Hitler. A La Nueva Luz de La Clásica y Moderna Psicología PDF

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HITLER

A LA NUEVA LUZ DE LA CLÁSICA Y MODERNA PSICOLOGÍA

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COLECCIÓN PSICOLOGÍA UNIVERSIDAD

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Mauro Torres

HITLER
A LA NUEVA LUZ DE LA CLÁSICA Y MODERNA
PSICOLOGÍA

BIBLIOTECA NUEVA

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Cubierta: A. Imbert

Edición digital, 2014

© Mauro Torres
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
[email protected]

ISBN: 978-84-16095-20-9

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de
propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos
(www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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Índice

PREÁMBULO.—¿HAY ALGO NUEVO SOBRE EL FENÓMENO HITLER?

PRÓLOGO

CAPÍTULO I.—HITLER NACE BÁRBARO Y COMPULSIVO

CAPÍTULO II.—HITLER VISTO BAJO EL PRISMA DE LA EVOLUCIÓN Y DE LA HISTORIA

CAPÍTULO III.—LA HISTORIA DE LA EVOLUCIÓN DE LA ESPECIE HUMANA HASTA LLEGAR A


LOS SCHICKLGRUBER

CAPÍTULO IV.—ADOLFO HITLER NACIÓ Y MURIÓ COMPULSIVO

CAPÍTULO V.—;EL ÁRBOL GENEALÓGICO COMPULSIVO DE HITLER

CAPÍTULO VI.—ADOLFO HITLER FUE MANÍACO DEPRESIVO DURANTE TODA SU VIDA

CAPÍTULO VII.—EL EXTRAÑO ANTISEMITISMO DE HITLER OBEDECIÓ A UN DELIRIO


CRÓNICO SISTEMATIZADO

CAPÍTULO VIII.—ADOLFO HITLER SE DEFIENDE DEL JUDÍO DEL CAFTÁN: AUSCHWITZ

CAPÍTULO IX.—DESPIERTA EL BÁRBARO SCHICKLGRUBER

CAPÍTULO X.—EQUIPADO CON SU MENTALIDAD BÁRBARA, HITLER SE LANZA A LA


CONQUISTA DEL PODER PARA DESENCADENAR LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

BIBLIOGRAFÍA

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PREÁMBULO

¿Hay algo nuevo sobre el fenómeno Hitler?

El investigador que ha escrito sobre un «fenómeno» tan extraño como es Adolfo


Hitler (HITLER, im neuen Licht der klassischen und modern PSYCHOLOGIE,
Baden-Baden, 2005), se siente bajo el imperativo científico de revisar lo que escribió
tomando en consideración los libros que no cesan de aparecer sobre el más agudo
enigma de la historia mundial: ¡HITLER!
Bien hace el estudioso cuando sobredimensiona el compromiso que tiene por
delante, porque con Hitler no existe el riesgo de exagerar el problema, ya que él
siempre está más allá, siempre es más complejo, siempre aparece misterioso e
inasible. Error sería hacernos ilusiones de que fácilmente nos vamos a deshacer de
esa esfinge humana que nos reta con su desconcertante cerebro. Porque el Cerebro de
Hitler es la cuestión. Si no es el cerebro —esa intrincada víscera del comportamiento
y el pensamiento, que tardó al menos ocho millones, ¡sí millones!, de años de
evolución para perfeccionarse con la selección natural de los genes que la forman con
su 100 mil millones de neuronas—, si no es el cerebro, decimos, ¿qué otro órgano
podría explicarnos a cualquier ser humano, pero, sobre todo, a este hombre en
particular? Aquí se encuentra el desafío para el biógrafo, que en el pasado fracasaba
necesariamente porque se limitaba a relatarnos con muy buena prosa amenos hechos
y amenas anécdotas, sin adentrarse en las honduras del cerebro, que apenas hoy
estamos comprendiendo en su infinita red de neurocircuitos que dan cuenta del ser y
del hacer, del pensar y del crear, de la acción y la conducta humana.

¡EL CEREBRO DE HITLER!

Nada nuevo; nada del ser de Hitler, nada de su cerebro nos han dicho los doctos
biógrafos, aunque ellos, que son serios eruditos investigadores, nos han alumbrado
toda la vasta estela de hechos y circunstancias que rodearon al protagonista de su
«rara» gesta, que se inicia el 20 de abril de 1889 y se cierra con un pistoletazo el 30
del mismo mes del año de 1945. Por supuesto, el cerebro se expresa en el ambiente y
el ambiente se expresa en el cerebro. No se pueden aislar el uno del otro. En

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ocasiones, el cerebro se halla pletórico de fuerzas y moldea con ellas el ambiente, la
sociedad, la historia; esta tesis no la habría aceptado Carlos Marx, quizá porque
desconocía el cerebro y sobrevaloraba por ello el ambiente con sus fuerzas
económicas. En otras ocasiones, es el ambiente el que moldea con la riqueza de sus
estímulos al cerebro, sin olvidar su interacción recíproca.
Sin embargo, hoy no podemos hablar tan simplistamente del cerebro; nos
corresponde indagar qué órdenes genéticas llegaban de los antepasados —todo el
árbol genealógico— a ese cerebro. Cuando más, los estudiosos llegan a la infancia de
Hitler, sin tocar, eso sí, su cerebro; quedan satisfechos con la conducta del niño, no
siempre considerada exhaustivamente, y jamás causalmente. Cuando cumplimos con
este deber científico, caemos en la cuenta de que el ADN de Hitler, además de los
genes correspondientes a todo ser humano —15.000 genes de la madre y 15.000 del
padre— se hallaba sobrecargado con evidentes órdenes genéticas, que son fáciles de
reconocer e imposibles de ignorar. Son los fundamentos lejanos de la biología de su
cerebro, sin los cuales no podremos entender muchas manifestaciones de Hitler que
se han convertido en un rompedero de cabezas para los historiadores y biógrafos,
razón de más, para que el fenómeno Hitler se nos haga más turbio, y el misterio más
indescifrable.
De allí que no escaseen exclamaciones del siguiente tenor:

Ellos (algunos investigadores que le propone Ron Rosenbaum en una entrevista al eminente
hitlerólogo Alan Bullock), quieren explicar. Yo no puedo explicar a Hitler. No creo que nadie
pueda. Porque yo creo que los seres humanos son muy misteriosos (Explicar a Hitler, pág. 134).

Lo que no equivale, desde luego, a decir que nosotros sí podemos. Sin embargo
hemos cumplido con la premisa de estudiar la víscera mental de Hitler, procurando
hallar el flujo de influencias biológicas y medioambientales e históricas que, brotando
del pasado próximo y ancestral, y brotando del futuro, igualmente inmediato y lejano,
desembocan como un todo en el cerebro de este hombre singular, en sus debidas
secuencias.
Nuestra gran deuda con los historiadores y biógrafos, es que ellos nos ilustran
con los hechos externos de la vida de Hitler, de Austria, de Alemania, de Europa, de
su familia y árbol genealógico, sin los cuales habríamos sido del todo incapaces de
escribir nuestro libro, al cual para esta edición española, hemos debido hacer retoques
y precisiones que quedan insertadas a lo largo del texto, sin que éste sufra
modificaciones de importancia.

II

Monumentales y eruditas historias de gran valor para entender el fenómeno


Hitler, que incluyen su vida y su obra, pero omitiendo su cerebro, su evolución en el
tiempo y en la historia —ya que nuestra especie tiene dos grandes momentos: el
momento evolutivo, dominantemente biológico, que requiere lentísimos pasos de una
duración geológica, y el momento histórico, de rápido ritmo, que en solo miles de

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años ha creado una gran cultura porque no está comandada por los lentísimos
cambios genéticos, sino por el cerebro— se quedan sin las bases, como si
construyéramos una catedral olvidándonos de los cimientos. Por eso, Hitler continúa
siendo el gran desconocido. Conocemos estupendas y eruditas obras, como la de
Liddell Hart, Historia de la Segunda Guerra Mundial (2006), que en su extenso texto
de 800 páginas, analiza con sabiduría y detalle los eventos de este conflicto, mas sin
presentarnos al hombre de carne y hueso que lo desencadenó y fue protagonista con
mentalidad de cabo de la Primera Guerra Mundial, es prácticamente imposible saber
por qué causas lo hizo.
El historiador moderno debe actualizarse con los recientes descubrimientos de la
Teoría de la Evolución por Selección Natural de nuestra especie; con el gran salto que
dio la humanidad desde su condición simplemente mamífera al rango histórico y
cultural, proeza exclusiva de nuestra especie, así, muchas veces nos comportemos
como mamíferos reproductores y no como creadores de cultura; actualizarse también
en el hecho de que el proceso evolutivo hace continuidad con el proceso histórico, lo
que nos exige convertirnos en historiadores evolucionistas; ser historiadores a la
manera de Heródoto y en la acepción creadora más profunda de la historia y, en fin, y
fundamentalmente, necesitamos familiarizarnos con la estructura del cerebro y sus
dos haces de facultades mentales en interacción recíproca, el haz creativo-alucinatorio
inconsciente, antiquísimo, y el haz racional, reflexivo, analítico y verbal consciente,
novísimo; la Ciencia Genética nos permite comprender acciones, sentimientos y
conductas —que estuvieron claramente perturbadas en Adolfo Hitler— dependientes
de su asombrosa red de mentalidades que, como verá nuestro lector, deciden y
explican la «extraña» naturaleza de este ser que nació y vivió para convertirse, más
que Atila y Gen-gis-Kan, mucho más, en el azote de la humanidad.
¡Que en suma, el Cerebro de Hitler es la Caja Negra en cuyos neurocircuitos
debemos leer las decisivas causas de la Catástrofe!

III

Lo que intriga del drama alemán, no son sus avatares histórico-políticos (la
derrota en la Primera Guerra Mundial, el colapso del Imperio de los Hohenzollern,
seguido por la República de Weimar, el humillante Tratado de Versalles, la depresión
económica de 1929 con sus millones de parados que afectó a todos los países, la
amenaza del Comunismo en la Rusia vecina, etc.), sino el Fenómeno Extraño de ese
drama, jamás visto en la historia mundial. Y, como este drama fue desencadenado e
instrumentado por un individuo, la ciencia que, en última instancia, tiene la palabra es
la Ciencia de la Mentalidad Humana, valiéndose, claro está, de las importantísimas
conquistas que han hecho los historiadores, biógrafos y filósofos, que han llegado al
conocimiento exhaustivo de los hechos de este personaje, mas no a los resortes
íntimos que motivaron esos hechos externos…
En el drama alemán, el individuo tiene un peso enorme, si no único. Él vino de
muy lejos mental y geográficamente al suelo alemán, de una etnia montaraz y
bárbara y se impuso a los alemanes en su propia patria, apropiándose del Partido

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Obrero de los Alemanes, fundado por trabajadores alemanes, lo dominó, se convirtió
en el dictador apoyado en su oratoria vehemente, aglutinadora y demagógica,
cambiando su nombre vernáculo por el Partido Nacional Socialista de los Alemanes,
e infundiéndoles su espíritu y su esencia, solapadamente, calculadamente, que no era
el espíritu de los alemanes, que cayeron ingenuamente dentro del Agujero Negro que
todo lo absorbía, como los agujeros cósmicos que se tragan hasta los rayos de luz, y
ya no supieron más de su idiosincrasia alemana.
Dentro del «espíritu y esencia» de este hombre, se hallaba, siempre solapada, la
intención de transformar al Partido Nazi en un partido de violencia, para metas
futuras innombrables que a nadie comunicó, y se asoció rápidamente con Ernst
Rohm, que era alemán de Múnich, jamás como Hitler, extraño ser venido de muy
lejanas idiosincrasias, pertrechado su equipo mental con un fardo repleto y una única
meta que no confió tampoco a nadie, aunque ya en el Hospital Prusiano de Pasewalk
la anunció, siempre veladamente, no porque se iniciase allí, como piensa Lucy
Dawidowicz, sino que allí afloró al exterior por primera vez, emergiendo de la Caja
Negra de su cerebro ulcerado.
No se explica, pues, por hechos externos la tragedia del pueblo alemán, sino por
ese «fenómeno extraño» metido en su esencia sin ser invitado. Pese a los estudiosos,
hitlerólogos, axiólogos, genealogistas, NADA se sabe sobre el «misterio» de este
extranjero, ni por qué hizo lo que hizo, ni por qué pensó como pensaba, ni por qué le
salían esos planes de exterminio de un solo pueblo justamente, precisamente, por ser
judío, «el más peligroso enemigo de la tierra, el envenenador de todos los pueblos»,
ni cuándo mutó su antisemitismo corriente por un antisemitismo siniestro y
devastador, ni por qué su única, su exclusiva meta era el genocidio total de los judíos
—todos los demás sucesos eran pasos que debía dar necesariamente para llegar a éste
su fin único—, en lo que concordamos con Lucy Dawidowicz y el profesor Alan
Bullock, aunque ellos no dicen cuándo se inició ese propósito fijo, puntual,
indeclinable, ni por qué.
«Algo» falta en la ingente obra de los grandes investigadores, un algo que es
definitivo, tanto para conocer el drama alemán, como la naturaleza extraña de Adolfo
Hitler (la palabra «extraño» salta constantemente a las teclas de nuestra máquina toda
vez que nos referimos al protagonista de la historia alemana desde 1919 a 1945, una
historia que no encaja en la tradición alemana pasada, ni con la que se inicia en la
segunda mitad del año 1945, sino que es un injerto de historia impuesto
violentamente, misteriosamente, extrañamente, a la vida de los alemanes, por ese
hombre venido de lejos).
Hitler siempre fingió. Siempre engañó. Desde la infancia simuló superioridad,
autoridad, sabiduría. A su padre, a su madre y a su amigo Kubizek, a sus profesores, a
la Academia de Bellas Artes de Viena, a sus compañeros de mendicidad en los Asilos
de Caridad Vieneses, a todos les fingió, los engañó con su pretendida superioridad,
sus pretendidos conocimientos, sus eruditas lecturas. Ahora bien, a los alemanes los
engañó. Se engañó a sí mismo, porque en verdad se creía todo un ser histórico desde
niño, un ser providencial: él creía en su propia patraña, que se debía a su
Megalomanía-nata, poderosísima, con la cual nació, pues heredó su mentalidad
maníaco-depresiva de la línea materna. Heredó y transmitió grandeza y muerte. Los

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alemanes cayeron en la ilusión de sentirse, inducidos por Hitler, como la raza más
grande del planeta; y a los alemanes antes de saborear su grandeza, los devoró la
muerte y se suicidaron colectivamente, también inducidos por el melancólico-suicida:
es asombroso reflexionar cómo en un salto vertiginoso, Führer y pueblo atados por
lazos misteriosos —que no deben continuar siendo misteriosos— se elevaron al vacío
de unos cielos sin vida, y se precipitaron al abismo mortal.
Miedo y sumisión infundía Hitler a sus íntimos desde la niñez, excepto a su padre
Alois. Miedo y sumisión a los dirigentes nazis, aunque debemos diferenciar a
Goebbels de Goering, Himmler y Hesse; miedo y sumisión a las masas. ¡Esto hacía
un hombre que venía de la nada! He aquí el extraño fenómeno que debe pulsar
nuestro asombro, aunque también debe exigir a nuestro conocimiento, porque el
«Fenómeno Hitler» no debe pasar al olvido sin que antes lo hayamos descifrado. Él
no se conoció, porque era «un sonámbulo» que marchaba «seguro», hacia la nada…
Pero nosotros no podemos dejarnos engañar póstumamente por Adolfo Hitler.
Como decía el Ministro de Baviera Hein-rich Held, quien lo conoció en la intimidad,
«hay que sujetar a la bestia». Sujetarla con el entendimiento, no dejar que se escape
y continúe metiéndonos miedo e imponiéndonos su Es-finge con gran autoridad… La
ciencia no debe temerle a Hitler, ni debe someterse a los enigmas que astutamente le
planteó a la historia. Debemos desplegar todo lo que los sabios han descubierto para
defendernos con la verdad, del «Monstruo», tal como lo veía también en la intimidad,
Geli, su sobrina amante. ¡Sólo en la intimidad se podía conocer a Hitler! Este es un
secreto que nos contaron su madre, Kubizeck, Mimy Reiter, Geli Raubal, Eva Braun.
¡Pues en su intimidad nos obliga a adentrarnos con el conocimiento de su cerebro
cruzado por fuerzas mentales potentísimas, pues no hay que ne-garle a Hitler que
tenía Genio y fuerza —cuya procedencia él desconocía pero que utilizaba
conscientemente para simular, embaucar, engañar, someter, endiosarse,
metamorfosearse en Mito, él, justamente, que venía de la Nada y se convirtió en
Nada!
Todos sus íntimos —¡cinco, sin contar su pastor alemán!— sucumbieron a la
desesperación y al miedo: ese era el efecto que engendraba en ellos y que los llevaba
a la impotencia y la desesperación —Clara Polzl, su madre y August Kubizek—, o al
suicidio —Mimy, Geli, Eva—. Conocemos clínicamente que sujetos potencialmente
asesinos y de «extraña» autoridad infundieron en sus esposas ese miedo, esa
impotencia, y esos deseos de morir, que si no lo hicieron, quedaron lesionadas para
siempre…
Quienes conocimos la aplastante Tiranía y Miedo que Hitler infundía en su
Partido Nazi y en sus dirigentes —que, cuando osaron negarse, como Georg Strasser,
primero en 1932, amenazó con sucicidarse, y, después, en junio de 1934, pagaron su
osadía con sus vidas—; la aplastante Tiranía y Miedo que infundía en las masas
alemanas y más tarde en los pueblos sojuzgados, podemos hacernos una idea, más o
menos precisa, de este Miedo y Pavor que infundía en sus íntimos, y por qué lo
infundía: y lo aterrador era que no podían huir, no tenían manera de salirse de los
puños de sus manazas: la madre murió diciendo que Adolfo «no dejaba que le dijeran
nada» y se desesperó hasta la muerte; Kubizek sólo pudo huir porque una llamada a
presentarse en el ejercito austríaco lo salvó de la encerrona; a las tres mujeres no les

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quedó más salida que la huida a la muerte…
¿Qué tenía este ser «extraño» en la Caja Negra de sus neuronas que gozaba de
semejantes poderes para engendrar atracción, admiración, miedo, dominio, seducción
y muerte? ¡No sería solo su maldita oratoria teatral que recibió gratuitamente de sus
genes ancestrales! Porque la oratoria fue solo un medio, desde luego importantísimo,
mas no, de ninguna manera su fuerza envolvente…
Podemos sí estar absolutamente seguros de que su «embrujo» procedía de sus
grandes vilezas, así, hipócritamente y con calculado afán, predicara las «virtudes
étnicas del fundamentalismo racial». ¡No!
Este ya es un comienzo para ir metiéndonos en la espesa oscuridad de su secreto.
Saber que cuando llegó a Múnich en mayo de 1913, era un haragán mendigo con la
bolsa momentáneamente llena con la herencia que le había regalado póstumamente su
odiado padre, ya es un comienzo. Saber que hasta el 2 de agosto de 1914 se ganaba el
pan vendiendo sus malas copias que pintaba con gran pereza porque «no era capaz de
llevar al campo el caballete y pintar del natural», y que esto le trazaba el rumbo
nuevamente inequívoco a la misma mendicidad que había vivido en Viena durante
tres años, ya que la vagancia para el estudio y el trabajo le impedían sobrevivir con
sus propias manos, ya es un comienzo. Saber que por esa misma haraganería solo
podía leer periódicos que le confirmaran su extraño antisemitismo, es también un
comienzo. Saber que si la Primera Guerra Mundial no tañe las fibras de su cerebro
para que se realice su ADN bárbaro y despierte en él la Voluntad para la acción, sólo
para la acción guerrera, así hubiera tenido que convertirse en un «político» violento,
con sed de guerra, con la decidida, aunque no confesada a nadie intención de
desencadenar la Segunda Guerra Mundial, no para aplastar a Austria,
Checoslovaquia, Francia, Polonia y Rusia, que apenas eran pasos necesarios que
debía dar para aplastar a los judíos, en quienes veía a los «más peligrosos y poderosos
enemigos suyos», pero que él fingía que la amenaza de los judíos se dirigia contra los
pueblos arios, ya es un comienzo. Saber que en el Hospital de Pasewalk, después de
conocer la pérdida por Alemania de la guerra, insinuó al instante, sin disimularlo casi,
«que con los judíos no había que transigir y que se dedicaría a la política para
exterminarlos», ya es un comienzo…
Mientras tanto, que tiemblen todos; que tiemblen los políticos de los partidos
tradicionales, que tiemblen los nazis, que tiemblen las masas alemanas, que tiemblen
las naciones sojuzgadas, que este hombre extraño con la magia de su Nada que él
suponía grandeza mesiánica, los va a seducir y a aplastar y a conducir al genocidio y
al suicidio universal, antes de alcanzar su objetivo primordial y único, el Genocidio y
Holocausto judío… Saber que a partir de estos iniciales momentos de su actividad
política Hitler hablará significativamente «Del Judío», no de los judíos reales, nos
permite concluir con seguridad que algo gravísimo debió ocurrir años atrás con ese
peligroso y omnipotente judío:

Al defenderme del judío, dijo en su libro Mi Lucha, dictado muchos años más tarde de aquel
suceso gravísimo con el judío. Al defenderme del judío, lucho por la obra del Supremo Creador
(Mira Aquí).

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Frase rodeada por muchos argumentos igualmente significativos que los
historiadores, biógrafos y, particularmente sicólogos, no han aprovechado ni tomado
en serio —porque se hallaban enfrascados en el testículo que le faltaba a Hitler, en su
sífilis contagiada por una prostituta judia, en la violencia del padre, en la venganza
contra el médico judío, doctor Bloch, que «torturó» a la pobre Clara Pozlz, en el
Complejo de Edipo, etc.—, aunque Hitler si lo decía muy en serio y lo cumplió en su
hipócritamente llamada «Profecía» pronunciada el 30 de enero de 1939, al pie de la
letra, masacrando a millones de judíos reales, no al «Judío» de su imaginación. Esto
ya es algo, un comienzo que nos abre las puertas para adentrarnos en sus negras
intenciones.
Si no aprovechamos esta gruesa hebra, que a manera de Hilo de Ariadna nos
permita —no salir—, sino introducirnos en el laberinto mental de Hitler, quien no
pudo esconderlo en su libro mentiroso, porque a él mismo se le impuso con toda
fuerza mientras peroraba dictando su lucha, si no aprovechamos, decimos, la frase
que este hombre, sin darse cuenta, sirvió a la historia en bandeja de verdad en su libro
de mentiras, y que está allí, a disposición de quien le interese desde 1924 y
valiéndonos de ella marchemos a descubrir qué fue lo que pasó y cuándo de modo
que tuviera motivos para hacer la insólita creación del Mito del Judío todopoderoso y
todopeligroso, entonces nos perderemos sin remedio alguno y nos refugiaremos en la
erudición o en vanas hipótesis inconducentes.
Michael Burleigh lo intuyó pero no cobró el fruto de su intuición:

El lector, dijo, está dentro de la cabeza de un antisemita a ultranza, donde la mezcolanza


ideológica amontonada se convirtió en un sustituto para las alienaciones personales de un hombre
al que pocos habrían descrito como clínicamente «loco». La indisciplina autodidacta y la
experiencia, real o imaginaria, crearon una «visión del mundo» totalmente inflexible, en la que los
nuevos hechos se encajaban en una estructura rígida. Hitler aseguraba que su «visión del mundo»
era resultado de revelaciones deslumbradoras, de verdades «reales» o «superiores», todo cada vez
más inmune a la argumentación contraria o a la razón (nosotros aclaramos que se refiere aquí el
autor a la rigidez de los delirios). Como decía Hannah Arendt: «El pensamiento ideológico acaba
emancipandose de la realidad que percibimos con nuestros cinco sentidos, e insiste en una realidad
“más verdadera” oculta tras todas las cosas perceptibles, que las domina desde ese lugar en que se
oculta y que exige un sexto sentido que nos permita cobrar conciencia de ellas» (Este sexto sentido,
anotamos nosotros, no puede ser otro que el sentido alucinado de un delirante). (El Tercer Reich,
2006, págs. 120-121).

Al contrario, Ron Rosenbaum decidido a probar que Hitler sí era consciente de su


maldad, cayendo así en un inútil debate axiológico, ve la liebre y no cree en ella, la
rechaza emotiva-mente, como les ocurre con frecuencia a los biógrafos judíos, lo que
es muy explicable, ya que ellos fueron las víctimas del Holocausto, expresión
religiosa del conepto Genocidio, que comenzó a emplearse en el año de 1960:

Tampoco podemos olvidar —sostuvo Rosenbaum—, el muy artero esfuerzo del propio Hitler
por señalar a un judío como origen de su antisemitismo. En Mi Lucha afirma que hasta que llegó a
Viena en 1907, a los 18 años, había tenido poco o ningún contacto con judíos… hasta que tuvo una
especie de experiencia visionaria o revelación: la primera vez que vio —nos pide que creamos—, o
la primera vez que se encontró con un judío oriental… Un día cuando paseaba por el centro de
Viena, dice, de pronto me encontré con una aparición de caftán negro y rizos negros sobre las
orejas. ¿Es esto un judío?, fue lo primero que pensé, pero cuanto más miraba ese rostro extranjero,

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escrutándolo rasgo a rasgo, más mi primera pregunta iba asumiendo otra forma: ¿Es esto un
alemán?
La afirmación de que esa sorprendente aparición, ese primer judío, le causó una sacudida tan
fuerte que le abrió los ojos a alguna verdad sobre los judíos, le hizo verlos como no los había visto
ántes, COMO EXTRAÑOS Y AMENAZADORES (destacamos nosotros) y lo impulsó a buscar la
sombría verdad sobre su maligna influencia en el mundo de la literatura antisemita, no resiste un
examen cuidadoso. En realidad parece ser una falsificación retrospectivamente creada para dar la
impresión de que había alguna esencia poderosa, inconfundible, intrínsecamente mala, que
emanaba de aquel judío y que sacudió a Hitler despertándolo de su anterior inocencia con respecto
a los judíos en general (Explicar a Hitler, pág. 39).

Desafortunadamente, Ron Rosenbaum —que entendió exactamente que «de


pronto Hitler se encontró con una aparición»— por ser judío y por no ser un buen
conocedor del cerebro, no toma en serio ese instante vivencial que confiesa Hitler en
Mi Lucha, siendo que en su entrevista con el gran conocedor de Hitler, que es H. R.
Trevor-Roper, Profesor de Historia Moderna de Oxford, le había dicho:

Lo que de esa lectura en Alemán de Mi Lucha —reveló a Trevor— Roper sobre Hitler es algo
que pocos antes de la guerra tomaban en serio, e incluso después…: «Un mensaje vigoroso y
terrible pensado por él, una filosofía. Y evidentemente él la tomaba muy en serio. Hitler no era,
como díce Bullock, un aventurero: se tomaba a sí mismo totalmente en serio, y esto se ve en Mi
Lucha. Él creía ser un fenómeno raro, que solo aparecía una vez cada muchos siglos. Y cuando lo
leí en 1938, yo había estado en Alemania y no pude evitar sentirme impresionado por el hecho de
que Mi Lucha había sido publicado entre 1924 y 1925, y él había hecho todas las cosas que decía
que iba a hacer. Y no era ninguna broma lo que estaba vendiendo. Es una obra seria (Ron
Rosenbaum, Explicar a Hitler, pág. 120).

Vio la liebre Rosenbaum y la consideró «un artero esfuerzo» de Hitler. Seríamos


los últimos en sostener que Mi Lucha es un libro totalmente serio, al contrario, es una
gran mentira con intenciones políticas para elevar su propio mito ante los alemanes
que lo leyeron por millones. Pero debe separarse el grano de la paja: este relato de la
«aparición súbita» que tuvo Hitler del judío del caftán negro y «que le produjo una
sacudida tan fuerte que le abrió los ojos a alguna verdad sobre los judíos, haciendo
que los viera como no los había visto antes, COMO EXTRAÑOS Y AMENAZADORES», tal
como nos relata el mismo Ron Rosenbaum, es de los pocos granos —una pepa de
oro, ciertamente—, porque aquí no calcula sino que el relato se le impuso mientras
peroraba asociando libremente, al dictar su lucha 15 años más tarde de lo sucedido.
Por tanto, Hitler fue espontáneo, y a él que era un redomado calculador en cuanto a
sus secretos y vesánicos proyectos, se le escapó por lo inconsciente de la creación de
«Su» judío «extraño y amenazador», y nos dio esa invaluable pista para meternos en
su siniestra Caja Negra Neuronal.
Al dejar escapar la liebre, Rosenbaum, que leyó todos los libros y que recorrió el
mundo, desde Nueva York a Jerusalén, entrevistando a notables luminarias
conocedoras del fenómeno Hitler, ya fueran historiadores, biógrafos, psicólogos,
teólogos judíos, aunque por desgracia no se acercó al Extraño Cerebro de Hitler,
debió quedarse con el «Problema del Mal», enfrascándose en una discusión moral en
última instancia, como la siguiente:

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¿Cree usted que Hitler era conscientemente malo? —interroga a Trevor-Roper—. ¿Sabía que
lo que estaba haciendo estaba mal?

Como compulsivo, Hitler sabía conscientemente que obraba mal—decimos


nosotros—, pero no podía evitar obrar mal; como delirante, Hitler obraba como si le
estuviera haciendo un bien a los pueblos arios amenazados por el «Peligroso Judío».
Rosenbaum, un gran estudioso del fenómeno Hitler, era demasiado escéptico
sobre la validez de la psicología y de los psicólogos que conocía que eran todos
psicoanalistas: «El misterio aterrador» de la mente de Hitler supera el poder de
comprensión del análisis psicológico de la época, le había dicho Trevor-Roper. Es
posible, dice Rosenbaum, que «la objeción más profunda de Trevor-Roper sea su
convicción de que los instrumentos de que dispone la psicología para estudiar el
comportamiento humano son insuficientes para comprender a Hitler» (Mira Aquí).
Esto, dicho en el año de 1997 cuando publicó su libro en idioma inglés. Y
consecuente con tal reconocimiento de que Hitler era incomprensible con las
herramientas disponibles por entonces que eran las psicoanalíticas, da inicio a su libro
con los siguientes importantes epígrafes:
Uno es de Yehuda Bauer, una autoridad judía en Jerusalén: «Hitler es explicable
en principio, pero eso no significa que haya sido explicado». El otro (también como
Bauer entrevistado por Rosenbaum), es el profesor inglés y pionero en los estudios
hitlerianos, Alan Bullock, quien dice: «Cuanto más sé sobre Hitler, más difícil me
resulta explicarlo».
Y era comprensible por entonces el escepticismo de Ron Rosenbaum:

Considérese —dice—, el intento de la famosa psicoanalista suiza Alice Miller de presentar a


Hitler como víctima de un padre que lo maltrataba… Miller se esfuerza por probar que la maldad
de Hitler se originó en los brutales castigos físicos que le administraba su padre…; hay un vínculo
involuntariamente paródico de la demonización del padre de Hitler por Miller en la obra de Erich
Fromm, psicoanalista igualmente respetado y aún más concido, quien se refiere no al padre sino a
la madre. En la versión de Fromm el padre Alois, no es el monstruo violento que nos presenta
Miller: para Formm era un sujeto estable y bien intencionado que «amaba la vida» y era autoritario
pero no una figura temible. En cambio, dice Fromm, el catalizador de su neurosis fue la madre de
Hitler, Clara. En su psicoanálisis retrospectivo de Hitler, publicado en 1973, Anatomía de la
Destructividad Humana, Fromm afirma confiadamente que Hitler se explica por la teoría del
propio Fromm del «Sistema de Carácter Necrófilo» que postula el amor a la muerte y a los
cadáveres y en consecuencia la inclinación a cometer asesinatos masivos. Fromm asegura que ese
«desarrollo necrófilo» tuvo su origen en el carácter «malignamente incestuoso» del apego de Hitler
a su madre. «Alemania pasó a ser el símbolo materno central, dice Formm». La fijación de Hitler,
su odio al «Veneno» (la sífilis y los judíos) que amenazaba a Alemania, ocultaba en realidad un
deseo más profundo, reprimido por mucho tiempo de destruir a su madre.
La serena confianza de Fromm en esas grandiosas abstracciones, y los saltos sin apoyo que da
su pensamiento basado en ellas, llegan a ser asombrosos cuando se acerca a la conclusión: lo que
Hitler odiaba más profundamente no eran los judíos sino… ¡los alemanes! Los alemanes
simbolizaban a su madre. Hizo la guerra a los judíos porque su verdadero objetivo era
desencadenar una conflagración mundial a fin de encauzar la destrucción de Alemania, o sea
castigar a su madre… (Explicar a Hitler, págs. 34-35).

Justamente, atendiendo a este llamamiento casi desesperado de Ron Rosenbaum


de darle a la psicología herramientas modernas, hemos titulado esta biografía, según
los resultados obtenidos de nuestras investigaciones en el campo de la mente humana,

15
Hitler. A la nueva luz de la clásica y moderna psicología, como lo verá nuestro lector
a lo largo del texto.
No queremos abandonar el notable y documentado libro de Ron Rosenbaum, sin
mencionar, así sea de paso, dos importantes afirmaciones de los investigadores
judíos:
Una, corresponde a la historiadora Lucy Dawidowicz, quien en su libro La
Guerra Contra Los Judíos, sostiene que la motivación única de Hitler era el
extermino de los judíos, sin que, desafortunadamente, soporte su argumento en la
vida, los hechos o decires de Hitler. Nosotros le preguntaríamos:
Si bien concordamos plenamente con usted, ¿en qué acontencimiento se funda
para afirmarlo?… Por otra parte, Dawidowicz enuncia otra tesis igualmente cierta en
nuestro concepto: «La solución final se originó en la mente de Hitler. En Mi Lucha, él
nos dice que decidió su guerra contra los judíos en diciembre de 1918, cuando en el
Hospital de Pasewalk se enteró en rápida sucesión del motín naval de Kiel, de la
revolución que obligó al Emperador a abdicar, y finalmente, del armisticio (que
significaba la derrota de Alemania en la guerra)… «Conocí entonces mi propio
destino, dijo Hitler. Fue en ese instante cuando tomó la decisión: «no es posible
pactar con los judíos; solo la línea dura. Ellos o nosotros. Yo decidí por mi parte,
dedicarme a la política» (págs. 426-427).
Dawidowicz parte de la nada. Como si la decisión de Hitler de dedicarse a la
«Política» con la clara intención de exterminar a los judíos, hubiera sido una
resolución súbita, sin precedentes, sin continuidad con el pasado. Le ocurre lo mismo
que a los historiadores que sostienen que la Primera Guerra Mundial hizo a Hitler, sin
puntuar el continuum con su pasado. Tal como nosotros entendemos el trabajo del
historiador moderno, debe realizarlo atando los cabos sueltos del presente con el
pasado y del presente con el futuro. Ello rinde frutos inesperados porque la
continuidad de los acontecimienos de una conducta determinada la extrae del mirar
fijamente los conjuntos. Nuestro lector verá más adelante cómo y de dónde vienen las
corrientes genéticas y ambientales que permiten establecer una continuidad entre el
Hitler de la Primera Guerra Mundial y sus ancestros Schiklgruber, y cómo, por otra
parte, se establece la decisión de Pasewalk con hechos concretos de la existencia de
Hitler en Viena.
El otro ensayista judío que nos cita Ron Rosenbaum, es el escritor Milton
Himmelfarb, quien escribió el artículo «No Hitler, No Holocaust» (Sin Hitler no hay
Holocausto), en el año de 1984. Aunque desconocemos cuál fue la sustentación de su
importante tesis, nos hallamos plenamente de acuerdo con él, y nuestro lector
conocerá más adelante los hechos en que nos fundamos. Es más: nosotros sostenemos
que SIN HITLER NO HAY NAZISMO; es inconcebible el nazismo sin Hitler. En el futuro
no tiene ninguna posibilidad de renacer el auténtico nazismo con las características
propias que le infundió Hitler. Milton Himmelfarb hace una observación con la cual
también concordamos:

No es que los alemanes fueran la excepción, sino que Hitler era la excepción (pág. 444).

Por fin, Rosenbaum concluye su libro diciendo:

16
Después de dedicar casi diez años a examinar las afirmaciones a menudo ambiciosas y con
frecuencia erróneas de escuelas y estudiosos rivales que dicen haber explicado a Hitler, creo que no
ha sido explicado, pero por otro lado no estoy convencido de que sea categóricamente
inexplicable». «Tiendo a concordar con Yehuda Bauer en que sufrimos de una ausencia de
información suficiente respecto a la mayoría de las preguntas clave. Pero no estoy seguro de tener
la confianza que tiene Bauer en que si tuviéramos la información suficiente podríamos explicar a
Hitler. Yo no excluiría la posibilidad de que aún con toda la informacióin en la mano quedáramos
igual de perpelejos frente a Hitler (Explicar a Hitler, págs. 444-445).

Éste nos parece un escepticismo estimulante, que invita a la creación y al


esfuerzo para dar con esos acontecimientos «clave» de la existencia de Hitler.
El erudito y agudo historiador Ian Kershaw ha planteado un interrogante en su
libro La Dictadura Nazi, publicado en su primera edición en 1985 y en la edición
española en 2004, que nosotros intentaremos responder:

El solo hecho de plantear la pregunta de cómo un Estado moderno, sumamente educado y


económicamente avanzado pudo «llevar a cabo el asesinato sistemático de todo un pueblo sin razón
alguna aparte del hecho de ser judío», sugiere una escala de irracionalidad apenas comprensible por
la explicación histórica (Mira Aquí).

Respondemos que no fue Alemania en particular, sino LA HISTORIA MASCULINA


—concepto este que no existe en la historiografía y que hemos debido acuñar
nosotros porque es indispensable para comprender los hechos de los pueblos y los
hombres, ya que, desde hace 10.000 años, desde la fundación de Jericó, no ha
existido HISTORIA UNIVERSAL, hecha por todos, sino HISTORIA MASCULINA,
protagonizada por el «Hombre Aristotélico», aquel que fundado en la Utopía
milenaria de que el Hombre con su unidimensional entendimiento es el ser político e
histórico por excelencia, según Aristóteles, delante del cual la mujer no vale nada.
Esta HISTORIA MASCULINA con su Utopía ha colapsado totalmente desde hace
milenios, porque dio cabida, si no a personajes iguales a Hitler, sí parecidos a él,
guerreros genocidas y compulsivos corruptos. La responsable no es Alemania sino la
HISTORIA MASCULINA GUERRERA Y COMPULSIVA MUNDIAL, para la cual la vida y la
dignidad de los pueblos, hoy unos y mañana otros, no valen nada…
Por otra parte, como atrás lo sostuvimos, Hitler se incrustó como una cuña
extraña en la historia del pueblo alemán, con su decidido y único propósito, como lo
dijo Lucy Dawidowicz, de exterminar al pueblo judío, plan abiertamente declarado en
su libro Mi Lucha, y que, más adelante, podrá el lector examinar nuestra
argumentación para decir cuándo y de dónde salió la decisión del Holocausto Judío,
que si se trata de un solo individuo el que desencadenó semejante hecatombe, será el
especialista del cerebro y de la mente humana —no el historiador— el llamado a
responder la pregunta que plantea Kershaw, sirviéndose, claro está, de los materiales
descubiertos por él y por todos los investigadores que se han ocupado del fenómeno
Hitler.

IV

17
La investigadora inglesa Claudia Koonz en su reciente libro La Conciencia Nazi
(2005), ha llamado la atención sobre los fenómenos sociológicos que se produjeron
en Alemania a raíz de la llegada de los nazis al poder. Esto nos da la entrada para
hacer unas precisiones «claves» sobre lo que podríamos denominar como la razón de
ser de ese fenómeno sociológico en Alemania y sus causas que, teniendo un valor
fundamental se hallan lejos de ser aprovechadas, porque no siendo colectivas, es al
especialista de la mente humana a quien corresponde la tarea de dilucidarlas.
Dice Claudia Koonz:

Si se consideran los actos antisemitas aparecidos en la prensa popular alemana y los


publicados por periódicos en otros cuatro países (Francia, Gran Bretaña, Italia y Rumanía), entre
1899 y 1939, se demuestra que el alemán antes de 1933 era el pueblo menos antisemita (Mira
Aquí).

Desde 1928 hasta mediados de 1932, período en que el apoyo electoral a los caudillos nazis
pasó del 2,6 por 100 al 37,4 por 100, el antisemitismo desempeñó un papel poco relevante para la
captación de votantes (Mira Aquí).

Así, puede decirse que los alemanes no se hicieron nazis porque fueran antisemitas, sino que
se hicieron antisemitas porque eran nazis (Mira Aquí).

Vista la enormidad de la masacre nazi, resulta fácil imaginar que los colaboradores alemanes
de aquella persecución compartieron la airada paranoia de Adolfo Hitler y sus más fieles
camaradas (Mira Aquí).

Lo que durante este período sorprendía a los judíos alemanes no era la crueldad de los
cleptócratas, fanáticos y descontentos, sino la reacción de amigos, vecinos y colegas que no se
caracterizaban por su devoción al nazismo (Mira Aquí).

¿Qué fue lo que transformó a unos alemanes de a pie que antes de 1933 no habían
demostrado tener más prejuicios que cualquiera otra población, en espectadores indiferentes y
colaboradores de la persecución? (Mira Aquí).

Los alemanes que, en 1933, eran europeos occidentales como todos los demás, se habían
convertido, en 1939 en algo muy distinto.

Hasta aquí Claudia Koonz.


Una conclusión se puede extraer de estas revelaciones de Koonz: con la llegada
de los nazis al poder en 1933, el pueblo alemán en masa se hizo nazi, y, en
consecuencia antisemita, debido a la fuerte intervención de Hitler y sus colaboradores
—particularmente Goebbels, precisamos nosotros— que «compartieron la airada
paranoia» de Adolfo Hitler.
La tarea para el especialista de la mente humana consiste en explicar de dónde y
cuándo Adolfo Hitler contrajo su «airada paranoia», y cómo la transmitió a sus
colaboradores primero, y posteriormente, a los alemanes de a pie que, aunque no
fueran nazis, se transformaron también, y en algo compartieron la airada paranoia de

18
Hitler y sus colaboradores.
Nosotros ya citamos una frase reveladora de Hitler en su libro Mi Lucha, que
rodeada por los textos que la preceden y la siguen, se convierte en el núcleo
transparente de eso que Koonz denomina «airada paranoia» y que nosotros la
diagnosticamos clínicamente como un claro Delirio Crónico Inconsciente
Sistematizado y muy Contagioso por su coherencia lógica que, traducido al
pensamiento consciente de Hitler y a su acción, se expresa como Delirio de
Perseguido-Perseguidor, en el sentido de que él, sientiéndose perseguido por «El
Judío», se convirtió en un implacable perseguidor genocida de los judíos, y que si «el
judío» que lo perseguía se hallaba en los neurocircuitos de su cerebro (en el
Hemisferio Cerebral Derecho), alucinado y fantástico, los judíos a quienes perseguía
eran los judíos reales, que Hitler consideraba como los más peligrosos a los que había
que exterminar del planeta.
En el texto del libro, nuestro lector verá las pruebas que nos asisten para sostener
que Hitler deliraba y cómo «contagió» ese delirio a sus colaboradores nazis y a las
masas alemanas, colectivamente.
Resumimos ese proceso de contaminación del delirio de Hitler al pueblo alemán,
hecho que explica el enigmático fenómeno —no aclarado todavía por historiadores ni
psicólogos— de que los alemanes se hubieran dejado envolver por Hitler y el
nazismo y se hubieran convertido también en delirantes antisemitas, cómplices de
este hombre en todas sus acciones y sus políticas interna e internacionalmente, que
Hitler no comunicó a nadie, calculando la oportunidad para descargar su genocidio,
aunque enmascaraba su autoría por el miedo que tenía a que los judíos se vengaran de
él ya que los consideraba peligrosísimos y de gran poder, pues, según él, amenazaban
apoderarse del mundo y habían sido los que desencadenaron las dos guerras
mundiales del siglo XX:
Tomamos como punto de partida el momento en que las estructuras de la corteza
del hemisferio cerebral derecho de Hitler contienen ya en un neurocircuito el delirio
creado cuando vagaba como un autómata por las calles de la vieja Viena en diciembre
de 1909 (¿Cómo lo creó?, ya lo leerá detalladamente nuestro lector en el texto del
libro).
El hecho de que el delirio se halle en un neurocircuito de las estructuras
creadoras enfermas e inconscientes del Hemisferio Cerebral Derecho, apunta a su
perdurabilidad en el tiempo, a que allí estará fijo pero activo, aunque sin afectar al
resto de la corteza cerebral de este hemisferio ni del izquierdo que es consciente.
Porque un delirio es una creación inconsciente, sea agudo o crónico. Una creación de
las estructuras de la corteza cerebral con neuronas creativo-alucinatorias e
inconscientes que, en nuestro concepto, están localizadas en el Hemisferio Cerebral
Derecho, y en el caso de Hitler esas neuronas creadoras se hallan alteradas como
efecto del mal funcionamiento de los neurotransmisores químicos que les
corresponden, de tal suerte, que si el delirante es tratado con los modernos
medicamentos neurolépticos, deja de delirar.
El delirio de Hitler era Crónico y Sistematizado, es decir, que una vez que lo
creó su cerebro, Hitler se apresuró a explicarlo con teorías que lo confirmaban y que,
por tanto, si un delirio es sentido como algo real, dramáticamente real, mucho más

19
real que la realidad objetiva que observan nuestros cinco sentidos, al teorizar el
delirio, al envolverlo con todas las explicaciones que Hitler encontró en sus lecturas
de panfletos antisemitas quedó incrustado en ese neurocircuito, fijo, irrefutable por la
razón, peligroso y amenazante. Todas esas teorías que Hitler utilizó para demostrar la
peligrosidad del judío es lo que se llama sistematizar un delirio; por todo esto es que
afirmamos que el delirio de Hitler que duró toda su vida era crónico y sistematizado e
inconsciente, mas lo consciente son los argumentos con que teorizó el delirio. En los
años que vendrán Hitler hablará, por lo general y en momentos reveladores del Judío
Poderoso, del Judío Peligrosísimo, del Judío que había que exterminar.
Esta visión alucinada y delirante —sin objeto, es decir, sin judío real—, se
convierte, pues, en el núcleo dinámico, en el centro activo del sistema creado por
Hitler: a este sistema delirante, Hitler lo denominó desde Viena su «Visión del
Mundo», que él creía que era una Weltanschauung o concepción filosófica del
mundo, de donde suelen partir los grandes filósofos para dar sentido a sus
especulaciones. Pero Hitler que era un haragán para el estudio de libros serios —
aunque simulara una gran cultura filosófica—, no tenía cómo elaborar una
concepción filosófica del mundo, de modo que su «Visión del Mundo», «granítica» o
inmodificable como todo delirio crónico, correspondía a su «Visión Alucinada y
Delirante del Judío Amenazante», ya que esta visión de Hitler se hallaba cargada de
miedo y odio al judío. Si le tenía miedo se defendía odiándolo; si se sentía perseguido
por el judío, se convirtió en perseguidor del judío; si en su visión delirante
experimentaba patética y dramáticamente que el judío lo amenazaba, él se defendía
del judío:
«AL DEFENDERME DEL JUDÍO», dijo en su libro Mi Lucha, 15 años más tarde
de haber contraído su enfermedad delirante, que no es esquizofrenia porque el delirio
no deteriora como la locura esquizofrénica las facultades intelectuales del paciente, y
no se puede hablar con propiedad diciendo que Hitler era un loco, puesto que todas
sus funciones mentales, su razón, su juicio, sus relaciones sociales, eran enteramente
normales. Este delirio quedó «enquistado», encerrado en el neurocircuito cerebral, y
para nada afectó su entendimiento general, aunque siendo muy dinámico el delirio,
influyó sobre su razón para que argumentara y comunicara en sus escritos y discursos
su visión antisemita envenenada y genocida contra los judíos.
Mas, aparte de esto, la razón y el juicio de Hitler son perfectamente correctos;
por eso, repetimos que Hitler no era un loco esquizofrénico en lo cual concordamos
con los clásicos clínicos franceses que al hablar de la esquizofrenia no abarcaban los
delirios… Entonces, dice Hitler sin darse cuenta que está revelando su delirio, puesto
que éste es inconsciente:

AL DEFENDERME DEL JUDÍO, LUCHO POR LA OBRA DEL SUPREMO CREADOR (Mi Lucha, pág.
60).

Todo lo que venga en el futuro hasta que dicte su testamento político en el


búnker de Berlín el 29 de abril de 1945, la víspera de suicidarse, será el siniestro
cumplimiento de su defensa del judío, ya no del judío irreal alucinado, sino de 6
millones de judíos reales como todos los seres humanos. Nuestro lector recordará que

20
cuando se hallaba convaleciente en el Hospital Prusiano de Pasewalk y fue informado
de que Alemania había perdido la guerra y que el imperio Austro-Húngaro se había
desmoronado por la revolución, su conclusión al parecer absurda para quienes no
estaban ni están en el secreto de su delirio, fue la siguiente:
«Comprendí que con los judíos no había que transigir. O ellos o nosotros. Yo por
mi parte me voy a dedicar a la política»…, es decir, a una política distinta a la política
tradicional, una política violenta, con paramilitares bien dirigidos, armados y
asesinos, para… hacerse con el poder, con todo el poder (1933-1934), rearmarse, y el
30 de enero de 1939 lanzar su «Profecía» —que no era ninguna profecía, sino un
declarado, si bien solapado plan de exterminio contra los judíos. Para esa fecha, los
alemanes se habían convertido «en algo muy distinto a lo que eran antes de 1933»,
como bien lo dice Claudia Koonz.

¿QUÉ HABÍA OCURRIDO?

Hitler creía —¡de verdad, no de manera fingida!—, desde niño, que era un ser
superior, todopoderoso y taumatúrgico, e instrumentado con su oratoria-nata, se
adueñó del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, se hizo
escoltar con las fuerzas paramilitares de Ernst Rohm, y desde 1920 comenzó a
imponer su «Visión del Mundo» sistematizada con infinidad de argumentos
antisemitas, estridente al principio, disimulada después, calculando tener el poder
para estar en capacidad de pronunciar abiertamente su plan de exterminio. Dijimos
que el Delirio Crónico Sistematizado es altamente contagioso por la fuerza y
coherencia lógica con que se transmite a aquellos a quienes es dirigido, máxime en
los ardientes labios de Hitler, y se fue estableciendo una ecuación entre el Agente
Contaminador Dictatorial e Impositivo que era Hitler, y sus Colaboradores primero
— particularmente Goebbels, que entre los jefes nazis sería el único verdaderamente
contagiado, de allí que se convirtiera en el alto parlante de Hitler y lo acompañara en
el suicidio—, y, poco a poco, los alemanes de a pie, fueron atrapados en su tela de
araña delirante, con seducciones, imposición y miedo, con todo cálculo consciente y
con todos los ardides, astucias, engaños, simulaciones y prédicas sobre las virtudes
del pueblo ario, construyendo su Mito apoyado en la poderosa propaganda de
Goebbels, hasta que se configuró el binomio siguiente:

Hitler + Goebbels ⇔ Masa de millones de alemanes

Este binomio, en el que Hitler apoyado por Goebbels es el poder dominante y el


inductor del delirio, y la masa de alemanes que son los dependientes, los
subordinados, los débiles, los inducidos o contaminados, es lo que los clásicos
psiquiatras franceses Laségue y Falret, denominaron en 1877, FOLIE À DEUX, locura
compartida, trastorno paranoide compartido, Folie impossé, locura impuesta, delirio
contagiado como nosotros preferimos llamarlo, pues no aceptamos el término de
«Locura» en general para los delirios, ni en particular para Hitler que no era un

21
«loco», pues su juicio era correcto en la totalidad de los circuitos de la corteza
cerebral y en sus dos hemisferios, excepto en aquel neurocircuito de las estructuras
creadoras del Hemisferio Derecho Patológico que creó el deliro, ya que esas
estructuras cuando son normales crean los sueños en el durmiente o las intuiciones en
los genios durante el día. Todos los miles de neurocircuitos normales y uno delirante.
De allí que nadie podría decir que Hitler se hallaba loco, y dada la
sistematización, coherencia y lógica de su delirio, nadie podía decir que su «Visión
Alucinada Antisemita» era una locura. No era, ciertamente, el antisemitismo
endémico que en todos los pueblos se expresa contra los judíos provocado por sus
costumbres que los convierten en blanco de sus críticos, tanto más hoy cuando, de ser
ser un pueblo pacífico, se ha convertido en una potencia nuclear que despierta más
enemigos y más críticos —¡esperemos que el David que la comunidad hebrea espera
sea un Estadista con Genio que consiga el milagro de sacar a su pueblo del blanco
obligado de los ataques y las críticas!—, sino que el antisemitismo que sentía Hitler
desde el día en que tuvo su alucinación, nunca se había conocido, un antisemitismo
que brotaba del miedo delirante que tenía ante «El Judío» por sentir patológicamente,
desproporcionada e irracionalmente, que era el más peligroso de los seres y el más
poderoso, y, para «defenderse de este judío» ideó conscientemente su exterminio
total, el genocidio, el homicidio, el odio, la venganza compulsiva y brutal, y toda su
trágica odisea siniestra estuvo orientada ¡exclusivamente!, como también dijeron el
profesor Bullock y la historiadora judía Lucy Dawidowicz, a consumar el holocausto
que en los sacrificios judíos Holocausto significa cremar toda la víctima animal
propiciatoria, y en la macabra concepción de Hitler, Holocausto habría significado
gasear a todo el pueblo judío en el mundo entero, hasta los niños porque podían
convertirse cuando crecieran en los vengadores, ¡tanto miedo les tenía «en pleno
apogeo de su poder», como dijo Kershaw!
Siendo el contagioso-delirante, muy poderoso, que ejercía una enorme influencia
sobre las masas alemanas en su contacto diario, directamente con sus discursos o por
la radio de Goebbels que nunca se silenciaba, se crearon así las condiciones mentales
para que el pueblo alemán se contagiara del delirio del Führer —en una verdadera
Folie Colectiva, para la cual los sociólogos han acuñado la expresión «Sociogenia
de Masas»—, ese Führer con su altavoz Goebbels, el más contagiado entre los
dirigentes nazis, muy diferente a los Goering, los Himmler, los Hesse, que se
hallaban sometidos, pero no contaminados con el delirio, por eso Hitler los expulsó
del Partido Nazi en la última hora desde el búnker de Berlín.
En suma, el Dominante-delirante se convierte en el inductor del delirio sobre las
masas alemanas, y allí tenemos al pueblo alemán, cultísimo y avanzadísimo en la
técnica y en la economía, delirando colectivamente, aplaudiendo, coreando,
inclinándose y arrodillándose ante Hitler, apoyándolo plebiscitariamente con la
inmensa mayoría de los votos (93%), convirtiéndose en delatores hasta de sus
amigos, colegas, vecinos ante la GESTAPO, aún después que Alemania estruviera
derrotada, transformándose en cómplices de los crímenes de Adolfo Hitler,
aplaudiendo el Holocausto o siendo indiferentes, sacrificándose lo más granado de
la juventud alemana en esos terribles campos de batalla en el Oeste y en el Este de
Europa, suicidándose en fin con Hitler y por Hitler…

22
¿Cómo entender estas demencias de un pueblo grande, si no es por esos métodos
extraordinarios, que no eran hipnosis, ni sugestión —que no dan para tanto— sino
contagio, delirio impuesto, delirio compartido al establcerse una estrecha relación
entre el delirante dominante y un individuo o colectividad sometidos, en la que el
dominante induce su delirio a la multitud, cualquier multitud, ya que, como afirma
Harold I. Kaplan en su monumental Tratado de Psiquiatría «no parece haber
barreras culturales en su incidencia, y el fenómeno se da en cualquier grupo cultural
o étnico»? (Tratado de Psiquiatría, vol. 2, pág. 1220).
Por ello la atmósfera que crearon Hitler y Goebbels, secundados por todos los
criminales nazis, en un pueblo castigado por la pasión por la cerveza que tiene
capacidad para alterar la información genética, era una atmósfera siniestra, espesa,
aterradora, en la que todos se sentían perseguidos en su delirio colectivo, una
atmósfera de masacre, desconfianza, miedo y muerte.
Para terminar este preámbulo, tiene importancia que citemos algunos textos del
oficial del ejército alemán, que no fue nazi, y que, sin embargo lo nombraron por sus
méritos en los campos de batalla asistente personal del jefe militar del búnker el 23 de
julio de 1944, dos días después del atentado contra Hitler por los altos mandos
militares que no aceptaban la dirección de la guerra por el Führer, que era un simple
aficionado militar con mentalidad de cabo de la Primera Guerra Mundial. Su nombre
es Bern Freytag von Loringhoven, que escribió el importante libro En el búnker con
Hitler (2007), y acompañó a Hitler hasta la víspera de su suicido el 30 de abril de
1945.
Loringhoven captó exactamente esas dos capas de la mentalidad de Hitler, la
externa y social, enteramente normal, y la profunda delirante, sin que él la llame por
este nombre:

Hitler era cualquier cosa menos un loco, en el sentido corriente del término. Poseía unas dotes
intelectuales admirables y un agudo sentido de las relaciones interpersonales. No obstante, era un
ser anormal en muchos aspectos, especialmente en su desconfianza radical hacia los demás. Hitler
no tenía amigos… Hitler no confiaba en nadie y veía en todas partes traición y sabotaje. Cada vez
más solitario, vivía al margen del mundo exterior, apartado del pueblo. Durante los primeros años
de la guerra, de vez en cuando comía con los miembros de su círculo personal (En el búnker con
Hitler, 2007, pág. 72).

El ministro de propaganda Goebbels, tenía ingenio y cierta dignidad. Fue uno de los pocos
que no se desmoronó bajo la enorme presión psicológica de los últimos días en el búnker. Goebbels
se mantuvo fiel a sí mismo y a Hitler hasta el final (Mira Aquí).

Sostuvimos atrás, que Goebbels fue el único de los dirigentes nazis que se
contaminó con el delirio del Führer.

El fracaso del ejército de Wenck acabó con las esperanzas militares. La traición de Himmler
significaba el final político del régimen. La división gangrenaba sus filas hasta la cúpula…; tras
haber visto cómo fracasaban todos sus intentos, Hitler había decidido acabar con su vida. Ante el
asombro de todos los habitantes del búnker, decidió casarse con Eva Braun. Se casaron por la
noche y fueron testigos Goebbels y Borman. (Hubo) un improvisado banquete de bodas. El
ambiente era enrarecido. Nadie tenía ganas de fiesta. Detrás de esa pareja maldita, asomaba
visiblemente la muerte…; faltaba un hombre en la mesa del banquete de bodas: el cuñado de Hitler,

23
Herman Fegelein. Obsesionado por la traición de su círculo más próximo, Hitler se dio cuenta de
su desaparición y envió a buscarle. Un SS lo condujo escoltado…; el anuncio de la traición de
Himmler le fue fatal. Hitler le acusó de estar conchabado con él, y un improvisado tribunal de la SS
lo condenó a muerte por cómplice de la traición. Fegelein fue fusilado al amanecer del 29 de
abril… Hitler acabó su noche de bodas vengándose en la persona de su cuñado (págs. 140-141).

