Objetivo Madrid
Objetivo Madrid
Objetivo Madrid
general Mola, director del Alzamiento, daba por perdida la capital de España. Con
numerosos efectivos leales a la República (las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas del
PCE, bajo el mando de Juan Modesto, Líster y Castro Delgado; las Juventudes Socialistas,
cuyo jefe era Santiago Canillo; las fuerzas de la CNT, etc.), Madrid sólo podría incorporarse al
Alzamiento si contara con una guarnición adicta, una jefatura indiscutible y la colaboración
incondicional de las fuerzas de orden público, además de la de voluntarios, organizados y
armados. Ni una sola de estas condiciones existía en el Madrid de julio de 1936. El Gobierno
sustituyó al general Cabanellas por el general José Miaja. No faltaban partidarios del
Alzamiento en el Ejército, pero no habían conseguido organizarse. Las unidades de la
guarnición y sus mandos estaban muy a favor del Gobierno, al igual que la Guardia Civil y la de
Asalto. Sólo cabía que los centros capaces de sublevarse se mantuvieran a la defensiva en
espera de que las columnas de las divisiones del Norte, prometidas por Mola, llegasen a
Madrid no más tarde de tres días después del 19 de julio. Pero esas columnas no aparecieron.
El plan de Mola resultó imposible».
Ricardo de la Cierva
Objetivo: Madrid.
Los fallos del Alzamiento
Episodios históricos de España - 35
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Titivillus 15.02.15
Título original: Objetivo: Madrid. Los fallos del Alzamiento
Ricardo de la Cierva, 1997
Con éste son tres los Episodios que dedicamos al Alzamiento Nacional y a la reacción del Frente
Popular. En el primero hemos estudiado la conspiración militar, la trama civil, la señal irreversible para
el Alzamiento (el asesinato de Calvo Sotelo), la formal declaración de guerra por parte de las derechas
en la Diputación Permanente de las Cortes el 15 de julio y la primera acción de guerra, todavía secreta,
en la marcha nocturna del tábor mandado por el comandante Ríos Capapé desde Villa Jordana ya en la
noche del 16 al 17.
En el segundo, que es el anterior, hemos procurado reconstruir lo que de verdad sucedió en los días
17 y 18 de julio de 1936: el Alzamiento anticipado de la Guarnición de Melilla en la tarde del 17, la
noticia que inmediatamente tuvo el Gobierno, la incorporación, esa noche, de prácticamente todas las
fuerzas de Africa a la sublevación, en nombre del general Franco; y ya en el día 18 de julio, el
Alzamiento de Franco en Las Palmas, su vuelo a Tetuán donde, tras dos escalas, aterrizó a primera hora
de la mañana del 19, la sublevación del general Queipo en Sevilla, seguida por la de Cádiz; la
complicada y casi siempre confundida historia del paso del Estrecho por aire y por mar y la reacción del
Frente Popular en Madrid, que, una vez destituido por flagrante ineptitud el jefe del Gobierno, Santiago
Casares, forzó también la renuncia al encargo que había recibido del presidente Azaña Diego Martínez
Barrio, a quien tampoco quisieron plegarse los militares sublevados, por lo que el presidente tuvo que
nombrar, a mediodía del domingo 19, un Gobierno de guerra con republicanos, bajo la presidencia de su
amigo el doctor José Giral. Dejábamos, pues, el relato en esa mañana del 19 de julio, fecha en que va a
estallar el Alzamiento generalizado en todas las demás regiones militares, excepto Valencia, donde
abortó; y otros puntos, en los que se retrasó por algún breve tiempo. Así seguimos de cerca la secuencia
real de los sucesos y atribuimos la debida importancia a todo el proceso del Alzamiento rebelde y la
reacción inmediata del Frente Popular. La conclusión consistirá en un esquema sobre los efectivos
militares, políticos, económicos y globales de las «dos Españas», que ya habían empezado a enzarzarse
en una cruenta Guerra Civil de mil días agónicos.
El general Emilio Mola Vidal, comandante militar de Pamplona y calificado por el general
republicano Batet como «el auténtico jefe de la Sexta Región (Burgos)» a la que pertenecía Navarra, era
el director del Alzamiento en toda España y, como contaba Diego Martínez Barrio en la dramática
conversación con él mantenida durante la madrugada del 19 de julio, había decidido ya con su
característica firmeza sublevarse al llegar la mañana, a las órdenes del general Franco, importante
puntualización del propio Mola a Martínez Barrio durante esa tensa conversación.
Seis años antes, en 1930, el general Mola, que fue el último director general de Seguridad en la
Monarquía, escribió una extraordinaria carta al capitán Fermín Galán, notificándole que conocía sus
planes subversivos y pidiéndole que desistiera. Galán no le hizo caso, se sublevó en Jaca el 12 de
diciembre de ese año, fracasó y lo pagó con su vida. Mola tampoco pudo acceder a la petición de
Martínez Barrio; se sublevó a primera hora de la mañana del 19 de julio y venció, aunque perdiese la
vida en junio de 1937.
Mola contaba, desde la medianoche anterior, con un estímulo extraordinario e inesperado: el triunfo
del Alzamiento en Valladolid, cabecera de la Séptima División Orgánica. Había preparado el terreno el
comandante de Artillería Gabriel Moyano, que constituyó una junta presidida por el coronel Ricardo
Serrador, jefe del Centro de Movilización y Reserva, sospechoso, para el Gobierno, de haber favorecido
el pronunciamiento del 10 de agosto de 1936 y que había permanecido en prisión hasta el 1 de julio de
1936.
A partir del 16 de julio, los falangistas de Valladolid, numerosos y decididos, se concentraron
secretamente en localidades próximas, pero también recibieron la voz de alerta las milicias de las
Juventudes Socialistas y los sindicatos. La Junta del Alzamiento recibió órdenes de esperar la acción del
general Mola en la Sexta División para secundarle inmediatamente, pero los acontecimientos se
precipitaron.
Durante la mañana del 18 de julio, el gobernador civil de Valladolid recibió la orden de trasladar a
Madrid las fuerzas de Asalto, muy trabajadas por algunos de sus oficiales partidarios del Alzamiento. A
las 17:00, a la conminadas por esos oficiales, las fuerzas de Asalto, formadas ya para partir, se
amotinaron y se negaron a abandonar Valladolid. Estas fuerzas recorrieron las calles al grito de «¡Viva
España!» —que se consideraba como subversivo en la época frentepopulista— entre las aclamaciones de
los partidarios del Alzamiento y los tiroteos aislados de las milicias del Frente Popular, que se
dispersaron rápidamente ante la decidida actitud de la Guardia de Asalto.
Mientras tanto, numerosos jefes y oficiales retirados acudieron al Cuartel del Regimiento de
Caballería Farnesio y se ofrecieron al teniente coronel José Monasterio. Lo excepcional de la situación
vallisoletana era que se trataba de la primera guarnición de la península que se sublevaba el 18 de julio,
aparte de Sevilla y sus dependencias; y que fuera precisamente la Guardia de Asalto, considerada como
inequívocamente leal al Frente Popular, la protagonista de las primeras acciones de guerra.
A las 20:30 horas, al comprobar la actitud favorable de buena parte de la población, las fuerzas de
Asalto, flanqueadas por milicias de Falange, ocuparon los edificios de Correos, Telefónica y Radio
Valladolid, mientras partidarios del Frente Popular iban a su querencia, la quema de iglesias; intentaron
prender la de San Esteban, pero el fuego fue sofocado. Por desgracia, tuvieron éxito en el incendio de la
iglesia del Carmen.
Designado para encabezar el Alzamiento en la Séptima División, el general Andrés Saliquet fue
avisado en la finca próxima a la ciudad donde se ocultaba y se presentó en Valladolid a las 22:30 horas.
Con un grupo de militares comprometidos, entre ellos el general Ponte, su hijo y el coronel Uzquiano,
más otros oficiales y un grupo de paisanos adictos, irrumpió en el edificio de la División, donde la
Guardia y los 150 hombres de la Sección de Destinos le rindieron honores y se pusieron a sus órdenes.
Saliquet entró en el despacho del jefe de la División, general Nicolás Molero, y le pidió que se sumara al
Movimiento, a lo que se negó.
Ante los acompañantes de Saliquet y los de Molero, los dos generales se enzarzaron en una discusión
cada vez más violenta, hasta que uno de los ayudantes, el comandante Riobóo, disparó contra el grupo
invasor, mató al abogado falangista Emeterio Estefanía e hirió al coronel Uzquiano. Los amigos de
Saliquet respondieron a tiros, hirieron al general Molero y mortalmente a sus dos ayudantes. El otro,
comandante Liberal Travieso, se mostraba partidario del Alzamiento y fue luego declarado por las
autoridades nacionales muerto en campaña[1].
Saliquet se hizo cargo de la División, lo comunicó inmediatamente al general Mola, ordenó la
proclamación del estado de guerra y recibió la adhesión de la Guarnición de Valladolid con sus jefes. En
el Cuartel de Infantería de San Quintín se armó a las milicias de Falange. La Guardia Civil se declaró en
favor del Alzamiento. El general Ponte se apoderó del Gobierno Civil del que había escapado el
gobernador, que fue detenido. El general Ponte empezó a actuar inmediatamente como gobernador civil.
El amanecer del 19 de julio se extendió el Alzamiento a casi todas las regiones militares, que por lo
general seguían el ejemplo y las órdenes de sus cabeceras. Como el día anterior, también fue Valladolid
la que se adelantó a las demás demarcaciones del norte. Las tropas tomaron el Ayuntamiento con
resistencia enemiga y la Casa del Pueblo, que se rindió después de un ataque con artillería. El jefe
regional de Falange Española, Onésimo Redondo, liberado por las fuerzas de Ávila, donde estaba preso,
llegó por la tarde y dirigió una ferviente alocución a los vallisoletanos poniéndose a las órdenes del
Ejército. La ciudad estaba dominada y no alcanzó efecto alguno un vuelo intimidatorio de un avión
gubernamental que arrojó proclamas. La última resistencia del Frente Popular se organizó en la estación
del ferrocarril dada la fuerza del sindicato ferroviario socialista, pero el 21 de julio la normalidad era
completa y la preocupación del general Saliquet se centró en la organización de las columnas de acción
rápida que, según las instrucciones del general Mola, habrían de organizar las divisiones del norte para
dirigirse a Madrid.
Volveremos sobre la proclamación del Alzamiento en el vasto territorio de la Séptima División, pero
ahora, tras haber relatado la anticipación de Valladolid, que causó un fuerte impacto moral en todo el
norte de España, debemos fijamos en la sublevación del general Mola en Navarra. Por su carácter de
director de la conspiración e impulsor principal del Alzamiento, la decisión de Mola alcanzaba una
importancia extraordinaria. Conocemos las numerosas gestiones de Mola con el resto de los jefes
comprometidos, entre los que para él eran más importantes dos generales republicanos: Miguel
Cabanellas, jefe de la Quinta División de Zaragoza, y Domingo Batet, que mandaba la Sexta con cabecera
en Burgos, a la que pertenecía el propio Mola, al frente de la Comandancia Militar de Pamplona. Con los
dos habló Diego Martínez Barrio en la madrugada del 18 al 19 de julio.
Cabanellas, hombre moderado, muy distinguido en la campaña para la reconquista del territorio de
Melilla en 1921, conocido como republicano y masón, no sentía excesivo entusiasmo por el Alzamiento,
pero se vio arrastrado a él por la actitud muy decidida de la gran mayoría de sus jefes y oficiales e,
incluso, convino en entrevista personal con Mola que una vez declarado el Alzamiento enviaría a
Pamplona un fuerte convoy de armamento para los numerosos voluntarios carlistas que Mola esperaba.
Fue inútil la gestión del general Núñez de Prado, muy amigo de Cabanellas, enviado desde Madrid para
mantenerle al servicio del Gobierno. Los oficiales de Zaragoza controlaron la entrevista y detuvieron al
emisario que fue detenido y después fusilado.
Con Burgos, el problema se resolvió con mayor facilidad. El general Batet, laureado por su actuación
en Barcelona el 6 de octubre de 1934, nada podía hacer contra una guarnición que se le insubordinó en
bloque. Mola primero le engañó y luego le destituyó sin que pudiera ofrecer resistencia alguna. El
comandante militar de Navarra no temía, pues, acciones ofensivas desde el territorio de su propia
división como no fuera de Guipúzcoa, que en el fondo no ofrecía peligro ante la adhesión unánime de
Navarra; ni tampoco desde la División de Zaragoza, que iba a sumarse íntegramente al Alzamiento. Mola,
además, contaba con una guarnición adicta y con el concurso de las milicias carlistas y falangistas de
Navarra, dispuestas a acudir desde el primer momento a sus órdenes. Contaba con fuerzas suficientes
para decidir la situación en las provincias próximas de Logroño y de Soria con vistas a organizar el
envío de su propia columna sobre Madrid.
Para el estudio histórico del Alzamiento, que suele despacharse con unas docenas de tópicos
mezclados con mentiras impúdicas, existen dos fuentes principales. En primer lugar, el análisis, todavía
inédito, que realizó un equipo de investigadores militares dirigido por el coronel Priego, que es un
historiador de primera magnitud como ha demostrado en sus volúmenes dedicados a la guerra de la
Independencia; y que se redactó con el amplio y variadísimo material recogido por el Servicio Histórico
a lo largo de muchos años. Ya lo he indicado, pero en nuestro estudio seguimos muy de cerca esa magna
obra. Pero hay una segunda fuente más accesible (se ha reeditado recientemente) que es la Historia de la
Cruzada Española que empezaron a publicar como texto oficioso sobre los antecedentes y desarrollo de
la Guerra Civil los ilustres periodistas Joaquín Arrarás y Manuel Aznar en 1940. La publicación se
realizó en forma de cuadernos muy bien ilustrados con grabados y mapas, y los cuadernos se reunieron
después en ocho grandes tomos. El valor de esta obra es variable.
Los cuadernos dedicados a los antecedentes de la Guerra Civil son demasiado prolijos y
desproporcionados respecto al conjunto de la obra. El desarrollo mismo de la Guerra Civil parece, por
el contrario, muy insuficiente. En cambio, los diversos cuadernos dedicados al Alzamiento están aún hoy
en plena vigencia: Se han escrito sobre documentos y testimonios vivos y auténticos. A veces, nótese lo
temprano de la fecha, se ha escapado a los autores algún deje triunfalista, pero por lo general los datos
son rigurosos y exactos.
Por eso he preferido ceder a la Historia de la Cruzada el relato del Alzamiento del general Mola,
que ellos estudiaron con el máximo interés. Figura a continuación, hasta el final del presente epígrafe. Se
inicia inmediatamente después de la conversación telefónica del general Mola con Diego Martínez
Barrio, para la cual hemos preferido la versión directa y fidedigna del jefe del Gobierno de la República
designado esa misma noche.
«Ya en aquellas horas, docenas de automóviles rápidos baten las carreteras de Navarra, en todas
direcciones. Van en ellos unos hombres insensibles al cansancio y al sueño, en cuyos ojos hay luces de
fiebre. Se paran en los pueblos y aporrean las puertas de algunas casas. A las personas desveladas que
salen a recibirlos, preguntan:
»—¿Está todo dispuesto?
»—Sin dormir nadie, esperando la orden.
»—Pues nosotros la traemos. ¡Al amanecer, a Pamplona!
»Mola ya no vuelve a dormir.
»En el patio de la Comandancia —dice José María Iribarren, secretario que fue luego suyo—, dos
perrillos ladraban desaforadamente. ¡Malditos perros, cuyos ladridos recordaba días más tarde el
general como una pesadilla! En los salones, los conjurados consumían su anhelo entre cafés, humazo y
emoción. Se gastó el general más de ciento cincuenta pesetas en cafés.
»La guardia, cuyo mando asume aquella noche el capitán Barrera, la forman por primera vez requetés
uniformados; catorce boinas rojas han sustituido en este menester a los soldados. Otros ochenta velan en
las distintas dependencias del edificio.
»A1 cabo de más de un siglo de luchas fieras, los carlistas y el Ejército, requetés y soldados, se han
reconocido como hermanos depositarios del mismo tesoro espiritual. Y para preparar las jornadas
próximas en que derramarán su sangre juntos, aquella noche fraternizan. El hecho trascendental pasa sin
relieve, ahogado por las emociones contrapuestas que animan a todos. Pero su valor simbólico es
innegable.
»Noche del 18 de julio de 1936… Envueltos en las sombras, los boinas rojas hacen su primera
guardia de la guerra en la Capitanía General de Pamplona. El alba riñe el duelo consuetudinario con las
sombras y ante la galería de cristales de la vieja Capitanía General, en la que Mola, abrumado por una
noche de ansiedad y vigilia, la interroga queriendo desentrañar los secretos de la jornada memorable que
se acerca. ¡Luz del domingo 19 de julio, que tiene calidades históricas, como el sol de Austerlitz, como
la luna de la «noche triste», como la brisa que hinchó en Lepanto las velas católicas de las galeras de don
Juan de Austria!
»El viejo edificio va recortando, a medida que el día se impone, sus pesados contornos. Se alza en la
parte más alta y más antigua de la que fue plaza de guerra amurallada. Palacio de los virreyes en su
origen, todavía quedan en pie vestigios expresivos de su esplendor, como el arco de acceso, obra de
piedra que preside un historiado escudo con el alarde heráldico de un águila bicéfala y las columnas de
Hércules con el lema: “Plus Ultra”. ¡Símbolo imperial que nos dice que allí hincó su guantelete de hierro
el hispánico César Carlos V! A uno y otro lado de este arco, dos edificios de época muy posterior nos
aleccionan del paso lento de los siglos y de la decadencia de los últimos reyes. Uno ostenta una fachada
revocada de yeso y pintada de rojo sangre que cubre en sus tres cuartas partes un voladizo de cristales
con bastidor de madera blanca, que se apoya en cinco pilastras también de ladrillo rojo. Apuran el resto
de la fachada, inexpresivo, un pequeño balcón con barandal de hierro y un antepecho más pequeño aún.
Sobre el balcón y la galería, dos feas ventanas dan aire a las habitaciones abuhardilladas.
»El otro edificio es una casa de menos altura, pero de líneas de perfección geométrica. En su fachada
se abren, a la altura del único piso, tres balcones simétricos, y tres antepechos, idénticos también, en la
planta baja. Forma manzana con este conjunto, y sin más separación que la de un muro endeble, otra
casucha en la que un cartel anuncia que allí está el Centro de Movilización y Recluta. Después, un vasto
caserón religioso, vulgar y triste, el convento de las Adoratrices, que hace esquina ante un callejón que
muere al pie de la antigua muralla.
»Esto por un lado. Enfrente se alzan unos plátanos corpulentos y añosos. La plaza o calle, pues no
tiene características que la definan urbanísticamente, es triste y silenciosa. No hay en ella tiendas que la
animen ni tráfico de ninguna clase, salvo los automóviles que, de tarde en tarde, se estacionan ante la
residencia oficial. Rincón histórico y eclesiástico, influido por la vecindad de los dos conventos, es
música de campanas la única que oye, y perfume de incienso el que acaricia en los días de solemnidades
religiosas.
»En cambio, desde las fachadas posteriores, se vislumbra un panorama rutilante de luz y de color,
porque se asoman al tajo profundo que forma por tal lado la muralla natural de la ciudad. En el fondo,
corre el río Arga, que baila y fertiliza una extensa llanada que alegran villas, algún taller o pequeña
fábrica y casas campesinas de blancos muros. Entre estas edificaciones espaciadas se extiende la
alfombra de huertas ubérrimas, y se desenvuelve la cinta blanca de los caminos que trepan en lazos
caprichosos por unas altas y heladas montañas que hay en el fondo.
»El 18 de julio habían ocurrido en Pamplona dos sucesos importantes. Una censura férrea dictada por
el gobernador impide que las noticias del Alzamiento en África se comuniquen a la prensa, pero algunos
las han oído por radio y no se habla de otra cosa en la ciudad, donde también se conocía como secreto a
voces que los requetés de toda Navarra tenían una cita para concentrarse en Pamplona a primera hora de
la mañana del domingo 19. Pero veinticuatro horas antes tres aviones de bombardeo procedentes de
Madrid aparecen en el horizonte y provocan muchas inquietudes; nadie conoce sus intenciones. Pronto se
supo que procedían de Getafe, de donde habían despegado con órdenes de bombardear a los rebeldes de
Melilla. Uno de los pilotos era el capitán Ángel Salas Larrazábal, que con el tiempo sería uno de los
héroes del aire en la Guerra Civil y en la campaña de Rusia con la Escuadrilla Azul, y muy admirado por
la aviación alemana por el número de aviones soviéticos que derribó. Teniente general de Aviación,
formó parte del Consejo de Regencia que ostentó la jefatura del Estado entre la muerte de Franco y la
proclamación del Rey, a quien nombró, junto a sus dos compañeros de tan alta magistratura, capitán
general de los tres Ejércitos.
»Después de aterrizar en Noaín, los tres aviadores se presentaron inmediatamente al general Mola,
que aún no estaba sublevado. Les comunicó que pensaba hacerlo a la madrugada siguiente y que entonces
les daría órdenes para su misión en el aire.
»El segundo acontecimiento fue la sublevación de la Guardia Civil de Pamplona contra su
comandante, Rodríguez Medel, afecto al Frente Popular, que pretendía concentrar en Pamplona a toda la
Guardia Civil de Navarra con la idea de oponerse al Alzamiento. Mola le llama y trata de convencerle,
pero no lo consigue. El resto del día se pasa, por los dos bandos, en una lucha contra el tiempo. El
comandante Medel piensa sacar con sus guardias a todas las autoridades de Pamplona para ponerles a
salvo. Mola llama con urgencia a los dos militares que instruían a los requetés y les pide que sus fuerzas
vengan cuanto antes; los coroneles Rada y Utri- 11a se comprometen a que los voluntarios de la tradición
estarán en la plaza del Castillo durante la madrugada del 19 de julio. Mola calculaba que acudirían un
millar de requetés y que las estimaciones de los dos jefes eran muy exageradas.
A eso de las 19:30 horas, la Guardia Civil de Pamplona se lanza a una acción semejante a la que en
ese mismo día 18 emprendió la Guardia de Asalto de Valladolid. Cuando su comandante, Rodríguez
Medel, intenta llevarse a todas las fuerzas de la Comandancia hacia zonas más seguras, los guardias,
guiados por varios oficiales, se sublevan y en la refriega que inmediatamente se organiza matan al
comandante, que les hacía fuego, y detienen a un jefe y un oficial partidarios del Gobierno. Acude
inmediatamente el coronel Beorlegui, un gigante perseguido por la República y el Frente Popular, y se
hace cargo del mando de la Guardia Civil. Sólo necesitaba Mola la llegada de los requetés para
formalizar la sublevación. Temía que parte de los soldados de la guarnición se mostrasen indecisos y
pretendía formar columnas mixtas de tropa y voluntarios carlistas para no sufrir sorpresas. La Guardia de
Asalto se declara también favorable al general Mola.
»Avanza la noche. Mola recibe varias llamadas, entre ellas dos del general Batet, a quien según dice
tienen secuestrado sus oficiales en Burgos, hasta que se corta la comunicación. También le llama el
general Miaja, muy amigo suyo desde que participaron en la defensa de Dar Akoba, cerca de Xauen, en
1924. Mola le confiesa abiertamente que se ha sublevado. A las seis de la mañana del 19 de julio, el
comandante militar de Pamplona recibe informaciones seguras sobre la marcha concéntrica de los
requetés de toda Navarra hacia la plaza del Castillo. Ya se ven las primeras boinas rojas en las calles de
Pamplona, a las que se suman numerosos voluntarios de la ciudad. Entonces da la orden y una compañía
del Batallón de Montaña sale a proclamar el estado de guerra. Su capitán lee el bando preparado por
Mola, el mismo que declaró Franco en Canarias, el mismo que los sublevados de África leyeron en
Melilla, en Ceuta, en Tetuán y en Larache. Con una modificación: Mola había escrito en ese bando que su
fin era “conservar el orden dentro de la República”, pero los carlistas le habían exigido que borrase toda
mención a la República y así lo hizo el general de Pamplona. A medida que los voluntarios de Navarra se
van concentrando en la plaza del Castillo, empezaron a tremolar algunas banderas roja y gualda, la que
entonces se llamaba “bandera monárquica” lo cual no es exacto; fue también la bandera de la Primera
República.
»El vecindario desvelado ha salido a la calle al sentir el rumor marcial y muy pronto forma una
compacta, densa y gesticulante masa humana que envuelve a los soldados y que grita hasta enronquecer:
¡Viva Mola! ¡Viva el Ejército! ¡Viva España!
»A la improvisada manifestación se suma el concurso que sale de los templos, es decir, una
verdadera muchedumbre; tal afluencia de fieles a las misas de primera hora jamás se conoció en
Pamplona. Sobre todo, es impresionante el número de comuniones. A la sagrada mesa se acerca el gentío
por grupos familiares, los abuelos envanecidos y temblorosos al frente, después los hijos, y cerrando el
cortejo los nietos, con la boina roja de los requetés prendida de la tirilla de la hombrera de la camisa
caqui, que ya cruza un correaje militar. Tres generaciones que representan tres momentos de la lucha
carlista se confunden para recibir el pan de los ángeles y preparar así sus almas ante las horas de crisis
que se esperan.
»En todos los pueblos de la provincia se da a la misma hora el mismo conmovedor espectáculo. Se
ha predicado la Cruzada como en los tiempos de San Bernardo y se asiste a iguales escenas de fervor y
sacrificio que en los siglos remotos del milenio. Resbala en el aire un acorde de trovas heroicas y
caballerescas.
»En las ciudades y villas importantes del viejo reino —Estella, Tafalla, Aoiz, Olite, Peralta,
Elizondo, Sangüesa—, el Círculo Carlista ocupa una casa señera en la plaza de arcos. En las aldeas
pobres, es una casa campesina más. En todos estos círculos, retrato en cromotipia de don Carlos VII
varonil, con unas barbas de Moisés de Miguel Angel, impregna el aire circundante de un recio aroma de
varonilidad y de leyenda. En algunos, hay también un don Jaime joven, con uniforme de oficial de
Cosacos, y un don Juan Vázquez de Mella, a través de cuyos quevedos se traslucen unos ojos cansados y
sagaces.
»Todos estos círculos son centros activos de movilización y realizan el Alzamiento en masa. En la
parroquia de Murrieta, de 420 habitantes, en el camino de Estella a Vitoria, de los once hijos varones del
matrimonio Agapito Mansoa y Ramona Andía, ocho salen voluntarios al oír en este amanecer la orden de
marcha. He aquí sus nombres y sus edades: Sabino, 33 años; Gaspar, 29; Jesús, 28; Julio, 26; Benjamín,
24; José María, 22; Francisco, 20, y Joaquín, que es seminarista, 19. No es éste un caso aislado. Don
Carlos Carrillo de Albornoz, farmacéutico del pueblo de Muniáin de la Solana, sale a la guerra
acompañado de sus seis hijos, y una de las familias más conocidas de Pamplona, la del comerciante
señor Aznárez, ve partir a otros seis: Jesús, Francisco, José María, Antonio, Javier y José Luis.
»En Peralta, el matrimonio Asín-Fernández Arcaya tiene seis hijos varones, el mayor de 34 años y el
más joven de 24; y los seis, con el padre, septuagenario vigoroso, marchan a filas, movidos por el mismo
ideal; al padre le llaman los mozos “el abuelo de Peralta”, viéndole con sus setenta y pico de años cargar
con el fusil; en el hogar quedan solas la madre vieja y Pilarín, la hermanita menor. Hay un voluntario de
14 años que se llama Miguel Coscolla y es de Tudela. Hay otro más niño aún, Crisanto Laita Portóles, de
13 años, de Buñuel, en el distrito de Tudela. Dos hermanos, Julio y Raimundo Urmán Marín, de Larraga,
anuncian a sus padres su propósito de marchar a la guerra. La madre les pide que aguarden, hasta que se
acabe la siega, y uno de ellos responde:
»—Madre: siegas habrá muchas; España no hay más que una.
»Hay pueblos —como Artajona— cuyo censo varonil se vuelca íntegro en las unidades combatientes.
En Olite, para que no se pierda la cosecha, salen a trillar los frailes franciscanos. Posteriormente, las
mujeres y los niños reemplazan a los hombres, y algunos montañeses que bajan a segar a los pueblos de
la ribera sienten tal vergüenza de ser los únicos que quedan, que acaban por alistarse también y van a
combatir.
»Anselmo Irigaray, artesano de Pamplona, acompaña al cuartel a sus dos hijos y quiere alistarse con
ellos. Pero se le rechaza por su edad, y a la hora de comer se sienta entristecido a la mesa con su mujer y
con su hija Margarita. Por la primera vez faltan los dos muchachos. La hermana llora desconsoladamente.
»—No llores, tonta —dice la madre—, han ido a cumplir como carlistas.
»Y la doncella, 17 años magníficos, con un acento que en el canto de Roncesvalles tendría su estuche
en una estrofa, responde con estas palabras de romance y gesta:
»—¡Si no lloro porque se han ido! ¡Es porque no me dejan a mí!
»Manuel Soroa, de 87 años, que sirvió en la guerra anterior de gastador en el Tercer Batallón de
Navarra, sale de Huici, con su hijo y su nieto, para incorporarse. El núcleo de Lumbier lleva como jefes
a sus concejales y al juez municipal. Las frases de las despedidas, sobrias y gráficas, son el exponente de
la indomable energía de esta raza de hierro. Un falangista de Etayo dice al párroco, a modo de adiós:
»—Don Marcos: si me matan, ya me enterrará usted.
»En todas las bordas de pastores, en todas las casas blasonadas cuyos moradores labran sus tierras;
en todas las pequeñas tiendas y talleres; en los caseríos de los boyeros; en las chozas de los leñadores;
desde Vera, enhiesta ante Francia, hasta la feraz llanada del Ebro; desde Estella, que empalma la
tradición de los antiguos reyes con la novelesca corte del último don Carlos, hasta el Baztán y la sierra
de Urbasa y la invencible Amézcoa, sepulcro hace un siglo de ejércitos cristinos; en todos los rincones,
en toda la extensión de Navarra, se presencia el mismo espectáculo, a las mismas horas de este día
célebre.
»Ningún pueblo se ha levantado nunca con un impulso tan unánime. Ni la Vendée, de Francia; ni la
misma Navarra de las dos guerras anteriores, porque en ellas hubo extensas zonas en las que el
levantamiento fue parcial y que los liberales dominaban. Tafalla y Tudela, con la rica región que
presiden, no pudieron ser entonces carlistas. Y ahora lo son desde el primer momento y con igual fervor y
espíritu de sacrificio que la Merindad de Estella o que la Barranca.
»—¡Al amanecer, todos a Pamplona! han dicho los ocupantes de los autos que durante la noche del 18
al 19 han sembrado la semilla del Alzamiento en los surcos guerreros de Navarra.
»Y al amanecer, todos los hombres válidos emprenden la marcha. La mayoría ocupa los autobuses y
camiones de línea, que esperan puntuales en los sitios designados para la concentración; otros suben en
coches de turismo que facilitan sus propietarios y que en algunos casos guían valientes señoritas; algunos
enganchan el viejo coche de caballos. Grupos animosos hacen el recorrido a pie. Todos llevan ya, desde
el primer momento, la boina roja que ha de ser el distintivo militar de la Navarra alzada en armas.
»La boina resume y compendia todas las luchas de Navarra por la legitimidad y la unidad católica.
