Directiva de Almacenes de Obra
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Es una realidad que los jóvenes de nuestras iglesias viven en dos esferas totalmente diferentes:
la sociedad — el mundo, como es denominado en la jerga evangélica— y la iglesia. Estas dos
esferas no sólo son diferentes una de la otra, sino que en cierta forma, cada vez más, son
radicalmente opuestas y viven en creciente conflicto.
Por un lado, la juventud evangélica está acostumbrada a ser expuesta dentro de la iglesia a toda
una serie de valores, prioridades, formas de ver la vida que constituyen lo que podemos
denominar la cosmovisión judeo-cristiana. Durante siglos, estos valores han sido los que
sustentaron y estructuraron la cultura y la sociedad occidental. Incluso, aunque las personas no
fueran creyentes participaban de estos valores, ya que los mismos constituían el consenso
cultural sobre el que se construía la sociedad, y ésta los utilizaba para regirse.
Sin embargo, desde hace años esta realidad se ha ido deteriorando. En los últimos años el
deterioro se ha dado de una forma acelerada y dramática. Podemos afirmar, sin ningún lugar a
dudas, que estamos observando el ocaso de una sociedad sustentada en los valores del
cristianismo. En el siglo diecinueve, F. Nietzche anunció la muerte de Dios. En la segunda parte
del siglo veinte, J.P. Sartre afirmó que tras haber matado a Dios, ahora era el tiempo de matar
los valores de Dios. Todo parece indicar que en buena parte de nuestro mundo se está teniendo
bastante éxito en dicha empresa.
Como anteriormente mencionábamos, muchos de los valores propios de la cultura cristiana son
abiertamente cuestionados, si es que no son rechazados radicalmente por la sociedad en que
vivimos. Temas como la fidelidad matrimonial, la propia institución del matrimonio, la ética
sexual en todos sus aspectos, los desafíos de la bioética y el relativismo moral, son claros
exponentes de esta decadencia.
Así pues, los jóvenes de nuestras congregaciones se encuentran viviendo en ambas realidades,
ciudadanos, lo quieran o no, de dos reinos diferentes. Por un lado, tienen los valores del reino
de Dios, los cuales, con mayor o menor fortuna, les son transmitidos por la familia y la iglesia, y
por el otro, los valores de la sociedad en la que han nacido, de la que son hijos. Estos últimos
son transmitidos por sus amigos, el sistema educativo y los omnipresentes medios de
comunicación.
Ante esto, la tensión está servida. Esta realidad produce en los muchachos y muchachas de
nuestras iglesias una auténtica esquizofrenia (disociación específica de las funciones
intelectuales), ya que han de formar su personalidad, su propia cosmovisión, en el marasmo
cultural e ideológico que supone este enfrentamiento entre los dos reinos.
Con demasiada frecuencia, ante la ofensiva cada vez más violenta y radical de la sociedad, la
iglesia adopta una actitud defensiva, especialmente los sectores más adultos de la misma. En
muchas ocasiones, ante la imposibilidad de entender, y mucho menos digerir las nuevas
realidades, la iglesia se cierra y automáticamente sataniza y rechaza todo lo que proviene de la
sociedad, lo malo y lo bueno. Desgraciadamente, el rechazo no siempre va acompañado por una
buena interpretación y reflexión teológicas de las nuevas realidades. Es un no sin justificación.
Consecuentemente, los jóvenes se encuentran ante una presión creciente y difícil de resistir de
parte de la sociedad, y ante la debilidad de la iglesia para dar respuestas a sus preguntas,
inquietudes, crisis y expectativas. Así pues, la crisis está servida, muchos jóvenes se dejarán
arrastrar por el mundo y, aunque no abandonen la iglesia, su cosmovisiónserá menos y menos
bíblica.
Cuando la adolescencia llega se produce un proceso inevitable en la vida de los muchachos y las
muchachas de nuestras iglesias. Empiezan a ser conscientes de todas las contradicciones que
existen a su alrededor. Esto es una realidad en los ámbitos de la familia y la iglesia.
