La conjura de los necios
4.5/5
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En este libro todo es extraordinario, empezando por su historia. Escrito a principios de los años 60, el autor no pudo conseguir que se editara; creyéndose un escritor frustrado se suicidó en 1969, a los 32 años. Su madre siguió intentando infatigablemente su publicación, lo que no consiguió hasta 1980 (cuando ella tenía 79 años), gracias al apoyo del gran novelista Walker Percy, y tan sólo en una editorial universitaria de Louisiana, cosa en principio muy poco prometedora para una consagración literaria. Y, sin embargo, el libro alcanzó en pocos meses un éxito inmenso, coronado en 1981 con el premio Pulitzer y con la crítica más entusiasta y unánime aparecida en muchos años. Su autor ha sido comparado a Cervantes, Fielding, Swift, Rabelais, Dickens... Resulta imposible resumir la trama picaresca y siempre sorprendente de esta obra, ambientada en Nueva Orleans y sus bajos fondos. Su figura central es uno de los personajes más memorables de la literatura norteamericana: Ignatius Reilly ?una mezcla de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, reunidos en una persona?, que vive a los 30 años con su estrafalaria madre, ocupado en escribir una extensa y demoledora denuncia contra nuestro siglo, tan carente de «teología y geometría» como de «decencia y buen gusto»; un alegato desquiciado contra una sociedad desquiciada. Por una inesperada necesidad de dinero, se ve «catapultado en la fiebre de la existencia contemporánea», embarcándose en empleos y empresas de lo más disparatado. Los personajes secundarios son tan exóticos (y neuróticos) como los de una película de los Marx Brothers: Darlene la stripteaseuse de la cacatúa; Burma Jones, el quisquilloso portero negro del cabaret Noche de Alegría, regentado por la rapaz Lana Lee, quien completa sus ingresos como modelo de fotos porno; el patrullero Mancuso, el policía más incompetente de la ciudad; Myrna Minkoff, la estudiante contestataria, amiga de Ignatius; Dorian Greene, un líder de la comunidad gay; la desternillante octogenaria Miss Trixie, siempre enfurecida porque no le dan la jubilación... y tantos otros personajes inolvidables.
John Kennedy Toole
John Kennedy Toole nació en Nueva Orleans en 1937 y murió en 1969. Estudió en la Columbia University, donde obtuvo el título de máster en Inglés, y fue profesor en la University of Southwestern Louisiana y en el Dominican College de Nueva Orleans. La publicación póstuma de La conjura de los necios, aclamada unánimemente como una obra maestra, le ha acreditado como uno de los más extraordinarios novelistas norteamericanos de todos los tiempos. Tras una enmarañada situación legal, por fin se ha publicado también su primera novela, La Biblia de neón.
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Comentarios para La conjura de los necios
10 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5A lo largo de la novela vas sintiendo empatía por el personaje, pero al mismo tiempo enojo y desesperación.
Vista previa del libro
La conjura de los necios - José Manuel Álvarez Flórez
Índice
Portada
Prólogo
Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo séptimo
Capítulo octavo
Capítulo noveno
Capítulo décimo
Capítulo undécimo
Capítulo duodécimo
Capítulo decimotercero
Capítulo decimocuarto
Créditos
Notas
Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él.
Thoughts on Various Subjects,
Moral and Diverting,
JOHNATHAN SWIFT
PRÓLOGO
Quizás el mejor modo de presentar esta novela (que en una tercera lectura me asombra aún más que en la primera) sea explicar mi primer contacto con ella. En 1976, yo daba clases en Loyola y, un buen día, empecé a recibir llamadas telefónicas de una señora desconocida. Lo que me proponía esta señora era absurdo. No se trataba de que ella hubiera escrito un par de capítulos de una novela y quisiera asistir a mis clases. Quería que yo leyera una novela que había escrito su hijo (ya muerto) a principios de la década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. Porque es una gran novela, me contestó ella.
Con los años, he llegado a ser muy hábil en lo de eludir hacer cosas que no deseo hacer. Y algo que evidentemente no deseaba era tratar con la madre de un novelista muerto; y menos aún leer aquel manuscrito, grande, según ella, y que resultó ser una copia en papel carbón, apenas legible.
Pero la señora fue tenaz; y, bueno, un buen día se presentó en mi despacho y me entregó el voluminoso manuscrito. Así pues, no tenía salida; sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. Normalmente, puedo hacer precisamente eso. En realidad, suele bastar con el primer párrafo. Mi único temor era que esta novela concreta no fuera lo suficientemente mala o fuera lo bastante buena y tuviera que seguir leyendo.
En este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarla; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena. Resistiré la tentación de explicar al lector qué fue lo primero que me dejó boquiabierto, qué me hizo sonreír, reír a carcajadas, mover la cabeza asombrado. Es mejor que el lector lo descubra por sí mismo.
He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo conozca (un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía contra toda la edad moderna, tumbado en la cama con su camisón de franela, en el dormitorio de su hogar de la calle Constantinopla de Nueva Orleans, llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre gigantescos accesos de flato y eructos.
Su madre opina que necesita salir a trabajar. Lo hace y desempeña una serie de trabajos, cada uno de los cuales se convierte enseguida en una aventura disparatada, en un desastre total; sin embargo, todos estos casos, tal como sucede con Don Quijote, poseen una extraña lógica propia.
