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EL MITO DEL ORO EN LA

CONQUISTA DE AMÉRICA

POR

M A N U E L FERRAND15 T O R R E S
CATEDRÁTICO DE L A F A C U L T A D DE FILOSOFÍA Y L E T R A S

E N L A UNIVERSIDAD DE V A L L A D O L I D

1 9 3 5
TALLERES TIPOGRÁFICOS

«CUESTA»
MACÍAS P I C A V E A , 38 Y 40
U N IV E R 8 IDA D D li V A L L A D O L ID
PUBLICACIONES D E LA SECCIÓN D E ESTUDIOS AMERICANISTAS
SERIE QUINTA, NÚMERO V

E L MITO D E L ORO EN L A
C O N Q U I S T A DE AMÉRICA
POR

M A N U E L FERKANDIS T O R R E S
CATEDRÁTICO DE LA F A C U L T A D DE FILOSOFÍA

Y LETRAS

TRABAJO BASADO EN LAS CONFERENCIAS DADAS


EN EL C O L E G I O MAYOR DE SANTANDER DURANTE
EL VERANO DE 1929

1 9 3 5
TALLERES TIPOGRÁFICOS

«CUESTA»
MACÍAS P I C A V E A . 38 V 40
PRÓLOGO

Entre las gestas heroicas de la Humanidad ninguna se muestra


tan llena de sugerencias como la que se refiere al descubrimiento
y conquista del Nuevo Mundo. Fueron tan grandes ¡as dificultades
y obstáculos que hubo que vencer, tan escasos los medios
empleados y tan extraordinarias sus consecuencias, que no es de
extrañar que la atención de los hombres se volviera en todas las
épocas hacia la hazaña gloriosa y constituyera ésta un tema
fundamental entre sus investigaciones y estudios.
Infinitos han sido los puntos de vista desde los que se ha
estudiado la epopeya americana. Todas las naciones han buscado
afanosas en su historia y se han sentido orgullosas cuando han
podido hallar entre sus antepasados algún copartícipe de aquellas
aventuras; nuestra Patria, a la que nadie ha podido disputar la
legítima gloria de ser la creadora y organizadora de los nuevos
países, guarda con amoroso cuidado el relato de las hazañas de
sus héroes; hoy, en el mundo entero, lo mismo en el viejo que en
el nuevo continente, se rivaliza en dar a conocer nuevos matices
y desconocidos aspectos del Descubrimiento y la Conquista.
Las biografías de los conquistadores, sus itinerarios y marchas
heroicas, sus rivalidades, sus relaciones con los indígenas, la
distribución y civilización de éstos antes del contacto con los
españoles, la legislación y organización colonial, todas las parti-
cularidades que tan decisivo acontecimiento podía ofrecer, han
sido sometidas al tamiz de la Historia y presentadas a la Huma-
nidad a través de las ideas, preocupaciones y, no pocas veces, de
las pasiones de los que las han estudiado.
IV

Existe, sin embargo, una especial faceta (file //</ escapado


casi siempre a la curiosidad de los investigadores. La ilusión, el
espejismo, el engaño tras el que corrieron los exploradores del
siglo XVI, apenas si merecía en los tratados una ligera alusión,
una cita fugaz, que no dejaba entrever la importancia que en sus
decisiones tuvo este factor psicológico y aleatorio. Aunemos, pues,
esas ilusiones, busquemos las relaciones que existieran entre
ellas, demos a la leyenda el alto papel impulsor que en realidad
ejerció y entonces surgirá una visión nueva de la conquista, un
mundo irreal e imaginario, más propio de la novela y de la poesía,
que de ¡a Historia, que pobló de fantasmas los nuevos territorios,
pero que fué el resorte que mantuvo en perpetua actividad a los
conquistadores e hizo posible su infinita resistencia ante la pers-
pectiva de un ensueño que muy pocos lograron alcanzar.
Este nuevo aspecto de la Gran Aventura es el que hemos
pretendido mostrar en nuestro modesto trabajo. Es indudable que
en cada una de sus manifestaciones la investigación y la crítica
podrán llegar aún m á s lejos de lo que nosotros hemos llegado,
pero nuestro afán ha sido tan sólo presentar una vista de conjunto
para el interesado en cuestiones americanas y nos daremos por
satisfechos de nuestra labor si, al acabar su lectura, se ha perci-
bido un nuevo matiz en las gloriosas aventuras de nuestros
antepasados.
CAPÍTULO I

L a ¡ e y c n d a y !a H i s t o r i a .

S i seguimos con fodo rigor las modernas orienfacioncs que


dirigen !a elaboración de las ciencias históricas, es indudable que
debe ser rechazada toda intervención de la fantasía y que sólo la m á s
rigurosa investigación y la m á s depurada crítica deben presidir las
afirmaciones del historiador. L a Historia así elaborada tendrá todos
los caracteres de una ciencia exacta, sus relatos serán inconmovibles
y la pasión abandonará un campo que sólo a la razón quedará reser-
vado, pero ¿ n o habremos llenado de aridez una disciplina en la que
debía brillar la amenidad? ¿ N o habremos reservado al corto círculo
de enamorados de la crítica histórica lo que debía ser afición y recreo
de todos los amantes de las glorias patrias?
S i es ia Historia la vida pasada de la Humanidad y si ha de
reflejar de un modo sincero y completo el espíritu de aquellos hom-
bres que nos precedieron, ha de hacerlo sin deshumanizarse, sin
prescindir de sus defectos y errores, reflejando en sus líneas el mismo
calor que ponían en sus empresas los héroes históricos y aceptando
más de una vez, junto a los hechos ciertos, los relatos imaginarios,
las h a z a ñ a s fantásticas, los espejismos y leyendas que poetizan el
pasado y nos trasladan, casi siempre con m á s exactitud, al ambiente
en que los mismos se desenvolvieron.
Escribir una Historia en la que se prescinda por completo de la
leyenda, no sólo no es conveniente, sino que hasta se podría afirmar
que es imposible. E n primer lugar, sería presentar una^ Historia des-
nuda, sin el ropaje maravilloso de las tradiciones, de las consejas, de
los romances, que guardan y transmiten el hecho histórico a través
del relato legendario. N o olvidemos, por otra parte, que la Historia
- 2 -

no ha podido recoger en su campo científico la explicación de hechos


y hazañas que andan muy a sus anchas en el campo de la leyenda;
el saber popular, con m á s o menos fundamento, halla explicación a
todo, porque a lo que no comprende aplica las fuerzas sobrenaturales
y hace surgir la leyenda que es en muchos casos nuestra única fuente
informadora. Y si nos fijamos tan sólo en los grandes sucesos histó-
ricos, en aquellos hechos que por sus dificultades, o sus dimensiones,
o sus consecuencias, hieren vivamente las imaginaciones humanas,
entonces comprenderemos la imposibilidad de rechazar o despreciar
la leyenda: nuestras luchas contra cartagineses y romanos, la caída
de la monarquía visigoda, la Reconquista personificada en el C i d , la
gran epopeya americana, son momentos de nuestra Historia que la
exaltada imaginación popular ha poblado de leyendas y que el histo-
riador no tendrá m á s remedio que recoger si quiere reflejar con toda
su intensidad la época que relata.
Y no hablamos tan sólo de aquellas leyendas posteriores al
hecho que envuelven a éste en su ropaje nebuloso ocultándolo y
desflgurándolo ante las miradas inquisitivas de la Historia, sino que
nos referimos también a las leyendas anteriores al suceso, las que
sirven de motivo para realizar las hazañas heroicas, verdaderos
espejuelos de la vida que fuerzan la actividad de los mortales en
persecución de un ideal, de un mito, tanto m á s inasequible cuanto
más perseguido. Hoy no se puede afirmar que existan leyendas
totalmente legendarias, puro producto de la imaginación, sin con-
tacto ni relación alguna con la realidad, no; en toda leyenda hay
siempre un fondo de verdad aprovechable para la Historia. L a
leyenda inicia el camino, marca la existencia de un hecho que se
envuelve en el ropaje vistoso de la fábula para sobrevivir a la marcha
del tiempo, y la Historia se encarga de restituirlo a sus proporciones
exactas, de desenvolver poco a poco el ropaje que lo desfigura, de
disminuir el campo de lo legendario substituyéndolo por la afirmación
científica.
E n cualquier rama del saber humano encontramos el mismo
proceso. L a astrología y la quiromancia fueron los primeros jalones
que abrieron camino a la astronomía y los hombres que comenzaron
por observar los astros para predecir el destino humano, que vincu-
laron la responsabilidad de sus hechos en la situación de determina-
das estrellas, acabaron por conocer las maravillosas leyes que rigen
el movimiento del Universo y sentaron los principios de la ciencia
astronómica. Los alquimistas, que dedicaron todos sus esfuerzos e
— 5 ~

investig-ficiones al descubrimlenlo de la piedra filosofal, no se daban


cuenla que al empuje de su creencia legendaria colocaban los ciniien-
íos de la ciencia química, una de las más maravillosas y fecundas
de nuesíros días. Y así se ha podido ver cómo la cabala precedía a
las matemáticas, el presagio abría el camino del cálculo, la hechice-
ría precipitaba el desarrollo de la medicina y, en general, los prime-
ros esfuerzos de la inteligencia humana, borrosos, imprecisos, llenos
de fantasía, eran el heraldo que anunciaba el triunfo posterior de las
distintas ciencias.
Pues bien, es indudable que la Geografía y la Historia son, entre
las ciencias, las m á s propicias para acoger en su seno toda clase de
leyendas; la imposibilidad de usar la experimentación para la com-
probación de los hechos históricos, predispone a una vida m á s
intensa y dilatada de la fantasía; la fuerza con que la hazaña heroica
se graba en la imaginación de sus contemporáneos, facilita la crea-
ción y desarrollo de la leyenda y de tal modo se compenetran y
funden entre sí lo real y lo imaginario que no son pocas las ocasio-
nes en que sólo la fábula da adecuada explicación a sucesos y aven-
turas que, de otro modo, no tendrían explicación posible.
Y cómo nos ha de extrañar, por consiguiente, que al recoger la
Historia la odisea de aquellos exploradores y conquistadores que
llenaron de heroicas h a z a ñ a s el continente americano, se halle tan
íntimamente mezclada con la leyenda, que sea difícil señalar donde
acaba lo real y donde comienza lo imaginario? Y por qué hemos de
rechazar lo que haya de mito en la epopeya americana si precisa-
mente lo fabuloso era el impulso tras el cual se desarrollaba la reali-
dad? Ciertamente que pocas veces habrá tenido la imaginación
humana campo m á s abonado para el desarrollo de toda clase de
fantasías. «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando
la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de
Indias», dice Qómara al Rey al dedicarle su «Historia de las Indias»,
y, en verdad, que los detalles del descubrimiento y conquista de Ame-
rica, son m á s propios para ser desarrollados por un exaltado poeta
que por un aficionado a la Historia. Todo, desde el descubrimiento
colombino hasta el viaje de Elcano, desde las conquistas de Cortés y
Pizarro hasta la sublevación del rebelde Aguirre, es heroico, legen-
dario, maravilloso, y solamente factible para aquella raza de lucha-
dores y aventureros que, habiendo templado su espíritu en la lucha
de siete siglos contra el infiel, salió capacitada al terminar la Recon-
quista, para las más osadas e increíbles empresas.
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S i en cualquier momento de la hisroria de la Humanidad, los


mitos y las leyendas han ejercido una poderosa influencia en las
aclividades del hombre, no podemos olvidar que nuestros navegantes
de! siglo xvi, realizando proezas dignas de los relatos mitológicos,
verificaron los descubrimientos más portentosos e inesperados sin
que, en la mayor parte de las veces, tuviesen otro acicate, otro
estímulo para obrar, que una fábula, una leyenda, un mito, que se
esfumaba cuando m á s próxima parecía su realización.
Vamos a analizar, por consiguiente, un elemento de extraordina-
rio interés en el descubrimiento y conquista de América. Se ha
estudiado ya con todo detalle los efectos de la actividad de nuestros
aventureros, los territorios descubiertos, los países dominados, sus
relaciones con los indígenas y la organización de lo conquistado,
pero todo ello es la consecuencia, el fruto recogido; ahora intentare-
mos orientarnos hacia las causas de esa actividad, hacia las inten-
ciones de los protagonistas, hacia los motivos, más o menos reales,
que presidieron sus actos y sostuvieron su extraordinaria movilidad y
su heroico desprecio por las fatigas físicas.
América estaba preparada. Los mitos más dispares, las leyendas
más heterogéneas, los mismos conflictos sociales, predispondrían al
indígena a maravillarse ante el invasor y a aceptar su sobrenatural
aparición como una nueva manifestación de la secreta voluntad de
los dioses. Los españoles, que no se hallarían menos maravillados,
mezclarían sus propias ilusiones con las vagas tradiciones de los
indígenas acomodando éstas a aquéllas. Y sin hacer caso de las
realidades, viviendo en leyenda, más que en historia, se desparra-
marían derrochando valor y tenacidad por todos los rincones del
mundo recién descubierto y escribirían la más brillante página de la
historia de la Humanidad.
CAPÍTULO II

L o s a r g o n a u t a s del siglo X V I ,

S i el ambiente de América era el más a propósito para la acep-


tación de cualquier fenómeno que pareciese sobrenatural, el espíritu
español de la misma época era también el mejor preparado para
acometer cualquier empresa por fabulosa e inverosímil que pareciese.
L a Península acababa de fundir sus principales partes y acorralaba
hasta ¡a derrota definitiva al enemigo secular, la guerra de Granada
había tomado aires de Cruzada, se consideraba la lucha y la conquista
como algo inherente a la vida española, y fué ta! el impulso adquirido,
que se hacía preciso encontrar una válvula de escape por donde se
encauzase el afán de gloria y riquezas que seguía sintiéndose al
acabar la Reconquista.
S i en aquel momento no hubiese sido descubierto e! Nuevo
Mundo, la misma ley de inercia hubiera obligado al español a saltar
el estrecho y continuar combatiendo en tierras africanas, o le hubiera
impulsado a una segunda edición de la expedición de catalanes y
aragoneses a Oriente; pero América apareció y el acicate de la
novedad se unió a todos los demás factores. A l afán de gloria y
dominio, a la sed de aventuras, al deseo de propagar la fe, se unió
la atracción de lo desconocido y, sobre todo en los primeros
momentos, la ambición, la creencia deque se iba a obtener el máximo
lucro con el mínimo esfuerzo, la seguridad de que aquellos lugares,
de los que aun nada se sabía, constituían una verdadera tierra de
promisión que derramaría a manos llenas sus riquezas sobre los
osados que arribasen hasta ella.
Y lo curioso del caso es que el mismo Colón, el que iba a
descubrir los nuevos territorios, el que aun no podía garantizar ni la
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existencia de los lugares que buscaba, iba animado de las mismas


ilusiones y de los mismos proyectos que llenaban la mente de los que
le siguieron cuando ya habían llegado a la metrópoli las primeras
piezas de oro del Nuevo Mundo. Y en Colón, como en los d e m á s , la
idea dominante era la posesión del áureo metal; por él resiste la
dilatada espera ofreciendo sus proyectos en las distintas cortes
europeas, por el discute de un modo intransigente con los Reyes
Católicos los privilegios que se le habían de reconocer, el le asiste
en el angustioso viaje de m á s de tres meses, capaz de desalentar a
quien no esperase un premio que le compensase con creces de todas
las amarguras.
Era el mito del oro el que empujaba a Colón, ante el aparecía un
vellocino dorado infinitamente más rico que el del bosquecillo de
Coicos, y Colón, al realizar su proeza, era pura y simplemente un
argonauta. E l mito de j a s ó n no es m á s que el modelo de la hazaña
colombina; la aventura de los conquistadores de América es^ en el
siglo xvi, la reproducción, en escala gigante, de la fábula del vellocino
de oro.
A l comparar los relatos de la leyenda griega y las h a z a ñ a s de los
conquistadores americanos, la repetición salta a la vista, como si la
Providencia, al iniciar un suceso de trascendencia para toda la Huma-
nidad, manejase el mismo espejuelo para atraer a los seres necesa-
rios para su realización; y ¿qué espejuelo o ilusión moverá a los
hombres a realizar las m á s heroicas empresas, a desafiar las cóleras
del mar y los peligros de la tierra, sino el constante y universal afán
de riquezas materiales? E l argonauta, como el descubridor, sufrieron
el espejismo del oro y brillaba éste en forma de vellocino en la edad
incierta de Jasón, como en la edad cierta de Colón brillaban los
palacios de plata, los templos de oro, las puertas incrustadas en
zafiros y las riquezas en especiería pertenecientes al Gran Khan o al
Preste Juan de las Indias.
L a Cólquide, situada en lugar tan próximo a Grecia como el mar
Negro, recuerda nuestras Indias orientales y occidentales, tan tenaz-
mente buscadas por los nuevos argonautas; el vellocino famoso del
mito griego, se trueca en mundo nuevo, en América entera, que forma
toda ella un vellocino de oro más fabuloso y deslumbrador que el
antiguo, pues se mantiene siempre inasequible a pesar de las riquezas
que se iban encontrando en los distintos territorios americanos; no era
un dragón el guardián del tesoro, sino un monstruo infernal y proteico
que resultaba invencible por su misma complejidad: eran los hombres,
el clima, la tierra, los frutos, las (leras, los insectos y las enferme-
dades, era la Naturaleza entera, ta que mostrándose desconocida y
hostil, defendía ios fabulosos tesoros de la avidez de los conquista-
dores. Y a pesar de ello no hubo sólo un Jasón sino centenares de
ellos que, atraídos por el espejuelo dorado, impulsados por la ambi-
ción de gloria y dominados por una sed inextinguible de aventuras,
se sucedieron sin interrupción en su marcha hacia lo desconocido, sin
que las perdidas y sufrimientos de los primeros desanimasen ni
hiciesen retroceder a los que les seguían.
E l vellocino de oro, el viaje de Jasón, representan la prehistoria,
digámoslo así, el poema épico de los descubrimientos, y, para que
las analogías no se acaben, aparece junto a Jasón la figura de Medea
que también puede transformarse en símbolo: el símbolo de las razas
conquistadas por ios descubridores. Medea se nos muestra como
hechicera representando a la magia y la magia es el denominador
común que enlaza las primitivas creencias religiosas de los pueblos
americanos; las seducciones, las agorerías, las nigromancias de
Medea, simbolizan las ofrendas, los sacrificios, los valiosos pre-
sentes hechos por los indios recién descubiertos para alejar la
cólera y granjearse la estimación de los que tomaron por dioses
al aparecer ante ellos. L a admiración, la obediencia ciega de Medea
hacia el argonauta, es el símbolo de los idénticos sentimientos que
embargarán el espíritu de los indígenas de América al observar
la superioridad de los descubridores, su misterioso poder que les
hace manejar el rayo y el trueno, su condición divina que los hacía
aparecer como invulnerables.
La volubilidad de Jasón, sus facilidades en prometer unidas a sus
dificultades en cumplir, el arrojo con que se lanza a los mares ven-
ciendo peligros sin cuento en requerimiento del codiciado objeto que
constituye la meta de su viaje, las redes tendidas y los e n g a ñ o s
hechos a la familia hospitalaria que lo recibe cuando está a punto de
fracasar, los mil ardides puestos en ejecución hasta lograr la con-
quista del áureo vellocino, la mezcla de audacia y astucia que
desarrolla en sus empresas, la tenacidad y el disimulo en sus propó-
sitos, hasta su resolución de fundar su familia con la gente propia y
erigir su hogar en la tierra patria, cuantas fases nos muestran el
espíritu y la vida del famoso argonauta, tienen su repetición de un
modo maravilloso en las aventuras naturales de cualquiera de los
descubridores del siglo xvi; el mismo valor, la misma habilidad, la
misma astucia, despliegan el aventurero helénico que el americano,
_8 —

mostrándonos, el paralelo de ambas epopeyas, cómo se reproducen


en la Historia las mismas virtudes y los mismos defectos a pesar de
las grandes distancias en el tiempo y en el espacio.
Aun m á s ; si observamos a Medea herida por el desengaño que la
produce el abandono de aquel Jasón a quien recibió con los brazos
abiertos y la vemos dispuesta a vengarse de quien ya es considerado
como enemigo, tendremos simbolizado también el desengaño sufrido
por los pueblos conquistados al ver que aquellos seres, a quienes
tomaron por dioses en los primeros momentos, mostraban, al ser
conocidos, las mismas debilidades, los mismos defectos y pasiones
que los demás seres humanos.
Ahora bien, por grandes que sean las semejanzas entre las
aventuras de los argonautas griegos y las de los argonautas espa-
ñoles, no hay que olvidar que las de aquellos se desarrollan en una
época mitológica y las de éstos en una era completamente histórica;
aquellos personajes son todos míticos, éstos no pueden ser m á s
reales. Les unen el obrar impulsados por parecidas ilusiones y el
realizar hazañas de reconocido heroísmo, pero el explorador español
del siglo xvi tiene características especiales de religiosidad, sacrificio,
resistencia y dinamismo, que le hacen doblemente interesante para
nosotros.
Nuestro argonauta pertenece a la clase humilde, al pueblo, no
existiendo entre los primeros descubridores y conquistadores ni un
solo nombre de familia ilustre; el conquistador primitivo representa
en América la democracia. Cortés y Pizarro, Almagro y Valdivia,
Soto y Alvarado, todos los que añaden un nuevo florón a la corona
de E s p a ñ a , partieron a la conquista como aventureros que nada
poseían y, sin nada que perder, sólo se exponían a realizar sus
ilusiones, a que el mito se transformase en realidad y llenase sus
manos del oro que tanto ambicionaban.
Nuestro conquistador no era culto; apenas si llegan a media
docena los que han dejado sus nombres en obras útiles a la poste-
ridad, el resto era de instrucción tan deficiente que rayaba en muchos
con el analfabetismo. Por eso prende fácilmente en ellos la supersti-
ción, por eso recogen toda clase de leyendas y por eso creen, a
pesar de los desengaños, que van a encontrar las fabulosas riquezas
de que les hablan los indios o las aguas milagrosas que les devol-
verán la juventud. Y son en todo momento hombres de religión; la
conquista toma tintes de Cruzada y cada conquistador es un campeón
de la fe; la propaganda de la religión católica es la primera condición
que aparece en todas las capilulaciones, religiosos de todas clases
forman el obligado complemento de todas las tripulaciones, y la
cruz acompaña siempre a la espada ya derrocando ídolos, ya con-
virtiendo indígenas, ya sembrando de nombres de santos los territo-
rios que se iban conquistando.
Pero donde se manifiestan en más alto grado las características
de los aventureros del siglo xvi es en su heroísmo y movilidad.
Heroicos lo fueron hasta la exageración, ciegamente, sin que les
importase la vida, afrontando sonrientes los mayores peligros y
descubriendo a cada paso maneras inéditas de ser heroicos. Heroísmo
en la conquista y heroísmo en la guerra civil. Habría que citar la
vida de todos y cada uno de ellos para aducir ejemplos de valor.
E l mismo valor ciego que en el siglo xiv lanzó hacia Oriente a cata-
talanes y aragoneses, lanzaba en el xvi hacia Occidente a castellanos
y extremeños, y el mismo afán de lucro y de poder y la misma
confianza en el azar que animó a Roger de Flor, Berenguer de
Rocafort y Berenguer de Entenza, fueron las directrices de las
empresas de Cortés, Pizarro y Balboa. Y es que el heroísmo no se
ha localizado nunca en determinadas regiones españolas, sino que
ha llenado por igual el espíritu de nuestra patria.
Y en cuanto a su movilidad, es tan característica, que diferencia
de un modo radical la colonización española de la realizada por
cualquiera otra nación europea. E l explorador que se lanzaba hacia
el Nuevo Mundo en pos del señuelo dorado que le seducía, nunca se
consideraba satisfecho por muy rica que fuese la realidad encontrada.
Apenas hubo pisado Colón la lierra de Guanahani, se lanza desaten-
tado a recorrer islas y m á s islas en busca de la maravillosa Cathay
y del riquísimo Cipango; cuando pierde la esperanza de hallarlos,
persigue la localización del P a r a í s o Terrenal; más tarde cree hallarse
próximo a las minas de oro del rey Salomón, y, de este modo, en
cada uno de sus viajes, va abandonando lo conocido que le decep-
ciona, buscando siempre lo desconocido que le atrae. Cortés, que
podía considerar realizado su ideal con la conquista de Méjico, cree
que aun no se halla en posesión de la fuente de riqueza que buscaba
y lanza emisarios en todas direcciones y aun él mismo emprende la
penosa marcha que le lleva hasta California. Pizarro establece en el
Perú un nuevo centro de expediciones para ir siempre m á s allá,
expediciones que han de alcanzar el límite meridional del Continente.
Y así todos, haciendo posibles esas marchas inverosímiles a tra-
vés de territorios vírgenes, esos encuentros de Alvarado y Belalcázar
— 10 —

en el Ecuador, procedente el uno de Méjico y el olro del Perú,


esas hazañas de Cabeza de Vaca y Andrés Ocampo, recorriendo
10.000 y 20.000 millas respectivamente por terrenos desconocidos,
entre una naturaleza hostil y ante el continuo peligro del ataque
indígena; sólo así se comprende que en menos de medio siglo se
hubiese podido descubrir y someter el continente americano desde
California hasta Tierra de Fuego.
E s indudable que nuestros argonautas tuvieron defectos, pero no
olvidemos la diferencia de época y huyamos de juzgar a los hombres
del siglo xvi con el criterio del siglo xx. C o n toda su ignorancia, con
la crueldad de que tanto se les ha motejado, con su codicia, con su
falta de habilidad política, fueron tantas las virtudes que mostraron y
tan magna la obra por ellos realizada, que la Historia los recoge
como el timbre m á s glorioso de nuestra raza. Gracias a ellos pudo
España crear lo que —bueno o malo— existió durante siglos y fué
raíz de lo que existe hoy y en lo futuro existirá (1).

(1) R. Blanco-Fombona: «El conquistador español del siglo xvi>. Madrid, 1921
pág. 294.
CAPÍTULO III

E! mito del oro.

S i consideramos como hecho indudable que en iodo mito o


leyenda existe siempre algún fundamento de verdad, no podemos
negar su importancia como auxiliares eficacísimos de la Historia, ya
que suelen presentarnos, a través del ropaje maravilloso de los
cuentos de hadas, la explicación adecuada de sucesos que de otro
modo no sabríamos explicar. Todo mito, todo relato legendario, delei-
tará nuestro espíritu con la desbordada intervención de la fantasía,
pero si depuramos sus afirmaciones, si apartamos un poco la brillante
nebulosa que los envuelve, encontraremos la oculta verdad, el fondo
científico que la Historia debe aprovechar.
E l mito de Prometeo, el titán que roba su fuego a Júpiter, fuego
que sólo la especie humana se sabe procurar, es la leyenda expli-
cativa de la invención de la llama del hogar, ese elemento tan indis-
pensable al hombre que sólo con su posesión se puede considerar
dueño de la Naturaleza. E l mito de Ceres, la hija bienamada de
Proserpina, que desciende al Averno durante algunos meses para
ascender al Olimpo durante el resto del ano, es el símbolo mara-
villoso de la invención de la Agricultura, que deposita las semillas
en el surco durante el invierno para brotar en doradas espigas durante
la primavera. E l mismo mito de Jasón, visto a través de la Historia,
nos deja entrever que bajo el señuelo del célebre vellocino de oro se
encerraba un núcleo de riquezas tan importante y verdadero como
las minas de oro del C á u c a s o (1).
Pues bien; todas las leyendas que poblaron de ilusiones la mente

(1) Ch. Lutnmis: «Los exploradores españoles del siglo xvi», pág. 150.
- 12 —

de nuestros conquistadores, todos los mitos que impulsaron su


actividad, pueden reducirse a uno sólo, genérico, global, que puede
aplicarse a toda la conquista de America y que sirve para explicarnos
los más interesantes detalles de la misma, las más intrépidas incur-
siones y los heroísmos, muchas veces suicidas, de los exploradores
españoles; nos referimos al mito del oro, a esa fiebre amarilla que
se apoderó de los españoles del siglo xvi, como se había de apoderar
de los ingleses al conocer los yacimientos diamantíferos del Transvaal
y de los norteamericanos en la época de los descubrimientos auríferos
de California. Fué un dedo de oro el que guió a Colón hacia América,
a Cortés hacia Méjico y a Pizarro hacia el Perú; fué la obsesión de
oro la que bautizó gran número de las regiones descubiertas con
los nombres de Castilla de Oro, Río de Oro, Costa de Oro, Río de la
Plata, Puerlo-Rico, Costa-Rica, etc., fué la misma obsesión la que
transformó otros nombres geográficos en sinónimos de riquezas: «pesa
un Perú», «vale un Potosí», son expresiones que, datando de aquel
tiempo, aun han sobrevivido hasta nosotros.
Pero este mito directriz, que es el impulso general de la conquista,
se divide y subdivide m á s tarde en tantos mitos y leyendas particu-
lares, como son las regiones que han de ser objeto de la misma, de
tal modo que no hay expedición o descubrimiento en el que no pueda
señalarse la especial leyenda que sirvió de estímulo inicial. Y así
vemos a Colón partir en busca de los estados del Gran Khan, del
espléndido Cipango y de la maravillosa isla Calhay, y a Cortés y
Pizarro lanzarse a la conquista de los poderosos imperios azteca e
incásico, cuyas riquezas ya entrevieron los precursores Grijalva y
Andagoya. L a fiebre amarilla hace delirar a los conquistadores con
tesoros fantásticos y a medida que la realidad va confirmando y aun
superando las primeras ilusiones, cuando las maravillas insospe-
chadas que a cada paso encuentran, les hace no maravillarse ya de
nada y creer las suposiciones m á s absurdas, las leyendas se entre-
lazan y multiplican, y en medio de las selvas, a través de los ríos y
m á s allá de los montes, buscan ciudades quiméricas con templos
de oro y palacios de plata, príncipes misteriosos que cubren sus
cuerpos de oro y desprecian por su abundancia las perlas y piedras
preciosas, ríos y lagos en los que la m á s fantástica riqueza sólo
esperaba la llegada del primer poseedor.
E s la época en que se habla del «hombre de oro», tan ansiosa-
mente buscado por las regiones de Nueva Granada, Venezuela y este
del Ecuador; de la « C a s a del Sol», colocada por la imaginación de
- 15 —

los exploradores en las mesetas de los Andes; del riquísimo Imperio


Omagua, a quien se creía m á s fastuoso que el de los Incas; del lago
Parimé, con cordilleras de montañas de plata, ilusión que duró hasta
que Humboldt, en el siglo xix, lo identificó con el Orinoco; de las
tribus de oro del Meta, buscadas por toda la región ecuatorial; de
las fabulosas ciudades de Manoa, Enim y Paytiti, perseguidas a
través de las selvas del Amazonas; de las no menos fantásticas de
Cíbola y Quivira, entrevistas por la imaginación de fray Marcos de
Niza y que hicieron a Coronado recorrer el territorio del actual Nuevo
Méjico. Hasta las regiones argentinas, las m á s alejadas de los
primitivos lugares legendarios, sufren la influencia del mito del oro y
se habla en ellas del «Rey Blanco», poderoso señor de dilatados
y ubérrimos territorios, y de !a «Ciudad de los Césares», y de Jauja,
ciudad venturosa, y del país de la canela, ruta hacia riquísimos
territorios auríferos.
N o hay lugar, por escondido que sea, que no se vea animado
por una leyenda, y no hay leyenda, por inverosímil que parezca, que
no arrastre a legiones de exploradores en busca de las riquezas que
la confirmen. De esta manera, el mito del oro, que se hace cada vez
m á s errante e inasequible, nos da con toda sencillez la explicación
de la extraordinaria movilidad y gran dinamismo que se nota en
aquellos exploradores; en cuanto uno de ellos arribaba a cualquier
punto del continente americano, llegaba a sus oídos la noticia de que
m á s allá, casi siempre detrás de la vecina cordillera y a orillas de
un lago, se encontraba un poderoso reino o una fantástica ciudad
cuajada de riquezas, y el explorador se transformaba en conquista-
dor, dejaba lo seguro por lo eventual y desconocido y se aventuraba
en el interior del territorio en pos de aquel ideal que se alejaba tanto
m á s cuanto m á s cercano parecía. Y esto lo hacen hasta los que han
encontrado mayores riquezas que las que buscaban, siendo tal la
influencia de la dorada leyenda, que aun a fines del siglo xvm y
cuando ya se había recorrido toda la América del Sur, todavía se
cree en misteriosos rincones que harán fabulosamente rico a su
descubridor.
E l mito del oro, como dice nuestro panegirista norteameri-
cano (1), siguió el curioso y característico curso de todos los mitos.
Primero un hecho notable; después el relato de un hecho que ha
dejado de existir; luego, el eco lejano de ese cuento enteramente

(1) Ch. Lummis: «Los exploradores españoles del siglo xvi», pág. 157.
2
_ 14

despojado de sus hechos fundamentales y, por último, un enredo y


maraña general del hecho; la leyenda y el eco formando un nuevo
mito difícil de reconocer.
Ahora bien, si afirmamos que la codicia del áureo metal fué uno
de los principales, quizá el m á s importante, de los móviles de la
conquista, sobre todo en sus primeros tiempos, no por eso hemos de
afirmar que la pasión del oro fuese el único acicate que movió a
aquellos aventureros, ni muchos menos que constituya un defecto
genuino del pueblo español. L o s españoles amaban el oro, como lo
han amado y lo amarán todos los hombres mientras sea el m á s
poderoso medio para la satisfacción de sus necesidades, mientras
sea el único denominador común que permita la posesión de cuanto
se desee; en este sentido, el oro ha sido siempre la fuerza motriz de
la Humanidad, la principal razón de sus actividades, y si el extran-
jero hacía todo lo posible por acercarse, m á s o menos lícitamente, a
aquellas tierras que tanta riqueza ofrecían, no nos ha de entrañar que
el español, que era el primer poseedor de lo descubierto, que dejaba
una patria pobre y provenía de una familia más pobre todavía, se
deslumhrase al encontrar oro en poder de gentes que desconocían o
menospreciaban su valor y que no tenían inconveniente en señalar
otros lugares en los que todavía se le encontraría en mayor abun-
dancia.
Y fué tan útil y fecunda la pasión del oro, que ella decidió los
momentos difíciles que los españoles hallaron en su camino. Cuando
Colón vió vacilar a sus tripulaciones, según el relato tradicional, no
halló mejor argumento para animarlas que el recordar «quanta gloria
c provecho de la constancia se les seguiría perseverando en su
camino; prometíales que en breves días darían fin a sus fatigas e
viaje con mucha e indubitada prosperidad». A l notar Cortés vacila-
ciones entre sus soldados ante la magnitud de la empresa que iban a
emprender, les dice como argumento definitivo: «El que quiera ser
rico que me siga, los demás que regresen a Cuba». Cuando Pizarro
se halla en la isla del Gallo, en el momento m á s apurado de su
aventura, temiendo que nadie se atreva a seguirle a través de los
peligros que va a arrostrar, traza una línea con su espada y exclama:
«Por aquí se vuelve a P a n a m á , a ser pobres; por aquí se va al Perú,
a ser ricos». A l contemplar el hijo del cacique Comogre las disputas
de los compañeros de Balboa por el reparto del oro encontrado, les
advirtió: «Reñís por bien poco; si es tanta el ansia que tenéis y si pol-
la codicia habéis desamparado vuestra tierra viniendo a inquietar las
— 15 —

ajenas, provincia os mostraré donde podáis contentar este deseo», y


de sus palabras surgió el descubrimiento del Mar del Sur. Podrán
ser exactas o no las frases mencionadas, pero lo que no ofrece duda
es que ese era su espíritu y que todos sabían la palabra mágica que
encendía los ánimos.
Sin embargo, había otros muchos impulsos que empujaban a la
aventura a aquellos caballeros del Dorado, como les llama un joven
historiador (1). E n las jornadas americanas, la gloria de descubrir y
subyugar nuevos imperios, el supremo mando y la dirección de ellos
que otorgaban los reyes al afortunado capitán que ensanchaba sus
dominios, y aun el simple goce de guerrear, fueron tan grande
aliciente como el citado afán de riquezas materiales. Había una
necesidad psicológica de dominar en aquellos dominadores, un afán
de emulación, de superar a otros héroes, de mandar como reyes ya
que tan humildes nacieron, y, sobre todo, una sed de aventuras tal,
que si llegaban a ricos, en lugar de retirarse a gozar en una vida
pacífica de las riquezas tan trabajosamente ganadas, seguían orga-
nizando por su cuenta nuevas empresas y acababan arruinándose de
nuevo en expediciones que, si no les reportaban ya beneficio econó-
mico alguno, ensanchaban m á s y m á s los horizontes de lo descono-
cido a las generaciones posteriores.
Cortes, que podía haber disfrutado tranquilamente del oro que
arrancó a los tesoros de Moíezuma, dilapidó sus beneficios en las
expediciones de Honduras y California; Almagro, que reunió un gran
botín con los repartos de Cajamarca y Cuzco, se arruinó completa-
mente en su excursión por el territorio de Chile. Eran conquistadores
del oro, pero «eran bien españoles, preferían la guerra y la muerte
dejándole la puerta abierta a la fortuna, antes que la vida del esfuerzo
continuo y metódico» (2).
Y el mito del oro dió sus frutos, pero los dió lentamente, cuando
ya habían desaparecido aquellos exploradores que lo habían perse-
guido a cosía de su sangre y de su vida. E n la península tocada por
Cortés y recorrida por Coronado, apareció a mediados del siglo xix
la zona de mayor riqueza aurífera del mundo, como si la Naturaleza
mostrase en el oro de California el brillo que deslumhró a los ilusos
perseguidores de Cíbola y Quivira. Zacatecas en Méjico, Potosí en

(1) Emiliano Jos: «La expedición de Ursua ai Dorado y la rebelión de Lope de


Aguirre».
(2) R. Blanco Fombona: *E1 conquistador español del siglo xvi», pág. 237.
„ 16 —

el Perú, han sido los filones m á s ricos del Nuevo Mundo y la envidia
de las naciones enemigas de E s p a ñ a que han intentado, siempre que
han podido, arrebatarnos sus frutos atacando las remesas que venían
a la metrópoli. E n la región regada por la sangre de los que busca-
ban las tribus de oro de Meta, se han descubierto las minas de oro
de Guayana, motivo de disputa entre Inglaterra y Venezuela. Y no
hablemos de la riqueza de las Antillas, de las minas de hierro, cobre,
zinc, manganeso y otros metales que se hallan repartidos por todo el
continente americano, de los yacimientos petrolíferos que constituyen
la obsesión de la América del Norte, de los mil y mil motivos que
existen para considerar el territorio descubierto por los exploradores
españoles, como un verdadero Dorado, como un inmenso vellocino,
cuya riqueza supera a las fantasías de sus descubridores.
Maravilloso era el imperio del Gran Khan y extraordinarios el
poder y la riqueza que Colón les suponía, pero nunca hubiera podido
sospechar que la realidad superaría a sus sueños, como nunca
sospechó que había descubierto un Nuevo Mundo del que surgirían
veinte poderosas naciones, nacidas a la vida gracias al mito del oro
que empujó sus naves.
CAPÍTULO IV

Colón y la leyenda negra.

E s un hecho indudable que los grandes sucesos históricos de la


Humanidad, aquellos que por su transcendencia y consecuencias
hieren vivamente las imaginaciones humanas, sufren, al pasar el
tiempo, la intervención de elementos fantásticos, y van envolviéndose
poco a poco en un ropaje legrendario que, si bien los aleja de la
realidad, aumenta la belleza de sus detalles. L a imaginación popular,
al reproducir el suceso, tiende al personalismo, a cristalizar en un
solo personaje, el héroe, todas las virtudes y heroísmos que, en
realidad, no son m á s que las mismas virtudes y heroísmos del pueblo
que convivió con él; y si a este entusiasmo ensalzador se une la
pasión o los odios políticos, entonces no se contenta con elevar al
elegido, sino que descarga toda clase de censuras y ataques contra
los que le rodearon para que, en su papel de malditos, sirvan de
pedestal al favorito.
E s decir, que siempre que nos encontremos con un hecho de
transcendencia universal, sorpresa de propios y extraños, y de con-
secuencias ilimitadas, aparecerá en seguida la figura-símbolo de la
epopeya realizada, capaz de remover todos los obstáculos que se le
opongan hasta vencer su empresa; frente a ella la masa incapaz de
comprender al héroe, la encargada de obstaculizarle, la que al fin se
verá vencida por el poder del genio; y envolviendo a unos y a otros,
la leyenda tejerá toda clase de detalles, oscurecerá el relato histórico
y acabará haciendo muy difícil, a veces imposible, separar la realidad
de las creaciones de la imaginación.
Este es el caso de Cristóbal Colón. N i su nombre, ni su patria,
ni sus años, ni sus planes, ni siquiera sus hechos, han podido ser
recogidos sin vacilación alguna por la Historia. Realizó una hazaña
— 18 —

que exfremeció de admiración a sus contemporáneos, inició una


nueva era en la historia del mundo, comenzó él mismo a biografiarse,
labor que aun está por realizar en nuestros días, y a pesar de la
resonancia de sus hechos, de sus consecuencias y de la época erudita
en que vivió, hoy es la figura histórica m á s legendaria, valga la para-
doja, ya que la leyenda rodea su cuna, le sigue en los momentos m á s
interesantes de su vida, envuelve la gestación de los planes que le
llevaron al descubrimiento y acaba por acompañarle aún m á s allá de
su muerte.
Y si la leyenda en este caso se hubiera limitado a ensalzar los
méritos del Almirante o a embellecer el relato de sus h a z a ñ a s , no
hubiera pasado de ser un complemento m á s o menos poético de la
Historia; pero desgraciadamente no fué así. Colón, considerado como
extranjero, realizaba el descubrimiento bajo la bandera de E s p a ñ a , y
E s p a ñ a , en aquellos momentos, abandonaba su fragmentación medie-
val para preparar la formación del gran imperio del siglo xvi, E s p a ñ a
iba a adquirir la hegemonía de Europa y las demás naciones se dis-
ponían a atacarla con toda clase de armas; se iba a forjar la leyenda
negra, esa leyenda anglo-franco-holandesa que no perdonaría medio
para atacarnos y que debía comenzar por borrar de nuestra Historia
la gloria que nos correspondía por el descubrimiento del Nuevo
Mundo. N o es, pues, la leyenda poética la que aquí aparece, sino la
leyenda apasionada, la que trata de ensalzar al héroe rebajando a los
que le rodean, la leyenda antiespañola, admirablemente resumida por
Menéndez Pelayo en sus «Estudios de crítica literaria»: «Lo corriente
y lo vulgar en Europa y en América, lo que cada día se estampa en
libros y papeles, es que la gloria de Colón es gloria italiana o de toda
la Humanidad, excepto de los españoles, que no hicieron m á s que
atormentarle y explotar inicuamente su descubrimiento, convirtiéndolo
en una empresa de piratas. Esta es la leyenda de Colón y esta es la
que hay que exterminar por todos los medios, y hacen obra buena los
que la combaten, no sólo porque es antipatriótica, sino porque es
falsa y nada hay m á s santo que la verdad» (1).
L a primera nebulosa histórica que aparece en la vida del Almi-
rante es precisamente la del lugar de su nacimiento, cuestión la más
batallona, la que ha suscitado mayores controversias y la que ha
dividido m á s a sus biógrafos, como si de ella dependiera la mayor o

(1) M . Menéndez y Pelayo: «Estudios de crítica literaria». Segunda serle: «De


los historiadores de Colón», pág. 292.
- 19 -

menor gloria de E s p a ñ a en el Descubrimiento. ¿Merece este problema


la importancia que se le ha dado? Como dato histórico que sirviese
para completar la biografía de un personaje célebre, es indudable que
ofrece interés, pero ¿ e s que se puede vincular la gloria colombina al
lugar en que más o menos fortuitamente viniese al mundo el descu-
bridor? S i se demostrase de un modo indubitado que Colón era
italiano, ¿dejaríamos por eso de ser los descubridores, conquistadores
y colonizadores de un mundo nuevo?; ¿aumentaría la participación
italiana en la gloria del Descubrimiento? E n ese caso tendríamos
también que afirmar que el viaje de Magallanes era una empresa
portuguesa y que los maravillosos cuadros con que el Greco ha embe-
llecido la ciudad de Toledo, eran manifestaciones del arte cretense.
E s decir, que aunque Colón no fuera español, nadie puede dejar
de reconocer que el mérito de sus acciones no existe sino incorporado
a la historia del pueblo español, que fué nuestra nación la que le
acogió, encauzó e hizo viables sus propósitos, precisamente en
circunstancias difíciles y cuando otros pueblos le habían rechazado,
y que por mucho que se quiera conceder al genio, intuición y perse-
verancia del descubridor, no hay que olvidar a los colaboradores, &
los compañeros, a los protectores, que hicieron triunfar a quien por
sí solo no hubiera podido realizar sus proyectos E s , por consi-
guiente, manifiesta ingenuidad, el querer demostrar a todo trance
que Colón era español como si con ello se garantizase para nuestro
país la gloria de la epopeya americana. Y , en último caso, ¿porqué
ese empeño en dar ciudadanía española a quien nunca la quiso? N o
olvidemos que el mismo Almirante se enorgullecía de su noble origen
extranjero, que se atribuía una educación universitaria no española,
en una palabra, que el demostrar que era compatriota nuestro, era
demostrar también que fué un mal compatriota. No es, pues, la cuna
de Colón lo que nos interesa, ni debemos entretenernos en analizar
los argumentos de los defensores de las distintas tesis que pretenden
resolver el problema; lo que sí nos interesa y hemos de hacer resaltar,
son las consecuencias que para la leyenda antiespanola tiene su
condición de extranjero.
Para glorificar a Colón se sacrifica a sus colaboradores; simbo-
lizando el héroe toda clase de virtudes, se llena de vituperios al pueblo
que le rodeó, y en lugar de reconocer que alcanzó el triunfo por los
españoles, se afirma que pudo lograrlo a pesar de los españoles.
Esta es la leyenda de glorificación, la que presenta a Colón como un
genio incomprendido, como un hombre superior a quien persiguiera
— 20-

cl recelo y la mediocridad de I03 españoles, leyenda sostenida por


los biógrafos inmediatos al Almirante, mantenida durante dos siglos
y que sólo se va esfumando a medida que en el horizonte histórico se
destaca la labor humilde y fecunda de los que se hallaban en segundo
plano, a medida que va desapcireciendo la creencia de que son las
grandes individualidades las que hacen avanzar a la Humanidad.
La E s p a ñ a que conoció a Colón no era una E s p a ñ a de envi-
diosos e ignorantes; entre sus navegantes, cualquiera de los que
acompañaron al Almirante en su primer viaje, sobre todo los Pinzo-
nes podían competir con él en práctica y conocimiento de los mares;
entre sus cartógrafos, el nombre de Juan de la C o s a , brilla como el
del primero que dejó dibujadas las tierras acabadas de descubrir; sus
capitanes y gobernantes demostraron un valor y una habilidad infini-
tamente superiores a las del genovés. Colón no realizó jamás una
navegación de tan admirable maestría como las de Martín Alonso y
Vicente Yáñez Pinzón, como las de Niño o Lepe, las de Bastidas u
Ojeda; blasonando de cartógrafo, ni siquiera intentó rivalizar con
Juan de la Cosa en la formación de la primera carta de la Tierra
Firme y de las Islas; instituido virrey y gobernador general de lo que
descubriese, es imposible comparar su genio militar ni sus dotes
políticas con las demostradas por Hernán Cortés, ni su nombre
como colonizador eclipsará en la Historia al de don Antonio de
Mendoza y don Pedro de la Gasea.
Estaba muy lejos el Almirante de ser un caso único, un genio
aislado en el pueblo que le acogió; no se le discutía por terquedad e
ignorancia, como tampoco se le persiguió por recelos o envidia. E n
todo momento encontró Colón abiertos los brazos de los españoles
y, desde el pueblo, representado por los marinos de Palos, hasta los
Reyes, tan preocupados por graves problemas políticos, pasando por
la Nobleza, entre la que el Duque de Medinaceli es el entusiasta
enamorado de sus proyectos, todos rivalizaron en darle hospitalidad,
medios para que se sustentase con decoro, estímulos para sus planes
y toda clase de recursos para su descubrimiento.
Y si es necesario investigar los motivos que hacían retrasarse
la firma de las capitulaciones, habrá que recordar que Colón, al
exponer sus proyectos en E s p a ñ a , «tampoco quería explicarse mucho,
temiendo no le sucediese lo que en Portugal» (1), y, a pesar de esta

(1) Fernando Colón: «Historia del Almirante don Cristóbal Colón», en Colec-
ción de libros raros y curiosos que tratan de América». T . V, pág. 62.
— 21 —

premedilada ambigüedad, se le escucha. Los que le presentan como


el único que creía en la esfericidad de la tierra y piulan a los teólogos
españoles escandalizados con tal afirmación, ignoran que desde
cuatro siglos antes de Jesucristo ya lo demostraban los griegos por
el procedimiento eliminativo, por el ejemplo del barco que se aleja y
por la proyección de la sombra en los eclipses, y los españoles cono-
cían de sobra, comentaban y explicaban en sus cátedras, los textos
griegos que Colón sólo adivinaba a través del Imago Mundi; y
mientras el genoves estaba cegado por la errónea concepción del
tamaño de la tierra que daba Alfagran, Antonio de Nebrija, autor ya
de una Cosmografía, hacía personalmente cálculos y observaciones
para medir con certeza la extensión del grado terrestre. Y a pesar de
las serias objeciones científicas que se le podían presentar, no se le
rechaza de plano, y en una época de crisis económica, se le envían
distintas partidas de dinero para que se vaya sosteniendo hasta acabar
con la guerra de Granada, y cuando hasta él mismo se marcha
desesperanzado, se le hace volver sin condiciones.
E l principal obstáculo para la realización rápida del proyecto
colombino fué --aparte de la guerra de Granada, problema capital
para los Reyes Católicos — las exigencias del mismo Colón, sus
ambiciones, su terquedad e intransigencia al tratar con los monarcas.
E n una época en que estos acababan de mermar las atribuciones de
la nobleza, solicitaba títulos y mercedes que equivalían a crear un
estado dentro del Estado; siendo un aventurero sin responsabilidad,
exigía honores, cargos y beneficios con los que ni siquiera soñaron
las m á s principales figuras de la Corte; prometiendo un problemático
resultado, demandaba sacrificios económicos y concesiones políticas
incompatibles con las conveniencias de un Estado que aun no había
consolidado su situación. Y , sin embargo, se le oye y se le protege,
y se nombra una Junta para que estudie serena e imparcialmente sus
propósitos, y se le invita a explicarse ante ellos, cosa muy difícil
para quien m á s que razones científicas, alegaba, y con grandes
reservas, noticias particulares, y cuando su empeño e intransigencia
parecían haber roto definitivamente las negociaciones, un rasgo de
profética intuición de la Reina Católica, un arrebato romántico del
pueblo español, les hace aceptar, con la ceguera de la fe, todas las
condiciones impuestas por el iluminado genovés.
Y no será completo todo juicio que se haga respecto a las rela-
ciones entre Colón y E s p a ñ a , sino se tienen en cuenta las particula-
ridades de carácter del genovés, su complicada fisonomía moral; sus
— 22 -

disimulos y desconnauzas, sus medias palabras y falta de franqueza,


su poca habilidad para atraerse a las gentes, hacen aún más meritoria
la decisión de E s p a ñ a . Emilio Castelar, en su «Historia del descubri-
miento de América», pinta de mano maestra los rasgos dominantes
del carácter colombino: «Quien desconozca de Colón las plegarias,
las visiones, las profecías, el propósito de una evangelización, el
proyecto de recuperar el Santo Sepulcro, la tendencia incontrastable
a oraculcar y presagiar, desconoce toda una parte del ser suyo; pero
quien desconozca su finura de italiano, su mercantilismo de genovés,
su diplomacia del siglo décimoquinto, su hidrópica sed natural de
riqueza, sus estratagemas de navegante, sus dobleces florentinas de
conspirador, su propensión a entregarse al primer potentado con
quien topaba, en cuerpo y alma, sus continuas sumas y restas, lo
desconoce a su vez en otro aspecto no menos curioso que el primero
y no menos decisivo para su magna finalidad y para su creación
maravillosa».
No negamos que Colón pueda ser considerado como un genio,
admirable por sus adivinaciones, por su tenacidad, por su fe; que
fuese un profeta y un vidente llamddo a realizar la m á s portentosa
hazaña que vieron los siglos; pero era también un ambicioso, que
jamás hubiera podido realizar sus planes si no hubiese tropezado con
la nación generosa y desprendida —quijotesca al fin— que le protegió.
Y a los que afirman que la gloria de Colón es gloria de la Huma-
nidad, habrá que presentarles las negativas de Portugal, Inglaterra,
Francia, y quizá Genova y Véncela, a secundarle en sus propósitos,
y, frente a ellas, el entusiasmo español que allana dificultades, aporta
carabelas y dinero, se alista en las banderas de un aventurero casi
desconocido y se lanza a la aventura sin temor a los peligros y
misterios del Mar Tenebroso.
«La expedición —dice un historiador— era popular. E r a , como
todas las cosas en E s p a ñ a , producto de la iniciativa privada y obra
de las clases inferiores, de la masa fuerte, sana, noble; obra del
admirable Juan Español, que descubrió un continente, lo pobló, se lo
entregó al Estado, y cuando este lo perdió por su incompetencia
secular, ha seguido nutriéndolo con su sangre fecunda» (1).

(1) Carlos Pereyra: «Historia de América española», t. I: «Descubrimiento y


exploración del Nuevo Mundo», pág. 70.
CAPÍTULO V

Los planes de Colón.

