Ángeles y Verdugos

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Angeles y verdugos de Diego Muñoz Valenzuela: aproximación al

microrrelato de un escritor chileno contemporáneo

Eddie Morales Piña


Universidad de Playa Ancha

En honor a este congreso en torno a la minificción, mi intención


escritural es de ser breve en la exposición de estas ideas. Primeramente,
debo confesar que no soy un especialista en el tema, sino por el contrario
me declaro un lector entusiasmado por este tipo de categoría textual que
despierta diferentes resonancias entre quienes nos sumergimos en sus
espacios minimalistas. En segundo lugar, el culpable de esta afición lectora
creo que fue Augusto Monterroso a través de su libro La oveja negra y
demás fábulas, cuya primera edición es de 1969. Más tarde, me inició en el
género nuestro Juan Armando Epple, quien tiene el mérito de haber
posicionado el relato breve en nuestras latitudes. Con dichos
antecedentes, pasaré grosso modo a hacer una descripción brevísima de
las principales características de la categoría textual que ahora nos
convoca, y luego haré una visita a la minificción en el contexto de la
literatura chilena reciente, para desembocar luego en Diego Muñoz
Valenzuela.

En el contexto de la literatura hispanoamericana, la minificción tiene


sus ilustres antecedentes en la prosa modernistas de Rubén Darío, Amado
Nervo, Leopoldo Lugones, y luego en la figura ya canónica dentro de los
márgenes de este tipo de escritura, el mexicano Julio Torri. La mayor parte
de los críticos y estudiosos del tema coinciden en señalar que en la
literatura contemporánea, son figuras señeras en el género Vicente
Huidobro, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Enrique Anderson Imbert y Juan
José Arreola. Obviamente, sin olvidar la presencia de Kafka al momento de
buscar a los pioneros, pese a escribirse este tipo de narraciones desde la
Edad Media. Sin embargo, estos mismos críticos han argumentado que es
con los relatos de Monterroso que la categoría textual se consolida por la
eficacia narrativa estética y originalidad creativa que demuestran los
textos de este escritor, cuyo famosísimo “El dinosaurio” ha dado origen
incluso a reescrituras y ha sido motivo de referencialidad al momento de la
emergencia de otro relato. (Entre paréntesis, no puedo dejar de pasar la
oportunidad de recordar el texto monterrosino y cómo motiva la escritura
de otro texto: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, escribe
Monterroso, y el mexicano José de la Colina haciéndose eco arma el
siguiente artefacto textual:
“Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso
titulado “El dinosaurio”.
-Ah es una delicia –me respondió- ya estoy leyéndolo”. El lector informado
captará el guiño irónico de este relato que desacraliza y hace la parodia
del lector culto. Cierro el paréntesis).

La experiencia nos señala que cuando uno anda rondando un


tema, un autor, un tópico –o más bien, cuando estos nos rondan a
nosotros-, uno tiende a transformarse en un especie de radar que trata de
captar las señales que ellos nos mandan para que fijemos nuestra atención
en sus potencialidades. El cuento como género narrativo es uno de los
formatos discursivos que nos acicatea como lectores y/o lectores críticos
para que vayamos a descubrir sus atributos estéticos, toda vez que su
hermana mayor –la novela- tiende a ganarle el “quien vive”, como
decimos en el habla coloquial del español de Chile. Si el cuento en cuanto
género ha despertado a lo largo de su historial escritural múltiples maneras
de ser definido, con cuanta mayor razón se puede argumentar que la
minificción de por sí ha impelido a los críticos para que le den su razón de
ser, ya que metafóricamente, el relato breve es como “encender una
fugaz cerilla dentro de una habitación a oscuras”, o puede ser comparado
con “abrir un paraguas dentro de un ataúd”, al decir del cuentista
gaditano Félix Palma, aludiendo con ello a algunos de los rasgos discursivos
de su textualidad, a saber la búsqueda de lo esencial, la economía
narrativa y la condensación absoluta.

