La Razón de Estado en Maquiavelo

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La Razón de Estado en Maquiavelo

y en el antimaquiavelismo español

y particularmente en Quevedo

Felipe Giménez Pérez

Se expone la doctrina de la Razón de Estado en Nicolás Maquiavelo, en el antimaquiavelismo


español y en particular en Francisco de Quevedo y Villegas

1. Nicolás Maquiavelo (1469-1527)

Dice F. Meinecke definiendo la razón de Estado: «Razón de Estado es la máxima del obrar político,
la ley motora del Estado. La razón de Estado dice al político lo que tiene que hacer, a fin de
mantener al Estado sano y robusto. Y como el Estado es un organismo, cuya fuerza no se mantiene
plenamente más que si le es posible desenvolverse y crecer, la razón de Estado indica también los
caminos y las metas de este crecimiento... La «razón» del Estado consiste pues, en reconocerse a
sí mismo y a su ambiente y en extraer de este conocimiento las máximas del obrar.»{1} Por su
parte, el italiano Giovanni Botero define la 'Razón de Estado' como «notitia de mezi atti a fondare,
conservare e ampliare un Dominio».{2}

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es el fundador de la filosofía política moderna al sostener la


autonomía de lo político con respecto a la ética y a la moral. Maquiavelo es realista, pues
comprueba «que por lo que respecta a las actividades colectivas, lo que es, es el Estado. Es él
quien da a este último término su significado de poder central soberano, legislador y decisor sin
competencias para la colectividad en los asuntos exteriores e interiores, siendo, pues, quien
realiza la laicización de la plenitudo potestatis.»{3} Aunque Maquiavelo nunca ha mencionado el
sintagma nominal «Razón de Estado», sin embargo, suministra todos los elementos teóricos para
poder pensarla a partir de él. Con todos los elementos que vamos a enumerar, se pone en marcha
el concepto de razón de Estado.{4} Así pues, el maquiavelismo es el primer momento en la
modernidad en el que se reflexiona abiertamente sobre la Razón de Estado:

«Es por eso, una necesidad histórica, que el hombre con quien comienza en el Occidente moderno
la historia de la razón de Estado y del que ha recibido su nombre el maquiavelismo, fuera un
pagano que no conocía el miedo del infierno, y que pudo, de esta suerte, dedicarse con serenidad
clásica a reflexionar sobre la esencia de la razón de Estado.»{5}
El análisis efectuado por Maquiavelo de lo político es un análisis que pretende ser realista, ir a las
cosas mismas: «Ma sendo l'intento mio scrivere cosa utile a chi la intende, mi è parso più
conveniente andare drieto alla verità effettuale della cosa, che alla imaginazione di essa.»{6}. El
Príncipe o el soberano, o el gobernante, o la autoridad o el Estado como poder soberano debe
tener una actuación eficaz. Según Max Horkheimer, lo que Maquiavelo ha pretendido con su
teorización política no es otra cosa que promover «el poder y la grandeza, la firme seguridad del
Estado burgués en cuanto tal».{7} Esto se advierte al leer en Maquiavelo lo siguiente:

«Debbe ancora uno principe mostrarsi amatore delle virtù, dando recapio alli uomini virtuosi e
onorare gli eccellenti in una arte. Appresso debbe animare li sua cittadini di potere quietamente
esercitare gli esercizii loro, e nella mercanzia e nella agricultura, e in ogni altro esercizio degli
uomini; e che quello non tema di ornare le sua possessioni per timore che le gli sieno tolte, e
quell'altro di aprire uno traffico per paura delle taglie; ma debbe preparare premii a chi vuol fare
queste cose, e a qualunque pensa in qualunque modo ampliare la sua città o il suo stato.»{8}

Decía Francis Bacon que «Hay que agradecer a Maquiavelo y a los escritores de este género el que
digan abiertamente y sin disimulo lo que los hombres acostumbran a hacer, no lo que deben
hacer.» Este es el gran escándalo que provoca el maquiavelismo a partir de la Contrarreforma
tanto en católicos como en protestantes, pretendiendo todos los teóricos políticos el distanciarse
por lo menos retóricamente de él. Por su parte el iudeus et atheista Spinoza lo califica de
«acutissimus florentinus»{9}. Los filósofos políticos materialistas y realistas admiran a Maquiavelo
y parten de sus análisis a la hora de elaborar su teorización política propia. Frente a esto, el
antimaquiavelismo rechaza toda autonomía de lo político respecto a la religión y a la moralidad.

La política no tiene nada que ver con la moralidad. La observación empírica así lo muestra. El fin
fundamental del gobierno es la conservación y el engrandecimiento del Estado, del poder. El
Estado es la mejor garantía de la libertad y la seguridad. Por ello, Maquiavelo enuncia una serie de
consejos u observaciones prácticas respecto al poder y ello sin prejuicios religiosos o morales. A
este respecto conviene crtar nuevamente a Horkheimer quien afirma lo siguiente:

«Los instrumentos para dominar a los hombres que a Maquiavelo le proporciona el estudio de la
historia han sido, de hecho, constantemente utilizados en la política, pero, por lo general, no con
vistas a ese fin supremo. Cuando Maquiavelo, en el famoso capítulo octavo de «El Príncipe»,
explica que el príncipe puede romper pactos, que no tiene por qué cumplir su palabra, cuando
muestra que la religión ha servido en todas las épocas para apaciguar los ánimos de las clases
sociales dominadas, cuando sopesa sin el menor escrúpulo qué religión, la cristiana o la pagana
podrá prestar mejores servicios a este fin, cuando señala que el exterminio de grupos humanos
enteros puede, en determinadas circunstancias, ser utilizado como medio; en resumen, cuando
muestra que los bienes más sagrados, lo mismo que los peores delitos, han sido en todo momento
instrumentos en manos de los gobernantes, está formulando una doctrina filosófico-histórica
trascendental.»{10}

Efectivamente, podemos, con Horkheimer considerar que la pretensión de Maquiavelo es


trascendental, pues pretende tener una validez universal y necesaria dadas las circunstancias
reales.

El Príncipe estará situado más allá del bien y del mal. El Estado podrá ser amoral, inmoral o moral
según la razón misma de su conservación, existencia o incremento de fuerza. Los fines políticos
son diferentes de los fines morales de un particular. Para empezar, el político, o gobernante, el
Estado, el soberano, no ha de ser bueno, pues esta no es una buena estrategia ni proporcionará
resultados eficaces: «perché uno uomo che voglia fare in tutte le parte profesione de buono,
conviene ruini infra tanti che non sono buoni. Onde è necessario a uno principe, volendosi
mantenere, imparare a potere essere non buono, e usarlo e non l'usare secondo la necessità.»{11}
Nunca se ha de olvidar la necesidad de la violencia en política. Maquiavelo distingue entre una
violencia reparadora y una violencia destructora. La primera es positiva y necesaria. Renunciar a
ella es una insensatez. Lo que un político revolucionario, innovador o conservador no debe ser
nunca es lo que Maquiavelo califica genialmente de «profeta desarmado». Un ejemplo
contemporáneo de Maquiavelo de lo que constituye un profeta desarmado es fray Jerónimo
Savonarola:

«Di qui nacque che tutti e'profeti armati vinsono, e li disarmati ruinorono. Perché, oltre alle cose
dette, la natura de'populi è varia; ed è facile a persuadere loro una cosa, ma è difficile fermarli in
quella persuasione. E però conviene essere ordinato in modo, che, quando e'non credono più, si
possa fare loro credere per forza.»{12}

Hay que saber cultivar la apariencia, la opinión del vulgo, la cual, ha de ser favorable al Príncipe o
al Gobierno, pues si en «El Príncipe», Maquiavelo es monárquico, en los «Discursos» es
republicano. Las mismas técnicas de conservación y acrecentamiento del poder valen en ambos
casos, pues de lo que se trata es del «Estado», de su razón.
«E io so che ciascuno confesserà che sarebbe laudabilissima cosa in uno principe trovarsi, di tutte
le soprascritte qualità, quelle che sono tenute buone; ma, perché le non si possono avere, né
interamente osservare, per le condizioni umane che non lo consentono, gli è necessario essere
tanto prudente, che sapia fuggire l'infamia di quelli vizii che li torrebbano lo stato, e da quelli che
non gnene tolgano guardarsi, se egli è possibile; ma non possendo, vi si può con meno respetto
lasciare andare. Et etiam non si curi di incorrere nella infamia di quelli vizii, sanza quali e'possa
difficilmente salvare lo stato; perché se si considerrà bene tutto, si troverrà qualche cosa che parrà
virtù, e seguendola sarebbe la ruina sua, e qualcuna altra che parrà vizio, e seguendola ne riesce la
securtà e il bene essere suo.»{13}

Como dice Francisco Javier Conde, Maquiavelo consideró la política como retórica del poder para
seducir al vulgo. Lo más importante «es la certeza de que la clave real de Maquiavelo, y acaso
también una de las cifras del Estado moderno, es la Retórica»{14} y añade Javier Conde que «Por
eso, el arte político es primordialmente "retórica", arte de persuadir, de conquistar la opinión. En
este sentido, el sabio maquiavélico no se cuida tanto de si los medios que emplea para aquietar la
realidad humana "son" buenos o malos, como de que "parezcan" buenos.»{15} Esta concepción de
la política como retórica se apoya en la afirmación de Maquiavelo de que siempre habrá quien
quiera ser engañado: «Ma è necessario questa natura saperla bene colorire, ed essere gran
simulatore e dissimulatore: e sono tanto semplici gli uomini, e tanto obediscano alle necessità
presenti, che colui que inganna troverrà sempre chi si lascerà ingannare.»{16} Por ello es posible y
necesario que el político, el Estado mientan y no mantengan la palabra dada. En política todo
convenio o toda conducta está sometida a la claúsula «sic rebus stantibus». La validez de las
promesas depende de la perduración de las condiciones que las vieron surgir:

