El Hombre Es Su Palabra

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EL HOMBRE ES SU PALABRA

(VARIACIONES EN TORNO A LA ORATORIA)


* Muñoz Cota, José. "EL HOMBRE ES SU PALABRA
(Variaciones en tomo a la oratoria)". México. costa-amic.
1974.

"¿Hay algo más dulce de conocer y oír que una oración exornada y elegante, de
graves sentencias y graciosas palabras?"

Marco Tulio Cicerón.

1.- RAZON DE ESTE ENSAYO

El hombre es su palabra. Ella lo concreta y lo define. Es su retrato; su imagen fiel.

Cada hombre nace con ella; con la suya precisamente. La


palabra revela el color del alma; la naturaleza del pensamiento propio, la
identificación de las emociones.

Por la palabra se expresa el espíritu. Por eso el verbo es júbilo y el silencio tristeza,
soledad y nostalgia.

Hay más: el hombre saltó el espacio que lo separaba Horno Silvestris cuando
principio a hablar. Probablemente el hombre primitivo se entendió mediante
silencios; quizá, después, sonidos guturales, gruñidos, señas, hasta que las
primeras palabras rompieron la distancia e iluminaron el aire. La vida adquirió,
entonces, plena conciencia; se desvaneció el caos; se desmoronó la soledad.
Todavía hoy, el individuo que no habla, que no se hace comprender, anda
sonámbulo, exilado, gravemente ausente.

Hablar, por esto, no constituye un ejercicio tangente a la vida; es la vida misma.

¿De qué nos serviría la inteligencia, qué función representaría la sensibilidad, para
qué la emoción, si no hubiera una forma de expresarlas? Hablo, luego existo.
Porque el pensamiento necesita de la palabra para manifestarse. Una emoción
callada es una emoción suicida.

Con razón nos enseñó el maestro Horacio Zúñiga: "La palabra es el cauce de la idea
y de la imagen. Es la que lleva el agua azul del cielo y la linfa iridiscente de la
imaginación. Río luminoso que conduce, en sus ondas elásticas, el tulipán del sol, la
magnolia de la luna y las azucenas de luz de las estrellas. Sin ella, ni la idea ni la
imagen existirían por más que existiesen en potencia, como la larva o como el
germen, puesto que hablar es vivir o patentizar que se vive; es decir, hablar es ser
presencia, como existir es ser esencia y morir es ser silencio". Horacio Zuñiga
concluye el prólogo de su libro, Ideas, Imágenes, Palabras, con este bello
apotegma: "El Silencio es la sombra del sonido, como sombra es el silencio de la
luz".

Confieso que este ensayo nace al amparo del recuerdo de tres Maestros. Los tres
influyeron en mi vida; fueron tres árboles frondosos, nido de pájaros y de auroras;
los tres me llevaron de la mano por la selva de los libros. Romano Muñoz,
contagiaba su salud espiritual, su amor a la alegría de ser, su devoción a la filosofía
existencial; Horacio Zúñiga, nos encaminó por el misterio de la oratoria; lengua de
maravillas; milagro del ritmo verbal; Miguel Jiménez Igualada, nos inundó de
bondad y de ternura.

José Romano Muñoz, en su clase de ética, en la Preparatoria -años de 1923, 24,


25, 26- con su cátedra fácil, amable, discretamente sabia, nos introdujo en la
amistad de Platón, de Pascal, de Bergson, de Nietszche, de Ortega y Gasset, del mil
libros más. Iba con nosotros al café de chinos de Alfonso, reía con nosotros en las
carpas de barrio, convivía inquietudes y afanes juveniles.

Horacio Zúñiga, nos volvió serios. Con su disciplina ascética, su timidez, su soledad
creadora, y, sobre todo, su aire de Savonarola, ahí, en su estudio, en las calles de
la colonia Guerrero, atrincherado tras de sus libros, estremecido de elocuencia,
como una enorme hoguera donde ardían, al conjuro de sus discursos, improvisados
sobre cualquier tema; fuimos un grupo aturdido de adolescentes; pero despertamos
a la cultura y, por encima de ella, o dentro de ella, despertamos a la elocuencia.

Ya maduro, penetrado al otoño, conocí al maestro Giménez Igualada.

Sacudió la vida, la rehizo, y nos lanzó al mundo de las ideas libertarias. Y no. es
que dogmatizara, ni siquiera nos aconsejó, es que, como para él el anarquismo fue
siempre conducta, una conducta armónica, lejos de la violencia, dentro del amor,
de la bondad, de la ternura, de la belleza, tomó nuestras existencias y, sin
proponérselo, las remodeló completamente.

Sí. Debo confesar que este ensayo surge al calor de sus palabras trémulas de
cariño. El gigante de pensamiento, el varón de carácter forjado en los campos de
concentración, en el peligro, en la necesidad y hasta en el hambre, era sentimental
y sensible hasta las lágrimas. Miguel Jiménez Igualada ha sido el último orador,
cabal, íntegro, total, que he conocido. Cuantas veces lo invité a hablar, a pesar de
sus años y de su respiración ya fatigada -con el pulmón roto-, su verbo electrizaba
a sus auditorios y los jóvenes, pese a su clima turbulento, se le entregaron
amorosamente, ellos también colgados de una lágrima.

Esto lo presencié, particularmente, cuando, sin terna fijo, se dirigió a los


normalistas y, al finalizar su peroración, varias señoritas lloraban profundamente
conmovidas.

Por esto es que he dedicado este ensayo a la memoria de los tres maestros,
amigos, guías -para emplear, exactamente-, la fórmula con que Dante recibió a su
maestro Virgilio. De mi compañera Alicia Pérez Salazar -madre de mi hijo Arturo-
sólo repetiré que ella es la albacea de mi corazón.

Este estudio no aspira a convertirse en texto. No es un manual para que el lector


aprenda a hablar en público. Ningún libro puede cumplir esta tarea. Estas hojas son
el resumen intrascendente de una serie de divagaciones en tomo a la oratoria. Son
variaciones sobre un mismo tema: la palabra.

Las glosas que vas a leer, amigo mío son estados de alma; altos en una aspiración
poética; el diario discontinuo de quien, por vocación y, además, por azares del
destino, pasó sus días hablando en público y sus noches, a la luz de la lámpara de
que habla Plutarco, iluminándola sombra de Demóstenes; leyendo y meditando.

En la existencia no tuve tiempo de acumular tesoros; pero guardé celosamente


discursos y poemas. Estas líneas son, apenas, un fragmento de la biografía de mi
discurso. Creo que cada hombre nace con un discurso a cuestas. Hay quien lo dice
a tiempo y puede morir feliz, con una muerte a su medida; pero hay quien trae
esta palabra no dicha persiguiéndolo, como alma en pena. Hay quien,
-infortunadamente, traicionó su palabra, la vendió por treinta dineros y, después
anduvo vagabundo sin valor para ahorcarse de un árbol redentor.

¿Quién que es no conoce a estos oradores, mercaderes en el templo del verbo?


Parece que se escuchan las palabras del Poeta: la palabra es casa de verdad; mas
vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones...

