El Sacerdocio Católico - Juan Pablo II
El Sacerdocio Católico - Juan Pablo II
El Sacerdocio Católico - Juan Pablo II
CATEQUESIS
SOBRE
EL PRESBITERADO
Y LOS
PRESBÍTEROS
EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
1. EL PRESBITERADO,
PARTICIPACIÓN MINISTERIAL EN EL
SACERDOCIO DE CRISTO*
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Audiencia General, 31 de marzo de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
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2. LA MISIÓN EVANGELIZADORA
DE LOS PRESBÍTEROS *
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Audiencia General, 21 de abril de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
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Audiencia General, 5 de mayo de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
por la caridad» (Ga 5, 6), caridad que brota del corazón del Salvador y fluye
en los sacramentos para propagarse a toda la existencia cristiana.
4. El ministerio sacramental de los presbíteros está, por tanto, dotado de una
fecundidad divina. Lo recordó muy bien el Concilio.
Así, con el bautismo, los presbíteros “introducen a los hombres en el pueblo
de Dios” (Presbyterorum ordinis, 5) y, por tanto, son responsables no sólo de
una digna celebración del rito, sino también de una buena preparación para el
mismo, con la formación de los adultos en la fe y, en el caso de los niños, con
la educación de la familia para colaborar en el acontecimiento.
Además, «en el espíritu de Cristo Pastor los instruyen para que con espíritu
contrito sometan sus pecados a la Iglesia en el sacramento de la penitencia,
de suerte que día a día se conviertan más y más al Señor, recordando aquellas
palabras suyas: “Haced penitencia, pues se acerca el reino de los cielos” (Mt
4, 17)» (ib.). Por ello, también los presbíteros deben vivir personalmente con
la actitud de hombres que reconocen sus propios pecados y su propia
necesidad de perdón, en comunión de humildad y penitencia con los fieles.
Así podrán manifestar de una forma más eficaz la grandeza de la
misericordia divina y dar, junto con el perdón, una confortación celeste a
quienes se siente oprimidos por el peso de sus culpas.
En el sacramento del matrimonio, el presbítero está presente como
responsable de la celebración, testimoniando la fe y acogiendo el
consentimiento de parte de Dios, a quien representa como ministro de la
Iglesia. De ese modo, participa profunda y vitalmente no sólo en el rito, sino
también en la dimensión más profunda del sacramento.
Y, por último, con la unción de los enfermos, los presbíteros «alivian a
éstos» (ib.). Es una misión prevista por Santiago, que en su carta enseñaba:
«¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia,
que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor» ( St 5, 14).
Sabiendo, pues, que el sacramento de la unción está destinado a aliviar y a
proporcionar purificación y fuerza espiritual, el presbítero sentirá la
necesidad de esforzarse por que su presencia transmita al enfermo la
compasión eficaz de Cristo y dé testimonio de la bondad de Jesús para con
los enfermos, a los que dedicó gran parte de su misión evangélica.
5. Esta reflexión acerca de las disposiciones con que es preciso procurar
acercarse a los sacramentos, celebrándolos con conciencia y espíritu de fe, la
completaremos en las catequesis que, con la ayuda de Dios, dedicaremos a
los sacramentos. En las próximas catequesis trataremos otro aspecto de la
misión del presbítero en el ministerio sacramental: el culto de Dios, que se
realiza especialmente en la Eucaristía. Digamos, ya desde ahora, que se trata
del elemento más importante de su función eclesial, la razón principal de su
ordenación, la finalidad que da sentido y alegría a su vida.
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
4. EL CULTO EUCARÍSTICO,
PRINCIPAL MISIÓN DE LOS PRESBÍTEROS*
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Audiencia General, 12 de mayo de 1993
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5. EL PRESBÍTERO,
PASTOR DE LA COMUNIDAD*
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Audiencia General, 19 de mayo de 1993
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6. EL PRESBÍTERO,
HOMBRE CONSAGRADO A DIOS*
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Audiencia General, 26 de mayo de 1993
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7. EL PRESBÍTERO,
HOMBRE DE ORACIÓN*
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Audiencia General, 2 de junio de 1993
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aprovecharla cada día como una ocasión favorable para reflexionar sobre los
acontecimientos de la vida a la luz del Evangelio, de manera que, convertidos
en oyentes fieles y atentos del Verbo, logren ser ministros veraces de la
Palabra. Sean asiduos en la oración personal, en la recitación de la liturgia de
las Horas, en la recepción frecuente del sacramento de la penitencia y, sobre
todo, en la devoción al misterio eucarístico» (Documento conclusivo de la II
Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio ministerial,
n. 3; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de
1971, p. 4).
3. El concilio Vaticano II, por su parte, había recordado al presbítero la
necesidad de que se encuentre habitualmente unido a Cristo, y para ese fin le
había recomendado la oración frecuente: «De muchos modos, especialmente
por la alabada oración mental y por las varias formas de preces que
libremente eligen, los presbíteros buscan y fervorosamente piden a Dios
aquel espíritu de verdadera adoración por el que... se unan íntimamente con
Cristo, mediador del Nuevo Testamento» (Presbyterorum ordinis, 18). Como
se puede comprobar, entre las diversas formas de oración, el Concilio
subraya la oración mental, que es un modo de oración libre de fórmulas
rígidas, no requiere pronunciar palabras y responde a la guía del Espíritu
Santo en la contemplación del misterio divino.
