Aróstegui, Julio - Guerra, Poder y Revolución PDF

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Guerra) poder y revolución.

La República española
y el impacto de la sublevación
Julio Aróstegui
universidad Complutense de Madrid

«Los demócratas burgueses sueñan) naturalmente) con vol-


ver a la situación anterior. Muchos de ellos todavía no se
han dado cuenta de lo que ha pasado en nuestro país)' no
se han dado cuenta de que de la antigua situación no queda
absolutamente nada y que estamos atravesando una profunda
subversión».
(Andrés Nin, discurso en Barcelona,
6 de septiembre de 1936)

Entre el considerable acervo testimonial existente sobre la guerra


civil española, puede constatarse la presencia de una casi total una-
nimidad de los testimonios al señalar, de una u otra manera, que
la sublevación antirrepublicana de julio de 1936, por sus precedentes,
naturaleza y trascendencia, pero, en no menor grado, por el tipo
de respuesta que recibió, tuvo como primer resultado la exclusión
de toda posibilidad histórica de cualquier vuelta atrás. Incluso derro-
tada y yugulada de inmediato, la sublevación habría planteado un
escenario en el que resultaba imposible cualquier forma de recom-
posición del orden político anterior, en razón, fundamentalmente,
de las alteraciones y reacomodaciones de la relación de fuerzas sociales
en torno al hondo problema ya preexistente.
La sublevación, pues, condujo a la República española a una
situación histórica irreversible. La clave histórica de este hecho, que
hoy nos aparece en toda su decisiva relevancia, tiene mucho que
ver con la reacción ambigua pero, en definitiva, de resultados ine-
quívocos, del republicanismo burgués español en el verano de 1936.
Se trata de una constatación recurrente en casi todos los comentaristas

AYER 50 (2003)
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contemporáneos y posteriores procedentes de cualquier ámbito del


espectro de las fuerzas políticas del obrerismo, sindical y político,
trátese de la socialdemocracia, el stalinismo, el trotskismo o el anar-
quismo. Que la sublevación pudiese tener una desembocadura distinta
de la del enfrentamiento definitivo entre dos bandos sociales his-
tóricamente enfrentados pareció ser una posibilidad sólo entrevista
por aquellos políticos representantes del republicanismo estricto que
integraron, bajo la fundamental inspiración del presidente de la Repú-
blica, Manuel Azaña, el gobierno dirigido por Diego Martínez Barrio,
en las circunstancias extremas del día 19 de julio y que, bajo la
admonición del propio presidente Azaña, intentó negociar con los
sublevados el fin del alzamiento l.
La respuesta fue la que correspondía a ese convencimiento uni-
versal ya presente entonces: era imposible dar marcha atrás, fue la
respuesta del general Mola, cabeza entonces de los sublevados. La
índole histórica de aquel acontecimiento llevaba inserta en sí la evi-
dencia de la imposibilidad del retorno. Ello no excluía las propuestas
de mediación, desde luego, pero sí las de una nueva oportunidad
de conservar la paz. La República entraba en una nueva etapa histórica
donde la revolución, el poder y las propuestas de un orden social
nuevo iban a presentar sus propias bazas.
El presente texto esboza un ensayo interpretativo de lo que la
sublevación y el desencadenamiento subsiguiente de una guerra civil
representaron en la crisis española de los años treinta y en el destino
del régimen político. El impacto de la sublevación militar sobre los
lineamientos generales de las relaciones de poder en la República
de preguerra y la evolución de aquellos mismos que la guerra propició,
o a los que obligó, es el objetivo fundamental al que se dirige este
análisis. El problema que se aborda en este texto no es la primera
vez que ocupa nuestra atención 2. No se fundamenta sobre el aporte
de materiales documentales nuevos, sino que atiende a un intento
de interpretación, quizá más ajustada, de unos testimonios a los que

1 El mejor testimonio de este importante suceso es el del propio D. MARrtNEZ


BARRIO (Memorias, Barcelona, Planeta, 1983, p. 366), que tiene el inconveniente,
sin embargo, del intento de salvar su propia imagen.
2 Una primera versión de este texto apareció con el título «La República en
guerra y el problema del Poder», Studia Historica, vol. 3, núm. 4, Salamanca, 1985,
pp. 7-19. En su versión actual, hemos procurado integrar la bibliografía posterior
y completar su línea argumental.
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no siempre se ha prestado la atención adecuada. Como ya advertíamos


también en la primera ocasión, creemos que un acercamiento como
el que se ensaya aquí ha permanecido como posibilidad sugerente
de un análisis algo menos «clásico» de lo que aparece en estudios
sobre el mismo objeto, o que se desarrollan en el contexto de temáticas
más amplias.

La República en guerra y la necesidad de un nuevo orden

Parece claro que, entre la muy amplia bibliografía referente a


la guerra española de 1936-1939, los problemas genéricos, o los más
específicos, acerca de lo que podríamos llamar la evolución social
y política de la «República en guerra» no son precisamente los más
atendidos, aunque no falte su tratamiento 3. Obviamente, en las pro-
ducciones de más amplio alcance sobre la historia general de la guerra
civil, la evolución del bando republicano es objeto de atención. Otra
cosa es la evolución concreta de los problemas de «poder», el conflicto
mismo en torno a su control y ejercicio y las consecuencias que
esa cuestión general tuvo para la marcha de la política republicana
de guerra.
Nuestro punto de partida tiene una doble vertiente que puede
parecer, en principio, que pretende conciliar dos líneas de inter-
pretación enfrentadas. De una parte, la sublevación de 1936 fue
un hecho «nuevo» por su origen, su morfología y su alcance. Por
ello decimos que convirtió en irreversible la situación derivada de
ella. Pero, en otra perspectiva, las sublevaciones antirrepublicanas
no tenían, en modo alguno, ese carácter novedoso. En sus reflexiones
sobre el conflicto, Manuel Azaña, en uno de sus escritos cargados
de la acostumbrada lucidez, lo expresó con tino: «sería erróneo repre-
sentarse el movimiento de julio del 36 como una resolución deses-
perada que una parte del país adoptó ante un riesgo inminente:
los complots contra la República son casi coetáneos de la instauración
del régimen» 4.

3 Aunque, a este efecto, no puedan dejar de citarse algunas obras esenciales,

cualquiera que sea su orientación, como las de B. Bolloten, G. Jackson, M. Tuñón


de Lara, y otros textos sobre la historia de la guerra civil, o la más reciente de
H. Graham sobre la República en guerra, entre otras. Aludiremos luego a otra biblio-
grafía más específica.
4 AZAÑA, M.: Causas de la guerra de EJpaña, Barcelona, Crítica, 1986, p. 22.
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De ahí que parezca obligado señalar que la guerra civil desen-


cadenada por la sublevación antirrepublicana de 1936 no es, en modo
alguno, comprensible si se la desvincula del profundo problema his-
tórico que se enraíza en su origen. La ruptura sólo es enteramente
analizable en su relación de fondo con todo el problema previo que
marcó desde la década de los años veinte esta crisis del orden social
a la que la guerra puso su trágico colofón. Tanto el comportamiento
de la totalidad de los sujetos que en él intervinieron, como el desen-
volvimiento del conflicto a lo largo de treinta y tres meses de guerra,
no puede ser separado de la trayectoria del conjunto de las fuerzas
políticas que actuaron en la preguerra, es decir, en el período repu-
blicano que se cerró en julio de 1936. Dicho de forma más sencilla,
la guerra civil es un episodio inseparable de la historia misma de
la República, cuya inteligibilidad no es posible si se la desvincula
históricamente -cosa que por lo demás es lo que ha hecho siempre
una parte muy importante de la escritura dedicada a la guerra, espe-
cialmente aquella que ha tenido más carácter testimonial que otra
cosa- de la andadura republicana entre 1931 y 1936.
La guerra civil, pues, no detuvo la evolución previa del conflicto
social español, pero hizo entrar a éste en una dinámica nueva. De
ésta, interesa aquí en exclusiva la evolución del «orden legal» de
preguerra y por ello nos centramos en la República. Y en ella es
evidente que el factor clave fue el hundimiento de cualquier proyecto
republicano) lo que tiene una estrecha relación, naturalmente, con
la historia del Frente Popular. Parece claro que el significado histórico
de la guerra civil tiene como elemento explicativo último el hecho
de que fue una fase definitiva, la final y resolutoria, de un conflicto
cuyos elementos y conformación son discernibles en períodos ante-
nares.
La literatura testimonial e historiográfica sobre la guerra ha des-
tacado más de lo debido, a nuestro entender, su carácter de «es-
tallido», y, en consecuencia, la historia de la guerra no ha explicado
casi nunca en profundidad la situación histórica de fondo en que
se desencadenó. Es conocida la proclividad de ciertos autores, de
tendencias diversas, a considerar que la guerra fue algo así como
el resultado de la política del Frente Popular, de la «primavera trágica»
de 1936, como la rotuló un conocido autor profranquista. Y, por
supuesto, es preciso abandonar la creencia en cualesquiera clases
de determinismos del carácter nacional u otros equivalentes. Pero,
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sobre todo, es preciso superar la explicación histórico-política de la