De aquí que lo importante, para cada quien, es expresar genuinamente lo que trae
dentro; lo que es, no lo que pretende ser o lo que lo obligan a ser. Porque si cada
individuo tiene el compromiso de ser auténtico, la autenticidad es la condición
básica de los oradores.

Cuando un hombre da su palabra a los demás, se da entero, sin reservas ni


recámaras ocultas; se entrega, es su palabra de hombre, como hombre, su palabra
para otros hombres. Suponer que falsea o esconde su palabra, es dudar de su
hombría y, peor aún, poner en tela de juicio su hombría de bien.

Digamos que el orador vive plenamente su individualidad, que la manifiesta


mediante sus discursos; pero que, además, supera esta individualidad en cuanto,
en contacto con otros seres, comparte con otros hombres, sus hermanos, sus
pensamientos, sus emociones, sus ideas, y no sólo esto, sino que convive con sus
hermanos los azares de la existencia del prójimo. De otro modo," el orador, a fuera
de hombre, practica del verso del esclavo

Terencio, el filósofo, y nada de lo que acaece a sus hermanos le puede ser


indiferente. Entonces, como el hombre no es una isla, el orador dice desde la
tribuna su palabra, la justa, la adecuada, la que llega a la medida del tiempo
espacio que la requiere.

Esto de la palabra tiene sus altibajos. Durante años se pensó que había palabras
poéticas, sabias, cultas, y, enfrente, palabras populares, prosaicas, vestidas de
vulgaridad, de plebeyez. Ahora tenemos la convicción de que no hay sino una sola
palabra, la necesaria y que ésta no tiene sangre azul ni pergaminos de nobleza,
sale del pueblo, llega a las universidades y vuelve, por distintos caminos, al pueblo
mismo. Cada palabra conserva su universo secreto. El problema radica en quien la
busca, la selecciona, la dice. No se trata, por ello, de inventar nuevas voces, que
traduzcan nuevas emociones o nuevos estados de conciencia. El diccionario está
ahí, frente a nosotros. Ahíto de vocablos y de términos -que no usamos en su
enorme mayoría- y lo único que tiene que hacer el escritor o el orador, es localizar
la palabra cabal que corresponda a la intención buscada. Tampoco se trata de
emplear voces altisonantes -y esto no es por espíritu pacato o por hábito moralista,
sino por un escrúpulo de buen gusto. No creo que las maldiciones, las llamadas
groserías, añadan fuerza, vigor, elegancia, profundidad, ni siquiera colorido, a la
cláusula que se emplea. Una voz se justifica plenamente cuando es indispensable y
sirve a un objetivo determinado. La profusión de estas voces, carceleras,
patibularias, de cuartel o de ,mercado, tienen una misión: escandalizar al ingenuo
lector, epatar a los burgueses, irritar a las mentes sencillas, hacer temblar a las
monjas y a las viejitas. Los jóvenes sonríen despectivamente; no creo que este
lenguaje les sIrva –a pesar de los autores- como afrodisíaco.

¿Cómo dirá el orador su palabra? Pues de la misma manera como la diría cualquier
hombre. La palabra exige énfasis, dulzura, tristeza, coraje, en cuanto cada voz
refleja un estado de ánimo, una fuerza de conciencia, una voluntad en tensión. Así,
nadie podrá dictar leyes acerca de este tema, que sería tanto como obligar al
hombre a vivir según determinado molde. Y para esto no hay normas. La vida
escapa: a las fórmulas. Es algo cambiante, movible, dinámico; en revolución
permanente; la vida es, como quería Goethe, una metamorfosis maravillosa, o un
devenir sin interrupción, como sentenció Bergson, en su evolución creadora.

El orador dice, desde la tribuna, su palabra con sencillez, conversa en voz alta,
comunica sus puntos de vista, no ordena, no coacciona, no aconseja -puesto que
cada consejo implica, en cierta medida, la idea de la superioridad de quien lo
ofrece- y, menos aún, predica la violencia o de disciplina, o la obediencia a los
oyentes.

Todo discurso tiene su asiento en el respeto recíproco, en el reconocimiento de la


dignidad de los que forman el auditorio.

El orador se limita a decir su verdad y deja a sus oyentes que decidan de acuerdo
con su conciencia. Y es que el orador no se juzga a sí mismo por encima de los
demás, a pesar de la tribuna, sino que reconoce sus cualidades al par que sus
limitaciones y puesto que no se auto valora como el poseedor de las Tablas de la
Ley, ni como el Mesías esperado, en su calidad de ser sencillo sin malicia cual
ninguna -como dicen los paisanos del pueblo-

Ocupa con decoro su puesto sin sobrepasarse ni menoscabarse en alguna forma.

El orador dice 10 que tiene que decir y con esto cumple con su deber; hace honor a
su palabra; la respeta, la mide, la pondera; pretende, muy adentro que por medio
de su discurso se hagan mejores sus hermanos y en esta virtud se recata
severamente para que sus palabras no sean estímulo de bajas pasiones, de cóleras
infecundas o de odios estériles.

El orador, por serio, adquiere un compromiso moral; no es precisamente que esté


sujeto a un código de normas profesionales; es, más bien, una responsabilidad
personal. Cabe decir, que cada quien a de estimarse a sí mismo10 suficiente para
no cometer actos indecorosos o nocivos. De otro modo: que cada quien ha de
cuidarse estrictamente, para no proferir frases de las que, luego, pueda
arrepentirse. Es una moral individual, sin normas; es la conducta lo que doctora al
orador.

Y está bien que así sea, puesto que la palabra es la que corrobora la hombría. La
sabiduría popular usa expresiones sintomáticas al respecto. Dice: este es hombre
de palabra.

Con ello pretende asegurar que es hombre de verdad, hombre cabal. Otras veces el
término connota el propio compromiso: te doy mi palabra. Significando que es lo
que más se puede presentar como garantía, como aval. Ya en el área de lo
despectivo, la g ente lapida con esta aseveración cuando se refiere a alguien en que
no es posible confiar: No tiene palabra.

La palabra, entonces, es medida de la conducta de un individuo no es factible


separar los dos términos se identifican plenamente. Luego, el orador no se reduce
al ámbito de lo que dice, sino que, lo que dice se supone que está respaldado por la
autoridad moral de quien se presenta et1público.

iQuién sabe hasta qué punto es posible diferenciar al creador de una obra de arte,
de ciencia, de técnica o de filosofía de su calidad meramente humana! , De cuando
el1 cuando se nos presentan ejemplos de seres agigantados por sus obras de
creación intelectual y estos mismos vegetan empequeñecidos, mediocres,
arrastrándose en el espacio de inmundicias y errores. Es posible que así se (por
excepción~ pero, generalmente, al árbol se le conoce por sus frutos. Hay una
relación indisoluble entre quien piensa y quien actúa. Seria fácil alegar, para
justificar la conducta cotidiana, invocar al personaje desdoblado de Stevenson~
pero no es lo habitual ni lo deseable. El público, supone la firmeza moral de quien le
habla, Se entrega a él confía de aquí nace, naturalmente, la responsabilidad
personal de cada orador. Porque nadéis capaz de adivinar -este es el verbo- qué
efectos producirá.