La leyenda, que acompaña a Colón en los momentos m á s


interesantes de su vida, no podía abandonarle al tratar de la gestación
de sus proyectos, punto capital de la Historia del Descubrimiento. N o
nos ha de extrañar, por consiguiente, que las m á s densas nebulosi-
dades rodeen la formación, desarrollo y modificaciones sucesivas de
los planes de Colón y que mientras algunos historiadores —los man-
tenedores de la tradición colombina— afirmen que siendo el genovés
el mejor cosmógrafo y cartógrafo de la época, conocía ya, o sospe-
chaba cuando menos, la existencia del mundo nuevo que iba a des-
cubrir (1), no falten contradictores —los defensores de la reacción
crítica— que reduzcan el proyecto colombino a una de tantas explo-
raciones como realizaban los portugueses en aquel tiempo.
Prescindiendo de lo absurdo que resulta el creer que Colón
pudiese sospechar la existencia del gran continente que separa Asia
de Europa, la cuestión queda reducida a lo siguiente: ¿tenía Colón el
proyecto de alcanzar el Oriente siguiendo la ruta de Occidente,

(1) Washington IrvingWega a la afirmación de que los contemporáneos de Colón


designaban a las tierras descubiertas por éste Indias Occidentales, como si hubiesen
tenido a la vista un completo mapa-mundi, Gonzalo F e r n á n d e z de Oviedo, al relatar
en su «Historia de las Indias» el legendario motín de la tripulación, pone en boca
del Almirante las siguientes palabras: «. .prometíales que en breves días darían fin
de sus fatigas e viaje, con mucha e indubitada prosperidad, y, en conclusión, les
dijo que dentro de tres días hallarían la tierra que buscaban. Por tanto, que estu-
viesen de buen ánimo e prosiguiesen su viaje, que para quando les decía él les ense-
ñaría un Nuevo Mundo e Tierra. ..».
- 24 -

llegando a las Indias siguiendo el camino opuesto al que utilizaban


los portugueses?, ¿ o se propuso tan sólo navegar hacia el Oeste para
descubrir ciertas islas que se suponían situadas en el Océano entre
Europa y Asia?
L a opinión de Vignaud es francamente negativa para el primer
interrogante: «Colón jamás ha dicho una palabra de verdad sobre lo
que le atañe personalmente. Ha sembrado sus escritos de afirmaciones
inexactas, hábilmente formuladas, que han dado por resultado el crear
una especie de historia convencional de la formación de sus ideas y
de las causas de su descubrimiento, cuyos autores principales han
sido, después del mismo Almirante, sus biógrafos inmediatos: Fer-
nando Colón y Las Casas. Aun se cree en la existencia de un gran
proyecto, nacido de meditaciones científicas sobre la forma del mundo
y cuyo objeto difería, tanto por su origen como por su atrevimiento y
novedad, de todos los que hasta entonces se conocían. L a vieja
leyenda que nos muestra a Colón buscando el camino de las Indias
por el Oeste, ¿estará destinada a desaparecer como la referente a la
nobleza de sus antepasados? L a cuestión no puede ser abandonada
puesto que de ella depende nuestro concepto sobre los orígenes y
carácter de la empresa que tuvo por resultado el descubrimiento del
Nuevo Mundo» (1).
Y en carta que, en 1922, poco antes de morir, escribía al erudito
historiador de la Marina francesa, Mr. Charles de la Ronciere, rema-
chaba aún más sus afirmaciones diciendo: «El resultado de los
estudios perseguidos toda mi vida es que Cristóbal Colón no pretendía
llegar a las costas orientales de Asia e islas de las Especies por el
camino del Oeste. E s el globo de Behaim, obra de un cosmógrafo
ignorante, el que da alguna verosimilitud a este error» (2).
Por otra parte, Navarrete, tan entusiasta defensor como Vignaud
de la revisión crítica de la tradición colombina, no tiene inconveniente
en afirmar que el origen de los viajes y descubrimientos de los
españoles «fué buscar un nuevo camino para la India oriental por
donde traer con mayor facilidad y presteza las ricas producciones que
desde muy antiguo alimentaban el lujo de los europeos» (3). E s decir,

(1) Henry Vignaud: «Histoire critique de la Gran Entreprise de Cristophe


Colomb». París, 1911.
(2) Ch. de la Ronciere: «La carte de Cristophe Colomb».—París, 1924.
(3) M.Fernández Navarrete: «Colección de los viajes y descubrimientos que
hicieron por mar los españoles desde fines del siglo xv» Madrid, 1825.
— 25 —

que admite el espejuelo de la riqueza orienfal como fundamento d é l o s


planes colombinos.
A complicar una cuestión, tan oscura de por sí, ha venido la
supuesta correspondencia de Colón con el sabio florentino Paolo del
Pozzo Toscanelli. Sostenida la existencia de esta comunicación por
Fernando Colón y Las Casas, venía a dar un matiz científico a las
concepciones colombinas, hasta que un examen sereno del contenido
y de la forma, y sobre todo la crítica severa de Vignaud (1), demos-
traron que todo ello era falso; el bello edificio construido quizá por los
dos primeros historiadores del Almirante, caía con estrepito y des-
aparecía con él la explicación m á s detallada, y m á s ingenua también,
del proyecto colombino.
Porque en la citada carta —que Toscanelli escribía al canónigo
portugués Fernando Maríins y retransmitía a Colón— se anunciaban
a priori todos los detalles del descubrimiento: las tierras que se
encontrarían, su distancia, riqueza de las mismas, etc., presentando
el viaje con tal facilidad y con tales ventajas económicas, que parece
mentira que hubiera quien tuviese inconveniente en realizarlo. Unos
párrafos del ejemplar que inserta Las Casas, desvanecerá toda duda:
«... bien que otras muchas veces tenga dicho del muy breve camino
que hay de aquí a las Indias, adonde nace la especiería, por el camino
de la mar m á s corto que aquel que vosotros hacéis para Guinea...
determiné... monstrar el dicho camino por una carta semejante a
aquellas que se hacen para navegar, y así la invió a S . M . hecha y
debujada de mi mano, en la cual está pintado todo el fin del Poniente;
tomando desde Irlanda al Austro, hasta el fin de Guinea, con todas
las islas que en este camino son, enfrente de las cuales, derecho por
Poniente, está pintado el comienzo de las Indias, con las islas y los
lugares adonde podéis desviar para la línea equinoccial, y por cuánto
espacio, es a saber, en cuántas leguas podéis llegar a aquellos
lugares fértilísimos y de toda manera de especiería y de joyas y de
piedras preciosas... Y sabed que en todas aquellas islas no viven
ni tractan sino mercaderes, avisándoos que allí hay tan gran cantidad
de naos, marineros, mercaderes con mercaderías, como en todo lo
otro del mundo, y en especial en un puerto nobilísimo llamado Zaiíon,
do cargan y descargan cada afio cíen naos grandes de pimienta,
allende las otras muchas naós que cargan las otras especierías. Esta
patria es populatísima y en ella hay muchas provincias y muchos

(1) H. Vignaud: «La lettre et la carte de Toscanelli ».—París, 1901.


-26-

reinos y ciuciades sin cuento, debojo del scflorío de un Príncipe que


se llama Gran Khan, el cual nombre quiere decir en nuestro romance
Rey de los Reyes, el asiento del cual es lo más del tiempo en la
provincia de C a í a y o . . . Esta patria es digna cuanto nunca se haya
hallado, e no solamente se puede haber en ella grandísimas ganan-
cias c muchas cosas; mas aun se puede haber oro e plata e piedras
preciosas e de todas maneras de especiería... Y de la ciudad de
Lisboa, en derecho por el Poniente, son en la dicha carta 26 espacios,
y en cada uno dellos hay 250 millas, hasta la nobilísima y gran ciudad
de Quisay, la cual tiene al cerco 100 millas, que son 25 leguas, en la
cual son 10 puentes de piedra mármol. E l nombre de la cual ciudad,
en nuestro romance, quiere decir. Ciudad del Cielo, de la cual se
cuentan cosas maravillosas de la grandeza de los artificios y de las
rentas... la cual ciudad es, en la provincia de Mango, vecina de la
ciudad de Catayo, en la cual está lo m á s del tiempo el rey, e de la
isla de Antil, la que vosotros llamáis de Siete Ciudades, de la cual
tenemos noticia. Hasta la nobilísima isla de Cipango hay 10 espacios,
que son 2500 millas, es a saber, 225 leguas, la cual isla es fértilísima
de oro y de perlas y piedras preciosas. Sabed que de oro puro
cobijan los templos y las casas reales; así que por no ser conocido
el camino, están todas estas cosas encubiertas, y a ella se puede ir
muy seguramente... Fecha en la ciudad de Florencia, a 25 de Junio
de 1474 años» (1). S i Colón hubiese conocido tan interesantes detalles,
avalados por la autoridad de Toscanelli, no hubiera callado ante la
junta que le invitaba a explicarse.
Descartada la hipótesis de que las ideas de Toscanelli pudiesen
influir en el pensamiento colombino de buscar las Indias por Occidente,
se nos presenta una cuestión parecida con el globo de Behaim, Martín
de Behaim, que se decía discípulo del célebre cosmógrafo Regio-
montano (Johann Müller, de Koenisberg), había recorrido las costas
de África con la expedición de Diego C a m y acabó por establecerse
en la isla de Fayal con su suegro, gobernador de la misma, al igual
que Colón se casaba y establecía en Porto Santo. E n una visita que
hizo a Nüremberg, su ciudad natal, en 1492, dirigió la construcción
de un globo geográfico en el que plasmó las concepciones geográficas
de su época fijándolas en el estado en que se hallaban en el preciso
instante en que se hacía el primer viaje a través del O c é a n o .

(1) Bartolomé de Las Casas: «Historia de las Indias», lib. I, cap. XII, en Colec-
ción de documentos inéditos para la Historia de España, í. 62, pág. 93 y siguientes.
— 27 —

Según el globo de Behaim, frente a las cosías de Europa y


África, y a una distancia relativamente escasa, se desarrollaban las
costas del continente asiático, desde Tartaria a Ceilán, dejando en
el centro una enorme extensión de terreno que era la India; ambos
continentes formaban una inmensa isla con dos grandes océanos al
norte y al sur y otro m á s pequeño que los separaba. Pero este
Océano (el Atlántico) no estaba desierto, sino que ofrecía, en las
proximidades del coníineníe euro-africano, los archipiélagos de las
Azores, Canarias y Cabo Verde, y al borde de las costas asiáticas
una infinidad de islas entre las que sobresalían por su tamaño las de
Cipango, Java Mayor, Candín, Anguana y java Menor. Y aun m á s ;
entre unos archipiélagos y otros, como sirviéndoles de puente, colo-
caba dos islas m á s : la de Antilia, sobre el Trópico de Cáncer y otra
(la llamada por algunos Brasil) en el mismo circulo ecuatorial. E n
esta esfera terrestre se condensaba toda la geografía universal que
se conocía en 1492 y su mismo autor añade que ha recogido para su
obra los conocimientos de Ptolomeo, m á s los datos que ofrecían los
viajes de Marco Polo (1250) y Juan de Mandeville (1522), y los descu-
brimientos hechos por los exploradores portugueses.
Como cosa curiosa, que luego nos interesará, hay que añadir
que junto a la isla denominada Antilia, la más importante para el
paso del O c é a n o , escribió Behaim esta nota: «En el año 745, después
del nacimiento de Cristo, a ñ o en que toda E s p a ñ a fué conquistada
por los paganos, venidos de África, arribó a la isla Antilia, llamada
Sete Qibade un Arzobispo de Porto, con seis obispos y muchos
cristianos, hombres y mujeres, que así se salvaron viniendo de
E s p a ñ a y trayendo sus ganados y otros bienes. E n 1414, un navio
español llegó cerca de ella».
Ahora bien, ¿qué relación pudo haber entre el famoso globo de
Behaim y los proyectos de C o l ó n ? E s indudable que el Almirante no
vió la esfera, que se estaba dibujando en la misma época en que salía
de Palos la expedición descubridora, pero no es aventurado suponer
que pudo haber relaciones y comunicaciones entre ambos; los dos
eran navegantes, los dos estaban en contacto con los portugueses y
afincados en islas portuguesas y pudieron comunicarse sus ideas
cosmográficas. C a s i todos los argumentos que pudieron servir de
base a Colón para aventurarse en su empresa, podrían sacarse del
globo de Nüremberg: la redondez de la tierra, su pequeñez (reducida
por el Almirante con un error de 10.000 kilómetros), la inmensa
extensión asiática que suprime el Océano Pacífico y el continente
- 2 8 -

«imencíino, Id consi^nienlf proximidnd de In.s co^tns orieutnles de


Asia, hasta lis Islas Inlcrmcdias que el ^enovés espera encontrar en
todo momento, todo se halla gráficamente descrito en la esfera de
Behaim; pero no olvidemos que también sin ella, y aun sin tener
noticia de la existencia de Behaim, hubiera hallado los mismos argu-
mentos y las mismas ideas en la «Imago Mundi», en la Historia
rerum y en la Relación de Marco Polo, precisamente las obras que,
anotadas por él, se conservan en la Biblioteca Colombina y son con-
sideradas como los libros de cabecera del Almirante (1).
La obra del Cardenal de Ailly le daba a Colón las opiniones de
Aristóteles, Séneca y Plinio sobre la escasa distancia que debía exis-
tir entre las costas de E s p a ñ a en el Occidente y el principio de la
India en el Oriente, le afirmaba la facilidad de pasar de la una a la
otra a poco que fuesen favorables los vientos, le mostraba las venta-
jas del viaje hacia Occidente ya que por el camino oriental, a través
del Mediterráneo y el Mar Rojo -—aun abierto el paso por Suez,
solución en la que ya se había pensado— no se tardarían menos de
tres años en el viaje de ida y vuelta a la India (2), y hasta le calcu-
laba las dimensiones de la tierra con arreglo a las medidas de
Alfagran (3), equivocadas, como hemos visto, en una cuarta parte.
S i a todos estos datos unía Colón las relaciones de Marco Polo y de

(1) E l ejemplar de la «¡mago Mundi» del Cardenal Fierre d'Ailly puede consi-
derarse como la obra de consulta de Colón, ya que éste lo cubrió de notas; estas
notas han sido publicadas por Cesare de Lollis: «Scritti di Cristoforo Colombo*,
Roma, 1895; part. II, vol. II de la Raccolta di documenli e studi publicati dalla
R. Commissione Colombiana.
(2) «Adeo ut ipsa simul jungere álveo manufacto quandoque Egyptii cogitave-
runt reges, mare Rubrum... cuyus longitudo vix sex mensium navegatione pertran-
situr, a cujus littore Oceanus usque ad terminum Indie vix anno integro navigatur,
secundum Iheronimum. Unde refert quod classis Salomonis per triennium ab India
deportabat commertia>.
(3) Dice Fernando Colón en la «Vida del Almirante»: «La quinta consideración
que hacía creer más al [Almirante] que aquel espacio fuese pequeño, era la opinión
de Alfragano y los que le siguen, que pone la redondez de la tierra mucho menor
que los demás autores y cosmógrafos, no atribuyendo a cada grado de ella más
que 56 millas y dos tercios, de cuya opinión infería que, siendo pequeña toda la
esfera, había de ser por fuerza pequeño el espacio que Marino dejaba por desco-
nocido, y en poco tiempo navegado, de que infería asimismo que, pues aun no
estaba descubierta la fin oriental de la India, sería aquel fin el que está cerca de
los otros por Occidente». Colee, de libros... T. V, pág. 29. Colón que, ni conoció,
ni quiso conocer, otro tamaño de la Tierra que el dado por Alfagran, sentó en este
error uno de los fundamentos de su viaje y lo mantuvo toda su vida.
— 29 —

Mandeville sobre las riquezas fabulosas de las tierras asiáticas, los


relatos de las exploraciones portuguesas y las leyendas que por todas
partes corrían sobre la existencia de islas misteriosas hacia Occi-
dente, no necesitaba conocer a Behaim, ni tener la menor noticia del
globo que se estaba construyendo en Nüremberg.
Podemos, por consiguiente, afirmar, que Colón tenía suficientes
datos, antes de emprender su viaje, para sospechar la posibilidad de
llegar a las costas orientales de la India, siguiendo el camino de
Occidente; sus primeros biógrafos, F . Colón y Las Casas, recogen
cinco razones que confirmaron al Almirante en su sospecha: 1.a, la
esfericidad de la tierra que hacía «posible rodearse de Oriente a
Occidente andando por ella los hombres hasta estar pies con pies,
los unos con los otros, en cualquiera parte que en opósito se halla-
sen»; 2.a, que habiendo sido recorrida casi toda la tierra, sólo faltaba
por conocer el trozo comprendido entre «el fin oriental de la India,
de que Ptolomeo y Marino tuvieron noticia, hasta que prosiguiendo
la vía del Oriente tornasen por nuestro Occidente a las islas de Cabo
Verde y de los Azores que era la m á s occidental tierra que entonces
descubierta estaba»; 3-a, que ese espacio desconocido no podía ser
m á s que la tercera parte del círculo mayor de la esfera pues, «el dicho
Marino había descripto por el Oriente, quince horas o partes de las
veinticuatro que hay en la redondez del mundo»; 4.a, que como Marino
aun no había llegado al límite de la tierra oriental, esta debía prolon-
garse m á s de las quince partes y tener su extremo m á s cercano aún
a las islas de Cabo Verde, y 5.a, la opinión de Alfragrano que da a
cada grado de la esfera una extensión de 56 millas y 2/3, con lo que
se reducía aún m á s el espacio intermedio y desconocido (1).
Ahora bien, aun suponiendo que estas cinco razones, más o menos
científicas, fuesen las directrices del pensamiento colombino y no la
explicación a posteríorí de sus panegiristas, ¿cómo llegó el Almirante
a concretar sus ideas?, ¿en qué ambiente y con que datos se formó
su proyecto?
Cuando Colón era habitante de los dominios del Rey de Portugal,
sobre todo durante su estancia en las islas de Porto Santo y Madera,
respiró una atmósfera de descubrimientos, viajes, proyectos y leyen-
das que forzosamente debió arrastrar al futuro Almirante a la idea
de realizar personalmente algo de lo que a diario realizaban sus
convecinos; por todas partes se hablaba de tierras descubiertas

(1) Las Casas: Ob. cit, Lib. I, cap. V, en Col. de Docs. Inéd. T. 62, pág. 55.
3
— 30 —

y por descubrir, todas las miradas se dirigían hacia el mislerioso


Océano occidental, y de él llegaban los más confusos rumores y
ios m á s contradictorios datos sobre la existencia de tierras desco-
nocidas.
Las Casas y Fernando Colón nos presentan al Almirante en esta
época recogiendo atento todos cuantos relatos pudieran relacionarse
con su futuro proyecto; Martín Vicente, piloto del Rey de Portugal,
había encontrado a 450 leguas del cabo de San Vicente, con fuerte
viento oeste, una pieza de madera esculpida que venía evidentemente
de alguna isla desconocida situada en el Poniente; Pedro Correa,
cunado del Almirante, le dijo que él había visto hacia la isla de Porto
Santo, una pieza de madera semejante a la anterior y también venida
de Occidente, y añadía saber del Rey de Portugal que hacia la misma
isla se habían hallado cañas tan gruesas, que de nudo a nudo, cabían
en ellas nueve garrafas de vino. A la isla de Flores, en los Azores,
habían llevado los vientos dos cuerpos de hombres muertos, de rostro
muy ancho y que no tenían nada del tipo europeo; otras veces el mar
arrojaba en ellas pinos de clase desconocida y hasta se hablaba de
haber visto almadias o barcas cubiertas, llenas de una especie de
gente de quien jamás habían oído hablar. Y tras los hallazgos miste-
riosos vienen las relaciones de pilotos, m á s o menos legendarios,
que afirman haber visto las lejanas tierras: un Pedro Velasco, de
Palos, dijo a Colón, en el Monasterio de la Rábida, que después de
partir del Fayal anduvo 150 leguas por mar y a la vuelta descubrió la
isla de Flores; otro piloto, gallego, que había hecho el viaje a Irlanda,
habla de haberse desviado tanto en su derrotero hacia el N . O . que
llegó a una tierra, sin duda la Tartaria, tierra que podría identificarse
hoy con Terranova o Labrador.
Hay, sobre todo, un misterioso piloto, único superviviente de
una expedición portuguesa, que vive lo suficiente para llegar a los
pies de Colón y dejarle al expirar los papeles reveladores de la ruta
que conducía a las islas que acababa de descubrir; este es el famoso
A l onso Sánchez, de Huelva, a quien se ha querido atribuir la pater-
nidad del descubrimiento sin que el menor dato histórico nos permita
adjudicarle ese papel; ni siquiera se le puede considerar como el
impulsor y acelerador de las vacilaciones del futuro Almirante, pues
lo que le sobraba a éste era ambiente e indicios para decidirse. La
leyenda del piloto onubense, m á s que por lo que tuviera de antece-
dente del proyecto colombino, nos interesa como símbolo y concre-
ción de la atmósfera que respiraba Colón: era indudable que existían
— 31 —

tierras hacia Occidente y se creía en ellas como si ya se hubie-


sen visto.
Y que Colón pensaba de esta manera nos lo dice él mismo en el
Diario de su primer viaje, cuando al séptimo día de navegación
escribe: «Jueves 9 de Agosto Dice el Almirante que juraban
muchos hombres honrados españoles, que en la Gomera estaban con
Doña Inés Peraza, madre de Guillén Peraza, que después fué el
primer conde de la Gomera, que eran vecinos de la isla de Hierro,
que cada año vían tierra al Ouesíe de las Canarias, que es al
Poniente; y otros de la Gomera afirmaban otro tanto con juramento.
Dice aquí el Almirante que se acuerda que estando en Portugal el a ñ o
de 1484, vino uno de la isla de la Madera al Rey a le pedir una
carabela para ir a esta tierra que via, el cual Juraba que cada año
¡a via, y siempre de una manera; y también dice que se acuerda que
lo mismo decían en las islas de los Azores, y todos estos en una
derrota, y en una manera de señal, y en una grandeza» (1).
Fernando Colón nos confirma en lo mismo: «Colón pensaba que
entre la extremidad de E s p a ñ a y los límites de la India, debían encon-
trarse islas... E l Almirante estaba tanto m á s inclinado a creerlo así,
cuanto que él había oído a menudo a los marinos que frecuentaban el
mar occidental, de las Azores a Madera, hacer muchos relatos refe-
rentes a lo mismo»; y para explicar de qué manera los intentos de los
demás excitaban a su padre a no demorar sus planes, dice al referirse
a la expedición intentada por el flamenco Fernando Van Olm, m á s
conocido por Fernandolmos, capitán donatario de la isla Tercera:
«La contaré fielmente como la he encontrado en los escritos de mi
padre, a fin de que se sepa cómo de un pequeño suceso, algunos
hombres pueden hacer el fundamento de otros m á s grandes». Barto-
lomé de Las Casas, por último, que escribe su «Historia de las Indias»
con documentos de Colón, refiere que éste había tenido indicios de
tierras occidentales por varios pilotos y marineros, portugueses y
castellanos.
Podemos deducir, por todo lo expuesto, que Colón tenía, antes
de iniciar su viaje, suficientes datos para establecer dos conclusiones
que sirviesen de guía a sus propósitos: 1.a, la proximidad entre las
costas del Occidente europeo y del Oriente asiático; 2.a, la existencia
de islas aun no descubiertas entre ambos continentes; si se decidía

(1) «Relaciones y cartas de Cristóbal Colón», Diario del primer viaje, Bib. Clá-
sica, tomo CLX1V, pág. 5.
-52-

por la primera llegaría a las tierras fabulosamente ricas del Gran


Khan y abriría con este soberano un lu<^ativo tráfico de especiería,
marfil, oro. sedas, etc.; si perseguía la segunda, formaría un virreinato
para él y los suyos, constituyéndose en verdadero soberano de lo
descubierto. Este objetivo era m á s fácil pero m á s incierto, pues no se
localizaban bien las islas y podía pasarse entre ellas sin encontrarlas,
como ya había sucedido a otros; lo primero era m á s difícil, m á s peli-
groso, pero de resultados m á s seguros, pues según sus concepciones
geográficas, a pesar de cualquier error de ruta, no podía fallar, «que
por cualquier parte del mar Océano - dice el ingenuo Cura de los
Palacios - andando y atravesando, no se podía errar tierra» (1). ¿ P o r
cuál de los dos se decidió?
E n las Capitulaciones acordadas entre los Reyes Católicos y
Cristóbal Colón en la ciudad de Santa Fe, (17 de Abril de 1492),
para nada se hace mención de las Indias, ni del Gran Khan, ni de
Cipango, ni de nada que haga sospechar este propósito. Se habla
de lo que el Almirante «ha de descubrir en las mares oceanas,
y del viaje que agora, con la ayuda de Dios, ha de hacer por
ellas»; se hace a Colón Almirante en todas aquellas islas e
fierras fírtnes que por su mano e industria se descobriercn o ganaren
en las dichas mares oceanas, se le nombra virrey y gobernador
general en las islas y tierras firmes. E n el título que se expide a
Colón el 50 de Abril de 1492, dicen los Reyes: «Vades por nuestro
mandado a descobrir e ganar con ciertas fustas nuestras, e con
nuestra gente, ciertas Islas e Tierra Firme en la mar Oceana, e se
espera que con la ayuda de Dios, se descobrirán e ganarán algunas
de las dichas Islas e Tierra Firme en la dicha mar Oceana, por
vuestra manera e industria». Y en la provisión para que los habi-
tantes de Palos aparejen dos carabelas, les ordenan: «Por cuanto
Nos habemos mandado a Cristóbal Colón que vaya con tres cara-
belas de armada, como nuestro capitán de las dichas tres carabelas,
para ciertas parles de la mar Oceana, sobre algunas cosas que
cumplen a nuestro servicio...».
De modo que en lo que podríamos llamar documentación oficial
referente al primer viaje, se omite, quizá deliberadamente, el nombre
de las Indias y m á s bien parece deducirse que la expedición va
directamente encaminada a encontrar cierfas islas e fierra firme que

(1) Andrés Bernáldez: Historia de los Reyes Católicos*.. Cap CXV1I, en Bib.
de A. A. E E . , tomo 70, pág. 657.
— 53 —

se suponen existentes en el Atlántico. Oficialmente, pues, Colón no


va a las Indias, se decide por la solución más fácil y se lanza a la
busca de unas islas occidentales que se suponen próximas. E n este
caso, ¿cuáles pueden ser estas islas?
Cuenta un mercader flamenco, Eustache de la Fosse, que, via-
jando de las islas de Cabo Verde a Portugal en un navio portugués,
los marineros le enseñaron unas aves que volaban procedentes de
las islas encantadas: «Et en naviguanl vismes plusieurs oyscaulx
voller; et dissoiení nos maronnirs que ees oyseaulx estoíent des isles
enchantées, lesquelles isles ne s'approisscnt point ad cause que ung
evesque de Portugal, avec toutz ceulx quy l'avoient voulu sievir, s'y
saulverent, et fut devant le tempz de Charlemagne, roy de France, que
toutes les Espaignes furent conquises des S a r r a z y n s . . . » y añade
después, que el obispo portugués que en ellas se había refugiado, y
que «era gran cler, s^avant l'art de nigromansce encanta les dites
isles et que jamáis ne s'apparoistroient a pernonne tant que toultes
les Espaignes ne seroient reunisses a nostre bonne foy catholique».
Esta leyenda, tan profética que señala ya la toma de Granada como
límite al encantamiento de las islas, es la misma que hemos visto
señalada en el globo de Behaim referente a la isla Antilia o de las
Siete Ciudades.
Charles de la Ronciere (1), al publicar la carta que considera
obra del mismo Almirante o de su hermano Bartolomé, hace resaltar
una inscripción medio borrada que considera la clave del objetivo de
Colón: «He aquí la isla llamada de las Siete Ciudades, colonia aun
poblada de portugueses al decir de los grumetes españoles, en ella se
encuentra, según se asegura, oro entre las arenas» (2).
Que Colón conocía esta leyenda no se puede dudar, no sólo por
lo generalizada que estaba, sino porque se encuentra perfectamente
recogida y resaltada en la historia de su hijo. Dice Fernando Colón, al
referirse a la isla de Antilia o de las Siete Ciudades, que era la isla
misteriosa donde «los portugueses fueron a habitar el año 714, cuando
los moros quitaron a E s p a ñ a al Rey D . Rodrigo y se hicieron dueños
de este reino. Dicen que en aquel tiempo, siete obispos, seguidos de
cantidad de gente, habiéndose embarcado, abordaron a aquella parte,
donde fabricaron siete ciudades y quemaron todos los navios, porque

(1) Ch. de la Ronciere: «La carte...>.


(2) «Hec septem Civitatum Insula vocatur, nunc Portugallensium colonia afecta,
ut gromite citantur Hispanorum, in qua reperiri inter arenas argentum perhibetur».
- 3 4 -

la gente que los había acompañado no se fuese. Algunos portugueses


han escrito, que los pilotos de su nación que han llegado a dicha isla,
jamás han vuelto, y que no obstante, en tiempo del Infante D . Enrique,
abordó allí un bajel, y desembarcada la gente, la llevaron los mora-
dores luego a la Iglesia para ver si eran católicos, y que habiéndolos
reconocido tales, les rogaron se estuviesen con ellos algunos días,
para esperar su Señor que tendría mucho gusto de verlos; pero los
pilotos temiendo que los de la isla quisiesen quemar sus navios, se
embarcaron a toda prisa para volver a Portugal; añaden que a su
vuelta contaron al Infante todo esto, creyendo ser recompensados por
no haberse querido quedar en aquellos pueblos no conocidos, y que
el Infante les reprendió severamente, y les obligó a volver, pero que
los pilotos no pudiendo resolverse, se escaparon. Dicen m á s , que
mientras estaban en la Iglesia de estos isleños, los que se habían
quedado en ios bajeles cogieron arena en la orilla, para el uso de la
cocina, de que era la tercera parte oro» (1). Y añade que relata esta
historia fabulosa como un poderoso testimonio recogido por su
padre en apoyo de un proyecto largamente meditado.
¿ P u d o ser la busca de esta isla el proyecto tan meditado por el
Almirante y constituir el objetivo secreto que le impulsó a realizar su
primer viaje? Para C h . de la Ronciere la cuestión no ofrece duda;
haciendo resaltar la conformidad entre las palabras del hijo de Colón
y las afirmaciones de una carta que juzga del propio Almirante,
deduce sin vacilación alguna que la isla de las Siete Ciudades «era
el objetivo secreto de la expedición de Colón» (2).
Muy cómodo resultaría admitir esta categórica afirmación del
historiador francés, aun prescindiendo de cuantas objeciones pudieran
hacerse a las aventuradas conclusiones de su obra, si al prestar
tanto crédito a las palabras del Almirante o de su hijo, no nos encon-
tráramos con que ellos mismos, en otras declaraciones aun m á s
explícitas, afirman ser otro el motivo de su expedición. Y lo afirman
con tal ahinco, sobre todo el Descubridor, que parece mentira que
el que sale de Palos mediante unas capitulaciones en las que ni
como eventual posibilidad se citan las Indias como termino de su
viaje, sea el mismo que después se empeña en convencer a todo el
mundo que sólo había pensado en hallar el camino más corto para
alcanzarlas.

(1) Fernando Colón: «Vida.,.». En lugar cit., pág. 45.


(2) Ch. de la Ronciere: La « C a r t e . . . » .
— 35 —

En la caria del Almirante a los Reyes Católicos que precede al


Diario de su primer viaje, dice con toda claridad «... y luego en aquel
presente mes por la información que yo había dado a Vuestras Altezas
de las tierras de Indias, y de un príncipe que es llamado Oran
Can, que quiere decir en nuestro romance Rey de los Reyes, como
muchas veces él y sus antecesores habían enviado a Roma a pedir
doctores en nuestra Santa Fe, porque le ensenasen en ella, y que
nunca el Santo Padre le había proveído y se perdían tantos pueblos
creyendo en idolatrías, e recibiendo en sí sectas de perdición, Vuestras
Altezas como católicos cristianos y Príncipes amadores de la Santa
Fe cristiana y acrecentadores della, y enemigos de la secta de Mahoma
y de todas idolatrías y herejías, pensaron en enviarme a mí Cristóbal
Colón, a las dichas partidas de India para ver los dichos Príncipes,
y los pueblos y tierras, y la disposición deltas y de todo, y la manera
que se pudiera tener para la conversión deltas a nuestra Santa Fe;
y ordenaron que yo no fuese por tierra al Oriente, por donde se
costumbra de andar, salvo por el camino de Occidente, por donde
hasta hoy no sabemos por cierta fe que haya pasado nadie» (1). Y
e! 19 de Septiembre, al encontrar aves que parecían indicar la proxi-
midad de tierras, escribe: «... no quiso detenerse... porque su voluntad
era de seguir adelante hasta las Indias, y el tiempo es bueno, porque
placiendo a Dios a la vuelta se vería todo: estas son sus pala-
bras» (2). Y el 3 de Octubre: «dice aquí el Almirante que no se quiso
detener barloventeando la semana pasada, y estos días que había
tantas señales de tierra, aunque tenía noticia de ciertas islas en
aquella comarca, por no se detener, pues su fin era pasar a las
Indias; y si detuviera, dice él, que no fuera buen seso» (3). Por
último, en cuanto descubre la primera isla, lejos de andarse en vacila-
ciones sobre el lugar en que se halla, afirma (el 13 de Octubre):
«por no perder tiempo quiero ir a ver si puedo topar a la isla de
Cipango» (4), idea que se transforma bien pronto en obsesión que
le persigue continuamente; «partir para otra isla grande mucho que
debe ser Cipango, según las señas que me dan estos indios que
traigo... mas todavía tengo determinado de ir a la tierra firme
y a la ciudad de Guisay, y dar las cartas de Vuestras Alte-

(1) Diario del primer viaje, en Bib. clásica, t. CLX1V, pág. 2.


(2) Diario .. , . , pág. 12.
(3) Diario , pág. 17.
(4j D i a r i o . . . . pág. 27.
-36-

zas al Oran Can, y pedir respuesta y venir con ella» (21 de


Octubre) (1).
Aquí se nos presenta el Almirante como quien ha logrado el
resultado normal de un proyecto largamente meditado, pero ¿cómo
armonizar las conclusiones del Diario con las premisas de las C a p i -
tulaciones? E l silogismo es incongruente. E n aquellas sólo se habla
de descubrir islas y tierra firme en la mar Oceana, aquí se afirma
haberle enviado a las dichas partidas de India; en Santa Fe no se
citan las ciudades ni los reyes orientales, a bordo busca Colón ai
Gran Khan para darle ¡as cartas de Vuestras Altezas. ¿A qué
documento atenerse: a las Capitulaciones o al Diario? ¿Disimularon
los reyes para no alarmar a los portugueses con el anuncio de una
expedición a unas tierras que tan lucrativo comercio les ofrecían?
¿Mintió Colón para dar a su gloriosa hazaña el marco de una com-
pleta preparación científica?
S i nos alejamos de unos textos en los m á s que de una vez se ve
la verdad premeditadamente deformada o tergiversada y nos trasla-
damos con toda serenidad al ambiente que rodeaba a Colón, quizá
encontremos respuesta a las anteriores preguntas. Colón pensó en
buscar islas poco distantes de Europa, pero conocía, por el Imago
Mundi, la poca distancia que separaba E s p a ñ a de las Indias, según
las concepciones geográficas de su época, y es indudable que vió
factible el alcanzarlas por Occidente; ahora bien, dispuesto a pedir
protección a los Reyes, no sabe qué ofrecer, vacila entre el objetivo
próximo (las islas) y el objetivo remoto (las Indias), teme que si
promete éste y sólo logra aquél sea un fracaso su viaje, mientras que
si sucede lo contrario se atribuirá su éxito a la casualidad; como buen
aventurero prefiere la ambigüedad, nadar entre dos aguas para no
tener que desdecirse después y de ahí sus vaguedades, sus vacila-
ciones, de ahí esas capitulaciones en las que pudiéndose comprender
todo, nada se comprendía. Pero llega el viaje y con él el éxito; no se
encuentran las islas próximas, pero se llega tan lejos que ya no hay
más que buscar a Cipango y Cathay, y entonces, a posteriori, es
cuando hay que proclamar abiertamente que esto era lo que se
buscaba, y llegan las afirmaciones categóricas del Diario, y se inventa
la correspondencia de Toscanelli y se crea la leyenda colombina que
pinta al Almirante como el único que vió a priori la posibilidad de

(1) Diario , pág. 42.


— 37 —

un viaje, realizado a pesar de todos los obstáculos que la ignorancia


española acumuló.
Ahondando m á s aun en la evolución de los propósitos colombinos,
podríamos enconcontrar en ellos dos etapas que hasta se podrían
hacer coincidir con su estancia en cada una de las naciones vecinas:
etapa portuguesa y etapa española. L a etapa portuguesa es la de la
iniciación de la idea, germinada entre la fiebre de descubrimientos
creada por la escuela de Sagres, consolidada durante su estancia en
Porto Santo y en las conversaciones sostenidas con su suegro el
piloto Moniz de Perestrello y confirmada con los relatos y referencias
de los nautas portugueses. Esta idea se reduce entonces simplemente
a encontrar islas o tierras por Occidente, sin especificar cuáles, sin
pensar aún en las Indias; es un viaje m á s de los innumerables que
estaban realizando por aquel entonces los portugueses y que habían
llevado ya al descubrimiento de las islas m á s próximas al viejo
continente.
Pero viene después la etapa española y entonces nos encontramos
con un Colón m á s documentado, con unas ideas más precisas. Sin
abandonar su primitiva idea, antes bien para completarla, ha estudiado
las obras que nos guarda la Biblioteca Colombina y expuesto en ellas
quizá los pensamientos más sinceros que salieron de su pluma; ha
creído, como todos, en la proximidad de las Indias, acaso haya
hablado con el misterioso piloto Alonso Sánchez de Huelva, ha
ampliado su primitivo proyecto y sienta como base dos conclusiones
decisivas: una verdadera, la esfericidad de la Tierra; otra errónea, el
tamaño de esta, que reduce en una cuarta parte. S u ambición, que a |
principio podía conformarse con el oro que encontrase en las islas
oceánicas, quizá entre las arenas de la de «Las Siete Ciudades»,
puede tener ahora un premio mucho mayor: las riquísimas tierras
descritas por Marco Polo. Este sería el supremo galardón de sus
aspiraciones y ya no lo olvida j a m á s ; si encuentra islas será su
soberano y extraerá sus riquezas, si llega a las Indias, como cree y
espera, el oro de Cipango colmará sus deseos.
Y Colón se ve envuelto en las mallas rosadas del mito del oro y
terco e irreductible exige el mando de las tierras que va a descubrir y
la décima parte de los incalculables tesoros que piensa encontrar. Y se
lanza a la ventura llevando en las proas de sus carabelas los contra-
dictorios fundamentos que le sirven de guía: la verdad de la esferi-
cidad de la tierra, indispensable para vencer las leyendas de la
Geografía medieval, atravesar las regiones tenebrosas y seguir
- 38 -

adclanlc sin íemor a llegar al límite del Océano y caer en el Inson-


dable abismo del vacío; el error del tamaño de nuestro planeta, no
menos indispensable para mantener encendida la lucecita de la fe, ya
que desconociendo la existencia de esa inmensa extensión de agua
que es el Océano Pacífico, se hacía viable y hasta posible la temeraria
empresa.
De esta manera, por vez primera en la Historia, el error y la
verdad se unieron en alianza fecundísima para la Humanidad, apo-
yando la quimera de quien, al iniciar el Descubrimiento, iniciaba la
gran epopeya americana.
CAPÍTULO VI

Las leyendas del primer viaje.

En la mañana del 5 de Agosto de 1492 salían del modesto


puerto de Palos de Moguer las tres carabelas: Santa María, Pinta y
Niña, que constituían la modesta flota que se había destinado a la
aventurada empresa. Sus tres capitanes: Cristóbal Colón, Martín
Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón, al frente de un centenar de
hombres, olvidan todos los riesgos que pudiera depararles su marcha
hacia lo desconocido y ponen proa al Oeste entre la admiración del
vecindario en pleno de Palos, m á s las gentes de la Rábida, Moguer
y Huelva, que acudieron emocionadas a presenciar la partida.
La admiración que sentían aquellas sencillas gentes al ver salir
a sus paisanos, sin saber si podrían volver, la ha sentido la Historia
al reconocer el alarde de audacia y valor que significaba el aventu-
rarse por un O c é a n o cuyo límite no se conocía, confiados a la
resistencia de unos barquichuelos de los que el mayor —la Santa
María— apenas alcanzaba las cien toneladas.
¿ C ó m o nos ha de extrañar que al verificarse el crucero m á s
valiente que vieron los siglos —a excepción quizá del de Magalla-
nes— los ánimos se sobreexcitaran, las imaginaciones se desborda-
ran y la leyenda se apoderase de los detalles de la travesía para
glorificar hasta el último extremo al que había sido su promotor?
Lanzadas las carabelas a la gran aventura, habiendo quedado muy
atrás los últimos lugares conocidos, navegando ya en pleno misterio,
al aparecer los primeros fenómenos insólitos que, como la declina-
ción de la aguja magnética, despiertan la zozobra en aquellas tripu-
laciones, se va oscureciendo poco a poco el relato histórico de la
navegación, para envolverse nuevamente en el poético ropaje de la
leyenda.
— 40-

Al principio todo fué bien; en dirección sudoeste y por camino


perfectamente conocido se dirigían a las Canarias, a las que llegaron
el 12 de Agosto. Pasado un mes en el archipiélago para reparar unas
averías en la Pinta, se disponen a la partida definitiva, y el jueves
6 de Septiembre: «partió aquel día por la mañana del puerto de la
Gomera y tomó la vuelta para Ir su viaje»; el viernes y sábado
«estuvo en calma», y el mismo sábado, 8 de Septiembre, «fres
horas de noche, comenzó a ventar Nordeste y tomó su vía y camino
al Oueste» (1); se perdían de vista las últimas tierras conocidas y se
iniciaba la inexplorada ruta que se había de mantener constantemente
hacia el Oeste.
Animados los primeros días con la esperanza del éxito, nadie
vacilaba en la necesidad de seguir, pero bien pronto comenzaron los
motivos de intranquilidad; el día 15 de Septiembre «al comienzo de
la noche, las agujas noruesteaban, y a la mañana noruesícaban
algún tanto», y el 17 «lomaron los pilotos el Norte marcándolo, y
hallaron que las agujas noruesteaban una gran cuarta, y temían los
marineros y estaban penados y no decían de qué. Conociólo el
Almirante, mandó que tornasen a marcar el Norte en amaneciendo,
y hallaron que estaban buenas las agujas, la causa fué porque la
estrella que parece hace movimiento y no las agujas» (2). Era la
primera vez que se observaba la variación magnética y Colón,
perplejo, daba una explicación que a nadie convencía (5).
Desde este día las inquietudes van en aumento y aquellos mari-
neros que, según el Almirante, «iban muy alegres todos, y los navios
quien más podía andar andaba por ver primero tierra», fueron apa-
gando sus fuegos al ver cómo transcurría el tiempo sin encontrar la
tierra que a cada momento esperaban hallar; todas las señales que
los ilusionaban: aparición de aves, manchas de hierba verde, cerra-
zones «que es señal de estar sobre tierra», una ballena «que es señal
que estaban cerca de tierra», etc., etc., eran nuevos motivos de
decepción al ver defraudadas sus esperanzas; aquella «mar siempre
mansa y llana», cuyo fin no parecía, aquellos vientos siempre iguales

(1) Diario , pág 9.


(2) Diario. . pág. 10.
(3) La repite el 30 de Septiembre diciendo: «También en anocheciendo las
agujas noruesteaban una cuarta, y en amaneciendo están con la estrella justo; por lo
cual parece que la estrella hace movimiento como las otras estrellas, y las agujas
piden siempre la verdad», Diario , pág. 16.
— 41 -

que les hacían suponer imposible el regreso, «no ventaban esos


mares vientos para volver a E s p a ñ a » , aquellos días interminables
que parecían siglos, elevaron al último grado la tensión nerviosa de
los tripulantes y surge entonces el famoso motín que han recogido,
deformado por la leyenda, casi todos los historiadores.
Veamos cómo lo refieren los iniciadores de la leyenda, que en
su afán de exaltar al Almirante, se sienten m á s colombinos que el
mismo Colón. Dice Fernando Colón en el capítulo X I X de su obra:
«Cuantas m á s señales de tierra veían que salían vanas, tanto m á s
crecía el miedo de la gente y se aumentaba la ocasión de murmurar,
y retirados en los navios, decían que el Almirante, con su loca fanta-
sía, había resuelto hacerse gran señor a costa de sus vidas y peli-
gros, y morir en aquella empresa, y que puesto que ya habían
satisfecho su obligación en tentar la fortuna y estaban tan remolos
de tierra y de todo socorro m á s que otros algunos, no debían,
siguiendo el viaje, ser autores de su propia ruina, y privarse del
tiempo de arrepentirse, faltándoles los bastimentos y navios, que
tenían tantos defectos, que no podrían salvar hombres que estaban
tan dentro del mar, y que nadie tendría esto a mal, antes serían muy
estimados, por haberse expuesto a empresa semejante y haberse
aventurado tanto, y que por ser el Almirante extranjero, y sin favor,
y su opinión reprobada y despreciada por tantos hombres doctos y
sabios, no tendría quien le patrocinase, y serían ellos creídos, echando
la culpa a su mal gobierno y a su ignorancia, lo cual valdría m á s
que cuantas justificaciones pudiese hacer él en contrario, y no falta-
ron algunos que decían que para quitar contiendas lo echasen en el
mar, si no desistía de su intento, publicando después que él se había
caído mirando las estrellas y las señales, y que ninguno anduviese
buscando la verdad sobre esto, pues no había otro fundamento de su
vuelta y salvamento que éste».
«Continuaban de este modo el viaje, murmurando, doliéndose y
aconsejándose todos los días, y el Almirante no ignoraba su incons-
tancia y mala intención que tenían contra él; pero unas veces con
palabras suaves y otras resuelto a morir, los amenazaba con el
castigo que haría si impidiesen el viaje, con lo cual templaba alguna
cosa sus miedos y maquinaciones, y en confirmación de la espe-
ranzas que les daba, recordaba las señales que habían visto, prome-
tiéndoles que en breve tiempo encontrarían alguna tierra» (1).

(1) Fernando Colón: «Vida.... >. En lugar cit., pág. 90.


— 42 -

Fijémonos en los detalles: una tripulación temerosa, en la que no


se hace distinción entre marineros y capitanes, que piensa llegar
hasta el crimen, llevada de su pánico, ante la segundad de que los
hombres sabios y doctos que siempre han despreciado la opinión
del Almirante, se contentarán con la explicación de un accidente; y
frente a ellos. Colón, que por ser extranjero se veía siempre perse-
guido —jpronto se olvidaba el decisivo apoyo que se le acababa de
prestar!— calmando unas veces y amenazando otras, desplegando
unas dotes de gobierno que en ningún momento demostró y prome-
tiendo, todavía de un modo ambiguo, el próximo encuentro de
tierras.
Las líneas características de este relato se fijan ya y toman un
tinte aun m á s heroico en la versión de Fernández de Oviedo: «Salidos,
pues, deste cuidado y temor de las yerbas, determinados todos tres
capitanes e quantos marineros allí iban de dar la vuelta, e aun con-
sultando entre sí de echar a Colón en la mar, creyendo que los había
burlado; como el era e sintió la murmuración que del se hacía, como
prudente, comenzó a los confortar con muchas e dulces palabras,
rogándoles que no quisiesen perder su trabajo e tiempo. Acordábales
cuanta gloria e provecho de la constancia se les seguiría perseve-
rando en su camino; prometíales que en breves días darían fin a sus
fatigas e viajes con mucha e indubitada prosperidad, y en conclusión
les dijo que dentro de tres días hallarían la tierra que buscaban. Por
tanto, que estuviesen de buen ánimo e prosiguiesen su viaje que para
cuando decía él les enseñaría un Nuevo mundo e tierra e avrian con-
cluydo sus trabajos e verían que él avia dicho verdad siempre, assi al
Rey e Reyna Caíhólicos como a ellos; e que si no fuesse assi,
higiessen su voluntad y lo que les pares^iesse, que él ninguna dubda
tenía en lo que les de^ia » (1). Como se puede observar en el
anterior relato, la imaginación desbordada de Oviedo ha dejado seña-
ladas todas las características de la leyenda de glorificación que tan
a gusto recogieron los historiadores hispanófobos; ya no hay un
silencio sospechoso sobre la aclitud de los capitanes, sino que se les
señala directamente en combinación con los marineros y dispuestos
a asesinar a Colón por haberles engañado, y el Almirante ya no
amenaza —jde qué le valdría si estaban todos contra élí-~ sino que
convence, y sus palabras abundantes y dulces, llenas de prudencia;

(1) G . Fernández de Oviedo: «Historia General y Natural de las Indias»,


lib. II, cap, V.
- 45 —

les habla de lo que ya han realizado, de que pronto terminarán sus


fatigas y termina con la estupenda y profética promesa de hallar, no
las Indias, sino aun m á s , un Nuevo Mundo, en el término de tres días.
E s tan palpable la fábula, tan absurdos los detalles, con el golpe
final del emplazamiento teatral hecho por quien a cada momento
esperaba hallar tierra desde el 15 de Septiembre (1), que no merecería
la pena de desmentirla, sino fueran precisamente estas fantasías las
que han contribuido a presentar ante el mundo un Colón que lleva
una misión divina, obstaculizado constantemente por la ignorancia,
el temor o la envidia de los españoles.
Como reacción al relato legendario que acabamos de exponer,
corría también otra leyenda espanolista, pinzoniana mejor, que tuvo
menos divulgación quizá porque no conviniese a los historiadores de
este primer viaje. E s la versión, según la cual, el que desfallecía, el
que estuvo a punto de volverse fué Colón, quien si llegó hasta el
final fué sostenido por el valor y decisión de los Pinzones. E n las
obras de Sales y Ferré y Fernández Duro (2), se recogen declara-
ciones de marineros del primer viaje en las que se hace resaltar esta
decisiva influencia que se atribuye a los Pinzones: «la gente que
venía en los navios, habiendo navegado muchos días e no descu-
briendo tierras, los que venían con el dicho Don Cristóbal (se refiere
tan sólo a la tripulación de la Santa María), se querían amotinar y
alzar contra él diciendo que iban perdidos. Y entonces el dicho Don
Cristóbal Colón había dicho al dicho Martín Alonso Pinzón lo que
pasaba, y qué le parecía que debía hacer. Y el dicho Martín Alonso
le había respondido:
«Señor, aforque Vuesa Merced a media docena dellos, o échelos
a la mar. Y si no se atreve, yo y mis hermanos barlovearemos sobre
ellos y lo haremos, que armada de tan altos príncipes no había de
volver atrás sin buenas nuevas».
«Y con esto todos se animaron, y el dicho Don Cristóbal Colón
había dicho: «Martín Alonso, con estos hidalgos hayámonos bien, e

(1) «En amaneciendo aquel lunes vieron muchas más yerbas, y que parecían
yerbas de ríos, en las cuales hallaron un cangrejo vivo, el cual guardó el Almirante,
y dice que aquellas fueron señales ciertas de tierra, porque no se hallan ochenta
leguas de tierra».
(2) Manuel Sales y Ferré: «El descubrimiento de América según las últimas
investigaciones».
Cesáreo Fernández Duro: «Colón y Pinzón», en Memorias de la R. A . de
la H . , tomo X.
— 44-

andemos otros ocho díds, c si en estos no fallamos tierra, daremos


otra orden en lo que debemos hacer de tamaña navegación».
Olro testigo hace intervenir a los dos hermanos, poniendo en
boca de Martín Alonso: «¿Agora parümos de la villa de Palos, y ya
Vuestra Merced se va enojando? Avante, señor, que Dios nos dará
Vitoria que descubramos lierra, que nunca Dios querrá que con tal
vergüenza volvamos». E l Almirante respondió: «Bienaventurado
seáis», y Yáñez Pinzón dio termino al incidente con la siguiente frase
digna de quien tantas millas debía aún recorrer: «¿Hemos andado
ochocientas leguas? Andemos dos mil, y entonces será tiempo de
platicar sobre el regreso».
Tan falsa es la tradición que presenta a los Pinzones capita-
neando a los marineros para asesinar a Colón, como la que nos
pinta vacilante a quien se distinguió por su tenacidad, y desesperan-
zado a quien triunfó por su fe.
E l Diario del Almirante, aunque nada dice de cuanto pudiera
relacionarse con el motín tumultuario de la leyenda, deja manifestar
en varias ocasiones el estado de inquietud creciente de las tripulacio-
nes. E l 9 de Septiembre, primer día de camino hacia lo desconocido,
ya se anota la primera señal: «Los marineros gobernaban mal,
decayendo sobre la cuarta del Nordeste, y aun a la media partida;
sobre lo cual les riñó el Almirante muchas veces». E l día 17, al
observar por segunda vez la desviación de la aguja, dice: « halla-
ron que las agujas ncruesteaban una gran cuarta, y temían los
marineros, y estaban penados y no decían de qué». E l 22, que fué
cuando parece que comenzaron las inquietudes en la tripulación ante
el temor de no poder regresar, escribe: «Mucho me fué necesario
este viento contrario, porque mi gente andaban muy estimulados, que
pensaban que no ventaban estos mares vientos para volver a E s p a ñ a » .
L a inquietud se acentúa el 25: «y como la mar estuviese mansa y
llana, murmuraba la gente diciendo: que pues por allí no había mar
grande, que nunca ventaría para volver a E s p a ñ a ; pero después
alzóse mucho la mar y sin viento, que los asombraba, por lo cual
dice aquí el Almirante: Así que muy necesario me fué la mar alta que
no pareció, salvo el tiempo de los judíos cuando salieron de Egipto
contra Moyscn, que los sacaba de cautiverio». Y aun no había
recorrido la mitad del camino!
E l día 25 la intranquilidad llega a apoderarse del mismo Colón,
quien cambia impresiones con Martín Alonso y buscan entre los dos
explicación al hecho de no haber encontrado lierra todavía; o las
-45 -

corrieníes los derivan al Nordeste, o no era tanta como creían la


distancia recorrida; pero no era cosa de vacilar en pleno viaje y
siguieron imperturbables su camino, aunque lo desconocido lo era
tanto para el Almirante como para el último de sus marinos.
L a expectación y la tensión nerviosa aumenta cada día ante las
decepciones que la fingida vista de tierras Ies producía, y al llegar
al 10 de Octubre, refiere el Diario que «Aquí la gente ya no lo podía
sufrir: quejábase del largo viaje; pero el Almirante los esforzó lo
mejor que pudo dándoles buena esperanza de los provechos que
podrían haber. Y añadía que por demás era quejarse, pues que él
había venido a las Indias y que así lo había de proseguir hasta
hallarlas con el ayuda de Nuestro Señor» (1). A l día siguiente
encontraron la anhelada tierra. Esto es cuanto dice el Diario, pero
al regreso todavía hace una alusión al mismo asunto relatando el
14 de Febrero de 1493, a punto de llegar a las Azores: «Mayormente
que pues le había librado a la ida cuando tenía mayor razón de temer
de los trabajos que con los marineros y gente que llevaba, los cuales
todos a una voz estaban determinados de se volver y alzarse contra
él haciendo protestaciones, y el eterno Dios le dió esfuerzo y valor
contra todos » (2).
¿Qué queda, pues, de la terrible conjura que tanto conmovía a
los primeros biógrafos y con tanta fruición recogieron los historia-
dores extranjeros? C o n arreglo a las palabras del mismo Almirante,
ni se vió amenazado de muerte, ni se vió obligado a fijar un plazo
para el descubrimiento; la actitud de los demás capitanes fué en todo
momento tan correcta, tan entusiasta, tan distinta de la legendaria
como no se podía menos de esperar de quienes estaban mucho m á s
avezados al mar que el propio Colón y le habían de superar en
navegaciones m á s perfectas y completas que las suyas. Colón
consulta a Martín Alonso Pinzón y procura explicarse con éste el
motivo de no haber hallado ninguna tierra; este mismo piloto es el
que aconseja, el día 6 de Octubre, el cambio de dirección hacia el
Sudeste (5), y aunque el Almirante no le hace caso, sigue su consejo

(1) Diario pág. 20.


