura para efectuar un reconocimiento. McCunn hizo señales a la
avioneta agitando con furia la funda de color naranja fluorescente del saco de dormir. La avioneta no
estaba equipada con flotadores y, en consecuencia, no podía posarse en la superficie del lago, pero
McCunn tenía la certeza de que el piloto lo había visto y había avisado a un hidroavión para que lo
rescatara. Estaba tan seguro de ello que escribió en su diario: «He dejado de hacerle señales después
de la primera pasada. Luego me he puesto a empaquetar mis cosas. Estoy preparándome para
levantar el campamento.»
Sin embargo, pasaron los días y el hidroavión no llegó. Al final, McCunn miró por casualidad el
reverso de su licencia de caza y comprendió por qué. La licencia de caza tenía un pequeño recuadro
donde estaban impresas las señales para comunicarse con un aeroplano desde tierra. «Recuerdo
haber levantado la mano derecha y cerrado el puño cuando el avión pasó por segunda vez —escribió
McCunn—. Era un saludo de alegría, como cuando saltas del asiento porque tu equipo ha marcado un
gol.» Por desgracia, como había descubierto demasiado tarde, levantar un solo brazo es la señal
universal para «OK; ayuda innecesaria». La señal de «SOS; envíen ayuda inmediata» consiste en
levantar los dos brazos.
«Tal vez por eso volvieron a sobrevolar el lugar después de alejarse un poco, pero no respondí
con ninguna señal (de hecho, incluso es probable que mientras la avioneta pasaba yo estuviese de
espaldas a ella) —reflexionaba McCunn con filosofía en su diario—. Tal vez me tomaron por un
bicho raro.»
A finales de septiembre la superficie del lago se había helado y la tundra estaba cubierta de
nieve. Para evitar que se le agotaran las provisiones que había llevado, McCunn se esforzó en
recoger escaramujos y atrapar conejos con rudimentarias trampas. Durante unos días se alimentó de
los restos de un caribú enfermo que había estado deambulando por el lago antes de morir. Sin
embargo, en octubre ya había metabolizado la mayor parte de la grasa del cuerpo y tenía dificultades
crecientes para mantenerse caliente durante las largas y frías noches. «Seguro que alguien se habrá
dado cuenta de que me ha pasado algo, de que estamos en otoño y todavía no he vuelto», anotó. El
hidroavión seguía sin aparecer.
«Era típico de Carl dar por sentado que alguien aparecería por arte de magia y lo salvaría —dice
Stoppel—. Era camionero, así que se había pasado muchas horas inactivo, con la vista fija en la
carretera y el culo pegado al asiento, soñando despierto, que es como se le ocurrió la idea de viajar
a la cordillera Brooks. Se tomó lo del viaje muy en serio. Se pasó una buena parte del año
planeándolo. Lo calculaba todo al milímetro y durante los descansos hablaba conmigo sobre el
equipo más adecuado. Sin embargo, pese a esa planificación tan minuciosa, también se permitía tener
fantasías que estaban fuera de lugar.
»Por ejemplo, Carl no quería volar solo hasta el monte. Al principio, su gran sueño era pasar una
temporada en los bosques con alguna mujer hermosa. Estaba loco por un par de chicas que trabajaban
con nosotros, y empleó mucho tiempo y energía intentado convencer a Sue, a Barbara o a quien fuera
de que lo acompañase, lo que más o menos quería decir que vivía en fantasilandia, porque no iba a
suceder de ninguna manera. Para que se haga una idea, en el campamento del oleoducto donde
trabajábamos, la Estación de Bombeo número 7, puede que hubiera cuarenta tíos por cada mujer.
Pero Cari era un iluso y hasta el momento en que partió con la avioneta hacia la cordillera Brooks no
perdió la esperanza de que una de esas chicas cambiase de idea y decidiera ir con él.
»Carl tenía expectativas poco realistas —prosigue Stoppel—. Era la clase de persona que
pensaba que al final alguien se daría cuenta de que se encontraba en apuros y le resolvería la
papeleta. Estaba a las puertas de la muerte y es probable que todavía imaginara que la maravillosa
Sue vendría a rescatarlo en el último segundo con un avión repleto de comida y tendría una
inolvidable aventura amorosa con él. Su mundo de fantasía era tan descabellado que nadie era capaz
de sintonizar con él en este aspecto. Se limitó a pasar hambre y esperar. Cuando por fin comprendió
que nadie vendría a rescatarlo, estaba tan debilitado que era demasiado tarde como para que pudiera
hacer algo.»
Mientras las provisiones se le reducían hasta casi quedar en nada, McCunn escribía en su diario:
«Cada vez estoy más preocupado. Para ser sincero, empiezo a estar asustado.» La temperatura
descendió hasta -20°C. En las manos y los pies le aparecieron sabañones, que pronto se ulceraron
convirtiéndose en llagas dolorosas.
En noviembre consumió la última ración de comida que le quedaba. Se sentía débil y mareado;
unas convulsiones atroces sacudían su demacrado cuerpo. «La nariz y los pies empeoran por
momentos. La nariz está cada vez más inflamada y cubierta de llagas y costras […]. Sin duda, me
hallo ante una lenta agonía que me lleva a una muerte segura.» McCunn sopesó la posibilidad de
abandonar la seguridad del campamento e ir andando hasta Fort Yukon, pero concluyó que ya no le
quedaban fuerzas, y que mucho antes de llegar sucumbiría de agotamiento y frío.
«La parte del interior a la que fue Carl es una región aislada y virgen —explica Stoppel—. En
invierno hace un frío de narices. Otra persona en su misma situación habría intentado encontrar una
ruta para aproximarse a algún lugar habitado o quizás habría esperado a que pasara el invierno, pero
uno tiene que ser una persona de recursos para hacer eso. Necesitas tener una resistencia brutal.
Tienes que ser un tigre, un asesino, una bestia. Carl era demasiado despreocupado. Lo que le gustaba
era pasárselo bien, ir de juerga.»
«No puedo seguir así, lo siento», escribió McCunn a finales de noviembre en su diario, que por
entonces ya ocupaba un centenar de páginas sueltas de un bloque de notas escritas con tinta azul.
«Señor que estás en los cielos, te pido que perdones mi debilidad y mis pecados. Cuida de mi
familia.» Luego se reclinó sobre la pared de la tienda, colocó el cañón del rifle del calibre 30 contra
su cabeza y apretó el gatillo. Dos meses más tarde, el 2 de febrero de 1982, la policía montada de
Alaska descubrió el campamento, entró en la tienda y encontró un esquelético cadáver congelado, tan
duro como una piedra.
Existen algunas semejanzas entre Rosellini, Waterman, McCunn y McCandless. Al igual que
Rosellini y Waterman, McCandless buscaba experiencias desconocidas y experimentaba una
peligrosa fascinación por los contrastes más violentos de la naturaleza. Al igual que Waterman y
McCunn, demostró una pasmosa falta de sentido común. No obstante, a diferencia de Waterman, no
padecía enfermedad mental alguna. Y, a diferencia de McCunn, no se adentró por el monte
convencido de que alguien lo sacaría del atolladero si surgían problemas.
McCandless no parece encajar demasiado con el prototipo de víctima de la montaña. Pese a su
temeridad, su desconocimiento de las reglas básicas de la vida en el monte y su imprudencia rayana
en la insensatez, no era un incompetente. No habría sobrevivido durante 113 días en el caso de serlo.
Tampoco era un chiflado, un asocial o un marginado. McCandless era diferente, aunque lo difícil es
establecer en qué consistía esta diferencia. Quizá fuese un peregrino.
La tragedia de Chris McCandless puede comprenderse mejor si estudiamos algunos predecesores
que parecen cortados por el mismo patrón exótico. Para hacerlo, debemos abandonar Alaska y dirigir
nuestra mirada hacia la roca erosionada de los cañones al sur de Utah. Allí, en 1934, un singular
muchacho de 20 años se adentró a pie en el desierto y nunca salió de él. Se llamaba Everett Ruess.
9
LA GARGANTA DE DAVIS
En lo que respecta a mi regreso a la civilización, no creo que se produzca pronto. Todavía no me
he cansado de los espacios salvajes; al contrario, cada vez estoy más entusiasmado con su belleza
y la vida de vagabundo que llevo. Prefiero una silla de montar antes que un tranvía, el cielo
estrellado antes que un techo, la senda oscura y difícil que conduce a lo desconocido antes que
una carretera de asfalto, y la profunda paz de la naturaleza antes que el descontento que
alimentan las ciudades. ¿Me culpas de que siga aquí, en el lugar al que siento que pertenezco y
donde yo y el mundo que me rodea somos uno? Es cierto que añoro la compañía inteligente, pero
hay tan pocas personas con quienes compartir las cosas que tanto significan para mí que he
aprendido a contenerme. Me basta con estar rodeado de belleza […].
Incluso por lo que deduzco de tus breves comentarios, sé que no podría soportar ni la rutina ni
el ajetreo de la vida que estás obligado a llevar. Creo que nunca podré echar raíces. A estas
alturas he buceado tanto en las profundidades de la vida, que preferiría cualquier cosa antes que
tener que conformarme con una existencia sin emociones.
[Pasaje de la última carta que Everett Ruess envió a su hermano Waldo, fechada el 11 de noviembre
de 1934.]
Lo que Everett Ruess perseguía era la belleza, una belleza que concebía en términos bastante
románticos. Podríamos tener la tentación de reírnos de la extravagancia de su culto a la belleza si
no fuera porque su decidida entrega tenía algo de magnificente. Como artificio de salón, el
esteticismo es ridículo y, en ocasiones, un poco obsceno; como estilo de vida, a veces puede
alcanzar una cierta dignidad. Si nos riéramos de Everett Ruess, también tendríamos que reírnos
de John Muir, puesto que había muy pocas diferencias entre ambos, salvo la edad.
WALLACE STEGNER,
Mormon Country
Durante la mayor parte del año el riachuelo de Davis sólo consiste en un hilo de agua, y a veces ni
siquiera en eso. Nace al pie de una muela conocida como el Punto de las Cincuenta Millas y discurre
unos seis kilómetros encajonado entre las características moles de arenisca rosácea del sur de Utah,
antes de verter sus modestas aguas en el enorme lago Powell, que se extiende unos 320 kilómetros
cuadrados por encima de la presa del cañón de Glen. El cauce del riachuelo es muy pequeño, pero de
una gran belleza, y los viajeros que a lo largo de los siglos han atravesado esta región seca e
inhóspita han dependido de este oasis situado al fondo de un angosto desfiladero. Las escarpadas
paredes de la garganta de Davis están decoradas con extraños petroglifos y pictografías cuya
antigüedad se remonta a 900 años. Las semiderruidas casas de piedra de los desaparecidos Kayenta-
Anasazi, los creadores de este arte rupestre, todavía sobreviven enclavadas en los abrigos y
oquedades de ambos lados. Los restos de la antigua cerámica de los Anasazi se mezclan en la arena
con oxidadas latas de conservas que a finales de siglo pasado fueron arrojadas por los ganaderos que
apacentaban y abrevaban sus rebaños en el riachuelo.
La garganta de Davis es en casi toda su extensión una profunda y serpenteante hendedura en la
roca resbaladiza, tan estrecha que hay lugares en que las paredes parecen unirse. Los salientes de
arenisca bloquean el paso a cualquiera que intente acceder al curso de agua desde la meseta
desértica que lo rodea. Sin embargo, en el tramo inferior existe una ruta oculta que permite
adentrarse en la garganta. Un poco más arriba del lugar donde el riachuelo de Davis desemboca en el
lago Powell, existe una rampa natural que baja en zigzag por la pared occidental. En el punto donde
termina la rampa, no muy lejos del fondo, aparece una tosca escalera que los pastores mormones
cincelaron en la blanda arenisca hace casi un siglo.
Las tierras que circundan la garganta de Davis son una altiplanicie árida de roca erosionada y
arena rojiza. La vegetación es escasa. Encontrar una sombra donde resguardarse del sol abrasador es
casi imposible. Sin embargo, descender hacia el interior de la garganta es como cruzar el umbral de
otro mundo. Los álamos de Virginia se inclinan con suavidad sobre apelotonados grupos de faucarias
en flor. Altos matojos se mecen con la brisa. Unas efímeras campanillas blancas asoman por encima
de la punta de un arco de piedra de 25 metros de altitud y unos reyezuelos trinan una y otra vez desde
las ramas de un chaparro. En lo alto de una de las paredes brota un manantial que riega el musgo y
los culantrillos que crecen en la roca formando exuberantes tapices verdes.
Hace seis décadas, Everett Ruess dejó grabado el seudónimo que había adoptado en ese rincón
de ensueño, situado a poco más de un kilómetro y medio del lugar donde la escalera construida por
los mormones alcanza el fondo de la garganta. Tenía 20 años. Realizó la inscripción debajo de unas
pictografías y la repitió en la entrada de una pequeña construcción levantada por los Kayenta-
Anasazi para almacenar grano. «NEMO 1934» rezaba el texto de ambas inscripciones. Sin duda, el
impulso que lo llevo a garabatear su seudónimo fue el mismo que llevo a Chris McCandless a grabar
la inscripción «Alexander Supertramp. Mayo de 1992» en un trozo de madera encontrado en el
autobús abandonado junto al río Sushana, un impulso que quizá tampoco es muy distinto del que
inspiró a los Kayenta-Anasazi para embellecer la roca con unos símbolos que ahora nos resultan
indescifrables. En cualquier caso, poco después de dejar grabado su seudónimo en la piedra
arenisca, Ruess abandonó la garganta de Davis y desapareció de forma misteriosa y, según parece,
deliberada. La exhaustiva búsqueda que se llevó a cabo no arrojó ninguna luz sobre su paradero.
Había desaparecido, sencillamente, como si el desierto se lo hubiera tragado. Sesenta años después,
todavía seguimos sin saber casi nada de lo que le ocurrió.
Everett Ruess había nacido en Oakland, California, en 1914. Era el menor de los dos hijos de
Christopher y Stella Ruess. El padre se había licenciado en teología por la Universidad de Harvard y
ejercía de poeta, filósofo y ministro de la Iglesia Unitaria, aunque se ganaba la vida trabajando de
burócrata para el sistema penal californiano. La madre, Stella, era una mujer testaruda y de gustos
bohemios, llena de ambiciones artísticas tanto para ella como para sus hijos. Publicaba una revista
literaria artesanal, la Ruess Quartette, en cuya portada aparecía estampada la divisa de la familia:
«Exalta el momento.» Los Ruess estaban muy unidos y habían llevado una vida nómada. Primero se
trasladaron de Oakland a Fresno y luego residieron sucesivamente en Los Ángeles, Boston, Brooklyn,
Nueva Jersey e Indiana, para regresar finalmente a Los Ángeles cuando Everett contaba 14 años de
edad.
En Los Ángeles, Everett Ruess estudió en la academia de arte Otis y el instituto de Hollywood.
Durante el verano de 1930, a los 16 años, llevó a cabo su primer gran viaje: estuvo vagando a pie y
haciendo autostop por el valle de Yosemite y la franja de la costa del Pacífico conocida como Big
Sur, hasta que fue a parar a Carmel. Dos días después de llegar a esta pequeña localidad
californiana, se presentó en casa de Edward Weston como si fuera la cosa más natural del mundo.
Weston se sintió lo suficientemente cautivado por la inquieta personalidad del muchacho como para
atenderlo. Durante los dos meses siguientes, el famoso fotógrafo alentó los desiguales pero
prometedores esfuerzos que hacía el chico para pintar y tomar apuntes al natural y lo dejó rondar por
el estudio con sus propios hijos, Neil y Cole.
A finales de aquel verano, Ruess volvió a casa, pero no se quedó más que el tiempo justo para
continuar el bachillerato, que terminó en enero de 1931. Al cabo de un mes estaba de nuevo en el
camino, vagabundeando solo a través de los cañones de Utah, Arizona y Nuevo México, una región
por aquel entonces tan despoblada y envuelta en un halo místico como hoy pueda estarlo Alaska. Con
la excepción de una breve y desafortunada estancia en la UCLA (donde abandonó la carrera después
del primer semestre, para desesperación de su padre), dos largas visitas a su familia y un invierno en
San Francisco (donde se introdujo en el círculo de Dorothea Lange, Ansel Adams y el pintor
Maynard Dixon), Ruess se pasó el resto de su meteórica vida de un lado para otro con muy poco
dinero, viviendo con lo que llevaba puesto, durmiendo al raso y en ocasiones soportando el acoso
del hambre durante varios días seguidos con espíritu festivo.
En palabras de Wallace Stegner, Ruess fue «un romántico inmaduro, un esteta adolescente, un
nómada atávico»:
A los 18 años, en un sueño, se vio a sí mismo abriéndose paso a través de junglas frondosas,
trepando por los salientes de precipicios y caminando sin rumbo fijo por las inmensidades
despobladas del mundo. Ningún hombre que conserve alguna huella de la vitalidad de la infancia
puede haber olvidado estos sueños. Lo peculiar del caso de Everett Ruess fue que dejó a su familia y
convirtió tales sueños en realidad, no para pasar 15 días de vacaciones en algún paraíso civilizado y
elegante, sino para vivir meses y años en medio del prodigio de la naturaleza […].
Maltrataba su cuerpo adrede, ponía a prueba su resistencia, medía su capacidad para soportar
esfuerzos agotadores. Tomaba intencionadamente los senderos que los indios y las personas con más
experiencia le habían desaconsejado. Se enfrentaba con acantilados de arenisca donde más de una
vez había quedado balanceándose en el aire, a medio camino entre el talud y el borde […]. Ya fuera
desde su campamento junto a una vena de agua, en un cañón o en los arbolados riscos de la montaña
Navajo, Ruess escribía a su familia y amigos largas cartas, elocuentes y entusiastas, donde
condenaba los estereotipos de la civilización y lanzaba un grito primitivo y juvenil contra el mundo
moderno.
Ruess producía tales cartas casi en serie. Llevaban matasellos de los pueblos y lugares por los
que pasaba: Kayenta, Chinle, Lukachukai; el cañón de Zion, el Gran Cañón del Colorado, Mesa
Verde; Escalante, Rainbow Bridge, Cañón de Chelly. Lo que sorprende al leer la correspondencia de
Ruess (recogida en la documentada biografía de W. L. Rusho, Everett Ruess: A Vagabond for
Beauty) es su ansia por recuperar los vínculos con la naturaleza y su pasión casi incendiaria por las
tierras que atravesaba. «Desde la última vez que te escribí he tenido experiencias aterradoras en las
inmensidades del desierto, experiencias sobrecogedoras, abrumadoras —explicaba con vehemencia
a su amigo Cornel Tengel—. Además, siempre me siento arrastrado por los acontecimientos. Lo
necesito para seguir viviendo.»
La correspondencia de Everett Ruess pone de manifiesto unos paralelismos asombrosos entre
Ruess y McCandless. He aquí unos extractos de tres cartas escritas por Ruess:
Cada vez estoy más seguro de que siempre seré un caminante solitario que vaga por tierras salvajes.
¡Dios mío, cómo me atrae el camino que tengo ante mis ojos! No puedes entender la irresistible
fascinación que ejerce sobre mí. Después de todo, la mejor senda es la más solitaria […]. Jamás
dejaré mi vida itinerante. Y cuando llegue mi hora encontraré el lugar más agreste, solitario y
desolado que exista.
La belleza de estas tierras está convirtiéndose en una parte de mí. Me siento más independiente, más
ligero […]. Tengo buenos amigos aquí, pero ninguno que entienda de verdad por qué permanezco en
este lugar o qué estoy haciendo. En realidad, no sé de nadie que pueda comprenderlo más que a
medias. He ido demasiado lejos solo.
La vida que lleva la mayoría de la gente siempre me ha parecido insatisfactoria. Siempre he
querido vivir experiencias mucho más ricas e intensas.
Durante este año he corrido más riesgos y he vivido aventuras más fabulosas que en cualquiera de
mis viajes anteriores. He visto cosas maravillosas: inacabables extensiones de tierras baldías y
salvajes, altiplanicies perdidas, montañas azuladas que se alzan en el horizonte sobre el bermellón
de la arena del desierto, gargantas de un metro y medio de anchura y más de 30 de profundidad,
nubes de tormenta que bajan rugiendo por cañones desconocidos y cientos de casas de un pueblo
troglodita abandonadas hace un milenio.
Medio siglo más tarde, cuando McCandless manifiesta en una postal que envió a Wayne Westerberg
que «he decidido que voy a dejarme arrastrar por la corriente de la vida durante un tiempo. La
libertad y la simple belleza de la vida son algo demasiado valioso como para desperdiciarlo», sus
palabras suenan extrañamente como las de Ruess. Los ecos de éste pueden reconocerse también en la
última carta que McCandless envió a Ronald Franz.
Ruess era tan romántico como McCandless o más, e igual de descuidado en lo que a su seguridad
personal concernía. Clayborn Lockett, un arqueólogo que en 1934 empleó a Ruess durante un corto
período como cocinero mientras excavaba una de las viviendas de los Anasazi, comentó a Rusho que
«estaba horrorizado por la imprudencia con que se movía por aquellos peligrosos acantilados».
Más aún, el mismo Ruess presumía de ello en una de sus cartas: «Me he jugado la vida cientos de
veces trepando por paredes casi verticales y peñascos de desmenuzada arenisca en busca de agua o
un refugio donde pasar la noche. En dos ocasiones he estado a punto de morir a causa de las
embestidas de un toro salvaje, pero hasta ahora he logrado salir ileso y seguir con otras aventuras.»
En su última carta, Ruess confesaba con despreocupación a su hermano que:
Al igual que McCandless, no se dejaba amilanar por el malestar físico; a veces incluso parecía
agradecerlo. Según explicaba en una carta a su amigo Bill Jacobs:
Hace seis días que padezco un ataque de urticaria provocado por un zumaque, y mis sufrimientos
todavía no han terminado. Durante dos días no supe si estaba vivo o muerto. Me retorcía de fiebre y
dolor bajo el calor, mientras las hormigas recorrían mi cuerpo y un enjambre de moscas revoloteaba
alrededor de mí. Mi piel parecía rezumar veneno, y tenía la cara, los brazos y la espalda llenos de
ronchas. No comí; todo lo que podía hacer era soportar el dolor estoicamente […].
Sufro estas alergias a menudo, pero me niego a que una alergia pueda expulsarme de los bosques.
Y también al igual que McCandless, Ruess adoptó un seudónimo o, mejor dicho, una serie de
seudónimos, antes de emprender la odisea de la que nunca regresaría. En una carta fechada el 1 de
marzo de 1931 comunicaba a su familia que había decidido llamarse Lan Rameau. «Por favor,
respetad el nombre de guerra que he elegido… ¿Cómo se dice en francés? ¿Nomme de plume?». Sin
embargo, dos meses más tarde explicaba en otra carta: «He vuelto a cambiar de nombre. Ahora me
llamo Evert Rulan. Los que me conocían antes pensaban que tenía un nombre estrafalario, demasiado
afrancesado.» Luego, en agosto del mismo año, sin dar explicación alguna, vuelve a utilizar su
auténtico nombre, una costumbre que mantendrá durante tres años, hasta el momento de adentrarse en
la garganta de Davis. Por alguna razón desconocida, allí decidió grabar en la blanda arenisca el
nombre «Nemo» —que en latín significa «nadie»— y luego desapareció.
Las últimas cartas que se recibieron de Ruess estaban fechadas el 11 de noviembre 1934 y habían
sido enviadas desde Escalante, una colonia mormona situada 90 kilómetros al norte de la garganta de
Davis. Iban dirigidas a su padre y su hermano, y en ellas indicaba que estaría incomunicado «uno o
dos meses». Ocho días después de echarlas al correo, tropezó con dos pastores de ovejas a un
kilómetro y medio de la garganta y pasó dos noches en su campamento; hasta donde sabemos, estos
hombres fueron los últimos que lo vieron con vida.
Al cabo de tres meses, sus padres recibieron un paquete de cartas sin abrir. El paquete había sido
remitido por el jefe de la estafeta de correos de Marble Canyon, Arizona, donde tenía que haberse
presentado a recoger las cartas hacía mucho tiempo. Preocupados, Christopher y Stella se pusieron
en contacto con las autoridades de Escalante, que organizaron una partida de rescate a principios de
marzo de 1935. La búsqueda se inició en el campamento de los pastores donde Ruess había sido
visto por última vez. Luego dieron una batida por los alrededores y no tardaron en descubrir los dos
asnos con los que Ruess viajaba. Los animales estaban en la garganta de Davis, paciendo con
tranquilidad en un improvisado corral hecho con ramas de arbustos y maleza.
Los animales estaban confinados en el tramo superior, más arriba del punto donde la escalera de
los mormones llega al fondo de la garganta; siguiendo riachuelo abajo, la partida de rescate encontró
no muy lejos pruebas inconfundibles de que alguien había acampado allí y luego, debajo de un
majestuoso arco natural, dio con la inscripción «NEMO 1934» grabada en un bloque de arenisca de
la entrada de un granero Anasazi. Cuatro vasijas Anasazi estaban dispuestas con sumo cuidado sobre
una roca cercana. Tres meses más tarde, una segunda partida halló, todavía más abajo, otra
inscripción con el nombre «NEMO», pero a excepción de los asnos y sus arreos las demás
posesiones de Ruess —sus utensilios de acampada, víveres, diarios y dibujos— jamás se hallaron.
Las aguas del lago Powell, que empezaron a subir a partir de la finalización de la presa del cañón de
Glen en 1963, han borrado hace tiempo ambas inscripciones.
La opinión más extendida es que Ruess cayó al vacío mientras trepaba por los acantilados de
algún cañón. La hipótesis resulta bastante creíble dada la naturaleza traicionera de la topografía local
—la mayor parte de los acantilados de la región están compuestos de piedra arenisca, cuyos
quebradizos estratos se erosionan hasta transformarse en despeñaderos y taludes—, así como la
afición de Ruess a escalar por sitios peligrosos. No obstante, pese a la minuciosa búsqueda que se
efectuó tanto en los barrancos próximos a la garganta de Davis como en otros más alejados, no se
descubrieron restos humanos.
Por otro lado, ¿cómo encontrar una explicación para el hecho de que Ruess abandonara la
garganta sin sus animales de carga pero llevando consigo todas sus pertenencias y su pesado equipo?
Esta circunstancia desconcertante ha conducido a algunos investigadores a sostener que Ruess fue
asesinado por una banda de cuatreros que, según se sabe, había merodeado por la zona, banda que
habría robado sus posesiones y habría enterrado su cuerpo o lo habría arrojado al río Colorado. Esta
teoría es bastante plausible, pero no existe ninguna prueba concreta que permita demostrarla.
Poco después de la desaparición de Everett, su padre sugirió que probablemente hubiera
adoptado su último seudónimo inspirándose en la conocida novela de Julio Verne Veinte mil leguas
de viaje submarino —un libro que había leído repetidas veces—, donde el incorruptible
protagonista, el capitán Nemo, se exilia de la civilización y corta todos sus «lazos con la tierra». El
biógrafo de Everett, W. L. Rusho, comparte el criterio de Christopher Ruess, argumentando que «el
alejamiento de la sociedad organizada, el desdén por los placeres mundanos y el hecho de que
firmara como Nemo en la garganta de Davis parecen apoyar la tesis de que se sentía profundamente
identificado con el personaje de Julio Verne».
La aparente fascinación de Ruess por el capitán Nemo ha alimentado la especulación de que hizo
una jugarreta al mundo y en realidad está —o estaba— sano y salvo, llevando una vida tranquila en
algún lugar bajo una identidad falsa, una idea propagada por numerosos mitógrafos. Hace un año
entablé una conversación con el encargado de una gasolinera de Kingman, Arizona, en la que me
había detenido para llenar el depósito de mi camioneta. Era un hombre de mediana edad, pequeño,
que se movía nerviosamente y las comisuras de cuyos labios estaban manchadas de salpicaduras de
Skoal. Con absoluta convicción, me juró que «había conocido a un tipo que topó por casualidad con
Ruess» a finales de los años sesenta en la Reserva Indígena Navajo. Según el amigo del encargado,
Ruess vivía en un remoto bogan, la típica casa de adobe de los navajo, y se había casado con una
mujer india, con quien habría tenido al menos un hijo. Huelga decir que la veracidad de estos y otros
relatos sobre apariciones relativamente recientes de Ruess es más que dudosa.
Ken Sleight, la persona que quizás haya dedicado más tiempo a investigar el enigma de Everett
Ruess, está convencido de que el muchacho falleció a finales de 1934 o principios de 1935 y cree
haber averiguado la causa de su muerte. Sleight tiene 65 años y trabaja como guía profesional. Gran
conocedor del desierto, creció en una comunidad mormona y tiene reputación de insolente. Cuando
Edward Abbey escribió The Monkey Wrench Gang, una novela satírica sobre ecoterrorismo
ambientada en la región del Gran Cañón del Colorado, se dijo que su amigo Ken Sleight le había
servido de inspiración para crear el personaje de Seldom Seen Smith. Sleight ha vivido en Utah y
Arizona durante 40 años. Ha visitado prácticamente todos los lugares donde estuvo Ruess y ha
hablado con muchas personas que se cruzaron con él. Acompañó al hermano mayor de Everett,
Waldo, hasta la garganta de Davis para que conociera el sitio donde desapareció.
«Waldo pensaba que Everett había sido asesinado —dice Sleight—, pero yo no lo veo así. Viví
dos años en Escalante.
Hablé con los tipos a quienes se acusaba de haber acabado con su vida y no me pareció que
fueran capaces de matar a nadie, aunque nunca se sabe. Nunca podemos estar seguros de lo que las
personas pueden llegar a hacer en secreto, ¿no? Otra gente piensa que se despeñó. Bien, podría ser.
Es fácil que ocurra algo así en un terreno como el que tenemos aquí. Pero no creo que sucediera. Le
diré lo que pienso: creo que se ahogó.»
Unos años antes, mientras llevaba unos excursionistas por la Gran Garganta, un cañón por el que
corre un afluente del río San Juan, Sleight descubrió una nueva inscripción con el nombre «Nemo»
garabateado en la argamasa de barro de un granero Anasazi. La Gran Garganta está a 60 kilómetros
de la garganta de Davis en dirección este. La conjetura de Sleight es que Ruess grabó el nombre poco
después de dejar la garganta de Davis.
«Tras encerrar los asnos en un corral —sigue diciendo Sleight—, Ruess escondió todas sus cosas
en una cueva de los alrededores y se marchó jugando a ser el capitán Nemo. Tenía amigos en la
reserva navajo y se dirigió hacia allí.» Una ruta lógica hacia territorio navajo lo habría llevado a
cruzar el río Colorado en Hole-in-the-Rock, seguir por una accidentada senda que los primeros
colonos mormones abrieron en 1880 a través de la colina Wilson y las Clay Hills, descender por la
Gran Garganta y luego atravesar el río San Juan, al otro lado del cual está la reserva. «Grabó el
nombre “Nemo” en unas ruinas de la Gran Garganta, un kilómetro y medio más abajo del punto donde
recibe al riachuelo de Collins, y luego siguió bajando hasta el río San Juan. Cuando intentó cruzar el
río a nado, se ahogó. Ésta es mi opinión.»
Sleight sostiene que si Ruess hubiera conseguido cruzar el río y llegar a la reserva, le habría sido
imposible ocultar su presencia «por más que jugara a ser Nemo». «Era un solitario, pero la gente le
gustaba demasiado como para quedarse allí y vivir ocultándose el resto de su vida. Algunos somos
así. Yo soy así, y también Ed Abbey. Me parece que ese joven, McCandless, también lo era. Nos
gusta la compañía, ¿sabe?, pero no podemos permanecer con la gente demasiado tiempo. Así que nos
marchamos, desaparecemos, regresamos una temporada y luego volvemos a desaparecer. Aunque
Everett era un poco raro —concede Sleight—. Diferente, podríamos decir. Ahora bien, tanto él como
McCandless intentaron al menos seguir sus sueños. Esto era lo sensacional de esos chavales. Lo
intentaron. Pocos lo hacen.»
Para entender a Everett Ruess y a Chris McCandless, tal vez resulte iluminador considerar sus
andanzas en un contexto más amplio y compararlas con gestas de otros tiempos y lugares.
A poca distancia de la costa del sureste de Islandia hay una pequeña isla rocosa, sin árboles y
barrida por los fuertes vientos del Atlántico Norte. Se llama Papós y toma su nombre de los primeros
pobladores, unos monjes irlandeses conocidos como papar que la abandonaron hace siglos. Una
tarde de verano, mientras paseaba por la accidentada costa, topé con unas piedras rectangulares
apenas visibles, incrustadas en la turba y dispuestas regularmente, que resultaron ser los vestigios de
una antigua morada de estos monjes, más antigua incluso que las ruinas de las construcciones Anasazi
de la garganta de Davis.