En un hombre cualquiera, un determinado discurso. La palabra llega, golpea, rompe


las resistencias orgánicas e intelectuales, y, una vez dentro, al establecerse, cobra
fuerza, y principia la metamorfosis imprevista. Tal vez pOr todo ello, el orador es,
en cierta forma, un educador. Se transforma en elemento formativo del carácter de
los demás, puesto que determina y condiciona, hasta cierto grado, la mentalidad, la
sensibilidad, la conducta de los demás. Lo cual es condicionante. Educa e instruye.

Usemos de un ejemplo común: la guerra. Una y otra vez quien se dirige a la masa
tiene que tratar de estos temas, sobre la base, como ya se ha dicho, de que el
auditorio está predispuesto, con simpatía, para aceptar sus aseveraciones. Los
oradores, de todos los tiempos, son responsables, en gran parte, de las ideas de
violencia, de odio, de guerra, que fructifican en los espíritus. Sí los oradores en el
mundo se propusieran no hablar de la guerra o condenarla sistemáticamente, se
crearía un ambiente de amor y de paz! ¡Nadie puede negar el poder de la palabra
hablada! Por lo demás, hay que insistir, con energía, que la oratoria es un ejercicio
circunstancial; pero que no obedece a modas ni a escuelas literarias o a
mecanismos prefabricados intelectualmente. No interesa que algunos teóricos,
aguijoneados por la prisa, por el smog interno que los envenena, atemorizados por
la corporización de las máquinas computadoras, pretendan hacer del discurso una
exposición lógica, fría, metódica, exclusivamente una serie de aforismos y dogmas,
como quien recita, con voz impersonal, una lección de física; la oratoria está más
allá y más acá de las modas; la moda -lo definió Georg Sirnmel- es una resultante
de la lucha de clases; aparece como signo de diferenciación clasista; la. Imponen
los ricos para levantar muros entre ellos y los pobres; pero los pobres imitan las
modas, escalan el muro, con la ingenua ilusión de confundirse con los explotadores,
y, otra vez, los ricos ejercitan su discriminación inventando otra moda, para repetir
esta historia dramática. Nada de esto acaece a la oratoria. Ella responde, de
inmediato, a una necesidad de comunicación directa entre el orador, que tiene algo
que expresar y su auditorio que solicita la orientación Verbal. El motivo del
discurso, la calidad de los oyentes, la finalidad que se persigue etc., todo ello,
combinado, dará la pauta al orador para hablar; experiencia que trataremos
adelante. En cualquier caso, los hombres nos entendemos -nos comunicamos-
mediante el intercambio de ideas, de imágenes y de emociones. No es natural
separar estos elementos que habitualmente se complementan y hasta se confunden
al amalgamarse. Pero cada orador sabrá, en su momento, cuál ha de ser el tono
preponderante, la tónica de su pieza. Yo he formulado -para facilidad de mis
alumnos- estas sencillas preguntas previas al discurso: ¿Dónde voy hablar? ¿A
quién le voy a hablar? ¿Para qué voy hablarles? Y, por supuesto, contestadas estas
sencillas y hasta pueriles Interrogaciones, brotará el cómo debo hablar, más allá y
más acá de toda moda y de toda escuela, pese a los modistos de la oratoria que
quisieran fijar un molde único para sus intervenciones, en los discursos de memoria
que gritan.

Por último hay una pregunta grave: ¿Puede enseñarse la oratoria? Si partimos del
precepto clásico que afirmó: el poeta nace, el orador se hace, entonces, sí. Pero,
independientemente de que los poetas también se hacen, puesto que el concepto
de la inspiración se complementa con el del trabajo -mi inspiración, aclaró
Baudelaire, está ahí en mi mesa de trabajo-; tenemos que convenir en que la
elocuencia es factor innato en algunos individuos. Hay jóvenes que nacen oradores
al igual que los poetas. Ahora bien: si un joven nace verbo-motor, o verbo-visual o
verbo-auditivo, lo único pertinente es ayudarlo a desarrollar sus facultades innatas,
someterlo a ejercicios continuos, a experiencias frecuentes, llevarlo de la mano a

La tribuna para que venza, en primer término, su timidez, que es la primera piedra
que se aparece, la inhibición, el miedo.

Comprendemos que el maestro no da nada al alumno que éste no posea ya en


potencia; el maestro trabaja con el temperamento; se diferencia del alumno en que
el maestro se empeña en penetrar dentro del alumno, define su estilo personal y
colabora para su natural crecimiento. Es como colocarlo frente a un espejo ideal
para que se pruebe la oratoria a su medida. Asimismo, es inaplazable deslindar el
término oratoria; en busca de su ubicación jerárquica. Antonio Caso, en su obra
Estética, clasifica a la oratoria como arte menor. Lo que nos lleva a meditar en
tomo a la inconsecuencia de algunos juicios de valor que extremamos fácilmente.
Las manifestaciones del arte -nos decimos- no pueden catalogarse como superiores
e inferiores; cada expresión de arte tiene su contenido especial a que el deslinde
obliga y, así, de la misma manera que no podríamos comparar a Beethoven con
Bach, para dilucidar quién de los dos es mejor genio de la música, tampoco nos es
dable dictaminar acerca de cuál arte es superior y cuál inferior; a fuera de distintos
no hay posibilidad de compararlos. Es arte o no es arte. Pero lo interesante es que,
pese a esta apreciación injusta, el maestro Antonio Caso fue, esencialmente, un
orador; no un filósofo creador de un sistema, sino un orador que hablaba de
filosofía y filosofaba en sus discursos magníficos y elocuentes. De esto, de su
elocuencia 10 acusa el maestro Samuel Ramos quien, por su innata dificultad para
expresarse en voz alta -no así cuando escribía- tuvo cierta alergia a los oradores.

La pieza oratoria tiene la clasificación usual: contenido y forma. Trae un mensaje,


ineludiblemente; pero puede presentarse en una forma estética. Ahora mismo
podemos leer los discursos de Demóstenes, los de Cicerón, los de Mirabeau y
estimar su bella estructura, sin importamos mayormente su contenido que ha
perdido -por razón de las circunstancias- su militancia, su valor histórico. Perdura lo
bello, la arquitectura de su forma, su vigor oratorio. Revivimos la emoción de su
elocuencia.

El discurso es una obra de arte. El orador es orfebre. Concibe la pieza en conjunto,


pero luego la modela fragmentariamente con sus más modernas herramientas y
sus recursos más auténticos. Del discurso hay que decir lo que el poeta Juan
Ramón Jiménez le dice a la rosa: "No la toques ya más que así es la rosa." Esto
sucede cuando leemos, a tantos años de distancia, una oración de Jesús Urueta. Se
goza la perfección de la forma, se paladea el gusto por el dominio del lenguaje, se
vibra, todavía, con la llama de la elocuencia.

iQué razón tiene el poeta Ramón López Velarde, cuando en el prólogo al breve
volumen que contiene los discursos del "divino Urueta", recalca: "El gran Barbey
decía que la imaginación es la más poderosa de las realidades humanas.

