Meditación Sobre El Misterio de María Newman John Henri
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otros casos, sin embargo, la ley que las regula se aprecia con difi
cultad. Así las palabras «casualidad», «azar» y «fortuna» han venido
a usarse como expresiones de nuestra ignorancia.
De acuerdo con esto, es posible imaginarse a mentes precipitadas
e irreligiosas, ocupadas día tras día en asuntos banales, mirando de
repente a los cielos o a la tierra y criticando al gran Arquitecto con
el argumento de que hay criaturas defectuosas y haciendo preguntas
que sólo manifiestan su carencia de sentido común.
Ocurre lo mismo en relación con el mundo sobrenatural. Las
grandes verdades de la Revelación se encuentran todas conexas y
forman un conjunto. Cualquiera puede verlo, en cierta medida, in
cluso a simple vista. Pero captar la entera trabazón y armonía de la
doctrina católica exige estudio y meditación. De aquí que, así como
los filósofos y hombres de ciencia se encierran en museos y labora
torios, descienden a yacimientos o vagan entre bosques o por las
orillas del mar, quien investiga en las verdades cristianas se ocupa
frecuentemente en la oración, recoge sus pensamientos, se detiene
en las ideas de Jesús, María, la gracia y la eternidad y pondera las
palabras de hombres santos que le han precedido, hasta que aparece
ante su mirada interior la sabiduría escondida de lo perfecto que
Dios revela por medio de su Espíritu.
Lo mismo que hombres ignorantes pueden discutir la belleza y
perfección de la Creación visible, así también hombres que están
absorbidos durante seis días de la semana por el quehacer mundano,
que viven para la riqueza, la fama o el saber y conceden sólo sus
momentos de ocio al pensamiento de la religión, que nunca elevan
sus almas a Dios, nunca piden su gracia, nunca someten sus cora
zones y cuerpos, nunca contemplan seriamente las cosas de la fe,
sino que juzgan rápida y sumariamente según sus opiniones particu
lares o el humor del momento: talles hombres, digo, pueden igual
mente asombrarse con facilidad y estremecerse ante porciones de la
verdad revelada, como si fueran extrañas, duras o incoherentes y
rechazarlas en todo o en parte.
Voy a aplicar esta consideración al tema de las prerrogativas que
la Iglesia atribuye a la Bienaventurada Madre de Dios. Son asom
brosas y difíciles para aquellos cuya· imaginación no las frecuenta
y cuya razón no ha pensado en ellas. Pero cuanto más cuidadosa y
religiosamente se las considera, más esenciales aparecen a la fe cató
lica y más formando un todo con la adoración de Cristo. Este es el
punto en el que insistiré, discutible en verdad para los que son ajenos
a la Iglesia y clarísimo para sus hijos, a saber, que los privilegios de
María miran a Jesús y que nosotros la alabamos y bendecimos como
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hasta negar que fue en el cielo Hijo de Dios, afirmando que fue
hecho Hijo al ser concebido por el Espíritu Santo.
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Conexión de verdades
Veis, hermanos míos, en este punto, la armoniosa coherencia de
la doctrina revelada y la repercusión de una verdad sobre la otra.
María es exaltada en beneficio de Jesús. Era conveniente que ella,
siendo una criatura, aunque la primera de entre todas, desempeñara
un papel de servicio. Ella, como otros, vino al mundo para realizar
una obra. Tenía una misión que cumplir. Su gracia y su gloria no
existen a causa de ella misma, sino para su Creador, y a ella se
confió la custodia de la Encarnación. Esta es la tarea que le está
encomendada: «una Virgen concebirá y parirá un Hijo, al que llama
rán por nombre Emmanuel» ( cfr Isai VII, 1 4).
Así como Ella estuvo en la tierra y fue personalmente custodia
de su divino Hijo, llevándolo en su seno, cubriéndolo en su abrazo
y alimentándolo con su pecho, lo mismo ahora y hasta la última
hora de la Iglesia, sus privilegios y la devoción a ella debida pro
claman y definen la ·recta fe acerca de El como Dios y como Hombre.