Blanca en sus orígenes, cuando Zumalacárregui la sacó a la luz de la Historia, se enrojece a medida que
pasan los años, teñida, sin duda, por la sangre de los mártires que mueren con ella. La boina del abuelo
es una reliquia en cada hogar carlista de Navarra. Se guarda en armarios, entre los paños sagrados de la
familia: las galas de las lejanas bodas; la sotana del misionero; el capote del hijo que murió en África…
Y en torno suyo se renuevan las generaciones. Los hijos de quienes las llevaron en las últimas guerras
mueren en la cama con la tristeza de no poder lucirlas el día del triunfo. ¡Ese día que se hace esperar
tanto, que parece que no va a llegar nunca!
»La boina sale sólo en ocasiones solemnes de su arca: cuando la Junta Carlista de la Merindad
convoca a los leales en los aniversarios gloriosos en los que se visitan los viejos campos de batalla, o
cuando los grandes tribunos de la causa hacen acto de presencia en Pamplona o Estella. Después, se
vuelve a guardar entre membrillos y hierbas olorosas. Y ahora son las mujeres quienes, en el minuto
sentimental de las despedidas, la ajustan como una corona en la cabeza de los hombres.
»Las boinas se ponen en marcha para no volver ya nunca a los armarios. Perderán su color con el sol
y la lluvia: seguirán avanzando sobre las frentes valerosas que encuadran; se pudrirán bajo la tierra del
cementerio como sudario del cráneo mondo de los héroes; desfilarán triunfantes en las ciudades
conquistadas; brincarán en el aire con el júbilo de las fiestas… Es ése el porvenir glorioso que se abre a
la boina roja de Navarra. Hacia él va esta mañana de julio de 1936 por todos los caminos y atajos que
llevan a Pamplona. Marca una estela que parece de sangre a lo largo de las carreteras. ¡Ha sonado la
hora de Navarra, es decir, la hora de las boinas rojas! Bajo ellas aletean las coplas, como alondras en
una jaula:
»“¡No me preguntes quién soy, lo dice mi boina roja! ¡Voluntario de don Carlos del Requeté de
Artajona!”
»Esta riada humana inunda Pamplona casi desde las primeras horas del día, porque lleva como
avanzada a los que se han puesto en camino sin esperar a que acabe la noche. Su punto de cita es la plaza
del Castillo, frente al Círculo Carlista, donde se detienen los coches entre rechinar de frenos, aullidos de
claxon y bocinazos largos y triunfales. En la plaza hay ya grupos compactos que, al identificar a los
viajeros, los saludan con voces amigas:
»—¡Bien por Puente la Reina!
»—¡Adelante los de la Barranca!
»—¡Viva Mendigorría!
»Los ocupantes de los coches —mocetones fornidos, con rostros infantiles y la boina roja en la
cabeza— responden a la amistosa bienvenida con el grito, que es santo y seña: ¡Viva Cristo Rey!
»Los carlistas de Villava, pueblo limítrofe de Pamplona, llegan en una compacta manifestación con
sus autoridades municipales al frente. Villava es uno de los reductos más fuertes del carlismo navarro. En
su Círculo se ha vivido en constante conspiración, y bajo el entarimado de su salón de actos se han
ocultado armas y explosivos. De Mañeru, pueblo de una fina solera carlista, viene casi todo el censo
varonil, sin distinción de años. Un vecino que suma 55 ha dejado en su casa la mujer y cinco hijos
pequeños y aún se lamenta de que tengan tan poca edad, que no puedan ir a la guerra con él.
»Las caravanas entran en Pamplona por los cuatro puntos cardinales a la vez. Pronto la anotación de
los pueblos representados y el número de mozos que los representan se hace imposible: Peralta, Lumbier,
Sangüesa, Artajona, Mañeru, Cirauqui, Puente la Reina, Olite…
»¿Quién es capaz de contar las boinas rojas de este día? Se las ve en todas las cabezas. La plaza del
Castillo es un campo de amapolas; porque a los carlistas que llegan, en alud, de los pueblos se unen los
de la localidad, que están movilizados también. Del Círculo de la plaza, donde pasó la noche en vela de
armas, ha salido formado el Tercio de Requetés de Pamplona, que manda Jaime del Burgo, y se sitúa
junto al quiosco de la música.
»Desde las calles del Ensanche desemboca también, entre grandes clamores, un tropel de muchachos
ataviados con camisa azul. Son los falangistas que salieron de la cárcel durante la noche y a los que
acompaña un grupo de simpatizantes y de amigos. Saludan con el brazo extendido a la romana y
martillean el aire con los gritos rituales de su credo: ¡España una! ¡España grande! ¡España libre! ¡Arriba
España!
»A1 llegar al centro de la plaza, se detienen ante la casa del Café Suizo, en cuyo piso primero está
instalado el Círculo Azañista, que el nuevo gobernador civil había cerrado la noche anterior. Allí, don
José Moreno, que los capitanea y que adivina sus ansias de desquite, les dirige unas palabras:
»—Camaradas: Ése va a ser nuestro Círculo desde hoy…
»No es necesario decir más. El grupo sube en tromba y las puertas ceden a su paso. Bandera, retrato
de Azaña y alegorías de la República caen desde los balcones. El letrero, rasgado a tiras, desaparece. La
bandera roja y negra de Falange, nuevo emblema en el museo ideológico español, flota por primera vez
en los balcones del Círculo Azañista. No ha sido la bandera republicana de este centro la primera que
Pamplona sacrifica en el altar de sus inmolaciones. Momentos antes, varios pintureros gallardetes de
feria, que ondeaban en el tope de los altos mástiles como recuerdo de las recientes fiestas de San Fermín,
han servido de meta de cucaña a unos atrevidos muchachos, que, trepando ágilmente, los han arrancado,
entre los aplausos de la multitud.
»Mola, que está en pie desde primera hora, se entera de todas las novedades que ya ocurrieron o que
ocurren, por los informes de García Escámez, que ha permanecido toda esta mañana inolvidable al lado
de los teléfonos. La última noticia es que otro avión leal escapado de Barcelona ha aterrizado en Noain
tripulado por el capitán Luis Calderón Gaztelu, que salió del aeródromo del Prat de Llobregat para
ofrecerse a Mola. Por lo demás, el Alzamiento en el norte se desarrolla con arreglo al plan establecido,
salvo excepciones. Sólo la actitud hostil del coronel Piñerúa en Bilbao contraría a Mola (que ve rota por
este jefe la unanimidad de las guarniciones vasconavarras), pero no considera el contratiempo
importante. Se organizará una columna en Vitoria que volverá a la razón a los díscolos, y a tal evento se
ordena al teniente coronel Cayuela que salga desde Estella para ocupar el nudo ferroviario de Alsasua.
»También es sospechosa una conversación que por teléfono acaba de sostener García Escámez con el
general Martínez Monje, que manda la División Militar de Valencia. Llamó el propio general para
preguntar si era verdad que se habían sublevado Burgos, Valladolid y Vitoria, y como el coronel le
contestase en sentido afirmativo, Martínez Monje cortó la comunicación».
Los periódicos locales, con excepción del diario separatista, se adhieren en términos entusiastas al
iniciado Movimiento. Diario de Navarra se expresa así: «Las horas de enorme trascendencia histórica
que hemos empezado a vivir abren una nueva era para España. Comprenderán los lectores que no
podemos ni debemos decir nada hoy absolutamente por nuestra cuenta, porque el ilustre general Mola ha
declarado el estado de guerra y es él el que únicamente debe hablar hoy. Navarra por España y por sí
misma debe mostrarse fuerte y serena, y debe disponerse a defender a toda costa los principios que son la
esencia misma de su ser como pueblo. ¡Por Navarra y por España, todos firmes! ¡El pensamiento puesto
en Dios y en la patria! En Dios, para que nos ayude. En la patria, para salvarla, que hemos de salvarla,
Dios mediante, entre todos».
El Pensamiento Navarro, órgano de la Comunión Tradicionalista, afirma en un rótulo a toda plana
que «en los momentos solemnes que se viven debe unir a todos el grito de Viva España».
La Voz de Navarra, órgano del separatismo, refleja en unas líneas perdidas en una de sus planas, la
actitud equívoca del partido. Dice así: «A última hora de la noche, fuimos informados en el Gobierno
Civil de que la autoridad militar había requerido al señor Poblador Menor para que resignase el mando,
habiendo sido designado para sustituirle don Modesto Font, quien lo hizo inmediatamente. Ya desde este
momento, y por efecto del nuevo estado de cosas, la censura ha sido ejercida por la autoridad militar».
Éste es el último número del diario, que aquella misma noche suspende su publicación. En sus talleres se
editará, pocos días después, el 1 de agosto, el primer diario nacionalsindicalista que aparece en zona
nacional. Se titula ¡Arriba España! y lo dirige el sacerdote Fermín Yzurdiaga.
Fortificado por la adhesión popular, el general se considera con las manos libres para poder emplear
las fuerzas militares vasco-navarras en la dirección que más convenga. En estas primeras horas de la
mañana del 19 un objetivo atrae por derecho propio su atención: Madrid. De Navarra saldrá, pues, una
columna, que, con las de Burgos, Valladolid, Zaragoza y Valencia, contribuya a la reconquista de la
capital, que ya se considera perdida para la causa. García Escámez, que debe mandar las fuerzas
navarras, se ocupa de organizaría.
Las tropas de que creía disponer Mola en Navarra y en las provincias inmediatas son las siguientes:
la Brigada número 12 de Infantería, cuyos dos regimientos, el de América número 14 y el de Bailén
número 24, se encuentran en Pamplona y Logroño, respectivamente. La Cuarta Media Brigada de
Infantería de Montaña, que mandaba, hasta que fue destituido, García Escámez, y que se compone del
Batallón número 1, antiguo de Sicilia, que está en Pamplona, y del número 7, antiguo de Arapiles, en
Estella, más otra Media Brigada de Infantería de Montaña, que manda Fernández Piñerúa y que tiene sus
dos batallones, el antiguo de Garellano número 14, en Bilbao, y el de Flandes número 10 en Vitoria.
Un batallón de Zapadores, el número 6, en San Sebastián, y un grupo mixto de Ingenieros en
Pamplona. Un regimiento de Artillería Pesada en San Sebastián; uno de Artillería Ligera en Logroño, y
uno de Artillería de Montaña en Vitoria. Un regimiento de Caballería, el de Numancia, en esta misma
plaza. Y además, los servicios de Sanidad e Intendencia. Como elementos auxiliares, y aparte de las
plantillas de Seguridad y de Asalto que existen en cada una de las provincias, se cuenta con el 13 Tercio
de la Guardia Civil, cuya cabecera está en San Sebastián y que se subdivide en las comandancias de
Guipúzcoa, Alava y Navarra; y la 12 Zona de Carabineros, formada por las comandancias de Navarra y
Huesca.
La Comandancia de la Benemérita de Navarra constaba de cuatro compañías distribuidas así: la
primera en Estella; la segunda en Tudela; la tercera en Pamplona, y la cuarta en Tafalla. En total, 12
líneas y 76 puestos.
Los Carabineros de Navarra suman cinco compañías. La primera tiene su cuartel en Vera; la segunda
en Elizondo; la tercera en Pamplona; la cuarta en Burguete, y la quinta en El Roncal. Hay además una
sección de Caballería en Pamplona. El conjunto se distribuye en 57 puestos.
De todas estas fuerzas, según los últimos informes, sólo puede fallarle el Batallón de Garellano que
guarnece Vizcaya. Pero le bastan las que le quedan para imponerse.
A las diez de la mañana el general se encamina a pie a Radio Navarra, desde cuyo micrófono quiere
dirigir una alocución a la provincia. Le acompañan García Escámez, Utrilla, Rada, Solchaga y otros jefes
de la Guarnición y personalidades civiles, entre las que figura la mayoría de los representantes en Cortes
por Navarra. En medio de ovaciones ensordecedoras, Mola cruza las calles. Quiere transmitir su
optimismo, su seguridad en la victoria, por medio de la radio. Su alocución es conmovedora y expresa la
emoción que le ha producido el imponderable espectáculo de Navarra, que ha superado a cuanto se
imaginó, aun cuando siempre esperó mucho de esta privilegiada tierra. «Se cumplirán —anunció— los
destinos de España, que volverá a ser la nación grande y gloriosa, una vez puesto fin al desgobierno y a
la anarquía que la envilecen». La férvida manifestación patriótica de vítores y aplausos se renueva
cuando el general se dirige desde la emisora a la plaza del Castillo a revistar a los requetés navarros allí
congregados. Ya a primera hora los habían arengado desde los balcones de la Diputación Rada y Utrilla.
Ahora Mola los ve desfilar marcialmente con un aplomo de veteranos y no puede contener el asombro y
la emoción que este entrenamiento militar le causa. Las lágrimas asoman a sus ojos en presencia de aquel
espectáculo increíble.
«—¡Qué magnífica tropa! —le dice a Utrilla—. Pero son muchos, más de los que pedí…
»—Sí, mi general: son unos 4.000, pero mañana habrá ya el doble.
»—¿Y cómo vamos a sostenerlos?
»—Dios, que los ha traído, proveerá.
»El rostro enérgico del general rebosa contento:
»—¡Bien, bien! ¡Pero hay que avisar por radio que por ahora no salgan más de los pueblos!
»A la una de la tarde llega al aeródromo de Noain, procedente de Dax (Francia), el delegado
nacional del Carlismo, Manuel Fal Conde, que ha hecho el viaje en la avioneta de Juan Antonio Ansaldo.
Su primera visita es al Círculo Carlista, en cuyo balcón ya había sido izada la bandera roja y gualda, que
fue recibida con aplausos y vivas por los grupos congregados en la plaza. Inmediatamente, los balcones
de ésta se engalanaron con colgaduras de los mismos colores. Al Palacio de la Diputación, en el que
desde las siete de la mañana ondea la bandera del histórico reino en el mástil que tiene asignado
inmemorialmente, sin que nadie se haya atrevido a izar a su lado la enseña tricolor de la República, que
todavía es la oficial, como se hace en todas las fiestas y actos solemnes, suben algunos manifestantes a
pedir que la bandera bicolor ocupe su puesto en el asta vacía. En la Diputación no hay banderas
bicolores a la mano, mas pronto se improvisa una, y su aparición es acogida con un trueno de aplausos y
vivas. Apenas se produce este hecho importantísimo, llega a conocimiento de Mola, que se encuentra en
su despacho rodeado de muchos amigos. Alguien le insinúa la conveniencia de retirar la bandera, por
estimar la iniciativa poco prudente; mas él se resiste, ateniéndose a la fórmula sugerida por Sanjurjo, y,
al fin, tras de un rato de silenciosa meditación, resuelve el conflicto:
»—¡Hágase la voluntad de Navarra!…
»A la hora ritual de la comida, la ciudad adquiere un aspecto singularísimo. Es la misma animación
de los “Sanfermines”, ampliada hasta lo inconcebible. Un gran número de voluntarios come en los
cuarteles, conviviendo ya con los soldados Al empezar la tarde, la animación se desplaza hacia aquéllos
y de modo especial a la explanada que existe entre el Cuartel de Ingenieros, la estación de Plazaola y la
de los autobuses. Las caravanas de coches de los pueblos afluyen sin cesar Ya está allí García Escámez,
disponiendo febrilmente la marcha de la columna que ha de mandar. A medida que se presentan los
voluntarios, se. anotan sus nombres. Se les entrega el fusil y el equipo y se los incorpora a una de las
unidades expedicionarias. Éstas serán un batallón del Regimiento de América, y el de Sicilia, reforzados,
y una compañía del Grupo Mixto de Ingenieros, más los equipos de Sanidad y de Intendencia. A ellas se
acoplan los voluntarios tradicionalistas y de Falange, en la siguiente proporción:
»El Batallón de América llevará dos compañías de soldados, dos de requetés y una de falangistas; el
Batallón de Montaña, soldados y voluntarios en la misma proporción. Es de advertir que las compañías
de requetés cuentan con más del doble de los efectivos normales: 246 hombres. Entre las cuatro , suman
918 fusiles. Al frente del Batallón de América va el comandante Alfonso Sotelo; manda el de Montaña el
también comandante Pedro Ibisate.
»Con los requetés marcha su jefe nacional, el teniente coronel Rada, y en la expedición figura
también el teniente coronel del Batallón de Montaña Pompeyo Galindo. García Escámez lleva como
ayudantes al capitán Manuel Barrera y al oficial de complemento y abogado José Irigoyen. Tanto en las
compañías de requetés como en las de Falange, forma la juventud dorada de Pamplona. Uno de los
voluntarios es el diputado a Cortes Luis Arellano.
»Van también hombres maduros como José Esteban Infantes, abogado de profesión y hermano del
coronel de Estado Mayor y fiel colaborador de Sanjurjo de iguales apellidos.
»Las noticias del resto de España empiezan a ser contradictorias. Por la radio de Sevilla se ha oído
al general Queipo de Llano lanzar su pregón optimista. ¡Allí donde el triunfo era tan dudoso y el enemigo
tan temible! También se ha vencido en Valladolid, Zaragoza y Burgos. ¡Y en Oviedo! Lo de Oviedo es lo
que más gratamente le sorprende al general. Sabía que Aranda era un jefe patriota y competente, pero por
su especial situación, rodeado de enemigos, en la provincia más revolucionaria de España, temía por él.
»El radio con el que Aranda anuncia su adhesión, dice sencillamente: “Recibido radio V. E. Las
fuerzas de esta Comandancia en estrecha comunicación con V. E. mandan efusivos saludos. ¡Viva
España!”
»Mola dicta esta contestación: “Recibido radiograma de V. E., aumenta la emoción patriótica que
vengo recibiendo de todas partes y que me alienta. Fuerzas de esta División y millares voluntarios
patriotas en Navarra,
Burgos, Logroño y en todas partes se unen al Ejército salvador, llenos ardimiento para salvar España.
Envío patriótico saludo fuerzas magníficas Asturias y a V. E. apretado abrazo cordialísimo para la
patria”.
»Pero, en cambio, de Málaga y de Barcelona, sublevadas este mismo día, se tienen en estos
momentos malas noticias que le confirman la impresión pesimista que de la última trajo su hermano
Ramón. Y no deja de ser inquietante la tardanza del primer envío de armas que hace Zaragoza y que se
espera para equipar a los miles de voluntarios que llenan los cuarteles. Inspira temores el paso de ese
convoy por los pueblos soliviantados de la ribera.
»Pero los malos augurios y temores se desvanecen ante la espléndida certeza del espectáculo que
Pamplona ofrece.
»—Señores —brinda el general a sus amigos—, las fuerzas van a salir para Madrid. No se pierdan
ustedes este acontecimiento memorable. Allá voy yo también.
»En efecto, el general monta en un coche en unión de Carcía Escámez. Una hilera de ciento cincuenta
camiones y coches ligeros espera en la explanada junto al Cuartel de Ingenieros a que soldados, requetés
y falangistas vayan ocupándolos. El embarque se hace alegremente, entre coplas y vítores. Los amigos y
familiares despiden a los expedicionarios como si partiesen a una fiesta.
»—¡A Madrid, a Madrid…!
»La presencia de Mola redobla el entusiasmo y los aplausos retumban como truenos. García Escámez
da la orden de partida. Los relojes marcan las siete.
»Momento solemne, sin paridad por su emoción con ningún otro de los de este día: un momento único,
de los que se clavan en la memoria de los pueblos y cuyo recuerdo vive eternamente. El día acaba en un
maravilloso crepúsculo de oro. El cielo de cristal —antes de que la noche lo empavone— tiene una
transparencia prodigiosa. Los coches avanzan lentos, como cuentas de un rosario que se desgrana en los
dedos rugosos de la Historia.
»Uno, otro, otro… Cada coche arranca envuelto en un informe torbellino de gritos entremezclados, en
que se confunden avisos, palabras que la emoción corta, ocurrencias, vivas y cánticos, toda la gama, en
fin, del sentimiento popular traducida con los recursos más expresivos del lenguaje. ¡Exaltación y
optimismo de una juventud que oyó, en el fondo de su conciencia, la voz sagrada de sus antecesores, que
cumple el voto de sus padres! Todo el anhelo y el sentir de los corazones está en el ambiente, como un
efluvio que cada uno capta e interpreta a su manera. La guerra se hace una terrible realidad en aquel
momento de la despedida. ¡Ya se van! El último abrazo. El último beso. El postrer adiós. Y luego unos
pañuelos que flotan en el aire. Unos gritos que se desvanecen en la algarabía unánime. Unos ojos que se
resistían a llorar, pero que, al fin, lloran…
»—¡A Madrid, a Madrid!
»Navarra proyecta hacia el centro de España esta corriente efusiva, generosa, cordial, su propia vida,
para sanar y redimir a la patria enferma y agonizante.
»Y van juntos los mozos robustos que visten el traje endomingado o aquél con que trillaban, pues
dejaron las eras para ir a la guerra, y los señoritos que se alistaron con la ropa con que los sorprendió el
acontecimiento: blusas y americanas juntas; los que sólo llevan la camisa, porque es julio y el calor
aprieta, y los previsores que no han olvidado la manta, al pensar en el relente de la noche en camino.
Muchedumbre abigarrada, en la que resaltan aquéllos que han obtenido el señalado favor de un uniforme
de soldado, la prenda más codiciada.
»Ya es de noche y salen todavía los camiones retardados, con prisas por alcanzar al convoy, cuyos
primeros coches se han detenido en el pueblo de Cizur Mayor, situado a unos cuatro kilómetros de la
capital, donde acaba de organizarse la columna. Estando allí llegan a Pamplona los camiones de
Zaragoza, disipándose los temores que inspiraba su retraso. A las 22 horas se reanuda la marcha. El
estruendo de los motores se confunde con el vocerío juvenil, fragante y liberador, que suena con acento
de cantar de gesta, y cuyos ecos se pierden en los espacios cálidos de la noche estival».
Hasta aquí el relato del Alzamiento en Navarra según la Historia de la Cruzada española. La
crónica, publicada en 1940, refleja el espíritu del momento y se desborda en la retórica que era común
entonces. Pero he preferido respetarla íntegramente, porque sus datos y su secuencia de los
acontecimientos son exactos y además porque trata de describir el espectáculo realmente insólito del
pueblo carlista, que partía para su tercera guerra histórica a las órdenes de un general tan liberal como
Emilio Mola. Por supuesto que las masas del Frente Popular que ese mismo día reclamaban y obtenían
armas en Madrid eran también pueblo; pero ante las riadas de requetés que confluían en la plaza del
Castillo nadie negará carácter genuinamente popular al Alzamiento de julio, cuando la «media nación que
no se resigna a morir» se echaba a la calle y al campo para no dejarse aniquilar sin lucha por el enemigo
desbocado.
Mola se sorprendió al ver el enorme contingente de requetés que acudían a su llamada. Pero aunque
conocía bien, por la historia militar en la que era experto, el valor que habían demostrado los abuelos y
los tatarabuelos de estos voluntarios en las dos grandes guerras carlistas del siglo XIX, se quedó
asombrado cuando recibió los primeros informes de los choques en que intervenían los voluntarios
carlistas de la columna Escámez y las demás que empezaron a formarse en Pamplona para penetrar hacia
Guipúzcoa y para defender a las capitales aragonesas amenazadas por las fuertes columnas enviadas
desde Barcelona.
Antes de acabar el mes de julio Mola sabía que un tercio de requetés equivalía en cuanto a valor
militar y sentido táctico a una bandera de la Legión o un tábor de Regulares. La reserva de combatientes
navarros parecía inagotable y con ella formó el general Mola las cinco famosas brigadas de Navarra, que
luego se convirtieron en cinco divisiones completas agrupadas en el mejor cuerpo del Ejército del Norte,
con el que Mola preparó y Franco consiguió en 1937 la conquista de toda la franja cantábrica, que fue la
campaña decisiva de la Guerra Civil, frente a un enemigo muy valeroso y muy bien armado. Todo aquello
empezaba en aquella mañana del 19 de julio y en la plaza del Castillo.
El Alzamiento en la División de Burgos
Desde la mañana del 18 de julio, el general Mola, aunque no se sublevó formalmente hasta la madrugada
del 19, actuaba ya como virtual jefe de la Sexta División con cabecera en Burgos; en calidad de tal
recibió a los aviadores huidos de Getafe, aprobó la rebelión de la Guardia Civil contra su jefe, destituyó
al general Batet, jefe nominal de la División, y ya en las primeras horas del día 19 comunicó su rebeldía
a Martínez Barrio y declaró el estado de guerra. Sabemos también que el general Saliquet tomó por
asalto el mando de la Séptima División en Valladolid en la última hora del 18 de julio y que el general
Queipo de Llano había hecho lo mismo en Sevilla aquella mañana.
De la secuencia del Alzamiento se deduce una norma histórica que no tuvo una sola excepción: el
territorio de cada una de las divisiones orgánicas corrió, al menos en su mayor parte, la suerte que le
marcaba su cabecera, una vez dominada ésta por su autoridad nombrada por el Gobierno o bien
suplantada por los rebeldes. Como vamos a ver en este mismo Episodio, el Frente Popular retuvo en su
zona a las regiones Primera (Madrid), Tercera (Valencia) y Cuarta (Barcelona) porque el jefe de cada
una de ellas, nombrado por el Gobierno, se mantuvo fiel al Gobierno y supo defender su puesto contra los
rebeldes que pretendieron suplantarle. En otros casos la división o comandancia insular se sumó a la
rebelión por iniciativa de su propio jefe (Franco en Canarias, Goded en Mallorca, Cabanellas en
Zaragoza, único caso entre las regiones militares de la península; Comandancia de Asturias) o bien el
jefe de la división o circunscripción fue desposeído del mando por la enérgica acción de un jefe enemigo
(Ejército de África, divisiones orgánicas de Sevilla, Burgos, Valladolid y Galicia) pero en todos los
ejemplos el territorio de la división, al menos en parte sustancial, obedeció al mando que actuaba en la
cabecera, sea nombrado por el Gobierno o sublevado, y se adscribió de acuerdo con ello a uno de los
dos bandos que empezaron a configurarse el mismo día 18 de julio. Los historiadores, generalmente,
pasan por alto esta decisiva ley histórica sin la cual la secuencia del Alzamiento se convierte en un
galimatías inexplicable.
Hay que tener en cuenta, además, una segunda ley del Alzamiento que se cumple también
inexorablemente y echa por tierra muchas leyendas de la propaganda. Para decidir la situación en cada
punto de la sublevación, y muy especialmente en las cabeceras de división, la única acción que interesa
en orden al resultado es la actitud de las fuerzas del Ejército (en algún caso, las de la Marina) junto con
la que asumen las Fuerzas de Orden Público, es decir, las de Seguridad y Asalto. (Las Fuerzas de Asalto
se consideraban como «vanguardias de Seguridad»). Ellas son las que lo deciden todo. La acción de las
milicias populares en una y otra zona (milicias armadas del Frente Popular o del anarquismo en zona
gubernamental, milicias de Falange y el Requeté en zona rebelde) tienen mero carácter de
acompañamiento y comparsa, excepto en el caso de Navarra, donde las milicias carlistas, bien entrenadas
y organizadas, influyeron de forma decisiva en la declaración del estado de guerra y en la formación de
las columnas que salieron para los nuevos frentes. La demasiado famosa intervención de las masas
armadas anarquistas en la batalla interior de Barcelona a partir del 19 de julio tiene mucho más de
propaganda que de realidad. No decidieron nada, fueron simple comparsa y coro —bastante desafinado
— de la tragedia.
En este epígrafe vamos a completar el desarrollo del Alzamiento en la División de Burgos. Seguirán
las de Valladolid y Andalucía, cuyas cabeceras estaban ya firmemente en manos del Alzamiento al
amanecer del 19 de julio. Para este propósito, Pamplona actuó como cabecera de la División de Burgos,
por la primacía del general Mola como director del Alzamiento, y por la neutralización del general Batet,
jefe teórico de la Sexta División, a manos de sus decididos oficiales de Burgos al término de la jornada.
La provincia de Burgos, concentración de Castilla, estaba con el Alzamiento por una abrumadora
mayoría.
En ella se habían formado desde el mes de mayo dos Juntas para la preparación del Movimiento: una
civil bajo la presidencia del general Fidel Dávila, pasado a la reserva en virtud de la ley Azaña, y otra
militar que dirigía el general jefe de la XI Brigada de Infantería, Gonzalo González de Lara.
Prácticamente todos los jefes y oficiales estaban comprometidos y sólo se mostraba dispuesto a acatar al
Gobierno el jefe de la Divisón, general Domingo Batet, que pensaba seguir la misma conducta que le
valió la Laureada durante la rebelión de la Generalidad en octubre de 1934.
El 17 de julio, por una denuncia del general Batet, llegó a Burgos el director general de Seguridad,
Alonso Mallol, que por lo pronto ordenó detener al enlace de Mola con Sanjurjo, Antonio Lizarza, que
acababa de aterrizar en Burgos camino de Estoril. Ordenó Mallol su traslado a Madrid así como, horas
más tarde, detuvo y envió con el mismo destino al general González de Lara y varios oficiales de la Junta
Militar. Fuerzas de la Guarnición acudieron a liberar al general que se negó, para no comprometer al
Alzamiento, señalado para el 19 de julio. Toda la jornada del 18 se vivió en alta tensión, hasta que hacia
las ocho de la tarde se presentó en el Regimiento de San Marcial el sustituto de Lara enviado por el
Gobierno, general Julio Mena Zueco, que fue inmediatamente detenido por los oficiales. Poco antes de la
medianoche, el teniente coronel Aizpuru, enlace de Mola en Burgos, comunicó los planes del Alzamiento
al coronel jefe de Estado Mayor de la División, Fernando Moreno Calderón, que se incorporó
inmediatamente y trató de hacer lo mismo con el general Batet, que se negó sin vacilar. Desde entonces
quedó destituido y detenido. Algo después de las dos de la madrugada, por orden de los miembros de la
Junta Militar que habían logrado eludir la detención, salieron las tropas para declarar el estado de guerra
y apoderarse de los edificios oficiales y de comunicaciones.
Algunos grupos armados del Frente Popular que habían patrullado por las calles huyeron y la ciudad
quedó dominada fácilmente en el curso de la noche. El coronel Gistau se encargó del mando de la
División hasta la llegada de Mola y el general Dávila, del Gobierno Civil. Toda la provincia siguió a la
capital sin problema alguno, excepto el que provocó un intento de insurrección en Miranda de Ebro que
fue sofocado por fuerzas militares y de la Guardia Civil. Organizada la situación en Navarra, el general
Mola se presentó por aire en Burgos el 21 de julio, donde se hizo cargo de la División, estableció su
Cuartel General e instituyó, el día 23, un embrión de Gobierno para toda la zona rebelde, como había
previsto en sus instrucciones de la conspiración. Había nacido la Junta de Defensa Nacional, que asumía
todos los poderes del Estado y la representación ante las potencias extranjeras. En realidad, la dirigía el
general Mola, que situó en la presidencia nominal, por motivos de grado y antigüedad, al general Miguel
Cabanellas, jefe de la División de Zaragoza. Fueron vocales los generales Saliquet, Ponte, Mola y
Dávila, más los coroneles Montaner y Moreno Calderón. El 5 de agosto, mientras observaba el paso
naval del Estrecho, fue incorporado a la Junta de Defensa el general Francisco Franco.