En los manteles de Urueta, la imaginación es la dama de carne y hueso que junta


las manos a la altura de la boca y configura con los brazos desnudos la Sublime
Puerta de vocablos, emociones e ideas.

"Tenemos que insistir en que la oratoria no puede ser calificada como arte inferior.
Tampoco es lícito compararla con la literatura escrita. Son géneros diferentes. Un
discurso no es -como se ha llegado a suponer- una hoja escrita que se repite en
voz alta. Revela precipitación en sus opiniones quien concluye que los discursos son
un alarde de simples palabras. Cada palabra contiene un concepto, es signo de una
connotación. Sólo' los locos podrían hilvanar palabras inconexas sin relación ni
comunicación. Las palabras constantemente significan algo, aunque sea, en último
término, disparates.

Lo que sucede es que quien experimenta fobias en contra de la oratoria descubre


sus complejos por la carencia de facilidad para hablar en público. Padecen -ya se ha
dicho de una especie de tartamudez mental. La oratoria no está reñida con la
ciencia, con la técnica, con la filosofía, con el arte, con la poesía. Ya lo había
explicado Cicerón en su libro, Diálogos del orador. Jaime Torres Bodet –tan
magnífico poeta- es un hombre de letras, un atildado prosista, y en sus variados
discursos son modelo de cordura, de exactitud en el lenguaje, de elegancia y de
belleza, y a nadie se le ocurriría afirmar que sus discursos están huecos, vacíos de
contenido, carentes de doctrina.

Hay buenos y malos oradores. Esto es todo. Hay quien habla por hablar, quien
careciendo de cultura sólo usa lugares comunes, con deficiencias gramaticales,
como aquel amigo orador que "hablaba con faltas de ortografía"; pero la oratoria
buena, clara, diáfana, profunda, bella, puede encontrarse entre los hombre cultos,
inclusive políticos militantes.

La oratoria es prueba de creatividad vital, de la realización integral del hombre. A


mayor. Abundamiento, cuando los pueblos brillan, en lo que Stefan Sweig clasifica
"como los momentos estelares de la humanidad", es cuando se multiplican los
oradores. A este respecto cabe citar al maestro Horacio Zúñiga: "En efecto, si el
retórico de tribuna es detestable y peligroso, el orador verdadero es y ha sido
siempre digno de todo elogio. Es más, si aplicamos a nuestro caso el axioma de
Michelet: "La elocuencia es el termómetro de la libertad" y si afirmamos con
Gambeta que "sólo están mudos los pueblos y los hombres esclavos", tenemos que
aceptar que el orador, en ciertos momentos, es el índice supremo de las libertades
públicas; el exponente máximo del progreso político y social y el grito por
excelencia de las conciencias manumitidas, el glorioso mensaje de su emancipación
material y espiritual."

El hombre que no medita, razona y habla, es el hombre que golpea, que hiere, que
mata. El puño cerrado se abre, listo para el ademán tatemo, cuando la palabra
tiende puentes luminosos. López Velarde rubricó el exquisito elogio para las manos
de Urueta: "la mano cirujana del aire". El ademán es compromiso de amistad no
evidencia de odios. El clásico varón demandaba: "Pega, pero escucha".

Ha sido la palabra la que armonizó la comunicación entre el seráfico Francisco y las


avecillas del cielo; la palabra hablada, la que prendió sus cláusulas éticas en labios
de Savonarola; la palabra adelgazada en las picas del pueblo cuando cayeron los
muros de la Bastilla; palabras, de sabio, de santo, de profeta, de mártir, de apóstol,
de maestro, de reformador, de revolucionario, de arquitecto de sublimes utopías...

Conduce como hipnotizada, como cediendo al embrujo de la flauta mágica...

Desde otro ángulo, ninguna actividad estética produce mayores satisfacciones al


creador, que la oratoria.

No se trata de emular a Leonardo cuando coloca a la pintura a la cabeza de la


artes; pero, independientemente de la jerarquía -que ya comentam9s a propósito
de Antonio Caso- el goce estético máximo lo recibe el orador. Pronunciar un
discurso es sentir, gradualmente, cómo las palabras, sabiamente manejadas, van
adueñándose del auditorio; el orador mira, palpa, mide, el efecto inmediato de su
elocuencia; experimenta la satisfacción de comprobar el poder de su
convencimiento, hasta que llega el minuto en que tiene a sus oyentes suspendidos
del hilo de su verbo. La oratoria salta los muros del silencio, de la indiferencia,
rompe los cercos, evade las trincheras y entra a saco a la ciudadela defendida,
dueño y señor de la atención de todos, viendo como se cumplen sus propósitos
inmediatos. Hay más: la palabra penetra a la conciencia de quien escucha; pero,
además, ahí permanece, en los meandros de la subconsciencia, y nadie puede
vaticinar cuándo ni cómo germina dentro de cada individuo. Sembramos discursos.

No soñamos cual puede llegar a ser la cosecha. Las voces se bifurcan como raíces
en las entrañas, en espera de brotar potentes ramas y árboles gigantes con sombra
generosa o nidos de pájaros y de auroras.

Este ensayo es, pues, tributo de lealtad a la palabra Testimonio de amor al verbo.
Lealtad a la integridad de la! tribunas. Nadie pretenda jugar a la oratoria. La
oratoria no conduce como hipnotizada, como cediendo al embrujo de la flauta
mágica...Desde otro ángulo, ninguna actividad estética produce mayores
satisfacciones al creador, que la oratoria.

No se trata de emular a Leonardo cuando coloca a la pintura a la cabeza de la


artes; pero, independientemente de la jerarquía -que ya comentam9s a propósito
de Antonio Caso- el goce estético máximo lo recibe el orador. Pronunciar un
discurso es sentir, gradualmente, cómo las palabras, sabiamente manejadas, van
adueñándose del auditorio; el orador mira, palpa, mide, el efecto inmediato de su
elocuencia; experimenta la satisfacción de comprobar el poder de su
convencimiento, hasta que llega el minuto en que tiene a sus oyentes suspendidos
del hilo de su verbo. La oratoria salta los muros del silencio, de la indiferencia,
rompe los cercos, evade las trincheras y entra a saco a la ciudadela defendida,
dueño y señor de la atención de todos, viendo como se cumplen sus propósitos
inmediatos. Hay más: la palabra penetra a la conciencia de quien escucha; pero,
además, ahí permanece, en los meandros de la subconsciencia, y nadie puede
vaticinar cuándo ni cómo germina dentro de cada individuo. Sembramos discursos.

No soñamos cual puede llegar a ser la cosecha. Las voces se bifurcan como raíces
en las entrañas, en espera de brotar potentes ramas y árboles gigantes con
sombra.