(2) Diario , pág. 167.
(3) «Esta noche, dijo Martín Alonso, que sería bien navegar a la cuarta del
Oueste, a la parte del Sudueste; y al Almirante pareció que no decía esto Martín
Alonso por la isla de Cipango, y el Almirante via que si la erraban que no pudieran
tan presto tomar tierra, y que era mejor una vez ir a la tierra firme y después a las
islas». Diario , pág, 18.
- 46-

al día siguiente, y a los cuatro días llegan a tierra; la Pinta, que era
la m á s velera de las naves, iba siempre delante y de la Pinta salió la
primera voz que, sin equivocarse, dijo jtierral Hay que prescindir por
completo de toda intervención de los capitanes españoles en una
conjura contra Colón; aun m á s , ni el menor indicio hace sospechar
que la marinería de la Pinta o la Niña se quejase de haber sido
e n g a ñ a d a y pretendiese sublevarse para volver: eran marineros
españoles mandados por jefes españoles en quienes tenían plena
confianza y en ellos la disciplina vencía a cuantas inquietudes
pudiesen surgir.
¿Y en la Santa María? E l caso ofrecía algunas diferencias. E n
primer lugar Colón, que nunca sobresalió por sus dotes de gobierno
y que debía ser de genio bastante vidrioso, no supo granjearse nunca
el afecto y la confianza de sus inferiores; les riñe, como hemos visto,
el 9 de Septiembre, porque derivaban hacia el Nordeste, y no debía
tener mucha razón cuando el 25 del mismo mes reconoce que si no
habían encontrado islas «lo debía haber causado las corrientes que
siempre habían echado los navios al Nordeste». E n estas condiciones,
las vicisitudes de la travesía capaces de poner a prueba los ánimos
mejor templados, producen inquietudes, desconfianza creciente,
murmuraciones, todo lo natural en quienes se creían completamente
a merced de la Divina Providencia, en quienes veían desaparecer
unas tras otras las falaces ilusiones de tierra, pero de ahí a la
rebelión, a la amenaza, jamás. Todo el cacareado motín se reduce a
las naturales quejas de una parte mínima de la tripulación que
encuentra más fatigas y peligros que los que pensaba encontrar (1);
todos los inconvenientes y zancadillas que los españoles ponen al
genio colombino, son las atinadas observaciones y acertados consejos
del mayor de los Pinzones, fielmente seguidos por el Descubridor.
Y no menos falsa que la anterior, ya que viene a ser su
consecuencia, es la leyenda que supone a Colón rebajando el número

(1) Andrés Bernáldez, a pesar de pertenecer a los panegiristas de Colón, como


hombre que bebió en las propias fuentes del Almirante, nos da la nota ponderada
y justa, describiendo una tripulación inquieta y unos capitanes valerosos y decididos:
«Las opiniones de los marineros eran muchas, que de ellos decían que ya no era
razón de andar más, que iban sin remedio perdidos y que sería maravilla acertar a
volver; y de esta opinión eran los más; y Colón y los otros capitanes, con dulces
palabras, los convencieron que anduviesen más, y que fuesen ciertos, que con la
ayuda de Dms fallarían tierra». «Historia de los Reyes Católicos », en Biblioteca
de A A . h E , , tomo 70, pág 658.
— 47 —

de millas recorridas para evitar la alarma de sus tripulaciones. Como


una medida preventiva que sería admirable sino fuese tan sospechosa,
comienza esta táctica, según el Almirante, desde el mismo día 9 de
Septiembre en que parten de Canarias, diciendo que «acordó contar
menos de las que andaba, porque si el viaje fuese luengo no se
espantase ni desmayase la gente»; y a partir de ese momento, con
una constancia machacona, como si no quisiese que se olvidase ese
dato, va señalando en cada fecha de su Diario las leguas que recorre
y las que cuenta para los demás, sin olvidarse de volver a advertir
de cuando en cuando que finge hacer menos camino para que a la
gente no le parezca muy largo.
Cabe ahora preguntar ¿incluía en el engaño a los d e m á s
capitanes o esíaba de acuerdo con éstos para engañar a la tripulación?
Lo primero es de todo punto inverosímil. Marinos experimentados,
con la historia que ya podía presentar Martín Alonso, con las
empresas que realizaron después Vicente Yáñez y Juan de la C o s a ,
no podían ser e n g a ñ a d o s como inocentes grumetes por quien
realizaba su primera navegación de altura. ¿ E s que el piloto de la
propia nave capitana no iba a saber la distancia recorrida por su
carabela? ¿ E s que los jefes de la Pinta y la Niña no tenían en sus
barcos los mismos elementos que Colón tuviese en el suyo para
medir el camino recorrido?
Pues si no hay que pensar en que el escamoteo de millas fuese
obra privativa del Almirante, no es menos absurdo suponer que se
pusiese de acuerdo con los demás jefes para e n g a ñ a r a la tripulación.
Prescindiendo de que no hay el menor indicio que permita sospechar
la existencia de este acuerdo, hay que tener en cuenta que la
hipotética confabulación pugna con el legendario relato del motín, ya
que mal podían sublevarse contra el Almirante los que se habían
hecho cómplices del engaño a los marineros. Y por otra parte ¿qué
motivo racional puede justificar la exagerada previsión del Almirante,
que le hace iniciar el engaño el mismo día que abandona las Canarias?
¿ Q u e el viaje podía ser largo? Eso lo sabían todos los que con el se
embarcaron como lo prueba la resistencia al embarque de los
marineros, solamente vencida por el prestigio y confianza de que
gozaban los Pinzones. ¿ Q u e resultó m á s largo de lo que pensaban?
Eso no lo podía suponer ni el mismo Colón, que ya esperaba hallar
tierra el 17 o 18 de Septiembre y se admira el 25 de no haberla
encontrado todavía.
S i el subterfugio ideado por Colón hubiese sido de verosímil
- 4 8 -

realización y lo hubiese comenzado a poner en práctica durante la


segunda mitad del viaje, cuando ya se habían iniciado las murmura-
ciones de la marinería, cabría concederle cierta beligerancia y tendría
algo de justificación; pero usar desde el primer día del engaño como
si conociese de antemano todo cuanto iba a suceder, es virtud profé-
tica que los actos posteriores del Almirante no nos permiten conceder.
Sobre que la inutilidad del remedio salta a la vista, ya que la reduc-
ción en un par de centenares de leguas recorridas, ni reducía el
número de días que llevaba navegando siempre hacia el Oeste, ni
explicaba los alarmantes fenómenos magnéticos, ni impedía las con-
tinuas decepciones ante las mentidas ilusiones de tierra; y estas
causas, que no se evitaban, fueron las que más influyeron en el
malestar de la tripulación.
Quede, pues, el escamoteo de distancias como un elemento m á s
de la leyenda colombina que, si bien tiene el apoyo de las anotacio-
nes del Diario, puede ser motivado por el afán del Almirante en
aparecer ante la posteridad como el único director y ejecutor de la
expedición, como el único que poseía el secreto del viaje; y ya vere-
mos m á s adelante lo aficionado que era Colón a envolver en un
secreto personal las rutas de que se consideraba único descubridor (1).
Y vamos con el último punto nebuloso del primer viaje realizado
desde E s p a ñ a a América. ¿Quién fué el primero que divisó tierra en
la noche del 11 al 12 de Octubre de 1492? Los Reyes Católicos
habían prometido 10.000 maravedís de juro al que tal hiciese. Colón
ofreció un jubón de seda, y la Historia esperaba a conocer su nombre
para aumentar la lista de los personajes célebres. Eran demasiadas
circunstancias para que un hecho tan sencillo se desenvolviese sin
complicaciones,
E l Diario refiere el solemne momento de la siguiente manera:

(1) Durante el regreso del primer viaje y después de la tormenta pasada junto a
las Azores, Colón nos da la clave de sus intenciones al reincidir infantilmente en
su prurito misterioso diciendo: «Lunes 18 de Febrero Y diz que fingió haber
andado más camino por desatinar a los pilotos y marineros que carteaban, por
quedar él Señor de aquella derrota de las Indias, como de hecho queda, porque
ninguno de todos ellos traía su camino cierto, por lo cual ninguno puede estar
seguro de su derrota p a r a las Indias*. Diario , pág. 171. Hubiera sido más
r^h0,? .qUe 13 t0r,lienta le desorientó Y tropezó con las Azores cuando
^finHn31'86 ! aP^uga"; olvidar que entre los pilotos a quienes dice ha

diei on el camino de las Indias mejor que él.


- 49 -

«Y porque la carabela Pinta era más velera e iba delante del Almi-
rante halló tierra, y hizo las s e ñ a s que el Almirante había mandado.
Esta tierra vido primero un marinero que se decía Rodrigo de
Triana; puesto que el Almirante a las diez de la noche, estando en el
castillo de popa, vido lumbre, aunque fué cosa tan cerrada que no
quiso afirmar que fuese tierra; pero llamó a Pero Gutiérrez, repos-
tero de estrados del Rey, c díjole, que parecía lumbre, que mirase él,
y así lo hizo y vídola: díjolo también a Rodrigo Sánchez de Segovia,
que el Rey e la Reina enviaban en la armada por veedor, el cual no
vido nada porque no estaba en lugar do la pudiese ver. Después que
el Almirante le dijo, se vido una vez o dos, y era como una cande-
lilla de cera que se alzaba y levantaba, lo cual a pocos pareciera ser
indicios de tierra. Pero el Almirante tuvo por cierto estar junto a la
tierra. Por lo cual cuando dijeron la Salve, que la acostumbraban
a decir e cantar a su manera todos los marineros y se hallan
todos, rogó y amonestólos el Almirante que hiciesen buena guarda
al castillo de proa y mirasen bien por la tierra, y que al que le dijese
primero que vía tierra le daría luego un jubón de seda, sin las otras
mercedes que los Reyes habían prometido, que eran diez mil mara-
vedís de juro a quien primero la viese. A las dos horas después de
media noche pareció la tierra, de la cual estarían dos leguas» (1).
Las Casas repite el relato casi en idéntica forma y hace la misma
distinción: el primero que vió tierra fué Rodrigo de Triana, el primero
que vió luz fué Colón. Fernández de Oviedo también cita a Rodrigo
de Triana como el primero que vió tierra, pero complica la visión de
la misteriosa luz haciendo discutir sobre la prioridad en percibirla a
Colón y un marinero de la Santa María del que sólo sabe que era
natural de Lepe; y como en la disputa saliese vencedor Colón, quien
se adjudicó los maravedises prometidos como albricias por los Reyes
Católicos, recoge el dramático rumor según el cual «aquel marinero
que dixo primero que veía lumbre en tierra, tornado después en
Bspaña, porque no le dieron las albricias, despechado de aquesto, se
pasó en África y renegó de la fe».
Parecía decidida la cuestión afirmando que fué Rodrigo de
Triana, tripulante de la Pinta, quien vió el primero la tierra de Amé-
rica, pero al repasar la lista de los tripulantes del primer viaje, lista
que va completando la infatigable Miss Gould Quincy con sus inves-
tigaciones en el archivo de Simancas, no aparece ninguno que se

(1) Diario p á g . 22.


— So-
llame Rodrigo de Triana. E l que sí aparece es un Juan Rodríguez
Bermejo, vecino de Molinos, en tierra de Sevilla, y a el señalan
como descubridor de la fierra las declaraciones de sus c o m p a ñ e r o s ,
la de Francisco García Vallejo, sobre todo, es terminante: «aquel
jueves en la noche aclaró la luna, e un marinero que se decía Juan
Rodríguez Bermejo, vecino de Molinos, de tierra de Sevilla, como la
luna aclaró, del dicho navio de Martín Alonso Pinzón, vido una
cabeza blanca de arena, e alzó los ojos, e vido tierra. E luego arre-
metió con una lombarda, e dió un trueno: (Tierral |Tierral E se
tovieron a los navios fasta que vino el día» (1).
Nos encontramos, por consiguiente, con dos versiones: la oficial
que señala a Rodrigo de Triana, y la particular que nombra a Juan
Rodríguez Bermejo. A poco que concedamos a las inseguridades de
precisar nombres antiguos y a los fáciles errores de la transcripción,
podremos hacer una sola persona de las dos citadas: convertir un
Rodríguez en un Rodrigo, o viceversa, es la cosa m á s corriente, así
como transformar en apellido, Triana, lo que podía ser un apodo
geográfico que indicase procedencia y como Triana es el barrio
marinero de Sevilla, no tendría nada de particular que el Juan
Rodríguez Bermejo procedente de Sevilla, fuese para la posteridad
el Rodrigo de Triana que vió el primero la isla de Quanahani. Pero
no olvidemos que el jubón de seda y los maravedises de juro se los
quedó Colón por la luz que había visto a las diez de la noche.

** *

Después de haber pasado poco más de tres meses recorriendo


las islas americanas, Colón y los suyos emprendieron el regreso a
E s p a ñ a , el 16 de Enero de 1495, para dar cuenta del éxito que habían
tenido sus planes; y para que en ningún momento se vea libre de la
fantasía la brillante hazaña realizada, aparece de nuevo la leyenda
colombina para presentarnos ahora un Colón víctima, a quien per-
sigue y amenaza la envidia de un traidor. Así quedaba completo el
ciclo: los españoles ignorantes e irresolutos antes de la partida,
estuvieron a punto de impedirla, atemorizados e indisciplinados en
pleno Océano casi la hicieron fracasar, envidiosos y traidores

(1) Manuel Sales y Ferr^: «El descubrimiento de América según las últimas
investigaciones». Sevilla, 1893.
— 51 —

después del éxito, pretendieron robar la gloria al genovés. jBoniío


panorama! Colón era el genio antes del viaje, en el viaje y después
del viaje, mientras que E s p a ñ a , representada por la Junta de sabios,
los marineros y Alonso Pinzón, era el obstáculo que tuvo que vencer.
Aunque hoy, gracias a los trabajos de Fernández Duro (1), y
Sales y Ferré (2), ya no acepta nadie la traición del mayor de los
Pinzones, ha sido tan honda la huella dejada por la leyenda colom-
bina, triunfante durante tres siglos, que conviene desarraigarla por
completo.
La intervención de Martín Alonso Pinzón en los preparativos del
viaje fué decisiva. Cuando todos desconfiaban de Colón, cuando
nadie quería arriesgarse a la empresa, cuando los Reyes Católicos se
veían obligados a publicar una cédula suspendiendo toda acción
judicial o penal a favor de los que quisieran embarcarse con el Almi-
rante, aparece Martín Alonso «el mayor hombre y m á s determinado
por la mar que en aquel tiempo había por esta tierra». Hombre de
acción, piloto entusiasta y con grandes medios económicos, acababa
de regresar de Roma donde había hablado largamente con un familiar
de Inocencio VIH, cosmógrafo y erudito, sobre las tierras que estaban
aún por descubrir y la conveniencia de armar navios para descu-
brirlas. Llegaba, por consiguiente, el marino de Palos con unos
proyectos que le harían identificarse inmediatamente con los de
Colón, y lejos de sentirse egoísta y emprender solo sus planes, para
lo que le sobraban medios, se transforma en el m á s entusiasta propa-
gandista de la idea colombina, vence con la garantía de su nombre
la resistencia de los marineros, facilita dos de las tres carabelas que
hicieron el viaje y demuestra la confianza que tiene en el éxito embar-
cándose con su hermano y cuatro parientes m á s . E l apellido Pinzón
iba en mayoría en la tripulación descubridora y bien se puede afirmar
con el testigo Francisco García Vallejo que «si no fuera por Martín
Alonso Pinzón, que la avió con sus parientes y amigos, no fuera el
dicho Almirante a descubrir ni fuera nadie con él» (5).
Colón reconoce la influencia decisiva de Martín Alonso cuando
al enterarse el 6 de Agosto que se había averiado el timón de la

(1) Cesáreo Fernández Duro: «Colón y Pinzón», «Los pleitos de Colón», «Colón
y la historia póstuma», etc.
(2) Manuel Sales y Ferré: «El descubrimiento de América según las Ultimas
investigaciones». Sevilla, 1893.
(4) M . Sales Ferré: «El descubrimiento »,
— 52 -

Pinta afirma «que alguna pena perdía con saber que Martín Alonso
Pinzón era persona esforzada y de buen ingenio» (1); y en esta
armonía se mantiene, como hemos visto, durante todo el viaje de ida
tratando al piloto español como el hombre de confianza con quien
podía comentar las incidencias de la marcha.
Inician juntos los descubrimientos y sigue el Almirante confiado
en la pericia de Pinzón; el 17 de Octubre quiere rodear la isla Fer-
nandina por el Sudeste, pero «Martín Alonso Pinzón, capitán de la
carabela Pinta, en la cual yo mandé a tres de estos indios, vino a mí
y me dijo que uno dellos muy certificadamente le había dado a enten-
der que por la parte del Nornorueste muy más presto arrodearía la
isla. Y o vide que el viento no me ayudaba por el camino que yo quería
llevar, y era bueno por el otro, di la vela por el Nornorueste» (2).
A partir de este momento, y sin m á s que una citación incidental que
hace el 4 de Noviembre referente a Pinzón, no vuelve a hablar de él
hasta el 21 de este mes en que dice: «Este día se apartó Martín
Alonso Pinzón con la carabela Pinta sin obediencia y voluntad del
Almirante, por cudicia diz que pensando que un indio que el Almirante
había mandado poner en aquella carabela le había de dar mucho
oro, y así se fué sin esperar, sin causa de mal tiempo, sino poique
quiso. Y dice aquí el Almirante: otras muchas me tiene hecho y
dicho» (3). Y aun añade al día siguiente para remachar el clavo:
«...y cuando salió el sol se halló tan lejos [Colón] como el día
pasado por las corrientes contrarias, y quedábale la tierra cuarenta
millas. Esta noche Martín Alonso siguió el camino del Leste para ir a
la isla de Babeque, donde dicen los indios que hay mucho oro, el
cual iba a vista del Almirante, y abría hasta el diez y seis millas.
Anduvo el Almirante toda la noche la vuelta de tierra, y hizo tomar
algunas de las velas y tener farol toda la noche, porque le pareció
que venía hacia él, y la noche hizo muy clara, y el ventecillo bueno
para venir a él si quisiera» (4).
S u hijo y biógrafo tiene buen cuidado de dejar ya bien sentado el
relato para la posteridad: «Siendo avisado en este viaje Martín Alonso
Pinzón por algunos indios que llevaba en su carabela de que en la
isla deBochio, que como hemos dicho así llamaban a la Española,

(1) Diario , pág. 4.


(2) Diario , pág. 34.
(3) Diario , pág. 70.
(4) Diario , pág. 71.
- 55 —

había mucho oro, se alejó codiciosamente del Almirante a 21 de


Octubre [debe ser Noviembre] sin fuerza de viento ni otra causa,
antes viento en popa podía llegarse a él, mas no quiso, procurando
adelantar su camino cuanto podía, y era su navio muy velero» (1).
En estas afirmaciones radica toda la leyenda de traición que
envuelve a Pinzón, sin que en ningún momento explique el Almirante
la causa de su enemistad ni las cosas que le ha hecho o dicho. Para
explicar la conducta de Pinzón basta reproducir los argumentos de
don Cesáreo Fernández Duro en su conferencia «Primer viaje de
Colón», pronunciada en el Ateneo de Madrid el 25 de Noviembre
de 1891: «En la travesía ocurrió un incidente al que han dado los
comentadores proporciones ajustadas a las del supuesto motín del
golfo. Las carabelas salieron de Cuba velejeando contra el viento
contrario, y como después de anochecer el tercer día refrescara
mucho, resolvió el Almirante volver al punto de partida, y lo puso
por obra, colocando en los palos faroles que indicaran el cambio de
rumbo. E n la Pinta, que iba delantera, no se vieron las luces, con-
tinuó, por consiguiente, la marcha, y quedó separada de las otras
dos naves. Causante de la dispersión fué el Almirante, por aquella
decisión repentina adoptada sin previo aviso, sin disparar cañonazos,
sin ninguna de las precauciones que la prudencia recomienda a los
jefes de escuadra y las reglas les prescriben; no obstante, como sea
más sencillo y acomodado a la naturaleza humana achacar a otros lo
que nos empece, que confesarnos autores responsables, disgustado
Colón del incidente, culpó de mala voluntad a su asociado, dándose
a cavilar sobre las consecuencias de la separación, que podrán, a su
juicio, acelerar el regreso de la Pinta a España y sustraerle las
albricias de tan gran nueva. Consignada la sospecha en el Diario
de ocurrencias, ha sido bastante para que sobre ella levantara la
fantasía novelesca otro capítulo de tribulaciones del grande hombre,
a cargo del armador de la expedición, declarado sin m á s ni m á s
desertor, cobarde, ingrato y envidioso, abreviando la lista de epítetos
indignos. Pinzón que, según lo ordenado, continuó su derrota a la
isla Babeque, llegado a ella, buscó el fondeadero y exploró la región,
despachando indios con cartas por la costa, para que si en algún
punto de ella parecía el Almirante, tuviera noticia de su paradero, y
tan luego como supo que los naturales habían visto otras embarca-
ciones, marchó al encuentro, dando cuenta al jefe de la expedición de

(1) Fernando Colón: «Vida »; En lugar cit,, pág. 127.


— 54 —

todo lo ocurrido y explicando cómo la separación había sido forfuiía,


sin haber podido él hacer otra c o s a » .
Hasta los primeros días de Enéro de 1493 no volvieron a unirse
los dos capitanes y es interesantísimo observar cómo las mayores
calamidades le ocurren al Almirante precisamente en el mes y medio
en que no tiene a su lado a Martín Alonso. E l 25 de Diciembre
encalló la Santa María en un banco, al oriente de Punta Santa, y
Colón, que no reparaba en echar cargos sobre todo el mundo, se
desata en acusaciones contra todos los que considera culpables del
desastre: contra el grumete a quien se encargó el timón, contra los
marineros que huían en vez de atender al ancla para salvar la embar-
cación, contra el maestre, Juan de la Cosa, que «porque lo había
traído a estas partes por la primera vez, e por hombre hábil le había
ensenado el arte de marear, andaba diciendo que sabía m á s que él»;
y hasta contra las autoridades de Palos «porque la nao diz que era
muy pesada y no para el oficio de descubrir; y llevar tal nao diz que
causaron los de Palos, que no cumplieron con el Rey y la Reina lo
que le habían prometido, dar navios convenientes para aquella jor-
nada, y no lo hicieron» (1). jElocuentes pruebas de su falta de
ecuanimidad para juzgar a los hombres y de su poca serenidad ante
los contratiempos!
Con la pérdida de la Santa María la situación de Colón se hacía
crítica, pues quedaba reducido a la Niña, la más pequeña de las
naves, pero el 27 ya tiene noticias de hallarse la Pinta por aquellos
alrededores y recobra la esperanza al alejarse el temor de que hubiese
ido a E s p a ñ a «a informar a ios Reyes de mentiras».
E l 6 de Enero volvieron a encontrarse ambos capitanes y Colón
relata así la primera entrevista: «...vido venir la carabela Pinta con
Leste a popa.... Vino Martín Alonso Pinzón a la carabela Niña, donde
iba el Almirante, a se excusar diciendo que se había partido del
contra su voluntad, dando razones para ello; pero el Almirante dice
que eran falsas todas, y con mucha soberbia y cudicia se había apar-
tado aquella noche que se apartó del, y que no sabía (dice el Almi-
rante) de donde le hubiesen venido las soberbias y deshonestidad que
había usado con él aquel viaje, las cuales quiso el Almirante disimular
por no dar lugar a las malas obras de S a t a n á s que deseaba impedir
aquel viaje como hasta entonces había hecho, sino que por dicho de
un indio de los quel Almirante le había encomendado con oíros que

(1) Diario , pág. 130.


— 55 —

lleva en su carabela, el cual le había dicho que en una isla que se


llamaba Babeque había mucho oro, y como tenía el navio sotil y
ligero se quiso aparíar, y ir por sí dejando al Almirante» (1). Del
mismo Diario se desprende la distinta actitud de los dos capitanes:
uno presentándose espontáneamente y dando explicaciones de su
involuntaria separación, razones que Colón tiene buen cuidado de
callar; este ocultando su resentimiento, sin aclarar el incidente y
lanzando nuevas acusaciones gratuitas contra Pinzón.
Entre ambos se había abierto un abismo de rencores que ya
no había de desaparecer. E n los días sucesivos no cesa el Almirante
de lanzar diatribas contra Martín Alonso y los suyos, anunciando su
pronto regreso para librarse de aquella «gente desmandada»;
emprenden por fin la vuelta el 16 de Enero y todo fué bien al
principio, hasta que el 12 de Febrero se inició la tempestad que había
de dar otro argumento a la leyenda al separar de nuevo las dos
carabelas.
E l día 15 «la mar se hizo terribe, y cruzaban las olas que
atormentaban los navios»; el 14 «las olas eran espantables y
embarazaban el navio que no podía pasar adelante ni salir de
entremedias dellas », «y viendo el peligro grande, comenzó a
correr a popa donde el viento lo llevase, porque no había otro
remedio. Entonces comenzó a correr también la carabela Pinta, en
que iba Martín Alonso, y desapareció, aunque toda la noche hizo
faroles el Almirante y el otro le respondía; hasta que parece que no
pudo más por la fuerza de la tormenta, y porque se hallaba muy
fuera del camino del Almirante (2). Y en este hecho, al que hasta el
mismo Almirante encuentra la adecuada explicación, se ha querido
ver el epílogo de la traición de Martín Alonso, desertor en Cuba
para apropiarse del oro que encontrase, y desertor ahora para llegar
el primero a E s p a ñ a y robar a Colón su mérito y el fruto de sus
esfuerzos,
Y al hacerlo así se olvida toda la historia de Pinzón, su
desinterés al organizar la expedición, su conducta durante la primera
separación, los sanos consejos que, en todo momento, dió al
Almirante (5). Y lo que sólo fué una prueba más de su mayor pericia

(1) Diario pág. 140.


(2) Diario pág. 165.
(3) Al conocer Martín Alonso Pinzón que se había construido el fuerte llamado
de la Navidad y se dejaba en él 39 hombres de guarnición al mando de Diego de
- 56 -

náutica esquivando la tempestad y llegando a tierra española sin


desorientarse, mientras Colón, jug-uete de la tormenta, prometía
romerías a diversos santuarios, lanzaba pergraminos al mar y se
exponía a ser capturado al tocar por dos veces en tierra extranjera,
se toma como muestra de las intenciones aviesas del piloto español.
Martín Alonso Pinzón tuvo en su suerte su mayor enemigo, pues
murió a poco de llegar a España y no pudo, con sus declaraciones,
desmentir las acusaciones lanzadas contra él; el Diario del Almirante
quedó como único relato del viaje y fué recogido y escrupulosamente
comentado por los que hicieron la historia para la mayor gloria y
honra de Colón, pero el tiempo ha abierto paso a la justicia y la
figura de Martín Alonso, grande ya por sus méritos propios, se
agiganta y sublima por la misma persecución de que fué objeto.

Arana, consideró que era una imprudencia el dejarlos en la Española, opinión que
pudo recordar con amargura el Almirante al comprobar, en su segundo viaje, el
trágico fin que habían tenido.
C A P I T U L O VII

El choque de dos mitos

E l viernes, 12 de Octubre de 1492, el Almiraníe tomó solemne


posesión ^e la isla de Guanahani, en nombre del Rey Don Fernando
y de la Reina Doña Isabel; para la posteridad se había descubierto el
Nuevo Mundo, para Colón se había llegado a las avanzadas de las
Indias Orientales. Y al producirse el encuentro de dos razas y de dos
civilizaciones, se producía también el choque de dos mitos, de dos
conceptos legendarios: el indígena y el español, que acabarían por
compenetrarse para el mayor provecho de los descubridores.
Para los indios de Guanahani, los sucesos que presenciaron el
primer día de la aparición de los españoles, no podían tener explica-
ción natural; las sorpresas fueron demasiadas y sobrado continuas
para que ni siquiera intentasen razonarlas y tuvieron que acudir a sus
más antiguas creencias, a sus tradiciones m á s remotas, para explicar
de alguna manera lo que su razón se negaba a comprender. E l caso
no era para menos. Imaginemos a aquellos seres de mentalidad
primitiva sorprendidos por la lucecita que brillaba en el mar, aguardar
ansiosos a que el nuevo día les muestre lo misterioso, y supongamos
su estupefacción al ver unos monstruos extraños, inmensos, seme-
jantes a un trozo de tierra lleno de troncos o palmas, que avanzaban
hacia ellos poco a poco; y al detenerse aquellos trozos de tierra
flotante, su sorpresa no debió tener límites al ver acercarse unas
canoas llevadas por seres extraños, que no son indios, es decir, no
son hombres, de color pálido, tatuados de colores —los vestidos—,
sembradas de algodón las caras —barbados— y con unas varas que
agitan trapos de colores —las banderas- . ¿ C ó m o explicar tan
misteriosa aparición?
- 58 -

L a palidez de los recién llegados no era humana, era el coloi-


de los muertos y de los aparecidos, y quienes la ostentaban, y a
pesar de ello se mostraban llenos de movimiento y vida, no podían
menos de ser hechiceros, pero no hechiceros de su país, sino de
algún otro lugar que les confiriese un mayor poder sobrenatural.
Para los indios el mundo se reducía a su territorio, lo limitaban por
el horizonte visible y concebían el firmamento como una inmensa
bóveda o campana que descansaba sobre el plano que su vista
alcanzaba; los que llegaban traspasando la línea del horizonte, no
venían de más allá, puesto que ese más allá no existía para ellos,
venían del punto de intersección de la bóveda con el plano, es decir,
venían del cielo (1), luego eran dioses y como a tales era preciso
acatarles y congraciarse con ellos para tenerlos propicios.
Las primeras escenas desarrolladas entre españoles e indígenas,
tienen para éstos un sabor mágico que les han de afirmar m á s y más
en su convicción; aquellos hombres de color pálido, rostro barbado y
extraños vestidos, hablan un lenguaje, ininteligible y verifican en la
playa ceremonias misteriosas (la toma de posesión de la isla), y
usaban varas brillantes (las espadas) cuyo solo contacto producía
heridas.
E n el mismo Diario del Almirante, a pesar de que éste no podía
darse cuenta exacta del efecto que producía ante los indígenas,
se alude algunas veces a ello; el 14 de Octubre, en San Salvador,
escribe: «...cuando veían que yo no curaba de ir a tierra se echaban
a la mar nadando y venían, y entendíamos que nos preguntaban 5/
éramos venidos del cielo; y vino uno viejo en el batel dentro, y otros
a voces grandes llamaban todos hombres y mujeres: venid a ver los
hombres que vinieron del cielo»; el 22 dice: «que es verdad que
cualquiera poca cosa que se les dé ellos también tenían a gran mara-
villa nuestra venida, y creían que éramos venidos del cielo»; el 6 de
Noviembre, en Cuba, «los tocaban y los besaban las manos y los pies,
maravillándose y creyendo que venían del cielo, y así se lo daban a
entender... y que si quisieran dar lugar a los que con ellos se querían
venir, que m á s de quinientos hombres y mujeres vinieran con ellos,
porque pensaban que se volvían al cielo». Y así el resto del Diario y
las historias de los primeros cronistas, están llenas de afirmaciones y
frases semejantes a las anteriores y que prueban cuán natural y

(1) Maldonatlo de Guevara (Francisco): «El primer contacto de blancos y gente


de color en América», Valladolid, pág. 17.
_™.59 —

espontánea surgió entre los indígenas la creencia de hallarse ante


unos enviados de los dioses.
Y las consecuencias y evolución de esta creencia fueron no
menos naturales; primero era preciso congraciarse con los recién
llegados y ofrecerles las dádivas que pudiesen aplacar su cólera,
pues su religión, basada en el temor, les impulsaba ante todo a evitar
los daños que los dioses blancos les pudiesen hacer, así que cuando
vieron que los nuevos dioses amaban el oro y mostraban su deseo
por poseer los adornos de este metal que ellos llevaban, se apresu-
raron a ofrecerles sin regateos la materia que juzgaron más propicia
para atraerse su amistad. Pero una vez pasados los primeros
momentos de estupor y de pánico, visto el agrado con que eran
recibidas sus ofrendas y familiarizados con unos dioses que les
regalaban bonetes, cascabeles y cuentas de vidrio, el afán de los
indios había de ser el retener a los blancos consigo, no perder su
protección y recibir los beneficios que su presencia sobrenatural
podría reportarles; aplacados los manes, las cosechas serían abun-
dantes y reinaría entre ellos la ventura y la prosperidad.
De este modo, el mito indígena del descenso de los dioses iba a
compenetrarse con el mito del oro que hasta allí había llevado a los
descubridores; los dos mitos de tan distinto origen y condición: uno
europeo y materialista, otro americano y espiritual, se fundieron en
una dirección como se habían de fundir también las dos razas que
por primera vez se encontraron el 12 de Octubre de 1492. Mas dejemos
la mitológica explicación de las impresiones indígenas y veamos si la
realidad correspondía también al espejuelo dorado que empujó a
Colón.
Los argonautas que salieron de Palos hacia Occidente iban en
busca de un vellocino de oro que, siendo vago e impreciso para los
tripulantes, reducido para algunos al encuentro de tierras de las que
se pudieran extraer riquezas, tenía para el Almirante formas más con-
cretas y determinadas. Prescindiendo del Milione de Marco Polo,
única relación que podía considerarse auténtica de un viajero que
había contemplado las riquezas de Cipango y el poderío del Gran
Kan, podían haber llegado hasta los oídos del genovés las noticias de
otros viajes fantásticos que señalaban también fabulosas riquezas a las
regiones orientales que se podían encontrar caminando hacia el Oeste.
Estos relatos fabulosos, fruto de la imaginación de quienes se decían
haber recorrido todo el mundo y daban toda clase de noticias extra-
ordinarias para sorprender la curiosidad y buena fe de sus lectores,
— 60 —

tienen su resumen y modelo en el llamado «Libro de las maravillas


del mundo», atribuido a un inexistente Juan de Mandeville.
Mandeville dice relatar un viaje verificado en 1522 a Tierra Santa
e Indias y, aunque lo absurdo y fantástico de sus afirmaciones son la
mejor prueba de su falsedad, tuvo tanta boga al inventarse la imprenta
y dice tales cosas al hablar de las Indias, que conviene hacer una
rápida indicación del mismo. Después de describir el Paraíso Terrenal,
que coloca en el Oriente, y del cual parten cuatro grandes ríos de los
que descienden todas las aguas dulces del mundo —y ya veremos
cómo también Colón habla en igual forma del Paraíso Terrenal—
pasa a describir las grandes ciudades de la corte del Gran Khan y
deteniéndose en Cathay, dice: «Catay es una rica e fermosa ciudad, e
de muchas, muchas mercadurías. Van allá por especias muchos
mercaderes m á s aína que en otra parte. E debéis saber que los
mercaderes venecianos e ginoveses e lombardos c de otras partes que
allá van, tardan once y doce meses en llegar a Caray, porque es la
principal región de aquellas partidas, la que se tiene con el Gran Khan».
¿Conoció Colón la fantasía mandevillana? Imposible no es porque
hay ediciones italianas de este relato desde 1480, francesas del mismo
año y latinas de poco después, pero hay que suponerlo muy difícil
pues ya desde 1484 vive Colón en España y la primera edición espa-
ñola de que se tiene noticia es de 1521.
Desde luego, no tiene importancia este libro como impulsor de
Colón, como tampoco la tiene el suponer exacta la correspondencia
de Toscaneili, en la que no se podía pintar con más brillantes colores
la riqueza de Cipango y de Cathay; Colón no necesita de estos
estímulos, como hemos visto; le basta suponer que va hacia las
Indias para creer que en éstas encontrará oro en abundancia, y
especiería y toda clase de riquezas. S u vellocino, el áureo mito que
le impulsó a la aventura, tendrá, en sus propósitos, dos etapas de
realización: la primera llegar, llegar a esas Indias que él busca, el
primero, por el camino más corto; la segunda, encontrar Cipango,
concreción de todas las ricas ciudades orientales,* visitar el Gran
Khan, señor de dilatados y ubérrimos territorios, acopiar el oro que
ha de borrar con creces las fatigas pasadas.
Al poner sus pies en la isla de Guanahani considera realizada la
primera parte de su propósito, y cuando contempla los colgantes y
adornos de los indígenas y ve la facilidad con que se desprenden de
ellos, se convence de que se halla muy cerca de lograr el triunfo
completo y se dispone a partir inmediatamente en busca de Cipango
— 61 —

y el Gran Khan y a encontrar los yacimientos auríferos que han de


enriquecerle fabulosamente. Esto explica la constante inquietud y
movilidad que mostró en sus primeras exploraciones; salta rápida-
mente de isla en isla, sin detenerse en ninguna; se preocupa tan sólo
de adquirir noticias ciertas que le guíen hacia Cipango, meta ideal de
su viaje; a cada momento cree aprehender la fabulosa ciudad, pero
Cipango era un mito y como tal inaprensible y errante, siempre
cerca, pero nunca hallado.
Veamos en el Diario del Almirante cómo se mueve su ánimo
entre las dos realidades que él cree inmediatas a realizar: el encuentro
de Cipango y la abundancia de oro.
Era natural que considerando a Cipango como el objetivo último
de su viaje, su primera preocupación, pasado el natural momento de
admiración, fuese el partir en busca de esta isla; y así, el día 15 de
Octubre, siguiente al del desembarco, ya escribe: «...por s e ñ a s pude
entender que yendo hacia el Sur e volviendo la isla por el Sur, que
estaba allí un rey... mas por no perder tiempo quiero ir a ver si
puedo topar a la isla de Cipango» (1); llama perder el tiempo a
entretenerse buscando el oro que se halla en la isla, de tal manera le
obsesionaba el espejuelo de Cipango. Salta de isla en isla, siempre en
pos de su ilusión y, el domingo 21 del mismo mes, desde la Isabela,
se cree ya m á s cerca, por cuanto afirma: «por ende, si el tiempo me
da lugar luego me partiré a rodear esta isla fasta que yo hayo lengua
con este Rey, y ver si puedo haber del el oro que oyó que trae, y
después partir para otra isla grande mucho, que creo que debe ser
Cipango, según las senas que me dan estos indios que yo traigo, a
la cual ellos llaman Colba [Cuba], en la cual dicen que ha naos y
mareantes muchos y muy grandes, y de esta isla otra que llaman
Bosio [Bohio] que también dicen qués muy grande... Mas todavía
tengo determinado de ir a la tierra firme y a la ciudad de Guisay
[la Quinsay de China], y dar las cartas de vuestras Aítezas al Gran
C a n , y pedir respuesta y venir con ella» (2).
S u imaginación comienza a concretarse; no sólo ha encontrado
la pista de Cipango, sino que piensa encontrar con ella las demás
tierras fabulosas de Marco Polo y enarbolar en ellas el pendón del
triunfador. L a impaciencia le devora: «Quisiera hoy partir para la isla
de Cuba, que creo que debe ser Cipango, según las s e ñ a s que me

(1) Diario , p á g . 27.


(2) Diario , pág. 41.
- 62 -

dan esta gente de la grandeza della y riqueza» (1), dice el 25, y


en 24, por fin, sale de la Isabela: «para ir a la isla de Cuba... porque
creo que si es así como por señas que me hicieron todos los indios
de estas islas y aquellos que llevo yo en los navios, porque de lengua
no los entiendo, es la isla de Cipango, de que cuentan cosas mara-
villosas, y en las esferas que yo vi y en las pinturas de mapamundos
es ella en esta comarca...» (2).
L a obsesión del mito es bien clara: no entiende a los indios,
habla por senas con los de todas las islas y, a pesar de ello, recibe
de todos las indicaciones coincidentes con su deseo de encontrar la
anhelada región; camino de Cuba vuelve a afirmar el 25 que por las
s e ñ a s que le han dado pensaba que era ella, así, ella, lo ideal, lo que
no hace falta nombrar, lo que es la ilusión con que se sueña día y
noche. Y por fin llegó el 28, y se maravilló de la hermosura de la
privilegiada isla, pero se encuentra con que no es ella, que el mito se
ha alejado cuando m á s cerca parecía y que hay que buscar de nuevo
la ruta de Cipango. Desorientado ante la ilusión perdida comienza a
sentar arbitrarias afirmaciones: Cuba ya no es para él una isla sino
la tierra firme y el rey de esta tierra tenía guerra con el Gran Khan,
que debe estar cerca, así como la ciudad de Cathay, y hasta señala
la distancia que le separa de las costas de China: «Y es cierto quesía
es la tierra firme, y que estoy ante Zayto y Guinsay, cien leguas,
poco m á s o menos, lejos de lo uno y de lo otro, y bien se amuestra
por la mar que viene de otra suerte que fasta aquí no ha venido, y
ayer que iba al Norueste falle que hacía frío» (1.° de Noviembre) (5).
E l desvarío es tan grande que nadie ha puesto más exacto comentario
a estas incoherencias que el propio Las Casas, al anotar en el
extracto del Diario: «Esta algarabía no entiendo yo».
Y a partir de aquí desaparece del Diario el mito de Cipango, se
esfuma una de las facetas del espejuelo dorado que a Colón animó
y, al fracasar una de las realidades perseguidas, concentrará su
atención en el otro aspecto de sus ilusiones: la abundancia de oro.
También desde el día siguiente al del desembarco se fijó Colón
en los adornos de oro de los indígenas y pidió noticias que le indi-
casen el lugar de origen del codiciado metal, pero cuando le indicaban
que podía encontrarlo en alguna de las islas que tocaba, consideraba

(1) Diario , pág. 42.


(2) Diario , pág. 43.
i3) Diario pág. 52.
- 6 5 -

inulil entretenerse en ellas ya que en Clpango le esperaban cantidades


extraordinarias de oro y piedras preciosas. Pero cuando esta ilusión
desapareció, se vuelve m á s positivo y la busca del oro se hace m á s
detenida y concienzudamente.
E l 12 de Noviembre, desde Cuba, afirma que «sin duda es en
estas tierras grandísimas sumas de oro, que no sin causa dicen estos
indios que yo traigo, que ha en estas islas lugares adonde cavan el
oro y lo traen al pescuezo, a las orejas y los brazos c a las piernas,
y son manillas muy gruesas, y también ha piedras y ha perlas
preciosas y infinitas especerías» (1). Al verificarse la separación de la
Pinta, como Colón no tiene en ese momento m á s obsesión que el
oro, teme continuamente que el piloto español tenga m á s suerte que
él, y entre sus acusaciones contra Pinzón la que m á s sobresale es la
de la codicia: «esta noche Martín Alonso siguió el camino de Leste
para ir a la isla de Babeque [Bohio], donde dicen los indios que hay
mucho oro (2) (22 de Noviembre); «resgató la carabela [Pinta] mucho
oro, que por un cabo de agujeta le daban buenos pedazos de oro del
tamaño de dos dedos y a veces como la mano, y llevaba el Martín
Alonso la mitad, y la otra mitad se repartía por la gente» (5)
(6 Enero); y aun durante el regreso no cesa de murmurar «si el
capitán Martín Alonso Pinzón, tuviera tanto cuidado de proveerse
de un buen masíel en las Indias, donde tantos y tales había, como
fué codicioso de se apartar dél pensando de hinchir la nave de oro, él
lo pusiera bueno» (4) (25 de Enero).
Y sin embargo no parecía irle mal cuando se hallaba solo
• ecorriendo las islas: el 18 de Diciembre recibe noticias emocionantes:
«supo de un hombre viejo que había muchas islas comarcanas a cien
leguas y m á s , según pudo entender, en las cuales nasce muy mucho
oro; y en las otras, hasta decirle que había isla que era todo oro, y
en las otras que hay tanta cantidad que lo cogen y ciernen como con
cedazos, y lo funden y hacen vergas y mil labores» (5). Como es
natural, se determinó el Almirante a buscarlas y también en esta
ocasión cree hallarse a dos pasos de la realización de su sueño:
«Nuestro Señor me aderece, por su piedad, que halle este oro, digo

(1) Diario , p á g . 61.


(2) Diario , pág. 71.
(3) Diario , pág. 141.
(4) Diario , pág. 158.
(5) Diario , pág. 109.
-64 -

su mina, que hartos tengo aquí que dicen que lo saben» (25 de
Diciembre). E l 25 naufraga su nao, pero bendice el desastre porque le
obligó a detenerse en un punto «ques el mejor lugar de toda la isla
[la E s p a ñ o l a ] para hacer el asiento, y m á s cerca de las minas del
oro; todos los datos coincidían: «trujeron al Almirante una gran
carátula, que tenía grandes pedazos de oro en las orejas, en los ojos
y en otras partes, la qual le dio con otras joyas de oro quel mismo
rey Guacanagari había puesto al Almirante en la cabeza y en el
pescuezo»; «vino otra canoa de otro lugar que traía ciertos pedazos
de oro, los cuales querían dar por un cascabel, porque otra cosa
tanto no deseaban como cascabeles. Que aun no llega la canoa a
bordo cuando llamaban y mostraban los pedazos de oro, diciendo
chuq chuq por cascabeles, que están locos por ellos. Después de
haber visto y partiéndose estas canoas que eran de los otros lugares,
llamaron al Almirante y le rogaron que les mandase guardar un
cascabel hasta otro día, por quél traería cuatro pedazos de oro tan
grandes como la mano».
Decidido a señalar este sitio como futuro lugar de explotación de
las minas de oro, construye el fuerte de Navidad, pero como le
decían también que hacia el Este había m á s , sigue explorando la
Española y acaba por encontrar los ríos auríferos de que ya le
habían hablado. Los halla el 8 de Enero y los describe así: «...iban
los marineros a tomar agua para el navio, y halló que el arena de la
boca del río, el cual es muy grande y hondo, era diz que toda llena
de oro, y en tanto grado que era maravilla, puesto que era muy
menudo. Creía el Almirante que por venir por aquel río abajo se
desmenuzaba por el camino, puesto que dice que en poco espacio
halló muchos granos tan grandes como lentejas; mas de lo menudito
diz que había mucha cantidad. Y porqne la mar era llena y entraba
el agua salada con la dulce, mandó subir con la barca el río arriba
un tiro de piedra: hincheron los barriles desde la barca, y volviéndose
a la carabela hallaban metidos por los aros de los barriles pedacitos
de oro, y lo mismo en los aros de la pipa. Puso por nombre el
Almirante al río el Río del Oro, el cual de dentro pasada la entrada
es muy hondo, aunque la entrada es baja y la boca muy ancha, y
dél a la villa de la Navidad diez y siete leguas. Entremedias hay
otros muchos ríos grandes; en especial tres, ios cuales creía que
debían tener mucho m á s oro que aquél, porque son m á s grandes,
puesto queste es cuasi tan grande como Guadalquivir por C ó r d o b a : y
dellos a las minas de oro no hay veinte leguas. Dice m á s el Almirante,
— 65 —

que no quiso tomar de la dicha arena que tenía tanto oro, pues
sus Altezas lo tenían todo en casa y a las puertas de su villa de la
Navidad, sino venirse a m á s andar por llevalles las nuevas...» (1).
¿ E s qué había logrado transformar en realidad el mito que per-
seguía? E l optimismo rebosa en el párrafo transcrito: se han hallado
granos de oro como lentejas sin m á s que recoger la arena, y esto en
el río pequeño, que por lo que respecta a los otros, como traen m á s
agua, dice Colón con lógica aplastante, debían tener m á s oro en
proporción con su caudal; sin embargo, no hace falta ir muy lejos
para ver al propio Las Casas poner la nota de incredulidad en el
comentario al texto anterior: «Este río es Yaqui, muy poderoso y de
mucho oro, y podía ser que lo hallase entonces el Almirante, como
dicen. Pero todavía creo que mucho de ello debía ser margasita,
porque allí hay mucha, y pensaba quizá el Almirante que era oro
todo lo que relucía». {Esta es la verdadera respuesta a las afirma-
ciones de Colónt E r a la ilusión, el e n g a ñ o s o espejismo, lo que le
hacía tomar por oro todo lo que relucía para aprehender con un
desesperado esfuerzo el mito dorado, que de nuevo se esfumaba
entre sus manos cuando ya creía haberlo logrado.
Y ahí está su último párrafo para acabarnos de convencer; si era
verdad la riqueza de ese Río de Oro (2), si bastaba recoger la arena
o sumergir barriles para encontrarlo, ¿qué le hubiera costado llevar a
E s p a ñ a un puñadito de las áureas lentejas que a nadie hubieran
dejado dudar sobre la calidad y cantidad del oro encontrado?; y en
lugar de llevar consigo un argumento mejor que toda clase de razo-
namientos, se contenta con hacer constar que allí se queda el oro, a
la puerta de casa con un párrafo de suficiencia que hace pensar si
acaso «estarían verdes» como las uvas de la fábula.
Y se vuelve a E s p a ñ a con las manos vacías, como las trajo
Martín Alonso a pesar de los rescates fabulosos que le atribuyó.
Ha recorrido durante tres meses las islas americanas y ha sufrido
alternatives de esperanza y desaliento, de ilusión y decepciones. L a s
circunstancias le han dirigido en sus pasos y variado sus pensa-
mientos; el primer mes es el de la ilusión de Cipango, el que había
de ver realizados sus planes tal como les tenía concebidos cuando
salió del puerto de Palos; es el mes de las marchas forzadas, del
movimiento continuo en el que descubre rapidísimamente las islas de

(1) Diario , pág. 142.


(2) Es el río llamado actualmente de Santiago.
— 66 —

Guanahani, Concepción, Fernandina, Isabela, Cayo Hermoso, Arena


y Cuba; aun no hace caso del oro del país ni de los objetos con que
se adornan los indígenas; espera encontrarlo con extraordinaria
abundancia en los próximos estados del Gran Khan. Pero esta fábula
se desvanece, como hemos visto, y entonces su atención evoluciona,
durante los dos últimos meses, y se fija ya en las riquezas que pueden
sacarse de las tierras descubiertas; en los meses de Noviembre y
Diciembre le vemos atender y buscar el oro que le ofrecen los natu-
rales y ya no aparece esa movilidad propia de quien corre en pos de
un fantasma; se llega a la fijación en una isla, la Española, y hasta
se intenta un establecimiento definitivo con la creación del fuerte de
Navidad.
Y los tres mitos que el 12 de Octubre de 1492, coincidieron por
vez primera en la isla de Guanahani, siguieron, como no podía
menos de suceder, la evolución natural a toda clase de mitos. Eran
de naturaleza y condición completamente distintas; uno americano y
espiritual: el descenso de los Dioses; dos europeos y materiales: la
riqueza específica (Cipango) y la riqueza genérica (el oro); los tres
comenzaron por ser impulso de actividades, originaron después
descubrimientos ajenos a su naturaleza y acabaron por esfumarse
cuando más próxima parecía su realización.
E l mito americano, común a todas las religiones, que cuando
son monoteístas esperan un Mesías y si no lo son temen en cualquier
momento la intervención material de sus dioses, hizo a los indios
recibir, con estupor primero, con agrado después, a los blancos
recién llegados; y les acompañaron con gusto y desplegaron toda su
actividad para serles agradables y estuvieron dispuestos a marcharse
con ellos, pero vino la segunda fase y descubrieron que aquellos
hombres tenían las mismas necesidades y defectos que ellos y que
no les preservaban de los maleficios sino que les perseguían y
perjudicaban, y que mantenían odios y rencillas entre ellos, y que
pagaban el tributo a la muerte como cualquier ser humano; entonces
el mito se desvanece, el temor a su cólera desaparece, son extraños,
pero hombres como ellos, y ya no resultan dioses sino invasores a
los que hay que destruir o rechazar. L a Española, que fué la isla que
más pronto pudo conocerles, fue también la primera que borró el mito
al realizar la matanza de los defensores del fuerte de Navidad.
Los mitos europeos, colombinos mejor, que presentan una sola
finalidad, el oro, con dos fases distintas, sirven primero de acicate
ante la aventura; la actividad de Colón y la de todas las tripulaciones.
— 67 —

pese a las inquietudes del viaje, se movía a impulsos del fantasma


dorado y transforma en victoriosos argonautas a los que de otro
modo hubieran desfallecido en pleno Océano; animados por el mito
logran lo que no esperaban, el descubrimiento de un mundo nuevo
que interpretan a su manera, y amplían lo descubierto ante la
inminencia de hallar el vellocino que les ha de enriquecer, y sintién-
dose cada vez más cerca de su posesión, ven desvanecerse una tras
otra las ilusiones sonadas cuando ya habían creído que las iban a
realizar.
Los mitos, como tales, se alejaban, no podían transformarse en
realidad, pero se había levantado una punta del velo nebuloso que
los envolvía y, a través de él, los hombres que se habían movido
como juguetes de una ilusión, mostraban a la Humanidad el maravi-
lloso fruto de su utopía: un cauce abierto a todas las actividades y
un mundo cuya riqueza había de superar, en mucho, a cuanto sonase
la calenturienta imaginación de los descubridores.
CAPÍTULO VIH

E l fracaso de l a q u i m e r a de C o l ó n .