Su novia, Myrna Minkoff, del Bronx, cree que lo que Ignatius necesita es sexo. Las relaciones de Myrna e Ignatius no se parecen a ninguna historia «chico-encuentra-chica» que yo conozca.
Otro aspecto a destacar en la novela de Toole es el reflejo de las particularidades de Nueva Orleans, sus callejuelas, sus barrios apartados, sus peculiaridades lingüísticas, sus blancos étnicos... y un negro con el que Toole logra casi lo imposible, un soberbio personaje cómico, de gran talento y habilidad, sin el menor rastro de caricatura racista.
No obstante, el mayor logro de Toole es el propio Ignatius Reilly, intelectual, ideólogo, gorrón, holgazán, glotón, que debería repugnar al lector por sus gargantuescos banquetes, su retumbante desprecio y su guerra individual contra todo el mundo: Freud, los homosexuales, los heterosexuales, los protestantes y todas las abominaciones de los tiempos modernos. Imaginemos a un Tomás de Aquino trastornado en una Nueva Orleans desde donde hace una disparatada correría cruzando los pantanos hasta la universidad estatal de Louisiana, en Baton Rouge, donde le roban la chaqueta de maderero mientras está sentado en el retrete de caballeros de la facultad, abrumado por elefantíacos problemas gastrointestinales. A Ignatius se le cierra periódicamente la válvula pilórica como reacción a la ausencia de una «geometría y una teología adecuadas» en el mundo moderno.
No sé si utilizar el término comedia (aunque comedia es), pues el hacerlo implicaría que se trata simplemente de un libro divertido, y esta novela es muchísimo más. Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término commedia.
También es triste. Y uno nunca sabe exactamente de dónde viene la tristeza, si de la tragedia que hay en el corazón de las grandes cóleras gaseosas y las lunáticas aventuras de Ignatius, o de la tragedia que rodea al propio libro.
La tragedia del libro es la tragedia del autor: su suicidio en 1969, a los treinta y dos años. Y otra tragedia es la posible gran obra que con su muerte se nos ha negado.
Es una verdadera lástima que John Kennedy Toole ya no esté entre nosotros, escribiendo. Pero nada podemos hacer, salvo procurar que al fin esta tragicomedia humana, tumultuosa y gargantuesca, pueda llegar a un mundo de lectores.
WALKER PERCY
Hay un acento propio de la ciudad de Nueva Orleans (...) asociado con el núcleo central de Nueva Orleans, sobre todo con el distrito Tercero, alemán e irlandés, que es difícil de diferenciar del acento de Hoboken, Jersey City, y Astoria, Long Island, donde se ha refugiado la inflexión Al Smith, extinta en Manhattan. El motivo, como cabría esperar, es que gentes del mismo origen que las que llevaron ese acento a Manhattan lo impusieron en Nueva Orleans.
* * *
–En eso tiene usted razón. Nosotros somos mediterráneos. Yo nunca he estado en Grecia ni en Italia, pero estoy seguro de que allí me sentiría como en casa nada más desembarcar.
También él se sentiría en casa, pensé. Nueva Orleans se parece más a Génova o a Marsella, o a Beirut, o a la Alejandría egipcia que a Nueva York, aunque todos los puertos de mar se parezcan entre sí más de lo que puedan parecerse a ninguna ciudad del interior. Nueva Orleans, como La Habana y Puerto Príncipe, está dentro del ámbito del mundo helenístico que nunca rozó siquiera el Atlántico Norte. El Mediterráneo, el Caribe y el Golfo de México forman un mar homogéneo, aunque interrumpido.
A. J. LIEBLING, The Earl of Louisiana
CAPÍTULO PRIMERO
Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud en busca de signos de mal gusto en el vestir. Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.
Ignatius vestía, por su parte, de un modo cómodo y razonable. La gorra de cazador le protegía contra los enfriamientos de cabeza. Los voluminosos pantalones de tweed eran muy duraderos y permitían una locomoción inusitadamente libre. Sus pliegues y rincones contenían pequeñas bolsas de aire rancio y cálido que a él le complacían muchísimo. La sencilla camisa de franela hacía innecesaria la chaqueta, mientras que la bufanda protegía la piel que quedaba expuesta al aire entre las orejeras y el cuello. Era un atuendo aceptable, según todas las normas teológicas y geométricas, aunque resultase algo abstruso, y sugería una rica vida interior.
Cambiando el peso del cuerpo de una cadera a otra a su modo pesado y elefantíaco, Ignatius desplazó oleadas de carne que se ondularon bajo el tweed y la franela, olas que rompieron contra botones y costuras. Una vez redistribuido el peso de este modo, consideró el gran rato que llevaba esperando a su madre. Consideró en especial el desasosiego que estaba empezando a sentir. Parecía que todo su ser estuviera a punto de estallar, desde las hinchadas botas de ante, y, como para verificarlo, Ignatius desvió sus ojos singulares hacia los pies. Los pies parecían hinchados, desde luego. Estaba decidido a ofrecer la visión de aquellas botas hinchadas a su madre como prueba de la desconsideración con que le trataba. Al alzar la vista, vio que el sol empezaba a descender sobre el Mississippi al fondo de la calle Canal. El reloj de Holmes marcaba casi las cinco. Ignatius estaba puliendo ya unas cuantas acusaciones cuidadosamente estructuradas, destinadas a inducir a su madre al arrepentimiento o, por lo menos, a la confusión. Tenía que mantenerla en su sitio.