guerra que se basa en la descripción de los comportamientos indi-
viduales o colectivos de ciertos grandes protagonistas. En definitiva, .
parece claro que se desprenderían explicaciones más aquilatadas de
aquel conflicto sobre la base de una pesquisa centrada en esa ruptura
que la sublevación produjo sobre los procesos que alumbraron pre-
viamente la caída de la monarquía.
En la España de los años treinta se discutió el orden social con
una virulencia sin precedentes. El «problema del poder» fue decisivo
una vez que la República hubo de hacer frente a un alzamiento
al que, en principio, como es sabido también, no se le concedió
la importancia y peligrosidad que de hecho tenía. Semejante problema
está profundamente imbricado en el hecho de que la sublevación
puso sin paliativos en primer plano la cuestión de la «revolución».
Que esta perspectiva histórica sobre la República en guerra no haya
sido valorada siempre como merece por la literatura existente ha
tenido un primer efecto directo y palpable sobre las peculiaridades
de ese inmenso acervo testimonial y bibliográfico que sobre la guerra
se ha ido acumulando durante más de sesenta años, y que sigue
acumulándose aún.
La memoria y la historiografía de la guerra española, conside-
rándola erróneamente como un conflicto en alguna manera «inme-
diato» y como cerrado en sí mismo, han tenido el efecto de hacer
de la guerra civil una especie de «género» histórico particular domi-
nado por lo testimonial 5 . En muchas ocasiones la historia de la guerra
civil española aparece más descontextualizada de lo que las pers-
pectivas de su explicación harían deseable. La situación contraria
parece tener una incidencia no menor: muchas veces aún hoy, la
República es vista inexorablemente destinada a acabar en una tragedia
de decisiva trascendencia 6. Son dos visiones contrapuestas e igual-
mente distorsionadoras.

s Es ésta una atinada observación que aparece en la introducción de la tesis


doctoral de próxima publicación de GomcHEAu, F.: Repression et ordre public en
Catalogne pendant la guerre civile (l936-193n defendida en la EHESS (París) en
2002.
(, Lo que resulta ser el mensaje que quieren transmitir todavía, con absoluta
ignorancia de todo lo publicado anteriormente, los editores y prologuistas de la obra
PERICAY, X. (ed.): Cuatro historias de la República) prólogo de CAMBA, J.; GAZIEL;
PLA, J., Y CrIAVES NOGALES, M., Barcelona, Destino, 2003.
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En último extremo, la República española se vio enfrentada, desde


1936, no sólo con una sublevación armada apoyada en la decisión
de ciertos sectores sociales, sino también, en el seno de aquellos
otros que la defendían, con una pugna por crear una nueva relación
de fuerzas entre los grupos sociales, de la que se derivaría una nueva
hegemonía y un sistema de poder a tono con ello. La República
sucumbió en buena parte ante la falta de resolución de este problema
histórico central.
Fue, sin duda, el hecho de que la sublevación obedeciese a una
estrategia de «contrarrevolución preventiva» lo que puede conside-
rarse determinante de que efectivamente se desencadenase una revo-
lución social real en el territorio republicano al producirse aquélla 7.
De ahí que uno de los extremos más complejos que se insertan
en la historia de la guerra civil sea el conflicto que enfrentó, ya
desencadenada la guerra, a proyectos distintos de reestructuración
social ante una situación irreversible o, mejor, de la reorganización
social obligada como consecuencia de la sublevación misma. Y, junto
a ello, de los consiguientes sistemas de poder político mediante el
cual aquélla habría de implantarse.
La importancia de esta convulsión social y política que la suble-
vación misma desencadenó en la España republicana, es decir, el
problema de la revolución, es de magnitud tal como para que se
haya convertido en aquel aspecto testimonial -la «revolución» en
el territorio leal- que más huella, política y polémica, ha dejado
en la literatura testimonial. La existencia de un conflicto social de
fondo era, desde luego, anterior a la sublevación militar y, por lo
demás, en su vertiente política, ese conflicto se prolongaría tenaz-
mente en los medios del exilio de posguerra hasta muy avanzadas
fechas. Las graves disidencias, y hasta odios irreconciliables, que divi-
dieron a comunistas y anarquistas, a socialistas caballeristas, prietistas
y negrinistas, entre sí, ya todos ellos con los comunistas, la imborrable
huella dejada en el comunismo disidente español -el del POUM,
o en el trotskismo de más o menos estricta observancia- y en el
movimiento libertario en sus diferentes organizaciones, por la actitud
represiva frente a ellos del comunismo stalinista, eran resultados inme-
diatos de la guerra, que pervivieron mucho tiempo, pero tenían tam-
bién viejas raíces discernibles.

7 Véase TUNÓN DE LARA, M., y otros: La guerra civil española. 50 años después,
Barcelona, Labor, 1985, pp. 45 y ss. (texto escrito por J. ARÓSTEGUl).
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Sin embargo, la literatura testimonial sobre todos estos impor-


tantes y determinantes hechos para la marcha de la República en
guerra presenta contradicciones muy evidentes en su conjunto. El
ámbito ideológico en que esos testimonios se han producido es deci-
sivo en su carácter. Tales contradicciones permiten inferir que una
explicación satisfactoria de los problemas esenciales de la sociedad
y la política de la República en la guerra no puede basarse, claro
está, atendiendo a una única línea concreta de esas fuentes. No
sólo es preciso buscar otras informaciones, sino que es preciso también
apelar a otros métodos. Lo que, con frecuencia, es entendido como
mero enfrentamiento entre facciones, posición que, por sí misma,
representa ya una clara concepción de la guerra como fracaso de
la República, debe ser rechazado de plano.
Señalemos de entrada que los análisis sobre el carácter de la
sublevación, la guerra y la historia política de la República en ella,
en efecto, se agrupan según «familias» nacidas en torno a militancias,
proyectos y, naturalmente, experiencias reales vividas en la guerra
misma. Hay situaciones tan perfectamente caracterizadas como, por
ejemplo, el enjuiciamiento de la literatura de origen anarquista sobre
el comportamiento comunista en la guerra. O viceversa. O la que
se produce por el tratamiento mutuo a que se someten «prietistas»
y «negrinistas». Existe una versión de la República en guerra pro-
cedente, casi exactamente, de cada una de las fuerzas políticas en
presencia, que distribuye actitudes, decisiones y responsabilidades
a cada una de las otras. Ello prueba, a mayor abundamiento, que
el problema de la guerra es remitido a la situación misma de preguerra.
La pugna ideológica fue el reflejo de las diferencias de posición sobre
la naturaleza misma de la defensa de la República -¿guerra o revo-
lución?-, sobre la sociedad de posguerra -¿«democracia de nuevo
tipo»?- y otros tantos extremos trascendentes que la sublevación
había puesto en primer plano.
Es indudable que esa pugna entre proyectos basados en con-
cepciones históricas y sociales distintas, y contradictorias, entre inte-
reses de clase, de grupo o partido enfrentados, tuvo su transcripción
más visible en el problema de la disputa por el control del poder.
No obstante, este tipo de conflicto por sí solo, dada su generalidad,
no concede especificidad a ninguna situación histórica. Lo importante
es traerlo aquí a colación para resaltar, como haremos después, lo
engañoso que resulta atribuir a cuestiones más coyunturales derivadas
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del uso directo de ese poder aplicado a la dirección de la guerra


-decisiones militares, por ejemplo, prioridades en las ayudas- diver-
gencias de hondo calado que eran en el fondo discusiones y propuestas
sobre el sistema social que habría de generarse como resolución global
al conflicto. Y para resaltar también, de otra parte, la comparación
que resulta ya por sí misma instructiva de esta problemática con
la, tan distinta, que se desenvolvía en el bando de la sublevación.
La disputa por el control del poder fue, en realidad, la más visible
consecuencia de un enfrentamiento interno más profundo y gene-
ralizado, más sin cuartel: el que se dio por la conformación de un
sistema social de poder y que traslucía un problema irresuelto a lo
largo de la crisis española de los años veinte y treinta: el del esta-
blecimiento de unas relaciones entre clases, de una hegemonía social,
distintas de las tradicionales forjadas en el curso de la revolución
liberal en el siglo XIX, y modeladas ya en su forma existente en el
momento por el sistema político de la España de la Restauración.
El problema de la conformación de un poder hegemónico nuevo,
como consecuencia de la emergencia de nuevos grupos y de nuevas
relaciones entre ellos, y de la forja de un instrumento político para
efectuar el paso de uno a otro y su consolidación como dominante,
fue la cuestión principal en la República en guerra. Y, en definitiva,
el definir el sentido de esa transformación. La sublevación aceleró,
llevó a su punto culminante, una crisis en la sociedad española que
era, desde luego, anterior: la de la resolución de una crisis decisiva
tras los cambios ocurridos en el cambio de facies histórica que se
produce en la España de entre siglos y que se agudiza, cuando menos,
desde 1919 8 .
En el transcurso de la guerra civil, los grupos sociales que resistían
la sublevación ensayaron por diversos procedimientos establecer una
nueva legitimidad 9 que tenía que contemplar necesariamente el sen-