Mola había acelerado todo lo posible la salida de la columna García Escámez, cuyo objetivo final
era llegar a Madrid, para que fuese asegurando la situación en varios puntos críticos del trayecto. El
primero era la ciudad de Logroño junto con varias poblaciones de La Rioja y la ribera del Ebro, con
fuerte presencia del Frente Popular y jefes militares y de orden público dudosos. El comandante militar
de Logroño era el general Víctor Carrasco Amilibia, hermano del comandante militar de San Sebastián y
tan indeciso como él. Previsoramente Mola había adelantado hasta Logroño a varios contingentes de
requetés navarros que se distribuyeron por los cuarteles y consiguieron comunicar a la tropa su decisión.
El comandante militar ordenó la proclamación del estado de guerra pero sin tomar las medidas
adecuadas para adueñarse de su circunscripción. Hasta que en la madrugada del 20 entró la columna de
García Escámez que pacificó la población, destituyó al general Carrasco, detuvo al gobernador, al
alcalde y el jefe de la Guardia Civil y aseguró firmemente la ciudad. Al día siguiente tuvo que retrasar de
nuevo la salida de la columna hacia Guadalajara y Madrid, hasta que consiguió imponer el Alzamiento en
Alfaro y los pueblos dudosos de la ribera del Ebro. El retraso consiguió sus objetivos locales pero
perjudicó seriamente el avance de la columna.
La provincia de Álava había demostrado durante la República su fidelidad a España y gracias a ella
el estatuto de autonomía no se había implantado aún en las Vascongadas cuando estalló el Alzamiento.
Los conspiradores que actuaban en Alava eran el teniente coronel Camilo Alonso Vega, amigo de Franco
desde la infancia y jefe del Batallón de Montaña de Flandes, con quien colaboraba el prócer
tradicionalista José María Oriol. Formaba parte de la Guarnición de Vitoria el Regimiento de Caballería
de Numancia (coronel Campos Guereta) y el de Artillería de Montaña a las órdenes del coronel Abreu.
El general Ángel García Benítez, comandante militar de la provincia, se había comprometido
personalmente con Mola y encabezó las acciones del Alzamiento.
Poco después de las seis de la mañana del 19 de julio el general García Benítez conoció las noticias
de Pamplona, reunió a los jefes de cuerpo y declaró el estado de guerra en Vitoria. Destituyó por teléfono
al gobernador civil y demás autoridades afectas al Frente Popular, aceptó la adhesión de la Guardia Civil
y de Asalto y contó desde unas horas después con el concurso de 1.125 requetés de la provincia y 225
falangistas. El problema principal que se presentaba a los sublevados de Álava podría ser el ataque
desde la provincia de Vizcaya si el Alzamiento fracasaba en ella, como era previsible.
Los sucesos de la franja cantábrica, cuyas dos provincias de Vizcaya y Guipúzcoa dependían
militarmente de la Sexta División con cabecera en Burgos, requiere un tratamiento autónomo que pueda
explicarnos no sólo el fracaso inicial de la sublevación en ellas, sino su comportamiento durante los
meses y el año siguiente hasta que fueron incorporadas a la zona nacional. Por eso de la Sexta División,
sólo nos queda registrar aquí la victoria del Alzamiento en Palencia.
Afortunadamente para los proyectos de Mola, el cuerpo principal de la guarnición palentina era el
Regimiento de Caballería de Villarrobledo agredido en Alcalá de Henares por los provocadores del
Frente Popular y trasladado como castigo (en cambio no se castigó a los agresores) a mediados del
anterior mes de mayo. Todos los oficiales estaban comprometidos, como la Guardia Civil, excepto el
coronel del Regimiento y el teniente coronel de la Benemérita, que estaban con el Frente Popular. El
comandante militar, general Antonio Ferrer de Miguel, observaba una neutralidad favorable a los
proyectos de Mola.
Fuerzas obreras del Frente Popular, procedentes de algunas fábricas y minas, surcaban la provincia
hasta que el general Ferrer, con su guarnición y varios refuerzos de Burgos, las dispersó y se hizo con el
control. La población pertenecía a las derechas y secundó al Ejército.
La División de Valladolid
al completo
Una tercera regla que se cumplió en la secuencia del Alzamiento es que la actitud muy marcada de la
población civil en una región o provincia determinó la incorporación del territorio a una de las dos
zonas. Insisto en que hay excepciones, por ejemplo la provincia de Santander, de abrumadora mayoría
derechista que cayó en manos del Frente Popular por falta de ánimo en las fuerzas de la Guarnición; la
contrapartida fue que los soldados de esa provincia que fueron reclutados para el Ejército Popular de la
República combatieron con baja moral e ineficacia militar y en cambio rindieron de forma magnífica
cuando sirvieron en las filas del Ejército nacional del Norte. Las provincias dependientes de la Séptima
Región —además de Valladolid— eran Segovia, Avila, Salamanca y Cáceres, y se inclinaban a las
derechas, por lo que contribuyeron intensamente a la victoria del Alzamiento.
Los efectivos de la Guarnición de Segovia estaban muy mermados por la abundancia de permisos
veraniegos; no llegaban, en la capital, a 400 hombres. La mayoría de los oficiales se había mostrado
adicta al Alzamiento y bien enlazada con los conjurados de Valladolid. A primera hora de la mañana del
19, el general Saliquet, ya triunfante desde la noche anterior en Valladolid, dio al comandante militar de
Segovia la orden de declarar el estado de guerra, recibida con cierta indecisión; pero el teniente de
Asalto Feijoo imitó la anticipación de sus compañeros de Valladolid y detuvo al gobernador civil, ante lo
cual el coronel Tenorio, comandante militar, se decidió a la proclamación del estado de guerra.
Ocupados los centros principales, la ciudad de Segovia se incorporó al Alzamiento seguida por toda la
provincia excepto el real sitio de La Granja, al que tuvo que reducir, el 20 de julio, un destacamento de la
Guardia Civil de Segovia.
También era exigua la fuerza armada que guarnecía la ciudad de Avila, no superior al centenar de
hombres todo incluido. Pero resultaron suficientes para, de acuerdo con una población favorable,
desobedecer las órdenes del general Pozas, que les exigía desde Madrid armar a los escasos miembros
del Frente Popular; y liberaron a los presos políticos, entre ellos a Onésimo Redondo que partió
inmediatamente para Valladolid.
La Guarnición de Salamanca era mucho más importante; constaba de dos regimientos a las órdenes
del comandante militar, general García Álvarez, comprometido con Mola. A las once de la mañana del 19
de julio, recibidas las órdenes del general Saliquet, las tropas proclamaron el estado de guerra y
reprimieron violentamente una agresión del Frente Popular en la Plaza Mayor. El comandante militar de
Salamanca envió inmediatamente destacamentos a Béjar y Ciudad Rodrigo, que sofocaron fácilmente los
focos de resistencia hostil.
La regla de la población favorable se cumplió en Extremadura: la provincia de Badajoz cayó por el
momento en manos del Frente Popular; la de Cáceres, favorable al centro-derecha, se incorporó al
Alzamiento. El comandante militar de Cáceres, coronel Manuel Álvarez Díaz, estaba comprometido con
la Junta de Valladolid y contaba con la gran mayoría de sus subordinados tanto en el Regimiento de
Infantería Argel como en la Guardia Civil, la de Asalto y Carabineros. El jefe provincial de Falange,
capitán retirado José Luna Melendez, había ofrecido a varios cientos de voluntarios de toda la provincia.
A primera hora de la mañana del 19 de julio se recibieron en Cáceres dos mensajes casi simultáneos
por radio. Uno del general Franco, que acababa de llegar a Tetuán, y otro de Valladolid con orden de
declarar el estado de guerra. Los dos fueron obedecidos inmediatamente. Casi toda la provincia siguió a
la capital, desde donde se enviaron destacamentos a los pueblos de Navalmoral de la Mata y San Vicente
de Alcántara, que se habían declarado en favor del Frente Popular y fueron inmediatamente reducidos.
Y nos queda la ciudad y provincia de Zamora, de características y perspectivas semejantes a las que
dependían de la División de Valladolid. El resultado fue también idéntico. Todas las fuerzas de orden
público se sumaron al estado de guerra y las nuevas autoridades se dispusieron a impedir el paso a una
columna minera que, según aviso recibido, llegaba de Asturias por tren con destino Madrid. A las ocho
de la tarde de ese 19 de julio, la telefonista de Benavente avisó a Zamora de que el tren minero acababa
de llegar y sus efectivos patrullaban por las calles. Llamó uno de los jefes asturianos a Zamora, donde un
oficial le engañó asegurándole que los facciosos contaban con numerosas fuerzas incluso de artillería,
por lo que los mineros decidieron volverse a su tierra. De esta forma, prácticamente todo el territorio de
la Séptima División quedó incorporado desde los primeros momentos a la naciente zona nacional.
Las capitales aragonesas jalonan
el Frente
Con cabecera en Zaragoza, la Quinta División Orgánica, que comprendía el territorio de las tres
provincias aragonesas más la de Soria, era la única de toda la España peninsular cuyo jefe superior, el
general Miguel Cabanellas Ferrer, se había comprometido con el Alzamiento en sus contactos con el
general Mola. El Gobierno no se lo esperaba; Cabanellas era un acreditado republicano y miembro de la
masonería, pero el Gobierno no contó con que su carrera militar se había hecho en África, donde
Cabanellas había actuado de forma muy distinguida en la difícil reconquista del territorio de Melilla en
el año 1921. Claro que también el general Miaja era un notable africanista y además muy amigo del
general Mola, por lo que el Gobierno, ante la probabilidad de convencer a Cabanellas, decidió enviarle
un emisario personal, el general Núñez de Prado.
Las cuatro provincias de la división aragonesa contaban con una mayoría de población inclinada al
centro-derecha, pero en la capital se había implantado desde años antes una poderosa y ferviente masa
anarcosindicalista, como acababa de demostrarse en el Congreso allí celebrado con carácter nacional
por la CNT, dominada por la FAI, que había acordado aplicar en toda España el comunismo libertario y
convertir en realidad todos los disparates de la utopía anarquista. La Guarnición de Zaragoza, en cambio,
era una de las más nutridas y mejor provistas de España. Formaban parte de ella el Regimiento de
Infantería de Aragón, el de Gerona, el de Carros de Combate, el de Caballería de Castillejos, el de
Artillería Ligera, un grupo de defensa antiaérea, un batallón de Zapadores y otro de Pontoneros, más
todos los servicios y los parques repletos de armas pesadas, ligeras y municiones con las que el general
Mola había convenido con Cabanellas la organización de un convoy absolutamente necesario para armar
a los miles de voluntarios navarrros que Mola, convencido por los instructores de los requetés, casi
había llegado a esperar para el 19 de julio, día en que sus previsiones quedaron rebasadas.
La mejor prueba de que el Alzamiento triunfaba en Zaragoza fue que el convoy de suministros se
cruzó con la columna navarra del coronel García Escámez a la salida de Pamplona. Los permisos de
verano habían reducido la guarnición zaragozana a unos 2.500 hombres pero aun así constituían una
fuerza considerable.
Al conocerse las noticias del Alzamiento en África a última hora del 17 de julio, grupos armados del
Frente popular y la CNT parecían adueñarse de las calles. Cabanellas recibió de Madrid la orden de
detener a algunos jefes comprometidos, como el coronel de Caballería José Monasterio y otros, pero
lejos de cumplir esa orden dispuso el acuartelamiento de toda la oficialidad.
El 18 de julio numerosos voluntarios civiles del Alzamiento se concentraron en varios cuarteles y el
general Cabanellas recibió orden del todavía jefe del Gobierno, Casares Quiroga, para que se presentase
en Madrid, lo que tampoco cumplió. Cuando llegó por avión el general Núñez de Prado, consiguió
entrevistarse con Cabanellas, sin resultado; a la salida fue detenido y después enviado prisionero a
Pamplona.
Se han acumulado las leyendas sobre la coacción de los oficiales comprometidos al general de la
división hasta obligarle a que declarase el estado de guerra. No existe de ello prueba alguna. El estado
de guerra se declaró a la vez que en Pamplona, el 19 de madrugada, y los destacamentos previstos se
adueñaron del Gobierno Civil, edificios oficiales y centros de comunicaciones. La CNT replicó con la
declaración de huelga general revolucionaria, pero la energía con que procedieron los sublevados
terminó con toda reacción violenta y estranguló a la propia huelga general que terminó por abortar el día
22. En otros puntos peligrosos de la provincia el Alzamiento triunfó sin dificultad; en Calatayud el 20 de
julio, en Caspe el 19. Otros pueblos cayeron en poder del Frente Popular hasta que se pudieron enviar
pequeños destacamentos de la capital que los recuperaron. Pero a partir del 22 de julio empezaron a
llegar noticias sobre el avance de varias columnas procedentes de Cataluña cuyo principal objetivo era
Zaragoza, que a su vez recibió fuertes refuerzos de unidades del Requeté que, combinadas con fuerzas del
Ejército, Guardia Civil y voluntarios locales, sirvieron a Cabanellas para improvisar un largo frente
defensivo que cubría, aunque de cerca, las tres capitales aragonesas, prácticamente situadas al borde de
la línea de fuego en los meses siguientes, hasta que se pudo alejar definitivamente el peligro en la gran
ofensiva de febrero de 1938.
La Comandancia Militar de Huesca, a las órdenes del general De Benito, contaba para su defensa con
dos regimientos además de la segunda media brigada de montaña en Barbastro, mandada por el coronel
José Villalba Rubio. El 19 de julio se proclamó sin incidentes el estado de guerra en la capital oscense.
En la ciudad de Jaca, cuna de la República, las milicias del Frente Popular agredieron violentamente a la
unidad que proclamaba el estado de guerra el 19 de julio por la mañana, pero el resto de la Guarnición se
impuso y se adueñó de la plaza. En cambio, el jefe de la Guarnición de Barbastro, coronel José Villalba,
se mantuvo fiel al Frente Popular, esperó amistosamente la llegada de las columnas catalanas y puso en
grave peligro a los sublevados de Huesca y de todo Aragón.
En Teruel apenas existía guarnición; los soldados de la Caja de Recluta no pasaban de siete. Pero
surgió la decisión del comandante Virgilio Aguado, que con esos siete hombres proclamó el estado de
guerra en la mañana del 19 de julio y consiguió el concurso de las fuerzas de orden público más un
centenar de voluntarios civiles. Con tan mínima fuerza se hizo el 20 de julio con el control de la ciudad,
aunque no pudo defender gran parte de la provincia que cayó en manos del Frente Popular. En cuanto a la
provincia de Soria, se encargó de ella, con su columna, el coronel García Escámez en cuanto aseguró la
situación en Logroño y la ribera del Ebro.
El territorio aragonés de la Quinta División quedó, por tanto, a la defensiva frente al arrollador
ataque que se esperaba por parte de las columnas de Barcelona. Mola y luego Franco decidieron que tal
situación se mantuviese mientras la guerra se dirimía militarmente en otros frentes. Por otra parte, el
Alzamiento en la Octava División (Galicia), en la Comandancia de Asturias y en el resto de la franja
cantábrica asumió características muy especiales que de momento provocaron su retraso, por lo que
ahora hemos de volver a dos grandes batallas de carácter urbano que reventaron el 19 de julio por la
posesión de las dos primeras ciudades de España, Madrid y Barcelona.
El desconcierto de la sublevación en Madrid:
entra en escena el general Fanjul
A continuación de esas dos grandes batallas estudiaremos la secuencia, muy complicada, del Alzamiento
en el norte de España y la fijación de los frentes de Andalucía por la inteligente actuación del general
Queipo de Llano después de sus decisivos triunfos iniciales en Sevilla y en Cádiz.
El lector está comprobando que combinamos el método cronológico con el geográfico; seguimos el
esquema que marcan los acontecimientos, establecemos las relaciones entre uno y otro escenario de la
lucha pero a la vez compartimentamos la descripción porque la propia acción se producía
compartimentada. Sin embargo, la importancia de lo que sucediera en Madrid y en Barcelona provocaría
consecuencias decisivas en todo el resto de España, especialmente en las regiones más próximas. Merece
la pena estudiarlo con detenimiento.
En las instrucciones del general Mola que hemos transcrito al estudiar la conspiración, el director del
Alzamiento daba por perdida la capital de España, Madrid. Como sede del Gobierno y del Frente
Popular, con numerosos efectivos de milicias entre los que destacaban las MAOC (Milicias Antifascistas
Obreras y Campesinas) del Partido Comunista, dirigidas por Juan Modesto, Enrique Líster y Enrique
Castro Delgado, y las Juventudes Socialistas, cuyo jefe, Santiago Carrillo, situaba cada vez más
descaradamente en la órbita comunista, con un contingente numeroso de la CNT, Madrid sólo podría
incorporarse al Alzamiento si contara con una guarnición adicta, una jefatura indiscutible y la
colaboración incondicional de las fuerzas de orden público, además de la colaboración de voluntarios
bien organizados y armados provenientes de las fuerzas políticas de la derecha. Ni una sola de estas
condiciones existía en el Madrid de julio de 1936, sino más bien todas las contrarias.
El Gobierno sustituyó inmediatamente al jefe de la Primera División, general Virgilio Cabanellas, por
el general José Miaja, que había mantenido contactos con la UME pero que estaba completamente
decidido a defender al Gobierno; y Miaja, como demostraría en noviembre del mismo año en la batalla
de Madrid, era un jefe militar de gran visión táctica y muy capaz para la defensa de la ciudad. Los
partidarios del Alzamiento no faltaban entre los jefes y oficiales, pero no habían conseguido organizarse
y ni siquiera contaban con un mando único e indiscutible; en realidad carecían de mando superior. Las
unidades de la Guarnición estaban muy motivadas en favor del Gobierno y disponían de jefes muy
decididos. La Guardia Civil y la de Asalto, muy nutridas, demostraban una actitud muy firme en favor del
Gobierno. Las fuerzas políticas de la derecha eran tan numerosas como la izquierda pero estaban
completamente desorganizadas y sus fuerzas de choque eran mínimas en comparación con las de la
izquierda. Casi todos los jefes derechistas habían escapado a tiempo de Madrid. Extremistas de la Unión
Militar Republicana Antifascista (UMRA) se apoderaron inmediatamente, el mismo 18 de julio, de los
ministerios de la Guerra y de Marina y comenzaron una labor de depuración implacable. En tales
circunstancias sólo cabía que los centros capaces de sublevarse se mantuvieran a la defensiva en espera
de que las columnas de las divisiones del Norte números cinco, seis y siete, prometidas por Mola, se
presentasen ante Madrid no después de las setenta y dos horas a partir del 19 de julio, día marcado para
el Alzamiento en la península. Con mucho retraso, esas columnas sólo pudieron llegar hasta las sierras
que dominan Madrid desde el norte; pero no amenazarían realmente a la capital hasta principios de
noviembre de 1936. El plan de Mola resultó imposible.
Para comprender el planteamiento y desarrollo del Alzamiento en Madrid, me atengo a dos fuentes de
primer orden. Primero, la Historia del Ejército Popular de la República, del general Ramón Salas
Larrazábal, tomo primero[2]. Y segundo, aunque no menos fundamental, el minucioso estudio biográfico e
histórico de Maximiano García Venero El general Fanjul[3], que me parece un admirable empeño sobre
los antecedentes y desarrollo del Alzamiento en Madrid y sobre la hoy injustamente olvidada figura del
general Fanjul, uno de los militares más profundos y admirables de la historia militar y política española.
García Venero, con quien hablé a fondo, era también un gran historiador, serio conocedor de las fuentes,
redactor ágil y veraz. Perteneciente a la Falange de la primera hora, vivió muchos años injustamente
olvidado por propios y ajenos y murió en soledad completa. Su libro, publicado hace treinta años,
merecería una reedición urgente porque no ha sido superado hasta hoy. Voy a permitirme aprovechar
partes sustanciales de su relato en el actual Episodio porque me siento incapaz de mejorar lo que
escribió, aunque apuntaré algunas sugerencias entre sus textos y prescindiré de las interpretaciones
dialogadas.
Hijo de un militar asturiano que combatió por la Restauración y había ascendido desde soldado raso,
Joaquín Fanjul Goñi nació en Pamplona en 1880 e ingresó «procedente de paisano» en la Academia de
Infantería a los 16 años. Fue destinado a Melilla en 1897 y siguió la especialidad de Estado Mayor.
Recorrió en sus diversos destinos gran parte de España. Consiguió realizar estudios universitarios
mientras se dedicaba al servicio activo de las armas. En 1906 escribió un libro singular, que aún hoy
resulta útil, Misión social del Ejército, desde una perspectiva de liberalismo humanista y profundo
sentido social, que causó impresión en su tiempo y sigue hoy muy consultado. Intervino en la campaña de
Melilla el año 1909, de donde regresó a Madrid en 1918 como teniente coronel. Incorporado al Estado
Mayor Central y profesor en la Escuela Superior de Guerra, Joaquín Fanjul seguía con apasionado interés
los asuntos de la política. Admiraba a Antonio Maura e ingresó en el Partido Liberal-Conservador del
prócer mallorquín. Y tras un intenso trabajo en su candidatura fue elegido diputado maurista por Cuenca
en las elecciones de 1919. Fue reelegido para las dos últimas Cortes de la Monarquía y llegó a
convertirse en una figura política conocida en toda España. Intervino en el Parlamento para defender a su
provincia, sobre problemas militares y sobre asuntos sociales.
Al llegar la Dictadura de Primo de Rivera en 1923, fue suspendido el Congreso y Fanjul, ya
ascendido a coronel, volvió a la actividad militar en la fase final de las campañas de Africa. Participó en
actividades de Estado Mayor y obtuvo el mando de columnas de operaciones. Desempeñó un papel
principal en la defensa de Tetuán y consolidó la cabeza de puente de Alhucemas después del desembarco
de septiembre de 1925. Su actuación en estas importantes campañas le valió el ascenso a general en
febrero de 1926. Luego desempeñó diversos cargos militares en la península y sintió revivir su vocación
política a la llegada de la República el 14 de abril de 1931. Pese al desastre general de los monárquicos,
el general Fanjul obtuvo un acta de diputado por Cuenca en las elecciones a Cortes Constituyentes de
1931. Era un triunfo personal memorable. Se incorporó a la minoría parlamentaria de los agrarios.
Volvía al Congreso a los cincuenta años, en la plenitud de su experiencia y su energía y apareció
como uno de los pocos diputados de la oposición de derechas capaces de medirse con Azaña, que era
más o menos de su misma edad.
Está por hacer el estudio de Fanjul como parlamentario en la República; pero su eficacia puede
deducirse de lo que sucedió en las elecciones de noviembre de 1933, cuando fue reelegido por su
circunscripción de Cuenca, como independiente, en la candidatura de derechas, con el máximo número de
votos. Fanjul quedó muy impresionado por el discurso de José Anronio Primo de Rivera en el teatro de
la Comedia que se pronunció precisamente dentro de aquella campaña electoral. Sin embargo, cuando la
minoría agraria se transformó en partido que expresaba su acatamiento a la República y, junto con la
CEDA, se aliaba con el Partido Republicano Radical, el general Fanjul se sintió incómodo, renunció a su
acta de diputado y volvió a la vida militar.
Cuando Gil Robles ocupó el Ministerio de la Guerra en mayo de 1935, nombró subsecretario a Fanjul
y jefe del Estado Mayor Central al general Franco. Los dos se habían conocido de cerca en las campañas
africanas. Fanjul desempeñó simultáneamente el cargo de jefe de la Sexta División Orgánica (Burgos )
pero fue cesado en las dos funciones al caer Gil Robles el 14 de diciembre de 1935. Ya formaba bloque
con Franco, Goded y Varela para un posible Alzamiento que Gil Robles les había propuesto más de una
vez, pero que hasta julio de 1936 no creyeron necesario. El Gobierno Pórtela nombró a Fanjul
comandante general de Canarias y antes de su partida el general dio su nombre al Bloque Nacional de
José Calvo Sotelo. Pero al anunciar su participación en las elecciones de febrero de 1936 fue cesado en
su destino militar, que se atribuyó, como sabemos, al general Franco.
Fanjul y la candidatura de derechas fueron elegidos en febrero de 1936. Pero las actas de Cuenca
fueron descabaladas por uno de los pucherazos más notorios del Frente Popular y Fanjul se quedó sin
acta. Las elecciones deberían repetirse en parte y las derechas trataron de incluir en la nueva candidatura
al general Franco y a José Antonio Primo de Rivera, idea que por fin no cuajó. Entonces el general Fanjul
se dedicó con toda su energía a la preparación del Alzamiento Nacional.
En las primeras reuniones de la Junta de Generales se decidió que el mando del Alzamiento en
Madrid lo asumiera el general Rodríguez del Barrio, que mandaba una de las inspecciones generales del
Ejército con cuartel general en Madrid, pero el Gobierno lo descubrió y el general renunció a intervenir.
Los generales Orgaz y Varela, que se encargaron después, fueron descubiertos y desterrados. Les
sustituyeron los generales Villegas y Fanjul sin atribuciones concretas ni mando único. Tras la elección
de Azaña como presidente, Mola decidió encargarse de la dirección efectiva del movimiento y designó al
teniente coronel Alberto Álvarez Rementería como coordinador en Madrid, de acuerdo con la UME. El
general Fanjul contaba con la colaboración de su hermano Alfonso, comandante de Aviación. El general
Rafael Villegas actuaría, teóricamente, como jefe supremo de los rebeldes en Madrid, por su mayor
antigüedad respecto de Fanjul. La Junta de la UME actuaba por su cuenta, desligada de los dos generales.
Ya en julio Fanjul visitó a Mola en Navarra, pero no se solucionó la incomunicación entre Fanjul,
Villegas y la Junta de la UME que realmente actuaba. Estoy seguro de que la UME se guiaba por elevado
sentimiento patriótico, pero no cabe imaginar una entidad más ineficaz. En los focos importantes del
Alzamiento donde la UME llevó la dirección —Madrid y Valencia— el fracaso resultó absoluto.
Las fuerzas del Ejército repartidas en los diversos cuarteles del centro y la periferia de Madrid
sumaban algo más de siete mil hombres, pero la gran mayoría de los jefes y oficiales que los mandaban
no estaban comprometidos. La Guardia Civil, con 2.735 hombres, y la de Asalto, con 4.020 —que
formaban una red presente en todos los distritos— estaban a favor del Gobierno, incondicionalmente.
Entre los jefes militares indecisos figuraba el coronel Tulio López, jefe del Regimiento de Infantería con
cuartel cerca de Atocha; y entre los favorables al Frente Popular, el teniente coronel de Artillería
Rodrigo Gil. En cambio, se mostraba muy favorable al Alzamiento el general Miguel García de la
Herrán, a quien a última hora del 17 de julio nombró jefe de operaciones la Junta de la UME sin que
Fanjul se enterase. El 18 de julio, por orden del subsecretario de Guerra, se entregan al coronel Rodrigo
Gil, jefe del Parque de Artillería, cinco mil cerrojos de fusil que se guardaban aparte de las armas por
orden del ministro Diego Hidalgo en 1934. El coronel los traslada a las milicias del Frente Popular, junto
con las debidas municiones; con ello las milicias patrullan armadas por Madrid desde la tarde del 18 de
julio y dan guardia a la gran manifestación de la Puerta del Sol que corea el discurso de Dolores Ibárruri
y exige después la dimisión de Martínez Barrio.
El día 19 de julio inundan Madrid las noticias de la ‘sublevación de Mola, a quien ha precedido ya la
Guarnición de Valladolid y siguen las de Zaragoza y Burgos. La falta de coordinación entre los mandos
superiores del Alzamiento en Madrid es tremenda; Mola y el resto de los grandes conspiradores les han
abandonado a su suerte. Fanjul, Villegas y García de la Herrán no saben quién manda y carecen de
instrucciones. El teniente coronel Álvarez Rementería se comporta con un valor personal indomable al
recorrer los cuarteles en busca de adhesiones pero no consigue coordinar la acción. En vista de la
situación Joaquín Fanjul, que tiene un hijo oficial en el Cuartel de la Montaña y sabe por él que la
mayoría de los oficiales arden en deseos de pronunciarse, decide, llamado por ellos, tomar el mando del
viejo edificio militar.
El Cuartel de la Montaña del Príncipe Pío, que dominaba la zona de Rosales, Plaza de España,
Palacio y la Cuesta de San Vicente, no ha dejado el menor rastro de su existencia. Sobre su solar está hoy
edificado el Templo de Debod, traído de Egipto por los arqueólogos españoles y situado en medio de los
jardines que fueron parte del Cuartel. A partir de este momento entregamos la relación de los hechos a
Maximiano García Venero en la citada obra.
El general Fanjul toma el mando
A las doce y media de la mañana del 19, Fanjul, con su hijo el teniente médico José Ignacio, llegó a la
Montaña. En el parte de guerra del Cuartel figuran estas palabras del general a los comisarios que
acudieron a recogerle.
—Estoy en absoluto a la disposición de ustedes.
Son palabras indudablemente pronunciadas, testimoniadas.
El mismo parte de guerra indica que Fanjul habló sucesivamente a las tres unidades alojadas en el
Cuartel. Primero —asevera Juan Manuel Fanjul— a la oficialidad de Alumbrado, luego a la del
Regimiento de Infantería 31 y a la de Zapadores. También se dirigió a las clases de esas dos últimas
unidades. «Mal debía ver ya la situación —especifica Juan Manuel Fanjul— cuando en sus palabras
afirmó que íbamos a vencer o a morir pero, en cualquier caso, salvando el honor militar».
Un testigo —tres años después— resume así la triple arenga de Fanjul: «Ha llegado la hora,
oficiales, en que España entera se levanta contra la tiranía bárbara de la mentira. España nos exige en
este momento el cumplimiento, acaso, de nuestro último servicio. Columnas de Mola llegan a San Rafael.
Que no tengamos que avergonzarnos de tibieza ante el abrazo de unos guerreros que nos libertan. Las
órdenes pueden llegar de un momento a otro. Sabed, oficiales, que España os tiene como sus mejores
caballeros. ¡Viva España!».
Hay una modulación interesante en esa arenga: «Las órdenes pueden llegar de un momento a otro».
Por el contexto de las palabras de Fanjul, parece que las fuerzas del Cuartel no podían entrar en acción
inmediatamente. El dispositivo dependía de otra voz de mando. Nunca sabremos los términos del acuerdo
establecido entre Villegas y Fanjul cuando aquél aprobó el ingreso de su compañero en el Cuartel de la
Montaña. El dato más preciso es el revelado en esa alocución a la oficialidad.
El mero espectador puede imaginar que el general Villegas se inhibió del mando supremo en Madrid
a través de un traspaso verbal: no hay testimonio alguno taxativo, testifical o documental de ese traspaso.
Sin embargo, algunos escritores y tratadistas de la guerra de España han decidido que existió el traspaso
específico. El más reciente (Georges Roux) escribe: «Sólo el 19 de julio los conjurados se deciden a
hacer una tentativa en verdad desesperada. Tan desesperada, que el general Villegas, que primero había
recibido el encargo, pasa la responsabilidad al general Fanjul».
Falla, en esa enumeración, la idea de una «tentativa desesperada». No existió en ninguna de las horas
precedentes al 20 de julio.
La llegada del general a la Montaña fue conocida rápidamente por el Gobierno. Una de las
disposiciones tomadas por el mando del Cuartel fue la de relevar de todo servicio a cuantos se
declarasen contrarios al designio de la mayoría. Quienes lo manifestaran —al parecer, varios sargentos
alegaron estar enfermos— serían desarmados y relegados, bajo vigilancia, a uno de los departamentos
del Cuartel. El oficial más significado por su adhesión al Frente Popular era un capitán apellidado
Martínez Vicente, quien compartió aquel arresto. Mas, ¿se ejerció una absoluta vigilancia sobre las
comunicaciones telefónicas? Es presumible que en la Montaña hubiera una o varias células políticas
desconocidas por los jefes y los oficiales. La información pudo ser transmitida por un miembro de ellas.