«Quanto sia laudabile in uno principe mantenere la fede e vivere con integrità e non con astuzia,
ciascuno lo intende; nondimanco, si vede per esperienza ne'nostri tempi quelli principi avere fatto
gran cose che della fede hanno tenuto poco conto, e che hanno saputo con l'astuzia aggirare
e'cervelli degli uomini; e alla fine hanno superato quelli che si sono fondati in sulla lealtà. Dovete
adunque sapere como sono dua generazioni di combattere: l'uno con le leggi, l'altro con la forza:
quel primo è proprio dello uomo, quel secondo è delle bestie: ma, perché el primo molte volte non
basta, conviene ricorrere al secondo. Pertanto, a uno principe è necessario sapere bene usare la
bestia e l'uomo... Sendo dunque uno principe necessitato sapere bene usare la bestia, debbe di
quelle pigliare la golpe e il lione; non si defende da'lacci, la golpe non si defende da 'luppi. Bisogna
adunque essere golpe a conoscere e'lacci e lione a sbigottire e'lupi. Coloro che stanno
semplicemente in sul lione, non se ne intendano. Non può, pertanto, uno signore prudente né
debbe osservare la fede, quando tale osservanzia li torni contro e che sono spente le cagioni che la
feciono promettere. E, se gli uomini fussino tutti buoni, questo precetto non sarebbe buono; ma,
perché sono tristi e non la osservarebbono a te, tu etiam non l'hai ad osservare a loro. Né mai a
uno principe mancorono cagioni legittime di colorire la inosservanzia.»{17}
El engaño a la opinión pública, al pueblo es fundamental. La política se convierte en retórica por lo
que hemos señalado más arriba: siempre habrá gente que quiera ser engañada por el Estado.
Además, el pueblo, el vulgo tiene un conocimiento que, en términos platónicos llamaríamos
«doxa», opinión. No se trata tanto de ser ante el vulgo, cuanto de parecer. Por ello «el «vulgo», no
tendrá acceso a la verdad efectiva de las cosas. El juicio del vulgo no producirá «verdad», sino
«opinión».{18} De todos modos, como conviene al príncipe el apoyo de su pueblo, de ahí le viene
al Estado y a la política la necesidad de la retórica y de las apariencias pues afirma Maquiavelo:
«Concluderò solo che a uno principe è necessario avere el populo amico; altrimenti non ha nelle
avversità remedio.»{19} El príncipe siempre tratará por todos los medios a su alcance de evitar el
ser despreciado y odiado por el pueblo: «che il principe pensi, como di sopra in parte è detto, di
fuggire quelle cose che lo faccino odioso e contennendo.»{20} Para entender la política como
apariencia y retórica ante el vulgo, a quien el príncipe o el Estado o el gobernante ha de tener
siempre a su lado como condición indispensable del buen hacer político, hay que tener en cuenta
la división que realiza Maquiavelo entre los tres tipos de inteligencias que distingue: «E perché
sono di tre generazioni cervelli: l'uno intende da sé, l'altro discerne quello che altri intende, el
terzo non intende né sé né altri; quel primo è eccellentissimo, el secondo eccellente, el terzo
inutile.»{21}

En política, lo que cuenta es la eficacia de los resultados. Tales resultados le traen fama al Estado,
al gobernante. Eso es lo que cuenta: aumentar el poder del Estado. El fin entonces justifica los
medios utilizados. Se plantea así la necesidad de carecer de escrúpulos. Todos los medios serán
juzgados entonces honorables si el príncipe consigue los resultados necesarios para el Estado. En
eso consiste la virtù de Maquiavelo es la areté de los griegos o la virtus de los romanos, excelencia,
potencia, poder, cumplir con la función asignada. Dice Francisco Javier Conde que «El «uomo
virtuoso» es propiamente el hombre valiente»{22} y que «La esencia de la virtud consiste, desde
este ángulo, en ver la ocasión y cogerla, no dejarla pasar en vano».{23} La virtud es simplemente la
prudencia política, la capacidad de tomar las decisiones convenientes en el momento u ocasión
adecuados. Es energía, potencia, poder. Ello exige estar más allá del bien y del mal y carecer de
escrúpulos morales y religiosos. Ahora la política se autonomiza en su ejercicio y en su concepción
teórica y ello de forma consciente en Maquiavelo:

«E hassi ad intendere questo, che uno principe, e massime uno principe nuovo, non può osservare
tutte quelle cose per le quali gli uomini sono tenuti buoni, sendo spesso necessitato, per
mantenere lo stato, operare contro alla fede, contro alla carità, contro alla umanità contro alla
religione. E però bisogna che egli abbia uno animo disposto a volgersi secondo ch'e venti della
fortuna e le variazioni delle cose li comandano, e, come di sopra dissi, non partirsi del bene,
potendo, ma sapere intrare nel male, necessitato. Debbe, adunque, avere uno principe gran cura
che non gli esca mai di bocca una cosa che non sia piena delle soprascritte cinque qualità, e paia, a
vederlo e udirlo tutto pietà, tutto fede, tutto integrità, tutto umanità, tutto religione. E non è
chosa più necessaria a parere di avere che questa ultima qualità. E gli uomini in universali iudicano
più agli occhi che alle mani; perchè tocca a vedere a ognuno, a sentire a pochi. Ognuno vede
quello che tu pari, pochi sentono quello che tu se'; e quelli pochi non ardiscano opporsi alla
opinione di molti, che abbino la maestà dello stato che li defenda; e nelle azioni di tutti gli uomini,
e massime de'principi, dove non è iudizio a chi reclamare, si guarda al fine. Facci dunque uno
principe di vincere e mantenere lo stato: e'mezzi saranno sempre iudicati onorevoli e da ciascuno
laudati; perché il vulgo ne va sempre preso con quello que pare e con lo evento della cosa; e nel
mondo non è se non vulgo; e li pochi non ci hanno luogo, quando li assai hanno dove
appoggiarsi.»{24}

La religión no se considera en su verdad sino en su eficacia política como opio del pueblo, como
cemento para unir los ladrillos del edificio social. Es la ideología social para mantener la estabilidad
del Estado:

«E vedesi, chi considera bene le istorie romane, quanto serviva la religione a comandare gli
eserciti, animire la Plebe, a mantenere gli uomini buoni, a fare vergognare i rei... E veramente mai
fu alcuno ordinatore di leggi straordinarie in uno popolo che non ricorrese a Dio, perché
altrimente non sarebbero accettate; perché sono molti i beni conosciuti da uno prudente, i quali
non hanno in sé ragioni evidenti da poterli persuadere ad altrui. Però gli uomini savi che vogliono
tòrre questa difficultà ricorrono a Dio.»{25}

La religión tiene una evidente función política de tranquilizar a las masas y de generar un consenso
social difícil por no decir imposible de conseguir en una sociedad atea. Aquí la religión se entiende
como una moral o como una política. Un útil instrumento es la religión para hacer inteligibles al
pueblo los principios morales o políticos convenientes para conservar el Estado y la paz social.
Para hacer inteligible al pueblo tales principios es necesario que estén acompañados de símbolos
teológicos. Ello incluye lo que Platón denominó la «mentira política». Esto también lo defendió en
la Antigüedad Critias al sostener que la religión era una creación o invento político de los
gobernantes o de los sacerdotes para mantener al pueblo en la obediencia de las leyes morales y
políticas que de otro modo se verían desobedecidas de continuo debido a la inmadurez del
pueblo. Maquiavelo está en esta tradición de entender a la religión como instrumento de
dominación política y a la vez de educación moral del pueblo. Por ello, el Estado mantendrá la
religión sin cambios para no alterar el consenso social y político y para no ir a la ruina:

«Quelli principi o quelle republiche le quali si vogliono mantenere incorrotte, hanno sopra ogni
altra cosa a mantenere incorrotte le cerimonie della loro religione, e tenerle sempre nella loro
venerazione; perché nessuno maggiore indizio si puote avere della rovina d'una provincia, che
vedere dispregiato il culto divino. Questo è facile a intendere, conosciuto che si è in su che sia
fondata la religione dove l'uomo è nato; perché ogni religione ha il fondamento della vita sua in su
qualche principale ordine suo.»{26}

Es más, Maquiavelo adopta una actitud ante la religión y ante la moral que anticipa la crítica
nietzscheana de la religión y la moral por considerarlas antivitales, decadentes, propias de
impotentes. A fin de cuentas, la virtù de Maquiavelo no deja de recordarnos la «moral de los
señores» de Nietzsche. Paganismo, ateísmo, por ahí se mueve el pensamiento de Maquiavelo.
Dice Maquiavelo:

«Pensando dunque donde possa nascere che in quegli tempi antichi i popoli fossero più amatori
della libertà che in questi, credo nasca da quella medesima cagione che fa ora gli uomini manco
forti, la quale credo sia la diversità della educazione nostra dall'antica, fondata dalla diversità della
religione nostra dalla antica. Perché, avendoci la nostra religione mostro la verità e la vera via, ci fa
stimare meno l'onore del mondo; onde i Gentili, stimandolo assai e avendo posto en quello il
sommo bene, erano nelle azioni lore più feroci. Il che si può considerare da molte loro
constituzioni, cominciandosi dalla magnificenza de'sacrifizi loro alla umiltá de'nostri, dove è
qualche pompa più delicata che magnifica, ma nessuna azione feroce o gagliarda. Qui non
mancava la pompa né la magnificenza delle cerimonie, ma vi si aggiugneva l'azione del sacrificio
pieno di sangue e di ferocità, ammazzandovisi moltitudine d'animali; il quale aspetto, sendo
terribile, rendeva gli uomini simili a lui. La religione antica, oltre a di questo, non beatificava se non
uomini pieni di mondana gloria, come erano capitani di eserciti e principi di republiche. La nostra
religione ha glorificato più gli uomini umili e contemplativi che gli attivi. Ha dipoi posto il sommo
bene nella umiltà, abiezione, en el dispregio delle cose umane; quell'altra lo poneva nella
grandezza dello animo, nella fortezza del corpo e in tutte le altre cose atte a fare gli uomini
fortissimi. E se la religione nostra richiede che tu abbi in te fortezza, vuole che tu sia atto a patire
più che a fare una cosa forte. Questo modo di vivere, adunque, pare che abbi renduto il mondo
debole e datolo in preda agli uomini scelerati; i quali sicuramente lo possono maneggiare,
veggendo como l'università degli uomini per andarne in Paradiso pensa più a sopportare le sue
battiture che a vendicarle. E benché paia che si sia effeminato il mondo e disarmato il Cielo, nasce
più, sanza dubbio, dalla viltà degli uomini che hanno interpretato la nostra religione secondo l'ozio
e non secondo la virtù. Perché, se considerassono come la ci permette la esaltazione e la difesa
della patria, vedrebbono come la vuole che noi l'amiamo e onoriamo e prepariamoci a essere tali
che noi la possiamo difendere. Fanno, adunque, queste educazioni e sì false interpretazioni che nel
mondo non si vede tante republiche quante si vedeva anticamente; né per consequente si vede
ne'popoli tanto amore alla libertà quanto allora.»{27}
Por ello es por lo que encontramos en Friedrich Meinecke la siguiente valoración de Maquiavelo:
«A pesar de su respeto externo por la Iglesia y el cristianismo, harto a menudo mezclado con
ironía y crítica, y a pesar de hallarse influído, sin duda, por el pensamiento cristiano, Maquiavelo
era, en el fondo, un pagano que reprochaba al cristianismo con una frase célebre (Discurso II, 2),
«haber hecho al hombre humilde, afeminado y débil». Con nostalgia romántica volvía los ojos a la
fuerza, la grandeza y la belleza de la vida antigua y a los ideales de su «mundana gloria».{28}

Como técnica de poder político al servicio de la razón de Estado, el discurso de Maquiavelo


recomienda además que ya que la política es retórica, juego de apariencias ante el vulgo, que en
caso de tener que tener que elegir entre ser temido y ser amado, se elija el ser temido mejor que
ser amado (capítulo XVII de «El Príncipe») y que las medidas impopulares que deba adoptar el
príncipe las adopte a través de subordinados. Que otros que están en jerarquía por debajo del
gobernante sean los que se quemen o sufran el desgaste y sean llegado el caso, los chivos
expiatorios de las iras populares: Lerma, Olivares, Esquilache, Godoy, etc. «che li principi debbano
le cose di carico fare sumministrare ad altri, quelle di grazia a loro medessimi.»{29}

En política internacional, podríamos decir con Hobbes y Spinoza que reina el estado de naturaleza
y que cada Estado está abandonado a sus propias fuerzas. El Estado, según Maquiavelo debe
proporcionar seguridad interna y externa a sus ciudadanos. «Sólo el que tiene en sí mismo la razón
de su seguridad es capaz de regirse por sí mismo. El que no la tiene, pende de otro y a otro ha de
recurrir para defenderse. Por razón de su ser, el Stato maquiavélico es autónomo y sólo es Estado
en la medida en que se rige por sí mismo».{30} Por decirlo de otra manera, un Estado sólo lo es si
es independiente. Además, Maquiavelo sostiene el primado de la política exterior sobre la interior:
«...sempre staranno ferme le cose di dentro quando stieno ferme quelli di fuori, se già le non
fussino perturbate da una coniura.»{31} A este respecto, sostiene Javier Conde que «El «primado
de la política exterior» es realmente la ley de bronce del Stato maquiavélico».{32}

Como decía Carl Schmitt, el horizonte político no es un universo, sino un pluriverso de Estados en
los que la distinción fundamental que caracteriza a lo político –distinción tomada de Platón, por
cierto como no duda en reconocer el propio Carl Schmitt– es la distinción entre amigo/enemigo.
Maquiavelo se hace cargo de esta realidad y por ello, «Por una trágica paradoja, el afán de
seguridad que constituye la médula del stato maquiavélico hace que éste quede
constitutivamente inscrito en el horizonte de la guerra. El estado normal del pluriversum político
es la guerra.»{33} Por todo ello, a la política internacional, a la política exterior le es aplicable la
retórica que caracterizaba la relación del Soberano con los ciudadanos o con los súbditos. La virtù
es virtú en política interior y exterior. Tampoco las reglas morales serán aquí de obligado
cumplimiento. El Estado debe ser un Estado militar, dispuesto a la guerra en cualquier momento
para defender el bien común, la tranquilidad de los ciudadanos. No hay que dudar en usar el
fraude en la guerra. Es algo enteramente digno de alabanza:

«Ancora che lo usare la fraude in ogni azione sia detestabile, nondimanco nel maneggiare la
guerra è cosa laudabile e gloriosa, e parimente è laudato colui che con fraude supera il nimico,
como quello che lo supera con le forze. E vedesi questo per il giudicio che ne fanno coloro che
scrivono le vite degli uomini grandi...Di che, per leggersi assai esempli, non ne replicherò alcuno.
Dirò solo questo, che io non intendo quella fraude essere gloriosa che ti fa rompere la fede data e i
patti fatti; perché questa, ancora che la ti acquisti qualche volta stato e regno, come di sopra si
discorse, la non ti acquisterà mai gloria. Ma parlo di quella fraude che si usa con quel nimico che
non si fida di te, e che consiste proprio nel maneggiare la guerra.»{34}

Además, para Maquiavelo, «la política no es otra cosa que la lucha de opuestos, el equilibrio de
tensiones, el reajuste de fuerzas en oposición.»{35} Por ello, no hay que dudar lo más mínimo en
defender la patria, el Estado y ello aunque sea con ignominia si llega el caso.

«E che la patria è bene difesa in qualunque modo la si difende, o con ignominia o con gloria... La
quale cosa merita di essere notata e osservata da qualunque cittadino si truova a consigliare la
patria sua; perché dove si dilibera al tutto della salute della patria, non vi debbe cadere alcuna di
crudele, né di laudabile né d'ignominioso, né di piatoso né di crudele, né di laudabile né
d'ignominioso; anzi, posposto ogni altro rispetto, seguire al tutto quel partito che le salvi la vita e
mantenghile la libertà.»{36}

Por esto, el mentir o el no respetar los convenios ni las promesas arrancadas por la fuerza de la
necesidad son algo deseable y enteramente laudable a juicio de Maquiavelo, conectando así con
lo más arriba dicho acerca de la necesidad de romper y desobedecer los convenios siguiendo la
claúsula rebus sic stantibus: «che non è vergognoso non osservare quelle promesse che ti sono
state fatte promettere per forza; e sempre le promesse forzate che riguardano il publico, quando
e'manchi la forza, sin romperanno, e fia sanza vergogna di chi le rompe».{37} En política exterior,
igual que en la interior, «la dialéctica del mando y la obediencia está en proporción directa del
poder armado. En la dialéctica externa de dos Estados, el mejor armado impone la ley al otro,
mientras éste pierde su autonomía, deja de ser Estado.»{38} Por eso, la guerra es la relación
normal entre Estados. Es el estado natural del Estado: «un Estado que no sepa o no pueda hacer la
guerra es para Maquiavelo un concepto esencialmente contradictorio, un contrasentido o, más
bien, un contra-ser.»{39} Por ello, al igual que el príncipe que llegue a ser despreciado y odiado
por su pueblo está perdido, algo parecido le ocurre a un Estado despreciado e injuriado en política
internacional: está perdido y su independencia puede desvanecerse de un momento a otro: «en la
política exterior un Estado al que los demás desprecien es objeto seguro de injuria y, por tanto, de
nuevas causas de guerra.»{40}

Finalmente concluiremos acerca de Maquiavelo que con él al comenzar la filosofía política


moderna desprendida de la teología y de la ética, al ganarse la autonomía de lo político,
forzosamente es el primer pensador europeo moderno que reflexiona sobre la razón de Estado:

«Nicolás Maquiavelo fue quien primero lo hizo así. Aquí lo que importa es el problema, no la
expresión, que todavía no se halla en él. Maquiavelo no comprimió todavía en una expresión
tópica sus ideas sobre la razón de Estado. Aun cuando gustaba de los tópicos enérgicos y cargados
de contenido, y aun cuando acuño muchos, no sintió, sin embargo, la necesidad de una expresión
precisa para las ideas supremas que ocupaban su ánimo, cuando éstas le parecían evidentes y le
absorbían totalmente. Se ha echado de menos, por ejemplo que no llegó a expresarse sobre el
último fin del Estado, concluyendo erróneamente de este hecho que nunca llegó a reflexionar
sobre este punto. Maquiavelo, al contrario, vivió y actuó, como veremos en seguida, dentro del
ámbito de un fin supremo del Estado perfectamente determinado. Y de igual manera, todo su
pensamiento político no es otra cosa sino reflexión continuada sobre la razón de Estado.»{41}

2. El Antimaquiavelismo en España

La obra de Maquiavelo fue entendida en seguida por los comentaristas como una apología de la
Razón de Estado. Se veía a la virtù maquiavélica como principio primero y razón última en el
gobierno de los Estados. Se vió en la teorización maquiavélica una exaltación de la fuerza y de la
voluntad de poder expresados en la máxima: «el fin justifica los medios.» Maquiavelismo y razón
de Estado se hicieron sinónimos.