Entre los adolescentes es ya muy común afirmar que la iglesia está llena de hipócritas. Todos,
sin ninguna duda, hemos escuchado esta afirmación de los labios de los jóvenes y adolescentes
con los que estamos llevando a cabo nuestra pastoral juvenil. Al margen de que la juventud de
todas las generaciones haya hecho esta afirmación, debemos preguntarnos, desde un punto de
vista crítico y serio, qué hay de verdad en la misma.
Debemos entender que los adolescentes y muchos jóvenes tienden a visualizar la realidad en
términos de blanco o negro, sin ninguna escala de matices y que, por tanto, su apreciación no
necesariamente será del todo exacta.
Pero también es cierto, que no debemos cerrar nuestros oídos a sus críticas y opiniones.
Los jóvenes de nuestras iglesias se dan cuenta que, aunque como comunidad de fe confesemos
creer en determinados valores, no estamos dispuestos a hacerlos una realidad en nuestra vida.
Tal vez estemos hablando de reconciliación y, sin embargo, hay familias en la congregación que
viven una contra otra en abierta pugna y enfrentamiento. Leemos pasajes bíblicos que hablan
acerca del amor, la comunión y la fraternidad, pero la indiferencia hacia las necesidades de
otros es evidente y clara. Sin duda la evangelización y el amor a los perdidos está presente en
nuestro credo, incluso en nuestra declaración de propósito como iglesia, pero tal vez no
evangelizamos ni tenemos ningún programa de ayuda a los más necesitados y desheredados de
la sociedad.
Piense cómo se sentirá el joven al darse cuenta de esta realidad. ¿Qué reacciones internas
provocará todo ello en su, tal vez todavía inexistente o naciente, fe? Recuerdo la conversación
que sostuve con el padre de un adolescente que yo pastoreaba. Este padre estaba preocupado
por la aparente indiferencia espiritual de su hijo.
Le expliqué que dicha indiferencia era, en opinión del muchacho, el producto de las
contradicciones que él observaba en la vida de la comunidad. Como respuesta, el padre afirmó:
— Siempre ha habido hipócritas en la iglesia. Nuestros hijos deben aprender a mirar al Señor y
no a los hombres.
La respuesta, parece coherente. No obstante, ¿no existe cierta falacia en dicha actitud? ¿No
deberíamos estar preocupados por el hecho de que nuestras conductas y actitudes son las que a
menudo impiden que los jóvenes puedan ver a Dios? Realmente, a la iglesia le urge llevar a
cabo una seria autocrítica a fin de discernir en qué medida el cristianismo que nuestras
comunidades de fe viven le plantea al joven contradicciones que en nada le ayudan a
desarrollar una fe madura, y en el peor de los casos, a no querer continuar en la fe.
Ya contextulizados con la tensión en la que el joven vive, debemos pensar en el impacto que el
descubrimiento de las contradicciones entre la teoría y la práctica puede producir sobre la
espiritualidad de los jóvenes de nuestras congregaciones.
¿Cuántos se habrán apartado de la fe por esta causa? ¿Cuántos, por esto mismo, están
demorando un compromiso más firme con Dios? No podemos cerrar los ojos a esta realidad, al
contrario, debemos esforzarnos para que la vieja excusa de la hipocresía nunca más pueda ser
invocada como razón para apartarse del Señor.
Hay una realidad sociológica que no podemos ni debemos ignorar. En nuestras congregaciones
hay un número creciente de personas que son segunda e incluso tercera generación de
evangélicos. Se trata de muchachos y muchachas que, por decirlo de alguna manera, no vienen
directamente del mundo, no provienen de un ambiente no cristiano o secular, sino que se
incorporan a nuestras iglesias porque sus padres se convirtieron y ellos han nacido en un
contexto evangélico.
¿Qué quiere decir todo esto? Fundamentalmente, que estas dos generaciones de evangélicos
que han accedido a la información relacionada con la fe y el Evangelio permanecen, no por una
decisión propia, sino como consecuencia de una herencia cultural familiar. Estos jóvenes han
crecido desde pequeños conociendo y teniendo acceso a toda la información que le permite a
una persona ser cristiana. Han tenido numerosas oportunidades de formación, de instrucción y
familiarización con la fe que puede otorgarles la salvación.