Los monjes llegaron a la isla hacia el siglo V o VI d. de C. navegando desde la costa occidental
de Irlanda. Se hicieron a la mar con unas embarcaciones conocidas en gaélico como currachs,
hechas con piel de vaca tensada sobre unas ligeras cuadernas de mimbre e impulsadas a remo, y con
ellas atravesaron uno de los mares más traicioneros del mundo sin saber qué encontrarían al otro
lado, en el supuesto de que encontrasen algo.
Los papar no arriesgaron sus vidas —y las perdieron, en el caso de muchos de ellos— para
conseguir riquezas y honores o para reclamar nuevos territorios en nombre de algún monarca. Tal
como señaló Fridtjof Nansen, el gran explorador del Ártico galardonado con el premio Nobel,
«emprendían estas extraordinarias travesías […] movidos por el deseo de encontrar lugares
solitarios en los que vivir en paz como anacoretas, lejos del ruido y las tentaciones del mundo».
Cuando hacia el siglo IX los primeros grupos de vikingos aparecieron en las costas de Islandia, los
papar decidieron que había demasiada gente en el lugar, pese a que Islandia continuaba
prácticamente deshabitada. Se hicieron de nuevo a la mar con sus currachs y pusieron rumbo a
Groenlandia. Las corrientes y tempestades los arrastraron hacia el oeste y los papar fueron más allá
del límite del mundo conocido, movidos sólo por su sed de espiritualidad, por una esperanza de una
intensidad tan extraordinaria que supera la imaginación moderna.
Cuando uno lee la historia de estos monjes se siente conmovido por su coraje, su ingenuidad
temeraria y la fuerza de sus anhelos. Y no puede evitar pensar en Everett Ruess y Chris McCandless.
10
FAIRBANKS
Cuando esta noticia apareció en el New York Times , la policía montada de Alaska llevaba una
semana intentando descubrir la identidad del fallecido. En el momento de su muerte, McCandless
llevaba puesta una sudadera azul con el logotipo de una empresa de grúas de Santa Barbara; sin
embargo, cuando la policía se puso en contacto con la empresa, resultó que ningún operario lo
conocía ni sabía cómo había adquirido la prenda. Por otro lado, numerosos párrafos del breve y
desconcertante diario que se encontró junto al cuerpo eran concisas observaciones sobre la flora y la
fauna de los alrededores, lo que alimentó la sospecha de que McCandless era un biólogo que estaba
realizando un trabajo de campo, una suposición que tampoco condujo a los investigadores a ninguna
parte.
El 10 de septiembre, tres días antes de que la noticia apareciera en el New York Times , la
historia del autostopista muerto en el bosque fue publicada en la primera página del Anchorage Daily
News. Cuando Jim Gallien leyó el titular del periódico y echó una ojeada al mapa en que se indicaba
que el cuerpo sin vida había sido descubierto a 40 kilómetros de Healy, en la Senda de la Estampida,
sintió un escalofrío: era Alex. Aún tenía grabada en la memoria la imagen de aquel joven agradable
que se alejaba con unas botas de goma que le iban dos tallas más grandes, las viejas botas Xtratufs
marrones que Gallien finalmente había conseguido que el chico aceptara. «Pese a que el artículo
daba muy pocos detalles, por lo que contaba parecía tratarse de la misma persona —explica Gallien
—. De modo que llamé a la policía montada y les dije que creía haberlo recogido en la carretera
hacía unos meses.»
—Sí, claro —respondió Roger Ellis, el agente de la policía montada que atendió la llamada—.
¿Y qué le hace creer tal cosa? Usted es el sexto que llama esta mañana para decirnos que conoce la
identidad del autostopista.
Pero Gallien insistió. Cuanto más hablaba, más se disipaba el escepticismo inicial de Ellis.
Gallien le describió varios objetos que el periódico no había mencionado y que coincidían con los
encontrados junto al cadáver. Además, Ellis se dio cuenta de que la críptica primera entrada del
diario del autostopista decía: «Salida de Fairbanks. Sentado con Gallien. Día del conejo.»
En aquel momento, la policía ya había revelado el carrete de película de la Minolta del
autostopista, que incluía varias fotos que parecían autorretratos. «Me trajeron las fotos al trabajo —
recuerda Gallien—. No había vuelta de hoja, el chico era Alex.»
McCandless había dicho a Gallien que era de Dakota del Sur y la policía orientó sus pesquisas
en esta dirección para buscar a los familiares más cercanos. Se recibió un boletín en el que se
informaba de la desaparición de un McCandless que residía en la parte oriental de Dakota del Sur, en
un pequeño pueblo que por casualidad estaba situado a sólo 30 kilómetros de Carthage, donde vivía
Westerberg. La policía montada creyó durante unos días haber localizado a la persona que trataba de
identificar, pero la pista también resultó ser falsa.
Westerberg no había vuelto a tener noticias del amigo que conocía como Alex McCandless desde
la primavera. Lo último que sabía de él era gracias a la postal que éste le había enviado desde
Fairbanks. El 13 de septiembre circulaba por una estrecha carretera de las afueras de Jamestown,
Dakota del Norte, conduciendo a sus peones de regreso a Carthage tras cumplir con el contrato de
cuatro meses que tenía en Montana para la época de la siega, cuando oyó un grito que salía del
radiotransmisor de su camión.
—¡Wayne, Wayne! ¿Me escuchas? Aquí Bob —dijo una voz angustiada desde otro de los
camiones—. ¿Tienes puesta la radio?
—Sí, Bobby. Aquí Wayne. ¿Qué ocurre?
—Rápido, busca en la onda media y escucha a Paul Harvey. Habla de un chico que se murió de
hambre en Alaska. La policía no sabe quién es, pero diría que se trata de Alex.
Westerberg sólo pudo sintonizar los últimos minutos del programa de Paul Harvey, pero tuvo que
admitir a su pesar que Bob tenía razón: por los escasos y superficiales detalles que daban por la
radio, parecía que el autostopista anónimo era su amigo.
Tan pronto como llegó a Carthage, un alicaído Westerberg telefoneó a la policía montada de
Alaska ofreciéndose a contarles todo lo que sabía sobre McCandless. Sin embargo, por aquel
entonces los artículos sobre el autostopista muerto, extractos de su diario incluidos, habían pasado a
ocupar un lugar destacado en todos los periódicos del país. La policía montada recibió infinidad de
llamadas telefónicas de gente que afirmaba conocer la identidad del autostopista, y por tanto fueron
mucho menos receptivos con Westerberg de lo que lo habían sido con Gallien.
«Un policía me dijo que había recibido más de ciento cincuenta llamadas de tipos que creían que
Alex era su hijo, su amigo o su hermano —explica Westerberg—. Al final, cuando ya estaba hasta las
narices de que me diera largas, le dije que ya tenía bastante, que yo no era uno de esos maníacos que
se dedican a hacer llamadas a la policía. Mire, sé quién es, le dije, ha trabajado para mí; incluso
debo de tener su número de la Seguridad Social en algún lado.»
Westerberg hurgó en los archivos del elevador de grano hasta que consiguió encontrar los dos
formularios W-4 que McCandless había rellenado. En el primero, que databa de su visita inicial a
Carthage en 1990, McCandless había garabateado «EXENTO EXENTO EXENTO EXENTO» en las
sucesivas casillas y había firmado como «Iris Fucyu»[3]. En la casilla de la dirección, había puesto
«No es de vuestra incumbencia» y en la del número de la Seguridad Social «Lo he olvidado».
No obstante, en el segundo formulario, fechado el 30 de marzo de 1992, dos semanas antes de
que partiera hacia Alaska, había firmado con su verdadero nombre: «Chris J. McCandless.» En la
casilla del número de la Seguridad Social había puesto «228-31-6704». Westerberg llamó de nuevo
a la policía montada. Esta vez se lo tomaron en serio.
El número de la Seguridad Social resultó ser el auténtico y situaba el lugar de residencia habitual
de McCandless en Virginia. La policía montada de Alaska se puso en comunicación con los
departamentos de policía de Virginia, que a su vez empezaron a investigar a los McCandless que
figuraban en los listines telefónicos. Walt y Billie McCandless se habían mudado a la costa de
Maryland y habían desaparecido de la guía telefónica de Virginia, pero el hijo mayor del primer
matrimonio de Walt vivía en Annandale y figuraba en él. El 17 de septiembre, a última hora de la
tarde, Sam McCandless recibió una llamada de un detective de la brigada de homicidios del condado
de Fairfax.
Sam y Chris se llevaban nueve años. Unos días antes había leído un breve artículo sobre el
autostopista en el Washington Post , pero reconoce que «no se me ocurrió pensar que podía tratarse
de Chris. Nunca me pasó por la imaginación, la verdad. Resulta irónico, porque recuerdo que leí el
artículo y pensé: “¡Dios mío! ¡Qué tragedia! Lo siento por la familia de este chico, sean quienes sean.
¡Qué historia más triste!”»
Sam McCandless creció en California y Colorado, en casa de su madre. No se trasladó a Virginia
hasta 1987, en la época en que Chris ya se había ido a Atlanta para estudiar en la universidad, de
modo que no conocía muy bien a su hermanastro. Sin embargo, según cuenta, cuando el detective le
preguntó por teléfono si el autostopista se parecía a alguien que él conociese, «tuve la seguridad de
que era Chris». «Que hubiera ido a Alaska, que se marchara solo… todo cuadraba.»
A petición del detective, Sam fue al departamento de policía del condado de Fairfax, donde le
enseñaron una fotografía que habían recibido por fax desde Fairbanks.
«Era una ampliación de veinte por veinticinco —recuerda Sam—. Una instantánea de la cabeza.
Llevaba barba y el pelo largo. Chris casi siempre llevaba el pelo corto e iba bien afeitado. Y la cara
de la foto estaba muy demacrada. Pero lo reconocí enseguida. No había equivocación posible. Era
Chris. Fui a casa, recogí a Michele, mi mujer, y salimos en coche hacia Maryland para
comunicárselo a papá y a Billie. No sabía cómo decírselo. ¿Cómo se le dice a alguien que su hijo ha
muerto?»
11
CHESAPEAKE BEACH
Todo había cambiado de repente: el tono, el clima moral. No sabías qué pensar, a quién escuchar.
Era como si durante toda tu vida te hubieran llevado de la mano como a un niño pequeño y, de
pronto, te encontraras solo y tuvieras que aprender a andar. Ya no quedaba nadie, ni la familia ni
las personas cuya opinión merecía tu respeto. En aquel tiempo sentías la necesidad de
comprometerte con algo absoluto —la vida, la verdad o la belleza— que gobernara tu vida y
reemplazara unas leyes del hombre que habían sido descartadas. Sentías la necesidad de
entregarte a una meta última con todas tus fuerzas, sin reservas, como no habías hecho nunca en
los apacibles viejos tiempos, en la antigua vida que ahora estaba abolida y había desaparecido
para siempre.
BORIS PASTERNAK,
Doctor Zhivago
[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless.
En el margen superior, McCandless había escrito de su puño y letra: «Necesidad de una meta.»]
Samuel Walter McCandless Jr. tiene 56 años. Es un hombre barbudo y taciturno, con el pelo largo y
entrecano peinado hacia atrás dejando al descubierto una amplia frente. Alto y bien proporcionado,
lleva unas gafas de montura metálica que le confieren un aire serio y profesoral. Han transcurrido
siete semanas desde que el cuerpo de Chris apareció sin vida en Alaska, envuelto en el saco de
dormir azul que Billie le había comprado y cosido. Walt observa, a través de una de las ventanas de
su casa frente al mar, un velero que se desliza impulsado por la brisa.
«¿Cómo es posible que un chico tan compasivo pueda causar tanto dolor a sus padres?», se
pregunta en voz alta mientras contempla con mirada ausente la bahía de Chesapeake.
En el hogar de los McCandless en Chesapeake Beach, Maryland, reina la pulcritud y el orden.
Los interiores están decorados con elegancia. Una gran camioneta Chevrolet Suburban y un Cadillac
blanco están aparcados en la entrada; en el garaje hay un Corvette del 69 restaurado cuidadosamente.
Un catamarán de nueve metros de eslora está amarrado en el embarcadero. Desde hace varias
semanas, la mesa del comedor se halla ocupada por cuatro grandes tableros cuadrados, cubiertos por
docenas de fotos que ilustran la corta vida de Chris.
Billie va señalando algunas de las fotos mientras se mueve con lentitud alrededor de los tableros:
Chris a los dos años montado en un caballito de madera, Chris a los ocho años vestido con una
chaqueta impermeable amarilla para su primera excursión, Chris en la época en que empezó el
instituto. «Lo peor es no tenerlo a nuestro lado», dice Walt, deteniéndose en una instantánea en que se
ve a su hijo haciendo payasadas durante unas vacaciones familiares. La voz se le quiebra de modo
casi imperceptible. «Pasé mucho tiempo con Chris, quizá más que con ninguno de mis otros hijos.
Pese a los disgustos que nos daba a menudo, disfrutaba mucho con él.»
Walt viste zapatillas de tenis, pantalones de chándal grises y cazadora satinada de béisbol que
lleva bordado el logotipo del Jet Propulsión Laboratory de la NASA. Pese a la informalidad de su
atuendo, irradia autoridad. Entre los ingenieros que conocen el complejo campo en que está
especializado —el desarrollo de un avanzado aparato de radar denominado RAS, radar de apertura
sintética—, se lo considera una eminencia. El RAS ha sido parte integrante de las misiones
espaciales estadounidenses más destacadas desde 1978, cuando el primer satélite equipado con este
aparato, el Seasat, fue puesto en órbita sobre la Tierra. El director del proyecto de la NASA para la
construcción del Seasat y responsable de su lanzamiento fue Walt McCandless.
La frase que encabeza el currículum de Walt reza: «Autorización: información reservada del
Departamento de Defensa de Estados Unidos.» La descripción de su experiencia profesional que
figura un poco más abajo, en la misma página, comienza diciendo: «Prestó servicios privados de
consultoría para el diseño de sensores remotos y sistemas de satélites, así como el procesamiento de
las señales asociadas, la simplificación de datos y las tareas de extracción de la información.» Sus
colegas lo califican de brillante.
Walt está acostumbrado a dar órdenes. Impone sus puntos de vista de forma inconsciente,
instintiva. Aunque habla con la suavidad y parsimoniosa cadencia que caracteriza el acento del
Oeste, tanto el tono de voz como el marcado movimiento de la mandíbula dejan traslucir una
soterrada energía nerviosa. Incluso desde el otro extremo del comedor, se percibe la corriente de
alto voltaje que recorre su mente. No hay confusión posible sobre la procedencia de la fuerza
emocional de Chris.
Cuando Walt habla, los demás escuchan. Si algo o alguien le desagrada, entorna los ojos y sus
palabras se vuelven cortantes. Según el testimonio de quienes componen su numerosa familia, su
estado de ánimo puede llegar a ser sombrío e irritable, aunque también afirman que en los últimos
años su carácter ha perdido buena parte de su volubilidad. Después de que Chris escapara de todo el
mundo en 1990, la actitud de Walt cambió. La desaparición de su hijo lo asustó y escarmentó. Se hizo
menos intransigente, más tolerante.
Walt McCandless creció en el seno de una humilde familia de Greeley, Colorado, un pueblo
agrícola situado en las altas llanuras azotadas por el viento cercanas a la frontera con Wyoming.
Afirma con toda naturalidad que viene de una familia que «vivía en la miseria». Gracias a la
inteligencia y tenacidad de la que había dado muestras desde la infancia, obtuvo una beca para
estudiar en la Universidad Estatal de Colorado, cerca de Fort Collins. Para terminar la carrera tuvo
que combinar sus estudios con los trabajos más variopintos, incluido uno en un depósito de
cadáveres, pero sus ingresos más estables provenían de tocar con Charlie Novak, el líder de un
popular cuarteto de jazz. La banda de Novak, con Walt al piano, recorría el circuito de salas de la
región, interpretando bailables y viejas piezas clásicas en oscuros cafetines llenos de humo a lo largo
y ancho del sur de las Rocosas. Walt, un músico inspirado y dotado de un notable talento natural,
todavía toca de vez en cuando con bandas profesionales.
En 1957, los soviéticos lanzaron el Sputnik I, provocando una ola de pánico en Estados Unidos.
En el clima de histeria que siguió al acontecimiento, el Congreso canalizó millones y millones de
dólares hacia la industria aeronáutica californiana, con la consiguiente expansión del sector. Para el
joven Walt McCandless —recién salido de la universidad, casado y con un hijo en camino—, el
desencadenamiento de la carrera espacial representó una inesperada oportunidad profesional.
Después de recibir el título de licenciado, consiguió que la Hughes Aircraft lo contratara. La Hughes
lo envió por un período de tres años a Tucson, donde realizó una licenciatura superior sobre teoría
de las antenas, en la Universidad de Arizona. Tan pronto como terminó su tesis doctoral —«Un
análisis de las hélices cónicas»—, pidió que lo transfirieran al centro de operaciones de California,
ansioso por dejar su impronta en la carrera espacial, donde se desarrollaban los proyectos más
importantes.
Compró una pequeña casa de una planta en Torrance, trabajó con ahínco y ascendió con rapidez.
Sam nació en 1959, y le siguieron cuatro hijos más en pocos años: Stacy, Shawna, Shelly y Shannon.
Fue nombrado director de pruebas y jefe de sección de la misión de la Surveyor 1, la primera sonda
que se posó sobre la superficie de la Luna. Su carrera había sido meteórica.
Sin embargo, en 1965 su matrimonio estaba en crisis. Se separó de su mujer, Marcia, y empezó a
salir con Wilhelmina Johnson, una secretaria de la Hughes, de atractivos ojos oscuros a quien todo el
mundo conocía como Billie y que entonces tenía 22 años. Se enamoraron y se fueron a vivir juntos.
Billie quedó embarazada. Al ser una mujer muy menuda, sólo ganó cuatro kilos de peso en los nueve
meses de embarazo y ni siquiera necesitó comprarse ropa especial. El 12 de febrero de 1968 dio a
luz a un niño de un peso inferior al normal, pero saludable y vivaz. Walt regaló a Billie una guitarra
Gianini, con la que ésta tocaba canciones de cuna para calmar al inquieto bebé. Veintidós años más
tarde, los guardas del servicio de vigilancia de parques encontrarían la misma guitarra en el asiento
trasero del Datsun amarillo abandonado a orillas del lago Mead.
Es imposible saber qué misteriosa combinación de cromosomas, dinámica padres-hijos o
alineación de los planetas fue la responsable de su personalidad, pero Christopher Johnson
McCandless vino al mundo con unas dotes intelectuales excepcionales y una voluntad que no se
doblegaba fácilmente. Cuando tenía dos años, se levantó en mitad de la noche, salió a la calle sin
despertar a sus padres y entró en la casa de un vecino para hurgar en un cajón donde había
caramelos.
En tercer grado, después de obtener unos resultados muy altos en un test de inteligencia, lo
colocaron en un curso acelerado para alumnos superdotados.
«No estaba muy contento porque sabía que tendría que esforzarse más en clase y hacer más
deberes —recuerda Billie—. Se pasó toda la semana intentando que lo sacaran del curso. Trataba de
convencer a la profesora, al director, a cualquiera que quisiera escucharle, de que los resultados del
test estaban equivocados, de que en realidad él no formaba parte del grupo de superdotados. Nos
enteramos de ello en la primera reunión de padres del curso. Su profesora nos dijo en un aparte que
Chris iba contra la corriente, literalmente. Sacudió la cabeza en señal de desaprobación.»
«Chris era muy suyo, ya de pequeño —explica su hermana Carine, que nació tres años después
—. No es que fuera antisocial, ya que siempre tuvo amigos y caía simpático a todo el mundo, pero
podía salir al jardín y entretenerse solo durante horas. Parecía no necesitar los juguetes ni los
amigos. Sabía estar solo sin sentirse solo.»
Cuando Chris tenía seis años, la NASA ofreció un cargo a Walt, y la familia se trasladó a
Virginia. Compraron una casa de dos plantas en Willet Drive, un barrio residencial de Annandale.
Tenía los postigos verdes, una buhardilla y un agradable jardín. Cuatro años después, Walt dejó su
trabajo en la NASA para fundar una firma de consultoría, la User Systems Incorporated, que él y
Billie dirigían desde una oficina fuera de casa.
Iban escasos de dinero. Además de la presión financiera que comportaba el hecho de cambiar un
sueldo estable por las incertidumbres de trabajar por cuenta propia, la separación de Walt de su
primera esposa lo dejó con dos familias a las que mantener.
«Para salir adelante, mamá y papá dedicaban muchas horas a trabajar —explica Carine—.
Cuando Chris y yo despertábamos por la mañana para ir a la escuela, ellos solían estar ya en la
oficina; cuando volvíamos a casa por la tarde, seguían allí; y, cuando nos íbamos a la cama, aún no
habían vuelto. Llevaban muy bien la empresa y al final empezaron a ganar dinero a montones, pero se
pasaban el día trabajando.»
La vida de la pareja era agotadora. Walt y Billie son dos personas muy nerviosas, emotivos, a
quienes cuesta ceder. Cada dos por tres estallaban a causa de la tensión a la que estaban sometidos y
se enzarzaban en violentas discusiones. En los momentos de rabia, uno de los dos siempre amenazaba
al otro con el divorcio.
«Sólo era una válvula de escape —prosigue Carine—, pero creo que es una de las razones que
explican el que Chris y yo estuviéramos tan unidos. Aprendimos a confiar el uno en el otro cuando
mamá y papá no se llevaban bien.»
Sin embargo, también pasaron buenos momentos. La familia aprovechaba los fines de semana y
las vacaciones escolares para salir de excursión y viajar. Iban a Virginia Beach, la costa de
Carolina, los Grandes Lagos, los montes Apalaches, de visita a Colorado para ver a los hijos del
primer matrimonio de Walt.
«Acampábamos detrás de la camioneta, la Chevy Suburban —explica Walt—. Más tarde
empezamos a utilizar una caravana Airstream que habíamos comprado. A Chris le encantaban los
viajes. Cuanto más largos, mejor. Las ansias de conocer mundo siempre habían estado presentes en la
familia, y muy pronto fue evidente que Chris las había heredado.»
En el transcurso de uno de esos viajes visitaron Iron Mountain, un pequeño pueblo situado en
medio de los bosques de Michigan, que era el lugar natal de Billie. Billie había vivido allí bastantes
años con sus cinco hermanos. El padre, Loren Johnson, trabajaba supuestamente de camionero, «pero
ninguna ocupación le duraba demasiado», aclara Billie.
«El padre de Billie no se adaptaba muy bien a la vida en sociedad. En muchos sentidos, él y
Chris se parecían mucho», añade Walt.
Loren Johnson era un hombre orgulloso, terco y soñador. Entre otras aficiones, era silvicultor,
músico autodidacta y poeta. En los alrededores de Iron Mountain, la relación de empatía que
mantenía con las criaturas del bosque era legendaria.
«Siempre estaba criando animales salvajes —cuenta Billie—. Si encontraba un animal atrapado
en un cepo, lo llevaba a casa, le amputaba la pata herida, lo curaba y luego lo dejaba marchar. En una
ocasión atropelló a una cierva con la camioneta, dejando huérfana a la cría. Estaba deshecho. Trajo
el cervatillo a casa y lo crió junto a la estufa de leña, como si fuera uno de sus propios hijos.»
Para mantener a su familia Loren se embarcó en distintas aventuras empresariales, pero ninguna
tuvo demasiado éxito. Durante una temporada se dedicó a la cría de pollos, y luego a la de visones y
chinchillas. También abrió unas cuadras y organizó paseos y excursiones turísticas a caballo. Sin
embargo, casi todo lo que comían en casa de Billie provenía de la caza, pese a que matar animales lo
deprimía. «Mi padre lloraba cada vez que abatía un ciervo —dice Billie—, pero teníamos que comer
y se veía obligado a cazar.»
Loren llegó a trabajar como guía de caza, lo que todavía le resultó más doloroso. «Venían unos
hombres de la ciudad con unos enormes Cadillac y mi padre los acompañaba durante una semana
para conseguir un trofeo. Solía garantizarles que cobrarían un ciervo antes de que se fueran, pero la
mayoría de ellos eran tan malos tiradores y bebían tanto que no había manera de que dieran en el
blanco, así que muchas veces era mi padre quien al final tenía que dar muerte al animal por ellos.
¡No puede imaginarse cómo se odiaba a sí mismo por hacer eso!»
No es sorprendente que Loren sintiese un gran afecto por Chris. Y que Chris adorara a su abuelo.
La habilidad que tenía el anciano para desenvolverse en el monte y su amor por la naturaleza dejaron
una profunda huella en el niño.
Cuando cumplió ocho años, Walt lo llevó por primera vez a hacer montañismo. Caminaron
durante tres días por el valle de Shenandoah y luego subieron al Old Rag. Llegaron juntos a la
cumbre, y durante toda la excursión Chris cargó con su mochila sin pedir ayuda. Subir a aquella
montaña se convertiría para ambos en una tradición; desde entonces, realizaron la ascensión del Old
Rag casi cada año.
Unos años más tarde, Walt llevó a Billie y a los hijos que había tenido en ambos matrimonios a
Colorado para escalar el pico Longs, cuyos 4.345 metros de altitud lo convierten en la cumbre más
alta del Parque Nacional de las montañas Rocosas. Walt, Chris y el hijo menor del primer
matrimonio de Walt llegaron hasta la cota 3.900. Allí, en una prominente muesca llamada el Ojo de
la Cerradura, Walt decidió dar media vuelta. Estaba muy fatigado y notaba la altitud en exceso.
Además, la ruta hacia la cumbre parecía demasiado abrupta y expuesta.
«Los hice parar —explica Walt—, pero Chris quería seguir hasta la cima. Le dije que de ninguna
manera. Sólo tenía doce años, de modo que lo único que pudo hacer fue protestar. Si hubiera tenido
catorce o quince, sencillamente se habría ido sin mí.»
Walt se queda en silencio, con la mirada perdida. Después de la larga pausa, añade: «Chris no le
tenía miedo a nada, ni siquiera de pequeño. No pensaba que podía tener la suerte en contra. Siempre
había que alejarlo del peligro.»
Chris solía obtener excelentes resultados en casi todo lo que se proponía. En los estudios, sacaba
sobresalientes sin esforzarse demasiado. Sólo sacó una nota inferior a notable en una ocasión: un
insuficiente en física, cuando iba al instituto. En cuanto vio el boletín de notas, Walt concertó una cita
con el profesor para averiguar en qué consistía el problema.
«Era un coronel retirado de las fuerzas aéreas —recuerda Walt—. Un hombre mayor, tradicional,
muy rígido. Tenía más de 200 alumnos y al comienzo del semestre había anunciado que los trabajos
del laboratorio debían presentarse con un formato especial para que le resultara más fácil
corregirlos. Chris pensó que la norma era una estupidez y decidió hacer caso omiso de ella. Hizo sus
trabajos de laboratorio, pero no los presentó con el formato adecuado, y el profesor lo suspendió.
Después de charlar con él, volví a casa y le dije a Chris que tenía la nota que se merecía.»
Chris y Carine compartían el talento musical de Walt. Chris sabía tocar la guitarra, el piano y la
trompa. «Era extraño en un chico de su edad —dice Walt—, pero le encantaba Tony Bennett. Solía
cantar melodías como Tender is the Night mientras yo le acompañaba al piano. Era bueno.» En un
vídeo humorístico que Chris grabó en la universidad, se le ve cantar Summers by the Sea con una
gracia y un estilo admirables, y unos matices de voz dignos de un cantante melódico profesional.
Dadas sus dotes como intérprete de trompa, en la adolescencia llegó a formar parte de la
Orquesta Sinfónica Universitaria Americana, pero, según Walt, dejó de tocar después de oponerse a
las normas que quería imponer el director de la banda del instituto. Carine recuerda que había otras
razones detrás de esta decisión: «En parte dejó de tocar porque no le gustaba que nadie le dijera lo
que tenía que hacer, pero en parte también fue por mi causa. Yo quería ser como Chris, así que
empecé a estudiar trompa. Y resultó ser la única cosa en que yo era mejor que él. Cuando yo era una
novata y él un veterano, me pusieron como solista en la banda de los mayores. Chris no podía
soportar la idea de que lo sentasen detrás de su hermana pequeña.»
Sin embargo, no parece que la rivalidad musical enturbiara el entendimiento entre los hermanos.
Habían mantenido una relación muy afectuosa desde pequeños, cuando se pasaban horas en la sala de
estar de la casa de Annandale construyendo fuertes con cojines y mantas.
«Siempre se portó muy bien conmigo. Era muy protector —explica Carine—. Me cogía de la
mano cuando íbamos por la calle. Cuando yo estaba aún en primaria y él ya iba al instituto, salía
antes que yo de clase, pero me esperaba en casa de un amigo suyo, Brian Paskowitz, para
acompañarme a casa.»
Chris heredó los rasgos angelicales de Billie, en particular los ojos, unos profundos ojos negros
que delataban todas sus emociones. Pese a su escasa estatura —en las fotografías de la escuela
siempre aparece en primera fila y es el más bajo de la clase—, Chris tenía mucha fuerza para su talla
y unos reflejos excelentes. Probó con varios deportes, pero le faltaba perseverancia para aprender
las técnicas más elaboradas de cualquiera de ellos. Cuando la familia esquiaba en Colorado durante
las vacaciones, Chris bajaba sin apenas molestarse en girar. Sencillamente, se ponía en cuclillas con
las rodillas pegadas al pecho, como un gorila, separaba las piernas para conservar la estabilidad y se
lanzaba pista abajo. Otro tanto le ocurría con el golf, según cuenta Walt. «Cuando intenté enseñarle a
jugar al golf, se negaba a admitir que la forma de lanzar lo es todo. Tenía un golpe larguísimo,
increíble. En ocasiones alcanzaba los trescientos metros, pero la mayor parte de las veces daba
oblicuamente a la pelota y la mandaba a la calle de al lado.
»Chris tenía unas condiciones naturales magníficas —prosigue Walt—. Sin embargo, intentar
prepararlo, pulir su técnica y sacar de él el 10% que le faltaba, era como hablarle a la pared. Hacía
oídos sordos a todas las instrucciones que le dabas. Cuando tenía 10 años le enseñé a jugar al tenis.
Yo juego bastante bien, pero a los 15 o 16 ya me ganaba casi siempre. Era rapidísimo y tenía un
saque muy potente, pero cada vez que le sugería que tenía que trabajar los defectos de su juego, no
me hacía caso. Una vez, en un torneo, se enfrentó con un hombre de 45 años, un jugador con mucha
experiencia. Al principio Chris ganó unos cuantos juegos, pero su contrincante se dedicó a ponerlo a
prueba sistemáticamente buscando su punto débil. En cuanto descubrió el golpe con que Chris tenía
más problemas, empezó a lanzarle pelotas que no podía devolver. Chris perdió el partido.»
Para Chris, el cálculo, la estrategia y el refinamiento técnico eran pérdidas de tiempo. Sólo
concebía enfrentarse a un desafío si era cara a cara, en el mismo instante y sirviéndose de su
extraordinaria energía. En consecuencia, sufría decepciones a menudo. No descubrió su vocación
hasta que empezó a correr, una actividad que recompensa más la voluntad y la determinación que la
astucia o el ingenio. A los 10 años participó en su primera competición atlética, una carrera de fondo
de 10 kilómetros por la carretera. Se clasificó el sexagésimo noveno, venciendo a más de 1.000
adultos, y quedó fascinado por la experiencia. Hacia los 18 o 19 años, se había convertido uno de los
mejores fondistas de la región.
Cuando Chris tenía 12 años, Walt y Billie regalaron a Carine un cachorro shetland llamado
Buckley, y Chris adoptó la costumbre de llevárselo a sus entrenamientos diarios.
«Se suponía que el perro era mío —cuenta Carine—, pero terminaron siendo inseparables. Buck
era muy rápido y siempre ganaba a Chris cuando volvían corriendo a casa. Recuerdo que mi hermano
estaba muy excitado la primera vez que llegó a casa antes que Buckley. Iba arriba y abajo por la casa
gritando: “¡He ganado a Buck!, ¡he ganado a Buck!”»
En el instituto W. T. Woodson —una prestigiosa institución pública de Fairfax, Virginia, con la
reputación de poseer uno de los niveles académicos más altos del país y un deslumbrante palmarés
en las competiciones nacionales de atletismo—, Chris era el capitán del equipo de cross. El papel lo
entusiasmaba, y se inventaba métodos de entrenamiento originales y extenuantes que sus compañeros
aún recuerdan.
«Se exigía lo imposible —explica Gordy Cucullu, uno de los miembros más jóvenes del equipo
—. Preparó una tanda de ejercicios que bautizó como los Guerreros de la Carretera. Consistía en una
serie de itinerarios larguísimos y agotadores. Nos conducía a través de lugares por los que se
suponía que no debíamos pasar, como campos de cultivo o solares en construcción, y encima
intentaba que nos perdiéramos. Primero corríamos todo lo rápido que podíamos, por caminos
extraños, bosques, lo que fuera. La idea era que nos desorientásemos, empujarnos hacia una zona
desconocida. Luego solíamos correr más despacio hasta descubrir un camino que nos resultara
familiar. A partir de ahí, teníamos que regresar al instituto corriendo a toda velocidad. En cierto
sentido, Chris vivió así toda su vida.»