El pontífice Pablo IV (1555-1559) hizo que la fortuna histórica de Maquiavelo variase de sentido,
pues dictó sentencia de condena contra los escritos de Maquiavelo (1559) y el Concilio de Trento
(1545-1563) incluyó las obras de Maquiavelo en el Index librorum prohibitorum (sentencia
confirmada en 1564). El motivo de tal prohición fueron «los ataques al dogma, al magisterio
eclesiástico, a la moral y a las buenas costumbres.»{42} España sentó cátedra frente a este hecho y
a partir de Felipe II, adversario teórico y político de Maquiavelo, un antimaquiavelo acérrimo, los
tratadistas españoles tuvieron un gran interés en demostrar y en refutar los errores del florentino.
En España, pues, se puso mucho esfuerzo en atacar a Maquiavelo. El Imperio Católico Español, la
Monarquía Hispánica camina hacia el Imperio por Dios y con Dios, con el Catolicismo y los teóricos
políticos e intelectuales de tal alianza ponen un especial énfasis en atacar a Maquiavelo, aunque
luego, en la casuística particular sean tan maquiavélicos como el propio Maquiavelo a quien no
dudan en atacar. En el pensamiento político tradicional, católico español, de clara raigambre
tomista, había una armonía postulada teóricamente al menos, entre fe y razón. La secularización
completa de la política afirmada por Maquiavelo es motivo de escándalo:

«Ahora bien: si la creencia en una armonía entre razón y fe era la roca viva en que se apoyaba la
construcción de la política y el Estado, elevada por nuestros escritores del siglo XVII, es lógico
suponer que cuanto amenazase esa fundamental base de su doctrina produjera en ellos gran
alarma. Alarma que les llevó a adoptar su tan conocida actitud de beligerantes incansables contra
la obra de Maquiavelo. En esto consiste radicalmente el antimaquiavelismo de nuestros clásicos
de que tantas veces se ha hablado, pero sin intentar esclarecer el último sentido de ese amplio
movimiento en nuestra literatura política desde los últimos decenios del siglo XVI hasta 1700.»{43}

Dice José Antonio Maravall para caracterizar el pensamiento español antimaquiavélico lo


siguiente:

«la cuestión se plantea así: el Estado moderno, para remediar la disolución social que amenaza al
introducirse el nuevo espíritu y relajarse los vínculos de la sociedad medieval, necesita un poder
fuerte, absoluto –según la terminología de la época–, libre, no ligado a trabas de ninguna clase. A
esta empresa se aplicaron Maquiavelo y Bodino. El primero libró al poder de la moral cristiana; el
segundo, del Derecho humano. Pero lo cierto es que, a su vez, con un poder así resulta, en cambio,
amenazada la condición del hombre –detrás de esto está toda la antropología cristiana con su
estimación de los valores humanos–. Era necesario, pues, dramática necesidad histórica, aceptar
aquel poder fuerte, libre, absoluto; en una palabra: la soberanía; pero había que lograr
mantenerlo armonizado en un orden superior que salvara la personalidad humana y la sociedad
civil, en sus fines propios.»{44}

Para adentrarnos en la teorización española antimaquiavélica de la Razón de Estado vamos a


seguir las indicaciones y reflexiones muy atinadas y oportunas de Javier Peña Echeverría{45}. Para
empezar, cuando hablamos de "Razón de Estado" estamos refiriéndonos a un tipo de acción
política que busca la utilidad del Estado como único y último criterio de la acción política:

«El término 'razón de Estado' hace referencia a una concepción de la política que entiende que el
interés del Estado (o si se quiere, de la comunidad política) es el criterio último de la acción
política. La razón de salvaguardar el interés básico del Estado –que es, ante todo, su propia
conservación– tiene prioridad sobre cualquier otra razón, ya invoque derechos o intereses
particulares de cualquiera, ya cualquier otro principio o valor.»{46}

La doctrina de la Razón de Estado nos introduce en esquemas de oposiciones duales: Estado de


derecho/Razón de Estado, Estado/Sociedad Civil, Política/Ética, Política/Moral, Razón de
Estado/Ética o Razón de Estado/Moral. Esto procedía de la división históricamente anterior entre
Estado/Iglesia o Imperio/Iglesia vigente hasta el siglo XVI. El debilitamiento del Papado y del
Imperio Romano Germánico abre la puerta a la secularización de tal distinción en las formas arriba
enunciadas.

En los escritores políticos españoles que tratan de la Razón de Estado (1550-1650 aprox.) se
aborda la conflictiva relación entre política y moral o entre política y religión así como el tema de
la autonomía de lo político. Ambos temas fueron tratados de forma moderna por Maquiavelo,
como se ha visto más arriba.

Según Echeverría, «el tema de la razón de Estado puede ser enfocado como un problema
permanente de la política. Así es visto, por ejemplo, por Meinecke.»{47} Así, entonces la
investigación historicista de Meinecke puede ser vista y considerada como una investigación
empírico-trascendental sobre la esencia de lo político. La Razón de Estado sería una cuestión
permanente en la consideración de lo político. No obstante «la noción de razón de Estado puede
ser vista también como característica de una época (la de la teorización de la razón de Estado,
entre los siglos XVI y XVII). Desde esta perspectiva, dicha idea, aun si tiene precedentes en la
Antigüedad y en la Edad Media, responde a la problemática de la constitución del Estado
moderno.»{48}

Puede uno preguntarse acerca de por qué el antimaquiavelismo. Algo se ha dicho más arriba, pero
podemos decir que lo que escandaliza es la secularización del poder político, su autonomía
respecto de la religión, de la Iglesia.

«El carácter subversivo del maquiavelismo no residía tanto en el recurso a medios reprobables
como el fraude, el engaño o el asesinato político, cuanto en la emancipación de la política respecto
a restricciones religiosas y, por el contrario, la instrumentalización de la religión a su servicio»{49}
Entre los que se opusieron teóricamente a Maquiavelo en España hay escritores variopintos. Las
tendencias no son homogéneas. Un caso paradigmático es el caso del padre Mariana, jesuita
(1535-1624) Mariana sostiene la tesis de la procedencia del poder político del seno del pueblo. El
P. Mariana considera que el Poder Político está repartido entre el Rey y el Reino en virtud de una
originaria cesión que permitiría una cierta superioridad y preeminencia política del Reino sobre el
Rey. Ello generaría entonces unos ciertos límites a la potestad del príncipe, por lo tanto, concluye
que el tiranicidio es lícito. «El asesinato es lícito si se comete con intención de salvar a la
patria.»{50} Si el príncipe practicara la tolerancia religiosa, sería ello motivo suficiente para matar
a tal príncipe. La autoridad real no sólo está sometida a Dios, sino también a la opinión pública. Las
coincidencias entre Mariana y Maquiavelo son evidentes. El padre Juan de Mariana en su obra De
rege et regis institutione, que sirvió de manual para la instrucción de Felipe III, defiende la
monarquía hereditaria pero se opone radicalmente a la tiranía. El tirano es un opresor. Mariana es
un representante cualificado de los que se oponían dentro de los católicos a considerar al rey
como titular de un poder absoluto. Ello hace que defienda el derecho de resistencia, como hemos
visto más arriba. Esto le coloca dentro del grupo de los «monarcómacos». Según Mariana, el
verdadero rey ha de ser «padre de su pueblo». Si Maquiavelo recomendaba fingimiento, fraude y
mentira, Mariana recomienda nobleza, justicia y verdad. Si Maquiavelo afirma que es mejor ser
temido que ser amado, Mariana afirma que sin amor del pueblo, el príncipe no conseguirá la
tranquilidad, en lo cual, por cierto, coincide con Maquiavelo como hemos visto anteriormente. Si
un príncipe se convierte en un tirano y un opresor para sus súbditos, entonces es lícito matarlo.

El padre Pedro de Rivadeneyra (1527-1611), también jesuita, escribe su Tratado de la religión y