Esto tiene su ventaja, pero también su inconveniente. La ventaja, es que les ha permitido un
acceso privilegiado al conocimiento de Dios y su Palabra. Desde la niñez han podido aprender
conceptos que pueden no sólo otorgarles la salvación, sino hacer que su vida sea mucho más
rica, plena y digna. Han podido conocer el consejo de Dios que puede librar de multitud de
situaciones de dolor y sufrimiento como consecuencias del pecado.
Estos jóvenes saben pero no viven y, por tanto, pueden llegar a pensar que el Evangelio
realmente no funciona y no sirve para la vida cotidiana. Pueden llegar a pensar que estar en la
iglesia es lo mismo que formar parte de la familia de Dios y, consecuentemente, no ver o no
entender la necesidad de la conversión personal.
Muchos de estos jóvenes han estado — o están— confundidos en relación con la experiencia de
la conversión. ¿Creen por convicción propia o porque han recibido esas creencias de sus
padres? ¿Son religiosos o convertidos? ¿Han aceptado a Jesús o han aceptado una ética y una
moral? ¿Tienen relación o tienen religión? Para algunos lectores, estas preguntas tal vez
puedan carecer de sentido, pero son muy importantes. A menudo, hemos dado por sentado que
todos estos jóvenes eran creyentes simplemente porque estaban en la iglesia. Los hemos
tratado y les hemos exigido conformidad con un estilo de vida que no podían mantener
simplemente porque no eran creyentes y, a diferencia de sus padres, nunca habían tenido una
experiencia personal de salvación, porque nunca habían entendido qué es lo que Dios esperaba
y exigía de ellos. En definitiva, hemos partido de la premisa de que eran creyentes, en vez de
partir de la premisa de que no lo eran.
Ante esta crisis de identidad religiosa, ante esta confusión en relación con su fe y su experiencia
personal de conversión, los hijos de creyentes reaccionan de dos formas diferentes:
Abandono de la iglesia. Tengo más de cuarenta años y son muchos los hombres y mujeres de mi
generación que han abandonado el Evangelio. De hecho, me encuentro entre ese escaso
número de los que permanecieron fieles. Todos nosotros podemos recordar compañeros,
amigos, familiares que hoy no están con nosotros pero que un día estuvieron. Muchos de ellos
abandonaron la fe, tal vez debido a que conocieron la letra pero nunca tuvieron un encuentro
personal con Cristo. Tuvieron religión, pero no una relación.
Entre nuestros jóvenes se están dando dos lamentables realidades. En primer lugar,
desconocimiento de las Escrituras.
En segundo, escaso interés por conocerlas aplicarlas en su vida cotidiana. Los evangélicos eran
conocidos en el pasado como elzpueblo de la Biblia, pero esto ha dejado de ser una realidad con
las nuevas generaciones. Los jóvenes leen poco la Palabra de Dios y, como consecuencia, no la
conocen y, como consecuencia, desconocen al Dios revelado en las Escrituras.
Un editor, amigo mío, me indicaba que su editorial había suspendido la publicación de una
serie de guías para el estudio de los diferentes libros del Nuevo Testamento ante la falta de
mercado. Con tristeza me comentaba que la gente no lee la Biblia y, por tanto, esos libros
carecen de consumidores. Es cierto que la juventud en general no lee; es aún más cierto que no
lee la Palabra de Dios. Este problema se ha convertido en grave, y por eso debemos dedicarle
atención esmerada.
Todos somos conscientes de que la falta de lectura bíblica en nuestros jóvenes tiene serias
implicaciones en la vida de ellos. Los muchachos y muchachas de nuestras iglesias carecen de
una visión cristiana de la vida. Su cosmovisión responde más a los valores, prioridades y
formas de entender la vida de la sociedad en la que se mueven. ¡Lógico! Al fin y al cabo, ésta es
la que alimenta sus cerebros. Otra de las consecuencias de la falta de conocimiento bíblico es
que desconocen al Dios de las Escrituras.
Como resultado, sus ideas acerca de Dios en muchos casos son peregrinas, cuando no
grotescas.
También lo son sus expectativas acerca de cómo Dios debería obrar o actuar en su vida, en su
entorno y en el mundo.