McCandless consideraba que correr era un ejercicio espiritual intenso, rayano en lo religioso.
«Chris apelaba a la espiritualidad para intentar motivarnos —recuerda Eric Hathaway, otro
amigo del equipo de cross—. Solía decirnos que pensáramos en la maldad que hay en el mundo, en el
odio, y que nos imagináramos que corríamos contra las fuerzas de las tinieblas, contra un muro de
maldad que quería impedirnos que rindiéramos al máximo. Creía que hacer el bien era un estado
mental, una mera cuestión de aprovechar todas las energías disponibles. Éramos muy jóvenes e
impresionables. Esa clase de cosas nos dejaban embobados.»
Pero el atletismo no sólo era un asunto del espíritu; también implicaba una empresa competitiva.
Cuando McCandless corría, lo hacía para ganar. «Chris se tomaba el atletismo muy en serio —dice
Kris Maxie Gillmer, otra compañera de equipo y quizá la persona con quien mantuvo una amistad
más estrecha en el instituto Woodson—. Me acuerdo muy bien de cuando yo estaba de pie en la línea
de meta contemplándolo correr, sabiendo cuánto deseaba hacerlo bien y la decepción que se llevaría
si el resultado era peor de lo que esperaba. Podía ser muy duro consigo mismo después de una mala
carrera o incluso si había hecho un mal tiempo en un entrenamiento. Además, luego no quería hablar
de ello. Si intentaba consolarlo, se enfadaba y me rehuía. Interiorizaba la decepción. Se iba solo a
algún sitio y se culpaba de lo ocurrido.
»El atletismo no era lo único que se tomaba en serio —añade Gillmer—. Era así en todo. En el
instituto la gente suele ser bastante superficial y se supone que no tienes que pensar en cosas serias.
Pero él lo hacía y yo también, y fue por eso que congeniamos. Solíamos pasarnos la hora del recreo
delante de su taquilla hablando de lo divino y lo humano. Yo soy negra, y no atinaba a explicarme
por qué todo el mundo convertía la raza en un problema. Chris solía hablarme de ello. Se daba cuenta
de que era una estupidez. Siempre lo cuestionaba todo. Lo apreciaba mucho. Era muy buen chico.»
McCandless se tomaba las injusticias muy a pecho. Al llegar al último curso se obsesionó con la
segregación racial en Suráfrica. Hablaba seriamente a sus amigos acerca de entrar armas
clandestinamente en el país y unirse a la lucha contra el apartheid.
«De vez en cuando nos peleábamos a causa de ello —recuerda Hathaway—. No le gustaba tener
que hacer las cosas a través de los canales establecidos, trabajar dentro del sistema ni verse
obligado a esperar la oportunidad adecuada. Me decía: “Vamos, Eric, podemos conseguir ahora
mismo el dinero suficiente para largarnos a Suráfrica. Sólo es cuestión de decidirse.” Yo
contraatacaba diciéndole que no éramos más que un par de niños, que nada cambiaría porque
nosotros fuéramos allí. Pero no podías discutir con él. Entonces respondía, por ejemplo: “Ya veo, lo
que pasa es que te da igual que algo sea justo o injusto.”»
Los fines de semana, mientras sus compañeros de clase iban en busca de fiestas donde
emborracharse e intentaban colarse en los bares de Georgetown, McCandless deambulaba por los
barrios más sórdidos de Washington, charlando con prostitutas y vagabundos, comprándoles comida
y aconsejándoles con la mayor seriedad sobre el modo de salir de la situación en que se encontraban.
«Chris no entendía cómo era posible que la gente pasara hambre, sobre todo en un país tan rico
como el nuestro —dice Billie—. Se ponía hecho una furia. Podía estar horas hablando de ello.»
Una vez recogió a un vagabundo por las calles de Washington, se lo llevó al próspero y apacible
Annandale, y lo alojó en la caravana Airstream que sus padres tenían aparcada junto al garaje. Walt y
Billie nunca llegaron a saber que estaban hospedando a un desconocido.
En otra ocasión, se presentó por sorpresa en casa de Hathaway y le anunció que se iban en coche
al centro.
«¡Fenomenal! —recuerda que pensó Hathaway—. Era un viernes por la noche y supuse que
iríamos a alguna fiesta en Georgetown. En lugar de eso, Chris aparcó en la calle 14, que en aquella
época era bastante peligrosa, y me dijo: “Mira, Eric, por más que leas sobre la cuestión, no hay
manera de entenderla hasta que la vives. Esta noche vamos a hacerlo.” Estuvimos horas dando
vueltas por sitios espeluznantes, hablando con prostitutas, proxenetas y delincuentes. Yo estaba muy
asustado.
»Al final de la excursión, Chris me preguntó cuánto dinero llevaba encima. Le contesté que cinco
dólares. Él tenía 10. Entonces me dijo: “De acuerdo, tú pagas la gasolina y yo voy a por algo de
comida.” Se gastó los 10 dólares en una bolsa de hamburguesas. Desde el coche, íbamos repartiendo
comida a tipos malolientes que dormían sobre las rejillas de la calle. Fue la noche del viernes más
extraña que he pasado en toda mi vida. Sin embargo, Chris hacía cosas así a menudo.»
Poco después de que empezara el último curso en el instituto, comunicó a sus padres que no tenía
ninguna intención de ir a la universidad. Cuando Walt y Billie insinuaron que necesitaba un título
universitario para tener una profesión con la que realizarse, Chris respondió que los títulos
universitarios eran unos degradantes «inventos del siglo XX», que constituían más un lastre que una
ventaja, y que agradecía su interés, pero se las apañaría sin el título.
«Nos pusimos bastante nerviosos —admite Walt—. Billie y yo venimos de familias obreras.
Tener una carrera universitaria es algo que no nos tomamos a la ligera. Habíamos trabajado de firme
para enviar a nuestros hijos a buenos colegios. Así que Billie le dijo muy seria: “Chris, si quieres
influir en el mundo, si realmente quieres ayudar a los que son menos afortunados, primero tienes que
conseguir que te consideren. Ve a la universidad, estudia Derecho y luego podrás hacer oír tu voz.”»
«Chris era un buen estudiante y llevaba una vida bastante modélica —dice Hathaway—. No se
metía en problemas, siempre sacaba notas excelentes y hacía lo que se esperaba de él. Sus padres no
tenían ningún motivo de queja, pero no lo dejaron tranquilo hasta que se salieron con la suya. No sé
que le dijeron, pero funcionó. Al final terminó yendo a Emory, pese a que seguía pensando que no
tenía sentido, que era una pérdida de tiempo y dinero.»
No deja de ser sorprendente que Chris cediera a las presiones de Walt y Billie para que fuese a
la universidad cuando en tantas otras cosas había hecho caso omiso de ellos.
Sin embargo, la relación que Chris mantenía con sus padres estaba plagada de aparentes
contradicciones. Cuando se quedaba charlando con Kris Gillmer, a menudo se quejaba de Walt y
Billie y los describía como unos seres tiránicos, incapaces de razonar. Por contra, cuando hablaba
con sus amigos varones —Eric Hathaway, Gordy Cucullu y Andy Horowitz, otra estrella del equipo
de atletismo del instituto— casi nunca comentaba nada.
«Sus padres parecían personas agradables —dice Hathaway—. Con franqueza, mi impresión es
que no eran muy distintos de mis padres o de los padres de cualquiera. Lo que ocurría era que a
Chris no le gustaba que le dijesen lo que tenía que hacer. Si le hubieran tocado en suerte otros,
también habría sido infeliz. Su problema consistía en que no le gustaba la idea misma de tener
padres.»
La complejidad de la personalidad de McCandless era desconcertante. Por un lado, amaba la
privacidad y la soledad; por otro, podía ser sociable y gregario hasta extremos insospechados. Pese
a su aguda conciencia social, no era uno de esos individuos silenciosos y adustos que hacen siempre
lo correcto y fruncen el entrecejo cuando alguien se divierte. Al contrario, le gustaba ir de copas de
vez en cuando y era un comediante incorregible.
Quizá la mayor paradoja se daba en relación con sus sentimientos contradictorios acerca del
dinero. De jóvenes, Walt y Billie habían conocido la pobreza y, después de mucho luchar para
abrirse camino en la vida, no veían nada de malo en disfrutar de lo que tanto les había costado
conseguir. «Habíamos trabajado mucho, muchísimo —subraya Billie—. Cuando los niños todavía
eran pequeños ahorrábamos todo lo que ganábamos como una inversión para el futuro.» El futuro
llegó por fin, y aunque no hicieron ostentación de su discreta fortuna, sí que compraron cosas como
ropa de marca, joyas para Billie o un Cadillac. Al final, adquirieron también la casa unifamiliar
frente a la bahía de Chesapeake y el velero. Llevaron a los chicos a Europa, hicieron un crucero por
el Caribe e iban a esquiar a la estación de Breckenridge. Billie reconoce que Chris «se sentía
turbado con todos esos cambios».
Su hijo, aquel adolescente de convicciones tolstoianas, creía que la riqueza era vergonzosa,
corruptora y maligna por naturaleza; lo que no dejaba de ser irónico, porque al parecer Chris era un
capitalista nato con un sexto sentido increíble para los negocios. «Chris siempre actuaba como un
empresario —dice Billie entre risas—. Siempre.»
Cuando tenía ocho años, cultivaba verduras en el jardín trasero de la casa de Annandale y luego
las vendía por el vecindario de puerta en puerta. «En el barrio, era aquel niño tan pequeño y gracioso
que va por ahí arrastrando un carrito lleno de judías, tomates y pimientos —cuenta Carine—. Nadie
podía resistírsele. Chris lo sabía perfectamente. Te miraba con expresión de angelito, como
diciendo: “Soy tan mono, ¿por qué no me compra unas judías?” Regresaba a casa con el carrito vacío
y un fajo de billetes en la mano.»
A los 12 años imprimió unos folletos publicitarios y montó un negocio de fotocopias. Las
Fotocopias Rápidas de Chris, con servicio gratuito de recogida y entrega a domicilio. Utilizaba la
fotocopiadora de la oficina de Walt y Billie y les pagaba unos centavos por copia. A los clientes les
cobraba dos centavos menos que la tienda de la esquina y obtenía unos jugosos beneficios.
En 1985, a finales del primer curso de bachillerato, Chris fue contratado por un constructor local
para promocionar sus servicios en el vecindario y consiguió multitud de encargos para restaurar
fachadas y remodelar cocinas. Su éxito como vendedor fue asombroso. En pocos meses tuvo a media
docena de estudiantes trabajando para él e ingresó 7.000 dólares en su cuenta bancaria. Utilizó una
parte de ese dinero para comprarse el Datsun B210 amarillo de segunda mano.
La habilidad de Chris para vender era tan fuera de lo común que poco antes de graduarse, en la
primavera de 1986, el constructor telefoneó a Walt y se ofreció a pagar los estudios universitarios
del muchacho si lo persuadía de que se quedara en Annandale y continuase trabajando para la
constructora en lugar de dejar el empleo y marcharse a Emory. «Cuando le expliqué a Chris la oferta
que me habían hecho, ni siquiera la tomó en consideración —explica Walt—. Habló con su jefe y le
dijo que tenía otros planes.»
Cuando terminó el instituto Chris anunció que se pasaría el verano recorriendo el país al volante
de su nuevo coche. Nadie de la familia se imaginó que aquel viaje sería el primero de una serie de
largas aventuras que lo llevarían a atravesar todo el continente. Tampoco nadie de la familia previó
que un descubrimiento fortuito durante este viaje inicial sería en última instancia lo que lo haría
recluirse en sí mismo y alejarse de ellos, arrastrando a un vórtice de ira, incomprensiones y dolor a
él mismo y a quienes lo amaban.
12
ANNANDALE
Más que el amor, el dinero o la fama, deseo la verdad. Me senté a una mesa donde había manjares
exquisitos y vino en abundancia, rodeado de comensales obsequiosos, pero carente de verdad y
sinceridad. Me alejé de esa mesa inhóspita sintiendo todavía hambre. La hospitalidad era tan fría
como el hielo.
HENRY DAVID THOREAU,
Walden o la vida en los bosques
[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto a los restos de Chris McCandless.
En el margen superior, McCandless había escrito con grandes letras mayúsculas la palabra
«VERDAD».]
Los niños son inocentes y aman la justicia, mientras que la mayoría de nosotros somos malvados y
por esa razón preferimos el perdón.
G. K. CHESTERTON
En 1986, durante el sofocante y veraniego fin de semana en que Chris se había graduado en el
instituto Woodson, Walt y Billie organizaron una fiesta para celebrarlo. El cumpleaños de Walt había
sido unos días antes, el 10 de junio, y Chris aprovechó la fiesta para regalar a su padre un carísimo
telescopio Questar.
«Recuerdo que cuando le regaló el telescopio a papá estaba sentada ahí —explica Carine—.
Chris había tomado unas cuantas copas y estaba bastante bebido. Se puso muy sentimental. Apenas
podía contener las lágrimas cuando dijo que, pese a las diferencias que habían tenido a lo largo de
los años, agradecía mucho todo lo que papá había hecho por él. Chris dijo que lo respetaba
enormemente pues, tras empezar de la nada, había logrado ir a la universidad y se había deslomado
para mantener a sus ocho hijos. Fue un discurso muy emotivo. A todo el mundo se le hizo un nudo en
la garganta. Después de esa fiesta, se fue de viaje.»
Walt y Billie no intentaron impedir que se marchara, aunque lo convencieron de que se llevara la
tarjeta de crédito Texaco de Walt, por si tenía alguna emergencia, y le hicieron prometer que
telefonearía cada tres días.
«Tuvimos el corazón en un puño todo el tiempo que estuvo fuera —dice Walt—, pero no había
manera humana de detenerlo.»
Tras abandonar Virginia, Chris se dirigió primero hacia el sur y luego hacia el oeste. Cruzó las
desoladas llanuras de Texas, soportó el intenso calor de Nuevo México y Arizona y llegó hasta la
costa del Pacífico. Al principio cumplió con su palabra de telefonear con regularidad, pero las
llamadas fueron espaciándose a medida que el verano avanzaba. No volvió a aparecer por
Annandale hasta que faltaban dos días para el comienzo del curso universitario en Emory. Cuando
entró en su casa, Chris llevaba una barba descuidada y el pelo largo y desgreñado. Se lo veía más
delgado que nunca, pues había perdido 13 kilos de peso.
«En cuanto oí que había llegado, corrí a su habitación para hablar con él —explica Carine—.
Estaba tumbado en la cama, adormecido. Había adelgazado tanto que parecía la viva imagen de una
de esas pinturas que representan a Jesús en la cruz. Cuando mamá vio que sólo era piel y huesos, casi
se murió del disgusto. Se puso a cocinar y lo atiborró de comida para intentar que recuperara un poco
de peso.»
Resultó que Chris se había perdido en el desierto de Mojave casi al final del viaje y había estado
a punto de morir de deshidratación. Al escuchar el relato del modo en que había logrado escapar por
los pelos del desastre, sus padres se asustaron, pero no sabían cómo convencerlo de que en el futuro
fuera más precavido. «Chris era muy bueno en casi todo lo que se proponía —reflexiona Walt—, lo
que provocaba que estuviese demasiado seguro de sí mismo. Si intentabas hablar con él para sacarle
alguna idea de la cabeza, no discutía. Se limitaba a escucharte y asentir con educación, y luego hacía
lo que le venía en gana.
»En consecuencia, al principio no le comenté nada acerca de lo que había sucedido. Jugamos a
tenis y hablamos de otras cosas. Luego Billie y yo nos sentamos con él para comentar los riesgos
excesivos que había corrido durante el viaje. Para entonces, yo ya había aprendido que el abordaje
directo era una estrategia que no funcionaba. No podías decirle, por ejemplo: “¡Por el amor de Dios!
¡Que sea la última vez que intentas hacer una proeza semejante!” Intenté explicarle que no nos
oponíamos a que viajara, que lo único que queríamos era que tuviese más cuidado y nos mantuviera
informados de su paradero.»
Su reacción los dejó consternados. Aquella pequeña dosis de consejos paternos lo irritó, y el
único efecto que pareció tener en él fue que a partir de entonces se volvió todavía menos
comunicativo.
«Chris pensaba que nos comportábamos como idiotas al preocuparnos por lo que pudiera
ocurrirle», dice Billie.
En el transcurso del viaje se había comprado un machete y un rifle del calibre 30. Cuando Walt y
Billie lo acompañaron en coche a Atlanta para empezar el curso en la universidad, insistió en
llevarse ambas cosas. «Cuando subimos a la habitación de Chris, pensé que los padres del chico con
quien la compartía iban a sufrir un síncope allí mismo —dice Walt entre risas—. Su compañero era
uno de esos niños bien de Connecticut, vestido como si fuera a un internado inglés, y Chris se
presentó con una barba rala y unos vaqueros muy desgastados, como si fuera un colono del Oeste,
cargando con el machete y el rifle para cazar ciervos. ¿Sabe qué ocurrió finalmente? Al cabo de tres
meses aquel figurín abandonó los estudios y Chris se convirtió en el primero de la clase.»
Para sorpresa de sus padres, Chris parecía cada vez más entusiasmado ante la perspectiva de
seguir estudiando en Emory. Se afeitó, se cortó el pelo y volvió a adoptar el aspecto cuidado de la
época del instituto. Sus notas eran casi perfectas. Empezó a escribir para el periódico de la facultad;
incluso hablaba con entusiasmo de especializarse en Derecho cuando terminase la licenciatura.
—Creo que mis notas serán lo bastante buenas como para entrar en la facultad de Derecho de
Harvard —dijo vanagloriándose a Walt.
Al terminar el primer curso, Chris regresó a Annandale para pasar las vacaciones de verano y
trabajó en la empresa de sus padres escribiendo programas informáticos.
«El programa que escribió aquel verano no tenía ni un solo fallo —dice Walt—. Todavía
seguimos utilizándolo, y hemos vendido copias a muchos clientes. Sin embargo, cuando le pedí a
Chris que me explicara su funcionamiento y me enseñase cómo lo había ideado, se negó. "Lo único
que necesitas saber es que funciona. No es necesario que sepas por qué ni cómo», me dijo. Sabía que
ésa era la manera de ser de Chris, pero me enfurecí. Habría sido un buen agente de la CIA. Lo digo
en serio. Conozco a tipos que trabajan para la CIA. Chris sólo nos contaba lo que creía que
necesitábamos saber. Nada más. Se comportaba así con todo.»
Muchos aspectos de la personalidad de Chris confundían a sus padres. Podía ser generoso y
cariñoso en extremo, pero también tenía un lado oscuro, caracterizado por la monomanía, la
impaciencia y el ensimismamiento, rasgos que parecieron intensificarse durante el tiempo que estuvo
en la universidad.
«Vi a Chris en una fiesta cuando él acababa de terminar el segundo curso en Emory, y era obvio
que había cambiado —recuerda Eric Hathaway—. Tenía una actitud introvertida y distante, muy fría.
Cuando le comenté que me alegraba de verlo, respondió con cinismo: “Sí, claro, es lo que todo el
mundo dice.” Le costaba abrirse a los demás. El único tema de conversación que le interesaba eran
los estudios. La vida social de Emory giraba en torno a las fraternidades, algo en lo que Chris no
quería tomar parte. Creo que cuando todo el mundo se fue por su lado, Chris se distanció de sus
antiguos amigos y se encerró todavía más en sí mismo.»
Aquel verano, Chris pasó otra vez las vacaciones en Annandale y se puso a trabajar de repartidor
de pizzas en Domino’s.
«Le daba igual que el trabajo no requiriera ninguna calificación —dice Carine—. Ganó mucho
dinero. Recuerdo que llegaba a casa por la noche y hacía las cuentas en la mesa de la cocina. No
importaba lo cansado que estuviera; calculaba los kilómetros que había hecho, lo que Domino’s le
pagaba en concepto de gasolina, cuánto le costaba ésta en realidad y los beneficios netos que había
hecho aquella noche comparados con los de la misma noche de la semana anterior. Lo calculaba todo
al detalle y me mostraba cómo se hacía, cómo conseguía que un negocio funcionara. No parecía tan
interesado en el dinero como en el hecho de que lo hacía bien. Era como un juego en que el dinero
era la puntuación.»
Las relaciones de Chris con sus padres, que habían sido cordiales desde que se había graduado
en el instituto, se deterioraron significativamente aquel verano. Walt y Billie no comprendían las
razones de su cambio. Según cuenta Billie: «Cada vez parecía más molesto con nosotros y era más
retraído; no, ésa no es la palabra. Chris nunca había sido retraído. Sin embargo, no quería contarnos
qué pensaba, y pasaba mucho más tiempo solo.»
El resentimiento que consumía a Chris se alimentaba del descubrimiento que había hecho dos
veranos atrás, durante el viaje que lo había llevado a la costa del Pacífico. Cuando llegó a
California, visitó el barrio de El Segundo, donde había vivido los primeros seis años de su vida.
Llamó a un gran número de amigos de la familia que aún residían allí y, a partir de las
conversaciones que mantuvo con ellos, ató cabos sobre la historia del anterior matrimonio de su
padre y el consiguiente divorcio, una historia que, por otro lado, no le era del todo desconocida.
La separación entre Walt y su primera esposa, Marcia, no había sido fácil. Mucho tiempo
después de haberse enamorado de Billie y de que ésta diera a luz a Chris, Walt seguía viéndose con
Marcia en secreto, dividiendo su tiempo entre dos casas y dos familias. Para mantener el engaño,
contó mentiras que al final se descubrieron y dieron pie a nuevas mentiras para justificar las mentiras
anteriores. Dos años después de que Chris naciera, Walt tuvo otro hijo con Marcia, Quinn
McCandless. Cuando la doble vida de Walt fue descubierta, la revelación hirió a todas las partes
implicadas, que sufrieron terriblemente.
Al final, Walt, Billie, Chris y Carine se mudaron a la costa Este. Cuando por fin concluyó el
proceso de divorcio, Walt y Billie legalizaron su situación y se casaron. La pareja capeó la tormenta
lo mejor que pudo y la dejó atrás. Pasaron dos décadas. La culpabilidad, los reproches y los celos
fueron desvaneciéndose; la tormenta sólo parecía un mal recuerdo. Entonces, en 1986, Chris decidió
visitar El Segundo, se dedicó a dar vueltas por el vecindario y se enteró con lujo de detalles del
doloroso episodio.
«Chris era de esas clase de personas que se obsesionan con las cosas —explica Carine—. Si
algo le preocupaba, no venía y te lo decía; se lo guardaba para sí, ocultaba su resquemor y
acumulaba cada vez más rabia.»
Al parecer, eso fue lo que le ocurrió a Chris tras descubrir la historia del primer matrimonio de
Walt. Los niños y adolescentes pueden ser unos jueces implacables cuando se trata de sus padres y se
sienten muy poco inclinados a dar muestras de clemencia, lo que fue particularmente cierto en el caso
de Chris, quien, más si cabe que la mayoría de adolescentes, veía el mundo en blanco y negro. Se
medía a sí mismo y a quienes lo rodeaban de acuerdo con un código moral tan estricto que era
imposible seguirlo.
Lo curioso es que Chris no juzgaba a todo el mundo por el mismo rasero. Uno de los individuos a
quien profesó admiración durante los dos últimos años de su vida fue un bebedor empedernido y
mujeriego incorregible que, además, pegaba a sus novias. Chris era muy consciente de las faltas de
este hombre, pero aun así supo perdonarlo. También fue capaz de perdonar, o pasar por alto, las
evidentes flaquezas de sus héroes literarios: Jack London tenía fama de alcohólico; Tolstoi, a pesar
de su célebre defensa del celibato, había sido de joven un vividor y llegó a ser el padre de 13 hijos,
algunos de los cuales fueron concebidos en la misma época en que el conde clamaba contra los males
del sexo y los condenaba en letra impresa.
Como hace la mayoría de la gente, Chris no parecía juzgar a los artistas y a sus amigos íntimos
por su vida sino por su trabajo, aunque en razón de su temperamento era incapaz de hacer extensiva
esta indulgencia a su padre. Siempre que Walt McCandless sermoneaba a Chris, Carine o sus
hermanastros con la severidad que lo caracterizaba, Chris recordaba el comportamiento poco
ejemplar que había tenido su padre años atrás y lo censuraba en silencio como un moralista hipócrita.
No olvidaba. Y con el tiempo su indignación moral desembocó en una cólera que no logró reprimir.
Tras descubrir las circunstancias del divorcio de Walt, tuvieron que pasar dos años para que el
odio de Chris empezase a aflorar, pero al final ocurrió lo inevitable. No estaba dispuesto a perdonar
los errores de juventud de su padre y aún menos sus intentos de ocultarlos. Más adelante dijo a
Carine y a otros que el engaño urdido por Walt y Billie había convertido «toda su infancia en una
ficción». Sin embargo, nunca se enfrentó con sus padres para plantearles lo que sabía, ni en aquel
momento ni más tarde. En lugar de ello, eligió mantener en secreto una información que le hacía daño
y expresar su rabia de modo indirecto, a través de un silencio hosco.
En 1988, mientras el resentimiento que sentía hacia sus padres se volvía cada vez mayor, empezó
a crecer también su rechazo ante la injusticia del mundo en general. Aquel verano, recuerda Billie,
«empezó a criticar a todos los hijos de papá que, según él, había en Emory». Se matriculó en
asignaturas que trataban de problemas sociales apremiantes como el racismo, el hambre en el mundo
y la desigual distribución de la riqueza. Así y todo, pese a su aversión por el dinero y el consumismo
desenfrenado, las tendencias políticas de Chris no podían describirse como liberales.
De hecho, se divertía ridiculizando las propuestas del Partido Demócrata y era un admirador
ferviente de Ronald Reagan. En Emory llegó incluso a ser miembro cofundador de un Club
Universitario Republicano. Tal vez lo que mejor sintetizaba sus atípicas posiciones políticas era una
frase que aparece en una obra de Thoreau, La desobediencia civil: «Acepto con entusiasmo el lema
que reza: el mejor gobierno es el que menos gobierna.» Más allá de esta declaración de principios,
sus opiniones políticas eran de difícil clasificación.
Como redactor de la página editorial de The Emory Wheel, escribió un gran número de
comentarios sobre la actualidad social y política. Cuando se leen cinco años después, revelan lo
joven y apasionado que era McCandless. Las opiniones que expresó por escrito, argumentadas con
una lógica peculiar, abarcaron multitud de temas. Satirizó a Jimmy Carter y Joe Biden, pidió la
dimisión del fiscal general Edwin Meese, arremetió contra el fanatismo de la derecha
fundamentalista cristiana, exigió una mayor vigilancia frente a la amenaza soviética, censuró a los
japoneses por cazar ballenas y defendió la viabilidad de la candidatura a la presidencia de Jesse
Jackson. El primer párrafo del editorial de McCandless del 1 de marzo de 1988 comenzaba con una
de sus típicas afirmaciones desmesuradas: «Apenas ha empezado el tercer mes del año 1988 y
parece presentarse ya como uno de los años más políticamente corruptos y escandalosos de toda la
historia contemporánea […].» Chris Morris, el director del periódico, recuerda a McCandless como
una persona «impulsiva».
Para su cada vez más reducido círculo de amigos, McCandless parecía volverse más impulsivo
cada mes que pasaba. Tan pronto como terminaron las clases en la primavera de 1989, McCandless
tomó el Datsun y emprendió otro de sus largos e improvisados viajes por carretera.
«Sólo recibimos dos postales de él en todo el verano —dice Walt—. En la primera Chris había
escrito: “Me voy a Guatemala.” Cuando la leí, pensé: “¡Dios mío, seguro que se ha ido a luchar con
la guerrilla! Lo fusilarán.” Luego, a finales del verano, recibimos la segunda. Sólo rezaba: “Mañana
salgo hacia Fairbanks. Os veré dentro de un par de semanas.” Resultó que había cambiado de idea y
que, en vez de dirigirse hacia el sur, se había ido en coche a Alaska.»
El cansador trayecto que hizo por la grisácea autovía de Alaska fue su primera visita a las lejanas
tierras del Norte. Fue un viaje muy corto —estuvo unos días en Fairbanks y los alrededores, y luego
se apresuró a regresar a Atlanta para llegar a tiempo al comienzo de las clases—, pero quedó
deslumbrado por la vastedad del paisaje, la fantasmal paleta de colores de los glaciares y la
transparencia luminosa del cielo subártico. Siempre estuvo seguro de que regresaría.
Durante su último año en Emory vivió fuera del campus, en una habitación espartana amueblada
con cajas de cartón y un colchón en el suelo. Apenas veía a sus escasos amigos fuera de clase. Un
catedrático le proporcionó una llave para que accediese de madrugada a la biblioteca, donde se
pasaba la mayor parte del tiempo libre. Poco antes de la graduación, Andy Horowitz topó con él a
primera hora de la mañana entre las estanterías de la biblioteca. Horowitz había sido uno de sus
mejores amigos en el instituto y había formado parte del equipo de atletismo. Sin embargo, pese a
que también eran compañeros de clase en Emory, hacía dos años que no se veían. Un poco
incómodos, hablaron unos minutos y luego McCandless desapareció para refugiarse en uno de los
gabinetes de estudio.
Chris rara vez se puso en contacto con sus padres a lo largo de aquel año. Puesto que no tenía
teléfono, localizarlo era muy difícil. Walt y Billie estaban cada vez más preocupados por la distancia
emocional que su hijo les mostraba. En una carta, Billie le decía: «Te has alejado de todos aquellos
que te queremos y nos preocupamos por ti. Sea por el motivo que sea o estés con quien estés, ¿crees
que esto es correcto?» Chris lo consideró una intromisión en su intimidad y cuando habló con su
hermana calificó la carta de «estupidez».
—¿Qué quiere decir con «estés con quien estés»? —dijo gritando por teléfono—. Está como una
cabra. ¿Sabes qué creo? Se imaginan que soy homosexual. ¿De dónde han sacado esa idea tan
peregrina? ¡Vaya hatajo de imbéciles!
En la primavera de 1990, Walt, Billie y Carine asistieron a la ceremonia de graduación de Chris.
Les dio la impresión de que se encontraba bien. Mientras lo observaban cruzar el estrado para
recoger su diploma, parecía contento y sonreía. Les comentó que estaba planeando hacer otro viaje,
pero insinuó que pasaría unos días en Annandale antes de partir. Poco tiempo después, donó todos
sus ahorros a OXFAM, cargó sus cosas en el Datsun y desapareció de sus vidas. A partir de aquel
momento evitó escrupulosamente ponerse en contacto con sus padres o con Carine, la hermana a
quien suponía que quería con locura.
«Al no tener noticias suyas, todos nos inquietamos —explica Carine—. En el caso de mis padres,
creo que la preocupación se mezclaba con el dolor y la rabia. En el fondo, yo no me sentía herida por
el hecho de que no me escribiera. Sabía que era feliz, que estaba haciendo lo que quería. Comprendía
que era muy importante para él descubrir hasta qué punto podía ser independiente. Además, mi
hermano sabía que si me llamaba o escribía, mamá y papá averiguarían dónde estaba, tomarían un
avión e intentarían traerlo de vuelta a casa.»
Walt no lo niega. «No me cabe la menor duda —dice—. Si hubiéramos tenido alguna idea sobre
dónde encontrarlo, habríamos salido volando hacía allí y lo habríamos buscado hasta dar con él y
obligarlo a regresar con nosotros.»
A medida que pasaron los meses —y los años— sin que supieran nada de Chris, la angustia de la
familia fue en aumento. Billie nunca se marchaba de casa sin dejar una nota pegada en la puerta por
si su hijo aparecía.
«Cuando íbamos en coche y veíamos a un autostopista que se parecía a Chris —cuenta Billie—,
solíamos dar media vuelta y cerciorarnos. Fue una época horrible. Por la noche era peor, sobre todo
cuando hacía mucho frío o se desencadenaba una tormenta. Me preguntaba dónde estaría, si tendría
frío, si habría sufrido una herida, si se sentiría solo, si se encontraría bien.»
En julio de 1992, dos años después de que Chris abandonara Atlanta, Billie estaba durmiendo en
la casa de Chesapeake y se sentó de repente en la cama en mitad de la noche, despertando a Walt.
«Estaba segura de que había oído un grito de Chris —insiste, mientras las lágrimas corren por sus
mejillas—. Nunca lo olvidaré. No estaba soñando. No fueron imaginaciones mías. ¡Oí su voz!
Suplicaba: “¡Mamá, ayúdame!” Pero no podía ayudarlo porque no sabía dónde estaba. Fue todo lo
que dijo: “¡Mamá, ayúdame!”»