8 El asunto de la crisis española que arranca de 1898 y desemboca en la suble-


vación de 1936 ha recibido, desde luego, una amplia atención en la bibliografía
histórica española. Entre los textos más clásicos sobre el caso merecerían ser señalados
los de BRENAN, G.: El laberinto español, y RAMA, c.: La crisis española del siglo xx,
que se difunden en los años sesenta. Estas reflexiones históricas surgieron siempre
al socaire del intento de encontrar una explicación de la guerra civil en los problemas
de la historia española a medio plazo. La bibliografía posterior es muy extensa como
para poder reseñarla aquí.
9 Legitimidad en el sentido que le diese M. Weber, derivada del consenso
básico entre gobernantes y gobernados.
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tido que se atribuía a la guerra misma y que obligaba a un nuevo


sistema de alianzas y preeminencias y, tal vez, al predominio indis-
cutible de una amplia facción o coalición social -sobre la que se
harían propuestas, como veremos, extremadamente divergentes -ca-
paz de enfrentarse a la sublevación desde posiciones estables, sin
fisuras internas. El problema central en la guerra, que se presentaba
como dilema entre opciones diversas, no era, pues, esencialmente
distinto del de preguerra a partir de 1931, es decir, el de la estrategia
precisa para asegurar el cambio social en uno de los sentidos posibles:
bien reformista, que no alterara las bases esenciales del sistema pero
sí la relación de fuerzas, bien decididamente revolucionario; en cuanto
a los resultados finales del proceso, se trataba, en todo caso, de
la alternativa entre una modernización del orden social capitalista
o su sustitución por un determinado modelo de socialismo. De forma
que, en este sentido, los problemas de la «revolución española»,
a los que se refirieron tratadistas de izquierda radical como Nin,
Maurín, trotskistas, o del ala caballerista del socialismo, antes y des-
pués de producirse la sublevación, entrarían en una nueva fase al
producirse ésta, como respuesta a ella, pero no habían sido ente-
ramente traídos a discusión por el alzamiento militar.
La evidente debilidad política de la República en la guerra no
puede explicarse únicamente por el proceso que en ella se operó
de destrucción y recomposición del Estado, ni por el hecho de que
la sublevación se generase en el seno de uno de los aparatos más
influyentes que lo constituían, es decir, en el ejército, con el apoyo
decidido, a su vez, de la gran dispensadora de ideología del orden
existente, la Iglesia. De otra parte, el desfavorable contexto inter-
nacional en el que la democracia española hubo de luchar por su
pervivencia explica más bien las dificultades añadidas de la República
para superar sus propias debilidades, pero no es la causa de ellas.
Es preciso, por tanto, proseguir en la búsqueda histórica del origen
de la falta de resolución en el bando republicano de ese conflicto
de clases y de estrategias que se transcribió en un conflicto de poder.
En realidad, no fue el carácter de sublevación dentro del orga-
nismo del Estado (frente a otras tipologías del fenómeno insurrec-
cional: insurrección de masas, huelga revolucionaria, presión exterior,
u otras especies de levantamiento frente al poder que no se generan
dentro del aparato del poder mismo), ni la disparidad misma de
las «respuestas» de clase -del proletariado, la pequeña y la mediana
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burguesía- frente al hecho insurreccional, lo que explicaría el fracaso


de los intentos de crear un verdadero sistema de «unidad antifascista».
Parece que una primera clave de ese fracaso habría de ser buscada
en la incapacidad para la consolidación y operatividad, a esa altura
de la problemática española de los años treinta, de la única estrategia
de transformación no traumática que podría haber resultado efectiva:
la de Frente Popular) una estrategia ampliamente discutida, por lo
demás, y rechazada desde ciertas fuerzas 10.
Aunque no podemos hacer aquí un análisis pormenorizado de
la cuestión frente-populista, puede afirmarse, de entrada, que el Fren-
te Popular ya era inoperante en el momento de la sublevación. Las
fuerzas que participaron en el pacto le concedían un alcance diverso,
desde el de mera coalición electoral al de auténtica alianza de clases 11.
A lo largo de la guerra, la reconstrucción del Frente Popular como
alianza efectiva sobre la que habría de descansar la acción de gobierno
y la estrategia político-militar se promovió como la solución adecuada
desde diversos ángulos. Seguramente, fue la visión del caballerismo
la que más insistió en la necesaria recomposición de la solución fren-
te-populista. Pero el Partido Comunista, al menos en la primera fase
de la guerra, proclamó la necesidad de esa misma estrategia 12.

10 MORRow, F.: Revolución y contrarrevolución en España, la guerra civil, Madrid,

Akal, 1978, especialmente pp. 39 Yss. Se trata de la obra de un periodista trotskista


norteamericano escrita antes pero aparecida en 1938, simple ejemplo, entre otros
muchos, del rechazo de la validez de la política del Frente Popular que sería expresado,
una vez comenzada la guerra, por muchas plumas de la izquierda trotskista, anties-
talinista y anarquista, que coinciden prácticamente en ello.
11 Sobre el Frente Popular puede verse el conjunto de trabajos que se reunieron
en Estudios de historia social, vol. 1-II, núm. 16-17, Madrid, 1981, que recogían las
aportaciones a un coloquio sobre el tema.
12 La política del PCE de apoyo al Frente Popular es un hecho incontrovertido
en un proceso que empieza en 1935 y se adentra en los tiempos de la guerra,
como decimos, al menos en su primera parte. Véase, entre otras citas posibles, el
comprehensivo libro de ELORZA, A, y B1ZCARRONDO, M.: Queridos camaradas. La
Internacional Comunista y España, 1919-1939, Barcelona, Planeta, 1999, a partir de
las pp. 238 y ss. Sin embargo, resulta curioso, por diversos extremos, el voluminoso
texto de RAOOSH, R; HABECK, M. R, Y SEVOSTIANOV, G. (eds.): España traicionada,
Stalin y la guerra civil, Barcelona, Planeta, 2002 (edición original de Vale University
Press, 2001), consistente en una espectacular transcripción de abundantes documentos
procedentes de la IC en Moscú. La obra, además de carecer enteramente del más
mínimo sentido histórico y de desconocer cuestiones fundamentales acerca de la
producción historiográfica sobre la guerra civil, con la excepción de algunos autores,
siempre no españoles (de los que no menciona a ninguno), a los que quieren des-
Guerra, poder y revolución 95

Aun así, en cualquier caso, el Frente Popular no acabó de generar


un gobierno que pusiera en marcha el pacto social reformista bajo
cuyo signo se había formalizado la coalición. Entre otras cosas porque
no contó con el tiempo suficiente antes de la sublevación misma
para haberlo hecho posible. De hecho, el frente-populismo sufrió
un eclipse después de su triunfo electoral. La sublevación advino
cuando frente a la antigua oligarquía no se había fraguado aún un
verdadero pacto social. Evidentemente, la sublevación y la guerra
colocaban esa necesidad y esa posibilidad en un nuevo plano; los
acontecimientos no sirvieron, sin embargo, para que el frente-
populismo fraguara en algo más que un fantasma sin verdadera
materialización.
La sublevación hizo imposible la continuación de una República
democrático-parlamentaria «de los republicanos». Con ello se agranda
y se profundiza la tragedia y la fragmentación de las dispersas frac-
ciones de la burguesía española que es, a nuestro modo de ver,
uno de los resultados más palpables de la guerra, al tiempo que
una de las explicaciones de su origen. Eliminado por la fuerza de
los hechos y de su propia inconsistencia un proyecto republicano-
burgués, comienza, en plena guerra, el proceso hacía la consecución
de un poder socialmente legitimado para hacer frente a la rebelión,
lo que conllevaba necesariamente una solución para la crisis social
abierta mucho antes, mediante la creación de un nuevo bloque socio-
político hegemónico.
N o cabe duda de que el republicanismo burgués se jugó su destino
en la primitiva indecisión sobre a cuál de los dos peligros atender
prioritariamente: a la sublevación de las tradicionales clases domi-
nantes o a la revolución de las clases subalternas. Decidido ese pleito,
que afectaba al significado mismo del Frente Popular en España
-con el costo del desplazamiento del republicanismo burgués como
centro de gravedad del sistema-, ¿qué forma de poder y apoyada
en qué base social sería capaz de enfrentarse a la contrarrevolución
alzada en armas?
En parte simultáneas y en parte sucesivas, se intentaron respuestas
distintas a estos interrogantes. Respuestas que encerraban proyectos
más o menos elaborados de organización social y posiciones deter-

calificar, tiene la fundamental desgracia de que no consigue variar un ápice el cuadro


de las cosas que son ya hoy perfectamente sabidas.
96 Julio Aróstegui

minadas sobre el nuevo bloque de poder que debía constituirse.