Generosa o nidos de pájaros y de auroras. Este ensayo es, pues, tributo de lealtad
a la palabra. Testimonio de amor al verbo. Lealtad a la integridad de las tribunas.
Nadie pretenda jugar a la oratoria. La oratoria no

Es una finalidad en sí, sino un medio, el más eficiente, para cumplir fines humanos.
El orador cumple una artesanía, un oficio, y como todo quehacer tiene su técnica y
su genio. El genio produce la elocuencia; las reglas, la práctica, culmina en la
oratoria. El orador no es el malabarista de los conceptos; no sostiene el pro o el
contra –como calumnia a Sócrates, Aristófanes en Las nubes-, se supone que el
orador es el caballero de la verdad. El orador, se acepte o no el calificativo, es un
misionero. El propagandista de las causas justas; expositor de los ideales nobles;
cantor de la solidaridad, del apoyo mutuo, del amor. Sófocles advierte esta cualidad
innata, cuando en su obra Edipo en Colona nos dice:

"Eres famoso para hablar, mas sabes que no es posible hacerlo en todo tema con
tino igual." El poder de la palabra es infinito. Por ello es que hay que cuidar
celosamente de su empleo. Hablar con prudencia es tarea de discretos; hablar por
hablar es negocio de gente necia. ¡Que no tengamos que arrepentimos nunca de las
palabras que hemos proferido, las que sembramos a lo largo de las tribunas! ¡Que
no tengamos que ir a recoger, avergonzados, los trozos de la palabra que
empeñamos un día y rompimos luego!
¡Quitarle a la palabra su máscara! Tener valor de desnudar las palabras, hasta que
sean las nuestras, nuestras para siempre! Esto es lo que cumple el hombre cabal,
el hombre-hombre.

Porque cuando yo era niño hablaba como niño; pero ahora, que ya soy hombre,
hablo como hombre. Así nos

Educó Pablo, el de Tarso, quien, con su sabiduría y su caridad, fue un gran orador.

2.- LA VOCACION DE LA PALABRA

La oratoria es una vocación; la más difícil y la más bella. Hablar, expresar lo que
pensamos, sentimos, amamos, constituye un goce infinito.

Alguna vez dijo el maestro Jiménez Igualada: "Hay una virtud moral que ordena el
bien obrar; pero hay otra, a la que podríamos llamar virtud intelectual que se
refiere al bien pensar y, corno resultado, al bien hablar, no pudiendo andar la una
sin la otra, ya que del buen pensamiento nace el buen acto, que hace más
agradable el rocío de la buena palabra."

La palabra tiene una doble misión libertadora. El varón que la expresa en voz alta,
experimenta el encanto de la liberación personal; pronuncia lo que anhela desde el
rincón misterioso de su individualidad, es una especie de confesión, de catarsis, y,
tiende, naturalmente, a llevar a sus hermanos, a la libertad que ama. Porque todo
discurso es una incitación a la libertad de nuestros semejantes. Con el discurso
comparte lo más selecto de su espíritu, puesto que suponemos que sólo palabras
de bondad y de belleza puede proferir el orador que se estima a sí mismo. Hay
oficios que ennoblecen a quien los ejecuta. Hay oficios con entraña poética que
perfuman el alma de quien los cumple.

Por ello, el orador es un artesano que transforma el lenguaje, devuelve brillo a las
palabras, da al concepto su dimensión más profunda y lava el rostro de las
emociones cotidianas. Recrea las voces. Y es que cada voz tiene su cuerpo, su
estatura, su color, su profundidad. Y es tarea del orador no sólo respetar la calidad
de los términos, sino agrandar su horizonte, penetrar como el minero al corazón de
la veta y extraer de cada palabra el oro y la plata de su original riqueza.

Se ha dicho que algunas palabras -como las monedas- han extraviado su cuño, su
limpieza, y que difícilmente son reconocidas; pero el orador reivindica la alcurnia de
la voz y las palabras se funden en sus manos para renacer con su prestigio literal,
pero mayormente dispuestas a embellecer lo que expresan.

Es cierto, hablamos de un orador que no es capaz de traicionar su vocación


humana, Platón, puso en labios de Sócrates un agrio comentario en contra de
Protágoras, cuando les reclama a los sofistas el artificio de probar que lo negro es
blanco y lo blanco negro; no, no es esto la oratoria, aunque .Aristófanes, en su
obra Las nubes envíe al personaje a estudiar el arte de la palabra para salvarse de
los acreedores y evadirse, así, de la justicia. El orador no es, tampoco, el habilidoso
prestidigitador de la verdad al servicio de un amo, listo para elogiar y ponderar a
quien sirve; el orador, admitimos, es hombre íntegro, cabal, honorable, un
caballero -tomado este concepto con su fondo de dignidad- incapaz de mentir, de
adular, de descender a bajos menesteres.

Apunta el mismo maestro Jiménez Igualada, en su conferencia de Oratoria: "el


hombre de hoy, moralmente preparado, debe vigilarse a sí mismo para detener su
mano cuando vaya a descargar el golpe contra su prójimo, y el que no se frena
dejando rienda suelta a su instinto animal, es porque continúa pegado a la
animalidad de sus antiquísimos abuelos.

"Quizá sea este hombre -sigue diciendo el Maestro- el que vaya a buscarte, joven
orador, para que lo ensalces y endioses, ya que él no sabe hablar, como tú, en
forma convincente y bella; quizá te ofrezca soldada para que tu elegante oratoria la
pongas a sus pies; quizá considere que estás bien pagado con que te vea y cuente
entre los que componen el cortejo de sus servidores. Pero si lo aceptares, tus
hermosos sueños de orador capaz de alcanzar las altas cimas de la hombría y de la
belleza, quedarían reducidos a pobres oraciones pronunciadas desde un balcón
cualquiera y dirigidas a gentes. Aborregadas por el predador que a ti te paga."

Y, es verdad, este es el destino, la dura suerte, de muchos jóvenes oradores que


vendieron su primogenitura por auténticas migajas. Y, sin embargo, como ya
hemos señalado, la oratoria es fuente de las más bellas y profundas emociones de
alegría y de regocijo. Goethe cinceló esta frase: "nadie cruza el bosque y sale de la
misma manera". Quiso decir, que el hombre vive en metamorfosis permanente, y
que, aunque en cada aventura deja fragmentos de su ser, también gana, con la
experiencia, un mundo maravilloso, totalmente desconocido para él, en cuanto está
pleno de oportunidades.

La oratoria no es un capricho ni un aditamento cultural; ~ responde a un


imperativo vocacional; es, en cierto modo, el punto de arribo de la personalidad.
Concreta diversas facultades del ser humano y ofrece una imagen de lo que el
hombre es, o puede llegar a ser si se lo propone. Quien ya ascendió a la tribuna y
conjugó el verbo frente a una multitud; quien sintió sobre sí los mil ojos del
monstruo que está enfrente según bella expresión de D' Annunzio, ojos atentos,
inquisitivos, amenazadores, este varón no podrá ya escapar, en el futuro, al canto
de las tribunas.