Existe una versión, publicada cuarenta y ocho horas después del Alzamiento, en un diario madrileño.
Se afirma que un suboficial de la Banda del Regimiento de Zapadores, apellidado Santos, acudió al
Cuartel a la hora del mediodía. Vio la llegada de Fanjul y escuchó su arenga. «Invitó —dice el periódico
— a los presentes a luchar y, si era preciso, a morir para salvar a España del caos en que, según él, se
hallaba sumida». El suboficial pudo salir del Cuartel. Avisó a un ex sindicalista, redactor de Política,
José Carbó. Y ambos acudieron a informar a Isaac Abeytúa, mentor del periódico vinculado al partido de
Izquierda Republicana y prácticamente adicto a Indalecio Prieto, a quien sirvió en diversos menesteres
políticos de índole confidencial por espacio de largos años. Era un agente clandestino del diputado
socialista.
En el periódico aludido se dice que Abeytúa «empezó a actuar rápidamente y que a los pocos
momentos las autoridades conocían la sublevación…» Es indudable que conectó con Prieto y que éste se
dirigió al Ministerio de la Guerra, donde se hallaban Giral y Hernández Sarabia y al que, acaso, acababa
de llegar, procedente de Badajoz, el nuevo ministro de la Guerra, general Castelló. Con evidente
petulancia añadía política en su información: «Gracias a nuestras advertencias, que fueron atendidas
puntualmente, se adoptaron las primeras disposiciones para cercar el Cuartel con carros blindados,
fuerzas de Asalto y Milicias…»
El proyecto de cercar el Cuartel fue, sin duda, anterior a la información transmitida por el suboficial
de la Banda de Zapadores. Lo valioso de ella era el dato de la llegada de Fanjul y de su arenga. Por el
instante —aquella hora primeriza de la tarde en que el Gobierno recibió la información— aparecía
Fanjul como insignia del Alzamiento. Pudieron preguntarse Giral, Prieto y Sarabia si en otros puntos de
la Guarnición aparecerían diversos generales alzados: en los cuarteles de Artillería de Getafe,
Campamento y Vicálvaro cuyos medios de ataque aventajaban a los recursos, en hombres y armamentos,
de la Montaña.
Mientras el Gobierno era informado, el general Fanjul expuso a los mandos del Cuartel un plan
urgente de ofensiva. Los testimonios son indubitables, pues provienen del único jefe superviviente de
unidad, el hoy general Matías Marcos Jiménez, jefe del Grupo de Alumbrado, y están corroborados por
todos los que en aquel día eran oficiales y lograron alcanzar los días de la paz. Para Fanjul la estancia en
la Montaña sólo era un punto de partida para la acción mancomunada de las fuerzas militares de la
capital y de los cantones. Y aquella estancia quiso abreviarla, pues conocía los graves problemas que
originaría una actitud meramente defensiva.
Como experto jefe de Estado Mayor pidió el balance del armamento. Había algunos morteros, varias
ametralladoras y dos cañones inútiles: tenían los frenos descargados y se carecía de líquido para
llenarlos. Faltaba la artillería y era más que problemática la ayuda de la Aviación. En aquellas horas, el
comandante Alfonso Fanjul, con un puñado de aviadores, actuaba en Cuatro Vientos para impedir que el
jefe de la Base, hombre de confianza del Gobierno, como lo era el de Getafe, la entregara a las milicias.
Acaso la primera de las órdenes encajadas en el plan urgente fue la de que se presentara en la Montaña el
Estado Mayor de la División. Fue una orden taxativa, ineludible para quienes habían dado su palabra de
participar en el Alzamiento. Significaba que todo el dispositivo formal de la División —claves, enlaces,
jerarquía— sería empleado, exclusivamente, en la tarea revolucionaria. Sólo a la luz de los
acontecimientos posteriores, cuando se vea que una buena parte de la guarnición madrileña se dirigía
incesantemente a la división pidiendo órdenes ante determinados sucesos, puede comprenderse la
importancia del traslado a la Montaña. Es preciso conocer el espíritu militar para profundizar en aquella
importancia. En la historia de la guerra española se advierte que, en todas las ocasiones, las fuerzas del
Alzamiento para consolidar su posición en cabeceras divisionarias y comandancias militares
provinciales tuvieron que tomar posesión de los respectivos dispositivos orgánicos. De grado o por
fuerza. La pérdida de la División en Barcelona ocupada unas horas por el general Goded, fue de
incalculables consecuencias para el Alzamiento en Cataluña.
En tanto que el Estado Mayor de la División —manifestó Fanjul— se incorpora, le suplirán los jefes
y los oficiales en prácticas de la Escuela Superior de Guerra que han acudido a la Montaña.
El siguiente eslabón del plan era preparar a todas las unidades para salir del Cuartel a las tres de la
tarde. Sólo quedaría en la Montaña la fuerza indispensable para su custodia. Había que cursar órdenes a
los voluntarios civiles para que acudieran al Cuartel para ser provistos de equipos de soldado. La orden
fue transmitida inmediatamente y cundió entre los falangistas cuya vigilia duraba largas horas.
La orden inmediata fue la de cursar instrucciones al teniente coronel Alberto Álvarez Rementería
para que, con su unidad de Zapadores y dos baterías del Regimiento de Artillería a Caballo de
Campamento, saliera hacia Madrid sincronizándose con la operación que haría la Guarnición de la
Montaña. Las fuerzas tendrían como primer objetivo la toma de la División y simultáneamente el dominio
de puntos estratégicos de la capital, con declaración del estado de guerra.
La participación de las dos baterías fue ordenada al coronel Enrique Cañedo Argüelles en nombre de
Fanjul.
A poco de haberse cursado, Álvarez Rementería informó que el coronel rehusaba cumplirla. Quedaba
roto uno de los eslabones del plan. Las baterías eran indispensables. Había en Vicálvaro los obuses del
Regimiento ligero de Artillería, mandado por el coronel Manuel Thomas Romero, quien estaba decidido
a participar en el Alzamiento, pero no se movió. En su cuartel habían entrado ya oficiales de
complemento, voluntarios. También estaba vigilado por guardias de Asalto.
Con dos horas de intervalo, salieron de la Montaña, hacia Campamento, dos oficiales que llevaban
órdenes terminantes para que se formase la columna provista de artillería. Mas el coronel Cañedo
Argüelles no se decidía. Y en este punto, los teléfonos de la Montaña dejaron de funcionar. Se carecía de
emisora de radio. En el Grupo de Alumbrado fue situado un heliógrafo. No se consiguió comunicar con
Carabanchel. Más todavía, gracias al emplazamiento del Cuartel, era posible que salieran y volviesen
algunos enlaces. Resultaba difícil, y en realidad era un maratón contra la muerte. Los enlaces utilizaron
rampas, terraplenes, huecos en alambradas… Lo que en el siglo XIX sirvió al general Serrano y a sus
acompañantes.
Estaba redactado, y en curso de impresión en el taller tipográfico del Cuartel, el bando que declaraba
el estado de guerra. Era obra personal de Fanjul:
«El Ejército español, dispuesto a salvar a España de la ignominia y dispuesto a que no sigan
gobernando bandas de asesinos ni organizaciones internacionales, toma, por plazo breve, la dirección
política de España, con el exclusivo objeto de mantener el orden público y el respeto a la propiedad y a
las personas. Para la eficacia de este propósito, yo, general de División, tomo el mando de la Primera
Orgánica del Ejército y
ORDENO Y MANDO
ARTÍCULO 1. Queda declarado el estado de guerra en todas las provincias de Castilla la Nueva,
dependiendo de mi autoridad todas las fuerzas armadas y todos los organismos políticos y
administrativos del Estado.
ART. 2. Se prohíbe la formación y circulación de grupos de más de tres personas, los cuales serán
disueltos por la fuerza si se resistieran a la primera intimación.
ART. 3. Serán considerados rebeldes o sediciosos los que traben combate con la fuerza pública y
cuantos uniformados o sin uniformar lleven armas. Los porteros serán considerados autores de auxilio a
la rebelión cuando hayan permitido la entrada en las fincas a personas que hayan realizado acto de lesión
a la fuerza pública.
ART. 4. Queda prohibida la publicación de todos los periódicos y revistas de cualquier clase que
sean, necesitando para aquélla permiso expreso mío. Las radios no publicarán más noticias que las que
ordene mi autoridad, y al principio y fin de las emisiones transmitirán la Canción del Soldado.
ART. 5. Todos los delitos contra las personas, contra la propiedad o contra la fuerza pública,
cualquiera que sea la calidad de quien los cometa, estarán sometidos a los preceptos del Código de
Justicia Militar de 1930, considerándose como delitos de lesa patria y juzgados enjuicio sumarísimo.
ART. 6. Se constituirá en esta División, con carácter permanente, un Consejo de Guerra para juzgar y
condenar a quienes realicen actos de los indicados, y a los que no han sentido en el fondo de su alma el
santo estímulo de la defensa de España.
ART. 7. Quedan prohibidas todas las reuniones, mítines, conferencias, manifestaciones públicas y
juntas generales que no reciban autorización expresa de mi autoridad.
ART. 8. Quedan disueltos todos los sindicatos marxistas, que serán clausurados, incautándose el
Gobierno de la documentación.
ART. 9. Se declaran incautados y a mi disposición todos los automóviles de carga, viajeros y
particulares, motocicletas y vehículos de todas clases, quedando prohibida toda circulación rodada en el
interior de las poblaciones, y en las carreteras, mientras los conductores no se provean de licencia
especial; desde las diez de la noche, sólo circulará la fuerza pública.
ART. 10. Las fuerzas de policía y demás cuerpos dependientes de la Dirección General de Seguridad
serán considerados como fuerzas del Ejército, poniéndose a mis órdenes.
Para evitar un día de luto al pueblo de Madrid, espero que todos colaborarán a la obra de patriotismo
que inicia el Ejército, que no sale de sus cuarteles combatiendo a ningún régimen, sino a los hombres
causantes de la situación actual que lo han deshonrado.
Exhorto a los obreros a que mantengan una actitud patriótica de acatamiento, porque este Movimiento
tiende, en primer término, a librarlos de la dictadura de los hombres que les rigen, y que les están
sumiendo en la mayor miseria. ¡Tened presente, obreros españoles, que el Ejército cuya masa sale de
vuestras filas y por cuyas venas corre vuestra sangre no os abandonará en la obra de justicia que hay que
realizar!
¡Viva España! ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército!
JOAQUÍN FANJUL»
El general García de la Herrán
en Campamento
El general de Ingenieros Miguel García de la Herrán, nacido en 1880, había realizado una brillante
carrera en África y pasó a la reserva como protesta por las disposiciones de Berenguer. Colaboró en el
pronunciamiento de Sanjurjo en 1932 y los coordinadores del Alzamiento le destinaron inicialmente a
Córdoba. Pero, por consejo de Álvarez Rementería, Mola le ordenó encabezar el Alzamiento en Madrid
a última hora, sin advertírselo a Fanjul. En la casa de la calle de Fernán González, antes de ponerse a la
mesa Román Álvarez y Eusebio Sánchez Martínez para participar en la comida cuartelera del Regimiento
número 1, recibió Hipólito Jiménez el aviso de que a primerísima hora de la tarde irían aquellos dos
conspiradores para recoger al general.
Éste exultaba y estaba abrasado por la impaciencia. «Parecía —declara Jiménez— un teniente con
hambre de gloria. De pronto, me miró y preguntó: “¿Y mi uniforme, Jiménez, donde está mi uniforme?”
»Yo lo ignoraba, de momento. Se aclaró que lo había dejado el día anterior en casa de Sánchez
Martínez. “Pues tiene usted que ir a por él”, me indicó.
»Le hice ver que no era fácil trasladarse hasta la Gran Vía, a pie o en el Metro, pues el automóvil lo
tenían Román y Eusebio, y que se corría el riesgo de que abrieran la pequeña maleta o de que la casa
estuviera vigilada. En este trance, llegaron Román y Eusebio».
Lealmente, Álvarez informó al general de lo que había dicho al coronel Tulio López (para
convencerle de que se sumara al Alzamiento).
«—Me parece bien —manifestó García de la Herrán—. Ha sido oportuno y sagaz. ¡Vamos!»
La distancia entre Fernán González y María Cristina es corta, mas en las cercanías del cuartel había
guardias de Asalto y milicianos. «La guardia —dice Álvarez— estaba previsoramente formada y, al
entrar en el cuartel, exclamó García de la Herrán:
—Muchachos, ¡viva España!
Corroboró al coronel López cuanto yo le había anticipado por mi cuenta y no tuvo inconveniente en
trasladarse a Campamento en el camión de abastecimiento de víveres que salía para el polvorín de
Retamares. El coronel facilitó dos oficiales de confianza, los tenientes Carlos Domínguez y Senén, para
que fuesen en el camión con el general, un sargento y ocho soldados.
Tras el camión íbamos Eusebio y yo.
Al llegar a la Puerta del Ángel, después de pasar ante fuerzas de Asalto, una masa frentepopulista,
hombres y mujeres, muchos armados y todos en actitud agresiva, paró el camión. Domínguez saltó a
tierra:
—¿Qué queréis?, preguntó a aquellas gentes.
—Saber a dónde vais y si defendéis la democracia. —Ni una cosa ni otra os diré, porque no os
importa. Los frentepopulistas apuntaban sus armas contra Domínguez. Éste, sin inmutarse, preparó una
bomba de mano y preguntó, con energía:
—¿Abrís paso o no?
El gentío se partió para dejar paso al camión. Y en aquel momento, uno de los milicianos gritó:
—Consigna: ¡Asturias!
Algunos gritaron, aduladores:
—¡Viva el Ejército de la República democrática! También a nosotros nos detuvieron y nos hicieron
idénticas preguntas. El sobre vacío y sellado que nos diera Segoviano mostró su eficacia. Lo mostré al
que parecía acaudillar a la masa, al tiempo que le decía:
—Vamos a Retamares con esta orden secreta de la División. Y procura que estos camaradas no sean
tan impulsivos. ¡Las equivocaciones se pagan…!
Vimos, en el camino, a grupos de mujeres que levantaban barricadas. Parecía dirigirlas un sargento
del Tercio».
Según el testimonio de Álvarez, el teniente coronel Rementería estaba sosegado, sereno, al recibir al
general en el cuartel de Zapadores. Le informó de lo ocurrido por la mañana y García de la Herrán quiso
felicitar personalmente al capitán Álvarez Paz.
—Mi general —respondió el oficial—, no hice sino cumplir un deber.
Se hizo un recuento y análisis de la situación. De hecho, los alzados sólo disponían, en aquella hora
primera de la tarde (del 19), del cuartel de Zapadores con 140 hombres. Estaban además del capitán
Álvarez Paz, los tenientes, algunos voluntarios, Vila, Espiga, Grosso y Miralles. Vila pertenecía al
Regimiento de Trasmisiones de El Pardo. Carlos Domínguez, por orden del general, se hizo cargo del
polvorín de Retamares.
El Campamento de Carabanchel, complejo militar, reunía en sus cuarteles, además del Batallón de
Zapadores número 1, al Regimiento de Artillería a Caballo; Escuela Central de Tiro, Comisión de
Experiencias y Escuela de Tiro de Infantería y Caballería; la Escuela de Equitación; un grupo de la
defensa antiaérea; un destacamento de Aerostación y el Grupo de Información número 1. Inmediato se
hallaba el aeródromo militar de Cuatro Vientos, con un centenar de soldados, y en la estación, dos
compañías de Ferrocarriles, muy reducidas en efectivos. En total, el complejo militar sumaba el 19 de de
julio menos de 1.500 hombres.
Por la enumeración de armas y cuerpos se advierte que, si había especialistas aptos para una
movilización general, no podía contarse con hombres numerosos, fogueados y expertos en una lucha
revolucionaria.
«Los sondeos —dice Román Álvarez— hasta entonces realizados acusaban que el coronel Español,
jefe de la Escuela Central de Tiro y comandante militar de Campamento, vacilaba a pesar de las
vivísimas incitaciones que el teniente coronel Ortiz de Landázuri y el comandante Clavijo le dirigían
para que se incorporase al Alzamiento. En el curso de los debates el coronel se avino a declararse
enfermo, abandonar el cuartel y entregar el mando a Ortiz de Landázuri. Había que representar la
comedia. El enfermo imaginario iba al hospital acompañado por el comandante Clavijo y el capitán
Reneses. Unos grupos tirotearon al vehículo; murió Clavijo y el coronel y Reneses sufrieron heridas.
En el Regimiento de Artillería a Caballo, el coronel Enrique Cañedo Arguelles tenía una oficialidad
mayoritariamente adherida al Alzamiento. Mas un comandante apellidado Muro y dos oficiales, los
hermanos Barteta, partidarios del Gobierno, no le dejaban un momento. De tal modo, que García de la
Herrán le envió una orden firmada y el coronel ni siquiera la abrió. Equitación, Escuela de Tiro de
Infantería y Caballería y el Grupo de Información aguardaban, para manifestarse, a la decisión que
tomara la Artillería a Caballo. El Grupo Antiaéreo lo mandaba Flórez, amigo de Azaña…»
En esa tarde del 19, García de la Herrán y Álvarez Rementería comunicaron, telefónicamente, con
diversos cuarteles. Uno de éstos, el de la Montaña. En la prensa madrileña que refirió, parcialmente, la
vista del consejo sumarísimo contra Fanjul, se encuentra la respuesta de éste a la comunicación que le
hacía García de la Herrán:
—Pero, ¿qué hace usted ahí?
La sorpresa de Fanjul era natural. Había hablado con Alvarez Rementería para ordenarle que Cañedo
Arguelles aportase las dos baterías. Rementería informó a García de la Herrán de las instrucciones
recibidas de Fanjul y de la actitud dubitativa del coronel artillero. Pero nada sabía Fanjul de la
participación de García de la Herrán en el Alzamiento de Madrid. De ahí su pregunta, manifestación de
asombro. Tras el diálogo telefónico con Fanjul, García de la Herrán decidió reiterar la orden a Cañedo
por escrito. Por el testimonio de Román Álvarez sabemos que el coronel ni siquiera abrió el sobre…
Los voluntarios de Falange
en el Cuartel de la Montaña
Maximiano García Venero era falangista de la primera hora. En sus obras demuestra una notable
competencia a la hora de recabar testimonios directos como los que figuran en el siguiente epígrafe.
Poseemos un testimonio —rubricado en ocasión importante por uno de los oficiales que
sobrevivieron al 20 de julio— acerca de las relaciones —especificadas con los nombres y apellidos de
los enlaces— del Cuartel de la Montaña meses antes del Alzamiento. Abarca aquel testimonio a los
partidos polémicos de la llamada derecha, en la cual no debe incluirse a Falange Española de las JONS
reprobada por el titulado Bloque Nacional. Sin embargo, y por un convencionalismo harto frecuente, en
el testimonio aparece como «partido de derecha» la Falange, siempre relacionada, a través de José
Antonio y Fernando Primo de Rivera, con la oficialidad de la Montaña. Este cuartel, por lo menos en lo
que se refería a la parte mayoritaria de la oficialidad, era hostil al régimen.
El testimonio señala que el general Goded, inmediatamente después del triunfo electoral del Frente
Popular, se entrevistó con la oficialidad, ya espiritualmente insumisa; premonición de julio. Tantas
relaciones y tantos enlaces —salvemos, porque es justo, lo que se refiere al Requeté, obediente a la
Comunión Tradicionalista y cuya actitud hemos puntualizado— no dieron fruto en la hora de la
movilización. La Falange Española de las JONS sí estuvo presente en la Montaña y en el cuartel de
María Cristina. Y aun en Campamento y en Getafe.
La Falange acudió apenas recibió la orden emanada de Fanjul. «Como segundo jefe, y también por mi
circunstancia de teniente de complemento de Infantería, recibí orden de que una parte de la Primera Línea
ingresara en el Cuartel de la Montaña. Transmití esa orden a las centurias. Fui al cuartel: pensábamos
salir aquella misma tarde del día 19. No queríamos mantener un reducto sino salir, actuar… Nuestros
objetivos señalados eran la Unión Radio Madrid, el Palacio de Comunicaciones y el Ministerio de la
Guerra. A mi llegada al cuartel pasé horas enseñando el manejo del fusil a los bisoños. Éstos eran
numerosos. Tres días antes habíamos realizado una movilización “invisible”. Disponíamos de 1.200
hombres de primera línea» . (Testimonio de Gumersindo García Fernández).
Otro testimonio aporta: «A las tres de la tarde del día 19, Juan Ponce de León me llamó por teléfono
desde la Montaña a casa de Luis Nieto Antúnez. Me transmitió la orden de personarme en el cuartel. A él
fuimos Manuel Sarrión, Luis Nieto (hijo) y yo. A la puerta de la Montaña nos esperaba Ponce de León»
(Testimonio de Rafael Garcerán Sánchez).
Un superviviente describió la incorporación de los falangistas: «Llegaron, anhelosos de correr, la
tarde del 19 de julio. Llegaron con el miedo de no llegar a tiempo. Era la espera de muchos años que se
desbordaba.
Muchos años en la soledad soñaron frente al libro abierto en vísperas de exámenes que no les
importaban. La quietud de la ciencia se aviene mal con los momentos de tensión, en los que hay que dar,
entregarse a empresas generosas. No importa saber; hay que hacer; hacer por Dios, por nuestros padres,
por nuestros hijos, por la herencia espiritual de nuestros abuelos». (testimonio de Felipe Gómez-Acebo).
Exactamente, la llegada de los primeros falangistas al cuartel tuvo obstáculos que podían ser
allanados por la destreza de las escuadras madrileñas. Había un cerco, que no era insalvable, alrededor
de las 15 horas del día 19. No se habían roto las hostilidades. Se notaba la tensión entres los centenares o
millares de frentepopulistas y los guardias de Asalto, que vigilaban los accesos al cuartel. La Policía y
los activistas comunistas y socialistas tenían marcados, señalados, a los militantes de la Falange. El
cuadriculado del Frente Popular con rostros, nombres, direcciones era infinitamente superior al que
poseían los mandos del Alzamiento. Debe señalarse que el trabajo revolucionario del Frente de Madrid
—gracias a un dispositivo ágil e inteligente— excedía, con mucho, al realizado por la Unión Militar
Española, un tanto despreocupada de ese menester pese a las incitaciones de la Falange.
Mas el cerco se endureció en el curso de unos cuartos de hora. A las 15 horas, los falangistas —con
cuarenta y ocho horas de acuartelamiento en domicilios prefijados— podían salvar la barrera hostil. Una
hora después, el acceso a la Montaña resultaba ímprobo.
De aquella primera cadencia hay un testimonio —a la manera de Galdós— con esencial valor
histórico (García de Pruneda).
«—¿De qué centurias eres? ¿Quién es el jefe de tu escuadra?
Andrés Suárez, con camisa azul y correaje, ardoroso, los ojos brillantes, encendidos, y la apostura
serena, identificaba a la puerta del Cuartel de la Montaña a los falangistas venidos de todos los rincones
de Madrid.
—Pasa, camarada. ¡Arriba España!
Y le daba un abrazo, un abrazo henchido de fe, de alegría.
Una rampa corta, de pendiente algo pronunciada, que al final describía una curva, con piso de arena,
y al costado una acera de losetas de cemento, daba acceso a la puerta principal del cuartel.
Subían los falangistas con paso rápido y decidido la rampa. En la tarde calurosa los pies levantaban
leves nubecillas de polvo, que pronto se disolvían en el aire transparente. Hollaban luego los adoquines
del umbral, con paja amarilla en los intersticios. Entonces, los pies resonaban en el zaguán, de cuyas
paredes pendían panoplias de terciopelo rojo, en las que las cometas y los tambores estaban colgados.
Llevaban en los ojos la ilusión de la juventud, en la voz con que respondían la decisión de la entrega,
de la obediencia absoluta, libremente aceptada, en el ademán con que se presentaban el espíritu de
servicio de que estaban animados.
La identificación era familiar, natural, íntima. Declaraban nombres de pila, a veces seguidos de
profesiones, a manera de apellidos, o de barrios, o de cafés. Los nombres así formados, en contra del
Registro Civil, parecían a veces de toreros, de cantaores de flamenco, hasta casi de profesionales del
hampa: Juan, el chofer; Genaro, el de Chamberí; Pepe Hortaleza. Otros nombres tenían aire burgués, de
clase media, con diminutivos o apodos familiares: Josele Gálvez, Juanito Villaescusa, Pepote Aguirre.
Un aprendiz de tipógrafo dio como jefe de su escuadra a uno que tenía nombre de picador o de señorito
juerguista a la antigua usanza: Manuel el Trueno.
Porque en la juventud ilusionada que, uno a uno, subía la rampa del Cuartel de la Montaña —la
consigna era la de acudir individualmente y no en grupo— todas las clases sociales estaban
representadas. Estudiantes imberbes, opositores a Magisterio, mancebos de botica, señoritos más o
menos ociosos, aprendices de ebanista, mozos de pueblo, abogados recién salidos de la Universidad,
conductores de taxi, vendedores de automóviles… las múltiples profesiones y estamentos sociales, con
todos sus matices, sus graduaciones, sus jerarquías, subían la rampa con paso decidido…»
Las primeras docenas de falangistas pasaron por allí, por la rampa. Otros más numerosos tuvieron
que entrar por la puerta de la calle de Ferraz, ya hostilizados o perseguidos por quienes amagaban el
cerco del cuartel. Y con la protección —los últimos— de ametralladoras de la Montaña.
«Al caer la tarde, los vigilantes comunistas del Radio Oeste han informado de que muchos hombres
están entrando en el Cuartel de la Montaña. Van vestidos con el mono obrero. Los guardias de Asalto que
vigilan los alrededores, al comprobar que van desarmados, los dejan libres. Pero los obreros son más
recelosos y no están satisfechos.
—¿Cuántos habrán pasado ya?
Un obrero de la patrulla de vigilancia contesta:
—Yo calculo más de doscientos… Esto nos tiene muy moscas.
—¿Son obreros?
—Ésa es la cuestión… Se les ve que son “carcas”. Pero los guardias no se atreven a detenerlos…
Como no llevan armas… Yo creo que debíamos trincarlos aquí mismo, porque esta gentuza prepara
algo…»
El número de los falangistas ingresados era de 183. Entre ellos había sexagenarios —uno de éstos
acompañado por dos hijos— y quincuagenarios. Por la cadencia con que se hacía el ingreso hubo
escuadras que tropezaron con el endurecimiento del cerco y no lograron entrar en el cuartel. Marcharon a
otros puntos de la ciudad y estaban dispuestos a secundar el movimiento de las tropas. En la cárcel
Modelo había quinientos falangistas presos. El jefe de la primera centuria, Reneiro García Pérez, murió a
tiros por su intento de penetrar en el cuartel.
El jefe de la Falange en la Montaña era José García Noblejas secundado por Gumersindo García
Fernández. Los falangistas se vistieron con equipos de soldado.
«Cuando llegamos Manuel Sarrión, Luis Nieto y yo a la Montaña —testimonia Rafael Garcerán—, ya
nos esperaba en la puerta el capitán Juan Ponce de León. Nos llevó a presencia del general Fanjul, quien
conferenciaba con los coroneles Serra y Fernández de la Quintana.
—¿Qué opina usted de la situación, Garcerán?, me dijo el general.
Le contesté con vehemencia sincera.
—Llevamos más de treinta horas de retraso. El Gobierno ha reaccionado. Ayer el enemigo tenía
aspecto claudicante.
—Usted dirá…
—Sería preciso tomar la radio, leer proclamas y el manifiesto firmado por José Antonio, liberar a
Fernando Primo de Rivera y a los demás presos, penetrar en la Casa del Pueblo…
—Lo siento —repuso Fanjul—, pero en esta hora lo que usted señala no es posible.
Yo ignoraba el inicial fracaso de la participación de la Artillería, aunque conocía a fondo, por
desgracia, la actitud de la Guardia de Asalto y de la Civil. Pretendí insistir. Ponce de León intervino para
decirme:
—Vamos a visitar el cuartel.
Una vez fuera del despacho, aquel inolvidable camarada que padecía una grave dolencia de estómago
y hacía esfuerzos titánicos para sobreponerse a los dolores, me dijo solemnemente:
—Garcerán: tú sabes que soy falangista convencido. Pero también soy militar y me debo a la
disciplina.
Salimos al patio. Hablé con los oficiales. Un comandante, creo recordar que era Mateo Castillo, a
preguntas mías me aseguró que los suboficiales y sargentos que no eran adictos se hallaban a buen
recaudo. Sarrión, mientras íbamos recorriendo el cuartel, me dijo:
—Has visto que he hecho cuanto he podido por hacer honor a la Falange y al jefe. Si muero, díselo a
José Antonio. Y tú —repuse—, si yo caigo y sobrevives, le dirás lo mismo».
Se estrecha el cerco del Cuartel
Sólo el general, los jefes de las unidades y los enlaces conocían la dura peligrosidad de la situación
mientras se organizaba el cerco. Era presumible que atacaran los blindados y Fanjul ordenó que se
abriesen zanjas para contenerlos. Los enlaces del Cuartel con la Guardia de Seguridad y Asalto y la
Guardia civil eran, respectivamente, el capitán de Infantería Jesús Loma Arce y el de Caballería Luis
Saleta Victoria. Tenían relación asidua con la parte de las oficialidades que se habían comprometido. Se
hallaban en lugares del Cuartel y con ellos comunicaba un profesor de equitación militar, Antenor
Bethancourt. Este hombre llegó a extremos de insuperable habilidad para entrar y salir en la Montaña.
Tenía una gran destreza.
Bethancourt informó de que la Guardia Civil condicionaba su salida a que la precedieran las tropas
de la Montaña o a que se mantuviese un intenso tiroteo.
Aquel flanco representado por el Cuartel del Infante don Juan, en un ángulo del paseo de Rosales,
preocupó a Fanjul no sólo desde el punto de vista militar, sino como garantía de la vida de los falangistas
presos en la cárcel Modelo y le indujo a enviar dos enlaces, el capitán Jesús Querejeta y el cadete
Fernández Lequerica. Ambos fueron despedidos, rudamente, por el mando del Regimiento número 2.
En una hora temprana de la tarde, una camioneta con milicianos armados pasó frente al cuartel,
tiroteándole. Era en la esquina de Rosales y Ferraz. La guardia de la Montaña contraatacó e hizo una
salida cogiendo varios prisioneros. «Al paso de una camioneta con milicianos, la guardia del Cuartel
hizo fuego, resultando dos muertos y algunos heridos», informa El Socialista. Hubo dos oficiales de la
Montaña que sufrieron heridas.
Ante el cuartel se presentó el Juzgado de Guardia. Iba a instruir diligencias y a proceder al
levantamiento de los cadáveres y traslado de los heridos. Mas, conforme a la ordenanza, el sumario había
sido iniciado por la autoridad militar del cuartel. Se encargó de él Enrique Letang, teniente del Grupo de
Alumbrado. El Juzgado, sin vacilar, se inhibió en favor de la jurisdicción castrense, mandó levantar los
cuerpos y trasladar los heridos. La ambulancia en que iba uno de los oficiales heridos fue tiroteada por la
muchedumbre y la Guardia de Asalto y tuvo que regresar. Contraatacaron desde el cuartel, manteniendo
aquel intenso tiroteo que habían solicitado ciertos oficiales de la Guardia Civil para alzarse.