Ninguna de esas respuestas, a las que después nos referiremos en
detalle, consiguió imponer plenamente su solución. Y, en tanto, el
levantamiento armado antirrepublicano conseguía, bajo la férrea direc-
ción militar, la composición de un bloque restaurador de un orden
social arcaico que la República había momentáneamente amenazado,
instrumentado por una amalgama ideológica inextricable -y, por
tanto, sin la presencia de soluciones alternativas-, si bien todo ello
se hiciera por los sublevados con la cobertura pretendida de un ropaje
político «nuevo», el del fascismo.

Proyectos sociales y trascripción política: la revolución frustrada

Por definición, la sublevación significaba una ruptura de la lega-


lidad política existente. Como no se trataba de un movimiento
insurreccional más, al estilo del llevado a efecto por Sanjurjo tres
años antes 13, sino de uno de preparación y extensión mucho más
graves, los resultados de esa ruptura de la legalidad fueron también
más profundos. La derivación más inmediata y decisiva de esta situa-
ción fue trascendental: la de que se impusieron, en definitiva, no
quienes propugnaron la recomposición de la legalidad previa, sino
los que sostuvieron la creación (revolucionaria) de un nuevo orden.
De otra parte, la justificación ideológica de la sublevación, intentando
legitimar su acción por la existencia de un proyecto revolucionario
en marcha por parte del proletariado, sabemos bien que carece de
toda base real y que constituyó una de las maniobras más burdas,
pero quizás también más efectivas, realizadas en el siglo :xx 14. N o
existía proyecto revolucionario alguno de ese género en la España
del Frente Popular.

13 El error de apreciación de los dirigentes republicanos en este caso fue fatal


y, en especial, el del presidente del gobierno, Santiago Casares Quiroga, a quien
Indalecio Prieto advirtió repetidamente de la gravedad de lo que estaba ocurriendo
sin conseguir que Casares lo tomara en serio.
14 El falseamiento de toda la documentación sobre la inminencia de una revo-
lución sobre el que los sublevados montaron una activa propaganda hace mucho
tiempo que quedó ya demostrada, especialmente por H. R. Southworth, aunque
periódicamente no dejen de producirse algunos delirantes alegatos a favor de la
existencia de una «conspiración» comunista.
Guerra) poder y revolución 97

Fue por ello mismo que algunos dirigentes de la izquierda y del


obrerismo vieron el alzamiento como producto de la estrategia de «con-
trarrevolución preventiva» 15. Por ello, es posible entender también todo
este proceso como el de la provocación misma del desencadenamiento
de una revolución social en amplia escala por el intento de «prevenirla».
Fue la contrarrevolución la que, paradójicamente, desencadenó el pro-
yecto revolucionario real en la España de 1936. La rebeldía, pues,
no sólo rompía con la legalidad del régimen, sino que tuvo un efecto
de mayor importancia aún: destruyó las bases para la permanencia
del régimen de preguerra, no ya en el territorio controlado por los
sublevados, sino en aquella parte del país que se aprestó a su defensa.
Se operó, en consecuencia, una quiebra del poder en el interior
del sistema político republicano. Realidad que podemos aceptar a
pesar de reiterados esfuerzos de la intelligentzia rebelde para revestir
el fenómeno de otras connotaciones. Es falso que se produjera en
la República una rápida asunción del poder por el «comunismo»
y tampoco, de una manera clara, por otra forma específica de poder
del proletariado. Es más falso aun que el poder pasara a instancias
externas y tenebrosas. El rechazo de todas estas viejas falacias no
simplifica, sin embargo, aun después del tiempo transcurrido, el
esfuerzo por analizar el género de fenómeno «revolucionario» que
se desencadenó, indudablemente, acto seguido al hecho insurrec-
ciona!. Puede establecerse, de manera general, que lo ocurrido no
revistió la forma de una sustitución de los poderes de preguerra por
otros de origen revolucionario, sino más bien se caracterizó por la
aparición de poderes paralelos, divergentes y, a corto plazo, nece-
sariamente contradictorios 16. El ejemplo catalán suele aducirse siem-
pre como arquetípico de esta situación 17.

15 Concepto acuñado por NIN, A.: La situación política y las tareas del proletanado)
que era la tesis política que había de presentar en el Congreso del POUM de junio
de 1937 que nunca llegó a celebrarse (publicado en Los problemas de la revoluczón
española) 1931-1937) Barcelona, Ruedo Ibérico, 1977, con prólogo de]. ANDRADE, p. 219).
16 La mejor caracterización del fenómeno es la hecha por BRouÉ, P., y TÉMIME,
E.: La revolución y la guerra de España) 1, cap. V, México, FCE, 1977. Recientemente
H. Graham ha vuelto a señalar la característica de la «fragmentación» del poder repu-
blicano como la nota dominante en el primer momento de la guerra. Véase GRAlIMl,
H: The Spanish Republic at War) 1936-1939) Cambridge UP, 2002, pp. 79 Y ss., un
estudio que es hoy el más completo de los existentes sobre la trayectoria general de
la República en guerra aunque centrado únicamente en los aspectos políticos.
17 GODICHEAU, F.: Repression) op. cit.) cap. 1.
98 Julio Aróstegui

Cualquiera que fuera su verdadera entidad, esta quiebra del poder


condicionó enteramente la política futura de la República en guerra.
La existencia de poderes paralelos, y no la sustitución de un sistema
de poder por otro, es lo que concede unos particulares perfiles a
lo que se llamó, y se ha seguido llamando, «la revolución española»,
tenida por los intelectuales y políticos europeos del momento como
el fenómeno más característico y, para una parte de ellos, más inquie-
tante, del problema de política internacional presentado por la guerra
en España.
A nuestro juicio, tras el desencadenamiento de la sublevación
y su paulatina conversión en guerra civil, aparecieron en el campo
republicano respuestas sociopolíticas, la primera de las cuales, de
origen nítidamente republicano burgués, la del pacto con los suble-
vados, no llegó a formularse enteramente, puesto que fue rápidamente
superada por los acontecimientos. Acabada en fracaso la respuesta
«republicana» a la sublevación, pueden distinguirse, creemos, tres
proyectos sociopolíticos en pugna, a los que habremos de referirnos
después. La respuesta republicana consistió en la pretensión de suce-
derse a sí mismo por parte del sistema de gobierno propiamente
adoptado tras el triunfo del Frente Popular, si bien ampliando y
reacomodando sus objetivos (tal sería el sentido del gobierno Gira!).
Ello revelaba aún más nítidamente las características de una situa-
ción en la que el hecho más relevante fue la falta de una respuesta
conjunta a la sublevación por parte del Frente Popular. Es decir,
quedó rota la ya débil soldadura entre los intereses de la pequeña
burguesía y los del proletariado, a través de una sucesión de acon-
tecimientos en el verano de 1936 que son por demás conocidos.
La pequeña burguesía, como va hemos señalado, perdió entonces
toda capacidad de liderazgo en el proyecto social reformista que
había dado hasta entonces la impronta principal a los procesos de
cambio. Una parte de ella pasó luego a integrarse en la propuesta
que mantendría el comunismo stalinista.
En definitiva, la iniciativa pasaría enteramente a manos del pro-
letariado después del fracaso de la maniobra de claudicación ante
los sublevados que significó el intento de gobierno de Martínez Barrio,
entre el 18 y 19 de julio de 1936. Bien es cierto que después de
ello habría aún un gobierno de republicanos, el presidido por José
Giral, pero no lo es menos que el sentido sociohistórico de éste
era bien diferente del intentado por Martínez Barrio. El movimiento
Guerra, poder y revolución 99

obrero entendió las impulsiones negociadoras con los rebeldes de


Martínez Barrio como una claudicación sin paliativos cuyo efecto
fue durable. El socialismo rehusó colaborar en un empeño semejante.
El intento de Martínez Barrio, tras el que se encontraba Azaña
y prácticamente con unanimidad la opinión republicana de izquierdas,
no por haber sido efímero resulta menos significativo. Con él los
republicanos se sumaban a un proyecto paetista) que se instrumen-
talizaría mediante «un gobierno de significación moderada dentro
de la política republicana», cuya intención habría sido «detener la
rebelión», con o sin la inclusión de algunas personalidades rebeldes
en tal gobierno 18. En la intención política de Azaña figuraba la de
que se integraran en la empresa desde los agrarios a los socialistas,
descartando a comunistas y cedistas. El dinamitado del Frente Popular
no podía ser más evidente. El proyecto, según Martínez Barrio, «murió
a manos de los socialistas de Caballero, los comunistas y de algunos
republicanos irresponsables» 19. Y no podía ser de otra forma. La
pequeña burguesía, desde entonces, no podría actuar políticamente
sino como subordinada a otros proyectos hegemonizados por otras
clases.
Tras esta primera reacción de respuesta, lo que en los más diversos
medios europeos, y americanos 20, se tuvo por una revolución es mucho
menos fácil de calibrar en su entidad histórica real de lo que la
sesgada información de entonces podía hacer creer a amplias masas
de la opinión pública. En principio, ¿cómo podía haber un proceso
revolucionario sin un verdadero poder revolucionario? 0, para decirlo
con mayor claridad, ¿cómo podía existir una revolución libertaria)
cuando ésta renunciaba explícitamente a un poder exclusivo del pro-
letariado? Lo que la práctica totalidad de los analistas procedentes
de la filas del izquierdismo radical han destacado ha sido, preci-
samente, la ausencia de un proyecto de poder del proletario capaz

lK MARTÍNEZ BARRIO, D.: Memorias, op. cit., p. 366.