Antes de romper el silencio se sentirá morir de incertidumbre, paseará con los


nervios encabritados, la imaginación en ascuas, el corazón en llamas; pero, luego,
cuando ya esté situado en la órbita del verbo, respirará optimista, frutal, liberado,
sintiendo que trae un mundo sobre los hombres, un universo en la punta de la
lengua que va a mostrar gloriosamente a los oyentes.

La tribuna embruja. El hombre, en la tribuna, brota del capullo habitual: es otro. No


sólo crece en estatura física a las miradas que 10 vigilan, sino que, intelectual,
anímicamente, se cumple en su pecho una ambivalencia cabal: envejece y
rejuvenece al par. Envejece en sabiduría, en experiencia. Son cien vidas más las
que lo acompañan; pero también rejuvenece, en cuanto le aparecen bríos, ímpetus,
energía, entusiasmo, alegría de vivir, que son las características de todo joven. Hay
un fenómeno superior:

El orador está traduciendo y expresando lo que cada miembro del público piensa y
siente, sólo que no se ha atrevido a gritar frente a los demás. El orador goza la
mayoría de edad de su hombría, el verano de su genio creador, la primavera de su
jerarquía de hombre bien.

Tal vez por ello, orar tiene dos acepciones que se complementan: ora quien se
comunica con sus dioses; establece el lazo con el más allá; dialoga con el infinito;
y, también ora el que habla a sus hermanos los hombres, se entiende con ellos, los
representa en el debate contra el destino y sus limitaciones.

La oratoria es una variante del heroísmo. Plantado a la mitad del ágora, el orador
habla por lo demás, se opone ala explotación y a la esclavitud, aboga por las
causas nobles, ofrece el pecho a los victimarios, levanta la cabeza para que le
toque la primera piedra lanzada por los violentos.

El orador aceptó, desde el prólogo de su vocación, esta inmolación; el ejercicio de


un sacrificio permanente que implica su filiación con la moral.

No hablamos de una moral con normas; nos referimos a la moral individual que no
se aparte de la sentencia de Calderón de la Barca: el honor es la sombra de la
propia estimación, y esto es lo que el orador reclama: despertar la, conciencia de
cada uno de sus prójimos para que predomine la estimación personal, el respeto
recíproco será la consecuencia de la conducta de cada unidad de valor humano.

Largo tiempo se profesó el cumplimiento de la palabra de honor como distintivo de


la jerarquía humana; el orador sabe que cada una de sus palabras, tácitamente, es
una palabra de honor que hay que cumplir celosamente. Al fin, el hombre .es su
palabra. Y el orador es más hombre en la medida en que acepta su compromiso
humano con mayor heroísmo.

El orador que se enajena, golpea sus alas sobre los muros de una prisión. Por la
palabra serán los hombres libres. Por la palabra ganarán los pueblos su libertad y el
goce de la solidaridad que los salve.

Podemos postular esta hipótesis de trabajo: hay discursos horizontales y discursos


verticales.

El orador horizontal -hombre horizontal- es el que repta, se envilece, está atado a


la ambición de poseer, de aumentar sus beneficios, de abarcar lo más que le sea
posible; vive en la superficie, desea mayor extensión y más espacio horizontal. El
orador vertical parte de la tierra, ostenta sus raíces telúricas; asciende hacia arriba,
gana en profundidad y en hondura; su contenido está ligado a las entrañas de la
vida; sus palabras están emparentadas con minerales y vegetales, con raíces; su
elevación lo lleva hacia lo azul, hacia lo luminoso, hacia las estrellas. Este orador
-hombre vertical- no se ha divorciado de la realidad, puesto que la realidad
primigenia está en la tierra, pero, en cambio perfecciona su camino de hombre, y
sube hacia regiones más limpias y más puras.

Tal vez hubo época en que fuera indispensable recomendar -como lo hizo Bacón-
poner plomo a los pies del cuerpo con alas. Sólo que, en esta época, de triste
maquinismo, de automatización, de robot sin redención, es imperativo, retornar a
las alas, quitar el plomo, impulsar mejor, el vuelo. Y, el orador será el misionero de
esta cruzada poética, en la que se mezcle el realismo con la magia, la razón con la
imaginación, si es que pretendemos redimir al robot, imprimir otro sentido a la
existencia y salvamos del ecocidio que nos amenaza a los humanos, según la docta
advertencia del doctor Fernando Césarrnan. Una oratoria que satisfaga el ejemplo
de los molinos de viento, que marca Eugenio D'Orss, en hermosa glosa: el molino
está pegado a la tierra; satisface una utilidad al moler el trigo y producir la harina,
pero deja que sus alas acaricien el azul de la noche para que estén en contacto con
las estrellas.

¡Malhaya los bellacos que pretenden mutilar al águila del verbo y restarle
hermosura a la palabra! Hay individuos, que presumen de oradores, y, en verdad lo
que son es recitadores, declamadores, artistas aficionados de teatro. Nos referimos
a quienes, previamente, han aprendido de memoria una serie, de discursos, o
fragmentos de discurso, que llaman "mosaicos" y que luego acomodan en cualquier
ocasión. Si tuviéramos que distinguir al orador del declamador, diríamos que el
orador está en el proceso de la creación, es activo, dinámico, mientras que el
declamador, o el actor, estarán siempre repitiendo lo que otros han escrito. Y, no
importa que el actor o el recitador redacte su propio papel, de cualquier manera, en
el momento de la exhibición está en posición de repetidor. ¿Puede llamarse a esto
un orador? Randolph Leigh, autor de un libro interesante,.Oratory, y Director de los
primeros concursos internacionales de oratoria, subraya la semejanza del orador
con el actor, por lo que atañe a los recursos escénicos que usa el que habla en
público y que, en algunos casos, resultan inclusive exagerados. Y, ciertamente,
algunos oradores -para no decir que todos- actúan y aprovechan estos medios para
impresionar al público con ventaja; pero ello no quiere decir que se confundan los
géneros. Por. 10 demás, conviene precisar este concepto: un orador es tan actor
como cualquier individuo lo es en la vida diaria. Cada quien actúa a su manera. Lo
mismo que cada quien está usando de la oratoria en la conversación diaria.
Obsérvese a quien discute, a quien platica, a quien trata de persuadir a su amigo o
cliente y se verá, en pequeño, la práctica de la oratoria con su variedad de
recursos. Se cambia la voz, se provoca el énfasis, se mueven la manos y, también,
se carga de emoción lo que se dice.

El discurso nos apremia a vivir; es una forma de vida. Un discurso equivale a una
conducta; cuando menos incita a ella, la provoca. De aquí el valor educativo que
tiene la oratoria. Instruye deleitando -como pidió Anatole Francey, positivamente,
cada orador es un maestro. Si aceptamos el distingo entre instruir y educar,
tendremos que la oratoria satisface las dos atribuciones pedagógicas, porque
instruye cuando hace de la tribuna una cátedra en llamas, y educa, cuando coopera
a modelar el carácter humano.