Su madre le había llevado al centro en el viejo Plymouth, y mientras ella iba a ver al médico por su artritis, Ignatius había comprado en Werlein’s unas partituras musicales para su trompeta y una cuerda nueva para el laúd. Luego, había entrado en la sala de juegos de la calle Royal para ver si habían instalado alguna máquina nueva. Le decepcionó que hubiera desaparecido la máquina de béisbol. Quizá la estuvieran reparando. La última vez que jugó con ella, el bateador no funcionaba y, tras cierta discusión, el encargado le había devuelto el dinero, pero los clientes fueron tan ruines como para comentar que la había roto el propio Ignatius a patadas.
Concentrándose en el destino de la máquina de béisbol en miniatura, Ignatius apartaba su ser de la realidad material de la calle Canal y de la gente que le rodeaba, por lo que no advirtió los dos ojos que le observaban ávidamente desde detrás de una de las columnas de D. H. Holmes, dos ojos tristes en los que brillaban la esperanza y la ansiedad.
¿Sería posible reparar aquella máquina en Nueva Orleans? Probablemente sí. Sin embargo, quizá la hubieran enviado a un lugar como Milwaukee o Chicago o alguna otra ciudad cuyo nombre asociaba Ignatius con eficientes talleres de reparación y fábricas siempre humeantes. Ignatius esperaba que tratasen con el cuidado debido aquel juego de béisbol en el transporte, de modo que ninguno de sus pequeños jugadores se desportillase o se lisiase por la brutalidad de unos empleados ferroviarios decididos a hundir para siempre al ferrocarril con las reclamaciones por daños de los expedidores, ferroviarios que posteriormente se declararían en huelga y destruirían la estación central de Illinois.
Mientras Ignatius consideraba el placer que aquel pequeño juego de béisbol proporcionaba a la humanidad, los dos ojos tristes y ávidos avanzaron hacia él entre la multitud como torpedos dirigidos a un petrolero grande y lanudo. El policía dio un tirón a la bolsa de papel de partituras de Ignatius.
–¿Tiene usted algún documento de identificación, señor? –preguntó el policía en un tono de voz que indicaba que tenía la esperanza de que Ignatius fuese oficialmente inidentificable.
–¿Qué? –Ignatius bajó la vista hacia la enseña de la gorra azul–. ¿Quién es usted?
–Enséñeme su carnet de conducir.
–Yo no conduzco. ¿Sería usted tan amable de largarse? Estoy esperando a mi madre.
–¿Qué es lo que cuelga de esa bolsa?
–¿Qué cree usted que va a ser, imbécil? Una cuerda para mi laúd.
–¿Qué es eso? –El policía retrocedió un poco–. ¿Es usted de la ciudad?
–¿Acaso la tarea del departamento de policía es acosarme a mí cuando esta ciudad es la desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado? –atronó Ignatius, por encima del gentío que había frente a los grandes almacenes–. Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas..., gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a mí.
El policía agarró a Ignatius por el brazo pero fue agredido en la gorra con las partituras musicales. La cuerda colgante del laúd le dio en la oreja.
–Eh –protestó el policía.
–¡Toma eso! –gritó Ignatius, percibiendo que estaba empezando a formarse un círculo de compradores interesados.
Dentro de D. H. Holmes, la señora Reilly estaba en el departamento de bollería, el pecho maternal apoyado en una vitrina que contenía almendrados. Uno de sus dedos, gastado de frotar tantos años los gigantescos y amarillentos calzoncillos de su hijo, tamborileó en la vitrina para llamar la atención de la vendedora.
–Eh, señorita Inez –dijo la señora Reilly con ese acento que al sur de Nueva Jersey sólo existe en Nueva Orleans, esa Hoboken del Golfo de México–. Venga, venga aquí, chica.
–Vaya, ¿cómo le va? –preguntó la señorita Inez–. ¿Qué tal, querida?
–No demasiado bien –dijo, sincera, la señora Reilly.
–Qué lata, ¿verdad? –La señorita Inez se apoyó en la vitrina y se olvidó de las pastas–. Tampoco yo me siento nada bien. Estos pies...
–Señor, Señor, ojalá tuviera yo tanta suerte. Lo mío es arturitis en el codo.
–¡Oh, no! –dijo la señorita Inez con verdadera simpatía–. Mi pobre papá también la tiene. Le hacemos meterse en una bañera llena de agua hirviendo.
–Mi hijo se pasa todo el día flotando en la nuestra. Yo apenas puedo entrar en el cuarto de baño.
–Creí que estaba casado...
–¿Ignatius? Sí, sí, ojalá –dijo, con tristeza la señora Reilly–. ¿Quiere darme dos docenas de esas variadas, querida?
–Pues yo creía que me había dicho usted que se había casado –dijo la señorita Inez, mientras iba metiendo las pastas en una caja.
–Ni perspectiva tiene siquiera de casarse. La novia aquella que tenía se largó.
–Bueno, aún está a tiempo.
–Sí, sí, claro –dijo con indiferencia la señora Reilly–. ¿Quiere ponerme también media docena de bizcochos borrachos? Ignatius se pone insoportable cuando se acaban las pastas.
–Así que a su chico le gustan las pastas, ¿eh?
–Oh, Señor, este codo me está matando –contestó la señora Reilly.
En el centro del grupo que se había formado delante de los grandes almacenes, se balanceaba violenta la gorra de cazador, un verde destello en el círculo de gente.
–Hablaré con el alcalde –gritaba Ignatius.