4. El Sínodo de los obispos de 1971 insiste, de forma especial, en la
contemplación de la palabra de Dios (cf. L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 4). No nos debe impresionar la
palabra contemplación a causa de la carga de compromiso espiritual que
encierra. Se puede decir que, independientemente de las formas y estilos de
vida, entre los que la vida contemplativa sigue siendo siempre la joya más
preciosa de la Esposa de Cristo, la Iglesia, vale para todos la invitación a
escuchar y meditar la palabra de Dios con espíritu contemplativo, a fin de
alimentar con ella tanto la inteligencia como el corazón. Eso favorece en el
sacerdote la formación de una mentalidad, de un modo de contemplar el
mundo con sabiduría, en la perspectiva del fin supremo: Dios y su plan de
salvación.
El Sínodo dice: «Juzgar los acontecimientos a la luz del Evangelio» (cf.
ib.). En eso estriba la sabiduría sobrenatural, sobre todo como don del
Espíritu Santo, que permite juzgar bien a la luz de las razones últimas, de las
cosas eternas. La sabiduría se convierte así en la principal ayuda para pensar,
juzgar y valorar como Cristo todas las cosas, tanto las grandes como las
pequeñas, de forma que el sacerdote —al igual e incluso más que cualquier
otro cristiano— refleje en sí la luz, la adhesión al Padre, el celo por el
apostolado, el ritmo de oración y de acción, e incluso el aliento espiritual de
Cristo. A esa meta se puede llegar dejándose guiar por el Espíritu Santo en la
meditación del Evangelio, que favorece la profundización de la unión con
Cristo, ayuda a entrar cada vez más en el pensamiento del maestro y afianza
la adhesión a él de persona a persona.
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8. LA EUCARISTÍA
EN LA VIDA ESPIRITUAL DEL PRESBÍTERO*
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Audiencia General, 9 de junio de 1993
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Audiencia General, 30 de junio de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
fin del mundo. Y a cada uno de ellos, al igual que al discípulo amado, los
confió de manera especial a la maternidad de María.
Jesús también dijo a Juan: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 27).
Recomendaba, así, al Apóstol predilecto que tratar María como a su propia
madre; que la amara, venerara protegiera durante los años que le quedaban
por vivir en la tierra, pero a la luz de lo que estaba escrito de ella en el cielo,
al que sería elevada y glorificada. Esas palabras son el origen del culto
mariano. Es significativo que estén dirigidas a un sacerdote. ¿No podemos
deducir de ello que el sacerdote tiene el encargo de promover y desarrollar
ese culto, y que es su principal responsable?
En su evangelio, Juan subraya que “desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa” (Jn 19, 27). Por tanto, respondió inmediatamente a la
invitación de Cristo y tomó consigo a María, con una veneración en sintonía
con aquellas circunstancias. Quisiera decir que también desde este punto de
vista se comportó como un verdadero sacerdote. Y, ciertamente, como un fiel
discípulo de Jesús.
Para todo sacerdote, acoger a Maria en su casa significa hacerle un lugar en
su vida, y estar unido a ella diariamente con el pensamiento, los afectos y el
celo por el reino de Dios y por su mismo culto (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, nn. 2673. 2679).
6. ¿Qué hay que pedir a María como Madre del sacerdote? Hoy, del mismo
modo –o quizá más– que en cualquier otro tiempo, el sacerdote debe pedir a
María, de modo especial, la gracia de saber recibir el don de Dios con amor
agradecido, apreciándolo plenamente como ella hizo en el Magnificat; la
gracia de la generosidad en la entrega personal para imitar su ejemplo de
Madre generosa; la gracia de la pureza y la fidelidad en el compromiso del
celibato, siguiendo su ejemplo de Virgen fiel; la gracia de un amor ardiente y
misericordioso a la luz de su testimonio de Madre de misericordia.
El presbítero ha de tener presente siempre que en las dificultades que
encuentre puede contar con la ayuda de María. Se encomienda a ella y le
confía su persona y su ministerio pastoral, pidiéndole que lo haga fructificar
abundantemente. Por último, dirige su mirada a ella como modelo perfecto
de su vida y su ministerio, porque ella, como dice el Concilio, “guiada por el
Espíritu Santo, se consagró toda al ministerio de la redención de los hombres;
los presbíteros reverenciarán y amarán, con filial devoción y culto, a esta
madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su
ministerio” (Presbyterorum ordinis, 18). Exhorto a mis hermanos en el
sacerdocio a alimentar siempre esta verdadera devoción a María y a sacar de
ella consecuencias prácticas para su vida y su ministerio. Exhorto a todos los
fieles a encomendarse a la Virgen, juntamente con nosotros, los sacerdotes, y
a invocar sus gracias para sí mismos y para toda la Iglesia.