De este modo, Hitler volvía a la nada de la cual jamás habría salido si la Primera
Guerra Mundial no sacude su pereza compulsiva y su delirio no le traza su destino
alucinado; quien nada era, a la nada regresó, tras dejar ruinas, devastación y muerte
en pos de sí; él universalizó la atrocidad y sus pretensiones de eternizar su memoria
construyendo, con su siniestro arquitecto Albert Speer, un monumento colosal —a la
postre impracticable— que superara al Panteón Romano, no hicieron más que delatar
su descomunal Megalomanía que lo acompañó desde la infancia y con la cual engañó
al mundo y se engañó a sí mismo, pues estaba seguro, incorregiblemente seguro, de
que él había nacido para asombrar a los siglos.
Mas los pueblos judío y alemán, que eran mucho, a la vida renacieron y a la
historia, zafándose para siempre de las manazas y los delirios del Monstruo…

24
Prólogo

El obvio interrogante que se formulan los biógrafos y estudiosos es,


naturalmente, ¿por qué Hitler?, e indagan las características familiares, sociales,
políticas, históricas y económicas que rodearon y modelaron su ser tan especial. A
estas alturas del siglo XXI, podríamos decir que ya son exhaustivos los documentos
sobre la vida y los hechos de este singular personaje y sobre la Alemania y Europa
con las cuales interactuó. Minuciosas y eruditas investigaciones que recogen la
amplísima estela de sucesos que va dejando la trayectoria de este hombre extraño y
extraordinario, desde su abuela primitiva y su abuelo incógnito hasta sus horas
últimas en un búnker de Berlín sacudido por las ondas expansivas del cañoneo
soviético. Año a año, mes a mes, día a día, y casi hora a hora, los historiadores y
biógrafos van puntuando meticulosamente la actividad —ya frenética, ya apagada—
de Adolfo Hitler, para que, en lo posible, no nos queden agujeros negros ni vacíos a
todo lo largo de su existencia. Si en el año 1974 el destacado hitlerólogo Werner
Maser se atrevió a decir que ya podíamos escribir sin lagunas la vida de Hitler, ahora,
con los magistrales trabajos de Marlis Steiner, Ian Kershaw, Laurence Rees, Robert
Gellately, los monólogos y discursos de Adolfo Hitler, y sus reveladoras relaciones
con sus generales, ya podemos afirmarlo sin exponernos a los equívocos de Maser:
hasta donde la relatividad del conocimiento lo permite, no existen lagunas en el
conocimiento de Hitler…, ¡de los hechos externos de Hitler!
Sin embargo, desconocemos su trayectoria interior, esos resortes cerebrales que
hicieron posible su gesta tan siniestra.
Leamos con toda atención —como se merecen— las obras anteriormente citadas
y muchísimas más, como la del francés Raymond Cartier, que acompaña al Führer sin
perderle la pista hasta el 30 de enero de 1933, cuando culmina su «asalto del poder»,
y que, inexplicablemente, no es tenido en cuenta por los autores recientes, ni siquiera
por Ian Kershaw en sus tres volúmenes monumentales con la más detallada
bibliografía, leámoslos: nos dejan plenamente informados y sin ellos nuestras
investigaciones no serían realizables de ninguna manera.
Pero nos queda un agujero negro, la fatal «laguna» que nos impide llegar a la

25
naturaleza mental de Adolfo Hitler.
Ese vacío nos compele a formularnos un interrogante que debería ser obvio para
todo conocedor de hombres: ¿qué hay en la naturaleza humana universal, qué fuerzas
existen en los pueblos del orbe que hacen posible un fenómeno como Hitler, y ello no
solamente en Alemania? Y, dado que estas fuerzas no son privativas de una sola
nación, ¿está expuesto nuestro planeta a la amenaza de que el fenómeno Hitler brote,
con sus caracteres peculiares, en otro lugar de la Tierra? Si esto es aceptable, el
conocimiento de las fuerzas mentales que determinaron al dictador nazi se convierte
en un imperativo para el investigador, pues si con la tecnología de Gengis Kan y
Adolfo Hitler el fenómeno fue devastador, un Gengis Kan o un Hitler dueño de la
tecnología moderna significaría, ya no el «azote», sino la aniquilación de la
civilización.
La historia nos habla de los crímenes de Hitler, ¿de dónde sale el Hitler asesino?
Marlis Steiner afirma que la guerra se hallaba incrustada en el ser de Hitler, ¿por qué
razón apareció este Hitler guerrero y bárbaro? Los biógrafos no se cansan de señalar
la «megalomanía» de Hitler; Sebastian Haffner captó con singular agudeza en 1939
que «Hitler es un suicida potencial por excelencia»; todos enfatizan el «odio
homicida y genocida» de Hitler contra los judíos, que se inició en sus sombríos años
de Viena, se desenvolvió en masacre genocida a través de su instrumento Himmler,
en los campos de concentración y de exterminio, y no se silenció hasta su postrer
momento en el último párrafo de su testamento: ¿cómo se explica esa megalomanía,
ese potencial suicida, ese odio antisemita criminal implacable, tan diferente a la
antipatía corriente que sienten algunas personas por los judíos? Ningún biógrafo ha
dejado de ver la holgazanería y vagancia de Hitler, desde sus años de escolar hasta
que el 2 de agosto de 1914 tuvo el «privilegio» de escuchar el grito del estallido de la
Primera Guerra Mundial en Múnich, ¿cuál es la causa de esa holgazanería para el
trabajo y particularmente para el estudio que ni siquiera con la guerra pudo Hitler
superar?… Sostiene Laurence Rees: «El Adolfo Hitler que conoce la historia debe su
existencia a la interacción entre el Hitler de preguerra —poco más que un vago inútil
— y los acontecimientos de la primera guerra mundial… No conozco ningún
estudioso serio del período que nos ocupa que considere que Hitler pudo haber
destacado sin la transformación que experimentó durante la citada contienda, ni sin la
honda amargura que le produjo la derrota de Alemania. Podemos, por ende, ir más
lejos en la afirmación de que, sin la primera guerra mundial, jamás hubiese existido
un Hitler canciller, para aseverar que, sin la primera guerra mundial, nadie se habría
convertido jamás en el Hitler que conoce la historia» (Auschwitz, 2005, pág. 29).
¿Qué tenía entonces, el cerebro del Hitler de preguerra, que Rees no nos lo dice, y
qué, por tanto, ocurrió en ese cerebro al impacto de la guerra y la derrota, que el ser
de Hitler experimentó semejante metamorfosis, ya que los estímulos de la guerra y la
derrota, por sí mismos, no podían tener la capacidad para producir semejante
mutación? ¿Y el tránsito desde la verborrea maníaca a la elocuente oratoria, seductora
de las masas? ¿Y el amante del arte y la arquitectura? ¿Y el apasionado de la música
de Wagner con sus extrañas resonancias mitológicas y heroicas?
Son múltiples las corrientes dinámicas que cruzan el cerebro de Hitler, de allí la
dificultad para comprender su mentalidad y las sorpresivas metamorfosis de su ser.

26
Por todo ello, podemos concluir que Hitler es el personaje más complejo de la
historia que conocemos: ni Alejandro, ni César, ni Gengis Kan, ni Napoleón, ni
Bolívar, le aventajan por lo intrincado de su estructura mental. Por eso, Hitler
continúa siendo un gran desconocido psicológicamente, ya que históricamente lo
conocemos minuciosamente, gracias a las profundas y afortunadas pesquisas de los
investigadores.
Hemos titulado este ensayo con la afirmación: Hitler, a la nueva luz de la
Clásica y Moderna Psicología, porque nuestras investigaciones sobre la evolución de
la Especie humana, la genética, el cerebro común y el cerebro genial, la Primera
División de la Humanidad en pueblos Contrapuestos, la teoría de la Tercera
Mentalidad o de las Grandes Compulsiones, la teoría de la Cuarta Mentalidad o
Mentalidad dominantemente Civilizada Sedentaria y dominantemente Bárbara
Nómada, arrojan, como veremos, una nueva luz que no tienen la Psiquiatría Clásica,
el Psicoanálisis y el Conductismo, luz que nos permitirá poner al descubierto aristas
de la naturaleza humana —la de Hitler incluida— que permanecen encubiertas para la
psicología del pasado.

27
CAPÍTULO I

Hitler nace bárbaro y compulsivo

En el origen de Adolfo Hitler, historiadores y biógrafos han llamado la atención,


con gran insistencia, sobre la incógnita del abuelo paterno: «La gran incógnita es el
abuelo paterno», así da inicio Marlis Steiner a su biografía Hitler. Y esta autora
alemana no hace más que continuar el consenso de todos los estudiosos que, con
razón, lo primero que echan de menos es la identidad del abuelo paterno de Hitler en
su genealogía. En verdad, no aparece por ninguna parte el hombre que embarazó a
María Anna SCHICKLGRUBER, abuela de Hitler, cuando contaba 42 años de edad. Ella
ingresó a la historia encinta, en la aldea de Strones, en la zona rural del Waldviertel,
en donde durante «muchas generaciones» (Ian Kershaw) habían vivido sus mayores.
Pero María Anna se negó obstinadamente a revelar quién era el padre de la criatura
que maduraba en su seno. Ni siquiera cuando nació su hijo varón el 7 de junio de
1837 dijo nada. Seguramente porque sintió vergüenza de parir en la casa de su padre
campesino, Johann Schicklgruber, dio a luz en la choza de un granjero de Strones.
Cuando bautizó al que sería el padre de Adolfo Hitler en la localidad de Dölersheim
próxima a Strones le dio el nombre de Alois Schicklgruber y el registro bautismal
dejó un espacio en blanco para el nombre del padre del niño. De suerte que María
Anna, muy terca y misteriosa, tampoco quiso descubrir al párroco el nombre del
padre de su hijo… Cinco años después, María Anna se casó a los 47 años de edad con
un vagabundo, haragán y nómada de cincuenta años, oriundo de Spital, situada a
veinte kilómetros de Strones, y fue ella la que aportó 300 gulden, el equivalente del
precio de 15 vacas, para que Johann Georg Hiedler aceptase el matrimonio. Durante
los cinco años que duró esta unión, nada dijo María Anna sobre el nombre del padre
de su hijo Alois.
María Anna murió en 1847, a los 52 años de edad, y se llevó el secreto a la
tumba. Johann Georg Hiedler murió en 1852 y, según Werner Maser, «durante su
vida nunca reconoció a Alois como hijo suyo» (Hitler, pág. 31).
Aunque de acuerdo con el mismo Maser, «Los datos sobre la abuela de Hitler,
María Anna Schicklgruber, tampoco son muy concluyentes»: hitlerólogos,
genealogistas, biógrafos, historiadores y el mismo régimen nazi, no se han
preocupado por ahondar más sobre esta extraña mujer tan tozuda y de carácter que no

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soltó prenda con respecto al nombre de su amante de soltera a quien tal vez
prometiera guardar el secreto herméticamente. Esto, en nuestro sentir, denota temple
de carácter, obstinación en la abuela de Hitler.
De suerte que el afán de los investigadores se carga intensamente sobre ese padre
desconocido, como queriendo indagar en las hipótesis el secreto que no pudieron
arrancarle a María Anna SCHICKLGRUBER. Hasta los 39 años de edad, Alois debió
cargar con el apellido «toscamente rústico» de la madre, como hijo natural que era:
¡Alois Schicklgruber! A esa edad, por un golpe de astucia, Alois abandonó —¡o
pretendió abandonar!— el lastre arcaico de la madre y empezó a figurar públicamente
como Alois Hitler…
Mas, lejos de sacudirse Alois el fardo biológico de sus ancestros maternos por el
simple hecho de renegar de su apellido, los genes primitivos, esos espectros lejanos
de su raza, reaparecerán en su hijo Adolfo Schicklgruber, que desde que nació
recubrió su fondo ancestral con la máscara de ¡Adolfo Hitler!, y éste mismo
celebraría la recursividad paterna, como si presintiera que Alemania no saludaría en
él al bárbaro Schicklgruber, sino al civilizado Hitler, al «ario» de pura sangre. Fue
fácil para Alois Schicklgruber encontrar testigos falsos entre los campesinos
analfabetos de su aldea para ir donde el notario y el párroco a declarar que aquel
nómada errante Johann Georg Hiedler, muerto hacía 20 años, siempre había sostenido
que él, Alois, era su hijo legítimo, y que trocaba su apellido de Hiedler por el de
Hitler, y, entonces, el 7 de junio de 1876, el párroco de Döllersheim tachó el apellido
Schicklgruber, sustituyéndolo por el de Hitler, quedando legitimado a los 39 años de
edad. Los tres testigos que no sabían firmar, dieron fe de su juramento con una cruz
cada uno. Alois ya no sería el hijo ilegítimo de María Anna Schicklgruber, sino el
legítimo hijo de Johann Hitler, el errante holgazán, abuelo oficial de Adolfo Hitler,
ante el mismo Hitler, ante la dirección del partido nacionalsocialista, ante la sociedad,
y, ¿ante la historia?
Fue fácil, decimos, renegar del apellido materno, ¡no de la sangre!, es decir, de
los genes que María Anna arrastraba en su ADN, que habían fluido tras ella durante
«muchas generaciones», tal como lo sostiene el tratadista Ian Kershaw en su
monumental obra Hitler (vol. I, pág. 29).
Nada fácil, en cambio, lo fue para Hitler, tachar su ADN primitivo de campesinos
arcaicos de un rincón geográfico, «montañoso y boscoso», de la parte más occidental
y nórdica de Austria, cuyos moradores algo salvajes, tenían «fama de adustos, cerriles
y antipáticos», expresiones recogidas por el mismo Kershaw… Toda su existencia la
consagraría Hitler a condenar a los «pueblos inferiores», a los SCHICKLGRUBER, y
descargó contra ellos lo más brutal de su ser Schicklgruber, negándose a sí mismo,
mas en vano, porque sucumbiría en la más feroz barbarie desatada por él en ese
empeño.
Ciertamente, estamos convencidos que tan importante como indagar la identidad
del abuelo paterno, es, y sin duda mucho más decisivo, escrutar la naturaleza de la
abuela —sangre arriba, esto es, genoma arriba— porque de él brotan, con toda
seguridad, lo que los sabios investigadores del fenómeno Hitler no han sabido
encontrar, los más siniestros resortes de su cerebro, que tuvieron prematuramente sus
primeros sorprendentes destellos, y que fueron desarrollándose lentamente, hasta que

29
irrumpieron francamente a partir del 2 de agosto de 1914, con el estallido de la
Primera Guerra Mundial, y culminaron de la manera más sorprendente el 30 de enero
de 1933, hasta la catástrofe final en abril de 1945: esos resortes cerebrales-natos
fueron la barbarie y las compulsiones. En Hitler todo es «nato», hasta sus caracteres
cerebrales civilizados, como veremos.
Por ello, es fundamental conocer el «fenómeno Hitler», antes de Hitler, descubrir
cómo fue amasado en el seno de nuestra especie y bajo la acción de determinismos
desconocidos por la Psicología Clásica y que nosotros hemos investigado
minuciosamente. Si pretendemos entenderlo siguiendo el rastro de su desarrollo
histórico, por más detalladamente que lo hagamos, nos quedaremos acumulando
bibliotecas enteras, infinidad de hechos, sin que, a la postre, podamos descubrir de
dónde salieron. Esas causas determinantes del ser de Hitler, no se hacen aparentes en
sus actos, porque se hallan escondidas en su monstruoso cerebro, y, más allá, en su
árbol genealógico y en la especie humana, en lo que ésta tiene de íntimo, por lo
menos, desde hace 10.000 años.
Por todo esto, Hitler es un verdadero enigma, al menos su cerebro, cruzado por
multitud de fuerzas, de asombrosa dinámica. Hitler es humano, sólo que demasiado
humano, ya que las aristas de su ser —principalmente las atrozmente negativas—,
desbordan con mucho las aristas del ser común, pero no resulta nada difícil encontrar
individuos, hombres o mujeres, tan peligrosos como él, aunque en dimensiones
«micro», en tanto que en Hitler tuvieron dimensiones macromentales. De todos
modos, la especie humana, con sus complejidades etnológicas, y todas las
desviaciones compulsivas de la evolución del comportamiento que ha sufrido, se
halla abonada en su naturaleza para engendrar lo que podríamos denominar
«hitleresco» dentro de los pueblos, en los más variados tamaños, que si encuentran un
suelo social que les sirva de caja de resonancia, un suelo afín con ellos, puede
sorprender a la humanidad —en una escala mayor o menor— como Hitler lo hizo. El
pueblo alemán fue arrastrado a la convicción de que Hitler era un caudillo
providencial, que lo salvaría de todas sus miserias, y lo apoyó plebiscitariamente con
sus votos, para despertar al fin con la sorpresa de que lo había precipitado en el peor
de los desastres que le pueda ocurrir a un pueblo, todo porque la propaganda de
Goebbels le metió en el cerebro la mentira de que ese nombre era el Mesías…
Tan convencido y engañado por la propaganda estuvo el pueblo alemán de que
Hitler era el genio redentor, superior a todos los demás partidos y dirigentes, que en
las encuestas llegó a darle un 92 por 100 de votos en el año de 1932, inmediatamente
antes de su ascenso al poder, y después lo acompañó hasta el final en todas sus
aventuras homicidas, genocidas y guerreras. ¡Tanto pudo hacer la propaganda nazi en
el endiosamiento de Hitler! De ahí la importancia ineludible para el científico de
conocer qué era lo que tenía este hombre en su cerebro que condujo al abismo a todo
un continente.

30
CAPÍTULO II

Hitler visto bajo el prisma de la evolución y de la historia

«En Biología nada tiene sentido —ha dicho Th. Dobzhansky— si no se considera
bajo el prisma de la evolución»… Ahora bien, Hitler, por más que quisiéramos
rechazarlo, es un fenómeno humano, además de un ente biológico. Luego a él sólo
podemos encontrarle sentido si lo miramos bajo el prisma de la evolución y de la
historia.
Pero, ¿qué buscamos en la evolución de la especie que condujo a la aparición de
Hitler? Buscamos descubrir su cerebro, tan extraño y tan extraordinario, aunque
humano, repetimos… Mas sabemos, de acuerdo con las investigaciones que hemos
llevado acabo, que el comportamiento natural de nuestra especie fue desviado en su
evolución por el insólito comportamiento compulsivo, desconocido por la comunidad
científica, y que nosotros hemos expuesto en el libro La desviación compulsiva.
Evolución del comportamiento de la especie humana (Madrid, Editorial Biblioteca
Nueva, 2005).
Corresponde estudiar, primero, el rango evolutivo de Hitler. Después, debemos
investigar si su evolución, en el nivel que le atañe, fue o no afectada o desviada
compulsivamente, en el curso de la historia de la humanidad.

31
CAPÍTULO III

La historia de la evolución de la especie humana hasta


llegar a los Schicklgruber

No es necesario avanzar retrospectivamente en la evolución de nuestra especie


más allá del Paleolítico superior, la última era del paleolítico, llena de riquezas y de
sorpresas según la hemos estudiado, que se prolonga desde el año 40000 a.C., cuando
llegaron del África a Europa los pueblos sapiens arcaicos nómadas, hasta el año
10000 a.C., época en la cual termina el proceso dominantemente evolutivo, esto es,
biológico, y se inicia el proceso histórico, dominantemente cultural —aunque no
exclusivamente cultural, ya que continúa la evolución biológica con mutaciones y
recombinaciones genéticas con menos fuerza que en el paleolítico— jalonado por la
fundación de la ciudad de Jericó, hacia el año 9000 a.C.
Cuatro pueblos concurren en el período Paleolítico superior en el Viejo Mundo
(África del Norte, el Próximo Oriente y Europa Central y del Oeste). Uno de ellos es
el arcaico pueblo de los Neandertales que evolutivamente corresponden al paleolítico
medio. Y tres pueblos modernos, dos de ellos modernos tempranos, pues tienen
grandes cerebros como los Neandertales y salientes protuberancias en la región
occipital del cráneo, que revelan arcaísmo. Son los Auriñacienses y los Cromañones.
El cuarto lugar corresponde a los pueblos Magdalenienses, verdaderamente
modernos, sapiens, aunque, se encuentran aún en estado nómada, pues son cazadores
y recolectores como los demás, pero soberbios artistas creadores del Arte Rupestre de
la Era Glacial, cuyas últimas obras geniales se hallan representadas por las Cavernas
Museos de Lascaux y La Magdeleine, en Francia, y la maravillosa Caverna de
Altamira en España, conocida como la Capilla Sixtina de la Era Glacial: estos cuatro
pueblos de variado estrato evolutivo comparten entre sí los espacios que ocupan de
manera pacífica.
¿Cómo evolucionaron al pasar del Paleolítico superior al Neolítico histórico?
Los sabios se dividen al responder este interrogante. Unos son continuistas y
sostienen que hubo continuidad en cada región entre los pueblos existentes,
hibridándose unos con otros, Erectus, Neandertales, y modernos. Otros especialistas
disienten y se proclaman sustitucionalistas, fundándose en que hubo una tercera
oleada de pueblos modernos venida del África (en la que no creen los continuistas),

32
que, después de hacer una estación en el Oriente Medio, se expandieron y eliminaron
o sustituyeron a todas las poblaciones menos desarrolladas, distribuyéndose por todo
el planeta. Los Neandertales habrían sido una de sus víctimas.
Estos sabios sustitucionalistas basan sus argumentos en las Mitocondrias y en el
ADN mitocondrial que son trasmitidos exclusivamente por el óvulo materno. La
existencia de una sola variedad de ADN mitocondrial excluiría la presencia de otros
pueblos, de suerte que la humanidad sería homogéneamente descendiente de esa
tercera oleada de pueblos modernos venidos del África con un rango sapiens sapiens.
En nuestros libros Concepción Moderna de la Historia Universal (1997) y El
Cerebro Mestizo de la Humanidad (1998), fundados, no sólo en el polémico ADN
mitocondrial, hemos propuesto una solución de síntesis entre los continuistas
regionalistas, y los sustitucionalistas. Porque es indudable que existió la tercera
oleada de pueblos modernos venidos del África al Asia y a Europa, como afirman los
sustitucionalistas, además de los pueblos Erectus y Neandertales (un equipo de
científicos españoles que dirige las excavaciones de los yacimientos de la Sierra de
Atapuerca sostuvo en 1997 que debería sustituirse al Homo erectus por el Homo
antecessor, especie que se habría originado en África o en Asia, a partir del Homo
ergaster, y que penetró en Europa hace un millón de años. Del Homo antecessor
habrían brotado las ramas que llevan al Neandertal y al hombre moderno actual)…
Los pueblos modernos de la tercera oleada de los sustitucionalistas partió, sin duda,
de la cueva situada en el extremo sur del continente africano en la desembocadura del
río Klasies. No obstante, y fundados en otras evidencias, pensamos como los
continuistas y sostenemos que esos pueblos modernos, particularmente los más
tempranos con signos de arcaísmo (los Auriñacienses y los Cromañones), se
hibridaron con los pueblos más arcaicos existentes en cada región, especialmente con
los neandertales que habían evolucionado hacia un nivel más moderno, hasta el punto
de reemplazar sus utensilios Musterienses, correspondientes al Paleolítico medio, por
los utensilios Chatelperronienses, bastante próximos al paleolítico superior.
Chistopher Stringer y Clive Gamble, que son decididos sustitucionalistas, son lo
suficientemente elásticos y ponen en duda la validez de los argumentos basados en el
ADN mitocondrial, y, además, llaman la atención sobre la necesidad de tener en
cuenta el ADN humano nuclear, consideraciones que arrojan una seria incertidumbre
sobre el valor de los argumentos de los sustitucionalistas. Ellos dicen: «Mientras que
el ADN mitocondrial ha servido, de manera harto polémica, para sugerir que hubo
una sustitución completa por parte de los modernos de las poblaciones arcaicas
neandertales y de los descendientes del Homo erectus asiáticos, los resultados
obtenidos con el ADN nuclear (el clásico ADN de nuestros organismos, muy bien
definido) no pueden esgrimirse de modo categórico. Ignoramos, y quizá ignoremos
siempre, hasta qué punto existió mestizaje entre las gentes nuevas y los arcaicos
neandertales». (En busca de los Neandertales, pág. 142).
Por otra parte estos autores sustitucionalistas sostienen una importante tesis que
se vuelve contra su propio sustitucionalismo: «Los lazos entre Neandertales y
Cromañones debían ser muy estrechos y tal vez no existiera barrera genética a un
eventual cruzamiento Neandertal-Cromañón» (Stringer y Gamble, En busca de los
Neandertales, 1994, pág. 198). Y, algo tan elocuente como los dos argumentos

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anteriores contra la tesis sustitucionalista y la eliminación de los Neandertales del
horizonte geográfico del Paleolítico superior, es «un hueso frontal procedente de
Hahnofersand, Alemania, datado por el radio-carbono en 33.000 años, siete mil
después del arribo de los pueblos modernos a Europa, es lo bastante robusto como
para que algunos investigadores le hayan atribuido carácter de individuo transicional
entre neandertales y modernos, ya se trate de un eslabón evolutivo intermedio o de
un auténtico híbrido», explican los mismos autores, Mira Aquí. Algo más: en
Portugal se descubrió en el año de 1998, un fósil datado por el radio-carbono en
24.000 años, que según los paleontólogos portugueses corresponde a un «mosaico»
de caracteres, en los que se combinan los rasgos neandertales con humano moderno
temprano.
En conclusión, los antropólogos sustitucionalistas ven un solo pueblo, el
moderno sapiens sapiens poblando y dominando todos los continentes de la Tierra,
una vez que hubieron eliminado al resto de los pueblos retrasados evolutiva-mente.
Nosotros vemos dos pueblos. Habría sido una gran fortuna para la humanidad que
se hubiera cumplido el supuesto de que está integrada exclusivamente por las
poblaciones sapiens sapiens. Pero las evidencias lo contradicen.
De los cuatro pueblos que coexistieron en el Paleolítico superior, salieron dos al
Neolítico histórico, hacia el año 10.000 a.C., como ya dijimos.
De acuerdo con nuestras investigaciones, los hechos ocurrieron de la siguiente
manera:
Dijimos atrás que las poblaciones más avanzadas entre las modernas venidas del
África, conocidas como Magdalenienses, fueron las creadoras de las soberbias
Cavernas Museos de La Magdeleine, Lascaux y Altamira, hacia el año 12.000 a.C.,
en las postrimerías del Paleolítico superior. Además de soberbios artistas, los
Magdalenienses eran cazadores y recolectores, como los demás pueblos que
compartían su nicho ecológico, los Cromañones, los Auriñacienses, y los
Neandertales; los cuatro eran nómadas, por supuesto.
En consecuencia, los Magdalenienses no habían acabado de completar su
evolución, particularmente la de su cerebro. Siendo artistas superiores y cazadores
recolectores, su hemisferio cerebral dominante era el derecho que, en nuestro
concepto, fue el hemisferio dominante a todo lo largo del paleolítico inferior, medio y
superior. El hemisferio derecho, pues, fue el hemisferio prehistórico, porque para
nuestra especie en sus primeros estadios fue mucho más importante crear que razonar
y hablar: antes que el Verbo fue la Creatividad. Los creadores de Altamira, Lascaux y
La Magdeleine tenían muy desarrollado todo el haz de funciones racionales y
verbales conscientes, sin embargo, aún era más poderoso el haz de funciones
creativo-alucinatorias inconscientes, ya que en esas obras supera el artista al
racionalista y, siguiendo nuestras investigaciones sobre la evolución del cerebro,
todavía era dominante el hemisferio derecho, que es el hemisferio del artista y del
nómada. A los Magdalenienses les hacían falta unos «toques» de la evolución para
que, por motivos adaptativos, el hemisferio cerebral izquierdo se desarrollara más que
el derecho y se convirtiera en el hemisferio dominante. Fue gracias a estas
metamorfosis del cerebro, en nuestro sentir, que se hizo posible el salto evolutivo
desde el paleolítico a la historia de la humanidad. El cerebro con el hemisferio

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izquierdo dominante, es el cerebro histórico, pues de él nos servimos desde entonces
para todos los comportamientos modernos: hablamos con el hemisferio cerebral
izquierdo; razonamos, reflexionamos, percibimos, abstraemos, analizamos, nos
comunicamos y relacionamos con el hemisferio izquierdo de manera alerta y
consciente. El hemisferio izquierdo es el consciente, en tanto que el derecho es
inconsciente y alucinatorio, intuitivo, onírico y creador. Este hemisferio derecho pasa
a la retaguardia del comportamiento desde que se inicia la historia de la humanidad,
que sólo comienza cuando el cerebro tuvo un hemisferio izquierdo dominante, con
todo el haz de funciones racionales, verbales y reflexivas conscientes.
Esos pueblos Magdalenienses, dos mil años después de haber creado Altamira y
Lascaux, se desarrollaron evolutiva-mente, por medio de mutaciones y
recombinaciones genéticas en interacción con un ambiente enriquecido por la cultura
que ellos mismos generaban; fueron dueños de un cerebro moderno y se convirtieron
de hecho en pueblos históricos, orientados irresistiblemente a construir la
Civilización. Era la Civilización en marcha. Estos fueron los pueblos civilizados que
hacia el año 9000 a.C. construyeron Jericó, como ya sostuvimos más atrás.
Si cambió el cerebro, cambió el comportamiento, naturalmente, porque el
cerebro es el órgano del comportamiento. Ya no son cazadores y recolectores de
raíces y de frutos, parásitos de la naturaleza: realizan una economía productiva,
descubriendo la agricultura y la domesticación de animales para la ganadería; ya no
viven en las estepas, las montañas, los desiertos y las cavernas: se transforman en
arquitectos y construyen casas, aldeas y ciudades; ya no son los geniales artistas del
paleolítico superior porque su hemisferio derecho creador ha pasado a la retaguardia
del comportamiento, pero son más realistas y se adaptan con facilidad a las nuevas
circunstancias; hablan de corrido y establecen organizaciones sociales complejas.
Crean, en síntesis, la Civilización, y con su nuevo cerebro sustituyen el nomadismo y
pueden convertirse en pueblos sedentarios.
Todos estos extraordinarios comportamientos fueron posibles gracias a que en
los Magdaleniense se produjo, lo que podemos llamar, un relevo de hemisferios
cerebrales y, por tanto, de funciones mentales, en el cual el hemisferio izquierdo
sustituyó en el comportamiento al hemisferio derecho, que si bien tiene funciones
mentales conscientes que trabajan con las funciones del hemisferio izquierdo, como
la función visuo-espacial, la función sintética y la totalizante, es el asiento de un
poderoso haz de funciones creativo-alucionatorias inconscientes y oníricas que, en el
hombre común, se manifiestan en la creación de los sueños mientras dormimos y
soñamos, —ya que todo sueño es una creación— y, diurnamente, en las intuiciones y
creaciones del genio. Sueños y Creaciones que son alucinatorios e inconscientes, y
que nosotros hemos puesto de manifiesto en nuestro libro Das Genie un die moderne
Psychologie, 2005. (El Genio y la Moderna Psicología).
EVOLUCIÓN DEL CEREBRO DESDE EL PALEOLÍTICO SUPERIOR A LA HISTORIA MODERNA

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36
No obstante, otros pueblos del Paleolítico superior no tuvieron los genes que
permitieron a los Magdalenienses hacer el relevo de sus hemisferios cerebrales,
evolucionando hacia un cerebro con el hemisferio izquierdo dominante, y
continuaron con su cerebro dominado por el hemisferio derecho, el hemisferio
prehistórico, pobremente equipado. ¿Cómo lo descubrimos? ¡Por su comportamiento!
A tal cerebro, tal comportamiento: Permanecieron en el estado nómada
correspondiente al paleolítico. Continuaron siendo depredadores de la naturaleza,
parásitos recolectores y cazadores. Siguieron viviendo en las estepas, los desiertos y
las montañas. Les gustaban los espacios abiertos para errar y desplazarse por ellos.
Sentían horror por las casas y las aldeas y ciudades. Recolectores de frutos y raíces,
no les atraía la agricultura; cazadores implacables de grandes mamíferos, odiaban los
animales domésticos y la ganadería. Su organización social era primitiva y su
hemisferio cerebral derecho los condicionaba para los comportamientos violentos.
Estos pueblos eran, en nuestro concepto, los Neandertales que se habían mezclado
con los restos de los erectus, los Aruñacienses o los Cromañones, formando así una
etnia mestiza que dió nacimiento a lo que podemos llamar los pueblos nómadas
bárbaros, contrapuestos a los civilizados de manera radical, orientados
irresistiblemente a destruir la civilización. Si durante el Paleolítico superior habían
convivido pacíficamente con los Magdalenienses nómadas, ahora que se habían
transformado en sedentarios y civilizados, odiaban sus aldeas, sus parcelas y sus
animales mansos, pues los querían salvajes como ellos mismos.
¡Nos hallamos ante la Primera División de la Humanidad en pueblos
contrapuestos, los nómadas bárbaros contra los civilizados sedentarios!
¡Era la Guerra!
Este acontecimiento constituye lo que podríamos llamar La Tragedia Original de
la Humanidad.
Si los cuatro pueblos que coexistieron en la era del Paleolítico superior hubieran
evolucionado todos como los Magdalenienses que tuvieron los genes para que se
produjera el relevo de hemisferios cerebrales dando origen a un Cerebro Moderno
con un hemisferio izquierdo dominante, habrían sido civilizados en su totalidad y la
humanidad se habría consagrado pacíficamente al progreso. Pero las diferencias
evolutivas lo impidieron fatalmente. Este hecho desafortunado permitió la división
antitética entre Civilizados y Bárbaros, una división y contraposición que fueron
evolutivas, no históricas; biológicas, no culturales, ni económicas o ideológicas, o de
clases, o religiosas, que habrían sido fáciles de resolver. Pero una contraposición
entre dos pueblos de distinto rango genético tenía que ser insoluble, porque jamás se
podrán unir dos estratos biológicos de rango evolutivo diferente.
Allí tenemos a los pueblos civilizados y a los bárbaros enfrentados a muerte en
sucesivas guerras que, lejos de disminuir con el paso de los tiempos, se hacen cada
vez más peligrosas con los progresos de la tecnología, como las dos terribles Guerras
Mundiales del siglo XX en las que Hitler fue protagonista, en la primera como un
simple cabo y en la segunda como comandante supremo de los ejércitos alemanes.
Desde 9.000 años a.C., cuando se inició la historia moderna, ya las manos de los
hombres venían armadas, dispuestos a destruirse. A partir de entonces se inició la

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Historia Masculina, que perdura hasta nuestros días. La secuencia de las guerras es
irrompible y se halla puntuada por los diques defensivos que los civilizados debían
oponer como muros de contención contra los nómadas bárbaros. En el año de 1958,
los arqueólogos quedaron estupefactos al descubrir las murallas que rodeaban a
Jericó, que corresponde al alba de la historia: un muro de piedra de cinco metros de
altura, con su torre vigía, defendido por un foso de tres metros de profundidad. La
reflexión lógica fue la de que debía ser demasiado poderoso el enemigo bárbaro que
amenazaba a los civilizados de Jericó. Dos milenios más tarde, estos pueblos
civilizados fundaron Hacilar, Jarmo y Catal Hüyük, situada esta última ciudad en
Anatolia, en el centro sur del Asia Menor, construida de tal manera que, según su
descubridor en 1963, el arqueólogo James Mellaart, no siguió normas urbanísticas
sino militares, porque, en verdad, la ciudad era un fuerte militar para impedir el asalto
de los bárbaros que venían de tierras lejanas y se estrellaban contra sus muros. Mil
años soportó la población de Catal Hüyük. Posteriormente, hacia el año 5500 a.C., lo
más seguro es que emigrara hacia el sur, siguiendo la dirección del río Éufrates, para
fundar en las proximidades del Golfo Pérsico, entre los ríos Tigris y Éufrates, en lo
que hoy es Irak —batida por la barbarie norteamericana— la gran civilización de
Sumer donde, según el sabio norteamericano Samuel Noah Kramer, comenzó la
historia en el año 4000 a.C., aunque en nuestro sentir había comenzado ya que en
Jericó, 9000 a.C.
Pues bien, el maravilloso pueblo sumerio sufrió el embate de los nómadas
Indoeuropeos que bajaron del Asia Central, atravesaron los Montes Caucásicos y se
abatieron sobre las ciudades sumerias hacia el año 3000 a.C., de suerte que debieron
levantar las murallas de Akkad para defenderse, mas en vano, pues los sumerios
fueron derrotados por los bárbaros Indoeuropeos.
Si los pueblos civilizados habían fundado sus ciudades en las fértiles comarcas de
Anatolia, el Oasis de Jericó y el golfo Pérsico, a los nómadas bárbaros que no
edificaban sino que destruían ciudades, les importaba sobre todo la caza de grandes
mamíferos y siguieron tras ellos que huían de los deshielos hacia el norte del Asia,
convirtiendo en su nicho ecológico a los grandes bosques de la taiga siberiana,
abundante en caza, que se prolongaba desde el extremo oriental en los confines de
Mongolia y de China hasta los países escandinavos de Suecia y Noruega. De allá
descendieron los Indoeuropeos que invadieron la Civilización de Sumer en tanto que
otros se extenderían por la cuenca del Mediterráneo y los aqueos invadirían Creta y la
Grecia continental. De la parte más oriental de la taiga siberiana se desprenderían los
Hsiung-nu, que se abatirían sobre China y la India. De ellos proceden los Hunos,
nómadas bárbaros que llegaron hasta Roma y fueron aniquilados en el año 451. Los
Mongoles también descienden de los Hsiung-nu, y para protegerse de ellos los chinos
iniciaron en el siglo III a.C. la construcción de su famosa muralla, más todo fue en
vano porque serían invadidos y sojuzgados por los nómadas mongoles de Gengis
Kan. Por último, del extremo occidental europeo, de los bosques nórdicos,
descendieron los bárbaros germanos que se instalaron en lo que hoy es Alemania, una
vez que hubieron empujado hacia el occidente a los pueblos Celtas, igualmente
nómadas, que la habían ocupado con anterioridad.
Nuestro lector debe tener presente que no hablamos del «choque de

38
civilizaciones», sino del choque eterno entre los pueblos civilizados sedentarios y los
bárbaros nómadas, choque que se inició en Jericó, en el despuntar de la historia,
9.000 años a.C.
Durante los primeros milenios, las guerras fueron a muerte. Pero cuando los
bárbaros Indoeuropeos vencieron a los sumerios en el año 3000 a.C., cinco mil años
antes de hoy, se produjo un fenómeno nuevo, trascendental en la historia. Vencedores
y vencidos se hibridaron entre sí e intercambiaron genes y culturas, de suerte que los
bárbaros se civilizaban un poco y los civilizados se barbarizaban otro tanto, ya que
los sumerios se dedicaron a la guerra, propia del bárbaro. Eran dos pueblos con
cerebros de distinto rango evolutivo los que se mezclaban entre sí dando lugar a una
población mestiza de nómada Bárbaro y Civilizado sedentario. El proceso se
prolongó y generalizó en todos los espacios geográficos y se conoce con el nombre
eufemístico de Grandes Migraciones de los pueblos, que son esas guerras de invasión
que acaban en mezclas entre los invasores y los invadidos dando lugar a poblaciones
mestizas. Los pueblos Semitas, cayeron también sobre Mesopotamia habiendo
llegado de los desiertos del sur. Posteriormente, los Hunos invadieron la Europa
oriental primero y para defenderse de su amenaza, siempre en vano, Costantinopla
levantó sus murallas en el año 447 d.C. Estos bárbaros nómadas eran vistos como
seres extraños, diferentes a los civilizados, tan deformes y sucios como si fueran
«animales con dos patas». Aquí podemos distinguir ahora la diferencia biológica que
existía entre civilizados y bárbaros, aunque los dos fueran parte de la naturaleza
humana, ya que si hubieran sido pertenecientes a dos especies no habrían podido
hibridarse ni tener descendencia. Cuando penetraron en Roma lucharon primero y
luego se mezclaron hunos y romanos, tanto que se promulgó una ley que prohibía las
uniones entre romanos y hunos que poco sirvió en la práctica. Posteriormente, en el
año 622 se inició la gran expansión de los árabes, en un 80 por 100 nómadas, que
guerrearon por toda la cuenca del Mediterráneo y se hibridaron con sus pueblos
durante 200 años… Hacia el año 1200 se produjo la avalancha de los Mongoles
comandados por Gengis Kan que se abatió sobre Persia y toda el Asia occidental.
Samarkanda construyó en vano sus murallas y muros de contención en el año 1200,
pero de nada sirvió porque las hordas gengiskanescas arrasaron las ciudades, las
saquearon y se llevaron a sus mujeres jóvenes, no sin antes haberlas convertido en
ruinas, porque, como dijimos atrás, los nómadas bárbaros «no sabían qué hacer con
las casas y ciudades», porque tenían miedo de sus espacios cerrados… Hacia el siglo
XIII se levantó el imperio Otomano que, en sus postrimerías, guerrearía al lado de los
alemanes en la Primera Guerra Mundial… En el siglo XIV se iniciaron las guerras de
conquista de Portugueses y Españoles sobre África y América, llevándoles
destrucción y genes que dieron lugar a los pueblos mestizos de americanos y
españoles y portugueses… Inmediatamente después, los nómadas ingleses, franceses,
holandeses, conquistaron y se mezclaron en menor medida con los nativos de
América del Norte.
Como vemos, desde hace cinco mil años, la Tierra se convirtió en una inmensa
retorta donde se hizo, se hace y se hará la mezcla de los civilizados sedentarios con
los nómadas bárbaros.
Hoy, no hay civilizado puro ni bárbaro puro: la población mundial es un híbrido

39
de nómada y civilizado: nuestros cerebros tienen algo de civilizado moderno y algo
de bárbaro arcaico. Un individuo o un pueblo serán más o menos civilizados o más o
menos bárbaros de acuerdo con los genes que hayan recibido y que fluyen al azar
entre los pueblos, llegándoles de manera aleatoria por la herencia, ya más genes
civilizados o más genes bárbaros. De acuerdo con las circunstancias, se expresará
más lo civilizado o lo bárbaro. Oleadas de civilización y oleadas de barbarie. Nadie se
halla exento de recibir por la vía de la herencia más genes civilizados o más genes
bárbaros. Todo depende del azar de la trasmisión hereditaria. De pronto, alguien nos
sorprende con sus elevados gestos civilizados; y de pronto, alguien nos asombra con
su barbarie. Las condiciones históricas, sociales y familiares pueden estimular los
comportamientos bárbaros o civilizados, ya se trate de un individuo o un pueblo
entero.
Heredamos al azar los genes que formarán nuestros organismos, cuáles
dominantemente civilizados, cuáles dominantemente nómadas. De allí saldrán los
rasgos anatómicos y funcionales que nos caracterizarán a lo largo de nuestras vidas.
El cerebro en particular se estructura a partir del ADN que nos haya tocado en suerte.
Siendo mestizo universalmente, debido a las mezclas entre individuos y pueblos de
distinto rango evolutivo, sus hemisferios tienen estructuras modernas
correspondientes a los pueblos civilizados y estructuras arcaicas correspondientes a
los pueblos bárbaros. Por aquel azar de la herencia, nuestros cerebros serán más o
menos civilizados, más o menos bárbaros, y nuestros comportamientos serán ya
pacíficos y constructivos, ya destructores, guerreros y expansionistas.
Corrientemente, no se distingue uno de otro. Mas en situaciones extraordinarias,
brota, de tarde en tarde, un gran civilizador o un gran bárbaro guerrero. Del seno de la
especie humana que es mestiza globalmente —ya no existe, como en los primeros
tiempos después del Paleolítico superior, el Civilizado puro sapiens sapiens moderno
o el nómada bárbaro puro y arcaico—, brota, de pronto, amasado por un ADN
especial que se trasmitió al azar, salido del torrente genético que fluye por el cuerpo
de los pueblos, un Gandhi, abanderado de la no violencia, o un Hitler, abanderado de
la violencia extrema.
A partir del año 3000 a.C., cuando se iniciaron en Sumer los intercambios de
genes y culturas entre los civilizados sumerios y los nómadas bárbaros Indo-europeos
que bajaron del Asia Central —y en última instancia de la taiga siberiana—, el suelo
de Europa fue abonado con el ADN de unos pocos pueblos civilizados que
posiblemente inmigraron a la isla de Creta habiendo partido de Catal Hüyük, de
muchos pueblos mestizos de civilizado y de nómada que penetraron por la cuenca del
Mediterráneo, y de muchos pueblos nómadas bárbaros puros procedentes de la zona
oriental de la taiga siberiana, particularmente los Hsiung-nu (Escitas, Eslavos
occidentales, meridionales y orientales, Hunos y Mongoles), y de los nómadas
Indoeuropeos occidentales, celtas y germanos que, venidos desde Escandinavia y
Judlandia, en el siglo III a.C., ya se disputaban la tierra germana.
Etruscos, Eslavos, Aqueos, Dorios, Visigodos, Vándalos, Hunos, Celtas,
Germanos, Francos, Anglos, Sajones, Lombardos, Suevos, Godos, Alamanes,
Burgundios, Gépidos, Ostro-godos, Alanos, etc., cruzaban en todas direcciones la
geografía de Europa y fueron la base étnica sobre la cual se construyeron los pueblos

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de la Europa moderna. Las hibridaciones entre estos pueblos fueron infinitas y no es
posible saber la cuantía de genes que de otros pueblos tienen cada uno de ellos en
particular. Nos corresponde partir de una corriente genética que fluía a través de todas
las etnias europeas distribuyendo su ADN mestizo a cada pueblo local de una manera
enteramente al azar, siendo unos más favorecidos con genes civilizados que con
genes bárbaros —¡nunca civilizados puros o bárbaros puros!—, desde hace cinco mil
años, sin dejar de advertir que aún hoy continúan esas mezclas entre pueblos de
diferente naturaleza y con cerebros de compleja estructura.
Los SCHICKLGRUBER tenían una larga tradición étnica, eran algo así como un
rezago de alguna vieja etnia que se había aislado en ese rincón boscoso de la montaña
austríaca, y se habían asentado desde hacía mucho tiempo en ese habitat montañoso y
boscoso del waldviertel (que significa montañoso), en la zona más noroccidental de la
Baja Austria, en el límite con los montes de Bohemia. Como ya dijimos atrás, sus
moradores campesinos eran gentes primitivas que se distinguían por tener
comportamientos adustos, agrestes y poco sociables. De esta estirpe y de ese nicho
ecológico procedía María Anna Schicklgruber, la obstinada mujer que sabía guardar
secretos, abuela de Adolfo Hitler, a quien éste jamás nombró, siendo que fue la que
aportó su más decisivo ADN, el que condicionó la esencia del bárbaro guerrero que
hizo de él un hombre histórico, ya que no tenía cómo desarrollar el artista y el
escultor que también existía en su ser, por razones que veremos más adelante: en una
profunda intuición, afirma Marlis Steiner: «La guerra era para Hitler parte de su
vida», intuición cuyo fondo ella no tiene cómo fundamentar.
NUEVA ESTRUCTURA DE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

41
42
Efectivamente, tenemos la seguridad de que la tradición de los SCHICKLGRUBER
arrastró en su corriente un mayor aporte de genes bárbaros que ellos habían recibido
de alguno de los pueblos bárbaros de Europa que atravesaron Alemania y que se
acumularon en estas familias primitivas y cerriles por falta de contacto y de mezclas
con familias más evolucionadas. María Anna fue la primera mujer que aireó su
Genoma en su aventura otoñal y misteriosa al mezclar sus genes dominantemente
bárbaros con alguien que aportó una «porción» de genes civilizados, pero, ¡ay!, los
suyos eran demasiado primitivos…
Por principio, Hitler era mestizo de Nómada Bárbaro y Civilizado, ya que
participa de un fenómeno universal que es el mestizaje global de los seres humanos
de la Tierra. Su particularidad consiste en que, por azar, heredó de su abuela, con la
mediación de su padre Alois Hitler —nacido SCHICKLGRU-BER—, los genes
dominantemente bárbaros que este último, y también por azar, había heredado de su
madre, pero que no se expresaron con toda su potencia en él, que sólo heredó lo
«cerril y adusto», ya que fue un simple funcionario del Estado Austriaco, en tanto que
su hijo Adolfo, al participar intensa y fanáticamente en la Primera Guerra Mundial
activó su genotipo al interactuar en su calidad de cabo del ejército con el ambiente
bárbaro de esa contienda bélica, desarrollando al máximo su fenotipo guerrero, y él se
encargó de crear las condiciones favorables para expresarlo desde el día siguiente de
concluida la guerra, abierta o solapadamente, hasta que encontró el momento
oportuno en el mismo instante en que fue nombrado Canciller del Tercer Reich, el 30
de enero de 1933… A partir de entonces se lanzó con toda su naturaleza
asombrosamente bárbara, en la seguridad maníaca de que nadie lo detendría.
Hijo y nieto —Alois y Adofo— de María Anna Schicklgruber han llamado la
atención por su insólita capacidad de ascenso, siendo que procedían de una mujer y
de una región tan primitivas y humildes. Sorprende, en verdad, la decisión y el
empuje de estos dos hombres que nacieron para triunfar. El padre partió de la muy
modesta condición de zapatero. La inquietud que latía en su cerebro, lo llevó a Viena
para perfeccionarse en el oficio, pero no satisfecho y contando con elementales
conocimientos que le brindaron unos pocos años de escuela primaria, luchó hasta
conseguir un alto cargo como funcionario en la administración de aduanas del Estado
Austriaco. En este sentido, la vida pública —¡sólo pública!— de Alois fue ejemplar y
sorprendente en la región, pues ese cargo de funcionario que obtuvo era para
bachilleres y él lo ganó compitiendo con otros después de una concienzuda
preparación…
Inconforme con su condición de hijo ilegítimo y con su rústico apellido
Schicklgruber, a la edad de 39 años, como hemos visto —había nacido en 1837—, en
un arranque de malicia y mala fe, confundió notarios y párrocos, y salió de sus
despachos convertido en hijo legítimo y en todo un Hitler… Pero en su aguda astucia,
Alois no podía ocultar su carácter de nómada, que su hijo Aldolfo llevaría a su
máxima expresión imperialista, ya que Alois vivía en constante movimiento,
desplazándose permanentemente —no por los cambios de aldea en razón de su
trabajo, sino por la necesidad del movimiento mismo, que no siempre era para
mejorar su situación, que tanto distingue a los nómadas, ya fueran prehistóricos o

43
históricos.
A August Kubizec que fue íntimo de Hitler y de su madre Clara Pölzl de Hitler
desde 1904, un año después de la muerte de Alois, le llamó la atención el relato de
estos constantes cambios y movimientos de Alois, y, aunque no supo explicárselos, sí
los consignó fielmente en su libro lleno de inexactitudes, pero con algunos datos
reveladores, al parecer inocuos e inofensivos contra su ídolo de adolescencia, Adolfo
Hitler: dice Kubizek: «Poco después del nacimiento de Adolfo, el padre no tardó en
trasladarse de nuevo. Según puede constatarse, Alois Hitler cambiaba a veces una
vivienda buena por otra peor. No era la casa, sino el trasladarse, lo que importaba.
¿Cómo podría explicarse esta verdadera manía? De la siguiente manera: Alois Hitler
no podía resistir el permanecer en un mismo lugar. Su profesión le forzaba a una
cierta estabilidad externa, pero en su círculo de actividades más íntimo debía haber
siempre movimiento. Apenas se había habituado a una determinada vecindad, se
sentía ya hastiado de ella. Vivir significaba cambiar de ambiente, rasgo fundamental
éste que puede reconocerse también con toda claridad en el modo de ser de Adolfo»
(Adolfo Hitler, mi amigo de Juventud, 2002, pág. 78).
Sin querer, Kubizec nos revela que tanto Alois como Hitler eran nómadas,
inofensivo el primero y bárbaro peligrosísimo el segundo…
En cuanto a Adolfo Hitler, ya se sabe a dónde llegó, partiendo de la nada. Sólo
estos descendientes de María Anna ascendieron tan sorprendentemente, pues ninguno
de los hermanos de Hitler (Alois fue hijo único) tuvo la menor distinción: su
hermanastra Angela casó con un alcohólico y vivió muy modestamente hasta que
Hitler la llevó como ama de llaves a su residencia; Geli, la hija de Angela, apenas
llegó a la adolescencia se entregó incestuosamente en brazos de su importante tío
Adolfo Hitler, hasta que de su interacción después de años de convivencia, Geli se
suicidó en extrañas circunstancias; su hermanastro Alois, fue un borracho, ladrón,
bígamo y en dos o tres momentos fue huésped de las cárceles. Paula, la hermana
menor de Hitler fue una mujer excéntrica que vivió en una buhardilla apartada de las
glorias de su hermano…
Entonces, algo deberían tener en su ADN, Alois y Adolfo, que no tuvo el de
María Anna. Pero antes de abordar ese «algo» del cerebro de Hitler, nos corresponde
demostrar por qué afirmamos que Hitler era bárbaro guerrero-nato.
Ya tuvimos oportunidad de conocer por su íntimo amigo Kubizec que Hitler era
nómada, aunque él no entienda que «nómada» es un carácter esencial del bárbaro, y
que, como su padre, se bebía los vientos, buscando siempre la movilidad por la
movilidad, nomadismo que en el guerrero se expresa en expansión e imperialismo, en
imperativo de «espacio vital» a costa de otros pueblos, tal como se expresó en
Alejandro, Napoleón, Atila, Gengis Kan, sólo que, como veremos, el expansionismo
genocida iba acompañado en Hitler del crimen y la delincuencia común.
Siendo muy niño, quizás antes de ir a la escuela en 1895 cuando contaba con seis
años de edad, «disfrutaba de libertad para jugar a indios y vaqueros, o a los soldados,
para alegría de su corazón», sostiene el erudito Ian Kershaw… Y cuando «Adolfo
estaba ya en su tercera escuela elemental —continúa diciendo Kershaw— se
convirtió en un “pequeño cabecilla” en el juego de policías y ladrones al que los
chicos de la aldea jugaban en los bosques y campos próximos a sus hogares. Uno de

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los entretenimientos favoritos de los niños era jugar a la guerra» (Hitler, vol. l, pág.
40).
En su libro Mi lucha, Hitler relataría en 1924, que encontró en su casa un historia
ilustrada en dos volúmenes sobre la Guerra Franco-Prusiana que libró Bismarck en
1870 contra los franceses, y que el libro le fascinó. Casi todos los biógrafos de Hitler
aseguran que por debajo de sus cuadernos de tareas escolares, escondía los libros de
guerras de los indios primitivos que él devoraba con avidez: eran las historias de
aventuras y de guerras de los indios norteamericanos del escritor Karl May que,
aunque no conoció Norteamérica, tenía imaginación para fascinar a los niños con sus
novelas fantásticas, particularmente a Hitler, y, mientras sus compañeros las
olvidaron, Hitler continuó releyéndolas toda su vida, con un deleite tal, que no sintió
jamás leyendo libros serios, como Schopenhauer, Nietzsche o Spengler… «Cuando
era canciller del Reich —prosigue Kershaw— seguía leyendo aún las novelas de
May, y se las recomendaba a sus generales, a los que acusaba de falta de
imaginación»…
Ya veremos que Hitler era completamente vago para el estudio serio, pero las
aventuras guerreras que relataba Karl May lo «subyugaban». El 17 de febrero de
1942, Hitler se encuentra en plena guerra, que comienza a inclinarse en su contra, al
menos en el frente Este, contra la Unión Soviética. Lo imaginamos concentrado,
estudiando libros de estrategia militar, y véase lo que nos dice ese día en sus
conversaciones privadas sobre la paz y la guerra: «Acabo de leer un buen artículo —
si bien Hitler no era lector de libros serios, sí devoraba los periódicos que era su
principal fuente de conocimientos— sobre Karl May y que me ha producido gran
alegría. Me gustaría que se reeditara su obra. Le debo mis primeras nociones de
geografía y la apertura de los ojos sobre el mundo. Lo leía a la luz de la vela, o al
claro de la luna, ayudado por una enorme lupa. Había comenzado por leer El último
de los mohicanos, pero Fritz Seidel me dijo enseguida: «Fenimore Cooper no es nada,
hay que leer a Karl May». El primer libro suyo que leí fue La cabalgata en el
desierto. Quedé subyugado. Y no tardé en devorar todos los demás libros del mismo
autor… Esto se tradujo inmediatamente en un descenso de mis notas escolares»
(Hitler, Conversaciones sobre la Guerra y la Paz, vol. I, pág. 524).
Cuando Hitler contaba once años de edad, estalló la guerra de los Boers contra
los ingleses en el África austral. Adolfo se convirtió en un apasionado defensor de las
heroicas hazañas de los boers.
Adolfo Hitler odió a todos sus profesores, sólo sintió algún respeto por el
profesor Leonard Pötsch, porque les narraba las historias y leyendas de los héroes y
de los Nibelungos. Muy pronto lo envolvería la música de Wagner con sus
resonancias lejanas y sus héroes, como Rienzi, el héroe italiano del siglo xiv. cuya
representación con su oratoria populista y su trágico final, lo sumió en un verdadero
«éxtasis», de acuerdo con el relato de su amigo Kubizek que lo acompañó.
Desde la más temprana niñez hasta la adolescencia, Hitler fue absorbido
completamente por sus juegos y lecturas guerreras, demostrando así que habían
brotado en él sus genes y su cerebro del bárbaro guerrero-nato. Pero hasta ahora esa
barbarie —que nadie en su infancia estaba capacitado para sospechar que sus
aficiones brotaban de sus moléculas de ADN— muy intensa en los juegos y en los

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libros, se quedaría, a la espera, latente en su Genoma, de un gran acontecimiento,
para irrumpir de veras y estruendosamente, convirtiéndolo en el más peligroso
Nómada Bárbaro que conoce la historia de la humanidad. Tal vez Gengis Kan, para
quien, como Nómada Bárbaro Mongol que era, «la guerra era parte de su vida», en el
decir de Steiner con relación a Hitler, tuvo notorias similitudes con él, pues fue para
el continente asiático —al oriente y al occidente— lo que Hitler fue para el continente
europeo, al este y al oeste. Parecidos en la barbarie brutal y destructiva. Mas el
parentesco entre los dos nómadas bárbaros llega hasta la manera como llevaron la
guerra expansiva e imperialista. En lo demás, todo son diferencias, en lo civilizado
que hay en Hitler, y en lo compulsivo, y, aún más, en lo psiquiátrico muy notable que
se advierte en él.
Nos corresponde primeramente demostrar la dimensión civilizada que tuvo Hitler
gracias a la misteriosa aventura sexual que tuvo su abuela SCHICKLGRUBER, la terca y
reservada María Anna, que nunca imaginó que con su obstinación —obstinación que
será un destacado rasgo del carácter de su nieto Adolfo— iba a dar mucho trabajo a
los historiadores, genealogistas, biógrafos, hitlerólogos y chismosos, para descifrar el
enigma del hombre con quien ella intercambió sus genes bárbaros.
¡Todo un enigma! Y se han tejido numerosas conjeturas sobre quién pudo ser el
padre de Alois Hitler, nacido Schicklgru-ber… El mismo Hitler se involucró en esa
búsqueda detectivesca, sea para descubrir sus orígenes, o sea para esconderlos. Los
afanes de los investigadores y los chismosos comenzaron en el año de 1920, cuando
Hitler había cumplido los 31 años de edad y su nombre comenzaba a sonar y su
antisemitismo a relucir públicamente, pues hasta ese momento lo había llevado casi
secreto en sus entrañas llenas de un odio cuya naturaleza debemos explicar más
adelante.
¡Es judío dijeron los sabios y los deslenguados! ¡Su abuelo era un judío con
quien la aventurera y otoñal María Anna tuvo relaciones sexuales y la dejó encinta!
¡Ella fue sirvienta en casa de los Frankenberger que eran judíos, y que, para más
señas, vivían en la población de Graz, y si no fue con ellos la cosa sucedió en casa del
judío y encima carnicero Leopold Frankenreiter! Allí está la «prueba» en una carta
que escribió su sobrino William Patrick Hitler hijo de su hermanastro Alois Hitler…
Todos estos chimorreos salieron a flote a partir de 1920, cuando Hitler comenzaba a
ser algo, hasta cuando fue el flamante canciller del Reich. Aun el gran jurista nazi,
Hans Frank, en sus memorias dictadas antes de subir al patíbulo relató que Hitler le
había confiado su preocupación por la carta que había escrito su sobrino William, y,
además, que su abuela le había dicho que su abuelo no era el judío de Graz… Total:
que los Frankenberger no habían vivido en Graz; que María Anna nunca había vivido
en Graz; que el carnicero no tenía ninguna posibilidad de unirse con María Anna; que
William Patrick Hitler, hijo del borracho y delincuente hermanastro Alois, era un
despreciable chantajista; que, en fin, Hitler no pudo saber nada por boca de su abuela
María Anna porque cuando ella murió en el año de 1847, él, nacería en 1889,
cuarenta años después.
Total, nada. Ni judío, ni no judío. Misterio profundo. Un verdadero rompedero de
cabezas el acertijo en que se convirtió el descubrimiento de la identidad del abuelo
paterno de Adolfo Hitler. Raymond Cartier agrega un argumento más que lleva al

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escepticismo en cuanto a la pretensión de conocer al abuelo de Hitler. Dice así:

De hecho, ni siquiera es posible establecer que Alois Schicklgruber fuera concebido en otro
lugar que el Walviertel (esa región montañosa y boscosa). Resulta quimérico querer descubrir el
aspecto, el carácter, las costumbres y los vagabundeos de la solterona que alumbró al bastardo de
1837 no en casa de sus padres, sino en la de unos vecinos, los esposos Trummelschlager, los cuales
fueron el padrino y la madrina del recién nacido. Lo honesto es llegar a la conclusión… de que no
hay conclusión posible. Todo este asunto familiar se desarrolla entre gentes pobres, casi
analfabetos, en las que la vida deja pocas huellas, que el olvido borra a partir de la primera
generación. El abuelo paterno de Hitler es y seguirá siendo, con toda probabilidad, un desconocido
(Hitler, Al asalto del poder, pág. 12, 1976).

Las investigaciones que tienen más asiento en los hechos son las de varios
hitlerólogos, siendo Werner Maser el más distinguido, que elaboran sus argumentos a
partir del matrimonio de María Anna en 1842 con un vagabundo y haragán vividor,
pues ella habría aportado 300 gulden para que él aceptase casarse, conocido con el
nombre de Johann Georg Hiedler. Hitler y los nazis aceptaron oficialmente que éste
fue el tan buscado abuelo paterno, sin andarse con más rodeos. Sin embargo, los
hitlerólogos dicen que no, que Johann Georg Hiedler no pudo ser el padre de Alois.
Los argumentos que aducen dan la impresión de que no son del todo transparentes y
que le hacen fuerza a los hechos para hacerlos encajar. Todo el peso de la
argumentación recae sobre el hermano de Johann Georg, quince años menor, Johann
Nepomuk Hutler o Hiedler. Este, en verdad, adoptó a Alois y se lo llevó a vivir a su
casa donde residía con su mujer y sus tres hijas, antes de casarse su madre o poco
después, porque, al parecer Johann, su marido vagabundo, lo rechazaba.
Que lo adoptó es un hecho, lo que se ignora son las razones que tuvo Nepomuk
para hacerlo. Maser argumenta de la siguiente manera: «El que María Anna no
conservase junto a sí a su único hijo a pesar de estar en condiciones —no sólo
económicas— de hacerlo, hace suponer que su ocioso marido, que ya vivía en la casa
de sus suegros antes del matrimonio, no toleraba la presencia del niño, planteándole a
la madre serias dificultades» (Hitler, pág. 46, 1974)… Maser sostiene la firme
opinión de que si Nepomuk adoptó a Alois, lo que nadie discute, fue porque él era el
padre clandestino de Alois, introduciendo un factor truculento al asunto, y que no lo
había legitimado por temor al escándalo con su esposa Eva María, que estaba
convencida de que Alois era hijo del vagabundo Johann Georg; «lo que ella no podía
saber es que su marido Nepomuk había animado a su hermano a casarse con la madre
de Alois para así poder llevarse al niño sin levantar demasiadas sospechas», pág. 42.
Aquí la argumentación pierde transparencia. En todo caso, el argumento estrella de
Werner Maser es el siguiente: «El testamento de Johann Nepomuk Hüttler, que murió
el 17 de septiembre de 1888, decía: «Bienes no existen», aunque era dueño de bienes.
Evidentemente, Johann Nepomuk se los había entregado poco antes de su muerte a
aquel que tanto Walburga, su hija, como el marido de ésta, tuvieron que aceptar como
«heredero universal» desde 1876 (cuando Alois Schicklgruber se convirtió en Alois
Hitler): a Alois Hitler. No existen documentos que permitan asegurar que Alois
recibió ese dinero… Lo único que habla a favor de la herencia que habría recibido
Alois, hombre sin bienes de fortuna conocidos, es lo siguiente: el mismo año de la
muerte de Johann Nepo-muk, compró por 5.000 gulden una casa sólida», pág. 40.

