HARRISON - El Gran Dios Pan
HARRISON - El Gran Dios Pan
HARRISON - El Gran Dios Pan
M. John Harrison
Recuerdo unas frases de Sprake, tan bien elaboradas que no parecen suy as,
sobre Lucas Fisher:
—Es poco alentador sentir que le has dado esquinazo a la vida. Sólo se vive
intensamente al precio de uno mismo. Al final, la resistencia de Lucas a
entregarse con todas sus fuerzas le convertirá en un ser despreciable, ilusorio.
Acabará paseando sin rumbo por las calles de noche y mirando los escaparates
iluminados.
En aquel tiempo pensé que había exagerado. Todavía creía que Lucas poseía
más energía que voluntad, que era más propenso a los altibajos de una
personalidad cíclica que a la deliberada restricción de sus potencialidades.
—Algo horrible está ocurriendo —le dije a Lucas. Permaneció en silencio. Al
cabo de un momento insistí—: ¿Lucas?
—Por el amor de Dios, cuelga y déjame en paz —creo que le oí decir.
—La línea debe de estar estropeada, te oigo muy lejos. ¿Hay alguien contigo?
Silencio de nuevo.
—Lucas, ¿me oy es?
—¿Cómo se encuentra Ann?
—No muy bien, sufre una especie de ataque. No sabes lo que me alivia
hablar con alguien. Lucas, hay dos figuras completamente alucinantes en el
pasillo que se ve desde la cocina. Lo que están haciendo es… Oy e, son de un
color blanco como la cera, y se sonríen todo el rato. Es la cosa más asombrosa…
—Espera un momento. ¿Quieres decir que tú también las ves?
—Es lo que intento decirte. Lo que pasa es que no sé cómo ay udarle. ¿Lucas?
La línea se había cortado. Colgué el auricular y marqué su número de nuevo.
Comunicaba. Más tarde le dije a Ann que otra persona le estaría llamando, pero
sabía que había descolgado el teléfono. Me quedé un rato allí, azotado por el
viento que soplaba desde el páramo, con la esperanza de que cambiaría de idea.
Al fin, muerto de frío, me rendí y regresé. La cellisca abofeteó mi rostro a lo
largo de todo el tray ecto. El campanario de la iglesia dio las seis y media, pero el
pueblo se veía desierto y en tinieblas. Sólo se oía el viento agitando las bolsas de
basura amontonadas alrededor de los cubos.
—Puedes reventar, Lucas —susurré—. Puedes reventar.
La casa de Ann estaba tan silenciosa como las demás. Entré por el jardín del
frente y apreté mi cara contra la ventana, por si podía divisar la cocina a través
de la puerta abierta de la sala de estar, pero desde ese ángulo lo único visible era
un calendario de pared con una fotografía en color de un gato persa: octubre. No
vi a Ann. Permanecí junto al macizo de flores y la cellisca se convirtió en nieve.
El olor que invadía la cocina no era de vómitos sino el de ese regusto amargo
que se siente a veces en el fondo de la garganta. El chorro brillante y suicida de
la luz fluorescente bañaba el pasillo, ahora desierto. Era difícil imaginar que algo
hubiera ocurrido allí, pero, al mismo tiempo, nada parecía tranquilizador, ni la
disposición de las tejas de la techumbre, ni los matojos de helechos que crecían
en el revestimiento, ni la forma en que la nieve se depositaba en los intersticios de
las lajas. Advertí que no quería darle la espalda a la ventana. Si cerraba los ojos e
intentaba visualizar a la pareja blanca, todo lo que podía recordar era su manera
de sonreír. Un aire frío y silencioso penetraba por encima del fregadero, y los
gatos vinieron a frotarse contra mis piernas, entorpeciendo mi paso. Los grifos
seguían manando.
En su confusión, Ann había abierto todos los aparadores de la cocina y
desparramado el contenido en el suelo. Cacerolas, cubiertos y paquetes de
comida deshidratada se mezclaban con un cubo de polietileno y algunos
delantales; había volcado una botella de detergente entre varias latas de comida
para gatos, algunas abiertas, otras sólo a medias, antes de que las dejara caer o se
olvidara de dónde había puesto el abridor. Resultaba difícil averiguar lo que había
tratado de hacer. Lo recogí todo y lo tiré. Le di comida a los gatos para que
dejaran de molestarme. Un par de veces la oí moverse en el piso de arriba.
Estaba en el cuarto de baño, estirada sobre el caduco linóleo de color rosa, y
se esforzaba por sacarse la ropa.
—Por el amor de Dios, lárgate —dijo—. Sé hacerlo sola.
—Oh, Ann.
—Pues echa un poco de desinfectante en el cubo azul.
Ann todavía dormía cuando salí de la casa, con una expresión en la cara
como la de la gente que no puede creer lo que recuerda de sí misma.