Cuando Colón llegó a E s p a ñ a con la portentosa noticia del


Descubrimiento, cuando se presentó, en Barcelona, ante los Reyes
Don Fernando y Doña Isabel, y mostró los indios que con él habían
venido, los trofeos de algodón y los pájaros de vistoso plumaje que
probaban la existencia de extraños países, la nación le recibió con
toda clase de honores y los Reyes le confirmaron en todos los
cargos y preeminencias que se le habían adjudicado. La entrevista
de Barcelona representa el apogeo de Colón, el momento de su
máximo triunfo y de su máxima popularidad; lástima grande fué que
no quedase con esto terminada su labor, pues hubiera quedado de él
un recuerdo m á s glorioso que no se vería, en el día de hoy, empañado
por los desaciertos y fracasos de su posterior actuación.
Pero el Almirante volvió por tres veces a América empleando en
sus nuevas tentativas los diez últimos a ñ o s de su existencia; y lejos
de corregirse de los errores en que había caído, se confunde y se
equivoca cada vez m á s ; agudizada su quimera dorada a la que se
une cierta monomanía mística que le hace creerse destinado a salvar
los Santos lugares de la dominación infiel, no vacila en barajar sus
mitos antiguos con otros nuevos, no duda en aceptar las explica-
ciones m á s absurdas, con tal de que le hablen de la existencia de
tesoros, fáciles de poseer, que le ayuden a la realización de sus
providenciales propósitos. Y así como cada uno de sus viajes tiene
una característica especial que les diferencia de los otros: el primero
de aventura, de confirmación el segundo, el tercero de desorientación,
y de fracaso el cuarto, así también existe en todos ellos un señuelo
particular, un propósito inmediato, que gravita en el campo de la
- 69 -

fanfasía: Cipango, la tierra de Alfa y Omega, el Paraíso Terrenal y


las minas de oro de S a l o m ó n , son las cuatro facetas con qne el mito
dorado se presentó a Colón en sus distintos esfuerzos.
E s natural que al prepararse el segundo viaje, en el que había de
confirmarse la abundancia de oro en los países descubiertos en el
primero, fuese extraordinaria la concurrencia de solicitantes y sobra-
dos los medios con que se contó; nada menos que 17 naves y
1.500 tripulantes, con un buen número de animales, semillas y
plantas para colonizar, salieron de Cádiz el 25 de Septiembre de 1495.
Diego Colón, hijo del Almirante y su heredero en el mando y
dominio de lo descubierto, le acompañaba, y con él Ponce de León,
Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa y oíros futuros descubridores y
conquistadores; de los Pinzones se había prescindido, pues no resul-
taba grata su compañía y sólo Juan de la Cosa repetía, con Colón,
el camino hacia las Indias.
Aprovechadas las experiencias del viaje anterior, los expedi-
cionarios toman, a partir de Canarias, una ruta m á s meridional que
los aparte de las calmas y hierbas que tanto k s preocuparon antes (1),
y, aprovechando los vientos alisios, alcanzaron tierra, sin incidente
alguno, con cinco días menos de travesía. Por la variación hecha en
la ruta encuentran toda la línea de las Pequeñas Antillas y la recorren
antes de llegar a la Española; se descubre entonces Dominica, Mari-
galante, Guadalupe, Monserrat, la Redonda, Santa María la Antigua,
San Martín, Santa Cruz, el grupo de las Once Mil Vírgenes y
Boriquen o Puerto Rico, a la que llaman San Juan. E n ninguna de
ellas se detiene, no ya porque cree que están pobladas de caribes, la
raza feroz y guerrera que atacaba a los pacíficos habitantes de la
Española para devorar los prisioneros, sino porque tiene prisa por
recoger el oro que supone habrán almacenado los hombres que dejó
en el fuerte de Navidad; y así como el año anterior corrió desaten-
tado en pos de Cipango, así ahora nada le interesa hasta llegar a la
Española.
Y en la Española recibió el primero de los desengaños; los
indios habían roto el mito que les hacía considerar de origen divino a
los españoles y ninguno de estos sobrevivió al ataque verificado por
los indígenas en venganza de su desencanto. Pero si los españoles
habían perecido, quizá hubiesen tenido tiempo para recoger oro y se
hallase este enterrado entre los restos del fuerte; Colón hizo cavar a

(1) El mar del Sargazo.


„ 70 -

sus hombres para encontrar el fesoro que se suponía oculto, y nada


encontraron (1). Mas no se desanimó por ello, pues también podía
atribuirse el fracaso a que no hubiesen tenido tiempo para buscarlo y,
en ese caso, allí estaba él para buscar directamente las minas y reco-
nocer a fondo la isla.
Después de iniciar la fundación de una ciudad (la Isabela) que
les evitase la repetición del triste fin que había tenido el fuerte de
Navidad, envió exploradores, dirigidos por Gorbalan y Ojeda, para
que recorriesen la isla, y gratas debieron ser las noticias que le
llevaron cuando en el Memorial sobre el segundo viaje que envía a
los Reyes, renace en él el optimismo como en los mejores tiempos de
su primer Diario: «...Y esto mismo en las minas del oro, porque con
sólo dos que fueron a descubrir cada uno por su parte, sin detenerse
allá porque era poca gente, se ha descubierto tantos ríos, tan poblados
de oro, que cualquier de los que lo vieron e cogieron solamente con
las manos por muestra, vinieron tan alegres, y dicen tantas cosas de
la abundancia dello, que yo tengo empacho de las decir y escribir a
sus Altezas; pero porque allá va Gorbalan, que fué uno de los descu-
bridores, él dirá lo que vió, aunque acá queda otro que llaman
Hojeda, criado del Duque de Medinaceli, muy discreto mozo y de
muy gran recabdo, que sin duda y aun sin comparación, descubrió
mucho m á s , según el memorial de los ríos que él trajo, diciendo que
en cada uno de ellos hay cosa de no creella; por lo cual sus Altezas
pueden dar gracias a Dios, pues tan favorablemente se ha en todas
estas cosas» (2).
E l mito dorado volvía a brillar para Colón con toda su intensidad
y aunque quizá se podría aplicar a sus afirmaciones el comentario de
Las Casas al descubrimiento del Río de Oro, no hace falta forzar la
imaginación para suponer que las pepitas de los ríos recién descu-
biertos ni serían tan abundantes, ni estarían tan al alcance de la
mano, cuando el mismo Colón se excusa a continuación de no poder
enviar oro a causa de las enfermedades que habían atacado a su
gente y del peligro que significa el internarse en corto número por
regiones en que los indios aun no eran de confianza. Y aun da más

(1) «El Almirante. . mandó limpiar el pozo de la fortaleza, creyendo que se


hallase en él oro, porque al tiempo de su partida, temiendo lo que pudiese suceder,
había mandado a los que quedaban allí, que echasen en aquel pozo todo el oro que
tuviesen, pero no se halló nada». F. Colón: Lug. cit., pág. 217.
(2) «Relaciones y cartas de Cristóbal Colón», Bib.' Clásica, t. CLXIV, pág. 206.
_ 71 -

largcis después: «Diréis a sus Ailezas como quier que ya se lo escribo


por las carias, que pnra este año non entiendo que sea posible ir a
descobrir hasta que esto destos ríos que se hallaron de oro sea
puesto en el asiento debido a servicio de sus Altezas, que después
mucho mejor se podrá facer, porque no es cosa que nadie la pudiese
facer sin mi presencia a mi grado, ni a servicio de sus Altezas, por
muy bien que lo ficiese, como es en dubda según lo que hombre vee
por su presenciá» (1).
Esto escribía en 50 de Enero de 1494 y, como tenía tiempo por
delante, se dispone a preparar los medios para la explotación,
llegada la hora, de la riqueza mineral del país, solicitando de los
Reyes que le envíen mineros, pues él sólo tiene lavadores, es decir,
gente dispuesta a coger el oro de las arenas sin el menor esfuerzo,
«Diréis a sus Altezas, por cuanto aunque los ríos tengan en la cuan-
tidad que se dice por los que lo han visto, pero que lo cierto dello es
quel oro non se engendra en los ríos más en la tierra, quel agua
topando con las minas lo trae envuelto en las arenas, y porque en
estos tantos ríos se han descubierto, corno quiera que hay algunos
grandecitos, hay otros tan pequeños que son m á s fuentes que no
ríos, que non llevan de dos dedos de agua, y se falla luego el cabo
donde nasce; para lo cual non sólo serán provechosos los lavadores
para cogerlo en el arena, mas los oíros para cavarlo en la tierra, que
será lo más especial o de mayor cantidad; e por esto será bien que
sus Altezas envíen lavadores, e de los que andan en las minas allá
en Almadén, porque en la una manera e en la otra se faga el ejer-
cicio, como quier que acá non esperaremos a ellos, que con los
lavadores que aquí tenemos, esperamos con la ayuda de Dios, si una
vez la gente está sana, allegar un buen golpe de oro para las primeras
carabelas que fuesen» (2).
A pesar de que parece desprenderse de este párrafo que Colón
no va esperar el año para emprender la explotación del oro, no debió
ver la cosa muy factible cuando se cansa pronto de permanecer
inactivo en la Española y sale de ella, en la primavera de 1494, en
dirección a Cuba.
Constituía esta isla una obsesión para el Almirante. N o podía
olvidar que en el apogeo de sus primeras ilusiones la identificó con
Cipango, que para el era la tierra firme, las verdaderas Indias que

(1) «Relaciones y Cartas ». Lug. cit., pág. 218.


(2) «Relaciones y Cartas ». Lng. cit., pág. 221.
— 72 -

pensó encontrar en su marcha hacia el Oeste, y que era forzoso


hallar en sus proximidades noticias del Gran Khan y de sus ciudades
maravillosas. De esta manera pensaba, en este su segundo viaje,
confirmar las dos ilusiones que se le desvanecieron en el primero por
la mala conducta de sus compañeros: la existencia del oro, que ya
arrancaría de la Española, y la situación de las tierras de Marco
Polo, que ahora iba a comprobar. Y mientras aguardaba elementos y
ocasión para lo primero, se lanzó a procurar lo segundo.
Durante el primer viaje le vimos recorrer la mitad oriental del
Norte de Cuba; ahora sigue en su recorrido la costa meridional, y de
tal modo se obsesiona por la primitiva ilusión, que le hacía creerse
próximo a las ciudades detalladas por Marco Polo, que llega a las
desorientaciones más absurdas y se aferra a una aberración que le
ha de acompañar mientras viva: la de que Cuba es tierra firme, está
en China y forma el extremo oriental del gran islote que se podía
considerar formado por los continentes europeo y asiático. ¿ Q u é
importa que los indios le digan que es una isla? L o s indios «son
gente bestial y piensan que todo el mundo es isla y no saben qué
cosa sea tierra firme; no tienen letras ni memorias antiguas, ni se
deleitan en otra cosa que en comer o en mujeres» (1). Colón era el
único que estaba en lo cierto, ya había afirmado varias veces que la
Juana era Tierra Firme y para determinarlo mejor al «cabo o punta
oriental de Cuba, púsole por nombre Alpha et Omega, que quiere
decir principio y fin, porque creyó que aquel cabo era fin de la tierra
firme, yendo hacia Oriente, y el principio, decía el Almirante, el cabo
de S a n Vicente que es en Portugal, que creía ser comienzo o prin-
cipio de la dicha tierra firme, partiendo y navegando desde dicho de
San Vicente hacia el Poniente. Esto dijo el Almirante en una carta
que escribió desde la isla Española a los Reyes» (2). E s decir, que
para ir del cabo de San Vicente, en Portugal, a la punta de Alfa y
Omega, en Cuba, Colón creía en la existencia de dos caminos
opuestos: el marítimo, hacia el Oeste, a través del Atlántico, y el
terrestre, hacia el Este, a través de Europa y Asia.
Bernáldez, que recibió al Almirante y le tuvo como huésped al
regreso de su segundo viaje, teniendo, por lo tanto, motivos de

(1) Bernáldez: «Crónica », cap. CXXIII. En Bib. de A. A . E . E . , Tom. 70,


pág. 670.
(2) Las Casas: «Historia », Lib. I, cap. L , en Col. de docs. inéd. para la
Hist. de Esp., T. 62, pág. 360.
- 75-

sobra para conocer sus ideas geográficas, dice que en circunstancias


más prósperas hubiera procurado volver a E s p a ñ a por Orienfe, es
decir, «viniendo por el Ganges, e dende al Seno Arábico, c después
por Etiopia, e después pudiera venir por la tierra a Jerusalén, e dende
ajapha, y embarcar y entrar en el mar Mediterráneo, e dende a Cádiz.
E l viaje, bien se pudiera hacer dcsta manera, empero muy peligroso
por la tierra, porque todos son moros dende Etiopia a Jerusalén,
empero él pudiera ir por la mar todavía, ir desde allí fasta Calicud,
que es la ciudad que salieron los portugueses e la descubrieron, y
para no salir por tierra, sino todavía por agua, él había de volver por
el mismo mar O c é a n o , rodeando toda la Lybia, que es la tierra de
los negros, e volver por donde vienen los portugueses con la espe-
cería de clavo a Barta» (1).
N o había duda para Colón respecto a la situación de la tierra que
recorría; allí estaba Cipango, como estaba Cathay, Zayto, Quinsay
y demás ciudades fabulosas, y lo que él creía era la verdad. Pero no
debía quedar muy conforme con su convencimiento íntimo, cuando
procedió a una ceremonia curiosísima y que conviene divulgar:
erigido en dictador político y geográfico a bordo de la carabela Nina,
requirió al notario de la Isabela, Fcrnand Pérez de Luna, para que
fuese de carabela en carabela y a los maestros, pilotos, marineros y
grumetes, les exigiese juramento sobre si tenían duda alguna que
esta tierra no fuese la tierra fírme al comienzo de las Indias y fin a
quien en estas partes quisiese venir de España por tierra; al que
en cualquier ocasión dijese algo en contra de este juramento se le
cortaría la lengua y vendría condenado al pago de diez mil mara-
vedís (2). Causa extrañeza ver al Almirante recurrir a estos procedi-
mientos para fortalecer un mito que se le escapaba de las manos y
todavía es m á s extraño el ver cómo, poco a poco, todos los juramen-
tados reconocían la insularidad de Cuba y hasta la dibujaban con
bastante exactitud, mientras el genovés reincidía una y mil veces en
su error y moría abrazado a él.
Cuando consideró suficientemente dilucidado este punto y llegada
la ocasión de obtener los frutos dorados de la Española, volvió
Colón a esta isla, y en el a ñ o y medio que en ella permaneció inten-
tando su explotación, pudo convencerse de su ineptitud para el

(1) Bernáldez: «Crónica », cap. CXXI1I, en lug. cit , pág. 670.


(2) El original de esta pintoresca diligencia obra en el Archivo de Indias, pero
ha sido publicado por Navarrete en «Colección de viajes », T. II, págs. 143-149,
- 74 -

gobierno de la colonia. Las insurrecciones, los encuentros con los


indígenas, el visitador enviado por los Reyes, fueron otros tantos
problemas insolubles para él; llegó un momento en que se perdieron
de tal modo sus noticias que se le consideró desaparecido y la
Corona dictó una disposición (10 Abril 1495) por la que se permitía
el libre tráfico y navegación en las regiones descubiertas y se anulaba
el monopolio ejercido por Colón. Volvió éste a E s p a ñ a en 1496,
sufriendo a su regreso luchas, temporales y naufragios, fué reci-
bido en Burgos por los Reyes y quiso de nuevo hacer ostentación
de riqueza y optimismo, pero el aspecto de los expedicionarios decía
bien a las claras cuál era la realidad que traían frente a las ilusiones
que llevaron.
A l final del segundo viaje colombino sólo se podía hacer una
afirmación: que habían multiplicado el territorio conocido; pero ni se
encontraron las deseadas minas de oro, ni se poseían noticias con-
cretas sobre la situación de Cipango. A esto hay que añadir la apari-
ción de un gran peligro: la desmoralización de los exploradores que
habían ido con Colón creyendo en el hallazgo de fabulosas riquezas
que los harían poderosos sin esfuerzo ni trabajo alguno. Para los
que fueron en el segundo viaje el mito dorado brillaba con m á s
intensidad que para nadie; por eso llevó Colón a sus familiares, por
eso eran tantos ios que querían partir con él, porque en lugar de
peligros y fatigas esperaban hallar oro a montones. Y cuando no lo
encontraron, cuando se convencieron de que el oro no estaba a flor
de tierra, cuando sufrieron las primeras enfermedades y ataques de
los indios, sobrevino el desencanto primero y la anarquía después;
nadie había ido a trabajar, se les había engañado y su cólera estalló
en sublevaciones; ansiosos de oro perseguían y maltrataban a los
indios para que se lo entregasen, y la mano débil e inexperta de
Colón, también obsesionado por el áureo mito, fué incapaz de
encauzar los primeros pasos de los colonizadores.

***

Hemos dicho que la característica del tercer viaje colombino era


la desorientación y, desde la partida al regreso, todo en él nos lo
demuestra. E n los dos años que pasó Colón en España preparando
la nueva expedición, tuvo tiempo sobrado para reflexionar sobre las
causas de su fracaso y, repasando cuanto su experiencia anterior
pudiera haberle enseñado, llega a encontrar la explicación que había
— 76 -

de servirle de norma en su íercera salida. Y a había nofado en su


primer viaje, y así lo hace notar en su Diario, que los indios seña-
laban siempre hacia el Sur cuando Ies pedía noticias sobre los
lugares auríferos; confirmaba esta sospecha una carta que recibió
en 1493 del eminente cosmógrafo y astrólogo Jaime Ferrer, en la
que le decía que «las cosas grandes y de precio», como piedras
finas, oro y especias, había que buscarlas en las tierras cálidas,
habitadas por negros como los del África ecuatorial, y que hasla
que no encontrase esta gente, no hallaría en abundancia las citadas
cosas (1).
La solución la encontró Colón inmediatamente y es la que pone
en práctica en su tercer viaje; varía la ruta descendiendo hacia el Sur
por las islas de Cabo Verde hasta el Ecuador y de allí emprende la
marcha hacia el Oeste, sabiendo que deja la Española muy al Noríe
y esperando llegar a la tierra meridional de Asia. Tiene inmensa
transcendencia para nosotros este cambio de ruta, pues al indicar que
había que buscar el oro huyendo de la zona fría, da a la colonización
española un carácter eminentemente tropical, a diferencia de la inglesa
que se fijó, en America, precisamente entre los mismos paralelos en
que está situada la península ibérica.
A los 17 días de una navegación en la que la principal molestia
fue el terrible calor ecuatorial, llegaron a la isla de la Trinidad el
31 de julio de 1498. No se pudo entender con los primeros indígenas
que encontró y, al seguir su camino, halló una nueva tierra a la que
llamó isla de Gracia; era ésta el continente americano y entre ella y
la Trinidad se vió sorprendido por una impetuosa corriente que
entraba por el canal. «...Y fallé que venía el agua de Oriente fasta el
Poniente, con tanta furia como hace Guadalquivir en tiempo de
avenida y esto de continuo noche y día, que creí que no podría volver
atrás por la corriente, ni ir adelante por los bajos; y en la noche, ya
muy tarde, estando al borde de la nao, oí un mugir muy terrible, que
venía de la parte del Austro hacia la nao, y me paré a mirar, y vi
levantando la mar de Poniente a Levante, en manera de una loma
tan alta como la nao, y todavía venía hacia mí poco a poco, y
encima dello venía un filero de corriente que venía rugiendo con muy
grande estrépito con aquella furia de aquel rugir que de los otros
hileros que yo dije que me parecían ondas de mar que daban en
peñas, que hoy en día tengo el miedo en el cuerpo que no me

(1) La carta está publicada en Navarrete: «Colección,. ..», T . II, págs. 103 y 105,
- 76 —

trabucasen la nao cuando llegasen debajo della, y pasó y llegó fasta


la boca, adonde allí se detuvo grande espacio» (1).
Cuando aun no estaban repuestos de la sorpresa que les produjo
el anterior fenómeno, se dieron cuenta de que navegaban sobre agua
dulce y de que tanto m á s dulce se hacía el agua cuanto m á s avan-
zaban hacia Occidente; la explicación era clara y Colón no vacila: se
halla en la desembocadura de un río de inmenso caudal que al chocar
con el agua del mar producía aquella corriente, aquellas lomas que
salían y entraban, aquel rugir que tanto les había alarmado. Mas,
¿cómo explicar la existencia de este río? Desde luego presuponía la
existencia de un gran continente, «viene este río y procede de tierra
infinita, ques al Austro, de la qual fasta agora no se tenía noticia» (2).
Y esta tierra infinita, desconocida hasta entonces, ¿estaba unida a la
tierra firme de Cuba o constituía un nuevo y misterioso continente?
Colón, que quiere ¡legar a una conclusión definida, comienza
por repasar los datos que le han ofrecido sus tres viajes y luego
razona así: «Yo siempre leí que el mundo, tierra e agua, era esférico,
e las autoridades y experiencias que Tolomeo y todos los oíros escri-
bieron de este sitio, daban e amostraban para ello, así por eclipses
de la Luna e otras demostraciones que hacen de Oriente fasta
Occidente, cómo de la elevación del polo de Septentrión en Austro.
Agora vi tanta disformidad, como ya dije, y por esto me puse a tener
esto del mundo, y fallé que no era redondo en la forma que
escriben; salvo que es de la forma de una pera que sea toda muy
redonda, salvo allí donde tiene el pezón que allí tiene más alio, o
como quien tiene una pelota muy redonda, y en un lugar della fuese
como una teta de mujer allí puesta, y que esta parte de este pezón
sea la m á s alta y m á s propinca al cielo, y sea debajo la línea
equinoccial, y en esta mar Oceana, en fin del Oriente: llamo yo fin de
Oriente adonde acaba toda la tierra e islas, y para esto allego todas
las razones sobre escripias, de la raya que pasa al occidente de las
islas de los Azores, cien leguas, de Septentrión en Austro, que en
pasando de allí al Poniente, ya van los navios alzándose hacia el
cielo suavemente, y entonces se goza de m á s suave temperancia y
se muda el aguja de marear por causa de la suavidad de esa cuarta
de viento, e cuanto m á s va adelante e alzándose, m á s noruesíca, y

(1) «Tercer viaje del Almirante Cristóbal Colón», en cRelaciones y Cartas »,


Bib. Clásica, tomo CLXIV, pág. 276.
12) «Tercer viaje ». En lug. cit., pág. 291.
— 77 -

esta altura causa el desvariar del círculo que describe la estrella


del Norte con las guardas, y cuanto m á s pasare junto con la línea
equinoccial, m á s se subirán en alto, y más diferencia habrá en las
dichas estrellas, y en los círculos dellas. Y Tolomeo y los otros
sabios que escribieron desíe mundo, creyeron que era esférico,
creyendo queste hemisferio que fuese redondo como aquel de allá
donde ellos estaban, el cual tiene el centro en la isla de Arin, ques
debajo de la línea equinoccial, entre el sino Arábico y aquel de
Persia, y el círculo pasa sobre el cabo de San Vicente, en Portugal,
por el Poniente, y pasa en Oriente por Cangara y por las Seras, en
el cual hemisferio no hago yo que hay ninguna dificultad, salvo que
sea esférico, redondo como ellos dicen: mas este otro digo que es
como sería la mitad de la pera bien redonda, la cual tuviese el pezón
alto como yo dije, e como una teta de mujer en una pelota redondo,
así que desía media parte non hobo noticia Tolomeo, ni ios otros
que escribieron del mundo, por ser muy ignoto» (1).
Y una vez que ha rectificado a los antiguos y ha expuesto su
original concepción del mundo, confirma su opinión con nuevos
datos: la gente que es negra en el Norte de África, lo es mucho m á s
a medida que desciende por Cabo Verde y Sierra Leona, la tierra es
cada vez m á s quemada, pero al ir hacia Occidente y pasar la raya
que coloca a cien leguas de las Azores, nota que va subiendo hacia
el pezón de la pera: la temperatura es m á s suave, la tierra y los
árboles son verdes y la gente mucho m á s blanca. Llega por fin al
pezón, la parte m á s alta de la tierra que no está en los Polos, como
decían los antiguos, sino en el Ecuador, y al encontrarse en este
punto crítico y hallarse con la gran corriente de agua dulce, surge en
él el místico que había de escribir las Profecías y relaciona lo visto y
experimentado con los libros sagrados. «La Sacra Escriptura testifica
que Nuestro S e ñ o r hizo el Paraíso Terrenal, y en él puso el árbol de
la vida, y del sale una fuente de donde salen en este mundo cuatro
ríos principales: Ganges en India, Tigris y Eufrates en [Turquía
Asiática?] los cuales apartan la sierra y hacen la Mesopotamia y van
a tener en Persia, y el Nilo que nace en Etiopía y va en la mar en
Alejandría» (2).
Faltaba un cuarto río y éste era el que había encontrado. Todo
le conducía a esta conclusión: «Grandes indicios son estos del

(1) «Tercer viaje ». En lug. cit., pág. 283 y siguientes.


(2) «Tercer viaje ». En lug. cit., pág. 287.
(i
— 78-

Paraíso Terrenal, porquel sitio es conforme a la opinión de estos


santos e sanos teólogos, y asimismo las señales son muy conformes,
que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así
adentro e vecina con la salada; y en ello ayuda asimismo la suaví-
sima temperancia, y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor
maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande
y tan fondo» (1). Y con tal fuerza se argumenta a sí mismo y robus-
tece su opinión, que acaba por desechar toda duda; «yo muy asen-
tado tengo en el ánima que allí adonde dije es el Paraíso Terrenal,
y descanso sobre razones y autoridades sobrescriptas» (2).
S i el Almirante hubiese vivido un poco más en la realidad, si jio
se hubiese aferrado a unos errores que, si bien le ayudaron para el
descubrimiento, resultaban pueriles después a sus mismos contem-
poráneos, no hubiese llegado a conclusiones tan fantásticas como la
anterior; pero empeñado en empequeñecer el planeta, engrandecer el
Asia y aproximar las Indias a E s p a ñ a , había de encontrar continua-
mente cosas inexplicables y ser cada vez más incomprensible, lo
mismo para su época que para la posteridad. Y su anacronismo, que
en 1492 lo fué de precursor, en 1498 lo era ya de rezagado.
Mas no se crea que el extraordinario descubrimiento que creía
haber hecho le alejó de los propósitos que le habían hecho modificar
su ruta; él había variado el camino para llegar m á s directamente al
país del oro y no dejó de buscarlo a pesar de su proximidad al
P a r a í s o . Encontró indios con adornos de oro y hasta algunos que
llevaban perlas atadas a los brazos; al pedirles noticias de su proce-
dencia, le señalaban al Poniente y al Norte; en esta dirección des-
cubre las islas de Margarita y Cubagua y allí sabe que los indígenas
se dedican a la pesca de perlas; logra rescatar unas cuantas; parece
que se halla por fin en camino seguro para su meta fantástica, pero
ahora es su salud la que falla y tiene que retirarse enfermo a la
Española viendo desaparecer una vez m á s el mito dorado que ya
creía poseer.

Cuando en 1502 se dispuso el Almirante a emprender su último


viaje ya se había iniciado la serie infinita de las llamadas navega-
ciones menores y un portugués, Vasco de Gama, había admirado al

(1) «Tercer viaje », En lug. cit., pág. 288.


(2) «Tercer viaje ». En lug. cit., pág. 291.
— 79 —

mundo con su emocionante proeza de llegar a Calicut, en plena


India, por la cosía africana. E s indudable que esta hazaña influyó en
el ánimo de Colón quien no pudo menos de sorprenderse viendo con
qué facilidad se había logrado por el camino del Esíe, lo que a
él íanío le cosíaba alcanzar por el Oesíc; esío decidió su viaje,
organizado, como consta en la auíorización real, sin oíro propósiío
que el llegar de una vez hasta las Indias por la ruta Oceánica.
E n su segundo viaje creyó haber encontrado una masa coníi-
neníal, Cuba, que se exíendía de Orieníe a Poniente para doblarse
luego hacia el Sur; en el íercero tropezó con la desembocadura del
gran río que le hacía suponer otra gran masa de tierras hacia el
Sur, donde estaba el Paraíso Terrenal; ahora necesitaba encontrar
un paso entre ambas tierras, septentrional y meridional, que le llevase
aún m á s allá, pues si en lo descubierto no estaban las fabulosas
ciudades citadas por Marco Polo, era indudable que constituía un
obstáculo, atravesado el cual, se llegaría hasta ellas fácilmente. .
Dispuesto a encontrar ese paso intermedio repite el itinerario del
segundo viaje hasta Cuba y desde allí se lanza al sudoeste con
rumbo desconocido. Después de pasar una tempestad que les pone a
punto de perecer, llega de nuevo al continente de la America meri-
dional, en la cosía de Honduras, lo recorre, y a poco de hacerlo
vuelve a surgir el Colón optimista y soñador que puede verse en la
Carta, que, relatando este viaje, manda a los Reyes (1):
«Llegué a tierra de Cariay adonde me detuve a remediar los
navios y bastimentos, y dar aliento a la gente, que venía muy enferma.
Y o , que como dije, había llegado muchas veces a la muerte, allí supe
de las minas de oro de la provincia de Ciamba, que yo buscaba.
Dos indios me llevaron a Carambaru, adonde la gente anda desnuda
y al cuello un espejo de oro, mas no le querían yender ni dar a
trueque. Nombráronme muchos lugares en la costa de la mar, adonde
decían que había oro y minas; el postrero era Veragua, y lejos de
allí, obra de veinte y cinco leguas; partí con intención de los tentar a
todos, y, llegado ya al medio, supe que había minas a dos jornadas
de andadura; acordé de inviarlas a ver víspera de San Simón y Judas

(1) Esta relación de su cuarto viaje es la conocida con el nombre de Lettera


rarísima y en ella tiene párrafos de profunda melancolía mezclados con exalta-
ciones optimistas y continuas evocaciones de los textos sagrados; parece la obra
de un visionario y muestra claramente el estado de hipertensión en que se hallaba
el Almirante durante los últimos años de su vida. Vid. «Relaciones y Cartas ».
Bib. Clásica, Tom. CLXIV, p á g s . 363 y sigs.
- S O -
que había de ser la partida; en esa noche se levantó tanta mar y
viento, que fué necesario de correr adonde él quiso; y el indio adalid
de las minas siempre conmigo».
«En todos estos lugares adonde yo había estado fallé verdad
todo lo que yo había oído; esto me certificó que es así de la pro-
vincia de Ciguare, que, según ellos, es descrita nueve jornadas de
andadura por tierra al Poniente; allí dicen que hay infinito oro y que
traen corales en las cabezas, manillas a los pies y a los brazos dello,
y bien gordas; y dél sillas, y arcas y mesas, las guarnecen y enforran.
También dijeron que las mujeres de allí traían collares colgados de la
cabeza a las espaldas. E n esto que yo digo, la gente toda destos
lugares conciertan en ello, y dicen tanto, que yo sería contento con
el diezmo. También todos conocieron la pimienta. E n Ciguare usan
tratar en ferias y mercaderías; esta gente así lo cuentan, y me amos-
traban el modo y forma que tienen en la barata. Otrosí, dicen que las
naos traen lombardas, arcos y flechas, espadas y corazas, y andan
vestidos, y en la tierra hay caballos, y usan la guerra, y traen ricas
vestiduras, y tienen buenas cosas. También dicen que la mar boxa a
Ciguare, y de allí a diez jornadas es el río de Gangues. Parece que
estas tierras están con Veragua, como Tortosa con Fuenterrabía, o
Pisa con Venecia. Cuando yo partí de Caramburu y llegué a esos
lugares que dije; fallé la gente en aquel mismo uso, salvo que los
espejos de oro quien los tenía los daba por tres cascabeles de gabilán
por el uno, bien que pesasen diez o quince ducados de peso».
E s decir, que cree haber encontrado las dos cosas que buscaba:
el oro y las Indias. Como le había sucedido en cada uno de sus
viajes, vuelven a brillar las luceciías de su ilusión y le es fácil
encontrar argumentos que le sostengan y afirmen en su opinión;
«el mundo es poco, el enjuto de ello es seis partes, la séptima sola-
mente cubierta de agua; la experiencia ya está vista». Y como está
convencido de la pequenez del planeta y está seguro de haber
recorrido la séptima parte que concede a la extensión de los mares,
no tiene inconveniente en asegurar que dista del Ganges poco m á s
que Tortosa de Fuenterrabía; de esta manera, cree tener tan cerca el
Catay, Mango y todo el Oriente de Marco Polo, que ya no se acuerda
del paso que había ido a buscar.
A partir de aquí Colón se deslumhra; afirma que ha guardado en
secreto el camino recorrido, de tal manera, que ninguno de los que
le acompañaron lo podría repetir (argucia que recuerda el escamoteo
de millas del primer viaje), y, para dar una idea de la riqueza de la
— 81 -

tierra de Veragua, que esfaba recorriendo, dice que en dos días ha


visto en ella mayor señal de oro que en cuatro años en la Española;
tiene revelaciones divinas; oye voces misteriosas que le animan a
continuar en su profética misión, y acaba por considerarse un elegido
del Señor a quien la Providencia regala montones de oro para que
verifique el rescate de los Santos Lugares (1).
Y como el oro que destinaba a tan alto fin, merecía tener también
un privilegiado origen, llega, en el colmo de su desvarío soñador, a
establecer que de las minas de Veragua, que acaba de encontrar, se
sacaba el oro para el templo de Salomón: Los señores de aquellas
tierras de la comarca de Veragua cuando mueren entierran el oro
que tienen con el cuerpo, así lo dicen: a Salomón llevaron de un
camino seiscientos y sesenta y seis quintales de oro, allende lo que
llevaron los mercaderes y marineros, y allende lo que se p a g ó en
Arabia. De este oro fizo doscientas lanzas y trescientos escudos, y
fizo el tablado que había de estar arriba dellas de oro y adornado de
piedras preciosas, y fizo otras muchas cosas de oro, y vasos muchos
y muy grandes y ricos de piedras preciosas. Josefo, en su crónica de
Antiquitatibus, lo escribe. E n ei Paralipomenon y en el Libro de los
Reyes se cuenta de esto, josefo quiere que este oro se hobiese en la
Aurea: si así fuese digo que aquellas minas de la Aurea son unas y
se convienen con estas de Veragua, que como yo dije arriba se
alarga al Poniente veinte jornadas, y son en una distancia lejos del
polo y de la línea. Salomón compró todo aquello, oro, piedras y
plata, e allí le pueden mandar a coger si Ies place. David en su
testamento dejó tres mil quintales de oro-^e las Indias a Salomón
para ayuda de edificar el templo, y según Josefo era el de estas
mismas tierras» (2).
Después de afirmación tan categórica que pone en sus manos
el oro de Salomón encontrado en la comarca de Veragua, Colón no
duda en mezclar la obsesión geográfica con la obsesión profética y
él mismo se adjudica la divina misión en que han de emplearse tales
riquezas: «Hierusalem y el monte Sión ha de ser reedificado por
mano de cristianos: quién ha de ser. Dios por boca del profeta, en
el décimo cuarto salmo lo dice. E l abad Joaquín dijo que éste había
de salir de E s p a ñ a . San Jerónimo a la santa mujer le mostró el

(1) Ya antes de iniciar su cuarto viaje había escrito una carta al Papa ofrecién-
dosele, como paladín de la fe, para rescatar 'os Santos Lugares.
(2) «Carta a los Reyes >. En lug. cit., pág..378.
— 82 -

camino para ello. E l Emperador de Cafayo ha diasque mandó sabios


que le enseñasen en la fe de Cristo. «¿Quien será que se ofrezca a
esto? S i Nuestro Señor me lleva a E s p a ñ a , yo me obligo de llevarle,
con el nombre de Dios, en salvo».
N o se puede dar mayor mescolanza y desvarío: las profecías
bíblicas unidas a la propagación de la fe en las tierras del Gran
Khan, la restauración del Santo Sepulcro decidida por quien estaba
aún buscando las Indias. Colón, que ha entenebrecido su espíritu en
el curso de los a ñ o s , parece en este momento, más que un geógrafo
o descubridor que busca países nuevos, un iluminado, un místico,
que sufre la obsesión de cumplir una misión divina; quizá amargado
al ver que otros iban recorriendo las nuevas tierras en viajes ventu-
rosos mientras a el le perseguían las tempestades y naufragios,
considerando quizá que siempre lograba medios triunfos que no
podían satisfacer a quien salía con unas ilusiones y proyectos
determinados; el caso es que la última relación del Almirante es
desordenada, melancólica y fiel expresión del estado de ánimo que
debió padecer, viendo deshechas sus naves, sin medios para el
regreso, viejo y enfermo, y con la íntima convicción de que nadie le
había de creer aquellas fantásticas descripciones de las minas de
Salomón, como no le creyeron su descubrimiento del Paraíso
Terrenal (1).
Causa pena, verdaderamente, contemplar al Almirante en las
postrimerías de su vida, con la ilusión exacerbada, pero agotadas sus
fuerzas, ser juguete de los mares, arrastrar sus barcos, que se van
deshaciendo, por las regiones de Costa Rica y Veragua, y llegar
enfermo y maltrecho a la isla de jamaica, de donde tiene que recogerle
una expedición de socorro; pero es aún mayor la admiración que
produce el oirle afirmar, en medio de tantas penalidades, que ha
encontrado las minas de oro del Rey Salomón y que muy cerca de
ellas se encuentran las fabulosas ciudades de Marco Polo. S o ñ a d o r
por naturaleza y aferrado a sus ilusiones, pocas veces se habrá visto
a un hombre perseguir un mito con tanta tenacidad; convencido de la
exactitud de sus cálculos, engañándose a sí mismo cuando creía
engañar a los demás y estimulado por el éxito de la primera parte de
su proyecto, no podía conformarse con fracasar en la segunda.

(t) Su mismo hijo y biógrafo, que tan cuidadosamente sigue en su historia todos
los datos y referencias que hace el Almirante, omite por completo todas las
alusiones señaladas referentes al Paraíso Terrenal y minas de Salomón.
— 85 —

Siempre se creyó en las inmediaciones de las Indias, y aunque el


áureo mifo adoptase anfe el las más variadas y fantásticas formas, su
conclusión definitiva era que no podía estar muy lejos de Cipango y
demás tierras fabulosas en las que había oro, oro que el debía
encontrar y poseer.
Con esta ilusión murió, quizá decepcionado por lo que podía
considerar un fracaso a pesar de las poéticas formas con que lo
rodeaba; Colón no llegó nunca a darse cuenta que había realizado el
mito, que el oro se hallaba, sí, en las mismas tierras por el
descubiertas, pero había que hacerlo fecundo con las artes del
trabajo; y mucho menos llegó a sospechar que había abierto una era
de insospechadas actividades, que gracias a su descubrimiento se
iniciarían una serie de exploraciones en todos sentidos que acabarían
por dar a conocer un Nuevo Mundo, y que los destellos del espejuelo
que a él le deslumhró moverían a otros corazones para remover las
entrañas de ese mundo nuevo, con cuyo jugo se nutriría el viejo
continente. Esta es la gloria de Colón y esta es la gloria de E s p a ñ a ,
la nación acogedora, que, pese a la leyenda, nunca se mostró ingrata
con el Descubridor.
CAPÍTULO IX

La fiebre de los descubrimientos

Se dice que Coión, comentando las consecuencias de su


descubrimiento, afirmaba que hasta los sastres se volvieron explora-
dores; podrá no ser cierta esta frase, pero es en extremo gráfica
para poner de manifiesto el entusiasmo despertado en E s p a ñ a por
la gran noticia y la poca mella que, en el ánimo de los futuros
conquistadores, causaba la noticia de las primeras decepciones.
Todos se consideraban predestinados a tener m á s suerte y nadie
dudaba de la existencia d e l oro en las proximidades de las fierras
descubiertas, de ahí la multiplicidad de exploraciones que se organizan
y la forzosa confusión que se produce al estudiar los descubrimientos
simultáneos de los primeros años de la conquista de América.
Sin embargo, podemos dividirlas, para su mayor claridad, en
dos grandes grupos: exploraciones insulares y continentales; aquellas,
primeras en orden cronológico, no se apartan mucho de las tierras
descubiertas por Colón y responden a la creencia que animaba al
Almirante en sus dos primeros viajes: el oro debía hallarse en las
Islas descubiertas o en sus alrededores. E l segundo grupo de
exploraciones responde a la idea que hizo modificar la ruta a Colón
y le guió en sus dos últimos viajes: no hallándose el oro en las islas,
había que buscarlo m á s allá y lanzarse a la conquista de Tierra
Firme.
S i tanto unos como otros exploradores se hubieran conformado
con explotar de un modo natural las riquezas que hallaban en las
tierras que iban descubriendo, es indudable que hubiese comenzado
unos años antes la colonización y organización de lo descubierto,
pero no es menos cierto que hubiese sido más larga la etapa
— 85 —

descubridora a! desposeerla de la actividad febril de los que nunca


velan satisfechos sus anhelos. Porque el oro existía, en la misma
Española sin ir m á s lejos, como existía la plata, el cobre (1) y el
hierro, pero había que organizar una industria extractiva que era
despreciada ante la esperanza de hallar el oro virgen en los ríos, sin
más trabajo que el de recogerlo; como se despreciaba la agricultura
y la ganadería que acabaron por ser, en tiempos de mayor serenidad,
las m á s sólidas fuentes de riqueza de los nuevos territorios.
Y es que la seguridad de encontrar el oro y de encontrarlo con
la máxima facilidad, era general. AI hablar de la idea que dominaba
en España con respecto a las islas recién descubiertas, afirma Las
Casas: «Solamente sonó en los oídos de muchas gentes que tras c!
Rey vinieron de Nápoles, que allá le habían servido y no pagado, y
con importunidades le pedían la paga, que en las indias se sacaba
mucho oro, y que quien alcanzase a tener un repartimiento de
indios temía oro, y sería bienaventurado» (2). Colón, un poco
amargado de su fracaso colonizador del segundo viaje, se burla de
los que entonces se pelearon por embarcar con él, diciendo que «no
venían, salvo con creencia que el oro que se decía que se hallaba, y
especerías, que era a coger con pala, e las especias que eran della
los líos hechos liados, y todo a la ribera del mar...» (3).
Cierto es que parece extremadamente ingenua la creencia de que
el oro estaba a paletadas y los fardos de especias preparados para el
embarque, pero no debe causarnos gran extrañeza cuando el mismo
Almirante caía en prácticas mixtas de superstición y credulidad pueril
para alcanzar el éxito: «El Almirante don Christobal Colom, primero
descubridor destas partes, como catholico capitán e buen gobernador,
después que tuvo noticia de las minas de Cibao, e vió que los indios
cogían el oro en el agua de los arroyos e ríos sin lo cavar, con la
gerimonia e religión que es dicho, no dejaba a los chripstianos ir a
coger oro, sin que se confessassen e comulgassen» (4).

(1) «Cobre hay en esta isla [la Española], e muchos lo han hallado muchas vepes,
e aun diQen que es rico; pero ha^en poco caso de tal grangería, porque sería grande
error dexar de buscar oro e sacarlo (sabiendo que lo hay), por buscar cobre,
seyendo tan grande la desigualdad del presólo y provecho que de lo uno e lo otro
se sigue». Oviedo, «Historia general y natural de Indias-, lib VI, cap, VIII
(2) Las Casas: «Historia », Lib. II, cap. XLI, en Col. de docs. inéditos para
la H. de E „ T. 64, pág. 209.
(3) Carta de Mayo de 1499, en «Relaciones y Cartas.. . . . .
(4) Oviedo: «Historia », lib. V, cap. III.
— 86 —

Con arreglo a fan curioso sistema, es indudable que debían


hallarse en perfecfo estado de gracia los tres afortunados labradores
de que nos habla Oviedo; después de haber sacrificado cuanto tenían
en E s p a ñ a por lograr que les llevasen a las Indias se vieron maltre-
chos y desesperados, sin nada en el presente y sin solución en el
porvenir; cuando ya se consideraban completamente fracasados y
comentaban su desgracia al pie de un árbol, hallaron a veinte pasos
de distancia, sobre la tierra y sin m á s esfuerzo que agacharse, una
serie de granos de oro que Ies valió a los tres para volverse sin
preocupaciones a E s p a ñ a (1). Y aunque distaba mucho de ser un
santo, no fué menor la suerte del a r a g o n é s Miguel Díaz, quien
huyendo de la justicia que le perseguía por un crimen cometido en la
Isabela, atravesó la isla en plan errabundo y, acogido por los natu-
rales del Sur, logró alcanzar los favores de la cacica Catalina y, con
ellos la indicación de los lugares auríferos en que se había de empla-
zar m á s tarde la ciudad de Santo Domingo (2).
Esto es lo que buscaban los aventureros que, a partir del segundo
viaje colombino, se embarcaron para las Indias: una ocasión, una
casualidad de las que de cuando en cuando se presentaban, pero que
ellos creían posible hallar en todo momento. Oviedo nos dice que el
oro virgen, el puro, el que no está rebajado por los indios con cobre
o plata, se hallaba en los ríos y en los cauces secos que perdieron
el agua pero no el áureo metal, en los montes y en las quebradas,
en las s á b a n a s , terrenos sin árboles, y en los arcabucos, llano o
monte con arbolado, es decir, en cualquier sitio, en cualquier lugar; y
si esto afirmaba quien era veedor de las fundiciones del oro de Tierra
Firme y lo aseguraba lo mismo de Castilla del Oro que de las islas,
nada tiene de particular que el aventurero, el ignorante, el ambicioso
que hacía un viaje para volver rico en el viaje siguiente, nunca hallase
satisfacción a sus esperanzas, atribuyese a mala suerte lo que no era
m á s que imposición de la realidad y, si no caía en la desilusión o en
la indisciplina, buscase a todo trance otro campo a su actividad y se
multiplicasen en pocos años las expediciones que habían de recorrer
y conquistar las Antillas.
Poco había que hacer en la Española; fué la primera en que los
españoles se asentaron y debía ser también la primera en organizarse
y entrar en la normalidad. Sus sucesivos Gobernadores: Cristóbal

(1) Oviedo: «Historia. ...», lib. VI, cap. VIII.


(2) Oviedo: «Historia », lib. II, cap. XIII.
— 87 ~

Colón, Nicolás de Ovando y Diego Colón, comprendieron que el oro


de la isla produciría sus frutos poco a poco, a medida que se le fuese
trabajando, y que, entretanto, había que desarrollar también la gana-
dería y la agricultura. L a materia activa, ios brazos necesarios para
el trabajo, se hallaron con abundancia entre los mansos y dóciles
ndios de la isla que nunca mostraron la resistencia, valentía y arte
guerrero de sus hermanos de Tierra Firme, los celebres caribes
flecheros que tanto habían preocupado a Colón. Se verificaron los
repartimientos y encomiendas y la primera colonia de Indias comenzó
a funcionar ante la indignación y el escándalo del exaltado Obispo de
Chiapa (1).
Pero lo que la Española podía ofrecer era muy poco para los
que, llevados de su áurea fiebre, habían atravesado el Océano; ni los
contentó ni los detuvo y la expansión se produjo inmediatamente. De
un modo rápido, fulminante, como obedeciendo simultáneamente al
conjuro del oro, comienzan a surgir expediciones por todas partes;
vienen unas desde la metrópoli, irradian otras, las m á s , desde la
Española; tienen algunas objetivo determinado, van lanzadas la
mayor parte al azar; pero en todas ellas puede hallarse como deno-
minador común la creencia de que en cualquier punto a que se arri-
base, fuese isla o tierra firme, se hallarían pródigamente las riquezas
que con tanta mesura comenzaba a dar la Española.
Los quince a ñ o s comprendidos entre la publicación de la
disposición real (10 Abril 1495) que permitía lanzarse a los descu-
brimientos a todo el que quisiese y el momento en que aparece
oculto el joven Núñez de Balboa en la expedición del bachiller
Fernández de Enciso, constituyen el período de mayor actividad y
al mismo tiempo de mayor desorientación entre los descubridores.
Antes de 1495 el monopolio de navegación concedido a Colón
reducía todas las actividades a la iniciativa e intenciones del Almirante;

(1) Conocidas son las ideas de Las Casas sobre la colonización española en
Indias, sus afirmaciones sobre la destrucción de la raza indígena y la trascendencia
que en el extranjero han tenido sus obras. Basta para darse idea de su estilo el
siguiente párrafo en el que refiere la materia de que han de tratar algunos capí-
tulos de su Historia: «Como desta isla Española salió y procedió la pestilente y
mortífera ponzoña causativa de todos las males y estragos, y perdición, que ha
vaciado de sus pobladores todas estas Indias, conviene a saber, las conquistas y el
repartimiento de los indios, dos cosas que, si en todo lo poblado del mundo se
hobieran introducido y durado lo que en estas Indias dura hoy, no hobiera ya
memoria del linaje humano». En Col. de docs. iné. para la H . de E . , t. 64, pág. 10.
— 88—

a partir de Balboa se encauzará foda la atención hacia el continente


que comienza a colmar las aspiraciones de los buscadores de oro;
entre ambos momentos, centenares de exploradores, recorrerán los
nuevos mares en todas direcciones, se descubrirán y dominarán
tierras desconocidas, pero la inestabilidad y la desilusión será las
características de estas expediciones.
Una de las que m á s interés habían de despertar era la de Puerto
Rico. La primera vez que se vió esta isla fué en el segundo viaje
colombino; caminando en dirección a la Española, bordeó Colón la
costa meridional de una isla que los indios llamaban Bóriquen y que
él llamó de San Juan Bautista. Era una isla «hermosa e de muy
buena tierra», situada a 25 o 30 leguas al Este de la Española y que
no interesó entonces al Almirante porque sus miras le llevaban,
como sabemos, a buscar rápidamente la Española donde esperaba
encontrar floreciente la guarnición del Fuerte de Navidad. A l cabo de
algunos a ñ o s , las campañas realizadas por Ovando para dominar la
Española, le llevaron a una guerra con los indígenas de la parte
oriental de la isla, provincia de Higuey, y allí supo por éstos «que en
la isla de San Juan o Boriquen había mucho oro»; como los indios
de Higuey eran vecinos de los de Puerto Rico «cada día se iban con
sus canoas o barquillas los de esta isla a aquella, y los de aquella a
esta venían, y se comunicaban, y así pudieren bien saber los unos y
los otros lo que en la tierra de cada uno había» (1).
Puesto el espejuelo era de esperar el resultado. E l Capitán de la
campaña de Higuey, compañero de Colón en el segundo viaje y
hombre de toda confianza de Ovando, Juan Ponce de León, fué el
encargado de la expedición conquistadora. Comenzó la empresa bajo
los mejores auspicios: partiendo de Santo Domingo, llegaron Ponce
y los suyos a la nueva isla desembarcando en tierras del cacique
Agueybana, con el que trabó tal amistad que le acompañó a recorrer
la tierra y llevándole a la zona Norte de la isla le indicó que allí
estaban los ríos ricos en oro; en dos de ellos, el Manatuabón y el
Cebuco, hizo caías Juan Ponce y recogió una buena cantidad para
llevarla al Comendador Mayor (Ovando), en prueba del éxito de la
expedición. Diego Colón, que había sucedido a Ovando, se dispuso
a organizar formalmente la conquista y explotación de la isla, se
fundaron los primeros pueblos, Caparra y Guanica, en la zona Norte

(1) Las Casas: «Historia », lib. II, cap. XLVI, en Col. de docs. iné. para
la H . de E . T. 64, pág. 235.
- 89 -

que era la rica en oro, pero habiendo muerto el cacique amigo de ios
españoles, su sucesor excitó los ánimos de loa indígenas y aprove-
chando como pretexto la implantación de los repartimientos, organizó
un levantamiento general contra los invasores.
L a guerra de Puerto Rico es la primera guerra de la indepen-
dencia americana, h i pueblo entero se levanta contra los españoles,
los alardes de valor se suceden por una y otra parte y a los relatos
legendarios y tradicionales se unen las más inverosímiles hazañas.
Admirados los indios de Boriquen de lo fácil que había sido a los
españoles sojuzgar la Española, llegaron a creer que eran de origen
celestial y por lo tanto inmortales, por lo que antes de lanzarse a la
sublevación quisieron hacer un experimento que les confirmase o
rectificase su creencia. Para ello se valieron de un imprudente español
llamado Salcedo que se confió a ellos hasta el punto de permitir que
le ayudasen a vadear un río; le ahogaron en el mismo «y después
que estuvo muerto, sacáronle a la ribera y costa del río, e decíanle:
«Señor Salcedo, levántate y perdónanos: que caymos contigo, e
yremos nuestro camino». E con estas preguntas e otras tales le
tuvieron assi tres días, hasta que olió mal, y aun hasta entonces ni
creían que aquél estaba muerto ni que los chripstianos morían. Y
desque se fertificaron que eran mortales por la forma que he dicho,
hiriéronlo saber al cacique, el qual cada día enviaba otros indios a
ver si se levantaba el Salcedo; e aun dubdando si le debían verdad,
el mismo quiso yr a lo ver, hasta tanto que passados algunos días, le
vieron mucho m á s dañado c podrido a aquel pecador. Y de allí
tomaron atrevimiento y confianza para su rebelión » (1).
Entablada la lucha se suceden sin interrupción los rasgos de
valor. Diego de Salazar, que salvó del saqueo a la guarnición del
pueblo de Aguada o Sotomayor, llegó a ser tan temido por los indios
que nunca iniciaban éstos un combate sin enterarse antes de si el
valeroso español estaba entre los enemigos, y era corriente responder
a las amenazas de cualquier cristiano con la frase que cita Oviedo:
«Piensas tú que te tengo de temer, como si fuesses Saladar». Entre
los demás capitanes que acompañaban a Ponce de León en la
conquista, sobresalen Miguel del Toro «el qual era hombre re^io e
para mucho»; Juan de León «hombre diestro en las cosas del mar y
en la tierra, y en las cosas de la guerra, de buen saber y gentil
ánimo»; Alonso de Niebla que, habiendo sido labrador en E s p a ñ a ,

(1) Oviedo: «Historia », lib. XVI, cap. VIII.