19 Tal como él mismo expondría en la «rectificación» que publicaba MADARIA.CA,
S. de: España. Ensayo de historia contemporánea, Buenos Aires, Sudamericana, 1964,
p.8.
20 Puede verse, por ejemplo, el reflejo del asunto en los medios ingleses a
través de los escritos de George ORWELL recogidos en castellano en el volumen
Mi guerra civil eJpañola (Barcelona, Destino, 1982), a pesar de la infame traducción.
Para el caso americano véase el volumen FALCOFF, M., y PIKE, F. B. (eds.): The
5panish Civil War, 1936-1939. American Hemispheric Perspectives, University of N ebras-
ka Press, 1982.
100 Julio Aróstegui

de llevar adelante la revolución. De ahí que, en definitiva, muchos


autores se muestren más proclives a hablar de una revolución «es-
pontánea» que de una revolución organizada. Pero una cosa era
entonces objetivamente cierta: al convertirse la sublevación militar
en verdadera guerra civil, no era posible el retorno, cualquiera que
fuera el resultado de ésta, al sistema social y político de preguerra.
Ningún sector combatiente, de uno u otro bando, pensó nunca en
esa posibilidad. Ni siquiera los menos proclives -como los comunistas
oficiales, por ejemplo- a considerar revolucionaria la situación espa-
ñola 21.
Pero aquí nos interesan mucho menos los aspectos político-
formales de este convencimiento -la cuestión del régimen futuro,
entre otros- que los contenidos histórico-sociales, las ideas sobre
el poder y el sistema social y las relaciones entre clases, que unos
u otros expresaban. Un alzamiento militar con el fin de yugular la
aplicación de una legislación social avanzada, el fortalecimiento de
las organizaciones del proletariado, la pérdida de influjo en el orden
social de algunas corporaciones antiguas y poderosas, el cambio en
la hegemonía ideológica, y a favor de la continuación del poder ideo-
lógico y de la capacidad de decisión económica de los grupos tra-
dicionalmente poseedores de todo ello, no podía sino propiciar el
desencadenamiento, «espontáneo» cuando menos, de acciones revo-
lucionarias del proletariado más radicalizado.
Como es bien sabido, no todas las corrientes del proletariado
español de los años treinta deseaban esta revolución como «res-
puesta», y menos aún las burguesías no oligárquicas. Pero como
algunos teóricos del socialismo dijeron entonces, la sublevación no
exigía ya una mera respuesta espontánea sino que había propiciado
una «objetiva coyuntura» para hacer la revolución. Así, Andreu Nin,
que, en ausencia de Joaquín Maurín, se convertía en el principal
líder del bolchevismo no stalinista en España, podría llegar a decir
que «era necesario que fuesen unos militares tan estúpidos como

21 Una cuestión, por lo demás, cuya discusión caracteriza en lo fundamental


la importante obra de B. Bolloten en la que sus propias sucesivas versiones muestran
bien la debilidad de su tesis central sobre el «ocultamiento» por los comunistas
de la revolución que se estaba produciendo en España. El comunismo stalinista
fiel a Moscú no «ocultó» la existencia de una revolución. Sencillamente, la combatió
(BOLLOTEN, B.: La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución, Madrid, Alianza,
1989, último título y versión completa de un libro que fue llamándose sucesivamente
El gran camuflaje, La revolución española, etc.).
Guerra, poder y revolución 101

los militares españoles para que al desencadenar la rebelión del 19


de julio acelerasen el proceso revolucionario, provocando una revo-
lución proletaria más profunda que la propia revolución rusa» 22. Fuese
esa apreciación correcta o no, no cabe negar que los acontecimientos
ponían punto final a cualquier sistema de resolución política de un
conflicto real y por ello cabe decir que la sublevación abrió el último,
definitivo y más profundo proceso constituyente de la sociedad española
en los años treinta.
Coyuntura revolucionaria, pues, en efecto. Pero, áevolución tam-
bién? El anarcosindicalismo español, como organización del prole-
tariado, no puso los medios para ella en su incapacidad, precisamente,
de constituir un poder proletario. La revolución libertaria careció
de una dirección clara. El comunismo stalinista no sólo no intentó,
según se ha dicho torpemente, camuflarla 23, sino que hizo mucho
más: intentar dejarla en suspenso. Se negó siempre a aceptar su
presencia y derivó, en definitiva, hacia su neutralización. Puede decir-
se, en términos nada ambiguos, que «la revolución española» no
pasó de sus primeros pasos y, en definitiva, del amago más o menos
generalizado.
Pero decir esto no significa afirmar igualmente que el proceso
revolucionario no fuera una de las desembocaduras posibles -y una
de las más contempladas y temidas desde diversas ópticas- de una
crisis social en la que la instauración de la República, cinco años
antes, no había introducido realmente ninguna solución de conti-
nuidad. En efecto, como ya hemos expuesto en otro lugar 24, la Repú-
blica de los años treinta lo que introducía eran nuevos modelos de
resolución de esa crisis que en modo alguno fue creada por el régi-
men 25. En realidad, el tan reiteradamente argumentado «fracaso»
de la República lo que muestra es la incapacidad para que los modelos

22 Op. cit.) nota 15, p. 175.


23 Lo que era la tesis de la primera versión de la obra citada de B. BOLLOTEN
titulada entonces El gran camuflaje (Barcelona, Luis de Caralt, 1961), en su célebre
capítulo primero, de diecisiete renglones de extensión.
24 Véase AROSTEGUI, J.: «Conflicto social e ideologías de la violencia. España,
1917-1936», en GARCÍA DELGADO,]. L. (ed.): España, 1898-1936. Estructuras y cambio,
Madrid, DI Menéndez Pelayo, 1984, pp. 309-343.
25 Que el régimen no había introducido los problemas que con la sublevación
se decía querer resolver es, igualmente, la posición clara de M. AzAÑA en la ya
citada Causas de la guerra de España.
102 Julio Aróstegui

propuestos pudieran ser eficaces sin más obstáculo que ciertos con-
flictos «controlados» 26.
N o tenemos métodos seguros para determinar cuándo un conflicto
social pasa el umbral de lo controlable políticamente, pero las inca-
pacidades políticas generan las situaciones más aptas para la ruptura
de la legitimidad. Sin mayor hipérbole, puede identificarse el objetivo
de la sublevación armada con un intento de restauración social, en
el sentido de restablecimiento pleno de las relaciones de preeminencia
típicas de la sociedad anterior a 1931. Sin embargo, el hecho es
que tales relaciones no habían sido, en modo alguno, destruidas,
aunque sí, indudablemente, amenazadas. En cualquier caso, no hay
fundamentos para asegurar que la inmediata situación de preguerra
fuera revolucionaria, y sigue siendo muy difícil establecer cuál es
el «umbral» en que una coyuntura histórica pasa a ser apta para
el desencadenamiento de un proceso revolucionario. Tampoco parece
dudoso, por el contrario, que la sublevación creara esas condiciones
preCIsas.
La imagen de una «República asediada», que ha sido la rotulación
adoptada por un interesante conjunto de trabajos sobre el problema,
no deja de ser afortunada 27. La trayectoria de la República en guerra
no deja de ser la de un sistema social y sistema de poder destruido
y la de los intentos, como veremos después, sucesivamente fracasados
de establecer un orden nuevo. En efecto, al analizar la evolución
sociopolítica de la República en guerra es posible constatar la apa-
rición, más que sucesiva, paralela, de intentos de articular nuevos
bloques de hegemonía social y nuevas estructuras de poder que,
en parte, prolongaban y, en parte, sustituían experiencias de preguerra.