13
VIRGINIA BEACH
La influencia física del paisaje tenía su equivalente dentro de mí. Los senderos que recorría no
sólo me conducían hacia colinas y ciénagas, sino también hacia mi interior. A partir del estudio
de lo que descubría andando, la lectura y mis pensamientos, llegué a una especie de exploración
compartida de mí mismo y de la tierra. Al cabo de un tiempo, ambas cosas se identificaron en mi
mente. Con la creciente fuerza de algo esencial que se crea a sí mismo a partir de un sustrato
ancestral, me vi frente a un apasionado y firme anhelo interior: abandonar para siempre el
pensamiento y todas las dificultades que comporta, todas menos los deseos más inmediatos, más
directos e inquisitivos. Tomar la senda y no mirar atrás; a pie, en raquetas de nieve o en trineo,
hacia las colinas estivales y sus tardías sombras heladas. Una hoguera en el horizonte, un rastro
en la nieve, mostrarían hacia dónde había ido. Dejad que el resto de la humanidad me encuentre
si puede.
JOHN HAINES,
The Stars, the Snow, the Fire
Twenty-Five Years in the Northern Wilderness
En la repisa de la chimenea de la casa de Carine McCandless en Virginia Beach hay dos fotografías
enmarcadas. En una se ve a Chris cuando empezaba el instituto; en la otra, tomada el día de Pascua,
Chris que tenía siete años, aparece con un trajecito y una corbata torcida, de pie junto a Carine, que
lleva un vestido de volantes y un sombrero nuevo. «Lo sorprendente es que hay diez años de
diferencia entre las dos fotos, y la expresión de Chris es la misma», comenta Carine mientras observa
con atención las imágenes de su hermano.
Tiene razón. En ambas fotos Chris mira fijamente hacia el objetivo con los ojos entrecerrados,
pensativo y obstinado, como si lo hubiesen interrumpido en medio de una reflexión importante y
estuviera enfadado por verse obligado a perder el tiempo delante de la cámara. Su expresión destaca
todavía más en la foto de Pascua, porque contrasta con la sonrisa eufórica de Carine. «Éste es Chris
—dice Carine con una sonrisa afectuosa mientras acaricia la superficie de la foto con la punta de los
dedos—. Ésta es su mirada.»
Echado en el suelo a los pies de Carine está Buckley, el shetland al que Chris se sentía tan unido.
Ahora tiene 13 años, el hocico se le ha vuelto blanco y cojea de una pata a causa de una artrosis.
Sin embargo, en cuanto Max, el rottweiler de 18 meses de Carine, intenta invadir el territorio de
Buckley, éste, a pesar de ser más pequeño y estar enfermo no duda en enfrentarse con su enorme
oponente soltando un fuerte gruñido e hincándole los dientes. El rottweiler de 50 kilos se escabulle
para ponerse a salvo.
«Chris quería a Buck con locura —prosigue Carine—. El verano en que desapareció tenía la
intención de llevárselo con él. Después de la ceremonia de graduación, preguntó a mamá y papá si
podía pasar a recogerlo, pero respondieron que no, porque acababan de atropellarlo y aún estaba
recuperándose. Ahora se arrepienten, claro, pero Buck estaba muy malherido y el veterinario les
había dicho que no volvería a caminar después del accidente. Mis padres no pueden dejar de pensar
en lo distinto que habría sido todo si Chris se hubiera llevado a Buck consigo. La verdad es que yo
tampoco consigo dejar de pensar en ello. Cuando tenía que arriesgar su vida, Chris no se lo pensaba
dos veces, pero jamás habría puesto a Buckley en peligro. No habría corrido los mismos riesgos si el
perro hubiera estado con él.»
Carine McCandless tiene casi la misma estatura que su hermano, puede que un par de centímetros
más, y se parece tanto a él que la gente solía preguntarles si eran gemelos. Es una gran conversadora.
Cuando habla, echa la cabeza hacia atrás para apartar de la cara una larga melena que le llega hasta
la cintura, y enfatiza lo que dice alzando las manos, que son pequeñas y expresivas. Va descalza.
Lleva un crucifijo de oro colgado del cuello y unos vaqueros muy bien planchados con una raya
impecable de las pinzas al dobladillo.
Al igual que Chris, Carine es una persona enérgica y segura de sí misma, que logra lo que quiere,
siempre dispuesta a dar su opinión sobre las cosas. También al igual que Chris, tuvo enfrentamientos
con Walt y Billie durante la adolescencia. Sin embargo, entre ambos hay más diferencias que
semejanzas.
Carine hizo las paces con sus padres poco después de la desaparición de Chris y, en la
actualidad, a sus 22 años, define la relación con ellos como «excelente». Es mucho más sociable que
Chris y no se imagina a sí misma adentrándose sola en el monte ni, de hecho, en cualquier otro lugar
demasiado alejado de la civilización. Aunque comparte la misma indignación que Chris ante la
discriminación racial, Carine no tiene ninguna objeción contra la riqueza, sea moral o de otro tipo.
Hace poco se compró una casa nueva que le costó bastante y por lo general trabaja catorce horas al
día. Lleva la administración de C.A.R. Services, un taller de reparaciones que posee junto con su
marido, Chris Fish, con la esperanza de obtener su primer millón antes de los 40.
«Yo siempre criticaba el ejemplo de mamá y papá porque se pasaban el día trabajando y nunca
estaban —observa con una sonrisa irónica—, y ahora míreme: estoy haciendo lo mismo.» Explica
que Chris solía burlarse de su celo capitalista llamándola duquesa de York, Ivana Trump
McCandless y «la sucesora de Leona Helmsley». Sin embargo, sus críticas nunca iban más allá de
una tomadura de pelo inocente y bienintencionada; los unían unos lazos que no suelen ser corrientes
entre hermanos. En una carta en que describía sus enfrentamientos con Walt y Billie, Chris le
escribió una vez: «En cualquier caso, me gusta hablar de estas cosas contigo, porque eres la única
persona del mundo que puede comprender lo que estoy diciendo.»
Diez meses después de la muerte de Chris, Carine todavía llora a su hermano. «Es como si no
pudiera pasar ni un solo día sin echarme a llorar —dice con perplejidad—. Por alguna extraña razón,
lo peor es cuando voy sola en coche. Ni una sola vez he conseguido hacer el trayecto de veinte
minutos desde mi casa al taller sin acordarme de Chris y emocionarme hasta las lágrimas. Luego me
siento un poco mejor, pero, cuando ocurre, lo paso muy mal.»
La tarde del 17 de septiembre de 1992 Carine estaba en el jardín bañando al rottweiler cuando
vio que su marido llegaba a casa. La sorprendió que volviera tan temprano, ya que solía quedarse en
el taller hasta bien entrada la noche.
«Actuaba de un modo raro y no hacía muy buena cara —recuerda Carine—. Entró en la casa,
salió y empezó a ayudarme con el baño de Max. Entonces supe que algo iba mal, porque él nunca
lava al perro.»
—Tengo que hablar contigo —le dijo Fish.
Carine lo siguió al interior de la casa, aclaró el collar de Max en el fregadero de la cocina y fue a
la sala de estar. «Estaba sentado en el sofá, a oscuras y cabizbajo. Tenía cara de estar muy abatido.
Intenté animarlo y bromear. Le pregunté qué le había ocurrido. Me imaginaba que alguno de sus
amigos se habría reído de él, que quizá le hubiesen dicho que me habían visto con otro hombre, vete
a saber. Me reí y le pregunté si los chicos le habían jugado alguna mala pasada, pero él ni siquiera
sonrió. Cuando me miró, observé que tenía los ojos enrojecidos.»
—Es tu hermano —dijo Fish—. Lo han encontrado. Está muerto.
Sam, el hijo mayor de Walt, había llamado a Fish al taller y le había dado la noticia. A Carine se
le nubló la vista, y tuvo la sensación de que entraba en un túnel. De manera involuntaria, empezó a
echar la cabeza hacia delante y hacia atrás una y otra vez.
—No —lo corrigió—. Chris no está muerto.
Luego empezó a gemir. Su llanto era tan fuerte e insistente que su marido temió que los vecinos
creyeran que le estaba haciendo daño y llamasen a la policía.
Carine se acurrucó en el sofá en posición fetal, sollozando sin cesar. Cuando él intentó
consolarla, lo empujó y le gritó que la dejase sola. Permaneció en ese estado histérico durante las
cinco horas siguientes, pero hacia las once de la noche se había calmado un poco y fue capaz de
poner algo de ropa en una bolsa, subir al coche y dejar que Fish la llevara a casa de Walt y Billie, en
Chesapeake Beach, un viaje que duraba cuatro horas.
Cuando ya habían salido, Carine le pidió a su marido que se detuviera en la iglesia a la que
asistían todos los domingos. «Entré y me senté frente al altar durante una hora más o menos, mientras
él me esperaba en el coche —recuerda Carine—. Quería que Dios me diera respuestas, pero no
obtuve ninguna.»
Aquella misma tarde, Sam había confirmado a la policía que la fotografía del autostopista
desconocido que habían enviado por fax desde Alaska era, sin lugar a dudas, de Chris, pero la
médico forense de Fairbanks quería ver su ficha dental antes de proceder a la identificación
definitiva del cadáver. Tardaron más de un día en comparar las radiografías de la dentadura, y Billie
se negó a mirar la foto hasta que la identificación dental no hubiese finalizado y no existiera la
certeza de que el muchacho que había muerto de hambre en el autobús abandonado junto al río
Sushana era, efectivamente, su hijo.
Al día siguiente, Carine y Sam fueron en avión a Fairbanks para recoger los restos mortales de
Chris. En la oficina de la forense les entregaron los objetos que se habían encontrado junto al cuerpo:
el rifle del 22, unos prismáticos, la caña de pescar que Ronald Franz le había regalado, una de las
navajas suizas que le había dado Jan Burres, la guía de plantas silvestres donde había escrito su
diario, una cámara Minolta y cuatro rollos de película; no era demasiado. La médico forense les
tendió unos papeles. Sam los firmó y se los devolvió.
Cuando aún no llevaban un día en Fairbanks, Carine y Sam tomaron otro avión hacia Anchorage,
donde el cadáver de Chris había sido incinerado después de que el laboratorio de la policía judicial
realizara la autopsia. El tanatorio les envió al hotel las cenizas de su hermano en una caja de
plástico. «Me sorprendió lo grande que era la caja —dice Carine—. Habían escrito mal el nombre.
En la etiqueta ponía CHRISTOPHER R. MCCANDLESS, cuando la inicial de su segundo nombre
era una jota. Me enfadé al ver que se habían equivocado. Comencé a gritar como una loca. Pero
luego pensé que a Chris no le habría importado. Lo habría encontrado divertido.»
A la mañana siguiente volaron de regreso a Maryland. Carine llevaba las cenizas de su hermano
en la bolsa de mano. Durante el vuelo, dio cuenta hasta el último bocado de la comida que las
azafatas le pusieron enfrente. «Y eso que era esa comida horrible que te sirven en los aviones. No
podía soportar la idea de desperdiciarla sabiendo que Chris había muerto de hambre.» Sin embargo,
durante las semanas siguientes perdió el apetito y adelgazó cuatro kilos y medio, lo que hizo que sus
amigos temieran que sufriese de un principio de anorexia.
En Chesapeake Beach, Billie también había dejado de comer. Pese a ser una mujer menuda, de 48
años y rasgos infantiles, perdió casi cuatro kilos antes de recuperar el apetito. Walt reaccionó de
manera contraria: empezó a comer de modo compulsivo y ganó ocho kilos.
Un mes después, Billie está sentada junto a la mesa del comedor, examinando cuidadosamente el
testimonio gráfico de los últimos días de Chris. Todo lo que puede hacer ahora es forzarse a ver las
borrosas instantáneas. De vez en cuando, mientras estudia las fotos, rompe a llorar como lo haría una
madre que ha sobrevivido a su hijo, transmitiendo un sentimiento de pérdida tan enorme e irreparable
que sobrepasa todo lo imaginable. Visto de cerca, un sufrimiento semejante por la pérdida de un ser
querido convierte la más elocuente apología de los deportes de riesgo en algo vacuo y banal.
«Sencillamente no lo entiendo. No entiendo por qué tuvo que correr tantos riesgos —dice Billie,
con los ojos arrasados en lágrimas—. No lo entiendo en absoluto.»
14
EL CASQUETE GLACIAR DE STIKINE (I)
Crecí con un cuerpo desbordante de vitalidad y entusiasmo, pero con un carácter nervioso y
ansioso. Mi mente quería algo más, algo tangible. Buscaba intensamente la realidad, siempre
como si la realidad no estuviera ahí […].
Sin embargo, de repente te das cuenta de lo que tienes que hacer. Escalar.
JOHN MENLOVE EDWARDS,
Letters from a Man
Ahora no sabría decir con exactitud cuáles fueron las circunstancias que rodearon mi primera
ascensión, hace ya mucho tiempo. Sólo sé que sentía escalofríos según iba avanzando (recuerdo
con claridad que estuve solo toda la noche) y que luego ascendía a un ritmo constante por una
ladera rocosa cubierta de árboles dispersos y poblada de animales salvajes, hasta que casi me
perdí entre las nubes y el aire seco de las alturas, como si hubiera traspasado la línea imaginaria
que separa la colina —mera tierra amontonada— de la montaña y la montaña de la grandeza y
sublimidad supraterrenas. Lo que caracteriza esa cumbre que surge por encima de la línea
terrestre es que jamás ha sido hollada, que es imponente y grandiosa. Nunca podrá convertirse en
un lugar familiar; en el instante que pones el pie en ella, te pierdes. Conoces el camino de
regreso, pero vagas emocionado sobre la roca desnuda en la que no hay trazado ningún sendero,
como si la cumbre sólo estuviera compuesta de nubes y aire solidificado. Esa cumbre pétrea y
brumosa, escondida entre las nubes, es mucho más estremecedora, imponente y sublime que el
cráter de un volcán que vomite fuego.
HENRY DAVID THOREAU,
Diario
En la última postal que McCandless envió a Wayne Westerberg, había escrito: «Si esta aventura
termina mal y nunca vuelves a tener noticias de mí, quiero que sepas que te considero un gran
hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.» Cuando la aventura terminó mal, esta melodramática
declaración alimentó numerosas especulaciones sobre si el chico tenía planeado desde un buen
principio suicidarse y se adentró en el monte sin la intención de salir de él. Sin embargo, no estoy
seguro de que sea así. Mi sospecha de que la muerte de McCandless no fue planeada sino un
accidente desgraciado se funda en la lectura de los pocos escritos que dejó tras de sí y el testimonio
de los hombres y mujeres que estuvieron con él los últimos años de su vida. Ahora bien, también es
cierto que consideraciones de índole personal influyen sobre mi percepción de las intenciones de
McCandless.
Según me han contado, de joven yo era un muchacho terco, poco comunicativo, temperamental y
en ocasiones imprudente. Como suele suceder en estos casos, decepcioné a mi padre en muchos
aspectos. Al igual que McCandless, la figura de un padre autoritario despertaba en mí una confusa
mezcla de rabia contenida y afán de complacer. Si mi imaginación se sentía fascinada por algo, lo
perseguía con un celo rayano en la obsesión. Y, en mi caso, desde los 17 años hasta que llegué a los
30, ese algo fue el alpinismo.
Dedicaba la mayor parte de mi tiempo a fantasear sobre las ascensiones que llevaría a cabo en
las lejanas montañas de Alaska y Canadá, y luego a preparar y emprender esas ascensiones con las
que tanto soñaba. Siempre se trataba de picos perdidos en algún paraje desolado, escarpados y
aterradores, de los que nadie, salvo unos cuantos alpinistas, había oído hablar. El hecho es que mis
ansias de escalar también tuvieron efectos positivos. Al concentrar mis expectativas en una cumbre
tras otra, conseguí no desorientarme en medio de la espesa niebla que envuelve el paso de la
adolescencia a la juventud. La escalada significaba mucho para mí. En una ascensión, el peligro
bañaba el mundo con un resplandor difuso que hacía que todo resaltase: la curva de la roca, los
líquenes anaranjados y amarillos, la textura de las nubes. La vida latía con una intensidad absoluta.
El mundo se volvía real.
En 1977, mientras estaba sentado a la barra de un bar en Colorado, reflexionando con tristeza
sobre mis heridas existenciales, se me metió en la cabeza la idea de escalar una montaña llamada el
Pulgar del Diablo. Se trata de una formación intrusiva de diorita, de proporciones inmensas y
espectaculares, esculpida por antiguos glaciares hasta transformarla en un pico, particularmente
impresionante vista desde el norte. La majestuosa cara norte se eleva casi verticalmente 1.800 metros
por encima del glaciar que hay en la falda de la montaña, el doble del desnivel que tiene El Capitán,
el famoso pico situado en el Parque Nacional de Yosemite, y nunca había sido escalada. Decidí que
iría a Alaska, me aproximaría al Pulgar del Diablo desde el mar, esquiaría a través de 50 kilómetros
de tierras heladas y coronaría aquella enorme nordwand[4]. Es más, decidí que lo haría solo.
En aquel entonces yo tenía 23 años, uno menos que Chris McCandless cuando se adentró en los
bosques de Alaska. Mi raciocinio, si así puede llamársele, estaba inflamado por las pasiones
desordenadas de la juventud y una dieta literaria demasiado rica en obras de Nietzsche, Kerouac y
John Menlove Edwards, un escritor en profundo conflicto consigo mismo, psiquiatra de profesión y
uno de los más destacados alpinistas británicos de su tiempo hasta que en 1958 puso fin a su vida
ingiriendo una cápsula de cianuro. Edwards consideraba que escalar obedecía a una «tendencia
psiconeurótica»; según contaba, él no escalaba por deporte, sino para encontrar refugio ante la
tormenta interior que dominaba su existencia.
Mientras hacía planes para coronar el Pulgar del Diablo, era vagamente consciente de que tal vez
estuviese embarcándome en algo que se hallaba fuera de mi alcance, pero con eso sólo conseguía que
el proyecto resultase más atractivo. Lo importante era saber que no sería fácil.
Poseía un libro con una fotografía del Pulgar del Diablo, una imagen en blanco y negro tomada
por Maynard Miller, un eminente geólogo experto en glaciares. En la foto aérea que había tomado
Miller la montaña parecía particularmente siniestra: una mole enorme y oscura en forma de aleta,
manchada por el hielo y con la roca exfoliada. La imagen ejercía sobre mí una fascinación casi
pornográfica. ¿Qué sentiría allí arriba —me preguntaba—, intentando mantener el equilibrio sobre la
arista cimera afilada como una cuchilla, preocupado por las nubes de tormenta que se formarían en la
distancia, encorvado para protegerme de los embates del viento y el frío, contemplando el vacío que
se abriría a ambos lados? ¿Podría dominar el miedo el tiempo suficiente para alcanzar la cima y
regresar? Y en caso de que lograra dominar el miedo…
Temía que el hecho de imaginar que había vencido todas las dificultades me trajera mala suerte.
Sin embargo, nunca tuve ninguna duda de que escalar el Pulgar del Diablo cambiaría mi vida. ¿Cómo
podía ser de otro modo?
En aquella época trabajaba de carpintero y estaba construyendo la estructura de madera de unas
casas en Boulder, Colorado, un empleo retribuido a tres dólares y medio la hora. Una tarde, después
de nueve horas de acarrear tablones y clavar puntas de 16 centavos, le dije a mi jefe que me
marchaba.
—No, dentro de dos semanas no, Steve. Lo que quisiera es marcharme ahora.
Recoger las herramientas y empaquetar mis pertenencias para desocupar la horrible caravana en
que había estado alojado me tomó unas horas. Luego subí a mi coche y partí hacia Alaska.
Me sorprendió lo fácil que había resultado marcharme —aún me sorprende— y lo bien que me
sentía. De repente, el mundo parecía brindarme unas posibilidades ilimitadas.
El Pulgar del Diablo se halla en la frontera entre la Columbia Británica y Alaska, al este de
Petersburg, un puerto pesquero que sólo es accesible en avión o barco. No era difícil encontrar un
vuelo regular para ir hasta Petersburg, pero la suma de mis activos en aquel momento ascendía a un
viejo Pontiac Star Chief de 1960 y 200 dólares en metálico, una cifra que ni siquiera me permitía
comprar un billete de ida. De modo que hice un largo viaje por carretera hasta Gig Harbor,
Washington, donde abandoné el coche y conseguí persuadir al patrón de un pesquero que iba al norte
de que me llevara.
El Ocean Queen era una trainera sólida y segura, construida con gruesas cuadernas de cedro de
Alaska. A cambio del transporte, sólo tenía que hacer turnos regulares en el puente —cuatro horas de
guardia al timón cada 12 horas— y ayudar a atar los innumerables boyarines de las redes para la
pesca del halibut. La lenta travesía por la ruta marítima conocida como el Paso Interior transcurrió
entre vagas ensoñaciones de lo que me esperaba. Estaba en camino, llevado por un imperativo que
estaba más allá de mi capacidad de control o comprensión.
La luz del sol centelleaba en las olas mientras navegábamos por el estrecho de Georgia. Las
colinas se alzaban abruptamente desde la orilla, tapizadas por una penumbra de cedros de Alaska,
tsugas y tréboles. Las gaviotas revoloteaban sobre nuestras cabezas. Cerca de la isla de Malcom, la
trainera pasó junto a un grupo de siete orcas. Sus aletas dorsales, algunas de la talla de un hombre,
cortaban la cristalina superficie del agua a poca distancia de la barandilla.
La segunda noche, un par de horas antes de que amaneciera, la luz del reflector iluminó la cabeza
de un cariacú mientras me encontraba de guardia en el puente. El animal estaba en medio del estrecho
de Fitz Hugh, a más de un kilómetro y medio de la costa canadiense, nadando en las frías y negras
aguas. Las retinas se le volvieron rojas cuando el haz de luz lo cegó; parecía estar exhausto y
aterrorizado. Viré a estribor, la trainera se deslizó por su lado y su cabeza emergió un par de veces
en nuestra estela antes de desaparecer en la oscuridad.
La mayor parte del Paso Interior es un brazo de mar que va estrechándose hasta formar sinuosos
canales naturales semejantes a fiordos. Sin embargo, una vez que rebasamos la isla de Dundas, el
panorama cambió de pronto. Hacia el oeste se veía el mar abierto, el Pacífico en toda su inmensidad,
y la trainera empezó a cabecear y balancearse con violencia a causa del fuerte oleaje que venía de
estribor. Las olas batían contra el costado y barrían la cubierta. Hacia el noreste, por encima del
castillo de proa, apareció la confusa silueta de un conjunto de picos, minúsculos en la distancia; al
verlo, sentí que mi pulso se aceleraba. Aquellas montañas anunciaban que me aproximaba al objetivo
deseado. Habíamos llegado a Alaska.
Cinco días después de zarpar de Gig Harbor, el Ocean Queen atracó en Petersburg para
abastecerse de combustible y agua. Salté a tierra, me colgué al hombro mi pesada mochila y atravesé
el muelle bajo la lluvia. Sin saber qué hacer, me refugié bajo el alero del tejado de la biblioteca
municipal y me senté sobre mi equipo.
Petersburg es una población no demasiado grande, elegante y cuidada para los parámetros de
Alaska. Una mujer alta y ágil pasó por delante de la biblioteca y nos pusimos a hablar. Se llamaba
Kai, Kai Sandburn. Era alegre, extrovertida, locuaz y agradable. Le confesé que planeaba escalar el
Pulgar del Diablo y, para mi alivio, no se rió ni se comportó como si se encontrara frente a un
individuo con ideas extravagantes.
—Cuando el día es claro, el Pulgar puede verse desde aquí —dijo con naturalidad, mientras
hacía un ademán para señalar unas brumas que quedaban hacia el este—. Es muy bonito. Está allí,
justo al otro lado del estrecho de Frederick.
Kai me invitó a cenar y me ofreció alojamiento en su casa. Después de cenar, desenrollé mi saco
de dormir en el suelo. Mucho después de que ella se hubiera dormido, yo seguía tendido, despierto y
escuchando su respiración tranquila en la habitación contigua. Había pasado muchos meses
intentando convencerme de que, en realidad, no me importaba la ausencia de intimidad en mi vida, la
falta de calor humano, pero el placer que acababa de sentir por estar en compañía de aquella mujer
—el sonido de su risa, el roce inocente de su mano en mi brazo— me había revelado lo engañoso de
mi convencimiento, dejándome con una dolorosa sensación de vacío.
El puerto de Petersburg está situado en una isla, mientras que el Pulgar del Diablo se halla en el
continente, erguido sobre un frente de hielos perpetuos conocido como el casquete glaciar de Stikine.
Vasto y laberíntico, el casquete de Stikine se extiende como un caparazón a lo largo del pliegue
sinclinal oriental de la cordillera de la Frontera, y de él surgen numerosos glaciares, cuyas largas
lenguas azuladas avanzan lentamente hacia el mar empujadas por el peso acumulado durante
milenios. Si quería llegar a la falda del Pulgar del Diablo, tendría que encontrar a alguien que me
llevara a través de 40 kilómetros de agua salada y luego subir 50 kilómetros esquiando por una de
esas lenguas, el glaciar de Baird, un valle de hielo que, estaba casi seguro, hacía muchísimos años
que no era hollado por el hombre.
Compartí la corta travesía hacia la bahía de Thomas con tres leñadores que trabajaban en una
explotación forestal; una vez en la bahía de Thomas, desembarqué en una solitaria playa de grava. A
un kilómetro de distancia, aproximadamente, se divisaba la amplia morrena frontal del glaciar.
Media hora después, subí gateando por las heladas rocas y pedruscos de la morrena y empecé la
larga marcha hacia el Pulgar del Diablo. El hielo no estaba cubierto de nieve y tenía incrustada una
arenilla tosca y negra que crujía bajo las puntas de acero de mis crampones.
Después de recorrer unos cinco o seis kilómetros, llegué al punto donde comenzaba la nieve y
cambié los crampones por los esquís; así me ahorraría tener que cargar con casi siete kilos
adicionales de peso y, además, avanzaría más rápido. Sin embargo, la nieve ocultaba numerosas
grietas, lo que comportaba mayores peligros.
Anticipándome a esta eventualidad, en Seattle me había detenido en una ferretería y había
comprado un par de resistentes barras de aluminio, de ésas que se usan para las cortinas, de tres
metros de largo. Las até en forma de cruz y luego las amarré con una correa a los tirantes de mi
mochila, de modo que las barras quedaran extendidas horizontalmente sobre la nieve. Mientras
ascendía por el glaciar tambaleándome bajo el peso de mi mochila y portando aquella ridícula cruz
de metal, me sentía como una especie de extraño penitente. Sin embargo, en el caso de que una capa
de nieve helada fuera demasiado delgada y se quebrara dejando al descubierto una grieta oculta, las
barras de aluminio se anclarían en los bordes de la hendidura —o al menos eso esperaba yo— y
evitarían que me precipitara hacia las heladas entrañas del glaciar de Baird.
Durante dos días subí trabajosamente, pero sin contratiempos, por la lengua de hielo. Hacía buen
tiempo, la ruta era fácil de reconocer y no había grandes obstáculos que salvar. Sin embargo, a causa
de la soledad todo lo que me rodeaba, incluso lo más simple y corriente, aparentaba tener un mayor
significado. El hielo parecía más frío y misterioso, y el azul del cielo más nítido. Los picos sin
nombre que se alzaban sobre el glaciar se veían más altos y hermosos, pero también infinitamente
más amenazadores, y ello porque no estaba acompañado. Del mismo modo, mis emociones parecían
más intensas: los momentos de euforia eran más exultantes, los de desesperación, más sombríos. Para
un joven que era dueño de su destino y estaba embriagado con el desarrollo del drama de su propia
existencia, todo aquello poseía un atractivo irresistible.
Cuando ya hacía tres días que había salido de Petersburg, llegué al casquete de Stikine
propiamente dicho, allí donde la larga lengua del glaciar de Baird se une al cuerpo principal de
aquél. En este lugar el casquete glaciar se derrama por el borde de una altiplanicie, vertiendo masas
fantasmagóricas de hielo en dirección al mar a través de una brecha entre dos montañas. Al observar
los corrimientos de hielo, me sentí realmente asustado por primera vez desde que me había marchado
de Colorado.
En la cascada de hielo se entrecruzaban multitud de grietas e inseguros seracs[5]. Vista desde
lejos, la cascada recordaba un grave accidente de ferrocarril, como si docenas de espectrales y
blancos vagones de carga hubieran descarrilado en el borde del casquete glaciar despeñándose
tumultuosamente. Cuanto más me acercaba, más temible era su aspecto. Las barras de aluminio de
tres metros de largo parecían una pobre defensa contra grietas de 12 metros de anchura y cientos de
profundidad. Antes de que consiguiera calcular una ruta lógica para abrirme paso entre aquellas
empinadas rampas de hielo, se desató una fuerte ventisca y los remolinos de nieve empezaron a
azotarme la cara, reduciendo la visibilidad hasta hacerla desaparecer.
Durante la mayor parte del día anduve a tientas por el glaciar, volviendo sobre mis pasos cada
vez que mi ruta quedaba cortada. Una y otra vez pensaba que había encontrado una salida, sólo para
terminar en una ratonera de un azul intenso o quedarme encallado en lo alto de un pilar desprendido.
Los ruidos que surgían bajo mis pies me instaban a redoblar mis esfuerzos. El concierto de crujidos y
chasquidos —la especie de protesta que se oye al doblar despacio una gran rama de abeto hasta
romperla— eran un recordatorio constante de que el movimiento forma parte de la naturaleza de los
glaciares, y de que los seracs se desmoronan.
Estuve a punto de pasar sobre un puente de nieve que se extendía a lo largo de una grieta tan
profunda que no logré vislumbrar el fondo. Poco después atravesé otro puente y me hundí en la nieve
hasta la cintura. Las barras impidieron que cayera por una grieta de 30 metros de profundidad, pero,
cuando por fin conseguí liberarme, me vinieron arcadas al pensar que podía estar yaciendo en el
fondo de la sima, esperando la muerte, sin que nadie se enterase jamás de cómo y dónde había
llegado mi final.
Casi era de noche cuando logré salvar la cascada de hielo y llegué a la altiplanicie, una gran
extensión de hielo y nieve erosionada por el viento. Estaba conmocionado por la experiencia y
aterido de frío, pero esquié hasta dejar atrás la cascada para no tener que oír su sordo rumor. Levanté
la tienda, me metí tiritando en el saco de dormir y me sumí en un sueño inquieto.
Había planeado que me detendría tres o cuatro semanas en el casquete de Stikine. Al no hacerme
ni pizca de gracia la perspectiva de tener que subir por el glaciar de Baird cargado con los víveres
de cuatro semanas y los equipos de escalada y acampada, pagué a un piloto de Petersburg 150
dólares —todo el dinero en metálico que me quedaba— para que me lanzara seis cajas de
provisiones desde la avioneta en cuanto yo alcanzara la falda del Pulgar del Diablo. Le señalé en su
mapa el lugar exacto al que pretendía ir y le dije que me diera un plazo de tres días para llegar hasta
allí; me prometió que realizaría el vuelo y el lanzamiento tan pronto como el tiempo lo permitiese.
El 6 de mayo acampé en un punto del casquete situado al noroeste del Pulgar del Diablo y me
puse a esperar la llegada de la avioneta. Nevó durante los cuatro días siguientes, lo que
imposibilitaba la aproximación al glaciar desde el aire. Demasiado aterrorizado por las grietas como
para alejarme del campamento, me pasé la mayor parte del tiempo recostado en la tienda —que no
era lo bastante alta como para que pudiera sentarme—, luchando contra las crecientes dudas que me
asaltaban.
A medida que pasaban los días mi nerviosismo iba en aumento. No llevaba radio ni tenía ningún
medio para comunicarme con el mundo exterior. Habían transcurrido muchos años desde la última
vez que alguien había visitado aquella parte del casquete de Skitine y transcurrirían muchos más
antes de que nadie volviera a hacerlo. Se estaba terminando el gas del hornillo y para comer sólo me
quedaba un pedazo de queso, un paquete de fideos de arroz y media caja de hojaldres de coco.
Imaginaba que, llegado el caso, podría resistir tres o cuatro días más, pero ¿qué haría luego? Aunque
sólo tardaría dos días en volver a la bahía de Thomas esquiando por el glaciar de Baird, podía pasar
más de una semana antes de que apareciera algún pescador que me llevase de regreso a Petersburg
(los leñadores que me habían traído estaban acampados 24 kilómetros más abajo de la playa donde
había desembarcado, pero la costa era intransitable por tierra a causa de su relieve accidentado, y el
lugar sólo podía alcanzarse en avión o barco).