virtudes que debe tener el Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que
Nicolás Maquiavelo y los políticos de ese tiempo enseñan (Madrid 1595). Rivadeneyra alude
directamente a Maquiavelo. Contra la razón de Estado Maquiavélica{51} y contra su autor,
declara: «hombre impío y sin Dios, así su doctrina.» Diagnóstico correcto acerca del pensamiento
de Maquiavelo. Rivadeneyra sostiene que el maquiavelismo enfrenta a la fe con la razón,
sosteniendo así, al igual que ya lo hiciera antaño el averroísmo latino, una dualidad de la verdad,
una suerte de doctrina de la doble verdad, pero ahora en el campo de la política. Esto hace que se
enfrenten la política y la religión. «Y porque ninguno piense que yo desecho toda razón de Estado
(como si no hubiese ninguna), y las reglas de prudencia con que, después de Dios, se fundan,
acrecientan y conservan los Estados, ante todas cosas digo que hay razón de Estado, y que todos
los príncipes la deben tener siempre delante de los ojos, si quieren acertar a conservar y gobernar
sus Estados. Pero que esta razón de Estado no es una sola, sino dos: una falsa y aparente, otra
sólida y verdadera; una engañosa y diabólica, otra cierta y divina; una que del Estado hace religión,
otra que de la religión hace Estado; una enseñada de los políticos y fundada en vana prudencia y
en humanos y ruines medios, otra enseñada de Dios, que estriba en el mismo Dios y en los medios
que Él, con su paternal providencia, descubre a los príncipes y les da fuerza para usar bien de ellos,
como Señor de todos los Estados. Pues lo que en este libro pretendemos tratar es la diferencia
que hay entre estas dos razones de Estado, y amonestar a los príncipes cristianos y a los
consejeros que tienen cabe sí, y a todos los otros que se precian de hombres de Estado, que se
persuadan que Dios sólo funda y los da a quien es servido, y los establece, amplifica y defiende a
su voluntad, y que la mejor manera de conservarlos es tenerle grato y propicio, guardando su
santa ley, y obedeciendo a sus mandamientos, respetando a su religión y tomando todos los
medios que ella nos da o que no repugnan a lo que ella nos enseña, y que ésta es la verdadera,
cierta y segura razón de Estado, y la de Maquiavelo y de los políticos es falsa, incierta y engañosa.
Porque es verdad cierta e infalible que el Estado no se puede apartar bien de la religión, ni
conservarse sino conservando la misma religión.»{52} En este sentido, las siguientes palabras de
Pedro de Rivadeneyra ilustran la diferencia entre los maquiavélicos o «políticos» y los
antimaquiavélicos: «la diferencia que hay entre los políticos y nosotros es, que ellos quieren que
los príncipes tengan cuenta con la religión de sus súbditos, cualquiera que sea, falsa o verdadera;
nosotros queremos que conozcan que la religión católica es sola la verdadera, y que a ella sola
favorezcan.»{53}

Francisco de Quevedo (1580-1645) autor en el que nos vamos a centrar posteriormente de forma
exclusiva y exhaustiva para exponer el antimaquiavelismo español, como ejemplo característico de
la reflexión acerca de la Razón de Estado en España, tiene una obra Política de Dios y gobierno de
Cristo en la que figuran estas palabras: «los príncipes deben ser camino y no despeñadero.» Se
opone así de forma antitética al maquiavelismo. Ataca los vicios de los gobernantes y de los
ministros, magistrados, jueces y funcionarios del gobierno. Ni se libran Felipe IV ni su valido, el
Conde-Duque de Olivares, porque «los príncipes deben ser verdad y no mentira».

Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648), diplomático de la corte de Felipe IV escribe Idea de un


príncipe cristiano representada en cien empresas (Empresas políticas) se declara antimaquiavélico,
pero en el fondo admite las conclusiones a las que arriba el florentino. Se advierte la incoherencia
de su libro enseguida al leer algunos pasajes. Dice Saavedra Fajardo: «No solamente quiso
Maquiavelo que el príncipe fingiese a su tiempo virtudes, sino intentó fundar una política sobre la
maldad, enseñando a llevarla a un extremo grado, diciendo que se perdían los hombres porque no
sabían ser malos, como si se pudiera dar ciencia cierta para ello.»{54} Pero también afirma: «No es
obligación en el Príncipe justo oponerse luego indiscretamente a los vicios, cuando es vana y
evidentemente peligrosa la diligencia; antes es prudencia permitir lo que repugnando no se puede
impedir. Disimule la noticia de los vicios hasta que pueda remediarlos con el tiempo, animando
con el premio a los buenos y con el castigo a los malos y usando de otros medios que enseña la
prudencia.»{55} La insinceridad de Saavedra Fajardo es evidente, máxime si se consulta otra obra
suya, en la que señala que el poder procede del pueblo, quien constituyó al rey en la potestad
suprema sin por ello constituir una monarquía absoluta, pues el pueblo, respecto de la soberanía
«no tanto se despojó de ella que, si bien se la dio suprema en el gobierno y disposición de las
cosas, no quedase en el cuerpo universal de la república otra mayor autoridad aunque suspensa
en su ejercicio, para oponerse al príncipe tirano o que declinase de la verdadera religión, y
reducille o deponelle».{56}

Por su parte Baltasar Gracián (1601-1658) por su pesimismo antropológico se aproximó


notablemente a las tesis de Maquiavelo. Critica a Maquiavelo, pero a continuación suscribe
bastantes tesis del Secretario florentino, mostrando así su incoherencia. Dice Gracián: «Cuando no
puede uno vestirse de piel de león, vístase la de la vulpeja. Saber ceder al tiempo es exceder; el
que sale con su intento nunca pierde reputación; a falta de fuerza, destreza; por un camino o por
otro, o por el real del valor o por el atajo del artificio. Más cosas ha obrado la maña que la fuerza, y
más veces vencieron los sabios a los valientes, que al contrario. Cuando no se puede alcanzar la
cosa, entra el desprecio.»{57} El realismo político de Gracián le lleva por lo demás a suscribir la
tesis maquiavélica de que el fin justifica los medios. «Todo lo dora un buen fin, aunque lo
desmientan los desaciertos de los medios.»{58} Gracián, aunque no quiera reconocerlo, está en la
misma línea que el Secretario florentino. Lo que le reprocha Gracián a Maquiavelo es el carácter
irracional de su doctrina política. Esto se observa si se considera lo siguiente: «este es un falso
político, llamado el Maquiavelo, que quiere dar a beber sus falsos aforismos a los ignorantes. ¿No
ves cómo ellos se los tragan, pareciéndoles muy plausibles y verdaderos? Y bien examinados no
son más que una confitada inmundicia de vicios y de pecados. Razones no de Estado, sino de
establo. Parece que tiene candidez en sus labios, pureza en su lengua y arroja fuego infernal, que
abrasa las costumbres y quema las repúblicas.»{59}

Dentro de la literatura política española en torno a la razón de Estado pueden agruparse los
autores en tres grupos:

1) Eticistas o tradicionalistas. Pretenden subordinar la política a la moral y a la religión. Son


declaradamente antimaquiavélicos, aunque luego no duden en suscribir recetas maquiavélicas.
Rivadeneyra, Claudio Clemente, Márquez, Juan de Santa María y el propio Quevedo sobre el que
volveremos luego.

2) Tacitistas. Prohibido Maquiavelo en Europa, fue Tácito el que sirvió con los arcana imperii para
reflexionar sobre la razón de Estado y sobre la autonomía de lo político sin provocar
susceptibilidades. Su actitud es la de un realismo político. Furió Ceriol,, Álamos de Barrientos,
Narbona, Herrera, Ramírez de Prado.

3) Tendencia intermedia. Son autores que reconociendo una cierta autonomía de lo político
buscan sin embargo sujetar a la política a los límites de la ortodoxia católica. Saavedra Fajardo,
Gracián, Alvia de Castro, Barbosa, Blázquez Mayoralgo, Mártir Rizo, Castillo de Bovadilla, Mendo,
Fernández Medrano, etc.
3. Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645)

Para empezar, Quevedo le reprocha a Maquiavelo en lo que respecta a la razón de Estado su


carácter irracional, en el sentido de su carácter irreligioso, impío. «La materia de Estado fue el
mayor enemigo de Cristo.»{60} Asimismo añade después : «Preciábase Pilatos de grande político:
afectaba la disimulación, y la incredulidad, que son los ojos del ateísmo [...] De manera, Señor, que
el más eficaz medio que hubo contra Cristo, Dios y Hombre verdadero, fue la razón de Estado.

De casta le viene el ser contra Dios: yo lo probaré con su origen. [...] Lucifer, ángel amotinado, fue
su primer inventor, pues luego que por su envidia, y soberbia perdió el Estado y la honra, para
vengarse de Dios, introdujo la materia de Estado, y el duelo.»{61} La razón de Estado es «sinrazón
de Estado», pues «si la materia de Estado hizo al serafín demonio y al hombre semejante a las
bestias –es decir, irracional– y al edificio orgulloso de Babel confusión y ruina, ¿cuál espíritu, cuál
hombre, cuál fábrica no temerá la caída, castigo y confusión? Halaga con la primera promesa de
conservar y adquirir; empero ella, que llamándose razón de Estado es sinrazón, tiene siempre
anegados en lágrimas los designios de la ambición».{62}