Tres proyectos de nuevo orden

El nuevo «fracaso» del proyecto histórico de las burguesías no


oligárquicas españolas abrió un período en el que fue clave la cons-
trucción de un nuevo bloque social de poder frente a las antiguas

2(, La guerra cívil como desembocadura de un «equilibrio de incapacidades»

para superar el grave conflicto abierto en la sociedad española, al menos desde


1917, constituye una argumentación explicativa que es posible ponderar.
27 PRESTO N , P. (ed.): La República asediada. Hostilidad internacional y conflictos
intcrnos durantc la gucrra civil, Barcelona, Península, 1999.
Guerra, poder y revolución 103

estructuras de dominación oligárquicas que se defendían ahora con


las armas en la mano. De hecho, la búsqueda de ese nuevo orden
estuvo estrechamente condicionado por la razón de la guerra misma 28.
En el curso de la guerra, la resolución de este central problema
del nuevo orden social que era preciso construir ante la ruptura
representada por la sublevación «fascista» mostró la afluencia de
tres propuestas que resumen en sí mismas la cuestión múltiple del
orden social, la revolución y el poder.
Como hemos sugerido ya, tales propuestas pueden formularse
como: una, la revolución social de signo colectivista)' otra, la de un
capitalismo con control sindicalista, y la tercera, la nacionalización esta-
talizadora del proceso productivo. Hablamos aquí de propuestas que
tuvieron a su disposición algún cauce real de plasmación efectiva.
Esto en cuanto a la caracterización de proyectos sociales que, cada
uno en su medida, proponían una alteración significativa del orden
liberal-burgués. Pero, políticamente, tales proyectos tenían también
su definición, que hacía más compleja la alternativa. Hablamos de
proyectos que realmente dispusieron de algún cauce de plasmación
en el tiempo de la guerra y que se acompañaban de un modelo
de organización estatal definido. Mientras la revolución colectivista
estaba imbricada en el presupuesto anarquista de la desaparición
del Estado 29, la propuesta de un orden social capitalista con pla-
nificación y control sindical se pronunciaba por el mantenimiento,
al menos en una primera fase, de las formas de la democracia burguesa
basada en una amplia coalición y, la tercera de ellas, por la creación
de una «democracia de nuevo tipo». Pero las propuestas autónomas
de crear algo como un Estado de los soviets no dispusieron de hecho
de posibilidad real 30 .
Los sujetos de estas tres propuestas serían respectivamente, y
en líneas generales, el anarcosindicalismo -que en el sentido de
los objetivos sociales puede asimilarse al comunismo poumista y l,as

2S Cuestión subrayada por GRr\ll/V\ll, H.: op. cit., véase el Preface.


29 Lo que no estaba reñido con el hecho de que la organización anarcosindicalista
se pronunciara insistentemente, como es bien sabido, por la creación del Consejo
N acional de Defensa, propuesto al presidente del gobierno Largo Caballero en el
otoño de 1936, como sustitutivo del aparato estatal. O, tampoco, de la efectiva
entrada del anarcosindicalismo en el gobierno de la República en noviembre de
1936, cosa que previamente había sucedido ya en la Generalidad de Cataluña.
JII Nos referimos a la posición «leninista» de teóricos encuadrados en el POUM,
como Andrés Nin.
104 Julio Aróstegui

débiles corrientes trotskistas que en este momento se manifestaban


en el proletariado español-; el socialismo caballerista, especialmente
en su reducto ugetista, y el comunismo oficial, ortodoxo e integrado
en la Comintern. Estas propuestas no tuvieron un desarrollo histórico
sucesivo, sino que más bien se trataba de posiciones concurrentes,
presentes a lo largo de toda la guerra, aunque con incidencia distinta
según las fases de ésta. Las relaciones y confrontaciones entre ellas
forman también una importantísima parte de la problemática política
de la República en guerra.
Dichas propuestas sociales acarreaban distintas concepciones de
las relaciones entre clases, del papel del Estado y del partido o el
sindicato y, sobre todo, concepciones distintas de la conformación
del bloque de poder que habría de realizar tales propuestas, y del
ejercicio del poder mismo. Pero el proletariado español, sujeto esencial
de todas y cada una de esas propuestas, estaba históricamente dividido
en sus concepciones, justamente, en los aspectos relacionados con
el poder y el aparato preciso para las tareas emancipadoras. Natu-
ralmente, la situación de guerra civil iba a añadir una nueva y esencial
complejidad al problema y a las divisiones existentes.
Fue Andreu Nin, una vez más, el dirigente y teórico que con
más penetración, seguramente, analizó de qué modo esas propuestas
se hallaban determinadas por el problema del poder) por las espe-
cificidades de un poder de clase. La existencia de semejante poder
de clase condicionaba, según él, la posibilidad misma y el desarrollo
ulterior de la revolución y, en último extremo, también el desenlace
de la guerra. En la primavera de 1937 escribía Nin que «si el dilema
ante el cual la historia ha colocado al proletariado español es «fascismo
o socialismo» el problema fundamental de la hora presente es el
problema del poder», todos los demás se encontraban subordinados
a éste 31. La «conquista del poder por el proletariado» era para Nin
el deber imperioso del momento, y no podría desembocar sino en
la formación de un «gobierno obrero y campesino».
En sus tesis, analizaba Nin detenidamente las posiciones de los
restantes grupos obreros, políticos y sindicales -PSOE, PCE y
PSUC, CNT y FAI-, en relación precisamente con sus actitudes
ante la conformación de ese bloque de poder capaz de realizar la
revolución. Esencialmente, criticaba con energía toda posición re/or-

31 En el escrito ya citado, p. 223.


Guerra, poder y revolución 105

mista} de colaboración de clases, sobre todo aquella postura que


se pronunciaba por «la necesidad de mantener el bloque con los
partidos pequeño-burgueses». Por ello, rechazaba la estrategia de
socialistas y comunistas, particularmente la de Largo Caballero, y,
en consecuencia, la del Frente Popular. En cuanto a los anarquistas,
criticaba sus «vacilaciones e..)
respecto a la cuestión del poder»,
su posición estrictamente «sindical», que tendía a eliminar a los par-
tidos. Si la CNT y la FAl adoptaban una posición más nítida en
cuanto a la necesidad de un poder obrero, la victoria de la revolución,
según Nin, estaba asegurada. En último lugar, la pequeña burguesía
era descartada de forma tajante como integradora de ese bloque
de poder revolucionario por cuanto, entre otras cosas, ese grupo
social «no puede desempeñar un papel independiente en la vida
política», acaba siempre siendo un instrumento en manos del gran
capital 32.
Este análisis de Nin, hecho cuando habían trascurrido más de
seis meses de guerra, cuando los alineamientos de fuerzas sociales
y grupos políticos en la República habían tenido ya ocasión de ejer-
citarse, cuando el fracaso pequeño-burgués era evidente, recogía lúci-
damente todos los elementos que conformaban este problema central.
Ello independientemente de cualquier juicio sobre el acierto teórico
y estratégico de sus propuestas de poder obrero, cuestiones en las
que no entraremos aquí 33. En efecto, el protagonismo del proletariado
no podía discutirse después de los avatares sufridos por la República
reformista y los equívocos resultados de la experiencia frente-
populista. Era la hora, pues, de la iniciativa de las clases no oli-
gárquicas. Pero, ¿cómo construir ese bloque hegemónico represen-
tativo de los disidentes frente al viejo orden social? ¿Que objetivos
sociales y, en consecuencia, qué objetivos de guerra habrían de pro-
ponerse? Para Nin la alternativa parece bastante clara: la revolución
socialista a través de la dictadura del proletariado en el curso de
la lucha a muerte con la vieja oligarquía. Ambas cuestiones estaban

32 Ibidem.
33 Elorza ha señalado, adecuadamente a nuestro juicio, que las posiciones de
Nin y, en general, del «leninismo» y trotskismo español eran el producto del intento
de aplicar miméticamente al caso de la revolución española las enseñanzas de la
soviética sin un análisis más detenido de las peculiaridades de la revolución española.
Aunque esto es afirmado en varios escritos, véase el ya citado de ELoRzA, A., y
BrzcARRoNDO, M.: Queridos camaradm~ op. cit.} pp. 291 y ss., y 351 y ss. (<<El POUM
o el comunismo imaginario»).
106 Julio Aróstegui

inextricablemente ligadas, «guerra con revolución», en lo que coincidía


plenamente con el anarcosindicalismo.
Conviene ahora detenerse en una rápida reflexión en perspectiva.
El dilema general que Nin propone, desde la creencia de que la
práctica leninista es la adecuada al momento español en la guerra,
contenía, al menos, una considetación de los factores en torno a
los que giraba toda la crisis de los años veinte y treinta en el sentido
en que su superación habría de pasar por la construcción de un
nuevo sistema de hegemonía de clase. Y en el sentido también de
la necesidad de crear un nuevo bloque de poder. La guerra, como
hemos dicho, heredaba y agudizaba ese mismo doble problema.
Verdaderamente, la República no encontró en el curso de la guerra
un sistema para el ejercicio de un poder revolucionario ni una fórmula
adecuada para una estabilización de la colaboración de clases no
oligárquicas. Los tres grandes proyectos que tuvieron alguna virtua-
lidad, el de la revolución social, el de la colaboración de clases en
el marco de la legalidad burguesa, el de la colaboración también
en sentido estatalista con «democracia de nuevo tipo», no arribaron
ninguno a generar verdaderas alianzas, interclasistas o no, y, por
tanto, a producir una nueva forma de legitimidad.
La revolución social, de anarcosindicalistas y poumistas, es, sin
duda, el fenómeno histórico que, según hemos señalado, confería
al conflicto español sus características más diferenciadas en la Europa
del momento 34. Hemos expuesto nuestras dudas sobre la posibilidad
de hablar de la realización acabada en la España republicana de
una revolución efectiva y sí sólo de su puesta en marcha y de su
eliminación posterior 35. Otra cosa es la existencia de innegables impul-
sos revolucionarios 36. Pero podemos ver en esta perspectiva que tales