Cuando el 10 de mayo por la tarde me dispuse a dormir, seguía nevando y el viento soplaba con
fuerza. Unas horas más tarde oí un zumbido débil y momentáneo, apenas más fuerte que el de un
mosquito. Saqué la cabeza por la puerta de la tienda y comprobé que la mayor parte de las nubes
habían desaparecido, pero no pude divisar ninguna avioneta. Luego oí otra vez el zumbido, esta vez
más intenso. Y entonces la vi: una diminuta mota roja y blanca en la lejanía que zumbaba cada vez
más fuerte acercándose hacia mí.
Al cabo de unos minutos pasó justo por encima del campamento. Sin embargo, el piloto no estaba
acostumbrado a sobrevolar glaciares y había juzgado mal la escala del terreno. Le preocupaba volar
demasiado bajo y que pudiera sorprenderlo una turbulencia inesperada. Se mantenía a una altura de
más 300 metros sobre el glaciar —creyendo que iba en vuelo rasante— y no veía mi tienda a la
pálida luz del atardecer. De nada sirvió que gritara y agitase los brazos. Desde la altura a la que se
hallaba el avión, la tienda y yo éramos indistinguibles de un montón de rocas. Estuvo volando en
círculos durante una hora, inspeccionando sin éxito los contornos. Pero el piloto, dicho sea en su
honor, se había dado cuenta de la gravedad de mi situación y no se rindió. Desesperado, até el saco
de dormir en el extremo de una de las barras de aluminio y lo hice ondear con todas mis fuerzas. La
avioneta describió una cerrada curva en el cielo y se dirigió directamente hacia mí.
Sobrevoló por tres veces la tienda dejando caer dos cajas cada vez; luego desapareció detrás de
unos riscos, y me quedé solo. Cuando el silencio volvió a apoderarse del glaciar, me sentí
abandonado, vulnerable y perdido. Caí en la cuenta de que estaba llorando. Avergonzado, contuve
las lágrimas por el procedimiento de soltar tacos hasta quedar afónico.
El 11 de mayo me levanté temprano. El cielo estaba despejado y la temperatura era relativamente
cálida: siete grados bajo cero. Sorprendido por el buen tiempo, dejé el campamento a toda prisa y
me dirigí esquiando hacia la falda del Pulgar del Diablo pese a no estar mentalmente preparado para
iniciar el asalto a la montaña. Dos expediciones anteriores a Alaska me habían enseñado a no
desperdiciar un fenómeno tan infrecuente como unas condiciones meteorológicas favorables.
Un pequeño glaciar sube hacia la cara norte del Pulgar del Diablo desde el borde del casquete de
Skitine como si de una pasarela se tratara. Mi plan consistía en seguir esta pasarela hasta un
prominente anfiteatro situado en el centro de la pared y, de ese modo, ejecutar un movimiento de
flanco para rodear la mitad inferior, donde existía peligro de aludes.
De cerca, la pasarela resultó ser una serie de rampas de hielo con una pendiente de 15 grados,
plagadas de grietas, y cubiertas de una capa de nieve blanda que me llegaba a la altura de las
rodillas. El espesor de la nieve hacía que la marcha fuera lenta y cansadora. Cuando por fin coroné
con la ayuda de los crampones la última pendiente que sobresalía de la bergschrund[6], unas tres o
cuatro horas después de haber abandonado el campamento, estaba agotado. Y ni siquiera había
empezado a escalar de verdad, algo que tendría que hacer un poco más arriba, allí donde el glaciar
daba paso a la formación rocosa.
La roca no tenía un aspecto prometedor: no presentaba demasiados puntos de apoyo y estaba
recubierta de una resquebrajada capa de hielo de 30 centímetros de espesor. Sin embargo, en la parte
izquierda del anfiteatro había un ángulo por el que subía un estrecho canal de aguanieve helada. Este
avanzaba hacia arriba a lo largo de unos 90 metros, y si el hielo era lo bastante consistente como
para aguantar los picos de mis dos piolets, la ruta podía ser practicable. Me arrastré hasta el extremo
inferior del canal y con el pico de uno de los piolets removí con cautela el hielo hasta una
profundidad de seis centímetros. El hielo era sólido y maleable, más delgado de lo que me habría
gustado, pero por lo demás alentador.
El canal era tan empinado y expuesto que la cabeza me daba vueltas. Bajo mis suelas Vibram se
abría un precipicio de aproximadamente 900 metros que llegaba hasta el circo del glaciar del
Caldero de las Brujas, sucio y marcado por las cicatrices de los aludes. La pared del anfiteatro se
elevaba imponente hacia la arista cimera, que estaba 800 metros por encima de mi cabeza. Cada vez
que clavaba uno de los piolets en el hielo, la distancia se reducía medio metro.
Lo único que me sujetaba a la ladera de la montaña, y, de hecho, al mundo, eran dos delgadas
cuchillas de cromo-molibdeno clavadas en una alargada mancha de aguanieve congelada. Sin
embargo, cuanto más ascendía, más cómodo me sentía. Cuando se inicia una escalada difícil, sobre
todo si es en solitario, sientes constantemente la llamada del abismo a tus espaldas. Resistirla
requiere un tremendo esfuerzo consciente; no te atreves a bajar la guardia ni un solo instante. El canto
de sirena del vacío te crispa, convierte tus movimientos en torpes, vacilantes, espasmódicos. No
obstante, a medida que la ascensión continúa, te acostumbras al riesgo, a contemplar de cerca la
muerte, y llegas a creer en la habilidad de tus manos, tus pies y tu cabeza. Aprendes a confiar en tu
propio autocontrol.
Al cabo de poco tiempo estás tan absorto en lo que haces que ya no notas los nudillos en carne
viva, los calambres en los muslos, la tensión que produce la concentración ininterrumpida. Un estado
parecido al trance gobierna tus esfuerzos, y la escalada se convierte en una especie de sueño
clarividente. Las horas transcurren como si fueran minutos. La confusa carga que comporta la vida
cotidiana —los descuidos y olvidos, las facturas sin pagar, las oportunidades perdidas, el polvo
debajo del sofá, la inexorable dependencia de los genes— queda olvidada temporalmente, borrada
de tus pensamientos por la arrolladora claridad de la meta y la seriedad de la tarea en curso.
En tales momentos te invade algo que se asemeja a la felicidad, pero no es un sentimiento en el
que puedas confiar para seguir adelante. Lo que mantiene la cohesión de la empresa en la escalada en
solitario es la confianza absoluta en uno mismo, lo que no representa ninguna garantía desde el punto
de vista de una mayor adherencia del terreno. Por la tarde, un solo movimiento de piolet bastó para
que sintiera que esa cohesión se desintegraba.
Había salvado más de 200 metros de desnivel desde el glaciar con la única ayuda de los piolets y
las puntas delanteras de los crampones, cuando advertí que el canal de aguanieve congelada se
terminaba y era sustituido por placas de hielo agrietadas y quebradizas. A pesar de que apenas tenía
la consistencia suficiente para aguantar el peso de un cuerpo, el hielo recubría la roca formando una
capa de 60 centímetros de grosor o más, de modo que seguí ascendiendo. Sin embargo, según lo
hacía, la verticalidad de la pared aumentaba de modo imperceptible y las placas se volvían más
delgadas. Iba a un ritmo lento e hipnótico —clavar, clavar, patear, patear, clavar, clavar, patear,
patear— cuando el piolet izquierdo golpeó la diorita bajo el hielo.
Lo intenté primero por la izquierda y luego por la derecha, pero seguí golpeando roca. Era
evidente que sólo me sostenía sobre una costra de escarcha de unos diez centímetros de espesor tan
consistente como un mendrugo de pan duro. Bajo mis pies había un precipicio de más de 1.000
metros y tuve la impresión de que me balanceaba sobre un castillo de naipes. Percibí el amargo
sabor del pánico. La vista se me nubló y me sentí mareado. Las piernas me temblaban. Me arrastré
con dificultad hacia la derecha, esperando encontrar una capa de hielo más gruesa, pero sólo
conseguí doblar el pico de un piolet contra la roca.
Agarrotado por el miedo, empecé a descender con movimientos inseguros. El espesor de las
placas de hielo fue en aumento. Después de descender unos 25 metros, llegué por fin a una zona que
parecía razonablemente sólida. Me detuve un rato para calmarme. Luego dejé los piolets, me apoyé
en la pendiente y miré hacia lo alto en busca de algún indicio de hielo sólido, alguna variación en los
estratos de roca, cualquier cosa que me permitiera abrirme paso a través de la insegura escarcha de
la pared superior. Miré hacia lo alto hasta que el cuello empezó a dolerme, pero no vi nada. La
ascensión había concluido. El único camino que podía tomar era hacia abajo.
15
EL CASQUETE GLACIAR DE STIKINE (II)
Sin embargo, hasta que ponemos a prueba lo incontrolable que llevamos dentro y dejamos que la
prudencia establezca los límites, sabemos poco acerca de lo que nos impulsa a atravesar
glaciares y torrentes y subir a peligrosas alturas.
JOHN MUIR,
The Mountains of California
¿No has notado la ligera mueca de desprecio que se dibuja en la comisura de los labios de Sam II
cuando te mira? Por un lado, quiere decir que no deseaba que le pusieras el nombre de Sam II;
por otro, que tiene una escopeta de cañones recortados en la mano izquierda y un gancho para
cargar balas de paja en la derecha, y está dispuesto a matarte con cualquiera de las dos armas si
tiene la oportunidad. El padre se queda sorprendido. En un enfrentamiento semejante, lo que
suele decir es: «Yo te cambiaba los pañales, mocoso.» No es la respuesta adecuada. Primero,
porque no es verdad (nueve de cada diez veces son las madres quienes cambian los pañales) y,
segundo, porque al instante recordará a Sam II la razón por la que está furioso. Está furioso por
haber sido pequeño cuando tú eras mayor, aunque no, no es eso, está furioso por haberse sentido
desvalido cuando tú eras poderoso, no, tampoco es eso, está furioso por haber sido dependiente
cuando tú eras imprescindible, no, no exactamente, está loco de rabia porque cuando él te amaba,
tú no te dabas cuenta.
DONALD BARTHELME,
The Dead Father
Tras abandonar mi intento de escalar la cara norte del Pulgar del Diablo, una ventisca me obligó a
permanecer dentro de la tienda durante la mayor parte de los tres días siguientes. Las horas pasaban
lentamente. Para matar el tiempo, fumé un cigarrillo tras otro hasta agotar mis reservas, y me dediqué
a leer. Cuando también me quedé sin lectura, tuve que limitarme a estudiar la diminuta cenefa del
tejido de nailon del techo. Echado boca arriba, la observaba durante horas interminables mientras
sostenía una apasionada discusión conmigo mismo: ¿debía partir hacia la costa tan pronto como
despejara o quedarme los días necesarios para hacer un nuevo intento?
La verdad era que mi incursión en la cara norte me había puesto nervioso y no tenía el menor
deseo de volver a subir al Pulgar del Diablo. Sin embargo, la idea de darme por vencido y regresar a
Colorado tampoco me parecía demasiado atractiva. Podía imaginarme perfectamente las
condescendientes palabras de consuelo de quienes, desde que se me ocurrió la idea, no habían
dudado de que fracasaría.
Al tercer día no podía soportarlo más: los trozos de nieve helada que había bajo el suelo de la
tienda se me clavaban en la espalda, las paredes húmedas me rozaban la cara y el interior del saco
de dormir apestaba. Revolví el desordenado montón de objetos que tenía a mis pies hasta localizar
una pequeña bolsa verde donde había guardado una lata plana y circular de las que se usan para
proteger bobinas de película. La lata contenía la materia prima de lo que yo había esperado fuera una
especie de cigarro de la victoria. Tenía la intención de reservarlo para celebrar mi regreso de la
cima, pero parecía improbable que fuese a coronarla dentro de poco. Vacié la mayor parte del
contenido de la lata sobre una hoja de papel de fumar, lié un porro y lo apuré hasta no dejar más que
un rescoldo.
Por supuesto, la marihuana sólo hizo que el espacio de la tienda me pareciera aún más reducido,
agobiante e insoportable. Además, me vinieron unas ganas de comer espantosas. Decidí que unas
gachas de avena lo arreglarían. Ahora bien, preparar las gachas suponía un proceso largo y
complicado: tenía que recoger un cazo de nieve bajo la ventisca, montar el hornillo y encenderlo,
encontrar la avena y el azúcar, y fregar los restos de comida del día anterior incrustados en el tazón.
Cuando había conseguido encender el hornillo y la nieve ya empezaba a derretirse, olí a quemado.
Comprobé que el hornillo funcionara bien y examiné cuidadosamente los objetos desperdigados
alrededor de él, pero no vi nada. Me quedé perplejo. Estaba a punto de atribuirlo a los efectos
bioquímicos de la marihuana sobre mi imaginación cuando oí que algo chisporroteaba a mis
espaldas.
Me volví justo a tiempo para ver que estallaba un pequeño incendio en la bolsa de basura donde
había tirado la cerilla con que había encendido el hornillo. Logré apagar el fuego en pocos segundos
dando frenéticos manotazos, pero no pude evitar que una buena parte de la pared interior de la tienda
se evaporara ante mis ojos. El techo inflable exterior había escapado de las llamas y, por lo tanto, la
tienda seguía siendo más o menos impermeable, pero la temperatura del interior había descendido
diez grados.
Sentí que la palma de la mano izquierda me escocía. Al examinarla, reconocí la mancha rojiza de
una quemadura. Sin embargo, lo que más me preocupaba era que la carísima tienda ni siquiera me
pertenecía, sino que se la había pedido prestada a mi padre. Era nueva al iniciar el viaje —las
etiquetas aún colgaban de ella— y mi padre me la había dejado a regañadientes. Estupefacto, me
quedé sentado durante varios minutos, incapaz de apartar la vista de los restos de lo que una vez
habían sido las estilizadas formas de la tienda original, envuelto por un olor acre a pelos
chamuscados y nailon fundido. «¿Por qué tuviste que dejármela?», pensé. Parecía como si yo tuviera
un don especial para que las peores expectativas de mi padre se cumplieran.
Mi padre era una persona imprevisible, muy complicada, cuyo comportamiento resuelto y
expeditivo ocultaba profundas inseguridades. Si alguna vez a lo largo de su vida admitió que se había
equivocado, yo no estaba allí para presenciarlo. Con todo, fue él, un aficionado al montañismo, quien
me enseñó a escalar. Cuando tenía ocho años me compró la primera cuerda y el primer piolet, y me
llevó a la cordillera de la Cascada para realizar la ascensión de la Hermana del Sur, un volcán de
suaves laderas y 3.000 metros de altitud que se encontraba a poca distancia de Corvallis, Oregón, la
pequeña ciudad donde vivíamos. Estoy seguro de que nunca se le pasó por la cabeza que un día el
alpinismo tendría una influencia determinante en mi vida.
Lewis Krakauer era un hombre bueno y generoso, que amaba profundamente a sus cinco hijos, a
la manera autoritaria que suelen hacerlo los padres, pero cuya visión del mundo estaba impregnada
de un espíritu competitivo implacable. La vida, tal como él la veía, era una contienda. Leía y releía
las obras de Stephen Potter —el escritor inglés que acuñó expresiones como «la excelencia de la
ventaja táctica individual» o «el noble arte de la maniobra en el juego»—, no como quien lee una
sátira social, sino como un manual práctico. Era ambicioso en extremo y, al igual que Walt
McCandless, había hecho grandes planes para su progenie.
Incluso antes de que yo entrara en el jardín de infancia, comenzó a programarme una brillante
carrera de médico; en caso de que no saliera bien, tenía pensado, como mal menor, que me dedicase
a la abogacía. Los regalos que recibía por Navidad o mi cumpleaños consistían en microscopios,
juegos de química y la Enciclopedia Británica. Desde que empezamos la primaria hasta que
terminamos el bachillerato, tanto mis hermanos como yo fuimos adoctrinados —e intimidados— para
destacar en todas las asignaturas, ganar las medallas de los concursos de ciencias, vencer en las
elecciones de delegados o ser las reinas del baile de fin de curso. De ese modo, y sólo de ése, se nos
decía, podríamos esperar que nos admitieran en la universidad adecuada para luego acceder a la
facultad de medicina de Harvard, el único camino en la vida que nos garantizaría un éxito seguro y
una felicidad duradera.
Mi padre tenía una confianza inquebrantable en semejante proyecto. Después de todo, se trataba
del camino que él había seguido para alcanzar la prosperidad. Sin embargo, yo no era un clon de él.
Conforme llegué a esta conclusión durante la adolescencia, fui desviándome lentamente del itinerario
que había trazado para mí, y al final lo abandoné por completo. Mi insurrección me valió un sinfín de
diatribas; la voz de trueno de sus ultimátums hacía vibrar los cristales de las ventanas de nuestra
casa. Cuando me marché de Corvallis para matricularme en una lejana universidad en cuyos muros
no crecía la hiedra, había dejado de hablar con mi padre o sólo le respondía con monosílabos. Al
cabo de cuatro años me gradué y no continué mis estudios en la facultad de Medicina de Harvard ni
en ninguna otra, sino que me puse a trabajar de carpintero y me convertí en un montañero
trotamundos. Una brecha insalvable se abrió entre los dos.
Desde edad muy temprana se me habían concedido una libertad y una responsabilidad
desacostumbradas, y debería haberme sentido agradecido por ello, pero no lo estaba.
Al contrario, me sentía abrumado por las esperanzas que mi padre había depositado en mí. Se me
había recalcado hasta la saciedad que todo lo que no fuera una victoria suponía un fracaso, una idea
que no me tomaba como una frase retórica, sino al pie de la letra, tal como correspondía a un niño
impresionable. Ésta fue la razón por la que más tarde no pude reaccionar con entereza cuando
salieron a la luz secretos familiares que habían permanecido largo tiempo ocultos, y me di cuenta de
que esa deidad que sólo exigía la perfección distaba de ser perfecta, de que en realidad no era tal
deidad. En vez de sobreponerme, me sentí consumido por una rabia ciega. La revelación de que mi
padre era un mero ser humano, terriblemente humano además, era algo que no podía perdonarle.
Veinte años después descubrí de pronto que la rabia se había desvanecido mucho tiempo atrás.
Había sido sustituida por una simpatía no exenta de arrepentimiento y un sentimiento parecido al
afecto. Llegué a comprender que había enfurecido a mi padre y había hecho que se sintiera frustrado
al menos tanto como él a mí. Tomé conciencia de que yo había sido intransigente y egoísta, una
verdadera cruz. Él me había construido un puente hacia el privilegio, un puente levantado ladrillo a
ladrillo que conducía al bienestar, y yo se lo había pagado derribándolo y escupiendo sobre los
escombros. Sin embargo, la epifanía sólo tuvo lugar tras la mediación del tiempo y el infortunio,
cuando la existencia satisfecha de mi padre ya había empezado a desmoronarse. Todo comenzó con
el progresivo deterioro de su cuerpo: 30 años después de haber superado una poliomielitis, los
síntomas volvieron a aflorar de modo misterioso. Los músculos lisiados se le atrofiaron aún más, el
sistema nervioso periférico dejó de responder con normalidad y las piernas perdieron su movimiento
funcional hasta tornarse inútiles. Gracias a la lectura de revistas médicas pudo deducir que padecía
una enfermedad recientemente descubierta, conocida como síndrome de la pospolio. El dolor, que en
ocasiones era atroz, invadió su vida como un ruido constante y estridente.
Para detener el avance de la enfermedad, cometió el disparate de empezar a automedicarse. No
iba a ninguna parte sin un maletín de piel de imitación repleto de docenas de frascos de
medicamentos. Cada una o dos horas hurgaba en el fondo del maletín entrecerrando los ojos para leer
las etiquetas de los frascos y sacaba tabletas de Dexedrina, Prozac o Deprenil. Se tragaba las
tabletas de golpe, sin agua. En el lavabo aparecían jeringuillas usadas y ampollas vacías. Su vida
empezó a girar cada vez más alrededor de una farmacopea compuesta de esteroides, anfetaminas,
antidepresivos y analgésicos que él mismo se recetaba y administraba, y los fármacos fueron
destruyendo lo que una vez había sido una mente extraordinaria.
A medida que su comportamiento se volvió más irracional y delirante, fue perdiendo a todas sus
amistades. Al final, mi madre, que había sufrido lo indecible, no tuvo más remedio que abandonarlo.
Mi padre cruzó la frontera de la demencia y luego estuvo a punto de quitarse la vida, asegurándose
de que yo estuviera presente en el momento del intento.
Tras esta tentativa de suicidio, lo ingresamos en un hospital psiquiátrico cercano a Portland.
Cuando lo visité tenía los brazos y las piernas sujetos con correas a la barandilla de la cama.
Farfullaba incoherencias y se había ensuciado. Tenía la mirada extraviada. Sus ojos tan pronto
brillaban con expresión desafiante como se sumían a continuación en un terror incomprensible o se
quedaban en blanco, ofreciendo un testimonio evidente y estremecedor del estado torturado de su
mente. Cuando las enfermeras intentaron cambiarle las sábanas, se revolvió furiosamente en la cama
intentando liberarse de las correas; maldecía las correas, me maldecía a mí, maldecía al destino. El
hecho de que su infalible plan de vida lo hubiera llevado hasta aquel lugar, hasta aquella escena de
pesadilla, era una ironía que no me producía placer alguno y escapaba totalmente a su comprensión.
Tampoco estaba en condiciones de apreciar otra ironía: que, después de todo, sus denodados
esfuerzos por moldearme a su imagen y semejanza habían tenido éxito. De hecho, había logrado
inculcarme un sentido de la ambición profundo y ardiente, sólo que ese sentido de la ambición se
había concretado en una meta que no era la prevista. Jamás comprendió que el Pulgar del Diablo
representaba lo mismo que la facultad de Medicina, sólo que distinto.
Supongo que fue este sentido heredado de la ambición, de rechazo al fracaso, lo que me impidió
admitir la derrota en el casquete de Stikine después de que mi asalto inicial al Pulgar del Diablo se
hubiera saldado con un fiasco y la tienda hubiera estado a punto de ser consumida por las llamas.
Tres días después de abandonar mi primer intento, me dirigí de nuevo hacia la cara norte. Esta vez
sólo conseguí ascender unos 40 metros por encima del bergschrund antes de que la falta de
serenidad y una ventisca me obligaran a dar media vuelta.
Así y todo, en lugar de regresar al campamento base emplazado en el glaciar, decidí pasar la
noche en el flanco escarpado de la montaña, justo debajo del punto más elevado al que había logrado
llegar. Resultó ser un error. Al atardecer, la ventisca había sufrido una metástasis que la había
transformado en otra ventisca aún mayor. El grosor de la capa de nieve crecía a razón de dos
centímetros por hora. Mientras me acurrucaba dentro del saco de vivac en el reborde del
bergschrund, el viento formaba corrientes turbulentas que arrastraban hacia abajo la nieve en polvo
de la pared superior. La nieve arrastrada por las rachas de viento me bañaba como una ola,
sepultando lentamente la repisa en la que me había instalado.
Esta especie de alud sólo tardó veinte minutos en cubrir el saco de vivac —un delgado
envoltorio de nailon con una forma parecida a las bolsas de plástico de los bocadillos Baggies, sólo
que más grande— hasta la altura de la rendija por la que respiraba. Me desenterré, pero tuve que
repetir la operación cuatro veces. Cuando quedé sepultado por quinta vez, consideré que ya había
tenido suficiente. Metí todo el equipo en la mochila y corrí hacia el campamento base en busca de
refugio.
El descenso fue aterrador. A causa de las nubes, la ventisca y la luz mortecina del atardecer no
podía distinguir el cielo de la rampa de hielo por la que bajaba. Estaba angustiado por la posibilidad
de dar un paso a ciegas desde lo alto de un serac y precipitarme hacia el glaciar del Caldero de las
Brujas, 800 metros más abajo.
Cuando por fin llegué a la llanura helada del glaciar, descubrí que el viento había borrado el
rastro de mis huellas. No tenía la menor idea de cómo localizar la tienda; la altiplanicie era ahora
una extensión informe donde no se veía ningún accidente que sirviese de punto de orientación. Esquié
en círculos durante una hora esperando tener suerte y tropezar por casualidad con el campamento,
hasta que, tras resbalar a causa de una pequeña grieta, comprendí que estaba actuando como un
idiota; lo que debía hacer era no moverme más y aguardar a que la ventisca amainara.
Cavé un agujero poco profundo, me envolví con el saco de vivac y me senté sobre la mochila. La
nieve se arremolinaba y acumulaba en torno a mí. Se me durmieron los pies. Sentí que un escalofrío
húmedo me recorría el pecho desde la base del cuello a causa de la nieve que se me metía por el
forro del anorak y empapaba la pechera de mi camiseta. «Ojalá tuviera un cigarrillo —pensé—. Con
un único cigarrillo podría reunir las fuerzas suficientes para poner buena cara frente a esta mierda de
tiempo y esta mierda de viaje.» Me arropé todavía más con el saco de vivac. Violentas ráfagas de
viento me azotaban la espalda. Sin ningún pudor, metí la cabeza entre los brazos y me sumí en un
sinfín de lamentaciones.
Sabía que en ocasiones la gente moría por escalar montañas, pero, a los 23 años la mortalidad
individual —la idea de la propia muerte— aún estaba fuera del alcance de mi horizonte mental.
Mientras recogía mis cosas de la caravana de Boulder para partir hacia Alaska, poseído por la
visión de la gloria y la redención que comportaría conquistar el Pulgar del Diablo, no se me había
ocurrido pensar que podía estar sujeto a las mismas relaciones de causa y efecto que gobernaban las
acciones de los demás. Había pensado en el Pulgar del Diablo durante tanto tiempo y con una
intensidad tal que me parecía imposible que algún impedimento menor, como el mal tiempo, las
grietas o una costra de escarcha sobre la roca, pudiera doblegar en última instancia mi voluntad.
Al anochecer el viento cesó y el cielo pareció despegarse unos 50 metros por encima del glaciar
permitiéndome localizar el campamento base. Conseguí llegar a la tienda, que estaba intacta, pero no
podía seguir ignorando que mis planes de escalar el Pulgar del Diablo se habían ido al traste. Me
veía obligado a reconocer que la sola voluntad, por poderosa que fuera, no me llevaría a conquistar
la cara norte. Al final, me veía obligado a reconocer que nada lo haría.
Sin embargo, todavía quedaba una posibilidad de salvar la expedición del fracaso. La semana
anterior había ido esquiando hasta la cara sureste de la montaña para observar la ruta por la que
pretendía descender después de coronar la cara norte, una vía que el legendario alpinista Fred
Beckey había abierto en 1946 en el transcurso de su primera ascensión al Pulgar del Diablo. Me
había dado cuenta, con sorpresa, de que a la izquierda de la vía abierta por Beckey —una sucesión
de placas de hielo desiguales que subían en diagonal formando una línea—, existía otra vía que,
aunque obvia, nadie había escalado aún y parecía ofrecer un acceso relativamente fácil a la cima. En
aquel momento, ni siquiera la había considerado digna de ser tenida en cuenta, pero ahora, mientras
intentaba recuperarme de mi calamitoso enfrentamiento con la nordwand, mis aspiraciones se habían
vuelto más modestas.
La tarde del 15 de mayo, cuando por fin dejó de nevar, regresé a la cara sureste y empecé la
ascensión. Logré llegar a la estrecha cresta de un contrafuerte que parecía colgar de la parte superior
del pico como un arbotante de la bóveda de una catedral gótica. Decidí pasar la noche allí, a menos
de 500 metros de la cima. El cielo estaba despejado y el aire era glacial. Podía ver la costa y el mar
a lo lejos. Al anochecer, contemplé hipnotizado las luces de Petersburg, que parpadeaban al oeste.
Aquellas luces distantes eran lo más parecido al contacto humano que había experimentado desde
que la avioneta lanzara las cajas de provisiones, y desataban en mí un flujo de emociones
incontrolable. Imaginé a la gente viendo el béisbol por televisión, comiendo pollo frito en una cocina
resplandeciente, bebiendo cerveza, haciendo el amor. Cuando me tendí para dormir, una soledad
desgarradora se apoderó de mí. Jamás me había sentido tan solo.
Por la noche tuve pesadillas. Soñé con una redada de la policía, vampiros, una ejecución entre
hampones. Luego oí una voz que me susurraba: «Creo que está aquí dentro…»
Me incorporé y abrí los ojos. El sol estaba a punto de salir. El cielo se había vuelto escarlata.
Todavía estaba despejado, pero en las capas altas de la atmósfera podían verse unos delgados y
tenues cirros y una oscura línea de nimboestratos que venía del suroeste presagiando una borrasca.
Me calcé las botas y me até las correas de los crampones a toda prisa. Cinco minutos después, ya
estaba escalando lejos del lugar donde había vivaqueado.
No llevaba las cuerdas, la tienda ni el equipo de vivac y mis únicas herramientas eran los piolets.
Mi intención era avanzar con rapidez sin llevar peso, coronar la cima y bajar antes de que cambiase
el tiempo. Forzando la marcha hasta quedar casi sin aliento, fui encaramándome en zigzag a través de
pequeños bancos de nieve helada conectados entre sí por grietas recubiertas de hielo y cortos
escalones rocosos. La escalada era casi divertida —la roca ofrecía numerosos puntos de apoyo y los
bancos de hielo, si bien delgados, nunca tenían una inclinación superior a los 70 grados—, pero
estaba muy inquieto por la borrasca que iba acercándose desde el Pacífico oscureciendo el cielo.
Aunque no llevaba reloj, en lo que me pareció muy poco tiempo reconocí de modo inconfundible
el último banco de hielo. Cuando llegué a ese punto, los nubarrones ya cubrían todo el cielo. Parecía
más fácil seguir en zigzag hacia la izquierda, pero la distancia hasta la cumbre era más corta si
ascendía en línea recta. Por miedo a que la ventisca me sorprendiera en la cima sin darme tiempo a
buscar un refugio, opté por tomar la vía más corta. El último banco de hielo era más delgado y
empinado. Cuando clavé el piolet, golpeó en la roca. Lo intenté en otro punto y el piolet rebotó de
nuevo contra la dura y compacta diorita emitiendo un ruido sordo y metálico. Y así una y otra vez.
Era una repetición de lo que me había sucedido en mi primer intento de escalar la cara norte. Eché
una ojeada hacia el glaciar, que estaba a más de 1.000 metros bajo mis pies. Se me hizo un nudo en el
estómago.
Catorce metros más arriba, la pared se transformaba en la arista de la cima. Me quedé inmóvil
aferrándome a los piolets, sudoroso, asustado, atormentado por la duda. Eché otra ojeada al
interminable precipicio que caía hacia el glaciar, luego miré hacia arriba y me quité la escarcha del
pelo frotándomelo con la mano. Clavé el pico del piolet izquierdo en un saliente rocoso del grosor
del canto de una moneda y probé si me sostenía. El saliente resistía. Saqué el piolet derecho del
hielo, tendí el brazo y removí el pico para encajarlo en una sinuosa fisura de menos de dos
centímetros de espesor. Casi sin atreverme a respirar, me impulsé hacia arriba haciendo fuerza con
los piolets y escarbando la fina película de hielo con los crampones. Levanté el brazo izquierdo todo
lo que pude y golpeé suavemente con el piolet la superficie brillante y opaca sin saber lo que iba a
encontrar debajo. ¡El pico del piolet penetró en el hielo y con un sólido clonc quedó anclado! Al
cabo de unos minutos me encontraba en una amplia repisa. La cima propiamente dicha, una aguja de
roca de la que parecía brotar una nube grotesca, estaba a sólo seis metros.
La débil consistencia de la placa de hielo auguraba que esos últimos seis metros serían difíciles,
laboriosos, estremecedores. De repente, ya no pude subir más. Noté que mis labios agrietados
esbozaban una dolorosa sonrisa. Había llegado a la cima del Pulgar del Diablo.
Tal como correspondía, el lugar era completamente irreal, maléfico, una cuña de roca y hielo
increíblemente pequeña, no más ancha que el archivador de una oficina. Nada invitaba a permanecer
allí. Cuando me senté a horcajadas sobre el punto más elevado, el declive de la cara sur caía con un
desnivel de unos 800 metros bajo mi bota derecha y el declive de la cara norte el doble de esa
distancia bajo mi bota izquierda. Tomé algunas fotografías para demostrar que había estado allí y
perdí unos minutos intentando reparar el pico torcido de un piolet. Luego me levanté, me volví con
cuidado y emprendí el camino de regreso.
Una semana más tarde estaba acampado a la orilla del mar, bajo la lluvia, maravillado por el
musgo, los helechos y los mosquitos. El aire salobre transportaba el exuberante olor a putrefacción
de la marea. Poco tiempo después, una pequeña lancha fueraborda cruzó la bahía de Thomas y ancló
en la playa, no muy lejos de donde yo había levantado la tienda. El hombre que conducía la lancha se
presentó y me dijo que se llamaba Jim Freeman. Era un leñador de Petersburg que había aprovechado
su día libre para mostrar el glaciar a su familia y buscar osos.