«Entonces —escribió El Socialista—, y ya en las últimas horas de la tarde, se procedió a establecer
cerco a dicho Cuartel de la Montaña, que comprendía la zona señalada por el paseo de Rosales, Plaza de
España, paseo de San Vicente e inmediaciones. Esta línea de defensa y cerco estaba formada por fuerzas
de Seguridad y Asalto, milicias ciudadanas y camaradas llegados de Asturias y los carros de asalto».
En el parte de guerra del cuartel figura la presencia de un parlamentario civil durante la tarde ante los
muros. Hablaba en nombre del Frente Popular y pedía la rendición…
Y antes del anochecer llegaba por la calle de Ferraz, en dirección al paseo de San Vicente, un
escuadrón de la Guardia Civil mandado por el capitán Antonio Bermúdez de Castro.
«Se detuvo el capitán —refiere Juan Manuel Fanjul— pidiendo que se le diesen órdenes, pues quería
estar con nosotros».
El escuadrón siguió su camino hasta el Palacio de Oriente. Fanjul envió tras él, en un coche del
cuartel, a dos oficiales. Ante el palacio se había detenido el escuadrón. El capitán Bermúdez de Castro
conferenciaba con los oficiales de la Guardia Presidencial. Los dos enviados de la Montaña hablaron con
los tenientes del Escuadrón.
—¡Incorporaos a nuestro cuartel! Lo ordena el general Fanjul.
Fracaso. Y poco después se repetía con motivo de nuevas gestiones cerca de la Guardia Civil. El
concurso de la Guardia de Asalto, presente en el cerco con acerba beligerancia, había que descartarlo.
Pero Fanjul no era hombre que se dejara vencer por el abatimiento. También, hasta última hora, persistió
en sus esfuerzos, a través de enlaces, para atraer por lo menos a una parte de las fuerzas de Asalto. Había
compañías de éstas, sobre todo la Motorizada del Pacífico, que podían ser movidas por una voz fuerte y
con autoridad. Que tampoco apareció. El teniente coronel inspector general, Pedro Sánchez Plaza, era
hechura del Gobierno. Mas no debía perderse la esperanza de que entre los guardias y la oficialidad
surgiera una reacción favorable al Alzamiento; no se produjo la oportunidad.
Tenso compás de espera
en la tarde del 19 de Julio
El hecho político más importante de la tarde del domingo 19 había sido la nueva y abierta entrega de
armas al Frente Popular, que siguió a la libertad concedida a los presos del Frente Popular y de la CNT-
FAI.
Todos los cuarteles del Pacífico —Parque de Artillería, Carros de Combate 1, Intendencia y Sanidad
— estaban de hecho al servicio del Gobierno. No podía haber resistencia sino colaboración extremada
en el Parque de Artillería. Éste se hallaba custodiado por un destacamento del Regimiento 1 de
Infantería, del Cuartel de María Cristina. Lo mandaba el capitán Arturo Bermú- dez de Castro con dos
tenientes, 40 soldados y dos ametralladoras. En el Parque había cañones y carros. Había fusiles en los
demás cuarteles del Pacífico. Berrnúdez de Castro resistía, impávido, la coacción cada vez más visible
de la muchedumbre.
Por una negociación en la que intervinieron el subsecretario de Guerra, Cruz Boullosa; el coronel de
Estado Mayor Peñamaría y el teniente coronel Gil, director del Parque, el capitán Bermúdez de Castro se
vio obligado a entregar el mando a uno de sus tenientes.
Esa mutación determinó que en nombre del Gobierno fueran al Parque de Artillería tres tenientes
coroneles y dos comandantes con fuerzas de Asalto. Pero el destacamento del Regimiento 1 seguía
decidido en su vigilancia. Desde el Ministerio se ordenó que fuese reemplazado por otro de Carros de
Combate. Y a las 18 horas se hizo el nuevo reparto de fusiles —coincidiendo con el asalto a las armerías
madrileñas— y empezaron a ser movidas las piezas de artillería que atacarían a la Montaña.
En el Regimiento de Infantería 1 la jornada del día 19 se caracterizó por la afluencia de militares de
otras armas, voluntarios, y falangistas. En el cuartel había treinta familias de jefes y oficiales. El capitán
de Caballería Manuel Fernández Silvestre, Bolete, había llevado a María Cristina a sus tíos.
El cuartel de Vicálvaro, con su Regimiento de Artillería Ligera, permaneció mudo durante largas
horas del 19. En sus inmediaciones, seguían algunas fuerzas de Asalto. En todo el proceso del
Alzamiento en Madrid se observa que entre la noche del 18 y la jornada del día 19, tanto las fuerzas de
Asalto como las de la Guardia Civil, tuvieron una movilidad notable. Estaban situadas en distintos
lugares de la ciudad y de sus afueras. No se encontraban íntegramente en el interior de sus cuarteles, lo
cual siempre permite que el mando ejerza su autoridad directamente, con mayor poderío. Comandantes,
capitanes y tenientes estaban al frente de los diseminados escuadrones y compañías. Pero no se vio y no
se tiene noticia alguna, oficial ni privada, de que en uno de aquellos escuadrones, en cualquiera de
aquellas compañías, surgiera el conato de apoyar al Alzamiento por obra de la oficialidad o por impulso
de la tropa.
También fueron lentas las horas en Campamento. García de la Herrán tenía que mover a las fuerzas de
Ferrocarriles de Leganés, al Regimiento de Artillería 1 de Getafe, a Transmisiones de El Pardo, a las
unidades del propio Campamento…
Al siguiente día, en Carros de Combate hubo conatos de resistencia, por parte de algunos oficiales,
contra el coronel y la mayoría de la oficialidad. Fue reducida rápidamente. En el cuartel entraron
guardias civiles, milicianos, soldados de otras unidades… En Intendencia y en Sanidad, la plena
posesión de los cuarteles por la República fue aún más fácil.
Román Álvarez testimonia: «El general García de la Herrán llegó a hablar con el coronel Tulio
López, de María Cristina, una vez que conoció el plan de Fanjul que debía iniciarse a las 15 horas del
19. Alberto Álvarez Rementería telefoneó a Leganés: “Nos hemos sublevado siguiendo instrucciones de
nuestros generales Sanjurjo, Franco, Goded y Mola. Yo espero que vosotros cumpliréis con vuestro
deber sumándoos al Movimiento que salvará a España de la ruina. ¡Viva España!”
Conozco estos detalles, tan importantes, porque ese tipo de comunicaciones me tuvo a mí como
agente.
Al anochecer, llamaron de la División. Una voz manifestó:
—El general García Benet va a hacerse cargo del mando de Campamento.
—Muy bien —replicó Rementería— ¡se le recibirá a tiros!
Llegó Benet, en coche conducido por un guardia de Asalto. Le seguía otro con individuos del mismo
Cuerpo.
Apenas bajó el general del vehículo, Rementería gritó:
—¡Que no forme la guardia!
García de la Herrán fue contundente.
—No me explico cómo tiene usted la poca vergüenza de venir a que le entregue el mando. No lo
conseguirán sino matándome. Ahora debíamos de hacerle prisionero y aplicarle el castigo que por traidor
a España merece. Pero somos generosos. ¡Váyase y quítese ese uniforme que está deshonrando!
Silencioso, Benet volvió a tomar el coche.
Hacia las 21 horas, el general Celestino García Antúnez, quien acababa de ser nombrado jefe de la
División, llamó por teléfono a García de la Herrán. Sus primeras palabras fueron para informar de su
nombramiento. Nuestro general no le dejó proseguir:
—Me alegro mucho de que le hayan nombrado, porque así nos veremos las caras. Es decir, no lograré
ver la de usted, porque es un cobarde que llegó a general con la nota “valor se le supone” y lo que hará
será meterse debajo de una mesa.
Teníamos, para entonces, buenas noticias del Regimiento de Transmisiones de El Pardo y del
Regimiento de Artillería Ligera 1 de Getafe. En cambio, de las compañías de los regimientos de
Ferrocarriles de Leganés, que debían cooperar con la Falange, los artilleros y al parecer la Guardia Civil
en la toma del aeródromo de Getafe, había malas impresiones. El Regimiento de Ferrocarriles 1 lo
mandaba un coronel uña y carne del Gobierno. La noche del 18, unos pistoleros perseguían a un hombre
que buscó refugio en el cuartel. Le acogió el capitán Alfredo Malibrán Escasi. A éste le asesinó, por la
espalda, un suboficial. El Regimiento de Ferrocarriles 2 parecía inclinarse al Alzamiento.
Inquietaban el mutismo y la visible inactividad del Regimiento de Artillería a Caballo. Álvarez
Rementería envió al teniente Cano para que viese al coronel Cañedo. Trajo malas impresiones. Los
oficiales adictos, hermanos Echanove, Méndez Vigo y otros presionaban al coronel, pero éste escuchaba
asimismo a los enemigos.
Por fin, ya pasada la medianoche, llegó a Zapadores el coronel Cañedo Argüelles, quien dijo venía a
recibir órdenes. Pero le acompañaba uno de los hermanos Barteta…
Con su gran humanidad, García de la Herrán declaró al coronel:
—¡Otra vez bombas y castillos están unidos! Hagamos a esta unión el honor que le hicieron nuestros
antecesores.
Y abrazó a Cañedo.
En aquel punto empezaron los preparativos para formar la columna que debía salir hacia Madrid».
Se prepara el asalto
con aviación y artillería
La prensa y la bibliografía suscrita por adictos a la República revelan que en la noche del 19 de julio y
en la madrugada del 20 una muchedumbre de hombres y mujeres construía trincheras y barricadas en la
calle de Leganitos, en la Plaza de España y en el paseo de San Vicente. El comunista César Falcón
describió a obreros que llevaban colchones para colocarlos en las barricadas. Se daban instrucciones
para que fuesen ocupados balcones desde los cuales disparar contra los alzados si éstos aparecían en la
calle y progresaban hacia el centro de Madrid. La imagen tiene algunos convencionalismos, pero,
esencialmente, refleja la realidad.
Estaba cumpliéndose una movilización inspirada y sostenida por el Gobierno y comprendía a muchos
millares de hombres secundados por mujeres. Las cifras dadas por los periódicos de Madrid señalaron
más de veinte mil hombres en el cerco de la Montaña. Los cálculos de los defensores del Cuartel la
confiere mayor cuantía.
A distancia del cuartel, en la Casa de Campo, se estaba reuniendo una fuerza compuesta por guardias
de Asalto y milicianos bien armados a las órdenes del teniente coronel Julio Mangada que se proponía
avanzar hasta Carabanchel. Por tres veces —según señala el parte de guerra del Cuartel de la Montaña—
se hicieron reconocimientos del cerco durante la noche.
Un soldado que hizo protestas de antifascismo al entrar los asaltantes en la Montaña declaró: «En la
noche del domingo al lunes nos dividieron en escuadras. Mezclados con nosotros estaban los de Falange
Española y los cadetes haciendo las veces de oficiales. Nos colocamos en los parapetos y recibimos la
orden de no disparar hasta que nos lo mandasen los jefes».
El testimonio de Juán Manuel Fanjul aclara esas afirmaciones: «Por orden superior fui a solicitar de
mi padre el envío de cincuenta hombres de Falange al Grupo de Alumbrado, pues con los permisos de
verano sólo había unos 130 soldados y no todos con armamento. Esos cincuenta hombres se alojaron en
la Compañía al mando de los oficiales del Grupo de Alumbrado».
Por parte de la guarnición del cuartel, la madrugada pasó en los preparativos de la resistencia ante el
ataque que visiblemente iba a desencadenar el enemigo. Fueron cortados árboles que dificultarían la
defensa; las ventanas y huecos fueron fortificados con sacos terreros y se emplazaron las ametralladoras
y los morteros de trinchera. El asedio de tipo militar al Cuartel de la Montaña fue dispuesto de modo
peregrino, según la declaración hecha en agosto de 1936 por el teniente coronel de Artillería Rodrigo
Gil. El ministro de la Guerra ordenó el 19 por la noche que fuese preparada una columna con Guardia
Civil y de Asalto, cuya misión sería atacar el Campamento de Carabanchel. El Parque de Artillería
facilitó dos carros de combate, un tanque y dos piezas del 7 y medio. Pero antes de que la columna
cruzase el Manzanares el teniente coronel Rodrigo Gil ordenó que volviera en dirección al Cuartel de la
Montaña y tomase posiciones contra él. Eran las tres de la madrugada.
Tres horas después, el mismo teniente coronel hizo que fuera sacada del Parque una pieza del 15,5
para reforzar el asedio, dirigido ya por ese jefe a quien se debía la entrega de armamento a las milicias
del Frente Popular.
El general Celestino García Antúnez, desde la División, ordenó a Rodrigo Gil que retirara la nueva
pieza. No lo consiguió. En la declaración del teniente coronel se advierte un forcejeo del mando de la
División, el cual parece que llegó a reclamar del Ministerio de la Guerra que su orden fuera cumplida.
Sería inútil…
Un cañón del 7,5 fue emplazado en la plaza de España; otro del mismo calibre en la de Ferraz. El de
15,5, en la calle de Bailén, en la explanada de las Caballerizas. El mando artillero lo ejercían jefes y
oficiales del Cuerpo. Y empero… En El Socialista se pueden leer unas líneas que promueven
estupefacción. Veinte mil hombres armados con carros de combate blindados, numerosas ametralladoras
y provistos de piezas de artillería temían a los 1.200 que se hallaban en la Montaña. «Al lado de las
piezas se colocaron cajones llenos de pólvora, incluso con la mecha, para que, en el caso de que los
sitiados hicieran una salida y llegaran hasta los emplazamientos, se procediera a volar los cañones antes
que dejarlos en poder de los sediciosos».
Es ineludible preguntarse cuál habría sido el resultado de la lucha si la Montaña hubiera podido
utilizar sus dos cañones descargados o hubiese llegado de Carabanchel la artillería pedida por Fanjul
reiteradamente.
Los carros blindados del cuerpo de Asalto iban a situarse a la altura de la casa número 2 de la calle
de Ferraz y junto al monumento al general Cassola en los jardines que daban frente al cuartel. «Sirvieron
—escribía El Socialista— para distraer la atención de los que manejaban las ametralladoras evitándose
con esto que dispararan contra la fuerza leal que estaba a cuerpo limpio». Otros dos blindados se
apostaron en Ferraz hacia Marqués de Urquijo y en una calle cercana al cuartel.
También se preparaban otras armas de sitio. Ambas psicológicas. Una consistió en la instalación de
potentes altavoces en terrazas de edificios cercanos a la Montaña. En Política se afirma que esos
altavoces fueron colocados por iniciativa del periodista Isaac Abeytúa. Serían oídos, claramente, por las
tropas. Otra de esas armas eran manifiestos y proclamas que serían arrojados por la Aviación sobre el
cuartel. Una de ellas decía:
« ¡Soldados! En curso de extinción el criminal intento de la parte fascistizada del Ejército, el Frente
Popular, que está en un todo identificado con la República y su Gobierno, apela a vosotros para que
reforcéis con vuestros cuerpos y fusiles la autoridad legítima de la República, cooperando con las
fuerzas populares que están en pie de guerra, y no tienen otra divisa que la clásica: ¡Vivir libres o morir!
»Vosotros, soldados, sois carne y sangre del pueblo. De él venís y a él será forzoso que volváis.
Pensad en nuestro mañana, soldados, si consentís o cooperáis a que el pueblo sea sumido en la más negra
de las servidumbres. Se juega ahora una batalla decisiva para la libertad de España. Vuestros fusiles,
soldados, pueden contribuir a romper los dogales que el fascismo está forjando para vuestros padres y
vuestros hermanos que vencieron el 16 de febrero y cuya victoria estáis en el deber de defender.
»Soldados: ¡Ayudadnos en estas horas decisivas y sumad vuestros esfuerzos a los del Frente Popular,
a los de la República, a los de España!
El Comité de Vigilancia del Frente Popular».
La ofensiva contra la Montaña y Campamento era la obra mancomunada de la Presidencia del
Consejo de Ministros, del Ministerio de la Guerra y del de Gobernación secundados por los partidos
Socialista y Comunista, la Confederación Nacional del Trabajo y la Unión General de Trabajadores. Mas
la Primera División Orgánica tuvo también su papel. Fue negativo y estéril, pero no deja de poseer
interés histórico. El jefe divisionario, García Antúnez, no autorizó la salida de las piezas de artillería y
aún ordenó al director del Parque de Artillería que las reintegrase a éste. El gesto le valió ser destituido
antes de que empezase el ataque a la Montaña. El coronel Peñamaría, al ser procesado después de la
guerra, adujo esa orden de García Antúnez —quien para entonces había fallecido— como un mérito
personal propio.
El gesto de García Antúnez —indudablemente genuino, pues de no ser así habría protestado de su
destitución— puede interpretarse de dos maneras: una, el deseo de sauver la face, de procurarse una
coartada. Otra, como un acto de protesta. En la duda, ha de resultar favorecido el reo, principio moral y
jurídico inmarcesible.
La División, en la madrugada del día 20 de julio, dejó de tener jerarquía pero aún, desde ella, iban a
utilizarse sus resortes, como veremos, para emprender acciones militares contra poblaciones alzadas.
La Aviación, en la ofensiva, fue un instrumento máximo que excedió en importancia a la artillería
emplazada contra la Montaña y a las decenas de millares de asaltantes de ésta y de Campamento. En
Getafe y Cuatro Vientos los mandos eran, como se sabe, adictos al Gobierno y tenían con ellos a las
clases y tropas. Los núcleos de aviadores adheridos al Alzamiento estaban en manifiesta inferioridad
numérica. El comandante Alfonso Fanjul vería perdido su empeño y el de sus compañeros en la mañana
del día 20. Los orígenes de esa politización hacia la extrema izquierda de numerosos aviadores databan
de bastantes años atrás.
Aplicando principios tácticos y revolucionarios al Alzamiento en Madrid se llega a la conclusión de
que Getafe y Cuatro Vientos debieron ser considerados como piezas vitales o esenciales en el conjunto.
El recurso último, drástico, hubiera debido consistir en la inutilización de los aparatos. No era adecuado
porque se privarían los alzados de un arma trascendente. Pero si existía imposibilidad material de
posesionarse de los aeródromos por medio de simultáneos golpes de mano dados por expertos activistas
desde el exterior con la colaboración de los adictos que estaban dentro de los campos, la inutilización
habría sido el mal menor. Quizá pesó en el ánimo de los conspiradores el recuerdo de la sublevación de
Cuatro Vientos el mes de diciembre de 1930, dominada por medios habituales: artillería, ametralladoras,
cerco por la Caballería y por Ingenieros, Guardia Civil. Pero en 1930 los aviadores sublevados estaban
solos… En 1936, los adictos a la República —y algunos se habían sublevado en 1930— eran secundados
por el Gobierno y por la muchedumbre armada.
En orden de importancia táctica, la Aviación determinó, ante todo, la paralización de la columna con
artillería que debía salir hacia Madrid desde Campamento. García de la Herrán había intimado al jefe de
Cuatro Vientos con un bombardeo artillero. Esto determinó que se preparara la evacuación de los aviones
a Getafe. Y por cierto, al iniciarse ésta más tarde, el comandante Benavides pudo saltar a un aparato,
remontarse y aterrizar en Burgos.
Asalto y captura
de los centros sublevados
Campamento fue tiroteado con pistolas, a cuyo fuego no se contestó, en las primeras horas de la
madrugada del 19. Estaban terminándose los preparativos de la columna. A las tres y media, un avión
lanzó una bomba que cayó en el patio del Cuartel de Zapadores, hiriendo a un alférez. «Hubo nuevas
pasadas —declara Román Álvarez— en las que participaron otros aparatos. Seguían cayendo bombas en
Zapadores ocasionando daños. El general dio la orden de montar en el exterior las piezas que se
destinaban a las columnas. Dos fueron colocadas en posición para bombardear Cuatro Vientos y otras dos
enfilaron al camino de Madrid.
A la vez dispuso que el Regimiento de Artillería Ligera 1, de Getafe, bombardeara ese aeródromo.
Sin embargo, las piezas que bombardearon Cuatro Vientos al amanecer no produjeron daños.
Nosotros ya teníamos muertos y heridos. Respondíamos a los aviones con fuego de ametralladora. Y acto
seguido hubo que hacer frente a los blindados de Asalto que precedían a la columna mandada por
Mangada. Rementería hizo blanco en uno de los blindados, lo que determinó el retroceso de los restantes.
Una de nuestras piezas quedó destruida por la aviación enemiga».
En Getafe, también al clarear, las baterías del 1 Ligero comenzaron el bombardeo del aeródromo. El
jefe de éste discurrió enviar soldados de aviación y milicianos de Getafe y a otros llegados de Madrid a
las órdenes de un capitán para situarse cerca del Cuartel de Artillería, emboscadas de modo que tuvieran
a los artilleros bajo el fuego de sus armas. Los obuses iban dirigidos contra los tanques de gasolina y los
depósitos de municiones. Los aviones remontaron vuelo y arrojaron primero octavillas y acto seguido
bombas. La fusilaría de los milicianos emboscadas produjo desconcierto y algunas bajas entre los
artilleros.
La ofensiva del Cuartel de Artillería duró menos de dos horas. En los patios y en los tejados
aparecieron sábanas blancas. Había soldados que desertaban de las baterías para refugiarse en el
Cuartel. Estalló una sedición. A los milicianos se les franqueó una puerta. Era el final. Un comandante
artillero, adicto al Gobierno, se hizo cargo del mando.
Eran aproximadamente las seis de las mañana. Grupos de soldados del Regimiento y las piezas que
todavía estaban útiles fueron transportados a Campamento. Con los soldados se buscaba un efecto
psicológico intimidatorio. Las piezas servirían para atacar Campamento. La ofensiva de Getafe contra el
aeródromo fue asumida, exclusivamente, por el Regimiento de Artillería. No hubo voluntarios civiles y
tampoco intervino la Guardia Civil.
En el Cuartel de Vicálvaro, también al amanecer, se vio llegar un avión de Getafe que lanzó una
bomba. No hizo blanco. Se le respondió con fuego de ametralladora. Y ocurrió una peripecia curiosa y
definidora. El director general de Seguridad llamó telefónicamente al coronel Thomas para preguntarle
cuál era el motivo del fuego de ametralladora.
El desarrollo inmediato también aparece insólito. Se reunió el coronel con la oficialidad y decidieron
entregar el cuartel. Así lo comunicaron telefónicamente. Guardias de Asalto y milicianos entraron en el
Regimiento y, mientras se posesionaban de él, un avión pasó lanzando otra bomba, que estalló en el patio,
mató a un soldado y a un guardia de Asalto y produjo varios heridos.
La vulnerabilidad del Cuartel de la Montaña —del que hoy han desaparecido incluso las ruinas—
estaba en función intrínsecamente de los materiales con que fue construido y de su cota. Setenta y cinco
años atrás no se hizo una fortaleza, sino un cuartel urbano. Sus muros no eran roqueños. La cota, en 1860,
aparecía sobresaliente. Al ensancharse Madrid por el oeste, las nuevas edificaciones fueron levantadas
sobre una terraza más elevada, con lo que el Cuartel podía ser dominado panorámicamente desde los
pisos altos de aquellos inmuebles. En el cerco, esa ventaja fue utilizada por tiradores de fusil y
ametralladoras. Así era reforzada la tarea de la Aviación, fácil en sí misma por el espléndido blanco que
marcaba el gran patio del Cuartel.
En otro orden, la vulnerabilidad sería correlativa de la pobreza del fuego sostenido por los
defensores. Faltaron la artillería y los granaderos. Por lo que se verá, la intensidad del fuego no
respondió siempre al número de quienes, teóricamente, debían defender el Cuartel. Un diario del Frente
Popular señaló que al principio del combate, «las descargas cerradas que hacían los revoltosos
sublevados eran frecuentes y daban la sensación de que se hacían por más de quinientas personas.
Iniciado el cañoneo por parte de los leales durante el cual se causó grandes destrozos en el edificio, se
inició un manifiesto decaimiento en los que se encontraban dentro del Cuartel, pues las descargas que
éstos hacían eran menos intensas y más espaciadas. Daba la impresión de que sólo disparaba una
compañía poco nutrida».
Empero, el número de bajas causadas a los asaltantes alcanzó una cifra elevada. El Cuartel no cesó
de hacer fuego hasta que fueron cayendo sus auténticos defensores.
Antes del amanecer del día 20, las noticias que pudieron allegarse a través de los receptores de radio
eran estimulantes para los de la Montaña. Se había transmitido una versión gubernamental del
desembarco de tropas de Marruecos en Algeciras a bordo del destructor Churruca. Era un grupo mandado
por el comandante Oliver; escaso pero aguerrido núcleo de legionarios y regulares. La limitada potencia
de las emisoras provinciales —donde existían— hacía difícilmente inteligibles las noticias sobre
Burgos, Valladolid, Zaragoza,
Navarra, Salamanca, Sevilla… Pero del conjunto de las noticias y, sobre todo, de la índole de la
música que transmitían aquellas emisoras se deducía que el Alzamiento no había fracasado en una parte
de España.
Al contemplar desde el Cuartel, ya entre dos luces, el dispositivo preparado para hendir a la Montaña
y, sin duda, oír el cañoneo iniciado en Carabanchel y en Getafe, Fanjul debió de pensar que tal
concentración dejaba expedito el paso de la Sierra de Guadarrama a la columna o columnas de Mola. Si
el general Saliquet había tenido suerte en Valladolid, la sierra podría ser franqueada por sendos puertos.
Pues era evidente que la Montaña fijaba, en su derredor, a fuerzas de la Guardia Civil y de Asalto, la
artillería hasta entonces disponible al servicio del Gobierno y a las milicias armadas. Esa fijación de
fuerzas, también lograda aunque fuese en menor cuantía por Campamento, contaba ya largas horas.
Aunque no se tuviesen noticias de Toledo y Guadalajara, tampoco de Cuenca y Ciudad Real, Fanjul podía
sentir optimismo porque se había logrado ya —como en efecto sucedió— dar tiempo y desahogo a los
militares comprometidos y facilitar la participación del voluntariado civil en esas provincias de la
Primera División Orgánica.
Podía verse, desde las terrazas de la Montaña, a las compañías de la Guardia Civil y las de Asalto,
todavía uniformadas según los reglamentos, y es posible que con prismáticos se pudiera identificar a
quienes las mandaban. Ante el Cuartel de la Montaña se reunieron, para mandar y asesorar a los
asaltantes, un teniente coronel, un comandante, tres capitanes y un teniente del Arma de Artillería; un
teniente coronel, un comandante, cinco capitanes y cinco tenientes del Cuerpo de Asalto; la operación fue
dirigida por un comandante de la Guardia Civil. Ignoramos el número de oficiales que mandaron las tres
compañías de ésta. ¿Asistieron jefes y oficiales de otras armas y cuerpos? Aludimos a la presencia física.
Es indudable que en el planteamiento del cerco y del asalto intervendrían miembros de Estado Mayor…
La dilucidación escapa al menester del biógrafo.
La fijación de fuerzas… Otra misión incumbía a la Montaña y no la olvidaba Fanjul. Era la custodia
de los 45.000 cerrojos de fusil en ella almacenados. La República los necesitaba y reclamaba. Entre los
mandos del Cuartel, en hora inconcreta, quizá previa al ataque, acaso en el curso de éste, se examinó la
posibilidad de inutilizarlos rociándolos con gasolina. El general mantuvo un criterio distinto. La terrible
incomunicación del Cuartel con Carabanchel, Getafe y Vicálvaro resultó penosa, mas también sirvió para
mantener viva la esperanza de que la artillería consiguiese llegar a Madrid y de que pudieran ser
tomados o inutilizados los aeródromos. La posibilidad de que el Guadarrama fuera pasado por columnas
procedentes del norte o de Valladolid la fundaba Fanjul en los proyectos tácticos que le había expuesto
Mola doce días antes. Aunque fuese más remota, ¿por qué no acunar la esperanza de que la aviación de
los aeródromos de Burgos, León… apareciese en el horizonte madrileño? Los 45.000 cerrojos
constituían, para el general, un objetivo militar. Los defendió hasta el límite humano de la energía.
El primer ataque, en el amanecer del día 20, fue de índole propagandística. Un avión de
reconocimiento evolucionó hacia las cinco de la mañana. Volvió para arrojar proclamas. Algunas, quizá
bastantes, cayeron en el Cuartel. Simultáneamente, los altavoces cumplieron su cometido, anunciando a
los soldados que el Gobierno les había licenciado, desposeído del mando a todos los jefes y oficiales del
Cuartel y aconsejándoles que salieran del recinto, desarmados, sin temor a represalias. «Hoy mismo
podéis marchar a vuestras casas —repetían los altavoces— para abrazar a vuestras madres, a vuestras
hermanas, a vuestras novias. ¡Salud, camaradas soldados!».
El ataque no era vano. Hemos aludido a los orígenes y mentalidad de los soldados que estaban en
filas —por doquiera— el año 1936. ¿Cuántos, entre los que se hallaban en la Montaña, pudieron
compartir con pasión los designios del Alzamiento? Y, en realidad, podemos hacernos la misma pregunta
con relación a todos los soldados de la capital y de los cantones. En el más favorable de los casos, o de
las hipótesis, la tropa era dudosa por razones humanas y, sobre todo, lógicas.
Lo que sucedería con ella en todos los cuarteles madrileños —sin excepción— sin necesidad de salir
a la calle y a las carreteras que daban acceso a la capital habría ocurrido, en mayor grado, si se hubiera
entablado una lucha revolucionaria dentro de Madrid. Decimos revolucionaria, y no militar, para
establecer el justo distingo. En un combate desarrollado en casco urbano, la índole revolucionaria
sobrepasa los preceptos militares. Creemos, firmemente, que bastantes soldados habrían disparado
contra la espalda de sus jefes y oficiales el día 20 de julio.
Es posible que la ocupación militar de Madrid, realizada el día 18 y, quizá, el 19 por la mañana,
hubiera sido secundada por la tropa con disciplina y sin graves insumisiones. Mas los soldados, después
de llevar tres días acuartelados, asistiendo a incidentes y peripecias inhabituales que su imaginación
interpretaría de mil maneras, ya no estaban en la misma tesitura disciplinada o sumisa. Los altavoces y
las proclamas, y el espectáculo del cerco, completaron los efectos corrosivos.
Tras el ataque de la propaganda, empezó el de los fusiles y las ametralladoras, contestado desde el
Cuartel. La prensa madrileña señala que después de ese fuerte tiroteo preliminar, un delegado del
Gobierno, el comandante Hidalgo de Cisneros -aristócrata y comunista, pronto jefe de la Aviación de la
República-, ordenó al comandante de la Guardia Civil, jefe de las fuerzas asaltantes, que se enviara un
parlamentario a la Montaña para conminar con la rendición «sin condiciones en el plazo de veinte
minutos. Añadió… que en cuanto se lograse la rendición, se dejarán las fuerzas allí existentes bajo las
órdenes de las clases y se garantizará la vida de los rendidos».
El parlamentario elegido fue un miliciano apellidado Carmona. Política afirmó que pertenecía al
Partido Socialista. Otras crónicas aseguraron que era un activista de la Confederación Nacional del
Trabajo. Llegó con los brazos en alto hasta la rampa del Cuartel.