34 Una realidad detectada nítida y tempranamente por uno de los observadores


llegados de Europa y dotados de mayor perspicacia, Franz Borkenau. Véase BORKENAU,
F.: El reñidero español, París, Ruedo Ibérico, 1968.
35 Seguramente, el caso más flagrante donde esa revolución en marcha es yugu-
lada desde el poder republicano es el ejemplificado por el Consejo de Aragón, arrasado
por la intervención militar que dirige Líster en el verano de 1937 . Véase el estudio
del problema por J Casanova.
36 Acerca del amplio asunto de la significación del anarquismo y el anarco-
sindicalismo en la revolución española de 1936 se ha producido una amplia literatura
antes y ahora. No creemos que la completa obra de PElRATS, J: La CNT en la
revolución espéiola (3 vals., París, Ruedo Ibérico, 1971), pueda considerarse superada,
a pesar de su inevitable tono militante. Un tono, por lo demás, que contamina
Guerra, poder y revolución 107

impulsos tenían una rémora esencial para su puesta en marcha: la


de la falta de instrumentalización de un poder revolucionario. También
era otra cosa la existencia de «poderes revolucionarios» a diversa
escala, local o regional, pero nunca existió un poder revolucionario
sustitutivo del Estado burgués. La revolución libertaria, de cuño colec-
tivista, se estrelló, precisamente, en la cuestión del poder, como adver-
tía Nin. En los días decisivos de la última decena de julio de 1936
en Cataluña, los anarquistas demostraron carecer de capacidad para
resolver el asunto imprescindible para iniciar una revolución, a saber,
un poder de clase.
Los diversos géneros de defensores de las posiciones anarquistas
habrían de plegarse siempre a argumentos de tipo sociopolítico-his-
tórico para fundamentar que el anarquismo se decidiera por la «co-
laboración» y no por la «dictadura». Que no se decidiera a la eli-
minación tajante de todo vestigio de poder burgués. El caso de lo
ocurrido en Cataluña es el más evidente. La fórmula de la colaboración
interclasista, con otras organizaciones obreras, pero también con otros
núcleos de poder burgués -la Generalitat catalana- dejaba intocado
el problema principal, es decir, el de la unidad de poder revolucionario.
El impulso revolucionario inicial quedó progresivamente neutralizado,
y no importa ahora por obra de quién.
Los anarquistas evolucionarían prontamente hacia el convenci-
miento de la imprescindible necesidad de un poder revolucionario
unitario a escala del Estado. Por ello empezarían a propagar su idea
de crear un Consejo Nacional de Defensa, que estaba igualmente
aquejada de la ausencia de toda teorización del poder de clase. Si
el poumismo tenía en este terreno ideas mucho más claras, pro-
cedentes de la más genuina tradición leninista, pero que, además,
rechazaba la idea de la «dictadura de partido», careció siempre de
la fuerza necesaria para poner en marcha su proyecto. Así la revolución
social no pasó del amago, no pasó de realizaciones fragmentarias
-las colectivizaciones-, y no resolvió nunca el problema de la direc-

irremediablemente todo lo producido por los propios anarquistas. Un escrito de


carácter testimonial de gran interés, entre otras cosas por su posición crítica, y en
el que nos hemos apoyado aquí, es el de RrCIL\RDS, v.: Enseñanzas de la revolución
e.\pañola (Madrid, Campo Abierto, 1977), textos que empezaron a aparecer en los
afias cincuenta. Los estudios regionales sobre la revolución anarquista han proliferado
después. Un excelente ejemplo de ello es la monografía de CASANOVA,].: Anarquismo
y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938, Madrid, Siglo XXI, 1985.
108 Julio Aróstegui

Clan revolucionaria. Aunque cueste decirlo: el anarquismo no era


el sustrato y garantía de la revolución social; era más bien su principal
obstáculo, lo que no dejó de ser señalado agudamente por bastantes
analistas en el propio momento.
Al fracaso del revolucionarismo colectivista de cuño anarquista
y con los matices que le aportaba la más coherente visión del comu-
nismo «leninista» de Nin, vino a sucederle un proyecto de recons-
trucción del Estado como vehículo de la hegemonía de una nueva
«alianza de clases», el que liderara Francisco Largo Caballero y que
hemos llamado de capitalismo formal con fuerte presencia sindicalista.
Caballero fue llevado al gobierno, como dice algún testimonio, «por
un movimiento de opinión irresistible» 37 y parece también claro que
la existencia previa de un gobierno de republicanos fue posible porque
Caballero no se opuso a ello. No es preciso detenerse ahora tampoco
en las fluctuaciones de las posiciones de Caballero en la etapa histórica
que precede a su efectiva llegada al poder en septiembre de 1936.
Sus relaciones complicadas y cambiantes con el comunismo stalinista
desde 1935 hasta llegar a un momento decisivo, con su declaración
de «lealtad a la democracia republicana» en noviembre de 1936 38.
Las críticas desde la izquierda acusaron siempre a la etapa guber-
namental que empezó el 4 de septiembre de 1936 de no tener más
significación que la de haber sido restauradora de los poderes bur-
gueses, mientras el comunismo ortodoxo acabó adoptando la táctica
de un apoyo decidido al proyecto. Pero la reconstrucción estatal
llevada a cabo tenía un sentido preciso que no coincidía exactamente
con el que imaginaba la izquierda obrerista. Largo Caballero puso
en marcha un sistema de gobierno al que llamaría «de unidad anti-
fascista» y que se basaría en la apelación al cumplimiento del programa
y espíritu del Frente Popular. La estructura del gobierno revelaba
el sentido último del intento: los socialistas, con el sindicalismo uge-
tista en el centro, constituían el esqueleto gubernativo y se incor-
poraban al gabinete comunistas, republicanos de izquierda y nacio-
nalistas. Desde el principio, pretendió Caballero que se integraran
en ese nuevo aparato gubernamental los anarquistas. Es evidente
que el viejo líder sindical optaba por la colaboración de clases, pero

37 MARTÍNEZ BARRIO, D.: op. cit., p. 370.


Véase
38 ELORZA, A., y BIZCARRONDO, M.: Queridos camaradas, op. cit.,
pp. 326-330.
Guerra, poder y revolución 109

con una neta hegemonía proletaria} si bien sería la impronta sindical


la que se manifestaría como última instancia de esa hegemonía.
Unidad antifascista con hegemonía del proletariado son las notas
que, seguramente, definen con mayor aproximación el proyecto caba-
llerista que, en todo caso, ha sido juzgado de manera muy diversa
desde distintas posiciones del espectro político 39. La unidad anti-
fascista significaba una dimensión nueva del frente-populismo; recogía
la interpretación de aquél como alianza de clases y no podía excluir
a ningún sector del proletariado. Caballero se proponía también,
en efecto, la reconstrucción del Estado de preguerra, la reversión
de los poderes al viejo aparato legal. La revolución social quedaba,
cuando menos, aplazada. Pero su antigua «intuición de clase» no
estaba enteramente ausente de la empresa. El planteamiento «cor-
poratista» obrero, que se encuentra enraizado en toda su evolución
sindicalista anterior, es sustituido por una política donde la dirección
corresponde al proletariado pero con importantes concesiones a los
aliados burgueses. Eran rechazados los «experimentos» sociales (cabe
leer claramente los de las colectivizaciones), optándose por una poten-
ciación del capitalismo en el que los sindicatos tendrían un gran
papel en la dirección y distribución de la producción.
Políticamente, no cabe duda de que con todo esto se abría una
vía posible para la instauración de un orden social con significativos
elementos nuevos para su época, invirtiendo, en cierto modo, los
términos limitativos para la acción del proletariado que se encerraban
en el primitivo pacto del Frente Popular. Las fracciones de ese bloque
clase obrera-burguesía progresista están, a su vez, hegemonizados
por el socialismo y es evidente que ello introducía un elemento de
ambigüedad, porque el propio socialismo la contenía en sus filas 40.
Sin embargo, el exacto alcance de ese proyecto político nunca pareció
estar enteramente perfilado. Caballero en su período presidencial
se mantuvo siempre ligado a aquella disposición al mantenimiento
de la democracia republicana de la que hemos hablado. Los con-
tenidos «gradualistas» de la visión caballerista no fueron nunca des-
bordados. Sus reflexiones, expresadas en la conocida correspondencia

39 Por nuestra parte, hemos tratado de este episodio de la trayectoria de Caballero


en diversos textos.
40 GRAHMl, H.: Socialism and War. The Spanish Socialist Party in Power and

Crisl~\~ 1936-1939, parte IlI, The Battle in the Party, 1937-1938, Cambridge UP, 1991.
110 Julio Aróstegui

con Stalin, y su entorno de septiembre de 1936 41 iban en esa dirección.