—¿Has estado cazando? —me preguntó.
—No —respondí con timidez—. La verdad es que acabo de escalar el Pulgar del Diablo. Llevo
aquí 20 días.
Freeman jugueteó nerviosamente con una cornamusa y permaneció en silencio. Era evidente que
no me creía. Tampoco parecía aprobar mi pelo desgreñado y largo hasta los hombros ni el modo en
que olía después de tres semanas sin lavarme ni cambiarme de ropa. Cuando le pregunté si podía
llevarme de regreso a Petersburg, contestó de mala gana:
—No veo por qué no.
El mar estaba encrespado y la travesía por el estrecho de Frederick duró dos horas. Cuando
llevábamos un rato hablando, noté que empezaba a caerle más simpático. Todavía no estaba
convencido de que hubiera escalado el Pulgar del Diablo, pero cuando puso rumbo al estrecho de
Wrangell ya fingía que lo estaba. Después de atracar, insistió en invitarme a una hamburguesa con
queso. Luego me ofreció pasar la noche en una vieja furgoneta desguazada que descansaba sobre
unos travesaños en el patio trasero de su casa.
Me eché en la parte de atrás del vehículo durante un rato, pero no conseguía dormir. Al final me
levanté y salí a pasear. Fui andando hasta un bar llamado Kito’s Kave. La euforia, la desbordante
sensación de alivio que me había acompañado desde mi regreso a Petersburg, se esfumó,
reemplazada por una melancolía inesperada. Las personas con quienes charlé en Kito’s no parecían
dudar de que yo hubiera coronado el Pulgar del Diablo; sencillamente, no les importaba demasiado.
El local fue vaciándose a medida que la noche avanzó. Al final, los únicos clientes del local éramos
un viejo y desdentado indio tlingit que estaba sentado a una mesa del fondo y yo. Estuve bebiendo
solo y echando cuartos de dólar en la máquina de discos. Seleccioné las mismas cinco canciones una
y otra vez hasta que la camarera me gritó enfadada:
—¡Oye, chico! Déjalo ya, ¿de acuerdo?
Murmuré una disculpa, me dirigí hacia la puerta y regresé con paso vacilante a la furgoneta
desguazada de Freeman. Envuelto por un suave aroma a aceite de motor, me tendí en el suelo del
vehículo al lado de una caja de cambios desmontada y me quedé profundamente dormido.
No había pasado un mes desde que me había sentado en la cima del Pulgar del Diablo cuando ya
estaba de nuevo en Boulder, clavando el entablado exterior de las casas de la calle Spruce, las
mismas cuya estructura estaba construyendo en el momento en que había decidido partir hacia
Alaska. Me aumentaron el sueldo a cuatro dólares la hora, y a finales del verano pude dejar la
caravana donde dormía y trabajaba y alquilar un diminuto apartamento al oeste del centro comercial.
Cuando eres joven es fácil creer que mereces aquello que deseas y asumir que si quieres una
cosa con el suficiente empeño tienes todo el derecho del mundo a conseguirla. En el momento de
partir rumbo a Alaska aquel mes de abril, era un joven inexperto que confundía la pasión con la
reflexión y actuaba siguiendo una lógica inconexa y oscura. Mi actitud no difería de la de Chris
McCandless. Estaba convencido de que escalar el Pulgar del Diablo era la solución a todos mis
problemas. Al final, claro está, no cambió casi nada. Pero comprendí que las montañas no eran
buenas depositarias de los sueños, y sobreviví para contar mi historia.
Es cierto que yo era, en muchos aspectos, diferente de Chris McCandless. No poseía su
capacidad intelectual ni sus ideales elevados. Sin embargo, creo que la sesgada relación que
manteníamos con un padre autoritario nos afectó de modo parecido. Tengo además la sospecha de
que actuábamos con la misma intensidad emocional, la misma imprudencia, el mismo espíritu agitado
e inquieto.
El hecho de que yo sobreviviera a la aventura de Alaska y él no se debió, en gran medida, al
azar; si en 1977 yo no hubiera regresado del casquete glaciar de Stikine, la gente no habría tardado
en afirmar de mí —como ahora afirman de él— que deseaba morir. Dieciocho años después,
reconozco que tal vez pecaba de un orgullo desmedido y, ciertamente, de una ingenuidad tremenda;
pero no era un suicida.
En aquella época, la muerte era para mí un concepto tan abstracto como la geometría no
euclidiana o el matrimonio. Aún no percibía su terrible significado ni el dolor devastador que puede
causar entre las personas que aman al que muere. El oscuro misterio de la mortalidad me fascinaba.
No podía resistir la tentación de escapar hacia al abismo y atisbar desde el borde. Lo que se
insinuaba entre aquellas sombras me aterrorizaba, pero alcanzaba a ver un enigma prohibido y
elemental, no menos imperioso que los dulces y ocultos pétalos del sexo de una mujer.
En mi caso —y creo que también en el de Chris McCandless—, este impulso no tenía nada que
ver con el deseo de morir.
16
EL INTERIOR DE ALASKA (II)
Deseaba alcanzar la simplicidad, los sentimientos de los nativos y las virtudes de la vida salvaje;
despojarme de las costumbres artificiales, los prejuicios y las imperfecciones de la civilización
[…] y tener una idea más exacta de la naturaleza humana y los verdaderos intereses del hombre
en medio de la soledad y la grandeza de las tierras salvajes del Oeste. Prefería la temporada de
las nieves, porque podía experimentar el placer del sufrimiento y la novedad del peligro.
ESTWICK EVANS
[Describiendo un viaje a pie de 6.400 kilómetros a través de los estados y territorios del Oeste
durante el invierno y la primavera de 1818.]
La naturaleza atraía a todos aquellos que se sentían asqueados o estaban hartos del hombre y sus
obras. No sólo ofrecía una escapatoria de la sociedad, sino que representaba el escenario ideal
para que el individuo romántico practicara el culto a la propia alma que con frecuencia lo
caracterizaba.
La soledad y la libertad absoluta de la naturaleza constituían un entorno perfecto para la
melancolía y la exultación.
RODERICK NASH,
Wilderness and the American Mind
El 15 de abril de 1992, Chris McCandless se marchó de Carthage, Dakota del Sur, subido a la cabina
de un tractor en cuyo remolque transportaba una carga de semillas de girasol. Su «gran odisea» había
comenzado. Tres días después cruzó la frontera entre Alaska y Canadá a través de Roosville, un
pueblo de la Columbia británica, y se dirigió hacia el norte en autostop pasando por Skookumchuck,
Radium Junction, Lake Louise, Jasper, Prince George y Dawson Creek. En el centro de Dawson
Creek tomó una fotografía de la señal que indicaba el principio de la autovía de Alaska. La señal
rezaba: «Km. 0. Fairbanks 2.451 Km.»
Viajar haciendo autostop por la autovía de Alaska suele ser difícil. En las afueras de Dawson
Creek no es raro ver a más de una docena de hombres y mujeres esperando en el arcén con expresión
lastimera y el pulgar extendido. Algunos se ven obligados a esperar una semana o más antes de que
algún vehículo se detenga. Sin embargo, McCandless tuvo más suerte. El 21 de abril, seis días
después de haber salido de Carthage, se hallaba ya en Liard River, a las puertas del territorio del
Yukon.
En Liard River hay un área pública de acampada de la que parte un paseo entablado de un
kilómetro de largo que atraviesa una laguna pantanosa y conduce a una serie de charcas termales
naturales. Las fuentes termales de Liard River constituyen la parada más popular de la autovía de
Alaska, y McCandless decidió detenerse allí para darse un baño en sus aguas cálidas y tonificantes.
Sin embargo, una vez que se hubo bañado, y nuevamente dispuesto a hacer autostop para continuar
hacia el norte, descubrió que su suerte había cambiado. Nadie lo recogía. Dos días después de su
llegada, aún seguía en Liard River, consumido por la impaciencia.
El jueves a las seis y media de la mañana, Gaylord Stuckey se encaminó por el paseo entablado
en dirección a la mayor de las charcas. El suelo todavía estaba endurecido por la helada de la noche
anterior y creía que no iba a encontrar a nadie y podría bañarse solo. Quedó muy sorprendido al
descubrir que ya había alguien allí: un joven que se presentó como Alex.
Stuckey, un hombre calvo, rubicundo y campechano de 63 años, viajaba de su estado natal,
Indiana, a Alaska para entregar una caravana nueva a un concesionario de Fairbanks; se trataba de
una de sus ocupaciones ocasionales desde que se retiró del sector de la restauración, en el que había
trabajado durante 40 años. Cuando le dijo a McCandless que su destino era Fairbanks, el muchacho
exclamó:
—¡Yo también voy allí! Hace dos días que estoy plantado aquí intentando que alguien me recoja.
¿Le importaría llevarme?
—¡Vaya, lo siento! Me sabe mal, hijo, pero no puedo. Trabajo para una empresa que tiene
normas muy estrictas y no nos deja llevar a autostopistas. Podrían echarme.
Sin embargo, a medida que conversaban envueltos en los vapores sulfurosos de la charca,
Stuckey empezó a reconsiderar la idea. «Iba bien afeitado y llevaba el pelo corto. Por su manera de
hablar, se notaba que era un chaval muy despierto. No era el típico autostopista. No suelo fiarme de
los autostopistas. Algún problema tendrá un tipo que ni siquiera puede pagarse un billete de autobús
¿no? El caso es que, después de media hora de charla, le dije: "Mira, Alex, Liard River está a 1.600
kilómetros de Fairbanks. Te diré lo que haremos. Voy a llevarte unos 800 kilómetros, hasta
Whitehorse. Allí seguramente encontrarás a alguien que te lleve el resto del camino."»
Un día y medio más tarde, cuando llegaron a Whitehorse —la capital del territorio del Yukon y la
población más grande y cosmopolita de la autovía de Alaska—, Stuckey se sentía tan a gusto en
compañía de McCandless que volvió a cambiar de idea y aceptó llevarlo todo el trayecto.
«Al principio fue bastante reservado y no hablaba mucho —explica Stuckey—. Pero es un viaje
muy largo y no puedes correr. Nos pasamos un total de tres días en aquella carretera llena de baches
y, al final, el chaval no tuvo otro remedio que bajar la guardia. Le diré una cosa: era un chico
educadísimo. Era muy cortés; no soltaba palabrotas y no hablaba con esa jerga que usan algunos
jóvenes. Se veía que era de buena familia. Me habló sobre todo de su hermana. Por lo visto tenía
muchos problemas con sus padres. Según me explicó, su padre era un genio, un científico de la
NASA, pero había sido bígamo durante un tiempo, y eso iba en contra de sus principios. Llevaba dos
años sin ver a su familia, desde que se había graduado en la universidad.»
McCandless le confesó también que pensaba pasarse el verano solo en el monte, viviendo de lo
que encontrara. «Dijo que era algo que deseaba hacer desde pequeño. Quería estar aislado, sin ver
un avión, nada que le recordara la civilización, y demostrarse a sí mismo que podía arreglárselas
solo, sin la ayuda de nadie.»
Stuckey y McCandless llegaron a Fairbanks el sábado 25 de abril. Primero efectuaron una breve
parada en una tienda de comestibles. «Allí compró un saco de arroz. Luego me dijo que quería
acercarse a la universidad para investigar las especies de plantas comestibles que encontraría en el
bosque, ya sabe, bayas y cosas por el estilo. Le comenté que era demasiado pronto, que había más de
medio metro de nieve y aún no crecía nada. Pero no me hizo caso. Estaba impaciente por salir de la
ciudad.»
Stuckey lo llevó hasta el campus de la Universidad de Alaska, situado en las afueras de
Fairbanks, y lo dejó allí a las cinco y media de la tarde. «Antes de despedirnos le dije:
“Alex, te he llevado conmigo a lo largo de mil quinientos kilómetros y te he dado de comer
durante tres días. Lo menos que puedes hacer es mandarme una carta cuando regreses de Alaska.” Me
prometió que lo haría.
«También le rogué que llamara a sus padres. No puedo imaginarme nada más horroroso que tener
un hijo perdido por esos mundos de Dios, sin que sepas qué le ha ocurrido durante años, si está vivo
o muerto. Le di el número de mi tarjeta de crédito y le dije: “Por favor, llámalos.” Pero todo lo que
contestó fue: “Tal vez lo haga o tal vez no.” En cuanto se hubo marchado caí en la cuenta de que
debería haberle pedido el número de teléfono para llamarlos yo mismo, pero fue una de esas
situaciones en que todo sucede muy rápido. No atiné a pensarlo.»
Después de dejar a McCandless en la universidad, Stuckey se dirigió hacia el centro de
Fairbanks para entregar la caravana, pero en el concesionario le dijeron que el encargado de
registrar la entrada de vehículos nuevos ya se había marchado a casa y no regresaría hasta el lunes
por la mañana. Tuvo que quedarse dos días más antes de poder tomar el avión de vuelta a Indiana.
Puesto que no había nada mejor que hacer, el domingo por la mañana decidió visitar el campus.
«Esperaba encontrar a Alex y pasar otro día con él. Pensé que podíamos hacer algo para distraernos,
no sé, ir a la ciudad o algo así. Me pasé dos horas recorriendo el lugar, pero no lo vi. Supongo que
ya se había ido.»
Tras separarse de Stuckey, McCandless estuvo dos días y tres noches en las cercanías de
Fairbanks, la mayor parte del tiempo en la universidad. En la librería de ésta dio con una guía de
campo de plantas comestibles que estaba escondida en el estante de abajo de la sección de Alaska.
Era una obra académica muy bien documentada y con una información exhaustiva, Tanaina
Plantlore/Dena’ina K’et’una: An Ethnobotany of the Dena’ina Indians of Southcentral Alaska, de
Priscilla Russell Kari. Del expositor que había junto a la caja registradora escogió dos postales con
la imagen de un oso polar, escribió en ellas sus últimos mensajes a Wayne Westerberg y a Jan Burres
y las envió desde la estafeta de correos de la universidad. Luego buscó en los anuncios clasificados
de los periódicos y encontró uno en que se ofrecía vender un rifle de segunda mano, un Remington
semiautomático del 22, con la culata de plástico y una mira telescópica de 4 x 20. Era un modelo
llamado Nylon 66; en la actualidad ya no se fabrica, pero es muy apreciado por los tramperos de
Alaska a causa de su fiabilidad y poco peso. Cerró el trato en un aparcamiento, pagando 125 dólares
por el arma. Después compró la munición en una armería cercana, cuatro cajas de cien balas de punta
hueca para rifle largo.
Cuando concluyó los preparativos, McCandless se cargó la mochila a la espalda y se puso en
marcha hacia el oeste. Al abandonar el campus de la universidad, pasó por delante del Instituto
Geofísico, un moderno edificio de cristal y hormigón coronado por una enorme antena parabólica.
Ésta, cuya silueta recortada contra el horizonte constituye una de las vistas características de
Fairbanks, se construyó para recoger los datos enviados por los satélites equipados con el radar de
apertura sintética diseñado por Walt McCandless. Walt McCandless incluso había ideado algunos de
los programas informáticos imprescindibles para su funcionamiento y había viajado a Fairbanks para
asistir a la inauguración del instituto. En el caso de que Chris McCandless se acordara de su padre
mientras recorría los alrededores del edificio, no dejó constancia de ello.
Al atardecer, McCandless acampó a seis kilómetros de la ciudad. Levantó la tienda en un
bosquecillo de abedules, cerca de una colina desde la que se divisan las luces de la gasolinera de
Gold Hill. La noche era gélida y el terreno estaba completamente helado. El terraplén de la carretera
de George Parks, que lo llevaría hasta la Senda de la Estampida, se encontraba a menos de 50 metros
del lugar que había elegido para acampar. La mañana del 28 de abril despertó muy temprano, bajó
hasta la carretera al despuntar el alba y se quedó agradablemente sorprendido cuando el primer
vehículo que vio aparecer se detuvo en el arcén para recogerlo. Era una camioneta Ford de color
gris, con un adhesivo en el parachoques trasero en el que se leía: «Pesco, luego existo. Petersburg,
Alaska.» El conductor era un electricista no mucho mayor que McCandless, que se dirigía hacia
Anchorage. Le dijo que se llamaba Jim Gallien.
Al cabo de tres horas, Gallien dobló a la izquierda para salir de la carretera de George Parks y
se internó todo lo que pudo por un camino secundario cubierto de nieve. Cuando McCandless se
apeó, la temperatura no llegaba a un grado bajo cero —por la noche descendería hasta diez grados
bajo cero— y medio metro de crujiente nieve primaveral obstruía el paso del vehículo. McCandless
no cabía en sí de alegría. Por fin estaba a punto de iniciar su solitaria aventura por las vastas tierras
salvajes de Alaska.
Unos minutos después, se alejó de la camioneta andando con dificultad entre la nieve, arropado
en una parka de piel sintética y con el Remington colgado del hombro. Todos los víveres que llevaba
consistían en un saco de arroz de cinco kilos y los dos emparedados y la bolsa de maíz frito que
acababa de darle Gallien. El año anterior había subsistido durante más de un mes en el golfo de
California con dos kilos de arroz y el pescado que sacaba con una caña de pescar de mala calidad; la
experiencia lo había llevado al convencimiento de que también en los bosques de Alaska podría
encontrar el alimento suficiente para sobrevivir una larga temporada.
Lo que pesaba más en la mochila medio vacía de McCandless era su biblioteca ambulante: nueve
o diez libros encuadernados en rústica. La mayor parte se los había dado Jan Burres en Niland. Entre
ellos había obras de Thoreau, Tolstoi y Gogol, pero los gustos literarios de McCandless no eran los
de un esnob. Sencillamente, había puesto en la mochila aquellos con los que pensaba que se
distraería más, incluyendo libros de autores tan populares como Michael Crichton, Robert Pirsig y
Louis L’Amour. Como se había olvidado de llevar papel para escribir, se sirvió de las páginas en
blanco del final de la guía de plantas comestibles para empezar un lacónico diario.
Durante los meses de invierno, los amantes del esquí de fondo, los entusiastas de las motonieves
y los aficionados a los trineos de perros recorren el tramo de la Senda de la Estampida más cercano
a Healy, pero el tránsito se interrumpe a finales de marzo o principios de abril, cuando los ríos
empiezan a deshelarse. En el momento en que McCandless se puso en camino hacia el interior, casi
todos los cursos de agua empezaban a fluir libremente y hacía dos o tres semanas que nadie iba más
allá de las cabañas que se alzaban al comienzo del camino; el único rastro borroso que podía seguir
eran los restos de nieve amontonada que había dejado una máquina quitanieves.
McCandless llegó al río Teklanika tras dos días de marcha. Aunque a lo largo de ambas orillas
unas desiguales placas de hielo cubrían todavía el agua formando una especie de antepecho, no había
modo de salvar el canal por el que circulaba la corriente, de modo que se vio forzado a vadearlo.
Aquel año se había producido un fuerte deshielo a principios de abril, pero luego el tiempo empeoró
durante unas semanas y las temperaturas volvieron a descender, lo que explica que el nivel del agua
no fuera muy alto cuando McCandless lo atravesó —quizá le llegaba a la altura de las rodillas— y
lograse alcanzar la otra orilla sin problemas. Nunca sospechó que, al cruzar el Teklanika, también
estaba cruzando su Rubicón. A los inexpertos ojos de McCandless, nada anunciaba que en los dos
meses siguientes, con el calor del verano y el deshielo de los glaciares y campos de nieve que
alimentaban las fuentes del río, el volumen del caudal de éste se multiplicaría por nueve o diez y se
transformaría en un torrente profundo y violento, muy distinto del arroyo tranquilo que había vadeado
con despreocupación en abril.
Sabemos por su diario que el 29 de abril sufrió una caída en el hielo. Es probable que le
sucediera mientras atravesaba la superficie helada de una serie de embalses de castores que se hallan
un poco más allá de la orilla occidental del Teklanika, pero al parecer salió ileso del percance. Un
día más tarde, a medida que la pista iba subiendo por un collado, vio por primera vez el blanco
deslumbrante de las laderas nevadas del monte McKinley. El 1 de mayo, a unos 30 kilómetros del
punto en que se había despedido de Gallien, se tropezó con el viejo autobús abandonado junto al río
Sushana. El vehículo estaba equipado con una litera y una estufa cilíndrica de leña, y los visitantes
anteriores habían dejado en él cajas de cerillas, repelente para insectos y otros artículos de primera
necesidad. «El día del autobús mágico», escribió en el diario. Decidió quedarse un tiempo allí y
aprovechar las rudimentarias comodidades que el vehículo ofrecía.
El hallazgo hizo que se sintiese eufórico. En el interior del autobús, garabateó una exultante
declaración de independencia sobre una deteriorada lámina de madera contrachapada que tapaba el
hueco de una ventana:
HACE DOS AÑOS QUE CAMINA POR EL MUNDO. SIN TELÉFONO, SIN PISCINA, SIN
MASCOTAS, SIN CIGARRILLOS. LA MÁXIMA LIBERTAD. UN EXTREMISTA. UN VIAJERO
ESTETA CUYO HOGAR ES LA CARRETERA. ESCAPÓ DE ATLANTA. JAMÁS REGRESARÁ. LA
CAUSA: «NO HAY NADA COMO EL OESTE.» Y AHORA, DESPUÉS DE DOS AÑOS DE VAGAR
POR EL MUNDO, EMPRENDE SU ÚLTIMA Y MAYOR AVENTURA. LA BATALLA DECISIVA
PARA DESTRUIR SU FALSO YO INTERIOR Y CULMINAR VICTORIOSAMENTE SU
REVOLUCIÓN ESPIRITUAL. DIEZ DÍAS Y DIEZ NOCHES SUBIENDO A TRENES DE CARGA Y
HACIENDO AUTOSTOP LO HAN LLEVADO AL MAGNÍFICO E INDÓMITO NORTE. HUYE DEL
VENENO DE LA CIVILIZACIÓN Y CAMINA SOLO A TRAVÉS DEL MONTE PARA PERDERSE EN
UNA TIERRA SALVAJE.
ALEXANDER SUPERTRAMP
MAYO DE 1992
Sin embargo, la realidad no tardó en irrumpir en los sueños de McCandless. Cazar le resultaba
muy difícil y las entradas del diario correspondientes a su primera semana en el monte incluyen
comentarios como «Debilidad», «Ha nevado dentro» y «Desastre». El 2 de mayo vio un oso pardo,
pero no le disparó. El 4 de mayo sí lo hizo, contra unos patos, pero erró el tiro. Finalmente, el 5 de
mayo cazó una perdiz, el único animal que logró abatir en varios días. La siguiente pieza la cobró el
9 de mayo, cuando le dio a una pequeña ardilla. Aquel día había escrito en el diario: «Cuarto día de
hambre.»
A partir de entonces los acontecimientos tomaron un cariz más favorable. Hacia mediados de
mayo, la trayectoria del sol en el horizonte ya había ganado altura, inundando el bosque de luz. El sol
sólo se ocultaba cuatro horas al día. A medianoche, el cielo estaba aún tan iluminado que le permitía
leer. Salvo en las laderas orientadas hacia el norte y las gargantas más angostas, el manto de nieve
fue derritiéndose hasta desaparecer, dejando al descubierto los escaramujos y arándanos de la
temporada anterior, que McCandless recogía y comía en grandes cantidades.
Su habilidad para la caza también fue mejorando, y durante las seis semanas siguientes consiguió
regalarse con ardillas, perdices, patos, gansos y puercoespines. El 22 de mayo se le rompió la
corona de una de las muelas pero el accidente no pareció desmoralizarlo, ya que al día siguiente
trepó hasta la cima de un cerro en forma de joroba que se alzaba al norte del autobús. La altitud del
cerro superaba los 1.000 metros y desde allí pudo contemplar la inmensidad helada de la cordillera
de Alaska e interminables extensiones de tierra deshabitada. La entrada de su diario de aquel día es
tan escueta como las anteriores, pero refleja una alegría inconfundible: «¡He escalado una montaña!»
McCandless le había contado a Gallien que no tenía la intención de permanecer acampado en
ningún sitio.
—En principio —dijo—, lo que voy a hacer es ponerme en camino y seguir andando hacia el
oeste. Puede que llegue hasta el mar de Bering.
El 5 de mayo, después de descansar cuatro días en el autobús, continuó desplazándose en
dirección a la cordillera de Alaska. A juzgar por las instantáneas que se recuperaron de su cámara
Minolta, McCandless abandonó el itinerario cada vez más impreciso de la Senda de la Estampida, ya
sea adrede o porque se confundió, y se encaminó hacia el noroeste a través de las colinas situadas
por encima del río Sushana, combinando largas horas de marcha con la caza.
Sin embargo, avanzaba a ritmo muy lento. Para alimentarse tenía que dedicar gran parte de la
jornada al reconocimiento del terreno. Además, según progresaba el deshielo la ruta iba
convirtiéndose en un cenagal obstaculizado por impenetrables espesuras de alisos. McCandless
aprendió demasiado tarde uno de los axiomas fundamentales (e inapelables) a que debe someterse el
viajero que pretende adentrarse en las tierras del Norte: que la mejor estación para recorrerlas a pie
no es el verano, sino el invierno.
Confrontado con el hecho evidente de que su intención de caminar 800 kilómetros hasta el mar
era una quimera, reconsideró sus planes iniciales. El 19 de mayo sólo había logrado alcanzar el río
Toklat —a menos de 25 kilómetros del autobús— y dio media vuelta. Una semana después estaba de
regreso en el autobús, al parecer sin lamentarlo. Había decidido que los alrededores del río Sushana
constituían un entorno natural lo bastante agreste para satisfacer sus propósitos, y que el antiguo
autobús de la línea 142 de Fairbanks sería un excelente campamento base para el resto del verano.
Aunque parezca irónico, los parajes solitarios que rodean el vehículo —el área cubierta de
bosquecillos y maleza en que McCandless tomó la determinación de «perderse»— apenas pueden
calificarse como tales según los parámetros que rigen en Alaska. La carretera de George Parks queda
a menos de 50 kilómetros del lugar en dirección este. Sólo 25 kilómetros más al sur, detrás de una
estribación de la cordillera Exterior, los coches de centenares de turistas entran en el parque del
Denali por un camino que patrullan los guardas forestales. Y sin que el Viajero Esteta lo supiera, en
un radio de unos diez kilómetros alrededor del autobús hay cuatro cabañas (aunque dio la casualidad
de que en el verano de 1992 ninguna de ellas estaba ocupada).
Sin embargo, pese a la relativa proximidad entre el vehículo y la civilización, a efectos prácticos
McCandless estaba aislado del resto del mundo. Se pasó casi cuatro meses en el monte, y en todo ese
tiempo no vio ni un alma. Al final, el emplazamiento del autobús abandonado junto al río Sushana
resultó un lugar lo suficientemente remoto como para que le costase la vida.
Durante la última semana de mayo, después de colocar sus escasas pertenencias en el autobús,
McCandless escribió en un trozo de corteza de abedul en forma de pergamino una lista de
actividades: recoger y almacenar hielo del río para conservar la carne, tapar las ventanas rotas con
plásticos, aprovisionarse de leña y limpiar la ceniza acumulada en la estufa. Al lado, bajo el epígrafe
«A LARGO PLAZO», anotó otra lista de tareas más ambiciosas: levantar un mapa de la zona,
improvisar una tina para bañarse, recoger pieles y plumas para hacer ropa, construir un puente sobre
un arroyo cercano, reparar las partes estropeadas del autobús y abrir sendas para cazar.
Las entradas del diario posteriores a su regreso al autobús recogen un inventario de lo que
cazaba. 28 de mayo: «¡Un ánade real!» 1 de junio: «Cinco ardillas.» 2 de junio: «Un puercoespín,
una perdiz nival, cuatro ardillas y un pinzón gris.» 3 de junio: «¡Otro puercoespín! Cuatro ardillas,
dos pinzones grises y una cerceta.» 4 de junio: «¡el TERCER PUERCOESPÍN!, una ardilla y un
pinzón gris.» El 5 de junio cazó una barnacla canadiense que era tan grande como un pavo de
Navidad. Luego, el 9 de junio, abatió una pieza de caza mayor. «¡UN ALCE!», escribió en el diario.
No cabía en sí de gozo. Orgulloso de sí mismo, se hizo una fotografía arrodillado ante su trofeo, con
el rifle levantado por encima de la cabeza en un gesto de triunfo y las facciones distorsionadas por un
rictus de éxtasis y asombro, como si fuera un modesto conserje que hubiera ido a Reno y acabase de
ganar un millón de dólares en una máquina tragaperras.
Aunque McCandless era lo bastante realista para saber que en el monte la caza era una parte
inevitable de la estrategia de supervivencia, siempre había experimentado cierto sentimiento
contradictorio al respecto, el cual se trocó en remordimientos una vez que hubo abatido el alce. El
animal era bastante pequeño y no debía pesar más de 120 kilos, pero para una sola persona constituía
una cantidad enorme de carne. McCandless creía que desperdiciar los restos de un animal al que se
da muerte con el fin de alimentarse era un sacrilegio moral y se pasó seis días trabajando sin
descanso para conservar la carne antes de que se pudriera. Envuelto en una nube de moscas y
mosquitos despedazó el cuerpo, coció las vísceras y luego excavó un agujero junto al arroyo que
corría un poco más abajo del autobús, donde intentó ahumar los grandes trozos de carne púrpura.
Los cazadores de Alaska saben que el mejor procedimiento para curar la carne consiste en
cortarla en tiras delgadas que luego se dejan secar al aire libre colgadas de algún tendedero
improvisado. Sin embargo, McCandless, en su ingenuidad, siguió la recomendación de los cazadores
de Dakota del Sur, quienes le habían aconsejado que la ahumara, una tarea casi imposible en aquellas
condiciones. «El despiece es muy difícil —escribió el 10 de junio en el diario—. Enjambres de
moscas y mosquitos. Extraigo los intestinos, el hígado, los riñones, un pulmón, trozos de carne.
Arrojo los cuartos traseros y una pierna al arroyo.»
11 de junio: «Extraigo el corazón y el otro pulmón. Las dos piernas delanteras y la cabeza. Tiro
el resto al arroyo. Coloco la carne cerca del fuego. Intento ahumarla.»
12 de junio: «Extraigo la mitad del costillar y trozos de carne. Sólo puedo trabajar de noche.
Sigo ahumando.»
13 de junio: «Cargo con lo que queda del costillar, la espalda y el cuello. Comienzo a ahumar.»
14 de junio: «¡Ya hay gusanos! Ahumar la carne no parece servir de nada. Ignoro la razón, pero
tiene un aspecto repugnante. Desearía no haber disparado al alce. Es una de las peores tragedias de
mi vida.»
En este punto cejó en su empeño de conservar la carne y abandonó los restos a los lobos. A pesar
de que se culpaba de haber sacrificado sin objeto la vida de un animal, al día siguiente pareció
reconsiderar un poco su apreciación sobre las razones que lo habían impulsado a hacerlo, ya que
anotó en el diario: «De ahora en adelante aprenderé a aceptar mis errores, por imperdonables que
puedan parecer.»
Poco después del episodio del alce, McCandless empezó a leer Walden o la vida en los bosques,
de Thoreau. En el capítulo titulado «Leyes superiores» subrayó un pasaje que rezaba: «Después de
haber capturado el pez, de limpiarlo, cocinarlo y comérmelo, me pareció que en lo esencial no me
había alimentado. Era un acto insignificante e innecesario, cuyo resultado no valía el esfuerzo.»
En el margen, McCandless escribió «EL ALCE». Un poco más adelante, subrayó otro pasaje:
La repugnancia ante la carne y el pescado no proviene de la experiencia, sino del instinto. En muchos
aspectos, parece más agradable vivir menos y disfrutar más; aun cuando nunca he llegado a vivir de
este modo, sí que he ido lo suficientemente lejos al respecto como para complacer a mi imaginación.
Creo que todo hombre dispuesto a conservar sus facultades poéticas o espirituales en las mejores
condiciones posibles se ha sentido particularmente inclinado a abstenerse de consumir carne y
pescado, y de comer demasiados alimentos de cualquier clase […].
Es difícil proporcionarse unos alimentos y unos platos tan sencillos y puros que no ofendan la
imaginación; pero creo que esto es tanto como decir que sólo te sientes saciado cuando alimentas el
cuerpo; el alma y el cuerpo deberían sentarse a la misma mesa. Es probable que no sea imposible.
Comer fruta con moderación no tiene por qué provocar que nos avergoncemos de nuestro apetito ni
interferir en nuestras metas más valiosas. Sin embargo, añade un condimento innecesario a tu plato y
te envenenará.
«SÍ —anotó al margen, dos páginas más adelante—. Conciencia de los alimentos. Come y cocina
con concentración […]. Sagrada comida.» En las páginas en blanco de la guía que utilizaba para
redactar su diario, escribió:
He vuelto a nacer. Es el despertar de mi existencia. La vida auténtica acaba de empezar.