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Nosotros concluimos: poco transparente. La duda es tozuda y deja abierto el
interrogante: ¿quién fue el abuelo paterno de Adolfo Hitler?
Esta cuestión no es una simple curiosidad o un mero dato histórico. Es
fundamental cortar el nudo gordiano. Por algo los investigadores han invertido tanto
tiempo y estudio en busca de una respuesta satisfactoria, puesto que es decisivo para
conocer el cerebro de Hitler del cual emanan su existencia y sus sorprendentes
comportamientos, siendo el cerebro el órgano del comportamiento. Sin pretender ser
unos Alejandros, sostenemos que el nudo se corta haciendo un giro en el
conocimiento, y, que, en lugar de obstinarnos en descubrir la persona del abuelo, lo
cual es imposible, porque se han agotado todos los caminos, debemos indagar el
«rostro» de sus genes, y en vez del quién, descubrir el qué: ¿qué genes le trasmitió
por azar el padre a Alois, que luego, también por azar, éste trasmitió a su hijo Adolfo,
esos 50 por 100 de genes distintos a los 50 por 100 de genes nómadas que le
transmitió su madre María Anna?
Para el conocimiento de Hitler esto es lo único que importa: ¡esa dimensión
genética X, diferente a la dimensión SCHICKL-GRUBER…
Porque lo que nadie ha dejado de advertir es que estos dos hombres, Alois y
Adolfo, se hallaban impulsados irresistiblemente a la superación, superación
impresionante si se tiene en cuenta que María Anna era una mujer primitiva,
descendiente de una prolongada secuencia numerosa de campesinos en ese nicho
ecológico de los bosques y los montes, aislados del trato con la cultura, enquistados,
sí así podemos hablar, en las montañas, incultos y analfabetas, que no sabían ni
siquiera firmar su nombre, ya que los «testigos» que llevó Alois, ante el notario y el
párroco para cambiar su apellido, tuvieron que responder a su falso testimonio con
una cruz en lugar de su nombre.
Y este hombre Alois sentía latir en su cerebro un imperativo que lo empujaba a
progresar y él, como funcionario de Aduanas del Estado Austríaco, fue mucho más
allá de lo que hubiera soñado un Schicklgruber. Tenemos conocimiento, gracias a
Bradley Smith, citado por Maser, pág. 52, de que un hermano de María Anna, Franz
Schicklgruber, por tanto tío materno de Alois y tío abuelo de Hitler, «había acabado
sus días «borracho» y trabajando como «temporero». ¡Impresionante, pues, el
ascenso, de Alois Hitler! Y, ¿por qué latía en su cerebro irresistiblemente el
imperativo de progresar, siendo que no podía ser por los genes maternos que habían
conformado ese cerebro?
¡Porque era dueño de genes diferentes que desde la tercera semana del período
embrionario de Alois, cuando comienza a formarse el cerebro, habían participado en
su organización, de suerte que en la quinta semana ya estaban formándose las
estructuras de sus hemisferios cerebrales, el derecho y el izquierdo, ya unidas, ya
separadas de las estructuras de los dos hemisferios determinadas por los genes
maternos! Sostuvimos atrás que Alois nunca fue un bárbaro, pero sí un temperamento
nómada, sea porque no le habían llegado por puro azar la cuantía y dominancia de los
genes bárbaros, sea porque no tuvo la oportunidad de activarlos bajo el impacto de
los estímulos de la guerra. Pero sí fue Alois, como sus antepasados montañeses, un
nómada, de temperamento «cerril, adusto y violento». Quien lo ve en una de las
fotografías que se conservan, diría que es un pequeño Führer o una pregustación del

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Führer… En todo caso, lo que prevaleció en él —repetimos: sólo en la vida pública—
fue el hombre respetable, escrupuloso en el cumplimiento de su deber y honesto,
hasta el año de 1895 cuando se jubiló a los 56 años por razones de salud.
¿De dónde podrían venir esos genes responsables de las neuronas y circuitos
cerebrales que impulsaron a destacarse a Alois y a Adolfo como potentes resortes
hasta el grado de que se salieron de los parámetros mentales y culturales de su etnia
montaraz?
Adolfo Hitler nació en la población de Braunau, situada junto al río Inn, que la
separa del territorio alemán: «Considero una feliz predestinación —con estas
palabras comienza Hitler su libro Mi Lucha, en 1924— el haber nacido en la pequeña
ciudad de Braunau am Inn, situada precisamente en la frontera de esos dos estados
alemanes cuya fusión se nos presenta como un cometido vital que bien merece
realizarse a todo trance» (Mi lucha, 1995, pág. 17).
Era el cuarto hijo de Alois Hitler y Clara Polzl, el primero que sobrevivió a la
infancia, el 20 de abril de 1889, un sábado de Pascua.
El 1 de mayo de 1895, a los seis años de edad (nada se sabe de estos primeros
años de Hitler, excepto que Alois fue ascendido en 1892 al cargo de recaudador
superior de aduanas, el puesto más alto a que podía llegar un funcionario que no tenía
más instrucción que la escuela primaria), inició sus estudios en el vecino caserío de
Fischlheim durante poco tiempo. Con los cambios de residencia de Alois, ya fuera
por razones de trabajo o por su manía de movimiento, Adolfo se trasladó a la escuela
de Lambach, un pequeño pueblecito austriaco, donde obtuvo muy buenos resultados
en sus notas y conducta.
Es el momento de llamar la atención con un fuerte acento la aparición o brote de
una cualidad de Hitler —¡enteramente diferente a sus tempranas manifestaciones del
bárbaro guerrero que enfatizamos más atrás!— que habría de acompañarlo toda la
vida: su pasión mística por la música coral. «Fue también en esta época, dice
Kershaw, al cercano monasterio de Lambach para recibir lecciones de canto,
probablemente a instancias de su padre, al que le gustaba mucho la música coral. De
acuerdo con su testimonio posterior, le embriagó el esplendor eclesiástico y
consideraba al abad el ideal más elevado y más deseable», pág. 39. A su vez,
Raymond Cartier observa en el mismo sentido: «Adolfo fue trasladado a la escuela
parroquial instalada en las dependencias de la enorme abadía benedictina de
Lambach. Los cimientos de la abadía datan de 1.032. El claustro, el claroscuro, la
música litúrgica y la pompa eclesiástica produjeron en el muchacho de nueve años
una profunda impresión. Monaguillo y miembro del coro, tomó la resolución de
hacerse monje», pág. 15.
Repetimos que debemos destacar con toda fuerza esta manifestación del cerebro
del niño, que fue profunda, no pasajera, y, en consecuencia, señala una dimensión
genética totalmente diferente a la dimensión que le transmitieron los
SCHICKLGRUBER… El psicólogo no puede pasar por alto y de manera superficial este
germen del comportamiento del futuro Hitler, que pronto se expresaría en su pasión
por las óperas de Wagner con su mitología heróica, en las que el fervor-nato por la
música coral se fusionaría con su entusiasmo guerrero por las hazañas de los héroes.
Para hacer contraste con los estudios de Hitler en los años que vendrán a

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continuación y a los cuales nos referiremos en su oportuno lugar, es bueno conocer la
percepción que Hitler tuvo de sus años de escuela primaria: en su libro Mi lucha, se
refirió a estos primeros años como «esa época feliz en la que el trabajo era
ridículamente fácil y dejaba tanto tiempo libre que me veía más el sol que mi
habitación».
Por causas importantísimas que explicaremos más adelante —y que, a pesar de la
extremada influencia que tendrían en la vida de Hitler, no han sido destacadas ni
entendidas por ninguno de los investigadores del fenómeno Hitler, y sin las cuales no
comprenderíamos muchísimos de sus actos—, el paso de sus estudios de primaria a la
secundaria, que empezaron el 15 de septiembre de 1900, sufrieron un cambio radical.
Pésimo estudiante de secundaria, debemos destacar que en lo único que obtenía
buenas calificaciones era en dibujo y en pintura. Cuando su padre lo interrogó sobre
lo que esperaba hacer con semejantes resultados, Adolfo le respondió «que sería
pintor, artista pintor», y a su pobre madre Clara, que angustiada e impotente no sabía
cómo obligarlo a estudiar, le dijo que «llegaría a ser un gran pintor y que haría
honra a su nombre»…
Dejando la megalomanía para su comprensión también posterior, pues es otra de
las aristas fundamentales de su ser, subrayamos aquí su don-nato por la pintura, el
dibujo y pronto por la arquitectura, que consideramos válido unir a su mística por la
música, que plasman al artista-nato que había en Hitler y al presentimiento —
egolatría hipertrofiada aparte— de que sería un gran hombre histórico, pero en la
pintura y la arquitectura. Si era auténtica su vocación artística, no vacilamos en
decir que era genética, por la profundidad que tenía en Hitler, y persistió hasta el
final de sus días, razón por la cual tenemos la convicción de que era heredada de un
progenitor artista, ¡otra cosa es que no hubiera podido desarrollarla por los motivos
que expondremos más adelante! Nos lo prueban los siguientes comentarios de
Werner Maser:

Las numerosas críticas a Hitler como artista carecen de valor. Se trata de repeticiones de
versiones populares demostrativas de una total ausencia de conocimientos técnicos de Hitler…
«Sólo los que carecen de talento se dedican a copiar» (como Hitler), escribió Rabitsd… Ninguno
de estos juicios es verdaderamente objetivo… Las escasas obras pintadas de la naturaleza denotan
un talento fuera de lo común… Desde el otoño de 1907, es decir, desde que abriga la esperanza de
convertirse en un arquitecto —a pesar de las circunstancias desfavorables— Hitler planea edificios
poderosos, monumentales… Estando ya en Múnich, en 1919, presentó Hitler algunos de sus
trabajos al conocido pintor Max Zeeper para que le diera su opinión y juicio crítico. Zeeper se
queda tan sorprendido al ver las acuarelas y dibujos, que decide solicitar la colaboración de un
compañero suyo, el profesor Ferdinand Staeger, quien emitió el siguiente juicio sobre los trabajos
de Adolfo: «un talento extraordinario (Werner Maser, Hitler, 1974, págs. 89-102).

A sus compañeros, a su padre, a su madre y a su amigo Kubizec, ya en su edad


infantil y cada vez con más propiedad, los abrumaba con sus explicaciones sobre
todos los tópicos, que eran verdaderas peroratas o monólogos pues se imponía con
sus argumentaciones la mayoría de las veces fantásticas. ¡He aquí otro carácter-nato
de su cerebro: la oratoria! Hitler nació orador y era cuestión de tiempo para que
transformara su verborrea maníaca de los primeros años en consumada oratoria
elocuente y fascinante a partir del año de 1919.

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Reunamos en un solo haz todas estas características de Hitler, todas natas: la
devoción por la música coral, la habilidad para el dibujo, la pintura y la arquitectura
—cuando las tropas soviéticas cañoneaban las oficinas de la cancillería del Reich,
Hitler metido como un topo en la profundidad de su búnker, contemplaba
entusiasmado la maqueta que por su orden le había construido el arquitecto Hermann
Giesler, para la ciudad de Linz donde él había vivido sus felices años de holgazanería
en su adolescencia—, y la oratoria, que le fluía abundante y espontáneamente sin que
tuviera que hacer ningún esfuerzo ni trabajo, pues era alérgico al trabajo regular;
reunámoslas, decimos, todas estas cualidades que persistieron toda la vida, por eso les
concedemos el calificativo de profundas, y veremos que forman una dimensión aparte
de su dimensión de bárbaro guerrero que marcha paralela con aquella: son dos
estratos genéticos del ser de Adolfo Hitler, de su cerebro mestizo inconfundible, en el
que el estrato bárbaro tuvo las condiciones favorables para imponerse sobre el estrato
del artista que, como veremos, no pudo desarrollarse por un defecto clave de su
mentalidad.
Que Hitler era un ser mestizo, se descubre hasta en su anatomía: tenía «grandes
pies de nómada del desierto», dijo su compañero de vagabundaje, Reinhold Hanisch
en 1909, pues tuvo oportunidad de observarlo siendo que compartían la alcoba en su
asilo de menesterosos en Viena. También llamaron la atención sus expresivos ojos
azulados —que, en nuestro sentir han sido comparados equivocadamente con los de
la madre, bellos pero apagados por el dolor— y sus finas manos de pianista, haciendo
vivo contraste con su fea nariz y su frente huidiza primitivas. Mas lo que cuenta es el
mestizaje de su cerebro, que es comprensible por su comportamiento. Repetimos: el
cerebro es el órgano del comportamiento y, a tal cerebro, corresponde un especial
comportamiento, conformado con estructuras y neurocircuitos determinados por
genes, ya nómadas bárbaros, ya civilizados sedentarios… El propio Hitler entendía
con bastante claridad su doble comportamiento antitético, aunque, por supuesto, él
que predicaba tan fanáticamente la pureza de la raza y que negaba en él lo que tenía
de SCHICKLGRUBER, no reconocía en esos dos comportamientos de diferente rango
evolutivo la expresión de su ser mestizo, pero sintió vibrar casi con igual intensidad
en su cerebro el civilizado sedentario y el nómada bárbaro guerrero. He aquí su
confesión, que no hay razón para no creer en su sinceridad, la noche del 25 al 26 de
enero de 1942:

Hay gentes —dijo Hitler en esa hora en que la guerra desatada por él se desarrollaba con todo
su furor y brutalidad— que creen que me sería duro quedarme sin la actividad que tengo ahora. Se
engañan enormemente, ya que el día más hermoso de mi vida será el que deje detrás de mí la
política, con sus disgustos y su esclavitud. Cuando concluya la guerra, tendré la sensación de haber
cumplido con mi deber y me retiraré. Querría entonces consagrar cinco a diez años a dar lucidez a
mi pensamiento y objetivarlo en forma de obra escrita. Las guerras pasan. Sólo subsisten los
testimonios del genio de los hombres. (Esto es, la cultura, observamos nosotros)… Esto explica mi
amor al arte —continúa diciendo Adolfo Hitler—. La música, la arquitectura, ¿no es en esas
disciplinas donde se inscribe el camino de la humanidad ascendente? Cuando oigo a Wagner, me
parece que escucho los ritmos de un mundo anterior. Supongo que la ciencia encontrará un día, en
las ondas puestas en movimiento por El oro del Rhin, comunicaciones secretas, unidas con el orden
del universo (Adolfo Hitler, Conversaciones sobre la Guerra y la Paz, 1941-1944, pág. 420, 2002).

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¡He aquí el mestizo claramente dibujado, un autorretrato de su cerebro tocado
con cierto lirismo!… Por motivos que aduciremos, Hitler jamás habría podido
cumplir su deseo de «objetivar» su dimensión civilizada, sea por escrito, en la pintura
o en la arquitectura, sea como profesional, así hubiera ganado la guerra como él
estaba absolutamente seguro aún en 1942 cuando sus éxitos iniciales comenzaban a
mostrar signos adversos.
¡Mestizo de nómada bárbaro y civilizado! La pregunta sobre la identidad del
abuelo paterno de Hitler se traslada al interrogante: ¿de donde procedían sus genes
civilizados ya que por sus genes bárbaros responde su abuela SCHICKLGRUBER? Es
más: ¿de dónde venía el genio de Adolfo Hitler, ya que, aunque no quisiéramos, no
podemos regatearle el calificativo de genio?
En nuestro libro El genio y la moderna psicología (Das Genie und die moderne
Psychologie, 2005), hemos demostrado, contradiciendo a Ernst Kretschmer, que el
genio no se hereda. Grandes genios como Leonardo no tuvieron antecedentes
geniales; la madre de Leonardo era una campesina, aunque de un nivel evolutivo más
desarrollado que el de María Ana Schickl-gruber; el padre de Leonardo fue un notario
sin genio pero de un rango burgués, que distaba de ser el del vagabundo Johann
Georg Hiedler, abuelo oficial de Hitler, y el del mismo Nepo-muk, el «verdadero»
abuelo según Werner Maser, que no pasaba de ser un campesino respetable…
Rembrandt fue hijo de molineros… Newton fue hijo de campesinos pero de rango
evolutivo superior a los Schicklgruber… Verdi fue hijo de tenderos; Haydn, hijo de
carretero; El Giotto, pastor de ovejas; Fichte, pastor de gansos; Kant fue hijo de un
talabartero… Estos casos demuestran con claridad que el genio no se hereda y
también que no aparecen en medios tan primitivos evolutiva-mente hablando.
«Nosotros sostenemos que una víscera como el cerebro —decimos en el libro
citado—, que tiene 100.000 millones de células nerviosas, un 1011, y que establecen
un 1014 de conexiones entre las neuronas (un número superior a las estrellas de
nuestras galaxia), debe incluir un factor de casualidad en su organización intrínseca,
que escape al determinismo genético, y que, por tanto, escapa al control absoluto de
la herencia… Pensamos que en la organización intrínseca de un órgano tan complejo
como el cerebro, la necesidad y el azar, en interacción dialéctica, juegan un decisivo
papel, para explicar la tipicidad de cada individuo de la especie y del genio en
particular… Sin la necesidad genética nada se construye en orden a la estructuración
general del cerebro y a las grandes estructuras de este órgano. Sin el azar nada
existe en orden a los rasgos y estructuras y neurocircuitos particulares específicos de
cada individuo… El azar no puede existir sin «su» precisa necesidad y ésta no existirá
sin «su» azar preciso. Hay una reciprocidad entre azar y necesidad, en la cual los dos
momentos se requieren el uno al otro. El azar en la organización intrínseca del
cerebro es el producto de la necesidad genética, la manera que ésta tiene de
expresarse: el azar son las estructuras, neurocircuitos y sinapsis que se forman por
fuera de las estructuras, neurocircuitos y sipnasis genéticamente determinados. El
cerebro, genéticamente determinado, es incomprensible sin el azar.

El genio es el producto de la necesidad genética de nuestra especie trasmitida


hereditariamente por los padres y del azar de esa necesidad que surge en la organización de «su»

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cerebro. El cerebro de todo individuo, por lo demás original e irrepetible, es el producto de la
necesidad genética y de su azar personal. El cerebro del genio tiene neurocircuitos creadores que
no tiene el cerebro del hombre común, por típico azar de su desarrollo!
Los argumentos del profesor norteamericano de genética Richard Lewontin desarrollados en
su libro La diversidad humana, son concluyentes en cuanto al valor del azar en el desarrollo del
cerebro, fundado en serias experimentaciones. Pese a que es común la afirmación de que el
individuo o fenotipo es el resultado de la interacción del genotipo con el ambiente, el Doctor
Lewontin hace la siguiente precisión: «El fenotipo de un organismo no se halla completamente
especificado, aun cuando se den su genotipo y su ambiente de desarrollo. Hay una tercera causa de
variación que contribuye al total resultante. (La Diversidad Humana, pág. 25).

Para sostener esta importante afirmación se basa en el seguimiento del desarrollo de la mosca
Drosophila. «El número de sedas esternopleurales es de seis en el lado derecho de la mosca y de
diez en el izquierdo. ¿Cuál es el origen de esta asimetría? Los dos costados de la mosca son
genéticamente idénticos. La mosca desarrolla estas sedas durante el período pupal… Ningún
significado de la palabra «ambiente» nos permite alegar que los lados izquierdo y derecho de la
mosca se desarrollaron en ambientes distintos. Pero la mosca es asimétrica. La diferencia entre sus
lados es una consecuencia de acontecimientos aleatorios ocurridos durante el desarrollo. Se trata
del ruido del desarrollo. Este «ruido del desarrollo» es el azar o lo aleatorio. (Mira Aquí).

Concluye el doctor Lewontin:

Donde haya crecimiento y división celulares poedemos esperar que dicho ruido (o azar)
aporte sus efectos… Producto de ese ruido del desarrollo es que al nacer pueden presentarse
diferencias entre individuos que no sean consecuencia de variación genética. Así, por ejemplo,
bien puede ser que yo carezca de las conexiones neurales que hacen de Yehudi Menuhin un
virtuoso violinista, y haya de conformarme con mis mediocres aficiones musicales. Más aún.
Quizás estas diferencias ya existían cuando salimos del seno materno, pero puede que no sean
consecuencia de nuestros genotipos. Posiblemente las interconexiones que se establecen durante el
desarrollo entre los miles de millones de neuronas del cerebro no se hallen especificadas de forma
precisa por el genotipo, ni siquiera en un ambiente fijo. El ruido del desarrollo tiene que
representar algún papel en el crecimiento del cerebro, tal vez un papel de primer rango» (cursiva
nuestra, pág. 26).

El azar, pues, desempeña un papel de primer rango en la organización intrínseca del cerebro,
de todos los individuos de la especie humana y del genio en particular. Por azar, el cerebro del
genio tiene neurocircuitos creadores que lo distinguen. Si estos neurocircuitos no son heredados
sino adquiridos, no los trasmite el genio a sus descendientes» (Das Genie und die moderne
Psychologie, págs. 94 y 95).

Indudablemente el Genio de Hitler se produjo por azar, no porque lo heredara, ya


que su padre Alois, era un hombre de talento, jamás genio.
Sin que estemos presionados por la obligación de conocer la identidad del abuelo
paterno de Hitler, pues hemos renunciado a esa obligación por considerarla
imposible, nos es lícito sostener que los genes que aportó ese abuelo desconocido
fueron dominantemente civilizados, ya que por principio todos somos mestizos, sea
que domine lo bárbaro, sea que prevalezca lo civilizado. En cuanto a los
SCHICKLGRUBER, tenemos la impresión de que pertenecían a una fracción de una etnia
europea nómada bárbara auténtica antes de su hibridación con etnias mestizas que se
había aislado o enquistado en el Waldviertel, igualmente aislado de la geografía
austriaca…

53
María Anna —que tuvo distintivos rasgos de rebeldía y obstinación granítica, que
pudo transmitírselos a su nieto Adolfo, pudo ser la primera aventurera compulsiva
(más adelante daremos razón de este epíteto) que rompió el aislamiento siendo una
solterona cuarentona y en sus andanzas encontró, también por casualidad, algún
compañero sexual mucho más evolucionado que ella y sus congéneres del
Waldviertel remoto, que aportó el ADN dominantemente civilizado en el seno de esta
mujer que tiene algo de sui generis, pero que era sexualmente compulsiva, ya que
cinco años después de haber parido al bastardo Alois, a los 47 años de edad, pagó 300
gulden para que se casara con ella —según Thomas Orr— al declarado vagabundo
compulsivo, ocioso y vividor, Johann Georg Hiedler, natural de Spital, una población
no muy distante de Strones, cuando contaba con cincuenta años de edad, abuelo
oficial de Adolfo Hitler…
Si esos genes civilizados que aportó el burgués (es sabido que los nómadas
bárbaros cuando evolucionan biológicamente pasan a ocupar económica y
culturalmente el nivel burgués) fueron judíos, austriacos o alemanes, es cosa que
nunca sabremos, ya que desconocemos el rumbo de la aventurera María Anna. De lo
que sí estamos ciertos es que el abuelo paterno de Hitler fue un burgués de estrato
biológico más desarrollado que el de la abuela SCHICKLGRUBER. En nuestro libro
América Latina dos veces herida en sus orígenes, 2001, desarrollamos con amplitud
el importante fenómeno de que el Feudalismo y la Burguesía no son sólo categorías
económicas, sino también y originariamente conceptos evolutivos y biológicos. El
feudalismo no pasa a la Burguesía sólo por causas históricas y culturales. El feudal
debe evolucionar genéticamente para ascender de su estado nómada guerrero
combinado con el ocio cuando no se encuentra peleando —guerra y ocio son sus dos
estados predilectos— al estado biológico burgués, amante del trabajo, del ahorro y de
la vida sedentaria.

Aunque Werner Sombart —decimos en dicho trabajo— no conoció la división de la


humanidad en pueblos sedentarios civilizados y nómadas bárbaros, su genio sí intuyó el hecho de
que unos pueblos eran más inclinados biológica-mente al trabajo, al ahorro y al estilo pacífico
burgués —porque se hallaban más evolucionados genéticamente—, y que otros pueblos se
inclinaban, por un menor desarrollo evolutivo, a la guerra y al ocio. Los primeros eran los que
habían conquistado el modo burgués de producción, en tanto que los feudales nómadas rechazaban
ese modo burgués y se dedicaban a la guerra y al ocio: «Entre los pueblos con predisposición
capitalista inferior a la media, cuento ante todo a los celtas y algunas tribus germanas como los
godos… Donde la mayoría de la población está formada por celtas y godos (incluidos los hispanos
conquistadores y depredadores de América Latina), no se da nunca un verdadero desarrollo del
sistema capitalista» (El Burgués, Werner Sombart, 1913, pág. 217), pág. 137.

¡Esta es la identidad del abuelo paterno de Hitler: un buen burgués que había
superado evolutivamente la condición nómada, civilizado dominantemente, y
probablemente artista!

54
CAPÍTULO IV

Adolfo Hitler nació y murió compulsivo

Ésta es una dimensión fundamental del cerebro y del comportamiento de Hitler,


tratada apenas descriptivamente en cuanto se señalan por los investigadores sus
conductas extrañas —aparte de su barbarie guerrera que nada tiene que ver
causalmente con ellas, aunque si acabarán asociándose y reforzándose mutuamente
en la medida que pasen los años—, pero jamás han sido sistematizadas dentro de una
concepción científica, por la evidente razón de que esta ciencia no se conoce en el
mundo, más allá de nuestras investigaciones.
Efectivamente, desde hace 25 años hemos llevado a cabo una sostenida e intensa
investigación sobre estos extraños comportamientos, conocidos por todo el mundo,
algunos estudiados en particular, pero nunca tomados en su conjunto y convertidos en
objeto de una ciencia especial. Este es un sensible descuido de la Comunidad
Científica Internacional que tiene que ver con la Medicina de La Mente Humana,
porque atañe a fenómenos importantísimos de la patología humana, que afectan
gravemente a los individuos y a la sociedad, y que la misma especie humana sin darse
cuenta se está convirtiendo en una especie compulsiva. Pese a que mis
investigaciones las he objetivado en muchos libros y artículos, desde el libro
Dostoyevski, genio compulsivo, publicado en el añode 1981, hasta los libros
Desviación compulsiva de la evolución del comportamiento de la especie humana
(2005), y Compulsión y Crimen (2005), los sabios se han mostrado sordos, ya porque
no conozcan esas obras, ya porque las rechacen con notoria ligereza.
Esta ciencia, la denomino Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes
Compulsiones.
En ella estudio las compulsiones, que son raros comportamientos de las
poblaciones de todo el planeta, que, aunque conocidas por todos, no pierden su
carácter de extrañeza, pues no son comportamientos naturales brotados de la
evolución por selección natural de la especie humana.
Las compulsiones son graves manifestaciones de la conducta humana. Las llamo
compulsiones, porque tomo su significado de la voz latina Compulsio, que quiere
decir forzar mentalmente a una persona a realizar repetitivamente comportamientos
anómalos, aún por encima de su voluntad: deben realizarse aunque la persona no

55
quiera o no quisiera… Estos comportamientos carecen de toda finalidad adaptativa,
son irresistibles en el sentido de que la persona no puede resistir o controlar su deseo
de realizarlos, y, en fin, cuando son satisfechos, se siente un enorme placer, pese a
que, paradójicamente, el individuo que los padece sabe que son anormales o
condenables. Es poderosa la fuerza mental que las personas sienten para consumar
tales conductas. De allí que es acertado el término Compulsión, que equivale a
¡Compeler a alguien!
Como todo el mundo, nosotros conocíamos estos insólitos fenómenos, sentíamos
el reto de entenderlos, mas no sabíamos cómo hacerlo… Casualmente solicitó mis
servicios médicos como especialista de la mente, un ciudadano alemán, que, obligado
por su esposa, demandaba que le ayudara a tratarse de un alcoholismo progresivo, a
sus 45 años de edad. Espontáneamente, en alguna de nuestras entrevistas, me expresó
que le llamaba la atención y no entendía por qué siendo él alcohólico, su padre
también lo era, pero que su hermana menor, no tomaba alcohol, aunque comía mucho
y ya estaba obesa, y, tanto más curioso, su hijo, concebido en su matrimonio con un
hombre normal, había nacido también alcohólico. Más allá, en la familia de los
ascendientes de su padre, había otros alcohólicos.
Rápidamente, capté el problema: para conocer a un paciente compulsivo es
indispensable estudiarlo dentro de su árbol genealógico, no aisladamente como en
otras patologías. El que este paciente me mostraba, era un pequeño árbol genealógico,
valiosísimo si se le extraían los debidos alcances científicos: un padre alcohólico
descendiente, a su vez, de alcohólicos más lejanos, tiene un hijo alcohólico, igual a él,
pero, ¡oh! sorpresa, su hija menor es bulímica obesa, y, tanto más sorprendente aún,
su hijo, nieto de aquel padre alcohólico, nació alcohólico: tres generaciones, cada una
con compulsiones en una secuencia especial, pero ligadas entre sí, por un hilo
invisible. En lo que conocía de este árbol genealógico se mostraban claramente dos
formas compulsivas, el alcoholismo en tres casos, y la glotonería obesa en la mujer
(sólo mucho más tarde encontré, con datos estadísticos, que la mujer era más
propensa a la glotonería obesa y el hombre al alcoholismo).
Ya tenía la llave maestra para entrar al raro mundo de las compulsiones: estudiar
árboles genealógicos en los pacientes compulsivos. Como existen compulsiones
toleradas, aunque siempre perjudiciales para la persona o la familia, tal como el
alcoholismo y la bulimia que lleva a la obesidad —fenómeno éste de la obesidad que
los sabios no han sabido encontrarle su causa por aquel descuido de no estudiarlos
dentro de su familia y por el defecto de estudiar a los obesos aisladamente—, existen
otras compulsiones, que ya no son debidas a la ingestión de sustancias (alcohol,
comida, tabaco, drogas), sino que son debidas a la adicción a comportamientos, como
el homicidio, el hurto, la pedofilia, la vagancia compulsiva que puede llevar, si es
vagancia para el estudio, a frustrar las mejores inteligencias, o, si es para el trabajo
práctico sistemático, hasta la mendicidad. Con frecuencia indeseable, existen vagos
universales, para el estudio y el trabajo regular, lo que ocasiona graves perturbaciones
en el comportamiento de quienes sufren esta clase de compulsiones; el incesto, el
uxoricídio, la maldad, la prostitución, el juego, las perversiones sexuales, la
mitomanía, la estafa, la piromanía, el terrorismo en su manifestación estricta, el
sadismo, el adulterio, el donjuanismo, el mesalinismo, el libertinaje, el odio

56
compulsivo, la venganza compulsiva, la pornografía y el exhibicionismo, etc., y que,
o son vergonzosas o castigadas por la ley. Entonces, para estudiar los árboles
genealógicos que abarcaran un amplio espectro compulsivo, debí ir más allá de mi
consultorio privado: fundé un Instituto para las Grandes Compulsiones o Tercera
mentalidad, fui por mucho tiempo a las cárceles de hombres y mujeres, a los garitos,
a los prostíbulos, a los bajos fondos, a los colegios y universidades.
Esta labor me tomó muchos años de investigación, y el conocimiento de nuevas
compulsiones y sus relaciones y posibles causas, compensaron el esfuerzo. También
en la literatura encontré material precioso para profundizar la investigación con
autores como Dostoyevski cuya antropología es la del hombre compulsivo, no la del
hombre normal, y así, pude escribir mi primer ensayo: Dostoyevski, Genio
Compulsivo, 1981, que tuvo la propiedad de ambientarme en el universo de los más
extraños comportamientos, permitiéndome intuir que las compulsiones formaban un
universo que se ampliaba con el paso del tiempo. Históricamente encontré en la
Civilización de Sumer, descubridora de la escritura, los primeros documentos escritos
sobre la aparición de las compulsiones hace más de 5.000 años. Todo esto ha quedado
consignado en el libro Desviación Compulsiva de la Evolución del Comportamiento
de la Especie Humana (2005).
Pude observar que cuanto más nos alejábamos de la naturaleza, mayor era la
presencia de la corrupción y las compulsiones…
Pero nuestro más valioso «laboratorio» fue el estudio clínico de los árboles
genealógicos, no a la manera de las encuestas periodísticas o comerciales que se
limitan a preguntar a la ligera. Muchos árboles genealógicos los estudié durante años,
porque supusieron el tratamiento o la prevención de compulsivos, incluyendo a sus
familias que me aportaban datos preciosos para conocer a los pacientes, más los que
éstos me enseñaban.
Lo que en concreto encontré en la Civilización de Sumer entre los años 4000 y
3000 a.C., fue la rara «coexistencia» entre la circulación del alcohol por la sangre de
los sumerios —la primera constancia arqueológica, no escrita, de la existencia del
alcohol, la encontré en el libro Catal Hüyük, a Neolithic Town in Anatolia (1967),
cuyo autor, el arqueólogo James Mallaart, que fue el descubridor de dicha ciudad,
asegura que la cerveza y el vino «circulaban corrientemente entre sus moradores» de
hacía unos 7.000 a 6.000 años a.C (Mira Aquí)—, pues estos pueblos sumerios tenían
una cultura de la cerveza: «¡bebe la fuerte cerveza, como es costumbre aquí!», le dice
una prostituta a un extranjero, y en todas las casas se consumía la cerveza tanto como
los granos de su dieta; había, decimos, una coexistencia entre el consumo del alcohol
y la aparición de tales comportamientos compulsivos. Este hecho nos llevó a
sospechar que existía una relación causal entre el alcohol y las compulsiones, no una
mera conexión externa.
Otra sospecha sobre la posibilidad de una relación causal entre el alcoholismo,
que en sí es una legítima compulsión, y el resto de las compulsiones, fue la
observación de que el alcohol al interactuar con el cerebro es Compulsivógeno: es de
común conocimiento que los borrachos atraviesan por una serie de comportamientos
claramente compulsivos: ya son violentos, ya les de por delinquir y violar las normas
del tráfico, ya son incestuosos, ya se vuelven drogadictos o fumadores, ya buscan los

57
bajos fondos y los prostíbulos, ya son mitómanos y tramposos, ya son homicidas y
ladrones, ya son irresponsables y libertinos, ya son exhibicionistas y homosexuales, y
así, multitud de comportamientos compulsivos. Este carácter compulsivógeno del
alcohol, nos llevó como decimos, a sospechar que existía una relación de causa a
efecto Alcohol—Compulsiones. ¡Como si el alcohol destapara la mítica caja de
Pandora de la cual salen todos los males!
Pero volvamos a nuestro laboratorio: los árboles genealógicos.
Algunas escuelas psicológicas acostumbran partir desde el nacimiento de la
persona que estudian, enumerando desde ese punto fijo los acontecimientos de su
existencia, registrando los episodios de su vivir con los demás y consigo mismo para
extraer de todo ello la etiología de su modo de ser… Ello nos parece profundamente
equivocado. De acuerdo con las leyes de la evolución, la genética y la herencia, el
individuo es apenas un momento, un eslabón, un mero punto en la inagotable
sucesión de los miembros de la especie y de la familia. Gran parte del acervo de su
condición, por lo menos la biológica, la recibe de sus antepasados, en la información
contenida en el código genético, que el individuo, a su vez, trasmitirá con ciertas
variaciones a sus descendientes.
Este lazo genético ata y entrelaza a las generaciones de una manera estricta,
haciendo que todas las personas que las integran compartan sus cualidades o sus
defectos. Allí tenemos estructurada la naturaleza de los hombres, que es vida, carne,
cerebro y ADN. El resto lo hace el ambiente, la sociedad y la cultura, que también se
ciñen al movimiento histórico, y se relacionan estrechamente e interactúan con
aquella base biológica: naturaleza y cultura, genoma y ambiente, son los padres,
natural el uno y social el otro, de todo individuo y de nuestro compulsivo en
particular.
Por todo esto, cuando hablamos del ser compulsivo no lo aislamos del Sistema
Total, de la urdimbre que lo envuelve, sino que lo vinculamos cuidadosamente a la
trayectoria familiar con la intención de escudriñar, paso a paso, los orígenes más o
menos remotos que lo expliquen de una manera suficiente en su fondo y médula. De
este modo vamos recogiendo los elementos determinantes, dispersos en el pasado,
que expliquen su naturaleza compulsiva. No ignoramos ni negamos que existen
ciertos sujetos que se convierten en iniciadores de nuevas cadenas y secuencias
compulsivas que, en lugar de retrogradar, generan los compulsivos del futuro, y se
transforman por así decirlo en viveros de dicho mal.
Pero es el caso que constante e insistentemente nos las vemos con seres
compulsivos sobre quienes recae un fardo innegable del pasado, y así, de todos
modos, sea que se retraigan a los progenitores o que se proyecten a los descendientes,
se hace indispensable rastrear la trayectoria familiar del compulsivo en una y otra
dirección.
En cada caso hicimos la reconstrucción de lo que se ha dado en llamar el «árbol
genealógico», o árbol del mal, puesto que en su savia circulan, corriente arriba y
corriente abajo, los gérmenes de esos insólitos —cada vez más sólitos, en la medida
que se expanden dentro de la especie con el paso de los años— y extraños
comportamientos compulsivos, que recorren capa tras capa, generación tras
generación, tatarabuelos, bisabuelos, abuelos, padres, hijos, nietos, tataranietos del

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árbol genealógico.
Ahora bien: lo que liga indisolublemente a todos los miembros de una comunidad
familiar que estructura un árbol genealógico en su fondo biológico, es la herencia,
con sus leyes y formas. Y, en la materia que nos ocupa, la herencia de los caracteres
compulsivos —¡no de los caracteres adquiridos de Lamarck!— que se han
incorporado implacablemente al flujo genético, a esas secuencias de pares de bases
nitrogenadas del ADN, que se traducen en secuencias de aminoácidos que darán
origen a las proteínas de los genes, sustrato de los organismos y sus funciones, sean
normales en cuanto son la base natural de los individuos de la especie, sean
anormales como en el caso de los compulsivos, pero que, de todos modos, se
incorporan a la especie como conjunto, pues hoy en día no son una insignificante
minoría como en los primeros tiempos de la Civilización Sumeria, sino que
comprometen a una buena parte de la especie humana y, si no se detienen, amenazan
infiltrar la especie humana toda. El ADN de la especie humana se está alterando por
genes mutados anormalmente debido a la herencia de los caracteres compulsivos y,
en consecuencia, el genotipo de la humanidad estará engendrando con el correr del
tiempo más fenotipos mutantes anormales.
En el estudio de los árboles genealógicos compulsivos hemos observado que
todas las formas de herencia son posibles. Ya nos encontramos con la herencia
directa, cuando una compulsión se trasmite claramente del padre al hijo. Hay padres
que proceden de un árbol compulsivo y ellos no padecen la afección pero la trasmiten
a sus descendientes inmediatos, hijos o nietos, dando origen así a la herencia atávica
(no en el sentido lombrosiano). La herencia colateral es aquella en que no son los
hijos los que reciben la carga compulsiva, sino los sobrinos. La herencia es
convergente cuando la línea paterna y materna se unen para engendrar sucesores
compulsivos. Hablamos de herencia precesiva en los casos en que las compulsiones
aparecen primero en los hijos y sólo más tarde en los progenitores. Se habla de
herencia dominante y herencia recesiva según que la compulsión aparezca en el
primer cruzamiento o quede en forma latente. Mas lo que tiene la máxima
importancia y que nosotros hemos descubierto insistentemente es que la herencia de
un antepasado alcohólico se trasmite de manera similar, lo que en sí es relativamente
notable pues para muchos el alcoholismo no es hereditario, pero lo sorprendente y
realmente novedoso es que la herencia del alcohólico se trasmite también de manera
desemejante, y son todas estas características las que sientan las bases para construir
EL SISTEMA DE LAS COMPULSONES ADICTIVAS y el cual le otorga un innegable valor
científico a esta investigación.
De los muchísimos árboles genealógicos recogidos en 25 años, expondremos
unos poquísimos al azar, en gracia a la brevedad, para dar una idea de estos árboles,
pues no podemos extendernos en este simple esbozo que estamos haciendo sobre la
Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones, para entender una de las
dimensiones del cerebro de Hitler:
Madre promiscua sexual, pues todos sus hijos los ha tenido con distintos
hombres. Sus hermanos son alcohólicos y drogadictos. El padre es un conocido
bebedor; un tío paterno es alcohólico y un tercero violento. Tanto el abuelo materno
como el paterno fueron bebedores… De esta unión nació una hija que se escapó de la

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casa a los ochos años de edad y se transformó en una prostituta. Otra hizo lo mismo a
los doce años y se incorporó a una casa de prostitutas, se volvió delincuente y
salteadora a mano armada en unión con una pandilla de malhechores, fue homicida
con sevicia en una ocasión, es mitómana y tiene comportamientos que repelen por sus
brutales maneras de realizarlos. Se puede afirmar que es todo un demonio del
malhacer, con variadas compulsiones: alcoholismo, violencia, mitomanía, maldad,
homicida, asociación para delinquir, glotona obesa, tabaquista, y todo se inició de
manera muy prematura, como se dijo, a los doce años.
Bisabuela materna alcahueta y dueña de una casa de prostitución; mercader del
sexo. Fumadora compulsiva. La madre es promiscua y fumadora incontinente. El
padre es alcohólico y fumador, vagabundo y mujeriego. El abuelo, o sea, el padre de
este hombre, fue escandaloso, mujeriego y violador sexual de mujeres… De este
matrimonio nació una hija prostituta desde muy temprana edad.
El abuelo paterno fue alcohólico y tabaquista; dos tíos abuelos paternos son
alcohólicos; dos tías glotonas obesas. El padre es alcohólico y fumador compulsivo;
una hermana de éste fue fumadora hasta el punto de que murió de enfisema
pulmonar; dos hermanos más son glotones y fumadores, y dos más, alcohólicos. En la
línea materna tanto los ascendientes como los descendientes son alcohólicos, un tío
materno es de una gran inteligencia pero un borracho perdido. A la madre le gusta el
alcohol y es violenta. Su madre, esto es la abuela materna de los hijos, murió con un
vaso de alcohol en una mano y un cigarrillo en la otra. De la unión de estos padres
nacieron dos hijos hombres inclinados al alcohol y de conducta violenta; una hija es
mitómana y completamente vaga para estudiar y trabajar. Literalmente es incapaz de
ponerse a estudiar, todo es que tome un libro en sus manos para que se aburra, se
eleve o se duerma; odia el estudio y el colegio; el trabajo le es igualmente intolerable.
Una hermana suya es normal hasta ahora, pues apenas es una adolescente.
Hemos dicho que todas las compulsiones son graves comportamientos de las
personas que las sufren. Pero existen algunas más graves que otras. Describiré
enseguida una, que demuestra hasta qué extremos de brutalidad y monstruosidad
puede llegar un compulsivo, y que no es raro que la naturaleza humana pueda dar
lugar a casos tan monstruosos:
Un hombre de 45 años de edad. Enteramente normal en sus juicios y facultades
mentales, bien orientado en el tiempo y en el espacio. Sólo cursó estudios de escuela
primaria, pero tiene gran talento y es muy astuto y calculador. Nosotros lo
entrevistamos en la cárcel y sostuvimos una larga relación epistolar. Se muestra muy
atento y respetuoso, aunque es mitómano en algunos casos. Debemos filtrar
cuidadosamente su información para no tomar material empírico equivocado, aunque
por regla general es colaborador y, en cierto modo, admirador, ya que ha leído un
libro nuestro sobre el crimen que le ha interesado.
Su abuelo materno fue un alcohólico grave, tanto que murió de cirrosis. Este
hombre tuvo cinco hijos, dos hombres que heredaron, lo mismo que sus hijos, el
alcoholismo de manera similar, dos mujeres que son glotonas obesas, y la madre del
paciente, que no toma pero es violenta compulsiva. Esta mujer tuvo siete hijos, cuatro
mujeres que aparentemente son normales, y tres hombres, dos heredaron de manera
atávica el alcoholismo e igualmente sus hijos, y el paciente, que, de manera similar,

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pero atávica, heredó el alcoholismo, que empezó a ingerirlo a los 15 años. De manera
desemejante —y por puro azar como toda herencia— heredó una gravísima
compulsión pedofílica, debido a lo cual sintió desde los diez años una intensa
atracción sexual por los niños. A los 12 años de edad realizó la primera violación de
un niño de 6. A partir de este momento y combinada con la compulsión alcohólica se
lanzó a una desenfrenada carrera pedofílica. Recorrió el país de un extremo a otro
dejando una estela de violaciones y de sangre porque asesinaba a los niños después de
violarlos sexualmente. Alguna vez encontraron a un niño al que había masacrado con
cien puñaladas, lo había decapitado y castrado. Cuando la policía lo hizo prisionero
se hallaba amarrando a un niño para violarlo y asesinarlo. Lo que hacía este hombre
era darle unos pesos a un niño para que lo acompañara a dar un «paseo»; lo llevaba a
un sitio seguro en el campo, lo ataba, lo violaba y después lo asesinaba. Al cabo de un
tiempo, salía del lugar solo, con el puñal chorreando sangre. ¡Confiesa 200 casos de
violación y homicidio! Hasta donde sabemos, sólo un ciudadano de Estados Unidos,
en Texas, le aventaja en el mundo con centenares de casos de niños violados y
estrangulados. (aunque hoy —20 de junio de 2005— los diarios hablan de un
pedófilo Norteamericano que pudo haber abusado de miles de niños, sin que la
noticia hable de que los asesinaba)… Cuando aquel hombre estuvo delante del Juez,
le dijo claramente, que era mejor que lo castraran, porque él no podía controlar esos
tremendos deseos de violar y asesinar que sentía, y que, hasta sus pequeños hijos
corrían peligro. En los dos casos, a la pedofilia, a la violencia y al homicidio, se
agrega una franca compulsión sádica, pues sienten placer mientras asesinan.
¡De esta naturaleza monstruosamente brutal pueden ser las compulsiones! Y debe
tenerse por seguro que las compulsiones son comportamientos exclusivamente
humanos, privativos del hombre y la mujer, la especie más apta y privilegiada sobre
la Tierra. Los animales no padecen compulsiones…
¡Esta es la herencia de los caracteres compulsivos!
Podríamos seguir describiendo centenares de árboles genealógicos que hemos
recogido en esta investigación como material empírico para trascender a la teoría y
al concepto. No sería monótono ni aburrido continuar describiendo árboles
genealógicos, porque, como se puede observar, cada estirpe familiar tiene
modalidades particulares, compulsiones distintas que, sumadas unas con otras,
forman un número impresionantemente grande de conductas raras, extrañas a la
evolución natural de la especie humana. Desde que las compulsiones hicieron su
aparición —al menos de forma escrita— en Sumer, hasta nuestros días, 5.000 años
más tarde, las compulsiones han variado en cuanto a su número, ya que se han
agregado otras nuevas, como la drogadicción y las mafias transnacionales, pero el
alcohol y el alcoholismo han ganado una posición jerárquica que los coloca a la
cabeza o al principio de todas las compulsiones y de todos los árboles genealógicos.
Notable suceso, pues acentuó nuestra sospecha sobre la existencia de la relación
causal entre el alcohol y todas las compulsiones. Cuantitativamente, el alcohol se
coloca a la cabeza de todos estos graves males. ¿Será también cualitativa esa relación,
en el sentido de que el alcohol sea la fuente causal de todas las compulsiones?
Desde Platón y Aristóteles ha llamado la atención de que el alcoholismo es
familiar y así lo sostienen muchos investigadores en el día de hoy. Los casos de

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adopción de hijos de alcohólicos por padres no alcohólicos también confirman que
estos hijos adoptados tienen cuando menos cuatro veces más el riesgo de
alcoholizarse. Los estudios con gemelos idénticos revelan igualmente que existe
concordancia para los gemelos alcohólicos, y que si uno es alcohólico, el otro
también lo será.
Sin embargo, las cosas no se detienen en la heredabilidad del alcoholismo, de
forma similar.
El profesor Muñoz Jofré, especialista en drogadicción, sostiene que de acuerdo
con su experiencia, el 95 por 100 de los casos de drogadicción tienen antecedentes
familiares alcohólicos. Es decir, de alcohólicos descienden, no alcohólicos, sino
drogadictos… Por otra parte, y en el siglo pasado, el criminólogo norteamericano
Richard Dugdale, hizo el seguimiento de 700 descendientes de una familia —la
familia Juke—, fundada por el señor Juke, de nacionalidad alemana, que era un
alcohólico empedernido. Los sorpresivos hallazgos que Dugdale no supo valorar en
toda su amplitud, fueron los siguientes: de este alcohólico descendían 77 delincuentes
de todas clases; 200 prostitutas y meretrices, y 142 vagos para el estudio y el trabajo,
mendigos y vividores de los bajos fondos…
Por nuestra parte, que ponemos el acento en los árboles genealógicos, podemos
observar en los cuatro que hemos presentado aquí, y en los 500 que hemos estudiado
en todos estos años, que del alcoholismo descienden alcohólicos de manera similar, y
vagos, prostitutas, asesinos, drogadictos, fumadores, violentos, pedofílicos,
homicidas, sádicos, mitómanos, glotones que llegan a la obesidad, maldad y odio
compulsivos, etc., por herencia desemejante.
Si observamos los árboles genealógicos invariablemente descubrimos que casi
siempre, si no siempre, están encabezados por alcohólicos y que de éstos se derivan
hereditaria-mente alcohólicos y no alcohólicos. Si, por otra parte, estudiamos el
origen de un drogadicto, de una glotona, de un vago para el estudio y el trabajo, de un
delincuente en sus más variados matices y formas, de un violento, de un violador
pedofílico, etc., siempre nos encontramos con el hecho de que en su árbol
genealógico existe el alcohol de manera dominante.
El alcoholismo, pues, es cuantitativa y cualitativamente la compulsión más
numerosa en los árboles genealógicos y la fuente causal de todas ellas. Mas lo grave
es que el alcoholismo no se detiene en los alcohólicos y sus herederos similares, sino
que trasciende a otras formas compulsivas que aparentemente nada tienen que ver
con el alcohol: ¿qué tiene que ver un alcohólico con un glotón? Sin embargo, y de
acuerdo con nuestras observaciones empíricas en las familias, en la mayoría de los
casos de obesidad se encuentran antecedentes alcohólicos; es más, no sólo de un
alcohólico se deriva un glotón obeso, como vimos en el pequeño árbol genealógico
del ciudadano alemán, sino que de una obesa glotona puede derivarse un alcohólico,
y esto sin misterios, porque existe una semejanza química entre el alcohólico y la
glotona obesa, que, mientras aquel consume hidratos de carbono fermentados, ésta
consume hidratos de carbono (dulces y harinas principalmente) sin fermentar: la
glotonería es un alcoholismo solapado… Algo más, la semejanza entre alcoholismo y
glotonería compulsiva, también puede demostrarse —aparte de aquellas relaciones
químicas—, en que el organismo del glotón o glotona, no las personas, «sabe» que

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esos hidratos de carbono que tanto consume, se fermentan en el aparato digestivo.
Repetimos: la glotonería compulsiva es un alcoholismo solapado… ¿Qué tiene que
ver un alcohólico con un haragán para el estudio y el trabajo? Estúdiese el árbol
genealógico del haragán, que por dificultad para trabajar o estudiar, puede llegar a la
mendicidad, o a la incultura como es el caso de Adolfo Hitler, e invariablemente se
encontrará en su árbol genealógico el alcoholismo precediéndolo, etc.
¡La herencia desemejante! Este fenómeno que hemos descubierto, constituye una
grave amenaza para la humanidad que, por la herencia de los caracteres compulsivos,
está cambiando los comportamientos normales del cerebro adquiridos en millones de
años gracias a la evolución por selección natural —¡selección de los mejores y más
adaptativos comportamientos!—, por comportamientos compulsivos anormales.
Desde muy temprano en esta investigación, cuando había reunido 160 árboles
genealógicos apenas, publiqué el libro La Tercera Mentalidad, en 1987, y en ellos ya
pude observar que cada árbol se hallaba cargado con distintas compulsiones, lo que
me permitió imaginar un árbol casi mitológico que a la vez cargaba naranjas,
plátanos, duraznos, manzanas, uvas, limones, piñas, papayas. Elaboré entonces la Ley
del proteismo biológico de la herencia alcohólica, proteismo que es equivalente al
principio Neurogenético de la Pleiotropía, voz griega que significa «de muchos
modos»: «En genética —afirma el célebre neurólogo Jean-Pierre Changeux— se
emplea el término de origen griego pleiotropía para designar la multitud de efectos de
una mutación genética. Las mutaciones que afectan al sistema nervioso central son,
con mucha frecuencia, pleiotrópicas» (El hombre neuronal, 1985, pág. 205)… Esto
significa que, siendo el alcohol (como sustancia química etanol) mutagénico, el gen
mutado en el óvulo o el espermatozoide, da lugar a «muchas formas» compulsivas,
porque afecta al cerebro, órgano del comportamiento.
Fundamental conocimiento, porque al tiempo que reconoce al alcoholismo como
la matriz de muchas compulsiones, revela el vínculo hereditario que existe entre todas
ellas, así sus objetivos difieran profundamente, pues no es lo mismo un glotón que un
alcohólico, un vago que un delincuente, una prostituta que un jugador, un violador
que un tabaquista, etc., pero todas ellas guardan relaciones hereditarias
inconfundibles, relaciones que son internas, en verdad, porque existen relaciones
externas entre todas las compulsiones: si recordamos la definición de Compulsión,
nos será fácil reconocer estas relaciones externas, ya que la Compulsión se define
como una conducta no adaptativa sino invertida; la Compulsión, además, es una
fuerza irresistible que empuja a quien la padece a realizar repetitivamente ciertos
comportamientos patológicos aún por encima de su voluntad, sin que exista libertad
para decidirse, y, en fin, la Compulsión, pese a que es una grave dolencia, se realiza
paradójicamente con un placer intenso. El no ser adaptativas, el ser irresistibles y
altamente placenteras todas, son vínculos que relacionan externamente a todas las
compulsiones, además de sus vínculos hereditarios internos.
De esta manera hemos llegado a construir El Gran Sistema de las Compulsiones
Adictivas, en el que la verdad es la totalidad, como decía el filósofo alemán Jorge
Federico Hegel. Ya no veremos a las compulsiones aisladas sino reunidas dentro de
un gran conjunto unitario, formando una vasta red de relaciones recíprocas, todas con
cierto «aire de familia», pues, aunque mucho va de un glotón a un delincuente, los

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dos proceden hereditariamente del alcohol, y estas son sus relaciones internas, y los
dos, el glotón y el delincuente, por raro que parezca e inaceptable, son
comportamientos no adaptativos, se realizan con fuerza irresistible, ya que el glotón
quiere sus dulces y sus harinas con la misma fuerza irresistible que el delincuente su
víctima; y, por último, para el glotón es tan placentero devorar comida, como para el
delincuente robar, asaltar, violar, matar, demostrando que los dos tienen innegables
relaciones externas. No podemos, por lo demás, gracias a estas relaciones externas e
internas entre los compulsivos, conocer a uno sin conocer al otro, y sin conocer el
conjunto del sistema.
¿En qué hechos podría fundamentarse la afirmación de que el alcohol es protéico
al trasmitirse hereditariamente, o Pleiotrópico al afectar una mutación de varios
modos al cerebro?
En primer término, y a la vista de las cadenas hereditarias de variadas
compulsiones que brotan del alcoholismo, nos hemos visto en la obligación de
postular, desde 1987, el principio de que el alcohol es una sustancia química
(Etanol) mutagénica, y mutagénica débil, pues no podría ser potente, ya que
produciría extensas mutaciones en los pares de bases nitrogenadas del ADN y aún en
los cromosomas del ADN, generando lesiones propias de la teratología. Si el alcohol
fuera una sustancia química mutagénica potente, ya se habría descubierto, y esto,
paradójicamente, habría sido una inmensa fortuna para la humanidad, pues desde
hace mucho tiempo el alcohol como bebida habría sido eliminada del comercio como
ha ocurrido con otras sustancias mutagénicas potentes. Si el etanol fuera mutagénico
potente, ya se habría descubierto, y no seríamos nosotros los que lo hubiéramos
hecho.
No; sostenemos que el alcohol es una sustancia química mutagénica débil, que
produce mutaciones genéticas puntuales, lo indispensable para que no provoque
mutaciones cromosómicas en la célula germinal (óvulo o espermatozoide), y genera
sólo alteraciones del comportamiento, graves sí, pero apenas del comportamiento y
del comportamiento con sentido y coherencia. Las alteraciones del comportamiento
del «loco» no son coherentes: quieren robarse la luna o la puerta de la casa que van a
asaltar. El compulsivo tiene conductas llenas de sentido, para lo cual despliega toda
su atención y hasta su ingenio, justamente para no «hacer locuras».
Detengámonos en los descendientes similares que heredan el alcoholismo de sus
ascendientes alcohólicos. ¿Qué ocurrió? Que en el abuelo, tío o padre que se
alcoholizaron, para que pudieran trasmitir el alcoholismo a los descendientes, debió
necesariamente producirse una mutación en uno o varios genes del espermatozoide
(lo mismo ocurrirá en el óvulo de las madres alcohólicas). Nuestra propuesta sostiene
que la interacción del alcohol con los tejidos germinales (testículos y ovarios) genera
mutaciones débiles en las células sexuales (en este caso en el espermatozoide) en uno
o varios genes. Si la mutación inducida por el alcohol es débil, tendrá que ser por
sustitución de un par de bases nitrogenadas que altera sólo un aminoácido en una
cadena polipeptídica. Si la mutación inducida por el alcohol fuera por adición o
delección de pares de bases nitrogenadas, alteraría uno o varios aminoácidos de la
cadena polipeptídica. Nosotros, fundados en la llamada «paradoja de Changeux» de
acuerdo con la cual hay simplicidad en el genoma y complejidad cerebral, es decir,

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que con pocos genes se producen grandes cambios en el cerebro de los mamíferos,
mantenemos la tesis de que es un sólo gen el mutado y establecemos la ecuación: un
gen mutado = un sistema compulsivo, o sea, que con un gen que sufra la mutación se
producirán en el cerebro varias compulsiones.
Ahora bien, si las células sexuales mutantes participan en la fecundación en el
acto sexual, la mutación se trasmitirá a la siguiente generación: hijos, sobrinos,
nietos, heredarán de manera similar el alcoholismo de el alcohólico. Sostenemos
entonces que el alcoholismo es hereditario por la razón expuesta.
¿Cuál sería la causa para que el etanol sea mutagénico en un cierto porcentaje de
bebedores (el cálculo del 7 por 100 no es convincente) que sufran la mutación, sea
que se alcoholicen o no? Nuestra hipótesis sostiene que en los bebedores que sufren
la mutación y se convierten en trasmisores del alcoholismo, existió una alteración del
metabolismo del alcohol una vez ingerido, que, normalmente, se metaboliza y pasa
primero a acetaldehído y luego a acetato. El primer paso metabólico es catalizado por
la enzima deshidrogenasa del alcohol (DHA) y el alcohol se degrada en acetaldehído.
No hay la posibilidad de que falte la DHA, porque existe en gran cantidad en el
hígado y otros órganos. Para realizar su función la DHA requiere de una coenzima, el
dinucleótido de la adenina y nicotinamida, NAD, que recibe el hidrógeno que se
desprende cuando el etanol se transforma en acetaldehído. Esta coenzima puede
convertirse en el factor limitante del metabolismo del alcohol una vez ingerido por el
bebedor. Entonces, si se inhibe el metabolismo del alcohol en su primera fase
quedaría el alcohol circulando más tiempo en el torrente circulatorio del organismo
en general, y en los tejidos germinales (testículos y ovarios) en particular, con los
cuales interactuaría más prolongadamente que en los bebedores que no tienen
deficiencia en la coenzima NAD, y que no sufren mutaciones ni transmiten el
alcoholismo. En este tiempo mayor de interacción con los tejidos germinales, el
alcohol que tiene una pequeña molécula, atravesaría por difusión las membranas de
las células sexuales y entraría en su núcleo donde se encuentran los genes,
produciendo la mutación en uno de ellos.
LOCALIZACIÓN CEREBRAL DE LOS CENTROS COMPULSIVO Y ADICTIVO

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Esta es nuestra tesis que explica por qué el alcoholismo se hereda de manera
similar, tal como lo vemos insistentemente en los árboles genealógicos, Pero, ya
sostuvimos que el alcoholismo produce una mutación y que esta mutación al entrar en
la fecundación se trasmite a los descendientes y afecta sus cerebros de manera
pleiotrópica, con muchas compulsiones, no solamente las similares sino las
desemejantes, siempre por el azar de la herencia, a unos los afecta similar-mente con
el alcoholismo y a otros, que puede o no afectar de manera similar, los afecta de
manera desemejante con multitud de compulsiones como la glotonería, la
delincuencia, la vagancia para el estudio y el trabajo, la violencia, el tabaquismo, el
crimen, la maldad, el odio y la venganza, la pedofilia, etc., todas diferentes al
alcoholismo pero que tienen con él relaciones íntimas. El Sistema de las
Compulsiones Adictivas, se construye con las compulsiones similares y las
desemejantes que se integran en una gran red, en la que todo se relaciona y en la que
no existen compulsiones fundamentalmente más importantes que otras, ya que, a
pesar de sus grandes diferencias, todas tienen un «aire de familia» que las asemeja, ya
se trate de un vago para el estudio y para el trabajo que no puede estudiar ni ganarse
la vida hasta llegar a la mendicidad, ya sea un pedofílico monstruoso como el que
describimos más atrás.
Las interacciones, filosóficamente consideradas, si son profundas, tienen el valor
dialéctico de engendrar lo nuevo. Esto es lo que ocurre con el alcohol que interactúa
con el cerebro de doble manera, en la borrachera y por medio de la mutación genética
en los tejidos germinales que lo afecta pleiotrópicamente: entonces da lugar a lo
nuevo en el comportamiento, porque nuevo en la evolución humana es el
alcoholismo, nueva la criminalidad, la prostitución, el adulterio, la holgazanería, la
glotonería, el incendiario y el libertino, la drogadicción y el tabaquismo, la maldad y
el odio, toda esa caja de Pandora que engendra el mal.
Para mayor abundamiento, veamos lo que dicen las cifras estadísticas de 440
árboles genealógicos que son un material empírico confiable:

Personas involucradas en la investigación, 2.800.


Total de compulsiones encontradas aunque repetidas: 3.398.
Total de formas compulsivas, 25.
1. Alcoholismo compulsivo, 45, 99 por 100 (1.563 alcohólicos)
2. Glotonería compulsiva que lleva a la obesidad, 9, 74 por 100 (331 glotones).
3. Delincuencia compulsiva en sus distintas manifestaciones, 6, 74 por 100 (229 delincuentes).
4. Vagancia compulsiva para el estudio y el trabajo, 5, 44 por 100 (185 vagos).
5. Violencia compulsiva, 4, 65 por 100 (158 violentos).
6. Donjuanismo compulsivo, 4, 03 por 100 (137 donjuanes).
7. Tabaquismo compulsivo, 3, 94 por 100 (134 fumadores).
8. Drogadicción compulsiva, 3, 85 por 100 (131 drogadictos).
9. Mesalinismo compulsivo, 2, 79 por 100 (95 mesalinas).
10. Juego compulsivo, 2, 68 por 100 (91 jugadores).
11. Prostitución compulsiva, 2, 62 por 100 (89 prostitutas).
12. Mitomanía compulsiva, 1, 65 por 100 (56 mitómanos).
13. Adulterio compulsivo, 1, 08 por 100 (37 adúlteros).
14. Perversión sexual compulsiva, 0, 82 por 100 (28 perversos sexuales).