Pero Caballero señalaría entonces que «el sistema parlamentario no
goza de unánime aceptación entre nosotros». Poco después parecen
acentuarse en Caballero tendencias hacia un liderazgo político de
las organizaciones sindicales, cosa que los comunistas rechazan con
energía.
Hasta entonces -marzo de 1937-, la aceptación del proyecto
caballerista por el anarcosindicalismo y el comunismo parecía al menos
mantenerse en unos márgenes que hacían posible el mantenimiento
del mismo en el horizonte político de la guerra, si bien las primeras
discordancias pueden observarse ya en el mes de febrero cuando
el curso militar de los acontecimientos se vuelve acusadamente en
contra de la República (caída de Málaga). Llovía sobre mojado, porque
las conocidas discrepancias de la dirección comunista con la política
militar desarrollada por Caballero como ministro de la Guerra se
manifestaron ya desde el otoño anterior. Por lo demás, podrían hacer-
se consideraciones adicionales sobre la significación que para el anar-
quismo habría de tener su integración en una empresa como ésta
de reconstrucción del Estado, y podría también aludirse a la relativa
oscuridad en que permanecen las intenciones de Largo Caballero
al promover esa integración 42. Caballero, a juzgar por los testimonios
disponibles 43, parece obrar con una mezcla de sólida visión del sentido
histórico de esa alianza y meras consideraciones de táctica guber-
namental para neutralizar el potencial perturbador que el esponta-
neísmo anarquista presentaba.
Las mismas, o más, dificultades de análisis presenta la particular
trayectoria del comunismo a medida que avanzaba la etapa caba-
llerista, una evolución cargada siempre de connotaciones colaterales,
que han mantenido abierta hasta hoy la significación de la política
del Partido Comunista de España en la guerra civil. Con frecuencia
se ha atribuido a los comunistas la entera responsabilidad en el nau-

41 IBÁRRURl, D. (dir.): Guerra y Revolución en España, 1936-1939, vol. II, Moscú,


Progreso, 1967-1977, pp. 96-97.
42 Una oscuridad sobre sus verdaderas intenciones que el dirigente anarquista
y ministro Juan Garda Oliver no deja de comentar ampliamente en tono crítico
en sus memorias. GARCÍA OLIVER, ].: El eco de los pasos, París, Ruedo Ibérico, 1978,
p.123.
43 En sus inéditas Notas hútóricas sobre la guerra de EJpéia, 1917-1940, pp. 352
Y ss. Cfr. también AROSTEGUI, ]., y MARTÍNEz, ]. A.: La Junta de Defensa de Madrid,
noviembre de 1936-abril de 1937, cap. 3, Madrid, Comunidad de Madrid, 1984.
Guerra, poder y revolución 111

fragio final del proyecto caballerista y de las propuestas anarquistas.


N o pretendemos extendernos aquí en la discusión de esa respon-
sabilidad' pero sí añadir algunas matizaciones a los juicios conocidos
que pueden contribuir a su mejor explicación.
El proyecto de «hegemonía», que no de «dictadura», proletaria
de Largo Caballero presentaba incuestionables debilidades. N o cabe
duda de que la perfección de esa estrategia habría pasado por un
efectivo logro de la solución que el comunismo propugnaba: el «par-
tido único del proletariado» 44. Cualesquiera que fueran los móviles
profundos del comunismo -y existen interpretaciones bien dispa-
res-, Caballero se opuso siempre a su realización en la forma pro-
puesta por los comunistas, tras los cuales veía siempre la mano de
la Unión Soviética. El comunismo, cuyas actuaciones estaban ligadas
a los múltiples vericuetos de la política de la Comintern, acabó abrien-
do la caja de los truenos contra Largo. Pero suele olvidarse que
la posición anarquista no fue mucho más favorable a la política del
presidente del gobierno. El anarquismo, en el mejor de los casos,
no fue de gran apoyo para el proyecto caballerista. En el movimiento
libertario empezaba ya a manifestarse el germen de la descomposición.
Sus dirigentes habían aceptado la colaboración gubernamental, pero
en modo alguno lo habían hecho así las bases.
Puede decirse que el anarquismo no estaba especialmente inte-
resado en el proyecto de unidad del proletariado; no apoyó a Caballero
frente a los comunistas y, además, dificultó las tareas estrictamente
gubernamentales. El proyecto caballerista se hundía en mayo de 1937
en las aguas de la histórica desunión de la clase proletaria española,
empujado, sin duda, tanto por los errores y rigideces del propio
Caballero como por la estrategia particular del comunismo y por
el desinterés y la falta de visión del problema por parte del anarquismo.
En definitiva, el proyecto caballerista que entendía la política
republicana en la guerra como una fase más en la marcha hacia
un «socialismo» particular pasando por la alianza antifascista de clases
y organizaciones fue sustituido en la última fase de la guerra civil
por la concepción del comunismo y su proyecto de futuro de demo-
cracia de nuevo tipo, mientras que la representatividad del Estado
republicano seguía atribuida a un proyecto de prosecución de la guerra
sin revolución desde el gobierno republicano de coalición presidido

44 Véanse los análisis de ELORZA, A., y BrzcARRoNDO, M.: Queridos camaradas,


op. cit., pp. 270 Y ss.
112 Julio Aróstegui

por Negrín. Es indudable que el proyecto comunista de manteni-


miento de la República democrático burguesa, a pesar de su for-
mulación sencilla y coherente, era el más problemático de todos y
estuvo ligado a una particular trayectoria en el papel del partido
y a una férrea estatalización de las decisiones sociales.
El proyecto de los comunistas españoles de marchar hacia «una
democracia de nuevo tipo», como expondrían con insistencia líderes
como José Díaz o Dolores Ibárruri y que prolongaba las posiciones
anteriores decididas en el seno de la Comintern, ha sido bastante
poco iluminado por la bibliografía reciente que incluye toda una
parafernalia de nueva documentación de origen soviético 45. En cual-
quier caso, la política comunista real evidenciaba el proyecto de una
fuerte intervención estatal en la economía, el cuidado en la atracción
del amplio espectro de las pequeñas burguesías, asustadas por los
amagos revolucionarios y deseosos de mantener las formas tradi-
cionales de la propiedad. Un proyecto, en suma, también de cola-
boración de clases, pero no con hegemonía del proletariado sino
del «partido del proletariado». Ésa fue la evolución general del pro-
yecto, aunque el aparato propagandístico del PCE mantuviera otra
cosa.
El PCE mantuvo en sus manifestaciones políticas la necesidad
de fortalecer el Frente Popular, la estrategia de la colaboración de
clases y de continuar con el fortalecimiento del Estado y la búsqueda
de la unión política del proletariado. Pero todo ello respondía al
proceso real de una preeminencia del partido en el aparato del Estado
y del ejército. Otra característica sería la de la creciente marginación
de las fuerzas organizadas del proletariado, que no se rindieron ante
unos precisos objetivos de guerra. Estos objetivos se caracterizaban
por la prevalencia de la necesidad de una victoria militar previa a
cualquier experiencia de transformación social; así, pues, «guerra sin
revolución». El resultado más evidente de esta hegemonía de partido
fue el de convertirse en el sistema de poder de mayor eficacia práctica
a lo largo de la guerra, capaz de prolongar la resistencia republicana
frente al monolítico bloque político-militar contrario en un contexto
internacional favorable a éste.

45 Nos referimos, particularmente, a la publicación ya citada España traicionada)


y puede decirse lo mismo de la monumental conclusión de la obra de Bolloten
aparecida años antes. La obra de Elorza y Bizcarrondo sigue siendo la que presenta
el panorama más explicativo.
Guerra, poder y revolución 113

Pero, al mismo tiempo, la hegemonía de partido se convirtió,


sin embargo, en el elemento más contradictorio con la hegemonía
de clase, cosa, esta última, que el comunismo stalinista nunca deseó.
La hegemonía comunista se impuso con el coste de favorecer lo
contrario de lo que decía promover: el ahondamiento de la fractura
en el proletariado español y de engendrar frente a sí un «bloque
opositor» que hacía adentrarse a la política republicana en unos derro-
teros nuevos 46 responsables del final republicano con «una guerra
dentro de la guerra», a través de la trama golpista dirigida por el
coronel Casado. No pocos testimonios y análisis surgidos de los
medios obreros han tenido siempre la estrategia del comunismo espa-
ñol en la guerra por contrarrevolucionaria. Una contrarrevolución
que despojaba a la lucha contra el fascismo de toda perspectiva eman-
cipadora y progresista. Sin embargo, independientemente de otras
consideraciones que desbordarían nuestro campo de análisis aquí,
es muy posible que la colaboración de clases pretendida por el comu-
nismo fuera realmente el instrumento más correcto para intentar
una transformación social efectiva. El problema era que el método
no superó el riesgo de hacer inviables unos fines diseñados con evi-
dente pragmatismo.

46 Según describía P. TOGUA111 en los informes y análisis reunidos en Escritos


sobre la guerra de EJpaña) Barcelona, Crítica, 1980.

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