Sin embargo, cuando el servicio comienza las cosas cambian y la ilusión, desgraciadamente,
con demasiada frecuencia, puede dar paso a la decepción. El culto está pensado por y para los
adultos de la iglesia. Las necesidades, e incluso, las posibilidades de participación de otros
sectores de la familia de la fe no se han tenido en cuenta.
No cantamos canciones infantiles, tampoco explicamos las cosas a un nivel que permita a los
niños comprender qué pasa. Los sermones nunca están hechos al estilo que agrada a los
adolescentes.
La música, y no en todas las iglesias, suele ser la única concesión que se hace a los más jóvenes
de nuestras congregaciones.
Lo que hemos dicho hasta aquí es una muestra de la desatención a las necesidades propias de la
adolescencia y la juventud que se da en el seno de algunas de nuestras comunidades cristianas.
Sin duda, a la presente generación de jóvenes le ha tocado vivir en una época de presiones y
ataques a su fe sin precedentes. La juventud que hoy viven los muchachos y las muchachas no
tiene nada que ver con la que me tocó vivir a mí.
La vida es hoy extremadamente compleja y difícil. Vivir la fe en estos contextos es mucho más
duro y representa un desafío más exigente hoy que ayer.
Hay congregaciones en las que los jóvenes nunca reciben responsabilidades que sean
significativas. Se da el triste círculo vicioso: los jóvenes no son, a juicio de los adultos, lo
suficientemente maduros para delegarles responsabilidades y desafortunadamente, nadie crece
a menos que se le permita desarrollar responsabilidad, lo cual, implica la posibilidad fallar.
No estoy diciendo que empecemos dándole a un joven la presidencia del consejo de diáconos
para que desarrolle responsabilidad. Es necesario, naturalmente, comenzar con
responsabilidades sencillas. Lo que cuestiono no es la importancia de las tareas, sino el hecho,
de que las mismas no se deleguen con la finalidad de contribuir a la formación del joven, sino
únicamente para liberarnos a nosotros mismos del trabajo desagradable.
Al delegarles responsabilidades a los jóvenes tenemos que proveerles la supervisión necesaria,
el apoyo imprescindible para que el joven pueda crecer por medio del desempeño de las
mismas. No olvidemos que, en ocasiones, el fracaso del joven en llevar a cabo la
responsabilidad delegada no ha sido consecuencia de su irresponsabilidad, sino más bien de
nuestra falta de supervisión.
Durante mucho tiempo la disponibilidad y/o la buena voluntad ha sido, si no la única, al menos
la principal exigencia para trabajar con los jóvenes. Se daba el caso, de que aquel muchacho o
muchacha que más despuntaba recibía la carga y responsabilidad de la dirección del grupo de
jóvenes de la iglesia local. Sin embargo, todos nosotros sabemos que ni la buena voluntad ni la
disponibilidad implican necesariamente capacidad para llevar a cabo semejante tarea.
Otro sistema de selección del liderazgo juvenil, común en algunas denominaciones, ha sido la
elección para cargos por un periodo de tiempo. La esencia de este método es buena, pretende
que el mayor número posible de personas pueda ejercer responsabilidades y de este modo
desarrollar sus
Por otra parte, a los dos problemas antes mencionados, tenemos que añadir el de la falta de
capacitación de los líderes. Es habitual que la persona que acepta la responsabilidad, sea por el
método que sea, no recibe la capacitación para poder llevar a cabo la tarea. Una encuesta,
realizada recientemente en dos congresos juveniles internacionales, reflejaba que un alto
porcentaje de los líderes juveniles no había recibido ningún tipo de capacitación, ni formal ni
informal que le permitiera llevar a cabo su tarea con eficacia. La palmadita en la espalda, es
para muchos líderes, lo único que junto a la responsabilidad han recibido.
A esta carencia de capacitación deberíamos sumar la privación de recursos, de una filosofía del
ministerio e incluso de materiales adecuados para trabajar con la juventud. A pesar de todas las
carencias hasta aquí mencionadas, tristemente, muchos líderes reciben también la
responsabilidad de que los jóvenes de la comunidad salgan adelante espiritualmente hablando.