- 90 -

«salió muy grande adalid» «y alreviasse a lo que oíros no hicieran»,


muriendo en un combate con los indios por querer vengar el ataque
hecho por estos a la estancia de Martín de Guilnz, vecino y enemigo
suyo; Mejía, hombre de vivas fuerzas, que «esíando lleno de saeías e
íeniendo una lanfa en la mano, puso los ojos en un principal de los
caribes y echóle la lan?a e aíravesóle de paríe a paríe por los
cosíados».
Lo escogido de la geníe conquisíadora hizo que, a pesar de su
corío número, la vicíoria acabase por inclinarse de su paríe, aunque
en ningún momento pudiese considerarse la isla como toíalmeníe
pacificada. Muchos indígenas emigraron y hubo que adquirir esclavos
negros para susíiíuirlos; las iníermiíeníes apariciones de los caribes
que, de cuando en cuando, atacaban las costas con sus morííferas
flechas, obligaron a los españoles que la ocupaban a sosíenerse en
un coníinuo pie de guerra. N o era esto lo que se había sonado
hallar en Puerto Rico; la pacífica explotación del oro se transformaba
en una continua defensa contra agresiones después de una cruenta
campana y los colonos de la nueva isla comenzaron a sentir los
efectos del desencanto y dirigieron sus miradas hacia otros lugares
que les brindasen una nueva ilusión.
Y la ilusión aparece entonces en forma de una bella leyenda que
había de originar nuevos descubrimientos y exploraciones, a costa,
como es natural, de nuevas víctimas; es la leyenda de la Fuente de
la juventud. Los rumores llegaban del Norte a consecuencia de
ciertas correrías hechas por las islas de los Lucayos para coger
esclavos, pero con grandes indecisiones, sin localización fija,
dejando todo el margen necesario para que se destacase bien su
carácter legendario.
E l primero que había hablado de ella, con un lujo de detalles que
mostraba bien a las claras su fundamento imaginativo, fué el célebre
viajero conocido por el nombre de Juan de Mandeville. Afirma en su
novelesco relato lo siguiente: «Junto a una selva estaba la ciudad de
Polombe, y junto a esta ciudad una montaña, de la que toma su
nombre la ciudad. A l pie de la montaña hay una gran fuente, noble y
hermosa; el sabor del agua es dulce y oloroso, como si la formaran
diversas maneras de especiería; el agua cambia con las horas del
día; es otro su sabor y otro su olor. E l que bebe de esa agua en
cantidad suficiente, sana de sus enfermedades, ya no se enferma y es
siempre joven. Y o , Juan de Mandeville, vi esa fuente y bebí tres veces
de esa agua con mis compañeros y desde que bebí me siento bien, y
— 91 —

supongo que así estaré hasta que Dios disponga llevarme de esta
vida mortal. Algunos llaman a esta fuente Fons juventutis, pues los
que beben de ella son siempre jóvenes» (1).
E l cronista Herrera acepta no sólo la existencia de la fuente, sino
también la de un río que tenía igual propiedad rejuvenecedora: «Es
cosa cierta, que demás del principal propósito de Juan Ponce de
León... que fué descubrir nuevas tierras... fué a buscar la fuente de
Bimini, i en la Florida un río, dando en esto crédito a los indios de
Cuba, i a otros de la Española, que decían que bañándose en él, o
en la fuente, los hombres viejos se bol vían mogos...: Esta fama de la
causa que movió a estos para entrar en la Florida, movió también a
todos los Reies i Caciques de aquellas comarcas, para tomar mui a
pechos, el saber qué río podría ser aquel, que tan buena obra hacía,
de tornar a los viejos en mogos; i no quedó río ni arroyo en toda la
Florida hasta las lagunas, y pantanos, adonde no se bañasen...» (2).
E l autor de las Décadas de Orbe Novo, dice primeramente:
«Entre ellas, a la distancia de trescientas veinticinco leguas de la
Española, cuentan que hay una isla, los que la exploraron en lo
interior, que se llama Boyuca, alias Ananeo, la cual tiene una fuente
tan notable que, bebiendo de su agua, rejuvenecen los viejos. Y no
piense Vuestra Beatitud que esto lo dicen de broma o por ligereza;
tan formalmente se han atrevido a extender esto por toda la corte,
que todo el pueblo y no pocos de los que la virtud o la fortuna
distingue del pueblo, lo tienen por verdad. Pero si Vuestra Santidad
me pregunta mi parecer, responderé que yo no concedo tanto poder
a la naturaleza madre, de las cosas, y entiendo que Dios se ha reser-
vado esta prerrogativa...» (5). Y en otro pasaje el mismo cronista
rectifica la situación de la codiciada fuente y da nuevos detalles de la
misma: «En mis primeras Décadas que corren impresas por el mundo
se dió la noticia de una fuente dotada de tal virtud oculta, según se
dice, que usando su agua bebida o en baño, hace rejuvenecerse a los
ancianos. Apoyándome yo en el ejemplo de Aristóteles y de nuestro
Plinio, me atreveré a considerar por escrito lo que no vacilan en
afirmar de viva voz hombres de gran autoridad...». Estos «declaran
unánimemente que han oído la historia de la fuente que restaura el
vigor, y creyeron, en parte, a los que contaban esta historia. Dicen

(1) Apud Carlos Pereyra: «Historia de América Española», t. I, pág. 285,


(2) Herrera: «Décadas >, Dec. \, lib. IX, cap. XII.
(3) Mártir: «Décadas », Dec. II, lib. X, cap. H.
— 92 -

que ellos no lo vieron ni lo comprobaron con la experiencia, porque


los habiíaníes de aquella tierra Florida tienen las garras muy afiladas
y son acérrimos defensores de sus derechos. N o quieren huespedes,
y menos cuando éstos pretenden quitarles la libertad. Pasando en
flotas desde la Española, y con viaje m á s corto desde Cuba, se
propusieron varias veces los españoles sojuzgar a aquellos indígenas
y establecerse en sus tierras; pero cuantas veces acometieron la
empresa, otras tantas fueron rechazados, derrotados y muertos, pues
aun cuando los naturales andan desnudos, pelean con armas arroja-
dizas y flechas envenenadas. De estos milagros de la fuente citó el
Deán un caso: Tienen de criado a un yucayo que se llama Andrés
Barbudo, porque entre los de su raza, que todos son imberbes, él es
barbado. Dícese que fué engendrado por un hombre muy viejo. É s t e ,
atraído por la fama de aquella fuente y por el anhelo de alargar la
vida, quiso ir desde su isla natal, como los nuestros van de Roma o
de Nápoles a los b a ñ o s de Puteoli, para recuperar la salud perdida.
Y hechos los preparativos marchó a tomar las aguas de la deseada
fuente. F u é , en efecto; se bañó y bebió del agua muchos días, haciendo
todo cuanto le aconsejaban los del balneario y se cuenta que llegó
a su casa con fuerzas viriles. Se casó otra vez y tuvo hijos (1).
De sobra se nota en la ironía del cronista la incredulidad con que
recibe los hechos que relata, pero aun no llega a los tonos indigna-
dos de su compañero Fernández de Oviedo, que toma m á s en serio
las noticias que recogió: « E sabido esto por Johan Ponge, acordó de
armar e fué con dos carabelas por la vanda del Norte, e descubrió
las islas de Bimini, que están en la parte septentrional de la isla
Fernandina; y entonces se divulgó aquella fábula de la fuente que
hagia rejovenesger e tornar mancebos los hombres viejos: esto fué el
año de mili e quinientos y doge. E fué esto tan divulgado e certifi-
cado por indios de aquellas partes, que anduvieron el capitán Johan
Pon^e y su gente y carabelas perdidos y con mucho trabajo m á s de
seys meses, por entre aquellas islas, a buscar esta fuente: lo cual fué
muy gran burla decirlo los indios y mayor desvarío creerlo los
chripslianos e gastar tiempo en buscar tal fuente. Pero tuvo noticia
de la Tierra Firme e vídola e puso nombre a una parte della que entra
en la mar, como una manga, por espacio de fient leguas de longilud.
e bien ginquenta de latitud y llamóla la Florida» (2).

(1) Martin «Décadas », Dec. VII, lib II, cap. I.


(2) Oviedo: «Historia », lib. XVI, cap. XI.
- 95 —

Por último, Washington Irvingr, vuelve a substituir la fuente por


un río y mezcla el ideal salutífero de sus aguas con la posibilidad de
adquirir al mismo tiempo grandes riquezas: «Aseguráronle que muy
lejos, hacia el Norte, había un país abundantísimo en oro y en toda
clase de delicias; pero lo m á s sorprendente que poseía era un río
con la singular virtud de rejuvenecer a todo el que se bañaba en sus
aguas...» (1).
Fuese de una o de otra manera como llegase la leyenda a oídos
de Ponce de León, lo indudable es que creyó en ella y que, guiado
por el espejuelo de la eterna juventud o por el afán de oro, descubrió
la Florida; detrás de el, empujados por la misma creencia, partieron
Antón de Alaminos que, con Hernández de C ó r d o b a , recorrió la
costa de Campeche, y Álvarez de Pineda que encontró la desemboca-
dura del Mississipí, y Juan de Grijalva que, internado por el golfo
mejicano, trajo una noticia que había de originar otra serie intere-
santísima de exploraciones, la de la existencia en el interior de un
poderosísimo imperio: el azteca.
' Muy cerca de la E s p a ñ o l a , y al occidente de la misma, se halla
otra de las Grandes Antillas, Jamaica, también descubierta por Colón
en su segundo viaje y refugio del mismo durante los luctuosos
sucesos que amargaron su última expedición. La situación de la isla
y su exuberante vegetación hicieron también suponer la existencia de
minas de oro y, siendo Almirante y Gobernador Diego Colón, se
encargó a Juan de Esquivel de la conquista y explotación de la
misma. L a empresa fué completamente distinta a la de Puerto Rico;
los indígenas de Jamaica, de carácter pacífico, recibieron sin resis-
tencia a los españoles y les dieron toda clase de facilidades para la
busca del oro.
Nada encontraron. Las escasas minas de oro que pudieron
hallar no producían el suficiente metal para cubrir los gastos de
explotación y hubieron de ser abandonadas, pero la riqueza agrícola
de la nueva isla era tal, sobre todo en algodón de inmejorable
calidad, que su cultivo fué suficiente para asegurar la m á s creciente
prosperidad a la nueva colonia. «Y esta del algodón fué la principal
granjeria que aquellos españoles en aquella isla tuvieron, porque
hacían hacer a las gentes della, en especial a las mujeres, grandes
telas de algodón, y camisas y hamacas, de que u s á b a m o s por camas,

(1) «Viajes y descubrimientos de los compañeros de Colón>, «Juan Ponce de


León», cap. VI.
„ 9 4 -

y traíanlas a esta isla y a la de Cuba, y a la Tierra Firme, desque


fueron españoles a ella y las vendían de donde llevaban vino y
harina de Castilla, y aceite, vinagre, y ropa de lienzo y de paño, y
otras cosas que de Castilla venían y ellos habían menester » (1).
«Los ganados se han hecho muy abundantemente, assi vacas, como
ovejas y puercos y caballos de los que se truxeron de Castilla: en
especial de los puercos hay mucha moltiíud, y los montes andan
llenos de puercos salvajes: las aguas y los pastos son muy exce-
lentes» (2). jamaica había consolidado su situación y nada tiene de
extraño que sus colonizadores no sintiesen el ansia por nuevas
aventuras que habían sentido los de Puerto Rico.
Faltaba por reconocer y dominar la m á s hermosa de las grandes
islas, Cuba, la perla de las Antillas, descubierta por Colón en su
primer viaje y que tantos quebraderos de cabeza produjo al Almirante.
Poco tiempo antes que el Comendador Mayor de Alcántara Fray
Nicolás de Ovando, fuese removido de la gobernación de la Española,
envió al hidalgo gallego Sebastián de Ocampo para que con dos
navios averiguase de una vez si la llamada Cuba o Fernandina era
isla o tierra firme y si se encontraría resistencia para poblarla.
Ocampo cumplió su encargo circunnavegando Cuba durante ocho
meses, con lo que trajo la seguridad de su forma insular y las m á s
halagüeñas noticias sobre las riquezas de la isla y carácter de sus
habitantes.
Animado con tales nuevas, el sucesor de Ovando, Diego Colón,
preparó inmediatamente la conquista de Cuba, de la que en 1511 se
encargaba a Diego Velázquez, uno de los m á s estimados capitanes
de la Española. L a misión no podía por menos de halagarle; iba a la
isla maravillosa que asombró por su belleza al primer descubridor y
sabía que en ella existían minas de oro que compensarían a todos de
los sacrificios de la expedición, pero no contó con el recelo cada vez
mayor de los indígenas y con la resistencia de aquellos que huyendo
de las otras islas se habían refugiado en la de Cuba.
Se cuenta que uno de estos descontentos, el cacique Hatuey,
para organizar la resistencia contra los españoles, reunió a los suyos
y tomando una cestilla de palma llena de oro, les excitó de esta
manera: «Veis aquí su Señor [el de los españoles], a quien sirven y

(1) Las Casas: «Historia », lib. 11, cap. LVI, en Col. docs. inéd., t. 64,
página 286.
(2) Oviedo: «Historia », lib. XVIII, cap, I.
— 95 ~

quieren mucho y por lo que andan; por haber este Sefíor nos
angustian, por éste nos persiguen, por este nos han muerto nuestros
padres y hermanos, y toda nuestra gente, y nuestros vecinos, y de
todos nuestros bienes nos han privado, y por este nos buscan y
maltratan, y porque, como habéis oído ya, quieren pasar acá, y no
pretenden otra cosa sino buscar este S e ñ o r , y por buscallo y sacallo
han de trabajar de nos perseguir y fatigar, como lo han hecho en
nuestra tierrra de antes, por eso, hagámosle aquí fiesta y baile,
porque cuando vengan les diga o Ies mande que no nos hagan
mal» (1).
Prescindiendo de los detalles que en el anterior relato haya
podido mezclar la exaltada imaginación del cronista, lo que se
deduce ciertamente de él es que ya había pasado la época en que
unos cascabeles valían m á s que el oro para los indígenas, ya no se
consideraba el precioso metal como la mejor ofrenda para satisfacer
a los dioses blancos y se juzgaba la venida de éstos como una
calamidad que a toda costa había que evitar.
La sublevación dirigida por Hatuey fué prontamente sofocada y
su cabecilla condenado a la hoguera; Velázquez y Pánfilo d e N a r v á e z
acabaron de recorrer y someter toda la isla y entre los fundadores
de ciudades y primeros colonizadores se cuentan los nombres que
más habían de brillar en las h a z a ñ a s posteriores; Bartolomé de Las
Casas, que inicia en Cuba su labor de defensa de los indios, Hernán
Cortés, los Alvarado, Juan de Grijalva, Cristóbal de Olid y otros, lo
más selecto de los conquistadores, acompañaban a Diego de
Velázquez. L a isla que pudo ser para Colón la meta de sus ilusiones,
será el semillero de donde surjan las nuevas ilusiones que habían de
extender la conquista.
Se habían dominado ya las cuatro grandes islas que constituyen
el grupo mayor de las Antillas; la Española, Puerto Rico, Jamaica y
Cuba, fueron simultánea o sucesivamente la presa dorada que
arrastró a los españoles; en todas ellas se creía encontrar una sola
riqueza: el oro, pero una vez poseídas y conocidas, dieron cada una
la respuesta adecuada a su naturaleza. E l oro natural, en las minas o
en los valles de los ríos, no todas lo poseían; quizá tan solo la
Española y Cuba pudieran compensar en este aspecto el esfuerzo
realizado, pero las riquezas naturales de las cuatro islas, riquezas

(1) Las Casas: «Historia », iib. III, cap. XXI, en Col. de docs. inéd. para
•a H. de E . Tomo 64, pág. 465
— 96 —

que a la larga en oro se íransformaban, pudieron satisfacer todas las


ambiciones. E l valor del oro, entonces tan variable por las sorpresas
que las minas producían, estaba en razón inversa de su cantidad y
se daba el caso paradójico, y a la vez naturalísimo, de que el que
más cantidad de oro cogía más pronto se quedaba sin él; la impla-
cable ley de la oferta y la demanda hacía valer precios exorbitantes
a los productos de Castilla, a los vestidos de algodón, los caballos,
las azadas para abrir las minas, y, mientras se volatilizaba el oro
entre las manos del que lo extraía, iba a enriquecer los bolsillos del
que, lejos de las minas, servía de proveedor de primeras materias.
«Valía un azadón 10 y 15 castellanos, y una barreta, de dos a
tres libras, 5, y un almocafre, 2 y 5, y 4 ó 5.000 matas de las raíces
que hacen el pan ca^abi 200 y 500 y m á s castellanos o pesos, los
más cudiciosos de coger oro, gastaban en estas pocas cosas 2 y 5.000
pesos de oro que cogían; cuando les pidieron el tercio del oro que
habían cogido, y, por mejor decir, los indios que ellos oprimían, no
se hallaron con un maravedí; y así, vendían por 10 lo que habían
comprado por 50, por manera, que todos los que m á s oro habían
cogido, m á s que oíros quedaron perdidos. Los que se habían dado
a las granjerias y no a coger oro, quedaron según las riquezas de
entonces, como no pagaron quedaron ricos; y esta fué regla general
en estas islas, que todos los que se dieron a las minas, siempre
vivían en necesidad, y aun por las cárceles, por deudas; y por el
contrario tuvieron m á s descanso y abundancia los dados a las
granjerias, sino era por otros malos recaudos de excesos en el vestir,
y jaeces y otras vanidades que hacían, con que al cabo no medraban
ni lucían, sino, como aire, todo se les iba » (1).
E s decir, que los que pudieron arrancarse la obsesión del oro
fueron los que lograron la prosperidad y, gracias a ellos, alcanzaron
la agricultura y la ganadería de las islas tal desarrollo, que ya
en 1518 se podía escribir de las mismas: «Hállanse atajos de vacas,
que se perdieron en número de treinta o cuarenta, señaladas con su
hierro, e a cabo de tres o cuatro años parecen en los montes en
número de trescientas o cuatrocientas. Otro tanto es de los puercos,
e ovejas, e yeguas, e en los otros ganados Están los montes
llenos de algodón, c agora hago hacer ingenios para lo limpiar
Hay asimismo cañaverales de azúcar, de grandísima admiración; la

(1) Las Casas: «Historia lib. II, cap. VI, en Col. de docs. inéd., t. 64,
pág. 34.
— 97 —

caña fan gruesa como muñeca de hombre, e ían larga como dos
estados de mediana esfaíura. Y a también se les consiente hacer
ingenios para el azúcar, que será una cosa de grandísima riqueza» (1).
Las islas que acababan de ser dominadas cumplieron perfecta-
mente su misión; su riqueza principal no fue la del oro sino la de la
primera materia y sus algodones y cañas de azúcar, sus ganados de
todas clases, fueron el verdadero vellocino que, aun en el día de hoy,
siguen explotando sus afortunados poseedores. Y no olvidemos que
fueron aquellos mismos españoles que tan ciegos parecían por el
oro, los primeros que las encauzaron por el camino de prosperidad
que nunca han perdido.

(1) «Colección de documentos inéditos para la historia de Indias», t. I, pág. 292.


CAPÍTULO X

La tierra prometida

Hablábamos en el capítulo anterior del entusiasmo producido por


el descubrimiento colombino y hemos visto cómo se apresuraron los
españoles a conquistar y dominar las islas descubiertas por Colón en
sus dos primeros viajes; al lado de estas expediciones, simultánea-
mente con ellas y formando un entrecruzado difícil de separar, se
organizaron otras muchas que tienen como denominador común el
dirigirse a las regiones entrevistas por el Almirante en sus dos últi-
mos viajes. E l primer grupo es preferentemente insular, en el segundo
predomina lo continental; en el primero aun se habla de Cipango y
Cathay, en el segundo se trata de Veragua y el Daricn; los primeros
vieron premiado su afán con las primeras materias que trocaban en
oro, los segundos encontrarán en abundancia el oro virgen y las
auténticas perlas que les servirán para comprar las primeras mate-
rias... Y de este modo se fundirán y complementarán los dos grupos
que habían de dar a España la riqueza que la compensase de los
sacrificios de sus hijos.
Apenas iniciada la conquista de las grandes islas, comenzó a
correr entre los españoles los m á s fantásticos rumores acerca de las
riquezas que se hallaban en Tierra Firme. Aquella era la verdadera
tierra de promisión; en ella se encontraban perlas como avellanas y
granos de oro como hogazas de Alcalá; de allí se aceptaba todo, por
fabuloso que fuese, pues nunca faltaba alguno que afirmase haber
visto tales maravillas. Y tan íntimamente se mezclaba lo falso con lo
verdadero que la comprobación de un detalle exacto hacía verosímil
todo lo imaginario, mucho más para aquella gente que desde que
salía de E s p a ñ a vivía en una continua exaltación de la fantasía.
— 99 —

E l primer dcscubrimicnío importante fue el de las pesquerías de


perlas de la isla de Cubagua, a cuatro leguas de Tierra Firme. F u é
descubierta esta isla por Colón en su tercer viaje después de su
fantástico hallazgo del Paraíso Terrenal y en seguida se dió cuenta,
a pesar de las preocupaciones bíblicas que entonces llenaban su
mente, de la riqueza que se le presentaba. «Assí como el Almirante
surgió a par de Cubagua con sus tres caravelas, mandó a giertos
marineros salir en una barca y que fuessen a una canoa que andaba
pescando perlas, la qual, como vido que los chripstianos yban a ella,
se recogió hagia la tierra de la isla; y entre otros indios vieron una
mujer que tenía al cuello una gran cantidad de hilos de aljophar y
perlas, grueso el aljophar (porque de lo menudo no habían caso los
indios, ni tenían arte ni instrumento tan sotil para lo horadar). Enton-
ces uno de aquellos marineros tomó un plato de barro de los de
Valencia (que también llaman de Málaga), que son labrados de labo-
res que relucen las figuras y pinturas que hay en los tales platos, y
hízole pedamos, y a trueco de los cascos del plato rescataron de los
indios e india gierto hilos de aquel aljophar grueso: e como les
paresgió bien a aquellos marineros, lleváronlo al Almirante, el qual,
como entendió el negocio m á s profundamente pensó de lo disimular;
pero no le dió lugar el placer que ovo en verlo, e dixo: «Digo os que
estáis en la m á s rica tierra que hay en el mundo, y sean dadas a
Dios muchas gragias por ello». E tornó a enviar la barca con otros
hombres a tierra, e mandóles que rescatassen tanto aljophar o perlas
quanto cupiesse en una escudilla a trueco de otro plato hecho peda-
mos, como el que es dicho, y de algunos cascaveles. Y llegados a la
isla rescataron con aquellos pescadores hasta ginco o seys marcos
de perlas y aljophar, todo mezclado, de la forma que los indios lo
pescan, grueso y menudo... E no se quiso detener allí por no dar
ocasión que los marineros y la gente que con él yban se gebassen en
el deseo y cobdi^ia de las perlas, penssando de tener la cosa secreta
hasta en su tiempo e quando conviniesse» (1).
Fuese por su estado de salud, o por evitar la codicia de sus
marineros, o por guardar el secreto de un lugar cuya riqueza pensase
explotar en mejor ocasión (y esto parece lo más probable dada su
reconocida afición a las incógnitas), el caso es que Colón abandonó
pronto Cubagua para no volverla a ver. Y el secreto que creyó
guardar, fué bien pronto pasto de todas las conversaciones y origen

(1) Oviedo: «Historia », lib. XIX, cap. I.


— 100 —

de inmediatas excursiones entre las que sobresalen las verificadas


por el marino de Moguer Per Alfonso Niño y Cristóbal Guerra. Y es
entonces cuando las primeras perlas «tan grandes como avellanas,
muy claras y hermosas», comenzaron a deslumhrar a los españoles.
Pero todos los rumores y relatos de riquezas resultaban pálidos
ante lo que se contaba de Tierra Firme. Era cosa sabida que los que
se aventuraban a recorrer la costa de Tierra Firme «por rescate de
cosillas de poco valor, como cuentas verdes y azules, y espejuelos,
y cascabeles, cuchillos y tijeras, etc., traían mucho provecho». Uno
de los que primero se lanzaron a la prueba perdiendo el miedo a las
distancias y a los mares profundos, fué el írianero Rodrigo de Basti-
das, en compañía del célebre Juan de la C o s a , los cuales, después de
recorrer las costas de Venezuela, Santa Marta y Cartagena, hasta el
golfo de Urabá, llegaron a Santo Domingo y «decíase que traían dos
o tres arcas de piezas de oro... Trujo consigo ciertos indios, no se si
tomados por fuerza o vinieron con él de su grado, los cuales anda-
ban por la ciudad de Sancto Domingo, en cueros vivos, como en
tierra lo usaban, y por paños menores traían sus partes vergonzosas
metidas dentro de unos canutos de fino oro, de hechura de embudos,
que no se les parecía nada» (1). Y al llegar a España el feliz explo-
rador p a g ó en oro y perlas el quinto correspondiente a la Corona,
causando gran alegría y el consiguiente afán de emulación a todos
los que veían llegar aquellas riquezas de Tierra Firme (2).
Los mismos indios se encargaban de propalar las especies m á s
absurdas, pues al ver el afán que tenían los españoles por el oro,
unas veces por agradarles, otras por alejarles de sus tierras, afir-
maban que «en tales y tales partes había inmensidad de oro y que
habían de hallar las sierras y montañas todas doradas». Se cuenta de
un indígena que les hizo entender [a los españoles] que había un río

(1) Las Casas: «Historia », lib. II, cap, II, en Col. de docs. inéd., t. 64, pág. 11.
(2) Con la expedición de Bastidas debieron desaparecer completamente los
recelos que, sobre la riqueza de Indias, habían producido las primeras desilusiones
d é l a explotación de la Española. Al entusiasmo por embarcar del segundo viaje
colombino había sucedido una nueva desconfianza y retraimiento que los mismos
Reyes procuraban por todos los medios vencer; por ello le ordenaron a Bastidas
«quel oro que llevaba deste descubrimiento que avia hecho, le mostrase en todas
las cibdades e villas, por donde passasse hasta llegar a la corte... Esto se hapía
porque las cosas destas Indias aun no estaban en fama de tanta rique9a que
deseassen los hombres passar a estas partes: antes para traellos a ellas, avia de
ser con mucho sueldo e apremiados». Oviedo: «Historia », lib. XXVI, cap. II. El
oro de Bastidas y las perlas de Niño despertaron de nuevo el afán de embarcar.
— 101 —

donde con redes se pescaba el oro, lo llevaron los procuradores a


Casíilla para que lo dijese al Rey, e, o porque el indio lo inventó, o
porque ellos lo fingieron, de tal manera se extendió por todo el reino
la fama de que se pescaba el oro en la Tierra Firme, con redes,
desque llegaron, que para ir a pescal/o cuasi toda Castilla se
movió, y así, llamaron después pro provisiones reales, aquella
provincia, Castilla del Oro, porque los oficiales que el Rey entonces
tenía no eran muy enemigos del oro» (1).
Aunque parece mentira que pudieran creerse tales patrañas, la
exaltación imaginativa de aquellos castellanos que habían visto
realizarse ensueños que parecían aún m á s difíciles, les hacía suponer
verosímil cuanto se les contase, y no sólo se vieron arrastrados por
el señuelo de la leyenda los aventureros de escasa cultura, sino que
también intentaron probar fortuna aquellos que por su medio social y
situación económica debían haberse hallado más al abrigo de la
tentación. E l mismo cronista nos cuenta a continuación las des-
venturas de «un clérigo que parecía cuerdo, y de edad no muy mozo,
de los que, por esta nueva, de Castilla se movieron a pescar oro,
estando yo en la isla de Cuba, donde vino él a parar huyendo de la
tal pesquería, harto hambriento y flaco, y sin un quilate de oro, que
había dejado en Castilla 100.000 maravedís de renta en un beneficio
que tenía, por venir a pescar el oro, y que, si no creyera que había
de volverse a Castilla en breves días, con un arca llena de granos
de oro, tan gruesos como naranjas y granadas, y mayores, no
saliera de su casa, dejando lo que tenía por venir a buscar menos que
aquel oro que decía; y esto, con juramento, lo afirmaba delante de
personas graves, y a lo mismo me hallé presente». Pues si esto era
capaz de hacer el incauto eclesiástico que, ya en su edad madura,
dejaba su positiva renta para llenarse las arcas con granos de oro
mayores que naranjas, ¿qué no harían aquellos crédulos castellanos,
de sangre aventurera y frágiles conocimientos que al lanzarse en pos
del dorado espejuelo no se exponían a perder el suculento beneficio
del citado clérigo?
Las exploraciones se multiplican y entrecruzan, la confusión de
lugares y fechas hace casi imposible su separación, los desengaños
y malaventuras de los unos servían de acicate y estímulo a los que
se suponían más afortunados, y bien pronto, en diez años escasos, a

(1) Las Casas: «Historia », lib. III, cap. X L V , en Col. de docs. inéd., t. 65,
Pág. 97.
— 102 -

fuerza de buscar por todas parfes los filones de oro, se fueron


descubriendo y recorriendo las c o s í a s del continente americano desde
el cabo de San Agustín, en tierra brasileña, hasía más allá del istmo
de P a n a m á , o sea, las regiones de Guyana, Venezuela, Colombia y
América ceníral. Son las exploraciones de Viceníe Yáñez Pinzón, ya
con Díaz de Solís, ya solo, descubriendo la desembocadura del
giganíesco Amazonas; la de Diego de Lepe por el cabo de San
Roque; las de Alfonso Nifío y Crisíóbal Guerra, que dijeron perder
en un naufragio un cosíal de perlas y un cesío lleno de oro; la ya
ciíada de Basfidas; las de Vespucio, que fan curiosa derivación
íuvieron respecfo a la denominación del coníineníe recién descubierío;
la de Ojeda y Juan de la Cosa, preparaíoria de oirás de mayor enver-
gadura; hasía las de los Caboío, bajo la proíección de Inglaíerra, que
prueban bien a las claras, así como las de los Coríereal, que no era
sólo E s p a ñ a la que se seníía conmovida por el espejuelo dorado.
Pasadas las exploraciones de íaníeo que consíiíuyen como la
avanzadilla de los conquisíadores, se organizó, en 1509, la gran
empresa en la que Ojeda y Nicuesa habían de extraer la deseada
riqueza de Tierra Firme; los descubrimientos verificados en el istmo
decidieron a la Corona a colonizar aquella aurífera región y, dividido
el territorio en dos provincias: Veragua y Castilla de Oro, se concedió
a Diego Nicuesa la gobernación de la primera y a Alonso de Ojeda
la de la segunda; el golfo de Urabá servía de límite a ambas demar-
caciones; la oriental, hasta el cabo de la Vela, era la de Ojeda, la
occidental, hasta el cabo de Gracias a Dios, la de Nicuesa; ambos se
aprovisionarían de jamaica. Por primera vez no se iba a descubrir, sino
a poblar, la Tierra Firme.
Y a en Santo Domingo, verificando los preparativos, comenzaron
las discusiones entre ambos exploradores sobre los límites de sus
gobernaciones y el mismo Almirante D. Diego Colón, puso toda
clase de obstáculos a Nicuesa por considerar que su concesión le
mermaba los derechos que poseía por la herencia de su padre, hasta
que, mejor o peor solventadas las dificultades, salió el primero Ojeda
llevando como lugarteniente a juan de la Cosa; ocho días después
salía Nicuesa para su destino.
L a expedición de Ojeda puede tomarse como modelo de las de
la época. Ojeda era pobre y ambicioso, de escasa cultura y de valor
extraordinario; la leyenda aurífera que rodeaba a la tierra que iba a
conquistar le hacía olvidar la otra leyenda negra que pudiera amila-
narle: la de los indios caribes que poblaban su demarcación, la de
— 103 —

las flechas envenenadas que mataban al menor r a s g u ñ o , la de la


antropofagia indígena que sepultaba a los invasores en los vientres
de los que vencían. Hacía falta un espejuelo tan poderoso como el
que ofrecía la Tierra Firme para que no faltasen alistados a las
órdenes de Ojeda y hacía falta un Ojeda para que así se menos-
preciasen los peligros de la expedición.
Bien pronto pudo convencerse el atrevido explorador de las
dificultades de su empresa. Apenas llegados a la bahía de Cartagena
tropezaron con el primer pueblo de indios, denominado de las Ollas,
en el que los principales, dirigidos por el cacique, se refugiaron en
una gran casa del centro de la plaza; desde allí arrojaban «por la
puerta hagia ellos algunas patenas c otras piezas de oro labradas, e
los chripstianos cobdi^iándolas yban a tomarlas, y los flechaban y
mataban desde el buhio» (1). Vencida la resistencia continuaron su
marcha hacia el interior y, al llegar al pueblo de Calamar o Matarap,
tuvieron tan formidable encuentro con los indios que perecieron m á s
de setenta españoles, entre ellos Juan de la Cosa. L a mayor matanza
de españoles en la tierra de máximas ilusiones; así iban y continuarían
siempre unidas la pérdida de vidas y la sed de riquezas.
La llegada de Nicuesa pareció que iba a agravar la situación de
los expedicionarios, pero el nuevo explorador olvidó ante el desastre
las rencillas pasadas y ayudó a su compañero a vengar la derrota;
se capturó una buena cantidad de oro (de la que Nicuesa no quiso
tomar ninguna parte), pero fue el oro m á s caro que hasta entonces
se había obtenido. Abandonó Ojeda aquellos lugares de tan triste
recuerdo y se dirigió al golfo de Urabá donde fundó la ciudad de San
Sebastián, tomando a este santo como abogado contra las flechas
mortales; hasta allí llegó a oídos de los españoles el rumor de que
muy cerca «estaba un Rey, señor de mucha gente, llamado Tirufi, el
cual tenía mucho oro» (2), y, como no buscaban otra cosa, intentaron
una salida para buscar las tierras del legendario monarca, pero las
lluvias de flechas les hicieron volver. Después se repitieron las
salidas, no ya para buscar oro sino para encontrar víveres, las
enfermedades y las flechas aumentaron los claros en la guarnición de
un modo alarmante y de tal manera llegó a ser insostenible la situa-
ción que, en la primera ocasión que se les presentó, abandonaron

(1) Oviedo: «Historia », lib. XXVII, cap. III.


(2) Las Casas: «Historia », lib. II, cap. LIX, en Col. de docs. inéd., t. 64,
Pág. 299.
- 104 -

San Sebastián, y iras innumerables fatigas, que consfiluyen un


patético capítulo de la odisea del explorador, llegaron a la Española.
Así acabó aquella expedición que con tanta ilusión se había prepa-
rado; casi todos los expedicionarios perecieron, ninguna ciudad
quedó como centro de colonización, y, en cuanto a Ojeda «no mucho
después de lo dicho murió en esta ciudad [Santo Domingo] de su
enfermedad, paupérrimo, sin dejar un cuarto, según creo, de cuanto
había rescatado y robado, para su entierro, de perlas y oro a los
indios, y dellos hechos esclavos muchas veces que a Tierra Firme
había venido» (1). S i las h a z a ñ a s de Ojeda son las típicas del
explorador del siglo xvi, su final también es el corriente entre aquellos
ilusos perseguidores del vellocino.
Entre tanto, Diego de Nicuesa, hombre rico y culto, trinchador
de los Reyes Católicos, tipo completamente opuesto a Ojeda, sufría
en su demarcación parecidas calamidades a las de su companero.
Iniciada su expedición después del socorro a Ojeda llevando como
lugarteniente a Lope de Olano, se vió abandonado por éste que
creyó encontrar por sí solo el oro que Colón señalaba en la tierra de
Veragua. Nicuesa, con una sola carabela, encalló en la costa des-
conocida y refugiándose en la isleta del Escudo p a s ó en ella tres
angustiosos meses comiendo hierbas y mariscos y sufriendo todos
los grados de la desesperación; entre tanto los que iban con Lope de
Olano haciendo reconocimientos en los ríos Belén y Veragua para
encontrar oro, sufrían de parecida escasez de víveres y bastimentos,
hasta que reunidos casualmente los dos grupos en un estado total de
postración, lograron salir de tan fatales lugares y, recorriéndola
costa, fundar en sitio que pareció conveniente, el puerto de Nombre
de Dios (2). L a solución sólo fué momentánea, pues entre los
esfuerzos hechos, los trabajos a que tenían que dedicarse para
levantar fortalezas que los protegiesen de los indios y la continua
escasez de víveres, fueron aumentando las bajas de los expedicio-
narios hasta el punto que de 785 hombres que salieron de la Española
con Nicuesa, apenas quedaba un centenar cuando llegó a Nombre

(\) Las Casas: «Historia.... », lib. II, cap. LXI, en Col. de docs. inéd., t. 64.
pág. 310
(2) «Qués por donde han salido en estos postreros tiempos en que estamos
a esta parte tantos millones de pesos de oro, e innumerables quintales de plata, y
se han llevado a España y traydo mucho dello a estas nuestras islas, en tanta
manera que no se sabía estimar su cantidad y valor cierto». —Oviedo: «Historia »,
lib. XXVIII, cap. III.
— 105 —

de Dios la expedición de socorro dirigida por Rodrigo Colmenares;


pero esta expedición obedecía a un cambio total de la situación de
Tierra Firme, producido por la aparición de la gran figura que había
de hallar el triunfo allí donde tantos habían hallado el dolor y la
muerte.
Cuando Ojeda abandonó su fundación de San Sebastián para ir
a morir a la E s p a ñ o l a , había salido en su auxilio llevando víveres,
municiones y bastimentos, dos embarcaciones mandadas por su
socio en el negocio Fernández de Enciso; en esta expedición, oculto
en una pipa vacía (Las Casas), o envuelto en la vela de la nao
(Oviedo), se había embarcado Vasco Núñez de Balboa, joven
extremeño, lleno de deudas, que habiendo recorrido ya con Bastidas
las costas de Tierra Firme y no pudiendo organizar expediciones por
su situación económica, optó por el expedito procedimiento de
embarcarse como polizón, confiando en que los acontecimientos le
darían ocasión de desplegar su actividad.
Natural es que sorprendiese a Enciso la aparición del huésped no
invitado, pero no se puede admitir como dice Las Casas que llegase
en su indignación a amenazarle con dejarle abandonado en una isla
desierta por haber violado la ley, pues el mismo Enciso intentó
admitir deudores insolventes en sus naves y si no lo hizo fué porque
no le dejó el Gobernador de la E s p a ñ o l a . E l caso es que fué perdo-
nado y como llegasen a Urabá, en la gobernación de Ojeda, y se
enterasen de lo inhóspito de la región y del gravísimo peligro que
representaban las flechas envenenadas, comenzaron todos a entris-
tecerse hasta que Balboa dijo: «Yo me acuerdo que los a ñ o s pasados,
viniendo por esta cosía con Rodrigo de Bastidas a descubrir,
entramos en este golfo, y a la parte del occidente, a la mano derecha,
según me parece, salimos en tierra, y vimos un pueblo de la otra
banda, de un gran río, y muy fresca y abundante tierra de comida,
y la gente della no ponía hierba en sus fíechas» (1). E n efecto,
seguidas las indicaciones de Balboa, llegaron al río de Darlen y
pudieron comer y derrotar a los indios que no usaban veneno y, lo
que fué mejor, recoger en joyas unos 10.000 castellanos de oro fino.
E l primer consejo del tripulante advenedizo había producido el
primer éxito en aquella tierra en que todo habían sido calamidades;
nada tiene de extraño, por consiguiente, que Balboa adquiriese bien

(1) Las Casas: «Historia », lib. II, cap. LXIII, en Col. de docs. inéd-, t. 64.
Pág. 3ltí.
— 106 —

pronto una gran reputación entre los expedicionarios y que se


comenzase a formar un partido para darle la jefatura de la empresa.
Fué fundada en el mismo lugar de la primera victoria la ciudad de
Santa María la Antigua y es indudable que si el porvenir de la nueva
colonia hubiese sido tan tétrico como el de San Sebastián o Nombre
de Dios, fácilmente se hubiera arreglado la cuestión del mando de la
misma, pero se acababa de ver lo contrario, el Darien era rico, fértil,
poco peligroso, andaba el oro de por medio y tras el oro habían
salido todos, de ahí la dificultad de la solución y lo complicado de
las jurisdicciones que pretendían imponerse.
Balboa contaba con el voto popular y era elegido alcalde por la
mayoría que adivinaba en él las dotes de organización y mando que
no tenían los demás, pero un pasajero clandestino no tenía autori-
zación de la corona para pasar a Tierra Firme y bastante era con
procurar el perdón de su audacia. Enciso había venido mandando la
expedición, era representante de Ojeda a quien se había concedido la
gobernación de Castilla de Oro, pero carecía de la disposición y
energía necesarias para el cargo y acababa, en realidad, de ser
desposeído por la elección popular. Había un tercer aspirante a la
jefatura, Nicuesa, quien harto de sufrir privaciones en Nombre de
Dios y enterado del oro que se había hallado en el Darien, reclama
su posesión por hallarse este punto al occidente del golfo de Urabá y
pertenecer, por tanto, a su gobernación; le apoyan algunos des-
contentos de Santa María y le sigue Rodrigo de Colmenares que,
recientemente llegado en expedición de socorro, acude, como hemos
dicho, a Nombre de Dios y le da cuenta de lo que ocurre en el Darien.
L a actuación de Balboa ante tan complejo problema, podrá
acreditarle de habilidad y diplomacia, pero no dice gran cosa en
favor de sus escrúpulos éticos. L a conciencia del explorador fué
extremadamente elástica en cuanto a los medios necesarios para
apartar los obstáculos que se oponían a su ambición, y, logrando
que sus incondicionales no reconociesen la autoridad de Nicuesa, le
obliga a embarcarse con sus amigos en un bergantín de tan malas
condiciones que ya no volvió a saberse nada más del compañero de
Ojeda. Enciso tuvo m á s suerte, pues logró llegar en un mal navio
hasta la Española y desde allí se trasladó a la Corte para plantear
su acusación contra Balboa. Y , entre tanto, éste, desembarazado de
sus rivales, nombrado Capitán y Alcalde Mayor de Tierra Firme,
pudo dedicarse de lleno a desplegar la actividad que había de hacerle
inmortal.
- 107 -

Vasco Núficz de Balboa aparece, desde este momento, como un


hombre de acción sólo comparable a los grandes conquistadores y
seguramente les hubiera superado si su vida no hubiese sido segada
tan prematuramente; sólo cinco a ñ o s vivió en Tierra Firme y, en tan
poco tiempo, demostró tales dotes de explorador, organizador y
conquistador, que la naciente colonia se transformó en sus manos en
la más floreciente de las ciudades y fué en adelante el m á s fecundo
centro de exploraciones a pesar de los desaciertos de su sucesor, y
rival, Pedrarias Dávida.
Apenas se vió jefe de la expedición, y después de enviar a E s p a ñ a
quienes le defendiesen de los cargos que contra él se presentasen en
la Corte, se dispuso a lanzarse en busca del vellocino áureo cuyos
resplandores llegaban insistentemente hasta él; sin esperar ayuda,
sin preocuparse del escasísimo número de hombres con que contaba,
al recibir noticias de que en la provincia de Cueba, a 50 leguas hacia
el interior, había un cacique llamado Careta, señor de terrenos abun-
dantes en oro, inició sus exploraciones mandando primero a Fran-
cisco Pizarro, el futuro conquistador, y marchando después perso-
nalmente hacia el lugar señalado.
Y ahora es cuando comienza Balboa a mostrar su habilidad para
la conquista. A semejanza de lo que harían después Cortés en Méjico
y Pizarro en el Perú, inicia el sistema de apoyarse en el mismo
indígena para avanzar en el país; en lugar de dilapidar vidas huma-
nas de ambas razas para imponerse por el terror, economiza la
sangre todo lo posible; debe ahorrar sus hombres que son escasos y
para ello debe evitar la desesperación del indio que producía siempre
alguna matanza de españoles; obrará con energía cuando convenga
mostrar superioridad, pero procurará en seguida convencer de que
viene como protector y que sólo desea la amistad del indígena. Y el
indio, que temía a los españoles, que sólo a la desesperada les pre-
sentaba resistencia abierta, acogió a Balboa con los brazos abiertos,
le colmó de atenciones y regalos y le dió toda clase de facilidades
Para que hallase el oro que deseaba (1).

(1) La política de Balboa está claramente determinada en la carta que escribe


al Rey don Fernando en 20 de Enero de 1513: «... Principalmente e procurado per
doquiera que he andado que los indios desta tierra sean muy bien tratados, no
consintiendo hacerles mal ninguno, tratándoles mucha verdad, dándoles muchas
cosas de las de Castilla por atraerlos a nuestra amistad. Ha sido cabsa, tratándoles
verdad, que he sabido dellos muy grandes secretos y cosas, donde se puede haber
muy grandes riquezas en mucha cantidad de oro...».
— 108-

E l primer fruío de esía política fué la amistad con el cacique


Careta estableciendo con él un pacto de alianza. Careta tenía poco
oro, pero vecina a la suya estaba la provincia regida por el cacique
Comogre, famoso por su riqueza; el primer cacique sirvió de inter-
mediario para el segundo y bien pronto Comogre invitó a los espa-
ñoles a que le visitasen en su propio palacio. E l deslumbramiento
comienza. Y a no encuentran bohíos de c a ñ a s y tierra, sino una
verdadera ciudad con un palacio maravilloso; aparecen artesonados
y pavimentos, bodegas, graneros y despensas, una especie de capilla
con las momias de los antepasados reales adornadas con joyas y
perlas y, sobre todo ello, sobre la misma amabilidad del cacique y
sus hijos, el regalo de 70 esclavos y piezas de oro que pesarían
4.000 pesos en señal de alianza y amistad. E l oro existía y se les
ofrecía casi sin esfuerzo.
Pero cuando los españoles casi lloraron de alegría, cuando se
convencieron deque por fin estaban muy cerca de realizar la ilusión
dorada que a todos había empujado, fué al oír las palabras del hijo
mayor del cacique, extrañado de que se pudiese disputar por el
reparto del oro: «¿Que es esto cristianos? ¿por tan poca cosa reñís?,
si tanta gana tenéis de oro que por haberlo inquietáis y fatigáis por
estas tierras las pacíficas gentes, y con tantos trabajos vuestros, os
desterrasteis de vuestras tierras, yo os mostraré provincia donde
podáis cumplir vuestro deseo, pero es menester para esto que seáis
más en número de los que sois, porque habéis de tener pendencia
con grandes Reyes, que con mucho esfuerzo y rigor defienden sus
tierras, y entre aquéllos habéis de topar, primero con el Rey
Tubamaná que abunda deste oro que tenéis por riquezas, y dista
desta nuestra tierra, de andadura, obra de seis soles», y señalaba
entonces hacia la mar del Sur, que es a Mediodía con el dedo, la
cual decía que verían pasando ciertas sierras, donde navegaban otras
gentes con navios o barcos poco menos que los nuestros, con velas
y remos; pasado aquel mar, eso mismo añadía, que hallarían de oro
gran riqueza y que tenían grandes vasos de oro en que comían y
bebían » (1).
A los datos concretos que daba el hijo del cacique añádanse las
exageraciones y fantasías de los hambrientos de oro y tendremos el
cuadro de fantasmagoría que se presentaba a los que, desde lejos.

(1) Las Casas: «Historia », lib. III. cap. LXI, en Col. de Doc. inéd., t. 65,
póg.
iff. 78.
7ft.
— 109 —

esperaban ansiosos las noíicias de Tierra Firme. Por docenas decían


contar los ríos auríferos; los valles que las avenidas arrasaban
quedaban después sembrados de granos brillaníes que el agua
abandonaba; por doquier se verificaban caías, allí se encontraban
riquísimas veías del áureo metal; se hablaba de hueríos que producían
frutos de oro; se citaban caciques que tenían cuevas llenas de oro y
montones de perlas; se aseguraba que los granos de oro, del tamaño
de naranjas, como los que deslumbraron al clérigo castellano, se
hallarían fácilmente en el camino al Mar del Sur. Los m á s alucinantes
sueños, las m á s desatadas fantasías, runruneaban entre los compa-
ñeros de Balboa, rebotaban en la Española y llegaban a Castilla
causando el pasmo y la admiración de las gentes que creían haber
hallado por fin la tierra prometida; era de nuevo el mito del oro, en
pleno apogeo, con todo su poder tentador, como se había mostrado
en los más optimistas momentos de la imaginación de Colón. Y en
esta ocasión, la primera desde la época de! descubrimiento, el sueño
tomó un aspecto de realidad, el mito dejó de ser inasequible y
abandonó en manos de los españoles girones de su codiciada
envoltura.
Comienza Balboa por enviar a la Corona el quinto del oro
recogido para amenguar el valor de los cargos que contra él se
lanzasen y manda después embajadores que expliquen y propaguen
las fundadas esperanzas de fructíferos descubrimientos y muestren la
necesidad de refuerzos para realizarlos. E n espera de ello remonta
el río Grande hasta la provincia del cacique Dabayba y recoge, en las
casas abandonadas por los indígenas, joyas y piezas de oro por
valor de 7.000 castellanos. Recibe a poco el refuerzo pedido, pero
también llegan a sus oídos noíicias de la indignación que en el ánimo
real ha producido su conducta y como único y eficaz medio de
contrarrestarla decide activar la empresa que le había de hacer
célebre.
Partiendo de la tierra de Careta, y con guías de este cacique,
pasaron a las tierras del cacique Ponca, quien después de ofrecerles
como presentes «algunas piezas de oro muy bien labradas e finas»,
«les dixo, que ciertas jornadas de allí había olro pechry, que en
aquella lengua quiere degr mar» (1). Confirmada la buena nueva
continúan avanzando por el territorio de Quarequa, al que tienen que
vencer, y cuando ya las enfermedades y trabajos comenzaban a hacer

(1) Oviedo: «Historia », lib. XXIX, cap. III.


- 110 -

su efecto entre su gente, divisó Balboa por primera vez el Mar del
Sur el martes 25 de Septiembre de 1515. A i día siguiente llegaban a
la orilla dei mar, en el golfo de S a n Miguel, y después de probar el
agua para convencerse de que era saleda, tomaron posesión de el en
nombre de los Reyes de Castilla. Lograda, con mayor o menor
espontaneidad, la amistad de los caciques de Chiapes y Tumaco,
hallaron una riqueza inesperada de perlas que les eran ofrecidas
como cosa sin valor; 240 perlas gruesas les regaló el cacique de
Tumaco y les aseguró que en una isla distante de allí cinco leguas se
criaban perlas tan grandes como aceitunas «y como habas», y, aun
m á s , que siguiendo la costa había un país tan rico en oro que a su
lado palidecían todos los que habían conocido.
E l mito se lograba en parte y en parte se alejaba; por muchas
riquezas que Balboa y los suyos encontrasen, ya no olvidarían lo
que había m á s allá, y, si la desgracia no hubiera interrumpido la vida
del conquistador, no hubiese sido Pizarro el descubridor del Perú.
E l regreso al Darien es una lluvia continua de oro; en unos
sitios recogen tranquilamente las joyas abandonadas por sus mora-
dores; el que resiste es apresado y condenado a pagar fuerte rescate;
hay lugares que ofrecen fructíferas catas sin necesidad de escoger el
terreno, arroyos en los que encuentran granos como lentejas y de tal
manera se les van acumulando riquezas, que acaban por ir todos
«tan cargados de oro, que más indios con cargas de oro que con
bastimentos y comida ocupaban». L a entrada en el Darien fué triunfal,
«saliéronlo a rescibir todos los españoles del Darien, con solemní-
sima fiesta, pero desque supieron que había descubierto la mar del Sur,
y las perlas, y traía tanta carga de oro, y tan ricas perlas, no se podría
encarecer la excesiva alegría que todos rescibieron, estimando ser
cada uno deilos, de todos los hombres del mundo, el m á s felice» (1).
Balboa comunicó a la Corte todo lo hecho y tuvo buen cuidado
de enviar a la Corona las mejores perlas y de pintar con los más
halagüeños colores las sorprendentes riquezas que aun se podrían
hallar en los pueblos del Mar del Sur; de esta manera transmitía al
Monarca la ilusión que él acariciaba y logró que se le perdonasen
sus desvíos pasados y se le nombrase Adelantado del Mar del Sur,
pero no pudo evitar que se nombrase Gobernador del Darien y que
este nombramiento recayese en la persona que más daño le había de
hacer: en Pedrarias Dávila.