–Deje en paz al muchacho –dijo una voz entre la multitud.
–Vaya a detener a esas chicas que se desnudan de la calle Bourbon –añadió un viejo–. Él es un buen chico. Está esperando a su mamá.
–Gracias –dijo, desdeñoso, Ignatius–. Espero que todos ustedes den testimonio de este ultraje.
–Vamos, acompáñeme –le dijo el policía con menguante seguridad. A su alrededor había ya casi una multitud y no se veía ni un guardia de tráfico–. Vamos a la comisaría.
–Así que un buen muchacho no puede ya ni esperar a su mamá a la puerta de un comercio. –Era de nuevo el viejo–. Convénzanse, la ciudad nunca fue así. Esto es el comunismo.
–¿Está llamándome usted comunista? –preguntó el policía al viejo, mientras procuraba evitar los latigazos de la cuerda del laúd–. Le llevaré también a usted. Así mirará más a quién anda llamando comunista.
–A mí no puede usted detenerme –gritó el viejo–. Pertenezco al Club Edad Dorada, patrocinado por el Departamento Recreativo de Nueva Orleans.
–Deje en paz a ese anciano, policía de mierda –chilló una mujer–. Es probable que tenga ya nietos.
–Los tengo –dijo el viejo–. Tengo seis nietos, estudian todos con las hermanas. Y son muy listos, además.
Sobre las cabezas del gentío, Ignatius vio a su madre que salía despacito del vestíbulo de los almacenes cargando con los artículos de repostería como si fuesen cajas de cemento.
–¡Mamá! –gritó–. Llegas en el momento justo. Me han detenido.
Abriéndose paso entre la gente, la señora Reilly dijo:
–¡Ignatius! ¿Pero qué pasa? ¿Qué has hecho ahora? Eh, oiga, quítele esas manos de encima a mi hijo.
–No le estoy tocando, señora –dijo el policía–. ¿Este de aquí es su hijo?
La señora Reilly arrebató a Ignatius la zumbante cuerda de laúd.
–Pues claro que soy su hijo –dijo Ignatius–. ¿Es que no ve usted el afecto que siente por mí?
–Sí, esa señora quiere mucho a su hijo –corroboró el viejo.
–¿Qué intenta usted hacerle a mi pobre niño? –preguntó la señora Reilly al policía; Ignatius palmeó con una de sus inmensas zarpas el pelo teñido con aleña de su madre–. ¿Cómo se atreve usted a detener a un pobre muchacho con toda la gente que anda suelta por esta ciudad? Está esperando a su mamá e intentan detenerle.
–Aquí tendría que intervenir el Sindicato de Libertades Civiles –comentó Ignatius, apretando con la zarpa el hombro caído de su madre–. Hemos de comunicárselo a Myrna Minkoff, mi amor perdido. Ella sabe de estas cosas.
–Son los comunistas –interrumpió el viejo.
–¿Qué edad tiene? –preguntó el policía a la señora Reilly.
–Treinta años –contestó Ignatius, condescendiente.
–¿Tiene usted trabajo?
–Ignatius tiene que ayudarme en casa –dijo la señora Reilly; empezaba a fallarle un poco su valor inicial, así que se puso a enroscar la cuerda del laúd con el cordel de las cajas de las pastas–. Tengo una arturitis horrible.
–Limpio un poco el polvo –explicó Ignatius al policía–. Además, estoy escribiendo una extensa denuncia contra nuestro siglo. Cuando mi cerebro se agota de sus tareas literarias, suelo hacer salsa de queso.
–Ignatius hace unas salsas de queso deliciosas –dijo la señora Reilly.
–Es un detalle estupendo –señaló el viejo–. La mayoría de los muchachos se pasan el día correteando por ahí.
–¿Por qué no se calla usted? –dijo el policía al viejo.
–Ignatius –preguntó la señora Reilly con voz trémula–, ¿qué has hecho, hijo mío?
–Bueno, mamá, la verdad es que creo que el que empezó fue él. –Ignatius señaló al viejo con la bolsa de partituras–. Yo estaba aquí, esperándote, rezando para que las noticias del médico fueran alentadoras.
–Llévese de aquí a ese viejo –dijo la señora Reilly al policía–. Está armando líos. Es una vergüenza que dejen sueltas por la calle a personas como él.
–Todos los policías son comunistas –gritó el viejo.
–¿Pero no le dije a usted que se callara? –dijo el policía, furioso.
–Todas las noches me pongo de rodillas y doy gracias a Dios de que estemos protegidos –explicó la señora Reilly a la multitud–. Sin la policía, todos estaríamos muertos a estas horas. Estaríamos tumbados en la cama con el cuello cortado de oreja a oreja.
–Eso es una gran verdad, sí, señor –confirmó una mujer entre la multitud.
–Deberíamos rezar un rosario por las fuerzas del orden.
La señora Reilly dirigía ahora sus comentarios a la multitud. Ignatius le acarició torpemente el hombro, susurrando frases de aliento.
–¿Pero rezaríamos un rosario por un comunista? –añadió la señora Reilly.
–No –contestaron fervorosamente varias voces. Alguien dio un empujón al viejo.
–Es cierto, señora –gritó el viejo–. Él intentaba detener a su hijo. Igual que en Rusia. Son todos comunistas.
–Vamos –dijo el policía al viejo. Y le agarró rudamente por la espalda del abrigo.