Los modelos y los métodos nacen para satisfacer necesidades específicas en situaciones muy
particulares. Un modelo o un método nace en un contexto con la finalidad de dar respuesta a
las necesidades que ese mismo contexto plantea. Por definición los modelos y los métodos son
culturales y no necesariamente adaptables de una situación a otra. Además, con el paso del
tiempo, estos modelos que nacieron para afrontar circunstancias o necesidades muy concretas,
se vuelven obsoletos, entre otras razones por la propia dinámica de la vida. Esta es cambiable
por definición, por tanto, lo que ayer servía para dar respuesta a las necesidades de ayer, no
necesariamente es válido hoy para dar respuesta a los retos y los desafíos que hoy nos plantea
el entorno social en el que se mueven los jóvenes de nuestras iglesias.
Lamentablemente, muchas iglesias locales, continúan llevando a cabo el trabajo juvenil tal y
como se venía haciendo hace décadas, utilizando los mismos métodos y modelos.
Las nuevas realidades sociales que viven nuestros jóvenes en estos momentos exigen que nos
acerquemos al trabajo juvenil de una manera diferente, creativa y novedosa. Con métodos y
modelos se produce la secular lucha entre la forma y la función. Una forma, en este caso, un
método o un modelo, nace para satisfacer una función. Por ejemplo, la reunión del grupo de
jóvenes — forma— para satisfacer la función — ministrar a los jóvenes— , o la reunión de
oración del jueves por la noche — forma— para satisfacer otra función — orar.
Con el paso del tiempo la forma y la función tienen la tendencia a confundirse, de tal manera
que las personas tienden a olvidar que aquella forma nació en un contexto y momento dado
para satisfacer la función.
Finalmente, la forma acaba sustituyendo a la función para la que fue creada. Este es el paso
último en el proceso de lucha entre la forma y la función. La forma desplaza, suplanta a la
función y llega un punto en que cuestionar la forma significa cuestionar la función. Cuando esto
sucede, la función se vuelve inviolable e inamovible. Cualquier ataque a la forma es
interpretado como un ataque a la función.
Esto sucede en muchos de nuestros modelos de trabajo, tanto en el ámbito de la iglesia local
como a nivel denominacional. Hemos olvidado que nacieron como formas al servicio de
funciones, se han anquilosado y no pueden ser alteradas.
Existe una realidad creciente en muchas de nuestras iglesias: muchos padres se desentienden
de la educación espiritual de sus hijos, delegándola cada vez más a la iglesia. Los padres dan
por sentado que la comunidad se encargará de la transmisión de los valores cristianos y que
para ello desarrollará las estructuras necesarias.
¿Qué implicación tiene esto para la pastoral juvenil? Puesto que, lastimosamente, cada vez nos
encontramos con más jóvenes que carecen de una formación cristiana recibida en el hogar, esto
significa, que no sólo desconocen la información básica acerca de la Biblia, sino que tampoco
han recibido en su contexto familiar los valores básicos de la fe cristiana, valores que son los
que conforman el estilo de vida cristocéntrico.
Tal vez nunca más podremos dar por sentado el hecho de que al provenir de hogares cristianos,
nuestros jóvenes ya están formados en los aspectos básicos de conocimiento y la práctica
cristianos. Es probable que eso obligue a replantear nuestras estrategias educativas. Ya no
pretenderemos ser un complemento de la educación familiar; triste y desgraciadamente
tendremos que convertirnos en sustitutos de la misma.
Los muchachos y las muchachas quieren formar una identidad propia, quieren saber quiénes
son ellos, cuál es el propósito y el sentido de su vida. Ya no quieren ser identificados con
referencia a su familia, quieren ser ellos mismos, ya no más el hijo de tal o la hija de cual.
El joven necesita distanciarse de los valores de sus padres, de su forma de vivir, a fin de decidir
si ese estilo de vida es válido para ellos. Esta es la época en la que los jóvenes cuestionan la fe.
Tienen que decidir si la fe de sus padres será incorporada en su nueva y emergente identidad.
Decidirán si la nueva fe incluirá como propia la religión, las creencias y los valores de sus
padres. No es posible el desarrollo de una fe madura sin pasar por este proceso de crítica y
evaluación.