Si el cuento puede ser definido como un artefacto verbal breve, y la


brevedad en este caso cae dentro de la subjetividad de cómo la
entendemos, el microrrelato, por su parte, ahonda, profundiza, en dicha
cualidad, ya que tenemos la certidumbre de que todo relato breve puede
llegar a ser aún más breve. Por tanto, la brevedad exigida a su máxima
potencialidad es como la cualidad intrínseca a la categoría textual que
nos reúne en este congreso. Ahora bien, cómo se traduce esto en la
página. Los teóricos han fijado el límite de la extensión de un microrrelato
en la página, para ser leído de un tirón o un solo vistazo, ya que su
hiperbrevedad nos permite empezar y terminar de leerlo en cualquier
parte, a la espera del autobús o del verdugo, como afirma Luisa
Valenzuela, una autora que ha venido a mí sin que yo lo quisiera para
ilustrarme acerca de este género. En su libro Escritura y secreto (2002), la
escritora sostiene que ella prefiere el término microrrelato para significar la
micronarrativa, por cuanto el cuento es “casi sagrado, se arma
atendiendo a leyes secretas, múltiples y variables, pero estrictas, que le
confieren una personalidad insustituible. En cambio, la palabra relato me
parece más laxa y permisiva, aunque podría tratarse de una connotación
más personal que académica”. Efectivamente, uno de los términos más
recurrentes para denominar a la categoría textual es el propuesto por
Valenzuela, quien no duda en decir que “el microrrelato, jugoso, redondo,
y picante como un rábano recién arrancado de la tierra, parecería ser la
forma más actual de la prosa”. Sin embargo, en su transitar como forma
discursiva en la búsqueda de su delimitación, definición e historia, el relato
breve ha sido denominado minicuento, microcuento, minificción, cuento
ultracorto, cuento brevísimo, cuento en miniatura. Todas estas
calificaciones encierran una sola verdad, esto es, que la textualidad que
recibe alguna de estas denominaciones exhibe retóricamente como rasgo
más que evidente su extrema concisión discursiva. Esta concisión es la que
lo hace ser pariente de otras textualidades como la fábula, la parábola, la
greguería o el aforismo, mientras que su condensación poemática podría
confundirlo con el poema en prosa. En otras palabras, “los límites de
cualquier género son ambiguos, pero en el caso del microrrelato las
fronteras con el resto de los géneros se encuentran aún más difuminadas”

El microrrelato, por tanto, será aquella textualidad que presenta


estas características: “su brevedad extrema, secuencia narrativa
incompleta, lenguaje preciso, muchas veces poético. Su carácter
transtextual lo proyecta hacia otros discursos de manera implícita o
explícita. Su final abrupto, impredecible, pero abierto a múltiples
interpretaciones, impone una lectura que incide en el desarrollo de la
imaginación y del pensamiento exigiendo un lector modelo que recree el
contexto de este microcosmos narrativo” (María Isabel Larrea). En palabras
más prosaicas, sin nos lanzamos a las aguas de esta forma superbreve, la
inmersión será inmediata, instantánea, para bucear, entonces, en lo
desconocido, dejándose llevar por la corriente. Cuando uno comienza el
buceo en el microrrelato –género del tercer milenio, al decir de Lauro
Zavala-, percibe como lector que esta forma discursiva tiene un carácter
pragmático que está teñida por la ironía, la irreverencia y la transgresión; el
humor escéptico, el doble sentido y el absurdo campean en las aguas del
relato hiperbreve, incitando al lector a que haga una lectura que está más
allá de la superficie. Según el propio Zavala “el indicio más seguro para
reconocer una minificción consiste en la necesidad de releer el texto para
reconocer sus formas de ironía inestable”; de tal manera que
generalmente el texto minificcional se enriquece con cada lectura. Por
último, el carácter fragmentario de la categoría textual lo inserta como
una manifestación de las textualidades de la posmodernidad, en tanto
legitima una forma de aprehender y entender la realidad, como ha
sostenido Francisca Noguerol.

En definitiva, el escritor argentino Raúl Brasca ha escrito que hay tres


mecanismos básicos en la textura de los microrrelatos: la dualidad, es
decir, “enfrentar dos planos que ofrecen un dilema de difícil solución o un
contraste sobre el que se juega y en el que interactúan los dos opuestos”
(al modo de soñador/soñado; mundo real/mundo soñado, la historia/el
revés de la historia. El segundo mecanismo es la referencialidad, esto es,
“apelar a la cultura y conocimientos del lector, para establecer alusiones y
frecuentemente invertir el sentido primigenio de la referencia o apuntar a
nuevas variantes o recreaciones rayando en lo metahistórico”. Y el tercer
mecanismo es la dislocación del sentido, o sea, juegos de palabras o
expresiones, entre otras modalidades.

