Daniel Villar-Cap 7-Las Poblaciones Indígenas - Desde La Invasión Española Hasta Nuestros Días
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En tercer lugar, es importante tener presente que los grupos indígenas re-
gionales constituyeron sociedades sin Estado en prolongado contacto con
sociedades estatales a partir del siglo XVI y hasta la conclusión de su vi-
da autónoma en la segunda mitad del siglo XIX. A lo largo de la etapa
temprana de ese recorrido temporal debieron interactuar con el Imperio
252 LAS POBLACIONES INDÍGENAS, DESDE LA INVASIÓN ESPAÑOLA…
alejándose de los sectores ocupados por los recién llegados, hubo quie-
nes optaron por la resistencia armada, mientras que otros, por último,
se aliaron a ellos, ofreciendo colaboración para enfrentar a los rebeldes
de su propia comunidad o de comunidades cercanas, en especial si de-
seaban aprovechar la oportunidad para dirimir disputas.
Lógicamente, con el paso del tiempo, las conductas variaron de acuer-
do con las alternativas que se vivían y las modalidades expuestas revir-
tieron, se combinaron o se alternaron, según los casos. Los factores que
incidieron en esas decisiones fueron múltiples: entre los más frecuentes,
la creciente certeza de que el enfrentamiento bélico prolongado llevaría
a la destrucción o la expectativa de procurarse bienes o beneficios que
sólo se obtendrían concertando acuerdos con los oponentes.
En los bordes del mundo indígena regional, el Estado imperial des-
plegó con dificultades sus dispositivos de poder, creando jurisdiccio-
nes y fundando establecimientos en medio de la resistencia activa o pa-
siva de los indios.
Lo cierto es que, a medida que los procesos de contacto se prolonga-
ban y planteaban nuevos retos y oportunidades, las comunidades nati-
vas fueron reorganizándose para resolverlos o aprovecharlas, con resul-
tados mejores o menos convenientes que lo esperado, pero siempre con
plasticidad. Hasta su misma demografía –de por sí afectada por guerras
y enfermedades– y los emplazamientos y desplazamientos territoriales
experimentaron variaciones, constituyéndose asimismo y de manera
progresiva nuevos circuitos de intercambio en términos compatibles
con la instalación española.
La gente común –nativos y extraños–, los enviados de la Corona y
los hombres de la Iglesia, todos hicieron, a un mismo tiempo y a menu-
do de manera cruenta, el aprendizaje de interactuar con personas tan
distintas. Tarde o temprano, cada protagonista –y no se trató sólo de dos
bandos opuestos, como quiere una perspectiva simplificadora– debió
vencer sus renuencias, aprendiendo a interpretar conductas, hablar las
lenguas de los otros o a ingeniárselas para conseguir ayuda de quien
pudiera hacerlo, observar las cosas desconocidas, saber sus nombres y
operar con ellas; a generar, en fin, modalidades de contacto, paso inau-
gural hacia sociedades nuevas.
HISTORIA DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES 255
rante todo el siglo XVII, si bien con intermitencias, ya que hubo un in-
tento breve –y en general infructífero– de desplegar una acción misio-
nal más intensa. Aún en 1655, quince años después de que tuviera lu-
gar el primer parlamento general de paz celebrado por reche y
españoles en Quillin, se desataría la tercera rebelión general, nueva-
mente motivada por violentas malocas, cuya prohibición real recién se
produjo a principios de la década de 1680. El siglo siguiente daría mar-
co temporal a una situación distinta.
Fue así que durante el siglo XVIII, aunque el sur de Chile vivió so-
lamente dos rebeliones indias de relativa intensidad contra la adminis-
tración colonial,9 se reiteraron colisiones entre líderes y grupos indíge-
nas que no tuvieron como único escenario la Araucanía, sino que se
extendieron al norte de Patagonia y las pampas.
Muchos jóvenes desprovistos de contactos y parentescos relevantes
y deseosos de abrirse camino se coaligaron en búsqueda de oportunida-
des, lejos del control de los líderes de paz y de las autoridades hispa-
no-criollas, y organizaron periódicas incursiones al este de los Andes
–o se instalaron allí–, a veces ejerciendo violencia contra indígenas lo-
cales para hacerse lugar. Se los solía llamar caciques corsarios, debido
a sus temidos embates contra las estancias fronterizas o las caravanas
que transportaban mercancías por el camino que vinculaba Buenos
Aires y Mendoza y los asaltos a los viajeros que hacían ese mismo tra-
yecto. Algunos de estos grupos irreductibles ocultos en mamil mapu
–el país del monte– serán los antepasados de los ranqueles.
Además, los yeguarizos y vacunos que pastaban libremente en las
castas estimularon en indios y cristianos el interés por su captura.
Tanto los grupos pampeanos como los que vinieron a instalarse desde
la Araucanía y la Cordillera –o se presentaban periódicamente a reali-
zar intercambios– se beneficiaron con su extracción. Engrosaban así sus
propios rodeos y tropillas, o trocaban animales en las fronteras hispa-
no-criollas, o con otros indígenas que demandaban en especial yegua-
rizos a cambio de sus productos.