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15. Rebeldía sin causa, 0, 76 por 100 (26 rebeldes sin causa).
16. Maldad compulsiva, 0, 70 por 100 (24 malvados).
17. Despilfarro compulsivo, 0, 59 por 100 (20 despilfarradores).
18. Incesto compulsivo, 0, 47 por 100 (16 incestuosos).
19. Sadismo compulsivo, 0, 38 por 100 (13 sádicos).
20. Violación compulsiva, 0, 23 por 100 (8 violadores).
21. Proxenetismo compulsivo, 0, 18 por 100 (6 proxenetas).
22. Voyeurismo compulsivo, 0, 18 por 100 (6 voyeuristas).
23. Piromanía compulsiva, 0, 18 por 100 (6 pirómanos).
24. Pedofilia o Paidofilia compulsiva, 0, 12 por 100 (5 pedofílicos).
25. Pornografía compulsiva, 0, 12 por 100 (4 pornográficos).

Estas cifras no son absolutas. Varían de uno a otro cuadro estadístico. Pueden
aparecer nuevas compulsiones. Pero las variaciones en las cifras estadísticas son de
grado, no de naturaleza; no de naturaleza en el sentido de que una compulsión
cualquiera pueda elevarse hasta ocupar el primer puesto en lugar del alcoholismo,
esto nunca sucedería; tampoco puede ocurrir que otras compulsiones aumenten su
número y desplacen de su segundo, tercer, cuarto y quinto lugar, a la glotonería, a la
delincuencia, a la vagancia o a la violencia compulsiva… Como se puede observar en
este cuadro estadístico, esos primeros 5 puestos no se alteran, ya que hemos hecho
otros cuadros estadísticos con menos árboles genealógicos y el orden se conserva…
Véase cómo el alcoholismo compulsivo se coloca siempre a la cabeza de todas las
compulsiones, con una gran diferencia cuantitativa; después cae verticalmente a la
segunda compulsión en importancia, la Glotonería, con un 9,74 por 100 apenas.
Esta supremacía cuantitativa tan enorme del alcoholismo, ya de por sí, permitía
sospechar que fuera también cualitativa, en el sentido de que se convirtiera en el
origen de todas las demás compulsiones, y esto es lo que ocurre estudiando a fondo
esos árboles familiares, que es del alcohol de donde se desprenden las demás
compulsiones y que es el alcohol el que tiene el poder mutagénico y pleiotrópico para
ocasionar en el cerebro multitud de compulsiones, que cuando aparecieron por
primera vez eran nuevas en el comportamiento.
Sucede que los comportamientos adaptativos naturales son intrínsecos, brotan a
lo largo de la evolución por selección natural en la que se seleccionan los más
adaptativos para la reproducción, la supervivencia de los más aptos y la adaptación al
nicho ecológico donde las poblaciones y los individuos estén ubicados. Al contrario,
los comportamientos compulsivos son extrínsecos, se engendraron por la intervención
de un factor externo que es el alcohol que produce mutaciones genéticas anómalas
que se incorporan y deforman paulatinamente el ADN de la especie humana, y esas
mutaciones generan por el efecto pleiotrópico multitud de conductas compulsivas que
sustituyen lentamente las conductas que la especie adquirió y conquistó en el curso de
la evolución. Ahora bien, los compulsivos «burlan» a la selección natural que no
puede eliminarlos siendo patológicos, sino que tienen capacidad para sobrevivir y
reproducirse a lo largo de las generaciones, de modo que nuestro planeta se va
llenando de compulsivos y como el consumo del alcohol prosigue y va en aumento en
todos los países del globo, la herencia de los caracteres compulsivos hace que nuestra
especie se vaya convirtiendo en una especie compulsiva sin que nos demos cuenta
porque los sabios desconocen esta ciencia de la Tercera Mentalidad o Teoría de las
Grandes Compulsiones. Países como Rusia y los Estados Unidos se hallan minados

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desde dentro por las compulsiones con su culto a la Vodka y a la cerveza, sin que se
salven los demás países.
La Primera Mentalidad es la mentalidad evolucionada normalmente en sus
funciones perceptivas, intelectuales, en sus juicios y en su concepción del mundo. La
Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica la ocupan las enfermedades mentales
clásicas, la Esquizofrenia, la Psicosis Maníaco-Depresiva, la Epilepsia, las
Ansiedades de pánico y las Obsesiones (psicosis y neurosis). Con estas dos
mentalidades ha funcionado la ciencia psiquiátrica. Era preciso descubrir la Tercera
Mentalidad o Ciencia de las Grandes Compulsiones, que estaba allí, en el cerebro,
por lo menos desde los tiempos de la civilización de Sumer, hace 5 a 6 mil años antes
de hoy, con su espacio propio y que ahora hemos descubierto o puesto de manifiesto
que existía. La tercera mentalidad se caracteriza en que, como la Primera Mentalidad,
la persona tiene sus facultades mentales correctas, con juicio y racionalidad,
enteramente normales, pero padece de una o varias compulsiones. Todos los
compulsivos tienen sus facultades mentales normales, a menos que sean casos mixtos
con la Segunda Mentalidad Patológica… Ya hablamos más atrás del fenómeno
etnológico según el cual la humanidad se dividió en pueblos e individuos
dominantemente Civilizados Sedentarios y pueblos o individuos dominante-mente
Bárbaros Nómadas. A raíz de esta fatal división —la Tragedia Original de la
Humanidad— que desencadenó la guerra a muerte, causa primaria de todas las
guerras posteriores hasta el día de hoy y los futuros siglos —si la naturaleza humana
no cambia—, apareció una cuarta forma de mentalidad, ya sea la Mentalidad
Dominantemente Civilizada, ya la Mentalidad Dominantemente Bárbara Guerrera.
Efectivamente, ese gen mutado por el alcohol en las células germinales (óvulo o
espermatozoide), produce células sexuales mutantes que cuando entran a formar parte
por azar en la fecundación en el acto sexual se trasmiten inexorablemente a los
descendientes: desde la tercera semana del período embrionario el gen mutado entra
en la formación del cerebro y en la quinta semana está interviniendo en la
estructuración de los hemisferios cerebrales. Por medio de investigaciones que no
podemos exponer aquí, pero que están detalladas en nuestros libros Compulsión y
Crimen (2005) y La desviación compulsiva. Evolución del comportamiento de la
especie humana (2005), ese gen mutado afecta el cerebro y genera las estructuras
neuronales de la corteza supraorbital del lóbulo frontal del hemisferio cerebral
derecho con sus neurocircuitos correspondientes, y en ellas se forma el Centro
Compulsivo, del cual parten los poderosos impulsos compulsivos para exigir la
satisfacción de las compulsiones que a ese individuo le hayan tocado en suerte por el
fenómeno de la pleiotropía que quiere decir variadas formas compulsivas. Son tan
poderosos esos impulsos a beber, comer y devorar dulces y harinas, delinquir,
haraganear, etc., que la persona no puede controlarse. Estos impulsos circulan por los
neurocircuitos correspondientes a las neuronas de la región supraorbital del lóbulo
frontal del hemisferio cerebral derecho que han sustituido a las estructuras
neuronales normales que dirigen los comportamientos naturales, y demandan
urgentemente la satisfacción, excitando fuertemente los Centros del Placer Límbicos
(núcleo Acumbens, Amígdala y Septum) que responden, cuando el deseo compulsivo
se ha satisfecho —la copa de alcohol, los dulces y las harinas, las víctimas del sicario

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—, con una intensa descarga de Dopamina, Encefalina o Endorfina y llevan al
clímax de la satisfacción, razón por la cual el compulsivo repite o reincide en sus
comportamientos compulsivos para experimentar ese placer intensísimo. Son dos
momentos los que intervienen en cada compulsión: el momento compulsivo cuando se
dispara el impulso que demanda urgentemente la satisfacción de una determinada
compulsión, y el momento de la adicción a cargo de los centros límbicos del placer.
Toda compulsión es adictiva (a sustancias o a comportamientos), pero no toda
adicción es compulsiva: muchas personas se vuelven adictas porque por alguna
circunstancia debieron ingerir morfina, por ejemplo, para calmar algún dolor, y como
la morfina es altamente adictiva, la persona puede llegar a la adicción, una adicción
que es aprendida, no heredada, como las que estamos considerando.
Entonces, la Tercera Mentalidad tiene su asiento preciso en una pequeña región
de las estructuras neuronales y sus neurocircuitos supraorbitales del Lóbulo Frontal
Derecho, y los Núcleos Límbicos, acumbens, amígdala y septum, encargados de
expresar el placer intenso correspondiente a cada compulsión. El resto del cerebro
con sus facultades mentales es normal.
Existen individuos que pertenecen a la Primera Mentalidad o Mentalidad
Normal, porque tienen sus funciones mentales en orden; existen otros que pertenecen
a la Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica, con funciones anormales según el
caso (Psicosis y Neurosis); en fin, existen individuos, cada vez más numerosos y de
una enorme importancia patológica, ya que las compulsiones son enfermedades del
comportamiento, que superan a las enfermedades mentales clásicas, y que pertenecen
a la Tercera Mentalidad, que es el espacio cerebral donde se generan las Grandes
Compulsiones, todo el Sistema de las Compulsiones Adictivas; por último, existen
los individuos con la Cuarta Mentalidad o Mentalidad Dominantemente Civilizada, o
Dominantemente Bárbara. Si la mentalidad es dominantemente civilizada, algo tiene
de bárbara; si la mentalidad es dominantemente bárbara, algo tiene de civilizada. Así
es el cerebro mestizo de la humanidad. Por esta causa, ya en los pueblos, ya en los
individuos, y de acuerdo con las circunstancias históricas, vemos oleadas de
civilización, pacíficas y constructoras, y oleadas de barbarie, guerreras y destructoras.
Algo parecido observamos en los individuos que, de acuerdo con su estado mental, ya
los vemos con comportamientos nobles, ya con comportamientos brutales.
Con esta breve síntesis de la ciencia de la Tercera Mentalidad, ya estamos
preparados para comprender la mentalidad compulsiva de Adolfo Hitler.
EL GRAN SISTEMA DE LAS COMPULSIONES ADICTIVAS

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CAPÍTULO V

El árbol genealógico compulsivo de Hitler

Franz SCHICKLGRUBER, tío abuelo paterno de Adolfo Hitler, acabó sus días
«borracho» y trabajando como «temporero», es decir, de tarde en tarde, siendo vago
compulsivo para el trabajo posiblemente. Por otra parte, y sin forzar los hechos, su
hermana María Anna, abuela de Hitler, mostró comportamientos sexuales y en
relación con el hombre, que tienen un acento compulsivo, como su aventura de
solterona que le valió el embarazo histórico, el forzado y comprado matrimonio a los
47 años de edad, con un conocido vagabundo haragán de cincuenta años, Johann
Georg Hiedler, la obstinación y terquedad compulsivas de esta mujer para mantener
en secreto la identidad del padre de su hijo, y, por último, en lo poco que sabemos de
ella, el abandono de Alois que lo entregó a Nepomuk a fin de evitar el disgusto que le
producía el niño a su ocioso marido… Ahora bien, si Franz Schicklgruber era un
borracho y un vago, de acuerdo con la declaración de Smith, citada por Werner
Maser, en su libro Hitler (Mira Aquí), con toda seguridad tenía antecedentes
alcohólicos en las familias SCHICKLGRUBER, pues, de acuerdo con el valor predictivo
de toda ciencia, como la Teoría de la Tercera Mentalidad o de las Grandes
Compulsiones, el alcoholismo del tío abuelo paterno de Hitler, Franz Schicklgruber,
no podía surgir de la nada, y él debió heredarlo de sus antepasados próximos y
remotos, que es lo que se observa en los árboles genealógicos. No es lícito, por lo
demás, decir que Franz hubiera adquirido él el alcoholismo, ya que su hermana tiene
innegables caracteres compulsivos, lo que permite pensar que la familia era
compulsiva, o que varios de sus miembros eran compulsivos, ya fuera por herencia
alcohólica similar, como Franz, ya fuera por herencia desemejante, como María
Anna.
Las compulsiones de Adolfo Hitler se derivan, pues, por la línea de la abuela
María Anna que trasmitió su gen mutado por el alcohol a su único hijo Alois Hitler,
nacido Schicklgruber, por herencia colateral, que es aquella en la que el alcoholismo
lo sufre un tío —en este caso Franz—, y lo hereda un sobrino, en este caso Alois
Hitler, que fue un conocido alcohólico, y, de manera desemejante, Hitler hereda un
sistema de gravísimas compulsiones.
Dijimos atrás que sólo podíamos hablar de la brillante carrera pública de Alois,

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porque su vida privada fue un desastre, debido a que era un ser poseído por las
compulsiones —otro argumento para sostener que su madre María Anna era
compulsiva, pues ignoramos todo en cuanto a su padre—, además de su carácter
«cerril» que no era compulsivo sino un distintivo de su etnia montaraz.
Lo primero que salta a la percepción al contemplar sus fotografías y leer sobre su
comportamiento, además de lo cerril, es la violencia compulsiva de Alois; tiene la
imagen de un colérico Führer en miniatura y sus comportamientos son de un
reconocido sujeto muy agresivo. Violencia compulsiva que se puso de manifiesto con
su pobre mujer Clara Polzl que lo soportaba con la sumisión de su carácter en la
condición de sirvienta de su casa que había sido antes de casarse con ella, e
igualmente en su calidad de sobrina de Alois, al que siempre llamó «tío», tal sería el
terror que le tenía. Violencia compulsiva que se expresó con su hijo Alois, tenido con
su segunda esposa Franziska, que en una de las ruidosas peleas se escapó del hogar,
aclarando en honor a Alois padre, que Alois hijo era desde niño un malhechor.
Violencia compulsiva, por último, que se puso dramáticamente de manifiesto en su
confrontación con su hijo Adolfo Hitler, otro ser violentísimo, que se encolerizaba
mucho más cuando su padre le ordenaba que estudiara —no tanto como dice Hitler en
Mi Lucha, que sus riñas eran debidas a que el padre lo quería obligar a que fuera
«funcionario» como él—, que no holgazaneara ni durmiera tanto, razón por la cual se
ganó varias palizas. Claro, si Alois hubiera sido menos violento, posiblemente habría
podido encauzar a Hitler, aunque la tarea era muy difícil, ya que éste era un vago
incorregible y de una granítica terquedad. Cuando Alois murió, el compromiso
recayó sobre la pobre madre, que fue engañada, manipulada y desesperada hasta la
impotencia por Hitler, siendo que ella lo trató de un modo enteramente distinto, «con
amor», como dicen los psicólogos, y, ni con seriedad, ni con violencia, ni con cariño,
respondió el haragán: en su desvalimiento, Clara Polzl, su madre, le mostraba la
hilera de pipas de fumar que había usado Alois, como para recordarle su autoridad,
pero Hitler se pasaba todo eso, y los consejos más tiernos de ella, por la faja y no
escuchaba. Clara sufría lo indecible. Quien mira su fotografía ve unos bellos ojos
abrumados por el dolor.
Otra compulsión de Alois, eran las bebidas alcohólicas. Algunos dicen que era un
borracho, y Hitler confesó que debía llevarlo ebrio de la taberna a la casa, con gran
vergüenza. Otros dicen que no. Pero era, de todos modos, un bebedor cotidiano. Una
nota de Ian Kershaw, contribuye con los siguientes informes sobre la afición de Alois
padre por las bebidas alcohólicas: «Según Hans Frank, Hitler le habló de la vergüenza
que pasó de niño por tener que llevar a su padre borracho de la taberna a la casa por la
noche. Sin embargo, Emanuel Lugert, que había trabajado con Alois un tiempo en
Passau, le contó a Jetzinger que el padre de Hitler solía beber como mucho cuatro
medias pintas de cerveza al día y que nunca había tenido noticia de que se hubiese
emborrachado, y se iba a casa a la hora de cenar. Al parecer el mismo testigo le dijo a
Thomas Orr que Alois, bebía a veces hasta seis medias pintas de cerveza fuerte en la
taberna, pero repitió que nunca le había visto borracho» (Hitler, 2001, pág. 595).
Esto por las tardes. Por las mañanas, según el amigo de la familia August
Kubizec, sostenía que Alois, todas las mañanas, religiosamente a las diez en punto, se
aparecía en la taberna a tomar vino. Y todos los autores que tratan el tema concuerdan

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en afirmar que Alois murió de un colapso cuando apuraba su copa de vino mañanero:
dice el mismo Kershaw, muy bien informado: Alois «sufrió un colapso y falleció
sobre un vaso de vino matinal en la taberna, el 3 de enero de 1903» (Mira Aquí)… Si
esto no es alcoholismo, ignoramos qué pueda serlo. No hay necesidad de que la
persona viva borracha: es la necesidad del alcohol, vino por la mañana y cerveza por
la tarde, lo que hacía de Alois un alcohólico. Además era un alcoholismo no casual
sino compulsivo, porque él lo heredaba de forma colateral de su tío materno Franz y
con seguridad de sus antepasados Schicklgruber… Nos ha llamado la atención que
ninguno de los estudiosos de Hitler haya visto la trascendencia importantísima que las
compulsiones y el alcoholismo en particular tuvieron en el cerebro y en los
comportamientos de Hitler; simplemente describen su niñez y adolescencia, y
después pasan a describir los hechos del político y del guerrero, como si nada de lo
que él heredó tuviera algo que ver con esos hechos devastadores para la humanidad.
Dada la complejidad del cerebro y la mentalidad de Hitler —quizá la más compleja
de la historia, pues ni Alejandro, ni Gengis Kan, ni Napoleón, ni Bolívar, a quienes
hemos estudiado detenidamente tienen una mentalidad y un cerebro tan intrincados
—, todos los caracteres del adulto están dados en la infancia, ya fueran heredados, ya
adquiridos; sólo hace falta que se desarrollen con el paso de los años, para que
tengamos a Hitler hecho y derecho.
Como hemos dicho, la violencia de Alois se volvía contra Clara su esposa y
madre de Hitler, particularmente cuando se hallaba «bebido». A este respecto existe
un texto en el que varios autores han creído ver una alusión a la situación amarga de
la familia y de él en particular:
«Así se habitúan los hijos desde la niñez a este cuadro de miseria. Pero el caso
acaba siniestramente cuando el padre de familia desde un comienzo sigue su camino
solo, dando lugar a que la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en
contra. Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuanto más se aparta el
marido del hogar más se acerca al vicio del alcohol. Se embriaga casi todos los
sábados y entonces la mujer, por espíritu de propia conservación y por la de sus hijos,
tiene que arrebatarle unos pocos céntimos, y esto muchas veces, en el trayecto de la
fábrica a la taberna; y así, por fin, el domingo o el lunes llega el marido a casa, ebrio
y brutal, después de haber gastado el último céntimo, y se suscitan escenas horribles»
(Hitler, Mi lucha, pág. 35)… Si hay alguna alusión a su propia vida, no es verdad,
pues la familia vivía cómodamente y Clara nunca debió trabajar por fuera de la casa,
después que hubo sido la sirvienta. Es posible que la alusión personal corresponda a
la expresión «ebrio y brutal», aunque no existe constancia de ello.
Alois es un compulsivo de libro sobre las compulsiones. Alcohólico,
descendiente de alcohólicos, que murió en su ley; violento compulsivo: ya tuvimos
oportunidad de observar en el cuadro estadístico que la Violencia Compulsiva, viene
en el quinto lugar, después del Alcoholismo, la Glotonería, la Delincuencia en todos
sus matices, la vagancia u holgazanería para el estudio y el trabajo; casi no falta la
violencia en los árboles genealógicos cuando tienen el alcoholismo a la cabeza.
Ahora viene la sexta compulsión, el mujeriego donjuán… Se sabe que tuvo un
hijo ilegítimo desconocido antes de su primer matrimonio; en 1883 contrajo
matrimonio con Anna Glassl, mujer mucho mayor que él, pues tenía cincuenta años,

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bienes de fortuna y buenas relaciones con personas influyentes, y es seguro que se
casó por interés, más que por amor. Anna enfermó y debió agravarse más cuando
supo que Alois desde hacía años tenía relaciones extramatrimoniales con una joven
sirvienta llamada Franziska. Anna no pudo soportar la infidelidad de Alois y pidió y
realizó su separación. No esperó Alois que muriera Anna para entregarse a vivir con
Franziska, pero llamó a Clara Polzl, su sobrina, para que hiciese las veces de sirvienta
en la casa, mas Franziska, que conocía el donjuanismo de Alois, exigió que Clara
saliera de la casa. Tuvo dos hijos con Fraziska, Alois y Angela. Entonces, con el
pretexto de que alguien debía cuidar de los niños, Alois le pidió con sus segundas
intenciones a Clara, que tenía 20 años de edad, la misma de Franziska, que volviera a
la casa. Franziska enfermó y murió de tuberculosis en 1884, cuando sólo contaba con
23 años, y Alois ya tenía 47 años de edad. Mientras Franziska moría, Clara Polzl, en
su calidad de sirvienta de la casa, y pudiendo ser la hija de Alois, quedaba
embarazada de él. (Ian Kershaw, Hitler, pág. 36). Alois entonces hizo rápidamente las
diligencias para que la Iglesia le concediera licencia para contraer matrimonio en su
calidad de primos o de tío y sobrina. En todo caso, el matrimonio tenía claros indicios
de ser incestuoso. Alois y Clara Polzl contrajeron matrimonio en enero de 1885,
después de varios nacimientos frustrados, el primer hijo que sobrevivió fue Adolfo
Hitler, nacido el 20 de abril de 1889.
El Adulterio Compulsivo, irresistible y repetido, se agrega a las anteriores
compulsiones, sin que dejemos de mencionar cierta pedofilia en cuanto busca mujeres
que pudieran ser sus hijas, y tiene el valor de compulsión incestuosa su relación y
matrimonio con su prima o sobrina (era Clara hija de una hermanastra de Alois, si se
acepta la versión de que Nepomuk era su padre).
Como si fuera poco, nos hace falta mencionar la compulsión Tabaquista que era
muy intensa en Alois: «Fumaba como una chimenea», dice Kershaw y ya tuvimos
ocasión de enterarnos que cuando murió dejó una cantidad de pipas de fumar, que la
pobre Clara, ya viuda, señalaba al perezoso Hitler para que la obedeciera,
revistiéndose de la autoridad del difunto padre.
Al menos seis compulsiones padeció Alois, cumpliéndose el Principio
Neurogenético de la Pleiotropía, o Proteismo Biológico de la Herencia alcohólica,
según la cual, el gen mutado que Alois heredó de su madre afectó su cerebro con
«muchas» compulsiones, o para decirlo valiéndonos de la «paradoja» de Jean-Pierre
Chamgeux, «simplicidad en los genes y complejidad en el cerebro», lo que significa
que con una economía genética se obtienen muchos efectos en el cerebro, de allí que
nosotros hayamos propuesto la ecuación: un gen mutado = un sistema compulsivo.
Este sistema en Alois, al menos, está integrado por seis compulsiones…
Alois Hitler, hijo. Fue el resultado de la unión de Alois con Franziska.
Seguramente por su mala conducta riñó violentamente con su padre Alois. Abandonó
el hogar con gran disgusto de éste. Resultó ser un vagabundo y alcohólico, que no
negaba la herencia paterna. Dos veces estuvo en la cárcel por ladrón y una más por
bígamo e irresponsable. Violento, vagabundo, alcohólico, delincuente, bígamo, Alois
hijo resultó ser todo un compulsivo que obedecía a su árbol genealógico. Viajó a
Inglaterra, donde tuvo un hijo, William Patrick Hitler, nieto de Alois y bisnieto de
María Anna Shicklgruber: fue un vagabundo, mentiroso y chantajista, que se atrevió a

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tánto que quiso sonsacarle dinero nada menos que al propio Führer en 1939,
afirmando que su tío Adolfo Hitler era judío… Y como la trasmisión hereditaria de
las compulsiones es implacable, casi mecánica, Angela, la segunda hija de Alois con
Franziska, menor que Alois, cayó en la grave compulsión de Alcahueta, al permitir
que su hija Angelina (conocida como Geli), una niña adolescente, se fuera a vivir
como amante incestuosa de su «monstruoso» hermanastro, Adolfo Hitler…
Es de suma importancia saber que Franziska, madre de Alois y Angela, no fue
compulsiva.
No lo fue tampoco Clara Polzl Hitler. El toque incestuoso es más producto del
impositivo y autoritario Alois, que de ella, que simplemente se sometía a lo que
ordenaba su «tío».
La trascendencia que tiene esta comprobación, es que toda la carga compulsiva
venía en los genes de Alois transmitidos por su madre María Anna Shicklgruber,… y
de su tío Franz, en la forma de herencia colateral.
Que esta comprobación no nos impida reconocer que el poderoso impulso de
Hitler a ascender le llegaba en los genes del padre Alois, ya que su madre Clara era
una mujer apocada y depresiva, cuyo ADN nada tuvo que ver con la asombrosa
elevación de su único hijo varón. El cambio, Paula, la hermana menor de Adolfo
Hitler, se parece mentalmente como dos gotas de agua a su madre, apocada y aislada
del mundo hasta la mediocridad, llevando una vida oscura de solitaria depresiva en
una humilde buhardilla.
Adolfo Hitler. Las compulsiones de Adolfo Hitler tendrán en el futuro un valor y
una resonancia históricas. Se ha especulado demasiado sobre esas características de
su naturaleza tan fundamentales en su comportamiento, pero ese método no ha
llegado a ningún resultado que condujera o explicara al Hitler que conoce la historia y
que responda al interrogante: ¿por qué este hombre nació tan malo, tan lleno de
violencia, con odios tan desmesurados, con incapacidad para estudiar y ganarse la
vida con el trabajo, cómo entender su capacidad para el crimen, su despotismo, su
brutalidad, su desmedida ambición y hasta su afición por los dulces y las harinas que
devoraba insaciablemente? Sin pretender sabidurías que no tenemos, toda esta
ignorancia sobre la naturaleza de Hitler, a pesar de que por ventura los investigadores
han logrado dilucidar minuciosamente su existencia, lo que nos permite un soporte
precioso para nuestras investigaciones, ese desconocimiento sobre los resortes
decisivos de Hitler, repetimos, se debe a que no se ha contado con el conocimiento de
la disciplina científica de la Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes
Compulsiones, justamente la que entiende una de las dimensiones más importantes de
este hombre, que son sus compulsiones, ya que otra dimensión —la del bárbaro
guerrero, creemos haberla explicado suficientemente—. Ponemos en consideración
del cuerpo científico internacional esta investigación sobre la Tercera Mentalidad, de
la cual hemos presentado un breve resumen en las páginas precedentes, para que la
consideren en su sabiduría si tiene o no valor científico.
Siguiendo atentamente los hallazgos de los historiadores, hitlerólogos, biógrafos,
y los aportes biográficos, muy dudosos, del propio Hitler, la Compulsión más
prematura del Hitler niño, fue la Violencia Compulsiva que la encontramos hasta en
sus últimas horas en sus arranques de ira embutido en las profundidades del búnker

76
de Berlín.
Pese a los esfuerzos de los tratadistas, no han podido encontrar información sobre
la infancia primera de Adolfo Hitler, y sólo se conocen las campañas glorificadoras y
tendenciosas de su infancia por parte del partido nazi o del mismo Hitler. Hasta
donde podamos y valiéndonos de los datos de los estudiosos, podemos hacer una
reconstrucción de los pasos de la familia, aunque no del niño en particular. En el año
de 1892, cuando Adolfo tenía tres años de edad, Alois fue ascendido en su cargo y la
familia se trasladó de Braunau situada en el lado austriaco del río Inn, al otro lado, en
la parte alemana de la frontera, en el sitio de Passau. Para entonces ya había nacido
Edmundo, 1894, un hermano menor de Hitler, cuando un nuevo traslado de Alois lo
lleva a la ciudad de Linz y Clara debe permanecer en Passau, cuidando a sus dos
hijastros, Alois junior y Angela, y a sus hijos Adolfo y Edmundo, recién nacido. Con
el modo de ser de Adolfo Hitler el futuro dominador, oportunista, y colérico
dramático cuando no conseguía sus propósitos —genio y figura desde la cuna hasta la
tumba, dice la sabiduría popular—, es aceptable la hipótesis de Kershaw de que
Adolfo «tuvo durante un tiempo el control de la casa», pues, además, lo cual es
enteramente cierto, porque fue un dato de su hermana Paula, en una entrevista que
concedió después de la guerra, «que ellos eran niños muy vivaces y difíciles de
educar»… Y agrega Kershaw, fundado en Bradley Smith: «Mostró en esos meses los
primeros indicios de recurrir a rabietas si no conseguía salirse con la suya».
Y, en verdad, de acuerdo con los casos de niños compulsivos que hemos
estudiado, suelen ser muy prematuras las manifestaciones de violencia, aunque las
demás compulsiones, hasta el alcoholismo, pueden también —siendo heredadas—
hacer su aparición ya en la época de bebés. Las compulsiones por tener una
procedencia hereditaria, comienzan a mostrarse desde la primera infancia, y en la
niñez, hasta la adolescencia temprana. Un padre violento compulsivo que agredía
brutalmente a su esposa, acudió a mi consultorio acompañado de su hijita de 2 años
de edad. Mientras él me contaba que, además, era alcohólico y que su madre también
lo era, como gran consumidora de cerveza, se le ocurrió decirme, secundado por su
esposa, que lo acompañaba, mostrando un ojo negro por el hematoma que le había
producido la última trompada que él le había propinado, que les había llamado la
atención que esta niñita, de dos añitos de edad, era de una violencia extremada, que
cuando no se le daba lo que ella autoritariamente exigía, los golpeaba con sus puñitos
y hasta se azotaba contra los muros de la casa, y que, ahora que hablábamos de que él
había heredado el alcoholismo y, por tanto, la violencia de su madre, pensaba que la
niña también los había heredado de su abuela, pues, uno de los motivos por los cuales
hace sus pataletas coléricas es cuando les exige que le den la cerveza que se halla en
la nevera —¡no cocacola, sino cerveza, igual que la abuela!— y que ella toma con
placer, como si fuera cocacola, sin hacer ningún gesto de desagrado por la amargura
de la bebida…
Muchos casos de compulsivos prematuros, no sólo violentos. Entre ellos describo
el caso de un bebé a quien la madre debía ponerle delante una hilera de biberones, no
uno solo como es costumbre, que él devoraba rápidamente. La madre, alarmada, se
veía obligada a hacerlo por miedo a las rabietas del bebé… Lo conocí en mi
consultorio cuando tenía 12 años de edad: era ya un glotón obeso, drogadicto,

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delincuente, y desaforadamente sexofílico, pues disimulada o descaradamente, metía
prostitutas en la casa, sin que los padres pudieran hacer nada para evitarlo por temor a
sus ataques de cólera.
De todos modos, la Violencia Compulsiva en Hitler fue prematura y radical.
Quien quiera que se le atravesara recibía el impacto de su fuerza, más verbal que
física, esto hay que decirlo con la importancia que se merece, porque Hitler utilizó
desde niño la palabra como fusta para atacar a sus oponentes, y no es un recurso
abusivo utilizar la palabra «fusta», pues el Hitler-Führer cargó siempre una fusta
hecha con cuero de hipopótamo, cuando no un perro pastor alemán, como claro
símbolo de su violencia y poder: el pastor alemán, murió en el búnker de Berlín,
envenenado, inmediatamente antes de que se envenenara Eva Braun, quien precedió a
Hitler: eran los dos únicos seres que lo habían querido, más el perro que Eva… Los
niños, compañeros de escuela, debían soportarlo como «el jefe indio». «Era un
pequeño jefe de banda —dice Marlis Steiner—, un pendenciero que peleaba con sus
compañeros jugando a los cow-boys y a la guerra de los Boers, conflicto que le
fascinaba. Pero ya entonces prefería vencer con la palabra, evitando en lo posible el
enfrentamiento directo» (Hitler, pág. 27).
Pero fue en la casa donde Hitler desplegó toda su violencia temprana: con su
hermanita Paula, a quien no podía ver, y esto hasta sus últimos años de gloria, en las
veladas musicales de Bayreuth, a las que le permitió asistir, pero ignorándola, sin
decir que era su hermana. Más importante era la violencia que ejercía contra su madre
Clara. Esto debe sorprender a muchos que hablan del «tierno» amor de Hitler para
con su madre. Ese amor era unidireccional, de la madre al hijo. Éste «la quiso
siempre» como instrumento de sus caprichos, utilizándola, y, siendo muy listo, se
daba cuenta de la debilidad de su madre, lo que aprovechaba Hitler para conseguir
toda clase de privilegios, no sólo en la niñez sino hasta la adolescencia, cuando ella
murió, ya viuda; la manejó hasta la tortura a esta pobre mujer, que sufrió lo indecible
por este hijo violento y sádico, y, encima, completamente vago, para el estudio y el
trabajo, lo que Clara veía impotente sin que pudiera modificarlo en lo más mínimo:
tenemos la certidumbre de que Clara sufrió mucho más por Hitler que por su marido
Alois, impositivo y autoritario, sí, pero sin la maldad de su hijo, que, en su
ingenuidad y falta de recursos intelectuales, ella no sabía cómo defenderse. Muchos
de los conflictos internos de la familia se debían a este muchacho compulsivo hasta el
tuétano de su naturaleza. Se habla con demasiada ligereza de la violencia de Alois
padre, y nosotros seríamos los últimos en negarla, pero en lo que hace a sus
confrontaciones con Hitler, era porque éste las provocaba con su pésima conducta, su
negativa rotunda a estudiar cualquiera cosa —Hitler inventó en 1924 en su libro Mi
lucha la mentira de que las confrontaciones con su padre se debían a que éste quería
imponerle que «estudiara» para convertirse en un funcionario como él y esta mentira
se repite con indeseable frecuencia pues falsea su conocimiento: no, Alois lo que
quería era que hiciera algo, que no se la pasara vagabundeando, pues así no sería nada
en la vida, y lo decía Alois, que era un hombre responsable, trabajador, que todo lo
debía a su esfuerzo, un esfuerzo que no veía en su hijo, y esto debía exasperar su mal
genio.
En la entrevista que concedió Paula, la hermana de Hitler, en 1946, cuando ya

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había terminado la guerra, afirmó lo siguiente, que es auténtico, porque ella lo vivió
en esos dramas que se engendraban en el seno de la familia: «Era especialmente mi
hermano Adolfo quien empujaba con su obstinación —una obstinación compulsiva
que en nuestro sentir había heredado de la abuela María Anna Schicklgruber que lo
fue hasta la muerte— a mi padre a la severidad extrema y recibía cada día una buena
zurra… ¡Cuántas veces, por otra parte, lo acarició mi madre e intentó obtener con su
cariño lo que el padre no podía conseguir con la severidad» (Kershaw, Hitler, pág.
37). Este es un documento precioso que nos da Paula, quien no tenía ningún interés
en denigrar a su hermano. Todo lo contrario, pero ella ingenuamente narró ese hecho
de capital importancia para conocer la maldad temprana, desde su niñez, de Adolfo
Hitler, pues si no la vemos ahora, no sabríamos comprenderla más tarde.
En nuestra práctica profesional con compulsivos nos consta lo difícil que resulta
convencer a un vago para que trabaje o estudie, ya no digamos los padres, que se
sienten totalmente impotentes para lograr hacerlo estudiar o practicar algún oficio
sostenido y regular, sistemático y disciplinado. Sin tratamiento es prácticamente
imposible conseguir que un vago para el estudio se consagre a sus tareas escolares.
No valen regaños de los padres, ni estímulos, ni premios, o consejos cariñosos: hasta
los padres más serenos pierden la calma con un hijo haragán, ¿qué no sería en el caso
de Alois?; claro, él se salía de casillas y venían los castigos. En tanto Clara, la madre
de Hitler, sufría inconsolablemente; y todavía, según dice Steiner, los psicoanalistas
hablan de «complejo de Edipo».
Raymond Cartier, entre los estudiosos de Hitler, tuvo una visión más acertada por
ser una apreciación del sabio sentido común:

Retorcidos psicoanalistas, dice Cartier, han explicado la carrera del Führer a través de la
identificación de Austria con un padre execrado, y de Alemania con una madre adorada… La
realidad es más vulgar. El padre sufrió y se enfureció de tener por hijo un mal estudiante entregado
a una vida bohemia; el hijo se afianzó en su resistencia y detestó cada vez más unos estudios
destinados a conducirlo en sentido contrario a su ideal (Hitler, al asalto del poder, pág. 17).

Decíamos que dentro del hogar la Violencia Compulsiva de Hitler se estrelló


contra su familia, particularmente contra su madre y su padre, con ella, abusando de
su ingenuidad y debilidad, lo mismo que aprovechando el cariño que ella sentía por
él, utilizándolo para imponer su voluntad, sus caprichos y todas sus compulsiones,
imponiéndole cargas económicas y obligándola a que tolerara sus proyectos
fantásticos, tanto mientras el padre vivía, cuanto, y con mayor razón, en los cuatro
años que vivió mientras fue una viuda… Más ruidosa aún y más dramática fue su
violencia contra el padre, que siendo un hombre de temple cerril, pero, sobre todo, un
luchador, que con trabajo esforzado desde niño había logrado grandes éxitos para su
condición de huérfano y humilde campesino, gracias a lo cual la familia gozó de una
holgada posición económica, no soportaba ver a Hitler durmiendo, vagabundeando,
leyendo novelones guerreros, y encima, con una gran insolencia y maldad,
enfrentándosele de tú a tú, día a día. Pero Alois, a diferencia de Clara, la madre, tenía
el suficiente vigor y carácter para defenderse de la insolencia y los retos de su hijo,
que, tras de ser un vago irredento, defendía su holgazanería con violencia. Aunque
Alois sufría y se contrariaba y debía castigar al malvado Adolfo, fue mucho mayor el

79
sufrimiento de la madre que carecía de defensas por debilidad y falta de carácter.
Ya veremos cómo esa violencia, por ser compulsiva, no hizo más que
desarrollarse con el paso de los años, hasta llegar a los extremos más inauditos, ya en
el terreno del homicida común, ya en el genocida completamente despiadado del
bárbaro, que, a todas éstas, desde la niñez germinaba silenciosamente, esperando su
oportunidad… No, no. Si queremos conocer a Hitler, no debemos confundir su
violencia infantil con la violencia común de todos los niños, era una violencia
tremenda, en una palabra, compulsiva. El 27 de febrero de 1924 Hitler fue recibido
por el ministro de Baviera, Heinrich Held, persona de gran sabiduría en el
conocimiento de los hombres. Después de la entrevista, Held declaró: «La bestia
feroz ha sido amansada; ahora se la puede llevar atada» (Cartier, pág. 199).
Esta era la percepción que agudos conocedores de hombres tenían de Hitler: que
se pareciera a una «bestia», no lo dudamos; ya en la infancia sacó las garras y enseñó
los dientes; pero que pudieran «amansar» a esa bestia, era una quimera.
Repetimos que las primeras víctimas de esa violencia fueron sus familiares: cito
primero a su madre, porque se hallaba indefensa ante la agresión solapada debajo de
un falso cariño de Hitler; luego su padre, que cometió el error de luchar a brazo
partido con él, pese a que había tenido la amarga experiencia con otro hijo, Alois, tan
malo y vagabundo como Adolfo, pretendiendo corregirlo inútilmente —pues, como
ya lo expusimos era víctima de varias compulsiones, demasiado arraigadas que lo
llevaron a la cárcel en repetidas ocasiones—, y fracasó ruidosamente, y en una fuerte
discusión entre Alois padre y Alois hijo, éste abandonó el hogar y se fue al mundo
con su alcoholismo, vagancia, delincuencia e irresponsabilidad. Otra víctima fue su
hermana Paula, tan indefensa como su madre, a la cual, como hemos dicho, se parecía
mucho en resignación e ingenuidad. Por último, Geli Raubal, a quien con su violento
trato precipitó al suicidio.
Para endulzar el tono de esta descripción de las graves compulsiones de Adolfo
Hitler, citemos una, que sólo le hizo daño a él mismo: nos referimos a la Glotonería,
raramente nombrada por los estudiosos. Ya vimos en el cuadro estadístico señalado
más atrás, que la Glotonería es la compulsión más común después del alcoholismo y
que se hereda de ascendientes alcohólicos, siendo las mujeres las más propensas a
heredarla, sin que escasee en los hombres que son más propensos a heredar el
alcoholismo y la delincuencia. También demostramos que la Glotonería, que por lo
general lleva a la obesidad —aunque Hitler no lo fue, pero sí estuvo preocupado por
su gordura y es muy conocido su interés por la dieta alimenticia hasta el punto de que
hacia 1929 se convirtió en vegetariano—, viene de alcohólicos y genera
descendientes alcohólicos, y que, por tanto, es lícito señalarla como un alcoholismo
solapado. También informamos al lector que el glotón devora alimentos, pero que son
los dulces y las harinas las que prefiere, que son hidratos de carbono sin fermentar
pero que se fermentan en el aparato digestivo, en tanto que el alcohólico, su
semejante químico, ingiere hidratos de carbono fermentados o destilados. La
Profesora Marlis Steiner se ha referido a la Glotonería o Bulimia de Hitler, sin
escapar de algunos lugares comunes que hablan de que «Hitler fue amamantado
mucho tiempo», información que nadie tiene a la mano y son meras suposiciones, o
que Clara su madre era una muy buena repostera y Adolfo habría «aprendido» a ser

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Glotón, y no falta la hipótesis, que, por fortuna Marlis Steiner rechaza, de que Hitler
fue impulsado a la búsqueda de «espacio vital» por esa maldita Glotonería… Citamos
el texto completo de la Profesora Steiner al respecto para que se tenga una idea sobre
la incomprensión de esta compulsión glotona, y, en general, de todo el Sistema de las
Compulsiones adictivas.

El hecho de que Clara haya dado de mamar a ese bebé enfermizo más tiempo de lo
acostumbrado ha llevado a algunos a encontrar en ello la causa de su marcada glotonería y de una
particular debilidad por el chocolate, las masas y los dulces. ¿Pero acaso esa inclinación no es
compartida por muchos austríacos sin que se le atribuya siempre al mismo origen? Pueden
invocarse otras muchas razones para su gusto por las golosinas. ¿No servirán de compensación a
otras privaciones? Pues Hitler no fumaba, bebía vino sólo excepcionalmente, se hizo vegetariano a
más tardar a fines de los años 20 y subordinó cada vez más su vida sexual a su ambición. Su
bulimia podría explicarse pues como una suerte de desahogo de sus frustraciones. Nada más
normal que los manjares dulces le hayan recordado a veces a su madre, pues ella debió ofrecerle
muy a menudo tartas y otros platos azucarados. Mujer de campo, debía ser excelente repostera.
Más dudoso aún resulta el vínculo directo establecido entre la obsesión hitleriana por el espacio
vital y la glotonería provocada por la sobrealimentación. Peor aún, suele explicarse su negativa a
ordenar retiradas en la Unión Soviética por el hecho de que semejante «goloso» ¡no quería
«devolver» nada! (Hitler, pág. 22).

Con el mayor respeto por la autora, hemos citado todo este texto, en primer lugar,
porque en él se registra la Glotonería de Hitler que consistía en que prefería, los
dulces, las tortas con crema, los chocolates y las golosinas —que, como vimos atrás,
son el bocado preferido de los glotones, porque siendo la glotonería un alcoholismo
solapado, apetecen los hidratos de carbono que acabarán fermentándose en el aparato
digestivo, en tanto que los alcohólicos consumen esos hidratos de carbono
fermentados o destilados—; en segundo lugar hemos aprovechado el texto para que
se destaque cuánta ignorancia reina entre los tratadistas, pues desconocen
palmariamente el universo compulsivo, y, por un lado, describen la compulsión sin
registrar sus orígenes causales, y de manera aislada, sin vincularla al resto de las
compulsiones que padecía Hitler, y por otro, que ese desconocimiento de la ciencia
de las Grandes Compulsiones, explica por qué se apela a tantas hipótesis, que si lo
hacen con la Glotonería, igual sucederá con todas las demás. Hasta la propia Steiner
ironiza al final el paralelo que algunos establecen entre la glotonería por dulces y
harinas, con la «glotonería» del espacio vital de Hitler en la Unión Soviética…
El parentesco entre alcoholismo y glotonería no sólo es químico, también es
formal. Un alcohólico cuando empieza a tomar ya no para más; así el glotón que se
vuelve insaciable desde el momento en que inicia a comer —que no es comer
propiamente sino devorar, y devorar sin tener hambre— sus codiciados dulces y
harinas.
Cuenta Reinhold Hanisch, el conocido compañero de vagabundeo y mendicidad
de Hitler en Viena, hacia el año de 1909, que cuando lograba vender un cuadro hecho
a la ligera por Hitler, éste reunía una «montaña» de helados, chocolates, galletas y
tortas con crema, que devoraba ávidamente. Y en una época tan avanzada como la
década de los años 30, Adolfo Hitler, que ya tenía amigos ricos, le aumentaba
cucharadas de azúcar a los vinos de las mejores reservas europeas, para gran
escándalo de los anfitriones.

81
La Vagancia Compulsiva. Ya hemos adelantado algo al respecto. Adolfo Hitler
obtuvo buenas notas en la escuela primaria, gracias a lo fácil de los estudios que le
exigieron un esfuerzo mínimo. Pero cuando ingresó a la escuela secundaria en 1900,
ya comenzaron los problemas con el estudio. Tuvo calificaciones de «insuficiente» en
matemáticas y ciencias naturales, lo que le obligó a repetir el curso. Su nota en
conducta fue «variable». Es de suponer que los padres lo castigaron, de modo que
cuando repitió el año, mejoró algo. Los años siguientes hasta 1905, sus resultados
escolares fueron «pobres y mediocres». Cuenta Kershaw que, a raíz del fallido golpe
de Hitler en noviembre de 1923, su antiguo profesor, el doctor Eduard Huemer le
escribió una carta a su abogado defensor en la que le decía que Adolfo

… era un muchacho que no hacía pleno uso de su talento, que carecía de aplicación y era incapaz
de adaptarse a la disciplina escolar. Le caracterizó como obstinado, prepotente, dogmático y
apasionado. Las críticas de los profesores las recibía con una insolencia apenas disimulada. Con
sus condiscípulos era dominante y una figura dirigente en el tipo de travesuras inmaduras que
Huemer atribuía a una afición demasiado grande por las novelas de indios de Karl May (Hitler,
pág. 141).

Ya tuvimos oportunidad de comprobar que el mismo Hitler confirmó esta


afirmación del Profesor Huemer, cuando el 17 de febrero de 1942, dijo: «El primer
libro de Karl May que leí fue La cabalgata en el desierto. Quéde suyugado y no tardé
en devorar todos los demás libros del mismo autor. Esto se tradujo inmediatamente
en un descenso en mis notas escolares» (Conversaciones sobre la Guerra y la Paz,
pág. 524). Y existía la fama entre sus compañeros que Hitler simulaba estudiar, pero
que, por debajo de sus libros escolares, llevaba escondidas las novelas de Karl May.
¡Obsérvese —porque tendremos la ocasión de verlo más tarde de una manera
abierta—, que en Hitler, la barbarie guerrera suplanta con mucho a la cultura
civilizada! Y esto será lo que marcará y determinará su destino… ¡No es casual, por
su puesto, que Hitler se entregara a la guerra, dejando de lado su vocación por el
arte y la arquitectura!
La actitud de Hitler hacia los estudios y a sus profesores fue «ferozmente
negativa». «Abandonó la escuela con un odio primario», dice Kershaw, pero nosotros
precisamos que ese odio que él llama primario, ¡era compulsivo!
Ya explicamos más atrás, que la Compulsión a la vagancia (haraganería, pereza,
indolencia, holgazanería, ociosidad, etc.), es una delicada alteración del
comportamiento, una verdadera enfermedad del comportamiento, como todas las
compulsiones pertenecientes al gran sistema compulsivo, que ya se expresa en la
incapacidad de estudiar, ya en el disgusto por el trabajo. En Hitler era doble la
vagancia, tanto para el estudio como para el trabajo. Consiste esta enfermedad en que
las personas cuando toman el libro para estudiar o escuchan lecciones del profesor, se
aburren horriblemente, se elevan a pensamientos que nada tienen que ver con la
materia que estudian, se duermen, o se escapan a vagabundear por las calles, campos,
y hoy, en el Internet. Otro tanto ocurre con el trabajo práctico, que no lo toleran,
prefieren hacer otra cosa, y, como le ocurría a Hitler, desde niño hasta que fue
canciller, no pueden «sostener un trabajo regular, disciplinado y sistemático».
Muchos mendigos que son vagos compulsivos —pues no todos lo son—, han llegado

82
a esos extremos por su repulsa al trabajo. Ya veremos que Hitler en Viena, por
incapacidad para trabajar, se hundió en la mendicidad… La vagancia para el estudio
llega a ser trágica, pues arruina las mejores inteligencias, ya que, literalmente, no
pueden tomar un libro en sus manos, porque automáticamente experimentan un gran
aburrimiento o se duermen. Hitler padeció esta compulsión también para el estudio y
a esto se debe que no «aprovechara su talento», ni de niño, ni de adolescente, ni de
joven en Viena, ni de flamante Führer.
Se comprenderá las fatales consecuencias que esta verdadera enfermedad atrajo
sobre Adolfo Hitler. ¡Tenemos la profunda certeza que si Hitler hubiera podido
aplicarse al estudio con disciplina, habría hecho carrera en la pintura y/o la
arquitectura, habría sido aceptado por la Academia de Bellas Artes en Viena, y se
habría destacado como arquitecto o pintor. Mas la compulsión le impedía de manera
absoluta ser un buen estudiante. El 10 de mayo de 1942 declaró en su cuartel general:
Si no hubiera estallado la guerra «sería ahora arquitecto, quizás uno de los mejores,
por no decir el mejor de toda Alemania»… Esta era una fanfarronada muy falsa de
Hitler…
Werner Maser refuta a Rabitsch cuando dice criticando a Hitler que «sólo los que
carecen de talento se dedican a copiar», como hacía Hitler, que nunca producía de su
propia creatividad sino que copiaba especialmente tarjetas postales o cuadros de
otros: «Ninguno de estos juicios es verdaderamente objetivo. Hitler copiaba de otros
modelos —y esto aún en Múnich en los primeros meses de 1914, no porque careciera
de talento, sino simplemente porque era demasiado perezoso para salir a la calle,
instalar su caballete y pintar». Cuando el célebre profesor Ferdinad Staeger emitió su
juicio sobre algunos trabajos de Hitler y dijo: «un talento extraordinario», comentó
Maser: «Pero esto no influyó para entregarse al arte, la política empezó a atraerle de
una manera especial» (Hitler, pág. 102).
Si Hitler no hubiera sido vago compulsivo para el estudio, con seguridad, se
habría entregado a la pintura o a la arquitectura, aunque no podemos sostener que
otro habría sido su destino, porque dado su bagaje hereditario, la Guerra la llevaba en
las entrañas, pero con una buena formación académica en el arte, se habría suavizado
su Mentalidad Bárbara, equilibrándose el nómada bárbaro con el civilizado
sedentario.
En nuestro trabajo con pacientes vagos para el estudio, hemos advertido la
tremenda dificultad que tienen para sobreponerse a su compulsión. Es preciso un
largo y perseverante trabajo terapéutico para conseguir resultados favorables, aunque
no se puede ser optimista. Lo que sí es prometedor en el tratamiento de estos
pacientes es cuando el trabajo se inicia en la niñez o en la temprana adolescencia, que
es lo que denomino Terapia Preventiva.
De todas maneras —y en honor a Hitler y a todos los compulsivos de la Tierra,
universalmente—, ni Hitler, ni ningún paciente compulsivo, de cualquier compulsión
que se trate, son culpables. Se ve, tanto en Hitler, como en todos los pacientes
compulsivos, que heredan sus respectivas compulsiones de su árbol genealógico
compulsivo, presidido por la compulsión alcohólica. Ellos no encargaron a sus padres
sus genes precisamente compulsivos. Nacieron así, heredaron, y de esto nadie es
culpable… Otra cosa es que la sociedad y la Historia Masculina los nombren como

83
sus gobernantes para que, con ese poder desplieguen su comportamiento compulsivo
y hagan desastres, que no habrían realizado, si la sociedad no les hubiera dado esa
oportunidad; si queremos hablar de «culpables», es la Historia Masculina Guerrera
y Compulsiva la que carga con la responsabilidad.
La ciencia de la tercera Mentalidad no culpabiliza, sino que explica los
comportamientos compulsivos y sus causas, así como la manera de llevarles un
alivio, porque los compulsivos sufren, son pacientes, padecen, aunque hagan padecer;
son víctimas, aunque sean victimarios. Todos los enfermos compulsivos, se
desprenden de un árbol genealógico con progenitores compulsivos y más atrás otros
progenitores compulsivos hasta la cuarta o quinta generación, o aún más atrás. Y se
desprenden o encadenan con el pasado por medio de la herencia, que va ligando los
distintos eslabones de la larga cadena de la generaciones. Herencia que como ya
hemos afirmado y como es de común aceptación se hace al azar. Por puro azar el
«monstruo» pedofílico que reseñamos atrás heredó de sus antecesores su terrible
Compulsión que lo condenó a ser uno de los criminales más atroces del mundo. Por
mala suerte heredó su enfermedad y sus hermanos se salvaron, pues sólo heredaron el
alcoholismo y no la pedofilia. Y, aun por azar, sus hermanas no heredaron ninguna
compulsión. Es el caso de Hitler, que por la mala suerte del azar heredó todas estas
gravísimas compulsiones que estamos narrando; su hermana Paula no las heredó,
porque tuvo buena suerte, pero sí su hermanastro Alois que contó con la mala fortuna
biológica de heredar muchas compulsiones graves, pero como le faltó genio, él fue a
parar a la cárcel y no a la historia como Hitler, así sea una historia que todos
maldicen.
¿Cómo podría acusar de culpables a todos estos compulsivos si ellos recibieron
en la fecundación, sin ninguna participación suya, el ADN que los condenó a ser
malhechores, o vagos, o violentos, o delincuentes o glotones? Por otra parte, el
mismo drama que vivió la familia Hitler con su hijo compulsivo, lo vivió la familia
del pedofílico y todas las familias que tienen la desgracia de que uno de sus hijos
haya heredado algunos de estos terribles males.
Se preguntará que si el ambiente no tiene ninguna importancia en la aparición,
nacimiento y evolución de los pacientes compulsivos. Debemos responder diciendo
que los compulsivos nacen y la misma dinámica genética los hace…
Esto es inevitable. Mas el ambiente tiene valor no en cuanto a que nazcan, puesto
que está probado que se heredan y ya desde niños muestran su garra compulsiva, o, a
más tardar, en la adolescencia. Pero el ambiente tiene un valor importantísimo sólo
cuando es un ambiente terapéutico, cuando los miembros de ese ambiente pueden
diagnosticar el mal y tienen preparación para detenerlo, sobre todo en la niñez,
cuando la intervención del ambiente es preventiva, pues cuando los compulsivos son
adultos, cualquiera que sea su mal, ya es muy difícil ayudarlos, aunque no
imposible… Pero el caso es que, si esta ciencia de la Tercera Mentalidad es
enteramente desconocida aún en los medios científicos, ¿qué no diremos en las
familias comunes? Por esto es que, por ignorancia, los padres dan palos de ciegos con
estos hijos compulsivos, siendo además que muchos de los padres son igualmente
compulsivos, como el caso de Alois, padre de Hitler. Por ello, el drama es inevitable,
y el drama de los Hitler no es una excepción aún hoy en día. Lo deseable es que esta

84
ciencia vaya al público para que las personas sean conscientes y se tomen las medidas
para impedir que la humanidad se convierta en una humanidad compulsiva, como lo
estamos viviendo. Además, los compulsivos no sólo sufren ellos mismos, sino que
son un peligro social, y, en el caso de Hitler son un peligro histórico; repetimos que
es la Historia Masculina la que favorece las condiciones para que estos personajes se
conviertan en gobernantes y en seres históricos. Razón demás para propiciar la
llegada de una Historia Nueva, ya no hecha por la parcialidad del cerebro de los
hombres, para detener la desviación compulsiva de la humanidad. La Historia
Universal, hecha con el talento de hombres y mujeres, impediría que los compulsivos
se hagan con el poder, como estamos viéndolo en todo el planeta.
Como Hitler creó perversamente el mito de que lo decisivo en sus estudios fue el
conflicto con su padre, porque éste lo presionaba para que se convirtiera en un
«funcionario» como él, hay estudiosos de Hitler que se dejaron llevar por esta farsa
malintencionada de Hitler y pensaron, porque así lo sugería éste, que no estudiaba
como rebeldía contra su padre. Resultó que cuando Alois murió el 3 de enero de
1903, esa presión dejó de existir y, sin embargo, Hitler continuó siendo un vago para
el estudio y su «rendimiento escolar seguía siendo pobre», o, como dice Steiner: «El
fin del conflicto con el padre no mejoró nada sus resultados escolares».
Quienes conocemos esta compulsión a la vagancia para los estudios observamos
que, siendo genética, no desaparece de la noche a la mañana, sino que se prolonga a
lo largo de los años, y Hitler no es una excepción. Todo lo contrario, siendo el padre
la única persona que le reñía y presionaba para que estudiara y dejara su holgazanería,
una vez muerto, Hitler quedó aliviado de esa presión, con seguridad satisfecho de que
hubiera muerto porque sentía por el padre «odio y miedo» como lo confesó alguna
vez, y estaba seguro que a su madre la manejaría a su antojo y capricho como
realmente sucedió: «Es imposible que a Adolfo, que había pasado a ser el único
«hombre de la casa», le afligiera mucho la muerte de su padre. Con esa muerte,
desaparecía gran parte de la presión familiar. Su madre hizo todo lo posible por
convencerlo para que cumpliese los deseos de su padre, pero ella rehuyó el conflicto,
y aunque le preocupase su futuro, estaba demasiado predispuesta a acceder a sus
caprichos» (Kershaw, Hitler, pág. 43).
Fracasó, en definitiva, en sus estudios de secundaria en la ciudad de Linz, y no se
le permitió repetir el curso allí sino que prácticamente fue expulsado pues le dijeron
que se fuera a la población de Steyr con la súplica materna, a ver si terminaba sus
estudios de bachillerato. Todo fue inútil. Le prometió a su madre que estaba decidido
a salir adelante «a pesar de su aversión a la escuela» (Maser). Conociendo la poderosa
vagancia de Hitler y su maldad, sería quimérico que cumpliese sus promesas de
estudiar; un muchacho de esta naturaleza, con esos sentimientos tan pervertidos, no
podía abrigar más que malas intenciones para burlar a su pobre madre que era todo
amor, todo debilidad o sufrimiento, porque ella sufría, no sólo por ver a su hijo con
un porvenir tan incierto debido a su ninguna dedicación al trabajo, cualquier clase de
trabajo, sino porque ella, que intuía la gravedad del mal de Hitler, viendo su violencia
cuandoquiera que se le llamaba la atención, le daba miedo —muchos casos hemos
visto en que los padres, especialmente los débiles como Clara temen a sus hijos y no
se atreven a corregirlos— enfrentársele, y, como dice muy bien Kershaw «rehuyó el

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conflicto», y, a sabiendas, se dejaba manejar. No se crea: tras o al lado del tan
cantado amor de Clara por su hijo Hitler, y conociéndolo a posteriori en sus
inhumanos comportamientos, había miedo y sufrimiento: repetimos que Clara fue la
primera víctima de Adolfo Hitler, particularmente durante los cuatro años en que se
quedó viuda.
Tan malvado era Hitler ya en su infancia y temprana adolescencia, que cuando al
fin del año escolar en el colegio secundario de Steyr, recibió el certificado con las
notas que él sabía que eran pésimas, se emborrachó con sus amigos y se limpió el
culo con el certificado. Este fue el hecho insólito, extraordinario, que no hace
cualquier niño, sino un perverso que se cagaba en todo el mundo con sus «estúpidas»
normas: él es el único que vale en este mundo de estúpidos trabajadores y
estudiosos… Werner Maser ha narrado este hecho demasiado tergiversado de manera
que sonara edificante por la hipocresía del Hitler «político» que, como a su madre,
engañará al pueblo alemán, no en el sentido de que, porque engañó a su madre,
engañará a Alemania y a Europa, sino porque Hitler engañaba universalmente a todo
el que quisiera creerle. Dice Maser recogiendo la versión de Hitler:
«Al finalizar el semestre organizábamos siempre una fiesta. En ella lo pasábamos
en grande. En cierta ocasión, por única vez en toda mi vida, me emborraché.
Habíamos recibido las calificaciones finales y ya nos podíamos marchar… En secreto
nos fuimos a una taberna y allí nos dedicamos a beber y a hablar mal de todo el
mundo. Tenía mi certificado en el bolsillo. Al día siguiente me despertó una lechera
que me encontró tendido en medio del camino y me llevó a su casa y me hizo beber
café… Crux —la dueña de la casa donde Hitler se hospedaba en Steyr— me
preguntó: ¿qué notas ha sacado? Mi certificado había desaparecido. Me lo ha debido
de quitar alguien. Durante la euforia de la bebida lo había confundido con papel
higiénico: cuando lo oí al Director, me quedé de piedra. No puedo repetir las palabras
que me dijo el Rector. Fue horrible. Me juré a mí mismo no volver a beber en toda mi
vida. Cuando regresé a la pensión, Crux me preguntó, ¿qué le han dicho? «No puedo
repetirlo. Sólo le puedo decir una cosa: jamás volveré a beber en mi vida»… Después
del incidente salí para mi casa lleno de alegría; bueno, en realidad, no iba demasiado
contento, porque las notas eran solamente regulares (Citado según el protocolo
secreto 8,1,1942, una copia está en poder del autor Maser). Pero Maser corrige la
versión de Hitler pues conoció las notas que había obtenido: «Las calificaciones del
certificado que Hitler confundió con papel higiénico, más que regulares, eran
desastrosas; las notas en alemán, francés, matemáticas y estenografía eran
«suspendido». En el resto de las asignaturas la calificación era «regular» y
«aprobado», salvo en dibujo y gimnasia, que eran «notable» y «sobresaliente»
(Hitler, págs. 65 y 66). Tampoco fue cierto que dejara de beber, ya hemos hablado de
que en la década de 1930 Hitler por glotonería añadía cucharadas de dulce al vino que
le ofrecían, y el mismo Maser habla de él en la época de 1930, diciendo que lo
encontraban comiendo filetes de dos en dos y bebiendo hasta siete jarras de cerveza
en compañía de su sobrina y amante Geli Raubal en los cabarets de Múnich.
Como el hecho relatado del acto de Hitler, que es muy revelador sobre su
desprecio arrogante de toda norma y principio, ha recibido diversas interpretaciones,
entre ellas las de los psicoanalistas, Raymond Cartier hizo la siguiente declaración:

86
«Psicoanalistas delirantes han deducido de este episodio, que Hitler contaba
como la única victoria que el alcohol había logrado sobre él, conclusiones
magistrales: la leche, hermana del esperma, habría determinado un trastorno sexual
por el que se explica todo el comportamiento ulterior del Führer» (Hitler, al asalto
del poder, pág. 20).
La lección que debemos extraer de esta observación crítica de Cartier, es que
para entender a todo individuo, y más a Hitler, que tiene una mentalidad tan
compleja, cruzada por corrientes cerebrales intrincadas, es que no debemos abusar de
las «interpretaciones» subjetivas, sino ceñirnos a las líneas directrices de la historia
personal, bien estudiadas, y lo más ajustadas a la verdad, no a suposiciones
hipotéticas.
Además de nuestro deber de estar bien pertrechados científicamente, tenemos el
imperactivo de investigar sin descanso, para no continuar repitiendo, como burócratas
estériles, lo que Freud aventuró en su época, sin contar con los modernos adelantos en
el conocimiento, como la genética, la teoría avanzada de la evolución de nuestra
especie, la organización del cerebro y su función, el sistema de las Compulsiones
Adictivas, etc.
La descripción de la Vagancia Compulsiva de Hitler debe proseguir, no sólo
porque en él persistió en lo referente a su incapacidad de estudiar libros serios, sino
porque tiene una repercución trascendente en su carrera: ya sostuvimos que si Hitler
no hubiera sido vago compulsivo, otro habría sido su destino y también el de
Alemania y Europa, pues, por una parte, con el don que tenía para el arte, que era
profundo, esto es genético —razón por la cual hemos lanzado la hipótesis de que su
abuelo paterno fue un burgués dominantemente civilizado y artista—, habría sido
aceptado en la Academia de Bellas Artes de Viena y se habría convertido en un gran
pintor o arquitecto, —profesión claramente civilizada— y, por otra, aunque su
constitución bárbara nómada era también genética y profunda y se habría impuesto
sobre el civilizado y sobre el hombre culto que habría llegado a ser si hubiera tenido
capacidad para leer obras científicas y serias, el bárbaro sin embargo se habría
atemperado y sus instintos guerreros habrían sido menos brutales, y otra habría sido
su suerte, la de Alemania y Europa.
Mas conociéndolo, estas suposiciones son quiméricas. Véase cómo fue el epílogo
de sus estudios de bachillerato en Steyr, que lo pinta de cuerpo entero en su capacidad
de engaño y de manejo, hoy a su madre, y en el futuro a cuantos se dejaron convencer
con su palabra o con sus actos…
Hitler fingió una enfermedad pulmonar para asustar a su pobre madre y conseguir
de ella que le permitiera lo que él se había propuesto, sin que nadie, ni siquiera su
padre si hubiera estado vivo, fuera capaz de convencerle de lo contrario: ¡abandonar
los estudios! El hecho de que hubiera tenido una simple gripe que él hipertrofió ante
su asustadiza madre, no quita su pérfida intención de conseguir a la fuerza sus
propósitos aviesos. Según se ha investigado, el doctor Bloch —de origen judío—, no
anotó en sus fichas ninguna enfermedad grave en esa época y sólo mencionó
inflamación de las amígdalas, tos y gripes… Pero la versión de Hitler, aunque no
corresponda a la verdad, sí da una idea de cómo fueron sus torcidos manejos:
«Mi madre, siguiendo el deseo de mi difunto padre, se sentía obligada a fomentar

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mi instrucción: es decir, mi preparación para la carrera de funcionario. Yo,
personalmente me hallaba decidido más que nunca a no seguir de ningún modo esa
carrera. A la vez, la Realschule o Colegio, por las materias enseñadas o por el modo
de enseñarlas, se alejaba de mi ideal y me volvía indiferente al estudio… Y he aquí
que una enfermedad vino en mi ayuda, y, en pocas semanas decidió mi futuro,
poniendo término a la constante controversia en la casa paterna… Una grave afección
pulmonar (subrayamos nosotros) hizo que el médico aconsejase a mi madre…
(suspensivos nuestros), con el mayor empeño, de no permitir en absoluto que en el
futuro me dedicase a oficios de oficina. La asistencia al colegio debería suspenderse
también por lo menos durante un año» (Adolfo Hitler, Mi lucha, pág. 27). Es útil
dejar constancia que estas mentiras y muchas más que están contenidas en este libro,
con excepción de algunas revelaciones que por ignorancia no tergiversó y que
utilizaremos en el momento oportuno, fueron leídas y aceptadas por millones de
alemanes.
En el año de 1905, a la edad de dieciséis años, Adolfo Hitler, feliz de haberlo
logrado, abandonó para siempre los estudios, y, lo que para él constituía una hábil
jugada, se convertiría en su mayor desastre, a corto y a largo plazo. Quien aquí venció
fue la vagancia compulsiva para el estudio. ¡Fatal!
Los dos años que transcurren entre 1905 y 1907, no son mencionados casi en su
libro Mi Lucha, dictado en 1924, y los buenos conocedores no han dejado de ver en él
una larga perorata, ya que Hitler difícilmente escribía, pero sabía hablar
abundantemente.
«Adolfo vivió en esos dos años una vida de ociosidad parasitaria —«Hitler,
sostiene Cartier, se entregó a una ociosidad absoluta»—, financiado, mantenido,
cuidado y mimado por una madre que le adoraba, con una habitación propia en el
cómodo piso de un edificio de la ciudad de Linz… Pasaba el tiempo durante el día
dibujando, pintando, leyendo o escribiendo «poesía»; de noche iba al teatro o a la
ópera; y ensoñaba y fantaseaba constantemente sobre su fututo como un gran artista.
Se acostaba bastante tarde y dormía por la mañana. No tenía ningún objetivo claro a
la vista. El estilo de vida indolente, la grandiosidad de las fantasías, la carencia de
disciplina para el trabajo sistemático (rasgos todos del Hitler posterior) se pueden
apreciar ya en estos dos años de Linz» (Kershaw, págs. 44 y 45). Los subrayados son
nuestros para celebrar que, si bien Kershaw no habla de la Compulsión a la vagancia
de Hitler, sí conocía sus síntomas.
Se le antojó a Hitler convertirse en pianista y convenció (nosotros decimos
«obligó») a su madre para que le comprase un piano de cola, e inició clases con una
profesora, pero cuando ésta le pidió que hiciera ejercicios disciplinados para mover
los dedos, él olisqueó «¡estudio!» —cosa que los vagos no pueden tolerar— y
abandonó el aprendizaje del piano cuando sólo habían pasado cuatro meses: de esta
hondura y gravedad era su compulsión.
Creemos que es de fundamental importancia, por lo que hasta aquí llevamos
dicho, y por lo que vendrá en el futuro, que la formación de Adolfo Hitler corre a
cargo de su árbol genealógico, no de la cultura Austriaca, a la cual fue impermeable
y sólo atendió a los llamados de su herencia que fue determinante de la estructura de
su ser, metido en sí mismo y en sus fantasías y delirios de grandeza, y en su rechazo

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brutal a profesores y compañeros, se quedó solo, con su familia a la que utilizaba para
que satisficiera sus órdenes, zambullido en su mundo Wagneriano —casi un autista
—, en sus héroes lejanos y en las guerras. Si tuvo un amigo en August Kubizec fue
también para utilizarlo como su auditorio particular en sus largas peroratas; cuando
ya no lo necesite, también lo abandonará en Viena sin dejarle «un saludo» siquiera.
Hitler es un fenómeno sui generis del bárbaro y el compulsivo que se enrosca sobre sí
mismo y rechaza las influencias del ambiente excepto las lecturas de periódicos que
«confirmaban» sus odios y delirios, por los menos hasta el 2 de agosto de 1914. La
Civilización no penetra su naturaleza íntimamente guerrera y compulsiva, que espera
el momento oportuno para hacer eclosión. Tendrá políticos que le acompañen en su
actividad de partido bélico y generales que lo apoyen en sus guerras, pero, en el
fondo, él continuará encerrado en su fantástica grandeza. Y solo morirá en las
entrañas de su búnker, acompañado por su perro que es lo único que quiere, ya que a
Eva Braun apenas la soporta y por eso siempre la mantuvo en la clandestinidad. Sólo
en el último momento, aceptó oficializar su relación con ella en un matrimonio que
era la recompensa, casi póstuma, por acompañarlo en el suicidio…

La pobre Clara se sometía a los caprichos onerosos de su hijo. En la primavera de 1906,


Adolfo exigió una estancia de cuatro semanas en Viena, de la que no queda otra huella que cuatro
postales, con una ortografía defectuosa, dirigidas a Kubizec (Cartier, pág. 24).