Vivir con sabiduría: Una atención consciente a los elementos esenciales de la vida, y una
atención constante al entorno inmediato que te rodea y lo que exige; por ejemplo un trabajo, una
tarea, un libro; todo lo que requiere una concentración eficaz. (Las circunstancias no tienen ningún
valor. Es el modo de relacionarse con una situación lo que tiene valor. El significado verdadero de
las cosas reside en la relación personal con el fenómeno, con lo que significa para nosotros).
La Santidad de la COMIDA, el Aliento Vital.
Positivismo, el Gozo Incomparable de la Estética de la Vida.
Autenticidad absoluta y honestidad.
Realidad.
Independencia.
Finalidad - estabilidad - coherencia.
A medida que dejó de reprocharse por el despilfarro que había supuesto la muerte del alce, la
alegría que experimentaba a mediados de mayo reapareció y fue prolongándose hasta principios de
julio. Fue entonces, en mitad de este idilio, cuando se produjo el primero de los dos incidentes
cruciales que lo condujeron al desastre.
Satisfecho con lo que había aprendido a lo largo de aquellos dos meses de vida solitaria en plena
naturaleza, McCandless decidió regresar a la civilización. Había llegado el momento de poner punto
final a «su última y mayor aventura» y volver al mundo de los hombres y las mujeres, donde podría
tomarse una cerveza, mantener discusiones filosóficas y cautivar a desconocidos con el relato de sus
hazañas. Parecía haber superado la necesidad de reivindicar con tanta firmeza su independencia, la
necesidad de separarse de sus padres. Tal vez se sintiera en disposición de perdonarles sus
imperfecciones; tal vez se sentía incluso en disposición de perdonarse algunas de sus propias faltas.
McCandless parecía dispuesto, quizás, a regresar a casa.
O tal vez no; lo que pretendía hacer después de abandonar el monte sólo puede ser objeto de
especulaciones. En cualquier caso, es indudable que pretendía abandonarlo.
En otro trozo de corteza de abedul, escribió una lista de las cosas que tenía que hacer antes de
marcharse: «Remendar los téjanos. ¡Afeitarme! Organizar la mochila […].» Poco después, colocó la
Minolta encima de un bidón de aceite vacío y tomó una fotografía en la que aparece sonriente y
recién afeitado, blandiendo una maquinilla desechable de plástico amarillo y con las rodillas de los
mugrientos vaqueros remendadas con unos retales de una manta del ejército. Si bien su aspecto es el
de una persona sana, había adelgazado de una manera preocupante. Sus mejillas se ven hundidas y
los tendones del cuello se le marcan como si fueran cables de acero.
El 2 de julio, McCandless terminó de leer Felicidad familiar de Tolstoi, dejando subrayados
algunos pasajes que lo habían conmovido:
El tenía razón al decir que la única felicidad segura en la vida es vivir para los demás […].
He pasado por muchas vicisitudes y ahora creo haber descubierto qué se necesita para ser feliz. Una
vida tranquila de reclusión en el campo, con la posibilidad de ser útil a aquellas personas a quienes
es fácil hacer el bien y que no están acostumbradas a que nadie se preocupe por ellas. Después,
trabajar, con la esperanza de que tal vez sirva para algo; luego el descanso, la naturaleza, los libros,
la música, el amor al prójimo… En esto consiste mi idea de la felicidad. Y finalmente, por encima de
todo, tenerte a ti por compañera y, quizá, tener hijos… ¿Qué más puede desear el corazón de un
hombre?
El 3 de julio volvió a cargarse la mochila a la espalda y empezó a recorrer los 30 kilómetros que
lo separaban del tramo mejor conservado de la Senda de la Estampida. Al cabo de dos días, y en
medio de un fuerte aguacero, llegó a los embalses de castores que bloqueaban el acceso a la orilla
occidental del río Teklanika. En abril estaban helados y no representaban un obstáculo difícil de
franquear. McCandless debió de alarmarse al descubrir que en julio se habían transformado en un
lago de una hectárea y media que anegaba el camino. Para no aventurarse por unas aguas enlodadas
que le llegaban a la altura del pecho, subió por una colina escarpada, rodeó los embalses por el norte
y luego bajó hasta la boca de una estrecha garganta por donde fluía el río.
Cuando 67 días antes lo había atravesado bajo las frías temperaturas del mes de abril, se había
encontrado con un arroyo flanqueado de placas de hielo, pero pacífico, cuyas aguas le llegaban a la
altura de las rodillas, y sólo había tenido que chapotear un poco para cruzarlo. Sin embargo, el 5 de
julio el Teklanika estaba en plena crecida a causa de las lluvias y el deshielo de los glaciares de la
cordillera de Alaska.
Si lograba alcanzar la orilla opuesta, el resto del camino hasta la carretera de George Parks sería
fácil, pero para hacerlo tenía que salvar primero los 30 metros de anchura del cauce. El agua, opaca
debido a los sedimentos de las morrenas, tenía el color del cemento y estaba a una temperatura
apenas superior a la del hielo. Demasiado profundo para vadearlo, el río bajaba con el estrépito de
un tren de carga. Si lo intentaba, pronto perdería pie y la corriente lo arrastraría.
McCandless no era un buen nadador, y había confesado a varias personas que el agua le daba
miedo. Zambullirse en aquel torrente glacial o atravesarlo a remo con una balsa de troncos era una
empresa demasiado arriesgada. Un poco más abajo del punto donde la Senda de la Estampida se
cruza con el Teklanika, éste se convertía en un caos de aguas espumeantes que recordaban a un
volcán en erupción. Mucho antes de que consiguiese llegar a la otra orilla, ya fuera a nado o
remando, los rápidos lo engullirían y se ahogaría.
Escribió en su diario: «Desastre […]. Llueve. Imposible cruzar el río. Me siento solo y
asustado.» Llegó a la conclusión, por lo demás correcta, de que la corriente lo arrastraría si intentaba
atravesarla por aquel lugar y en aquellas condiciones. Sería suicida; sencillamente, no era una opción
razonable.
Si McCandless hubiera andado río arriba unos dos kilómetros, habría descubierto que el cauce se
ensanchaba desgajándose en varios arroyos en un lugar donde las rocas formaban una especie de
trenzado. Si hubiera examinado cuidadosamente aquel tramo del río, habría acabado por descubrir,
quizás incluso por error, un punto en que el cauce sólo le llegaría a la altura del pecho. Sin duda, la
fuerza de la corriente le habría hecho perder pie, pero nadando de un modo poco ortodoxo y
brincando sobre el fondo es muy probable que hubiera conseguido cruzarlo antes de llegar a la
garganta o sucumbir a la hipotermia.
Así y todo, se habría tratado de una decisión muy arriesgada, y en aquel momento McCandless no
tenía motivo para correr semejante riesgo. Se las había compuesto bastante bien en el monte, y tal vez
pensara que, si tenía paciencia y aguardaba, las aguas del río terminarían por descender hasta un
nivel que le permitiría vadearlo sin peligro. En consecuencia, después de sopesar todas las opciones,
eligió la más prudente: empezó a andar hacia el oeste, de regreso al autobús y el corazón caprichoso
de la naturaleza.
17
LA SENDA DE LA ESTAMPIDA (II)
Allí la naturaleza era salvaje y terrible, pero hermosa. Miraba con temor reverencial el suelo que
pisaba, para ver qué habían hecho las Potencias en aquel lugar, la forma, el modo y el material de
su trabajo. Era una Tierra de la que sólo hemos oído hablar, surgida del Caos y la Noche
Ancestral. No era el jardín del hombre, sino la esfera terrestre intacta. No era un herbazal, una
pradera, un bosque, un matorral, un campo de cultivo o un yermo. Era la superficie natural del
planeta Tierra, tal como fue creada para siempre, para ser la morada del hombre, decimos
nosotros, pero en realidad para que la Naturaleza hiciera su trabajo y el hombre la utilizase si
podía. El hombre no tenía nada que ver con ella. Era pura Materia, vasta, estremecedora; no la
Madre Tierra que conocemos —un lugar hecho para que el hombre lo hollara ni en el que pudiera
ser enterrado, ya que incluso dejar que los huesos de un hombre yacieran allí habría representado
un acto de confianza excesiva— , sino el hogar de la Necesidad y el Destino. Se percibía con
claridad la presencia de una fuerza que se negaba a ser bondadosa con el hombre. Era un lugar
de paganismo y ritos supersticiosos, para ser habitado por un hombre más emparentado con las
piedras y los animales salvajes que con nosotros […].
¿Qué significa entrar en un museo, contemplar una miríada de cosas particulares, comparado
con que te muestren la superficie de un astro, la dura materia en su propio hogar? Me siento
intimidado ante mi cuerpo, esta sustancia a la que estoy unido y que ahora se ha convertido en
algo extraño para mí. No me aterran los espíritus —esos fantasmas que mi cuerpo podría temer—,
ya que soy uno de ellos, sino que me aterran los cuerpos, y tiemblo ante la posibilidad de
encontrármelos. ¿Quién es este Titán que se ha apoderado de mí? ¡Misterio! ¡Pienso en nuestra
vida en la naturaleza —hallarse cotidianamente frente a la materia, entrar en contacto con ella—,
en las piedras, en los árboles, el embate del viento en nuestras mejillas!, ¡la tierra sólida!, ¡el
mundo real!, ¡el sentido común! ¡Contacto! ¡Contacto! ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos?
HENRY DAVID THOREAU,
Ktaadn
Un año y una semana después de que Chris McCandless decidiera que no intentaría cruzar el río
Teklanika, estoy de pie en la orilla opuesta —la occidental, el lado de la carretera de George Parks
— frente a las agitadas aguas. También yo tengo la esperanza de cruzar el río. Quiero visitar el
autobús. Quiero ver el lugar donde murió McCandless para comprender mejor el porqué de su
muerte.
La tarde es cálida y húmeda. El río tiene un color lechoso a causa de los sedimentos procedentes
del rápido deshielo del manto de nieve que aún cubre las montañas de la cordillera de Alaska. En
comparación con las fotografías que McCandless tomó hace doce meses, el nivel del río parece
bastante más bajo, pero sería impensable cruzar este curso de agua atronador en pleno verano. Es
demasiado profundo, demasiado frío, demasiado rápido. Mientras contemplo el Teklanika, oigo
piedras del tamaño de un balón rechinar contra el lecho, rodando río abajo empujadas por la
corriente. Si hubiese intentado atravesarlo, habría sido arrastrado antes de avanzar siquiera unos
centímetros en dirección a la garganta de más abajo, donde el río se estrecha hasta convertirse en un
torbellino de rápidos que continúan sin interrupción a lo largo de unos ocho kilómetros.
Sin embargo, a diferencia de McCandless, llevo en mi mochila un mapa a escala 1:100.000 (es
decir, en el que un centímetro representa un kilómetro). El mismo reproduce con todo detalle la zona
e indica que a 800 metros de donde estoy hay una estación fluviométrica construida por el Servicio
Geológico de Estados Unidos. Asimismo, también a diferencia de McCandless, he venido hasta aquí
con tres compañeros: Roman Dial y Dan Solie, ambos de Alaska, y un amigo californiano del
primero, Andrew Liske. La estación fluviométrica queda oculta desde el tramo de la Senda de la
Estampida que desciende hacia el río, pero, tras 20 minutos de batallar contra una maraña de piceas
y abedules enanos, Roman exclama:
—¡Ya la veo! ¡Está allí! A cien metros.
Al llegar a la estación fluviométrica, nos encontramos con un cable de acero de dos centímetros
de grosor colgado sobre la garganta. El cable va desde una torre de cinco metros de altura situada en
nuestra orilla hasta un afloramiento rocoso que hay en la opuesta, a unos 120 metros de distancia, y
fue tendido en 1970 para estudiar las fluctuaciones estacionales del Teklanika. Los hidrólogos se
desplazaban de una orilla a la otra subidos a una cesta de aluminio suspendida del cable mediante
unas poleas; desde la cesta lanzaban una sonda para medir la profundidad del cauce. La estación
fluviométrica está fuera de servicio desde hace nueve años por falta de fondos, momento en el que se
supone que la cesta fue puesta fuera de servicio y encadenada a la torre que se alza en nuestra orilla,
en el lado de la carretera de George Parks. Sin embargo, cuando trepamos a la torre, descubrimos
que la cesta no está ahí. Al mirar hacia el otro lado del río, la veo en la orilla distante, la del
autobús.
Al parecer, unos cazadores del lugar cortaron las cadenas hace bastante tiempo, trasladaron la
cesta a la otra orilla y la amarraron allí para impedir que los forasteros atravesaran el Teklanika y
accediesen a lo que ellos consideraban un coto privado. Cuando McCandless intentó abandonar el
monte hace un año, la cesta ya estaba en el mismo sitio que ahora. Si hubiera conocido su existencia,
cruzar el Teklanika sin peligro habría sido una tarea fácil. Pero no disponía de mapa y, por lo tanto,
no podía imaginar siquiera que se encontraba tan cerca de la salvación.
Andy Horowitz, uno de los amigos de McCandless en el equipo de cross del instituto Woodson,
me comentó que Chris «había nacido en el siglo equivocado». «Esperaba más aventura y libertad de
la sociedad actual de la que ésta podía proporcionarle.» Lo que McCandless deseaba cuando llegó a
Alaska era vagar por tierras inexploradas, hallar una región que fuera un espacio en blanco en el
mapa. Sin embargo, en 1992 esos espacios ya no existían, ni en Alaska ni en ninguna otra parte. Chris
McCandless, con su lógica peculiar, dio con una solución elegante para resolver el dilema:
sencillamente, se deshizo del mapa. Aunque sólo fuera en su mente, la terra se mantendría incognita.
Puesto que carecía de mapa, el cable que colgaba sobre el río permaneció en un territorio ignoto.
Así pues, en el momento de inspeccionar el violento caudal del Teklanika, McCandless llegó a la
errónea conclusión de que era imposible alcanzar la orilla occidental. Pensó que la única vía de
salida estaba cortada y regresó al autobús; una línea de acción razonable dado su desconocimiento
del terreno. Ahora bien, si esto fue así, ¿por qué se quedó en el autobús hasta morir de hambre? ¿Por
qué no intentó cruzar el Teklanika otra vez cuando llegó el mes de agosto, cuando el caudal se habría
reducido de modo significativo y habría conseguido vadear el río con cierta seguridad?
Desconcertado e intrigado por estas preguntas, confío que el chasis herrumbroso del antiguo
autobús de la línea 142 de Fairbanks me proporcione alguna pista para responderlas. Pero, para
alcanzar el vehículo, también yo tengo que cruzar el río, y la cesta de aluminio todavía está en la
distante orilla oriental.
Subido a la torre que asegura uno de los extremos de esta moderna sirga, me ato al cable con la
ayuda de cuerdas de escalada y mosquetones. Luego empiezo a desplazarme por él impulsándome
con las manos mientras ejecuto lo que los alpinistas denominan una travesía tirolesa. La empresa
resulta mucho más extenuante de lo que había previsto. Al cabo de 20 minutos, logro por fin situarme
encima del afloramiento rocoso de la otra orilla, completamente agotado; me siento tan débil que
apenas puedo levantar los brazos. Cuando recupero el aliento, subo a la cesta —una caja rectangular
de aluminio de unos 60 centímetros de ancho por aproximadamente el doble de largo—, la desato y
me dirijo hacia la orilla oriental de la garganta para transportar a mis compañeros por encima del
río.
El cable se comba sobre el agua. En cuanto suelto la cesta para bajar desde el afloramiento, se
desliza velozmente a causa de su propio peso, a lo largo del cable, hasta llegar al punto más bajo. La
caída es emocionante. Al pasar volando por encima de los rápidos a unos 30 o 40 kilómetros por
hora, oigo que un grito involuntario escapa de mi garganta, pero de inmediato advierto que no corro
ningún peligro y recobro la serenidad.
Una vez que los cuatro hemos llegado a la orilla oriental, nos abrimos paso a través del bosque
durante media hora para retomar la Senda de la Estampida. Los 15 kilómetros recorridos hasta ahora
—el tramo entre el punto donde hemos dejado nuestros vehículos y el Teklanika— han sido
agradables. El camino era poco empinado, estaba bien señalizado y parecía relativamente transitado.
No obstante, los 15 kilómetros siguientes tienen un carácter muy distinto.
La ruta está cubierta de maleza y es cada vez menos reconocible, ya que en los meses de
primavera y verano son muy pocas las personas que atraviesan el Teklanika. Después de cruzar el
río, el camino gira de inmediato hacia el suroeste y termina confundiéndose con el lecho de un
arroyo. A causa de la intrincada red de diques que los castores han construido a lo largo del arroyo,
la senda conduce directamente hacia las aguas estancadas de un conjunto de embalses. El nivel de
éstos sólo nos llega a la altura del pecho, pero el agua está muy fría y, a medida que avanzamos,
nuestros pies remueven el lodo del fondo, que despide un olor fétido a limo en descomposición.
Más allá del último embalse, el camino sube por una colina. Luego desciende para unirse de
nuevo al arroyo y vuelve a ascender hacia unos densos matorrales. La marcha nunca llega a ser muy
difícil, pero la sombría espesura de alisos de más de cuatro metros de altura que nos rodea es
claustrofóbica y opresiva. Aparecen nubes de mosquitos atraídos por el calor sofocante. Cada pocos
minutos, el penetrante zumbido de los insectos es reemplazado por unos truenos lejanos, que
retumban en el bosque desde un frente tormentoso que acaba de materializarse misteriosamente en el
horizonte.
Las espinas de los sinforicarpos laceran mis piernas y terminan dejándolas cubiertas de arañazos.
En el camino pueden verse excrementos de oso y, un poco más adelante, descubrimos las huellas
frescas de un oso pardo. Esto me intranquiliza, pues son el doble de grandes que la que dejaría una
bota de la talla 42, y ninguno de nosotros lleva una escopeta.
—¡Eh, oso! —grito en dirección a la espesura con la esperanza de evitar un encuentro por
sorpresa—. ¡Eh, oso! ¡Sólo estamos de paso! ¡No hay ningún motivo para que te inquietes!
En los últimos 20 años he estado en Alaska otras tantas veces, ya sea para escalar, trabajar de
carpintero, faenar en una trainera, realizar reportajes periodísticos o como simple turista. En el
transcurso de mis numerosos viajes y excursiones, he pasado mucho tiempo solo en el monte, y
siempre he disfrutado con ello. De hecho, había planeado llevar a cabo solo la incursión hasta el
emplazamiento del autobús; cuando mi amigo Roman y otros dos compañeros decidieron, sin
consultármelo, que vendrían conmigo, me sentí molesto. Sin embargo, ahora agradezco su presencia.
Hay algo de inquietante en este paisaje agreste y terrorífico. Parece más indómito que otros remotos
parajes de Alaska que ya conozco: la tundra de la cordillera Brooks, las brumas de los bosques del
archipiélago de Alexander, e incluso los picos y ventisqueros del macizo del Denali. Me alegro de
no estar solo.
A las nueve de la noche, después de doblar una curva del camino, divisamos el autobús. Se halla
en un calvero, y en los huecos donde habían estado las ruedas del vehículo, unas hierbas de San
Antonio crecen hasta sobrepasar la altura de los ejes. El antiguo autobús de la línea 142 de Fairbanks
reposa junto a un bosquecillo de álamos, a unos 10 metros de un modesto talud. Desde lo alto de éste
se domina la confluencia del río Sushana con un arroyo tributario. El calvero es un espacio abierto y
luminoso; resulta fácil comprender la razón por la que McCandless decidió instalar aquí su
campamento base.
Hacemos una pausa a poca distancia del autobús y lo contemplamos en silencio durante un rato.
La pintura está descascarillada y recubierta de sales por la corrosión. Faltan los cristales de varias
ventanas. En el calvero hay esparcidos centenares de delicados huesos y miles de púas de
puercoespín: son los restos de la caza menor que constituía el principal sustento de McCandless.
Dentro del perímetro de este osario, yace un esqueleto mucho mayor: el del alce que agonizó en el
claro después de que le disparara.
Cuando interrogué a Gordon Samel y a Ken Thompson, poco después de que fuese descubierto el
cuerpo sin vida de McCandless, ambos insistieron —de modo categórico e inequívoco— en que el
esqueleto correspondía a los restos de un caribú, e hicieron comentarios displicentes sobre la
ignorancia de un novato que ni siquiera sabía distinguir entre ambos cérvidos.
«Los lobos habían diseminado los huesos —me dijo Thompson—, pero es indudable que el
animal era un caribú. El chico no sabía lo que se llevaba entre manos.»
«No cabe duda de que se trataba de un caribú —afirmó Samel con un gesto de desdén—. Cuando
leí en el periódico que el chico creía haber abatido un alce, me di cuenta enseguida de que no era de
aquí. La diferencia entre un alce y un caribú es muy grande. Es imposible confundirlos. Tienes que
ser bastante estúpido para no ver que son dos animales distintos.»
Tanto Thompson como Samel son cazadores veteranos que han dado muerte a numerosos alces y
caribúes, así que confié en su testimonio y, en el reportaje que se publicó en la revista Outside,
describí el error de apreciación que había cometido McCandless, confirmando la opinión que ya
tenían innumerables lectores acerca de su falta de preparación y el sinsentido que representaba que
se adentrara en el monte para perderse solo en las vastas extensiones salvajes de la Última Frontera.
Un lector de Alaska llegó a observar que McCandless no sólo falleció a causa de su estupidez, sino
que, además, «el alcance de su autoproclamada aventura era digno de lástima: refugiarse en un
autobús desguazado a pocos kilómetros de Healy, alimentarse de ardillas y arrendajos, tomar un
caribú por un alce (¡que ya es difícil!)»; el párrafo terminaba diciendo que «la palabra que mejor lo
define es: incompetente».
Casi todos aquellos que en sus cartas arremetían contra McCandless mencionaban su confusión al
respecto como una prueba evidente de que no tenía la menor idea de qué hacer para sobrevivir en
aquellas latitudes. No obstante, lo que ignoraban los autores de estas indignadas misivas era que el
cérvido abatido por McCandless era exactamente el que éste describía en su diario. En contra de lo
que afirmé en el reportaje de Outside, el animal era un alce, como demostró un examen detenido de
los huesos y luego ratificaron más allá de toda duda las fotos que el propio McCandless había
tomado del animal muerto. Es verdad que Chris McCandless cometió diversas equivocaciones en la
Senda de la Estampida, pero entre ellas no estaba la de confundir un caribú con un alce.
Paso por delante de lo que queda del esqueleto del alce, me aproximo al vehículo y subo a éste
por la puerta de emergencia de la parte trasera. En el interior, delante mismo de la puerta, está el
colchón rasgado, manchado y deformado sobre el que McCandless exhaló su último suspiro. Por
alguna razón, quedo estupefacto al comprobar que hay numerosos objetos personales suyos
desperdigados sobre el colchón: una cantimplora verde de plástico; un pequeño frasco de tabletas
para purificar el agua; una barra de crema protectora de labios, usada; un par de pantalones de
aviador forrados por dentro, del tipo que venden las tiendas de excedentes militares; un ejemplar de
¡Oh Jerusalén! encuadernado en rústica y con el lomo partido; unas manoplas de lana; un bote de
repelente de Muskol; una caja de cerillas grande y un par de botas de goma marrones con el nombre
«Gallien» escrito con tinta negra en el dobladillo exterior del forro.
A pesar de la ausencia de cristales, dentro del estrecho vehículo huele a moho y el aire está
viciado.
—¡Qué asco! —exclama Roman—. Esto apesta a pájaros muertos.
Unos segundos después, tropiezo con el origen del olor: una bolsa de basura llena de plumas y
varias alas cortadas de pájaro abandonadas en el suelo. Al parecer, McCandless guardaba las
plumas como posible termoaislante para la ropa, o quizá para confeccionar una almohada.
En la parte frontal del autobús, las escudillas y platos de McCandless todavía están apilados
sobre un tablero que hace las veces de mesa, al lado de una lámpara de queroseno. La alargada funda
de cuero en que se ven grabadas las iniciales R. F. es la vaina del machete que Ronald Franz regaló a
McCandless cuando éste se marchó de Salton City.
El cepillo de dientes de McCandless descansa junto a un tubo de Colgate medio vacío, una cajita
de seda dental y la corona que, según el diario, se le desprendió y le hizo perder una muela cuando
ya llevaba tres semanas en el autobús. Pocos centímetros más allá, hay un cráneo del tamaño de una
sandía, con unos gruesos colmillos que sobresalen de los blanquecinos maxilares. Corresponde a un
oso pardo, lo que queda de un ejemplar cazado por algún visitante del autobús años antes de que
McCandless lo ocupara. El cráneo tiene un orificio de bala rodeado por un mensaje en forma de
círculo, escrito con la cuidada letra de molde de McCandless: «SALUDOS AL OSO FANTASMA,
A LA BESTIA QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO. ALEXANDER SUPERTRAMP. MAYO DE
1992.»
Al mirar hacia arriba observo que la chapa de las paredes y el techo está llena de inscripciones y
garabatos que los numerosos visitantes han ido dejando a lo largo de los años. Roman señala con el
dedo el mensaje que él mismo escribió hace cuatro, durante una excursión por la cordillera de
Alaska: «COMEDORES DE FIDEOS EN RUTA HACIA EL LAGO CLARK 8/89.» Al igual que
Román, la mayoría de quienes han pasado por aquí dejaron garabateado poco más que el nombre y
una fecha. La inscripción más larga y elocuente es una de las varias que escribió McCandless, la
alegre declaración de independencia que empieza con un saludo tomado de su canción favorita de
Roger Miller: «HACE DOS AÑOS QUE CAMINA POR EL MUNDO. SIN TELÉFONO, SIN
PISCINA, SIN MASCOTAS, SIN CIGARRILLOS. LA MÁXIMA LIBERTAD. UN EXTREMISTA.
UN VIAJERO ESTETA CUYO HOGAR ES LA CARRETERA […].»
Justo debajo de esta proclama se encuentra la estufa, hecha con un bidón oxidado de aceite. Un
tronco de picea de tres metros de largo se sostiene apoyado dentro de la caldera; de él cuelgan dos
pares de Levi’s rasgados, que parecen tendidos allí para que se sequen. Uno de los pares —talla 40
de cintura, 32 de largo— está remendado de una manera muy burda con cinta aislante; en el otro se
puso más cuidado en el arreglo y tiene cosidos unos retales desteñidos de colcha sobre los agujeros
de las rodillas y la parte de atrás. Estos últimos llevan también un cinturón confeccionado con una
tira de tela arrancada de una manta. McCandless, supongo, se vio forzado a improvisar un cinturón
cuando adelgazó tanto que los pantalones se le caían.
Me siento en el camastro de acero que hay frente a la estufa para reflexionar sobre este
fantasmagórico cuadro, y en todos los sitios en que poso la vista descubro indicios de la presencia de
McCandless. Aquí, el cortaúñas; allí, su tienda de campaña verde extendida para tapar el hueco de la
ventana de la puerta delantera. Sus botas de montaña Kmart están dispuestas con pulcritud debajo de
la estufa, como si fuese a regresar en cualquier momento, atárselas e irse andando. No puedo evitar
sentirme incómodo, una especie de espía o un intruso que se ha colado en el dormitorio de
McCandless aprovechando su ausencia momentánea. De repente, me mareo. Salgo del autobús y
camino por la orilla del arroyo para respirar aire puro.
Una hora más tarde, a la luz del atardecer, encendemos una hoguera en el exterior. Las tormentas
de la tarde han disipado la neblina de la atmósfera y unas colinas lejanas se recortan con nitidez
contra el horizonte. Hacia el noroeste, una franja de cielo se vuelve incandescente debajo de una
nube solitaria. Roman desenvuelve unos filetes procedentes de un alce que cazó en la cordillera de
Alaska el pasado mes de septiembre, y los coloca encima de una parrilla ennegrecida, la misma que
McCandless utilizaba para asar sus piezas de caza menor. La grasa de la carne de alce se derrama
sobre las brasas, que chisporrotean. Mientras comemos la carne cartilaginosa cogiéndola con los
dedos y dando manotazos para ahuyentar los mosquitos, charlamos sobre este muchacho singular que
ninguno de nosotros llegó a conocer, dando vueltas a las causas que explicarían su triste final e
intentando comprender por qué algunas personas parecen despreciarlo tanto por el hecho de haber
muerto aquí.
McCandless decidió adentrarse en el monte con víveres insuficientes y un equipo que carecía de
las herramientas que los habitantes de Alaska consideran imprescindibles para semejante excursión:
un rifle de gran calibre, un mapa, una brújula y un hacha. Esto ha sido juzgado no sólo como una
muestra de estupidez, sino, lo que es más grave todavía, como un pecado de arrogancia. Algunos de
sus detractores incluso han visto paralelismos entre McCandless y la figura de más infausta memoria
en la historia del Ártico, sir John Franklin, un oficial de la marina británica cuyo carácter petulante y
altivo provocó en el siglo XIX la muerte de 140 personas, incluido él mismo.
En 1819, el almirantazgo encargó a Franklin la organización de una expedición por las tierras
vírgenes del noroeste de Canadá. Dos años después de partir de Inglaterra, el invierno sorprendió al
pequeño destacamento mientras avanzaba con dificultad por la tundra, en una región tan vasta y
desolada que fue bautizada como los Yermos, nombre con el que aún se la conoce. Se quedaron sin
víveres. Dado que la caza escaseaba, Franklin y sus hombres se vieron obligados a subsistir con los
líquenes que obtenían raspando las rocas, chamuscando pieles de ciervo, royendo huesos de animales
abandonados por los carroñeros, comiendo el cuero de sus propias botas y, al final, la carne de sus
compañeros. Antes de que este calvario llegara a su fin, como mínimo dos hombres fueron
asesinados y devorados, el presunto asesino fue ejecutado sumariamente y otros ocho miembros de la
expedición murieron a causa de las enfermedades y el hambre. El mismo Franklin estuvo a punto de
fallecer uno o dos días después de que él y los demás supervivientes fueran rescatados por un grupo
de mestizos francoindios.
De este caballero Victoriano afable se ha dicho que era un personaje cargado de buenas
intenciones, pero torpe, obstinado e incapaz, con los ideales ingenuos propios de un niño y un desdén
absoluto por las duras condiciones de supervivencia en el Ártico. Su preparación de la expedición
fue deplorable, y a su regreso a Inglaterra, fue apodado como «el hombre que se comió sus zapatos»,
aunque en ocasiones la frase era pronunciada más con respeto que con sorna. Fue aclamado como un
héroe nacional y ascendido a capitán por el almirantazgo, obtuvo pingües beneficios por escribir el
relato de sus desventuras y, en 1825, se le puso al mando de una nueva expedición al Ártico.
Este segundo viaje transcurrió relativamente sin incidentes, pero, en 1845, con la esperanza de
descubrir el legendario Paso del Noroeste, Franklin cometió el error de regresar por tercera vez a
Canadá. Tanto él como los 128 hombres bajo su mando desaparecieron sin dejar rastro. Las cuarenta
y tantas expediciones enviadas en su búsqueda lograron al final establecer que todos habían perecido
víctimas del escorbuto, el hambre y otros sufrimientos indescriptibles.
Cuando McCandless fue hallado muerto, no sólo se le comparó con Franklin por su imprevisión,
sino también porque se le atribuía la misma falta de humildad; se consideró que ambos habían
menospreciado las condiciones del entorno. Un siglo después de la desaparición de Franklin, el
famoso explorador Vilhjalmur Stefansson señaló que el expedicionario inglés nunca se había tomado
la molestia de aprender las técnicas de supervivencia que practicaban los indios y los esquimales,
pueblos que habían conseguido prosperar «durante generaciones, criando a sus hijos y cuidando de
los ancianos», en las mismas tierras inhóspitas donde él encontró la muerte. Sin embargo, Stefansson
omitió mencionar que también numerosos indios y esquimales habían muerto de inanición en aquellas
latitudes desde tiempos inmemoriales.
En cualquier caso, la arrogancia de McCandless no era de la misma índole que la de Franklin.
Éste pensaba que la naturaleza era un adversario que se sometería, de grado o por la fuerza, al poder,
las buenas costumbres y la disciplina de la Inglaterra victoriana. En lugar de vivir en armonía con la
naturaleza, en lugar de buscar el sustento que podía proporcionarle la tierra que pisaba, como
llevaban haciendo los indígenas desde siempre, Franklin trató de aislarse del entorno con
instrumentos y tradiciones militares inadecuadas. McCandless, por su lado, fue demasiado lejos en la
dirección opuesta. Trató de vivir de lo que la naturaleza le ofrecía y nada más, pero sin preocuparse
de aprender previamente todas aquellas técnicas imprescindibles para hacerlo.