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La nueva Eva
A pesar de todo, el cielo había determinado un remedio y estaba
preparado un Redentor. Dios iba a realizar una gran obra y decidió
hacerla del modo más apropiado. Consiguientemente, «donde abundó
el pecado, sobreabundó la gracia» (cfr Rom V, 20).
Los reyes de la tierra, cuando ]les nacen hijos, distribuyen regalos
con esplendidez y erigen un monumento como recuerdo. Honran el
día, o el lugar, o a los heraldos de la buena noticia con algún favor
destacado. La venida del Emmanuel nada innovó en esta costum
bre terrena. Fue un tiempo de gracia y prodigios, que se manifes
taron especialmente en la perso:ia de la Madre. Se iba a modificar
el curso de las edades y a romper la tradición del mal. Se iba a
abrir un portal de luz entre las tinieblas para la venida del Justo:
una Virgen lo concebiría y traería al mundo.
Era conveniente al honor y gloria del Hijo que el bendito instru
mento de Su presencia corporal fuese primero un milagro de la gra
cia. Era conveniente que Ella triunfase donde Eva había fracasado
y aplastara la cabeza de la serpiente con la pureza de su santidad.
En algunos aspectos, la maldición no fue revocada. María vivió
en un mundo caído y se sometió a sus leyes. Al igual que su Hijo se
sujetó al sufrimiento moral y físico, aunque también como El no co
noció el pecado. Así como la gracia fue infundida en Adán desde
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La intercesión de María
Similar a éste es su tercer privilegio, derivado de su maternidad
y de su pureza. Me refiero a su poder intercesorio. Si «Dios no escucha
a los pecadores, pero si uno le rinde culto y cumple su Voluntad,
a ese le oye» ( cfr loan IX, 31); si «la continua oración del justo es
poderosa» ( cfr Sant V, 16); si el fiel Abraham fue invitado a orar en
favor de Abimelech, «por ser un profeta» ( cfr Gen XX); si el paciente
Job debía «rezar por sus amigos», dado que «había hablado recta
mente ante Dios» (cfr Job X LII,8); si el manso Moisés, al elevar sus
manos, decidió la batalla en favor de Israel contra Amalee: ¿por qué
nos extraña oír que María, la única criatura pura del género huma
no, ejerce una influencia decisiva con el Dios de la gracia?
Si los gentiles en Jerusalén se acercaron a Felipe, porque era un
apóstol, cuando quisieron acceder a Jesús y Felipe se dirigió a Andrés
como más cercano todavía a la confianza de nuestro Señor, y ambos
se llegaron a El, ¿es extraño que la Madre tenga con el Hijo un
poder es�ncialmente diferente al del ángel más excelso y el santo más
glorificado? Si tenemos fe para admitir la Encarnación, hemos de
admitirla en su plenitud. ¿Por qué hemos de detenernos entonces
ante las amables disposiciones divinas que se derivan de ella o que
le son concomitantes? Si el Creador viene a la tierra en la forma de
un siervo y de una criatura, ¿por qué no puede llegar su Madre a
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ser reina del cielo, a vestirse con el sol y a tener la luna bajo sus
pies?.
No trato de demostrar estas doctrinas. Su evidencia radica en la
enseñanza de la Iglesia, que es portavoz de la verdad religiosa y
anuncia en todo tiempo y lugar lo que los apóstoles la confiaron.
Hemos de aceptar su palabra sin pedir pruebas , porque nos ha sido
enviada por Dios para que sepamos cómo agradarle. El hecho de que
le sirvamos es la mejor prueba de nuestra condición de católicos. No
estoy demostrando, por tanto, una doctrina que aceptáis. Pero in
tento mostraros la belleza y armonía que se manifiestan en esta ense
ñanza de la Iglesia, cualidades aquellas tan bien trabadas, que reco
miendan la doctrina al que la busca y la hacen amable a quienes
ya la confiesan.
He expuesto el profundo significado de las verdades de la Iglesia
predica de la Virgen y antes de poner fin a mis palabras deseo re
ferirme al hondo sentido de la dispensación que de estas verdades
hace la Iglesia.