Esa concurrencia de múltiples actores en situación de competencia
generó tensiones, pero también –y principalmente– las provocaron los
reiterados desaciertos de los administradores coloniales.
Se hallaba entonces vigente una restricción que ordenaba no intro-
ducir la guerra contra los nativos locales, que no habían sido particu-
larmente beligerantes en el pasado, salvo que se obtuviera previa au-
torización real justificada por una situación de gravedad. Deseaba
evitarse que, sintiéndose amenazados o atacados, se aliasen con los le-
gendarios indios de la guerra de Chile y se reiniciase aquí la contienda
que allá concluía, ardua de contrarrestar en una frontera abierta y difí-
cil de defender con los limitados recursos disponibles.
Pero como el rey estaba lejos y ciertos funcionarios demasiado pen-
dientes de sus negocios personales, esa política prudente comenzó a
HISTORIA DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES 261
las orillas del Río Negro fue remozado de acuerdo con las circunstan-
cias, previéndose una conquista armada que ultimase o expulsase a los
nativos y cancelase el patrón organizativo preexistente que vinculaba
grupos pampeanos, cordilleranos y extraandinos. De esta manera, se
podría concretar una transformación sustancial de esos territorios para
instalar en ellos un sistema de explotación agropecuaria diversificada
en gran escala, en base a la asignación de las tierras desocupadas bajo
un régimen de propiedad privada incompatible con el dominio ante-
riormente ejercido por las comunidades.
En 1878, los ranqueles enfrentaron las primeras operaciones milita-
res; el 25 de mayo del año siguiente, el ejército conmemoró un nuevo
aniversario de la revolución a orillas del Río Negro: la civilización –pu-
do decir el redactor del diario de la expedición17– había triunfado so-
bre la barbarie. La cantidad de tropas afectadas, su equipamiento y las
tecnologías puestas al servicio de la empresa no dejaron espacio para
una prolongación de la resistencia armada. Hacia 1885 la existencia au-
tónoma de las sociedades indígenas de las pampas y del norte patagó-
nico había concluido.
NOTAS
1
Pedro Mariño de Lovera, “Crónica del Reyno de Chile”, en Colección de Histo-
riadores de Chile y Documentos relativos a la Historia Nacional, Santiago, Im-
prenta del Ferrocarril, 1865, t. VI, pp. 34-36.
2
Ulrico Schmidel, Viaje al Río de la Plata, 1534-1554, Notas bibliográficas y bio-
gráficas por Bartolomé Mitre, Prólogo, traducción y anotaciones por Samuel A.
Lafone Quevedo, Buenos Aires, Cabaut & Cia. Editores, 1903.
3
En muy poco tiempo, se incorporaron caballos de guerra y defensas corporales de
metal, sustituyéndose algunas de las armas nativas usuales en la lucha a pie por
otras adaptadas al combate ecuestre, como la lanza larga. Las acuarelas de fray
Diego de Ocaña –visitante de Chile apenas iniciado el siglo XVII– ilustran estos
cambios (Diego de Ocaña, Viaje a Chile. Relación del viaje a Chile, año de 1600,
contenida en la crónica de viaje intitulada “A través de la América del Sur”,
Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1995).
4
En muchos casos, los monteros aumentaban el volumen de la saca con indios de
paz y no combatientes (mujeres y niños). El jesuita Diego de Rosales los denun-
ció en su momento (Diego de Rosales, “Manifiesto apolojético de la esclavitud
del Reino de Chile, por el Padre Diego de Rosales de la Compañía de Jesús. Año
1670”, en Miguel Amunategui, Las encomiendas indígenas de Chile, Santiago de
Chile, Imprenta Cervantes, 1910, vol. II, pp. 183-272).
5
Por ejemplo, en 1579, 300 “indios entre puelches y serranos” traspasaron los An-
des coaligados con los reche para enfrentar a los españoles en Concepción (Alon-
so de Ovalle, Histórica Relación del Reyno de Chile, Roma, Francisco Cabello,
1646, p. 216).
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15 La heterogénea comunidad ranquel fue descripta por Lucio V. Mansilla que los
visitó en 1870 (Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, Buenos
Aires, Hyspamérica, 1997); el francés Augusto Guinnard, cautivo a mediados del
siglo XIX, hizo lo propio con respecto a los salineros (Augusto Guinnard, Tres
años de esclavitud entre los Patagones (Relato de mi cautiverio), Buenos Aires,
Espasa Calpe Argentina, 1947); y Francisco Larguía, negociador del gobierno bo-
naerense frente a Calfucura, también dejó su testimonio en esa misma época
(Jorge Luis Rojas Lagarde, “Viejito porteño” Un maestro en el toldo de Calfucura,
Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2007).
16
Estanislao Zeballos, La conquista de quince mil leguas, con estudio preliminar
de Raúl Mandrini, Buenos Aires, Taurus, 2002, p. 84.
17
Manuel J. Olascoaga, Estudio topográfico de la pampa y Río Negro, Buenos Aires,
Eudeba, 1974 [1880], p. 220.
BIBLIOGRAFÍA