El 14 de enero de 1907, Clara consultó al doctor Bloch, quien diría de ella algo
que encaja exactamente con nuestra percepción: era «una criatura dulce, preocupada
y resignada», expresión externa, en nuestro sentir, de la profunda depresión que la
aquejaba… Rápidamente, el doctor Bloch diagnosticó cáncer de mama. Informó a los
hijos sobre la gravedad de su enfermedad, que por su resignación y temor de molestar
a Adolfo había mantenido en secreto el cruel dolor del pecho que no le permitía
dormir. Clara fue operada el 17 de enero de ese mismo año con los inciertos
resultados que hoy conocemos sobre esta mortal dolencia en esa época.

Adolfo tenía por entonces dieciocho años, sostiene Kershaw, pero aún no había trabajado ni
un solo día para ganarse el pan y continuaba con su vida de zángano sin perspectivas profesionales
de ningún género. Pese al consejo de algunos familiares de que ya era hora de que buscase un
trabajo, él había convencido a su madre para que le dejara volver a Viena, esta vez con la intención
de ingresar en la Academia.

Refugiado Adolfo Hitler en sus sueños de vagabundo, compró con su amigo


Kubizek una fracción de lotería, y en sus fantasías maníacas optimistas estaba seguro
de que se ganaría el premio mayor, de que debía ganárselo, prometiendo a su amigo
que con ese dinero se irían a vivir en un palacio lleno de lujos para entregarse
exclusivamente al arte y a una regalada vida. Su violencia explotó cuando se enteró
de que no habían ganado nada, y como él pensaba que todo se lo merecía por ser el
personaje que creía, lanzó improperios contra todos los «responsables» de la
injusticia…
El hecho nos sirve para enterarnos de que las fantasías de Hitler no eran las de un

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genio que viviera en pos de la verdad —ni siquiera del arte, porque nada hacía por
estudiar— sino que esos sueños obedecían a sus deseos de tener una buena vida sin
trabajar… Es conveniente advertir, por lo que vendrá en un futuro, que esta
compulsión de Hitler es muy grave, pues no sólo abarca el terreno de los estudios y
de toda disciplina (cuando la profesora de piano trató de pedirle que hiciera ejercicios
con los dedos que suponían cierto esfuerzo y atención, se sabe que Hitler se puso
furioso y abandonó las clases dejando a s u madre emproblemada con el piano que le
había «obligado» a comprar en un gran esfuerzo económico), sino todo trabajo
práctico, de modo que lo inutilizaba totalmente, y el pronóstico que puede hacerse es:
mendicidad, que ya venía practicándola con su madre, pero cuando esté muerta será
una mendicidad pública…
Justamente, por esta época en que Clara fue operada de su cáncer del seno, los
Hitler cambiaron de domicilio a otro barrio de Linz, Urfahr, y en el edificio donde
alquilaron un buen apartamento, cuya alcoba principal fue para Adolfo, vivía la viuda
de un viejo conocido de los Hitler, el funcionario de correos Presemayer, que alguna
vez le había ofrecido un puesto de trabajo a Hitler y había recibido la misma airada
respuesta negativa e insolente que daba a su padre. La tergiversación de Hitler sobre
los hechos referentes al enfrentamiento con su padre consiste en que el padre le
obliga a ser «funcionario», y que él se rebelaba a este oficio: no, tanto el padre como
todos los miembros de la familia, hasta su cuñado Leo Raubal, lo que le pedían era
que se ocupara en «algo», que hiciera algún oficio, lo que fuera pero que no
permaneciera ocioso, razón por la cual Hitler se encendía en cólera santa contra todo
el que osara insinuarle siquiera el estudio o el trabajo. Ya asistimos a la violencia con
que respondía a su padre, las manipulaciones con su madre; ahora odia a su cuñado y
a sus hermanas (Angela y Paula) que las trataba de «ocas». Una vagancia hermética,
esta de Hitler, sin posibilidad de que el ambiente lo remediara. Por eso Hitler va
camino de la mendicidad —sin que olvidemos, en honor a la verdad, en honor a
Hitler y a todos los vagos de la tierra cuando son compulsivos, que esa vagancia la
heredaron de su árbol genealógico, y que, por tanto, son enfermos del
comportamiento, y no son culpables.
Como era natural, Clara siguió mal después de su operación en enero de 1907, y
las metástasis no se hicieron esperar, en tanto Adolfo Hitler no la ayudaba buscando
un trabajo, sino que, como dijimos ya, la convenció para que le permitiera un nuevo
viaje a Viena para presentarse como aspirante en la Academia de Bellas Artes. Hitler,
en su optimismo megalomaníaco, estaba seguro de que lo admitirían —de que debían
admitirlo—, para hacer sus estudios como pintor, una seguridad fundada en la ilusión,
como en el caso de la lotería, pues él no tenía cómo ponerse a estudiar en serio y a
trabajar aplicado en sus pinturas, aunque se dice que vivía pintando y «dedicado a sus
libros», lo que es absolutamente impensable.
Por otra parte, tenía la seguridad de que los estudios en la Academia serían
mucho más fáciles que los del colegio de bachillerato, y que, por tanto, no tendría
inconvenientes para ingresar y para estudiar en la Academia de Viena.
Deja, pues, a la madre gravemente enferma y parte para Viena: «Pero a pesar de
que el estado de su madre seguía empeorando —llama la atención Kershaw—,
Adolfo siguió adelante con sus planes de trasladarse a Viena». Aojos vista, Clara se

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moría y el médico había advertido sobre lo delicado de su salud. Sin embargo Hitler
se marchó en los primeros días de septiembre de 1907, para presentarse a los
exámenes de admisión en la Academia de Bellas Artes. Tres meses más tarde, Adolfo
Hitler estaba de regreso junto al lecho de su madre que se hallaba agonizando. Clara
murió el 21 de diciembre de 1907. Según confesó Hitler en su libro, la muerte de su
madre había sido un «golpe atroz», especialmente para él. En cuanto a los
sentimientos de Hitler, es fácil valorarlos en vista de que él con sus manejos recibía el
total apoyo de su madre, debió sentir con alarma que perdía ese apoyo y que se
quedaba solo, pues carecía de vínculos afectivos con sus hermanas y su tía Johana,
mucho menos con su cuñado Leo Raubal esposo de Angela por quien sentía el más
vivo desprecio. A juzgar por sus confesiones que tienen ya en 1924 una intención
política, Hitler no es sincero en cuanto a sus sentimientos: «El golpe —de la muerte
de su madre— me afectó profundamente. A mi padre lo veneré, pero por mi madre
había sentido adoración» (Mi lucha, pág. 27). Si Hitler dice que «veneró» a su padre,
es una flagrante mentira, que nos hace dudar de su afirmación de que «había sentido
adoración» por su madre. Interés, sí, y mucho, pues no era por «adoración» que la
manejaba, desobedecía y utilizaba, sin que por esa adoración que le tenía hubiera
hecho un esfuerzo, ya no digamos para estudiar, que le era imposible, pero sí para
trabajar en algo para ayudarla económicamente, dándole así una muestra de gratitud
por todo lo que ella hacía por él: al contrario, cada vez le sacaba más ventajas y
dinero para vivir como un dandy, como lo han descrito los investigadores. ¡Esto, no
es, ni mucho menos, «adoración», como tampoco fue «veneración» lo que sintió por
su padre, sino «odio y miedo». Se quedaba solo con su enfermedad mental que le
impedía ganarse el pan con el trabajo, esta es la verdad incuestionable si seguimos
atentamente la línea de su desarrollo, pues la compulsión a la vagancia no iría a
desaparecer de la noche a la mañana, ni siquiera a lo largo de su vida…
Otra falsedad de Hitler en su libro Mi lucha, plagado de mentiras como hemos
dicho y como han dicho todos los conocedores, es que después de la muerte de la
madre, de inmediato se puso a trabajar. Nosotros sabemos que esto no era posible,
porque odiaba el trabajo. Pero él dice: «La miseria y la dura realidad me obligaron a
adoptar una pronta resolución. Los escasos recursos que dejara mi pobre padre…
fueron agotados en su mayor parte durante la grave enfermedad de mi madre, y la
pensión de huérfano que me correspondía no alcanzaba para subvenir mi sustento; me
hallaba, por tanto, sometido a la necesidad de ganarme de cualquier modo el pan
cotidiano» (Mira Aquí). A esto se agrega una carta del 29 de noviembre de 1921, en
la que dice: «Después de la muerte de mi madre, partí para Viena con 80 coronas en
el bolsillo, y, en consecuencia, me ví obligado a ganarme el pan enseguida con-
tratándome como peón de albañil, cuando aún tenía dieciocho años»… Dejemos que
sea Cartier, el biógrafo francés, quien lo refute: «Este es el relato que hará cuatro años
más tarde en Mi lucha y que quedará como la verdad biográfica oficial del Führer de
los alemanes. Es notoriamente inexacto. Adolfo partió para Viena con los recursos
normales, para un año al menos, de un estudiante». «Financieramente no tenía
problema, asegura Marlis Steiner—, pues la madre le había entregado su parte de
herencia: seiscientas cincuenta coronas» (Mira Aquí).
Estas precisiones tienen importancia por cuanto nos permiten sostener que la

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enfermedad del comportamiento compulsivo que padecía Hitler le impedía
absolutamente entregarse al trabajo regular y sistemático, en lo que fuera, impotencia
que siempre acompañó a Hitler toda su vida, pues el único que podrá hacer será el de
la «política como preparación de la guerra». Ningún otro trabajo soportaría, a
condición de que en la política otros se encargaran de los verdaderos trabajos
regulares y sistemáticos de administración, dejando para él la propaganda y la
agitación con su oratoria-nata que le fluía espontánea, sin esfuerzo alguno.
Como era de esperar con absoluta certeza para los conocedores —menos para
Adolfo Hitler quien con su Ego hipertrofiado megalomaníacamente, y sin respaldo en
los hechos, ya que no estudiaba o, mejor, no podía estudiar, para ser precisos y justos
—, estaba seguro de que el examen en la Academia de Viena sería un paseo,
particularmente para él, ¡un Hitler, que ante sí mismo ya se sentía el Führer!—, el
examen de admisión en la Academia sería todo un desastre.
El severo examen de tres horas de duración, que consistía en hacer dibujos sobre
temas concretos, se realizó en octubre de 1907. Hitler fue uno entre los 113
aspirantes. Veintiocho candidatos fueron aceptados; Hitler no: el concepto de la
Academia en su caso fue el siguiente: «Examen de dibujo insatisfactorio. Pocas
cabezas».
El golpe para Hitler, que fue durísimo, este sí, fue tanto más devastador cuanto
más inesperado por él, porque como en el caso de la lotería que tenía absoluta
seguridad de ganarse el premio gordo, ahora estaba absolutamente convencido de que
sería aceptado con honores. El comentario del mismo Hitler dice: «esperaba con
ardiente impaciencia, y al mismo tiempo con orgullosa confianza, el resultado de mi
examen de ingreso. Estaba tan plenamente convencido del éxito de mi examen que el
suspenso me hirió como un rayo que cayese del cielo. Cuando hablé con el director
(conversación que ponemos en duda porque va a ser la base de una atenuación por
parte de Hitler sobre su fracaso) para preguntarle por las causas de mi no admisión en
la escuela pública de pintura, me declaró que, por los dibujos que había presentado,
se evidenciaba mi ineptitud para la pintura y que mis cualidades apuntaban nítida-
mente hacia la Arquitectura… Es incomprensible, en vista de aquello, que hasta hoy
no haya frecuentado nunca ninguna escuela de Arquitectura y ni siquiera haya
asistido a clase alguna» (Mi lucha, págs. 29 y 30). El comentario de Werner Maser es
este: «Cuando en la Academia le sugirieron que estudiara arquitectura, idea que
nunca se le había pasado por la imaginación, se dio cuenta que para ello necesitaba
el bachillerato». En nuestro concepto, Hitler se sale con la suya para no quedar mal
con sus seguidores y lectores, pues el mito del Führer se hallaba en pleno ascenso
cuando dictó su libro: si me rechazaron como dibujante, me aceptaron como
Arquitecto, hizo pensar a sus lectores con su supuesta conversación con el Director de
la Academia; y allí tenemos a Hitler, proclamado como Arquitecto por la
Academia…
Como sabemos, Hitler regresó a Linz a finales de 1907 donde asistió a los
funerales de su madre y permaneció allí los primeros dos meses de 1908:
«Cuando volvió a Viena, en febrero de 1908, no fue para iniciar con firmeza los
estudios necesarios para convertirse en arquitecto —afirma Kershaw—, sino para
volver a caer en la vida cómoda, de holganza e indolencia que había vivido antes de

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la muerte de su madre» (Mira Aquí). Hitler, sin embargo, y en el proceso de la forja
del mito que él y el partido nazi se hallaban construyendo, sostiene otra cosa:

En brazos de la «Diosa Miseria» y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar,
creció mi voluntad, para resistir hasta el triunfo. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia de
hoy y la inflexibilidad de mi carácter. Pero más que todo, doy todavía mayor valor al hecho de que
aquellos años me sacaron de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la
miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquellos por quienes lucharía después… Hoy mismo
Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de calamidad encierra esa ciudad
feacia para mi. Cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como
pequeño pintor, para ganar el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca
alcanzaba a mitigar el hambre. ¡Qué constante era la lucha con tan despiadado compañero. Sin
embargo, en ese tiempo aprendí más que en cualquier otra época de mi vida. Además de mi trabajo
y de las raras visitas a la ópera, realizadas a costa del sacrifico del estómago, mi único placer lo
constituía la lectura. Mis libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en todas mis horas
de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la
cual hoy mismo me sirvo. Pero hay algo más que todo eso: En aquellos tiempos me formé una
concepción del mundo (Weltanschauung), concepción que constituyó la base granítica de mi
proceder de esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que
añadir después; nada fue necesario modificar (Mi lucha, págs. 30-31).

Este texto de Hitler es realmente revelador. Primero, por su falsedad, en cuanto


afirma que desde que llegó y durante los cinco años de su permanencia en Viena se
consagró a trabajar como peón. En segundo lugar, por la afirmación enteramente
inverosímil de que los libros eran su deleite y que leía mucho y concienzudamente,
algo que a un vago compulsivo como él le estaba absolutamente negado, y si algún
lector piensa que ya por entonces su enfermedad del comportamiento para estudiar
estaba superada, debe saber que, como ya lo hemos insinuado, nunca la pudo vencer,
pues teniendo sus raíces en el fondo molecular, y sin que nadie le hubiera podido
ayudar en su infancia, y sin que él tolerara que le insinuaran siquiera que estudiara o
trabajara, esa holgazanería se incrustaba más en su ser en la medida que el tiempo
transcurría.
¡Ah!, pero es que Hitler tenía una «concepción» muy suya y muy acomodaticia
de lo que era la lectura para él:

Bajo el concepto de lectura, concibo cosas muy diferentes de lo que piensa la gran mayoría de
los llamados intelectuales. Conozco individuos que leen muchísimo, libro tras libro y letra por
letra, y, sin embargo, no pueden ser tildados de «lectores»… Les falta el arte de separar en el libro,
lo que es de valor y lo que es inútil… Cuando las exigencias de la vida diaria le reclamen el uso
práctico de lo que en otro tiempo aprendió, entonces mencionará los libros y el número de las
páginas y, pobre infeliz, nunca encontrará exactamente lo que busca… Quien posee el arte de la
buena lectura, al leer cualquier libro, revista o folleto, concentrará su atención en todo lo que, a su
modo de ver, merecerá ser conservado durante mucho tiempo, bien porque sea útil, bien porque sea
de valor para la cultura general (págs. 40-41).

Como a Hitler le es imposible leer libros serios o científicos, ridiculiza a quienes


sí son buenos lectores, que él denomina despectivamente «intelectuales», a quienes
siempre profesará un odio profundo. Por otra parte, delata su método de lectura, que
consistía en entresacar lo «que confirmaba sus creencias y prejuicios», o, para decirlo
con sus palabras «su granítica concepción del mundo». Se cuida de citar algún libro

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leído por él, y, de pronto, se refiere al Capital de Marx, tan a la ligera y de carrera
que carece de conocimiento para decirnos a qué volumen se refiere. Lo que más tarde
leerá —que es lo único que un vago como él puede leer— serán los periódicos que se
convirtieron en su fuente de sabiduría: «Leía asiduamente la llamada prensa mundial»
y, como tenía una gran memoria, retenía lo que le interesaba.
Es indispensable hacer todas estas precisiones sobre las «lecturas y estudios» de
Hitler en Viena, porque de ellas va a nacer lo que él llamaría su concepción del
mundo que, de oídas, él malentendió, pues carecía de capacidad filosófica, así hubiera
podido leer a pensadores como Dilthey, Spranger, Scheler, Wundt, que se referían a
sistemas filosóficos u ontológicos cuando hablaban de la Weltanschauung o
Concepción del Mundo, del Idealismo, el Realismo, el Materialismo.
Por esto repetimos dos ideas suyas que subrayamos más atrás: «En aquellos
tiempos (de Viena) me formé una concepción del mundo (Weltanschauung),
concepción que constituyó la base granítica de mi proceder en esa época. A mis
experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después;
nada fue necesario modificar»… Eran todos sus «prejuicios y fobias» que formó en
esa época ayudado por la lectura de los periódicos, contra los socialdemócratas, los
marxistas y los judíos, que, en verdad, fueron graníticos y fijos, y que ya tendremos
oportunidad de ahondar sobre ellos, principalmente el feroz antisemitismo y
antibolchevismo, a los que agregará en 1924 su expansionismo nómada, cristalizado
en la idea de «espacio vital»: poco o nada tendría que agregar más tarde a su
«filosofía», ya que en Hitler dos o tres ideas se hincaban en su cerebro de manera
absolutamente rígida, y cuando nos dice «nada tuve que añadir después», era porque
su conocimiento limitado nunca pudo fecundarlo y enriquecerlo con nuevas ideas
porque su enfermedad compulsiva le impedía hacer lecturas serias que tuvieran la
virtud de hacer más flexibles sus rígidos prejuicios que no lo abandonarán jamás:
Hitler murió predicando su «concepción del mundo». Ya lo hemos sugerido, si Hitler
no hubiera padecido la vagancia para el estudio, habría sido otro, quizá más sabio y
más culto, menos bárbaro y compulsivo.
Aquí viene en nuestro apoyo Marlis Steiner, quien hace las siguientes
anotaciones sobre las lecturas de Hitler y cómo a través de ellas llegó a su
Weltanschauung (concepción del mundo):

La permanencia en Viena le sirvió pues de catalizador y hasta revelador. Es un período


durante el cual incorpora nuevas ideas, donde otras toman forma, se cristalizan. Pues lee
desordenadamente a los clásicos, historia, panfletos, folletos y sobre todo diarios, y como no
retiene más que lo que le interesa para incorporarlo a su concepción del mundo, nos explicamos
que se creyera elaborando su propia Weltanschauung. Pero la elección restrictiva y arbitraria de sus
«alimentos espirituales», su estrecha percepción de lo real, dieron rigidez a su edificio ideológico y
excluyeron toda forma de alternativa, lo que presentaba la ventaja —si así puede decirse— de una
creciente cohesión (Hitler, pág. 43).

Por su parte su «íntimo» amigo August Kubizek, gran defensor de Hitler, y


obnubilado y abrumado por su elocuencia avasalladora, que aseguraba que Hitler
ocupaba su tiempo leyendo cantidad de libros, cuando se lo concretó sobre cuáles
eran esos libros no supo recordar más que uno, no de filosofía, ni de Schopenhauer o

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de Nietzsche:
«Si tuviera yo que relatar qué libros causaron una particular impresión en Adolfo
dentro del ingente número de los leídos, primero en Linz y después en Viena, me
vería en un compromiso. Por desgracia, no poseo la extraordinaria memoria de mi
amigo para el contenido de los libros. Lo vivido para mí queda mucho más grabado
que lo leído. Tal como ya he dicho anteriormente, el primer lugar lo ocupaban las
leyendas de héroes alemanes. Las leía una y otra vez. El libro que poseía en Viena…
se intitulaba, si no estoy equivocado Leyendas de dioses y de héroes, tesoro de las
leyendas germano alemanas» (Adolfo Hitler, mi amigo de juventud, pág. 280)… A
esto se reducía la «ingente» cantidad de libros que Hitler leía, ya en Linz, ya en
Viena.
Por su parte, el erudito Kershaw, escribe: «Kubizek describe a Hitler
constantemente inmerso en sus estudios. No podía imaginar a su amigo sin libros,
asegura. «Los libros eran su mundo. Hitler había llegado a Viena, escribe, con cuatro
cajas llenas principalmente de libros… En la habitación de Stumpergasse había
siempre, añadía Kubizek, montones de libros. Sólo retuvo en la memoria, sin
embargo, un título: Leyenda de dioses y héroes: los tesoros de la mitología
germánica. Poco después de la guerra, cuando le preguntaron sobre las lecturas de
Hitler, sólo podía recordar que Adolfo tuvo dos libros en su habitación durante varias
semanas, y que tenía también una guía de viajes… Su testimonio posterior de que
Hitler había leído una lista impresionante de clásicos (que incluía a Goethe, Schiller,
Dante, Herder, Ibsen, Schopenhauer y Nietzsche) ha de abordarse con cierta
prevención. Hitler fue capaz más tarde de conversar sobre los méritos comparativos
de Kant, Schopenhauer y Nietzsche, aunque no hay ninguna prueba de que leyera sus
obras. De hecho, le habían sorprendido en el Albergue de Hombres de Viena
«disertando» sobre Schopenhauer, y confesó que había leído «algo» de su obra, y le
advirtieron que debía «hablar de cosas que entendiera»… Leyese lo que leyese
durante sus años de Viena, y dejando aparte una serie de periódicos (Leía estos
periódicos y probablemente leyese otros también, así como revistas y folletos
políticos, principalmente en los cafés) mencionados en Mi lucha, no podemos estar
seguros de lo que era, lo más probable es que fuesen cosas mucho menos elevadas
que las obras de esas luminarias de la literatura. Pero como todo lo demás que
emprendió en este período, sus lecturas fueron asistemáticas. Y los conocimientos
fácticos que encomendó a su formidable memoria no sirvieron más que para
confirmar opiniones ya existentes» (Hitler, pág. 65).
Basados en todos estos informes, y, particularmente en nuestro diagnóstico de
Hitler, como vago compulsivo para el estudio y el trabajo, vamos un poco más lejos:
podemos estar seguros de que Hitler, más allá de ser un asiduo lector de periódicos y
folletos, jamás leyó un libro serio completo, como no fueran las novelas de Karl May
sobre las guerras de los indios, y Las leyendas de dioses y héroes. No tenía cómo, era
muy grave su afección compulsiva que, fatalmente, le impidió ser un hombre
instruido. Con su talento y prodigiosa memoria —como ocurre con muchos vagos
que hemos tratado en nuestra actividad profesional—, cualquier cosa que leyera o
escuchara, la enriquecía y retenía con tal propiedad, que daba la sensación de una
gran cultura y podía «disertar» sobre Kant, Schopenhauer, y Nietzsche, con sólo

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haber asistido a una conversación, conferencia o leído algún fragmento de ellos en los
periódicos que, éstos sí, eran «su alimento espiritual». Con esa capacidad oratoria que
tuvo desde niño, cualquier información que adquiriera sobre cualquier tema, era
suficiente para que pronunciase todo un discurso de varias horas de duración.
Para mayor abundamiento y porque nunca sobra destacar que la vagancia
compulsiva para el estudio limitó a Hitler y lo hizo incapaz para el conocimiento
serio aparte de sus novelas de guerra y de sus cuentos mitológicos, y, particularmente
su lectura cotidiana de periódicos a los que era muy aficionado y que leía
«asiduamente» como él decía en los cafés, citaré un breve texto de Cartier porque
refleja el muy interesante pensamiento del hitlerólogo Jetzinger que contradice con
toda razón al muy ingenuo y sumiso —de sorprendente parecido en eso a la madre de
Hitler— Augusto Kubizek, que creía ciegamente en esa época de Viena y de Linz en
la «grandeza» de su amigo Adolfo, no sin que, a pesar de su credulidad, le haga
algunas críticas reveladoras a su ídolo, aunque, en algunos casos, Kubizek no es
sincero sino que obedece a la campaña endiosadora del Führer por el partido
nacionalsocialista al que pertenecía él, de acuerdo con la cual era muy importante
hacer creer al pueblo alemán que Hitler tenía una gran sabiduría y que «Los libros
eran su mundo y que en su alcoba había «montones» de libros, y que leía a los
clásicos y a los filósofos sin cesar. Pero los conocedores como Franz Jetzsinger no
aceptaban las evidentes mentiras muy parcializadas de Kubizek. Dice Cartier:

Kubizek, que nada tenía de intelectual, y cuyos estudios no habían pasado de la escuela
comunal, se asombraba de la cantidad de libros que desfilaban bajo los ojos de su amigo. «No
puedo recordarlo de otro modo que con un libro en la mano… Cuando hacía buen tiempo, Hitler se
iba a leer a un banco solitario de la Glorieta de Schonbrunn. Los días de lluvia frecuentaba la
Hofbibliothek. Homero, Horacio, Shakespeare, Schiller, Schopenhauer y Nietzsche figuran entre
los innumerables autores que todos los testimonios atribuyen al material de lectura de Adolfo
Hitler.

¿Pero leía acaso? —prosigue Cartier—. Jetzinger en su afán de contradecir a Kubizek —que
nosotros no creemos que sea «afán» sino convicción—, pretende que Hitler nunca leyó un libro
serio en su vida (Concordamos plenamente con Jetzinger). Sin ir tan lejos, otros autores expresan
sus dudas. Sin duda tiene razón en el sentido de que la versatilidad de su carácter y la variedad de
su curiosidad hicieron que Hitler nunca fuera un lector cuidadoso. El propio Kubizek reconocía que
Hitler buscaba en sus lecturas argumentos y razonamientos que estuvieran de acuerdo con sus
ideas. Pero poseía una facultad de aprehensión excepcional y, por añadidura una de las memorias
más prodigiosas de que haya estado dotado nunca un ser humano. Yo no creo que Hitler hallara
sus principios en los libros, y por eso no concedo demasiada importancia a las pedantes
investigaciones sobre el origen de su pensamiento. Sin embargo, creo que en sus lecturas encontró
un poderoso arsenal dialéctico (Hitler, al asalto del poder, pág. 35).

Hemos enfatizado partes de este importante texto: una, cuando dice que Jetzinger
«pretende que Hitler nunca leyó un libro serio en su vida», porque concuerda
exactamente con nuestra percepción; otra, cuando Cartier sostiene que por la
«versatilidad» del carácter de Hitler nunca fuera un lector cuidadoso: nosotros
sustituimos «versatilidad» por compulsión; tres, estamos de acuerdo con Cartier en
que Hitler no halló sus principios en los libros: creemos que los asimiló de los
periódicos y folletos o de las conversaciones o discursos que escuchaba; cuatro, «creo

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que en sus lecturas encontró un poderoso arsenal dialéctico: nosotros precisaríamos
que «en sus lecturas de periódicos y revistas» encontró ese arsenal dialéctico.
Lo notable del libro de Walter C. Langer, La mente de Adolfo Hitler, consiste en
que se lo encargaron de una manera «secreta» para conocer quién era en el fondo
Adolfo Hitler, y Langer consultó muy buenas fuentes para cumplir el encargo, y ya en
1936 el trabajo estuvo listo. En cuanto al fenómeno de la vagancia compulsiva que
nos ocupa y sus manifestaciones en Viena, dice:

En Viena se dedicó a leer periódicos y panfletos, no para estudiar, lo que le habría permitido
formarse intelectualmente, sino para encontrar argumentos que sustentaran su convicción anterior.
Es una característica que atraviesa toda su vida: nunca estudia para aprender, sino para justificar lo
que siente… Hitler, agrega Langer, pasaba el tiempo leyendo panfletos políticos sentado en los
cafés y pronunciando discursos a sus compañeros de albergue (La Mente de Adolfo Hitler, págs.
117-119).

Y, partiendo de estas lecturas, Hitler sostuvo más tarde:

Así que en pocos años construí una base de conocimientos de los que aún extraigo mi
alimento… En aquella época me formé una concepción del mundo y un enfoque de la vida que se
convirtió en el fundamento granítico de mis acciones…

Mendicidad Compulsiva. Puede tener diferentes orígenes, mas en Hitler fue


típicamente compulsiva, la prolongación extrema o la radicalización de su
haraganería. Se observa en muchos mendigos que, cuando la compulsión es universal,
tanto para el estudio como para las actividades prácticas y el trabajo, el paciente ya no
tiene salida, y se precipita en la mendicidad.
En su tercera visita a Viena, Hitler se había llevado a su amigo August Kubizek,
con la abundancia de su palabra y la fuerza de su elocuencia, pues debió convencer a
sus padres que no lo veían con buenos ojos debido a que conocían que era un
fracasado en los estudios. En todo caso, en febrero de 1908, estaba reunido con
Adolfo quien le dio una buena impresión por su atuendo de dandy, igual al que le
viera en la ciudad de Linz. En el mes de julio o agosto, Kubizek debió partir para
Linz ya que lo llamaban a prestar servicios en el ejército. Es cierto que Hitler no se
sintió a gusto con la partida de su amigo y hasta le envió algunas postales
posteriormente. Hacia el mes de agosto de 1909, Kubizek regresó a Viena a reunirse
nuevamente con Hitler. Kubizek en su libro narra lo acontecido. Se dirigió a la
habitación que habían ocupado, y la dueña de la casa, «la señora Zakreys me saludó
alegremente, pero se apresuró a añadir que la habitación estaba ya alquilada. Pero, ¿y
Adolfo, mi amigo,?, le pregunté asombrado. Pero, ¿no sabe usted quel el señor Hitler
ha partido?, respondió ella. Y, ¿adónde se ha trasladado?, quise saber. —Esto no lo
ha dicho el señor Hitler, dijo ella. — Pero tuvo que dejar alguna nota para mí. —No,
el Señor Hitler no ha dejado nada, replicó la señora. —¿Ni siquiera un saludo? —Ella
respondió: «no ha dicho nada».
«Pasó el año —continúa Kubizek— sin que yo hubiera sabido u oído nada de
Adolfo. Habrían de transcurrir cuarenta años hasta saber yo, gracias al archivero de
Linz, que se ocupaba de indicar las fichas en la vida de Adolfo Hitler, para saber que

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mi amigo se había trasladado de la habitación en la Stumpergasse, porque el alquiler
era demasiado elevado para él… Adolfo se había sumergido en la oscuridad de la
gran ciudad».
Se sabe que Hitler se trasladó a una habitación más barata en la zona de
Sechshauserstrasse de Viena donde vivió muy poco tiempo y desapareció de allí el 16
de septiembre de 1909 sin dejar rastro, ni el registro para la policía, ni menos para su
amigo.
¿Cuál habría sido la causa de esta desaparición misteriosa? Aquí los
investigadores especulan. La hipótesis preferida es la de que tal vez se presentó por
segunda vez como aspirante para ingresar en la Academia de Bellas Artes y que, por
segunda vez, lo hubieran rechazado. Avergonzado, no habría querido que nadie lo
supiera, ni siquiera su amigo Kubizek.
Nuestro concepto se funda en el seguimiento de la afección compulsiva grave
que padecía Hitler, su vagancia generalizada, para el estudio y el trabajo.
Tenemos la certeza de que cuando Hitler abandonó su primera residencia por una
más barata y aun en ésta tampoco pudo pagar el arrendamiento, era porque el dinero
que le había dado su madre después de la venta de la casa de Linz, se había agotado.
Ahora debería esperar hasta el 20 de abril de 1913, fecha en que cumpliría los
veinticuatro años, cuando, según estipulaba la ley austriaca, podía recibir la herencia
que le había dejado su padre Alois. ¡Cuatro años de espera, nada menos! ¿Qué hacer
entretanto?¿Trabajar? Adolfo Hitler, como lo hemos venido viendo en todos sus años
anteriores, sentía repugnancia por el trabajo, mentalmente no estaba en condiciones
de sacudir su compulsión de la noche a la mañana para dedicarse a ganar el pan con
el sudor de su frente durante cuatro larguísimos años… ¡Imposible!
Todo lo que diga Hitler y el partido nazi de que se dedicó a trabajar como peón,
que puso a prueba su carácter, que templó su voluntad, es increíble… Hitler, que
padecía una enfermedad del comportamiento heredada, que le impedía en absoluto
trabajar, no iba a poder erguirse de un día para otro, justamente dada la gravedad de
su pereza que ha sido reconocida por todos los investigadores serios de su carrera —
aunque nunca hubieran hablado de que padecía una compulsión a la vagancia
generalizada— para entregarse, en este caso, al trabajo material, ya que para el
estudio había fracasado rotundamente, una, o dos veces, si se quiere pensar así.
Nosotros sostenemos que no hubo una segunda presentación a la Academia. No tenía
con qué.
Podemos estar seguros, siguiendo fielmente esa trayectoria de Hitler odiando
todo lo que fuera trabajo y a todo aquel que le sugiriera que trabajara, que el 16 de
septiembre de 1909 Hitler claudicó y se entregó a la mendicidad… «Durante los
meses siguientes supo lo que era la pobreza», afirma Kershaw. Nosotros afirmamos
que la pobreza que sufrió fue producto de su vagancia, de no poder buscar un trabajo,
el que fuera, pero un quehacer que le permitiera vivir y sobrevivir, tanto más fácil le
habría sido cuanto que él no tenía a quién más que sostener sino a sí mismo.
Debemos ser consecuentes con nuestro diagnóstico cuyos síntomas los han visto
todos, y decir que Hitler no tenía con qué ponerse a trabajar, que le era
necesariamente imposible ponerse a luchar, fajarse y defenderse con su sudor y sus
brazos.

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No es esta una declaración acusatoria contra Hitler. Al contrario, resaltamos su
impotencia debido a un impedimento que no era voluntario sino impuesto por su
enfermedad compulsiva, pues nosotros sabemos qué es eso, cuán inutilizante, y que si
la vagancia para el estudio arruina las mejores inteligencias, la vagancia para el
trabajo conduce indefectiblemente a la mendicidad. Y a la mendicidad «lo lanzó» su
afección del comportamiento, y adviértase que no decimos Hitler «se» lanzó a la
mendicidad, como si fuera algo voluntario en él, un propósito libre de su voluntad.
No. Hitler no dijo libremente que no quería trabajar ni luchar en esa situación
apremiante: fue un determinismo biológico heredado el que lo lanzó despiadadamente
a pedir limosna. Conocemos muchos casos semejantes en la vida de nuestras
sociedades. Y no falta quien los critique sin conocer su fondo mental. No sólo la
gente humilde o los proletarios: en todas las clases sociales se encuentran los
mendigos, sea que vayan de puerta en puerta pidiendo socorro, sea que se conviertan
en parásitos de sus familias, o de sus amigos o de los estados. Que hay muchas
formas de mendigar. Y Hitler fue conducido a los bajos fondos a mendigar. Nosotros
somos los primeros en lamentar su condición humana, que si no hubiera sido vago, no
habría sido mendigo, ni tampoco el ser monstruoso que conoce la historia, pues ya
hemos sostenido que con capacidad para estudiar habría llegado a ser un gran pintor o
arquitecto civilizado y tal vez no cayera en su barbarie guerrera, que también era un
determinismo heredado de sus mayores. Si se nos preguntara en este momento quién
era Hitler, responderíamos que había sido un desgraciado que había recibido por azar
de sus mayores una herencia maldita que lo condujo a ser —junto con José Stalin,
hijo también de padres primitivos y alcohólicos, pero que no fue vago como Hitler—
el hombre más peligroso de la humanidad, si es que en el futuro no aparece un Hitler
armado con bomba nuclear…
Pero mientras vive en Viena desde 1909 a 1913, es un ser digno de lástima.
Adolfo Hitler desvalido e impotente se hunde y va descendiendo escalón tras
escalón al más bajo fondo de la escala social, pidiendo un mendrugo, demandando
cobijo en las frías noches de ese otoño. Para colmo de males, seguramente deprimido,
porque su humor era oscilante, y se movía entre el frenesí de la acción y la inercia del
desastre.
Alan Bullock nos refiere que «Hanisch (Reinhold) describe su primer encuentro
con Hitler en el dormitorio público de Meidling —un asilo para mendigos de Viena
—, en 1909, diciendo:

El primer día se sentó junto a la cama que me había sido asignada un hombre que sólo llevaba
encima unos pantalones viejos: era Hitler. Estaban despiojando su ropa, pues había vagado días
enteros sin encontrar un techo que le acogiera, encontrándose en pésimas condiciones (citado,
según Bullock, por Rudolf Olden en Hitler the Pawn, pág. 45, Londres, 1936) (Hitler, Estudio de
una tiranía, 2 vols., pág. 10, 1959).

Hanisch, dice por su parte Kershaw, llevó a Hitler a palear nieve, pero como no tenía abrigo,
no estaba en condiciones de aguantar por mucho tiempo. Se ofreció a llevar maletas a los pasajeros
en la Westbanhnhof, pero su apariencia probablemente no le proporcionaba muchos clientes. Es
dudoso que hiciese muchos trabajos manuales más durante su estancia en Viena. Mientras le
habían durado los ahorros, no se había molestado en pensar en la posibilidad de trabajar. Cuando
más necesitado estaba de dinero, no se encontraba ya en condiciones físicas… (suspensivos

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nuestros para cambiar «condiciones físicas», por condiciones mentales) de hacerlo. Más tarde,
hasta Hanisch, su «socio comercial», perdería los estribos ante su holgazanería cuando intentaban
ganarse la vida vendiendo cuadros (Hitler, vol. I, pág. 79).

Y Helmut Heiber, en su libro Hitler. Habla el Führer, sostiene que Hitler:

Sólo manifestaba su desprecio hacia los «otros» holgazanes, aunque él, tanto a la sazón, como
en años posteriores, lo fue siempre de modo singular (Mira Aquí)

Alan Bullock continúa:

Hitler no tenía abrigo y sentía mucho frío. Entonces se le ocurrió una idea mejor a Hanisch.
Preguntó a Hitler qué oficio había aprendido —en su impotencia, apuntamos nosotros, ni siquiera
esto se le había ocurrido—. «Soy pintor, me contestó». «Creyendo que era un decorador de
interiores, le dije que seguramente era fácil ganar dinero con su oficio. Le ofendió mi insinuación,
aclarando que no era pintor de esa calaña, sino, por el contrario, un artista académico»… Cuando
ambos, continúa Bullock, se mudaron al asilo de Meldemannstrasse, el Albergue para Hombres,
«tuvimos que idear mejores métodos para hacernos con dinero, dice Hanisch. Hitler propuso que
falsificáramos cuadros. Me contó que ya en Linz había pintado algunos paisajes al óleo, los había
metido en un horno para que adquiriesen pátina y había logrado, en varias ocasiones, venderlos
como valiosas obras de arte antiguas». Esto parece poco probable, pero como Hanisch que se había
registrado bajo el nombre supuesto de Fritz Walter, tuviera miedo a la policía, «sugerí a Hitler que
nos atuviésemos mejor a un esfuerzo honrado y pintásemos, por ejemplo, tarjetas postales. Yo
vendería las tarjetas. Decidimos, pues, trabajar unidos y repartirnos las utilidades». Hitler confirmó
el arreglo en su declaración al Juzgado, en 1910 (Hitler, Estudio de una tiranía, pág. 12).

Lograron sostenerse por estos medios, continúa Bullock, hasta el verano de 1910, cuando
riñeron. Hitler lo demandó por estafa y Hanisch estuvo 7 días encerrado en la cárcel,» no por la
acusación de Hitler sino porque andaba con nombre falso. Según Hanisch, «en el asilo sólo paraban
vagabundos y borrachos (Mira Aquí).

Cuenta Hanisch que Hitler usaba un abrigo negro muy viejo, que le había regalado Neumann,
un judío húngaro huésped del asilo o Albergue para Hombres. Por debajo de las alas de un
sombrero derby, negro y grasiento, le colgaba el pelo, que le tapaba el cuello del abrigo. Cubría su
cara huesosa y hambrienta, una barba negra sobre la que los ojos grandes y saltones constituían el
rasgo dominante». En suma, Hanisch añade: «una aparición que se ve muy de vez en cuando entre
cristianos»… Confirman esta descripción los quincalleros y pequeños comerciantes que compraban
sus pinturas, entre quienes aún recordaban, por el año 1930, la estrafalaria figura» (Mira Aquí, vol.
1).

Continúa Alan Bullock:

Hanisch añade que Hitler era perezoso y taciturno —dos características que a menudo se
repitieron en él—. Le disgustaba el trabajo constante. Si ganaba unas cuantas coronas dejaba de
dibujar días enteros y se pasaba las horas en los cafés comiendo pasteles de crema y leyendo
periódicos. No tenía ninguno de los vicios comunes. Ni fumaba, ni bebía y, según Hanisch, era
demasiado huraño y torpe para gozar el favor de las mujeres. Sus pasiones eran leer los periódicos
y hablar de política. Frecuentemente —recuerda Hanisch— había días en que sin más ni más
rehuía todo trabajo. Vagaba por los dormitorios públicos comiendo el pan y la sopa que en
semejantes lugares se repartían, discutiendo temas políticos y enfrascándose a menudo en disputas
acaloradas (Mira Aquí).

100
Para nosotros tiene una singular importancia este hecho, repetitivo y constante,
de que Hitler prefiera dedicarse a la política en lugar de trabajar… ¡Es que con su
verborrea y locuacidad ahora y más tarde con su oratoria que le salía espontánea, sin
esfuerzo alguno, podía entregarse a las discusiones políticas, interrumpiendo el
trabajo regular, con gran satisfacción! En suma: ¡prefería la política que no le exigía
ningún esfuerzo, porque para Hitler consistía en leer periódicos mientras comía
glotonamente sus dulces y harinas, y hablar, ahora si, sin descanso, porque le salía a
borbotones y le fluía sin el menor esfuerzo, prefería la política, repetimos, al trabajo
sostenido, que él odiaba! La importancia que tiene esta observación, se debe a que
más tarde, en plena acción política, Hitler exigirá para él la «propaganda» que
realizará con su espontánea oratoria, que para él no representa el más mínimo trabajo,
pues nació con ese don de la palabra, en tanto que la administración y la organización
del partido que sí requería esfuerzo y trabajo, la dejaría para que la hicieran otros.
¡Esta fue la forma como Hitler se acomodó en la actividad política!
«Cuando en la réplica se excitaba —prosigue Bullock— gritaba y manoteaba en
tal forma que, o bien los otros asilados le maldecían por las molestias que les causaba
—aquí se pone de manifiesto su fanatismo dogmático, agregamos nosotros—, o el
conserje se veía obligado a callarlo»: adviértase que a Hitler la palabra le fluía a
torrentes, sin que pudiera contenerse, verborréica y maníacamente. Sólo más tarde, a
partir de 1920, podrá educarla y convertirla en oratoria eficaz.
«Unas personas, al oírle, se reían de él y otras se mostraban extrañamente
impresionadas por su impetuosidad. Una tarde —nos cuenta Hanisch— Hitler fue a
un cine donde se proyectaba El Túnel, de Kellermann. En esa película aparece un
agitador que, mediante sus discursos, logra levantar en rebelión a las masas obreras.
El espectáculo casi enloqueció a Hitler. Le hizo tal impresión que por días enteros no
habló de otra cosa que no fuera el poder de la palabra… Parecidas explosiones de
controversia, se alternaban en el ánimo de Hitler, con los períodos de desaliento»
(Mira Aquí).
Retengamos estas oscilaciones maníaco-depresivas del humor de Hitler.

Los informes de Greinier confirman en gran parte lo declarado por Hanisch, dice Alan
Bullock. Como a todos los que lo conocieron, a Greinier también le chocaba la rara mezcla que
había en el carácter de Hitler, de ambición, energía e indolencia (enfatizamos nosotros para
destacar que la secuencia del humor maníaco—depresivo era de observación común a todo lo largo
de la vida de Hitler). Hitler no sólo desesperaba por querer causar una impresión favorable en las
personas que lo rodeaban, sino que hacía gala de su acopio de ideas ingeniosas para lograr fortuna
o fama… Cuando se hallaba en forma, hablaba hasta por los codos —típica expresión verborreica
de su estado maníaco, acotamos nosotros— , dejándose llevar de su imaginación, explicaba cómo
pensaba gastarse la fortuna que aún estaba por lograr. Pero cuando se enfriaba su entusiasmo, le
embargaba la tristeza y se apartaba por días enteros del trato con sus amigos —era la expresión
depresiva de su enfermedad bipolar maníaco—depresiva, agregamos—, hasta que cualquier nuevo
truco o alguna supuesta panacea para alcanzar el éxito volvían a inflamar sus anhelos —retornando
al polo maníaco—. Sus tendencias intelectuales seguían el mismo patrón. Según relata Greinier,
leía muchísimo, pidiendo prestados los libros de las bibliotecas públicas, pero sus lecturas eran
indisciplinadas y faltas de sistema: la Roma antigua, las religiones orientales, los yoga, el
ocultismo, el hipnotismo, la astrología, el protestantismo, fueron temas que excitaron su interés
momentáneamente. Daba principio a una veintena de labores diferentes sin llegar a terminar
ninguna —característico del vago compulsivo, anotamos nosotros—, y volviendo siempre a su
habitual método de vida, que consistía en ganar unos cuantos pesos mediante brotes esporádicos
de actividad y sin dedicarse a una sola cosa con perseverancia (la cursiva es nuestra)… Con el

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tiempo se le acentuaron estas manías, se volvió más excéntrico, más introvertido. La gente lo
encontraba raro y un tanto desequilibrado.

Aquí hacemos un alto muy breve en el relato importantísimo de Bullock, para


destacar estos comportamientos, que ya no son compulsivos, es decir, no pertenecen a
la Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones, sino a La Segunda
Mentalidad o Mentalidad Patológica. Comportamientos como la «introversión», lo
«excéntrico», « el aislamiento y la falta de amistades», lo «introvertido», «lo raro y
un tanto desequilibrado», primero, porque son manifestaciones esquizoides, muy
parecidas a las de su hermana Paula, de quien dice Walter C. Langer (La mente de
Adolfo Hitler, pág. 113):

Vivía Paula muy pobremente en un ático de Viena. El doctor Bloch fue a visitarla, golpeó a la
puerta. Nadie le abrió. Una vecina le explicó que nunca recibía a nadie, dándole a entender que era
una persona muy rara (otros autores han confirmado lo mismo)…

Ya tendremos oportunidad de comprender cómo estos comportamientos


esquizoides de Hitler se sitúan en la base de uno de sus síntomas más llamativos e
incomprendidos: la peculiaridad de su antisemitismo.
Prosigue Bullock:

Hitler dio rienda suelta a sus odios que alimentaba en contra de los judíos —retengamos que
fue hacia esta época de 1910 cuando hizo eclosión ese peculiar antisemitismo, observamos
nosotros—, de los sacerdotes, de los socialdemócratas, de los Habsburgo. Las pocas personas con
quienes había trabado amistad, se cansaron de él por su extraña conducta y su hablar disparatado.
Ofendió a Neumann, el judío que le había protegido, con la violencia de su antisemitismo; Greinier
a su regreso a Viena, se disgustó al comprobar lo bajo que Hitler había caído en la escala social;
Kauya, que administraba el Albergue de Hombres, le tenía por uno de sus clientes más
estrafalarios que había tenido. Y, sin embargo, la estancia en Viena marcó una impresión indeleble
en el carácter y en el espíritu de Hitler.

Para completar lo que nos ha dicho Alan Bullock sobre la vida de indigencia de
Hitler durante estos años en Viena (septiembre de 1909— mayo de 1913), nos
apoyaremos en Raymon Cartier que ha seguido minuciosamente sus pasos. «Hitler
pagaba por su celda en el Albergue para Hombres, Mannerheim, en el distrito 20 de
Viena, 50 céntimos al día, pero debía abandonarla a las 9 de la mañana y volver a
ocuparla a las 9 de la noche. Trabajaba en la sala común, al lado de otros pensionistas
que escribían direcciones o transcribían música. Pintaba tarjetas en colores y
acuarelas. Copiaba fotografías y reproducía casi exclusivamente los monumentos. El
Albergue para Hombres constituye un inicio de recuperación. Hitler lo reconoció así
en su libro Mi lucha: «A comienzos de 1910, mi situación cambió un poco. Trabajaba
como pintor y acuarelista»… Sin embargo, durante mucho tiempo no tuvo más que
una camisa que lavaba en el sótano.
El Albergue para Hombres (Männerheim) le proveyó a Hitler, por primera vez,
un público. Las salas comunes, ocupadas desde la mañana a la noche, eran lugares de
debates. «El recitador de monólogos de Linz, el solitario de la Stumpergasse, se

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convirtió en el Albergue para Hombres en un personaje más abierto que exteriorizaba
de repente la vehemencia que hasta entonces había desahogado sólo sobre Kubizek.
Soltaba discursos sobre la música, el teatro, la filosofía, exaltaba a Wagner y Schiller,
rebajaba a Mozart y Goethe y comentaba a Schopenhauer», todo esto, como ya
hemos visto, sin que hubiera leído a estos autores o conociera de filosofía, excepto a
Wagner de cuya música era un fanático.
Karl Lueger, acababa de morir. Hitler había admirado en él al antisemita que
atribuía todos los males de la sociedad austríaca a los judíos.
Es importante reseñar la visión de Alan Bullock en otro de sus importantes libros,
Hitler y Stalin, Vidas paralelas, 1994:

Cuando Hitler desaparece en noviembre de 1908, aún le queda algo de la herencia y se las
arregla durante un año viviendo en alojamientos baratos. No tiene nadie con quien hablar y se va
encerrando en sí mismo, pasando la mayor parte del tiempo… ¿durmiendo?, ¿leyendo folletines?
Pero en otoño de 1909, se habían agotado sus fondos, abandonó su habitación sin pagar los meses
que debía y empezó a dormir en los bancos de los parques, incluso en las portadas de las casas.
Cuando llegó la época de frío tuvo que hacer colas para conseguir un tazón de sopa de la cocina de
un convento y encontró una plaza en el Asyl für Obdachlose, un asilo para menesterosos que
regentaba una asociación de caridad. Hacia finales de 1909 y principios de 1910 se encuentra
sumido en la más profunda indigencia: hambriento, sin hogar, sin abrigo, enfermo y sin la más
mínima idea de lo que podría hacer —en su impotencia de vago, no se le ocurre que tiene un
recurso fácil para ganar la vida, y debe ser otro vagabundo, como Hanisch, quien lo socorra al
respecto, agregamos nosotros—. Al fracaso de sus pretensiones de convertirse en un artista se
sumaba ahora la humillación del joven de clase media, mimado y esnobista, que se veía reducido a
la categoría de vagabundo (Mira Aquí)

… Vivió tres años, después de esto (1910-1913) en el Albergue para hombres, otra institución
de caridad, pero de mucho más calidad que el Asyl für Obdahlose. Se apartó completamente tanto
de la familia como de su amigo Kubizek y desapareció, sumergiéndose en el anonimato de la gran
ciudad (Mira Aquí).

Hitler siguió en el Albergue para hombres porque allí encontraba mejores condiciones de vida
que en otras partes, y, además, este lugar le daba el apoyo psicológico que tanto necesitaba.
Pertenecía al pequeño grupo de los residentes permanentes cuya posición privilegiada estaba
reconocida (en el uso de la sala de «lectura», por ejemplo, donde pintaba) y cuyos miembros se
llamaban a sí mismos «los intelectuales», que se distinguían claramente de los transeúntes, a los
que trataban como a sus inferiores en la escala social. El círculo de la sala de lectura le
suministraba ese grado de contacto superficial que necesitaba como «individualista», sin poner en
peligro la aureola de reserva de la que él mismo se había rodeado, sin involucrarse en ningún tipo
de relación humana genuina. Ese círculo le proporcionaba también otra de las cosas que tanto
necesitaba: un auditorio. Según relata Karl Honisch, miembro de aquel círculo en 1913, Hitler
podía permanecer trabajando tranquilamente mientras no se dijese algo que le irritara sobre
cuestiones políticas o sociales… Entonces sufría una profunda transformación, se levantaba de un
salto y se dedicaba, enfurecido, a arengar a los presentes» (Mira Aquí).

Renunció a buscar un trabajo fijo. (Mira Aquí).

Más que el hambre

… lo peor de sus padecimientos fue en realidad la herida infligida a su amor propio, el


derrumbamiento de la imagen que se había forjado de sí mismo, como la del artista grande, o la de

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un gran escritor —la de un gran «algo», que dejaría su marca en la historia—, al verse ahora al
nivel de los desamparados de la fortuna, a los que tanto despreciaba» (Mira Aquí).

Desde el punto de vista psicológico —continúa Bullock en su libro Hitler y Stalin, Vidas
paralelas—, la importancia de aquel período vienés radica en dos hechos. El primero es que, pese
a los golpes recibidos, Hitler no abandonó, sino que intensificó la imagen que se había creado de
sí mismo. Al mismo tiempo y en la misma medida que continuaba experimentado la frustración y la
humillación, esta situación alimentaba sus resentimientos y sus deseos de venganza contra el
mundo que lo rechazaba, lo que venía a echar más leña al fuego en sus deseos de triunfar cuando
se presentase al fin la oportunidad (Mira Aquí).