«Allí —refirió el parlamentario— me salió al paso un teniente, que, sin atreverse a acercarse a mí,
me hizo señas de que me aproximase. Iba armado de pistola ametralladora, con la que me encañonó.
Pronto formó grupo con nosotros un comandante mal encarado, que me hizo pasar al cuarto de banderas.
En este recinto, donde pude observar que entre los militares abundaban gentes de paisano, me observaban
con recelo. El citado comandante me preguntó con mal humor que cómo me había atrevido a llegar hasta
ellos. Pronto estuve ante un coronel de Infantería (Moisés Serra). Aunque este jefe trató de hablar a solas
conmigo, no lo consiguió, pues le rodearon los oficiales. Me invitó a pasar a un despachito, en el que
entramos todos, después de ser cacheado. El coronel entonces me preguntó el objeto de mi visita. Le
contesté que iba en nombre del Gobierno de la República a exponerle que si en el plazo de cinco minutos
no exhibían bandera blanca, la Aviación, Artillería y fuerzas adictas entrarían en funciones. Me contestó
que no tenía por qué hacer tal cosa, ya que habíamos podido observar que ellos no se metían con nadie, y
para demostrarlo, iba a dar orden para que saliese una camioneta para aprovisionarse de pan para la
tropa, pues a él le daba lo mismo comer o no. Que no serían los primeros en disparar; pero que si
nosotros lo hacíamos, responderían adecuadamente.
»Dijo que prefería morir con honra antes que vivir deshonrado. Añadió que elegía tal cosa antes de
ver a España en manos de la anarquía, y que no era político de ningún partido, sino patriota, y me dio el
encargo de transmitir un abrazo a los señores comandantes (sic) sus compañeros, aunque más tarde
tuvieran que matarse. Instantes más tarde estrechó mi mano y dispuso que saliese del Cuartel, fuertemente
escoltado. Pronto me vi de nuevo en la calle de Ferraz.
»De mi breve estancia en el reducto de los enemigos del régimen saqué provechosas observaciones.
Vi cómo ante el muro que circunda el paseo de Monistrol, los insurgentes tenían emplazados seis
morteros, protegidos por unos parapetos de sacos terreros y colchonetas, con buena dotación de bombas.
Los soldados, al saber mi cometido, trataron de aproximarse a mí; pero no lo consiguieron por
impedírselo los oficiales. Los muchachos estaban sin armas, cubiertos con los cascos de acero y
recluidos en las compañías. El mayor contingente lo daban los oficiales de paisano, y las clases, con
desánimo que se percibía a simple vista, daban la sensación de estar sometidos por el número y amenaza
de los facciosos. Había ametralladoras enfiladas en todas las ventanas del Cuartel y puntos estratégicos».
El relato, en el fondo, está acorde con los términos de la entrevista. El coronel Serra puntualizó la
decisión de luchar hasta la muerte. El parlamentario fue fidedigno al referirse a la declaración de aquel
militar sobre su independencia política. Serra no era hombre de partido.
El ataque artillero comenzó inmediatamente después del regreso del parlamentario. Siete menos
cinco, siete y diez, y aún hora más tardía, señalan las diversas informaciones. Le siguió el bombardeo por
la Aviación. Artillería, morteros, blindados, ametralladoras, fusilería batían la Montaña. Pero aún no
había entrado en fuego el cañón del 15,5 situado junto a la calle de Bailén. Los visibles impactos
causados en los muros de la Montaña incitaron al avance de una masa heterogénea que llegó hasta las
cercanías de la puerta principal. Un teniente, Manuel Grifoll, secundado por cadetes y falangistas, hizo
una salida para despejar, y lo consiguió, obligando al enemigo a retroceder.
Una hora de combate bastó, según el testimonio de numerosos supervivientes, para que se manifestase
la degradación del espíritu de considerable número de soldados y clases. En la Montaña hubo tropa que
defendió el Cuartel con ahínco; era la minoría. Tampoco faltaron brigadas y sargentos que pelearon con
valor semejante al de los jefes y oficiales. Mas el peso de la resistencia cayó sobre éstos, los cadetes y
los falangistas. No disponía Fanjul, ciertamente, de la unanimidad combativa que se manifestó en el
Alcázar de Toledo, en el Cuartel gijonés de Simancas y en el Santuario de la Virgen de la Cabeza.
En esa hora había corrido mucha sangre, en la Montaña y entre los sitiadores. Un cálculo técnico
señala que desde el Cuartel se hicieron tres mil bajas en el curso de cinco horas de combate, cifra que
representa más del doble del número de hombres que se hallaban en la Montaña.
La primera granada disparada por la pieza del 15,5 «penetró en el despacho del coronel (Serra),
donde se hallaban éste y el general Fanjul; derrumbó, sobre el pasadizo que va de la puerta al patio, dos
lienzos de pared y el entarimado, y deshizo una habitación posterior en la que se hallaban varios cadetes
que defendían la puerta del Cuartel desde las ventanas. Todos quedaron sepultados bajo los escombros.
Al mismo tiempo, la hornacina de cristales del comedor donde se celebraba la misa para la tropa se vino
abajo con enorme estrépito. El general Fanjul y el coronel Serra aparecieron cubiertos del polvo
amarillento de la trilita, y el primero, con el rostro y la barba llenos de sangre. Se dispuso su traslado al
Regimiento de Zapadores, donde el ataque era menos intenso, y se le podía curar con más tranquilidad, y
así se hizo. Sobre la puerta de entrada, y presionándola, quedaron más de dos metros de escombros, de
modo que la vigilancia fue ya innecesaria en ese lugar, toda vez que era imposible forzar la entrada, lo
que hay que tener presente para deshacer la impostura de la prensa roja, según la cual los milicianos
entraron al asalto después de forzar en toda regla la puerta del Cuartel de Infantería».
La reacción de Fanjul, ya herido, fue enérgica. Ordenó que se formara un batallón para hacer una
salida con dirección a Carabanchel. Pues un capitán voluntario, Antonio de Cea Álvarez, había
interpretado unas señales de heliógrafo procedentes de Campamento como mensaje anunciando que la
esperada columna estaba en marcha sobre Madrid. El capitán Cea murió en la defensa. Pudo cometer un
error de interpretación, si efectivamente hubo mensaje heliográfico desde Carabanchel, o el enemigo
montó un heliógrafo en las cercanías de Campamento e intentó desconcertar a la Guarnición de la
Montaña con fines que naturalmente desconocemos. La salida se proyectó por la puerta del Cuartel de
Zapadores que daba al paseo de Rosales.
Esa orden de Fanjul hizo que se revelara la medrosidad de la tropa, manifestada en pasividades. El
batallón no llegó a formarse con el número preceptivo. Los que pudieron ser congregados sólo
representaban poco más de una compañía. La puerta de Zapadores estaba batida por blindados de Asalto,
desde los cuales se hizo fuego apenas percibieron el conato de salida. El paso podía ser allanado por
medio de granadas. Lo sugirió al coronel Serra el comandante Méndez Parada. Y se averiguó que casi
todos los granaderos estaban fuera del Cuartel con permiso.
La Aviación, en esos instantes, y sin duda obedeciendo órdenes de quienes desempeñaron cometido
de Estado Mayor en el ataque, concentró sus ataques en las partes traseras del Cuartel, que ofrecían
mayor vulnerabilidad. Se trataba, incontestablemente, de hacer que esa zona fuera desalojada por los
defensores a causa del fuego mancomunado de la pieza de 15,5 y de las bombas de aviación. Éstas
produjeron algunos pequeños incendios en las cocheras del Grupo de Alumbrado.
Los testimonios de los supervivientes coinciden en afirmar que la herida del general Fanjul le
produjo fiebre y que se vio forzado a permanecer echado en su sofá del cuarto de banderas del
Regimiento de Zapadores, dando órdenes. Pero logró sobreponerse, apenas el comandante Méndez
Parada informó al coronel Serra, y éste lo transmitió al general, al saber que sargentos, cabos y algunos
soldados no solamente se inhibían de la defensa sino que tenían una actitud torva. En los parapetos y en
las ventanas, oficiales, cadetes y falangistas tenían que imponerse, enérgicamente, a bastantes soldados.
Lo que empezaba a configurarse como una traición, provenía, principalmente, de las clases y tropa de
Infantería. Fanjul se irguió y acudió al Cuartel del Regimiento 31, «tomó resoluciones enérgicas y dirigió
la palabra a la tropa que, entusiasmada, dio gritos de Viva España…».
El bombardeo de la aviación deparó, a los ya insumisos, el jefe que necesitaban. Una bomba libertó
al capitán Martínez Vicente, arrestado en una habitación cercana al patio de Infantería. A partir de
entonces, sería más visible el riesgo de la traición interna. Un sargento inutilizó las granadas de un
mortero.
«En una estancia todavía intacta, el coronel Serra reúne a varios jefes y oficiales de su Regimiento.
Manda cerrar la puerta y, mientras sigue cayendo sobre el Cuartel una catarata de metralla, el coronel les
dice a los congregados: “No es posible seguir así indefinidamente. Nuestras armas no tienen
comparación con las del enemigo. Yo veo en las caras de nuestros soldados que están aterrorizados. Si
esta misma noche no logramos realizar la salida proyectada, tendremos que entregamos. Entonces, y ya
desde ahora es seguro, nos matarán al general y a mí, y acaso a algún otro jefe. Pero los demás podrán
salvarse. Y yo creo que lo importante es que las cosas no lleguen al punto de que no se salve nadie”.
El silencio angustioso de los reunidos, en medio del trueno ininterrumpido de las explosiones, da a la
escena una emoción angustiosa. Uno de los oficiales contesta por fin: “Mi coronel: después de las horas
de fuego que llevamos y de las bajas que hemos hecho al enemigo, ninguno de nosotros tiene salvación
posible si nos cogen vivos. Además, no hay nadie que por su voluntad pueda entregar el Cuartel”.
Y al oír esto, al coronel le dilata el semblante una sonrisa muda e inefable. Pocas palabras más para
coincidir en lo mismo. El Cuartel se hundirá con todos sus defensores dentro. La breve reunión se
disuelve y la desesperada resistencia de la Montaña redobla en intensidad. Todas las aberturas
guarnecidas por los patriotas escupen fuego certero. La instalación de altavoces, encaramada sobre un
tejado de la calle de Ferraz, se despeña hacia la calzada desierta, arrebatada por una ráfaga de
ametralladora. Las bajas de los gubernamentales empiezan a ser tantas que se les hace difícil la
evacuación de los heridos. Al final de la Gran Vía, en el cine Velussia, han instalado un hospital de
sangre y está abarrotado».
Entre estos hombres de Infantería que decidían perecer —y lo mismo sucedió con miembros de otras
unidades del Cuartel—, había algunos que tenían a sus familias en el recinto. Las viviendas, castigadas
por el bombardeo, habían sido abandonadas. Según hemos consignado, los padres del comandante Mateo
Castillo perecieron entre los escombros. Las mujeres y los niños estaban refugiados en la cantina. El
comandante Méndez Parada acudió a sostenerles con la esperanza de que estaba próxima la columna
artillera de Carabanchel.
La conspiración interior, dirigida desde nuevo escondite por Martínez Vicente, dio su primer fruto al
ser colocada, por algunos insumisos, una sábana blanca en uno de los balcones que daban a la explanada
principal.
«Las explosiones de los morteros y el tableteo de las ametralladoras seguían en el Cuartel. De cuando
en cuando, el cañón rugía a espaldas nuestras, una bala hacía zumbar el aire y la explosión resonaba en la
distancia. Miré al reloj: las diez. ¡Era imposible!
Se hizo un silencio seguido por una explosión de alaridos. A través de la confusa batahola se iban
formando las palabras:
—¡Se rinden! ¡Bandera blanca!
Los hombres se iban incorporando. Por vez primera me fijé que había muchas mujeres también.
Todos echaron a correr en direción al Cuartel. Me arrastraban y corría con ellos.
Podía ver ahora la doble escalera de piedras en el centro del parapeto. Era una doble masa negra de
gentes vociferando que se empujaban unos a otros hacia lo alto. En la explanada superior, otra masa
densa de seres humanos bloqueaba la escalera.
Un furioso tableteo de ametralladora cortó el aire. Con un grito sobrehumano, la multitud trató de
dispersarse. El Cuartel vomitaba metralla por todas sus ventanas. Volvieron a sonar los morteros, ahora
más cercanos, con trallazos secos. Duró unos breves minutos, entre la ola de gritos, más horribles que
nunca» (descripción del autor republicano y testigo Arturo Barea).
La sábana blanca, en realidad, era mensaje de los insumisos a los sitiadores para que supieran que en
el interior del Cuartel estallaría una sedición: no fue una treta para inferir mayor número de bajas. Los
testimonios, hace veinticinco años y en 1964, de quienes sobrevivieron son tajantes. Puede señalarse que,
en aquel momento, los sitiados necesitaban de un respiro para cumplir una orden urgente de Fanjul: el
traslado de los 45.000 cerrojos de fusil al Cuartel de Zapadores. Los daños causados en el de Infantería
extremaban la dificultad de seguir defendiéndolo. El reducto postrero sería el de Zapadores.
La rebelión interior se manifestó, violenta, alrededor de las once de la mañana. Lo notificó al
enemigo colocando numerosas sábanas blancas en los huecos y en el tejado, una bandera tricolor con otra
sábana, ésta ensangrentada.
Un falangista superviviente testimonia: «El ataque se hizo por los muros del Cuartel de Infantería,
hechos polvo por los bombardeos y parte más resguardada para el enemigo. La operación fue empezada
por las compañías de la Guardia Civil. Lo inició en línea de cuerda para llegar a los muros destrozados.
Parapetados los guardias civiles ya dentro, fueron escalando los puntos dominantes de los destrozados
muros». Ésta fue la brecha por la que también irrumpieron guardias de Asalto y milicianos.
En el inmenso patio, los sediciosos gritaban:
—¡No más sangre proletaria! ¡Rendición, rendición!
Oficiales, cadetes y falangistas seguían disparando en Infantería secundados por algunas clases y
soldados.
En el momento en que Fanjul decidía entregarse, estaba culminando la atroz carnicería en la que ya
habían perdido la vida docenas y docenas —en el lapso de minutos serían centenares— de defensores
del cuartel. Bajo la mirada de la fuerza pública, los milicianos y los sediciosos del Cuartel asesinaron a
jefes, oficiales, cadetes y falangistas vencidos por el número. Otros defensores cayeron empuñando las
armas: fusiles, pistolas y ametralladoras. Hubo algunos oficiales que se suicidaron.
«Me encontré de pronto —escribe Arturo Barea— en el patio del Cuartel. Las tres hileras de galerías
que se abren sobre el patio cuadrado estaban llenas de figuras que corrían, gritaban y gesticulaban,
agitando fusiles en lo alto y llamando con voces inaudibles a sus amigos abajo. Un grupo perseguía a un
soldado que corría alocado de terror, pero sacudiendo de su lado a todo el que se cruzaba en su camino.
Tropezó y cayó. El grupo se cerró sobre él. Cuando se disolvió, no veía nada desde donde yo estaba.
»En la galería más alta apareció un hombre gigantesco, llevando en las manos, sosteniendo en alto, un
soldado que agitaba el aire con las piernas. El gigante gritó:
»—¡Allá va eso!
»Y lanzó el soldado al espacio. Cayó dando vueltas en el aire como un muñeco de trapo y se estrelló
en las piedras con un golpe sordo. El gigante levantó los brazos:
»—¡Voy por otro!, aulló.
»Eché una ojeada al salir del Cuarto de Banderas, abierto de par en par. Estaba lleno de oficiales,
todos muertos, yaciendo en una confusión bárbara unos con los brazos caídos sobre la mesa, otros sobre
el suelo, algunos sobre el cerco de las ventanas. Algunos de ellos eran muchachos, casi niños».
»Hubo casos extraordinarios de evasión una vez terminada la resistencia. Pudieron salir algunos
oficiales y falangistas, minoría por cierto muy exigua; varios heridos tuvieron la suerte de no ser
rematados y algunos defensores cayeron prisioneros con la relativa fortuna de que se les trasladara a la
Dirección General de Seguridad y más tarde a las cárceles. De éstos, perecieron bastantes por sentencias
del Tribunal Popular o asesinados sin previo juicio.
»Un caso exorbitante de suerte fue el del comandante del Grupo de Alumbrado Matías Marcos
Jiménez. De pronto, recibió un fortísimo golpe en la cabeza y cayó como muerto. Al recobrarse se
encontraba en el hospital militar del Buen Suceso. Nunca ha podido dilucidar quién le asestó el golpe y
con qué fue éste producido».
La indescriptible matanza quedó reflejada en las informaciones de la prensa con fotografías
autorizadas por la censura de la República y en la bibliografía publicada en los años de la guerra bajo la
misma censura.
El general Fanjul, el coronel Fernández de la Quintana, José Ignacio Fanjul, los alféreces voluntarios
Vicente Monmeneu, José Vera y Dessy Fernández, con algunos más, fueron trasladados bajo custodia de
la fuerza pública a la Dirección General de Seguridad. Eran las doce de la mañana. El Gobierno Giral
lanzó un grito de triunfo por las radios madrileñas.
Pasarían años, inacabables y trágicos años, antes de que pudiera hacerse, con posibilidad de acierto,
la reseña de los caídos en la defensa del Cuartel.
El Regimiento de Infantería 31 perdió a su coronel Mateo Serra y tuvo un comandante y tres capitanes
muertos, tres capitanes heridos, un capitán prisionero, once tenientes muertos y cinco alféreces muertos.
Asimismo, un brigada muerto y otro herido; cinco sargentos muertos, 23 cabos muertos, dos cabos
heridos y prisioneros durante la guerra, y un soldado muerto y dos heridos.
El Regimiento de Zapadores Minadores perdió a su coronel don Tomás Fernández de la Quintana, un
teniente coronel, un comandante, seis capitanes, ocho tenientes, siete alféreces, un profesor primero de
Equitación, dos brigadas y tres sargentos. Heridos, un capitán, un teniente y un cabo.
El Grupo de Alumbrado e Iluminación tuvo los siguientes muertos: dos capitanes, siete tenientes, dos
alféreces, un maestro armero, un sargento y un soldado. Y un capitán herido, un comandante prisionero,
dos tenientes prisioneros, un brigada herido y un cabo preso.
Entre los militares voluntarios del Arma de Infantería perecieron un comandante, tres capitanes, un
teniente, 24 cadetes. Hubo dos cadetes heridos y prisioneros, dos heridos y un cadete prisionero.
Voluntarios de Caballería: un comandante muerto.
Voluntarios de Artillería: un comandante, un capitán y un cadete muertos. Dos capitanes heridos.
Voluntarios de Ingenieros: un capitán, un teniente de complemento, un alférez de complemento, tres
cadetes, cinco brigadas y dos soldados muertos. Un comandante, un capitán, tres brigadas y dos soldados,
heridos. Un teniente de complemento y un cadete prisioneros.
Voluntarios de Sanidad: un teniente médico, José Ignacio Fanjul, asesinado en la cárcel Modelo.
Voluntarios falangistas: muertos en la defensa o asesinados con posterioridad: 55. Heridos, once.
El parte de guerra del Cuartel señala que, de 145 jefes y oficiales, murieron 98; resultaron heridos 14
y fueron hechos prisioneros 12. Los soldados quedaron en libertad.
La derrota final del Alzamiento
en Madrid
Hemos señalado que, tras la sedición en el Cuartel de Artillería Ligera de Getafe, fueron llevados
soldados y piezas a las cercanías del Campamento de Carabanchel, desde el cual se acababa de dispersar
a una columna de milicianos y guardias de Asalto provistos de blindados. Los cañones del Regimiento de
Artillería a Caballo y de la Escuela Central de Tiro de Artillería rechazarían los nuevos ataques que se
iban a desencadenar. «A última hora de la mañana —relata Román Álvarez— atacaban a Campamento
varios millares de hombres, pero se les contenía fácilmente. Lo desagradable del continuo fluir de
milicianos era que nos confirmaba el triste supuesto de que la Montaña no existía ya y que la misma
suerte habían corrido los demás cuarteles. El general y Rementería no querían admitirlo ni en hipótesis.
Comprendían que una noticia de tal naturaleza podía derrumbar la moral de los soldados y no permitían
ni que se hablase de ello. Contrariamente, Rementería hizo verter la especie de que Mola se acercaba a
Madrid. Presentía —él me lo dijo— que nos iban a dejar solos y no quería rendirse».
Empero, Campamento había recibido duros golpes sucesivos. Las fuerzas de Ferrocarriles de
Leganés, que salieron en dirección a Getafe para secundar la toma del aeródromo, se quedaron
paralizadas, sin combatir, en la estación de Cuatro Vientos. El Regimiento de Transmisiones de El Pardo,
comprometido, no se movió en la sazón oportuna y prefirió replegarse hasta la sierra. Hubo proyectiles
lanzados desde Campamento que no causaron daños debido a sabotajes. La rendición del Cuartel de la
Montaña y de los demás centros que se habían alzado en Madrid, transmitida por la radio del Gobierno,
desmoralizo a los sitiados de Campamento. El Regimiento de Artillería a Caballo puso bandera blanca.
El general García de la Herrán intentó salir, pero cayó muerto por las fuerzas que asaltaban el Cuartel. El
teniente coronel Álvarez de Rementería murió y el coronel Cañedo fue fusilado más tarde. El Regimiento
de Infantería de María Cristina se entregó cuando lo ordenó su coronel, Tulio López. Entre los
poquísimos oficiales que lograron evadirse de Campamento, figuraba el teniente Manuel Gutiérrez
Mellado, que consiguió esconderse después e iniciar una extraordinaria aventura en la guerra secreta, con
presencia en uno y otro bando.
Todo había concluido a primera hora de la tarde del 20 de julio. El general Fanjul y su hijo mayor
fueron llevados a la cárcel Modelo, donde se encontraron al general Villegas. Fanjul fue juzgado el 15 de
agosto en la misma Cárcel Modelo. Asumió su propia defensa. Se comportó con la dignidad que de él se
esperaba. Fue fusilado en el mismo patio de la cárcel el 17 de agosto de 1936.
La muerte del general Fanjul endureció todavía más la decisión implacable de los rebeldes contra sus
compañeros que fueron o serían capturados después de servir al Frente Popular. La Guerra Civil ya era a
muerte, pero quedaba todavía lo más duro de la represión en las dos zonas.
Debemos insistir en que la fuerza decisiva para la toma del Cuartel de la Montaña, el Campamento de
Carabanchel y demás centros menores de la sublevación en Madrid, no fueron las milicias del Frente
Popular, que se limitaron a servir de coro a la tragedia. La fuerza decisiva fue la Guardia Civil, la
Guardia de Asalto y las tropas de Artillería y aviación que se mantuvieron fieles al Gobierno. Es la regla
general del Alzamiento, que, como hemos dicho, no conoció excepciones.
La victoria del Frente Popular en Madrid fue decisiva en varios aspectos. España era un país muy
centralizado en su capital y el Gobierno pudo disponer, en aquellos momentos críticos, de todas las sedes
del aparato del Estado, el dominio de las comunicaciones, los recursos financieros almacenados en los
sótanos del Banco de España, una guarnición poderosa con unidades muy motivadas, el control de gran
parte de la Marina desde la emisora de la Ciudad Lineal y de la mayor parte de la aviación. La victoria
de Madrid supuso un factor moral muy importante para impulsar a la resistencia contra el Alzamiento.
Por supuesto que todas las provincias de Castilla la Nueva siguieron la suerte de la capital, según la
regla general que hemos detectado. La provincia de Madrid, la de Toledo, la de Ciudad Real, la de
Cuenca y la de Guadalajara se incorporaron a la zona republicana. Hubo tres excepciones: Alcalá de
Henares, con una guarnición hostil al Gobierno; Guadalajara capital, dominada inicialmente por los
rebeldes; y la ciudad de Toledo, controlada por los sublevados del Alcázar. Pero Alcalá y Guadalajara
fueron recuperadas casi inmediatamente por una columna enviada desde Madrid, y las fuerzas de la
capital obligaron a los rebeldes de Toledo a recluirse en la fortaleza de Carlos V que muy pronto fue
cercada y asediada.
Como veremos en el Episodio siguiente, Madrid se transformó inmediatamente en un centro de
irradiación de columnas del Frente Popular, formadas por fuerzas militares, de orden público y milicias,
que acudieron a los nuevos frentes de las sierras del norte y noroeste para contener a las columnas de
Mola que provenían del norte; y marcharon hacia Guadalajara y Albacete para incorporarlas al territorio
de la República.
La batalla de Barcelona
La suerte del Alzamiento en Cataluña dependía de lo que sucediera en Barcelona. El precedente que los
dos bandos tenían muy presente era la rebelión de la Generalidad de izquierdas el 6 de octubre de 1934,
cuando la guarnición y las fuerzas de orden público se mantuvieron fieles al Gobierno y a la República a
las órdenes del jefe de la División Orgánica, general Domingo Batet, gracias a lo cual la Generalidad y
sus apoyos, que se mostraron muy remisos, fueron dominados con facilidad por la columna militar que
consiguió llegar sin excesivos problemas a la plaza de San Jaime y batir con fuego de cañón al
Ayuntamiento y al edificio que era sede del Gobierno autónomo. La rebelión fue vencida en unas horas
gracias a la unidad fundamental entre el jefe de la división, las fuerzas de la guarnición y las de orden
público.
En julio de 1936 la situación se presentaba de forma muy diferente y más bien opuesta. La red de
jefes y oficiales comprometidos con el Alzamiento no era despreciable; pero los militares partidarios del
general Mola estaban aislados. Los vencidos de 1934 —entre los que destacaban el presidente Luis
Companys, que había recuperado la presidencia de la Generalidad después de las elecciones de febrero
de 1936, y el capitán Federico Escofet— habían aprendido perfectamente la lección de su fracaso el 6 de
octubre, y en julio de 1936 poseían dos bazas fundamentales contra los partidarios del Alzamiento;
primero, una información mucho más exacta que la de sus enemigos sobre los efectivos y la realidad del
campo contrario; y segundo, que ahora era la Generalidad la que estaba a favor del Gobierno, y con ella
las fuerzas de orden público de Barcelona, totalmente decisivas a la hora de una confrontación en las
calles.
Hay que resaltar la extraordinaria importancia del fracaso de la sublevación en Barcelona, donde se
riñó una auténtica batalla urbana, la primera batalla importante de la Guerra Civil española. Ninguno de
los choques ocurridos con este motivo en otras ciudades (San Sebastián, Sevilla), y menos en Madrid,
donde más que batalla hubo asedio de los centros rebeldes, justificarían esta descripción. Los
testimonios archivados en el Servicio Histórico Militar (Informe Mejía, declaración del coronel Lázaro,
ayudante de Goded) y el recientemente publicado del jefe de la resistencia en Barcelona, capitán de
Caballería Federico Escofet (De una derrota a una victoria, Argos Vergara, 1984), fundamentan nuestra
nueva descripción; esas fuentes de uno y otro bando coinciden notablemente. El novelista-historiador
Luis Romero, pegado a la realidad, describió esta batalla en páginas inolvidables de su libro Tres días
de julio (Ed. Ariel, 1967).
Destaquemos, entre otras muchas, tres fuentes contrapuestas que ofrecen alto interés.
En primer lugar, el libro de Francisco Lacruz El Alzamiento, la Revolución y el terror en Barcelona,
escrito en fecha muy temprana[4] y que me parece el más documentado e importante que se haya publicado
sobre el asunto hasta la aparición del libro de Escofet. En segundo lugar, las exageradísimas versiones de
origen anarquista, debidas a Juan García Oliver —El eco de los pasos— y sobre todo la biografía
Durruti de Abel Paz[5] que exageran y exaltan la contribución de los anarcosindicalistas, los cuales,
como los milicianos de Madrid, actuaron como comparsa y coro de la tragedia, no como fuerza decisiva.
Porque la fuerza decisiva fueron, como en Madrid, las unidades regulares de la Guardia Civil y de
Asalto; lo demás es retórica manida. Por otra parte, mantengo el planteamiento, el desarrollo y las
conclusiones sobre la batalla de Barcelona que expresé en mi libro de 1996 Historia de la Guerra Civil
española[6].
El conjunto de fuentes citadas coinciden en que la mayor parte de la oficialidad del Ejército estaba en
Barcelona comprometida para el Alzamiento o se sumó a él; en que la dirección fue indecisa y el plan de
ocupar la ciudad, tácticamente lamentable por la dispersión de las fuerzas y el avance sin cobertura de la
Artillería; en que la clave de la victoria fue la decisión del mando militar del Frente Popular y la
Generalidad, ejercido de hecho por el comisario general de Orden Público, capitán Federico Escofet,
quien además de conocer bien a sus compañeros enemigos poseía una información de primera mano
sobre sus intenciones y proyectos; en que las Fuerzas del Orden Público que dependían directamente de
la Generalidad se colocaron en bloque a favor de ella y contra los rebeldes; en que el acompañamiento y
ambientación de la batalla corrió a cargo de las ardorosas milicias de la CNT-FAI, que pese a sus
reclamaciones posteriores, entre delirios de propaganda, sólo tuvieron el día 19 esa misión de comparsa,
no por ello despreciable, pero nunca decisiva. Vamos a ver ahora —sobre el mapa que transcribe el
convincente libro-testimonio del capitán Escofet— cómo se desarrollaron los hechos.
Sobre las cuatro de la mañana del día 19 de julio salió del cuartel de Pedralbes una columna del
Regimiento de Infantería Badajoz número 13 a las órdenes del comandante López Amor, uno de los jefes
más destacados del Alzamiento en Barcelona, mientras la compañía del capitán López Belda alcanza, sin
demasiados problemas, el edificio de la División, situado en el paseo de Colón junto al puerto, para
reforzar el retén que lo custodiaba.
El resto del Regimiento de Badajoz va por Urgel y la Ronda de la Universidad y logra penetrar en la
plaza de Cataluña, donde ocupa varios edificios. El Regimiento de Caballería de Santiago (en el que
había servido el propio Escofet) sale desmontado a ocupar el cruce del Cinco de Oros (Diagonal con el
paseo de Gracia) a las órdenes de su coronel, Lacasa. Allí, sobre las cinco de la madrugada, se produce
el primer choque importante de la jornada contra una de las concentraciones de fuerzas de Asalto,
dispuestas desde la víspera por Escofet, que había captado en unos casos, y adivinado en otros, el
itinerario de las columnas rebeldes.
En el Cinco de Oros queda frenado el Regimiento de Santiago; y pronto aniquilada una batería del 7.5
Ligero de Artillería que había llegado allí mismo desde el Cuartel de San Andrés. Escofet envía
refuerzos al Cinco de Oros, ordena envolver al Regimiento de Santiago a fuerzas de Asalto por Diagonal-
Urgel y proteger en el hotel Olimpia a los atletas que habían llegado para la Olimpiada Popular, cuya
inauguración estaba prevista para ese mismo día; constituye en la Comisaría General de Orden Público,
donde está el cuartel general de la resistencia dirigido por él, una fuerte reserva con cinco compañías de
Asalto.
Los regimientos, frenados en la calle
El Regimiento de Caballería Montesa número 4 había salido como los demás, a las cuatro de la
mañana, desde su cuartel de Tarragona para cubrir dos objetivos: la plaza de España y la plaza de la
Universidad. Un escuadrón, con el comandante Gibert, se dirige a la plaza de la Universidad por la
avenida de las Cortes Catalanas y los otros dos desembocan en la plaza de España, donde se dividen; uno
de ellos desciende por el Paralelo y el otro ocupa efectivamente la plaza de España, donde el contingente
de Asalto situado allí por el capitán Escofet se muestra —por excepción— inoperante, sin que tampoco
las fuerzas de Montesa intenten más acciones; allí quedan estacionadas. Otra compañía de Asalto, la 49,
quedará cercada, hasta el final de los combates, por las fuerzas rebeldes en la Barceloneta.