–¡Oh, Dios mío! –dijo Ignatius, observando al pálido y pequeño policía que intentaba sujetar al viejo–. Tengo los nervios hechos migas.
–¡Socorro! –gritó el viejo, apelando a la multitud–. Esto es un abuso. ¡Es una violación de la Constitución!
–Está loco, Ignatius –dijo la señora Reilly–. Será mejor que nos marchemos de aquí, niño. –Luego se volvió a la gente y dijo–: Váyanse, amigos. Podría matarnos a todos. Yo, personalmente, creo que puede que el comunista sea él.
–No tienes que exagerar, madre –dijo Ignatius mientras se abrían paso entre la multitud, que empezaba a dispersarse. Enfilaron a buen paso calle Canal abajo.
Ignatius miró atrás y vio al viejo y al policía bajito forcejeando bajo el reloj de los grandes almacenes.
–¿Podrías aminorar un poquito la marcha? Creo que tengo un soplo cardíaco.
–Oh, cállate ya. ¿Cómo crees que me siento yo? A mi edad no debería correr de este modo.
–El corazón es importante a cualquier edad, creo yo.
–Tú tienes el corazón perfectamente.
–Lo tendría si caminásemos un poco más despacio. –Los pantalones de tweed se le hinchaban alrededor de las nalgas gargantuescas mientras caminaban calle abajo–. ¿Tienes la cuerda de mi laúd?
La señora Reilly arrastró tras ella a Ignatius, doblaron la esquina y entraron en la calle Bourbon. Allí empezaba el Barrio Francés.
–¿Por qué se metió contigo ese policía, muchacho?
–No tengo idea. Pero probablemente venga por nosotros en cuanto haya dominado a ese viejo fascista.
–¿Tú crees? –preguntó, nerviosa, la señora Reilly.
–Yo diría que sí. Parecía decidido a detenernos. Debe tener que cubrir una especie de cuota mínima o algo así. Dudo muchísimo que me deje burlarle así tan fácilmente.
–¡Sería espantoso! Saldrías en todos los periódicos, Ignatius. ¡Qué desgracia! Tienes que haber hecho algo mientras estabas esperándome, Ignatius. Te conozco, muchacho.
–Sólo estaba pensando en mis cosas, te lo aseguro –jadeó Ignatius–. Por favor, tenemos que parar. Creo que voy a tener una hemorragia.
–Bueno, bueno.
La señora Reilly contempló la cara enrojecida de su hijo y comprendió que se desmayaría muy satisfecho a sus pies sólo para ratificar sus palabras. Ya lo había hecho otras veces. La última vez que le obligó a acompañarla a misa un domingo, se había desmayado dos veces camino de la iglesia, y otra vez durante el sermón, de pura flojera, cayéndose del banco y provocando un incidente de lo más embarazoso.
–Lo mejor será entrar aquí y sentarse un poco.
Y le empujó con una de las cajas de pastas hacia la entrada de un bar, el Noche de Alegría. En una oscuridad que olía a whisky y a colillas, se encaramaron en sendos taburetes. Mientras la señora Reilly colocaba las cajas de pastas en la barra, Ignatius dilató las flexibles aletas de su nariz y dijo:
–Dios mío, mamá, esto huele de un modo asqueroso. Se me está revolviendo el estómago.
–¿Acaso quieres volver a la calle? ¿Quieres que te coja ese policía?
Ignatius no contestó, pero resopló ruidosamente haciendo muecas. Un camarero, que había estado observándoles, preguntó quisquilloso desde las sombras:
–¿Sí?
–Yo un café –dijo majestuosamente Ignatius–. Café de achicoria y leche caliente.
–Muy bien –dijo el camarero.
–Quizá no me vea capaz de tomarlo –le dijo a su madre–. Es una cosa abominable.
–Pues toma una cerveza, Ignatius. No vas a morirte por eso.
–Puedo hincharme.
–Yo tomaré una Dixie 45 –dijo la señora Reilly al camarero.
–¿Y el caballero? –preguntó el camarero con voz sonora y engolada–. ¿Qué tomará usted?
–Tráigale una Dixie también.
–No debo beber eso –dijo Ignatius mientras el camarero iba por las cervezas.
–No podemos estar aquí sentados sin tomar nada, Ignatius.
–No entiendo por qué. Somos los únicos clientes. Deberían estar muy contentos de tenernos.
–Aquí hay chicas de esas que se desnudan de noche, ¿verdad? –dijo la señora Reilly, dándole un codazo a su hijo.
–Es muy probable –dijo fríamente Ignatius; parecía muy pesaroso–. Podríamos haber entrado en cualquier otro sitio. Tengo la sospecha de que la policía hará una redada en este lugar en cualquier momento.
Luego resolló sonoramente, carraspeó y dijo:
–Menos mal que mi bigote filtra parte del hedor. Aun así, mis órganos olfativos están empezando a emitir señales de inquietud.
Tras lo que pareció mucho tiempo, durante el cual hubo mucho tintineo de vasos y cierres de neveras en un lugar indeterminado, en las sombras apareció de nuevo el camarero y puso ante ellos las cervezas, haciendo como que volcaba la de Ignatius sobre el regazo de éste. Los Reilly recibían el peor servicio que se dispensaba en el Noche de Alegría, el tratamiento destinado a los clientes indeseables.
–¿No tendrán ustedes por casualidad un Dr. Nut frío? –preguntó Ignatius.
–No.