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La conveniencia de la Asunción
Este gran principio, que es ilustrado con variedad en la estructura
e historia de la doctrina católica, viene especialmente a nuestra con
sideración en este tiempo, cuando celebramos la Asunción al cielo de
nuestra Señora, la Madre de Dios. Es una verdad que recibimos en
la creencia secular de la Iglesia. Pero considerada bajo la luz de la
razón, se recomienda persuasivamente a nuestro. ánimo, por la con
veniencia de que la Virgen consumase de esa manera su vida terrena.
Sentimos que debía ser así; que era propio de Dios - su Señor y su
Hijo - actuar de e�e modo con una criatura tan singular en sí misma
y en su relación a El. Es algo que está simplemente en armonía con
la esencia y las líneas. fundamentales de la doctrina sobre la Encarna
ción, de modo que sin ella la enseñanza Católica exhibiría un cierto
carácter de incompleta y podría decepcionar las expectativas de nues
tra devoción.
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Gratia plena
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Si se honra el lugar
donde nacio, porque no
se ha de honrar la
persona, que es más
digna que una cosa
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Regina prophetarum
Por eso la Virgen puede ser considerada primera entre los profe
tas, porque de Ella salió físicamente la Palabra. María es el molde
único de la Divina Sabiduría, en el que ésta se virtió y quedó reco
gida de manera indeleble.
Era lógico, adecuado y congruente que todo lo que el Omnipo
tente pudiera obrar en un ser finito lo hiciera en María. Si los pro
fetas deben ser santos, ¿qué diremos de aquélla a quien vino física
mente la Palabra de Dios y no ya su sombra o su voz? ¿Qué diremos
de María, que no fue un mero cauce del anuncio de Dios, sino el
origen de Su existencia humana, la fuente viva de donde tomó su
sangre divina y la materia de su carne santa? ¿No era conveniente
que el Padre eterno la preparase para este ministerio único mediante
una santificación preeminente? ¿No actúan así con sus hijos los padres
de la tierra? ¿Los entregan fácilmente a extraños para que los críen y
eduquen? Si padres descuidados manifiestan en este tema una cierta
ternura y solicitud ¿no hará lo mismo Dios cuando entrega su Hijo al
cuidado de una criatura?
Era de esperar que si el Hijo era Dios, la Madre fuera digna de
El, en la medida al menos que una criatura puede ser digna del
Creador. Era de esperar qut; la gracia realizara en Ella una obra per
fecta y que si había de llevar en sus entrañas a la Eterna Sabiduría,
fuera Ella misma la sabiduría creada en la que vive toda la gracia
del Camino y de la Verdad. ¿Podemos trazar límites a la santidad de
la Madre del Dios Santísimo?
Esta es la verdad latente desde siempre en el corazón de la Igle
sia, ratificada por el instinto espiritual de sus hijos: que ningún límite
- excepto los propios de una criatura - puede asignarse a la santidad
de María.
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llecida por aquel tiempo, que fuera elevada nada menos que a la
dignidad de Madre de Dios.
Sin duda no hay proporción entre la naturaleza humana y los
dones divinos. Dios permite que merezcamos lo que no podemos pre
tender, excepto por un acto de su misericordia. Nos promete el cielo
en base a nuestras buenas obras en la tierra y en virtud de la dispen
sación de esta promesa decimos con razón que lo merecemos, aunque
el cielo es un bien infinito y nosotros somos seres finitos.
Cuando afirmo que María mereció ser la Madre de Dios, me re
fiero a lo que parecía natural y lógico que Dios, por ser Dios, conce
diera a la perfección única que María había obtenido mediante la
gracia. No digo que Ella pudiera pretender la gracia que recibía.
Pero una vez formulada esta precisión, considerad lo heroica y lo
magnífica que hubo de ser la santidad c{iya divina recompensa fue
la prerrogativa de ser Madre de Dios. Enoch fue arrebatado de entre
los malvados y, en consecuencia, decimos: he aquí un hombre justo
que era demasiado bueno para d mundo. Noé fue salvado y salvó a
otros del diluvio y afirmamos que lo consiguió por su virtud. ¡Qué
. grande que la fe de Abraham, que le ganó la confianza y el título de
amigo de Dios! ¡Qué intenso el amor de David, en atención al cual
no fue arrebatado el reino a su hijo cuando éste cayó en la idola
tría! ¡Qué excelente la inocencia de Daniel, que le valió la revelación
de su perseverancia final! ¡Cómo serian entonces la fe, el celo, el
amor y la inocencia de María, cuando la prepararon en un breve
período de tiempo para ser la_ Madre de Dios!