Quevedo, siguiendo las enseñanzas de la escolástica tomista, afirma que en Dios la voluntad sigue
al entendimiento. «El entendimiento bien informado guía a la voluntad, si le sigue. La voluntad
ciega y imperiosa arrastra al entendimiento cuando sin razón le precede.»{63} La inspiración de
Quevedo se puede llamar eticista o tradicionalista. Si la Monarquía tiene sentido es porque
atiende a la justicia, si el gobierno del Monarca es justo. «La justicia se muestra en la igualdad de
los premios y los castigos, y en la distribución algunas veces se llama igualdad. Es una constante y
perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le toca.»{64} El discurso filosófico-político de Quevedo
es moralista, religioso. El único límite al poder del monarca son las leyes divinas, esto es, las leyes
morales. No existe ninguna limitación legal ni constitucional. Además, Quevedo reprueba el
derecho de resistencia. Grave crimen es pues el tiranicidio: «Grave delito es dar muerte a
cualquier hombre; mas darla al rey es maldad execrable, y traición nefanda no sólo poner en el
manos, sino hablar de su persona con poca reverencia, o pensar de sus acciones con poco respeto.
El rey bueno se ha de amar; el malo se ha de sufrir. Consiente Dios el tirano, siendo quien le puede
castigar y deponer, ¿y no le consentirá el vasallo, que debe obedecerle? No necesita el brazo de
Dios de nuestros puñales para sus castigos, ni de nuestras manos para sus venganzas.»{65} Esto se
debe al providencialismo que sustenta Quevedo. Dios interviene en los asuntos de la Historia, pues
«siempre gobernó el mundo el Dios solo verdadero, todo santo, siempre justo.»{66}
Hemos dicho que la finalidad del Estado es la justicia: «Y es de advertir que todo el oficio de los
reyes es justicia.»{67} Tenemos que dejar claro que en Quevedo en modo alguno quedan
separadas la ética de la moral y de la política. Por eso la obra política de Quevedo dedica bastante
espacio a recomendar a los reyes la práctica de la justicia y la lucha contra la corrupción: «Castigar
a los ministros malos públicamente es dar ejemplo, a imitación de Cristo; y consentirlos es dar
escándalo, a imitación de Satanás, y es introducción para vivir sin temor.»{68} Con lo cual, en
consecuencia, «Rey que disimula delitos en sus ministros, hácese partícipe de ellos, y la culpa
ajena la hace propia.»{69} Quevedo pone especial énfasis en criticar la corrupción del Estado. El
peor delito es el delito del Estado: «menos mal hacen los delincuentes, que un mal juez; cualquier
castigo basta para un ladrón y un homicida, y todos son pocos para el ministro y el juez que, en
lugar de darles castigo les da escándalo.»{70} El peor ladrón es el que perjudica a los más
necesitados: «El que quita del labrador, del benemérito, del huérfano, de la viuda, en quien se
representa Cristo para otra cosa, ese es el ladrón.»{71} Por ello afirma en otro lugar Quevedo lo
siguiente: «Entonces las repúblicas se administran bien cuando envían ministros a las provincias
distantes, que procuran antes estorbar los robos que castigar los que roben. Más hurtos padecen
los príncipes en el castigo de los hurtos por algunos jueces , que en los hurtos por los ladrones.
Quien estorba que hurte su ministro, guarda su ministro y su hacienda. Quien le deja hurtar,
pierde su hacienda y su ministro.»{72} El rey jamás deberá saquear su reino y perjudicar a sus
súbditos. En cuestiones de política social conviene poner coto a la demagogia: «porque quitar del
rey, llévese donde se llevare, dése a quien se diere, es hurto forzoso: no hay necesidad más
legítima que la del buen rey, ni hombre tan pobre; y quien pone al rey en mayor necesidad
destruye el reino, y es arbitrio de los ministros imitadores de Judas poner en necesidad al rey para
con los arbitrios de su socorro, y desempeño tiranizar el reino, y hacer logro del robo de los
vasallos, y son las suyas mohatras de sangre inocente.»{73} El que pide para los pobres es un
demagogo que pide para sí. Respecto a los ministros afirma Quevedo que «Sólo es buen ministro
quien derechamente mira a los necesitados. Quien da al poderoso, compra, y no da, mercader es,
no dadivoso, logro es el suyo, no servicio, más pide dando que pidiendo; porque pide obligando a
que le den. Quien pide para el que manda, toma para sí; cautela es, no caridad; no sabe lo que
dice, y el mejor remedio es saber lo que con él se ha de hacer.»{74} La política penal del rey será
preventiva sobre todo por lo señalado más arriba, pues es peor el juez corrupto que el
delincuente. Quevedo da por supuesto la gran corrupción del aparato del Estado de los Austrias:
«Aquellos pecados se cometen más, que más veces se castigan: por eso el ahorrar castigos es
ahorrar pecados. Pocas veces deja de defenderse el que roba, con lo propio que roba. Siempre los
delincuentes fueron alegrón y hacienda de los malos jueces: por eso los buscan, para hallarlos, no
para corregirlos.»{75}

El rey no puede hacer renuncia de su poder. Es él y sólo él a quien corresponde la plenitudo


potestatis de la que no puede abdicar en ningún momento. Aquí hay una crítica a Felipe IV por
haber delegado el poder en su valido, el Conde-Duque de Olivares. Por tal razón afirma Quevedo
que «De ninguna manera conviene que el rey yerre, mas si ha de errar, menos escándalo hace que
yerre por su parecer, que por el de otro. Nada ha de recelar tanto un rey como ocasionar
desprecio en los suyos, y éste sólo por un camino le ocasionan los reyes, que es dejándose
gobernar: Un rey cruel es rey cruel, y así en los demás vicios; mas un rey falto de discurso, y
entendimiento, si tal permitiese Dios, como para ser rey ha de ser primero hombre y hombre sin
entendimiento, y razón no puede ser, ni sería rey, ni hombre, y el desprecio le hallaría semejante a
cualquier afrentosa comparación; y por esto nada ha de disimular tanto un príncipe, como el tener
necesidad en todo de advertencia: haber de decirle siempre, llevadme y guiadme, yo iré tras
vosotros.»{76}

El otro fin del gobierno monárquico es el logro y mantenimiento de la paz. «Con el rey ha de nacer
la paz; ésta ha de ser su primer bando.»{77} De todos modos, la paz no ha de ser pretexto para la
corrupción y el robo. De ahí se produce un fácil deslizamiento hacia la tiranía: «Las monarquías se
descabalan del número de sus reinos cuando a gobernarlos envían ministros que vuelven
opulentos con los triunfos de la paz. Confieso que esto es empezarse a caer; mas, como empiezan
a caerse por los cimientos, juntamente es acabarse de caer. Pocas leyes saben convencer de
delincuente al que hurta con consideración. Consideración llamo hurtar tanto que, habiendo para
satisfacer al que envidia, y para acallar al que acusa, y para inclinar al que juzga, sobre mucho para
el delincuente que hurtó para todos. De aquél tiene noticia la horca, que hurtó tan poco, que
antes de la sentencia faltó qué le pudiesen hurtar.»{78}

El tirano es un monarca corrupto: «Tirano es aquel príncipe que, siéndolo, quita la comodidad a la
paz, y la gloria a la guerra, a sus vasallos las mujeres, y a los hombres las vidas; que obedece al
apetito, y no a la razón; que afecta con la crueldad ser aborrecido, y no amado. Y por las mismas
culpas son tiranos los senados en las repúblicas, y tiranos multiplicados.»{79} Por ello, ha afirmado
un poco antes la superioridad de la monarquía sobre la república aristocrática: «peor sujeto está el
pueblo a un Senado electivo, que a un príncipe hereditario. Las leyes sacrosantas mejor se hallan
servidas de uno que las ejecuta, que de muchos que las interpretan.»{80} Los tiranos son muy
malos moralmente: «Los tiranos son tan malos, que las virtudes son su riesgo.»{81} Por ello, el
Monarca ha de estar atento para no perder el poder nunca a manos de sus subordinados: «El
dormir siempre es condenación y muerte.»{82} Dormirse en los laureles y no estar vigilante el
príncipe es el suicidio de él, único depositario y tituluar legítimo de la soberanía.

El único límite al poder del rey es su conciencia moral y profesional. Su sujección a la ley moral por
medio de la religión católica, a la ley divina. Su sujección al entendimiento que, como ya hemos
visto más arriba, precede a la voluntad, a la toma de decisiones. Esto es una verdadera
deontología profesional del rey. Para empezar, veamos la obediencia a los mandatos divinos. La
moral se presenta como mandato divino: «Señor, la vida del oficio real se mide con la obediencia a
los mandatos de Dios y con su imitación.»{83} El poder político del rey viene directamente de Dios:
«Los reyes son vicarios de Dios en la tierra.»{84} El rey como sujeto moral y racional, sometido a
las leyes divinas y morales, debe obediencia a tales leyes no escritas: «Obedecer deben los reyes a
las obligaciones de su oficio, a la razón, a las leyes, a los consejos; y han de ser inobedientes a la
maña, a la ambición, a la ira, a los vicios.»{85} Entonces, la obediencia es la primera virtud que ha
de tener un rey. La ciencia ha de acompañar a la prudencia del príncipe. «En los más ilustres y
gloriosos capitanes y emperadores del mundo, el estudio y la guerra han conservado la vecindad y
la arte militar se ha confederado con la lectura.»{86}

El príncipe ha de seguir algunos consejos a juicio de Quevedo para ser eficaz, justo y conservar el
poder. Para empezar, ha de cuidarse de sus ministros. Ahí entraría lo que hemos señalado más
arriba: no contar con validos, no delegar el ejercicio del poder en subordinados para no dejarse
gobernar por ellos. Eso sería ilegítimo. El príncipe ha de desconfiar de sus consejeros por si
quisieran gobernarle y manipularle: «Algo ha de tener más que sus consejeros el príncipe si quiere
que no le tengan los consejeros a él.»{87} Propone Quevedo en su "Política de Dios" una
estratagema para probar a sus ministros el príncipe tomada de Fadrique Furió Ceriol.{88} Aquí
empieza a funcionar de alguna manera la prudencia, la razón de Estado. También esto se confirma
cuando afirma Quevedo que «la hipocresía exterior, siendo pecado en lo moral, es grande virtud
política.»{89} Recomienda al príncipe ser muy precavido y desconfiado: «Los monarcas más
peligran en lo que creen que en lo que dudan: porque esto aguarda el consejo que busca, y
aquello sigue el que le dan.»{90} Por ello llega a la conclusión consejo Quevedo de «sepan temer
los reyes y sabrán vivir.»{91}

No debe consentir la menor merma de su poder ya si este ataque a su poder procede de los
aristócratas y consejeros ya proceda el ataque del vulgo: «Las quejas populares y mecánicas en
cualquiera nueva imposición, y asimismo al tiempo de pagar lo ya impuesto, son de gran ruido,
más de poco peso.»{92} En cuestiones fiscales hay que evitar la corrupción de la Administración
«porque poner los tributos para que los paguen los vasallos y los embolsen los que cobran, o
gastarlos en cosas para que no se pidieron, más tiene de engaño que de cobranza, y de invención
que de imposición».{93} A este respecto Quevedo está en contra del «hecho diferencial», de los
fueros y privilegios de algunos territorios de la Monarquía Hispánica: «Y alega fueros de diferentes
naciones, y que no tienen comercio los judíos con los samaritanos. Esto, Señor, para no pagar
tributos ni contribuir a la necesidad pública y necesaria, cada día se ve. Muchas provincias me
ahorran la verificación cuando la causa de negarlo es decir: "Somos diferentes de los que
contribuyen".»{94}

Podemos concluir el comentario acerca de Quevedo indicando que él considera que España es el
arquetipo de monarquía universal: «¿La mayor monarquía que ha habido, y hay, no es la de
España en lo temporal y en lo espiritual?»{95}
Notas

{1} F. Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Centro de Estudios


Constitucionales, Madrid, 1983, pág. 3.