El maestro Giménez Igualada, nos llama la atención a este respecto, en su obra,


Los caminos del hombre: "El lenguaje que se emplea en la conversación o en el
discurso, deben entenderlo todos los hombres, única manera de ser y de sentirse
universal por haber comprometido y amado la universalidad. El que habla y el que
escribe -me sigo diciendo a mí mismo- debe hacerlo con tal dulzura y con tal
entereza como si su palabra, sin avergonzarse jamás de ella, hubiera de subir,
siglos arriba, hacia la eternidad. Así hablaron y escribieron los mejores, los que se
han perpetuado hasta nosotros. Los que no supieron crear humanidad murieron
para siempre."

El orador semejante es a Prometeo. Diríamos, metafóricamente, que ha robado el


fuego a los dios (Ha dado el fuego a los mortales. Es el origen de la cultura y de la
civilización. En el principio de la cultura -la cultura es un estilo de vida- está el
verbo. No podríamos olvidar que el fuego elimina las sombras e ilumina los caminos
del hombre y esto es la función específica del discurso, brillar en la oscuridad,
encender la lámpara para que los viandantes encuentren el sendero preciso y no
corran el peligro de extraviarse. Prometeo se ufana en el drama esquiliano, de
haber salvado a los hombres del dolor y de la muerte, porque " sembró en ellos la
ciega esperanza"; esto es lo que realiza el orador: disipa las penas, nulifica las
incertidumbres, supera las angustias y deja clavada en el pecho de los oyentes,
siempre, una ciega esperanza.

Todo orador es un utopista; un soñador. El orador es, también, un rebelde.

El hombre rebelde, definió Albert Camus, en su obra El hombre rebelde, nos dice
que la rebeldía contiene dos tiempos precisos: la inconformidad con el espacio
tiempo que se vive y que se traduce con el grito de iY basta!, y, el sueño, utópico,
de un mundo mejor que el presente, donde se corrijan las causas que motivan la
protesta. El orador, teóricamente, cuando menos, cumple esta obligación, es el
profeta que clama contra el mal y, también el arquitecto que diseña la ciudad
futura. No se habla por hablar; para satisfacer una vanidad; se habla para
comentar, analizar, criticar, una situación dada, y se habla,
Asimismo, para formular la visión lejana de lo que sería la vida ideal. Y, conste, que
el orador no ordena, no coacciona, ni siquiera aconseja, simple y llanamente
expone su pensamiento para que sea cada hombre quien, en el interior de su
conciencia, dictamine lo que juzgue conveniente y adopte las decisiones que le
parezcan justas. Entonces, ¿qué objeto tiene la oratoria? Iluminar, dilucidar
conceptos, aclarar paisajes frente a los ojos de los hombres, los hermanos. Por eso
es que los griegos, los maestros de la humanidad, dedicaron tantas horas en
ejercicios oratorios. Por eso es en Atenas donde ha de iniciarse la historia de la
elocuencia cuando Demóstenes, al decir de Clemenceau en su obra Demóstenes,
hablaba por Grecia, para liberarla del peligro de Filipo y de la cultura oriental.

Plutarco, en sus Vidas paralelas, consigna esta opinión de Filipo: no temo a los
generales; le temo a Demóstenes, porque con sus discursos es capaz de unir y
levantar a los pueblos helenos en mi contra. Y así fue. Muchos años después, el
más breve discurso, el más relampagueante, derribó los muros de la Bastilla y la
elocuencia de Dantón, de Mirabeau y de Robes Pierre, cambiaron el rumbo de la
historia universal.

Nadie debería dudar del poder determinante del verbo humano. Sobre todo cuando
meditamos que Budha, Jesucristo, Mahoma, y los conquistadores más
renombrados, usaron de la palabra como de un arma favorita para conquistar el
cumplimiento de sus deseos.

Ahí donde vibró un conductor de pueblos, un guía, un maestro, ahí estuvo un


orador.

El problema del hombre, nos han dicho los psicólogos, es encontrar su exacta
vocación. Un buen número se equivoca. De aquí el fracaso que revelan las
estadísticas en la población escolar. Y, sin embargo, parece sencillo. José Enrique
Rodó, con su magnífica prosa, fluida y bella, ha dejado en su obra, Motivos. de
Proteo, discretas advertencias: "Una vocación poderosa que ha ejercido durante
mucho tiempo el gobierno del alma, reconcentrado en sí toda la solicitud de la
atención y todas las energías de la voluntad el como luz muy viva que ofusca otras
más pálidas, o como estruendo que no deja oír muchos leves rumores. Si la luz o el
estruendo se apagan, los hasta entonces reprimidos dan razón de su existencia.
Aptitudes latentes, disposiciones ignoradas, tienen así la ocasión propicia de
manifestarse, y, a menudo, se manifiestan, en el momento en que pierde su
ascendiente la vocación que prevalecía."

Esto -ya se manifestó- es tarea ardua. La mayor parte de los seres humanos nos
equivocamos. A veces, como lo indica Ortega y Gasset, un hombre vive, trabaja, se
ufana, sueña, se alegra, y todo ello sin haber encontrado su verdadera vocación.
Esto explica por qué tantos ciudadanos deambulan con su fardo de frustración a las
espaldas. Recalca el filósofo español en su obra, Goethe desde dentro: "Vivir es ser
fuera de sí, realizarse. El programa que cada cual es, irremediablemente oprime la
circunstancia para alojarse en ella. Esta unidad de dinamismo dramático entre
ambos elementos -yo y el mundo- es la vida. Forma, pues, un ámbito dentro del
cual está la persona, el mundo y... el biógrafo". Y más adelante: "Considerada así
la estructura humana, las cuestiones más importantes para una biografía serán
estas dos que hasta ahora no han solidó preocupar a los biógrafos.

La primera consiste en determinar cuál era la vocación vital del biografiado, que
acaso éste desconoció siempre. Toda vida es más o menos, una ruina entre cuyos
escombros, tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido... La
segunda cuestión es aquilatar la fidelidad del hombre a ese su destino singular a su
vida posible."
Y es cierto. Quien más, quien menos, en alguna estación de la vida sentimos que
no somos lo que hubiéramos deseado ser; que hemos traicionado, en algún sitio,
en algún tiempo, la vocación auténtica que existía en nuestra adolescencia o en
nuestra juventud.

El verso de Dante Gabriel Rossetti; se vuelve una espina en la conciencia: "It might
have been...”

Todo pudo haber sido, todo pudo ser, el rumbo de los días quizá hubiera diferido de
haber hecho esto o aquello. Y el si, condicional, nos atormenta.

Esto dura sólo un instante. Frente a lo hecho no caben sino nostalgias y la


resignación valiente para proseguir adelante. De todos modos, lo prudente es
vigilar la vocación, espiarla, no desaprovechar la ocasión que la pintan huidiza. El
orador, fiel a su vocación tan bella, ha de consagrarse con fervorosa pasión y no
traicionarla.

La oratoria es una vocación celosa, extremadamente celosa. Demanda dedicación


total, y lo grave es que cuando la abandonamos inmediatamente se deja sentir en
forma de reproche y aparecen terribles deficiencias. Algo así como si el
pensamiento se enmoheciera, como si la lengua se tornase estropajosa, y las
palabras cayeran y rebotaran, antes de salir con soltura, con diligencia, con
elegancia.

