El Tungsteno

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El tungsteno, inicialmente publicado en la colección de “La novela proletaria” de la Editorial Cénit,

cabe dentro de la amplia categoría de la “novela social,” dada la estética realista socialista que
gobierna la narración.4 Para comunicar el mensaje socio-político de la novela, Vallejo narra una
serie de injusticias que incluyen violaciones, labor forzada y asesinatos. Esto pone en evidencia la
degradación física y moral sufrida a manos de una corporación estadounidense denominada el
“Mining Society” por los pobladores de dos pequeñas comunidades, Quivilca y Colca,
representadas como constituyentes del departamento de Cuzco. Como se aprecia en la
representación de la corrupción moral y el ejercicio excesivo de violencia, El tungsteno depende
de una formulación polarizada del bien y el mal para definir dos extremos de conflicto social.

La exageración léxica de la narración y la gesticulación emocional de los personajes contribuyen


a que cada acción narrada cobre un aspecto enfático y tronante. De esta forma, se pretende que
la narración del conflicto manifieste inequívocamente la calidad moral de los personajes y, por
ende, su posición polarizada en el enfrentamiento social de la novela.

De hecho, en El tungsteno, el posicionamiento de los personajes está formulado para que pueda
haber un reconocimiento de la virtud cuando ésta es atacada por la vileza, organizándose así una
economía de sufrimiento y retribución. De esta manera, se narra la persecución infligida sobre los
personajes “buenos” y el abuso de poder de los personajes “malos” del texto como si estos
conflictos emotivos fueran un reflejo de la dialéctica entre clases sociales. En este sentido, estos
estamentos sociales son concebidos en la narración en términos de opresores malvados y
oprimidos inocentes; estos últimos intentarán buscar una retribución a sus pesares por medio de
una rebelión en la parte final del texto. Sin embargo, en este tránsito de la emoción a la reflexión
social, el lector percibe una confusión entre las preocupaciones individuales y las colectivas; esta
confusión hace que las quejas particulares de los personajes (junto con la agenda indigenista del
texto) queden forzosamente sometidas al proyecto de la “novela proletaria.” En este sentido, los
excesos emotivos de la narración melodramática, en lugar de hacer más inteligible la discordancia
social, problematizan la coherencia política que la novela intentaría ensayar, en la medida en que
no se logra una equivalencia plena entre las motivaciones emocionales de los personajes y el
proyecto político de la novela, complicándose así lo que debería ser el “final feliz” del texto. Por
ende, El tungsteno, en última instancia, deja al descubierto el vacío alrededor del cual gira el
proyecto político hegemónico de la novela, el cual pretende consolidar una multitud de
preocupaciones y de actores sociales bajo un único bloque ideológico.
Al considerar esta narración vallejiana, hay que notar que son justamente la hipérbole y el
esquematismo los que han contribuido a que, en general, la crítica literaria haya juzgado que El
tungsteno (junto con las obras teatrales) es inferior a la obra poética del autor (Franco 158,
Gutiérrez Girardot 143, Podestá 17). Pese a ello, vale la pena remarcar que la representación
simplificada que se encuentra en El tungsteno calza con lo que Vallejo postulaba como la estética
del arte revolucionario. En el póstumamente publicado El arte y la revolución—escrito en 1931
(González Vigil 29) pero no publicado hasta 1973—Vallejo escribió que “la forma del arte
revolucionario debe ser lo más directa, simple y descarnada posible. Un realismo implacable.
Elaboración mínima. La emoción ha de buscarse por el camino más corto y a quema-ropa. Arte de
primer plano. Fobia a la media tinta y al matiz. Todo crudo,—ángulos y no curvas, pero pesado,
bárbaro, brutal, como en las trincheras” (452). El estilo del “arte revolucionario” (que coincide con
lo que el autor también denomina el “arte bolchevique,” que observó en sus viajes a la Unión
Soviética) se diferenciaría de lo que el autor entiende por “arte socialista,” cuyo ejecutor debería
poseer “una sensibilidad orgánica y tácitamente socialista” (Arte y revolución 381) y en el que la
ideología socialista está intrínsicamente tejida en la forma artística misma. Por el contrario, el fin
del “arte revolucionario” es ante todo propagandístico: la revolución que éste propone queda en el
nivel semántico, no en la forma artística misma.6 De acuerdo con esta propuesta, en El tungsteno
es imposible eludir la crudeza de la narración, ya que, mediante esta manera directa de novelar,
se propone manifestar una clara dicotomía ética.

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