Biografía de Mario Benedetti

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Biografía de Mario Benedetti

Por Remedios Mataix


(Universidad de Alicante)
Mario Benedetti nació en Paso de los Toros (Tacuarembó, Uruguay) el 14 de septiembre de
1920, fue bautizado como Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia. La familia residió
en esa ciudad durante los primeros dos años de vida del autor, para luego trasladarse a Tacuarembó
y Montevideo, donde inicia sus estudios primarios y secundarios que no completó por las dificultades
económicas familiares.
Desde los catorce años trabajó en la empresa Will L. Smith, S.A. de repuestos para automóviles,
hasta que en 1939, se trasladó a Buenos Aires, donde hizo también un poco de todo, pero
especialmente descubrió su vocación de poeta. Volvió a Montevideo en 1941, donde pronto consiguió
una plaza de funcionario en la Contaduría General de la Nación desde 1945 hasta 1974, para luego
integrarse en la redacción del semanario Marcha, de cuya sección literaria Benedetti sería director en
1954.
Ese mismo año de 1945, publica su primer libro de poemas, La víspera indeleble, que no se
volverá a editar, y un año después, el 23 de marzo de 1946, contrae matrimonio con Luz López Alegre,
su gran amor y compañera de vida, a la que conocía desde que eran niños. Un año más tarde el
matrimonio recorre parte de Europa con los padres de Luz, en un viaje que será el preludio del que
harán en 1957, mucho más largo.
De regreso en Montevideo, en 1948 dirige la revista literaria Marginalia y aparece su primera
obra ensayística, Peripecia y novela (1948), a la que siguió su primer libro de cuentos, Esta
mañana (1949), con el que obtuvo el Premio del Ministerio de Instrucción Pública, galardón al que
Mario Benedetti accedió en repetidas ocasiones, hasta que en 1958 renunció a él por discrepancias
con su reglamentación. Por esas mismas fechas participa activamente en el movimiento contra el
Tratado Militar con los Estados Unidos, su primera acción como militante, y publica los poemas
de Sólo mientras tanto (1950), editado por Número, una de las revistas literarias más destacadas de
la época, de la que Benedetti fue miembro del consejo de redacción, y que se hará cargo también de
las ediciones de Marcel Proust y otros ensayos y El último viaje y otros cuentos, posteriormente
integrados a otros títulos.
En 1953 aparece Quién de nosotros, su primera novela, que, aunque bien recibida por la crítica,
pasará casi desapercibida entre el público y tendrá que esperar al tirón del volumen de
cuentos Montevideanos (1959) -en los que toman forma las principales características de la narrativa
de Benedetti- y especialmente al de su siguiente novela, La tregua (1960), para ser leída con
atención. Fue esa última obra, La tregua, la que supuso la consagración definitiva del escritor y el
inicio de su proyección internacional (la novela tuvo más de un centenar de ediciones, fue traducida
a diecinueve idiomas y llevada al cine, el teatro, la radio y la televisión), que corren paralelas a la
creciente relevancia de Benedetti como poeta desde el rotundo éxito que disfrutaron sus Poemas de
la oficina (1956).
Pero ese año 1960 es una fecha significativa también para la trayectoria personal y política del
autor. Ha vivido cinco meses en Estados Unidos (que, dijo, se le «atragantó» por múltiples motivos:
el materialismo, el racismo, la desigualdad), se adscribe abiertamente al grupo de intelectuales afines
a la Revolución Cubana («un sacudón que nos cambió todos los esquemas, que transformó en
verosímil lo que hasta entonces había sido fantástico, e. hizo que los intelectuales buscaran y
encontraran, dentro de su propia área vital, motivaciones, temas y hasta razones para la militancia»)
y a raíz de todo esto escribe su primer texto explícitamente comprometido, El país de la cola de
paja (1960).
Desde entonces aumentará su participación política y vivirá unos tiempos de intensa actividad
intelectual (trabaja como crítico y codirector la página literaria del diario La mañana, colabora como
humorista en la revista Peloduro, escribe en La Tribuna Popular, viaja a México para participar en el II
Congreso Latinoamericano de Escritores, es Miembro del Consejo de Dirección de Casa de las
Américas de La Habana y funda y dirige allí el Centro de Investigaciones Literarias hasta 1971),
literaria (Gracias por el fuego, 1965, El cumpleaños de Juan Ángel, 1971, Letras de
emergencia, 1973, La casa y el ladrillo, 1977, Cotidianas, 1979) y también militante: lidera el
Movimiento de los Independientes del 26 de Marzo que luego integrará el Frente Amplio (alternativa
a los dos clásicos partidos: el Blanco y el Colorado). Tras el Golpe de Estado del 27 de junio de 1973
renuncia a su cargo en la universidad y, por sus posiciones políticas, debe abandonar Uruguay,
partiendo a un largo exilio de casi doce años que lo llevó a residir en Argentina, Perú, Cuba y España,
y que dio lugar también a ese proceso bautizado por él como desexilio: una experiencia con huellas
tan profundas en lo vital como en lo literario.
Tras esos largos años en los que vivió y escribió alejado de su patria y de su esposa, quien tuvo
que permanecer en Uruguay cuidando de las madres de ambos, Benedetti regresa a su país en marzo
de 1983, se integra como Miembro del Consejo Editor en la nueva revista Brecha, que dará
continuidad al proyecto interrumpido de Marcha, y sigue escribiendo, engrosando una ya extensa