–Es que a mi hijo le encantan los Dr. Nut –explicó la señora Reilly–. Tengo que comprárselos por cajas. A veces, se sienta y se toma dos o tres seguidos él solo.
–Estoy seguro de que eso a este señor no le interesa lo más mínimo –dijo Ignatius.
–¿Por qué no se quita usted la gorra? –preguntó el camarero.
–¡Ni hablar! –atronó Ignatius–. ¡Con el frío que hace aquí!
–Bueno, allá usted –dijo el camarero, y se perdió en las sombras del otro extremo de la barra.
–¡Qué barbaridad!
–Cálmate –dijo su madre.
Ignatius alzó la orejera del lado de su madre.
–En fin, alzaré esto para que no tengas que forzar la voz. ¿Qué dijo el médico de tu codo, o lo que sea?
–Tengo que darme masajes.
–Supongo que no querrás que te los dé yo. Ya sabes lo que pienso de ese asunto de tocar a los otros.
–Me dijo que procurara evitar el frío todo lo posible.
–Si yo supiera conducir, podría ayudarte más, supongo.
–Bueno, no te preocupes, querido.
–En realidad, hasta ir en coche me afecta, sí. Por supuesto, lo peor es ir en uno de esos espantosos autocares, uno de esos grandes monstruos de dos pisos, los Scenecruisers Greyhound. Ir allá arriba. ¿Te acuerdas cuando fui en un monstruo de ésos a Baton Rouge? Vomité varias veces. El chófer tuvo que parar en medio de los pantanos para que me bajara y paseara un rato. Los demás viajeros se enfadaron muchísimo. Debían tener estómagos de acero para poder ir tan tranquilos en aquella máquina infernal. El solo hecho de salir de Nueva Orleans me altera considerablemente. Tras los límites de la ciudad empieza el corazón de las tinieblas, la auténtica selva.
–Ya recuerdo, ya, Ignatius –dijo con aire ausente la señora Reilly, bebiendo a grandes tragos la cerveza–. Cuando volviste a casa estabas malo de veras.
–Entonces ya me sentía mejor. Lo peor fue cuando llegué a Baton Rouge. Me di cuenta de que tenía un billete de ida y vuelta, y que tendría que volver en aquel autobús.
–Todo eso ya me lo contaste, chico.
–Volver en taxi a Nueva Orleans me costó cuarenta dólares, pero al menos no me puse violentamente enfermo durante el viaje, aunque sentí ganas de vomitar varias veces. Obligué al chófer a ir muy despacio, lo cual resultó una desgracia para él. La policía del estado le paró dos veces por ir a velocidad inferior al límite mínimo por autopista. La tercera vez que le pararon le quitaron el permiso de conducir. Habían estado vigilándonos con el radar durante todo el viaje, al parecer.
La atención de la señora Reilly bailaba entre su hijo y la cerveza. Llevaba tres años oyendo aquella historia.
–Por supuesto –continuó Ignatius, confundiendo la expresión absorta de su madre con un vivo interés por lo que le contaba– era la primera vez en mi vida que salía de Nueva Orleans. Puede que fuese la falta de un centro de orientación lo que me alteró. Correr a tanta velocidad en aquel autobús era como precipitarse en el abismo. Cuando salimos de los pantanos y llegamos a aquellos cerros ondulantes que hay cerca ya de Baton Rouge, empecé a sentir miedo, empecé a pensar que unos cuantos campesinos fanáticos podrían tirar bombas a aquel autobús. Les gusta atacar a los vehículos, que son un símbolo del progreso.
–Bueno, me alegro de que no cogieras aquel trabajo –dijo maquinalmente la señora Reilly.
–No podía. Cuando vi al director del departamento de cultura medieval, empezaron a salirme de inmediato unas pequeñas protuberancias blancas en las manos. Era un hombre absolutamente desalmado. Luego hizo aquel comentario porque yo no llevaba corbata y se burló de mi chaqueta de maderero. Me dejó atónito que una persona tan insustancial se atreviera a hacerme semejante afrenta. Aquella chaqueta era una de las pocas dulzuras que me permitía esta vida, y si diese alguna vez con el lunático que me la robó, le denunciaría a la autoridad correspondiente.
La señora Reilly vio de nuevo aquella horrible chaqueta de maderero llena de manchas de café que ella siempre había querido regalar a los Voluntarios de América, junto con varias prendas más del vestuario favorito de Ignatius.
–En fin, quedé tan abrumado por la absoluta zafiedad de aquel espurio «director», que abandoné corriendo su oficina en mitad de una de sus estúpidas divagaciones y entré en los servicios más próximos, que resultaron ser los de «profesores». Y, bueno, cuando estaba sentado en una de aquellas cabinas, con la chaqueta de maderero sobre la puerta, de repente vi que la chaqueta desaparecía. Oí unas rápidas pisadas. Luego, se cerró la puerta de los lavabos. Por un instante, me sentí incapaz de perseguir al desvergonzado ladrón, así que comencé a gritar. Alguien entró en los lavabos y llamó a la puerta de la cabina. Resultó ser un miembro de las fuerzas de seguridad del campus, o por lo menos eso dijo. A través de la puerta le expliqué exactamente lo ocurrido. Prometió encontrar la chaqueta y se fue. En realidad, como ya te he dicho otras veces, siempre he sospechado que él y el «director» eran la misma persona. Las voces eran muy parecidas.
–Está claro que no se puede confiar en nadie en estos tiempos, cariño.