{2} Giovanni Botero, Della Ragion di Stato (1589) pág. 1.

{3} F. Châtelet, O Duhamel y E. Pisier-Kouchner, Historia del pensamiento político, Tecnos, Madrid
1987, págs. 50-51.

{4} Aquí discrepamos del diagnóstico emitido por Rafael del Águila Tejerina en su «Maquiavelo y la
teoría política renacentista» en Historia de la Teoría Política, Alianza Editorial, Madrid 1990,
Volumen 2, pág. 124. Nosotros pensamos que Maquiavelo es el iniciador de la teorización política
moderna y que por ello el concepto de Razón de Estado procede de Maquiavelo.

{5} Friedrich Meinecke, op. cit., pág. 31.

{6} Niccolò Machiavelli, «Il Principe». Biblioteca Universale Rizzoli, Milano, diciasettesima edizione:
ottobre 1997. XV, pág. 147. Traducción española de Miguel Ángel Granada, Alianza Editorial,
Madrid 1984, capítulo XV, pág. 83: «Pero siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea,
me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa que a la
representación imaginaria de la misma.»

{7} Max Horkheimer, «Maquiavelo y la concepción psicológica de la historia» en Historia,


metafísica y escepticismo, Alianza Editorial, Madrid 1982, pág. 26.

{8} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., pág. 181, cap. XXI. «Un príncipe debe mostrar
también su aprecio por el talento y honrar a los que sobresalen en alguna disciplina. Además, debe
procurar a sus ciudadanos la posibilidad de ejercer tranquilamente sus profesiones, ya sea el
comercio, la agricultura o cualquier otra actividad, sin que nadie tema incrementar sus posesiones
por miedo a que le sean arrebatadas o abrir un negocio por miedo a los impuestos. Antes bien,
debe incluso tener dispuestas recompensas para el que quiera hacer estas cosas y para todo aquel
que piense por el procedimiento que sea engrandecer su ciudad o su Estado», pág. 111 de la
edición de Miguel Angel Granada.

{9} Espinosa, Tratado Político, cap. X.

{10} Horkheimer, op. cit., págs. 28-29.

{11} Niccolo Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XV, pág. 147, pág. 83 de la traducción de
Miguel Ángel Granada: «porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de
bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario a un
príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta
capacidad en función de la necesidad.».

{12} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. VI, pág. 106, pág. 50 de la traducción de M. A.
Granada, op. cit.: «Esta es la causa de que todos los profetas armados hayan vencido y los
desarmados perecido. Pues, además de lo ya dicho, la naturaleza de los pueblos es inconstante:
resulta fácil convencerles de una cosa, pero es difícil mantenerlos convencidos. Por eso conviene
estar preparado de manera que cuando dejen de creer se les pueda hacer creer por la fuerza.»

{13} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XV, pág. 148, pág. 84 de la traducción de M. A.
Granada: «Yo sé que todo el mundo reconocerá que sería algo digno de los mayores elogios el que
un príncipe estuviera en posesión , de entre los rasgos enumerados, de aquellos que son tenidos
por buenos. Pero, puesto que no se pueden tener ni observar enteramente ya que las condiciones
humanas no lo permiten, le es necesario ser tan prudente que sepa evitar el ser tachado de
aquellos vicios que le arrebatarían el Estado y mantenerse a salvo de los que no se lo quitarían, si
le es posible; pero si no le es, puede incurrir en ellos con menos miramientos. Y todavía más: que
no se preocupe de caer en la fama de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podrá salvar su
Estado, porque si se considera todo como es debido se encontrará alguna cosa que parecerá
virtud, pero si se la sigue traería consigo su ruina, y alguna otra que parecerá vicio y si se la sigue
garantiza la seguridad y el bienestar suyo.»
{14} Francisco Javier Conde, Prólogo a «El saber político en Maquiavelo», Revista de Occidente,
Madrid 1976, prólogo.

{15} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 81.

{16} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XVIII, pág. 156, pág. 91 de la traducción de
Granada: «Pero es necesario saber colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y
disimulador: y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades
presentes, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.»

{17} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XVIII, págs. 155-156, págs. 90-91 de la
traducción española de Granada: «Cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y
comportarse con integridad y no con astucia, todo el mundo lo sabe. Sin embargo, la experiencia
muestra en nuestro tiempo que quienes han hecho grandes cosas han sido los príncipes que han
tenido pocos miramientos hacia sus propias promesas y que han sabido burlar con astucia el
ingenio de los hombres. Al final han superado a quienes se han fundado en la lealtad. Debéis,
pues, saber que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La
primera es propia del hombre, la segunda de las bestias; pero como la primera muchas veces no
basta, conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario a un príncipe saber utilizar
correctamente la bestia y el hombre. (...) Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar
correctamente la bestia, debe elegir entre ellas la zorra y el león, porque el león no se protege de
las trampas ni la zorra de los lobos. Es necesario por tanto, ser zorra para conocer las trampas y
león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan
entre manos. No puede, por tanto, un señor prudente -ni debe- guardar fidelidad a su palabra
cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su
promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero -puesto que
son malos y no te guardarían a ti su palabra- tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya.
Además, jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la violación de sus
promesas.»

{18} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 69.

{19} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. IX, pág. 124, pág. 65 de la traducción de
Granada: «concluiré tan sólo diciendo que es necesario al príncipe tener al pueblo de su lado. De
lo contrario no tendrá remedio alguno en la adversidad.»
{20} Niccolo Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XIX, pág. 158, pág. 93 de la traducción de
Granada: «el príncipe ha de pensar –como en parte hemos dicho ya más arriba– en evitar todo
aquello que lo pueda hacer odioso o despreciado.»

{21} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XXII, pág. 181, pág. 112 de la traducción de
Granada: «Hay, además, tres clases de inteligencias: la primera comprende las cosas por sí
mismas, la segunda es capaz de evaluar lo que otro comprende y la tercera no comprende ni por sí
misma ni por medio de las demás. La primera es superior, la segunda excelente, la tercera inútil.»

{22} Op. cit., pág. 84.

{23} Op. cit., pág. 85.

{24} Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XVIII, págs. 158-159, págs. 92-93 de la traducción de
Granada: «Y se ha de tener en cuenta que un príncipe –y especialmente un príncipe nuevo– no
puede observar todas aquellas cosas por las cuales los hombres son tenidos por buenos, pues a
menudo se ve obligado, para conservar su Estado, a actuar contra la fe, contra la caridad, contra la
humanidad, contra la religión. Por eso necesita tener un ánimo dispuesto a moverse según le
exigen los vientos y las variaciones de la fortuna y, como ya dije anteriormente, a no alejarse del
bien, si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado. Debe, por tanto, un príncipe tener
gran cuidado de que no le salga jamás de la boca cosa alguna que no esté llena de las cinco
cualidades que acabamos de señalar y ha de parecer al que lo mira y escucha, todo clemencia,
todo fe, todo integridad, todo religión. Y no hay cosa más necesaria de aparentar que se tiene que
esta última cualidad, pues los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos ya
que a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo
que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen a demás la
autoridad del Estado para defenderlos. Además, en las acciones de todos los hombres y
especialmente de los príncipes, donde no hay tribunal al que recurrir, se atiende al fin. Trate, pues,
un príncipe de vencer y conservar su Estado, y los medios siempre serán juzgados honrosos y
ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de
las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo. Los pocos no tienen sitio cuando la mayoría tiene
donde apoyarse.»
{25} Machiavelli, Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano,
terza edizioni, novembre 1996, Libro I, cap. XI, págs. 92-93. Discursos sobre la primera década de
Tito Livio, traducción de Ana Martínez Arancón, Alianza Editorial, Madrid 1987, págs. 65-66. «Y
puede verse, analizando atentamente la historia romana, qué útil resultó la religión para mandar
los ejércitos, para confortar a la plebe, mantener en su estado a los hombres buenos y avergonzar
a los malos... Y verdaderamente, nunca hubo un legislador que diese leyes extraordinarias a un
pueblo y no recurriese a Dios, porque de otro modo no serían aceptadas; porque son muchas las
cosas buenas que, conocidas por un hombre prudente, no tienen ventajas tan evidentes como
para convencer a los demás por sí mismas. Por eso los hombres sabios, queriendo soslayar esta
dificultad, recurren a Dios.»

{26} Machiavelli, «Discorsi», op. cit., Libro I, cap. XII, págs. 94-95, pág. 67 de la traducción
española: «Los príncipes o los estados que quieran mantenerse incorruptos deben sobre todo
mantener incorruptas las ceremonias de su religión, y tener a ésta siempre en gran veneración,
pues no hay mayor indicio de la ruina de una provincia que ver que en ella se desprecia el culto
divino. Esto es fácil de entender si nos fijamos en las bases sobre las que se asienta la religión en
que ha sido criado el hombre, porque todas las religiones tienen su fundamento en algún aspecto
principal.»