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
10. EL PRESBÍTERO,
HOMBRE DE LA CARIDAD*
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Audiencia General, 7 de julio de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
“enseñarles muchas cosas” (Mc 6, 34). Por esa misma compasión, cura a
numerosos enfermos (cf. Mt 14, 14), ofreciendo el signo de una intención de
curación espiritual; multiplica los panes para los hambrientos (cf. Mt 15, 32;
Mc 8, 2), símbolo elocuente de la Eucaristía; se conmueve ante las miserias
humanas (cf. Mt 20,34; Mc 1, 41), y, quiere sanarlas; participa en el dolor de
quienes lloran la pérdida de un ser querido (cf. Lc 7, 13; Jn 11, 33.35);
también siente misericordia hacia los pecadores (cf. Lc 15, 1.2), en unión con
el Padre, lleno de compasión hacia el hijo pródigo (cf. Lc 15, 20) y prefiere la
misericordia al sacrificio ritual (cf. Mt 9, 10.13); y en algunas ocasiones
recrimina a sus adversarios por no comprender su misericordia (cf. Mt 12, 7).
4. A este respecto, es significativo el hecho de que la Carta a los Hebreos, a
la luz de la vida y muerte de Jesús, considere la solidaridad y la compasión
como un rasgo esencial del sacerdocio auténtico. En efecto, reafirma que el
sumo sacerdote “es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de
los hombres [...], y puede sentir compasión hacia los ignorantes y
extraviados” (Hb 5, 1.2). Por ese motivo, también el Hijo eterno de Dios
“tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y
sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del
pueblo” (Hb 2, 17). Nuestra gran consolación de cristianos es, por
consiguiente, saber que “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que
nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4,15). Así pues, el presbítero halla en
Cristo el modelo de un verdadero amor a los que sufren, a los pobres, a los
afligidos y, sobre todo, a los pecadores, pues Jesús está cercano a los
hombres con una vida semejante a la nuestra; sufrió pruebas y tribulaciones
como las nuestras; por eso, siente gran compasión hacia nosotros y “puede
sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados” (Hb 5,2). Por último,
ayuda eficazmente a los probados, “pues habiendo sido probado en el
sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados” (Hb 2,18).
5. También a la luz de ese amor divino, el concilio Vaticano II presenta la
consagración sacerdotal como fuente de caridad pastoral: “Los presbíteros
del Nuevo Testamento, por su vocación y su ordenación, son segregados en
cierta manera en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de
él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra
para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no
fueran testigos y dispensadores de otra vida más que de la terrena, pero
tampoco podrían servir a los hombres si permanecieran extraños a su vida y a
sus condiciones” (Presbyterorum ordinis, 3). Se trata de dos exigencias que
fundan los dos aspectos del comportamiento sacerdotal: “Su ministerio
mismo exige por título especial que no se identifiquen con este mundo; pero,
al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres y,
como buenos pastores, conozcan a sus ovejas y busquen atraer incluso a las
que no son de este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo, y haya
un solo rebaño y un solo pastor” (ib.). En este sentido se explica la intensa
actividad de Pablo en la recogida de ayudas para las comunidades más
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
pobres (cf. 1 Co 16, 1.4), así como la recomendación que hace el autor de la
carta a los Hebreos, a fin de que se compartan los bienes (koinonía) mediante
la ayuda mutua, como verdaderos seguidores de Cristo (cf. Hb 13, 16).
6. Según el Concilio, el presbítero que quiera conformarse al buen Pastor y
reproducir en sí mismo su caridad hacia sus hermanos, deberá esmerarse en
algunos puntos que hoy tienen igual o mayor importancia que en otros
tiempos: conocer su ovejas (cf. Presbyterorum ordinis, 3), especialmente con
los contactos, las visitas, las relaciones de amistad, los encuentros
programado su ocasionales, etc., siempre con finalidad y espíritu de buen
pastor; acoger como Jesús a la gente que se dirige a él, estando dispuesto a
escuchar, deseoso de comprender, abierto y sencillo en la benevolencia,
esforzándose en las obras y en las iniciativas de ayuda a los pobres y a los
desafortunados; cultivar y practicar las “virtudes que con razón se aprecian
en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza
de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y
otras cualidades” (ib.), y también la paciencia, la disposición a perdonar con
prontitud y generosidad, la afabilidad, la sociabilidad, la capacidad de ser
disponibles y serviciales, sin considerarse a si mismo como un bienhechor.
Es una gama de virtudes humanas y pastorales, que la fragancia de la caridad
de Cristo puede y debe hacer realidad en la conducta del presbítero (cf.
Pastores dabo vobis, 23).
7. Sostenido por la caridad, el presbítero puede seguir, en el desarrollo de su
ministerio, el ejemplo de Cristo, cuyo alimento consistía en hacer la voluntad
del Padre. En la adhesión amorosa a esa voluntad, el presbítero hallará el
principio y la fuente de unidad de su vida. Lo afirma el Concilio: los
presbíteros deben “unirse a Cristo en el conocimiento de la voluntad del
Padre [...]. De este modo, desempeñando el papel del buen Pastor, en el
mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vinculo de la perfección
sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad” (Presbyterorum
ordinis, 14). La fuente de esa caridad es siempre la Eucaristía, “centro y raíz
de toda la vida del presbítero” (ib.), cuya alma, por eso mismo, deberá
intentar “reproducir lo que se efectúa en el altar” (ib.).