(1) Las Casas: «Historia », iib. III, cap. LI, en Col. doc. inéd., t. 65, pág. 129.
—111 —

Muchos eran los aspirantes a la tal Gobernación, pero la influencia


del Obispo de Palencia, Presidente del Real Consejo de Indias, don
Juan Rodríguez de Fonseca, decidió la elección en favor del sego-
viano Pcdrarias Dávila. A las órdenes de este corría a alistarse la
gente deseosa de tomar parte en aquella orgía de oro que se des-
arrollaba en Tierra Firme; se acudía a la recomendación, al favor, al
soborno y a la súplica para ser admitido, no siendo pocos los que
ofrecían partir a costa propia y sin sueldo alguno; tal era la fuerza
del espejuelo que Balboa había descubierto. Salió, por fin, Pedrarias,
con 1.500 hombres después de recibir una detalladísima instrucción
sobre la conducta que había de seguir con los indios; el 50 de junio
de 1514, llegó al Darien.
Tan grandes eran las ilusiones que llevaban los recién llegados
que en todo encontraban decepción. Un enviado de Pedrarias fué a
buscar a Vasco Núñcz, «dijéronle, veislo allí, el cual estaba mirando
y ayudando a los que tenía por esclavos, que le hacían o cubrían de
paja una casa, vestido de una camisa de algodón o de angeo, sobre
otra de lienzo, y calzado de unos alpargates los pies, y en las piernas
unos zaragüelles. E l hombre quedó espantado de ser aquel Vasco
Núñez, de quien tantas hazañas y riquezas se decían en Castilla,
creyendo que lo había de hallar en algún trono de magestad
puesto» (1). Y respecto de sus planes, «la gente toda, recién venida,
no se descuidaba de preguntar dónde y cómo el oro con redes se
pescaba, y, según yo creo, comenzó desde luego a desmayar como
no vía las redes y aparejos con que se pescaba, ni hablar o tratar
dello a cada paso; y así fué que, oídos los trabajos que los huéspe-
des les contaban haber pasado, y cómo el oro que tenían no era
pescado sino a los indios robado, y puesto que había muchas minas
y muy ricas en la tierra, pero que se sacaba con inmenso trabajo,
comenzaron luego a se desengañar y hallarse del todo burlados» (2).
Lo mismo le pasó a Pedrarias. C o n m á s ambición y con menos
habilidad que Balboa, no supo o no quiso seguir la táctica de éste y,
rabioso por no hallar a manos llenas el oro que deseaba, se lanzó
con sus capitanes a una desenfrenada cacería de indios que acabó
Por enemistar y levantar contra el a todos los caciques del Darien.
Cuando vió que nada lograba con esta táctica y perdía terreno en la
confianza de la Corona, hizo un cambio de política y, asociándose a

(!) Las Casas: «Historia », lib. III, cap. L X , en Col. docs. inéd., t. 65, plg. 169.
) Las ^asas: «Historia », lib. III, cap. L X , en Col. docs. inéd., t. 65, pág. 170.
— 112 —

Balboa, le casó con una hija suya y le ayudó a construir un astillero


en el Mar del Sur para preparar la conquista de los ricos países que
se hallaban en sus costas. Y , roído finalmente por la envidia de
quien había triunfado donde el se hundía cada vez m á s , envolvió en
un vergonzoso proceso a quien llamaba hijo y, acusándole de que-
rerse alzar contra el Rey, le hizo decapitar en la plaza mayor de Acia.
Así acabó sus días el descubridor del Pacífico, víctima inocente
de las envidias de un inepto y ambicioso gobernador. S i la conducta
de Balboa con Nicuesa y Enciso no fué todo lo noble que hubiera
sido de desear, sus éxitos posteriores casi la justificaron y así lo
entendieron el Rey y Pedrarias cuando el primero le nombra Adelan-
tado y el segundo le recibe en su familia. S i en sus luchas con los
indios mostró alguna vez la crueldad de que le acusa Las Casas, fué
en cambio tan cariñoso con sus soldados que el mismo Oviedo se
muestra admirado al relatar que les cuidaba y alentaba m á s que
como jefe, como padre o hermano. Sus defectos son los propios de
todos los conquistadores, los propios de su época, pero muestra
virtudes y condiciones tan poco frecuentes que oscurecen a aquéllos
y aureolan de simpatía la figura del hombre que tan difícil empresa
había realizado. Sin contar con que hubiera sido él quien hubiera
realizado inmediatamente la conquista de aquel Birú cuyo resplandor
ya le cegaba.
Tres años después de la ejecución de Balboa, moría en Madri-
galejo Fernando el Católico y la Historia de E s p a ñ a se disponía a
entrar en una nueva era con el advenimiento de la C a s a de Austria;
también la política seguida en América se disponía a salir de la
infancia para entrar en la adolescencia. E n los 25 a ñ o s que van
desde 1492 a 1517 había predominado la exploración, ahora va a
predominar la conquista, como m á s adelante, en su madurez, predo-
minará la organización. Entre el fruto recogido por los exploradores
en sus correrías en pos de ilusiones más o menos fantásticas, se han
definido perfectamente los tres núcleos de que han de partir los
grandes conquistadores; son los lugares más ricos y mejor cono-
cidos: la Española, Cuba y Darien. De Cuba veremos partir al con-
quistador de Méjico, de la Española se parte a Tierra Firme y en el
Darien se organizará la conquista del Perú, constituyendo todos
ellos nuevos centros de donde irradiarán nuevas expediciones que,
siguiendo siempre al fantasma del oro, acabarán descubriendo,
recorriendo y dominando todo el continente americano.
CAPÍTULO XI

El oro azteca

De la isla de Cuba había de partir, como ya hemos dicho, una de


las expediciones de resonancia mayor en los anales de la conquista
de América, siendo como siempre el espejismo del oro el motivo
impulsor de la aventura. Las Grandes Antillas llevaban ya muchos
años del período de su colonización; dominadas y pacificadas se
había intentado, con los repartimientos de indios primero, con la
esclavitud negra después, la explotación metódica y fructífera de las
mismas, Y al cabo de quince años pudieron convencerse los gober-
nadores de las islas que las verdaderas fuentes de riqueza que
poseían no eran las minas de oro sino la ganadería y el cultivo. E n
cambio lo que se sabía del Darien confirmaba los sueños de los que
habían desembarcado en Tierra Firme; pudieron morir en desgracia
Nicuesa, Ojeda y Balboa, pero allí había oro y perlas y se iba a
iniciar la explotación en regla de las minas.
En esta situación, fácil es suponer el estado de ánimo de Diego
Velázquez, Gobernador de Cuba, señor de la isla maravillosa y
ubérrima, pero ansioso del oro que sólo en Tierra Firme se desparra-
maba; había que buscar un país tan rico como el descubierto por
Balboa, y este país no podía buscarse por el Sur, donde gobernaba
Pedrarias, ni por el Norte, donde la expedición de Ponce de León
había demostrado la falsedad de las leyendas que rodeaban a la
Florida; no quedaba m á s remedio que fijar la mirada en las desco-
nocidas tierras de Occidente y, como cauto Gobernador, encargar la
expedición a otro que se enfrentase con los peligros y repartiese las
ganancias. Velázquez, como Diego Colón, como el mismo Pedra-
nas, consideraron en su prudencia que el cargo de Gobernador era
— 114 —

incompatible con el oficio de conquistador y esperaron siempre que


les trajesen las riquezas a casa.
Se tenía casi la absoluta certeza de que existían tierras en
dirección occidental no sólo por los informes dados por Colón en su
cuarto viaje, sino también por las afirmaciones de juan Díaz de Solís
y Vicente Yánez Pinzón que habían llegado a la vista de la península
del Yucatán; sólo fallaba, por consiguiente, averiguar si esas tierras
también respondían a la fama de riquezas que aureolaba a toda la
Tierra Firme, y encargada de averiguarlo fué la expedición que, en 1517,
envió Velázquez bajo la dirección de Francisco Hernández de C ó r d o b a .
Y al cabo de tres lustros viene esta expedición a continuar el
último viaje de Colón heredando las ilusiones e itinerario que aquél
llevaba. E l encargado de establecer la continuación fué el piloto
Antón de Alaminos, anliguo grumete del Almirante, el cual dijo
«al capitán Francisco Hernández que le parecía que por aquella mar
del Poniente, abajo de la dicha isla de Cuba, le daba el corazón que
había de haber tierra muy rica, porque cuando andaba con el Almi-
rante viejo, siendo él muchacho, vía que el Almirante se inclinaba
mucho a navegar hacia aquella parte, con esperanza grande que
tenía que había de hallar tierra muy poblada y muy m á s rica que
hasta allí» (1). S i a esto se añadía el recuerdo de haber encontrado
Colón en la isla Guanaja unas grandes canoas llenas de indios que
le indicaron la existencia de tierras ricas hacia occidente, nada tiene
de extraño que los expedicionarios se ufanasen continuando en una
dirección que el mismo Almirante hubiese seguido en cuanto se le
hubiese presentado buena ocasión (2).
Tras las penalidades corrientes entre los que se aventuraban por
mares cuyas corrientes y vientos eran desconocidos, llegaron a la isla
de Cozumel, que llamaron Santa María de los Remedios y, apresados
algunos indígenas de la isla e interrogados sobre la existencia de
oro, respondió uno de ellos «que lo había dello labrado como arrieles
para los dedos, y cadenas tan gruesas como una de hierro que allí en
el navio vido, y que había otras joyas grandes y diversas». Bordeando

(1) Las Casas: «Historia », lib. III, cap. XCVI, en Col. docs. inéd., t. 65,
pág 349.
(2) Dice Fernando Colón en su «Historia del Almirante», cap. X C , que «aunque
el Almirante supo por los indios de aquella canoa, las grandes riquezas, la política
y la industria que había en los puertos de las partes occidentales, de la Nueva
España, no quiso ir allí, pareciéndole que estando aquellos países a sotavento,
podía navegar a ellos desde Cuba cuando le tuviese más conveniencia ».
— 115 —

la isla encontraron un pueblo que íenía m á s de mil casas y fortalezas


hechas de cal y canto que probaban la existencia de un estado de
cultura superior; recogieron algunos presentes y, siguiendo su camino,
llegaron a la punta de la península de Yucatán, a la que llamaron cabo
Catoche.
En la costa de Yucatán las sorpresas aumentaron, «vieron gente
vestida de algodón con mantas delgadas e blancas e con ?ar?illos en
en las orejas c con patenas e otras joyas de oro al cuello» (1).
Al llegar a Campeche vieron edificios m á s grandes y mejores, torres
de cantería y muestras de oro que los indios les cambiaban fácil-
mente; pero una celada que les prepararon y en la que casi todos
salieron heridos, les mostró la escasez de medios que poseían para
la conquista de! país. F u é preciso regresar a Cuba y dar a Velázquez
la buena nueva: se había hallado una tierra rica y grande, bien
poblada, con casas de cal y canto (cosa desconocida hasta entonces)
y a muy poca distancia de su gobernación; la fuerza principal de la
argumentación consistía en unas arquillas del cabo Catoche que,
aunque de oro bajo, parecían excelentes por su labor, y dos natu-
rales que fueron bautizados y vinieron con ellos para informar a todo
el que quería interrogarles que su tierra poseía oro en cantidad
incalculable.
La decisión de Velázquez no se hizo esperar; se habían confir-
mado las sospechas tan acariciadas sobre las riquezas de las tierras
de Occidente y ya no había m á s que conquistarlas. Para ello se
preparó la segunda expedición, dirigida por Juan de Grijalva, de la
que arrancaría la leyenda de las riquezas de Méjico que acabarían
por sumir en el olvido cuanto se esperaba del maravilloso Yucatán.
E l recorrido fue mucho mayor: desde la isla de Cozumel hasta la
región de Panuco, bordeando toda la costa mejicana y demostrando,
en contra de lo que creían los anteriores exploradores, que el Yucatán
no era una isla. Las sorpresas y noticias recibidas en este segundo
viaje fueron aún m á s extraordinarias que las del anterior: se vieron y
examinaron las casas y templos construidos de piedra, los indígenas
vestidos con tejidos de vivos colores, se entablaron las primeras
negociaciones con ellos y a cambio de cuentas de vidrio, peines,
cascabeles, espejuelos y otras chucherías, se obtuvieron gran cantidad
de objetos y joyas de oro m á s o menos puro que llenaron de satis-
facción a los españoles.

(1) Oviedo: «Historia », lib. XVII, cap. VIH.


— 116 -

E n el río de Tabasco, al que pusieron el nombre de Grijalva,


recibieron los primeros presentes; «ciertas joyas de oro, que fueron
ciertas á n a d e s como las de Castilla, y otras joyas como lagartijas, y
lies collares de cuentas vaciadizas, y otras cosas de oro de poco
valor» (1), dice Bcrnal Díaz del Castillo; «piezas de oro y algunas de
palo cubiertas de hojas de oro» hasta constituir una armadura que
«subiría m á s de 2 o 3.000 castellanos o pesos oro» (2), afirma Las
Casas. Cuando los indígenas intentaban honrar a sus visitadores
con tortas y pan de maíz, gallinas o peces, se les advertía bien
pronto que no era éso lo que se buscaba, sino oro. «El capitán les
dijo que no queríamos sino oro, y ellos le respondieron que lo
traerían; al día siguiente trajeron oro fundido en barras, y el capitán
les dijo que trajeran m á s de aquello, y a otro día vinieron con una
máscara de oro muy hermosa, y una figura pequeña de hombre con
una mascarilla de oro, y una corona de cuentas de oro, con otras
joyas y piedras de diversos colores. Los nuestros les pidieron oro de
fundición, y ellos se lo enseñaron y dijeron que salía al pie de aquella
sierra, porque se hallaba en los ríos que salían de ella; y que un indio
solía partir de aquí y llegar allí a mediodía, y hasta la noche tenía
tiempo de llenar un cañuto del grueso de un dedo; y que para
cogerlo se metían al fondo del agua y sacaban las manos llenas de
arena, para buscar luego en ella los granos, los que se metían en la
boca; por donde se cree que en esta tierra hay mucho oro. Estos
indios lo fundían en una cazuela dondequiera que se hallaban, y
para fundirlo les servían de fuelles unos cañutos de caña, con los que
encendían el fuego; y así lo vimos hacer en nuestra presencia...» (3).
E n el río de Banderas experimentaron los expedicionarios el
apogeo de su alegría. Encontraron emisarios de un gran señor del
interior que venía a conocerles y a congraciarse con ellos, se cele-
braron varias ceremonias de amistad y durante varios días se
procedió al rescate más fructífero de toda la expedición: zarzillos
para orejas y narices, sartas de cuentas doradas, ajorcas, brazaletes,
figuras de oro, collares, máscaras, idolillos, piedras preciosas, toda
una inmensa variedad de joyas pasaron a poder de los españoles a
cambio de bonetes, cuentas verdes, tijeras y espejuelos. Se calculaba

(1) «Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva España»,


por el Capitán Bernal Díaz del Castillo, cap. XI, en Bib. de A. A . E . E . , t. 26,
pág 10.
(2) Las Casas: «Historia », lib III, cap. XCI, en Col. docs. ined. t. 65, pág. 420.
(3) Apud Carlos Pereyra: «Historia de América española», t. III, Méjico, pág. 51.
- 117 —

en muchos miles de pesos lo rescatado y se pensó bien pronto en


volver a Cuba para dar cuenta a Vclázquez de lo realizado.
No podían ser m á s gratas las nuevas recibidas por el Gober-
nador de Cuba; mucho era el oro recibido y, desde luego, elocuente
prueba de que había hallado un excelente lugar de explotación, pero
aún era más lo que se adivinaba. Los indios de! Yucatán habían
afirmado varias veces que el verdadero país aurífero, el que poseía
abundancia de oro bueno y no de baja calidad como el suyo, se
hallaba hacia donde se ponía el S o l , más al interior (1); confirmaban
estas afirmaciones el rescate del río de Banderas donde los que
entregaban el oro no eran los naturales de la región, sino los
emisarios de un gran rey, seflor de muchas provincias y tierras, que
dominaba aquella región occidental donde el oro era más puro y m á s
abundante. Bien podía Velázquez celebrar fiestas y organizar rápi-
damente una tercera expedición; hasta el habían llegado las primeras
noticias del poderoso imperio azteca y de su señor Motezuma,
noticias que trasladando aún m á s allá el centro del codiciado metal,
iba a dar ocasión para que se manifestasen las maravillosas cuali-
dades conquistadoras y políticas de una de las figuras más brillantes
de la epopeya americana: de Hernán Cortes.
Nacido en Mcdellín, Extremadura, de familia hidalga que le guió
por el camino de las letras haciéndole estudiar en la Universidad de
Salamanca, el futuro conquistador de Méjico, llevado de su afán de
aventuras, no tardó en cambiar la tranquila ciudad española por las
turbulentas y agitadas de las Antillas. E n Cuba, donde se hizo notar
por su novelesca vida, trabó amistad con Diego Velázquez y fué
escogido por éste para dirigir la expedición definitiva de conquista de
las nuevas tierras occidentales. Los incidentes que acompañaron a la
partida de la expedición, son sobradamente conocidos: cuando todo
estaba preparado, Velázquez se arrepintió del nombramiento y desti-
tuyó a Cortés, pero no estando éste dispuesto a abandonar una
empresa que había acogido con todo entusiasmo, desobedeció al
Gobernador y, en situación oficial de rebeldía, zarpó de Santiago el
18 de Noviembre de 1518.
Once navios, el mayor de 120 toneladas y poco m á s de 500

(1) ' E dijeron que recibiésemos aquello de buena voluntad, e que no tienen más
oro que nos dar; que adelante, hacia donde se pone el Sol, hay mucho; y decían
Culba, Culba, Méjico, Méjico; y nosotros no sabíamos qué cosa era Culba, ni aun
Méjico tampoco». Bernal Díaz del Castillo. «Historia », cap. XI, en Bib. de A. A .
E . E . , t. 26, pág. 10.
— 118 —

hombres, entre los que figuraban los Alvarado, Cristóbal de Olid,


Juan de Escalante, Diego de Ordaz y otros, eran los medios con que
contaba Cortes para triunfar en una empresa que, dadas las condi-
ciones en que salió, debía abarcar tres partes: vencer al gran imperio
azteca que tenía varios millones de habitantes; defenderse de las
fuerzas que Diego Vclázquez enviaría seguramente contra él, y lograr
que la Corona reconociera sus actos y le nombrara Gobernador de
las tierras que pensaba conquistar. Causa admiración comparar la
escasez de los medios empleados y la magnitud del resultado obte-
nido, sobre todo si se tiene en cuenta que estaban expuestos los
españoles a una guerra civil en el corazón del territorio mejicano.
E l itinerario a seguir estaba ya señalado por las anteriores expe-
diciones, sobre todo por la de Grijalva, y en nada se apartaron de
el; pero Cortes contó bien pronto con dos valiosos elementos para
sus relaciones con los indios: un náufrago recogido en Cozumel,
Jerónimo de Aguilar, y una india entregada en el río Tabasco, doña
Marina, los cuales, con su conocimiento de las lenguas indígenas,
permitieron a Cortés conocer hasta en sus m á s sutiles pormenores la
tierra por donde se iba a aventurar.
E n el río Tabasco halló la primera resistencia formal por parte
de los indígenas y acreditó sus dotes militares en una batalla en la
que jugaron por igual el valor y la astucia. No sólo venció a los
indios, sino que se los hizo amigos, le trajeron presentes y, al pre-
guntarles de que parte traían el oro y las joyas, volvieron a oir
la respuesta, que no por incomprensible dejaba de confirmar sus
esperanzas (1).
Al llegar a San Juan de Ulúa tuvo lugar el primer contacto entre
Cortés y los emisarios de Motezuma, contacto en el que ambas
partes se encontraban dominadas por dos leyendas distintas que se
complementaron tan admirablemente como había sucedido en el
primer encuentro de Colón con los indios de San Salvador. A Cortes
le guiaba la leyenda áurea que dominaba a todos los conquistadores
y que cristalizaba, en esta ocasión, en la posesión del poderoso
imperio que se adivinaba hacia Occidente. L o s aztecas, desde la
primera aparición de los españoles por sus costas, recordaron una

(1) «Respondieron que de hacia donde se pone el Sol, y decían Culchua y Méjico,
y como no sabíamos qué cosa era Méjico ni Culchua, dejábamoslo pasar por alto».
Díaz del Castillo: «Historia cap. XXXVI, en Bib.de A. A. E . E . . t. 26,
pág. 30.
— 119 —

remofa tradición de sus antepasados según la cual llegarían de


tierras de Oriente unos hombres extraños, de rostros blancos y bar-
bados, que acabarían con la soberanía azteca. «Y parece ser que un
soldado tenía un casco medio dorado, y viole Tendile, [un emisario
de Motezuma], que era m á s entrometido indio que el otro; y dijo que
parecía a uno que ellos tienen que les habían dejado sus antepasados
del linaje donde venían, el cual tenía puestas a la cabeza a sus dioses
Huichilobos, que es su ídolo de la guerra, y que su señor Motezuma
se holgará de lo ver, y luego se lo dieron; y les dijo Cortés que
porque quería saber si el oro desta tierra es como el que sacan de la
nuestra de los ríos, que le envíen aquel casco lleno de granos para
enviarlo a nuestro gran emperador... y cuando el gran Motezuma le
vio quedó admirado, y recibió por otra parte mucho contento, y
desque vió el casco y el que tenía su Huichilobos, tuvo por cierío
que éramos del linaje de los que habían dicho sus antepasados que
vendrían a señorear aquesta tierra» (1).
A estos recuerdos se unieron siniestros presagios, como la apa-
rición de cometas, el desbordamlenlo del lago que rodeaba a la
capital, el incendio de un templo y otras desgracias, resultando de
todo ello que Motezuma no se atrevió a rechazar violentamente a
aquellos seres que debían ser dioses, pues disponían del rayo y del
trueno. Sigue, pues, el mismo camino que los indios de Guanahani y
decide, como cosa mejor, congraciarse con los que venían y ofre-
cerles aquello que tanto les gustaba.
Y ya que lo que los invasores ambicionaban era el oro, se les
daría oro en cantidad suficiente para satisfacer al más codicioso; no
sólo les devolvió el casco lleno de los áureos granos, sino que
«mandó sacar de sus riquezas y tesoros (grandes cierto y nunca
otros se cree antes de estos haberse visto ni oído), un presente de
cosas tan ricas y por tal artificio hechas y labradas, que parecía ser
sueño y no artificiadas por manos de hombres» (2). Ante los asom-
brados ojos de los españoles fueron extendidas las joyas que les
enviaba Motezuma y «lo primero que dio fué una rueda de hechura
de sol, tan grande como una carreta, con muchas labores, todo de
oro muy fino, gran obra de mirar, que valía, a lo que después dijeron
que lo habían pesado, sobre veinte mil pesos de oro, y otra mayor

(1) Díaz del Castillo: «Historia », cap. XXXVUI, Bib. de A. A . E . E . , t. 26,


pág. 33.
(2) Las Casas: «Historia », lib. III, cap. CXXI, Col. docs. inéd., t. 65, pág. 484.
— 120 -

rueda de plata, figurada la l u m con muchos resplandores, y otras


figuras en ella, y ésta era de gran peso, que valía mucho, y trujo el
casco lleno de oro en granos crespos como lo sacan de las minas,
que valía tres mil pesos» (1). Y además, figuritas de animales, de
oro, collares de piedras preciosas, espejos, rodelas, varillas, todo de
oro, y plumas de colores y tejidos y un sin fin de objetos preciosos
que colocaban al rescate de San juan de Ulúa como la realización del
suefío tan apetecido.
Claro está que el buen Motezuma, al mismo tiempo que obse-
quiaba a los hombres blancos, les pedía que se marchasen creyendo
que había satisfecho su interés. E l resultado, como es natural, fué el
contrario; los españoles suponían inmensamente rico al país que tales
regalos podía ofrecer y, despertada su ambición, se fortalecieron aún
m á s de lo que estaban en la idea de ir a conquistarlo. Viendo el jefe
azteca que los cristianos seguían avanzando volvió a enviarles
nuevos presentes para ver si al fin Ies contentaba y de esta manera
se iba él mismo preparando poco a poco su fin, pues cuantas más
embajadas enviaba a Cortés, mayor era la seguridad de éste de
haber encontrado el rico país sonado y mayor su deseo de apode-
rarse de él (2).
Comienzan entonces a manifestarse las habilidades políticas de
Cortés. Antes de lanzarse a la conquista de los que ya comenzaban
a mirarle con recelo por su persistencia en avanzar, tenía que conso-
lidar su situación y atraerse la aprobación de la Corona. Para lo
primero realizó una serie de ceremonias en la recién fundada Villa
Rica de Veracruz por las que logró la confirmación de sus cargos
por elección popular y acabar además con descontentos e irresolutos
«dando de través» a sus naves. Para lo segundo destinó íntegro el
riquísimo rescate de San Juan de Ulúa; capitanes y soldados renun-
ciaron a sus partes y todas las preseas, con las grandes ruedas de
oro y plata que tanta admiración causaban, constituyeron el más
poderoso argumento que se podía presentar para que la Corona juz-
gase si debía o no proteger al que, con sólo iniciar su conquista,
había obtenido tan halagüeños resultados.

(t) Díaz del Castillo: s<Historia », cap. XXIX, Bib. de A . A . E. E . , t 26,


pág. 34.
Í2) Hasta el mismo momento en que los españoles llegaron a Méjico estuvo
Motezuma enviando embajadas a Cortés pidiendo que no avanzasen más, pero
como en todas ellas mandaba presentes de oro constituían nuevos acicates para la
marcha de los conquistadores.
— 121 —

y cu verdad que Cortés pudo contemplar satisfecho el resultado


de su política. Animado por los suyos y confirmado en sus cargos
por el Rey, nada le detenía ya en sus proyectos de conquista y realiza
una de esas hazañas que inmortalizan a su autor. La audacia y la
astucia le acompaña por doquier y a medida que el mito dorado que
je empujaba hacia la opulenta Tenochtitlan le muestra con mayor
fuerza sus resplandores, sus dotes políticas van asegurando el avance
y haciendo posible la estancia y victoria de un puñado de hombres
en un país en que les rodeaban millares de indios en actitud expec-
tante primero, francamente hostil después. L a fundación de Veracruz,
con su célebre borrón y cuenta nueva, sus alianzas con Cempoala,
sus victorias en Tlaxcala y su habilidad para aterrorizar a los cho-
lultecas, la entrada en la capital, el encuentro con Panfilo de Narváez,
cuyos soldados no pudieron resistir el dorado soborno con que les
tentó el conquistador, la vuelta a Méjico y las terribles luchas de la
Noche Triste, batalla de Olumba y asalto definitivo a la poderosa
Tenochtitlan, en que la temeridad de los españoles se superó a sí
misma, son páginas de leyenda que sólo aquella raza de héroes era
capaz de escribir.
Pero los frutos que se obtuvieron fueron proporcionados a ios
sacrificios. E n una de sus primeras entrevistas preguntó Cortés a
Motezuma por el lugar donde se encontraban las minas o ríos que
producían el oro; envió a tres de sus capitanes hacia los lugares
señalados y los tres volvieron confirmando las indicaciones del
jefe azteca. Gonzalo de Umbría, que había partido hacia el Sur hasta
la provincia de Zacatula, halló que los indios «lavaban la tierra y
cogían ei oro, y era de dos ríos, y dijeron que si fuesen buenos
mineros y la lavasen como en la isla de Santo Domingo o como en
la isla de Cuba, que serían buenas minas». Pizarro, que se dirigió
hacia el Norte, a la provincia de Tustepeque, trajo «sobre mil pesos
de granos de oro sacado de las minas» añadiendo que procedía de
lugares de primera calidad. Diego de Ordaz, procedente del río
Quetzacoalco, encontró grandes pueblos donde le dieron «ciertas
joyas de oro y una india hermosa» (1).
A los pocos días se pidió de Motezuma que diesen órdenes a
todos los caciques y pueblos de la tierra para que mandasen
presentes de oro como tributo de amistad al Rey de Castilla y, hecha

(1) Díaz del Castillo: «Historia », caps. CU y CIII., Bib. de A . A . E . E . , t. 26,


Pág. 103.
— 122 -

la colccía sin dilación, se reunieron tres monrones de oro que valían


más de 600.000 pesos, sin contar la riqueza en plata, plumas, collares
y tejidos. Era un tesoro fantástico que dejó sentir sus efectos hasta
en el último de los conquistadores; pero como no todos habían
tomado igual parte en la empresa y los que habían quedado en
Veracruz no querían ser menos que los que habían llegado a la
capital, no sólo no se satisfizo la ambición general, sino que fueron
muchos los que comenzaron a murmurar del reparto.
E s decir, que a pesar de que con la conquista de Méjico y la
sumisión del valle de Anahuac, parecía que debía amortiguarse algo
la fiebre conquistadora, sucedió todo lo contrario. Cuanto más daba
la realidad, m á s suponía la imaginación y nunca el oro encontrado
cerraba el paso a las esperanzas del que se creía hallar; llegó a
creerse que todos los presentes y rescates obtenidos hasta entonces
no eran más que pálidas manifestaciones de un tesoro fantástico que
aún no había aparecido. Unos rumores señalaban a Cuahutemoc como
culpable de haberlo escondido en una laguna en espera de que los
hombres blancos se marchasen; otros señalaban como autores de la
desaparición a los aliados indígenas que habían ayudado a Cortés
en la conquista. E l Conquistador se hallaba ante un gravísimo
problema que amenazaba acabar con las ventajas adquiridas, al igual
de lo que había sucedido en la E s p a ñ o l a con Colón, pero más hábil
y mejor político que el primer Almirante, tomó una medida radical
que al par que solucionaba la cuestión, engrandecía el terreno
conquistado: consultando los libros de renta de Motezuma, se
informó de qué partes le traían el oro y se dispuso a que los conquis-
tadores saliesen de Méjico para buscar en sus fuentes el rico metal.
Y ahora desde Méjico, como antes desde la Española y desde el
Darien después, parten nuevas expediciones en las que los españoles
recorren un camino que está siempre jalonado por las tres mismas
etapas: una de espejismo, que les ilusiona; otra de impulso, que les
anima, y la última de desencanto, que les agota; pero los fracasos
individuales desaparecen y sólo se destaca la magnificencia de los
resultados globales. Dos fueron las direcciones tomadas por los
nuevos expedicionarios: la del Sur y la del Norte, y en ambas se
encuentra en seguida el espejismo dorado que encendió la ilusión.
Hasta Cortés había llegado ya la noticia del maravilloso viaje de
Magallanes y Elcano alrededor del mundo y, con la confirmación de
que se podía llegar por el mismo camino de Occidente hasta las islas
de la Especiería, se había visto también que el camino encontrado
— 125 —

por el extremo meridional del Nuevo Mundo era sumamente peligroso


y largo. 3e hacía necesario encontrar otro camino m á s recto buscando
para ello otro paso al mar del Sur, que debería hallarse por las
regiones meridionales de Méjico, ya que no se podía suponer que
hubiese tierra sin interrupción desde las cosías de la Florida hasta el
estrecho de Magallanes; esta necesidad de comunicación interoceánica,
este error natural del continente americano, corregido tantos años
después por el istmo de P a n a m á , es lo que decidió a Cortés a enviar
a sus capitanes hacia el Sur.
y en dicha dirección partió la expedición dirigida por Pedro de
Alvarado. Entre los lugares que habían enviado emisarios a Cortés
para felicitarle por su victoria, había causado sensación el de Tute-
peque, no sólo por el presente de oro que llevaron, sino por la noticia
de que «era gente muy rica, así de oro que tenían en joyas, como
de minas»; ése fué el lugar que se ofreció a Alvarado y hacia él se
dirigió optimista y animoso, logrando bien pronto reunir la bonita
suma de veinticinco mil pesos en piezas labradas. N o se decidió, sin
embargo, a quedarse en el país por considerar que era muy insano
y, vuelto a Méjico, es encargado por Cortés de la conquista de
Guatemala, donde se sabía que «había recios pueblos de mucha gente
e que había minas». L a campaña de Alvarado fué larga y penosa.
Tres estados poderosos: los quichés, los cakchiqueles y los tzulohiles,
con tres grandes ciudades: Utatlan, Iximché y Atitlán, constituían la
actual república de Guatemala; para dominarlos tuvo que emplear
Alvarado no sólo todo su arrojo, sino también toda su fortuna. E l que
había tomado parte en tan espléndidos rescates de oro, murió pobre,
pero anadió un nuevo florón a la corona de Castilla.
Otro de los capitanes prudentemente alejados por Cortés, fué
Cristóbal de Olid. Se tenía noticia de que existían ricas tierras y
buenas minas en la región de Honduras y hasta decían unos pilotos
«que habían estado en aquel paraje o bien cerca dél, que habían
hallado unos indios pescando en la mar y que les tomaron las redes,
e que las plomadas que en ellas tenían para pescar que eran de oro
revuelto con cobre; y le dijeron que creyeron que había por aquel
Paraje estrecho y que pasaban por él de la banda del Norte a la
del S u r » ( l ) . E l objetivo de Olid, por consiguiente, era doble: coger
el oro de Honduras y hallar el paso al mar del Sur. N o era Olid tan

(1) Díaz del Castillo: «Historia », cap. C L X V , Bib. de A. A. E . E . , t. 26,


Pág. 222.
- 124 —

sumiso capitán como Alvarado y se dejó convencer por las insi-


nuaciones de Velázquez para que se alzase independiente de Cortés y
se repartiesen entre los dos el abundante botín que se esperaba
hallar. L a sublevación de Cristóbal de Olid originó que se enviasen
sucesivamente dos nuevas expediciones: una al mando de Francisco
de Las Casas y otra dirigida por el mismo Cortés, las que, aunque
no lograron encontrar el anhelado paso al mar del Sur, dieron por
resultado el reconocimiento de toda la región de Honduras.
Aún se hicieron m á s expediciones, unas encaminadas a buscar
el paso marítimo al país de la especiería y otras en busca de ciertas
islas que se decía ser muy ricas en perlas, pero todas fueron desgra-
ciadas. Diego Hurtado de Mendoza, Diego de Becerra y el propio
Hernán Cortés, pasaron sucesivamente toda clase de calamidades en
su infructuosa búsqueda, antes de convencerse de su esterilidad. Sus
afanes sólo recibieron desengaños, pero sus esfuerzos acabaron por
descubrir toda la cosía del Pacífico hasta el río Colorado; se había
circunnavegado la isla de Cedros en la baja California y Cortés llegó
a recorrer 50 leguas de esta península que había de asombrar un día
al mundo por su riqueza aurífera.
Murió Cortés, con los títulos de Marqués del Valle de Oaxaca y
Capitán General de la Nueva E s p a ñ a y de la Mar del Sur, pero
bastante más pobre que cuándo no tenía otro sobrenombre que el de
conquistador. E s indudable que g a n ó mucho dinero; el oro por él
rescatado alcanzó cantidades extraordinarias y los quintos reales que
envió a España fueron los más importantes hasta que se conocieron
los del Perú, pero sus últimos tiempos fueron muy desafortunados y
las empresas de Honduras y California deshicieron la fortuna que
pudo haber disfrutado tranquilamente; era el sino del aventurero
español, que muy pocas veces llevó una vejez dorada con el esfuerzo
de su juventud.
L a ilusión del oro que empujó a Cortés le envolvió durante unos
momentos y volvió a alejarse de él; el país que conquistó y del que
sacó m á s fatigas que riquezas, sería, con el correr de los días, uno
de los m á s ricos del mundo: el primero en plata, entre los primeros
en oro y cobre. S i Cortés hubiera podido sospechar la inmensa
riqueza que encerraba el imperio dominado por él, lejos de morir
desilusionado y triste, hubiera creído realizar por entero el mito
dorado que tanto le ilusionó.
CAPÍTULO XII

L a s ciudades fabulosas

A pesar de que el viaje de Magailanes hecho en 1519 y el descu-


brimiento del Perú iniciado en 1524, deberían haber impulsíido a los
españoles a orientar sus esfuerzos hacia la zona meridional, nunca
dejan de verificarse expediciones interesantísimas por las tierras del
Norte, respondiendo quizá a la supervivencia de creencias que
atribulan a estas regiones riquezas, aún no descubiertas, comparables
tan sólo a las de Tenochíitlan o Cuzco. A i principio partían los
expedicionarios sin más objetivo que las vagas noticias sobre la
existencia de tierras ricas en oro; ningún contacto unía a los unos
con los otros, pero poco a poco fué surgiendo la novelesca leyenda
que, tomando apoyo en los rumores de todos ellos, acabaría por
concretarse en una ilusión determinada: la existencia de ios reinos
de Cíbola y Quivira.
Se había conquistado el Yucatán por Francisco de Montejo
en 1526. En la Florida, después de la conquista por Juan Ponce de
León, habían recorrido toda la península en busca de sus riquezas
Pineda y Vázquez de Ayllón. Pánfilo de Narváez, esperando tener
más suerte, organizó en 1529 una gran expedición que se dirigió a la
costa occidental de la misma y, aunque no le fallaron indios que le
diesen buenas nuevas (1), su empresa acabó desastrosamente después

(1) <E mostróles un poco de oro, e dixeron que en aquella tierra no lo avía,
sino lexos de allí, en la provincia que dicen Apalache, en la cual avía mucho oro en
gran cantidad, segünd ellos daban a entender por sus señas: e todo quanto les
mostraban a aquellos indios, que a ellos les paresia que los chripstianos tenían en
a go, debían que de aquéllo había mucho en Apalache» Oviedo: «Historia
Hb. XXXV, cap. I.
— 126 —

de haber recorrido la costa Norte del golfo de Méjico: la corriente


del Mississipí les hizo naufragar y Narváez pereció. Sus compañeros,
dirigidos por Alvar Núñez Cabeza de Vaca, tuvieron que atravesar
el continente americano desde la costa de la aclual Tejas hasta
Culiacán, en el golfo de California, pasando siete a ñ o s de continuas
penalidades, curando a los indios, que los tomaban por santos y
llegando tan sólo cuatro supervivientes al final de su odisea. E l viaje
de Cabeza de Vaca con sus tres companeros, que constituye una
prueba definitiva de la intrepidez y resistencia de aquellos explora-
dores, es una de las hazañas que mejor se conocen por haberla
dejado relatada su propio autor (1). Casi al mismo tiempo Ñuño de
Guzmán conquistaba Nueva Galicia, Esteban Gómez recorría la
cosía desde el Labrador a la Florida, aíravesando aníe las des-
embocaduras de los ríos Connecíticut, Hudson y Delaware, y el
arriesgado Hernando de Soto remontaba el curso del Mississipí
después de recorrer casi todos los actuales Estados Unidos
del Sur.
L a conquista avanzaba continuamente; amenazaba ya desbordar
la América del Norte, como había desbordado la del Sur, y entonces
es cuando surge la dorada leyenda de las ciudades fantásticas, de
los reinos aún no hallados, de los riquísimos pueblos que habían de
obscurecer la fama de los ya conocidos.
Puede afirmarse que, a pesar de que el motivo inmediato de
aparición de la leyenda fueron las expediciones señaladas, existían
oíros antecedentes de distinto origen que quizá no tuviesen relación
con ella, pero hacían m á s verosímil su aparición y m á s fácil su
aceptación. Conocida es la leyenda portuguesa a que hemos hecho
referencia al hablar de los planes de Colón; se afirmaba en ella
que en el año 714, siete obispos portugueses, huyendo de la invasión
árabe, habían arribado a una isla en la que fundaron siete ciudades;
no se había vuelto a saber de ellos hasta que otro bajel portugués
las descubrió por casualidad y halló que en sus tierras abundaba el
oro, pero el temor a la cólera de los que vivían en dichas ciudades
hizo que se perdiese su dirección y volvieran a sumergirse en lo
desconocido, constituyendo durante mucho tiempo una secreta aspi-
ración de cuantos recorrían el O c é a n o . E l descubrimiento de América

(1) «Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y relación de la jornada que


hizo a la Florida con el adelantado Pánfilo de Narváez*, en Bib. A . A . E . E . t. 22,
pág.517.
~ 127 —

con las sorpresas que diariamente producía, amortiguó la ilusión de


los que sonaban todavía con hallar la legendaria isla de las Siete
Ciudades, y aún no debía haberse borrado por completo su recuerdo
cuando apareció el rumor que colocaba precisamenle otras siete
ciudades en el interior del continente americano; la localización era
distinta, los datos diferentes, pero si se había aceptado como posible
la leyenda portuguesa, aún lo había de ser m á s la de las ciudades
americanas, sobre todo si se tiene en cuenta que se vivía en una
época en que nada parecía inverosímil.
Paralelo a este sedimento legendario que encontramos entre los
españoles podía señe larse también otro antecedente que quizá influ-
yese en la imaginación de los indígenas. Los aztecas, como las
demás tribus mejicanas, creían, según una remota tradición, en la
existencia del Chicomoztot, o siete cuevas, simadas hacia las
regiones nórdicas y que constituyeron la cuna primitiva de donde,
por emigración, se fueron extendiendo las siete tribus de los Nahuas;
del Chicomoztot procedían todos los pobladores de Méjico y bien
pudieron esas siete cuevas misteriosas confundirse, en la imaginación
indígena, con siete ciudades de inusitada riqueza (1).
Parece, pues, que el terreno se hallaba bien abonado para la
aparición de la leyenda y que nadie discutió su verosimilitud. Por lo
demás, el cuadro no podía ser m á s tentador; se hablaba de ciudades
rodeadas de altas vallas e inexpugnables fuertes; que poseían nume-
rosos y magníficos palacios, cuyas columnas y puertas estaban
hechas de turquesas y en los que la luz no penetraba por vidrieras
sino a través de piedras que constituían las ventanas; que los soberanos
del país eran servidos por hermosas esclavas en vajillas de oro, siendo
sus festines dignos de Lúculo; que alrededor de estas ciudades existían
montes de ópalo que brillaban a larga distancia y entre ellos había
valles con campos de piedras preciosas y ríos de cristal cuyos lechos
eran de arenas de plata. Entre ellas el rumor se detenía con delec-
tación en una cierta Cíbola y en una Quivira, creaciones del ensueño
y de la codicia, último baluarte del espíritu que no quiere aceptar la
inexistencia de los países fantásticos.
Al parecer debe buscarse el origen de esta leyenda en el acci-
dentado viaje de Cabeza de Vaca con sus compañeros supervi-
vientes Andrés Dorantes, Alonso del Castillo Maldonado y el negro

(1) Enrique de Gandía: «Historia crítica de los mitos de la conquista de América»,


Madrid, 1929, pág. 63.
-,128-

Esíebanico. L a imaginación de éste, más excitable que la de los


blancos, más predispuesta a lo sobrenatural, o más torlurada por las
privaciones de su odisea, fué la que creó la fantasía que esparcida
inmediatamente por Méjico, exaltó todos los deseos y hasta persuadió
al Virrey don Antonio de Mendoza de la necesidad de averiguar lo
que en ello hubiese de verdad.
C a s i todos los historiadores consideran que la primera expedición
comprobadora de las fantasías de Esíebanico, fué la dirigida por fray
Marcos de Niza; pero fray Jerónimo Mendieta (1) habla de olio fraile,
anterior a fray Marcos, que enviado con otros varios por el Provin-
cial fray Antonio de Ciudad Rodrigo a descubrir por el mar del Sur,
logró andar por los terrenos de Cíbola «más de doscientas leguas, y
cuasi en todo este camino tuvo noticia de una tierra muy poblada de
gente vestida, y que líene casas de terrado, y no sólo de un alto sino
de muchos sobrados... Y que de aquellos pueblos traían muchas
turquesas... E n demanda de esta tierra habían salido ya muchas y
gruesas armadas por mar y ejércitos por la tierra, y de todos la
encubrió Dios y quiso que un pobre fraile descalzo la descubriese
primero que otros ..».
E n 1559 el Virrey Mendoza encargó al Gobernador de Nueva
Granada, Francisco Vázquez de Coronado, en cuya jurisdicción esta-
ban los fabulosos reinos, que hiciese investigaciones para comprobar
estas maravillas, y éste encargó de ello al fraile franciscano fray
Marcos de N i z a , indicándole que se llevase como guía al negro
Estebanico, que tan convencido se hallaba de su existencia. Fray
Marcos, que ya no se maravillaba de nada, pues acababa de contem-
plar los esplendores del Perú, emprendió su viaje el 7 de Marzo y,
siguiendo la costumbre de sus coníernporáneqs, escribió una «Rela-
ción» de su viaje que es una completa exposición de fantasías.
«Con el aiuda de Dios Nuestro Señor, i de la Virgen su madre,
i de el Seráfico San Francisco, fray Marcos de Niga partió de la
villa de San Miguel de Culiacán, a siete de Mar^o de este año [1559]
llevando a su compañero fray Honorato, i a Estevanico con los refe-
ridos indios domésticos, i ladinos, i los de Petarían, al qual pueblo se
encaminó, llevando todos gran contento y alegría...». E n Petalán,
fray Marcos dejó enfermo a fray Onorato y siguió «por donde me
guió el Espíritu Santo sin merescello yo». P a s ó un despoblado de
cuatro días y al cabo de otros cuatro llegó a una población llamada

(1) «Historia eclesiástica Indiana», cap. XI.


— 129 —

Vacapá, «que esfa quarenta leqruas de la mar». E n ella se detuvo


hasta la Pascua de Resurrección enviando entre tanto a Estebanico y
a otros mensajeros a explorar en distintas direcciones. Cuatro días
después de haber partido Estebanico, llejaró un indio enviado por él,
el cual «me dixo tantas grandezas de la tierra, que dexé de creellas
para después de habellas visto o de tener m á s certificación de la
cosa». Decía el indio «que en esta primer provincia hay siete ciudades
muy grandes, todas debajo de un señor, y de casas de piedra y de
cal, grandes; las más pequeñas, de un sobrado y una azutea encima,
y otras de dos y tres sobrados, y la del señor, de cuatro, juntas todas
por su orden; y en las portadas de las casas principales muchas
labores de piedras turquesas, de las cuales, dijo, que hay en abun-
dancia» (1).
S i fray Marcos hubiese sostenido siempre la imparcialidad de
que hace gala en el párrafo anterior, las ciudades fabulosas hubiesen
perdido pronto el brillo que las envolvía, pero apenas prosigue su
camino siguiendo la derrota de Estebanico, comienza a perder su
espíritu crítico. A los tres días otros mensajeros del negro vinieron a
confirmarle la grandeza de la tierra de Gibóla, que era la primera de
las Siete Ciudades. Aquellos indios traían «todos turquesas colgadas
de las orejas y de las narices, finas y buenas, y dicen que -dellas
están hechas labores en las puertas principales de Cíbola». Mientras
las noticias procedían de Estebanico podía seguirse creyendo que el
exaltado negro era un maravilloso inventor, pero bien pronto comien-
zan las impresiones personales del franciscano.
Afirma que pasadas las Siete Ciudades había tres grandes reinos
llamados Marata. Acús y Totonteac. M á s adelante «halló una cruz
grande, que Estevanico había dexado en señal de que crecía la nueva
de la buena tierra». Pasado un gran despoblado, dice fray Marcos
que allí «había tanta noticia de Cíbola, como en la Nueva E s p a ñ a de
México y en el Perú del Cuzco». L a gente de aquellos lugares hablaba
de Cíbola y de las Siete Ciudades con la m á s grande naturalidad,
pero sin referir en substancia nada de maravilloso: que había casas
de piedra y cal y que la gente vestía de paño. L a principal de las
ciudades parecía ser Ahacus, aunque Cíbola debía tener también
cierta importancia comercial, pues «todo dicen que viene de la cibdad
de Cibola, de la cual tienen tanta noticia, como yo de lo que traigo
entre manos...».

(1) Apitd Enrique de Gandía: «Historia », pág. 64 y sigs.


— 150 —

Sigue el viaje informándose de las guerras y costumbres de los


habitantes de las Siete Ciudades, en tanto que Estebanico, siempre a
la vanguardia, le enviaba mensajeros repitiéndole: «que desde que
caminaba solo, nunca havía tomado a los indios en mentira, por lo
cual se les podía creer lo que decían de las grandes tierras que havía,
y así afirmó el Padre, que en ciento i doce leguas que había cami-
nado, desde el lugar a donde tuvo la primera nueva de Cíbola,
siempre halló puntualmente quanto le decían». Llegó un momento en
que los indios le comunicaron la triste nueva de que los habitantes de
Cíbola habían matado a Estabanico; rio se desanimó por ello el buen
fraile y siguió adelante hasta llegar por fin a la vista de la deseada
ciudad.
Y comienza a describirla: «Está asentada en un llano, a la falda
de un cerro redondo. Tiene muy hermoso parecer de pueblo, el mejor
que en todas partes yo he visto; son las casas por la manera que
los indios me dijeron, todas de piedra con sus sobrados y azuteas, a
lo que me paresció desde un cerro donde me puse a vella. La pobla-
ción es mayor que la cibdad de México; muchas veces me vi tentado
de entrar en ella, ya que arriesgaba más de mi vida que había
ofrecido a Dios el día que comencé el viaje, pero, considerando el
peligro, temí que si me mataban se perdería el conocimiento de aquel
país que, según mi opinión, es el m á s grande y mejor de todos los
que hasta hoy se han descubierto. Diciendo yo a los principales
que tenía conmigo, cuan bien me parecía Cíbola, me dixeron que era
la menor de las siete ciudades y que Totonteac es mucho mayor y
mejor que todas las siete ciudades y que es de tantas casas y gentes,
que no tiene cabo. Vista la disposición de la ciudad parescióme
llamar a aquella tierra el nuevo reino de S a n Francisco... la cual
posesión dixe que tomaba allí de todas las siete ciudades y de los
reinos de Totonteac y de Acús y de Marata, y que no pasaba a ellos,
por volver a dar razón de lo hecho y visto. Y así me volví con harto
más temor que comida...».
E n pleno regreso, ya lejos de Cíbola, vuelve a recalcar, como si
quisiese fijar bien sus impresiones, que «solamente vi, desde la boca
de la obra, siete poblaciones razonables, algo lexos, un valle abaxo
muy fresco y de muy buena tierra, de donde salían muchos humos;
tuve razón que hay en ella mucho oro y que lo traían los naturales
della en vasijas y joyas, para las orejas y paletillas con que se raen y
quitan el sudor...». Y afirma, por fin, que «solamente digo lo que vi y
me dígeron, por las tierras donde anduve y de las que tuve razón...».
— 131 -

¿Era posible que fray Marcos viese lo que relata? No hay que
olvidar la excifación en que vivían aquellos exploradores bajo la
obsesión del oro; fray Marcos vería, en efecto, desde una altura y a
través de la calina del desierto, formas de torreones y cúpulas de
murallas y catedrales, pero no eran más que las aldeas indígenas,
fabricadas en las rocas, cuya apariencia extraña simula masas arqui-
tectónicas de extraordinario vig-or y presenta perspectivas ilusorias;
¿qué más necesitaba un espíritu exaltado por la fiebre de las aven-
turas, un testigo que había presenciado los esplendores de Caja-
marca. Pachacamac y Cuzco? Para él no había duda de que se
encontraba en presencia de una de las ciudades del reino de Cíbola y
de que tras ella se extendían en forma ilimitada las inmensas riquezas
de los reinos aún no entrevistos. Como su misión no era conquis-
tadora, sino simplemente informadora, consideró inútil arriesgar su
vida y el ir m á s allá, pero no se olvidó de dejar bien consolidado su
imaginario descubrimiento levantando un monumento que señalase el
camino a los que le siguieran y bautizando con el pomposo nombre
de Nuevo Reino de San Francisco los terrenos que se habían de
conquistar.
Ante la relación de fray Marcos se desvanecieron las pocas
dudas que pudiesen existir y la fantasía de los conquistadores tejió
sueños de oro en torno de las torres imaginarias y de las míticas
ciudades. E l Virrey Mendoza encargó a Vázquez Coronado que sin
perdida de tiempo se dirigiese hacia los reinos de Totonteac, Acús y
Marata; Coronado, mientras preparaba su gran expedición y con
objeto de ganar tiempo, envió por delante al explorador Melchor
Díaz, quien en 20 de Marzo de 1540, daba sus primeros informes:
atenuaba y modificaba en parte las afirmaciones de fray Marcos, pero
dejaba en pie la existencia de las Siete Ciudades con su corte de
maravillas.
La expedición de Coronado es una de las más interesantes de
las realizadas en la conquista de America; m á s de dos a ñ o s estuvo
recorriendo los territorios del Norte sin que los primeros d e s e n g a ñ o s
desanimasen a los exploradores. Primero tras el mito de Cíbola, tras
el de Quivira después, vieron deshacerse poco a poco todo su castillo
de naipes ante la mísera realidad que les presentaba aldeas de adobe
donde esperaban encontrar ricos palacios. Nada hallaron que compen-
sase su esfuerzo, pero, en su marcha de desengaños, recorrieron el
territorio del actual Nuevo Méjico, cruzaron el cañón del Colorado,
maravilla de la Naluraleza que vieron por primera vez ojos europeos,
- 132 -

y se acercaron hasta los límites de los actuales estados de Dakota


y Nebraska.
Causa admiración contemplar a aquellos hombres, irreductibles
a la realidad, recorrer leguas y m á s leguas sin que su ilusión desapa-
reciese. E n las trescientas leguas que separaban a Culiacán de Gibóla
«pasaron necesidad, y se murieron de hambre por el camino muchos
indios y algunos caballos»; al llegar a Gibóla, la ciudad que tan
maravillosa pareció a fray Marcos, se encontraron con que era «de
hasta doscientas casas de tierra y madera tosca; altas cuatro y cinco
sobrados, y las puertas como escotillones de nao. Suben a ellas con
escaleras de palo que quitan de noche y en tiempos de guerra... Las
famosas Siete Giudades de fray Marcos de Niza, que están en espa-
cio de seis leguas, ternan obra de cuatro mil hombres. Las riquezas
de su reino es no tener que comer ni que vestir, durando la nieve
siete meses» (1).
L a contradicción con las descripciones del franciscano era evi-
dente y aunque mucho se murmuró de él y «dieron los soldados muy
pocas gracias a los frailes que con ellos iban, y que loaban aquella
tierra de Sibola», por no volverse a Méiico sin riquezas y creyendo
siempre que las hallarían más adelante, donde decían los indígenas
que era mejor tierra, llegaron a Tíguex, a orillas de un gran río
«donde tuvieron noticia de Axa y Quivira, donde decían que estaba
un rey por nombre Tatarrax, barbudo, cano y rico; que ceñía un
bracamarte, que rezaba en horas, que adoraba una cruz de oro y una
imagen de mujer, señora del cielo. Mucho alegró y sostuvo esta nueva
el ejercito, aunque algunos la tuvieron por falsa, y echadiza de
frailes. Determinaron de ir allá con el fin de invernar en tierra tan
rica como se sonaba» (2). Las calamidades aumentaban; sufrieron
ataques de los indios, pasaron hambre, Ies atacaban enfermedades,
pero por fin llegaron a la anhelada Quivira, «y hallaron al Tatarrax,
que buscaban, hombre ya cano, desnudo y con una joya de cobre al
cuello que era toda su riqueza. Visto por los españoles la burla de
tan famosa riqueza, se volvieron a Tíguex sin ver cruz ni rastro de
cristiandad, y de allí a Méjico, en fin de Marzo del año de 42».
A pesar del desastre y del disgusto del Virrey que había gastado
en la empresa más de sesenta mil pesos de oro sin lograr que le

pág^S?6^2 ^ QÓniara: *Historia de ,as Indias», en Bib. de A. A. E . E . , t 22,

(2) López de Qótnara: «Historia », en Bib. de A. A . E . E . , t. 25, pág. 288.