A reserva de volver más adelante sobre este rasgo tan importante de la psicología
de Hitler, conviene que, de una vez, establezcamos su procedencia cerebral: Como
maníaco que era, Hitler sufría de ideas Megalomaníacas, de Delirios de Grandeza,
que se expresaron desde la niñez hasta la muerte, que él no podía controlar, ni
modular, pues eran causados por esta enfermedad psiquiátrica muy conocida, ideas
megalomaníacas y delirios de grandeza que se transformaban en esos sentimientos de
superioridad y omnipotencia, que sólo desaparecían en sus estados depresivos, en los
cuales no creía valer nada y deseaba suicidarse, una y otra vez.
Volvamos ahora a las conclusiones psicológicas de Bullock sobre Hitler en su
período vienés:

El segundo hecho importante de aquella época: Hitler exagera la importancia del aquel
período, al decir que sus ideas estaban ya completamente formadas cuando abandonó Viena en
1913, ignorando así el impacto emocional de sus experiencias en la guerra de 1914-1918 y su
reacción ante la derrota de Alemania… Hecha esta salvedad, no hay motivos para dudar, sin
embargo, de su afirmación de que fueron precisamente sus vivencias en Viena las que hicieron que
empezase a «cobrar forma» su Weltanschauung (concepción del mundo). En Viena Hitler ya se
había convertido en un nacionalista germano. Las dos nuevas amenazas que Hitler dice descubrir
por vez primera en Viena fueron «el marxismo y el judaísmo (Mira Aquí).

Hitler se jacta de haber leído —continúa Bullock— «una enormidad y concienzudamente»


durante la temporada que pasó en Viena. Pero unas páginas más adelante, en su libro Mi lucha,
escribe, ridiculizando a «la llamada intelectualidad». Esto nos da una idea de lo difícil que resulta
identificar los libros que leyó Hitler… Muchas de sus lecturas fueron al parecer ediciones
«popularizadas». En ellas encontró muchas citas de obras originales que memorizó y repitió luego
para hacer creer que eran estas últimas las que había leído.

Poseía una memoria asombrosa, especialmente en lo que se refiere a hechos y cifras y las
utilizaba para confundir a los expertos. Es un error subestimar la capacidad mental de Hitler y el
poder del sistema intelectual que ensambló juntando el material que había extraído de sus lecturas y
experiencias. Sin embargo, todo cuanto dijo o escribió revela que su mente, no sólo carecía de
humanidad sino también de capacidad de juicio crítico, de objetividad y sensatez a la hora de
asimilar el conocimiento, lo que se considera, por regla general, como sello característico de una
mente educada, cosa que Hitler despreciaba abiertamente (Mira Aquí).

«Al igual que en el caso de la Socialdemocracia y el Marxismo, Hitler se jactaba


de haber recurrido a los libros para ilustrarse acerca de los judíos. En este caso
concreto disponemos de claros testimonios de que aquellos «libros» eran unos
panfletos antisemitas, que compraba por unos cuantos peniques, o revistas como

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Ostara, que la editaba un monje que había colgado los hábitos y se hacía llamar Lanz
von Liebenfels, y estaba dedicada bajo el emblema de la esvástica, «a la aplicación
práctica de las investigaciones antropológicas con el propósito de preservar a la raza
europea de la destrucción, manteniendo la pureza racial»… Este tipo de
publicaciones eran una de las características de la subcultura vienesa de aquellos
tiempos, por regla general, pornográficas y desenfrenadas en lo que atañe a la
violencia y la obscenidad en su lenguaje. En los pasajes en los que Hitler se refiere a
los Judíos en Mi lucha, están redactados en el espíritu de aquella tradición, lo que se
refleja, por ejemplo, en su preocupación por el sexo y por la adulteración de la sangre
alemana: «la visión espeluznante de la seducción de centenares de millares de chicas
por repulsivos y patizambos bastardos judíos»: «tan pronto como empecé a investigar
el asunto (la cuestión judía) Viena se me presentó bajo una luz nueva. ¿Había alguna
empresa oscura, cualquier forma de suciedad, especialmente en la vida cultural, en la
que no participara al menos un judío? Al hundir el bisturí del investigador en esa
clase de abscesos, uno descubría inmediatamente, como un gusano en un cuerpo
putrescente, a un pequeño judío, que se quedaba con frecuencia deslumbrado ante la
repentina luz» (Mi lucha pág. 62).
Retornemos a Raymond Cartier y a su libro Hitler, al asalto del poder, quien nos
da valiosas informaciones sobre la vida del Hitler vagabundo y maníaco-depresivo:
«Él, Hitler, aceptaba regresar a las 9 de la noche a su celda de la ventana enrejada y
seguía ganándose su miserable pitanza realizando sin gusto y sin talento sus malas
acuarelas. No se conoce ninguna tentativa por su parte de escapar a esta
mediocridad. Al mismo tiempo se descubre lo que constituiría, hasta su agonía en
Berlín, una de las características paradójicas de Adolfo Hitler. Una pasividad
mezclada con frenesí. Nunca dejó de esperar el acontecimiento, y el acontecimiento
fue a él para elevarle, y luego para aplastarle» (pág. 48).
Hitler a los 24 años de edad —1913— parece haber iniciado una vida vegetativa.
No busca ningún contacto exterior ni hace parte de ninguna asociación… «No es, tal
como dijeron sus primeros biógrafos, una ruina humana. Se trata de algo peor: ¡se
diría que se ha acomodado a la mediocridad!» (Cartier, pág. 52).
Este criterio de Cartier está plenamente corroborado por notables historiadores
recientes, de que Hitler, en los tres primeros meses de 1913, «seguía a la deriva,
vegetando» (Kershaw, Hitler, pág. 91).
De la misma manera que la falta de dinero en septiembre de 1909 había lanzado a
Hitler a la mendicidad por su incapacidad compulsiva para el trabajo práctico, pues su
incapacidad compulsiva para el estudio había quedado demostrada en su rotundo
fracaso en sus aspiraciones artísticas ante la Academia de Viena, en 1907, ahora —y
el 20 de abril de 1913, está cumpliendo los 24 años, edad en que debe recibir según la
ley la herencia que legara su padre Alois, y, efectivamente, el 16 de mayo de 1913, el
Tribunal de la ciudad de Linz le anunció que, cumplido ese requisito, recibiría la
apreciable suma de 819 Kronen— ahora, decimos, con ese dinero que le llega de su
odiado padre, levanta cabeza, se pone en actividad, y parte para Múnich el 24 de
mayo de 1913, eludiendo, al mismo tiempo, por lo menos eso creía él, a las
autoridades austriacas por el delito de no haberse presentado a prestar el servicio
militar. Ahora, después de cuatro años de mendicidad, ¡Múnich está a la vista!

105
Odio, Maldad, Venganza, Mitomanía, Fanatismo, Terquedad, Incesto, Criminalidad
compulsivos de Hitler.

No vamos a describir estas compulsiones de Hitler con la misma minuciosidad


con que lo hicimos con la Vagancia, porque son muy evidentes no sólo para los
expertos hitlerólogos sino aún para la gente del común. Lo que les hace falta es su
denominación clínica de compulsivos, lo cual les confiere su justo valor etiológico
dentro del Gran Sistema Compulsivo que padeció Adolfo Hitler, pues, si bien las
personas heredan varias compulsiones, en el caso de Hitler nos encontramos con
multitud de síntomas compulsivos concretos, además de sus rasgos temperamentales
en sus relaciones interpersonales que fueron odiosos, tánto, que inspiraron miedo,
odio y venganza recíprocos.
El gen mutado por el alcohol que heredó de su árbol genealógico afectó su
cerebro Protéica y Pleiotrópicamente de «muchos modos» compulsivos, y en Hitler es
aplicable con pleno valor científico, utilizando la «paradoja de Changeux», que
nosotros hemos acogido con toda puntualidad, porque sostiene la verdad evidente de
que existe simplicidad en los genes y complejidad en el cerebro, con mucha mayor
razón hoy, porque a raíz del Proyecto Genoma Humano (año 2.000) en el que se
secuenciaron los pares de bases nitrogenadas, el número de genes disminuyó en cada
persona de 100.000 genes a 30.000 solamente; esto significa que se perdió en
cantidad de genes, pero se ganó en cualidad. ¡Somos seres cualitativos, a diferencia
de gorilas y chimpancés y mamíferos en general que son seres cuantitativos! De esta
manera, si antes se sostenía que un gen equivalía a una proteína, ahora es lícito
sostener que cada gen es mucho más rico en funciones y que se traduce en más de
una proteína:
Nuestra fórmula, entonces, es la siguiente:

Un Gen Mutado = Un Sistema Compulsivo en su Cerebro

Afirmamos que Hitler es el paciente con más compulsiones que conocemos en


nuestros historiales clínicos, todas heredadas al azar, por clara mala suerte. Mala
suerte que, por azar, hubiera heredado el Gen Mutado por el Alcohol, pues su
hermana Paula no lo heredó, aunque sí su hermanastro Alois Hitler, que acabó en la
cárcel. Mala suerte de Hitler, en segundo lugar, por el hecho de que ese Gen Mutado
que heredó, afectó su cerebro con tantas y tan peligrosas compulsiones… Repetimos:
¡Hitler no es culpable de ser tan excepcionalmente compulsivo! Hitler fue de mala
suerte, aunque, como ocurre con todos los compulsivos, viven una brutal paradoja,
consistente en que, siendo tan graves enfermedades del comportamiento sus
compulsiones, ¡gozan infinito realizándolas! Al mismo tiempo, y, en segundo lugar,
no fue culpable porque, si bien nació compulsivo, pudo no haberse hecho, si un buen
ambiente, un ambiente científico, le hubieran proporcionado unos padres terapeutas
con buenos conocimientos, no «con buenas intenciones», o, los profesionales
especialistas en las Grandes Compulsiones que hubieran atajado las múltiples
compulsiones en sus primeros años de edad, hasta sus dieciséis años, antes de

106
marchar a Viena…
El niño nació con su mentalidad compulsiva y se comportó de acuerdo con esta
mentalidad, de la manera más natural, espontáneamente, como si ser violento, ser
glotón, ser vago para todo —tan de mala suerte, que pudo ser vago sólo para el
estudio y no para el trabajo práctico, lo que le habría impedido descender al mundo
de la mendicidad—, ser malvado, odiar, ser vengativo, fanático en tal extremo grado,
etc., fueran los comportamientos normales y correctos, y ante esos modos de ser, no
tuvo —como no tienen hoy nuestros niños compulsivos, porque esta Ciencia de la
Tercera Mentalidad no ha sido acogida aún por la Organización Mundial de la Salud
(OMS)—, una mano sabia que lo guiara, sino que el niño Adolfo se encontró con el
sentido común y el temperamento de cada uno de los padres y de los profesores, que
se comportaron «anticompulsivamente», oponiendo a una compulsión otra
compulsión, y allí lo vemos chocando abruptamente con su padre, de temperamento
violento, con su madre, a quien maneja por su temperamento pasivo, y con los
maestros de diferentes temperamentos, pero siempre chocando con el muchacho. ¡No
los vamos a culpar a ellos, pues todos eran víctimas de la ignorancia, ignorancia que
no puede decirse que es cosa del pasado, sino actual, brutalmente actual!
Si alguien nos preguntara que si Hitler habría respondido a una terapia preventiva
que lo hubiera tratado desde la infancia hasta la adolescencia, responderíamos que sí,
si esa terapia hubiera sido hecha por un experto profesional, ayudado por sus
familiares y profesores, si esa terapia hubiera sido intensiva y penetrante como debe
ser toda terapia de esta naturaleza para que el cerebro —que a esa edad es plástico,
esto es, modificable— desarrollara neurocircuitos nuevos que contrarrestaran los
neurocircuitos engendrados por el Gen Mutado, generando comportamientos no
compulsivos, tempranamente, prematuramente, igual que se trata el cáncer, porque
las compulsiones son el cáncer de la conducta humana. Si hubiera sido tratado así, la
terapia habría producido resultados satisfactorios, para que se formara un Hitler con
relativa capacidad de adaptación, irritable sí, pero no violento compulsivo; buen
apetito, pero no Glotón Compulsivo; regular estudiante, pero no vago compulsivo
para el estudio; con pereza para el trabajo, pero no con repugnancia hacia el trabajo,
como llegó a ser la de Hitler que lo condujo a la mendicidad; con odio, pero no ese
odio «primario», «profundo», «visceral», de que han hablado sus biógrafos.
Si en la imaginaria terapia de Hitler, se nos preguntara que si se lo hubiese
tomado a los 10 años para tratarlo ¿qué habría ocurrido?, diríamos que ya se habría
convertido en un demonio incurable, ya que su herencia era abrumadora, y a esa edad
ya tenía todas las mañas, y muy desarrollada su Violencia, su glotonería, su Odio, su
Vagancia compulsiva, su Maldad… Su talento, su astucia, y su facilidad de palabra
—que habrían podido utilizarse en la terapia para establecer con él una fecunda
interacción dialéctica—, se convirtieron en instrumentos del Genio del Mal,
irreductible a todo cambio, pues Hitler se fue transformando en una persona con
ideas, convicciones, prejuicios, obsesiones, pétreos e inmodificables.
Como en las demás compulsiones, Hitler nació odiando. ¡Tremenda compulsión
ésta! Con su agudeza para detectar quién estaba con él y quién no, quién coartaba sus
comportamientos y quién no, odió muy pronto a su padre, y vio en su madre un
instrumento de manipulación y de ingratitud, pese a quienes hablan de un profundo

107
amor —y hasta «amor edípico»… —entre ellos. Cuando el padre murió, recayó sobre
ella la tremenda responsabilidad de conducirlo hacia el estudio para que llegase a ser
un profesional, pero Hitler la envolvió y explotó su ingenuidad y su blandura, que
satisfacía sus caprichos, ofreciéndole regalos, ropa fina en los años de Linz para que
vistiera como un dandy, un piano de cola cuando tuvo la veleidad de «estudiar»
música, viajes a Viena, y la respuesta constante fue la ingratitud: véase que no
exageramos, pues si lo hiciéramos, faltaríamos a nuestro compromiso de objetividad
científica: Clara Hitler accedió a la solicitud de Adolfo de que le costeara un viaje a
Viena. No le escribe a su madre, como muestra de cariño y gratitud, ni siquiera una
postal. Dice Kubizek:

¿Qué es lo que le pasaba a Adolfo? No llegaba a su madre ni una sola línea. La señora Clara
me abrió la puerta de su casa y me saludó cordialmente. Comprendí al verla que me aguardaba con
impaciencia. ¿Tiene usted alguna noticia de Adolfo?, me preguntó aún en la puerta.
Así, pues, no había escrito tampoco a su madre.
La señora Clara me ofreció una silla. Vi qué alivio significaba para ella poder abrir a alguien
su corazón. ¡Aquella vieja lamentación, que conocía palabra por palabra! Pero escuché
pacientemente:
—Si hubiera estudiado con aplicación en la escuela real, ahora podría hacer ya pronto su
examen de reválida. Pero no deja que le digan nada… Y añadió literalmente: es tan testarudo
como su padre. ¿A qué se debe este precipitado viaje a Viena? En lugar de conservar celosamente
esta pequeña herencia, se la gasta irreflexivamente. ¿Y qué saldrá después? No saldrá nada bueno
de la pintura. Yo no podré luego ayudarle. Tengo que pensar aún en la pequeña Paula. Ya sabe
usted, qué criatura tan delicada es. Y, a pesar de ello, tiene que aprender algo útil. Adolfo, sin
embargo, no piensa en ello. Sigue su camino como si estuviera solo en el mundo. Yo no veré ya
cómo consigue asegurarse una existencia independiente.
La señora Clara, continúa Kubizek, me pareció más preocupada que de costumbre. En su
rostro se observaban profundas arrugas. Sus ojos parecían velados, y la voz sonaba cansada y
resignada. Tuve la impresión como si ahora, cuando Adolfo no estaba ya a su lado, que se había
dejado ir por completo, y su aspecto era más viejo y enfermizo que de costumbre. Era evidente que
para hacer al hijo más fácil la despedida, había silenciado a éste su verdadero estado (con el cáncer
de mama mal operado)… Ahora, al encontrarse abandonada a sí misma, se me mostraba como una
mujer vieja y enferma (August Kubizek, Adolfo Hitler, mi amigo de juventud, págs. 197-198).

¿Quién diría, escuchando este relato desgarrador de lo mucho que sufría esta
pobre mujer —pues es la descripción adecuada: «pobre mujer»—, que su hijo la
quería, quién diría que su hijo no era un malvado y un sádico, que pensaba sólo en él
y en sus egoístas intereses, que «sigue su camino como si estuviera solo en el
mundo»?
Hitler niño odió «profunda y primariamente» a sus profesores y condiscípulos, a
todos los cuales despreciaba compulsivamente. Hitler odiaba a quien se atrevía
apenas a sugerirle que estudiara, a sus hermanas, a su cuñado Leo Raubal lo detestaba
«visceralmente». Ya en Viena odiaba y temía a los socialdemócratas; odiaba y temía
a los judíos; odiaba y temía a los marxistas. Era un odio universal, de naturaleza
compulsiva claramente, repetitivo y constante.
A su amigo Kubizek, al único que toleró por algún tiempo, hasta que en 1909
abandonó «sin dejarle un saludo», lo sometía tan despóticamente, obligándole a que
lo escuchara y aprobara, impidiéndole hasta dormir, que le infundía miedo, como lo
insinúa en el siguiente texto, escrito cuando se hallaba desesperado por la imposición
brutal de Hitler, quien 20 años antes de serlo, ya se sentía el Führer, y eso, que el

108
libro lo escribió Kubizek para contribuir a levantar el Mito de Hitler, obedeciendo al
partido nazi, no quería hablar mal de Hitler y le disimulaba muchas de sus maldades
inhumanas. Cuando Kubizek escribió las palabras siguientes, era porque ya no podía
soportarlo más y no sabía cómo zafarse de las garras de este cruel hombre, que si
trataba mal a su madre, mucha mayor maldad empleaba con este amigo «íntimo»:

Yo me esforzaba a mí mismo en mantenerme despierto y escucharle. Ninguna de las


preguntas que me llenaban de preocupación por él salieron jamás de mis labios. Hubiera sido fácil
para mí aprovechar alguna de las frecuentes discusiones para separarme de él. En el conservatorio
me hubieran ayudado con gusto a encontrar otra habitación (para no sufrir la tortura de vivir con él
en la misma habitación) ¿Por qué no lo hacía? Yo mismo me había dicho a menudo que esta
extraña amistad no hacía ningún bien a mis estudios. ¿Cuánto tiempo, cuántas energías me
costaban estas innecesarias y nocturnas tareas de mi amigo (que no lo dejaba dormir porque él
dormía durante el día)? ¿Por qué no me separaba yo de él? Porque sentía nostalgia, es cierto, esto
debía confesármelo a mí mismo, y porque Adolfo significaba para mí un pedazo de mi patria chica.
Pero, a fin de cuentas, la nostalgia es algo que un joven de veinte años puede superar fácilmente.
¿Qué era, pues? ¿Qué era lo que me retenía a su lado? (Mira Aquí).

Respondemos por Kubizek: ¡Miedo, profundo miedo a la cólera de Hitler! Una


cólera peligrosa, y quienes lo conocían y lo sufrían de cerca debieron notarlo y
sentirlo con miedo. Era una sumisión absoluta e incondicional la que les exigía Hitler
a sus «íntimos». El sumiso Kubizek, mientras vivió en la misma alcoba con Hitler
debió someterse estoicamente a las imposiciones de ese Führer en formación que, si
como canciller a partir de 1933, exigía la sumisión incondicional de las masas, los
políticos, los generales y las naciones conquistadas, ya desde su niñez era un tirano
con los que lo rodeaban: «¡pero no deja que le digan nada!», exclama atemorizada la
Señora Clara, la pobre madre del tirano infantil y adolescente. Clara fue la primera
víctima de Adolfo Hitler, ese déspota-nato. Nos constan las torturas a que fue
sometido Kubizek, porque él nos las ha narrado en su libro, cuidándose de no dar una
mala imagen de Hitler, antes al contrario, esforzándose por pintar de rosa lo que era
negro en su comportamiento y en sus odiosas y peligrosas imposiciones: Hitler
obligaba a Kubizek a que le escuchara y aplaudiera su verborrea acerca de todos los
temas posibles; lo obligaba en la intimidad a que le escuchara sus peroratas sobre la
música de Wagner, siendo que Kubizek sabía de música y Hitler era un aficionado
sentimental de Wagner, más por sus héroes que por la música misma; lo obligaba a
que le escuchara una «ópera» que estaba escribiendo, porque el hambre de fama y la
manía de acción no le permitían estarse quieto, y Kubizek debía someterse a la tortura
de escuchar y aplaudir lo que él sabía que era muy malo; hasta le obligó a que
compusiera la música del libreto de la ópera de marras, que, por su puesto, Hitler
escribió sólo algunas páginas porque su pereza no le permitía ni estudiar, ni escribir y
menos crear, y todo esto por las noches, cuando Kubizek necesitaba dormir pues
debía madrugar para ir al Conservatorio a recibir sus clases de música, en tanto que el
haragán de Hitler se quedaba durmiendo hasta tarde…
Desesperado, Kubizek quiere librarse de esa «extraña amistad» como él la
califica, pero carecía del arrojo para hacerlo, porque el miedo lo paralizaba, miedo a
una agresión ya no sólo verbal con sus interminables discursos que le salían a
borbotones, sino física, pues las garras del asesino potencial que había en Hitler ya

109
eran intuibles; Kubizek las intuía con horror, seguramente… ¡Todos los que
acompañaron a Hitler en la intimidad, que fueron pocos, sucumbieron a la
desesperación y al miedo!: acobardada, la madre no se atreve a hablarle de sus
terribles dolores ocasionados por el cáncer, por miedo a que su Adolfo montara en
cólera; por miedo, Kubizek debe aguantarse el tormento de vivir con este hombre que
a los 19 años ya tenía bien desarrollados sus colmillos criminosos que aún no los
sacaba en público pero que ya los mostraba en la intimidad… Quien padeció de la
manera más atroz esa tiranía íntima fue su sobrina y amante Geli: con su tremenda
violencia «visceral», que nosotros llamamos compulsiva, quería «educarla» para que
fuera su esclava sumisa a su tiránica voluntad. Geli que apenas salía de la
adolescencia, había dicho a una amiga: «mi tío es un monstruo», y en otra ocasión:
«Ud. no se imagina las propuestas que me hace mi tío Adolfo», refiriéndose
seguramente a propuestas sexuales perversas. Cada vez más exasperada, Geli no
aguantaba las presiones de Hitler, sus celos aplastantes, sus exigencias de sumisión
absoluta —quien conoce la tiranía pública de Hitler, debe imaginar con qué tremenda
fuerza esa tiranía se ejercía sobre Geli—, una niña indefensa, —y el 17 de septiembre
de 1931 tuvieron Hitler y Geli una disputa, que debemos suponer que no era de la
clase de disputas comunes y corrientes que viven los amantes, sino una disputa de
una magnitud hitleriana—, que escuchó la señora Anni Winter, el ama de llaves. No
se sabe el motivo de esta confrontación, pero sí una de las tantas disputas que existían
entre ellos, ya fuera porque Geli se rebelara, ya, lo más verosímil, que Geli lo
amenazara con hacer públicas sus propuestas perversas, y Hitler, cuando salió de la
alcoba por la mañana, le dejó su pistola para que ella se suicidara y la pobre niña
mordió el anzuelo. Al día siguiente, Hitler salió de la habitación, Geli se quedó sola;
poco después abrieron la puerta y la encontraron tendida, con un tiro en la sien,
muerta, y la pistola automática de Hitler a sus pies. Tres años más tarde, quiso usar la
misma treta con su íntimo amigo Ernst Rohm, haciendo que dejaran en su mesa de
noche, la noche de los cuchillos largos, una pistola para que él se suicidara y no tener
que hacerlo Hitler con su propia mano, pero Rohm, tan criminal como Hitler, no cayó
en el ardid y obligó a que Hitler cargara en su mala conciencia con el homicidio.
No se le hizo la autopsia porque el Ministro de Justicia Gürther, gran amigo de
Hitler, hizo lo necesario para que el cuerpo de la joven fuese despachado de Múnich a
Viena para su inhumación… Muchos sospecharon de Hitler como el asesino, pero lo
único cierto es que Hitler fue el autor psicológico del suicidio, pues no cabe duda
que, como a su madre y a Kubizek, Hitler llevó a Geli a la desesperación con su
tiranía potentísima que ella no pudo soportar, y, como, por otra parte, no podía huir,
tanto como Kubizek, del lado de su tío-amante —¡por miedo!—, no le quedó otra
salida que el suicidio, facilitado pérfidamente por Hitler…
La cuarta víctima íntima de Hitler fue Eva Braun, a quien el dictador tomó como
amante después de la tragedia de Geli. Siguiendo consecuentemente la línea del modo
tiránico y sádico con el que Hitler trataba a sus seres «queridos» más próximos, y Eva
Braun será la última, siendo Mimy Reiter la primera, una niña de 16 años que se
ahorcó y por suerte se salvó —sólo cinco personas en su vida, si hemos de descontar
su perro—, tenemos todo el derecho de pensar que Hitler la llevó a la desesperación.
Recordemos lo que decía Geli: «mi tío es un monstruo». No hablamos del final

110
trágico de Eva a quien Hitler convenció con su diabólica «elocuencia» a que se
suicidaran juntos, a cambio de que él, se casaría con ella, eso sí en el último instante,
cuando metidos en el búnker de Berlín ya no hubiera escapatoria para ella. No.
Hablamos de Eva en los primeros tiempos de sus amoríos con Hitler, también una
niña de 20 años —«espectros» del pasado, pasado compulsivo advertimos, pues
también el padre las buscó casi niñas para el amor—, a quien, sin duda, la llevó Hitler
a la desesperación con sus métodos brutales y «monstruosos» de tratarla, exigiéndole
la sumisión incondicional del esclavo… «El 11 de agosto de 1932, el doctor Plate fue
informado que Eva había telefoneado a su lugar de trabajo y, hablando con dificultad,
dijo que había intentado suicidarse, se había disparado una bala de 6,35 en la región
del corazón. Se quejaba de que Hitler no le hacía caso y que se sentía tan solitaria que
prefirió morir…»
Hitler asustado —pues no hacía un año de la muerte de Geli— se comunicó con
el doctor Plate: «Dígame la verdad. ¿Cree usted que Fraülein Braun ha querido
únicamente hacerse la interesante y atraer mi atención hacia ella?… El doctor Plate
hizo un gesto negativo con la cabeza: «El tiro iba dirigido directamente hacia el
corazón. La bala no tocó la aorta por unos milímetros. Todo indica que se trata de una
auténtica tentativa de suicidio»…
Los cinco íntimos, desesperados y con miedo, ante las monstruosidades del
Hitler niño, del Hitler adolescente y del Hitler adulto: Clara, la madre; Kubizec, el
amigo íntimo; Mimy, la pequeña adolescente; Geli, la sobrina amante; y, Eva, la
«pobre» Eva, a quien mantuvo en la clandestinidad, hasta cuando la tuvo asegurada
de que se suicidaría con él, momento en que Hitler convino casarse con ella.
Ahora sí, ¡que tiemblen los políticos nazis sometidos a Hitler; que tiemble el
pueblo alemán, bajo la fusta de su teatral y avasalladora oratoria; que tiemblen los
partidos políticos de oposición; que tiemblen los generales comandantes de las
tropas en los frentes de batalla; que tiemblen, en fin, las naciones que, una a una,
van cayendo bajo su yugo…!
Eso en cuanto al odio, a la maldad irrefrenable y al sadismo de Hitler.
¿Qué no diremos en lo que se relaciona con el crimen y la venganza compulsivos
de Hitler? Desde que Hitler se dedicó por entero a la «política», se sabía, o, por lo
menos, así lo entendemos nosotros, que no era una política al estilo de la política de
los partidos políticos clásicos, sino una política criminal, encaminada directa pero
solapadamente —pues Hitler era el único que lo sabía, y nuestro lector conoce que
Hitler llevaba la guerra en sus moléculas por haberla heredado de la pequeña etnia de
los Schicklgruber—, hacia la guerra. Por ello y con aviesas intenciones, Hitler dotó a
ese «partido» nacionalsocialista de un instrumento que era la Tropa de Asalto, la
terrible S.A., fundada y comandada por un siniestro asesino y perverso sexual, Ernest
Röhm, cómplice de Hitler en los actos y propósitos criminales, pues la política para
Hitler será sólo «un medio para conseguir un fin», y ese fin era la guerra que él
llevaba in pectore…
Sólo más tarde, cuando Röhm no tolere la sumisión a que Hitler pretende
someterlo —intolerancia que pagaría muy caro Ernest Röhm—, a partir de 1934,
funda Hitler ese otro terrible cuerpo criminal, llamado eufemísticamente Brigada de
Protección, más conocida como la S.S., siniestra tropa conducida por el no menos

111
siniestro Heinrich Himmler, homicida y genocida, también compañero y cómplice de
Adolfo Hitler, inspiración suya, pues Himmler obedecía ciegamente sus propósitos
oscuros. Con la S.S. y la Gestapo, Alemania y Europa se llenarían de terror. Este era
el fondo «político» de Hitler: la violencia y el crimen para destruir toda oposición,
con ejecuciones y amenazas que infundían espanto en los partidos de corte político
clásico que, si bien tenían métodos violentos en su acción, como el partido comunista
y el socialdemócrata, jamás acudieron a esas organizaciones de asesinos paramilitares
que empleara Hitler. El 1 de enero de 1931 fue inaugurada la Casa Parda, guarida de
los nazis, cuya sóla mención estremece. Todo bajo la inspiración, aunque no la
conducción, de Adolfo Hitler, que cuando podía, tiraba la piedra y escondía la mano,
debido al miedo delirante que sentía por los judíos, y esto, aún en el «apogeo de su
poder» (Kershaw).
En el mes de abril hubo una intentona de rebelión contra Hitler en Berlín.
Entonces, el Führer marchó a Berlín y estando allí desplegó su «maestría» para
aplacar a los amotinados, «armado sólo con su elocuencia y hasta con sus lágrimas
para persuadir a los amotinados» a quienes visitó de barrio en barrio y de casa en
casa, «como un brujo capaz de calmar con su palabra incluso unos estómagos
insatisfechos». Esto dijo la Fama. Pero, ¿cuál fue la realidad? Otto Strasser explica el
triunfo de Hitler a armas más siniestras que la hipocresía de sus lágrimas y su
retórica. Según él Hitler se valió de un conocido asesino para poner en orden a los
insurrectos berlineses.
Mas el triunfo de Hitler con los berlineses que se querían salir de su puño de
hierro se debió a que, detrás de su «diplomacia», se llevó a Berlín a la terrible S.S.,
aún en formación, pero ya comandada por el avieso Himmler. Mientras Hitler con su
elocuencia y con sus lágrimas convencía a algunos insurrectos, la S.S. de Berlín,
dirigida por Daluege, lo iba escoltando y silenciando a los más rebeldes con sus
métodos brutales… Con este gesto de la S.S. contra la insurrección de los berlineses
desesperados con la tiranía de Hitler, se inició la carrera de este cuerpo paramilitar en
abril de 1931, que habría de suplantar a la S.A. y a su jefe Röhm en 1934.
A propósito de asesinatos. La S.A. o tropa de asalto, que eran organizaciones
paramilitares creadas por el mismo Röhm, y cuyo espíritu brutal se guiaba por el
espíritu de Hitler, como siempre ocurre, bajo la comandancia de Ernst Röhm,
alcanzaron una gran fuerza, casi eran un segundo ejército y pretendían desplazar al
ejército y constituirse en el verdadero ejército bajo las insignias nazis, y empezaron a
salirse de las manos de su patrocinador Adolfo Hitler. Estas fuerzas paramilitares
habían adquirido su propia dinámica como es natural y se habían convertido en una
fuerza paralela al partido nacionalsocialista al que no veían con buenos ojos. Desde el
momento en que llegaron los nazis al poder en 1933, pretendieron convertirse en la
punta de lanza de la «revolución» nazi, empujándola más de prisa de lo que habría
querido el mismo Hitler, pues tenía sus propios y secretos planes: esperar la muerte
inminente del mariscal Hindenburg, presidente del Reich y la suprema instancia de
Alemania, y hacerse con la presidencia para reunir en su persona los dos títulos, el de
canciller y presidente del Tercer Reich, y, cosa importante, quería o planeaba atraerse
la adhesión del ejército, al cual, como es natural, Hitler le atribuía gran importancia, a
la sazón comandado por el General von Blomberg. Hitler veía, no sin disgusto que la

112
S.A. y su jefe Röhm se convertían en un obstáculo para este propósito, tanto más
cuanto que Röhm y todos los dirigentes de la S.A. se demostraban cada día más
beligerantes y radicales, tenían prisa por avanzar, y consideraban que Hitler iba muy
lento, ¿en qué? En iniciar su plan local de ajustar cuentas contra todos sus adversarios
políticos, contra los comunistas, principalmente, contra los socialdemócratas y todos
los partidos que no se adhirieron a él, sin olvidar su plan de «exterminar» a las judíos;
en el ámbito internacional, especialmente, Hitler estaba ansioso por comenzar sus
inexorables planes de Guerra, que desde niño había anhelado en sus lecturas de las
guerras narradas por Karl May. Pero más astuto Hitler, primero, calculaba con razón
para su éxito en sus nefastas intenciones compulsivas criminosas y bárbaras, absorber
todo el poder para sí, concentrándolo férreamente para no soltarlo más («cuando
tomemos el poder, le había dicho a Goering, no lo entregaremos jamás»), y tener las
manos libres y armadas para comenzar el asesinato y destrucción de los partidos de
izquierda y los judíos, e iniciar rápidamente el rearme de Alemania para imponer
definitivamente su voluntad bárbara guerrera… Al contrario, Röhm, menos
«político», tenía afán, todo el cuerpo paramilitar tenía afán, y no se sometían a las
órdenes de Hitler que pedían esperar, aun en las reformas sociales… No sólo Hitler,
también Hindenburg y Blomberg, dirigían serias críticas a ese estado de cosas en las
que la S.A. se había convertido en una amenaza nacional.
Para Hitler no era fácil dar satisfacción a las exigencias del Presidente y el
Comandante del Ejercito Alemán, puesto que la S.A. era obra suya, él se apoyaba en
esas fuerzas paramilitares, y ya vimos que ahí donde la elocuencia y las lágrimas de
cocodrilo de Hitler no lograban el triunfo, lo conseguían sus fuerzas paramilitares con
el garrote o el puñal. La S.A. era una fuerza perfectamente ideada por Röhm pero
Hitler la aceptó con entusiasmo como la dimensión militar del Partido Nazi, que, en
nuestro concepto, desde 1920 estuvo encaminado a hacer la guerra mundial. Por otra
parte, Ernest Röhm había sido su compañero inmediato de lucha, un factor
fundamental en la dinámica del partido nazi; Röhm era hechura de Hitler y Hitler era
hechura de Röhm, se interrelacionaban mutuamente, se necesitaban el uno al otro y
Hitler reconocía la invaluable ayuda de Röhm al partido, y, principalmente, a su
persona, apoyándolo constantemente. Es más, Hitler llamó a Röhm que se hallaba en
Bolivia ayudando en la Guerra del Chaco contra Paraguay, para que organizara
«férreamente» a la S.A. ¿Cómo iría a aplastarlo, entonces, si tan invaluables servicios
le había prestado?
Lo cierto es que los hechos se fueron complicando, en los que la mala fe tuvo
mucho que ver, de modo que se hizo creer falsamente que Röhm pretendía dar un
golpe contra Hitler, aunque siempre había estado de su lado. Con este argumento, se
desencadenó la catástrofe. El ambiente caldeado inflamó la compulsión asesina de
Hitler, y, a partir de este momento, como en todos los casos en que los potentes
deseos compulsivos se ponen en marcha —así sea un alcohólico, un jugador, un
drogadicto, un pedofílico—, se hacen irresistibles y nadie los puede controlar ni
detener. Se sabe que el Servicio de Seguridad, S.D., dirigido por otro siniestro
personaje, Heydrich, y la Gestapo, propagaban noticias alarmistas sobre la
inminencia de un golpe de la S.A. y de Röhm. Hitler, con los motores compulsivos
puestos en marcha, ya no perdió tiempo, y el 30 de junio de 1934 fue la fecha que fijó

113
para una reunión con todos los dirigentes de la S.A., en el hotel Hanselbauer de la
ciudad de Bad Wiessee. Hitler, como homicida antes o en el momento de su crimen,
se hallaba obnubilado por la rabia, que fue aumentando con las horas —fue «el día
más sombrío de mi vida», confesará—, y, en el paroxismo de su compulsión, pistola
en mano, entró en la habitación de Röhm quien después de una velada con mucho
alcohol, aún estaba en cama, cuando vio a Hitler armado gritándole que estaba
detenido. La redada fue grande, aún personas inocentes o no integrantes de la S.A.
como Ritter von Kahr, que fue asesinado a machetazos. Otros cayeron fulminados por
las balas de los paramilitares de la S.S. que acompañaban a Hitler que, en su frenesí
criminal, «estaba fuera de sí»… No se atrevió, sin embargo, a ordenar que asesinaran
a Röhm —¡tanto le había servido!—, pero, al fin, para paliar el asesinato
completamente injusto, ya que el mismo Hitler tenía conocimiento de que Röhm
estaba con él, pero sus intereses «políticos», estaban por encima de la justicia, hizo
que colocaran una pistola en la mesa de noche de Röhm, para que éste se suicidara —
el suicidio es un auxiliar muy socorrido de Hitler—, pero Röhm, viejo lobo de mar,
no aceptó la oferta (como sí la había aceptado la ingenua Geli, pues fue con la
pistola de Hitler que ella se suicidó) y dejó que la culpa recayera sobre su
compañero de luchas que ahora lo veía como un estorbo para sus planes. Dos
miembros de la S.S., dos matones de los paramilitares hicieron el resto y, de este
modo, Röhm dejó de ser un obstáculo para Adolfo Hitler.
Esta horrible matanza, que cobró muchas vidas, se conoce como «la noche de los
cuchillos largos», y se carga en el haber criminoso del Hitler del Tercer Reich… En
el llamado Crimen de Potempa, Hitler tuvo una doble participación, como inspirador
de la «política» de venganza nazi, y como cómplice de los asesinos.
En agosto de 1932 habían sido asesinados dos nazis. Pero aún no estaba en vigor
la ley que castigaba en Prusia con la pena de muerte los delitos políticos. Pero, una
hora después de que esta ley estuviera vigente, un grupo de nazis sedientos de
venganza, penetraron en el pueblo de Potempa y buscaron la casita del jefe comunista
de la localidad que era un joven obrero que se hallaba durmiendo. Los camisas pardas
nazis lo sacaron arrastrado de la cama y lo llevaron al cuarto próximo donde lo
molieron a patadas y pisotazos. Posteriormente la madre encontró el cadáver de su
hijo completamente destrozado. Se condenaba ciertamente el crimen de los
comunistas, pero el crimen de Potempa en el que los nazis rompían con sus botas los
huesos de un muchacho indefenso, causó estupor. Los verdugos del obrero de
Potempa fueron condenados a muerte porque cuando ocurrió su horrendo crimen ya
estaba en vigencia, hacía una hora, la ley de pena de muerte por delitos políticos. En
cambio, los asesinos comunistas del nazi, por no estar comprendidos dentro de esta
ley, fueron sentenciados sólo a cuatro años de prisión. La desproporción era
inmensa… Mas lo que estremeció fue el telegrama de Hitler a los cinco verdugos,
cuando estaba a dos pasos de ser el Canciller del Tercer Reich:
«Mis camaradas —decía Hitler a los asesinos—, ante el juicio monstruoso y
sanguinario que os aflige, me siento ligado a vosotros por una solidaridad
incondicional»…
La Compulsión Incestuosa de Adolfo Hitler, tiene mucha semejanza con la de su
padre Alois, aunque no se puede decir que el hijo la heredó del padre, sino que el

114
parecido es casual. El primer matrimonio de Alois con Anna no se cuenta porque fue
hecho por interés arribista y económico. En cambio sus dos siguientes matrimonios,
el primero con Franziska y el segundo con Clara la madre de Hitler, sí fueron
auténticos. Franziska no tenía ninguna relación con Alois, pero Clara era hija de su
hermanastra, las dos, por otra parte, habrían podido ser sus hijas, lo cual permite
diagnosticar cierto grado de pedofilia. Hitler, por su parte, conoció tres mujeres,
descartando un pasajero amor platónico con Estefanía en la ciudad de Linz, con la
que ni siquiera cruzó una palabra.
El único amor de Adolfo Hitler fue claramente incestuoso, llevándose a vivir a su
apartamento en Múnich a la hija de su hermanastra Angela, Angelina, conocida como
Geli, cuando ésta se encontraba en su adolescencia, de suerte que Hitler habría
podido ser su padre ya que contaba cuarenta años, en 1929. El padre de Geli resultó
alcohólico y se llamaba Leo Raubal, de modo que su hija Geli Raubal, que era vaga
compulsiva para los estudios —tenía el plan de estudiar en la Universidad, pero no lo
hizo; Hitler le costeó lecciones de canto, pero pronto se aburrió de tales clases,
porque a ella lo que le gustaba era el ocio y darse buena vida—, vagancia compulsiva
que pudo heredar de su madre Angela, por ser hija de Alois Hitler, conocido
alcohólico, y ella misma fue compulsiva alcahueta al permitir que su hija se fuera a
vivir con Hitler siendo apenas una adolescente. Geli habría podido heredar también
sus compulsiones de su padre alcohólico. Aparte de la vagancia para el estudio, y
para el trabajo, igual que su tío Adolfo, tenía la compulsión incestuosa, porque,
aunque era notoriamente promiscua —¡otra compulsión!— al permitir que otros la
cortejaran, por ejemplo Maurice, chófer y guardaespaldas de Hitler, sí es evidente que
le hizo el juego incestuoso a su tío Adolfo.
Lo que se sabe de Hitler es que se entregó por única vez al amor con esta niña,
aunque nadie se halla con conocimientos para decir hasta dónde llegaron las intensas
pasiones de Hitler por Geli. Se ha dicho que la dependencia de Hitler por Geli tiene
semejanzas con la dependencia de su madre Clara, pero nosotros no lo vemos así,
pues la dependencia con ésta fue típicamente parasitaria, manejándola para obtener
beneficios, dinero, regalos, viajes, prebendas, en tanto que con Geli fue al revés,
Hitler era el que daba, la llevaba al teatro, a la ópera, le compraba la ropa, le daba
dinero, le costeaba los estudios. En lo que sí existía un parecido, no sólo con la
madre, sino con Kubizek, con Mimy Reiter, y con Eva Braun, era en el trato
hiperposesivo y tiránico que les daba hasta conducirlos a la desesperación mortal y al
miedo… Los celos que desarrolló Hitler fueron dramáticos, no permitiendo que nadie
se le acercara a Geli, y le puso al lado a una señora para que la acompañara y
vigilara… Ya hemos llamado la atención sobre el hecho de que Hitler empleó toda su
tremenda fuerza oratoria y mental para ejercer su condición de dominador sobre estas
cinco personas —alguna vez Kubizek, estando en Viena viviendo en la misma alcoba
con Hitler, llevó a una niña a la cual dictaba lecciones de música y Hitler montó en
cólera creyendo que era una novia de Kubizek, y no se calmó hasta que éste le
explicó que se trataba de una estudiante del Conservatorio—, era un Führer privado,
¿cuál no sería el dominio, la tiránica imposición de Hitler con esta pobre niña —la
palabra «pobre» nos acude cada vez que hablamos de los íntimos de Hitler, siendo su
madre la más «pobre»—, teniendo, como sabemos, la capacidad brutal de coacción

115
sobre los miembros del partido nazi y sobre las masas alemanas a los que exigía una
entrega absoluta sin condiciones, y que, a quienes no se le entregaban los convencía
con su elocuencia, sus lágrimas o los puñales de la S.A. y de la S.S.?
Esta supercapacidad de dominio de Hitler, en la vida privada y en la pública,
debe tenerse bien presente a la hora de juzgar el dominio que ejerció sobre Geli,
encima, un Hitler extremadamente celoso… Lo cierto es que —hubiesen o no
relaciones sexuales con Geli— Hitler fue el Gran Inquisidor con esta niña, como lo
era con el pueblo alemán. Ella, que al parecer también era violenta, además de
frívola, se defendió como pudo, pero, ¿quién podía defenderse de Hitler, sobre todo
ahora cuando sus compulsiones a los 40 años de edad se hallaban plenamente
desarrolladas en su más peligrosa expresión? En voz baja, se quejaba que su tío era
«un monstruo» y que le hacía propuestas —seguramente sexuales perversas— que
nadie imaginaría. Quiso Geli irse para Viena donde vivía su madre, pero las puertas
cerradas y la siniestra amenaza latente se lo impidieron. Ella forcejeaba inútilmente
por zafarse de las garras del monstruo. La tortura psicológica era insoportable para
Geli y desesperada se suicidó. No creemos que Hitler la hubiera matado directamente
con su propia mano, pero sí estamos ciertos que él fue quien dejó la pistola para que
ella lo hiciera por sí misma: se sabe que este era un método muy de Hitler, ya que
también pretendió usarlo con su amigo de toda la vida Ernst Rohm (homosexual por
cierto). Ya hemos afirmado que Hitler en sus ataques contra los judíos, tiraba la
piedra y escondía la mano, pues él también tenía sus miedos recónditos.
De acuerdo con el decir de algunos estudiosos, entre ellos Cartier, este período
incestuoso, 1929-1931, «fue, a buen seguro, el período de su vida en que se mostró
menos inhumano».
La relación con la otra mujer de Hitler, Eva Braun, con quien habría de casarse,
como ya lo dijimos, minutos antes de suicidarse los dos, fue algo enteramente
superficial, sin que jamás tuviera la intensidad y dramatismo y pasión de la relación
con Geli Raubal… Mujeriego empedernido, su padre Alois fue mucho más normal,
pese a todo, en sus relaciones con la mujer, que su hijo Adolfo Hitler.
Diagnóstico de la Mentalidad de Hitler con base en sus compulsiones.
De acuerdo con nuestra clasificación de las mentalidades de los seres humanos,
fundadas en el funcionamiento de su cerebro, las personas pueden tener una actividad
satisfactoria de sus Facultades Mentales, perciben y piensan correctamente, razonan y
reflexionan sin inconvenientes, se orientan bien en tiempo y espacio, generan juicios
objetivos y realistas. Decimos que estas personas tienen una Mentalidad Normal, o
Primera Mentalidad… Pero existen seres humanos en quienes fallan esas funciones
mentales: no perciben satisfactoriamente, sino que alucinan o tienen ilusiones
perceptivas; su inteligencia no es adaptativa para resolver los problemas que les
plantea la existencia, sino que deliran; no se orientan correctamente ni en tiempo ni
en espacio; sus juicios son a menudo absurdos, no objetivos sino subjetivos porque se
hallan condicionados por un cerebro alterado en sus facultades, y pierden el sentido
de la realidad; otros seres humanos son víctimas de angustias, pánicos, fobias,
obsesiones y convulsiones: son los enfermos mentales clásicos, los Psicóticos, los
Neuróticos o los Epilépticos, con sus sintomatologías específicas. Denominamos a
estos individuos enfermos mentales, y pertenecen a la Mentalidad Patológica o

116
Segunda Mentalidad… Hasta aquí llegaban las clasificaciones tradicionales, con sólo
dos mentalidades, la mentalidad normal, y la mentalidad patológica, que incluye la
Esquizofrenia, la Psicosis Bipolar o Maníaco Depresiva, las Neurosis y las
Epilepsias… Quedaba por fuera el vasto mundo de las Grandes Compulsiones
Adictivas, que siempre existió, con su clara localización cerebral y su singular
alteración del comportamiento, que están torciendo el comportamiento natural de la
Especie Humana, trocándolo por comportamientos no adaptativos sino patológicos,
¡con la particularidad de que sus facultades mentales son normales!: hablamos de la
Mentalidad Compulsiva o Tercera Mentalidad: A esta mentalidad corresponde la de
Adolfo Hitler, al menos, en lo que hasta ahora hemos visto.
Nuestro lector conoce ya, que Hitler tenía un cerebro mestizo, con su CUARTA
MENTALIDAD dominantemente bárbara, y, secundariamente civilizada con su vocación
genética para la pintura, la escultura, la música coral y la oratoria —heredadas de su
abuelo paterno cuya identidad desconocemos—, vocaciones que Hitler no pudo
desarrollar debido a su pereza compulsiva; lo único que desarrolló fue la oratoria,
pero de manera espontánea, sin esfuerzo alguno, pues la palabra le fluía a borbotones
desde la niñez.

117
CAPÍTULO VI

Adolfo Hitler fue maníaco depresivo durante toda su vida

¿Por qué es tan difícil comprender el ser de Hitler, su comportamiento y acción?


Porque, ciertamente, en nuestro concepto, el biógrafo de Hitler que pretenda entender
su mentalidad y su psicología, encontrará que es el personaje más difícil de toda la
historia de la humanidad… Hemos estudiado a Alejandro, llamado el Grande, a
César, a Gengis Kan, a Napoleón y a Bolívar entre los hombres de acción, y ninguno
de ellos nos ha dado tanto trabajo entenderlo, excepto Simón Bolívar, sobre quien
debimos escribir tres biografías, con métodos diferentes: el psicoanalítico, que nos
perdió; el psiquiátrico, que nos desorientó y, el método de la psicología que llamamos
moderna, que incluye la comprensión de la mentalidad mestiza de los pueblos que, en
sus orígenes, se dividieron evolutivamente en civilizados sedentarios, y bárbaros
nómadas, y la distinguimos como la Cuarta Mentalidad; y, en fin, La Tercera
Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones.
Es que el cerebro de Adolfo Hitler se halla cruzado por multitud de fuerzas
mentales cuya dinámica no es fácil aprehender. A primera vista es desconcertante la
psicología de este hombre singular, aún hoy, cuando contamos con los más sabios y
eruditos estudios de historiadores y biógrafos; pero no existe una investigación
psicológica satisfactoria, aparte de las conocidas «interpretaciones» psicoanalíticas,
que esos biógrafos e historiadores han desestimado por su naturaleza subjetiva e
hipotética, sin fundamentos reales, como el «complejo de Edipo», el «complejo de
castración», el «sado-masoquismo», la «homosexualidad», que nada explican.
Desconocíamos principalmente las mentalidades étnicas mixtas de Civilizado y
Bárbaro, esa mentalidad Mestiza a donde han conducido las hibridaciones y mezclas
entre pueblos civilizados y nómadas bárbaros, debido a las «Grandes Migraciones»
de los pueblos, mejor dicho, después de milenarias guerras, a partir del año 3000 a.C.,
como lo señalamos atrás, en las que estas dos grandes ramas evolutivas de la
humanidad, sufrían sus confrontaciones militares y luego intercambiaban Genes y
Culturas que, siendo heterogéneos esos genes, de distinto rango evolutivo, no tenían
posibilidad de homogeneizarse en un rango unitario, sino que estructuraron en 5.000
años, lo que hemos llamado El Cerebro Mestizo de la Humanidad… Así,
agregábamos una cuarta mentalidad: La Mentalidad dominantemente Sedentaria

118
Civilizada y la Mentalidad dominantemente Nómada Bárbara, con la particularidad
de que el dominantemente civilizado, algo tiene de bárbaro, y el dominantemente
bárbaro, algo tiene de civilizado.
Desconocíamos igualmente la Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes
Compulsiones, y así, no teníamos acceso a ese variadísimo espectro de las
compulsiones, que son enfermedades del comportamiento, extrañas conductas,
determinadas por la capacidad mutagénica débil del alcohol, y sus productos, los
genes mutados, que afectan pleiotrópicamente al cerebro con muchas compulsiones,
como lo vimos con Adolfo Hitler, que se trasmiten por azar de acuerdo con las leyes
de la herencia de Gregorio Mendel, unas con la forma de herencia similar, en la que
de alcohólicos se generan similar o semejantemente alcohólicos, y otras, por la forma
de herencia desemejante, en la que, de alcohólicos descienden multitud de
compulsiones que, aparentemente, nada tienen que ver con el alcoholismo, como
pudimos observarlo con el tristemente célebre árbol genealógico de los Hitler,
nacidos SCHICKLGRUBER… De esta manera, y por causas extrínsecas, como es la
ingestión del alcohol a partir de su descubrimiento hace 9.000 años, los
comportamientos compulsivos están sustituyendo los comportamientos naturales
intrínsecos desarrollados a lo largo de la evolución de nuestra especie en las
estructuras cerebrales, y a consecuencia de ello la humanidad se está transformando
en una humanidad compulsiva, sin que seamos conscientes de ello.
En Hitler era indispensable descubrir estos fenómenos, la mentalidad de los
pueblos mestizos, y la Tercera Mentalidad, pues sin ellos sería imposible acercarnos
al conocimiento de dos dimensiones esenciales de su naturaleza: el bárbaro y el
civilizado que existen en él, y el compulsivo.
Pero esta extraordinaria mentalidad de Hitler no se agota en las dimensiones
señaladas, con ser tan importantes y decisivas de su ser.
Desde su niñez dio muestras de tener, al lado de su Mentalidad Compulsiva o
Tercera Mentalidad, una Mentalidad Patológica o Segunda Mentalidad, pues su
cerebro tuvo alteraciones en el funcionamiento de sus neurotransmisores químicos —
noradrenalina, serotonina— que lo llevaron a padecer alteraciones del humor muy
ostensibles en su comportamiento, ya maníacas, ya depresivas, ya delirantes.
En suma: Adolfo Hitler tenía las cuatro mentalidades: la Primera Mentalidad o
Mentalidad Normal, por medio de la cual se expresaban todas las manifestaciones
civilizadas de Hitler, su aptitud para el arte, la pintura, la arquitectura, la música, la
oratoria, más todos aquellos comportamientos que le permitían relacionarse
apropiadamente en sociedad… La Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica
(Maníaco-Depresiva y Delirante)… La Tercera Mentalidad o la Mentalidad de las
Grandes Compulsiones, y, por último, la Cuarta Mentalidad, o Mentalidad
Dominantemente Bárbara, nómada y guerrera.
¡Demasiado complejo es el cerebro de Adolfo Hitler, de aquí la enorme dificultad
para entender su psicología, repetimos!
Descritas la Primera, la Tercera y la Cuarta Mentalidades, nos resta conocer la
Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica de Hitler.
La enfermedad Maníaco-Depresiva se caracteriza por oscilaciones en el estado de
ánimo o del humor (dicho de paso, aunque este es el concepto de los tratadistas, a

119
nosotros nos parece un reduccionismo a los estados del humor bastante simple). Lo
cierto es que la persona oscila en círculo, entre los estados de euforia y exaltación del
humor, que es uno de los polos del círculo, y estados de abatimiento y desinterés
vital, que es el polo depresivo de la enfermedad. Por ello se la denomina enfermedad
bipolar.
En el estado maníaco, la persona «disfruta» de un estado de ánimo exaltado,
intelectualmente lo puede y lo sabe todo, su Ego se hincha y se siente superior a todos
los demás, es hiperactivo, de gran resistencia física y de enorme despliegue
psicológico, posee una autoestima envidiable puesto que se cree un ser superior sin
rivales y exulta con ideas de grandeza y megalomanía, habla a borbotones y se dice
que es verborreico o logorreico por la abundancia de palabras que dispara en sus
diálogos, o, más exactamente, monólogos, pues no permite que nadie le interrumpa.
Todo es rápido en él: percibe rápida y agudamente, piensa rápidamente, imagina al
vuelo, se mueve muscularmente de manera veloz, de suerte que deambula
constantemente y, en veces, casi ni duerme o duerme unas pocas horas. Su energía no
tiene límites. Gracias a esa exagerada necesidad de acción emprende muchas cosas,
que en veces culmina y otras las deja sin terminar, pues de una pasa a la otra, y así, en
sucesión interminable. Puede ser amable, mas si se lo contradice o interrumpe es
irritable y hasta peligroso en su violencia. En su expansión de superioridad puede
creerse un gran hombre, el más grande de todos, y llega hasta el autoendiosamiento,
creyéndose el mismo Dios, o el Genio Creador, y en no pocos casos puede sentir y
decir que nació predestinado a realizar una gran misión o sentirse el instrumento de
una divinidad o providencia. Y habla, habla sin cesar, rápida e ininterrumpidamente
sin cederle a nadie la palabra con la cual juega en un verdadero flujo de ideas y
palabras que, si la manía se agrava, llega a la confusión y el disparate.
El estado maníaco, como toda enfermedad, tiene grados, que van desde la
llamada hipomanía, que puede ser duradera y con manifestaciones que sólo llaman la
atención por su energía, su exaltación, su hiperactividad, grandiosidad y poder, sin
que lleguen al disparate, hasta el ataque agudo de manía, la psicosis maníaca, que ya
es la locura y la persona debe internarse en un hospital psiquiátrico.
El Polo Depresivo, viene a ser el anverso de la manía. En lugar de
sobrevaloración, hay minusvaloración; en lugar de hiperactividad, existe la adinamia;
en vez del gusto por la vida, sienten desinterés vital; en lugar de conversar
incansablemente, se sumen en el silencio; en vez de expansión, retraimiento; en lugar
de euforia, infelicidad; en lugar de iniciativas, apatía; antes que creer que están
destinados a cumplir una alta misión en la Tierra y en la Historia, se creen unos
paranada; en vez de grandeza, pequeñez; antes que entusiasmo, desánimo; en lugar de
acción desbordada, la necesidad de echarse en la cama: valen nada, pueden nada,
sirven nada; si el maníaco por lo general es hipersexual, el depresivo es impotente; si
el maníaco exulta, el depresivo está abrumado. ¡En oposición al maníaco que tiene la
sensación libérrima de satisfacción, el depresivo se autoacusa amargamente y se
reprocha sin piedad para consigo mismo! En lugar de vida y acción, muerte y
suicidio.
Lo mismo que en la manía, el polo opuesto de la depresión también tiene grados,
desde la depresión leve hasta la Gran Depresión Melancólica y Delirante, la psicosis

120
o locura que obliga a su internamiento en la clínica psiquiátrica. Sobre las causas de
la enfermedad maníaco-depresiva existe el consenso de que es hereditaria. El índice
de concordancia entre los gemelos monocigóticos o univitelinos es del 70 al 80 por
100, en tanto que ese índice entre gemelos bivitelinos se halla entre el 15 y el 20 por
100, lo que prueba que sus causas son de orden genético. Igual sucede en los casos de
adopción, que los hijos de pacientes maníaco o depresivos adoptados tienden a
enfermar cuatro veces más que los hijos adoptados de padres no afectados por la
enfermedad.
Al estudiar el árbol genealógico de Adolfo Hitler, hemos comprobado que por la
línea del padre Alois Hitler, fluyen los genes dominantemente bárbaros, los
débilmente civilizados, y las Grandes Compulsiones. En la madre Clara no
encontramos trastornos compulsivos del comportamiento. ¡Mas sí la vemos aquejada
depresivamente! Los relatos sobre ella y sus ojos «nublados» por el dolor —como
decía Kubizek— la delatan. Adinámica y con sentimientos de minusvalía fue más
vulnerable que su marido Alois para las arremetidas tremendas de su hijo Adolfo
Hitler. Alois tuvo con qué defenderse y con qué contraatacarlo; Clara se entregó
pasiva e impotente al dolor… ¡De ella procede causalmente su enfermedad maníaco-
depresiva! Alois era enérgico, no maníaco, ni siquiera hipomaníaco; su
hipermovilidad procedía de su temperamento nómada bárbaro.
Desde muy niño tuvo Hitler manifestaciones maníaco-depresivas… Por una
extraña casualidad se han conservado, que nosotros sepamos, dos fotografías de su
niñez. La primera corresponde a su época de estudiante en la escuela primaria de
Leonding, cuando contaba 10-11 años de edad. La otra pertenece al primer año de
secundaria en el colegio de Linz. Las dos están reproducidas por Kubizek en su libro
Adolfo Hitler, Mi Amigo de Juventud. La primera fotografía muestra un grupo
numeroso de estudiantes con Hitler en el centro de la última fila, los brazos cruzados,
con su actitud característica de persona superior a todos, altivo y arrogante,
justamente con la imagen que nos hacemos de él en su época de Führer… La segunda
fotografía lo muestra en la misma fila pero un poco agachado, ya no nos está retando
como en la primera, y ha buscado un lugar disimulado en el extremo derecho de la
fila, como si quisiera pasar desapercibido… En la primera fotografía aparece el
«predestinado» maníaco; en la segunda, el minusválido depresivo, coincidiendo con
los golpes sufridos por sus repetidos fracasos en los estudios.
Raymond Cartier ha hecho una observación casi idéntica a la nuestra, aunque sin
entender el por qué de las dos actitudes de Adolfo:

En una fotografía muestra a cuarenta y cinco alumnos escalonados en torno al maestro, con
Adolfo en el centro de la fila superior, con los brazos cruzados, la expresión arrogante y una actitud
que es quizá ya la de un Führer. Sin embargo, la conclusión que se ha sacado de este documento
queda debilitada por una foto escolar posterior en la cual Hitler aparece en el extremo de una fila
inferior (tal vez, se equivoca Cartier, porque es la misma fila superior, aunque Hitler se disimula
tanto que parece que fuera inferior, al menos que se refiera a otra fotografía), con un aspecto
mucho menos dominante (Hitler, al asalto del poder, pág. 16).