La gracia y la caridad del altar se extienden, de este modo, hacia el ambón,
el confesionario, el archivo parroquial, la escuela, el oratorio, las casas y las
calles, los hospitales, los medios de transporte y los medios de comunicación
social; es decir, hacia todos los lugares donde el presbítero tiene la
posibilidad de realizar su labor pastoral. En todo caso, su misa se difunde; su
unión espiritual con Cristo sacerdote y hostia —como decía san Ignacio de
Antioquía— lo convierte en “trigo de Dios para ser hallado como pan puro
de Cristo” (cf. Epist. ad Romanos, IV, I), para el bien de sus hermanos.
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
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Audiencia General, 17 de julio de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
cosas del Señor. Como dice el Concilio, el compromiso del celibato, derivado
de una tradición que se remonta a Cristo, “está en múltiple armonía con el
sacerdocio [...]. Es, en efecto, signo y estímulo al mismo tiempo de la caridad
pastoral y fuente peculiar de fecundidad espiritual en el mundo”
(Presbyterorum ordinis, 16).
Es verdad que en las Iglesias orientales muchos presbíteros están casados
legítimamente según el derecho canónico que les corresponde. Pero también
en esas Iglesias los obispos viven el celibato y así mismo cierto número de
sacerdotes. La diferencia de disciplina, vinculada a condiciones de tiempo y
lugar valoradas por la Iglesia, se explica por el hecho de que la continencia
perfecta, como dice el Concilio, “no se exige, ciertamente, por la naturaleza
misma del sacerdocio” (ib.). No pertenece a la esencia del sacerdocio como
orden y, por tanto, no se impone en absoluto en todas las Iglesias. Sin
embargo, no hay ninguna duda sobre su conveniencia y, más aún, su
congruencia con las exigencias del orden sagrado. Forma parte, como se ha
dicho, de la lógica de la consagración.
3. El ideal concreto de esa condición de vida consagrada es Jesús, modelo
para todos, pero especialmente para los sacerdotes. Vivió célibe y, por ello,
pudo dedicar todas sus fuerzas a la predicación del reino de Dios y al servicio
de los hombres, con un corazón abierto a la humanidad entera, como
fundador de una nueva generación espiritual. Su opción fue verdaderamente
“por el reino de los cielos” (cf. Mt 19, 12).
Jesús, con su ejemplo, daba una orientación, que se ha seguido. Según los
evangelios, parece que los Doce, destinados a ser los primeros en participar
de su sacerdocio, renunciaron para seguirlo a vivir en familia. Los evangelios
no hablan jamás de mujeres o de hijos cuando se refieren a los Doce, aunque
nos hacen saber que Pedro, antes de que Jesús lo hubiera llamado, estaba
casado (cf. Mt 8, 14; Mc 1, 30; Lc 4, 38).
4. Jesús no promulgó una ley, sino que propuso un ideal del celibato para el
nuevo sacerdocio que instituía. Ese ideal se ha afirmado cada vez más en la
Iglesia. Puede comprenderse que en la primera fase de propagación y de
desarrollo del cristianismo un gran número de sacerdotes fueran hombres
casados, elegidos y ordenados siguiendo la tradición judaica. Sabemos que
en las cartas a Timoteo (1 Tm 3, 2.3) y a Tito (1, 6) se pide que, entre las
cualidades de los hombres elegidos como presbíteros, figure la de ser buenos
padres de familia, casados con una sola mujer (es decir, fieles a su mujer). Es
una fase de la Iglesia en vías de organización y, por decirlo así, de
experimentación de lo que, como disciplina de los estados de vida,
corresponde mejor al ideal y a los consejos que el Señor propuso. Basándose
en la experiencia y en la reflexión, la disciplina del celibato ha ido
afirmándose paulatinamente, hasta generalizarse en la Iglesia occidental, en
virtud de la legislación canónica. No era sólo la consecuencia de un hecho
jurídico y disciplinar: era la maduración de una conciencia eclesial sobre la
oportunidad del celibato sacerdotal por razones no sólo históricas y prácticas,
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
12. EL PRESBÍTERO
Y LOS BIENES TERRENOS*
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Audiencia General, 21 de julio de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
1. El tema del desapego del presbítero de los bienes terrenos está unido al
tema de su relación con la cuestión política. Hoy más que nunca se asiste a
un entrelazamiento continuo de la economía y la política, ya sea en el ámbito
amplio de los problemas de interés nacional, ya en los campos más
restringidos de la vida familiar y personal. Así sucede en las votaciones para
elegir a los propios representantes en el Parlamento y a los administradores
públicos, en las adhesiones a las listas de candidatos propuestas a los
ciudadanos, en las opciones de los partidos y en los mismos
pronunciamientos sobre personas, programas y balances relativos a la gestión
de la cosa pública. Sería un error hacer depender la política exclusiva o
principalmente de su ámbito económico. Pero los mismos proyectos
superiores de servicio a la persona humana y al bien común, están
condicionados por él y no pueden menos de abarcar en sus contenidos
también las cuestiones referentes a la posesión, el uso, la distribución y la
circulación de los bienes terrenos.
2. Todos éstos son puntos que incluyen una dimensión ética, en la que se
interesan también los presbíteros precisamente con vistas al servicio que
tienen que prestar al hombre y a la sociedad, según la misión recibida de
Cristo. En efecto, él enunció una doctrina y formuló preceptos que aclaran la
vida no sólo de cada una de las personas, sino también de la sociedad. En
particular, Jesús formuló el precepto del amor mutuo. Ese precepto implica el
respeto a toda persona y a sus derechos; implica las reglas de la justicia
social que miran a reconocer a cada persona lo que le corresponde y a
repartir armoniosamente los bienes terrenos entre las personas, las familias y
los grupos. Jesús, además, subrayó el universalismo del amor, por encima de
las diferencias entre las razas y las naciones que componen la humanidad.