La literatura chilena reciente o del último siglo, como diría José


Promis, ciertamente que ha adquirido carta de ciudadanía como una
categoría textual que comienza a hacerse notar por estos lares a partir de
los sesenta, a pesar de los textos primigenios de Vicente Huidobro en el
contexto de las vanguardias hispanoamericanas. Según Juan Armando
Epple, el microrrelato habiendo partido como un simple ejercicio de
ingenio o de creatividad menor, paulatinamente se fue posicionando en
los escritores/as chilenos del programa narrativo de la desacralización, que
es posible advertir en el devenir de la literatura chilena contemporánea,
esto es, en quienes escriben a partir de la fractura histórico-cultura del 73.
De alguna manera, las características retóricas que Promis adjudica
fundamentalmente a la novela de autores tales como Poli Délano, Antonio
Skármeta, Isabel Allende, es decir, rasgos formales como la ley estructural
que rige dichos discursos, la oposición dominadores/dominados, el motivo
recurrente del dolor en un espacio de pesadilla o la búsqueda de
estrategias de disimulo como la inversión del referente histórico, se hacen
presente en los autores que han cultivado el relato breve en nuestro país,
con la salvedad de que estos rasgos retóricos se expanden hacia autores
de más reciente data como Pía Barros o en poetas como Omar Lara. En
otras palabras, estoy diciendo que a raíz del quiebre institucional esta
categoría discursiva se connotó con rasgos que aluden a la situación
sociopolítica del país, tal como acontece en un magistral relato de José
Leandro Urbina titulado “Padre Nuestro que estás en los cielos”, en donde
la oposición o la dualidad y la referencialidad discursiva propuesta por
Brasca están patentes.

El relato breve en Chile, disperso la mayor de las veces en revistas o


formando parte de antologías de cuentos, ha encontrado en Juan
Armando Epple su principal difusor y estudioso. Su Cien microcuentos
chilenos (2002) que reactualiza y amplía su Brevísima relación del cuento
breve en Chile (1989), es una muestra que partiendo por Huidobro llega a
autores recientes como Carolina Rivas, pasando por Braulio Arenas,
Fernando Alegría, Jaime Hagel, Adolfo Couve, Jaime Valdivieso, Alejandr
Jodorovsky, Poli Délano, Mauricio Wacquez, Jorge Díaz, Antonio Skármeta,
Marco Antonio de la parra, Pía Barros y Diego Muñoz Valenzuela, entre
otros que conforman una muestra bastante significativa y que recogen y
semantizan en cuanto relatos los más significativos de los rasgos discursivos
que hemos descritos más arriba y que entregan al lector diversas
expectativas de lectura. A la antología de Epple, creo que habría que
agregar también al escritor chileno de origen árabe Walter Warib, quien en
su obra El hombre del rostro prestado (y otros cuentos) nos entrega algunos
interesantes microrrelatos que lo signan como uno de los autores
importantes de considerar al momento de hablar de la minificción en
Chile. Sin embargo, sus microrrelatos se encuentran insertos o
compartiendo su textualidad con los cuentos, en tanto que por si mismos
exigen su propio lugar discursivo; aunque es habitual que los autores/as
que incursionan en esta modalidad cuentística suelen combinar los largos y
los cortos en un mismo volumen.

Sostiene Juan Armando Epple que es en las generaciones más


recientes “donde se advierte una mayor apertura a las opciones creadoras
de la ficción breve, en textos que exploran con soltura perspectivas
aleatorias, de notoria fluidez semiótica, transgrediendo o distendiendo las
fronteras convencionales de los géneros”.

Finalmente, quisiera referirme a Diego Muñoz Valenzuela. Diego


Muñoz es uno de los escritores que conforman la constelación de autores
que la crítica en Chile ha denominado como la “generación de los
ochenta”. Nació en 1956 y ha publicado Nada ha terminado (1984), Todo
el amor en sus ojos (1990), Lugares secretos (1993) y Flores para un cyborg
(1997). Aparte de estos textos, Muñoz Valenzuela es coautor de algunas
antologías de cuentos, como Contando el cuento: Antología de la joven
narrativa chilena, 1986, y Andar con cuentos: Nueva narrativa chilena,
1992, que hoy en día son referencia obligada para el estudio de esta
modalidad discursivo en la literatura chilena reciente, ya que tuvieron el
mérito –ambas- de posicionar a muchos autores/as que hoy en día tienen
vigencia.