Hasta ahora, la escuela, la familia y la iglesia eran los marcos de referencia por excelencia. Sin
embargo, todos los expertos están de acuerdo en afirmar que los marcos tradicionales están en
franca decadencia y están siendo sustituidos de forma rápida por nuevos marcos, nuevos
modelos. Los nuevos modelos para la juventud vienen dados por sus propios amigos y los
medios de comunicación.
Aquí es donde queremos resaltar la alarmante necesidad de buenos modelos de referencia para
nuestros jóvenes en muchas comunidades locales. La iglesia puede ayudar de forma increíble a
la familia; puede hacerlo proveyendo buenos marcos de referencia para los jóvenes,
especialmente en este periodo tan crítico en que ellos se distanciarán de sus familias en el
proceso de búsqueda de su propia identidad. Los muchachos y las muchachas mirarán a su
alrededor en búsqueda de adultos significativos que puedan proveerles de un ejemplo y un
modelo que valga la pena imitar. Sin embargo, no siempre sucede esto. Faltan, con demasiada
frecuencia, personas que tengan bien integrada la fe en la vida cotidiana y, por tanto, puedan
ser un marco de referencia adecuado para la juventud. Faltan líderes de jóvenes que hayan
hecho un buen diálogo entre la fe y la cultura, líderes que ofrezcan no tan sólo moralidad a los
jóvenes sino que estén en condiciones de ofrecerles una auténtica cosmovisión, es decir, una
auténtica interpretación cristiana del mundo y la vida.
En algunas iglesias evangélicas suele suceder que cuando los jóvenes se vuelven en búsqueda
de ejemplos y modelos, tan sólo encuentran las contradicciones de las que anteriormente
hablamos y unos marcos de referencia que no son lo suficientemente maduros ni atractivos
para ser dignos de imitar. Esto nos plantea un increíble desafío: la necesidad de desarrollar en
nuestra comunidad y, especialmente entre los líderes y otras personas que afectan a la
juventud, buenos modelos, personas cuya vida sea digna de ser imitada por nuestros jóvenes.
La primera de las premisas, es que «son todos los que están». Expresado de otro modo, damos
por sentado que todos o la mayoría de los jóvenes que asisten a la iglesia o están relacionados
con ella son creyentes, nacidos de nuevo y que tienen una relación personal con Dios. Nada
más lejos de la realidad, especialmente si estamos trabajando con un grupo en el que la
mayoría de sus integrantes son hijos de creyentes de primera, segunda o, incluso de tercera
generación.
Trabajar con hijos de creyentes se está dando cada vez con más frecuencia en nuestras
comunidades locales. (En próximos números compartiremos el tema: «Por qué los hijos de
creyentes abandonan la iglesia». Este dará una mejor comprensión de las implicaciones y retos
que ello plantea a la pastoral juvenil.) El problema básico con estas muchachas y muchachos es
que podemos dar por sentado que son creyentes tan sólo porque pertenecen a familias «que
han estado en la iglesia toda la vida» o porque están involucrados en la vida del grupo de
jóvenes y de la iglesia.
Sin embargo, tristemente, podemos encontrarnos con jóvenes que tienen una fe histórica o
cultural pero no necesariamente una relación personal con Dios. Puede darse el caso que
estemos trabajando con jóvenes cuyo estilo de vida tiene una conformidad externa que adoptó
ciertas pautas y normas morales de comportamiento, pero que no necesariamente esta
conformidad ha llegado a ser interna, la conformidad del corazón, la única que verdaderamente
cuenta y vale a los ojos de Dios.
Conclusión:
Es claro que la realidad de los jóvenes es mucho más compleja de lo que a veces pensamos. Por
ser una realidad diferente y en permanente cambio, es necesario que en nuestras iglesias
locales enfoquemos cuidadosamente este ministerio y que podamos proveerles líderes idóneos
y pastorearles de manera tal que puedan conocer al Señor y caminar con él, siendo sal y luz en
nuestros países. Oremos y actuemos para que cumplamos este precioso llamado del que dijo
pastorea mis corderos.
El autor ha trabajado por más de dos décadas en la Cruzada Estudiantil y Profesional para
Cristo. Trabaja en la pastoral juvenil en España. Ha estudiado Historia y Educación para
adultos, y tiene una maestría en Educación. Es autor de varios libros para jóvenes.