Podría decirse que, al definirse a sí mismo Hijo del hombre, quiso declarar,
también con esa presentación de su identidad mesiánica, la destinación de su
obra a todo hombre, sin discriminación entre categorías, lenguas, culturas y
grupos étnicos y sociales. Al anunciar la paz a sus discípulos y a todos los
hombres, Jesús puso su fundamento en el precepto del amor fraterno, de la
solidaridad y de la ayuda recíproca a nivel universal. Está claro que para él
éste era y es el objetivo y el principio de una buena política.
Sin embargo, Jesús nunca quiso empeñarse en un movimiento político,
rehuyendo todo intento de implicarlo en cuestiones o asuntos terrenos (cf. Jn
6, 15). El Reino que vino a fundar no es de este mundo (cf. Jn 18, 36). Por
eso, a quienes querían que tomara posición respecto al poder civil, les dijo:
“Lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios” (Mt 22, 21). Nunca
prometió a la nación judía, a la que pertenecía y amaba, la liberación política,
que muchos esperaban del Mesías. Jesús afirmaba que había venido como
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Audiencia General, 28 de julio de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
pero también con todas las cargas y las dificultades que derivan de ella.
Providencialmente el desarrollo político, constitucional y doctrinal moderno,
va en otra dirección. La sociedad civil ha creado paulatinamente instituciones
y medios para desempeñar sus funciones con autonomía (cf. Gaudium et
Spes, 40 y 76).
Por esa razón, a la Iglesia le corresponde la misión propiamente suya:
anunciar el Evangelio, limitándose a ofrecer su colaboración en todo lo que
lleva al bien común, sin ambicionar ni aceptar desempeñar funciones de
orden político.
4. A la luz de esto, se puede comprender mejor cuanto determinó el Sínodo
de los obispos de 1971 acerca del comportamiento del sacerdote en relación
con la vida política. El sacerdote conserva ciertamente el derecho a tener una
opinión política personal y a ejercer en conciencia su derecho al voto. Como
dice el Sínodo, “en aquellas circunstancias en que se presentan legítimamente
diversas opciones políticas, sociales o económicas, los presbíteros, como
todos los ciudadanos, tienen el derecho de asumir sus propias opciones. Pero
como las opciones políticas son contingentes por naturaleza y no expresan
nunca total, adecuada y perennemente el Evangelio, el presbítero, testigo de
las cosas futuras, debe mantener cierta distancia de cualquier cargo o empeño
político” (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de
diciembre de 1971, p. 4).
En particular, tendrá presente que un partido político no puede identificarse
nunca con la verdad del Evangelio, ni puede, por tanto, ser objeto de una
adhesión absoluta, a diferencia de lo que sucede con el Evangelio. Así pues,
el presbítero tendrá en cuenta ese aspecto relativo, aun cuando los
ciudadanos de fe cristiana constituyan de forma plausible partidos inspirados
expresamente en el Evangelio, y no dejará de empeñarse en hacer que la luz
de Cristo ilumine también a los demás partidos y grupos sociales.
Hay que añadir que el derecho del presbítero a manifestar su opción
personal está limitado por las exigencias de su ministerio sacerdotal. Esa
limitación puede ser también una dimensión de la pobreza que está llamado a
vivir a ejemplo de Cristo. En efecto, puede estar obligado a veces a
abstenerse del ejercicio de su derecho para poder ser signo válido de unidad
y, por tanto, anunciar el Evangelio en su plenitud. Con mayor razón deberá
evitar presentar su opción como la única legitima; y, en el ámbito de la
comunidad cristiana, deberá tener respeto por la madurez de los laicos (cf.
ib.) y, más aún, deberá empeñarse en ayudarlos a alcanzarla mediante la
formación de su conciencia (cf. ib.). Hará lo posible para evitar tener
enemigos a causa de su toma deposición en campo político, que hace que se
pierda la confianza en él y se alejen los fieles confiados a su misión pastoral.
5. El Sínodo de los obispos de 1971 subrayaba especialmente la necesidad
que tiene el presbítero de abstenerse de todo empeño en la militancia política:
“El asumir una función directiva (leadership) o ‘militar’ activamente en un
partido político, es algo que debe excluir cualquier presbítero a no ser que, en
circunstancias concretas y excepcionales, lo exija realmente el bien de la
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Audiencia General, 4 de agosto de 1993
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
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EL PRESBITERADO Y LOS PRESBÍTEROS JUAN PABLO II
1. La comunión, que Jesús quiere que reine entre cuantos participan del
sacramento del orden, debe manifestarse de modo muy especial en las
relaciones de los presbíteros con sus obispos. El concilio Vaticano II habla a
este propósito de una comunión jerárquica, que deriva de la unidad de
consagración y de misión: “Todos los presbíteros, a una con los obispos, de
tal forma participan del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que
la misma unidad de consagración y misión requiere su comunión jerárquica
con el orden de los obispos, que de vez en cuando ponen muy bien de
manifiesto en la concelebración litúrgica, y con ellos unidos profesan
celebrar la sinaxis eucarística” (Presbyterorum ordinis, 7). Como se puede
apreciar, también aquí vuelve a presentarse el misterio de la Eucaristía como
signo y fuente de unidad. A la Eucaristía está unido el sacramento del orden,
que determina la comunión jerárquica entre todos los que participan del
sacerdocio de Cristo: “Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como
religiosos .añade el Concilio., están, pues, adscritos al cuerpo episcopal, por
razón del orden y del ministerio” (Lumen Gentium, 28).