trayectoria poética (Recuerdos olvidados, 1988, Viento del exilio, 1981 Primavera con una esquina
rota, 1982, Las soledades de Babel, 1991, Preguntas al azar, 1986, El mundo que respiro,
2001, Insomnios y duermevelas, 2002, El porvenir de mi pasado, 2003, Existir todavía, 2004, Adioses
y bienvenidas, 2005, Testigo de uno mismo, 2008), narrativa (Geografías, 1984, La borra del café,
1992, Andamios, 1996), y ensayística (Perplejidades de fin de siglo, 1993) que disfruta de un
reconocimiento internacional merecedor de innumerables premios y galardones.
El autor repartirá su tiempo entre sus residencias de Uruguay y España hasta que tras el
fallecimiento de su esposa en 2006 se traslade definitivamente a su residencia en el barrio Centro de
Montevideo, Uruguay. Con motivo de su traslado, Benedetti donó parte de su biblioteca personal en
Madrid al Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad de Alicante que lleva su nombre.
En los últimos años la salud del escritor se resiente y es hospitalizado a menudo hasta que el 17
de mayo de 2009 muere en su casa de Montevideo, a los 88 años de edad. El gobierno uruguayo
decreta duelo nacional y dispone que su velatorio se realice con honores patrios en el Salón de los
Pasos Perdidos del Palacio Legislativo. A los pies del ataúd se acumulan decenas de flores y
bolígrafos que la gente deposita como último tributo al escritor. Al día siguiente el féretro es trasladado
desde el Congreso hasta el Cementerio Central, donde se le rinde homenaje, en cortejo por las calles
de Montevideo acompañado por miles de personas. Desde el 19 de mayo el cuerpo del poeta
descansa junto al de su esposa Luz en el cementerio del Buceo de Montevideo.

LA NOCHE DE LOS FEOS

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde
los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene
de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por
los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto
los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna
resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez
unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de
nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos
cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con
oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras
respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas
parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del
brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad.
Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi
mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi
inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja
quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme,
pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien
formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe
y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi
animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de
otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es
que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si
Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le
faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo
y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un
café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que
pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro.
Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico.
Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos
alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y
aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí
mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en
compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el
mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar
del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

“¿Qué está pensando?”, pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.


“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos
hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y
convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”

“Sí”, dijo, todavía mirándome.

“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan
equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es
inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”

“Sí.”

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos
a algo.”

“¿Algo cómo qué?”

“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay
una posibilidad.”

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

“Prométame no tomarme como un chiflado.”

“Prometo.”

“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me


entiende?”

“No.”

“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su
cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando


desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

“Vamos”, dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y
no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la
espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió
una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me
vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que
yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso.
No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió
lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente
y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego
progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó
el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

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