—Es verdad que se oían voces en la marea, gritos de socorro o de
advertencia —había dicho Ann—. Me vino la regla ese mismo día. Durante años
estuve convencida de que mis ataques también empezaron entonces.
Fue la última vez que la vi.
Un frente cálido había avanzado desde el sudoeste durante la noche; la nieve
comenzaba a fundirse, nubes grises se cernían sobre los páramos. Dos niños se
sentaron frente a mí en el tren hasta Staly bridge, con una expresión esperanzada
en los ojos y los billetes sujetos sobre el regazo. Tendrían unos ocho o nueve años.
Iban vestidos con menudas e impecables chaquetas, pantalones ajustados y botas
« Dr. Marten» . Vistas de cerca, sus cabezas rapadas eran azuladas y vulnerables,
perfectamente formadas. Parecían acólitos de un templo budista: tranquilos,
cándidos, sumisos. Una fina lluvia caía al llegar a Manchester. Me persiguió a lo
largo de toda la calle Market, hasta la misma entrada del Kardomah Café, donde
me había citado con Lucas Fisher.
—¡Mira estos pasteles! —fue lo primero que dijo—. No son de plástico, como
los que hacen ahora. ¡Son de la edad del y eso de los pasteles de café, de la edad
del barro: pasteles de terracota, pintados con todo lujo de detalles, vidriados en
algunos lugares para obtener las grietas e imperfecciones de un auténtico pastel!
¿A que son maravillosos? Me voy a comer uno.
Me senté a su lado.
—¿Qué te pasó anoche, Lucas? Menuda pesadilla.
—¿Cómo está Ann? —preguntó, desviando la mirada.
Percibí que temblaba.
—Puedes reventar, Lucas.
Sonrió a un niño de corta edad embutido en un pasmoso vestido amarillo. El
crío le devolvió la mirada con expresión ausente y disgustada, como si fuera
muy consciente de que pertenecían a especies antagonistas.
—Creo que el domingo irás a cenar a casa de la abuela —dijo una mujer
cerca de nosotros—. ¿Alguna celebración? —Lucas se giró como si hablara con
él—. Si vas a comprar juguetes esta tarde, limítate a mirarlos sin tocarlos, no sea
que te acusen de robo.
Desde algún lugar próximo a la cocina se oy ó un ruido similar al de una
bandeja llena de platos que cae por un corto tramo de escaleras. Un
estremecimiento de disgusto sacudió a Lucas.
—¡Salgamos! —dijo. Parecía irritado y enfermo—. Me afecta tanto como a
Ann. Tú nunca piensas en eso —volvió a mirar al niño—. Si pasas mucho tiempo
en lugares como éste pierdes el humor.
—Vamos, Lucas, no seas aguafiestas. Creí que te gustaban los pasteles de
aquí.
Durante toda la tarde recorrió las calles a grandes zancadas, como abismado
en sus pensamientos. Yo apenas podía mantener el paso. El centro de la ciudad
estaba lleno de sillas de ruedas, ocupadas por ancianas de rostros impacientes y
arrugados, parcialmente calvas, protegidas con delgados impermeables
amarillos. Lucas se había subido el cuello de su chaqueta de lana gris para no
mojarse, aunque la llevaba abierta y con las mangas subidas por encima de las
muñecas. El esfuerzo de seguirle me había dejado sin aliento. Tenía cuarenta
años, pero conservaba el rostro rapaz de un adolescente.
—Lo siento —dijo, aminorando el paso.
No era muy tarde, pero los letreros de neón y a estaban encendidos, así como
las ventanas bajas de los edificios de oficinas. Un brazo del canal apareció de
pronto ante nosotros, cerca de la estación de Piccadilly. Lucas se detuvo y
contempló la superficie salpicada por la lluvia, oscura y aceitosa, sembrada de
condones flotantes como gaviotas a la luz agonizante.
—A veces se ven fuegos en aquella orilla —dijo—. Allí viven muchos
vagabundos. Se les oy e cantar y gritar en el viejo camino de sirga —me dirigió
una mirada de estupor—. Tú y y o no somos muy diferentes, ¿eh? Nunca
conseguimos nada.
No supe qué decirle.
—Lo peor no es que Sprake nos animara a destruir algo de nosotros —
prosiguió—, sino que jamás obtuvimos nada a cambio. ¿Has visto alguna vez a
Juana de Arco arrodillándose para rezar en el Kardomah Café? ¿Y a un niño que
entra después con algo que parece un macho cabrío, que se la folla allí mismo
bajo un ray o de sol?
—Oy e, Lucas —le expliqué—. No voy a hacerlo nunca más. Anoche me
asusté.
—Lo siento.
—Lucas, tú siempre lo sientes.
—No estoy en mi mejor día.
—Por el amor de Dios, abróchate la chaqueta.
—No tengo frío.
Paseó su mirada vaga por el agua, oscurecida hasta convertirse en un cauce
sin fondo, opalino, entre los edificios; tal vez Lucas veía machos cabríos, fuegos,
vagabundos.