Las glorias de nuestra Señora no descansan sólo en su maternidad.
Esta prerrogativa es más bien la coronación de aquéllas: de no haber
sido «llena de gracia», como el ángel le saluda, de no haber sido
predestinada corno reina de los santos, de no haber merecido más
que todos los hombres y ángeles juntos, no habría sido exaltada a
dignidad tan incomparable. La fiesta de la Anunciación, cuando
María acepta su llamada, y la fiesta de Navidad, cuando nace Cristo,
son el centro, no el límite, de sus glorias. Son el cenit de su día, la
medida de su comienzo y de su plenitud. Atraen nuestros pensa
mientos a la fiesta de su Concepción Inmaculada y los llevan después
a la fiesta de la Asunción. Nos sugiere lo pura que fue su primera
elevación y nos anticipan lo trascendente que iban a ser las glorias
de su final celeste.
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El tránsito de la Virgen
Pero aunque murió igual ·que todos, no murió como los demás
hombres, pues en virtud de los méritos y la gracia de su Hijo, que
en Ella se habían anticipado al pecado y la habían llenado de luz
y pureza, fue librada de todo lo que marchita y destruye la figura
corporal. No había en Ella pecado original que mediante el desgaste
de los sentidos, la erosión del cuerpo y la decrepitud causada por los
años preparara la muerte. La Virgen murió, pero su muerte fue un
simple hecho, no el efecto de un proceso, y una vez ocurrida, dejó
de ser. Murió para vivir. Murió como una cuestión de forma o una
ceremonia en orden a pagar lo que se llama el débito de la natu
raleza: no por ella misma o a causa del pecado, sino para someterse
a su condición, glorificar a Dios y hacer lo mismo que había hecho
su Hijo. No murió, sin embargo, como su Hijo y Salvador, con su
frimiento físico en orden a un fin especial. No murió la muerte
de un mártir, pues su martitio se realizó en vida. No murió como
una víctima expiatoria, pues la criatura no podía desempeñar ese
papel que sólo Uno podía cumplir por todos. Murió para terminar
su curso mortal y recibir su corona.
Por eso murió privadamente. Convenía que Aquél que murió por
el mundo lo hiciera a la vista del mundo. Pero ella, flor del Edén,
que vivió siempre escondida, murió en la sombra del jardín, entre
las flores donde había vivido. Su tránsito no causó ruido alguno.
La Iglesia continuó con sus tareas cotidianas de predicar, convertir
y sufrir. Había persecuciones, huídas de una ciudad a otra y már
tires. Poco a poco se extendió el rumor de que la Madre del Señor
no estaba ya en la tierra. Peregrinos comenzaron a moverse en busca
de sus reliquias, pero nada encontraron. ¿Murió en Efeso o en Jeru
salén? Las opiniones no coincidían, pero en cualquier caso su tumba
no fue hallada y si se halló estaba abierta. Los que buscaban volvie
ron a casa sorprendidos y como en espera de más luces. Pronto co
menzó a decirse que cuando el tránsito de María se aproximaba y su
alma iba a dirigirse al encuentro de su Hijo, los apóstoles se reu
nieron en un determinado lugar , quizás en la Ciudad Santa, para
asistir al gozoso acontecimiento y que poco después de enterrarla con
los ritos adecuados repararon en que su cuerpo no estaba en la tum
ba, mientras ángeles cantaban día y noche con voces alegres las glo
rias de su Reina asunta al Cielo.
Pero aparte de nuestros sentimientos sobre los detalles de esta
historia, no hemos de dud�r que, de acuerdo con el sentir de todo
el orbe católico y las revelaciones hechas a almas santas, María se
encuentra en cuerpo y alma con su Hijo y Dios en el cielo y que
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