Invitado por Escofet, el presidente de la Generalidad, Luis Companys, llega a la Comisaría General
de Orden Público acompañado por el diputado de la Esquerra Josep Tarradellas, que permanece junto a
él toda la jornada.
Al frente de un escuadrón de Montesa, el comandante Gibert se adueña de la plaza de la Universidad,
desde donde franquea el paso de las fuerzas de Badajoz a la plaza de Cataluña, donde ya las habíamos
situado; una compañía de Asalto les ha hecho fuerte resistencia, y no han logrado ocupar más que la parte
baja de la Telefónica, donde se interrumpen muchas comunicaciones.
Prosiguen los duros combates en el Cinco de Oros, donde —tras dos horas de lucha entre el Ejército
y la Guardia de Asalto— llegaron a ésta refuerzos de la CNT- FAI, que combaten con furia.
Con muchas bajas, los rebeldes del Cinco de Oros se repliegan sobre el convento de Carmelitas,
abandonado según unas fuentes, habitado según otras. Con ellos está un destacamento de la Guardia Civil
al mando del comandante Recas, lo que hace esperar a los rebeldes que la Guardia Civil de Barcelona se
alinee con ellos. Se concentran en la plaza de España fuerzas milicianas de la CNT-FAI que hostigan a
los rebeldes allí acantonados ante la prolongada indiferencia de las fuerzas de Asalto. En cambio, estas
fuerzas de Seguridad combaten duramente en la plaza de Cataluña, donde en un afortunado golpe de mano
hieren y aprisionan al alma de la defensa, comandante López Amor.
Desde el cuartel de los Docks, situado junto al mar, el comandante Fernández Unzué, otro de los jefes
destacados del Alzamiento, trata de repetir su misma marcha del 6 de octubre de 1934, cuando avanzó
hasta la plaza de la Generalidad sin excesivos problemas y contribuyó a rendir a cañonazos el reducto
donde Companys había proclamado el Estado Catalán de la República Federal Española. Pero ahora era
él, Unzué, el rebelde; y no había aprendido la lección de Octubre, que sabían perfectamente sus
adversarios. El Regimiento de Artillería logró avanzar quinientos metros en la avenida de Icaria pero se
vio frenado por una enorme barricada con balas de papel tras las que se parapetaban la Guardia de
Asalto y las milicias de acompañamiento de la CNT-FAI. A las diez de la mañana se produce el asalto
general a los cañones desprotegidos; cae en manos de las fuerzas gubernamentales la batería del capitán
López Varela, otro de los animadores del alzamiento, mientras Unzué consigue replegar las otras dos
baterías al cuartel. Otro regimiento, pues, frenado en plena calle.
A las órdenes del teniente coronel Felipe Díaz Sandino y el capitán Alberto Bayo, la aviación militar
del Prat empieza a actuar en favor del Gobierno y en contra de los rebeldes, con más efecto moral que
material, pero en todo caso demoledor. Esta colaboración fue un gran éxito del consejero de
Gobernación, España, quien gestionaba después con ahínco una segunda incorporación vital: la de la
Guardia Civil. En la calle de la Diputación, cuando estaban a punto de emprender el bombardeo de la
vecina Comisaría General de Orden Público, los artilleros de una batería del 7.5 Ligero procedente del
Cuartel de San Andrés son contenidos, frenados y aislados por la reserva de Asalto.
Ya por entonces, pasada la media mañana, las milicias de CNT-FAI se vuelcan en todos los puntos
del combate. Cooperan con la Guardia de Asalto en el Cinco de Oros, la avenida de Icaria, la Puerta de
la Paz y Diputación; y toman la iniciativa en la plaza del Teatro, la plaza de España y el Paralelo, con lo
que impiden toda conjunción de los rebeldes que aún dominan parte de la zona del puerto con los que se
defienden en la plaza de Cataluña. Dirigidos por el legendario jefe anarquista Buenaventura Durruti, y
por el grupo Nosotros en pleno (García Oliver, los hermanos Ascaso), toman abundantes armas en las
Atarazanas y lo llenan todo con su presencia y alboroto más que con su eficacia.
Seguramente el lector se habrá extrañado de que hasta ahora no citemos la actividad del mando
rebelde en la División. Sencillamente porque no existía. Mientras el general Legorburu activaba la salida
de los regimientos artilleros, el general Fernández Burriel se hacía cargo del mando en la División, pero
con poca energía y eficacia nula; sin destituir hasta el final, increíblemente, al general Francisco Llano
Encomienda, jefe de la División Orgánica, al que se permitían las pocas actuaciones que su tremenda
depresión le inspiraba.
Esa madrugada, en Palma de Mallorca, el comandante general Manuel Goded había proclamado el
estado de guerra, se había apoderado fácilmente, ante el ambiente favorable de la ciudad y la Guarnición,
de los centros políticos y de comunicaciones y esperaba la llegada de una escuadrilla de hidroaviones
procedente de Mahón para dirigirse a encabezar el Alzamiento en Barcelona, desde donde le había
reclamado la Guarnición y esa mañana le llamaba apremiantemente el general Fernández Burriel.
Los hidros de Mahón llegan a Palma con retraso, hacia las diez, y Goded embarca en ellos con su hijo
Manuel, su ayudante Lázaro y el capitán aviador Casares. Sobrevuelan Barcelona a mediodía y Goded
saca mala impresión sobre el confuso desarrollo de los combates. Pese a ello quiere hacer honor a su
palabra y da orden de amarar.
Ya en la División critica con dureza el plan disperso para la ocupación de la ciudad, y pide
angustiosamente refuerzos a Gerona, a Zaragoza y a Palma. Ordena inútilmente la toma de la Consejería
de Gobernación, tan próxima, por fuerzas del indeciso Regimiento Alcántara, que no lo consiguen; han
sido ya rechazadas al intentar el enlace con el cuartel de los Docks.
Goded, por teléfono, apela al patriotismo del general Aranguren, jefe de la Guardia Civil en
Barcelona, pero inútilmente; la Guardia Civil ha tomado ya su decisión de apoyar a la Generalidad y al
Gobierno. La situación de Goded, encerrado en la División y sin disponer de fuerzas mientras los
regimientos de Barcelona están atrapados en la calle, a veces junto a sus objetivos o cerca de ellos, es
dramática y el general piensa en el suicidio.
Mientras tanto, el jefe de la resistencia, capitán Escofet, ordena una concentración de fuerzas en
Comisaría General para reconquistar, en una acción enérgica, las plazas de la Universidad y de Cataluña.
Da protección a Radio Barcelona, increíblemente desaprovechada por los rebeldes. Consigue con las
fuerzas de Asalto y de milicias la victoria contra los artilleros de la calle Diputación, la amenaza
inmediata contra el cuartel general de la resistencia. Y anima al consejero de Gobernación, España, a que
termine de convencer a los mandos de la Guardia Civil para que unan decididamente sus fuerzas a las del
Gobierno y la Generalidad. España lo consigue. Aranguren comunica su orden a Escobar, jefe del 19
Tercio, un militar católico y moderado para quien seguir al Gobierno es mantener la tradición casi
secular de la Guardia Civil; la que siguió la Guardia Civil en 1934.
Junto a la Consejería de Gobernación se forma una fuerte columna con unos 400 hombres del 19
Tercio de la Guardia Civil y unos 80 soldados de Intendencia a las órdenes del comandante Antonio Sanz
Neira.
Mientras, una columna de Asalto ocupa por los túneles del metro el subsuelo de la plaza de Cataluña
y a las 13 horas salen por las bocas a la plaza, que está desierta. Sube por la Vía Layetana, en columna de
a dos, la fuerza del coronel Escobar, con su jefe al frente. Cuando llegan ante la Comisaría General de
Orden Público, el coronel da la voz de alto y se cuadra ante el presidente de la Generalidad que le saluda
desde el balcón.
Sube Escobar un minuto a cumplimentar al presidente y luego regresa para reemprender la marcha
sobre la plaza de la Universidad, donde el escuadrón de Montesa todavía resiste y vibra de esperanza a
la llegada de los guardias. Vanamente; porque Escobar increpa y golpea al comandante Gibert, y ocupa el
enclave rebelde con poca resistencia. La escena es parecida en la plaza de Cataluña, donde el
Regimiento de Badajoz ocupa el hotel Colón, el Casino Militar y la Maison Dorée, entre otros reductos
que, abrumados por la presencia hostil de la Guardia Civil, terminan su resistencia a las cinco de la
tarde.
Las rápidas victorias del Gobierno y del Frente Popular en Madrid y Barcelona configuraban ya lo que
sería zona republicana centro-sur porque la Guarnición de Valencia, donde Mola había previsto una
victoria segura y la formación de una columna que marchase sobre Madrid en combinación con las del
norte, no acababa de producirse.
Como veremos, no hubo alzamiento en Valencia ni en las demás guarniciones de la Tercera Región,
por lo que la zona republicana se apoyaría en el fuerte triángulo Madrid-Barcelona-Valencia, con
población muy superior a la de la zona que ya se perfilaba como enemiga y que parecía
predominantemente rural. Nos faltan por completar algunas regiones, pero una vez registradas las
decisivas victorias del Frente Popular en Madrid y en Barcelona el vacío principal que debemos colmar
para las descripciones fundaméntale de este libro es el de la Octava División (Galicia, León y Asturias,
así como la adscripción final de la franja cantábrica.
La Octava División, con cabecera en La Coruña, que ahora las Cortes, en uno de sus extemporáneos
entretenimientos geográfico-nacionalistas han decidido denominar A Coruña, expresión que no pienso
utilizar porque, hablando en castellano, es una cursilada servil todavía mayor que decir «Voy a London»,
constaba de las cuatro provincias gallegas más la gran provincia de León y la que desde 1934 había sido
erigida provisionalmente como Comandancia Exenta de Asturias. Una región importantísima por su
riqueza agrícola, pesquera, minera, ganadera y fabril; por su abundante población que se constituyó, tras
la victoria, en una inagotable reserva humana para el Ejército nacional; y por su situación estratégica, que
comprendía la posesión de la importantísima base naval de El Ferrol y la posibilidad de crear un
peligroso foco de resistencia y posible ofensiva en la retaguardia de la zona rebelde castellano-leonesa.
En Galicia, los mandos militares más importantes estaban, en Galicia, en manos de generales muy
seguros para el Gobierno, como el jefe de la División, general Enrique Salcedo Molinuevo, y el
comandante militar de La Coruña, general Rogelio Caridad Pita, incondicional de Manuel Azaña. Las
fuerzas del Frente Popular eran dominantes en Asturias y muy poderosas en las ciudades costeras de
Galicia. Sin embargo, la mayoría de la población gallega y leonesa, así como un selecto e ilustrado
porcentaje de la asturiana, pertenecía inequívocamente al centro-derecha.
El general Salcedo, indeciso, se dejó arrastrar por el general Caridad Pita en contra del Alzamiento,
al que favorecían la gran mayoría de los jefes y oficiales de la VIII División, además del general Bosch,
jefe de la XVI Brigada de Infantería y el coronel Aranda, jefe de la Comandancia Exenta de Asturias,
quien disimulaba su auténtica actitud ante el Gobierno del Frente Popular. El general Mola había
establecido enlace directo con el coronel jefe del Regimiento de Infantería de Zamora Pablo Martín
Alonso, antiguo ayudante de Alfonso XIII. Los enlaces de Mola fueron el capitán jurídico Tomás
Garicano Goñi, de quien aceptó Martín Alonso la jefatura del Alzamiento en Galicia, y el jefe falangista
de Santander, Manuel Hedilla, que realizaba un intenso trabajo de captación popular a través de la
implantación de centros de Falange.
Al conocerse la noticia del Alzamiento en África, las fuerzas organizadas del Frente Popular parecían
dueñas de La Coruña durante los días 18 y 19 de julio, lo cual, en unión con la actitud contraria del jefe
de la División, retrasó la proclamación del Alzamiento en la cabecera. Los conspiradores, dirigidos por
el coronel Martín Alonso, dejaron pasar la marea y aseguraron sus contactos en la guarnición coruñesa
donde contaban con la Guardia Civil y la Guardia de Asalto, además del apoyo de la mayoría de la
población civil. El 20 de julio, después de haber rechazado el día anterior un telegrama del general Mola
que se presentaba como «delegado del general Sanjurjo» y ordenaba la proclamación del estado de
guerra, los generales Salcedo y Caridad Pita decidieron detener a los principales jefes del Alzamiento
pero los oficiales del Cuartel de Zamora, que mandaba Martín Alonso, detuvieron al general Caridad y el
coronel de Ingenieros Cánovas Lacruz se presentó con varios oficiales ante el jefe de la División, que
pensaba detenerles y le detuvieron audazmente. Se repetían las escenas de Sevilla y Valladolid; los
rebeldes se apoderaban de la División y desde ella procedían a declarar el estado de guerra y apoderarse
de los centros vitales de la capital. Sólo se resistía el Gobierno Civil mientras las sirenas de la flota
pesquera convocaban a los partidarios del Frente Popular a oponerse al Alzamiento.
El Gobierno Civil se rindió pronto al ser cañoneado por una batería de Artillería sublevada y sus
defensores se unieron al Ejército. Sin embargo, las masas del Frente Popular se hicieron fuertes en
algunos barrios contra los que se lanzaron las fuerzas sublevadas que necesitaron dos días para
imponerse. El 23 La Coruña estaba dominada.
Tan importante o más resultaba, para los rebeldes, el dominio de la base naval-militar de El Ferrol,
donde el representante de Mola era el capitán de fragata Salvador Moreno Fernández, en situación de
disponible. Moreno, de acuerdo con el jefe de Estado Mayor de la base, capitán de navío Manuel de
Vierna Belando, se puso en contacto con el coronel Pablo Martín Alonso antes del Alzamiento, que avaló
la personalidad de los enlaces de Mola. El 18 de julio, por orden de Madrid, se hizo a la mar la escuadra
de cruceros —Cervantes y Libertad— pero permanecieron en El Ferrol el veterano acorazado España,
sin capacidad para la navegación el crucero Almirante Cervera, que estaba en dique seco, y los dos
modernísimos cruceros Canarias y Baleares aún no terminados, más algunas unidades menores. Estos
efectivos constituirían el núcleo de la Escuadra nacional en cuanto se pusieran en uso; por eso la
posesión de El Ferrol resultaba trascendental para los sublevados.
Mandaba la base naval el vicealmirante Núñez Quijano y el Arsenal, el contraalmirante Azaróla. Los
efectivos humanos de la Marina en El Ferrol, que incluían las dotaciones de los barcos, constaban de
unos 1.300 hombres. La guarnición de tierra estaba formada por la mitad del Regimiento de Mérida, un
regimiento de Artillería de Costa y unidades de servicios. El general Ricardo Morales era comandante
militar.
Después de algunos desórdenes el 19 de julio, el día 20 se supo en El Ferrol la noticia de los motines
de la marinería, clases y subalternos en los barcos que habían zarpado el día 18. Como la potente
emisora de la Marina en la Ciudad Lineal de Madrid transmitía órdenes semejantes a las mismas clases,
en El Ferrol los jefes de Marina, que suponían la suerte corrida por sus compañeros en los barcos, se
reunieron a las tres de la madrugada en Capitanía General del Departamento Marítimo y decidieron
declarar el estado de guerra en la base, con oposición del coronel de Máquinas, Manso, y el comandante
del Cervera, Sánchez Ferragut. También estaba en contra el almirante Azaróla en el Arsenal, mientras el
vicealmirante Núñez Quijano se resistía a comunicar la decisión de los reunidos. Sin embargo, las masas
del Frente Popular se adelantaron a toda acción de militares y marinos, que ya estaban en contacto para la
declaración del estado de guerra y, a la señal de tres bombas lanzadas desde el Ayuntamiento, invadieron
las calles y marcharon sobre el Arsenal en busca de armas. Tropas de Infantería de Marina cortaron el
paso de las masas hacia el edificio y el capitán de navío Vierna Belando ordenó la salida de varias
compañías de desembarco previamente preparadas entre las dotaciones de los barcos.
Pero el oficial artillero de la Armada Dionisio Mouri- ño sublevó contra sus jefes a la compañía de
desembarco del acorazado, que mató al comandante y a varios oficiales. Lo mismo hicieron las demás
compañías (excepto la del destructor Velasco), con lo que parecía inminente un amotinamiento general
como el que había tenido lugar en la Escuadra mientras navegaba rumbo a Tánger. Las fuerzas sublevadas
del Ejército dominaban la ciudad excepto el Ayuntamiento y la Casa del Pueblo; pero con el Arsenal en
manos de la marinería sublevada la causa del Alzamiento en El Ferrol parecía perdida. La guarnición de
tierra y sus auxiliares, apenas 500 hombres, nada tenían que hacer frente a un número doble de marineros
apoyados por la demoledora artillería del Cervera que podría entrar en acción en cualquier momento.
El jefe del motín de la marinería roja, Dionisio Mouriño, y el capitán de corbeta Díaz del Río eran
los mejores tiradores de la Armada. Se habían enfrentado en numerosas competiciones. Ahora iba a ser
la definitiva; se toparon cuando Mouriño, al frente de la marinería amotinada, salia del Arsenal para
penetrar en la ciudad y dominarla. No cabía una escena más caballeresca: la posesión de una ciudad, una
base naval y una importante escuadra de guerra jugándose en un duelo a muerte. Venció el capitán de
corbeta, que abatió al oficial artillero. Desde la emisora de Ciudad Lineal, que seguía al minuto los
acontecimientos, se dieron instrucciones para llenar el dique del Cervera con el fin de utilizar su
artillería cómodamente una vez puesto a flote.
Al amanecer del 21 de julio las tropas de tierra tomaron el Ayuntamiento y la Casa del Pueblo. El
dique del Cervera, el crucero donde la marinería amotinada se había hecho fuerte, tomó nivel y los
cañones de 15,24 centímetros abrieron fuego contra la Comandancia General, que Vierna y sus
compañeros evacuaron. Pero llegaron en el momento oportuno dos hidros de la base de Marín, ya en
poder de los nacionales, que lanzaron octavillas sobre los barcos, anunciaron el triunfo del Alzamiento
en toda Galicia e intimaron la rendición a la marinería so pena de sufrir un bombardeo inmediato. Es
inconcebible el terror que sembraba la aviación en las filas del Frente Popular y la mayoría de los
amotinados se rindió y bajó a tierra. Pero varios muy comprometidos quedaron a bordo con la idea de
forzar la salida a la mañana siguiente, lo que fue impedido, ya de noche, por el capitán de fragata
Salvador Moreno Fernández, que con un ardid de guerra penetró en el Cervera con una sección de
Infantería de Marina y a riesgo de su vida se apoderó del crucero, hecho que le valdría la Laureada de
San Fernando. Su hermano Francisco Moreno consiguió realizar hazaña semejante al introducirse, poco
después, en el acorazado España, con lo que la Escuadra surta en El Ferrol quedó en poder del
Alzamiento excepto el guardacostas Xauen que consiguió escapar a duras penas.
Éste fue el principal combate del Alzamiento en Galicia. Los disturbios y encuentros aislados se
prolongaron en varios puntos de la provincia coruñesa hasta el 25 de julio. En Santiago de Compostela
actuó con decisión el 16 Regimiento Ligero de Artillería y la situación estaba dominada en unas horas,
por la mañana del 21 de julio. Los combates de trascendencia fueron los ya reseñados de La Coruña y El
Ferrol.
El Regimiento de Artillería Ligera número 15 era la fuerza principal de la Guarnición de Pontevedra
capital y un batallón de Infantería de Mérida constituía la de Vigo. El capitán de navío Bastarreche
mandaba las instalaciones de la Armada en Marín, en la ría de Pontevedra, que comprendían además una
base con cinco hidros Savoia y varias unidades navales menores. Los jefes superiores de la guarnición
pontevedresa se mostraban muy indecisos, pero los oficiales de la Aeronáutica Naval de Marín enlazaron
con los de Artillería en Pontevedra y se aprestaron a la declaración del estado de guerra, a lo que
accedió el comandante militar, general De la Iglesia, que al formar a la tropa con ese fin se volvió atrás
ante las protestas de ésta. Sin embargo, la base de Marín sí declaró la ley marcial y un teniente de Asalto,
Vázquez Quintián, perseguido por el Frente Popular, se presentó en el cuartel de Artillería y arrastró a la
Guarnición de Pontevedra que declaró el estado de guerra el 20 de julio. Los hidros de Marín, que se
convirtieron en apoyo insustituible de los sublevados en Galicia, dispersaron a las masas del Frente
Popular y la Guardia Civil detuvo y desarmó a varios grupos procedentes de los pueblos que pretendían
entrar en Pontevedra.
La pugna ofreció mayores peligros para los sublevados en Vigo, donde el comandante Sánchez
Rodríguez preparaba con cien hombres escasos del Batallón de Mérida la declaración del estado de
guerra el 19 de julio y requirió el auxilio del comandante del acorazado Jaime I que carboneaba en el
puerto y, sin atender a las peticiones del comandante militar, se evadió en la madrugada del 20 para
incorporarse a la Escuadra republicana.
A una orden del coronel Cánovas desde la División, el comandante Sánchez Rodríguez ordenó al
capitán Carrero que declarase el estado de guerra en la tarde del 20 con una compañía muy mermada de
efectivos. Así lo hizo el oficial, que fue agredido por grupos armados del Frente Popular a quienes puso
en fuga tras violento combate. Las tropas se adueñaron del centro de la ciudad, pero no consiguieron
ocupar algunos barrios hostiles hasta la nueva actuación de los hidros de Marín y la llegada de una
columna de socorro desde Pontevedra el día 21. La situación quedó por el Alzamiento el 23. El Frente
Popular tuvo en sus manos la población de Villagarcía de Arosa hasta esa jornada, en la que los
dirigentes huyeron a los montes, donde fueron perseguidos hasta el 28 de julio. Sin embargo, la
resistencia más dura al Alzamiento se dio en la ciudad fronteriza de Tuy, donde el Frente Popular contó
con el concurso de las fuerzas de Carabineros, que se hicieron fuertes hasta el 26 de julio.
Como vemos, pues, los partidarios del Frente Popular combatieron en Galicia con tenacidad contra el
Ejército y la Guardia Civil. Orense, la provincia representada por José Calvo Sotelo en las Cortes, era la
más inclinada a las derechas de toda Galicia. Sabedor el Gobierno del compromiso de la guarnición
orensana con el Alzamiento, había enviado allí al jefe de la Tercera Inspección General del Ejército,
general Juan García Gómez Caminero, enteramente adicto al Frente Popular, que se encontraba en Orense
el 18 de julio, fecha en la que, al conocer las noticias de Africa, Canarias y Sevilla, el general se retiró
rápidamente a Lugo y luego a León. Desde la División se comunicó a Orense el 20 de julio la orden para
declarar el estado de guerra que fue captada por el gobernador civil, pero inmediatamente la pequeña
fuerza militar de la Caja de Recluta, situada en el mismo edificio del Gobierno, detuvo al gobernador y
principales dirigentes del Frente Popular, con lo que se procedió tranquilamente a la declaración del
estado de guerra con el concurso de gran parte de la población. Las tropas sofocaron la única resistencia
de la provincia, organizada por los trabajadores del ferrocarril.
La Guarnición de Lugo mantenía en favor del Alzamiento una actitud semejante, lo mismo que la
mayoría de la población. Tras la visita del general Caminero, llegaron a Lugo contingentes mineros de
León para reforzar a los partidarios del Frente Popular, pero todos se desbandaron el 20 de julio cuando
los oficiales forzaron la declaración del estado de guerra y días después repelieron un golpe de mano por
parte de los mineros, que fracasó ante la presencia de fuerzas procedentes de El Ferrol. La victoria del
Alzamiento en las provincias interiores de Galicia, con una gran mayoría de población favorable, resultó
mucho más fácil que en las provincias atlánticas, pero a fines de julio y después de una represión muy
enérgica las cuatro provincias gallegas quedaron firmemente dominadas por los sublevados, que ya
habían empezado a colaborar en el socorro a sus compañeros de León y de Asturias y se preparaban para
convertir a Galicia en el gran vivero de hombres y suministros para el ejército de la zona rebelde,
mientras los barcos de El Ferrol se ponían aceleradamente a punto para formar el grueso de la Escuadra
Nacional e incorporarse con la máxima urgencia y con dotaciones muy seleccionadas a la lucha en el
Estrecho y el Mediterráneo, una de las más esenciales e ignoradas de toda la Guerra Civil.
Nos faltan dos provincias de suma importancia para completar el estudio del Alzamiento en la Octava
División Orgánica: León y Asturias. La Guarnición Militar de León estaba compuesta por el Regimiento
de Infantería de Burgos con un batallón en la capital y otro en Astorga, más las fuerzas de Guardia Civil y
Asalto. En total, 1.600 hombres en León capital, algo más de 300 en Astorga y casi 200 en Ponferrada. El
comandante militar de la provincia era el general Carlos Bosch, jefe de la 16 Brigada de Infantería y
adicto al Alzamiento como casi toda la Guarnición. Con el Frente Popular estaba el teniente coronel de la
Guardia Civil y varios oficiales de Asalto. La provincia se inclinaba a las derechas, con algún núcleo
radical-socialista y mayoría del Frente Popular en las cuencas mineras. El 18 de julio el Frente Popular
movilizó a sus partidarios y las fuerzas recibieron orden de acuartelarse. El 19 de julio, cuando se iba a
proceder a la declaración del estado de guerra, se presentaron en León por ferrocarril y carretera
columnas nutridas de mineros asturianos, unos dos mil hombres que acudían a Valladolid y Madrid con
armamento insuficiente y dinamita superabundante. Ante la presencia del inspector general Gómez
Caminero, el general Bosch entregó a los asturianos doscientos fusiles y cuatro ametralladoras bajo la
condición de que siguieran viaje inmediatamente.
Al día siguiente, 20 de julio, los sindicatos obreros de la capital declararon huelga general y la
Guarnición, ante la orden del comandante militar, declaró el estado de guerra de acuerdo con la base
aérea que mandaba el comandante Julián Rubio. El general Caminero, a quien los sublevados iban
echando de todas partes, escapó hacia Puebla de Sanabria, cruzó a Portugal y regresó a Madrid por
Badajoz.
Las fuerzas de León estaban ya de pleno acuerdo con la base aérea y con la Guardia Civil, que había
destituido a su jefe; la mayoría de la Guardia de Asalto se sumó al Alzamiento. Ante la amenaza de un
bombardeo aéreo, el Gobierno Civil y la Casa del Pueblo, que habían tratado de resistir, se rindieron. El
comandante Rubio sofocó un motín entre los soldados, clases y mecánicos de la base, con quienes se
enfrentó valerosamente. Los sublevados se apoderaron sin dificultad de la ciudad episcopal de Astorga,
pero en Ponferrada la Guardia Civil sostuvo una batalla de dos días contra la columna minera que
regresaba a Asturias tras haber sido engañada en Benavente. Pero la coordinación interior de los
sublevados funcionó bien y el 21 de julio, gracias a la ayuda de una columna procedente de Lugo,
Ponferrada se incorporó definitivamente al Alzamiento. El 23 otra columna, ahora de la cuenca minera
leonesa, trató de tomar por asalto la capital, pero fue rechazada con muchas bajas. La zona norte de la
provincia quedó en poder del Frente Popular hasta que varias columnas rechazaron al enemigo hasta una
zona inmediata al límite con Asturias. De esta forma, toda Galicia y León pudo establecer sólidamente
sus comunicaciones con las divisiones de Valladolid y Burgos, puestas ya a las órdenes del general Mola.
En la Comandancia Exenta de Asturias, la superioridad abrumadora de las fuerzas del Frente Popular,
enardecidas con el recuerdo de la Revolución de Octubre, causó gravísimos problemas al coronel
Antonio Aranda Mata, comandante militar de la provincia. Contaba con una brigada mixta de montaña,
con el Regimiento de Milán en Oviedo y el de Simancas en Gijón, un grupo de obuses de 10,5 en Oviedo,
un batallón de zapadores y varios servicios. Aranda, que se había distinguido en las campañas de África,
era un jefe muy inteligente que conocía Asturias como la palma de la mano después de haber contribuido
en 1934 al aislamiento y reducción de los mineros rebeldes contra la República de centro-derecha;
estaba completamente identificado con los generales Franco y Mola y consiguió engañar al Gobierno del
Frente Popular que le creía adicto.
El Frente Popular había reducido mucho las fuerzas militares de Asturias, pese a lo cual el coronel
Aranda preparó a conciencia una nueva defensa de Oviedo y Gijón, multiplicando como pudo el
armamento automático de las dos guarniciones; puso a cubierto las armas y municiones existentes en las
fábricas y requisó todo el armamento que pudo a los particulares. El 18 de julio Aranda contaba con algo
menos de 1.400 hombres del Ejército y 1.300 guardias civiles adictos, 270 de Asalto con mandos
enemigos y una comandancia de Carabineros con 300 hombres más que sospechosos. No cabía más
solución que la defensiva, por lo que Aranda concentró en Oviedo cinco compañías de la Guardia Civil y
una en Gijón; incorporó a la defensa de Oviedo a 400 voluntarios civiles armados.
El 18 de julio toleró Aranda la presencia en Oviedo de unos cuatro mil hombres del Frente Popular,
con armas cortas y largas y con algunas ametralladoras que habían sacado de los escondites de 1934.
Animó a los milicianos a que salieran rumbo a Madrid, donde serían muy necesarios, y consiguió librarse
de unos dos mil que partieron por tren y carretera hacia Madrid y Valladoid, como ya sabemos. Pero un
número equivalente se quedó en Oviedo en espera de recibir armamento. Con toda tranquilidad y de
paisano, el coronel salió ese mismo día para Gijón donde comprobó el buen ánimo del coronal Pinilla,
jefe del Regimiento Simancas, pese a la inseguridad de varias unidades.
A los pocos minutos de proclamar el estado de guerra en Pamplona, el general Mola llamó por
teléfono al coronel Aranda y le ordenó que declarase el estado de guerra. Aranda se lo prometió para
cuando terminase la concentración de fuerzas que ya estaba en marcha y acudió al Gobierno Civil donde
el gobernador le exigió la entrega de armas a las milicias del Frente Popular. Sabían que Aranda
custodiaba 10.000 fusiles, doscientas ametralladoras, cien fusiles ametralladores y dos millones de
cartuchos. Aranda exigió para ganar tiempo órdenes telegráficas de Madrid que le fueron enviadas a
media tarde sin que el coronel obedeciese. Marchó al Cuartel de Pelayo, tomó el mando directo de todas
las fuerzas y llamó al comandante Gerardo Caballero, que había sido jefe de los guardias de Asalto, a
quien ordenó la toma del Cuartel de Santa Clara, donde desarmó a los oficiales hostiles de Asalto e
incorporó a los demás a sus fuerzas. Los dirigentes del Frente Popular y sus milicianos, al ver la decisión
de Aranda, huyeron de la ciudad y el gobernador civil tuvo que rendirse.
El audaz plan de Aranda se cumplió a la perfección. A las 20 horas, el coronel comunicó su decisión
por Radio Asturias. Después liberó a los presos de derechas que se incorporaron a la defensa y a las 10
horas del 20 de julio proclamó el estado de guerra cuando ya era dueño de la ciudad.