2. Este vínculo entre los sacerdotes de cualquier condición y grado y los
obispos, es esencial en el ejercicio del ministerio presbiteral. Los sacerdotes
reciben del obispo la potestad sacramental y la autorización jerárquica para
dicho ministerio. También los religiosos reciben esa potestad y autorización
del obispo que los ordena sacerdotes, y de quien gobierna la diócesis en la
que desempeñan su ministerio. Incluso los que pertenecen a órdenes exentas
de la jurisdicción de los obispos diocesanos, por su régimen interno reciben
del obispo, de acuerdo con las leyes canónicas, el mandato y la aprobación
para su incorporación y su actividad en el ámbito de la diócesis, quedando a
salvo siempre la autoridad con la que el Romano Pontífice, como Cabeza de
la Iglesia, puede conferir a la órdenes religiosas y a otros institutos el poder
de regirse conforme a sus constituciones y de actuar a nivel mundial. Por su
parte, los obispos tienen en los presbíteros a “colaboradores y consejeros
necesarios en el ministerio y oficio de enseñar, santificar y apacentar al
pueblo de Dios” (Presbyterorum ordinis, 7).
3. Por este vinculo entre sacerdotes y obispos en la comunión sacramental,
los presbíteros son “ayuda e instrumento” del orden episcopal, como escribe
la constitución Lumen Gentium (n. 28), y prolongan en cada comunidad la
acción del obispo, cuya figura de pastor manifiestan, en cierto modo, en los
diversos lugares.
Por su misma identidad pastoral y su origen sacramental, el ministerio de
los presbíteros se ejerce ciertamente “bajo la autoridad del obispo”. De
acuerdo con la Lumen Gentium, bajo su autoridad “cooperan en el trabajo
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Audiencia General, 25 de agosto de 1993
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Audiencia General, 1 de septiembre de 1993
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puede crear categorías o desniveles, porque se trata de tareas que, para los
presbíteros, siempre forman parte del proyecto evangelizador. “Todos —
afirma el Concilio— tienden ciertamente a un mismo fin, la edificación del
cuerpo de Cristo, que, en nuestros días señaladamente, requiere múltiples
organismos y nuevas acomodaciones” (ib.).
3. Por eso es importante que todo presbítero esté dispuesto —y formado
convenientemente— a comprender y estimar la obra realizada por sus
hermanos en el sacerdocio. Es cuestión de espíritu cristiano y eclesial, así
como de apertura a los signos de los tiempos. Ha de saber comprender, por
ejemplo, que hay diversidad de necesidades en la edificación de la
comunidad cristiana, al igual que hay diversidad de carismas y dones. Hay,
además, diferentes modos de concebir y realizar las obras apostólicas, ya que
pueden proponerse y emplearse nuevos métodos de trabajo en el campo
pastoral, con tal que se mantengan siempre en el ámbito de la comunión de fe
y acción de la Iglesia.
La comprensión reciproca es la base de la ayuda mutua en los diversos
campos. Repitámoslo con el Concilio: “Es de gran importancia que todos los
sacerdotes, diocesanos o religiosos, se ayuden mutuamente, a fin de ser
siempre cooperadores de la verdad” (ib.). La ayuda reciproca puede darse de
muchas maneras: por ejemplo, estar dispuestos a socorrer a un hermano
necesitado, aceptar programar el trabajo según un espíritu de cooperación
pastoral, que resulta cada vez más necesario entre los varios organismos y
grupos, y en el mismo ordenamiento global del apostolado. A este respecto,
ha de tenerse presente que la misma parroquia —y a veces también la
diócesis—, aun teniendo autonomía propia, no puede ser una isla,
especialmente en nuestro tiempo, en el que abundan los medios de
comunicación, la movilidad de la gente, la confluencia de muchas personas a
algunos lugares, y la nueva asimilación general de tendencias, costumbres,
modas y horarios. Las parroquias son órganos vivos del único Cuerpo de
Cristo, la única Iglesia, en la que se acoge y se sirve tanto a los miembros de
las comunidades locales, como a todos los que, por cualquier razón, afluyen a
ella en un momento, que puede significar la actuación de la gracia de Dios en
una conciencia y en una vida. Naturalmente, esto no debe transformarse en
motivo de desorden o de irregularidades con respecto a las leyes canónicas,
que también están al servicio de la pastoral.