— 133 —

trajesen «cosa tllngruna de allá, ni muestra de plata, ni de oro, ni de


otra riqueza», el mito de las ciudades fabulosas había arraigado
tanto, que, todavía, cuarenta años después, un nuevo iluso, Juan de
Espejo, comerciante acaudalado, gastaba su fortuna para encontrar
tan sólo las huellas de los compañeros de Coronado; y en 1596, Juan
de Oñaíe, hacía una última y también fracasada tentativa en busca
del oro de Quivira,
Cuando el encanto se desvaneció desaparecieron aquellas Siete
Ciudades misteriosas que la imaginación de los conquistadores supo-
nía tan ricas como las de Méjico y las del Perú; pero el engaño había
sido provechoso. Gracias a él se había llegado al conocimiento de
una vastísima zona continental, precisamente la zona que, andando
¡os años, había de asombrar al mundo con su riqueza aurífera, como
si al fin se hubiese decidido a sacar de su seno los inagotables teso-
ros con que soñaron sus primeros exploradores.
CAPÍTULO XIII

El rescate de Atahualpa

Dejando ya las tierras del Norte, donde durante mucho tiempo


aún se siguieron haciendo incursiones en busca de países m á s o
menos fantásticos, vayamos ya a las empresas que simultáneamente
se verificaban en la América del Sur. Hemos visto cómo el Darien
era, con la Española y Cuba, uno de los tres centros de expansión
conquistadora, y en el Darien hemos visto la actuación de Vasco
Núfiez de Balboa, del que es preciso afirmar que, si no hubiese sido
truncada su carrera por la persecución de Pedrarias Dávila, hubiera
sido seguramente el descubridor del Perú.
Desaparecido Balboa, quedaron flotando en el ambiente las
noticias por el recogidas sobre la existencia de un poderoso reino en
las costas del Mar del Sur y, como no era aquella época de andarse con
vacilaciones, surgieron en seguida los continuadores de su obra. Tras
la fracasada tentativa de Becerra, que sólo pudo dar noticias de un
cacique poderoso que gobernaba las regiones situadas hacia el Sur,
se organizóla expedición de Pascual de Andagoya, quien dejó escrita
una relación de su viaje en la que afirmaba haber llegado hasta el río
de San juan. Y así como Grijalva, al traer noticias exactas de la
existencia de Motezuma, precipitó la llegada de C o r t é s , también
Andagoya, hablando con toda precisión de una provincia del Birú,
relatando los señores y mercaderes que la habitaban y dejando entrever
las riquezas que poseía, estimuló y decidió la organización Pizarro-
Almagro-Luque para la conquista del país entrevisto.
Tan conocidas son las personas de los nuevos conquistadores
que es inútil su presentación; pero sí conviene hacer notar las carac-
terísticas de los que en la empresa tomaron parte, ya que cada uno
— 135 —

de ellos es, a su modo, un caso típico de aquellos aventureros del


siglo xvi. Pizarro y Almagro son el tipo del conquistador; ambos de
origen humilde, oscuro, apto para que lo recoja la leyenda; los dos
analfabetos; los dos pobres, ambiciosos, llegados a las Indias sin
más medios que su espada, pero dispuestos a adquirir riquezas
propias de reyes; amigos entrañables hasta el punto de que Oviedo
hace resaltar una amistad que les hace parecer «un mesmo hombre en
dos cuerpos» acaban asesinándose e iniciando la primera guerra
civil de los nuevos territorios. Luque, clérigo rico e influyente, amigo
de Pedrarias y aficionado a las aventuras, es el banquero de la
empresa, el socio capitalista que ya que no puede alejarse de P a n a m á
por su cargo de Maestrescuela, participará, con el riesgo a que expone
sus riquezas, de la emoción de la conquista; Luque, Las Casas,
Fonseca, son, cada uno en su genero, modelos de aquellos clérigos
de activo vivir que no podían considerar a su ministerio apartado de
la vida civil. Pedrarias es el tipo del gobernador inepto, pero ambi-
cioso, que desea el oro, pero no quiere arriesgar la vida ni sus
comodidades, que se prevale de su cargo para establecer pactos
onerosos con los que le necesitan; en la empresa del Perú estará a la
cuarta parte en los gastos y ganancias, pero comienza por no
contribuir más que con palabras; es el punto negro de la reunión, el
único que no expone nada, quizá el que m á s hubiera sacado si el
pacto no se hubiese roto con oportunidad.
En Noviembre de 1524 se realizó la primera tentativa; Pizarro
salió con 114 hombres, en un solo navio, mientras Almagro prepa-
raba otro para alcanzarle después. L a expedición fue corta y acciden-
tada; algunos españoles perdieron la vida y Almagro volvió con un
ojo de menos, pero «truxo hasta tres mili pessos de oro de diez y
seys e diez y siete quilates, e alguna plata en quentas menudas, e
otras cosas; e dixo que avía mucho oro en aquella tierra, e quel
pudiera traer cient mili pessos dello, c que lo dexó, pensando que era
muy baxo más de ley de lo que en los tres mili pessos pares^ió que
era, e que por esso lo avía dexado» (1). Y algo m á s importante
todavía, que «a diez soles de allí había un rey muy poderoso, yendo
por espesas montañas, y que otro m á s poderoso, hijo del S o l , habi>
venido de milagro a quitarle el reino, sobre que tuvieron muy san-
grientas batallas».
Animados con tan favorables auspicios, repitieron el intento en

(1) Oviedo: «Historia >. lib. XXIX, cap. XXIII.


- 156 -

1526 después de haber excluido ñ Pedrarlas y confirmado solemne-


mente el pacto entre los tres asociados; dnró esta segunda expedi-
ción tres anos v fué aún más accidentada v nenosa qne la anterior.
Al lleírar a la desembocadura del río San Inan. la resistencia de los
indios fué tan tenaz, que se acordó que Almagro volviese a Panamá
por refuerzos, mientras Pizarro continuaba los descubrimientos. Y en
tanto llegaban aquéllos, Pizarro recorría la costa, veía la tierra bien
cultivada, con señales de grandes riquezas y encontraba una gran
canoa en la que los indígenas llevaban sartales de conchas coloradas
por las que daban todo el oro o plata que se les pidiese; estos
mismos indígenas les hablaron del modo como sacaban el oro, de
islas muy pobladas, con gran abundancia de perlas y de que en la
tierra de donde venían había muchas piedras de valor.
Entre tanto. Almagro, al llegar al P a n a m á , comenzó a relatar a
todo el mundo que habían hecho catas en la costa que habían
recorrido y la hallaron muv rica en minas de oro y que conocían la
existencia de un gran señor, el cacique Coqno, que tenía mucho oro,
noticias todas muy influidas por la imaginación de Almagro, pero que
tuviéronla virtud de hacer que lograse sin dificultades su propósito;
el alistamiento de unos 80 hombres recién venidos de E s p a ñ a a l a
busca de riquezas, con los que volvió ñ unirse a su asociado. Y a
juntos los dos, siguieron a la bahía, que llamaron de San Mateo, en
donde vieron llegar ocho o diez canoas grandes «llenas de gente con
armaduras de oro o de plata en su cuerpo e bragos e cabegas; y en
aquel edificio que traían en las popas de las canoas, puestas muchas
piceas de oro». E n Tacamez vieron que «todos los indios que salían
de guerra traían sembradas las caras con clavos de oro en agujeros
que para ello tenían hechos» (1). pero comprendieron también que no
tenían elementos ni nrenaración nara la conquista de tan poblados
territorios, y se decidió qne volviese Almagro a P a n a m á mientras
Pizarro fe esperaba en la isla del Oallo.
Almagro llegaba de nuevo al Panamá en pleno optimismo, afir-
mando que en la primera entrada que hiciesen «en poco tiempo se
podrían aver m á s de doscientos mili pessos de oro... porque segund
lo que avían visto los chripstianos en los indios de las canoas ya
dichas, en los que vieron en la tierra e por relación de indios que
tomaron, la cosa era muy riqufssima c de grande esperanza para lo

(1) Agustín de Zarate: «Historia del descubrimiento y conquista del Perú*,


cap. I, en Bib. de A. A. E . E , tom. 26, pág. 464.
— 157 —
\
de adelante, c ían gerca de P a n a m á que se podía ir y venir cada ano
una o dos vefes, e traer de allá mucho oro e plata e indios e otras
cosas que se esperaban hallar en aquella lierra» (1).
Sin embargo, no todos debídn participar del mismo oplimismo
cuando se llega hasta a producirse el conflicto que da origen al cono-
cidísimo y tradicional relato del ovillo de algodón. Se cuenta que los
soldados de Pizarro se hallaban en la isla del Gallo fatigados de la
empresa, desanimados y con deseos de descansar; al ver que Almagro
iba por nuevos refuerzos para continuar la marcha, se valieron de un
ovillo de algodón para enviar un papel a la esposa del nuevo Gober-
nador de P a n a m á , don Pedro de los Ríos, pidiéndole que se les sacase
del infierno en que se hallaban; el Gobernador, atendiendo la indica-
ción, envió un navio para recoger a todos los que quisiesen abandonar
a Pizarro, y entonces surge en éste la decisión heroica y haciendo una
raya en el suelo pronunció sus célebres frases: «Allí, hacia el Sur,
está el Perú con sus tesoros; a vuestro lado, hacia el Norte, P a n a m á
con su pobreza eterna. Ahora escojed. jYo voy al Suri». Sólo trece
pasaron la raya y gracias a ellos pudo continuar los descubrimientos
que le llevarían a la conquista del imperio incásico. E s indudable la
belleza de este relato que pone de manifiesto el irreductible carácter
de aquellos conquistadores; podran variar los detalles, las palabras,
el número de los que se quedaron, pero lo que sí es indudable es que
una docena de hombres se decidieron a permanecer en una isla
desierra, pequeña y próxima a una tierra en la que hormigueaban los
indios; y no menos cierto es que el argumento decisivo que se les
expuso fué el del oro, idea directriz que les guiaba y les sostenía en
la adversidad.
E l Gobernador de P a n a m á no pudo menos de quedarse admirado
del arrojo de los que se quedaron y, enviándoles víveres, les dió un
plazo para hacer su exploración. E l plazo fué bien aprovechado; de
la isla del Gallo pasaron Pizarro y sus doce compañeros a la de
Gorgona y, desde allí, siguiendo la costa, avistaron la ciudad de
Túmbez, que les pareció cosa de magia; dos marineros bajaron a
observarla y su imaginación desbordada vió pronto no sólo templos
de oro, sino jardines y árboles con frutas del mismo metal. Hubiera
sido oportuno comprobar sus declaraciones, pero bastaba con ia
vista de la ciudad para comprender que se había llegado a las puertas
del Perú; el tiempo apremiaba, pues el plazo concedido era corto y

(1) Oviedo: «Historia », lib. XLIII, cap. III.


- 138 -

Pizarro se dió por satisfecho y regresó a P a n a m á llevando animales,


indígenas, muestras de oro y plata y la gran noticia de la ciudad
maravillosa.
Era preciso marchar a conquistarla cuanto antes, pero se nece-
sitaba mucho dinero y ellos estaban arruinados, mucha gente y en el
P a n a m á era difícil reuniría después del incidente de la isla del Gallo;
había que apelar a los recursos extraordinarios: buscar e! apoyo de
la Corona relatándola lo ya descubierto y traer gente de E s p a ñ a . De
todo ello fué encargado Pizarro, que salía para E s p a ñ a en la prima-
vera de 1528. Recibido por Carlos V se negociaron entre ambos las
capitulaciones de 26 de julio de 1529, en las que Pizarro recibía los
títulos vitalicios de Gobernador y Adelantado del Perú, m á s una
parte de los beneficios que se esperaban lograr; no fué lo peor que
se olvidase de procurar para Almagro cargos y preeminencias iguales
a las suyas, ya que iguales habían sido sus méritos, sino que se llevó
en su compañía a sus cuatro hermanos Hernando, Juan, Gonzalo y
Francisco, gente soberbia y ambiciosa, sobre todo el primero, que
habían de introducir el desasosiego, la envidia y, por último, la
guerra entre los dos viejos compañeros.
Decepcionado Almagro al verse tan postergado en la capitula-
ción, estuvo a punto de disolver la sociedad y seguramente hubiera
llegado a ello si la intervención pacificadora de Luque y las promesas
de Pizarro no le hubiesen calmado. E n Enero de 1531 salió por fin la
expedición definitiva formada por tres navios y cerca de 200 hombres;
aprovechando los vientos favorables llegaron en trece días a la bahía
de San Mateo, lugar que les había costado antes dos a ñ o s alcanzar.
Los víveres se acabaron y fué preciso seguir por tierra en una pere-
grinación dolorosísima que les llevó, enflaquecidos y agotados, a
Coaque. Allí comenzó a sonreírles la fortuna; aparte de los víveres
abundantes que restauraron las fuerzas de los expedicionarios, toma-
ron quince mil pesos de oro y mil quinientos marcos de plata, de los
que acordaron enviar inmediatamente treinta mil castellanos a P a n a m á
«para acreditar la tierra y poner codicia a la gente que pasase a ella».
Y no fueron sólo los metales preciosos la riqueza encontrada, sino
que también «hallaron algunas esmeraldas, y muy buenas», pero
quedaron menos asombrados de este hallazgo, que casi inutilizaron
«porque los que allí iban eran tan poco prácticos en este genero de
piedras, que les páreselo que para ser finas las esmeraldas no se
habían de quebrar con martillo, como los diamantes, y así, creyendo
que los indios les engañaban con algunas piedras falsas, las daban
- 159 -

con una piedra; y así destruyeron grandísimo valor de estas esme-


raldas» (1).
En la provincia que llanidron Puerto Viejo, en la actual república
del Ecuador, se les unió Sebastián de Benalcázar, y en la isla de
Puna, Hernando de Soto, trayendo ambos alguna gente de pie y de
caballo, con lo cual ya no temió Pizarro el choque con los indios y
tuvo algunos encuentros sangrientos en la citada isla y en Tümbez;
cuando los hubo aterrorizado los admitió a la paz y, recibidos y
repartidos los presentes de oro que les hicieron, prosiguió su camino
hasta las orillas del río Chira donde, hallando favorable el lugar,
fundó el pueblo de San Miguel, a seis leguas del puerto de Payta, a
semejanza de la fundación de Veracruz, hecha por Cortés. San
Miguel sería el punto de enlace entre P a n a m á y Perú; a él arriba-
rían y de él partirían los barcos que pusiesen en comunicación a
unos con otros, y, en caso necesario, sería lugar de refugio para
¡os que fuesen derrotados por los incas. Y en San Miguel, antes
de internarse en busca de las grandes ciudades, recibió Pizarro las
primeras noticias directas de Huáscar y Atahualpa, señalándole
la favorable ocasión en que las discordias intestinas habían colocado
al Perú.
Y al igual que en San Salvador con Colón, y en San Juan de
Ulúa con Cortés, se verificaba ahora, al partir de San Miguel, el
choque de los dos mitos, el español y el indígena, que había de
favorecer la labor de los conquistadores. E l mito dorado era el mismo
para todos los españoles; el mito tradicional de los que saldrían
vencidos en el choque, variaba según los países. E n Méjico fué la
antiquísima tradición que radicaba en Huichilobos; en el Perú otra
leyenda, no menos antigua, señalaba a Viracocha como el autor de
la predicción de la ruina del Imperio y la llegada de los españoles.
Y los siniestros presagios que atemorizaron a Motezuma se dieron
también ante el jefe de los incas: hubo terremotos, mayores que los
que de ordinario sacudían el Perú; como consecuencia de ello se
observaron mareas violentísimas; aparecieron cometas; en una fiesta
al Sol presenciaron los indígenas cómo una docena de cernícalos
perseguían hasta matarla a un águila real, y, entre tanto agüero de
desgracia, se observó en una noche que la luna tenía tres grandes
cercos: el primero de color sangre, el segundo verdinegro y el tercero
que parecía humo. Los hechiceros estaban temerosos y entristecidos

(1) Zarate: tHistoria », lib. II. cap. I, Bib. A. A . E . E . , t. 26, pág. 474.
— 140 —

ante estas señales que sólo podían significar una cosa: la ruina y
destrucción de su imperio.
Simultáneamente con estos presagios se supo la aparición de
gentes extrañas y nunca vistas en aquella tierra y, por si esto fuera
poco, a la muerte de Huayna Capac, se encendió una cruenta guerra
civil entre sus dos hijos Huáscar y Atahualpa que, en el momento de
la llegada de Pizarro, terminaba por la prisión del primero y recono-
cimiento como Inca del segundo. Pero Atahualpa no podía estar
tranquilo; al temor religioso de las predicciones de sus adivinos, se
unía el temor político de la aún candente lucha civil, y ante ios extra-
ños visitantes, fuesen quienes fuesen, no tenía otro camino que
intentar atraerlos, usar de halagos y presentes, quizá evitar o demorar
el primer ataque hasta que en mejor ocasión y sobre seguro pudiese
aniquilarlos.
E n estas circunstancias sale Pizarro de San Miguel en dirección
a Cajamarca y, para imitar en todo a Cortes, pregonó en el valle d^
Piura que dejaba volverse tranquilamente a los que no quisiesen
seguir adelante; sólo nueve hombres retrocedieron a unirse con los
de San Miguel, y con los 168 que le quedaban siguió adelante.
Habiendo enviado un mensajero para que se le adelantase hasta el
pueblo de Caxas, le trajo este la noticia de que a treinta jornadas
de andadura había una ciudad, llamada Cuzco, en ¡a cual estaba
enterrado el padre de Atahualpa en una sala cuyo suelo estaba
chapado de plata y las paredes con chapas de oro y plata entreteji-
das; al mismo tiempo llegaba el primer mensajero de Atahualpa que
venía a saludarle cómo amigo y traerle un presente consistente en
dos figuras de fortalezas a manera de fuente para que bebiese y dos
cargas de patos secos desollados para que, hechos polvo, se sahu-
mase según era costumbre entre los señores de aquella tierra (1).
Poco antes de llegar a Cajamarca, nuevos emisarios de Atahualpa,
les entregaron diez ovejas con nuevas promesas de amistad por parte
del Inca y por fin, el 15 de Noviembre de 1552, llegaban a la vista de
la ciudad.
Al llegar a la plaza de Cajamarca y avistar el real de Atahualpa
acampado a las afueras con m á s de treinta mil hombres armados y

(t) Oviedo: «Historia », lib. XLVI, cap. III y Francisco de Jerez: «Verdadera
relación de la conquista del Perú y provincia del Cuzco», en Bib. de A . A E . E . ,
t. 26, pág. 326. Zárate: «Historia....», lib. H, cap. IV, dice que el presente consistió
en unos zapatos pintados y unos puñetes de oro para que se los pusiese y fuese
por ellos reconocido.
— 141 —

colocados en el mejor orden, los españoles se sobrecogieron por


primera vez y comprendieron que sólo un golpe de audacia podía
asegurar su existencia en el país. Y el golpe se verificó, mucho m á s
audaz que el de Cortés, pues no fué realizado entre los salones del
palacio real, sino en pleno campo y ante un numeroso ejército, y tan
fructífero como aquél, pues quedó Atahualpa prisionero y se abrieron
con él, ante los españoles, los tesoros del Perú.
El primer botín importante lo recogieron al día siguiente de la
batalla de Cajamarca al hacerse el registro del campamento real. «Y
en el oro quel día antes se avía recogido e lo que en estotro día se
recogió e se truxo, ovo quarenta mili pessos, todo buen oro, e siete
mili marcos de plata e catorce esmeraldas. Y en el oro e plata ovo
piezas muy grandes, e cántaros, e ollas, e copones, e brasseros, e
otras diverssidades de vassijas e todas pessadas: lo qual todo dixo
Atabaliba que era vaxilla de su servicio ordinario, e otra mucha can-
tidad que dixo que sus indios que habían huydo llevaron» (1).
Pero el verdadero deslumbramiento de los españoles comenzó
con las primeras conversaciones sostenidas con su prisionero. Ata-
hualpa, que conocía de sobra las aspiraciones de sus vencedores, se
cuidó muy bien de excitarlas todo lo posible, como medio de asegu-
rar su vida, y les entusiasmó relatándoles con todo detalle las riquezas
de que podía disponer: «...hay en aquella ciudad [Cuzco] otras
veyníe casas, las paredes chapadas de una hoja delgada con plan-
chas de oro. Y es muy grand población, de ricos e buenos edificios;
e allí tenía mi padre un thessoro, que era fres buhíos llenos de piezas
de oro, e cinco buhíos de plata, e Qient mili tejuelos de oro (que lo
avían sacado de las minas, cada tejuelo de pesso de £inqüenía caste-
llanos), lo cual ovo de los tributos que le daban en las tierras que
avía señoreado».
«Más adelante desta cibdad está una provincia que se dice
Collao, donde está un río que tiene mucha cantidad de oro, e cavando
Poquito, quassi a la haz de la tierra, sacan granos de oro tan gordos
como huevos e como nueces. E camino de Chincha, diez jornadas
desta provincia de Caxamalca, está otro río en otra provincia que
se dige Guanaco, tan rico en oro como el de Collao; y en todas
estas provincias hay minas de oro e muchas e muy ricas de plata,
ti la plata se saca en las sierras en giertas partes con poco trabaxo;
que cada indio saca cada día finco o seys marcos de plata envuelta

(1) Oviedo: «Historia », lib. XLI, cap. VIII.


10
_ 142 -

con plomo y estaño e piedra agufre, e la apuran; e para sacalla pegan


fuego a la sierra, donde ella está, e con la piedra adufre arde, e como
se quema, cae la plata a pedamos» (1).
Y cuando ya les ha encandilado les ofrece por su libertad el más
fabuloso rescate que vieron los siglos. «...E porque a mí no me maten
los españoles, que les he gran temor, yo te daré a ti e a los que me
prendieron mucha cantidad de oro y plata. E l Gobernador le preguntó
que qué tanto le daría y en qué término. Dixo que de oro daría una
sala de apossento donde el gobernador residía entre día, que tenía
veynte e dos pies de luengo e diez y siete de ancho llena hasta una
raya blanca de cal que a la mitad del altor de la sala estaba, hasta la
que avía desde el suelo estado y medio: lo qual daría y henchiría de
oro en cántaros e ollas e tejuelos magigos e otras diversas piegas;
e que de plata daría todo aquel buhío dos veges lleno, e que lo
cumpliría dentro de dos m e s s e s » (2).
AI poco tiempo comenzó a recibirse el oro en remesas diarias
que oscilaban entre 20 y 60.000 pesos. S i n embargo, como pasara el
plazo de dos meses dado por el prisionero y aún no hubiese reunido
el rescate señalado, comenzaron las murmuraciones ante lo que
consideraban como una dilación de la promesa y, para acallarlas y
ayudar al mismo tiempo a los indios a transportar el botín, fueron
despachados algunos capitanes hacia las ciudades proveedoras de
oro. Hernando de Soto y Pedro del Barco partieron en dirección a
Cuzco, y se encontraron en el camino con Huáscar, a quien traían
prisionero los soldados de Atahualpa; como Huáscar viese también
en la codicia de los cristianos un medio para recuperar la libertad y el
trono, procuró seducirles con mayores promesas de riquezas, dicién-
doles «que si el Marqués lo hacía [el devolverle la libertad], no sola-
mente cumpliría lo que por su hermano se había proferido de dar en
el tambo o portal de Caxamalca un estado de hombre lleno de vasijas
de oro, pero que le hinchiría todo el tambo hasta la techumbre, que
era tres tantos más; y que se informasen y supiesen si él podía hacer

(1) Oviedo: -Historia », lib. XLVI, cap. IX.


(2) Oviedo: «Historia », lib. XLVI, cap. IX.López de Qómara y Zárate dicen que
para señalar la altura levantó la mano cuanto pudo e hizo en la pared una raya roja.
Pedro Pizarro agrega en su «Relación» el detalle de que su hermano Francisco hizo
llamar a un escribano para que diese fe de la promesa de Atahualpa y de que además
era voluntad de éste que el rescate fuese sólo para los que le habían apresado en
Cajamarca; salta a la vista la parcialidad de este relato, con el que sólo se pretende
legalizar la exclusión en el reparto de Almagro y los que con él venían.
143 —

más fácilmente aquello que su hermano lo otro; porque para cumplir


Atdbaliba lo que había prometido le era forzoso deshacer la casa del
Sol del Cuzco, que estaba toda labrada de tablones de oro y plata
igualmente, por no tener otra parte donde hacerlo; y el tenía en su
poder todos los tesoros y joyas de su padre, con que fácilmente podía
cumplir mucho más que aquello; en lo cual decía verdad, aunque los
tenía todos enterrados en parte donde persona del mundo no lo sabía,
ni después acá se ha podido hallar, porque los llevó a enterrar y
esconder con mucho número de indios que lo llevan a cuestas, y
enacabando de enterrarlos mató a todos para que no lo dijesen ni se
pudiese saber...» (1).
No pudieron los emisarios detenerse a tratar con Huáscar sobre
la verdad de sus promesas y, mientras continuaban hacia Cuzco, se
enteró Atahualpa de los ofrecimientos hechos por su hermano y
temiendo que venciesen a los suyos le m a n d ó matar. Los emisarios
de Cuzco trajeron noticias maravillosas: de una sola casa quitaron
700 planchas de oro de unos 500 pesos cada una; de Jauja les enviaron
otras 700 y, despreciando la plata por no poderla llevar, reunieron
178 cargas que presentaron ante los ojos atónitos de sus compañeros.
Por su parte, Hernando Pizarro había salido también a apresurar
el envío del oro. E n Guamanchurco o Guamacucho encontraron a un
hermano de Atahualpa que venía a toda marcha con m á s de tres-
cientos mil pesos de oro y una no despreciable cantidad de plata; en
Pachacamac pudieron reunir hasta noventa mil pesos, dándose
además perfecta cuenta de que se había ocultado la mayor parte del
tesoro; cerca de Jauja hallaron 150 arrobas de oro enviadas por
Chalcuchima y, ya en esta ciudad, reunieron treinta arrobas m á s con
las que regresaron a Cajamarca (2).
Grandes eran las riquezas reunidas, «nadie creía que se hubiese
visto en el mundo tanto oro y plata como allí había», pero aún no
llegaba el tesoro hasta la raya señalada; sin embargo, como la
impaciencia era mucha y se iniciaba el temor de que la presencia de
Almagro, que acababa de llegar, produjese disturbios, se acordó
relevar a Atahualpa de su promesa y repartir lo reunido entre los
soldados de Pizarro, para que en adelante todos participasen de los

(1) Zárate: «Historia », lib. II, cap. VII, Bib. A . A E . E . , t. 26, pág. 479.
(2) Los detalles de la expedición de Hernando Pizarro se hallan en la relación
hecha por el veedor de la misma Miguel Estete, recogida por Oviedo y Francisco
dt: Jerez.
_ 144 —

botines futuros. E n 15 de mayo de 1555 se comenzó a hacer la


fundición que duró hasta el 25 de julio; echada la cuenta del rescate,
se encontró un cuento e tresgientos e veynte e sey mili e quinientos
e treynta y nueve pesos de buen oro y ginquenta e un mili e seys-
gientos y diez marcos de plata. Descontados el quinto real y los
derechos de marca y fundición se verificó el siguiente reparto: Pizarro
tomó para sí 57.250 pesos de oro y 2.550 marcos de plata, además
de la plancha de oro que servía de asiento en las andas del Inca; su
hermano Hernando 51.080 pesos y 1.267 marcos; el capitán Soto
15.740 y 714 respectivamente; siguen en orden los demás capitanes
y, en cuanto a los soldados «cupo a los de caballo a ocho mili e
ochocientos y ochenta pessos de buen oro, e a trescientos e sessenta
y dos marcos de plata; e a los de pie a quatro mili e quatrogientos y
quarenta pessos de oro, e a ciento e ochenta y un marcos de plata,
e algunos a m á s e otros a menos, según que paresció al gobernador
que cada uno meres^ía, conforme a la calidad de su persona e
trabaxo» (1).
Y aún se pudo dar 1.000 pesos a cada uno de los soldados de
Almagro para compensarles de haber llegado tarde, otra cantidad
para los que habían quedado en el pueblo de S a n Miguel, una
limosna para edificar la iglesia de Cajamarca y otras partidas para
todos los mercaderes y marineros que después de la guerra hecha
vinieron a la fundición, «por manera que a todos los españoles que
en aquella tierra e reyno se hallaron alcanzó parte». E n cuanto a la
Corona se le envió la bonita cantidad de 100.000 pesos de oro y
20.000 marcos de plata y se le escogieron las piezas más grandes y
vistosas para que produjesen la máxima impresión en Castilla, «y
así trajo [Hernando Pizarro] muchas tinajas y braseros y aíambores,
y carneros, y figuras de hombres y mujeres, con que hinchió el peso
y valor arriba dicho».
Halagüeño por demás había sido el resultado inmediato, pero no
lo fueron tanto las consecuencias. Aquellos soldados enriquecidos de
la noche a la mañana menospreciaron el dinero tan fácilmente
adquirido y, al depreciarse la moneda, encarecieron extraordinaria-
mente las mercancías europeas. Se llegaba a pagar tres mil pesos
por un caballo, cuarenta por un par de borceguíes y medio peso por
una cabeza de ajos; el juego acabó por alterar el valor del oro y era
comente pagar las deudas con pedazos de oro, a bulto, sin aquilatar

(1) Oviedo: «Historia », iib. XLVI, cap. XIII.


— 145 —

su valor. Entre almagrisfas y plzarristas comenzaron las disputas y


fué Aíahualpa la primera víctima de ellas por creer aquellos que
mientras el Inca viviese todo el oro que se encontrase se atribuiría al
rescate de que ellos no participaban. Algunos, muy pocos, conside-
raron satisfecha su ambición y regresaron a España con sus tesoros,
deslumhrando a sus paisanos y encendiendo en todas partes el deseo
de marchar a la adquisición de tales riquezas; los más, no conformes
con lo adquirido, siguieron el rastro del oro traído por orden de
Aíahualpa y llegaron a Cuzco.
En esta ciudad, capital del imperio incásico, se repitieron las
maravillas de la leyenda en medio de un saqueo sin precedentes.
Según Gomara «los españoles en el Cuzco sin contradicción alguna...
comenzaron a desentablar las paredes del templo, que de oro y plata
eran; otros a desenterrar las joyas y vasos de oro que con los muer-
tos estaban; otros a tomar ídolos que de lo mesmo eran. Saquearon
también las casas y la fortaleza, que aún tenía mucha plata y oro de
los Guaynacapa. En /7/7, hubieron allí y a la redonda m á s cantidad
de oro y plata que con ¡a prisión de Atabaliba habían habido en
Caxamalca. Empero, como eran muchos m á s que no allá no les
cupo a tanto...» (1).
Pero Cuzco, que parecía representar el apogeo de la borrachera
del oro incásico, señalaría también, y por eso mismo, el comienzo de
la desgracia para los conquistadores. Almagro había visto por fin
premiados sus esfuerzos con la gobernación de Nueva Toledo, al
Sur de la gobernación de Pizarro; Cuzco estaba en el límite y era
ciudad muy codiciada, a la que aspiraban los dos ex-asociados;
Cuzco había de ser el pretexto de la guerra civil y en ella habían de
perecer los dos. Sin embargo, las dispulas que habían de írasformar
en mortales enemigos a los dos antiguos compañeros, no habían de
ser óbice para que se siguiese persiguiendo el mito dorado por todas
partes y, al igual que Méjico, Cuzco se constituyó bien pronto en
punto de partida de nuevas expediciones que, buscando en todas
direcciones las fuentes del áureo metal, acabarían por recorrer casi
íoda la América meridional.
Hacia el Norte partió Sebastián de Benalcázar ilusionado por las
indicaciones de un indio que le aseguraba haber tanto oro y plata en
Quito que todos sus caballos no podrían llevar la veintena parte; se
afirmaba además la existencia de tres casas llenas de oro y plata

(1) Apud C, Pereyra: ><Histony », t. VII, «Perú y Bolivia», pág. 141.


- 146 —

«sin muchos cántaros que avía de la casa del S o l , e otras riquezas».


Esto confirmaba las sospechas de que Quito era una de las ciudades
que m á s habían contribuido al rescate de Atahualpa y nadie dudaba
entre los soldados de Benalcázar que iban a volver m á s ricos que
los participantes de Cajamarca.
Internados en el Ecuador, y después de vencer la desesperada
resistencia de los indios, tuvieron noticias de que un jefe llamado
Orominani había huido de Quito cardado de riquezas y, en su perse-
cución, llegaron a la elevada llanura donde se asienta la capital. De
sus encuentros con los indios sólo habían logrado algunas vasijas
de oro y plata; m á s adelante, en Quiochc «hallaron diez cántaros de
fina plata, dos de oro de subida ley, y entrometido en ellos, algún
metal de gran perfición». Esto no era la riqueza sonada, pero era un
indicio de la misma y en pos de ella continuaban su camino cuando
se vieron sorprendidos por la aparición de unos inesperados rivales:
Pedro de Alvarado, el compañero de Cortés y conquistador de Gua-
temala, avanzaba hacia el Sur atraído por el espejuelo del oro
incásico cuyo brillo llegaba hasta las regiones aztecas. E l encuentro,
que pudo ser sangriento, se arregló pacíficamente, por intervención
de Almagro, concediéndosele a Alvarado una indemnización de cien
mil pesos para que dejase el camino libre a los conquistadores perua-
nos. Y mientras Alvarado volvía a Guatemala y Benalcázar conti-
nuaba siempre hacia el Norte en busca de legendarias regiones en
las que volvería a encontrar nuevos perseguidores de su mismo
ideal (1), se acababa de verificar en la alta meseta ecuatoriana una
prueba de la fuerza dinámica del mito dorado; allanando obstáculos,
venciendo dificultades, manteniendo combates, dos grupos, uno del
norte y otro del sur, habían coincidido en busca del vellocino dorado
y habían realizado, para llegar hasta allí, la heroica marcha a través
de comarcas que aun hoy, en plena civilización, son difíciles de
atravesar.
Hacia el Sur salió Almagro. Por muchos deseos que éste tuviese
de poseer Cuzco, no dejó de pensar que quizá en su gobernación de
Nueva Toledo hallase riquezas que hiciesen palidecer las ya cono-
cidas, y, antes de lanzarse a la guerra civil, prefirió convencerse de
lo que buenamente podía poseer y partió a la conquista de Chile. E n
los preparativos gastó Almagro todo lo que le había correspondido de
los botines de Cajamarca y Cuzco; comenzó por buscarse excelentes

(1) V. pág. 156.


_ 147 -

guías e intérpretes, pagados a peso de oro, que le informaron per-


fectamente de las provincias, puertos, despoblados, fuentes, etc.,
de la región que iba a conquistar; el alistamiento se asemejó más a
un reparto de botín que a un preparativo de conquista, pues comenzó
Almagro a repartir oro y plata entre los expedicionarios sin m á s
condición que la devolución voluntaria con lo que se ganase en
Chile, decidiendo a alistarse a mucha gente que sólo acudía atraída
por su fama de pródigo y por la esperanza de sus esplendidos
regalos.
E l comienzo de la empresa tuvo la feliz sorpresa de los tribu-
tarios de Chile que entregaron cerca de cien mil pesos de oro y
avivaron las ilusiones sobre el porvenir; pero éste no pudo ser m á s
tétrico. E l frío, las nieves, las tierras pobres, las ásperas montañas,
la inexistencia de las riquezas s o ñ a d a s y, desde el primer momento,
la resistencia de los araucanos, la más tenaz y heroica que encon-
traron los españoles en sus expediciones por América, desanimaron
a Almagro, a quien, por otra parte, ya preocupaba bastante la cues-
tión de los límites de su demarcación. Abandonó, por lo tanto, su
empresa, y se volvió al Perú a reclamar sus pretendidos derechos
sobre Cuzco y encender la guerra civil en que todos habían de
perecer.
Sin embargo, la conquista de Chile no se vió abandonada y fué
Pedro de Valdivia el encargado de realizarla escribiendo las páginas
más brillantes que, en el orden militar, se han escrito en la historia
de la conquisla americana. Más adelante, don García Hurtado de
Mendoza, Gobernador de Chile, haría extender las posesiones espa-
ñolas del Sur hasta Patagonia, llegando así al límite meridional del
Continente y estableciendo contacto por tierra con el estrecho de
Magallanes.
CAPÍTULO XIV

El país de las esmeraldas

A medida que se iban conociendo en E s p a ñ a los derallcs de las


fabulosas riquezas que se estaban hallando en el país de los incas,
se consolidaba la opinión de que roda la Tierra Firme consíifuía una
inmensa mina de oro y que lo mismo que se había hallado éste por la
costa del mar del Sur, podría hallarse internándose por la costa del
Atlántico, L a cuestión era encontrar un buen punto de entrada, y si se
tiene en cuenta que las proximidades del Darien, lo que constituye el
norte de la America meridional, era una zona que, aunque conocida
desde la época de Colón, había permanecido casi virgen a las explo-
raciones, no es de extrañar que en ella se fijase la atención de los
probables conquistadores y hacia ella dirigiesen sus actividades.
Habían pasado 25 años desde que el trianero Rodrigo de
Bastidas recorrió, en 1500, las costas del cabo de la Vela, hasta que
fundó la ciudad de Santa Marta; poco después, en 1553, se fundaba
la ciudad de Cartagena. Estos dos puntos, situados a un lado y a
otro del Río Grande (Magdalena), habían de dar origen a interesan-
tísimas expediciones que, persiguiendo especiales facetas del mito
dorado, acabarían por lograr el conocimiento claro y exacto del
interior de un país hasta entonces ignorado.
De Cartagena había de salir Pedro de Heredia; fundó la ciudad
en el punto que los indígenas llamaban Calamar y se dispuso a llevar
como norma en su aventura la táctica cortesiana de proteger unas
tribus contra otras para acabar dominándolas a todas. Sostenido el
primer choque con los indios en Turbaco, no encontraron todo el
oro que esperaban porque había sido escondido de antemano por los
naturales, pero bien pronto tropezaron con pueblos pacíficos que les
— 149 —

ofrecieron los primeros presentes. Después de derrotar al cacique de


Bocachica, llamado Cárex, obtuvo de el cien mil ducados de oro,
más sesenta mil que le dió el cacique de Bahaire; aliado con C a m -
bayo, cacique de Mahates, llega a la barranca de San Mateo, en el
río Magdalena, y tiene noticias de que existe una región riquísima, la
del Cenú, de la que proviene todo el oro que va reuniendo. Dispuesto
a preparar su conquista cree necesario reorganizar primero sus
fuerzas y guardar el botín ya recogido; por ello vuelve a Cartagena,
llevando de está su primera expedición, m á s de un millón de ducados
de oro.
Al conocerse las noticias de estas riquezas se produjo en E s p a ñ a
gran sensación. E l relato de un puerco espín de oro fino que pesaba
cinco arrobas y media desataba la Imaginación de los castellanos y
al saberse que Heredia necesitaba m á s gente, acudieron a él hombres
y mujeres, de todas las clases sociales, dispuestos a emborracharse
de oro. Los rumores que se propagaron confirmaban todas las fanta-
sías. Los indios conocían la costumbre que tenían los caciques y
señores principales del Cenú de enterrarse con el oro y joyas de su
propiedad; en estas sepulturas se reunían grandes cantidades de oro
en piezas labradas de mucho valor. A esto se unían fantásticos
relatos, como el que afirmaba la existencia de bosques cuyos
árboles tenían como frutas campanas de oro del tamaño y forma
de almireces. S i esta visión americana del jardín de las Hespéridcs
no correspondía a la realidad, por lo menos respondía perfecta-
mente al estado de ánimo de los que se aprestaban a la conquista
del Cenú.
Enviada una expedición exploradora regresaron afirmando haber
llegado a unas «largas y rasas campiñas e s á b a n a s de más de quince
leguas, en las cuales, obra de tres leguas metido en el raso, estaba
metido el Cenú, donde lenían los indios sus sepulturas hechas sobre
la tierra, de suerte que desde lejos se parescían e divisaban en tal
manera que una muy señalada sepullura, que los indios tenían hecha
a honra de su simulacro, que fué por los españoles llamada la
Sepultura del Diablo, se parescía y divisaba, por su gran altura,
desde una extendida legua de distancia». Y se llegó primero al
Fincenú (una de las partes del Cenú), donde encontraron un templo
con veinticuatro ídolos de madera recubiertos de piezas de oro
finísimo, labradas a martillo, o de tejuelos de fundición; inmediata-
mente se buscaron y hallaron las sepulturas, que fueron despojadas
al punto del oro y joyas que poseían. Algunas sepulturas apenas si
— 150 —

producían quinicnfos pesos, pero otras, las de señores ricos o


caciques, ileg-aron a los quince y veinte mil ducados, de tal modo,
que después de recorrer el Fincenú y el Cenufana, saqueando
templos y necrópolis, se había alcanzado el importante botín de
500.000 ducados de oro.
Sin embargo, el oro del Cenú, oro de los muertos, había de
costar muy caro a los expedicionarios haciendo, así, pagar la viola-
ción de que había nacido. Primero se depreció, como había sucedido
en el Perú, y tal precio adquirieron las mercaderías que resultó
escaso para adquirirlas; después comenzaron las enfermedades y el
hambre a hacer sus víctimas y fué necesario regresar inmediatamente
a Cartagena, bajo pena de quedarse a descansar para siempre al
lado de los ricos tesoros que se habían descubierto.
Como no era éste el resultado que se esperaba, los descontentos
iniciaron la especie de que Heredia había ocultado el oro y era
corriente afirmar que entre el jefe y sus criados se habían guardado
más de treinta arrobas del áureo metal, con lo que no solamente se
había estafado a los expedicionarios sino que también la Corona
quedaba defraudada en su quinto real. Para averiguar lo que en ello
hubiese de cierto, fué nombrado Juan de Vadillo, quien, después de
encerrar en la cárcel a Heredia, se dejó encantar también por la
sirena del oro y continuó la conquista de su antecesor.
Las noticias que llegaron hasta Vadillo ya no se referían a
sepulturas, que habían quedado desacreditadas, sino que trataban de
la existencia en el interior de unas minas riquísimas en oro. Después
de unas fatigosas marchas hallaron un cacique que les confirmó la
existencia de dichas minas, aunque vagamente detalladas y locali-
zadas; más adelante las minas toman nombre: se llaman Cuyr-Cuyr
y tienen todas las características de las minas legendarias. «Las
minas de Cuyr-Cuyr, en las cuales hay tanto oro, según los indios
afirmaban, que no hacen sino llegar y con la mano, sin otro instru-
mento de frabaxo, sacan el oro, e sin lavarlo, lo funden, porgue
es oro granado. E publicaban que en los nascimientos de aquel río
avía grandíssima cantidad de oro y esmeraldas» (1). Y no eran sólo
las minas, sino que al lado de ellas se colocaba un bohío hecho
con plumas de papagayo y lleno de oro, m á s una casa del diablo
«que le llaman Trabuco», la cual era la mitad de oro y la mitad
de piedra.

(1) Oviedo: «Historia. lib. XXVII, cap. XI.


— 151 —

Resultaban demasiados alicientes y demasiado imprecisos para


que se viesen confirmados por la realidad, y las minas de Cuyr-Cuyr
resultaron ser una de esas facetas de la leyenda dorada que nunca
pasaron de eso, de leyenda. Primero sin nombre, después ya bautiza-
das, no tienen lugar, y, cuando se recorren todos los sitios donde se
pudieran hallar, resultan ser un simple ¡eflejo de las riquezas del Perú,
cuya fama se extendía, aunque de un modo impreciso y vago, entre
todas las tribus indígenas que poblaban la América del Sur. Y una
vez m á s , la ilusión del oro había hecho posible, en poco más de diez
años, el reconocimiento y conquista de la mitad occidental de
Colombia; la región costera comprendida entre el golfo de Urabá y
el Río Grande, con su zona interior desde la orilla izquierda de este
río hasta los límites de la gobernación de Popayan, que regía Benal-
cázar, fueron los terrenos recorridos y poblados por Heredia, Vadillo
y sus capitanes.

* *•

Ya hemos dicho que a la derecha del Río Grande, en 1525, había


fundado Rodrigo de Bastidas la ciudad de Santa Marta y que de ella
había de partir una serie interesantísima de expediciones. Después de
las gobernaciones de Pedro Vadillo y Rodrigo Alvarez de Palomino,
se encargaba del mando de Santa Marta el húrgales Diego García de
Lerma, quien no tuvo otro afán que «adquirir oro por todas las vías
que él pudo con justa o injusta forma, y en perjuicio de su con-
t e n g a , y en deservicio de Dios y de sus Magestades, y en daño de
aquella tierra y ofensa de quaníos pobladores chripsíianos e indios
allá avía, excepto de algunos particulares, hechos a su apetito, y que
robaban para él y para sí» (1). Lerma intentó llegar también a las
tierras del Cenú remontando el río Grande o Magdalena, pero sus
soldados sufrieron un descalabro y él era depuesto poco después.
Le sucedió en la gobernación de Santa María don Pedro Fer-
nández de Lugo, «buen caballero y diestro capitán en las cosas de la
guerra», quien llevaba en su compañía como subalterno al licenciado
Gonzalo Jiménez de Quesada, que había de oscurecerle como con-
quistador. Contaba Fernández de Lugo con más de 2.000 hombres
Para la conquista de una gobernación relativamente pequeña y

(1) Oviedo: .Historia », lib. XXVI, cap. VIII.


— 152 -

flanqueada al Este por la de ios Welser, en Venezuela, y al Oeste por


la de Heredia, en Cartagena; su fuerza era la más elevada que se
había destinado a empresas de conquista y todo parecía que iba a ser
facilidades para el logro de sus propósitos, si no hubiesen hecho su
aparición las tres calamidades que asolaban Tierra Firme: las enfer-
medades, el hambre y las flechas envenenadas. Y tan rápidamente se
hizo crítica su situación que comenzaron en serio las deserciones,
siendo una de las que m á s llamaron la atención la del propio hijo del
Adelantado, que se escapó a Cuba, y de allí a E s p a ñ a , con 15.000
pesos de oro que se habían ganado en la primera entrada que se
hizo a los indios. Fernández de Lugo decidió organizar rápidamente
la expedición que había de internarse por el Río Grande en busca de
los países ricos que les compensasen de la miseria que estaban
pasando, y encargó de la misma a Jiménez de Quesada, que había de
realizar la proeza geográfica más notable de su tiempo.
E l 5 de Abril de 1536 comenzó Quesada su empresa remontando
el Río Grande, como lo había hecho su antecesor Diego de Lerma.
La marcha se presentó erizada de dificultades: fué preciso abrirse
camino por la selva a golpe de machete y rodeados de tigres y
serpientes; cruzaban las ciénagas luchando con los caimanes, las
enfermedades y el hambre; los caballos muertos, y hasta sus mismos
compañeros caídos en el camino, sirvieron de alimento para aquellos
hombres que apenas disponían de unos granos de maíz, y seguramente
se hubiera abandonado el intento, si la serenidad, la prudencia y el
valor de Quesada, no hubiera sostenido hasta lo último el aliento de
los que desfallecían; al llegar a los linderos del imperio chibeha,
cuando iban a separarse por fin del Río Grande para internarse en lo
desconocido, sólo quedaban 176 hombres en el último límite de la
resistencia, de los seiscientos que habían salido de Santa Marta. C o n
tan escasos elementos se iba a verificar la conquista de un imperio
cuyo poder seguía inmediatamente al del azteca y el inca.
Lo primero que extrañó a Quesada y los suyos fué el hallar en
las chozas de los indios panes de sal en forma de pilones de azúcar,
cosa desconocida en la costa y que indicaba la existencia de un
pueblo industrial hacia el interior; en busca de las misteriosas salinas
atravesaron la serranía de Atún y a sus pies se presentó una tierra
rasa y llana, ausente de montañas y muy poblada; era el comienzo
del Nuevo Reino de Granada, el imperio chibeha. S i Quesada
hubiera tenido indios intérpretes, se hubiera percatado inmediata-
mente de la existencia en el reino codiciado de dos poderes iguales y
— 153 —

antagónicos: el zaque de Tunja, al Norte, y el zipa de Bogotá, al


Sur, y, siguiendo los pasos de Cortés y Pizarro, hubiera podido apoyar
al uno para vencer al otro y acabar dominando a los dos, pero tuvo
que esperar algún tiempo hasta que los primeros indios prisioneros
aprendieron a hablar el castellano y, entre tanto, iniciar la aventura
en plena desorientación.
Cuando los españoles comenzaron a penetrar en la tierra rasa y
llana que tenían por delante y atravesaron poblados que tenían mil y
dos mil casas, pudieron comprender la imprudencia que representaba
el avance de 176 hombres agotados y enfermos en un país tan popu-
loso; pero también en esta ocasión vinieron a favorecerles las creen-
cias supersticiosas de los indígenas. Estos consideraban a los recién
llegados como hijos del S o l y de la Luna y, no sabiendo aún qué
cosas les satisfacían, les ofrecían niños para que los devorasen. «Y
desque vieron que los chripsíianos, sin parar en el indio, avían
passado adelante, debieron penssar que por ser viejo y ruin carne
aquélla, no la querían, y enviáronles otra carne m á s fresca, y habían
venir y baxar niños de sus propios hijos, para que los comiessen.
Los chripsíianos habíanles señas que no era aquel manjar para ellos,
y los indios debían entre sí, como después se supo, que aquella gente
nuestra debían ser hijos del sol, y que debían ser enviados para
castigar sus faltas y pecados: y comentaron a llamar a los chripsíia-
nos usachies, que es nombre compuesto de dos vocablos con que
aquella gente bárbara nombran al sol y a la luna; porque el sol di^en
Usa, y a la luna Echia» (1).
Pero no tardaron los expedicionarios en hacerse entender de los
indígenas respecto a sus aspiraciones. Una vez que encontraron, en
el valle de los Alcázares, el lugar donde se hacía la sal que tanto les
había preocupado, se dirigieron contra el señor de Bogotá, al que
derrotaron, pero no pudieron aprehenderlo ni lograr de él más que
una pequeña cantidad de oro; comprendió entonces el zipa el motivo
que afanaba a los españoles y supo aprovecharlo con astucia para
alejarlos de sus dominios, « C o m o ya tenía entendido que los chrips-
íianos se holgaban cuando les daban oro y esmeraldas, no pudieron
negar los nuestros su cobdi^ia y que se maravillaban cada día cresger
la cantidad, y que quanto m á s les daban, m á s querían del oro y
dessas joyas, y que con grand atención preguntaban de dónde se
traían y que hasta allí no se lo avían querido decir; envió a los

(1) Oviedo: «Historia », lib. XXVI, cap. XXII.


— 154 —

chripstianos do^e indios el Bogotá en secreto. Y entraron por el real


con provisión y con harías esmeraldas, fingiendo en su hábito y con
fingido cansancio y mucho polvo que traían, que venían de luengo
camino; y que eran de un cacique y señor que estaba ocho jornadas
de allí, e que avía oydo de^ir que los chripsíianos avían venido a
aquella íierra de Bogoíá, y que preguntaban que de dónde sacaban e
de dó se traían las esmeraldas; y que sabía que eran hijos del sol, y
se lo quería descobrir. Y que a esso venían aquellos indios, para
decirles que a quatro jornadas de su valle o población, estaba un
señor ques señor de las minas de las esmeraldas, y donde aquellas
piedras se sacan: e para esto los enviaron para que los chripstianos
fuessen allá» (1).
Inmediatamente salió Quesada de la región de Bogotá y se dirigió
al valle de la Trompeta, desde donde envió como explorador al capi-
tán Pedro de Valenzuela; al cabo de veinte días volvió este afirmando
ser verdad todo lo que los indios habían dicho, pues había visto él
mismo sacar las esmeraldas de las minas por los propios indígenas.
Aun no convencido Quesada, marchó en persona a ver las minas,
que pertenecían a un señor llamado Somindoco y, bien recibido por
éste, mandó a los indios que sacasen esmeraldas y así lo hicieron en
su presencia.
Halladas las piedras preciosas, faltaba encontrar el oro. Éste lo
poseía, según las informaciones de los mismos indios, el zaque de
Tunja, y contra él se dirigieron a continuación, logrando hacerle
prisionero; no se pudo evitar que la parte principal de su tesoro
hubiese sido escondida de antemano en previsión de los aconteci-
mientos, pero aun así pudieron lograr una buena cantidad de oro y
plata. «Lo poco que se le tomó fué en su apossento, donde dormía, y
en unos oratorios que estaban junto a él. Serían hasta giento y
quarenta mili pessos de oro fino, y treynta mili de oro baxo, con
algunas piedras, aunque pocas, porque como debimos, lo tenían ya
escondido» (2). De allí pasaron al pueblo de Sogamoso, donde
«hallaron colgados en unos oratorios que tienen, hasta cantidad de
quarenta mili pessos de oro fino y algund oro baxo y piedras». E s
decir, que cuando regresaron a Tunja para hacer el recuento del botín
recogido, hallaron que «se pessó el oro que avía, y pessado ovo,
assí en lo que se tomó en Tunja como en lo de Sagamoso y otro

(1) Oviedo: «Historia », lib. XXVI, cap. XXIV.