En Gijón las perspectivas parecían mucho peores. La propaganda del Frente Popular había
convencido a bastantes clases y soldados del Regimiento Simancas y la actitud de la Guardia de Asalto y
Carabineros infundía sospechas. La proclamación del estado de guerra hubo de retrasarse, con lo que dio
tiempo a la llegada de fuertes contingentes armados de las cuencas mineras mientras el cuartel de Asalto
se declaraba por el Frente Popular. Tropas de Infantería y Zapadores salieron del Cuartel de Simancas a
las 6 horas del 20 de julio dispuestas a apoderarse de los pueblos importantes de la ciudad. Pero una de
las compañías, la del capitán Hernández del Castillo, se pasó al enemigo y las demás se vieron acosadas
por fuerzas superiores. La Guardia Civil intervino al principio en favor del Ejército, los carabineros en
contra y la Guardia de Asalto se dividió mientras se producían en la tropa numerosas deserciones. A
mediodía, las fuerzas hubieron de retirarse a los cuarteles de Simancas y del Coto, donde, a las órdenes
del coronel Pinilla, resistieron hasta el 21 de agosto las crecientes embestidas enemigas. Fuera de
Oviedo todo eran malas noticias para el coronel Aranda. El coronel director de la fábrica de armas
pesadas en Trubia la entregó al Frente Popular y en Avilés los carabineros se sumaron a las fuerzas del
Gobierno. Oviedo quedó, como en la Revolución de Octubre de 1934, completamente aislada y rodeada
de fuerzas enemigas muy superiores que se empeñaban en apoderarse de la ciudad. Aranda había previsto
tan lamentable contingencia y se dispuso a resistir hasta recibir socorro. Pero el Alzamiento había
fracasado en Asturias y todo el resto de la provincia se perdió para los sublevados. La única ventaja es
que el cerco de Oviedo iba a fijar durante varios meses a fuerzas enemigas de magnitud enorme.
Fracaso del Alzamiento
en la franja cantábrica
Durante las décadas anteriores a 1936, el panorama político en el País Vasco se dividía en cuatro
sectores semejantes: el Partido Nacionalista Vasco, surcado también por varias tendencias, desde la
separatista a la moderada; el Partido Socialista, fuertemente implantado en Vizcaya; la Comunión
Tradicionalista, dominante en la provincia de Álava; y la herencia de los partidos monárquicos, liberal y
conservador, que mantenía su influjo bajo diversas formas. En las elecciones a Cortes Constituyentes, el
PNV, los tradicionalistas y las fuerzas de derecha conjuntaron sus esfuerzos y el resultado fue una gran
victoria, excepcional en toda España, que dio origen a la minoría vasco-navarra en las Cortes, notable
agrupación que trabajó de forma admirable.
Desde muchos años antes de la Segunda República la hostilidad entre los nacionalistas vascos y los
socialistas era muy aguda. Indalecio Prieto, aunque asturiano de origen, era diputado por Bilbao, se
consideraba bilbaíno porque allí había hecho toda su carrera profesional y política, y aborrecía al PNV
al que llamaba «partido vaticanista teocrático». Después de esa afortunada experiencia de conjunción en
el primer bienio de la República, no pudo continuarse el intento pese a la afinidad de José María Gil
Robles y José Antonio de Aguirre, los dos conservadores, los dos fervientes católicos y pertenecientes a
la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. El empeño autonómico del PNV le fue distanciando
de los partidos de la derecha nacional y a fines de 1935 se produjo un lamentable enfrentamiento entre el
PNV y José Calvo Sotelo, líder de la derecha monárquica, que consideraba a los nacionalistas vascos
rabiosamente separatistas.
Paradójicamente, esta antítesis contribuyó a la aproximación entre nacionalistas vascos y socialistas,
enemigos históricos, que cuajó, al acercarse la Guerra Civil, en una alianza muy distinta y bastante
antinatural: la alianza entre el PNV, que no había abandonado su carácter derechista y teocrático, y el
Frente Popular. Esta alianza era contradictoria y produjo durante la Guerra Civil unas disfunciones
terribles dentro de las dos provincias vascas que se mantuvieron al principio en la zona republicana:
Vizcaya y Guipúzcoa. Las Cortes del Frente Popular concedieron el Estatuto de Euzkadi en la reunión
simbólica que celebraron en Valencia el 1 de octubre de 1936 y José Antonio de Aguirre presidió el
primer Gobierno autónomo de Euzkadi, cuyo territorio se fue reduciendo durante el primer año de guerra;
primero perdió Guipúzcoa en 1936 y luego Vizcaya en el primer semestre de 1937.
El PNV no pudo impedir que el Frente Popular eliminase en Euzkadi a numerosos sacerdotes y
religiosos, entre ellos algunos nacionalistas vascos. Pero la alianza inicial entre el PNV y el Frente
Popular, por antinatural que fuese en realidad, fue causa determinante para que el Alzamiento fracasara
en las dos provincias marítimas vascas, Guipúzcoa y Vizcaya, y para que se abriese un abismo entre la
derecha nacional, adscrita a la causa de Mola y Franco, y la derecha nacionalista, un abismo que no
existía en 1931 y que parece haberse superado en la nueva alianza política conseguida por José María
Aznar en marzo de 1996, algo cuyo establecimiento y mantenimiento (ya por más de un año cuando se
escriben estas líneas) me parece una especie de milagro político y, pese a sus peligros, me parece
también uno de los logros más positivos para Euzkadi y para España entre todos los que ha conseguido el
señor Aznar.
Pero en julio de 1936 el divorcio entre el PNV y la derecha nacional y la incorporación de hecho de
los nacionalistas vascos a la causa del Frente Popular alcanzó consecuencias gravísimas y muy negativas
para el Alzamiento. El general Mola había depositado una confianza excesiva en la Guarnición de San
Sebastián, formada por el Regimiento de Artillería Pesada número 3 y el Batallón de Zapadores número
6. El comandante militar, coronel León Carrasco Amilibia, se mostraba tan vacilante como su hermano el
comandante militar de Logroño. Varios jefes y oficiales influyentes simpatizaban con el PNV y, por tanto,
se mostraron hostiles al Alzamiento. El coronel Carrasco mantenía relaciones excelentes con varios
líderes del PNV En cambio, el teniente coronel jefe de los Zapadores, José Vallespín, estaba decidido a
secundar los planes de Mola. Mola ordenó declarar el estado de guerra en la mañana del 19 de julio.
Carrasco desobedeció a Mola y permitió que en el Gobierno Civil se entregasen armas a los partidarios
del Frente Popular. Para reforzar a éste se presentó en San Sebastián el agente soviético Julio Álvarez
del Vayo, consejero de Largo Caballero. La Guardia Civil, por medio de su jefe, teniente coronel
Bengoa, se puso a las órdenes del gobernador civil, que retuvo al coronel Carrasco cuando éste se
presentó imprudentemente a conferenciar con él. El teniente coronel Vallespín trató de tomar el mando
pero los artilleros no le reconocieron y, durante los días 19 y 20, la guarnición se comportó de forma
pasiva. Nacionalistas y gubernamentales, dueños de la ciudad, organizaron una columna al mando del
comandante Pérez Garmendia para marchar sobre Vitoria.
El día 21 el coronel Carrasco entregó refuerzos a la columna Garmendia, por lo que fue puesto en
libertad. Sin embargo, el teniente coronel Vallespín se declaró en rebeldía dentro de los cuarteles de
Loyola, situados un poco aguas abajo en la orilla derecha del río Urumea y se negó a entregar los
refuerzos para la columna gubernamental. Vallespín había pensado mantenerse a la defensiva en espera
de las columnas navarras, pero, al recibir órdenes de Mola, cambió de idea y se dispuso a ocupar la
ciudad de San Sebastián. Tras negarse a obedecer una orden del diputado nacionalista Irujo, que le pedía
acudiese al Gobierno Civil, Vallespín lanzó algunos obuses contra el edificio del Gobierno con inmediata
desbandada de los líderes del Frente Popular que no pararon hasta Eibar. Desde allí convencieron al
comandante Pérez Garmendia para que con su columna de dos mil hombres, que se había formado en
Mondragón, volviese a San Sebastián. Vallespín, mientras tanto, había proclamado por radio el estado de
guerra. Jefes, oficiales, guardias civiles y de Asalto partidarios del Alzamiento se hicieron fuertes en el
hotel María Cristina, situado cerca de la desembocadura del Urumea en la orilla izquierda y junto al
corazón de San Sebastián. A las 21 horas del 21 de julio, Vallespín logró por fin que saliera de los
cuarteles de Loyola una columna de doscientos hombres que entró en San Sebastián siguiendo la orilla de
río.
La ciudad estaba a oscuras y la columna regresó a los cuarteles. Pero durante esa misma noche entró
en San Sebastián la columna de Eibar. Una nueva columna con otro jefe salió a las 6 horas de los
cuarteles y entró en San Sebastián por la calle de Urbieta. Se entabló una batalla en las calles, con
intervención de piezas de artillería ligera que portaba la columna de Loyola, pero la de Pérez Garmendia
la superaba mucho en número y los militares tuvieron que retirarse al hotel María Cristina y el Casino.
Cayó este reducto y la resistencia del hotel se prolongó hasta la mañana del 23, momento que escogió el
joven líder comunista Santiago Carrillo, hasta entonces prudentemente emboscado en Francia, para entrar
gloriosamente en San Sebastián cuando ya había terminado la lucha, de lo cual tiene, en sus Memorias, la
desfachatez de jactarse.
Sin embargo, la mayor parte de la guarnición permanecía en los cuarteles de Loyola, con capacidad
ofensiva y defensiva suficiente. Pero la artillería del fuerte de San Marcos se pasó al enemigo y empezó a
bombardear los cuarteles, donde la moral cayó por los suelos. Pero a partir del día 24 las fuerzas del
Frente Popular asediaron a los cuarteles con eficaces métodos de guerra psicológica que causó
numerosas deserciones. Los días 25 y 26 los cuarteles sufrieron bombardeos de artillería y aviación. El
día 27 el teniente coronel Vallespín se entrevistó con los diputados nacionalistas presentes en San
Sebastián. La desmoralización aumentaba por horas y Vallespín se vio obligado a escapar en dirección a
las columnas navarras que se acercaban, lo que consiguió después de dos días de marcha oculta. El
comandante Velasco no tuvo más remedio que acceder a la rendición de los cuarteles de Loyola el 28 de
julio, justo cuando las tropas navarras del coronel Beorlegui llegaban a Rentería, a unos cinco kilómetros
de los cuarteles. Pese a las condiciones de la rendición, cuatro jefes, entre ellos el coronel Carrasco y
quince oficiales, fueron fusilados. La toma de San Sebastián por los navarros se retrasó mes y medio y
casi toda Guipúzcoa, excepto la cuña de penetración de los navarros, quedó en poder del Frente Popular.
La victoria del Frente Popular y .sus aliados del PNV en Vizcaya resultó todavía más fácil. La
Guarnición de Bilbao consistía en el VI Batallón de Montaña a las órdenes del teniente coronel Vidal
Munárriz, adicto al Gobierno, lo mismo que el comandante militar, coronel Fernández Piñerúa, y los
mandos de la Guardia Civil y de Asalto. El teniente coronel Vidal facilitó la entrada de las milicias del
Frente Popular en el cuartel de su mando. El 19 de julio el coronel Piñerúa hizo que sus tropas desfilaran
ante las autoridades. Los jefes y oficiales adictos al Alzamiento fueron detenidos y ni pudieron declarar
el estado de guerra en Vizcaya.
La población de Santander y su provincia había dado la victoria a las derechas; su guarnición,
compuesta sólo por el Regimiento de Valencia, estaba bien dispuesta a seguir las instrucciones del
general Mola. El comandante militar decidió esperar a recibir órdenes de la división y las milicias
armadas del Frente Popular se apoderaron de los centros principales de la ciudad. Cuando el comandante
militar quiso reaccionar, ya era tarde; acudió impremeditadamente al Gobierno Civil para negociar y
quedó preso. El día 19 entró en Santander el comandante García Vayas, muy izquierdista, con su batallón
y tomó fácilmente los acuartelamientos. No hubo ni declaración del estado de guerra.
Con estas victorias, debidas en gran parte a la indecisión de los jefes militares comprometidos y a la
falta de una auténtica preparación, que solamente había efectuado el coronel Aranda, toda la franja
cantábrica desde la frontera francesa a la costa de Lugo formó la zona norte del Frente Popular. Era una
peligrosa franja costera, bien provista de industria pesada, suministros y armamento, defendida por
contingentes de alto valor militar sobre todo en Euzkadi y Asturias, que podría crear serios peligros por
la espalda a la zona nacional del norte, que disponía de un frente largo y escasamente guarnecido. Tanto
el general Mola como el general Franco se preocuparon inmediatamente de este problema; Mola había
enviado ya sus columnas navarras sobre Guipúzcoa y Franco sus destacamentos de África a través del
puente aéreo, para el socorro de Oviedo al que atribuyó desde el principio una importancia excepcional.
Para salvar a la zona norte, la República plantearía cruentas batallas ofensivas en la zona centro-sur. La
victoria de 1937 en el norte inclinaría en favor de Franco la victoria final en la Guerra Civil.
El Alzamiento, abortado en Valencia
La Tercera División comprendía las tres provincias del reino de Valencia —Castellón, Valencia y
Alicante— y las dos del reino de Murcia: Albacete y Murcia. Una de las transformaciones políticas más
importantes que se han conseguido en los últimos tiempos es la victoria del centro-derecha en toda esta
importantísima zona de España, que en julio de 1936 era de predominio izquierdista. Jefe de la III Región
Militar con cabecera en Valencia era el general Fernando Martínez Monje, muy afecto al Frente Popular
aunque antes del Alzamiento trató de engañar a algunos comprometidos de la UME, como el comandante
Bartolomé Barba, mostrándose inclinado a ellos. El Alzamiento en Valencia, como en Madrid, se puso
bajo la dirección de la UME y ello explica su desastre en las dos regiones militares, no por mala
voluntad, que era excelente, sino por falta de información y de efectividad. Muchos jefes militares y de
orden público situados a segundo nivel eran indiferentes o adictos al Gobierno. Entre los oficiales de la
III División muchos estaban comprometidos con el Alzamiento. El comandante Barba, alto dirigente de la
UME, viajaba frecuentemente a Valencia para reafirmar sus contactos. La Junta Divisionaria de la UME
enlazaba con los dirigentes políticos de Falange, Renovación, la Derecha Regional Valenciana y los
tradicionalistas; casi todos prometían miles de hombres cuando llegase el momento, pero tal promesa no
pasó de fantasía.
El comandante Barba, en nombre de la Junta Divisionaria de la UME en Valencia, ofreció la jefatura
del Alzamiento al general Manuel Goded, que desempeñaba la Comandancia General de Baleares, y
aceptó. Pero el 16 de julio la UME de Valencia supo que el general Goded había cedido a los
apremiantes requerimientos de la Guarnición de Barcelona y tenía decidido marchar allí en cuanto
hubiera dominado la situación en Mallorca, como en efecto sucedió. Tras consultar la abundante
documentación sobre el Alzamiento que se conserva en el Servicio Histórico Militar, da la impresión de
que el general Goded actuaba con bastante independencia de Mola y jugó con alto riesgo la baza de
Barcelona, que creía de mucha mayor importancia que Valencia como plataforma para alzarse con la
jefatura suprema del Alzamiento si lograba el triunfo. Entonces Bartolomé Barba escribió a toda prisa al
general González Carrasco para encargarle la dirección del Alzamiento en Valencia y la sugerencia fue
aceptada. En toda esta cesión se procedió, por tanto, precipitadamente y sin coordinación.
La Guarnición de Valencia era importante: dos regimientos de infantería, uno de caballería, uno de
artillería ligera, más destacamentos de otras armas y servicios. La oficialidad y bastantes jefes estaban
comprometidos pero no faltaban los jefes contrarios. El jefe de zona de la Guardia Civil prometía seguir
al Ejército, no así los de Carabineros y Asalto.
Los conjurados esperaban la llegada del general González Carrasco en la tarde del 17 de julio, pero
no lo hizo. El general Martínez Monje llamó al comandante Barba y se mostró adicto al gesto de las
tropas de África. La Policía, bien informada, detuvo a algunos miembros de la Junta de la UME aunque
otros pudieron escapar. Llegó al fin el general González Carrasco, pero tuvo que esconderse y se decidió
tomar la División el 19 por la mañana mediante la irrupción del general en el edificio de la División,
acompañado por un grupo de jefes y oficiales comprometidos y escoltado por destacamentos armados de
la Derecha Regional Valenciana. Pero el 19 de julio no ocurrió nada. Sólo pudieron reunirse media
docena de oficiales y nadie fue a recoger al general González Carrasco, mientras la Guardia de Asalto
custodiaba la División. Las milicias del Frente Popular invadían las calles y el 20 de julio declararon la
huelga general preventiva. Los jefes militares desafectos ganaban terreno en los cuarteles. El general
González Carrasco y el comandante Barba se presentaron audazmente en la División so pretexto de
manifestar su adhesión al Gobierno, pero se retiraron al no encontrar el más mínimo ambiente favorable.
Fracasó de nuevo otro intento el día 21 y, esa misma noche, Carrasco y Barba admitieron la
imposibilidad de su proyecto y escaparon de Valencia. Martínez Monje jugó a la indecisión calculada,
recorrió los cuarteles e impidió todo intento de salida. Las masas del Frente Popular se echaron a la
calle, empezaron los registros domiciliarios y la quema de iglesias, hasta que el 29 de julio el sargento
Fabra, de Ingenieros, entró en el Cuartel de Zapadores, detuvo con un grupo de soldados a jefes y
oficiales y se apoderó del edificio. Al día siguiente el jefe de la División ordenó que las tropas de la
guarnición «fraternizasen» con el pueblo. Los cuarteles que se opusieron sufrieron el 1 de agosto el
ataque de las fuerzas de Asalto y Carabineros y se rindieron. El 2 de agosto los grupos armados del
Frente Popular se apoderaron de los cuarteles y capturaron a los militares comprometidos. Así abortó el
Alzamiento en Valencia, por indecisión de los comprometidos frente a la decisión de sus adversarios. Al
final de la guerra, el general Franco ordenó la apertura de un proceso a los responsables, de cuyas actas
hemos obtenido los datos anteriores.
La provincia de Castellón parecía la más propicia al Alzamiento de toda la Tercera División. El
Batallón de Ametralladoras que guarnecía la capital, las fuerzas de la Guardia Civil y la mayoría de la
población favorecían a los comprometidos. Pero a última hora el Gobierno destituyó a los mandos más
entusiastas y los que quedaron decidieron esperar la evolución de los acontecimientos en Valencia, de
donde se envió a Castellón a una compañía de Asalto muy adicta al Frente Popular. Produjo efectos
demoledores en toda la Tercera Región la actitud del jefe de la Derecha Regional Valenciana Luis Lucia,
que se había comprometido con el Alzamiento, pero al creerlo fracasado envió el mismo 19 de julio
desde Benicasim un telegrama de adhesión al Gobierno que ordenó publicarlo al día siguiente. Así
terminó el intento en Castellón.
En la provincia de Alicante dominaban las izquierdas y se reconocía una intensa presencia masónica,
excepto en los pueblos de la vega del Segura, donde la derecha y los tradicionalistas e incluso la Falange
poseían mucha fuerza. La guarnición estaba compuesta por los dos regimientos de la Sexta Brigada de
Infantería; el de Tarifa en Alicante y el de Vizcaya en Alcoy. El comandante militar, general García
Aldave, y otros mandos se mostraban muy indecisos. José Antonio Primo de Rivera estaba recluido en la
Prisión Provincial. Se había convenido que el día del Alzamiento grupos falangistas de la vega del
Segura, unidos a los oficiales del Regimiento de Tarifa, próximo a la cárcel, liberarían a José Antonio.
El general García Aldave frenó a muchos oficiales con la promesa de alzarse en cuanto lo hiciera la
División en Valencia.
Muy acertadamente para sus fines, el Gobierno nombró a Diego Martínez Barrio, una vez fracasado
su intento conciliador en la noche del 18 al 19 de julio, delegado para Levante con plenos poderes.
Empezó su actuación por Alicante, donde trató de convencer al general García Aldave, que de hecho no
tomó iniciativa alguna. El 22 se presentó en Alicante el destructor José Luis Diez llamado por Martínez
Barrio, cuya dotación desfiló por la ciudad. Aldave entregó los acuartelamientos y como premio a sus
indecisiones fue luego fusilado por el Frente Popular. Tuvo en sus manos la decisión de la Guerra Civil
en todo Levante. La Guarnición de Alcoy siguió el mismo camino que la de Alicante y toda la provincia
cayó en manos del Frente Popular.
La base naval de Cartagena contaba con una importante guarnición terrestre además de los efectivos
navales. Próximas se encontraban, además, las dos bases aéreas sobre el Mar Menor, en San Javier y Los
Alcázares. Buena parte de la oficialidad de Cartagena era afecta al Alzamiento, no así el comandante
militar, general Martínez Cabrera, y el jefe de la base de Los Alcázares, comandante Ortiz. Los jefes
superiores de la Marina, vicealmirante Márquez (de la base naval) y contraalmirante Molíns (jefe del
arsenal) se mostraban vacilantes. El capitán aviador Martín Selgas era el jefe del Alzamiento en la
provincia.
Una vez más se demostró que incluso los conjurados procedían jerárquicamente. Necesitaban recibir
órdenes de la División antes de pronunciarse; y ya sabemos que ni de Valencia ni del Ministerio de
Marina vendría orden alguna favorable al Alzamiento. La orden de la Marina que vino de Madrid
consistía en que tres modernos destructores salieran el mismo 18 de julio a bombardear los puertos
rebeldes de África y la flotilla de submarinos se aprestase a impedir el paso de convoyes por el
Estrecho. La oficialidad de los barcos salió dispuesta a no obedecer las órdenes, pero no pudo
imponerse a las dotaciones amotinadas. Los oficiales y clases de la base de Los Alcázares, adictos al
Frente Popular, se apoderaron de la base vecina de San Javier, favorable al Alzamiento, al rayar el alba
del 19 de julio. Como era fácil de prever, las dotaciones revolucionarias de los destructores que
acababan de salir se deshicieron de sus oficiales y los grupos del Frente Popular se adueñaron de las
calles de Cartagena. El general Martínez Cabrera detuvo a los oficiales comprometidos de Tierra.
El amotinamiento revolucionario en la Marina se produjo cuando regresó a la base el Almirante
Valdés, que propagó la rebelión a los demás barcos. Al amanecer del 20 de julio la marinería, clases y
subalternos se habían adueñado de todas las unidades y designaron comandante general del Departamento
al teniente de navío Antonio Ruiz; y jefe del Arsenal al maquinista Manuel Gutiérrez. Ahora sí que se
pudo decir que «la Escuadra la mandan los cabos». Los jefes y oficiales supervivientes de la Marina
fueron asesinados, así como muchas personas de la derecha. Las matanzas más graves tuvieron lugar el
15 de agosto de 1936 a bordo de los vapores Sil y España Número 3. Esta tragedia causó profunda
conmoción en las marinas de todo el mundo y uno de sus efectos más perjudiciales para la República fue
que la Marina Británica, sin declararlo nunca oficialmente, e incluso al margen de su Gobierno, se puso
desde entonces decididamente en favor de los nacionales, a quienes ayudó cuanto pudo.
Perdida Cartagena, la ciudad de Murcia no tenía nada que hacer en el Alzamiento. El coronel
Cabanyes, jefe del Regimiento de Artillería de Murcia, se situó al lado del Gobierno y el día 21 envió
dos baterías a la columna que se formaba para combatir a los sublevados de Albacete, más una compañía
de fusiles con el mismo destino. El comandante Berdonces, que mandaba las baterías, se unió en Hellín a
la Guarnición de Albacete y participó en la defensa de la ciudad.
Albacete, la única provincia que no poseía guarnición propia, fue también la única que se agregó al
Alzamiento en la Tercera División. Rodeada por todas partes de territorios y fuerzas hostiles, su suerte,
sin defensas naturales, estaba echada, pero el valor y la decisión de sus defensores ofreció un admirable
ejemplo en aquellos primeros días confusos de la Guerra Civil. El jefe que se sublevó en Albacete era el
comandante de la Guardia Civil Ángel Molina Galano, con la cooperación de los oficiales de la Caja de
Recluta. La Guardia Civil de la provincia se concentró en la capital. El 19 de julio el gobernador se
incautó de las armas en posesión de armerías y particulares y ordenó su traslado al Gobierno Civil, pero
el comandante Molina Galano las depositó en su cuartel y el comandante militar, teniente coronel
Martínez Moreno, jefe de la Caja de Recluta, procedió a la declaración del estado de guerra. La Guardia
de Asalto y los afiliados a Falange se sumaron al Alzamiento y el gobernador civil fue detenido. Una
columna de Alicante al mando del diputado socialista Vicente Sol trató de apoderarse del cuartel de la
Guardia Civil en Almansa, que quedó aislado.
Desde Valencia, Murcia, Cartagena y Alicante se organizaron columnas para terminar con los
rebeldes de Albacete, que sufrieron el 22 de julio un bombardeo de aviones enviados desde Los
Alcázares. El comandante Molina envió un destacamento de socorro a la Guardia Civil de Hellín, que lo
reclamaba, y en aquella localidad recibió el inesperado refuerzo de las baterías que habían salido de
Murcia al mando del comandante Berdonces. Así reforzadas las fuerzas del comandante Molina, volvió
con las que se le habían incorporado a Albacete.
Pero al día siguiente, 24 de julio, confluían en Chinchilla las columnas de Valencia, Murcia,
Cartagena y Alicante que marcharon sobre Albacete con más de tres mil hombres. Empezaba por todas
partes en España la guerra de columnas que fue característica de aquel verano. El comandante Balibrea
se hizo cargo de la columna mixta de tropas regulares y milicianos, animados por tres diputados
socialistas. Al amanecer del 25 las fuerzas del Frente Popular se presentaban ante Albacete con el apoyo
aéreo de Los Alcázares. La ciudad, completamente abierta, sólo contaba con seiscientos hombres para la
defensa. Los defensores resistieron varias horas pero sucumbieron a la enorme superioridad del enemigo,
que no daba cuartel a los prisioneros. Los sitiados habían recibido un radio del general Franco
animándoles a la defensa, que resultó imposible. Albacete fue la única capital de provincia tomada por el
ejército del Frente Popular hasta la caída de Teruel en el mes de enero de 1938. Las represalias fueron
terribles.
Con esto queda relativamente completo el mapa del Alzamiento en España. Nos faltan algunos
detalles que en su momento se aducirán, como la caída de Badajoz y su provincia en manos del Frente
Popular y el socorro organizado por el general Queipo de Llano a las guarniciones de Córdoba y
Granada, aisladas por el enemigo, con las que consiguió establecer comunicación. El estudio del
Alzamiento queda rematado por la incorporación a la zona nacional de las posesiones de España en
África occidental, Ifni, el Sahara español y Guinea, que estaban en la órbita de las Canarias y fuera del
alcance del Frente Popular, sobre todo si se tiene en cuenta la ineficacia y medrosidad de la Escuadra de
Cartagena.
En la península, los archipiélagos y el norte de África, el mapa del Alzamiento estaba completo el 2
de agosto de 1936, cuando los cuarteles de Valencia caían en poder del Frente Popular. Las dos zonas,
con los frentes todavía mal fijados, estaban divididas en dos subzonas. Con el Gobierno estaba la zona
centro-sur-noreste, con Madrid, Barcelona y Valencia como centros principales. La subzona norte era la
franja cantábrica, de difícil comunicación con la zona central. La zona nacional se dividía en dos
porciones, separadas entre las provincias de Cáceres con los nacionales y Badajoz por la República,
pero la unión de las subzonas de Mola al norte y Queipo de Llano al sur fue conseguida por Franco
mediante el avance del Ejército de África por Extremadura a mediados de agosto. Para fijar los frentes se
emprendió desde las dos Españas enemigas en el verano de 1936 una múltiple e intensa guerra de
columnas de la que nos vamos a ocupar en el siguiente Episodio.
RICARDO DE LA CIERVA Y HOCES. (Madrid, España; 9 de noviembre de 1926) es un Licenciado y
Doctor en Física, historiador y político español, agregado de Historia Contemporánea de España e
Iberoamérica, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad de Alcalá de
Henares (hasta 1997) y ministro de Cultura en 1980.
Nieto de Juan de la Cierva y Peñafiel, ministro de varias carteras con Alfonso XIII, su tío fue Juan de la
Cierva, inventor del autogiro. Su padre, el abogado y miembro de Acción Popular (el partido de Gil
Robles), Ricardo de la Cierva y Codorníu, fue asesinado en Paracuellos de Jarama tras haber sido
capturado en Barajas por la delación de un colaborador, cuando trataba de huir a Francia para reunirse
con su mujer y sus seis hijos pequeños. Asimismo es hermano del primer español premiado con un
premio de la Academia del Cine Americano (1969), Juan de la Cierva y Hoces (Óscar por su labor
investigadora).
Ricardo de la Cierva se doctoró en Ciencias Químicas y Filosofía y Letras en la Universidad Central.
Fue catedrático de Historia Contemporánea Universal y de España en la Universidad de Alcalá de
Henares y de Historia Contemporánea de España e Iberoamérica en la Universidad Complutense.
Posteriormente fue jefe del Gabinete de Estudios sobre Historia en el Ministerio de Información y
Turismo durante el régimen franquista. En 1973 pasaría a ser director general de Cultura Popular y
presidente del Instituto Nacional del Libro Español. Ya en la Transición, pasaría a ser senador por
Murcia en 1977, siendo nombrado en 1978 consejero del Presidente del Gobierno para asuntos
culturales. En las elecciones generales de 1979 sería elegido diputado a Cortes por Murcia, siendo
nombrado en 1980 ministro de Cultura con la Unión de Centro Democrático. Tras la disolución de este
partido político, fue nombrado coordinador cultural de Alianza Popular en 1984. Su intensa labor
política le fue muy útil como experiencia para sus libros de Historia.
En otoño de 1993, Ricardo de la Cierva creó la Editorial Fénix. El renombrado autor, que había
publicado sus obras en las más importantes editoriales españolas (y dos extranjeras) durante los casi
treinta años anteriores, decidió abrir esta nueva editorial por razones vocacionales y personales; sobre
todo porque sus escritos comenzaban a verse censurados parcialmente por sus editores españoles, con
gran disgusto para él. Por otra parte, su experiencia al frente de la Editora Nacional a principios de los
años setenta, le sirvió perfectamente en esta nueva empresa.
De La Cierva ha publicado numerosos libros de temática histórica, principalmente relacionados con la
Segunda República Española, la Guerra Civil Española, el franquismo, la masonería y la penetración de
la teología de la liberación en la Iglesia Católica. Su ingente labor ha sido premiada con los premios
periodísticos Víctor de la Serna, concedido por la Asociación de la Prensa de Madrid y el premio
Mariano de Cavia concedido por el diario ABC.
Notas
[1] Testimonio del almirante Liberal Lucini, hijo del almirante Liberal, al autor <<
[2] Madrid, Editora Nacional, 1973. <<
[3] Madrid, Ediciones Cid, 1967. <<
[4] Barcelona, Librería Arysel, 1943 <<
[5] Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid 1996. <<
[6] Madridejos, Ed. Fénix. <<