Generalmente, la narrativa de Muñoz Valenzuela transita por los


derroteros de la narrativa neopolicial, que es un formato discursivo que en
el último tiempo ha tenido en Chile y en Hispanoamérica un notable
desarrollo, pues ha permitido que los narradores que se inclinan por el
neopolicial puedan revelar y develar los mecanismo del poder, mostrando
discursivamente la relación entre crimen y poder. Por otra parte, este
escritor chileno cultiva el cuento en su versión tradicional, pero también lo
ha hecho en el microrrelato o en la minificción, tal como queda
demostrado en su más reciente obra titulada Angeles y verdugos (2002).
Formalmente, el texto tiene la estructura de un sobre enmarcado por
viñetas que nos remontan hacia el trabajo de los antiguos imprenteros,
cuyo remitente es una pequeña realidad. La apertura de esta
portada/sobre nos entrega entonces los textos narrativos varios de los
cuales se deben adscribir a la minficción propiamente tal. El texto se abre
con el relato titulado “El verdugo” (antologado también por Epple entre los
cien microcuentos chilenos): “El verdugo, ansioso, afila su hacha brillante
con ahínco, sonríe y espera. Algo vislumbra en los ojos de quienes lo
rodean que petrifica su sonrisa y se llena de espanto. El Heraldo se acerca
al galope y lee el nombre del condenado, que es el verdugo”. En este
microcuento podemos visibilizar algunas de las categorías textuales que
hemos comentado, como por ejemplo, que en él se da una apertura in
medias res, descriptiva, con un primer plano en que el narrador presenta la
situación narrativa y al personaje principal que le da nombre al relato. La
apelación al lector, es decir, la llamada a que este pragmáticamente
componga el espacio narrativo también es evidente, por la eficacia
narrativa de los recursos mínimos con que el autor compone el texto. El
relato privilegia la ironía y deja el desenlace en suspenso, ya que se
produce una suerte de negación del oficio de verdugo.

El microrrelato “La vida es sueño”, por su parte, en sus dos líneas que
casi son un dístico a la manera de los de don Juan Manuel en el Conde
Lucanor, es interesante por cuanto potencia uno de los mecanismos
nucleares, básicos, de la composición de los micros, esto es, la dualidad de
los planos: “El hombre duerme. Sueña que vuela./ El hombre despierta.
Cae al vacío”. Diego Muñoz a través de su narrador convoca a la
competencia lectora de quien lee, al apropiarse retóricamente del título
de Calderón de la Barca para designar su texto que juega discursivamente
en ese pequeño espacio de lenguaje con los planos del sueño y la vigilia.
Otro relato antológico en este sentido (entre paréntesis, que también es
uno de los cien micros de Epple) es “Amor cibernauta”. En este texto,
Diego Muñoz trabaja a fondo con la idea de la cultura interactiva también
sobre la base del juego de los planos, en este caso el juego entre lo real y
lo virtual. Dos protagonistas que se conocen a través del correo
electrónico; “fue un primer amor al primer intercambio de mensajes”, dice
el narrador, pero que nunca concretizan su relación, por cuanto ambos se
engañan mutuamente mediante una realidad imaginaria sostenida sólo en
la virtualidad del medio. En un espacio discursivo breve, el autor hace
interactuar los opuestos magistralmente.

“Paseo matinal” es también un relato breve de Diego Muñoz que


hemos espigado del sobre que lo contiene. Partiendo casi como un relato
decimonónico en cuanto a la descripción del protagonista pobre, sólo en
la penúltima línea del micro advertimos como lectores que el objeto
deseado del hombre es un maniquí puesto en una ventana. Por último, la
ironía y la sorpresa del final inesperado está en el microrrelato titulado
“Drácula”. Desde el título el narrador nos instala como lectores en un
espacio canonizado por la tradición, a saber, la leyenda del personaje de
Nosferatu y que ha sido inmortalizado tanto en la literatura como en el
cine. El mecanismo de la referencialidad y de la intertextualidad, por tanto,
están operando en este microrrelato de Diego Muñoz, activando a su vez
la enciclopedia del lector. Sin embargo, el carácter irónico del relato está
dado de inmediato en la apertura de la discursividad: “El conde Drácula
no soporta más el dolor de muelas y decide tratarse con un especialista”,
dice el narrador. La desacralización de la imagen canonizada por la
tradición deviene, entonces, en una inversión del sentido en que el
vampiro al final ya no lo será. Más aún, la ironía, la parodia, la transgresión
del icono se ve reforzada por la aparición en las últimas líneas del nombre
del “odontólogo noctámbulo”, el mismísimo Van Helsing.

En síntesis, y cerrando esta ponencia que prometió ser breve y ya va


remontando la página siete, el microrrelato encuentra en la figura de
Diego Muñoz Valenzuela a uno de los cultores más interesantes en el
espectro de la narrativa chilena. Dije al comenzar que me interés por el
microrrelato está en mi condición de lector y, en cuanto tal, recomiendo
vivamente su lectura, pues “cada día que pasa es un día que se gana
para la causa del género”.

Valparaíso, agosto de 2004.

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