–Salí en cuanto pude de los lavabos, deseoso de abandonar aquel horrible lugar. A punto estuve de helarme en aquel campus desolado, intentando conseguir un taxi. Por fin localicé uno que accedió a traerme a Nueva Orleans por cuarenta dólares, y, además, aquel taxista fue tan caritativo que me prestó su chaqueta. Aunque cuando llegamos aquí estaba muy deprimido por haberse quedado sin permiso de conducir, y, en fin, más bien hosco conmigo. Parecía tener un principio de catarro también, a juzgar por sus frecuentes estornudos. Bueno, fueron casi dos horas en la autopista.
–Creo que me tomaría una cerveza más, Ignatius.
–¡Mamá! ¿En este horrible lugar?
–Sólo una, chico. Vamos, quiero otra.
–Cogerás algo malo con esos vasos. Pero en fin, si estás decidida, pídeme a mí un coñac, ¿de acuerdo?
La señora Reilly hizo una señal al camarero, que salió de entre las sombras y preguntó:
–¿Y qué fue lo que le pasó en aquel autobús, amigo? No entendí el final de la historia.
–¿Tendría usted la bondad de atender el bar como es debido? –dijo Ignatius, furioso–. Su obligación es servir en silencio lo que le pidan. Si quisiéramos incluirle a usted en nuestra conversación, se lo habríamos indicado. Sepa que estamos discutiendo cuestiones personales de no poca importancia.
–El señor sólo pretende ser amable, Ignatius. Debería darte vergüenza.
–Eso es contradictorio en sí mismo. Nadie puede ser amable ni bueno en un antro como éste.
–Queremos otras dos cervezas.
–Una cerveza y un coñac –corrigió Ignatius.
–No hay más vasos limpios –dijo el camarero.
–Vaya, qué lástima –dijo la señora Reilly–. En fin, podemos usar los mismos que tenemos.
El camarero se encogió de hombros y se perdió de nuevo en las sombras.
II
En la comisaría, el viejo se sentó en un banco con los demás, ladrones de tiendas la mayoría, que constituían la última redada de la tarde. Se había colocado pulcramente sobre un muslo la tarjeta de la seguridad social, la de la St. Odo Of Cluny Holy Name Society, una insignia del Club Edad Dorada y una hoja de papel que le identificaba como miembro de la Legión Americana. Un joven negro, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol era espacial, estudiaba el pequeño dossier emplazado en aquel muslo contiguo al suyo.
–¡Caramba! –dijo, sonriendo–. Usté pertenece a casi to.
El viejo reordenó meticulosamente sus tarjetas sin decir nada.
–¿Y cómo es que han traío aquí a una persona como usté? –Las gafas de sol echaron humo sobre las tarjetas del viejo–. Estos polis deben está desesperaos.
–Estoy aquí porque se han violado mis derechos constitucionales –dijo el viejo, con súbita cólera.
–No van a creérselo, ¿sabe? Será mejó que invente usté otra cosa. –Una mano oscura avanzó hacia una de las tarjetas–. Eh, oiga, ¿qué significa esto de «Edad Dorada»?
El viejo cogió la tarjeta y volvió a colocarla con las otras.
–Esas tarjetitas no le servirán de na. Le meterán en la cárcel de tós modos. Ellos meten en la cárcel a to el mundo.
–¿Cree usted? –preguntó el viejo a la nube de humo.
–Claro. –Una nueva nube se alzó flotando–. ¿Cómo es que está usté aquí, hombre?
–No sé.
–¿Que no sabe? ¡Vaya! Qué locura. Por algo será. A la gente de coló la cogen muchas veces por na, pero usté tiene que está aquí por algo, señó.
–La verdad es que no lo sé –dijo lúgubremente el viejo–. Yo estaba con un grupo de gente delante de D. H. Holmes.
–Y le robó la cartera a alguien.
–No, le llamé una cosa a un policía.
–¿Pero qué le llamó?
–Comunista.
–¡Comunista! Buuuu. Si yo le llamase a un policía comunista, este culo estaría ya entre rejas, seguro. Pero me gustaría llamale comunista a un tipo de ésos. En fin, yo estaba esta tarde en Woolsworth y un tipo va y roba una bolsa de anacardos y el dependiente se pone a chillá como si le hubieran pinchao. ¡Paf! Inmediatamente me agarra un tipo y luego un policía cabrón me saca de allí a rastras. Hay que darle a la gente una oportunidá. ¡Sí señó! –Chupó el cigarrillo–. Nadie me encontró encima los anacardos; pero, de todos modos, el poli me sacó de allí a rastras. Creo que aquel tipo era comunista, un comunista hijoputa y cabrón.
El viejo carraspeó y jugó con sus tarjetas.
–Probablemente le dejen marchá –dijeron las gafas de sol–. A mí probablemente me suelten una pequeña plática para asustame, aunque sepan que no cogí los anacardos. Puede que intenten demostrá que los cogí. Pueden comprá una bolsa y metémela en el bolsillo sin que yo me dé cuenta. Los de Woolsworth probablemente quieran que me encierren pa toa la vida.
El negro parecía totalmente resignado y lanzó una nueva nube de humo azul que le envolvió a él y envolvió al viejo y sus tarjetas. Luego, se dijo: «¿Quién cogería los anacardos? Probablemente los cogiese aquel mismo tipo.»
Un policía llamó al viejo indicándole que se acercase a la mesa que había en el centro de la estancia, donde estaba sentado un sargento. Allí estaba también, de pie, el patrullero que le había detenido.