Cualquier expresión artística -en cuanto al oficio- reclama atención diaria, tenaz,
impostergable. Ocho o más años, ha de permanecer el estudiante en el
Conservatorio para graduarse como cantante, pianista, violinista e igual o más
tiempo, estudiará el joven antes de llegar a ser escultor o pintor... El arte es largo,
porque, después, tendrá que proseguir ascéticamente, toda su existencia en busca
de mayor perfección en el dominio de los elementos de su arte.

¿Cómo pensar que la oratoria es arte fácil, al que se llega, se está una temporada y
se abandona, impunemente? En el pórtico de la academia de oratoria debiera
repetirse la admonición tajante: Que no entre quien no tenga vocación.

El orador no concluye sus estudios de oratoria. La elocuencia no es una letra de


cambio a tantos años; es vocación vital. Porque la oratoria -como hemos de ver- no
es concebible sin una seria, profunda y amplia cultura, sin ser rico, en sabiduría, en
filosofía, economía política, arte, política, sociología, etc., para no correr el riesgo
de firmar cheques en blanco.

No se puede hablar de lo que no se sabe. De la nada no se habla. Podremos


improvisar acerca de aquello que ya conocemos, so pena de que nos atreviéramos
a inventar los temas y a decir palabras sin lógica ni sentido común, que es lo que,
infortunadamente, hacen muchos sujetos.

Luego, es imperativo que el orador se prepare, por días, por meses, por años, con
un severo rigor, con obstinado rigor, mediante el estudio, la lectura cotidiana, la
meditación; más, mucho más que otras personas, porque si éstas no se verán
comprometidas a hablar en cualquier caso, los oradores sí, puesto que el mundo
espera que satisfagan su oficio, que es el de orar, sin titubeos, con aplomo, en las
circunstancias que se presenten.

El ataque a los oradores viene de lejos. La calumnia, la diatriba, el desprecio, han


corrido paralelamente con los aplausos. Por ello es que no extrañan los
argumentos, en pro y en contra, que se supone sostuvo Cicerón y que recogió en
su libro, Diálogos del orador.
El libro es fuente de observaciones geniales. No es prudente espigar, al desgaire,
porque la obra en total es inapreciable; pero, con atrevimiento, anotaremos: "Solía
decir Sócrates que todos son elocuentes en lo que saben bien. Y aún es más
verdadero que nadie puede hablar bien de lo que no sabe. Y que aunque lo sepa, si
ignora el arte de construir y embellecer el discurso, no podrá explicar lo mismo que
tiene bien conocido."

Y agrega: "nadie merece el título de orador si no está instruido en todas la artes


propias de un hombre libre".

Marco Tulio Cicerón reitera infinidad de veces: "Pero si oyes mis consejos, como la
filosofía abraza tres partes: primera, los secretos naturales; segunda, el arte lógica;
tercera, la vida y costumbres, dejemos las dos primeras en obsequio a nuestra
pereza, pero retengamos la tercera, que fue siempre del dominio del orador, pues
sin ella nada le quedará en que pueda mostrarse grande."

Esta sana y nutricia opinión no es propiedad exclusiva de Marco Tulio Cicerón, ella
está presente en buen número de maestros y filósofos de la antigüedad y de
tiempos modernos.
El orador no es sólo un operario de "lengua veloz y ejercitada", es un varón
prudente, estudioso, investigador, que lee con acierto, anota y retiene los
pensamientos célebres para salpicar, después, sus oraciones, con el testimonio de
los ingenios superiores que en el orbe han sido.

Por el camino de la vocación cumplida se llega a la elocuencia. El propio Cicerón


nos aclara: "Llamaba yo diserto al que podía hablar, según el parecer común, con
cierta agudeza y claridad, en presencia de hombres no vulgares; y reservaba el
nombre de elocuente para el que pudiese, con esplendidez y magnificencia
amplificar y exornar cuanto quisiera, y tener en su ánimo y en su memoria las
fuentes de todas las cualidades que pertenecen al bien decir."

De lo que se deduce que hicimos perfectamente, el principio de este ensayo, en


deslindar los terrenos de la oratoria y separar la elocuencia, como rasgo inequívoco
del chispazo genial, con el que, seguramente se nace, pero el que se desenvuelve,
mediante el heroico esfuerzo cotidiano, ese "obstinado rigor", que parece que fue el
lema del divino Leonardo Da Vinci.

Sin embargo, haremos mejor si insistimos y, al efecto, escudriñamos las páginas de


Horacio Zuñiga. En su obra, Ideas, Imágenes, Palabras, El libro de los oradores,
afirma: "es necesario que comprendamos que no puede haber gimnasia más bella
que la de la inteligencia; ni justa más hermosa que la de la verdad; ni contienda
más sublime que la del pensamiento hecho palabra y la palabra hecha al mismo
tiempo razón y metáfora, ciencia y arte, raíz y fronda, montaña y nube, garra y
vuelo, como en la imagen eterna del filósofo inglés que proclama la dualidad del
garfio vegetal que taladra la roca para extraer la sangre de la sabia y el ímpetu de
la ramazón que arroja la flor y el fruto al esplendor del cielo."

A Horacio Zuñiga lo criticaron sus enemigos -triunfo de la envidia y de la


impotencia- porque usaba abundantemente de la metáfora. Entonces adujeron
-como harían hoy- que era preferible la sencillez, la modestia, y, sobre todo, que la
oratoria palabrera, adornada, metafórica, pertenecía al pasado.

Inevitablemente se vuelve a este tema. El fondo no es separable de la forma y, no


concebimos -ni siquiera. Concebimos- la forma sin el fondo. Hay una síntesis
perfecta.
Lo que sucede es que la incapacidad para hablar en público y para hacerlo
bellamente, obliga a los

Tartamudos espirituales a multiplicar las invectivas contra los oradores tan


completos como lo fue Horacio Zúñiga.

No es posible pedir un solo estilo. Si el estilo es el espejo del hombre, no es


razonable exigir un tipo de hombre único, sin reconocer la enorme variedad de
hombres que existen. Es tanto como criticar a la montaña comparándola con el
valle. Yo prefiero los valles; pero yo, nos diría otro, prefiero las montañas.

El orador habla según su temperamento y no es justo tratar de imponer


modalidades ni modos para hablar; cada quien a de ser auténtico, quizá porque la
ausencia de autenticidad en la vida provoca tantas Ilustraciones fatales.

El orador es el baluarte de la libertad, el paladín de la justicia. Tal parece, por ello,


que en climas de libertad nacen y se reproducen los buenos oradores y que en
tiempos de dictadura, totalitarios, no hay campo propicio.

"Sólo los que obran mal, temen a los que hablan bien, y sólo los impotentes y los
despachados, pueden condenar la oración".

La oratoria revela la esencia del hombre; supera su existencia; es fundamental,


trascendente, definitiva y eterna, porque así es la palabra, porque así es el hombre;
porque el hombre es y será siempre su palabra, y en conservarla, en mantenerla,
en serle fiel, está el secreto de la sabiduría.

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