—« Trabajamos, pero no obtuvimos paga alguna» —citó. Algo le obligó a
inquirir con timidez—: ¿Sabes algo de Sprake?
Mi propia paciencia me enfermaba, como si colmara todos los poros de mi
cuerpo.
—Hace veinte años que no sé nada de Sprake, Lucas, y a lo sabes. Hace
veinte años que no le veo.
—Sí, lo sé, pero no puedo soportar la idea de que Ann viva sola en un sitio
como aquél. De otra forma, no lo habría mencionado. Dijimos que siempre
permaneceríamos juntos, pero…
—Vete a casa, Lucas, ahora mismo.
Se apartó con aire de desolación y se alejó. Tenía la intención de abandonarle
en el laberinto de irredimidas calles que hay entre Piccadilly y Victoria, las
ruinosas tiendas de pornografía y animales los aparcamientos cubiertos de malas
hierbas que se extienden a la sombra de la mole amarillenta del Arndale Centre,
pero me fue imposible. Había llegado al mercado de fruta de Tib Street cuando
una pequeña figura surgió de una calle lateral y empezó a seguirle muy de cerca
por la acera, imitando su típico paso, la cabeza echada hacia adelante y las
manos en los bolsillos. Cuando se paró para abrocharse la chaqueta, la figura
también se paró. Su chaqueta era tan larga que la arrastraba por la zanja.
Empecé a correr para darles alcance, y entonces la figura se detuvo bajo una
farola de la calle y me miró. A la luz de sodio vi que no se trataba de un niño ni
de un enano, sino de una combinación de ambos, con los ojos y el modo de andar
de un simio grande. Su rostro rosáceo albergaba dos ojos inexpresivos, estúpidos,
implacables. Lucas advirtió su presencia y dio un salto de sorpresa; corrió unos
metros sin rumbo, gritando, y dobló por una esquina, pero la figura le siguió
velozmente. Creo que oí la voz de Lucas suplicar « ¿Por qué no me dejas en
paz?» , y en respuesta sonó otra voz metálica y apagada a la vez, apenas audible
pero estridente, como un chillido. Luego se produjo un terrorífico estruendo y vi
un objeto grande como un cubo de basura de cinc salir volando y rodar hasta el
centro de la calle.
—¡Lucas! —grité.
Cuando di la vuelta a la esquina, la calle estaba llena de cajas de fruta
destrozadas; había verduras podridas esparcidas por todas partes, y una carretilla
caída, como si la hubieran arrojado contra el pavimento. Me resultó imposible
asimilar la sensación de violencia, confusión y necedad. No encontré rastro de
Lucas ni de su perseguidor, y, a pesar de que pasé una hora merodeando y
mirando en los portales, no vi a nadie.
Unos meses más tarde, Lucas me escribió para comunicarme que Ann había
muerto.
—Un perfume de rosas —le recordé decir—. ¡Qué suerte tuviste!
—Era un maravilloso verano para las rosas —le había replicado—. No
recuerdo un año igual —todo aquel junio los setos se llenaron de rosas silvestres,
de sutil y frágil aroma. No las había visto desde niño. Los jardines rebosaban de
gallicas, enormes y restallantes, cuy a fragancia produce los efectos de una droga
—. ¿Cómo podemos afirmar que Sprake tuvo algo que ver con aquello, Ann?
Sin embargo, envié rosas a su funeral, aunque no asistí.
¿Qué hicimos, Ann, Lucas y y o, en los campos de junio, hace tanto tiempo?
« Es fácil interpretar mal al Gran Dios —escribe De Vries—. Si Él representa
el largo y paulatino pánico agazapado en nosotros que nunca termina de
emerger, si Él significa nuestra percepción de lo animal, de lo incontrolable en
nosotros, Él también debe simbolizar esa percepción del mundo sensual y directa
que hemos perdido al crecer…, quizás al convertirnos en seres humanos antes
que nada» .
Poco tiempo después de morir Ann experimenté una súbita e inexplicable
resurrección de mi sentido del olfato. Percibía los olores habituales con tanto
detalle y precisión que de nuevo me sentí como un niño. Cada nueva impresión
era asombrosa y clara, como si mi y o consciente no fuera todavía la hinchazón
dolorosa enquistada en mi cerebro, apretada e inútil como un puño, imposible de
modificar o suprimir, en que se transformó posteriormente. No es lo que se
podría llamar memoria; todo lo que recordaba al oler la piel de una naranja, o el
café molido o un capullo de serbal era que una vez había sido capaz de
experimentar cosas con tanto vigor. Era como si, antes de recobrar una impresión
en particular, tuviera que redescubrir el lenguaje de todas las impresiones. Pero
nada sucedió después. Me quedó un desconcierto, un fantasma, una hiperestesia
de edad madura. Era cruel, turbadora; me hacía enloquecer. Me atormentó
durante uno o dos años, y luego desapareció.