Cuando volvemos a tener noticias sobre la alteración maníaco-depresiva es en el


libro de Kubizeck, aunque antes, también desde niño, nos llamó la atención que

121
Marlis Steiner dijera que prefería defenderse más con la palabra que con los puños, y,
aparte de esta referencia, es evidente la verborrea de Hitler, en la niñez y
adolescencia, como síntoma inequívoco de su manía logorréica. En él, la
hiperactividad maníaca coexiste con la necesidad de movimiento del nómada que
traía en su cerebro. Su hipervaloración y la sensación de valer más que todo el
mundo, la certeza de que sería el mejor artista de la historia, tal como le insistía y
aseguraba a su madre, tienen el sello característico del hipomaníaco o del maníaco no
agudo. Hitler nació creyéndose el ser más grande del mundo, de allí su desprecio a
los compañeros de estudio y hasta a sus profesores a quienes miraba por encima del
hombro. Sin dudarlo, Hitler desde niño se creyó de una raza superior, «el
predestinado por la Providencia a cumplir una alta misión en la Historia».
Sentimiento de grandiosidad maníaca que guía no sólo el comportamiento inmediato,
sino el destino del Hitler adulto, que no se ruborizaba al pretender ser desde muy
temprano en su vida política el Führer de los alemanes, exigiendo poderes de
autoridad indiscutida e indiscutible en 1920, en el embrión de partido
nacionalsocialista. Hitler recorrerá toda su vida —exceptuando las diástoles
depresivas— con el sentimiento de omnipotencia y grandiosidad maníacas. A ello le
sumaba su tremenda hiperactividad y locuacidad que explican suficientemente el
frenesí de su ajetreo político a partir de 1920, y el frenesí de su belicismo, a partir de
1933, en lo doméstico y en lo internacional.
Estas observaciones las han hecho todos sus conocedores serios de quienes las
hemos tomado, con la diferencia de que ellos no le dieron el valor clínico que
encerraban, razón por la cual no se entienden muchos comportamientos de Hitler, ya
fueren dictados por sus comportamientos maníacos o hipomaníacos, ya por sus
manifestaciones depresivas muy claras.
El ciclo maníaco-Depresivo marca el ritmo de la carrera hitleriana, a todo lo
largo, ancho y profundo de su existencia.
Ya en la vida del adolescente, tenemos de primera mano la información que nos
describe Kubizek, amigo muy cercano a Hitler y a su madre. Era el año de 1906, y
Kubizek nos entrega el siguiente acertado relato:

En el aspecto exterior de Hitler, la búsqueda de un nuevo camino se puso de manifiesto en


peligrosas depresiones. Yo conocía bien estos estados de ánimo de mi amigo, que estaban en burdo
contraste con su extasiada entrega y actividad, y sabía que yo no podía aliviarle de ellos. En estas
horas se mostraba Adolfo inaccesible, encerrado en sí mismo, extraño. Podía ser que no nos
viéramos durante siquiera uno o dos días. Si al cabo de ellos me encaminaba yo a su casa, para
verle de nuevo, me recibía su madre con gran asombro:
—Adolfo ha salido, me decía, debe haber ido en busca de usted.
En efecto, según me contó el propio Adolfo, había estado caminando días y noches enteras,
solo con sus pensamientos, por los campos y montes que rodeaban la ciudad. Cuando le encontraba
de nuevo, se sentía sensiblemente aliviado de verme a su lado. Pero si le preguntaba qué era lo que
le sucedía, me contestaba con un «¡Déjame en paz!», o un rudo «¡Yo mismo no lo sé!» Y si seguía
yo preguntando, se daba él cuenta entonces de mi interés y me decía en un tono algo más suave:
Está bien, Augusto, pero tú no puedes tampoco ayudarme.
Este estado duraba en él algunas semanas.
(Adolfo Hitler, mi amigo de juventud, págs. 186 y 189).

Cuando Adolfo sufría sus depresiones —dice Kubizek más adelante— y se lanzaba a recorrer

122
los bosques, solo con sus pensamientos, cuántas veces no estaba yo sentado en la pequeña cocina
con la señora Clara, escuchando con el corazón conmovido, sus quejas y tratando de consolar a
esta amargada mujer…

Este mundo pequeño-burgués, en el que Hitler tenía que vivir, lo odiaba en lo


más profundo de su corazón. Todo en él parecía hervir y fermentar. Era duro e
inflexible. En estas semanas, su compañía no era ciertamente agradable» (Mira Aquí).
Y más lejos:

Su estado de ánimo me ocasionaba de día en día más preocupaciones, confiesa el mismo


Kubizek, la única persona con quien se trataba Hitler en esa época, pues ni siquiera a su madre, ni
a su hermana las quería ver. Nunca anteriormente había descubierto yo en él este placer en
torturarse a sí mismo. ¡Por el contrario! Por lo que hacía referencia a su altivez y conciencia de
su propio valer, en mi opinión poseía más bien exceso que defecto. Pero ahora parecía manifestarse
justamente al revés. Cada vez eran más profundos los reproches que se hacía a sí mismo. Pero no
se precisaba más que un ligero cambio, y la acusación dirigida contra sí se convertía en acusación
dirigida contra la época, contra todo el mundo. En confusas frases llenas de odio descargaba su
cólera contra el presente, contra la Humanidad entera, que no era capaz de comprenderle, que no
le dejaba manifestar su verdadero valor, por lo que se sentía perseguido y engañado… Yo estaba
sentado ante el piano, y le escuchaba desconcertado por sus declaraciones de odio (Mira Aquí).
(Enfatizamos nosotros).

Fundamentales revelaciones éstas que no sólo nos muestran al Hitler maníaco-


depresivo, sino que nos hacen comprender que muchas de sus críticas demoledoras
contra la sociedad, contra los habsburgos, contra todo, y que le lanzaron a la lucha y a
la política y aún a la guerra, se hallaban fuertemente determinadas por esos estados de
odio melancólico: advirtamos que, por falta de estudios, Hitler no era un pensador
filosófico que tuviera herramientas teóricas para hacer la crítica del mundo y la
humanidad en que vivía, de la sociedad burguesa, de los partidos políticos, del
marxismo y del judaísmo: todas sus acerbas y radicales «críticas» implacables contra
«todo», provenían de sus vivencias, de sus estados de ánimo en Linz, en Viena y más
tarde en Alemania: su «granítica visión del mundo», llena de odio y de sed de
venganza, fue forjada en buena parte por ese odio desmesurado que brotaba en él en
sus estados de profunda depresión, salpicado por su singular odio compulsivo,
sumados los dos. Su lectura de los periódicos, y sólo de los periódicos, hacía el resto,
racionalizando lo irracional que a borbotones brotaba de su cerebro enfermo.
Dentro de esta línea de análisis, no resulta descabellado sostener que el odio y
las «críticas» que el amargado y resentido depresivo profería, las llevaba adelante el
maníaco hiperactivo y verborreico. No olvidemos estos determinismos —además de
los que ya hemos detallado más atrás— si queremos conocer a Hitler en sus
sentimientos, sus pasiones, sus «visiones del mundo», sus discursos logorréicos
criticando y acusando a diestra y siniestra, y lanzándose a una hiperactividad
desaforada e irreprimible con fatales consecuencias para Alemania, Europa y el
mundo entero.
Ningún estudioso serio de Hitler ha dejado de ver el frenesí —maníaco de su
acción, como encaramarse en un avión en las elecciones de 1932, y programar ¡50!
manifestaciones de masas en una semana con otros tantos discursos…, pero pocos
han visto sus crisis depresivas amargas, que tenían la característica de que no se

123
quedaban en la pasividad, sino que se expresaban en odio, resentimiento, y críticas
despiadadas y desproporcionadas —¡de loco!— contra todo, ni menos han visto los
estudiosos ese oscilar en círculo, desde el polo de la exaltación maníaca, al polo
opuesto de la más profunda depresión estremecida por el odio vesánico. Ya citamos
más atrás esa sagaz observación de Cartier, de acuerdo con la cual Hitler vivió toda
una paradoja a lo largo de su vida: «Una pasividad mezclada con frenesí»…
Los lectores preguntarán, ¿cómo se expresaban el odio compulsivo de Hitler con
su odio del resentido y amargado depresivo? Respondemos que no son pocos los
casos en que la Tercera Mentalidad, en la que los pacientes realizan sus
compulsiones con sus facultades mentales normales, actúa de manera mixta con la
Segunda Mentalidad, que tiene las facultades mentales desequilibradas, y así,
manifiestan compulsiones mezcladas con síntomas de enfermedades mentales: odio
compulsivo + odio melancólico = odio a la segunda potencia: ¡este era el odio de
Hitler, tan acérrimo, que algunos autores como Kershaw y Bullock, lo han designado
como odio «primario» u odio «visceral», algo monstruoso… Así era Adolfo Hitler.
Aquí tenemos un ejemplo concreto del que August Kubizek fue testigo de su
explosión de odio «visceral», cuando Hitler fue rechazado por la Academia de Bellas
Artes de Viena, por motivos enteramente justos, pues sabemos que él no estudió para
presentarse, sino que creyó que eso iba a ser más fácil que en el Colegio de Linz o de
Steyr, «un juego de niños»:

¡Esa Academia!, gritó Hitler, recuerda Kubizek, su amigo. ¡Todos ellos no son más que viejos
y encasillados servidores del Estado, burócratas sin comprensión, estúpidos funcionarios! ¡Toda la
Academia debiera saltar por los aires!…

Su rostro estaba pálido como la cera, la boca apretada, los labios casi blancos. Pero los ojos
refulgían. ¡Qué inquietantes se me aparecían estos ojos! Como si todo el odio de que era capaz se
concentrara en ellos (pág. 247).

Aunque la condición patológica de Hitler consistía en que oscilaba


permanentemente entre un estado y otro, entre la depresión y la manía, existen
momentos críticos en los que la depresión adquirió dimensiones graves. La próxima,
muy profunda y duradera, fue su estado melancólico que, sin duda, lo acompañó
desde el otoño de 1909, aproximadamente, hasta el verano de 1910, cuando la
compulsión a la vagancia para el trabajo práctico y la adinamia y apatía depresivas se
unieron para abatirlo y llevarlo a la más profunda mendicidad, con abandono de sí
mismo, suciedad, deflación de su Ego, y entrega a la más absoluta ruina: ni siquiera
se le ocurrió pensar que él sabía pintar y que así podía ganarse la vida para salir de la
postración: debió estimularlo otro mendigo —Reinhold Hanisch— para que
despertara de su estupor melancólico.
El suicidio fue una salida que Hitler siempre tuvo en mente en todas las
situaciones difíciles. El suicidio como algo enteramente fácil y natural. Como un
recurso valioso que uno tiene a su disposición para sortear ciertas circunstancias
adversas… Recordamos su reacción ante la claudicación y entrega a los rusos del
General von Paulus en el sitio de Stalingrado en 1942: ¿Cómo es posible que se haya

124
entregado —dijo, más o menos Hitler—, cuando era tan fácil dispararse una bala?,
sentenció furioso… Como para él era muy fácil dispararse un tiro, creía que era
normal para todo el mundo…
En la tentativa fallida de asalto al poder en Múnich, en noviembre de 1923, Hitler
tomó como rehenes a tres funcionarios de Baviera, entre ellos al ministro Kahr, y
tranquilamente, les dijo, mostrando su pistola automática: la tengo cargada con cuatro
balas; si la empresa fracasa, los tres primeros tiros son para ustedes, y el último para
mí… Cuando se suicidó Geli Raubal, Hitler cayó en una profunda y duradera
depresión, y se temió que se suicidara… En 1932, ante la amenaza de escisión del
partido nazi por la intervención opositora de Georg Strasser, Hitler dijo: si el partido
se divide, resolveré el asunto metiéndome una bala. En el año de 1933, los primeros
días de enero, formuló la misma amenaza si no era elegido canciller del Reich. Y en
1936, cuando se embarcó en la aventura irresponsable de ocupar Renania, él estaba
tranquilo…, pues si fracasaba la empresa, tenía lista la «solución», el recurso fácil:
dispararse y morir.
Hemos examinado muy detenidamente este fácil recurso melancólico de Hitler al
suicidio. Vimos ya que le parecía incomprensible que Von Paulus no se hubiera
suicidado antes que entregarse al ejército rojo. Sabemos que su orden en el frente
Este contra Rusia era terminante: no retroceder, con lo que estaba diciendo de manera
evidente: ¡que mueran! En el momento en que en abril de 1945, las tropas aliadas, por
el este y el oeste penetraban en Alemania y cañoneaban Berlín, Hitler insistía, ¡que
luche hasta el último hombre!, lo que valía decir para él, ¡que mueran todos los
valientes!, «sólo los cobardes sobrevivirán».
Entonces, llegamos a la siguiente conclusión, enteramente verosímil: como yo
me voy a suicidar a última hora —feliz solución, ya que momentos antes de
realizarlo, lo encontramos sereno en su búnker, igual que todos los suicidas genéticos
—, ¡que se suicide Alemania conmigo! Y no exageramos cuando sostenemos que
todas las aventuras militares de Hitler (desde la decisión desafiante a los convenios
del Tratado de Versalles, de rearmar a Alemania, la toma igualmente desafiante de
Re-nania y la anexión de Austria y Checoslovaquia, que han sido calificadas
erróneamente como brillantes jugadas político-diplomáticas de Hitler, que hicieron
delirar de mística patriótica al pueblo alemán y que elevó al Führer hasta los cielos de
la Gloria, la Gloria más insensata que conocemos en la historia), que lo llevaron de
éxito en éxito hasta el desastre final, terrible paradoja comprobada históricamente
con los hechos, porque hasta un niño sabía que cuando despertaran los aliados en el
oeste y en el frente oriental, lo aplastarían, él, Adolfo Hitler, en sus raros momentos
de reflexión que no fueran para estimular su mentalidad guerrera, debió pensar: al fin
de cuentas, si fracasamos en la guerra que estoy provocando irresponsable y
puerilmente, ¡simplemente, nos suicidaremos, Yo y Alemania! Y no se alejaba de la
verdad, pues Hitler, con toda soltura y como lo más fácil del mundo se disparó un tiro
en el cielo de la boca y Alemania quedó en ruinas… Eran determinismos maníacos a
la vez que bárbaros de Hitler que lo lanzaban a esas aventuras «político-guerreras»
que dieron la impresión al principio de grandes victorias —que le valieron consagrar
su mito de superhombre— pero que todas acabaron en fatales «resultados»:

125
Sería difícil llegar a un juicio claro e irrebatible acerca de si los errores de Hitler,
considerándolos en su conjunto, fueron más o menos significativos que los aciertos basados en
decisiones intuitivas. Pero en cualquier caso, todo lo antedicho es aplicable sólo al transcurso de la
Guerra, y no al resultado; porque no cabe la menor duda de que Hitler, ya había dado pasos
decididamente fatales al respecto de forma que, en la práctica, cabe decir que había capitulado ya
en 1941». (Helmut Heiber, Introducción al libro Hitler y sus generales, 2004, pág. XLIV).

Nosotros radicalizamos este concepto, diciendo que Hitler por sus impulsos
maníacos y bárbaros había «capitulado» desde 1936, con la toma de Renania, no sólo
en 1941 con la invasión a la Unión Soviética.
A. Toynbee anota que «el General Ludwig Beck miraba con particular recelo que
la audacia (maníaca hiperactiva y bárbara) de Hitler no podía conducir más que a la
guerra», y que Alemania no estaba capacitada para una guerra a largo plazo (La
Europa de Hitler, 1985, pág. 43).

126
CAPÍTULO VII

El extraño antisemitismo de Hitler obedeció a un delirio


crónico sistematizado

EN SU FORMA CLÍNICA DE PERSEGUIDO-PERSEGUIDOR

Con toda razón el Antisemitismo de Hitler se ha convertido en un verdadero


rompecabezas entre los investigadores, porque aparece a la percepción como algo
extraño, especial y particular dentro del antisemitismo general que el pueblo judío ha
despertado a todo lo largo de la historia por sus características étnicas, religiosas,
económicas y por sus costumbres que lo llevan a mantenerse aparte en las naciones
que les han dado hospitalidad desde la diáspora original en el siglo ii de nuestra era,
sin que establezcan vínculos profundos, por regla general, con las sociedades de los
pueblos anfitriones, como la prohibición del matrimonio con personas que no son de
su credo, o porque viven en cierto modo separados, como una comunidad pequeña
dentro de la comunidad autóctona. Esta particularidad de los judíos, unida a
cualidades verdaderamente positivas como es su prosperidad económica fundada en
el trabajo honesto, les ha hecho ganarse la antipatía y un cierto antisemitismo
compatible con la convivencia y hasta la integración con familias no judías, aunque
en muchos casos el antisemitismo cobró gran virulencia, como en la España de los
siglos XV y XVI cuando fueron expulsados y perseguidos violentamente.
En la Europa del siglo XIX el antisemitismo fue generalizado y era algo endémico
en casi todos los países, particularmente en Francia, Alemania, Rusia, Austria, etc.
La doctrina racista comenzó a cobrar cuerpo con la publicación en 1854 del libro
del conde de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, en el que
se combate el movimiento proletario y se exalta a la aristocracia fundamentada en el
concepto de raza. Predica una diferenciación entre las distintas razas, considerando a
los negros como la raza inferior y a los blancos de raza germánica pura, como la
única civilizada, según Gobineau.
El músico Ricardo Wagner conoció a Gobineau en Roma y quedó fascinado con
él y sus teorías racistas, entusiasmo que comunicó a su yerno Houston Stewart
Chamberlain, quien adaptó el libro y las ideas de Gobineau en una obra titulada Los
fundamentos del siglo XIX, en la cual se ponía de manifiesto de manera clara el

127
profundo antisemitismo de Wagner y Chamberlain, cuya tesis central, que más tarde
adoptaría Hitler, sostenía que «había una conspiración judía para derrotar a las razas
germánicas». Esta idea de la «conspiración judía» era sostenida por el mismo Ricardo
Wagner, con un radical fanatismo, pese a que uno de los más fervientes partidarios de
su música era el director judío Hermann Levi, pero el antisemita Wagner desconfió
siempre de Levi, viendo la tal conspiración aún en los casos en que algo salía mal en
la representación de sus óperas…
El conocido estudioso Franz Neumann, en su importante libro Behemoth,
Pensamiento y Acción en el Nacionalsocialismo, 1943, nos recuerda que

… el racismo se convirtió cada vez más en antisemitismo puro, de modo que, conforme se
desarrollaba la doctrina de la superioridad racial germánica, se extendía con ella el sentimiento
antisemita (Mira Aquí).

El primer antisemita radical fue el mismo Martín Lutero, quien tuvo una actitud
demasiado agresiva con sus ironías acerca de cómo deberían ser expulsados los judíos
de Alemania:

El campo y las calles —dice Lutero, según cita de Neu-mann— les están abiertos para que
puedan ir a su país si así lo desean. Les haremos con gusto regalos para librarnos de ellos, porque
son una carga pesada como una plaga, una peste o una desgracia para nuestro pueblo… Cuando los
judíos se marchen debe quitárseles todo su dinero y joyas y plata… Que se incendien sus sinagogas
y escuelas… Que sus casas sean hundidas y destruidas… y que se les ponga bajo un techo o
establo, como los gitanos —en la miseria y cautividad, ya que incesantemente se lamentan y se
quejan de nosotros a Dios… El régimen Napoleónico había llevado a cabo la emancipación jurídica
de los judíos en Alemania, y la lucha contra Napoleón se convirtió en este país en lucha contra
todas las reformas realizadas por Bonaparte… El antisemitismo ha sido en Alemania una fuerza
política desde las guerras napoleónicas (págs. 134 y 135).

Sería interminable seguir describiendo el itinerario del antisemitismo.


Pero lo singular de Adolfo Hitler es que en él su antisemitismo adopta un carácter
asesino y genocida. Y es delante de este fenómeno que biógrafos e historiadores se
desconciertan, ¿de dónde salió semejante odio? ¿Cuándo se convirtió Hitler, no en
antisemita, sino en antisemita asesino y genocida?
El problema lo ha planteado recientemente el gran erudito Ian Kershaw, en el
primer volumen de su obra monumental Hitler, 1889-1936:

¿Por qué y cuándo se convirtió Hitler en el antisemita patológico y obsesivo que demuestra
ser desde sus primeros escritos políticos de 1919 hasta la redacción de su testamento en el búnker
de Berlín en 1945? Dado que su odio paranoico habría de determinar la política que culminó en la
matanza de millones de judíos, no cabe duda alguna de que se trata de una cuestión importante. Su
solución está, sin embargo, menos clara de lo que nos gustaría. La verdad es que no sabemos con
seguridad por qué, ni incluso cuándo, se convirtió Hitler en un antisemita obsesivo y maníaco (pág.
84).

Enfatizamos nosotros para destacar dos aspectos de este importantísimo texto: el


primero, es que las expresiones «patológico», «obsesivo», «paranoico» y «maníaco»,

128
para calificar el antisemitismo de Hitler, no nos parecen adecuadas, pues no pasan de
ser adjetivos; en segundo lugar, destacamos la afirmación de Kershaw en la que
acepta que la solución al problema que plantea el antisemitismo de Hitler «está
menos clara de lo que nos gustaría».
Esto supone que nos hallamos ante el compromiso psicológico ineludible de
hacer un esfuerzo especial, con nuestras herramientas de especialistas de la mente
humana, para tratar de encontrar la solución al enigma, pues estamos de acuerdo con
Kershaw de que se trata de una cuestión extremadamente importante, tanto por los
millones de víctimas judías, cuanto por el hecho mismo, que plantea la necesidad de
saber hasta dónde puede llegar la naturaleza humana en su monstruosa brutalidad…
Ímprobo en demasía es el compromiso, mas, sea como fuere, es ineludible e
insoslayable para conocer esta nueva dimensión del cerebro de Adolfo Hitler:
¡cuántas tiene!
El «cuándo» es fundamental, la premisa de toda la argumentación. Si partimos de
otro momento de la vida de Hitler, nos perderemos irremediablemente. Y, del mismo
modo que en el artículo que Hitler escribió en Múnich en 1919 contra los judíos, o,
por mejor decir, sobre el «problema judío», en el que hacía la diferenciación entre la
manera «emocional» y religiosa de abordar el problema, y la manera racional-racial,
que a él le parecía la más certera, nosotros vemos asimismo dos momentos o estados
en el Antisemitismo de Hitler: el Momento Vi-vencial y el Momento teórico,
discursivo o racionalizador… Si acertamos en la ubicación del primer momento, el
vivencial, probablemente estaremos bien encaminados; si fracasamos, toda la
argumentación será vana, porque atender al Hitler ra-cionalizador, equivaldría a
dejarnos envolver por su discurso tendencioso, que vino después de la premisa
vivencial.
Por todo esto, comenzamos advirtiendo que por detrás de la argumentación
antisemita de Hitler, exclusivamente intelectual, se descubre un factor subjetivo,
claramente irracional —¡no emocional!—, que se ha convertido en el núcleo
alrededor del cual giran los argumentos como si fueran una envoltura que lo encierra
y hace invisible. Es ese «núcleo» el que debemos descubrir, puesto que es la vivencia
misma del momento en que se produjo el origen del antisemitismo hitleriano.
¿Cuál es el momento más crítico de la mentalidad de Hi-tler? ¿Cuándo fue más
desgraciado, solitario, extravagante, excéntrico, deprimido y miserable? Lo
conocemos perfectamente y atrás lo señalamos: cuando Hitler huyó de todo contacto
con la realidad, hasta de su amigo íntimo Kubizek, y se entregó a una existencia
autista, absolutamente solo y melancólico debido a la pérdida de toda esperanza de
ingresar como estudiante en la Academia de Bellas Artes de Viena, así como al
haberse quedado en la indigencia y sin posibilidad de defenderse con el trabajo para
ganarse el pan del día, entre el otoño de 1909 y la navidad de ese mismo año cuando
lo redime la compañía de Reinhold Hanisch, compañero de mendicidad en el asilo
para menesterosos de Meidling. Hanisch nos describe a un Hitler desaliñado,
hambriento, cansado, con los pies llagados de tanto vagar por las calles de la ciudad.
No nos dice palabra —ni estaba en capacidad de hacerlo— sobre su estado mental.
Pero es fácil adivinarlo, pues conocemos dos rasgos suyos notables, sin fijarnos por
ahora en su ser compulsivo que era el responsable de su miseria: la depresión

129
melancólica que lo dominaba y su excentricidad, su «extrañeza» como la hubo de
calificar Kubizek, tan parecida a la excentricidad y extrañeza de su hermana Paula
que vivió, como hemos dicho, retirada, sin querer ver a nadie, en su buhardilla…
Sabemos clí-nicamente que esos estados de soledad son propicios para que el cerebro
engendre ideas raras, ilusiones y hasta alucinaciones, y verdaderas locuras,
particularmente en una persona como el Hitler de ese momento, en semejante crisis.
Días, semanas y hasta meses deambulando como un sonámbulo por las calles de
Viena, ensimismado, enajenado, reconcentrado y absorto, en absoluta soledad, roto
todo vínculo con la humanidad, y, de pronto, súbitamente:

Al discurrir sin rumbo entre los abigarrados grupos de gente, topó con una aparición envuelta
en un amplio caftán: era el primer judío oriental que jamás habían contemplado sus ojos… Después
del pasmo que le había ocasionado la imagen del judío del caftán, decide alejar sus dudas mediante
la lectura.

Esta es la traducción que hace Helmut Heiber en su libro Hitler, Habla el Führer
(1973).
Alan Bullock, por su parte, en su libro en dos volúmenes, Hitler. Estudio de una
tiranía, nos da la siguiente versión:

Un día que paseaba por la ciudad antigua me topé de pronto con un fenómeno enfundado en
un caftán negro y luciendo unas patillas largas. Mi primer pensamiento fue: ¿será un judío? En
Linz nadie vestía así. Observé la aparición fijamente, sin dejar de hacerlo con cautela, pero cuanto
más contemplaba su semblante extraño y examinaba sus facciones, más surgía la duda en mi
cerebro: ¿sería un alemán?… Acudí a los libros para que me ayudasen a aclarar mis dudas, y
entonces, por primera vez en mi vida, compré unos libelos antisemitas (Mira Aquí).

El profesor Alan Bullock formula la siguiente reflexión, sin referirse exactamente


al episodio de Hitler que nos ha relatado: «En ninguna de las abundantes páginas de
Mi lucha que Hitler dedica a los judíos se cita ningún hecho concreto que apoye las
fantásticas aseveraciones del autor lo cual resulta enteramente congruente si se
considera que el antisemitismo de Hitler no tuvo relación alguna con la realidad,
sino que fue más bien producto de la pura fantasía. Leer las páginas a que aludimos
equivale a penetrar en un mundo de locura, un mundo poblado de sombras repulsivas
y dislocadas, donde el judío ya no es un ser humano, sino que se ha visto
transformado en una figura mitológica, en un demonio investido de poderes
infernales que gesticula y se mofa de todo, en una verdadera encarnación diabólica,
hacia la que Hitler proyecta todo lo que él odia, teme y anhela» (pág. 18)… Bullock
alude a descripciones del judío por Hitler como la siguiente:

¿Existe algún negocio —sostiene Hitler en Mi lucha, pág. 60—, alguna inmundicia,
principalmente en la cultura, en la que no participe cuando menos un judío? Al explorar esta clase
de abscesos con el bisturí se descubre en seguida, cual ávido gusano en un cuerpo putrefacto, a un
judío pequeñito, que a menudo se siente cegado por la luz repentina… En otra parte, Hitler se
refiere a la visión de pesadilla que constituyó la seducción de cientos de miles de jovencitas a
manos de judíos bastardos, repulsivos y contrahechos.

130
En las reflexiones y citas de Bullock se aprecia claro el estado fantástico y de
«locura» en que se encuentra Hitler, ya no ahora en la Viena de 1909, a la que
estamos refiriéndonos, sino ¡en 1924, 15 años más tarde!
Retornamos nuevamente a su «visión» en las calles de Viena, valiéndonos de otra
autoridad, como es la de Kershaw:

Una vez —confiesa Hitler en Mi lucha— iba paseando por la Ciudad Interior y de pronto me
encontré ante una aparición, un individuo de caftán y bucles negros. ¿Es éste un judío? Fue lo
primero que pensé. Porque, por su puesto, en Linz no tenían ese aspecto. Observé furtiva y
cautamente a aquel hombre, pero cuanto más contemplaba su rostro extranjero, examinando un
rasgo tras otro, más asumía mi primera pregunta una nueva forma:
¿Es este un Alemán? (Hitler, 1889-1936, págs. 84 y 85).

Son tres versiones que, de acuerdo con la traducción, dicen lo mismo:

La versión de Helmut Heiber: «Al discurrir sin rumbo entre los abigarrados
grupos de gente, topó con una aparición envuelta en un amplio caftán»;
La versión o traducción de Alan Bullock: «Un día que paseaba por la ciudad
antigua me topé de pronto con un fenómeno enfundado en un caftán negro»;
La traducción de Ian Kershaw dice: «Una vez iba paseando por la Ciudad Interior
y de pronto me encontré ante una aparición, un individuo de caftán y bucles negros.
¿Es éste un judío?… Observé furtiva y cautamente a aquel hombre».
Los tres coinciden al decir que Hitler se topó con una «aparición» envuelta en un
amplio caftán. Bullock y Kershaw agregan algo que es fundamental: «Observé la
aparición fijamente, sin dejar de hacerlo con cautela», afirma Bullock, y, por su parte,
Kershaw sostiene: «Observé furtiva y cautamente a aquel hombre»… Eduardo
Montoya de la Rica, en su Adolf Hitler, precisa esta última frase: «Observé al
individuo con insistencia y gran cautela» (pág. 46).
La traducción al español de Mi lucha que nosotros manejamos, dice:

Observé al hombre sigilosamente, y, a medida que me fijaba en su extraña fisonomía, rasgo


por rasgo, fue transformándose en mi mente la primera pregunta en otra inmediata: ¿Será también
éste un alemán? (Mira Aquí).

Aquí descubrimos la patética vivencia: esa «aparición» súbita, extraña y


peligrosa, pues Hitler la mira furtivamente, sin dejar de hacerlo con gran cautela.
Queremos decir que Hitler, cuando deambulaba como un sonámbulo poseso por las
calles de Viena, alucinó súbitamente. La «aparición» se le impuso a su conciencia,
como si fuera una pesadilla, más que un sueño, porque Hitler tuvo miedo de ese
extraño ser todo envuelto en un caftán negro… Ni todas las racionalizaciones y
lecturas de periódicos y panfletos antisemitas durante 15 años, fueron bastantes para
disimular su rara visión, pues la sentimos aún en su descripción hecha en 1924, por
la evidente razón de que Hitler en este año y todo lo que dure su vida, hasta que
redacta su testamento en el búnker de Berlín, en el que continuaba atacando con furia
al pueblo judío, seguirá poseido por su miedo delirante, ¡y era tan grande ese miedo a

131
los judíos, que sólo exterminándolos a todos podía morir tranquilo!
Diagnóstico: Adolfo Hitler padeció de un delirio crónico sistematizado de
persecución con los judíos.
Esa «aparición» súbita, que se impuso a la conciencia de Hitler, fue una creación
patológica de las estructuras creadoras del hemisferio cerebral derecho enfermo en
ese momento de crisis mental, dadas las condiciones particularmente anómalas en que
deambulaba por las calles de Viena. Esta creación patológica en estado de vigilia,
pero en muy malas condiciones psicológicas, que fue una clara alucinación, tiene las
características típicas de un sueño o una pesadilla intensos que, siempre son
creaciones mientras dormimos, en el momento de dormir conocido como Sueño
Paradójico…
Esta es la etiología de los delirios —de acuerdo con nuestras investigaciones—,
como el de Hitler, que consistió en una percepción creadora patológica, debido a que
en ese momento por el que atravesaba, las estructuras creadoras de su hemisferio
cerebral derecho (también siguiendo nuestras propias investigaciones sobre el cerebro
creador que, cuando funcionan normalmente son el fundamento de las creaciones
geniales y de las personas que tienen sueños mientras duermen, pero que, cuando esas
estructuras creadoras se encuentran funcionando incorrectamente engendran
diurnamente los delirios, como hemos tenido oportunidad de comprobarlo en nuestra
experiencia clínica) funcionaban mal, seguramente por el flujo anormal de los
neurotrasmisores químicos correspondientes a esas estructuras creadoras, y esta
alucinación que, insistimos, fue toda una creación patológica, se convirtió en el
núcleo viven-cial en torno al cual se organizaron todas las racionalizaciones que haría
Hitler desde el instante en que tuvo el dominio consciente de sí mismo, porque la
creación alucinatoria, como las creaciones geniales y las oníricas, son inconscientes.
Hemos sostenido en nuestro libro El Genio y la Moderna Psicología (2005), que toda
creación —delirante, onírica o del genio—, que es súbita, en el sentido de que se
produce en un instante, como las intuiciones, a grandes velocidades fulgurantes,
emplea, para poder funcionar tan rápida y alucinatoriamente, las sinapsis eléctricas,
que son súbitas e instantáneas, no las sinapsis químicas que son secuenciales, más
lentas, racionales. Como en un relámpago, Hitler se topó con su aparición, según él
mismo confiesa mientras dictaba su libro Mi lucha, ¡15 años más tarde!, cuando aún
se encuentra bajo los efectos de su alucinación…
Antoine Porot, en su Diccionario de Psiquiatría, 1977, dice en cuanto a las
causas del delirio:

Son numerosos en clínica psiquiátrica los estados morbosos que pueden ir acompañados de
ideas delirantes. Unos son fugaces y pasajeros, como ciertas disoluciones transitorias de la
conciencia observadas en el desvarío y los estados oniroides (pág. 330).

Se intuye por parte de los psiquiatras clásicos que existe una relación entre el
delirio y los sueños, mas no se dice que es el mecanismo creador el que los acerca,
creación patológica en el primero y creación normal en los últimos.
¿Qué es un delirio, al fin y al cabo?
Generalmente se los ha definido como «percepciones erróneas o juicios

132
desviados» (Antoine Porot, Diccionario de Psiquiatría, pág. 329).
Ya lo dijimos, nosotros definimos los delirios (ya sea que expresen varias ideas o
temas delirantes, místicas, persecutorias, reivindicadoras, eróticas, razón por la cual
se los denomina polimorfos, ya sea que se concentren en un sólo tema, conocidos
como sistematizados), como creaciones patológicas engendradas por las estructuras
cerebrales creadoras del hemisferio cerebral derecho, que han devenido a ser
anómalas por disfunción de los neurotransmisores químicos correspondientes a ellas.
Existen delirios agudos y pasajeros y delirios crónicos que se sostienen a lo largo
de los tiempos, incluso años. Algunos delirios son notoriamente absurdos e
incoherentes, fácilmente reconocibles; otros, en cambio, se solapan, el paciente los
disimula porque son delirios en los cuales se hace derroche de lógica y estos
delirantes son capaces de convencer aún a los expertos, y pasan sus temas o
argumentos como si fueran normales y evidentes, particularmente cuando las
primitivas creaciones patológicas son revestidas por razones y racionalizaciones bien
meditadas, ya que son personas que están perfectamente convencidas de lo que dicen
y se apoyan en su talento y conocimientos para defender su delirio: el delirio para el
paciente es más real que la realidad misma, aparece a sus ojos como algo
incontrovertible y cuando lo trasmiten lo revisten hasta con los más sutiles
argumentos y demostraciones. ¡Ay!, del que ose contradecirlos, porque podrían ser
violentos y hasta muy peligrosos. Por esta razón, racionalizan lo irracional, y cada
vez lo recubren con todos los conocimientos de que son capaces para disimular su
delirio, que para ellos no es disimular, sino defender, pues si hay algo real en el
mundo, eso es su delirio. ¿Por qué es tan firme su convicción? ¡porque lo vieron con
estos ojos; lo sintieron; lo escucharon! Una mujer a la cual le presto mis servicios
profesionales me dice, cada vez que delira, ¡doctor, si yo lo vi con estos ojos, escuché
lo que le cuento, y usted no quiere creerme…!
¡Atrévase alguien a decirle a Adolfo Hitler que esa «aparición» con la que se
topó súbitamente cuando vagaba por las calles de la antigua Viena fue una creación
delirante!… Grande debió ser el celo con que Hitler defendía su delirio.
Enfatizamos, a propósito, que lo que él tuvo, no fue «una percepción anormal»,
pues nada había allí que lo percibiera, sino una auténtica creación alucinatoria, sin
objeto, sin «judío envuelto en un amplio caftán», a la vista. De ahí que Bu-llock
asevere que «el antisemitismo de Hitler no tuvo relación alguna con la realidad, sino
que fue más bien producto de la pura fantasía».
Debemos tener bien presente que el cerebro de Hitler se hallaba predispuesto a
alucinar, y que no fue éste el único caso en que alucinó. En esa crisis mental de Viena
que se prolongó durante meses, entre el año de 1909 y 1910, debió tener ilusiones y
alucinaciones en distintos momentos de los cuales carecemos de información, pues
como se ha observado por los hitlerólogos, su libro Mi lucha es demasiado parco y
calculado en información autobiográfica, ya que era un libro con una declarada
intención política, y Hitler se cuidó lo suficiente para reflejar una imagen de hombre
superior —de Mesías y de Guía—, porque ya se estaba fraguando a todo tambor, y él
era el más sonoro «tambor», el «mito» de su grandiosidad entre los nazis, para hacer
resonar su nombre a todos los vientos, y no deberíamos esperar que él mostrara
debilidades tan delicadas y graves como para dar pie a que lo tildaran de «loco»…

133
Pero en casos en los que él mismo no se daba cuenta que deliraba o alucinaba —
¡pues, como hemos dicho, continuaba viviendo el delirio del «judío del caftán
negro»—, «ingenuamente» contó su extraña visión… Creemos divisar otra creación
alucinatoria cuando, perplejo ante la demostración de fuerza de las masas proletarias
del partido socialdemócrata, otra vez, «ingenuamente», nos dice:

Contemplé las filas interminables, de cuatro en fondo de los obreros vieneses, en una
manifestación de fuerza. Permanecí de pie casi cuatro horas, mudo de admiración, observando
atentamente cómo se desenvolvía lentamente frente a mí aquel enorme dragón humano (Mi lucha,
pág. 47).

Enfatizamos nosotros para llamar la atención que la imagen del «dragón


humano» para expresar su percepción del desfile de los obreros, más que una
metáfora poética, era una creación alucinatoria del Hitler de esos momentos en que
todo «fermentaba en él», según el decir de Kubizek, ensimismado, solitario,
excéntrico, absorto y enajenado, con su cerebro distorsionado.
Observaciones clínicas de psiquiatras clásicos, como Henri Ey, R. Bernard, y Ch.
Brisset, nos aportan más claridad en torno al delirio, tal como venimos
desarrollándolo y tal como aparece en Hitler:

A veces consecutivamente a una emoción, a un «sur-menage», etc., pero por lo general sin
causa aparente, irrumpe el delirio con brusquedad sorprendente: brota violentamente «con la
instantaneidad de una inspiración», dice Magnan.» Desde su aparición, agrega, el delirio está ya
constituido, provisto de todas sus partes, rodeado desde su nacimiento de su cortejo de trastornos
sensoriales, es un delirio súbito (délire d’emblée)… Clásicamente se distinguen sobre todo
convicciones e intuiciones que irrumpen en el psiquismo. Las alucinaciones son … como
inspiraciones, actos impuestos… El delirio es vivenciado dentro del campo de la conciencia como
una experiencia irrefutable… La lucidez se mantiene intacta y el enfermo continúa comunicándose
con los otros, suficientemente orientado, bastante bien adaptado al ambiente y con claridad en sus
palabras… El delirio «se impone como los sueños al soñador».

En cuanto a las circunstancias en las que aparece el delirio los autores


mencionados sostienen una observación clínica que concuerda con lo que hemos
observado en los cambios de humor maníaco-depresivos de Adolfo Hitler:

El humor está alterado de manera constante. A la actividad delirante de aparición súbita


corresponden, en efecto, violentos estados afectivos. Unas veces el sujeto está exaltado y expansivo
como un maníaco. Otras, por el contrario, se halla presa de gran angustia, más o menos próxima a
la experiencia melancólica, de ahí el mutismo, las ideas de muerte… De manera que el enfermo se
presenta unas veces como un excitado, otras como deprimido, y las más de las veces como ambas
cosas a la vez, viviendo un verdadero estado mixto. Esta alternancia o esta combinación de
excitación e Inhibición es tan característica de estos brotes delirantes que muchos autores los han
situado dentro de los estados maníaco-depresivos, lo que hace que en la clínica sea a veces difícil
establecer un diagnóstico diferencial entre un estado delirante y una crisis maníaco-depresiva
(Tratado de Psiquiatría, págs. 289, 290 y 291).

Debemos sostener, sin embargo, que el estado maníaco-depresivo que sufría


Hitler de manera evidente, pudo predis-ponerlo mentalmente al delirio súbito, pero,

134
insistimos, en que el mecanismo del delirio reside en la capacidad patológica
creadora del hemisferio cerebral derecho, muy semejante a la capacidad creadora
normal del mismo hemisferio cerebral derecho para engendrar los sueños, que, tal
como lo hemos demostrado en nuestros libros, son siempre creaciones, de ahí que
estos autores afirmen que el delirio «irrumpe con una brusquedad sorprendente» —
igual que los sueños, que brotan de repente—; o «brota con la instantaneidad de una
inspiración» —igual que las intuiciones del creador genial—; o, en fin, el delirio «se
impone como los sueños al soñador», y, para hacerlo más concreto, el delirio se
impone súbitamente de pronto, como se impuso la «visión», o la «aparición» a Hitler,
cuando vagaba por las calles de la ciudad; sin que él se lo propusiera
conscientemente, irrumpió la visión con la velocidad del rayo, velozmente, porque
toda creación, normal o patológica u onírica, emplean para su expresión las sinapsis
eléctricas que son instantáneas, y lo hacen siempre de manera inconsciente, ya que
están generadas por neuronas creativo-alucinatorias del hemisferio cerebral derecho
que son estructuras antiquísimas, previas a la aparición de las funciones conscientes,
y tienen el carácter de ser alucinatorias —por lo mismo que las neuronas trabajan con
sinapsis eléctricas— e inconscientes.
En suma: todo delirio es una creación súbita, alucinatoria, patológica e
inconsciente: este es el verdadero inconsciente.
Los delirios pueden ser agudos, polimorfos en cuanto a la temática que tomen
como asunto de su desvío, y pasajeros, particularmente hoy, con el uso de las
medicinas neurolépti-cas, lo que pone de manifiesto que está en los trastornos de los
neurotransmisores químicos la causa de su existencia.
Pero existen los delirios duraderos, que se instalan en los pacientes
crónicamente, pueden ser progresivos y siempre irrefutables, ya que, como lo hemos
señalado, tienen un realismo patético y dramático, más objetivos que la realidad
natural, que no es dramática. Algunos autores, que son muchos en el día de hoy,
hablan de que estos delirios «descansan en un trastorno profundo de la personalidad»,
criterio con el cual no estamos de acuerdo, puesto que el problema se encuentra en
una patología de la mentalidad, que es la que comanda, en última instancia, todos los
comportamientos, así normales como patológicos: son las estructuras corticales con
sus neuronas creativo-alucinatorias inconscientes que utilizan sinapsis eléctricas en la
trasmisión rápida e inmediata de los mensajes, las que se encuentran alteradas
momentáneamente en los delirios agudos pasajeros, y prolongadamente en los
delirios crónicos de larga duración. El delirio de Adolfo Hitler fue crónico y muy
duradero, pues se inició en su momento vivencial a finales del año de 1909 —su
época mentalmente más crítica, como hemos dicho— y concluyó con su muerte, el 30
de abril de 1945.
¿Por qué afirmamos que este delirio crónico fue «sistematizado»?
Es el procedimiento intelectual por medio del cual, a partir del núcleo vivencial
alucinatorio, en este caso la «visión del judío del caftán negro» —o, en otros casos,
por un fracaso del juicio— se construye o agrega un número indefinido de ideas y
conceptos —pero esta vez de manera enteramente consciente y deliberada— hasta
crear todo un sistema patológico, una totalidad de argumentos que llegan a parecer
un todo coherente, gracias al despliegue lógico y racional que emplea el delirante

135
para hacer verosímil y convincente su delirio. Lo que fue una «percepción» sin
objeto, esto es, una alucinación, se convierte en la armazón sobre la que se monta
todo el sistema, en el que las partes se enlazan para construir ese gran todo, que es
el delirio sistematizado crónico.
Se acepta que los delirios crónicos son los que se sistematizan, y que, por otra
parte, son los más creíbles y verosímiles, siendo que están argumentados y
racionalizados dentro del gran sistema, y, por consiguiente, son los más contagiosos:
El Sistema Delirante Antisemita de Hitler, bien coherente y estructurado con juicios
lógicos en apariencia, contagió apasionadamente a la inmensa mayoría de los
alemanes, tanto más, cuanto que las dotes oratorias de Hitler lo hicieron más
convincente.
Se dirá, con toda razón, que si Adolfo Hitler era delirante se habría notado su
locura, y que, lejos de ello, se mostraba como un hombre cuerdo, de aceptable juicio
para conducir «acertadamente» las faenas políticas y militares, que era elocuente
orador y que en sus actos privados se portaba sin tropiezos mentales… Seríamos los
últimos en negar esta verdad, Es más, con el paso de los años, su talento, su
inteligencia, se habrían deteriorado, y, no obstante, Hitler murió lúcido, como el que
más.
¡Ah! Es que el delirio crónico sistematizado, se aísla del conjunto, se «enquista»,
para decirlo de una manera tosca pero verídica, y respeta la totalidad de las
facultades mentales, sin que éstas se deterioren, degeneren, o no cumplan los
quehaceres del entendimiento, del juicio, la racionalidad, el análisis y la síntesis, la
orientación en tiempo y espacio, la abstracción, la reflexión, la percepción de la
realidad y el mundo, en pocas palabras, todo en el cerebro del delirante crónico
sistematizado se encuentra en unas condiciones favorables que le permiten dialogar
con su medio, y este era el caso de Hitler.
Como si las estructuras creadoras alucinatorias e inconscientes que crearon el
delirio, se silenciaran en la producción de este tipo de fenómenos mentales, o después
que hicieron su creación patológica, se normalizaron y ya no produjeron más delirios,
en el caso particular del delirio crónico sistematizado del que nos estamos ocupando
— no de ciertos delirios agudos que son verdaderos surtidores de delirios, ya eróticos,
ya místicos, ya de persecución—, pero el delirio que produjo, al rodearse del sistema
de argumentos y racionalizaciones «teóricas», queda de tal modo incrustado en los
neurocircuitos cerebrales, que hace parte de las creencias irrefutables de la persona,
como una convicción absoluta que tiene el delirante, con todos los soportes de la
lógica y el juicio, y cuanto más convencido está de su delirio con tanta mayor fuerza
lo transmite a los demás, que no se percatan, ellos tampoco, de que se las ven con un
delirio, ni con un delirante, sino con una Doctrina filosófica, o moral, o religiosa, o
política.
Ya veremos cómo Hitler, inmediatamente después que tuvo su visión, corrió,
según nos cuenta, a «estudiar» en los periódicos y pasquines antisemitas, la
«cuestión judía» y estas lecturas le permitieron tranquilizarse en la medida en que la
vivencia era metamorfoseada en un sistema de creencias:
¡Fue entonces, en Viena, hacia el fin del año 1909 (antes o después que hubo roto
sus relaciones con Reinhold Hanisch, aunque éste confesó que no le había escuchado

136
hablar contra los judíos), diríamos que a finales de este año, cuando ya se encontraba
mejor adaptado en el Albergue para Hombres, menos extraño, menos ensimismado y
menos excéntrico, cuando ya pudo, con base en esas lecturas antijudías, construir —
¡a partir de su vivencia delirante!—, lo que él llamó con mucha desenvoltura y
orgullo su «Visión del Mundo», que tenía como núcleo dominante y central, el odio
extraño y asesino contra los judíos, y tan delirante era esta visión del mundo —fruto
de su visión alucinatoria— que cuando en 1924 dictó su libro Mi lucha, declaró
ufano, que ella descansaba sobre una base granítica desde Viena y que ¡nada había
modificado de su contenido!, sin darse cuenta, que al decir esto estaba defendiendo
su delirio, que es pétreo, fijo, inmutable, irrebatible por las argumentaciones lógicas
que le pudieran oponer, y, particularmente, invulnerable frente a su propia
autocrítica, si es que alguna vez se la hubiera formulado.
Como cuando en las noches hemos tenido una pesadilla terrorífica y despertamos
a la realidad, y decimos, ¡era sólo un sueño!, otro tanto debió ocurrirle a Hitler
cuando después del horror que le produjo su visión del judío envuelto en el caftán
negro y al que miraba con extremada cautela, tuvo en su mente, hecha y derecha su
«Visión del Mundo», de acuerdo con la cual había decidido inquebrantablemente
«exterminar» a los peligrosos judíos: Debemos estar seguros que la «visión del
mundo» de Hitler, enteramente estructurada desde el primer momento, sin que tuviera
como él dijo que modificarle o agregarle nada en el futuro, era una visión
dependiente de su «visión alucinatoria», que constituía su centro vivencial que él fue
revistiendo con una ideología racionalista extraída de sus «estudios» en la literatura
antisemita que él encontró y devoró después de su alucinación para calmar su
angustia y el miedo-pánico, como de pesadilla, ya que se sintió psicótica-mente
amenazado por ese judío al que sólo podía mirar de reojo y con gran cautela:

El lenguaje que utiliza en las páginas de Mi lucha, un miedo mórbido a la impureza, la


suciedad y la enfermedad, todo lo cual asocia con los judíos, observa Kershaw (Mira Aquí).

Dondequiera que iba empecé a ver judíos, exclama Hitler después de la «aparición» de aquel
peligroso judío del caftán, cuantos más veía, más claramente se diferenciaban a mis ojos del resto
de la humanidad.

Este texto es muy revelador: su feroz odio compulsivo contra los judíos ya que lo
traía, seguramente de la época de Linz, pues a Hitler todo le despertaba odio —
aunque en él no era el odio común que sentían muchos contra los judíos, sino odio
compulsivo «visceral»— («cuando yo conocí a Adolfo Hitler en Linz, revela
Kubizek, estaba ya rotundamente influido de manera antisemita» pág. 143), ese odio
compulsivo, decimos, influyó decididamente para que su visión alucinatoria del judío
tuviera esa actitud de amenaza y peligrosidad, visión terrible de persecución y de
venganza del judío contra Hitler —si no, ¿por qué lo miraba tan «sigilosamente» y
con tanta «cautela»? A partir de ese momento, los judíos se convirtieron en sus
enemigos y en sus perseguidores, pero no los judíos reales sino «sus» judíos forjados
como en una pesadilla, muchísimo más terribles que los reales, porque el estado
mental momentáneamente psicótico en que Hitler se encontraba, hipertrofió y

137
dramatizó los peligros, justamente como ocurre en las pesadillas y «Donde quiera
que iba, empecé a ver judíos, y cuantos más veía, más claramente se diferenciaban a
mis ojos del resto de la humanidad», dice Hitler aterrado. No eran esos judíos reales
los que él veía por todas partes, sino unos judíos que se diferenciaban «a sus ojos»
alucinados del resto de la humanidad…
Este es el Hitler que se debe escrutar si queremos comprender el momento crítico
de su existencia del que se desencadenarán los más fatales crímenes, no contra los
«judíos» que aparecían a los ojos extraviados de Hitler, sino contra los judíos reales,
indiferenciables del resto de la humanidad…
Y el delirio se sistematizó, más rápido que tardíamente, apenas tuvo la serenidad
para ponerse a leer «literatura barata» antisemita, periódicos y panfletos, aún la
revista Ostara —que no libros serios—, que le dieran «conocimientos» con los cuales
construiría el Sistema de su «Visión del Mundo», por medio del cual tomaría sus
medidas defensivas contra esos extraños judíos perseguidores que veía por todas
partes:
El delirio crónico se sistematizó prontamente —pues Hitler en su pánico tenía
urgencia de hacerlo, y porque eso es lo que ocurre en casi todos los delirios crónicos
monotemáticos— y quedó estructurado de manera defensiva para Hitler en su forma
clínica de:
¡Perseguido-Perseguidor! Esto es, al sentirse perseguido, se transformó, como
defensa, en su perseguidor.
La expresión «exterminar» brotó en los labios y en las intenciones de Hitler: la
única forma de defenderse contra la amenaza judía, esa «conspiración mundial»
universal —ya no contra Adolfo Hitler en particular—, era exterminando a todos los
judíos del planeta, sin que quedara uno solo vivo, por eso antes de morir, no olvida
encarecer la protección de la raza germana —universalización del Hitler particular
—, del «peligro judío»…
Basado en las declaraciones de Hanisch, que sostuvo que Hitler pudo hacer
declaraciones hipócritas en favor de los judíos, Ian Kershaw hace el siguiente
comentario que quisiéramos glosar:
«Sólo más tarde, según esta hipótesis (de Hanisch), racionalizaría su odio
visceral en la «visión del mundo» hecha y derecha, que, con el antisemitismo como
núcleo central, cristalizó a principios de la década de 1920. La formación del
antisemitismo ideológico hubo de esperar hasta una fase crucial posterior del
desarrollo de Hitler, la que va desde el final de la guerra a su despertar político en
Múnich en 1919» (página 91).
No. El proceso psicológico desde el momento en que Hitler tuvo su alucinación y
la estructuración del Sistema Delirante en su «Visión del Mundo», debió ser rápido,
en cosa de semanas, porque, mentalmente hablando, Hitler tenía urgencia de zafarse
de esa vivencia —pues era terrorífica y persecutoria— y tomarla como fundamento
para amasar una «teoría» racional que lo redimiera de lo irracional que lo
aproximaba a la locura. No sería ésta la única situación en que tuvo miedo a la
locura, pues Kubizek nos habló de una. Cuando Hitler nos dice en Mi lucha que se
precipitó, seguramente al día siguiente de la visión, a leer periódicos antisemitas, nos
sugiere la imagen de un hombre lleno de miedo que no tiene a quién acudir más que a

138
la lectura, para calmar su terror. Así lo entiende, aunque sin extraerle todas las
consecuencias, Helmut Heiber, en su libro Hitler, Habla el Führer: «Después del
pasmo que le había ocasionado la imagen del judío del Caftán, decide alejar sus
dudas mediante la lectura» (Mira Aquí).
Entonces fue rápido que Hitler disfrazó su visión con explicaciones sobre el
peligro —¡siempre el peligro!— que significaban los judíos, ya no sólo contra él sino
contra los arios y que había que aplastarlos: estas razones le eran suficientes para
sistematizar su delirio en una concepción universal, de ninguna manera filosófica,
pues sus lecturas de periódicos no le daban para tanto, sino elemental, pero
suficiente, para construir esa «Visión del mundo», que denunciaba el peligro judío,
su conspiración mundial, y la necesidad de «exterminarlos».
Con este sistema primario y elemental, Hitler que se encontraba absolutamente
solo, sin una compañía a quien confiarle su angustia, ya que no confiaba en nadie,
menos en Hanisch, si es que todavía lo acompañaba, se liberó del «pasmo» que le
había invadido desde su visión, y lo cambió, ya no por una vivencia aterradora, sino
por una «visión del mundo» enteramente racional, que ya no lo afectaba a él sino al
pueblo ario… Fue, pues, inmediata esta construcción teórica… Ahora bien, en lo que
tiene razón Kershaw es en que el «antisemitismo ideológico» de Hitler se formó
lentamente y sólo aparece más elaborado en su primer artículo de 1919, al que
hemos hecho referencia, y, como sucede en todo delirio crónico, el sistema continuó
enriqueciéndose a lo largo de su vida, pero en lo esencial, ya estaba hecho y derecho
a principios de 1910, a más tardar, y, en este sentido, entendemos la declaración de
Hitler cuando dice en su libro que su «visión del mundo» estaba acabada desde
Viena, y ya no tuvo necesidad de agregarle nada más. Observemos que la decisión de
«exterminio» a todo el pueblo judío ya estaba tomada por Hitler desde el primer
momento, pues era lo único capaz de tranquilizarlo ante la amenaza semita: que la
raza inferior «volara por los aires», como en su día le deseó a la Academia de Viena
cuando fue rechazado…
Nos corresponde ahora seguir a Hitler en la sistematización de su delirio
después del «pasmo» que le produjo su visión, para continuar empleando la feliz
expresión de Helmut Heiber.
«Como siempre en casos análogos (como la visión), dice Hitler en su libro Mi
lucha, traté de desvanecer mis dudas consultando libros. Con pocos céntimos adquirí
por primera vez en mi vida —advierta el lector esta confesión de Hitler que dice que
es “la primera vez en su vida” que compra “libros”— algunos folletos antisemitas».
También se debe tener presente que esto lo escribe 15 años después de su visión
y ha tenido tiempo suficiente para sistematizarlo, y, aun así, se trasluce, como ya lo
dijimos atrás, la intensa vivencia y su no menos intensa reacción para encubrirla con
racionalizaciones que ha ido adquiriendo con el paso del tiempo.
«Durante semanas, tal vez meses permanecí en la situación primera», continúa
diciendo Hitler… Naturalmente que ya no era dable dudar de que no se trataba de
alemanes, sino de un pueblo diferente en sí… Por doquier veía judíos y, cuanto más
los observaba, más se diferenciaban a mis ojos de las demás gentes… Por su aspecto
externo, en nada se parecían a los alemanes… Se trataba de un gran Movimiento que
tendía a establecer claramente el carácter racial del judaísmo… En el fondo se

139
mantenía inalterable la solidaridad de todos… Que ellos no eran amantes de la
limpieza, podía apreciarse por su simple apariencia. Infelizmente, no era raro llegar
a esa conclusión aun con los ojos cerrados… Posteriormente, sentí náuseas ante el
olor de esos individuos vestidos de caftán. Si a esto se añaden la ropa sucia y la figura
encorvada, se tiene el retrato fiel de estos seres… «Cuando, sin embargo, al lado de
dichas inmundicias físicas, se descubrían las suciedades morales, mayor era la
repugnancia…
«Nada me había hecho reflexionar tanto en tan poco tiempo como el criterio que
paulatinamente fue incrementándose en mi acerca de la forma como actuaban los
judíos… ¿Es que había un solo caso de escándalo o de infamia, especialmente en lo
relacionado con la vida cultural, donde no estuviese complicado por lo menos un
judío?… Quien, cautelosamente, abriese el tumor habría de encontrar algún judío.
Esto es tan fatal como la existencia de gusanos en los cuerpos putrefactos… Bastaba
ya observar las carteleras de los espectáculos, examinar los nombres de los autores
de esas pavorosas producciones del cine y el teatro sobre las que los carteles hacían
propaganda y en las que se reconocía rápidamente el dedo del judío. Era la peste,
una peste moral, peor que la devastadora epidemia de 1348, conocida con el nombre
de «Muerte Negra». Esta plaga estaba siendo inculcada en la nación.
«Reflexiónese también sobre el número incontable de personas contagiadas por
este proceso… Piense que por un genio como Goethe, la naturaleza echa al mundo
decenas de millares de esos escritorzuelos que, portadores de bacilos de la peor
especie envenenan las almas… Es horrible constatar que es justamente el judío el que
parece haber sido elegido por la naturaleza para esa ignominiosa labor… Comencé
por estudiar detenidamente los nombres de los autores de inmundas producciones en
el campo de la actividad artística. El resultado de ello fue una creciente
animadversión de mi parte hacia los judíos… La duda fue creciendo en mi espíritu.
Esta evolución mental se precipitó con la observación de otros hechos, con el examen
de las costumbres y la moral seguidas por la mayor parte de los judíos… No pude
más y desde entonces eludí la cuestión judía… Siguiendo las huellas del elemento
judío a través de todas las manifestaciones de la vida cultural y artística, tropecé con
ellos inesperadamente donde menos lo hubiera podido suponer: ¡los judíos eran
también los dirigentes del Partido Socialdemócrata!… Gradualmente me fui dando
cuenta de que en la prensa socialdemócrata preponderaba el elemento judío…
Venciendo mi aversión, intenté leer esa especie de prensa marxista, pero mi repulsa
por ella crecía cada vez más. Me esforcé por conocer de cerca los autores de esa
bribonada y verifiqué que, comenzando por los editores, todos eran también judíos…
En cuanto un folleto socialdemócrata llegaba a mis manos, examinaba el nombre del
autor: siempre era un judío… Muchas veces quedé atónito. No sabía qué era lo que
debía sorprenderme más: la locuacidad del judío o su arte de mistificar…
Gradualmente comencé a odiarlos… Comencé a investigar los orígenes de la
doctrina marxista. Los creadores de esa epidemia colectiva deberían haber sido
espíritus verdaderamente diabólicos…
«Me hallaba —continúa Hitler— en la época de la más honda transformación
ideológica operada en mi vida: de débil cosmopolita me convertí en antijudío
fanático…

140
«Si el judío… llegase a conquistar las naciones del mundo, su triunfo sería
entonces la corona fúnebre y la muerte de la Humanidad. Nuestro Planeta volvería a
rotar desierto en el Cosmos, como hace millones de años.»
«Por eso creo ahora que, AL DEFENDERME DEL JUDÍO, lucho por la obra del
Supremo Creador» (Mi lucha, págs. 54-60). ¡Obsérvese que el «judío» amenaza al
Planeta y a Hitler!»
Los énfasis los hemos puesto nosotros. Al lector no se le escapará que, al final de
esta racionalización de su delirio, y convertido en «visión del mundo», Hitler eleva
su Sistema y lo expande a un extremo cósmico. Y tan importante como esto, es su
confesión de que está defendiéndose del judío, y que, por tanto, su delirio crónico
sistematizado —tiene el carácter de ser un delirio persecutorio por el pánico
irracional que experimentó a raíz de su alucinación… Y tanto más importante es la
«solución» a la que esa defensa lo conduce, universalizán-dola, pues ya no es por
Adolfo Hitler por quien lucha contra los judíos, sino por la Humanidad, por
Alemania, por la Obra del Supremo Creador…
¡Acaba de nacer un antisemitismo original en la historia!: ¡El antisemitismo
Homicida y Genocida de Adolfo Hitler! Sólo él tenía las armas Compulsivas
Criminales y la Mentalidad Bárbara para lograrlo, pues se trataba de
«exterminarlos» a todos del planeta para poder estar tranquilos de que ya no
acabarían con las razas arias superiores, o, personalizándolo, ya no perseguirán
más a Adolfo Hitler.

141
CAPÍTULO VIII

Adolfo Hitler se defiende del judío del caftán: Auschwitz

«LA SOLUCIÓN FINAL» DE HITLER CONTRA EL JUDÍO PERSEGUIDOR

En la sociedad germana no había ninguna tendencia «exterminadora» exclusiva del país


antes de la llegada de los nazis al poder. ¿Cómo iba a haberla, si tantos judíos huyeron de Oriente
durante la década de 1920 para buscar refugio precisamente en Alemania?… Hay algo en la
mentalidad de los nazis que no parece corresponderse con los criminales que proliferaron en
muchos otros regímenes absolutos… Puedo afirmar que los criminales de guerra nazis que he
conocido eran diferentes del resto (Laurence Rees, Auschwitz, 2005, pág. 18).

Respondemos: Ese «algo» que tenía la mentalidad de los nazis y que se


diferencia del resto de los criminales, se llama Adolfo Hitler, un hombre que con su
«política» claramente militarista y con su liderato logró contagiar a los dirigentes
nazis con su delirante antisemitismo sistematizado «diferente», homicida y genocida,
que consiguió que se actualizara en ellos su potencial criminalidad compulsiva y su
mentalidad bárbara.
Por lo anterior, discrepamos con Laurence Rees cuando dice:

Nadie conminó a los miembros del partido a perpetrar los asesinatos: estamos hablando,
más bien, de una empresa compartida colectiva por miles de personas que decidieron por sí
mismas no sólo participar, sino también aportar sus propias iniciativas con la intención de ver
cómo resolver el problema y de cómo matar a seres humanos y deshacerse de sus cadáveres a una
escala jamás concebida con anterioridad (pág. 28).