En este sentido, censurar a McCandless por su falta de preparación equivale a no entender sus
intenciones. Era poco experimentado y sobreestimó su capacidad de resistencia, pero tuvo la
habilidad suficiente para aguantar las últimas 16 semanas valiéndose de poco más que su ingenio y
cinco kilos de arroz. Al internarse en el bosque, tenía plena conciencia de que se había concedido un
margen de error peligrosamente pequeño. Sabía con exactitud lo que estaba en juego.
Es habitual que un muchacho se sienta atraído por una actividad que sus mayores consideran
imprudente; adoptar un comportamiento arriesgado forma parte de los ritos iniciáticos de nuestra
cultura tanto como de cualquier otra. El peligro siempre ha sido seductor. En gran medida, esto es lo
que lleva a muchos adolescentes a conducir demasiado rápido, beber en exceso o pasarse en el
consumo de drogas; o lo que ha hecho que las naciones nunca hayan tenido demasiados problemas
para reclutar a numerosos jóvenes en caso de guerra. Puede argumentarse que el arrojo de la juventud
es, en realidad, una adaptación evolutiva, un comportamiento que ya está codificado en nuestros
genes. A su manera, todo lo que hizo McCandless fue asumir un riesgo desde la perspectiva de
llevarlo a su extremo lógico.
Experimentaba la necesidad de probarse a sí mismo en aquellas cosas «que tienen importancia»,
como le gustaba afirmar. Tenía grandes aspiraciones espirituales —algunos dirían que grandiosas—
y, de acuerdo con el absolutismo moral que caracterizaba sus creencias, un reto que pudiera
afrontarse con total garantía de éxito no era un reto.
Por supuesto, los jóvenes no son los únicos que se sienten atraídos por el riesgo. John Muir ha
pasado a la historia como el conservacionista sensato y serio que fundó el Sierra Club, pero también
fue un aventurero intrépido, un valeroso escalador de picos, glaciares y cascadas, cuyo libro más
conocido incluye un relato cautivador sobre cómo estuvo a punto de sufrir una caída mortal en 1872,
durante una ascensión al monte Ritter. En otro libro, Muir describe con entusiasmo la violenta
tempestad a la que tuvo que enfrentarse en Sierra Madre, encaramado a la copa de un abeto de
Douglas de 30 metros de altura:
Jamás había disfrutado de un movimiento tan estimulante y majestuoso. Las delgadas copas de
los árboles ondeaban y se agitaban con la fuerza de un torrente, oscilando y danzando hacia
adelante y hacia atrás, en una dirección y en otra, trazando curvas indescriptibles, verticales y
horizontales, mientras yo permanecía allí arriba colgado, con los músculos en tensión, como
si fuera un bobolinco posado en un junco.
En aquel momento, Muir tenía ya 36 años. Me imagino que no habría calificado la actitud de
McCandless de extraña o incomprensible.
Incluso el formal y sedentario Thoreau, quien dijo en una famosa frase que le bastaba con «haber
viajado mucho por Concord», sintió la necesidad de recorrer las regiones salvajes del Maine del
siglo XIX y escalar el monte Katahdin. La ascensión de aquella montaña «salvaje y espantosa, pero
hermosa» lo impresionó y asustó, pero también le provocó una especie de vertiginoso
sobrecogimiento. Los turbadores sentimientos que experimentó en la cumbre granítica del Katahdin
inspiraron algunas de sus obras más impactantes y a partir de entonces influyeron profundamente en
su forma de pensar sobre la tierra no domesticada, originaria.
A diferencia de Muir y Thoreau, McCandless no se adentró en el monte para reflexionar sobre la
naturaleza o el mundo en general, sino para explorar el territorio concreto de su propia alma. Sin
embargo, pronto descubrió algo que Muir y Thoreau ya sabían: que una estancia prolongada en un
lugar salvaje y desconocido agudiza tanto la percepción del mundo exterior como del interior, y que
es imposible sobrevivir en la naturaleza sin interpretar sus signos sutiles y desarrollar un fuerte
vínculo emocional con la tierra y todo lo que la habita.
Las entradas del diario de McCandless contienen pocas reflexiones abstractas sobre la
naturaleza; en realidad, apenas si encontramos en ellas reflexiones de ningún tipo. Las referencias al
paisaje circundante son escasas. Es más, tal como comenta Andrew Liske, el amigo de Roman, tras
haber leído una fotocopia del diario, la mayor parte de las entradas tratan acerca de lo que comía.
—Apenas escribía sobre otra cosa que no fuese su alimentación.
Andrew no exagera. El diario es poco más que un recuento de las piezas de caza menor que logró
abatir y las plantas comestibles que encontró. Pese a todo, inferir de ello que McCandless no llegó a
apreciar la belleza del entorno natural, que permaneció impasible ante la fuerza del paisaje, sería un
error. Como ha observado el ecologista cultural Paul Shepard.
Lo mismo podría afirmarse de lo que experimentó McCandless durante los meses que pasó junto
al río Sushana.
Sería fácil analizar el comportamiento de Christopher McCandless siguiendo el estereotipo del
adolescente excesivamente impresionable, del muchacho que tiene ideas descabelladas porque ha
leído demasiado y le falta el sentido común más elemental. Sin embargo, en este caso el estereotipo
no encaja con su vida ni con su personalidad. McCandless no era un irresponsable, ni un adolescente
desorientado y confundido, atormentado por la desesperación existencial. Al contrario: su vida
rezumaba sentido y propósito. Pero el sentido que se esforzaba en extraer de su existencia se situaba
más allá de los caminos trillados y confortables: McCandless desconfiaba del valor de las cosas que
se obtenían con facilidad. Se exigía mucho, más de lo que al final pudo dar de sí.
Para intentar explicar el comportamiento poco convencional de McCandless, algunas personas
han destacado que, al igual que John Mellon Waterman, su principal atributo físico era la poca
estatura, lo que habría provocado en él una especie de «complejo de bajo», y, como consecuencia de
ello, una permanente sensación de inseguridad que lo habría llevado a demostrar su hombría
afrontando desafíos extremos. Otros han postulado que la raíz de su funesta aventura es un complejo
de Edipo sin resolver. Puede que haya algo de verdad en ambas hipótesis, pero el análisis
psicoanalítico póstumo resulta dudoso y altamente especulativo; de modo inevitable, termina por
rebajar y trivializar la conducta del sujeto sometido a dicho análisis. No parece que reducir la
extraña búsqueda espiritual de Chris McCandless a una lista de trastornos psicológicos pueda ser
muy clarificador.
Roman, Andrew y yo contemplamos los rescoldos de la hoguera y seguimos hablando de
McCandless. Roman Dial tiene 32 años y se doctoró en biología en Stanford. Dice lo que piensa sin
rodeos, posee una mente inquisitiva y desconfía de las opiniones basadas en la sabiduría popular.
Pasó la adolescencia en un barrio residencial de los alrededores de Washington D.C. parecido a
aquél en que había vivido McCandless, y opina que era un lugar agobiante. La primera vez que viajó
a Alaska fue para ver a tres tíos suyos que trabajaban de mineros en Usibelli, en una gran explotación
subterránea de hulla situada pocos kilómetros al este de Healy. Tenía nueve años y se enamoró de
inmediato de todo lo que tenía que ver con el Norte. Durante los años siguientes regresó varias veces
a Alaska. En 1977, después de terminar el bachillerato a los 16 años como el primero de la
promoción, se trasladó a Fairbanks e hizo de Alaska su hogar adoptivo.
En la actualidad, Roman reside en Anchorage, donde enseña en la Universidad del Pacífico.
Goza de gran renombre en todo el estado por sus atrevidas expediciones al interior. Entre otras
proezas, ha realizado una travesía de 1.500 kilómetros de una punta a otra de la cordillera Brooks;
otra de 1.100 kilómetros a través de la cresta de la cordillera de Alaska; ha cruzado los 400
kilómetros de la Reserva Natural del Ártico esquiando en pleno invierno bajo temperaturas polares,
y ha sido el primero en coronar la cima de más de 30 picos de Alaska y Canadá. Roman no ve una
gran diferencia entre sus hazañas, que gozan de la consideración general, y la aventura de
McCandless, salvo en el hecho de éste tuvo la mala fortuna de perecer.
Mientras conversamos, saco a colación el orgullo desmedido de McCandless y las estúpidas
equivocaciones que cometió, los dos o tres errores garrafales que habrían podido evitarse y
terminaron por costarle la vida.
—Sí, es verdad, metió la pata —dice Roman—. Pero lo que intentaba hacer me parece
admirable. Vivir de la caza y la recolección durante meses es mucho más difícil de lo que nadie se
imagina. Yo nunca lo he hecho, y te aseguro que muy pocos de los que lo tachan de incompetente han
llegado a hacerlo, si es que ha habido alguno; como mucho, habrán resistido una semana o dos. La
mayoría de la gente no tiene ni idea de lo difícil que es en la práctica vivir largo tiempo en el bosque
o en la tundra alimentándote sólo de lo que encuentras. Y, fíjate, McCandless casi lo consiguió. No
puedo evitar identificarme con el chico —confiesa Roman mientras hurga con un palo en los
rescoldos—. No me gusta admitirlo, pero hace algunos años yo mismo podría haberme encontrado en
una situación semejante. Supongo que en la época de mis primeros viajes por el interior de Alaska
me parecía mucho a McCandless. Era tan inexperto como él, y mis ansias de aventura eran las
mismas. Estoy seguro de que muchos habitantes de Alaska también tenían mucho en común con
McCandless cuando llegaron aquí por primera vez, incluyendo quienes lo critican. Tal vez por eso
son tan duros con el muchacho. Quizá les evoca demasiados recuerdos sobre sus propias actitudes.
La observación de Roman pone de manifiesto lo difícil que resulta para algunos de nosotros,
preocupados como estamos por los problemas rutinarios de la edad adulta, recordar con cuánta
intensidad nos espolearon las pasiones y los deseos de la juventud. Tal como dijo el padre de Everett
Ruess reflexionando en voz alta sobre la desaparición de su hijo de 20 años en el desierto: «Los
adultos no comprendemos la evolución anímica de los adolescentes. Creo que ninguno de nosotros
llegó a entender a Everett.»
Ya es medianoche. Roman, Andrew y yo continuamos despiertos, intentando entender la vida y la
muerte de Chris McCandless, pero la esencia de su comportamiento se nos escapa, como si fuera una
realidad vaga e inasible. Poco a poco, la conversación va apagándose hasta extinguirse. Cuando me
levanto para buscar un sitio donde echar el saco de dormir, las primeras luces del alba asoman ya en
el horizonte por el noreste. Aunque los mosquitos son muy molestos y el autobús sería un buen
refugio, decido no dormir en él. Antes de sumirme en un sueño profundo, compruebo que los demás
han tomado la misma decisión.
18
LA SENDA DE LA ESTAMPIDA (III)
Es casi imposible que el hombre moderno llegue a imaginarse lo que es vivir de la caza. La vida
del cazador consiste en un desplazamiento extenuante, casi continuo, en busca de presas […]. Es
una vida de preocupación constante por si la siguiente persecución tendrá éxito, por si la trampa
o la emboscada fallarán, por si las manadas no aparecerán esta temporada. La vida de un cazador
comporta siempre la amenaza de la penuria y la muerte a causa de la falta de alimento.
JOHN M. CAMPBELL,
The Hungry Summer
Pero ¿qué es la historia? Es la exploración sistemática a lo largo de los siglos para resolver el
misterio de la muerte y superarla en el porvenir. Por ello se descubren el infinito matemático y las
ondas electromagnéticas, y por ello se componen sinfonías. Pero sin cierto impulso no puede
progresarse en tal dirección. Para descubrimientos de esta clase es preciso tener una preparación
espiritual. Y los elementos básicos de esta preparación están en los Evangelios. ¿Qué son los
Evangelios? En primer lugar el amor al prójimo, esa suprema forma de energía viva que llena el
corazón del hombre y exige expansionarse y ser gastada. Luego los ideales esenciales del hombre
moderno, sin los cuales el hombre no puede concebirse, es decir, el ideal de la libre
individualidad y de la vida como sacrificio.»
BORIS PASTERNAK,
Doctor Zhivago
[Pasaje marcado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Christopher
McCandless; el subrayado es suyo.]
Después de que la crecida del Teklanika frustrase su intento de abandonar el monte, McCandless
regresó al autobús. Llegó allí el 8 de julio. Es imposible saber qué debió de pensar en aquel
momento, ya que en el diario no proporciona ninguna información al respecto. Es posible que el
hecho de que su vía de salida estuviera cortada no le inquietase en exceso. Es más, en aquel momento
no tenía demasiadas razones para preocuparse; era pleno verano y el bosque estaba pletórico de
vida, de modo que podía abastecerse de comida con regularidad. Quizás imaginase que si aguardaba
hasta agosto el nivel de las aguas del Teklanika descendería y podría cruzar el río.
Una vez instalado de nuevo en el corroído cascarón del autobús, volvió a dedicarse a la caza y la
recolección. Leyó La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, y El hombre terminal, de Michael Crichton.
Anotó en el diario que había estado lloviendo durante más de una semana. La caza era abundante;
durante las últimas tres semanas de julio, su dieta incluyó 35 ardillas, cuatro perdices, cinco
arrendajos y pájaros carpinteros, y dos ranas, así como patatas y ruibarbos silvestres, bayas de
diversas especies y un gran número de setas. Sin embargo, pese a esta aparente munificencia de la
naturaleza, la carne con que se alimentaba era muy pobre en grasa y consumía menos calorías de las
que quemaba. Tras subsistir durante tres meses con una dieta muy descompensada, había acumulado
un déficit calórico considerable, hasta el punto de encontrarse en el límite mismo de la desnutrición.
Y fue entonces, a finales de julio, cuando cometió el error fatal que lo llevaría a la muerte. Había
terminado de leer Doctor Zhivago, una novela que lo incitó a garabatear emocionadas notas en los
márgenes y subrayar algunos pasajes:
Lara anduvo a lo largo del terraplén por un sendero trazado por los caminantes y los
vagabundos, y luego cruzó los campos por una senda que conducía hacia el bosque. Allí se
detuvo y, con los ojos entornados, aspiró el aire impregnado de confusos aromas. Para ella,
era un aire mejor que sus padres, y más tierno que el hombre amado y más sutil que cualquier
libro. Por un instante el sentido de la existencia se le reveló como algo totalmente nuevo.
«Estoy aquí —pensó— para tratar de comprender la terrible belleza del mundo y conocer el
nombre de las cosas, y si mis fuerzas no bastan, para engendrar hijos que lo hagan por mí.»
¡Cuánto deseo a veces escapar del aburrimiento sin sentido de la elocuencia humana, de todas
esas frases sublimes, y refugiarme en la naturaleza, en su sonoridad en apariencia tan
inarticulada, o en el mutismo de un trabajo largo y agotador, del sueño profundo, de la música
auténtica o de una comprensión humana que no necesite palabras, sino sólo emoción!
Firmó la nota con un: «Chris McCandless. ¿Agosto?» Al comprender la gravedad de la situación,
abandonó el sobrenombre que había estado utilizando durante años, Alexander Supertramp, en favor
de aquel que le habían puesto sus padres.
Muchos habitantes de Alaska se han preguntado por qué McCandless, en su desesperación, no
encendió un fuego para pedir auxilio. En el autobús había casi 10 litros de gasóleo para la estufa; se
presume que todo habría sido una mera cuestión de mantener encendida una hoguera lo
suficientemente grande para atraer la atención de las avionetas que sobrevolaran la zona o al menos
quemar la maleza dibujando una gigantesca señal de S.O.S en el suelo.
Sin embargo, al contrario de lo que la mayoría de la gente cree, el autobús y sus alrededores no
se hallan debajo de ninguna ruta aérea transitada, y son muy pocas las avionetas que lo sobrevuelan.
Durante los cuatro días que pasé en la Senda de la Estampida, no vi ni un solo aeroplano, salvo algún
reactor comercial que viajaba a una altitud de 7.000 metros o más. Las avionetas sólo pasan por
encima del autobús muy de vez en cuando, de manera que para tener la seguridad de que atraería la
atención de alguien, McCandless debería haber provocado un incendio forestal a gran escala. Por
otro lado, como señala Carine McCandless: «Chris jamás habría incendiado un bosque a sabiendas,
ni siquiera para salvar su vida. Todos los que piensan lo contrario no tienen ni idea de cómo era mi
hermano.»
La muerte por inanición es un proceso terrible. En los últimos estadios, cuando el cuerpo ha
agotado todas sus reservas, la víctima sufre dolores musculares, problemas cardíacos, caída del
pelo, insuficiencia respiratoria, hipersensibilidad al frío, aturdimiento y un agotamiento físico y
mental generalizado. La piel pierde su pigmentación. A causa de la ausencia de nutrientes esenciales,
el cerebro sufre graves desequilibrios bioquímicos que desembocan en convulsiones y alucinaciones.
Sin embargo, algunas personas que han conseguido escapar a la muerte por inanición explican que,
hacia el final, el hambre se desvanece, así como los dolores atroces; un estado de euforia sublime,
una sensación de absoluta calma acompañada de una especie de clarividencia trascendente,
reemplaza el sufrimiento. Es un consuelo pensar que tal vez McCandless experimentó un éxtasis
similar.
El 12 de agosto escribió lo que serían sus últimas palabras anotadas en el diario: «Hermosos
arándanos.» Del 13 al 18 de agosto, el diario sólo registra la cuenta de los días que iban pasando. En
algún punto de esta semana, arrancó la última hoja de unas memorias imaginarias de Louis L’Amour,
Education of a Wandering Man. En una cara de la misma, L’Amour había citado unos versos de un
poema de Robinson Jeffers, «Los hombres sabios en sus malos momentos»:
En la otra cara de la hoja, que estaba en blanco, McCandless dejó escrita una breve despedida:
«HE TENIDO UNA VIDA FELIZ Y DOY GRACIAS AL SEÑOR. ADIÓS Y QUE DIOS OS
BENDIGA.»
Luego se tendió arropado por el saco de dormir que su madre le había confeccionado y fue
perdiendo la conciencia. Su fallecimiento tuvo lugar probablemente el 18 de agosto, 112 días
después de adentrarse a pie en el monte y 19 días antes de que seis personas llegaran al autobús y
descubrieran dentro de éste su cuerpo sin vida.
Uno de sus últimos actos fue tomar una fotografía, donde se le ve de pie cerca del autobús bajo la
majestuosa bóveda del cielo de Alaska, mientras muestra la nota de socorro al objetivo con una mano
y levanta la otra con un gesto de despedida plácido y valeroso, casi beatífico. Su aspecto físico
refleja el horror del hambre: tiene la cara consumida, el cuerpo esquelético. Sin embargo, en el caso
de que se compadeciera de sí mismo durante la agonía —porque era muy joven, porque estaba solo,
porque el cuerpo lo había traicionado, porque la voluntad lo había abandonado—, la fotografía no lo
trasluce. Sonríe y su mirada tiene un brillo inconfundible: Chris McCandless se sentía en paz con el
mundo, sereno como un monje que va a reunirse con Dios.
EPÍLOGO
El último recuerdo triste todavía me acecha y a veces me envuelve como si fuera una neblina,
aislándome de la luz del sol y enfriando el entusiasmo de los momentos más felices. He sentido
alegrías tan grandes que no puedo describirlas con palabras y penas en las que ni siquiera me
atrevo a pensar. Y cuando pienso en todo ello, me digo: escala si quieres, pero recuerda que el
coraje y la fuerza no son nada sin la prudencia, y que un descuido momentáneo puede destruir la
felicidad de toda una vida. No hagas nada con precipitación; vigila cada paso que des, y, desde el
principio, piensa en cuál puede ser el final.
EDWARD WHYMPER,
Scrambles Amongst the Alps
Dormimos con la música del tiempo; despertamos, si alguna vez lo hacemos, con el silencio de
Dios. Y entonces, cuando abrimos los ojos a orillas del tiempo increado, cuando la deslumbrante
oscuridad se abre paso a través de las lejanas colinas del tiempo, llega la hora de apartar cosas
como nuestra razón o nuestra voluntad; llega la hora de regresar a casa.
No existen los hechos, sino los pensamientos y el complicado vaivén del corazón, el lento
aprendizaje sobre dónde, cuándo y a quién amar. El resto sólo son habladurías e historias para
los tiempos venideros.
ANNIE DILLARD,
Holy the Firm
El helicóptero se eleva sobre la ladera del monte Healy. Cuando la aguja del altímetro llega a los
1.500 metros, superamos una cresta de un color fangoso, la tierra cae abruptamente y por el
parabrisas de plexiglás aparece una extensión inconmensurable de colinas y bosques. A lo lejos se
divisa la Senda de la Estampida, una línea tenue y sinuosa que corta el paisaje de este a oeste.
Billie McCandless viaja en el asiento delantero, y Walt y yo en el trasero. Han transcurrido 10
meses desde que Sam McCandless apareció en la puerta de la casa de Chesapeake Beach para
comunicar al matrimonio que Chris había fallecido. Han decidido que ha llegado el momento de
visitar el lugar donde su hijo encontró la muerte, de verlo con sus propios ojos.
Walt se ha pasado los últimos 10 días en Fairbanks. Tiene un contrato con la NASA para
desarrollar un sistema de radar aerotransportado que permita a las misiones de rescate localizar en
un radio de miles de hectáreas a la redonda los restos de aviones estrellados. Lleva un tiempo
distraído, irritable y nervioso. Billie llegó a Alaska hace dos días y me confesó que su marido no
había encajado demasiado bien la idea de visitar el autobús. Sorprendentemente, ella afirma sentirse
calmada y dice que estaba deseando realizar este viaje desde hace tiempo.
Tomar un helicóptero obedece a un cambio de planes de última hora. Billie ardía en deseos de
viajar por tierra y seguir la Senda de la Estampida tal como lo hizo Chris. Con esta finalidad, se puso
en contacto con Butch Killian, el minero de Healy que asistió al levantamiento del cadáver, quien
accedió a llevarlos al autobús en su vehículo todoterreno. Sin embargo, el día anterior a la partida,
Killian los llamó para decirles que el río Teklanika todavía estaba demasiado crecido; le
preocupaba que fuera peligroso atravesarlo, incluso en su Argo anfibio de ocho ruedas. De ahí que
hayamos tomado un helicóptero.
El aparato vuela a una altura de 600 metros sobre el veteado tejido verde que forman los bosques
de piceas y los tremedales, desplegados como una alfombra sobre la superficie irregular. El
Teklanika semeja una larga cinta marrón que alguien hubiera arrojado de manera despreocupada por
encima del terreno. Cerca de la confluencia de dos arroyos menores, se reconoce un objeto que emite
un brillo que no puede ser natural: el antiguo autobús de la línea 142 de Fairbanks. Hemos cubierto
en 15 minutos una distancia que Chris tardó cuatro días en recorrer a pie.
El helicóptero se posa con estrépito en el calvero, el piloto apaga el motor y los tres saltamos a
tierra. Un momento después, el aparato despega de nuevo sostenido por el huracán de su rotor y
quedamos envueltos en un silencio marmóreo. Mientras Walt y Billie permanecen a diez metros del
autobús, sin hablar, con la mirada en el extraño vehículo, un trío de arrendajos gorjea en un álamo
temblón cercano.
—Es más pequeño de lo que pensaba —dice por fin Billie—. Me refiero al autobús. —Luego se
vuelve para contemplar los alrededores y comenta—: ¡Qué lugar tan bonito! Es increíble lo mucho
que me recuerda Colorado. ¡Oh, Walt, es igual que la península Superior! Chris debió de sentirse
encantado por estar aquí.
—No tengo muchas razones para que Alaska me guste, ¿no te parece? —responde Walt con ceño
—. Pero es verdad que el lugar tiene cierta belleza. Comprendo que Chris se sintiera atraído por él.
Durante media hora Walt y Billie caminan en silencio alrededor del desvencijado vehículo,
pasean sin ninguna prisa por la orilla del río Sushana y dan una vuelta por los bosques cercanos.
Billie se decide por fin a entrar en el autobús. Cuando Walt regresa del arroyo, se la encuentra
sentada en el colchón donde murió Chris, observando el aspecto lamentable del interior del vehículo.
Permanece un buen rato mirando en silencio las botas de su hijo colocadas debajo de la estufa, las
inscripciones que garabateó en las paredes, su cepillo de dientes. Sin embargo, hoy no llora.
Mientras revuelve los objetos que están encima de la mesa, descubre una cuchara con un motivo
floral característico en el mango.
—¡Walt, mira! Es de la cubertería de plata que teníamos en la casa de Annandale. —En la parte
delantera, coge los vaqueros remendados y raídos que cuelgan del tronco apoyado en la caldera de la
estufa, cierra los ojos y los aprieta contra su rostro—. Huelen —dice dirigiéndose a su marido con
una sonrisa de dolor—. Todavía tienen el olor de Chris. —Después de una larga pausa en la que es
perceptible la lucha que mantiene consigo misma, afirma como si hablara sola—: Tuvo que tener
mucho valor y ser muy fuerte para no suicidarse.
Billie y Walt entran y salen varias veces del autobús durante las dos horas siguientes. En el
interior de la puerta Walt coloca una sencilla placa conmemorativa con una inscripción. Billie
deposita en el suelo un ramo que ha hecho con azaleas silvestres, acónitos y pequeñas ramas de
picea. Debajo de la cama, en la parte trasera del autobús, deja también una maleta con un botiquín de
primeros auxilios, latas de comida y otros artículos de primera necesidad, junto con una nota que
insta a quien la lea a llamar a sus padres «lo antes posible». La maleta también contiene una Biblia
que perteneció a Chris de pequeño, pese a que Billie comenta:
—No rezo desde el día en que lo perdí.
Walt está pensativo y no habla demasiado, pero parece más tranquilo que los días anteriores.
—No sabía cómo iba a reaccionar —admite señalando al autobús—. Sin embargo, estoy contento
de haber venido.
Dice que esta visita lo ha ayudado a comprender mejor las razones por las que el chico viajó a
Alaska. Hay muchas cosas de Chris que todavía lo desconciertan y le resultan inexplicables, pero
ahora se siente un poco menos confuso. Está agradecido, aunque sólo sea por este pequeño rayo de
luz.
—Es reconfortante saber que Chris estuvo aquí —explica Billie—, saber que pasaba el tiempo
junto a este río, que permaneció en este calvero. En todos los sitios que hemos visitado en los
últimos tres años siempre nos preguntábamos si Chris habría estado allí. Era terrible no saber nada,
nada en absoluto. Mucha gente me ha dicho que admiraba a Chris por lo que intentaba hacer. Si
estuviera vivo, les daría la razón. Pero no vive y no podemos hacer nada para que vuelva a estar con
nosotros. Es algo que no puedes cambiar. La mayor parte de las cosas pueden cambiarse, pero ésta
no. No sé si algún día podré superarlo. No pasa un solo día sin que recuerde el momento en que se
fue. Es una herida que siempre está ahí. Unos días son mejores que otros, pero tendré que vivir con
ello.
De repente, el estrépito del helicóptero rompe la quietud del lugar. Dibuja una espiral en el cielo
y aterriza sobre una mata de hierbas de san Antonio. Subimos. El aparato se eleva y luego se
mantiene inmóvil en el aire durante unos segundos antes de ladearse a toda velocidad hacia el
sureste. Por unos minutos, el techo del autobús continúa siendo visible entre los árboles raquíticos.
El brillo blanco se hace cada vez más pequeño en aquel océano de verdor, hasta desaparecer.
AGRADECIMIENTOS
Escribir este libro habría sido imposible sin la inestimable ayuda que he recibido de la familia
McCandless. Me siento profundamente en deuda con Walt McCandless, Billie McCandless, Carine
McCandless, Sam McCandless y Shelly McCandless García por haberme permitido acceder sin
restricciones a los escritos, cartas y fotografías de Chris, y por haber mantenido largas
conversaciones conmigo. Ninguno de ellos intentó ejercer el menor control sobre el contenido o el
enfoque del libro, pese a saber que la publicación de una parte del material podría representar una
experiencia dolorosa. Por petición expresa de la familia, el 20% de los derechos de autor generados
por la venta de Hacia rutas salvajes se destinará a una beca escolar en memoria de Chris
McCandless.
Quiero manifestar mi mayor agradecimiento a Doug Stumpf, que adquirió el manuscrito para
Villard Books/Random House, y a David Rosenthal y Ruth Fecych, que lo editaron con gran cuidado
y competencia profesional después de la prematura partida de Doug. Deseo agradecer también la
ayuda recibida en Villard Books/Random House por parte de Annik LaFarge, Adam Rothberg, Dan
Rembert, Dennis Ambrose, Laura Taylor, Diana Frost, Deborah Foley y Abigail Winograd.
Este libro empezó como un reportaje para la revista Outside. Me gustaría dar las gracias a Mark
Bryant y a Laura Hohnhold por haberme encargado el artículo y haberlo revisado tan
cuidadosamente. Adam Horowitz, Greg Cliburn, Kiki Yablon, Larry Burke, Lisa Chase, Dan Ferrara,
Sue Smith, Will Dana, Alex Heard, Donovan Webster, Kathy Martin, Brad Wetzler y Jacqueline Lee
también colaboraron en el reportaje.
Deseo hacer extensivo mi reconocimiento a Linda Mariam Moore, Roman Dial, David Roberts,
Sharon Roberts, Matt Hale y Ed Ward por haberme proporcionado valiosos consejos y críticas;
también a Margaret Davidson, que diseñó los espléndidos mapas del libro, y a John Ware, mi agente
literario, sin parangón en la profesión.
Asimismo, debo dejar constancia de las aportaciones realizadas por Dennis Burnett, Chris Fish,
Eric Hathaway, Gordy Cucullu, Andy Horowitz, Kris Maxie Gillmer, Wayne Westerberg, Mary
Westerberg, Gail Borah, Rod Wolf, Jan Burres, Ronald Franz, Gaylord Stuckey, Jim Gallien, Ken
Thompson, Gordon Samel, Ferdie Swanson, Butch Killian, Paul Atkinson, Steve Carwile, Ken
Kehrer, Bob Burroughs, Berle Mercer, Will Forsberg, Nick Jans, Mark Stoppel, Dan Solie, Andrew
Liske, Peggy Dial, James Brady, Cliff Hudson, el fallecido Mugs Stump, Kate Bull, Roger Ellis, Ken
Sleight, Bud Walsh, Lori Zarza, George Dreeszen, Sharon Dreeszen, Eddie Dickson, Priscilla
Russell, Arthur Kruckeberg, Paul Reichart, Doug Ewing, Sarah Gage, Mike Ralphs, Richard Keeler,
Nancy J. Turner, Glenn Wagner, Tom Clausen, John Bryant, Edward Treadwell, Lew Krakauer,
Carol Krakauer, Karin Krakauer, Wendy Krakauer, Sarah Krakauer, Andrew Krakauer, Ruth Selig y
Peggy Langrall.
Me he beneficiado de las obras publicadas por los periodistas Johnny Dodd, Kris Capps, Steve
Young, W. L. Rusho, Chip Brown, Glenn Randall, Jonathan Waterman, Debra McKinney, T. A.
Badger y Adam Biegel.
Agradezco la inspiración, la hospitalidad, la amistad y los sabios consejos de Kai Sandburn,
Randy Babich, Jim Freeman, Steve Rottler, Fred Beckey, Maynard Miller, Jim Doherty, David
Quammen, Tim Cahill, Rosalie Stewart, Shannon Costello, Alison Jo Stewart, Maureen Costello,
Ariel Kohn, Kelsi Krakauer, Miriam Kohn, Deborah Shaw, Nick Miller, Greg Child, Dan Cauthorn,
Kitty Calhoun Grissom, Colín Grissom, Dave Jones, Fran Kaul, David Trione, Dielle Havlis, Pat
Joseph, Lee Joseph, Pierret Vogt, Paul Vogt, Ralph Moore, Mary Moore y Woodrow O. Moore.
NOTAS
[1] En Estados Unidos, los espacios naturales protegidos por la administración federal reciben
diversas denominaciones, entre ellas Parque Nacional, Área Recreativa Nacional o Reserva Natural
Nacional. El lago Mead es en realidad uno de los mayores embalses artificiales del mundo, resultado
de la construcción de la presa Hoover en los años treinta. (N. del t.) <<
[2] El protagonista de Moby Dick, de Herman Melville. (N. del t.) <<
[3] Juego de palabras cuya traducción aproximada sería «Iris Osjodéis». (N. del t.) <<
[4] En alemán en el original; literalmente, «pared norte». (N. del t.) <<
[5]Del francés sérac; formación glaciar producida por el resquebrajamiento del hielo al desplazarse
sobre un gradiente pronunciado, que adquiere muchas veces el aspecto de un conjunto de enormes e
irregulares torreones y pináculos como resultado del ensanchamiento de las grietas. (N. del t.) <<
[6]En alemán en el original; significa literalmente «grieta montañosa». Denota una grieta o conjunto
de grietas características de la cabecera de determinados glaciares, cuyo efecto erosivo se traduce a
menudo en la formación de un llamado circo o anfiteatro abierto en la roca. (N. del t.) <<