–¿Cómo se llama usted? –preguntó el sargento al viejo.
–Claude Robichaux –contestó él, y puso sus tarjetitas sobre la mesa, ante el sargento.
El sargento miró las tarjetas y dijo:
–Aquí el patrullero Mancuso dice que opuso usted resistencia a la autoridad y que le llamó comunista.
–Fue sin darme cuenta –dijo, apesadumbrado, el viejo, percibiendo la furia con que el sargento trataba las tarjetitas.
–Según Mancuso, usted dijo que todos los policías son comunistas.
–¡Ahí va! –dijo el negro, desde el otro lado de la habitación.
–¿Quieres callarte, Jones? –gritó el sargento.
–Vale, vale, me callo –contestó Jones.
–Luego me ocuparé de ti.
–Bueno, yo no llamé comunista a nadie –dijo Jones–. A mí me lió el tipo aquel de Woolsworth. Ni siquiera me gustan los anacardos.
–Cierra el pico, ¿quieres?
–Bueno, bueno, está bien –dijo alegremente Jones, y lanzó un gran nubarrón de humo.
–No dije con intención lo que dije –explicó el señor Robichaux al sargento–. Es que me puse nervioso. No pude controlarme. Este policía intentaba detener a un pobre chico que estaba esperando a su mamá junto a Holmes.
–¿Qué? –El sargento se volvió al policía pálido y bajito–. ¿Qué intentaba usted hacer?
–No era un chico –dijo Mancuso–. Era un hombre gordo y grande con una indumentaria muy rara. Parecía un sospechoso. Yo sólo quería hacer una inspección de rutina y él ofreció resistencia. Además, parecía un prevertido sexual.
–¿Un pervertido? –preguntó ávidamente el sargento.
–Sí –dijo Mancuso, con renovada confianza–. Un prevertido grande, muy grande.
–¿Cómo de grande?
–El más grande que he visto en toda mi vida –dijo Mancuso, extendiendo los brazos como si describiese un trofeo de pesca. Al sargento le brillaron los ojos–. Lo primero que vi fue aquella gorra verde de cazador que llevaba.
Jones escuchaba con atento distanciamiento, desde algún punto del interior de su nube.
–Bueno, Mancuso, ¿y qué pasó? ¿Cómo es que no está aquí delante de mí?
–Se largó. Salió aquella mujer de la tienda y lo lió todo y se fueron corriendo, doblaron la esquina y se metieron en el Barrio Francés.
–Vaya, dos personajes del Barrio Francés –dijo el sargento, súbitamente iluminado.
–No, señor –interrumpió el viejo–. Ella era de veras su mamá. Una señora muy agradable y muy simpática. Yo ya les he visto otras veces por el centro. Este policía la asustó.
–Escuche, Mancuso –chilló el sargento–. Es usted el único miembro del cuerpo capaz de intentar detener a alguien separándolo de su madre. ¿Y por qué ha traído usted aquí al abuelo, a ver, dígame? Telefonee a su familia y dígales que vengan a recogerle.
–Por favor –suplicó el señor Robichaux–. Eso no. Mi hija está ocupada con los chicos. No me han detenido en toda mi vida. Ella no puede venir a buscarme. ¿Qué van a pensar mis nietos? Estudian todos con las hermanas.
–Consiga el número de su hija, Mancuso. ¡Esto le enseñará a llamarnos comunistas!
–¡Por favor! –El señor Robichaux lloraba–. Mis nietos me respetan.
–¡Dios santo! –dijo el sargento–. Intentar detener a un chico que iba con su mamá, traer aquí a este abuelo. Lárguese usted de aquí ahora mismo, Mancuso. Llévese al abuelo. ¿Quiere detener usted a tipos sospechosos? Pues no se preocupe, que ya le ayudaremos.
–Sí, señor –dijo débilmente Mancuso, llevándose al sollozante viejo.
–¡Jua! –dijo Jones desde las profundidades más secretas de su nube.
III
Iba anocheciendo fuera del Noche de Alegría. Comenzó a iluminarse la calle Bourbon. Parpadearon los letreros de neón, reflejándose en las calles humedecidas por la leve llovizna que ya llevaba un rato cayendo. Los taxis que traían a los primeros clientes de la noche, turistas del Medio Oeste y gente que venía a convenciones, producían rumores chapoteantes en la fría oscuridad.
En el Noche de Alegría había algunos clientes más, un hombre que repasaba con el dedo un boleto de apuestas de las carreras, una rubia deprimida que parecía relacionada de algún modo con el bar, y un joven elegantemente vestido que fumaba Salems en cadena y bebía daiquiris helados a grandes tragos.
–Será mejor que nos vayamos, Ignatius –dijo la señora Reilly, y eructó.
–¿Qué? –aulló Ignatius–. Hemos de quedarnos para ver la corrupción. Como puedes observar, ya empieza.
El joven elegante se derramó el daiquiri en la chaqueta de terciopelo verde botella.
–Eh, camarero –llamó la señora Reilly–. Traiga un paño. Uno de los clientes acaba de derramar la bebida.
–No se preocupe, querida –dijo furioso el joven, que arqueó una ceja mirando a Ignatius y a su madre–. En realidad, creo que me he equivocado de bar.
–No se inquiete usted, querido –aconsejó la señora Reilly–. ¿Qué es eso que bebe? Parece una bola de