{27} Machiavelli, «Discorsi», op. cit., Libro II, cap. II, págs. 298-299, págs. 188-189 de la traducción
española: «Pensando de dónde puede provenir el que en aquella época los hombres fueran más
amantes de la libertad que en ésta, creo que procede de la misma causa por la que los hombres
actuales son menos fuertes, o sea, de la diferencia entre nuestra educación y la de los antiguos,
que está fundada en la diversidad de ambas religiones. Pues como nuestra religión muestra la
verdad y el camino verdadero, esto hace estimar menos los honores mundanos, mientras que los
antiguos estimándolos mucho y teniéndolos por el sumo bien, eran más arrojados en sus actos.
Esto se puede comprobar en muchas instituciones, comenzando por la magnificencia de sus
sacrificios y la humildad de los nuestros, cuya pompa es más delicada que magnífica y no implica
ningún acto feroz o gallardo. Allí no faltaba la pompa ni la magnificencia, y a ellas se añadía el acto
del sacrificio, lleno de sangre y de ferocidad, pues se mataban grandes cantidades de animales y
este espectáculo, siendo terrible, modelaba a los hombres a su imagen. La religión antigua,
además, no beatificaba más que a hombres llenos de gloria mundana, como los capitanes de los
ejércitos o los jefes de las repúblicas. Nuestra religión ha glorificado más a los hombres
contemplativos que a los activos. A esto se añade que ha puesto el mayor bien en la humildad, la
abyección y el desprecio de las cosas humanas, mientras que la otra lo ponía en la grandeza de
ánimo, en la fortaleza corporal y en todas las cosas adecuadas para hacer fuertes a los hombres. Y
cuando nuestra religión te pide que tengas fortaleza, quiere decir que seas capaz de soportar, no
de hacer, un acto de fuerza. Este modo de vivir parece que ha debilitado al mundo, convirtiéndolo
en presa de los hombres malvados, los cuales lo pueden manejar con plena seguridad, viendo que
la totalidad de los hombres, con tal de ir al paraíso, prefiere soportar opresiones que vengarse de
ellas. Y aunque parece que se ha afeminado el mundo y desarmado el cielo, esto procede sin duda
de la vileza de los hombres, que han interpretado nuestra religión según el ocio, y no según la
virtud. Porque si se dieran cuenta de que ella permite la exaltación y la defensa de la patria, verían
que quiere que la amemos y la honremos y nos dispongamos a ser tales que podamos defenderla.
Tanto han podido esta educación y estas falsas interpretaciones, que no hay en el mundo tantas
repúblicas como había antiguamente, y, por consiguiente, no se ve en los pueblos el amor a la
libertad que antes tenían.»

{28} Meinecke, op. cit., pág. 33.

{29} Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XIX, pág. 162, pág. 96 de la traducción de Granada: «los
príncipes deben ejecutar a través de otros las medidas que puedan acarrearle odio y ejecutar por
sí mismo aquellas que le reporten el favor de los súbditos.»

{30} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 103.

{31} Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XIX, pág. 159, pág. 94 de la traducción de Granada: «los
asuntos internos siempre estarán seguros si también lo están los de fuera a no ser que se vean
perturbados por alguna conjura.»

{32} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 104.

{33} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 104.

{34} Machiavelli, «Discorsi», Libro III, cap. XL, págs. 562-563, ed. cit., pág. 409 de la traducción
española: «Aunque el fraude es siempre detestable en cualquier acción, sin embargo, en la guerra
es un recurso digno de alabanza y de gloria, y tan alabado es el que vence al enemigo con engaños
como el que lo supera por la fuerza. Esto se ve por los juicios de los que escriben las vidas de los
grandes hombres,... Y como hay muchos ejemplos de ello, no repetiré ninguno aquí. Sólo diré esto:
que no me parece loable el fraude que rompe la fe y los pactos, pues, aunque a veces sirva para
conquistar un Estado o un reino, como ya hemos dicho en otras ocasiones, no otorga gloria jamás.
El fraude que me parece digno de aprobación es el que empleas con un enemigo que no se fia de
ti, y que es parte de la estrategia de la guerra.»

{35} Rafael del Águila Tejerina, «Maquiavelo y la teoría política renacentista», capítulo II del
segundo volumen de la Historia de la Teoría Política (Fernando Vallespín ed.), Alianza Editorial,
Madrid 1990, pág. 110.

{36} Machiavelli, «Discorsi», Libro III, cap. XLI, pág. 563, pág. 411 de la traducción española: «la
patria está bien defendida de cualquier manera que se la defienda, con ignominia o con gloria,
....Esto es algo que merece ser notado e imitado por todo ciudadano que quiera aconsejar a su
patria, pues en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe
guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo
vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que
salve la vida de la patria y mantenga su libertad.»

{37} Machiavelli, «Discorsi», ed. cit., Libro III, cap. XLII, pág. 564, pág. 412 de la traducción
española: «no es vergonzoso no cumplir aquellas promesas que te han sido arrancadas por la
fuerza, y las promesas forzadas que conciernan al interés público deben romperse apenas cese la
presión de la fuerza, y sin que resulte vergonzoso para el que las rompe.»

{38} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 105.

{39} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 105.

{40} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 106.

{41} Friedrich Meinecke, op. cit., pág. 31.

{42} El primer Index librorum prohibitorum de 1552 puso todas las obras de Maquiavelo en la lista
de libros prohibidos.
{43} José Antonio Maravall, Teoría del Estado en España en el siglo XVII, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid 1997, pág. 368.

{44} José Antonio Maravall, Teoría del Estado..., pág. 191.

{45} La razón de Estado en España. Siglos XVI-XVII (Antología de Textos), estudio preliminar de
Javier Peña Echeverría, selección y edición de Jesús Castillo Vegas, Enrique Marcano Buenaga,
Javier Peña Echeverría y Modesto Santos López, Tecnos, Madrid 1998.

{46} Javier Peña Echeverría, op. cit., pág. X.

{47} Echeverría, op. cit., pág. XII.

{48} Echeverría, op. cit., pág. XIII.

{49} Echeverría, op. cit., págs. XXIV-XXV.

{50} Para Francisco Tomás y Valiente («El Gobierno de la Monarquía y la administración de los
reinos en la España del siglo XVII», en La España de Felipe IV, tomo XXV de la Historia de España
Menéndez Pidal, Madrid 1982, dirigida por José María Jover Zamora, pág. 40) esta posición
heterodoxa del padre Mariana no es democrática en contra de lo que pudiera pensarse, sino
filoaristocrática y pro estamental. El padre Mariana está en contra de la destrucción de los
privilegios nobiliarios establecidos. Un poder absoluto atacaría tales privilegios.

{51} De todos modos, no hay que olvidar que Rivadeneyra no pretende rechazar toda razón de
Estado, pues escribe en la dedicatoria de su obra Tratado de la religión y de las virtudes del
príncipe cristiano: «Y porque ninguno piense que yo desecho toda la razón de Estado (como si no
hubiese ninguna), y las reglas de prudencia con que, después de Dios, se fundan, acrecientan,
gobiernan y conservan los Estados, ante todas cosas digo que hay razón de Estado, y que todos los
príncipes la deben tener siempre delante los ojos, si quieren acertar a gobernar y conservar sus
Estados.»
{52} Pedro de Rivadeneyra, op. cit., Ibídem.

{53} Pedro de Rivadeneyra, op. cit., BAE, LX, Madrid 1952, págs. 458-459.

{54} Empresa XVIII, vol. I, pág. 226. Diego Saavedra Fajardo, Idea de un Príncipe político christiano.
Representada en cien Empresas (Mónaco y Milán, 1640). En la Colección «Clásicos Castellanos»,
de La Lectura, Madrid 1927.

{55} Saavedra Fajardo, op. cit., Vol. I, pág. 235.

{56} Saavedra Fajardo, Introducciones a la política y razón de Estado del rey católico don
Fernando, Madrid 1631, II ,IV, pág. 430.

{57} Gracián, «Oráculo Manual», Editorial Calleja, Madrid 1918, pág. 262.

{58} Gracián, «Oráculo Manual», ed. cit., pag. 207.

{59} Gracián, El Criticón, Renacimiento, Madrid, pág. 104.

{60} Quevedo, Política de Dios y Gobierno de Cristo, Biblioteca de Filósofos españoles, Madrid
1930, Parte II, cap. VI, pág. 103.

{61} Quevedo, «Política de Dios y Gobierno de Cristo», ed. cit., Parte II, cap. VI, págs. 105-106.

{62} Quevedo, «Política de Dios y gobierno de Cristo», ed. cit., Parte II, cap. VI, pág. 106.
{63} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. I, pág. 2.

{64} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. III, pág. 11.

{65} Quevedo, «Marco Bruto», Obras en prosa, 2 vols., edición de Felicidad Buendía, Aguilar,
Madrid 1979, 6ª edición, pág. 860.

{66} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 850.

{67} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 189.

{68} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. IX, pág. 28.

{69} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. IX, pág. 29.

{70} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. IX, pág. 31.

{71} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. V, pág. 17.

{72} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 827.

{73} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. V, pág. 17.

{74} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. XV, pág. 52.

{75} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 827.


{76} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. XX, págs. 66-67.

{77} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte II, cap. X, pág. 132.

{78} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 828.

{79} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 869.

{80} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 869.

{81} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 832.

{82} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 36.

{83} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 89.

{84} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 135.

{85} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 163.

{86} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 829.

{87} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 850.

{88} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 204.


{89} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 851.

{90} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 855.

{91} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 856.

{92} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 120.

{93} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 123.

{94} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 126.

{95} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 240.

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