(2) «Relación de los oficiales San Martín y Lebrija» en Oviedo, lib. XXVI, c. XI.
— 165 —

poco de oro que por la tierra se avía ávido, pessó de fienío e noventa
e un mili e fiento e noventa y quatro pessos de oro fino, y de otro
oro más baxo treynta e siete mili e doscientos e treynta y ocho
pessos, y de otro oro que se llama chafallonia, en que ovo diez e
ocho mili e tresgieiiíos e noventa pessos. Oviéronse mili e ochocien-
tas quinfe piedras esmeraldas, en las quales hay piedras de muchas
calidades, unas grandes y otras pequeñas y de muchas suertes» (1).
Deducidos los quintos reales y reservadas nueve partes al Adelan-
tado, tocaron a cada soldado 512 pesos de oro fino, el doble a los
jinetes y el cuadruplo a los capitanes.
Animados con el resultado y suponiendo fundadamente que el
zipa de Bogotá, siendo señor m á s poderoso que el de Tunja, tendría
más ricos tesoros que éste, decidieron marchar de nuevo sobre
Bogotá hasta dominar al zipa. E n el camino tuvieron noticias de las
minas de oro de Neyva, que visitaron, viendo muestras de oro y
plata, de buena calidad, allí extraídas. También recogieron el rumor
de que existía una nación de mujeres guerreras, a las que llamaron
amazonas, que tenían el oro en gran abundancia. Supieron, por
último, que m á s allá de Sogamoso había una gente riquísima que
tenía un templo tan abundante en oro que se le conocía con el nombre
de la Casa del S o l y donde se hacían ciertos sacrificios y ceremonias
y se guardaba gran cantidad de oro y piedras preciosas. S i no
hubiese sido tan grande el entusiasmo con que se emprendía la
marcha para capturar al cacique de Bogotá, cualquiera de los ante-
riores rumores hubiera producido escisiones y subdivisiones de la
expedición, pero en aquellas circunstancias sólo el tercero de los
espejuelos tuvo poder para atraer la atención de una parte de los
expedicionarios, quizá por ser el que se mostraba más cerca y el que
parecía de m á s fácil acceso; Hernán Pérez de Quesada, hermano del
licenciado Jiménez, partió en busca de la Casa del S o l y tuvo que
volver bien pronto sin haber hallado nada que justificase sus espe-
ranzas.
En su marcha hacia Bogotá se enteró Quesada de que el zipa
había muerto y se había alzado un sobrino, llamado Sagipa, con
todo el oro y riquezas de su tío. Sagipa intentó primero resistir a los
españoles, pero viéndose perdido opló por pactar con ellos y, como
no le dolían promesas, «dixo que dentro de veynte días lo daría [el

(1) «Relación de los oficiales Juan de San Martín y Antonio de Lebrija», en


Oviedo: «Historia », lib. XXVI, cap. XI.
— 156 —

oro] e que un apossenío pequeño que eslaba cabe al del ligen^iado lo


daría lleno de oro: que a ser verdad cupieran m á s de quinge millones
de oro en lo que ofresgía. E dixo que demás desso daría tres escu-
dillas grandes llenas de esmeraldas» (1). Habría que ver las ilusiones
que se harían los españoles durante esos veinte días, creyendo
achicar a los vencedores de Cajamarca; pero pasaron esos veinte
días y las promesas no llevaban camino de realizarse, se le dió una
prórroga, y luego otra, y nada hacía prever su cumplimiento, hasta
que cansados los soldados de la informalidad del cacique. Impul-
saron a Quesada a que lo sometiese a tormento. Fuese por este, o
«afligido por la prissión y tristeza», murió el señor de Bogotá sin
que los españoles supiesen nunca dónde podía haber escondido su
tesoro.
Desaparecidos los dos jefes quedaba dominada la región de
Colombia situada a la derecha del Río Grande; Quesada fundaba en
Teusaquülo, lugar de recreo del zipa, la ciudad de Santa Fe de
Bogotá y considerando terminada su misión se dispuso a regresar a
E s p a ñ a , Entonces ocurrió uno de esos encuentros sensacionales
que mostrando, por una parte, el valor que daba la leyenda a los
territorios recién conquistados, eran a la vez una prueba de que la
resistencia y la tenacidad de los españoles no reconocían obstáculos.
Quesada, a punto de iniciar el regreso a E s p a ñ a , recibió con sor-
presa la noticia de que se acercaban por el Sur «muchos cristianos
de pie y de caballo», y, simultáneamente, le decían que por el oriente
se hallaba a seis leguas otro ejército de igual clase que se dirigía
también al valle de Bogotá. E l primer grupo estaba formado por gente
del Perú, mandada por Sebastián de Benalcázar; el segundo lo
constituían soldados de Venezuela, dirigidos por Nicolás Federman.
Los tres ejércitos habían salido de sus respectivas demarcaciones
siguiendo cada uno de ellos un espejuelo seductor: Quesada, el
maravilloso país de las esmeraldas amenizado con el oro de Tunja y
Soga moso; Benalcázar, buscando el cacique que se hacía espolvo-
rear de oro en la laguna de Guatavitá y que, como veremos,
ilusionó a casi todos los que vivían en las Indias; Federman, tras la
región de Meta, poderoso señuelo que supo mantener siempre la
ilusión, pues nunca fué aprehendido.
Y después de un recorrido lleno de privaciones, fatigas y dificul-
tades, a través de un continente inexplorado, coincidían los tres en

(1) Oviedo: «Historia », lib. XXVI, cap. XXIX.


- 157 —

la antiplanicie de Bogotá, dando a la posteridad el conocimiento


geográfico de una de las regiones de m á s difícil acceso, aun en la
actualidad. Así, fué posible escribir, en 1558: «A esta sa^ón y tiempo
estaban el dicho Nicolás Federman con su real, y el dicho Sebastián
de Bcnalcázar con el suyo, y nosotros en el valle de Bogotá, en
nuestro pueblo, tocios en triángulo de seys leguas, sabiendo los unos
de los otros cosas que Vuestra Magesíad y iodos los que lo supieren,
íernán a grand maravilla juntarse gente de tres gobernaciones como
la del Pirú e Venezuela y Sancta Marta, en una parte tan lexos de la
mar, assí de la del Sur, como de la del Norte. Plega a Nuestro
Señor sea para m á s servicio suyo e de Vuestra Magesíad» (1).

(1) «Relación» de San Martín y Lebrija, en Oviedo: lib. XXVI, cap. XI.

11
CAPÍTULO X V

El Dorado

E n 1532 entraba Pizarro en Cajamarca iniciando la serie de


fabulosos rescates que habían de dar un brillo especial a la epopeya
peruana, y en 1535 fundaba la ciudad de Lima, en el valle del Rimac,
haciendo entrar al Perú en una nueva fase de su historia. A partir de
esta fecha, y mientras los conquistadores peruanos se despedazaban
mutuamente, desarrollábase una extraordinaria actividad exploradora
en toda la zona del continente situado al Norte del río Amazonas.
¿Cuál era el motivo de esta afluencia febril de conquistadores en una
zona inexplorada y casi inaccesible? Es que a las imaginaciones
atormentadas por las pesadillas áureas de la conquista incásica,
había llegado el rumor de una leyenda que suponía la existencia de
otro mundo m á s maravilloso todavía, capaz de obscurecer la riqueza
de los anteriores; la leyenda del Dorado, que sintetizaba en un solo
mito todas las ilusiones doradas de los españoles.
Esta interesantísima leyenda, la más extendida y la m á s fecunda
de cuantas rodaron por el Nuevo Mundo, no es más que la proyec-
ción del mito del oro, móvil engendrador de todas las empresas y de
todos los descubrimientos. Como él es una y múltiple. Simboliza con
su nombre genérico a todos los países m á s o menos fabulosos,
tenazmente perseguidos por los conquistadores, pero en cada lugar y
en cada ocasión tiene un nombre especial, muestra una particular
faceta, que hace posible mantener la ilusión de todos sin que sospe-
chen que son juguete de sus mismos deseos. Y como todo mito tiene
un fondo de realidad, también aquí aparece el hecho real originario
cristalizado en cicrla costumbre, que veremos, de los indios de Nueva
— 159 —

Granada; pero se rodea de tal ropaje fantástico, son tantos los deta-
lles que añade la imaginación, que se hace al final irrecognoscible
hasta para los que m á s cerca se hallaron de el.
¿Cuál era el origen de esta leyenda? S e g ú n parece, la primera
noticia acerca del Hombre Dorado la llevó al Ecuador, en 1554, un
indio de Bogotá y bien pronto comenzó a correr el relato de que en
la aldea de Guataviíá, en Nueva Granada, había existido una cacica
adúltera a la que el cacique obligó, en castigo de su delito, a comerse
en una fiesta «las partes de la punidad de su amante», o la entregó a
los indios m á s ruines que había en la ciudad para que usaran de elia,
mandando al mismo tiempo que el crimen fuese cantado y propagado
por todas partes para escarmiento de las demás mujeres. L a cacica,
desesperada, se arrojó con su hija a la laguna de Guaiavitá, y enton-
ces el cacique, arrepentido, consultó con los sacerdotes, quienes le
hicieron creer que la cacica estaba viva en un palacio escondido en
el fondo de la laguna y que había que honrarla con ofrendas de oro;
desde entonces el cacique «entraba algunas veces al afio, en unas
balsas bien fechas, al medio de ella, yendo en cueros, pero todo el
cuerpo lleno desde la cabeza a los pies y manos de una tremen-
tina muy pegajosa, y sobre ella echado mucho oro en polvo fino...
y entrando así hasta el medio de la laguna allí hacía sacrificios
y ofrendas, arrojando al agua algunas piezas de oro y esme-
raldas...» (1).
Los antecedentes que se refieren al adulterio de la cacica no han
sido recogidos por ningún cronista, pero sea éste u otro el motivo de
la costumbre señalada, lo cierto es que esta existió y que Oviedo nos
señala el texto completo de la tradición recogida por los españoles
en esta forma: «Preguntando yo por qué causa llaman aquel príncipe
el cacique o rey Dorado, difen los españoles, que en Quito han
estado e aquí a Sancto Domingo han venido (e al presente hay en
esta cibdad m á s de diez dellos), que lo que desío se ha entendido de
los indios es que aquel grand señor o príncipe continuamente anda
cubierto de oro molido e tan menudo como sal molida; porque le
pares^e a él que traer otro cualquier atavío es menos hermoso, e que
ponerse piegas o armas de oro labradas de martillo o estampadas o
por otra manera, es grosería c cosa común, e que otros señores e
príncipes ricos las traen, quando quieren; pero que polvorizarse con

(1) Fr. Pedro Simón: «Noticias historiales», tercera noticia, cap. I. Apud
Enrique de Gandía: «Hist. crítica de los mitos de la conq. de Amér.», pág. 111.
160 —

oro es cosa peregrina, inusitada e nueva e m á s costosa, pues que lo


que se pone un día por la mañana se lo quita e lava en la noche e se
echa e pierde por tierra; c esto ha^e todos los días del mundo. E es
hábito que andando, como anda de tal forma vestido o cubierto, no
le da estorbo ni empacho ni se encubre ni ofende la linda proporción
de su persona e dispusigión natural, de quél mucho se prestía, sin se
poner engima otra vestido ni ropa alguna. Y o querría m á s la esco-
billa de la cámara deste príncipe que no la de las fundiciones grandes
que de oro ha ávido en el Perú o que puede aver en ninguna parte
del mundo. Assí que, este cacique o rey digen los indios ques muy
riquísimo e grand señor, e con gierta goma o licor que huele muy
bien se unta cada mañana, e sobre aquella unción assienta c se pega
el oro molido o tan menudo como conviene para lo ques dicho, e
queda toda su persona cubierta de oro desde la planta del pie hasta
la cabera, e tan resplendesgiente como suele quedar una piega de oro
labrada de mano de un gran artífice. Y creo yo que si esse cacique
aquesso usa, que debe tener muy ricas minas de semejante calidad
de oro, porque yo he visto harto en la Tierra Firme, que los españoles
llamamos volador, y tan menudo que con facilidad se podría hager lo
ques dicho» (1).
De la misma manera describe Castellanos la ceremonia que nos
ocupa:
«Después que con aquella gente vino
Añasco, Benalcázar, inquiría.
Un indio forastero peregrino
Que en la ciudad de Quito residía
Y de Bogotá dijo ser vecino
Allí venido no se por qué vía;
E l cual habló con él, y certifica
Ser tierra de esmeraldas y oro rica.
Y entre las cosas que les encamina
Dijo de cierto Rey que sin vestido
E n balsas iba por una piscina
A hacer oblación según él vido.
Ungido todo bien de trementina,
Y encima cantidad de oro molido,
Desde los bajos pies hasta la frente.

(1) Oviedo: «-Historia », lib. XLIX, cap. U.


— 161 ~

Como rayo del S o l resplandeciente.


Dijo m á s las venidas ser confinas
Allí para hacer ofrecimientos
De joyas de oro y esmeraldas finas
C o n otras piezas de sus ornamentos
Y afirmando ser cosas fidedinas» (1).

Nos encontramos, por lo tanto, con una costumbre practicada


en la laguna de Guataviíá por los indígenas de Nueva Granada y
plenamente comprobada, no sólo por los relatos de los cronistas,
sino hasta por hallazgos arqueológicos. E n 1856, al desaguar par-
cialmente la laguna de Siecha para recoger el oro que se suponía en
el fondo (siempre persistente la idea del tesoro oculto por las aguas
de los lagos), se encontró una tosca balsa de oro puro, que se halla
conservada actualmente en el Museo de Berlín, representando, sobre
una plataforma circular de nueve centímetros y medio de diámetro,
diez figurillas humanas, de las que una es de doble tamaño que las
demás. E s indudable la reproducción de la ceremonia de los indígenas
de Guatavitá; el cacique, figura grande, y su séquito se disponen a ir
en la balsa al centro de la laguna para realizar la tradicional ofrenda,
y el material de las figuras, el oro, habla bien a las claras de los
detalles de la misma.
Ahora bien, si es indudable que esta costumbre existió, también
lo es que ya había desaparecido al arribar los españoles a aquellas
regiones; los belicosos muiscas de Bogotá pusieron fin a ella de un
modo violento declarando la guerra a la tribu de Guatavitá, bajando
hasta dicha aldea y exterminando a casi todos sus habitantes. Pero
si desapareció el sacrificio ritual, no sucedió lo mismo con su
recuerdo. Sobrevivió éste durante largo tiempo y, a! reflejarse y
transmitirse sus detalles, sufrieron poco a poco las adulteraciones y
mixtificaciones suficientes para hacer que lo que primero no era m á s
que «El hombre dorado», pasase después a ser «El país dorado», hasta
transformarse en «El Dorado», lugar pictórico de oro, que había que
buscar en una dilatada región que se extendía entre el Perú y Vene-
zuela, en toda la extensa cuenca del Amazonas y el Orinoco, región
virgen e inaccesible y muy a propósito para esconder lugares mitoló-
gicos como el que nos ocupa. Y aunque casi se podían considerar

(,1) Juan de Castellanos: «Elegías de varones ilustres de Indias», parte III,


Elegía a Benalcázar, canto 11,
— 162 —

invencibles las dificultades que ofrecía la exploración de estas regio-


nes, también era invencible la tentación que representaba la pose-
sión del Dorado, y, una vez m á s , gracias al mito, gracias a la
ficción que servía de espejuelo a los exploradores, se pudo llegar
al reconocimiento geográfico de la m á s salvaje región del continente
americano.
Claro está que si el Dorado se hubiera ofrecido siempre bajo el
mismo aspecto, hubiera acabado por ser monopolizado por un con-
quistador, como lo fueron Méjico y Perú, pero al transformarse en
símbolo de país abundante en oro, al presentar infinidad de facetas
que parecían, y muchas veces lo eran, independientes entre sí, las
exploraciones se multiplicaron. Aunque no había existido más que un
«Hombre Dorado», todos creían hallar un «Dorado» al final de sus
esfuerzos; hoy podemos afirmar que, en realidad, todos perseguían
lo mismo, países ricos, y que aunque algunas veces un mismo centro
de riqueza atrajese a varios exploradores, llamaba a cada uno de
ellos con un nombre especial para que no se considerasen rivales en
la consecución de un mismo ideal; de esta manera pudo recorrerse la
selva ecuatoriana en todas direcciones y a pesar de las desilusiones
que se produjeron, nunca faltaron matices nuevos que mantuviesen
encendido el entusiasmo. E s decir, que entre las expediciones que se
suelen agrupar como perseguidoras del Dorado, hubo algunas, las
menos, que entendiendo por tal al cacique de Guatavitá, hacia él se
encaminaron; otras, que podríamos llamar de falsos Dorados, pres-
cindiendo o ignorando la ceremonia de la laguna, buscaron países
ricos, de nombre determinado (Cenú, Meta, Casa del S o l , etc.), a
los que sólo por extensión se les podía dar aquél nombre; y hubo,
por último, expedicionarios que acabaron buscando puras ilusiones,
montañas y lagos imaginarios, en los que el espejismo y el deseo
habían hecho ver fantásticas riquezas. Cada uno de estos grupos
señala la evolución que hemos visto sufrir a la leyenda: primero
«Hombre Dorado», después «País Dorado», por último, el fantasma
del Dorado.
E l primero que pensó en dirigirse a buscar el príncipe o cacique
que llamaban el Dorado, fué seguramente Sebastián de Benalcázar,
el conquistador de Quito, quien tuvo en esta ciudad la noticia de la
ceremonia de Guatavitá y en lugar de quedarse tranquilo en su
gobernación de Popayan, emprendió la marcha hacia el Norte hasta
verificar el encuentro ya conocido con Quesada y Federman.
Las mismas noticias, aunque con más interesantes consecuencias,
— 163 —

llegaron a oídos de Gonzalo Pizarro, hermano del conquistador


del Perú. Se inició la expedición hacia las regiones orientales de
Quito, donde se decía que abundaba la canela, esperando además
encontrar un poco m á s allá poderosas tribus indias ricas en oro; los
castellanos pensaron que allí estaba el Dorado y rápidamente se
organizó la empresa con 280 hombres y 260 caballos. Dos a ñ o s duró
la jornada de Gonzalo Pizarro y en ella sufrieron toda clase de cala-
midades, pereciendo a racimos y teniendo que devorar sus propios
caballos para poder regresar a Quito; se encontró el árbol de la
canela, pero no el «hombre dorado»; y era tal la seguridad con que
habían emprendido sus propósitos que Toribio de Ortigueira no
vacila en expresar la convicción que dominaba a sus contemporáneos
afirmando que Gonzalo Pizarro perdió aquel tiempo, «sin haber
dado por entonces con la tierra que buscaba, ni aún se ha hallado
hasta agora, ni las minas ricas que allí tenía Guaynacapa, a quien
estaba sujeto el Perú; de las cuales hay mucha noticia y serían
fáciles de descubrir si hubiese curiosidad y diligencia, según dicen
los que lo entienden» (1).
Pero la jornada de Gonzalo Pizarro tuvo una segunda parte
llena de interés. Como llegasen a orillas de un río caudaloso y
hubiese falta de víveres, ordenó Gonzalo a Francisco de Orellana
que bajase embarcado por el río en busca de provisiones y, sea por-
que lo violento de la corriente les dificultase el regreso, o porque se
despertase la ambición del segundo, el caso es que abandonó a su
jefe y dejándose llevar por las aguas del río llegaron al Atlántico,
tomando tierra en la isla de Cubagua. Habían recorrido más de 1.800
leguas, pusieron al río el nombre de Amazonas con que hoy se le
conoce y llevaron a Castilla no sólo los datos geográficos propios de
su descubrimiento, sino la noticia de haber recorrido una tierra muy
rica, donde se hallaba el oro y la plata en abundancia.
Esta primera sospecha de la riqueza de la región amazónica se
vió confirmada poco después por la llegada al Perú de unos cente-
nares de indios «brasiles» que, habiendo sido arrojados de sus tierras
por la hostilidad de las tribus vecinas/remontaron el Amazonas diri-
gidos por su jefe Viarazu y dos portugueses. Habían sufrido grandes
penalidades en su prolongada huida y al llegar comenzaron a contar

(1) Toribio de Ortigueira: «Jornada del río Marañón con todo lo acaecido en
ella...». Apud Ballesteros (A. ; «Historia de España », T . IV, primera parte,
Pág. 428,
~ 164 —

cosas fantásticas de las reglones que habían atravesado, dejando


empequeñecidas las noticias de Orellana; «fueron tantas y tan grandes
las cosas que le dijeron [al Marqués de Cañete] de la tierra y gran-
deza della, con sus munchas y grandes poblazones, y el oro y plata
que habían visto, de que dió testimonio una rodela que Virazu llevó
con brazaletes de plata claveteados de oro, que movió los corazones
de los hombres a quererlo ver y conquistar». L a imaginación, fácil-
mente excitable, de los españoles, vió bien pronto a las orillas del
Amazonas grandes ciudades cuajadas de oro y rebosantes de piedras
preciosas y, olvidándose del cacique de Guatavitá, consideró mejor
Dorado el que describían aquellos «brasiles» como «mejor tierra y
más rica que el Perú»,
E l Virrey del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza encargó al
capitán navarro Pedro de Ursúa el mando de la expedición más reso-
nante de cuantas fueron en demanda de los áureos territorios. La
jornada de Omagua y el Dorado, nombre con que se conoce esta
empresa, es la m á s novelesca relación de cuantas se refieren a los
descubrimientos y está minuciosamente estudiada por don Emiliano
jos (1). Iniciada la navegación del Amazonas pronto apareció el
desencanto del oro al confirmarse la falsedad de los relatos de los
«brasiles», y con él surgieron las primeras muestras de indisciplina,
que fueron llevadas a extremos increíbles por el guipuzcoano Lope
de Aguirre, alma de la rebelión. Asesinado Ursúa, fué nombrado en
su lugar Fernando de Quzmán con el sedicioso título de Príncipe de
Tierra Firme, Perú y Chile; pronto siguió el flamante jefe la suerte
del anterior y, colocado Aguirre al frente de los rebeldes, proyectó
los m á s locos sueños mientras sus naves se deslizaban hasta el
Atlántico; en la isla Margarita y en la costa de Venezuela su presencia
se señaló por una estela de crímenes y rapiñas hasta que, sitiado en
Barquisimeto y después de apuñalar a su propia hija, que le había
acompañado en sus terribles correrías, recibió la muerte con la
misma altivez y orgullo que había mostrado en todos sus actos.
Aparte de las expediciones citadas, que tuvieron como punto de
arranque el Perú, hubo otro grupo procedente de la costa que buscó
primero especiales regiones de riqueza y acabó también persiguiendo
la ilusión del Dorado. Y a hemos visto a Heredia y Quesada partir de
las gobernaciones gemelas de Cartagena y Santa Marta para buscar

(1) Emiliano Jos: «La expedición de Ursúa al Dorado y la rebelión de Lope de


Aguirre»,
— 165 —

respectivamente las riquezas del Cenú y los prodigios del país de las
esmeraldas. Un Dorado resultó para ellos lo descubierto, pero esta-
ban tan ajenos a la ceremonia de la laguna de Guatavitá, que Quesada
llegó hasta la población de este nombre sin sospechar que se hallaba
en un lugar que había de ser tan ansiosamente buscado por todas
partes. E n el centro del mito, en el mismo sitio donde tradicional-
mente se había verificado la ofrenda de oro, no existía ya ni el
recuerdo de la misma; en cambio, al conjuro de su reflejo llegaban
hasta la antiplanicie de Bogotá los otros dos exploradores Benal-
cázar y Federman, que traían, desde lejos, m á s noticias del Dorado
que el propio conquistador del país.
Paralela a las gobernaciones de Cartagena y Santa Marta se
hallaba la de Venezuela y de ella salieron un sinnúmero de expedi-
ciones. Diego Caballero y Juan de Ampies fueron los primeros que
iniciaron los rescates de oro en las partes de Tierra Firme de Castilla
del Oro e islas adyacentes, con el encargo de poblar y adoctrinar a
los indios; Ampies fundó Santa Ana de C o r o y entabló amistad con
algunos caciques, pero tuvo que interrumpir su labor porque la con-
quista de Venezuela iba a ser una empresa alemana. E n 1528 el
Emperador capitulaba con los alemanes Enrique Ehinger y Jerónimo
Sayler para que colonizasen y descubriesen el interior; poco después
los concesionarios renunciaban sus derechos en favor de los ricos
banqueros de Augsburgo, Antonio y Bartolomé Welser, y Carlos V
confirmaba el traspaso.
Bajo esta dirección alemana se iniciaron las expediciones, en las
que para nada se habla al principio del Dorado. Ambrosio Alfinger o
Ehinger y Bartolomé Sayler, hermanos de los primitivos conce-
sionarios, partieron de Coro, en 1529, en busca de «una mui rica
tierra, de la cual se podía sacar mucho provecho, porque en ella se
habían descubierto muchas minas» (1). E l recorrido de Alfinger por
las orillas del lago Maracaibo y la península de Goajira, penetrando
hasta el río Magdalena, fué señalado por la crueldad; logró obtener
algún oro y envió a su capitán Iñigo de Vascuña para que llevase
a Coro unos sesenta mil pesos que había reunido (2), pero sus

(1) Herrera: Década IV, lib. IV, cap. VIH.


(2i La marcha de Vascuña y sus veinticinco hombres fué una de tas más trágicas
del Nuevo Mundo. Extraviados en la selva tuvieron que enterrar el oro para poder
seguir «casi dexando sus corazones allí soterrados con aquel metal»; acosados
después por la falta de víveres, acabaron por devorar a los indios e indias que
— 166 -

violencias contra los indios fueron tan grandes que, rebelados a su


paso, mantuvieron una continua lucha, en la que murió el explorador.
S u sucesor Jorge Hohermuth, m á s conocido con el nombre de
jorge de Spira, preparó la secunda expedición en 1535, saliendo de
Coro con toda la abundancia de elementos de que los poderosos
Welser podían disponer y llevando entre sus propósitos, con toda
seguridad, el hallazgo del Dorado, cuya noticia en esta fecha ya podía
haber llegado a sus oídos. Atravesando la provincia de Barquisimeto
y después de vadear el caudaloso Apure, comenzaron a darle noti-
cias los naturales de que «de la otra parte de las sierras hallarían los
chripstianos mucho oro e plata e ovejas mansas, como las que se
hallan en el Perú, y las guardan de noche en sus ccrralcs; y que es
tierra de s á v a n a s y falta de lena, e que todas las vasijas del servicio
de los indios son de oro e plata. E que en dos lunas de camino
llegaría a un cacique o rey, señor muy grande, que le llaman C a g r i -
guey, donde está aquella riqueza; y aquel grand señor, que es muy
poderosso y señorea una grand poblaron, e que tiene unas casas
grandes de oración o mezquitas, donde pierios días de la semana se
ha^en jertas Qerimonias. Y finalmente, dixo muchas particularidades
de aquellas riquezas, y que las sierras eran ásperas; mas que se
passaría sin peligro, y que él quería yr con el gobernador, a mos-
trarles a los chripstianos lo que de^ía y el camino» (1).
Animados con tales nuevas se dispusieron a atravesar la sierra,
pero fueron tales las dificultades que hallaron que se vieron desviados
hacia las selvas del alto Orinoco, donde recibieron otra sorprendente
noticia: la de que se hallaban cerca del nacimiento del Meta. Y como
este nombre era otro espejuelo dorado que había originado nuevas
expediciones en su busca, decidieron ver «qué cosa era Meta» y
hacia él se dirigieron llegando al nacimiento de este río y encontrando
entre los indios ciertas láminas de oro y plata muy fina; al pregun-
tarles que de dónde traían estos metales, contestaban siempre que
del otro lado de la sierra, pero habiendo fracasado cuantas veces
intentaron el paso de la misma y viéndose cada vez m á s mermados

llevaban consigo, diseminándose después entre las montañas hasta perecer; sólo
uno de ellos, Francisco Martín, logró verse de nuevo entre los españoles, después
de haber pasado muchos años entre los indios, viviendo como ellos y llegando a
identificarse completamente con sus costumbres. Del oro enterrado nada se
volvió a saber.
(1) Oviedo: «Historia », lib. X X V , cap: XI.
— 167 —

por las enfermedades y luchas con los indígenas, decidieron aban-


donar el deseado señuelo y regresar a Coro antes de que fuese
demasiado tarde.
Spira había dejado en Coro, como lug-artcnieníe suyo, a Nicolás
Federman, pero el afán de aventuras y el ansia de oro pudo en éste
más que la disciplina y, sin esperar a su jefe, arrogándose atribu-
ciones que no tenía, organizó por su cuenta una expedición y salió de
Coro en busca del Dorado. Procurando esquivar el encuentro con
Spira se dirigió hacia las sierras que separan el país pobre, que con
grandes fatigas había logrado atravesar, de la tierra rica productora
de oro; fué atravesada, por fin, la infranqueable barrera a costa de
increíbles fatigas, muriendo casi todos los caballos en sus heladas
cumbres, y cuando avistó, por fin, la tierra deseada, la halló ocupada
por las gentes de Jiménez de Quesada, a las que se unían inmediata-
mente las de Benalcázar.
La impresión que recibe Federman ante la nueva tierra, nos la
da él mismo en su carta al regidor de Santo Domingo, Francisco
Dávila: «...es la m á s rica tierra de oro y piedras esmeraldas que
hay en lo descubierto tanto por tanto, aunque es chico rincón. Y no
se ovieron menos de doscientos mili pessos de un indio solo, y de
un oratorio a dó sacrifican al sol Qinqüenta mili, y hasta dos mili
esmeraldas de todas suertes. Y esto porque cuando los de Sancta
Marta entraron en aquella tierra llegaron muy desbaratados y sin
lengua, y tuvieron los indios lugar y tiempo de algar el oro. Y aun
aquello que se ovo, pudieran algar, si el señor a quien lo tomaron,
no lo tuviera en poco, por ser viejo, de lo qual ya.no hagía cuenta ni
lo estimaba; porque segund paresge, como es gente muy ydólatra y
adoran al sol, el oro viejo no les paresge que quando lo ofresgen es
tan acepto al sol, porque no resplandece. Las minas que tienen son
muy ricas de oro e piedras esmeraldas, porque los chripstianos las
fueron a ver e las hicieron sacar en su presencia. No paresgen de la
especie de las del Perú, y tienen estas por mejores» (1).
Solucionadas entre los tres jefes, que se reunieron en Bogotá,
las cuestiones de competencia surgidas por el encuentro, se dispuso
Federman a repetir prontamente su hazaña, pues no pensó nunca en
abandonar los derechos que creía le correspondían en el descubri-
miento de Nueva Granada, pero detenido en Gante, primero, y en
Madrid, después, para responder de defraudaciones a la Hacienda,

(1) Oviedo: «Historia », iib. X X V , cap. XV11I.


— 168 —

murió a poco en la capital castellana sin haber podido realizar sus


sueños.
E n 1541, sucedió a las anteriores la expedición de Felipe de
Hutícn, joven y ambicioso alemán que, después de vagar desorien-
tado describiendo un ancho círculo, tuvo noticias de la existencia de
una tribu poderosa y rica en oro, de habitantes muy belicosos y de
ciudades cuajadas de tesoros. Partió en pos de ella y encontró el
país de los Omaguas, la rica tribu de que tanto habían hablado los
indios «brasiles» y que fue motivo de la expedición de Ursúa. Hutten
no pudo comprobar la riqueza del país; eran muy bravos los indios
y muy escasa su gente para permanecer allí y tiene que emprender
la retirada después de haber sido herido gravemente en una carga
de los indígenas. C o n la empresa de Hutten termina la dominación
alemana en Venezuela y pierden brillo los relatos traídos por los
primeros exploradores.
Las cuencas del Marafión y Orinoco también ejercían gran atrac-
ción sobre los españoles, pues suponían que unos ríos tan grandes
sólo podían emanar de grandes lagos y la imagen del lago evocaba
la de Guatavitá. E n todas las investigaciones hechas en aquella
época en busca del Dorado o de cualquier país rico, tienen una
importancia excepcional las montañas y los lagos; las primeras por-
que son el obstáculo, la prohibición, el guardián que sólo dará el
tesoro escondido al osado que las humille; los segundos porque
esconden el secreto bajo sus aguas tranquilas y quizá algunas
veces, reverberando al sol, simulen desde lejos grandes láminas de
oro. Y como lo mismo la montaña que el lago dan origen al río,
de ahí el valor indicativo de éste, que lo mismo puede arrastrar
trozos del tesoro que duerme en su nacimiento, que servir de
acceso y fácil comunicación hasta el pueblo o región deslumbrante
de riquezas.
Entre los atraídos por el Orinoco se halla, en primer lugar, Diego
de Ordaz, que obtiene permiso en 1531 para descubrir y poblar desde
el término de Venezuela hasta el río Marañón. Comenzó remontando
el Orinoco y apresó un indio, al cual «al fin vinieron a mostrarle una
sortija de oro que llevaba el Gobernador en el dedo, y el indio,
conociendo el metal, después de haberlo restregado y olido, dijo que
de aquello había mucho detrás de una cordillera que se hacía a la
mano izquierda del río, que era a la parte del Leste, donde había
innumerable multitud de indios, cuyo señor era un indio tuerto muy
valiente, el cual, si prendiesen, podrían henchir los navios de aquel
— 169 —

meíal» (1). A pesar de las promesas del indio y de tener a d e m á s


noticia de una provincia llamada Meta, fabulosamente rica, que se
hallaba hacia el nacimiento del río, la expedición terminó en desastre:
al llegar a las cataratas no pudieron seguir, no se halló tierra que
poblar ni oro que recoger y casi toda la gente «quedó en el río muerta
y perecida de hambre y enfermedades», salvo los que se fueron, pre-
firiendo quedar perdidos entre los indios.
Pero el fracaso no hizo olvidar el rumor de la tribu de oro del
Meta y no faltaron continuadores, como Jerónimo de Ortal, Alonso
Herrera y Antonio S e d e ñ o . Naüd nos puede pintar mejor las ilusiones
que ios encendían como esta noticia referente a S e d e ñ o : tenía en su
casa una india «la cual sobre las noticias que comunmente andaban de
las riquezas del río Meta, que habían sido las que habían hecho empren-
der las dos jornadas de O r d á s y Ortal, las engrandeció tanto levan-
lando tan de punto las riquezas que por allí bajaban de otras tierras,
que, como hemos dicho, eran éstas del Nuevo Reino de Granada, de
esmeraldas, oro, sal y telas de algodón, que prometiendo entregarle
en ellas, si fuese con la gente que bastase a resistir tantos y tan
valientes indios como había por el camino, se consideraba ya Sedeño
de los principales príncipes del mundo en prosperidades de esto y
señorío de vasallos» (2).
Todos pensaban lo mismo y todos tuvieron el mismo fin: el
fracaso de sus ilusiones, agravado en este caso por la lucha entre
los mismos conquistadores que mueren sin haber logrado divisar la
tribu dorada. Y es que el Meta, como los Omaguas, como la casa
del S o l y el lago Parimc y la ciudad de Manoa y tantos otros fantas-
mas perseguidos por los españoles, cuando no eran meras ilusiones,
que no tenían realidad alguna, constituían tan sólo un reflejo de la
fama del Dorado, que, como un fuego fatuo, saltaba de un punto a
otro y lo mismo tomaba la forma de una ciudad, que la de un lago,
un país o unas montañas. E l caso era permanecer siempre inase-
quible para seguir siendo un mito ambicionado y perseguido, expli-
cándose así el que la región en la que m á s expediciones ser ealizaron
fuese también la que menos frutos dió a la ambición de sus con-
quistadores.
Y es que la leyenda del Dorado, con todas sus ramificaciones y

(1) Fr. Pedro Simón: «Noticias historiales», segunda noticia, cap. XXIII. Apud
Enrique de Gandía: «Historia », pág. 124.
12) Fr. Pedro Simón: «Cuarta noticia», cap. IV.
— 170 —

derivaciones, sintetiza mejor que ninguna otra el mito genérico que


produjo el descubrimiento colombino; mezcla de errores y verdades,
ofrecía el suficiente aliciente para lanzarse a la empresa aventurada;
su falta de localización predisponía a la movilidad; las dificultades de
la empresa, los peligros y enfermedades, no eran tenidos en cuenta
por una raza para la que poco significaba el sacrificio personal, y,
mientras se recorrían leguas y m á s leguas, y la sangre española
fecundaba los terrenos que se descubrían, iba apareciendo bajo los
pies de los exploradores un mundo nuevo, un doble continente
desconocido, que, nacido entre pesadillas de oro, no podría olvidar,
el día en que los tesoros adivinados se transformasen en realidad, al
país descubridor, a la patria racial que agotó su sangre para que
germinara pujante en sus hijos americanos.
CAPÍTULO X V I

Las leyendas del Plata

Mientras el fantasma del Dorado ejercía su irresistible atracción


en la zona ecuatorial americana, nuevos fantasmas hacían su apari-
ción en los extremos meridionales del nuevo continente, despertando
el interés por esta región, la m á s alejada de los primeros centros
colonizadores. Las comarcas argentinas habían sido descubiertas por
Juan Díaz de Solís, quien buscando el paso al Mar del Sur, llegó a
la desembocadura del Plata, y al querer explorar sus orillas, cayó
en una celada que le prepararon los indígenas, pereciendo con casi
todos sus compañeros (1515).
A pesar de tan desgraciado comienzo, fué esta expedición un
acicate para los que la sucedieron, por nacer en ella la leyenda que
había de intensificar el reconocimiento de estas regiones. Se contaba
que cinco supervivientes de la expedición de Solís, que habían
quedado abandonados en el Puerto de los Patos, excitados por las
relaciones de los indígenas, que les hablaban de un «Rey Blanco» y
de un imperio de riqueza infinita, lograron alistar unos cientos de
guaraníes y con ellos se lanzaron a través de las selvas del Brasil,
hacia el Occidente desconocido, en busca de la Sierra de la Plata,
poniéndose al frente de ellos Alejo García, portugués, personaje muy
discutido, pero cuya existencia parece indudable por las infinitas
alusiones que se recogieron entre los indígenas referentes a su paso.
Recorrió el Chaco, trabó relación con los indios chañes y charcas,
convivió durante ocho años con los guaraníes, llegando hasta los
Andes peruanos, y, cuando regresaba al Paraguay, cargado de oro,
pereció asesinado por los guaraníes cerca del sitio donde, años m á s
-172:-

adelante, se edificaría la ciudad de la Asunción (1525). S ó l o unos


esclavos lograron escapar de la matanza y llegaron al Puerto de los
Patos con algunas muestras de oro y los relatos de haber avistado
la Sierra de la Plata y los dominios del albo cacique.
No hacía falta más para despertar la ambición de los explora-
dores y fué el veneciano Sebastián Caboto el que se lanzó primero a
la conquista del nuevo mito. Caboto conseguía del Emperador una
capitulación para ir «en busca de las otras islas i tierras de Tarsis,
Ofir, i el Catayo Oriental, i Cipango, atravesando aquel golfo para
hacer rescate, i cargar los navios del oro, plata, i piedras preciosas,
perlas, drogas, especerías, sedas, brocados, i otras cosas de
valor...» (1). E s decir, que debía seguir las huellas de Magallanes y
dirigirse a las tierras del Maluco.
Fuese por las noticias obtenidas en el camino o porque ya tuviese
concebido secretamente su propósito, el hecho es que cuando llegaron
a Pernambuco comenzaron los manejos misteriosos entre los jefes de
las carabelas y acordaron manifestar públicamente que dejaban la
ruta del Maluco y se disponían a buscar y remontar el río de Solís,
donde hallarían náufragos que les enseñasen el camino de las grandes
riquezas. Como durante toda la travesía, y sobre todo desde el
cambio de itinerario, había habido protestas entre la tripulación,
Caboto decidió cortar por lo sano y, desembarcando a los cabecillas
desacordes, los abandonó cruelmente en las playas desiertas y pro-
siguió su viaje hacia el Puerto de los Patos.
Allí encontraron a Enrique Montes y Melchor Ramírez, super-
vivientes de la expedición de Solís, quienes les contaron la historia
de las h a z a ñ a s de Alejo García con las fabulosas riquezas de la
Sierra de la Plata. Decían «que entrando por este dicho río [de Solís]
arriba no tenía en mucho cargar las naos de oro y plata, aunque
fuesen mayores, porque dicho río de Paraná y otros que a el vienen
a dar iban a confinar con una sierra adonde muchos indios acostum-
braban ir y venir, y que en esta sierra había mucha manera de metal,
y que en ella había mucho oro y plata, otro género de metal que
aquello no alcanzaban qué metal era». A l mismo tiempo que referían
la historia del Rey Blanco y de aquellos habitantes de la Sierra que
llevaban coronas de plata en la cabeza y planchas de oro colgadas
al cuello, mostraban algunas cuentas de oro y plata, porque las dos
arrobas que de aquellos metales tenían, se habían hundido en el mar

(1) Herrera: Década 111, lib. IX, cap III.


— 175 -

al llevarlas en un batel a la nave de Rodrigo de Acuña, que había


pasado por allí cuatro meses antes. Enrique Montes era el más entu-
siasmado de los náufragos; no se cansaba de repetir a la gente de
Caboto que «nunca hombres fueron tan bien aventurados como los
desa dicha armada, porque decían que había tanta plata e oro en el
río de Solís que todos serían ricos, e que tan rico sería el paje como
el marinero... e de alegría que tenía el dicho Enrique Montes,
cuando decía aquéllo e mostrando las dichas cuentas de oro,
lloraba...» (1).
No necesitaban m á s los recién llegados para arder en deseos de
confirmar tales datos y, llegados al río de la Plata, se dispusieron a
remontarlo según las indicaciones de Francisco del Puerto, otro
superviviente de la primera expedición. Después de fundar la forta-
leza de Sancti Spíritus, remontaron el P a r a n á hasta la boca del
Pilcomayo, siendo cada vez m á s frecuentes y precisas las noti-
cias del Rey Blanco y de la Sierra de la Plata, de donde venían
los indios afirmando ser un país riquísimo y maravilloso. Nada
detenía a los expedicionarios, que llegaban a orillas del Carca-
rañá, el río «que descendía de las sierras donde comenzaban las
minas del oro e plata», padeciendo un hambre tan terrible que
consideraban exquisitos bocados a los perros y ratones que podían
capturar.
Y a pesar de ello no fué sólo Caboto el ilusionado por la
engañosa leyenda, sino que otro antiguo compañero de Solís, Diego
García de Moguer, utilizando el mismo pretexto de la marcha al país
de la especiería, abandonaba su fingida ruta y remontaba también el
Paraná hasta encontrarse con Caboto. Podía temerse un sangriento
choque entre los dos rivales, pero como en lugar de botín por el que
disputar, habían hallado desgracia que compartir, pudo m á s en ellos
el instinto de conservación y, viendo imposible la realización de sus
sueños por la carencia de víveres y por la violencia de la corriente,
decidieron regresar juntos, viendo amargada su retirada con el
desastre de Sancti Spíritus, que fué arrasado por ios indígenas.
García primero, y Caboto después, volvieron a España en pleno
fracaso «el qual sintieron las bolsas de los que le armaron e las
vidas e personas de los que le siguieron, donde unos con las
haciendas las dexaron, mal acabando, y los demás perdieron lo que
tenían y todo el tiempo, pues que tan mal le emplearon, cobdifiando

(1) Apud Enrique de Gandía: «Historia », pág. 172.


12
- 174 -

lo que no hallaron y desseando lo que no vieron; e finalmente,


acabando sin honra e sin provecho» (1).
A pesar del fracaso de C a b o í o sobrevivía la proeza de Alejo
García y aun hubo ambiente para el nacimiento de una nueva leyenda.
Se fundaba ésta en la noticia del Capitán Cesar, que despachado por
Caboto en busca de la Sierra, desde Sancti Spíritus, para que fuesen
«por la tierra adentro a descubrir las minas de oro e plata e otras
riquezas que hay en aquella tierra», se apartó por primera vez de la
vía fluvial y regresó al cabo de mes y medio con solo siete de sus
compañeros. A l dar éstos cuenta de la exploración realizada, comen-
zaron a deslumhrar con sus relatos a sus compañeros; habían hallado,
según decían, «tanta riqueza que era maravilla, de oro e plata, e
piedras preciosas e otras cosas», pero tantas veces cuantas se intentó
llegar a las fantásticas ciudades vistas por C é s a r y sus compañeros,
la realidad se encargó de ir apagando los entusiasmos de los que las
buscaban. E s que C é s a r no había visto, sino oído, las maravillas
del Imperio incásico, cuyos resplandores se extendían, m á s o menos
precisos, por toda América, y como bastaba el menor indicio para
ilusionar a aquellos exploradores, el mito de César y la ciudad de
César, fué una realidad ávidamente buscada durante muchos a ñ o s ,
siendo quizá la ilusión m á s duradera de las que se encendieron en el
Nuevo Mundo. Y así como los conquistadores de la Nueva E s p a ñ a
se agitaron con las visiones de fray Marcos de Niza y recorrieron en
su busca las regiones septentrionales de América, los del Río de la
Plata sintieron el anhelo de la Tierra de los Césares y registraron,
en pos de ella, hasta los más meridionales extremos de la inexplorada
Patagonia.
Apenas se supo en la península el regreso de Caboto y García,
los portugueses, eternos rivales de los españoles y tan ilusionados
como éstos por los espejismos que iluminaban aquella época febril,
dispusieron una brillante armada con la que, sin dejarse impresionar
por la desgracia de aquéllos y sin hacer caso de reclamaciones
diplomáticas, pretendían obtener m á s éxito en la búsqueda común de
la Sierra de la Plata y Cacique Blanco. L a expedición, que partió de
Lisboa el 5 de Diciembre de 1550, iba mandada por Martín Alfonso
de Sousa y llevaba entre sus tripulantes a aquel Enrique Montes que
lloraba de emoción ante la seguridad de las riquezas que a todos les
esperaban. A pesar de los brillantes aprestos, los portugueses se

(1) Oviedo: «Historia », lib. XXIII, cap. IV.


— 175 —

limitaron a internarse por la bahía de Río Janeiro y recorrer unas


cuantas leguas de tierra sin poder llegar al río de Paraguay, donde
les decían que existía el oro; al cabo de un año de infructuosas pes-
quisas, volvieron a Portugal sin más fruto que el desencanto produ-
cido por la descarnada realidad.
Sin embargo, la tentativa portuguesa sirvió para avivar la acti-
vidad de los castellanos y preparar la expedición del magnífico
Adelantado don Pedro de Mendoza, Caballero de la Orden de S a n -
tiago, quien con doce naos y cerca de 2.000 hombres, «armada digna
del César», se dispuso a enmendar los errores de Solís y Caboto y
partió de Sanlúcar de Barrameda con la idea de aprisionar algún
nuevo Atahualpa y oscurecer a los vencedores de Cajamarca Todo se
preveía en la capitulación: «...mandamos que si en la dicha nuestra
conquista o governación se cativase o prcndiere algún cacique o
señor, que de todos los tesoros oro y plata, piedras y perlas que se
ovieren del por vía de rescate o en otra cualquier manera se nos dé
la sexta parte dello y lo demás se reparta entre los conquistadores,
sacando primeramente nuestro quinto, y en caso que el dicho cacique
o señor principal matasen en batalla o después por vía de justicia y
en otra cualquier manera, que en tal caso de los tesoros y bienes
susodichos que dél oviesen, justamente hayamos la mitad, la qual
ante todas cosas cobren nuestros oficiales y la otra mitad se reparta
sacando primeramente nuestro quinto» (1).
Vencida una tempestad que dispersó la flota y después de unos
incidentes que produjeron la muerte de Juan de Osorio, dada en Río
Janeiro por orden de Mendoza, llegaron éstos al Río de la Plata
fundando en sus orillas la ciudad de Buenos Aires. E n esta ciudad
sufrieron terribles privaciones (2), ataques de las fieras y los indí-
genas, enfermedades, etc., pero lograron vencer todas las adversi-
dades y mantenerse en ella con la ilusión fija en las ricas tierras de
Occidente. Cuando los guaraníes comenzaron a dejarlos tranquilos,
hostigados también por la falta de víveres, Mendoza encargó a su
Mayordomo Juan de Ayolas que se dirigiese hacia el C a r c a r a ñ á en
busca de la Sierra de Plata, Ayolas partió con 136 hombres dispuesto
a vencer cuantos obstáculos se presentasen en su camino y sólo se

(1) Apud Enrique de Gandía: «Historia », pág. 184.


(2) El hambre de Buenos Aires se hizo famosa por los relatos y grabados de
Ulrico de Schmidel; la antropofagia se hizo corriente y se producían disputas hasta
para robar los cuerpos de los ahorcados.
— 176 —

supo de él que, remontando el P a r a n á , había fundado el puerto de


Candelaria, donde dejó a Irala para que esperase su regreso, y se
internó hacia los misterios de las tierras desconocidas. Ayolas y
todos sus compañeros desaparecieron trágica y misteriosamente,
tragados por el Chaco infinito y silencioso. Palparon un instante las
riquezas de Charcas y disfrutaron fugazmente, pagándola con la
vida, la incomparable realidad de haber alcanzado al fin la codiciada
Sierra de la Plata. Habían abandonado E s p a ñ a , cruzado el O c é a n o ,
luchado contra los indios de Buenos Aires, remontado el Paraguay y
vencido el Chaco, para morir oscuramente en las márgenes del
encantado Paraguay, bajo los golpes de los indios traidores. Algunos
pocos de los compañeros de Ayolas que habían quedado en los
confines del Perú, también fueron muertos antes que pudiesen
salvarlos los soldados de Irala, cuando la gente del Paraguay se
lanzó al Chaco decidida a morir o alcanzar aquella enloquecedora
noticia y halló, después de tantos esfuerzos, el Perú ya descubierto y
conquistado» (1).
Entre tanto, Mendoza regresaba enfermo a E s p a ñ a , muriendo en
la travesía, y Salazar e Irala buscaban desesperadamente a Ayolas
por el Gran Chaco, sin poder tener de él m á s que la noticia de su
muerte; la gran expedición había sido completamente deshecha y
hasta la Sierra de la Plata comenzó a palidecer ante los repetidos
fracasos, surgiendo en su lugar la visión de un poderoso imperio,
el imperio incásico, que se hallaba m á s allá del Chaco y se ofrecía a
los valientes que lo atravesasen.
Y tras el espejismo peruano que, aun después de conquistado,
ilusionaba con su esplendor a los que todavía le creían terreno virgen
de exploraciones, salieron expediciones continuas a estrellarse, una
tras otra, ante el invencible Chaco. Cabeza de Vaca, Irala, Ortiz de
Zarate, Garay, entre otros muchos, renovaron sus esfuerzos por
llegar al inasequible país que modificaba continuamente los reflejos
de sus riquezas. A la Sierra de la Plata, ya desacreditada, siguió la
creencia en la tierra rica de los Mojos, y después la laguna de los
Xarayes y el gran lago de Paitití, mezclándose y confundiéndose
unas ilusiones con otras, de tal modo que acabaron por no saber
qué buscaban ni dónde lo buscaban.
L a extensísima región argentina, con Uruguay y Paraguay, hasta
lindar por una parte con el Perú y extenderse por la otra al extremo

(1) Apud Enrique de Gandía: «Historia », pág. 187.


— 177 —

de la Patagonia, fué recorrida en todas direcciones por aquellos con-


quisfadores, que nunca se dieron cuenta del espejismo que los ofus-
caba. Los indios declaraban íerminantemenle que los países buscados
eran las tierras y ciudades de los Incas; pero nadie daba crédito a
unas afirmaciones que equivalían a la prueba de la inutilidad de sus
esfuerzos. Fué preciso que pasase mucho tiempo para que los mitos
dorados de la conquista y las esperanzas que despertaron, comenza-
sen a desaparecer. E l tiempo y la civilización los fueron borrando,
pero ya habían hecho su papel: el descubrimiento y conquista de un
Nuevo Mundo.
INDICE

Páginas

Cap. I.—La leyenda y la Historia 1


» II.- Los argonautas del siglo xvi 5
» III.-El mito del oro 11
» IV.—Colón y la leyenda negra.; 17
» V,—Los planes de Colón 23
» VI.—Las leyendas del primer viaje 39
» VIL—El choque de dos mitos 57
» VIII.—El fracaso de la quimera de Colón 68
» IX.—La fiebre de los descubrimientos 84
» X. - La tierra prometida 98
» XI.—El oro azteca 1Í3
» XII.—Las ciudades fabulosas, 125
» XIII.—El rescate de Atahualpa 134
» XIV.—El país de las esmeraldas 148
» X V . - E I Dorado 158
» X V I . - L a s leyendas del Plata 171
PUBLICACIONES D E LA SECCIÓN
DE ESTUDIOS AMERICANISTAS
llllllllillllllilllllililINIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIlililiillll lllllllllllllIlllllilllllllilliilllllllllllH
PESETAS

G a y (Vicente). Leyes del imperio e s p a ñ o l , en


4 . ° , 319 p á g i n a s . 12
B a r c i a T r e l l e s ( C a m i l o ) . L a p o l í t i c a exterior
norteamericana de la postguerra, en 4 ° , 206
p á g i n a s , con cinco mapas 6
J i m é n e z de A s ú a ( L u i s ) . L a l e g i s l a c i ó n penal
y l a p r á c t i c a penitenciaria en S u d a m é r i c a ,
en 4 o, 71 p á g i n a s 3
G o n z á l e z de E c h á v a r r i ( J o s é M.a). B l v í n c u l o
j u r í d i c o mercantil entre E s p a ñ a y A m é r i c a ,
en 4 . ° , 30 p á g i n a s 1,60
M a i d o n a d o de G u e v a r a ( F r a n c i s c o ) . E l pri-
mer contacto de blancos y gente de color en
A m é r i c a , en 4 . ° , 104 p á g i n a s 4,50
T o r r e R u i z ( A n d r é s ) . L a p o e s í a de Amado
JVerKO, en 4 . ° , 26 p á g i n a s . . . . . . . 1,50
B a r c i a T r e l l e s ( C a m i l o ) . E l imperialismo del
p e t r ó l e o y la p a z mundial, en 4 . ° , 256 p á g s . 8
J i m é n e z de A s ú a ( L u i s ) . E l derecho penal en
la R e p ú b l i c a del P e r ú , en 4 . ° , 116 p á g i n a s , . 5
R o d r í g u e z M e n d o z a ( E m i l i o ) , Ministro de
Chile en E s p a ñ a , L o s Estados Desunidos de
^ / n é r / c a , en 4 . ° , 30 p á g i n a s . 1,50
B r o w n Scott (James). E l origen e s p a ñ o l del
Derecho Internacional Moderno, en 4 . ° , 246
páginas 8
F e r n á n d e z M e d i n a ( B e n j a m í n ) , Ministro del
Uruguay en E s p a ñ a , L a p o l í t i c a internacional
en A m é r i c a , en 4 °, 52 p á g i n a s 2
B a r c i a T r e l l e s ( C a m i l o ) . Francisco de Vitoria,
fundador del Derecho internacional moderno.
en 4 . ° , 229 p á g i n a s . 8
M i a j a de la M u e l a ( A d o l f o ) . Intemacionalistas
e s p a ñ o l e s del siglo X V I . Fernando V á z q u e z
de Menchaca {1512 1569)> en 4 . ° , 88 p á g i -
nas 3

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caciones de la " S e c c i ó n de Estudios Americanistas"

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