4. Es de desear y se debe favorecer un especial esfuerzo de comprensión
mutua y de ayuda recíproca, sobre todo en las relaciones entre los presbíteros
de más edad y los más jóvenes: unos y otros son igualmente necesarios para
la comunidad cristiana y apreciados por los obispos y el Papa. El Concilio
recomienda a los de más edad que tengan comprensión y simpatía con
respecto a las iniciativas de los jóvenes; y a los jóvenes, que respeten la
experiencia de los mayores y confíen en ellos; a unos y a otros recomienda
que se traten con afecto sincero, según el ejemplo que han dado tantos
sacerdotes de ayer y de hoy (cf. ib.). ¡Cuántas cosas subirían desde el
corazón hasta los labios acerca de estos puntos, en los que se manifiesta
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Audiencia General, 22 de septiembre de 1993
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Iglesia una teología del laicado que ha llevado a un decreto especial del
Concilio, Apostolicam actuositatem, y, lo que es más importante, a la visión
comunitaria de la Iglesia que aparece en la constitución dogmática Lumen
gentium, y al lugar que en ella se reconoce al laicado.
Por lo que atañe a las relaciones de los presbíteros con los laicos, el
Concilio los considera a la luz de la comunidad viva, activa y orgánica, que
el sacerdote está llamado a formar y guiar. Por eso, el Concilio recomienda a
los presbíteros que reconozcan y promuevan sinceramente la dignidad de los
laicos: dignidad de personas humanas, elevadas por el bautismo a la
condición de hijos de Dios y enriquecidas con sus dones de gracia. Para cada
una de ellas el don divino comporta un papel específico en la misión eclesial
de salvación, también en ámbitos .como los de la familia, la sociedad civil, la
profesión, la cultura, etc. en los que los presbíteros de ordinario no pueden
desempeñar los papeles específicos de los laicos (cf. Presbyterorum ordinis,
9). Tanto los laicos como los presbíteros, mediante un sentido más pleno de
su pertenencia y participación eclesial, deben cobrar cada vez mayor
conciencia de esta diferencia especifica.
4. Siempre de acuerdo con el Concilio, los presbíteros deben respetar la
debida libertad de los laicos, en cuanto hijos de Dios animados por el
Espíritu Santo. En este clima de respeto de la dignidad y de la libertad, se
comprende la exhortación del Concilio a los presbíteros: “Oigan de buen
grado a los laicos”, teniendo en cuenta sus aspiraciones y sirviéndose de su
experiencia y competencia en las actividades humanas, para reconocer “los
signos de los tiempos”. Los presbíteros —prosigue el Concilio— deben tratar
de discernir, con la ayuda del Señor, los carismas de los laicos “tanto los
humildes como los más altos”, “reconociéndolos con gozo y fomentándolos
con diligencia” (ib.).
Es interesante e importante que el Concilio observe y exhorte: “Entre otros
dones de Dios que se encuentran abundantemente en los fieles, son dignos de
singular cuidado aquellos por los que no pocos son atraídos a una más alta
vida espiritual” (ib.). Gracias a Dios, sabemos que son muchos —también en
la Iglesia de hoy, y a menudo también fuera de sus organizaciones visibles—
los fieles que se dedican o desean dedicarse a la oración, a la meditación y a
la penitencia (al menos a la del arduo trabajo de cada día, realizado con
esmero y paciencia, y a la de la difícil convivencia), con compromisos
directos de apostolado militante, o sin ellos. A menudo sienten la necesidad
de un sacerdote consejero, o incluso director espiritual, que los acoja,
escuche y trate en clave de amistad cristiana, con humildad y caridad.
Se podría decir que la crisis moral y social de nuestro tiempo, con los
problemas que plantea tanto a las personas como a las familias, hace sentir
con más fuerza esta necesidad de ayuda sacerdotal en la vida espiritual. Hay
que recomendar vivamente a los presbíteros un nuevo reconocimiento y una
nueva entrega al ministerio del confesionario y de la dirección espiritual,
también a causa de las nuevas exigencias de los laicos, que tienen más deseos
de seguir el camino de la perfección cristiana que presenta el Evangelio.
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«Non vos me elegistis sed ego elegi vos». No me habéis elegido vosotros a
mí, sino que yo os he elegido a vosotros (Jn 15, 16).
Con estas palabras quisiera comenzar esta catequesis, que se encuentra
dentro de un gran ciclo de catequesis sobre la Iglesia. En este gran ciclo se
coloca la catequesis sobre la vocación al sacerdocio. Las palabras que Jesús
dijo a los Apóstoles son emblemáticas y no sólo se refieren a los Doce sino
también a todas las generaciones de personas que Jesús ha llamado a lo largo
de los siglos. Se refieren, en sentido personal, a algunos. Estamos hablando
de la vocación sacerdotal, pero, al mismo tiempo, pensamos también en las
vocaciones a la vida consagrada, tanto masculina como femenina.
Las vocaciones son una cuestión fundamental para la Iglesia, para la fe,
para el porvenir de la fe en este mundo. Toda vocación es un don de Dios,
según las palabras de Jesús: Yo os he elegido. Se trata de una elección de
Jesús, que afecta siempre a una persona; y esta persona vive en un ambiente
determinado: familia, sociedad, civilización, Iglesia.
La vocación es un don, pero también es la respuesta a ese don. Esa
respuesta de cada uno de nosotros, de los que hemos sido llamados por Dios,
predestinados depende de muchas circunstancias; depende de la madurez
interior de la persona; depende de su colaboración con la gracia de Dios.
Saber colaborar, saber escuchar, saber seguir. Conocemos muy bien lo que
dijo Jesús en el evangelio a un joven: «Sígueme». Saber seguir. Cuando se
sigue, la vocación es madura, la vocación se realiza, se actualiza. Y eso
contribuye al bien de la persona y de la comunidad.
La comunidad, por su parte, también debe saber responder a estas
vocaciones que nacen en sus diversos ambientes. Nacen en la familia, que
debe saber colaborar con la vocación. Nacen en la parroquia, que también
debe saber colaborar con la vocación. Son los ambientes de la vida humana,
de la existencia: ambientes existenciales.
La vocación, la respuesta a la vocación depende en un grado muy elevado
del testimonio de toda la comunidad, de la familia, de la parroquia. Las
personas colaboran al crecimiento de las vocaciones. Sobre todo los
sacerdotes atraen con su ejemplo a los jóvenes y facilitan la respuesta a esa
invitación de Jesús: «Sígueme». Los que han recibido la vocación deben
saber dar ejemplo de cómo se debe seguir.
En la parroquia se ve cada vez más claro que al crecimiento de las
vocaciones, a la labor vocacional, contribuyen de manera especial los
movimientos y las asociaciones. Uno de los movimientos, o más bien de las
asociaciones, que es típico de la parroquia, es el de los acólitos, de los que
ayudan en las ceremonias.
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Audiencia General, 29 de septiembre de 1993
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19. EL DIACONADO,
EN LA COMUNIÓN MINISTERIAL
Y JERÁRQUICA DE LA IGLESIA*
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Audiencia General, 6 de octubre de 1993
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les ponga a prueba, se les eduque para vivir una vida verdaderamente
evangélica y se les prepare para desempeñar con provecho sus funciones
específicas” (cf. ib., 59: Ench. Vat., II, 1375-1379). Esas disposiciones
reflejan la importancia que la Iglesia atribuye al diaconado, así como su
deseo de que esta ordenación se realice después de haberlo sopesado todo y
sobre bases seguras. Pero se trata, además, de manifestaciones del ideal
antiguo y siempre nuevo de consagración de sí mismos al reino de Dios que
la Iglesia toma del Evangelio y eleva como un estandarte, especialmente ante
los jóvenes, también en nuestra época.
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Audiencia General, 13 de octubre de 1993
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Audiencia General, 20 de octubre de 1993
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servicio que no se manifiesta sólo en las obras de caridad, sino que afecta y
modela toda la manera de pensar y de actuar.
En esta perspectiva se comprende la condición que exige el documento
Sacrum diaconatus ordinem para la admisión de jóvenes a la formación
diaconal: «Serán admitidos al tirocinio (aprendizaje, noviciado) diaconal
solamente aquellos jóvenes que hayan manifestado una propensión natural
del espíritu al servicio y a la sagrada jerarquía y a la comunidad cristiana» (n.
8; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de julio de 1967, p.
6). La propensión natural no debe entenderse en el sentido de una simple
espontaneidad de las disposiciones naturales, aunque también ésta sea un
presupuesto que conviene tener en cuenta. Se trata de una propensión de la
naturaleza animada por la gracia, con un espíritu de servicio que conforma el
comportamiento humano al de Cristo. El sacramento del diaconado
desarrolla esta propensión: hace que el sujeto participe más íntimamente del
espíritu de servicio de Cristo, penetra su voluntad con una gracia especial,
logrando que, en todo su comportamiento, esté animado por una propensión
nueva al servicio de sus hermanos.
Se trata de un servicio que hay que prestar ante todo en forma de ayuda al
obispo y al presbítero, tanto en el culto litúrgico como en el apostolado. Casi
no es necesario observar aquí que quien estuviera dominado por una
mentalidad de contestación o de oposición a la autoridad, no podría cumplir
adecuadamente las funciones diaconales. El diaconado sólo puede conferirse
a quienes creen en el valor de la misión pastoral del obispo y del presbítero, y
en la asistencia del Espíritu Santo que los guía en su actividad y en sus
decisiones. En particular, es preciso repetir que el diácono debe «profesar al
obispo reverencia y obediencia» (ib., n. 30).
Pero el servicio del diácono se dirige, también, a la propia comunidad
cristiana y a toda la Iglesia, hacia la que no puede menos de alimentar una
profunda adhesión, por su misión y su institución divina.
3. El concilio Vaticano II habla también de los deberes y las obligaciones
que los diáconos asumen en virtud de su participación en la misión y en la
gracia del supremo sacerdocio: “sirviendo a los misterios de Cristo y de la
Iglesia, deben conservarse inmunes de todo vicio, agradar a Dios y hacer
acopio de todo bien ante los hombres (cf. 1 Tm 3, 8-10 y 12-13)” (Lumen
gentium, 41). Así pues, han de dar testimonio, no sólo con su servicio y su
apostolado, sino también con toda su vida.
El Papa Pablo VI, en el citado documento Sacrum diaconatus ordinem,
atrae la atención hacia esta responsabilidad y hacia las obligaciones que
implica: «Los diáconos, como todos aquellos que están dedicados a los
misterios de Cristo y de la Iglesia, deben abstenerse de toda mala costumbre
y procurar ser siempre agradables a Dios, prontos a toda obra buena para la
salvación de los hombres. Por el hecho, pues, de haber recibido el orden,
deben superar en gran medida a todos los otros en la práctica de la vida
litúrgica, en el amor a la oración, en el servicio divino, y en el ejercicio de la
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