No. Cualquier otro tirano habría podido desencadenar el agresivo antisemitismo consistente
en perseguir y expulsar a los judíos, pero sin Hitler, y sin su mentalidad tan característica, habría
sido imposible el antisemitismo nazi. Que los dirigentes nazis, como Himmler, Heydrich, Hoess y
mil más, aportaron sus propias iniciativas, es indudable, pero los grandes rasgos del exterminio y
de la «solución final para el problema judío», venían de lo alto, y nada se movía en orden a la
persecución, a la deportación, al crimen y al genocidio sin que antes no hubiera sido consultado
con el Führer y sin que éste hubiera dado la luz verde para que los nazis hubieran actuado con sus
particulares características asesinas, su particular odio y su particular genocidio. «No Hitler, No
Holocaust» (Sin Hitler no hay Holocausto), ha dicho con acierto Milton Himmelfarb. Citado por
Ron Rosembaum, en «Explicando a Hitler», pág. 15.

142
¡Esta es justamente la esencia del antisemitismo nazi. Que se hallaba inspirado
de manera profunda e irresistible por la Voluntad Delirante de Adolfo Hitler, y que
éste le imprimía su sello «original» desde que el 30 de enero de 1939 pronunció su
siniestra «profecía», según la cual, si los judíos llegasen a desencadenar otra guerra
mundial, ellos, que habían desencadenado la primera —de lo cual Hitler estaba
absoluta y fijamente convencido, esto es, y aquí se halla la clave para comprender esa
mentalidad, no se trataba de una patraña o pretexto acomodaticio—, serían
exterminados de la faz de la Tierra.
¿Por qué?, se interrogará. Porque Hitler veía —y de ello también estaba
fijamente convencido— que los judíos eran los más poderosos y, sobre todo,
peligrosos enemigos de los pueblos arios. Ellos eran los conspiradores mundiales que
amenazaban al mundo civilizado; ellos eran los manipuladores del bolchevismo
soviético; ellos eran los inspiradores del marxismo y de la socialdemocracia
alemana. En consecuencia, era a ellos a los que había que exterminar, pues, de otro
modo, ellos exterminarían al pueblo alemán y a todos los arios europeos: tal como
Hitler lo veía, era una lucha a muerte: ¡o ellos o nosotros, no había alternativa!…
Recordemos su patética y siniestra convicción irrefutable —esto es
delirantemente sistematizada— que acabamos de citar de su libro Mi lucha, pues ella
refleja el estado de ánimo que impulsaba el antisemitismo planetario de Adolfo
Hitler, de acuerdo con el cual, ÉL, y, por tanto… Alemania y el mundo ario, se
hallaban bajo la inminente amenaza judía universal:
«Si el judío llegase a conquistar las naciones del mundo, su triunfo sería
entonces la corona fúnebre y la muerte de la Humanidad. Nuestro Planeta volvería a
rotar desierto en el Cosmos, como hace millones de años.
«Por eso creo ahora que, AL DEFENDERME DEL JUDÍO, lucho por la obra del
Supremo Creador» (Mi lucha, pág. 60).
¡Aquí se halla el núcleo «original» del Antisemitismo Sistematizado Delirante de
Adolfo Hitler, que fue el resorte dinámico de su «profecía» de que los nazis
exterminarían el peligroso «bacilo» judío que contaminaba el Planeta y amenazaba
contagiarlo todo!
Muchos de los dirigentes nazis, cuando no todos, serían feroces antisemitas, pero
la meta psicológica de exterminio total, sin contemplaciones «sentimentales», como
diría Goeb-bels, se la imprimió Hitler, poseído por el miedo al siniestro judío de su
visión alucinatoria, del que jamás pudo liberarse, y que lo impulsaba a «Defenderse»
con tal pánico, que la única manera de lograrlo, para poder quedar tranquilo sin el
enemigo que lo perseguía implacablemente, era aniquilándo-los a todos, «hasta los
niños porque ellos serían los futuros vengadores»: su reiterada
—«sorprendentemente repetida» (Kershaw)— «profecía» reflejaba su indeclinable
deseo de acabar con todos los judíos, si «volviesen a desencadenar una nueva guerra
mundial», y como él era quien la estaba desencadenando y acabó por
desencadenarla al declarar la guerra a los Estados Unidos, era un hecho decidido
que la «profecía» se cumpliría: Hitler formuló la profecía y él se encargó de hacer
que se hiciese realidad.
De ninguna manera abusamos de la hipótesis al formular la certidumbre de que la
descabellada invasión a la Unión Soviética la hizo Hitler por «razones» subjetivas,

143
porque creía que allá se encontraba el mayor poder del «judaísmo-bolchevique», pues
era incomprensible estratégicamente que abriese inopinadamente un segundo frente
en el Este, cuando tan comprometido se hallaba en el oeste, subestimando, por
precipitación y falta de objetividad y estudio, el poderío y los infinitos recursos
geográficos, climatológicos y militares de que disponía Stalin, que si bien fue
sorprendido en los primeros momentos, y le hizo tres millones de prisioneros en su
guerra relámpago, seis meses más tarde, en diciembre de 1941, se dio de bruces
contra la primera reacción del Ejército Rojo. La misma decisión de Hitler de que
detrás del ejército alemán fueran las feroces S.S. rematando a los judíos y
comunistas en los territorios ocupados, era una señal evidente que su propósito
dominante —a pesar de los objetivos reales de materias primas y de «espacio
vital»— era el exterminio del Enemigo Judío con mayúsculas.
Entendemos por AUSCHWITZ, más que un lugar geográfico polaco, el símbolo de
todos los pasos dados por Adolfo Hitler para el cumplimiento irresistible de su
profecía de exterminar al pueblo judío, para que no quedaran de él ni sus moléculas,
por considerarlo el más peligroso enemigo suyo, racionalizado con el argumento de
que judíos y comunistas —que para él eran lo mismo— habían conspirado tras las
líneas de fuego en la Primera Guerra Mundial para que Alemania perdiese la
contienda: es altamente significativo que esta fue su convicción irreductible con la
cual emergió a finales de esta guerra y que la expresó en su artículo antisemita de
1919, fenómeno sugerente de que su Delirio de Viena continuaba sistematizándose
con nuevos argumentos como éste, de que la «puñalada por la espalda» que ocasionó
la derrota alemana en noviembre de 1918 fue asestada por los judíos, de suerte que
en 1924, estaba bien estructurada su mentalidad con la convicción, expresada en su
libro Mi lucha, escrito en el que se siente palpitante y sin disimular su delirio, de que
Alemania habría ganado mucho si en esta Primera Guerra Mundial hubiese utilizado
el «gas letal» contra esos «doce mil destructores hebreos de la nación»…
Esta idea fija e inmodificable —como toda idea delirante— estaba «enquistada»
en su cerebro y ya no cambió más, de suerte que su «profecía» del 30 de enero de
1939, no era más que «la solución final» del «problema judío»: AUSCHWITZ es la
realización de la «gaseada» que no se hizo en la Primera Guerra Mundial, cuando él
era apenas un simple cabo del ejército, pero ahora que se constituía en Comandante
Supremo tenía el poder para corregir la omisión fatal, pues, de no hacerlo —¡era su
convicción!—, los peligrosos judíos destruirían a los pueblos arios, ¡tanto poder les
atribuía Hitler!…
AUSCHWITZ era la «solución final», no las inofensivas «Noches de los Cristales
Rotos», que «apenas» significaron 400 judíos muertos, 1.000 Sinagogas incendiadas,
30.000 ciudadanos hebreos encarcelados en campos de concentración y otros
obligados a huir del país… No. Para Hitler estos golpes no resolvían su problema
personal, que sólo el «exterminio» global podía tranquilizarlo. Ni siquiera la
«esperanza de Himmler de ver eliminado el término judío por completo»,
enviándolos al África o a Siberia, era suficiente para Hitler: la solución debía ser
radical, y la raíz era su aniquilamiento: AUSCHWITZ…:

Hoy quiero convertirme de nuevo en profeta —dijo Hitler en su discurso del 30 de enero de

144
1939, ya mencionado—: si las finanzas internacionales y los judíos de dentro y fuera de Europa
consiguieran, una vez más, arrastrar a las naciones a una guerra mundial, el resultado no sería la
bolchevización de la Tierra, y por tanto, la victoria del judaísmo, sino la aniquilación de la raza
judía en Europa… ¡Esta sí que era la «solución final»!

Poco a poco, en un Crescendo Siniestro, AUSCHWITZ, la Aus-chwitz real de


Polonia, se prepara técnicamente para hacer llover sus duchas de gas letales sobre
los miles de personas que padeciesen alguna deficiencia física o enfermedad mental,
cumpliendo el programa de «Eutanasia» que obedecía a un decreto de Hitler de
octubre de 1939 y que comprendía hasta los niños, no sea que llegados a la
adolescencia se reprodujesen y convirtiesen en carga para el Estado. La decisión de
convertir a AUSCHWITZ en uno de los centros de destrucción en masa de los judíos, la
señaló en sus confesiones después de la guerra el asesino convicto y director de
AUSCHWITZ, Rudolf Hoess: «Durante el verano de 1941, Himmler me mandó llamar y
me comunicó que el Führer ha ordenado poner en marcha la solución final de la
cuestión judía. Debemos encargarnos, pues, de que así se haga. Por razones de
transporte y aislamiento, he elegido AUSCHWITZ para tal menester»… ¿Lo dijo Hitler,
o lo inspiró? Apenas tiene sentido preguntarlo, pues nada en lo tocante a la cuestión
judía se hacía sin su visto bueno, aunque se realizase de acuerdo con el «estilo» de
cada asesino sádico en particular… Si alguna duda cabe sobre la inspiración directa
de Hitler en el asesinato y genocidio, he aquí un apunte de Himmler en su diario,
descubierto hacia 1990, correspondiente al 18 de diciembre de este año de 1941:
Después de una reunión con el Führer en su refugio prusiano conocido como la
«boca del lobo», Himmler escribió: «Cuestión judía: exterminarlos como a (los)
guerrilleros».
«Pese a que jamás se ha encontrado un documento suscrito por Hitler que pueda
relacionarlo con una orden directa de poner en práctica «la solución final», los
testimonios arriba expuestos demuestran, más allá de toda duda razonable, que,
aquel mes de diciembre, instigó y dirigió la intensificación de los actos perpetrados
contra el pueblo judío. Lo más probable es que, aún sin el acicate que supuso la
entrada de los Estados Unidos en la guerra, las deportaciones de los judíos del Reich
a los países del Este —que respondían a órdenes directas del Führer— hubiesen
desembocado en su destrucción. La rabia y la frustración que produjo a Hitler el
contraataque efectuado por el Ejército Rojo a las puertas de Moscú el 5 de diciembre
de 1941, debió haberlo predispuesto a desahogarse con el pueblo hebreo; pero lo
ocurrido en Pearl Harbour acabó de determinar sus intenciones homicidas. En ese
momento se desvaneció entre los dirigentes nazis cualquier pretensión de limitarse a
deportar a los judíos y confinarlos en campos de concentración del Este europeo: de
un modo u otro los hebreos estaban abocados al exterminio» (Laurence Rees, págs.
128-129).
Pero AUSCHWITZ debería esperar hasta 1944 para dar todo de sí. El Siniestro
Crescendo homicida y genocida debía cruzar la fatídica escalera de campos de
exterminio que producían mejores rendimientos a la muerte, campos escondidos en
los bosques polacos, como Chelmo, el primero, Belzec después, Sobibór enseguida, y
Treblinka, por último, centros donde la mentalidad bárbara y compulsiva cobró
millones de vidas judías y soviéticas: con decir que, de los 5,5 millones de

145
comunistas que los nazis hicieron prisioneros, 3,5 sucumbieron al hambre, al frío, a
la tortura, deliberadamente…
«No fue ninguna causalidad —afirma Kershaw— que la guerra en el Este
condujese al genocidio. El objetivo ideológico de erradicar el «judeobolchevismo»
era esencial y no periférico en lo que se había proyectado como una «guerra de
exterminio»… No tardaría en convertirse en un programa ge-nocida total, como
jamás había visto el mundo» (Hitler, página 453). El enfatizado es nuestro para
poner de manifiesto el hecho, que ya destacamos atrás, de que la vuelta de Hitler
contra Rusia tenía profundas motivaciones patológicas: exterminar a su perseguidor
allí donde creía que era más poderoso! ¡Es asombroso el peligro de un delirante,
cuando se convierte en dictador de una Nación! ¡Cuando una Nación le da todos los
poderes para que sea su gobernante y guía!
La evidencia de nuestra tesis —que no es la de Kershaw—, que es
psicopatológica, se pone de manifiesto igualmente en los siguientes términos de este
erudito hitlerólogo: «Hitler habló mucho durante el verano y otoño a sus
colaboradores inmediatos, en los términos más brutales que se podía imaginar, sobre
los objetivos ideológicos que perseguía con la destrucción de la Unión Soviética…
Fueron los meses en que, a partir de las contradicciones y la falta de claridad de la
política antijudía, empezó a adquirir forma concreta un programa para matar a todos
los judíos en la Europa ocupada por los nazis» (pág. 453),… Ahora bien, esta forma
concreta para matar a todos los judíos, nacía, en nuestro concepto, del delirio
sistematizado de Hitler en su calidad de Perseguido-Perseguidor, con la creencia
plenamente consciente de que sólo exterminando a todos los judíos, incluyendo a los
niños que podrían convertirse en futuros vengadores, podía vivir sin esa pesadilla
amenazante del «peligroso» judío del caftán negro… Insistimos en que este objetivo
tenía la prioridad sobre la guerra misma contra la Unión Soviética, tanto más cuanto
que para él judíos y bolcheviques se fundían en uno: El Judeobolche-vismo. Se
ignora el inmenso poder que puede tener un delirante, si por la estupidez de los
pueblos engañados por su demagogia, le ponen en sus manos las riendas del carro
de la historia: ¿Cuántos enfermos delirantes o compulsivos habrán asumido el
mando sin que los pueblos hayan sido conscientes?
Y Hitler quería estar seguro de la matanza, seguir paso a paso el desarrollo del
genocidio, de ahí que, el jefe de la Ges-tapo, Heinrich Müller transmitió a los
comandantes de los S. S, la orden que decía, según Kershaw: «Deben enviarse al
Führer informes continuos desde aquí sobre las tareas llevadas a cabo por los S.S. en
el Este».
A continuación vienen unas revelaciones importantísimas que afirman nuestra
tesis de que el miedo de Hitler inspiraba su voluntad de destrucción de «todos» los
judíos, porque sería un peligro que uno siquiera quedase vivo. Están contenidas en
unas declaraciones de Goebbels que es el eco de Hitler:
«Goebbels testimonia su satisfacción cuando recibió un informe detallado a
mediados de agosto (1941) que le comunicaba que «se estaba desatando la venganza
contra los judíos en las poblaciones grandes» del Báltico, y que estaban «siendo
asesinados en masa en las calles por las organizaciones de autodefensa»… Goebbels
relacionaba la matanza directamente con la «profecía» de Hitler de enero de 1939:

146
«Lo que el Führer profetizó está pasando ya —escribía— que si la judeidad lograba
provocar otra guerra, perdería su existencia»… Tres meses después, cuando visitó
Vilnius, Goebbels habló de nuevo sobre la «horrible venganza» de la población local
contra los judíos, que habían sido «fusilados por miles» y estaban siendo
«ejecutados» aún por centenares. El resto habían sido encerrados en guetos y
trabajaban en beneficio de la economía local… Describía a los judíos como piojos de
la humanidad civilizada. Tenían que ser erradicados de algún modo, porque si no
volverían siempre a desempeñar su papel torturador. La única forma de lidiar con
ellos es tratarlos con la necesaria brutalidad. «Si les perdonas, serás su víctima más
tarde» (Kershaw, pág. 456).
Sabemos que el delirio crónico sistematizado es contagioso: Goebbels trasluce
que se halla profundamente contagiado, ya que era uno de los más íntimos, por ese
delirio de Hitler: «Si les perdonas —habla Goebbels como si fuera Hi-tler—, serás
su víctima más tarde»…
Y Kershaw no elude el calificativo de «patológicos» para estos comportamientos,
aunque los deje en su forma general, sin precisarlos clínicamente:
«Todo esto, dice, eran expresiones extremas, patológicas…» Kershaw amplía su
criterio con las palabras del mariscal de campo Walter von Reichenau a los soldados
alemanes: «Así que el soldado debe tener clara conciencia de que es necesaria la
expiación severa pero justa de los subhumanos judíos… Sólo de este modo
cumpliremos con nuestro deber histórico de liberar al pueblo alemán de una vez por
todas de la amenaza judeoasiática» (pág. 457).
Y Kershaw apunta al núcleo de la meta hitleriana cuando dice:
«El hecho de que Himmler considerase a los judíos, como se había hecho desde
el principio de la campaña, el grupo cuyo exterminio era un objetivo primordial, con
el pretexto de que constituían la oposición más peligrosa a la ocupación, haría
innecesario un mandato específico sobre el tratamiento que debía dispensárseles…
Himmler podía dar por supuesto que estaba «trabajando en la dirección del Führer»
(pág. 462).
Es lo que nosotros sostenemos: que en la campaña contra la Unión Soviética,
«los judíos eran el objetivo primordial», debido a su «peligrosidad» para Hitler, y
afirmamos que la so-brevaloración hiperbólica de la peligrosidad de los judíos,
«responsables de la primera y segunda guerras mundiales, y ahora del poderío de
Rusia», tenía su fundamento inequívoco en el Miedo Delirante de Hitler a los judíos.
La Dinámica Planetaria del delirio sistematizado de Hitler sólo lo podemos
comprender —para evitar el calificativo de fantástica a nuestra tesis— con las
confesiones del mismo Hitler, que citamos por tercera vez: «AL DEFENDERME DEL
JUDÍO, lucho por la obra del Supremo Creador». Confesión que tiene la inesperada
ventaja de que el Führer habla como perseguido personal, en 1924, antes de
universalizar la persecución a Alemania, a Europa y al planeta entero…
«Si a los judíos se les diese rienda suelta, diría muy pronto Hitler, pondrían en
práctica los planes más insensatos… Porque con que sólo un Estado tolere dentro de
él a una familia judía, eso aportará el bacilo básico para una nueva
descomposición».
Los nazis no habían tomado aún una decisión definitiva para llevar adelante su

147
propósito de una «solución final» para el exterminio de todos los judíos en Europa,
mas la dinámica genocida y criminal era irreversible.
No obstante, la siniestra «profecía» de Hitler estaba cumpliéndose con una
exactitud «que puede considerarse casi misteriosa», según la frase muy reveladora
de Goebbels.
Lejos de suceder lo que esperaba, que la guerra alemana relámpago en la Unión
Soviética sería casi un paseo, a finales de 1941, Hitler, que había estado calculando
desatar glo-balmente el exterminio judío para cuando la guerra hubiese terminado,
debió aceptar que se prolongaría hasta el siguiente año de 1942, pero ya no se
aguantó posponer sus planes contra los judíos:
«El que abordase la “solución final de la cuestión judía”, sostiene Kershaw, era
posiblemente un indicio de que se daba cuenta de que no podía esperar tanto. La
conclusión a la que llegó debió ser que, si tenía que aplazarse la victoria sobre el
bolchevismo, no debía posponerse más el momento de ajustar cuentas con su
adversario más poderoso: los judíos» (página 471).
La conclusión inequívoca de Ian Kershaw, después de realizar su hazaña de
investigador del fenómeno Hitler, es la de que el Judío, o el «Judiobolchevique», o el
«Judeoasiático», era para el Führer su enemigo más peligroso. Nada, ninguna razón
histórica o militar, política, social, o aún económica, justifican objetivamente esta
hipervaloración de la «peligrosidad» de los judíos: entonces nos hallamos
plenamente autorizados a concluir que Hitler obedecía inconscientemente a
sinrazones de orden subjetivo que, concretamente expresadas, se hallaban
impulsadas por su viejo Delirio Crónico Sistematizado del Perseguido-Perseguidor,
virulentamente contagioso entre los mandos nazis y entre una gran masa del pueblo
alemán. Un delirio que, manejado con la estridente propaganda de Joseph Goebbels
—el jefe nazi más entrañablemente contagiado por Hitler, mucho más que Goering,
Hesse, Himmler, Heydrich, Rosemberg— trascendió a todos los vientos y a todas las
conciencias de los nacionalsocialistas a partir de mediados de la década de los años
veinte.
Tan contagioso de su delirio era Hitler, y tan contagiado estaba Goebbels —el
más íntimo, el que se suicidó con toda su familia al lado de Hitler en el búnker de
Berlín— que puede hablarse con toda legitimidad clínica de una verdadera Folie à
Deux, un síndrome así llamado por los clínicos franceses, sin que se trate de una
locura esquizofrénica:
«Estos delirios son coherentes, dice el célebre psiquiatra clásico Henri Ey por su
forma sistematizada, es decir, que se presentan al observador como plausibles. De
ahí su poder de convicción o de contagio (delirio de dos o delirio colectivo), en el
que el delirante inductor —en este caso Hitler— hace participar activamente en su
delirio al delirante inducido», en este caso Goebbels. (Tratado de Psiquiatría, pág.
503). Por esta razón se dice que es una Folie à deux, o locura de dos.
La persona que sufre el delirio primario —Hitler— es, por lo general, la
dominante; en tanto que la contagiada es la sumisa o sugestionable, Goebbels. Pero
la «locura delirante persecutoria» puede ser, como dice Ey, «colectiva», el pueblo
alemán. Hitler con su oratoria arrolladora y con su autoritarismo, y Goebbels con su
propaganda avasalladora de las conciencias de las masas alemanas —que eran las

148
sumisas, débiles y sugestionables— contagiaron, a su vez su delirio de Perseguido-
Perseguidor, colectivamente, al 93 por 100 de los alemanes, que, así inducidos y
contagiados, apoyaron plebiscitariamente a Hitler.
¿Si no es con estos fenómenos de locura de dos, primaria, y locura colectiva de
las masas —entendidas, ya no sociológica sino clínicamente—, cómo explicar la
siniestra e irracional contaminación alemana del antisemitismo de Hitler y Goeb-
bels? Porque nadie tiene razones objetivas para explicarla. Es mucho más apropiado
hablar en este caso de «masa contagiada», que de «masa hipnotizada». De Goering,
Himmler, Hesse, etc., es propio decir que estaban «sometidos» a Hitler, no
contagiados; ninguno se suicidó con él, sino que, al final, lo traicionaron todos.
Una y otra vez, como lo hemos visto, y como lo veremos en el siguiente texto, el
más connotado biógrafo de Hitler que es Ian Kershaw, vuelve a subrayar la cuestión
arquimédica para conocer los resortes más íntimos de la dinámica mental del Führer,
que es su miedo a los judíos, que nos mueve a pensar que existe un total acuerdo
entre él y nosotros, con la salvedad de que, desventuradamente, por ser histórica su
obra y no psicológica, no llega a señalar las fuentes delirantes del pánico de Hitler a
los judíos:
«La responsabilidad de Hitler por el genocidio —afirma Kershaw— contra los
judíos no puede ponerse en duda. Sin embargo, pese a todas sus diatribas públicas
antijudías que constituían la incitación más fuerte a ataques de violencia extrema cada
vez más radicales y pese a todas sus sombrías insinuaciones de que se estaba
cumpliendo su «profecía», siempre procuraba ocultar las huellas de su participación
en el asesinato. Es posible que, incluso en el apogeo de su propio poder, temiese el
de ellos, y la posibilidad de que se vengasen algún día». (¡!)
Ciertamente, si Hitler les atribuía tanto poder a los judíos como para
desencadenar dos guerras mundiales —flagrante sin razón en la que él creía sin duda
alguna—, tenía su lógica interna concluir que eran «peligrosos» y que había que
andarse con ellos con extrema «cautela», justamente como miraba a su «aparición»
en las calles de Viena con extremada cautela, como él nos lo relata en su libro, aún
en 1924, cuando han pasado quince años: es el momento de que nos interroguemos:
si después de tantos años de sistematización de su delirio en su «visión del mundo»;
si después de tantas racionalizaciones a manera de capas envolventes del núcleo
alucinatorio del delirio de finales de 1909, no consiguió disimularlo en su libro
destinado a ocultar sus defectos con fines de publicidad política, ¿cuán grave y
poderosa debió ser su alucinación original, cuánto miedo debió infundirle, cuántas
angustias que Hitler a nadie confesó, que a nadie podía confesar, así fuese a un
amigo tan íntimo como August Kubizek a quien ya había abandonado a la sazón? No
sería la primera ocasión que temiera enloquecer, pues una, por lo menos, se la relató
al mismo Kubizek, como ya dijimos.
Pasaron los años y Hitler al parecer había olvidado a los judíos. Ahora
reaparecen con toda fuerza en sus discursos. Hitler era un calculador de vieja data y
esperó que llegase la guerra contra la Unión Soviética para descargar su furia
antisemita como nunca antes lo había hecho con esa insistencia reiterativa. En un
discurso del 8 de noviembre de 1941 aprovechó la ocasión en la que se dirigía a los
viejos militantes fundadores del nacionalsocialismo para retomar el tópico de la

149
cuestión judía y reiteró sus temores contra los semitas:
«Él había acabado dándose cuenta de que los judíos eran los instigadores de la
conflagración mundial. Inglaterra, bajo la influencia judía, había sido la fuerza
impulsadora de la «coalición mundial contra el pueblo alemán». Sin embargo, había
sido inevitable que la Unión Soviética, «el máximo servidor de la judeidad», se
enfrentase un día al Reich. Desde entonces había quedado claro que el Estado
Soviético estaba dominado por comisarios judíos. Y Stalin no era más que «un
instrumento en las manos de esa judeidad todopoderosa». Detrás de él estaban
«todos esos judíos que en una ramificación multiplicada por mil dirigen ese poderoso
imperio». El haber llegado a «VER» eso, añadía Hitler, había pesado mucho en él y
le había obligado a afrontar el peligro del Este» (Kershaw, pág. 481).
Con esto queda probada nuestra tesis formulada más atrás, de que fueron
subjetivos y delirantes los motivos que lanzaron a Hitler contra la Unión Soviética,
de allí, el garrafal error que hasta un niño lo podría descubrir… Destacamos por lo
demás el verbo «VER» que utiliza Hitler para señalar que él se dio cuenta del
«todopoderoso» peligro de los judíos, porque resuena en él lejanamente el recuerdo
de su experiencia alucinatoria de Viena, en la que de pronto «vio» al judío
peligroso…
Entretanto, AUSCHWITZ había cobrado para fines de 1942, de acuerdo con los
cálculos de las mismas S.S., cuatro millones de vidas judías. Al mismo tiempo, Hitler
insistía en el puntual cumplimiento de su «profecía», ya que por culpa de los judíos
se había desencadenado la segunda guerra mundial: «Esta guerra no terminará
como se imaginaban los judíos, con el exterminio de los pueblos arios europeos, sino
que el resultado de esta guerra será la aniquilación de la judeidad. Se aplicará
ahora, por primera vez, la vieja ley judía: ojo por ojo, y diente por diente… Y llegará
la hora en que el enemigo mundial más malvado de todos los tiempos dejará ya de
cumplir su papel, por lo menos en un millar de años»: ¡era el más desesperado deseo
de Hitler para poder descansar en paz!
Después de Chelmo, Belzec, Sobibór y Treblinka en 1942, cuyos campos de
exterminio con duchas de gases tóxicos, que dejaron el tétrico balance de cuatro
millones de muertos judíos e infinidad de torturados, campos que los mismos nazis se
encargaron de destruir cuando hubieron cumplido su tétrico cometido, vino
AUSCHWITZ, con sus campos de exterminio, que en 1944, se convirtió en el epicentro
del holocausto de casi la totalidad de los judíos húngaros.
Las enormes riquezas de Hungría atrajeron la codicia de Hitler quien sin
dificultades se apoderó de sus tesoros apenas hollados por la guerra. Tras el botín
del bárbaro que penetró en Hungría el 19 de marzo de 1944, vino el crimen: como a
la sazón la situación de Alemania nazi era desesperada, estaba urgida de mano de
obra para su industria bélica, y debía seleccionarse a los judíos con capacidad para
el trabajo de aquellos que eran inútiles, que serían eliminados al instante. El
proyecto, aún de las autoridades húngaras, era desocupar Hungría de judíos y
enviarlos a Auschwitz. Las cámaras de gas eran subterráneas y esto les hacía fácil la
tarea a los verdugos para introducir el veneno cuando la cámara se hallase repleta
de judíos húngaros. El convicto asesino común, Rudolf Hoess, nada menos, era el
director de esa cámara de suplicio y exterminio, para lo cual tenía una amplia

150
experiencia en su siniestro oficio, y él, que nunca se sintió culpable de acuerdo con
sus declaraciones de la postguerra, siempre declaró que las órdenes las recibía de
Himmler, quien, a su vez, se remitía a las órdenes supremas de Adolfo Hitler sin las
cuales nada podía hacer.
«Entre junio y julio de 1944, la revelación del exterminio que estaba teniendo
lugar en Auschwitz —dice Laurence Rees— sí tuvo indudables efectos y condujo a un
cambio de política, pero no entre los Aliados, sino en el Eje. Tras la deportación
masiva de los judíos de Hungría, el almirante Horthy, jefe del Estado Húngaro,
recibió numerosas protestas. Incluso el Papa Pío XII, cuya incapacidad para
denunciar públicamente el exterminio de los judíos durante la guerra ha sido tan
criticada, solicitó a Horthy que pusiera fin a las deportaciones. Horthy dio orden
entonces para que cesaran las deportaciones, cosa que tuvo lugar el 9 de julio»
(Auschwitz, págs. 337 y 338).
Auschwitz es creación de Hitler, pero señala también a los aliados por no haber
hecho algo para evitar el holocausto que allí tenía lugar; ni siquiera se pusieron de
acuerdo para bombardearlo y quedó intacto allí como prueba sombría de hasta
dónde puede llegar el hombre cuando se halla comandado por su mentalidad
bárbara y compulsiva que lo conducen sin pestañear al más brutal genocidio y al
crimen despiadado.
Hitler murió en sus trece, poseído por su delirio sistematizado, homicida y
genocida contra los judíos. La víspera de su suicidio dictó el «testamento político» en
el que su preocupación continuaba puesta en la destrucción de su enemigo, como si
temiese que aún después de su muerte continuaría persiguiéndole: «Es falso, dictó,
que yo o algún otro quisiese en Alemania la guerra de 1939. Fue deseada e instigada
exclusivamente por aquellos estadistas internacionales que eran de ascendencia
judía o que trabajaban para intereses judíos. Pasarán siglos, pero de las ruinas de
nuestras ciudades y monumentos culturales surgirá siempre renovado el ODIO contra
los responsables finales a los que tenemos que dar las gracias por todo: la judeidad
internacional y sus colaboradores… Dije también, con toda claridad, que si las
naciones de Europa iban a ser consideradas de nuevo como meros paquetes de
acciones de esos conspiradores del dinero y de las finanzas internacionales, también
tendría que rendir cuentas esa raza que es la culpable en realidad de esta lucha
criminal: ¡los judíos! Dije también muy claro además que esta vez no morirían
millones de niños de los pueblos arios de Europa, ni millones de adultos, ni morirían
quemados y bombardeados en las ciudades centenares de miles de mujeres, sin que el
verdadero culpable pagase su culpa…
«No deseo caer en las manos de enemigos que necesitarán un espectáculo
preparado por los judíos para divertir a sus masas excitadas».
Es algo por demás revelador que Hitler hablara de su miedo personal a que los
judíos se mofaran hasta de su cadáver…
En última instancia, siempre recae, una y otra vez, en su «peligroso» enemigo
personal, el «judío del caftán negro», que se le apareció de repente, como una
pesadilla, y del cual nunca pudo zafarse, ni con el crimen compulsivo, ni con el
genocidio bárbaro, ¡nunca más!, porque no se puede asesinar una alucinación, que
es una visión sin objeto, una creación fantasmagórica del cerebro ulcerado de Adolfo

151
Hitler…

152
CAPÍTULO IX

Despierta el bárbaro Schicklgruber

Al entrar en este momento crucial de Adolfo Hitler, no debemos participar en lo


que, con criterio simplista, se ha convertido en un lugar común por historiadores y
biógrafos, de que «la primera guerra mundial hizo posible a Hitler», citando a
Kershaw, el muy célebre biógrafo tantas veces mencionado en este ensayo. El
concepto podría inducir a pensar que la carrera de Hitler tuvo en este acontecimiento
su punto de partida. Y en este caso, nos quedaríamos sin comprender por qué la
Primera Guerra Mundial forjó de una manera tan especial a este hombre singular.
¿Por qué Adolfo Hitler salió metamorfoseado de esa forja incandescente y no otro?
Nuestra metodología de psicólogos e historiadores nos previene de participar en
semejante criterio. Todo exige que para aproximarnos a la verdad de la formación de
Hitler, particularmente de su mentalidad que brota necesariamente de su cerebro,
estamos en el deber metodológico de ajustarnos a las líneas generales de su dinámica
interior, mirando atentamente la continuidad de esas directrices que se proyectan
desde su pasado ancestral hacia el futuro, sin olvidar las coyunturas intermedias que
se colocan entre aquel pasado y este presente. Nada es reconocible si no se mira —
particularmente en el campo de la historia y la psicología— tal continuidad y el modo
como van apareciendo nuevas formas y comportamientos bajo el estímulo de las
fuerzas presentes pero sin perder de vista que estas fuerzas inmediatas inciden sobre
un suelo previo y predeterminado, de cuya interacción brota lo nuevo.
El Adolfo Hitler que brotó de la Primera Guerra Mundial es nuevo, y comprender
esta novedad, justamente la de este hombre, impone el imperativo de conocer el
choque entre las fuerzas que venían desde el pretérito y las nuevas que penetran ahora
en su cerebro. Sin cumplir a cabalidad este compromiso con las normas del
conocimiento, nos privaría de la comprensión de todo ser humano, aunque mucho
más en el caso de Hitler, por ser él una de las mentalidades más complejas de la
historia y de la psicología, para nosotros la más compleja de todas, mucho más
compleja entre todos los hombres de acción con quienes hemos tenido la oportunidad
de medir nuestras capacidades de conocimiento.
Porque el Adolfo Hitler que llegó a Múnich el 25 de mayo de 1913, bien
pertrechada la bolsa con la herencia que recibió de su odiado padre al cumplir los 24

153
años, habría de prolongar durante los quince meses siguientes, su modo de vida que
había llevado en Viena. El mismo parásito y haragán que se limitaba a copiar sus
cuadros, a los que les faltaba el estro del artista de calidad, porque le daba pereza
hacerlos con laborioso estudio. Es hora de recordar lo que Werner Maser nos ha
dicho: tenía talento y talento «extraordinario» de acuerdo con el criterio de un
especialista en pintura que examinó algunas de sus acuarelas y óleos, «pero era
demasiado haragán y no se molestaba en llevar el caballete al campo donde pudiera
pintar al natural», y, por esto se limitaba a hacer malas copias que luego vendía en los
cafés, en las calles y en las cervecerías. Por la noche «estudiaba», lo que para él
significaba devorar los periódicos y folletos a lo sumo, ya que le era imposible por su
compulsión a la vagancia para el estudio leer libros serios, como le ocurre a todos los
que padecen de esta grave alteración o enfermedad del comportamiento: Para decirlo
con el autorizado criterio de Ian Kershaw:

Le quedaba su propia forma de bohemia en Múnich: holgazanear por los cafés, hojear
periódicos y revistas y esperar la oportunidad de arengar a los que se hallasen cerca de él sobre lo
erróneo de sus ideas políticas. Respecto a su propio futuro, no tenía más idea de hacia dónde iba de
lo que la había tenido durante sus años del Albergue para Hombres de Viena (Hitler 1889-1936,
pág. 105).

Llegaba pertrechado también a Múnich con su «ideología» tomada del


pangermanista antisemita Georg von Schönerer, claramente racista, y de Karl Lueger,
fundador del partido social cristiano, convicto antisemita y seductor de masas. Pero
quizá más importantes que sus simpatías eran sus violentos odios compulsivos
adquiridos también en Viena contra el Parlamentarismo, la Socialdemocracia, el
marxismo y su antisemitismo, que se convertirían en pasiones directrices de su acción
futura.
Pero importa sobre todo precisar con qué mentalidad, con qué cerebro llegó a
Múnich. Era perfectamente distinguible su Primera Mentalidad o Mentalidad Normal
que le permitía, mal que bien, adaptarse a sus circunstancias al disponer de una
capacidad de juicio lo apenas indispensable para convivir social-mente, si así puede
hablarse de una persona retraída y solitaria, que, en vez de dialogar simpáticamente y
tener amistades como los demás del Albergue de caridad para Hombres de Viena, lo
que hacía era perorar abrumadoramente sobre la política o sobre la música de
Wagner. Parte importante de su capacidad precaria para adaptarse a la realidad era su
trabajo de pintor que había aprendido gracias a otro vagabundo: Reinhold Hanisch.
Con el producto de este trabajo se ganaba el pan, y sobre todo los dulces y las harinas
para saciar su insaciable glotonería.
Su Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica estaba dominada por su
enfermedad Maníaco-Depresiva, que oscilaba entre el polo de la hiperactividad, la
sensación de grandiosidad que si la tenía enorme cuando no era nada, a qué grados
llegará cuando sea Canciller, cuando sea venerado como el Caudillo infalible en sus
aventuras «políticas» internacionales, su victoria relámpago sobre Francia, su
invasión igualmente relámpago de Polonia y los primeros meses de su sor-presiva
invasión a la Unión Soviética, todas victorias fugaces al comienzo y con final
desastroso, clara señal de que Hitler era un aventurero ciego, pero él se creía el

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hombre de la historia universal, enviado por la providencia, en su reacción de
grandiosidad maníaca; la inflación del Ego y la verborrea o lo-gorrea, germen
patológico de su futura oratoria avasalladora, y el polo de la inercia depresiva, el
sentimiento de no valer, la adinamia para el trabajo, el pesimismo, la sensación de
futilidad, la deflación del Ego y los relámpagos suicidas…
Por otra parte, su Delirio Crónico Sistematizado de Perseguido-Perseguidor,
expresado en Miedo y Odio asesino y ge-nocida contra los judíos, ocupaba un lugar
destacadísimo y determinante de sus comportamientos en el ámbito de esta
Mentalidad Patológica o Segunda Mentalidad… Tanto la enfermedad Maníaco-
Depresiva, como el Delirio Antijudío, llegarán hasta Múnich y continuarán
afectándolo e inspirando inconscientemente sus comportamientos a todo lo largo de
su existencia.
La Tercera Mentalidad o Mentalidad Compulsiva, también iba allí, en su
equipaje mental hacia Múnich. Toda suerte de odios compulsivos y de violencia
dirigidos contra los socialdemócratas, los marxistas y el parlamentarismo, odios que
se nutrían no en el estudio de libros serios sino, como tantas veces hemos puesto de
relieve por la importancia histórica que tendrá en su carrera pública, en periódicos y
revistas, tal como seguirá «estudiando» en Múnich y el resto de sus días. El odio
contra los judíos los colocamos aparte, porque Hitler lo enquistó de una manera
especial en lo que llamó su «visión del mundo», cuyo centro era el odio delirante
antisemita… Igual que el odio compulsivo, la vagancia compulsiva universal, tanto
para el trabajo práctico como para el estudio, vienen desde la infancia y llegan hasta
Múnich, donde experimentan una metamorfosis singular, metamorfosis que será
parcial, pues el vago para el trabajo y el estudio continuarán afectándolo. Otras
compulsiones, como la violencia, la maldad, la mitomanía, la venganza, el homicidio,
la glotonería, el incesto, tendrán oportunidad de desarrollarse brutalmente en la
historia que vendrá.
Por último, la Cuarta Mentalidad dominantemente Bárbara Nómada, llega
latente a Múnich, a la espera inconscientemente, de su oportunidad, pues la falta de
oportunidad es lo que explica por qué no se ha desarrollado aún. Como ya lo hemos
visto, se desprende genéticamente de las numerosas familias Schicklgruber que se
habían aislado en las montañas y los bosques de la Baja Austria en el espacio más
norocciden-tal de Austria. De allá llegó el flujo genético al ADN de Alois Hitler,
transmitido por el azar de la herencia, y, por este mismo azar pasó a Adolfo Hitler,
afectando su cerebro con la mentalidad bárbara. Observamos cómo esta mentalidad se
expresó desde la infancia, convirtiéndose en el resorte profundo y molecular que lo
impulsaba de manera irresistible a las lecturas y aficiones guerreras, particularmente
las novelas de Karl May, que sobrepasaron por encima de sus libros escolares que,
por su vagancia, no pudo estudiar, pero la pasión por la guerra era tan poderosa que la
mentalidad bárbara pudo más que la mentalidad compulsiva a la vagancia para la
acción. Ya vimos cómo esta pasión por la guerra —¡trasunto de su fondo bárbaro!—
perduró toda la vida, tanto que Hitler, en el año de 1942, cuando suponemos que
debería estar absorto en la guerra que había desencadenado contra la Unión Soviética,
sacaba tiempo para releer sus fascinantes obras de Karl May que hasta recomendaba a
sus generales… Pero esta Mentalidad Bárbara dominante se había quedado en las

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lecturas y en sus pasiones guerreras. ¡Esperaba la oportunidad para expresarse en la
práctica guerrera!
Sostuvimos igualmente que esta Cuarta Mentalidad en Hitler tiene una dimensión
civilizada en oposición a la dimensión bárbara nómada que es en él avasalladora, y
sugerimos que descendía genéticamente del abuelo paterno desconocido, civilizado y
artista, y que de él procedían por azar las manifestaciones-natas de Adolfo Hitler,
como su fascinación por la música coral, que empezó a conocer hacia el año de 1898
en el monasterio de Lambach, donde tomó clases de canto en el coro del monasterio
por insinuación de Alois, su padre, quien también se deleitaba con esos coros y esa
música. Señales evidentes de capacidad para la pintura y el dibujo, que en Viena se
ampliarían a la Arquitectura, las dio muy tempranamente en la escuela y en los años
que logró hacer de bachillerato, en los que obtuvo, como cosa excepcional, el
«excelente» en las calificaciones en estas asignaturas, con la fatal circunstancia de
que nunca podría desarrollar tales dones artísticos por su vagancia compulsiva para el
estudio, aunque sí fue un amante permanente del arte hasta sus últimos días, la
música de Wagner y la arquitectura monumental, pues existe constancia de que ya en
el búnker de Berlín, próximo a morir, seguía contemplando con deleite las maquetas
que había construido su arquitecto oficial… Con esto queremos señalar que era honda
su vocación artística —saboteada sin su culpabilidad por esa haraganería compulsiva
que tuvo la mala suerte de heredar que, sea esta la oportunidad de repetir, si no
hubiera sido Vago Compulsivo para el estudio, el destino de Hitler y de Alemania y
de Europa habrían sido muy diferentes, pues con la profesión de artista, pintor o
arquitecto, y con estudios universitarios serios, así el guerrero hubiera despertado en
él lo cual era indudable por la fuerza de su herencia bárbara nómada, Hitler habría
tenido un contrapeso civilizado poderoso para equilibrar al bárbaro, y la historia
habría visto a un Estadista-Militar, muy sui generis, alguien parecido a un Bismarck
moderno, no al Führer brutal, Aventurero, Nómada, Genocida y Asesino que, de
victoria en victoria, condujo a Alemania a la mayor tragedia jamás conocida en los
anales del tiempo… Deseos aparte, sostenemos que la vocación artística de Hitler —
en la que incluimos su oratoria, cuando dejó de ser verborrea maníaca—, fue
profunda, arraigada en su ADN y, por tanto, heredada de su abuelo ancestral
ignorado…
Lo acabamos de sostener con toda la responsabilidad psicológica e histórica: si
Adolfo Hitler no hubiese heredado su Vagancia Compulsiva para el estudio, su
destino, el de Alemania y Europa, habrían sido otros, seguramente. ¡Es que aquí
descubrimos la especial peculiaridad de Hitler! Un hombre único en la historia de la
humanidad. Ya hemos dicho que ninguno de los grandes guerreros que conocemos, se
le parecen. No son tan complejos, porque en ellos sus cerebros no se hallaban
impulsados por esa multitud de determinismos mentales, unos para el bien, y otros
que son predominantes, para realizar los actos más aviesos que se hayan conocido…
Si por la mala suerte de su herencia no hubiera recibido el gen mutado por el alcohol,
que procedía sin duda de su tío paterno Franz Schicklgruber y que llegó a su padre
Alois primero, con multitud de compulsiones, y luego a Hitler, generando en éste,
igualmente por azar, todo un sistema compulsivo, que lo convirtió en un haragán
incapaz de estudiar, la dimensión civilizada de Hitler se habría expresado en un gran

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arquitecto o pintor —porque tenía vena para ser un destacado artista—, aún en un
docto orador y no en el demagogo teatral, y esta dimensión civilizada habría
atemperado su dimensión bárbara terrible y genocida, aventurera y nómada
expansionista… ¡La vagancia compulsiva le jugó una mala pasada a la historia!
¡Quién lo creyera: que una alteración comportamental del cerebro —pero alteración
compulsiva, que no es cualquier cosa— tuviera tanta trascendencia con semejantes
alcances mundiales!
Lo cierto es que en el Adolfo Hitler bárbaro —«esa bestia feroz», como lo
calificó aquel sabio conocedor de hombres que fue el ministro de Baviera Heinrich
Held—, al no poder desarrollar su condición civilizada, triunfó el terrible guerrero
que había en él, provisto con esa oratoria que era uno de sus rasgos civilizados, pero
que se convertiría en el instrumento del genio del mal…
Este hombre, que a su llegada a Múnich en mayo de 1913 no era nada ni nadie,
traía en su cerebro en estado potencial esas tremendas fuerzas, que habrían quedado
en estado de latencia, pues cuando Hitler hizo su hégira de Viena a Múnich, huía del
servicio militar en Austria, no porque él se negara a militar en el ejército de los
Habsburgos, como lo dio a entender, sino que, por vago, no quería someterse a la
disciplina del recluta, y, cuando partió para Múnich, buscaba más el importante y
famoso ambiente artístico de esta ciudad, en donde aspiraba a realizarse como
pintor o arquitecto, ya que en Viena no había podido lograrlo. Sin embargo, Múnich
no le brindó lo que él buscaba, sino al contrario, le ofreció la ocasión precisa para
que llevara al acto su potencial Mentalidad Bárbara de típico cuño Schicklgruber…
La tradición alemana se prestaba para una política imperialista, ya que se hallaba
resentida por sus magros logros en el reparto de las colonias africanas en 1880; era un
caldo de cultivo favorable para el surgimiento de un culto al caudillo que hiciera
continuidad con el caudillismo de Bismarck; existía un sentimiento antijudío y hasta
una codicia expansio-nista… Pero nada de esto, y otros fenómenos sociales y
económicos más, hacían preveer la aparición del Tercer Reich, con las
características precisas que le infundió Hitler: en nuestro concepto, Hitler, armado
con su compleja psicología, singular en la historia alemana y aún en la Historia
Universal, sacó de quicios a la tradición alemana, le imprimió un rumbo que le era
extraño a esa tradición y a las condiciones de la idiosincrasia alemana: Hitler inició
y terminó —¡él con su particular y única psicología personal!— un ciclo histórico
esencialmente nuevo, inédito y original, completamente personal, imprevisible en los
hábitos políticos y sociales alemanes, aunque mucho se les parecieran, un ciclo nuevo
que se inició con Hitler y terminó con Hitler, insólito y raro, que de haber respondido
a la lógica de las tradiciones alemanas, habría podido ser belicoso y caudillista,
imperialista, antimar-xista y antisemita, pero no habría llevado a Alemania ni a la
guerra mundial, ni a la catástrofe, ni al partido nacionalsocialista:
«La cuestión mil veces planteada y que se seguirá planteando —dice Marlis
Steiner—, es saber por qué el nacionalsocialismo se desarrolló y se instaló en
Alemania y no en otra parte. ¿Cómo el país de Goethe y de Beethoven, de Marx y de
Eins-tein, pudo caer tan bajo y cometer y tolerar semejantes crímenes? ¿Cuáles son
las particularidades que llevaron a los alemanes a esa política de destrucción,
mientras que otros países europeos, donde surgían ideas y problemas similares, no

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sucumbieron a la misma tentación o la vivieron, como Italia, en una forma menos
radical?» De acuerdo con Steiner se han esgrimido causas personales,
socioeconómicas e ideológicas, pero, de ninguna manera se ha llegado a un consenso
que explique estos interrogantes.
Nosotros respondemos a estas preguntas y a otras que pudieran formularse,
diciendo que, a causa del insólito cerebro de Adolfo Hitler y de las corrientes
mentales que de él brotaron, y lo convirtieron en un hombre totalmente singular en la
especie humana, fue él quien primero echó a andar el partido nacionalsocialista, con
características muy especiales que lo diferenciaban de los partidos tradicionales, entre
las que la belicosidad encaminada a un propósito fijo y secreto del propio Hitler, era
una de las más destacadas, que se unía con el propósito deliberado pero firme de
movilizar a las masas alemanas en esa dirección inequívoca e irresistible desde el
momento en que emergió del crisol de hierro de la Primera Guerra Mundial que lo
forjó y del cual saldría armado con todas las armas para llevar adelante su propósito
indeclinable —con la obstinación ancestral de su abuela María Anna Schicklgru-ber
—, poco a poco al principio, mientras iba afianzándose en el poder con el carisma
que lo colocaba como figura dominante, y después, con el poder total en sus manos,
de manera vertiginosa hacia su destino final, «caminando con la seguridad de un
sonámbulo por el camino que la Providencia le había señalado» hasta cumplir «su»
misión: ¡la misión esotérica de Adolfo Hitler, del solitario y excéntrico Adolfo Hitler
que conocemos, no la de nadie más, ni de Alemania, hasta que el «sonámbulo» cayó
en el abismo!
¡Por esto Hitler aparece a nuestra percepción psicológica como un fenómeno
inesperado y extraño a la tradición alemana, como un rayo surgido del infierno de la
Austria bárbara, que comienza y acaba en sí mismo, como un ser diabólico que se
incrusta por un instante en la historia de la Nación Alemana, a la que abruma y ciega
momentáneamente, la seduce y arrastra en un vértigo de inconsciencia, sometiéndola
incondicionalmente a los poderes mágicos de este raro fenómeno humano, sin que
pudiera liberarse de él, como les ocurrió a las personas de su intimidad —la madre,
Kubizek, Mimy, Geli y Eva Braun— que, por miedo, no pudieron zafarse de él, así el
pueblo Alemán. Aturdidos sus hombres y mujeres, sin que supieran aun después de
muerto qué era lo que había ocurrido: fue el Tsunami de un instante histórico que
sólo deja ruinas a su paso, de suerte que cuando el meteoro hubo terminado, el
pueblo alemán desconcertado, porque había vivido la paradoja de que, a pesar de
haberle dado el 93 por 100 de sus votos y la voluntad absoluta, no había participado
consciente-mente en la diabólica epopeya, se entregó a reconstruir empezando por el
momento en que el Cataclismo político-bélico se había iniciado en el año de 1920,
atando los cabos rotos de su tradición histórica, interrumpida por el deslumbrante
acontecimiento hitleriano, extraño fenómeno humano que ocurrió en el pasado y
puede repetirse en el porvenir. De allí la urgencia de conocer el singular seismo
mental que puede sacudir a cualquier país de la tierra y que, de hecho, los vive
sacudiendo con menos fuerza devastadora y menos grados en la Escala Histórica.
Tan singular fue Hitler en la historia alemana —expresión inequívoca del
personaje solitario y excéntrico que fue— que ni siquiera las más destacadas figuras
dirigentes del partido nazi lo conocieron: ninguno de ellos fue tan osado como para

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relacionarse de tú a tú con él, menos de darle órdenes o de contradecir sus designios:
todos llegaban de puntillas, sin hacer ruido, a sus entrevistas con el Führer: tal vez el
capitán Röhm, tal vez los Strasser, tuvieron la audacia suicida de confrontarlo, mas
Röhm y Georg Strasser pagaron con sus vidas en su momento oportuno (1934) su
osadía, y Otto Strasser debió emigrar de Alemania antes que las manazas de Hitler lo
atraparan… Entonces, si los mismos dirigentes del partido nacionalsocialista
obedecieron ciegamente a Hitler hasta el final —con la excepción de Hess y Himmler
a última hora—, pero sin que ninguno lo hubiera conocido en absoluto, ya hemos
mencionado al ministro de Baviera, Heinrich Held, como la excepción, aunque él no
era dirigente del partido nacionalsocialista, si los dirigentes nazis no tenían idea de
quién era su Führer, decimos, ¿qué no diremos del pueblo alemán que lo obedeció
como autómata colectivo?, contagiado e inducido por la fuerza delirante todo
poderosa de Hitler, y por la Folie à deux, la locura de dos, que establecieron con
Goebbels que con su estruendosa propaganda del Mito, completó el contagio
delirante y genocida.
Pero antes de que este acontecimiento telúrico comenzara, debemos asistir al
sacudón que Hitler mismo debía experimentar para que despertara de la latencia su
cerebro y se pusiera en movimiento su Cuarta Mentalidad o Mentalidad do-
minantemente bárbara, instrumentada y conducida por su oratoria y su particular
manera de entender la «política como medio para conducir a un fin», secreto fin
incuestionable: ¡la Segunda Guerra Mundial!
No esperemos, sin embargo, que el sacudón de su cerebro vendría de los
penetrantes y profundos estímulos de sabias reflexiones que Hitler se hubiera
formulado como resultado de sus desvelos inclinado febrilmente sobre las grandes
obras y tratados en torno a la Guerra, la Política, la Economía, las Revoluciones
sociales y la Historia. Lo conocemos perfectamente, dominado por la vagancia para el
estudio, compulsión que le impidió de manera absoluta leer a los maestros del
momento. Para no decirlo con nuestras palabras, reproducimos las del docto Ian
Kershaw que nos permiten la máxima credibilidad:
«Para Hitler leer, tanto en Múnich como en Viena, no era algo que hiciese para
ilustrarse, para aprender, sino para confirmar prejuicios… La mayor parte de las
lecturas probablemente las hiciese en los cafés, donde podía continuar con su hábito
de devorar los periódicos…» (Hitler, pág. 104).
Por esta razón, el sacudón cerebral debía venir del terreno de la acción, y de
ésta, de una que no le produjera repulsión, pues también, como lo hemos visto, la
vagancia compulsiva afectaba el trabajo práctico, razón por la cual, en Viena, se
hundió en la mendicidad. ¿Cuál podría ser esta clase de acción que no le hiciese
sospechar que eso era trabajo, el odioso trabajo?
No el servicio militar, pues ya discutimos que Hitler rehuyó su obligación de
presentarse al ejército austriaco para cumplir con la ley que sancionaba a quien no lo
hiciese, desde el año de 1909, y sostuvimos que no fue por su rechazo a servir a los
habsburgos, sino por no someterse al trabajo disciplinado del recluta…
La única actividad que Hitler podría aceptar sería aquella que tocara los
circuitos de la corteza del hemisferio cerebral derecho que son el soporte de su
Cuarta Mentalidad, asiento de los comportamientos bárbaros, que siendo tan

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potentes en él se hallaban a la espera de una oportunidad para expresarse: esa
actividad que despertará el apasionado entusiasmo de este hombre —y ante la cual no
experimentará su enorme pereza compulsiva—, no podía ser otra que la guerra: no el
servicio militar ni el estudio del arte de la guerra, no: ¡la guerra a secas! Entre sus
libros figuraba La Guerra, del General Prusiano Carlos Clausewitz, tanto como
figuraba Schopenhauer, en ediciones populares: pero nadie puede probar que los leyó.
Recordamos a nuestro lector algo de suma importancia y que demostramos hace
rato, al comienzo de este ensayo: que en las postrimerías del período Paleolítico
superior y comienzos del Neolítico histórico, surgieron dos pueblos del proceso
evolutivo, los civilizados y los bárbaros; que los Pueblos Civilizados alcanzaron esta
condición por descender de aquellas poblaciones venidas de África a Europa
principalmente, hacia el año 40.000 a.C., donde completaron su desarrollo, ya que
eran nómadas, cazadores recolectores y geniales artistas, creadores de la primera
Edad de Oro de la Humanidad, el Arte Rupestre de la Era Glacial. Hemos convenido
en llamar a estos pueblos más modernos sapiens, los Magdalenienses que, también lo
dijimos, convivieron con otros tres pueblos en el Paleolítico superior, en Europa, lo
mismo que en el próximo oriente asiático y en el norte de África, los Cromañones, los
Auriñacienses y los Neandertales. Hallándose en el período Paleolítico superior,
todos estos cuatro pueblos se encontraban evolucionando en ese lapso final del
paleolítico que comprende el espacio de tiempo que se extiende entre los 40.000
años, cuando los tres primeros llegaron de África, y los 10.000 años a.C., cuando
termina el Paleolítico superior y comienza, en nuestro concepto, el Neolítico y la
Historia Moderna propiamente dicha…
Los pueblos Magdalenienses se desarrollaron felizmente, especialmente y, en lo
que para nuestro propósito cuenta, en su cerebro, y se produjo el relevo de funciones
mentales, de acuerdo con el cual, el haz de facultades mentales racionales, verbales y
conscientes localizadas en el hemisferio cerebral izquierdo principalmente, relevaron
o sustituyeron en su domi-nancia al haz de facultades mentales creativo-alucinatorias
e inconscientes, localizadas principalmente en el hemisferio cerebral derecho. De esta
manera, y gracias a la evolución ascendente del cerebro, los pueblos Magdalenienses
quedaron equipados con un cerebro moderno, ya que su hemisferio dominante era el
izquierdo, gracias a lo cual se convirtieron en sedentarios e inclinados
irresistiblemente a construir la Civilización, mostrando comportamientos nuevos, que
los diferenciaban radicalmente de los nómadas, al crear una economía productiva
artificial, con la agricultura y la ganadería; siendo sedentarios pudieron construir
casas, aldeas y ciudades, en las que vivían pacíficamente dedicados a construir la
civilización dentro de una estructura social moderna. Si el cerebro cambió, cambió
también el comportamiento…
Pero otros pueblos no tuvieron este feliz desenlace evolutivo y su cerebro no
sufrió el relevo de funciones mentales, porque el hemisferio derecho continuó siendo
dominante. ¿Cómo lo sabemos? Porque estos pueblos continuaron mostrando los
mismos comportamientos que en el Paleolítico superior: siguieron siendo nómadas,
cazadores recolectores, odiaron las casas y las ciudades y continuaron llevando su
existencia andariega en las estepas, los desiertos y las montañas o las cavernas
cuando llegaron los tiempos modernos del Neolítico histórico. Si no varió el

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comportamiento del paleolítico fue porque el cerebro tampoco varió, ni se produjo el
relevo de las facultades mentales arcaicas del hemisferio cerebral derecho por las
facultades modernas —racionales, lingüísticas y conscientes—. Concluimos que estos
pueblos continuaron siendo comandados en su conducta por su hemisferio cerebral
derecho, depredador y violento, e inclinados irresistiblemente a destruir la
civilización.
Dos categorías de pueblos, los civilizados y los bárbaros, cada uno con sistemas
de vida contrapuestos: necesariamente debía sobrevenir la confrontación abrupta
entre ellos. Fue la Tragedia Original de la Humanidad, como la hemos llamado: la
Primera División evolutiva —no cultural— en pueblos enemigos.
Si los pueblos civilizados se formaron a partir de los más modernos pueblos
sapiens, los Magdalenienses, ¿con qué biología se formaron los bárbaros? Pensamos
que surgieron de un proceso de hibridación entre los Neandertales que eran muy
arcaicos y los Cromañones y/o los Auriñacienses que siendo modernos, mostraban
protuberancias craneanas primitivas. Otros antropólogos y genetistas se hallan
seguros, basados en el ADN mitocondrial, que los pueblos modernos venidos de
África sustituyeron a las poblaciones arcaicas, ya sea por medio de confrontaciones o
porque eran mejor adaptados con su tecnología más moderna… Diga lo que sea el
ADN mitocon-drial, etnológicamente hablando, nosotros no vemos un solo pueblo
habitando el planeta, sino dos, los Civilizados y los Bárbaros.
Teniendo cerebros distintos, tenían también sistemas de vida contrapuestos.
Existen los documentos arqueológicos —representados por las murallas o fuertes
militares defensivos— que prueban la evidencia de dicha confrontación a muerte
entre civilizados y bárbaros, entre sedentarios y nómadas.
Los Nómadas Bárbaros, de acuerdo con nuestras investigaciones, estaban
conducidos en sus comportamientos esencialmente guerreros por el arcaico
hemisferio cerebral derecho. De ahí que hablemos de que la guerra estimuló los
neurocircuitos del hemisferio derecho del cerebro de Adolfo Hitler, y que
despertaron en él sus comportamientos bárbaros, movilizando su gran fascinación
latente por la guerra… Teniendo Hitler una Cuarta Mentalidad dominantemente
bárbara, que en él era potentísima como lo demostraron sus posteriores actuaciones,
era completamente natural y lógico que su pasión irresistible por la actividad guerrera
dominara su vagancia compulsiva para el trabajo y diera sorprendentes
demostraciones de eficiencia e hiperactividad guerreras en las que tuvo un papel nada
despreciable su constitución maníaca que sirvió y servirá en lo futuro como motor
dinámico de hipermovilidad en su guerrerismo-político o en su política-guerrerista,
tal como las entendemos nosotros, puesto que en Hitler Guerra y Política se
entrelazaban íntimamente, de modo que en su mentalidad la Política era una
continuación de la guerra y ésta una continuación de la política, formando los dos
comportamientos una Unidad Indisoluble.
Entonces, Alemania declaró la guerra a Rusia el 10 de agosto de 1914, a raíz del
asesinato a fines de junio de este año en Sarajevo del heredero del trono austriaco, el
Archiduque Franz Ferdinand, lo que se constituyó en el detonante de las tensiones
entre todos estos países.
Al día siguiente, 2 de agosto, hubo una gran manifestación pública en la plaza

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principal de Múnich. El káiser Guillermo II habló a la multitud de nacionalistas
alemanes que se apretujaban en el inmenso espacio y pronunció una frase que se hizo
famosa y reflejaba la unidad del pueblo alemán en favor de la guerra: «Yo ya no se de
ningún partido —dijo—, sólo se de alemanes»…
Adolfo Hitler en medio de esa multitud es un hombre desconocido para nosotros
que lo hemos visto mendigar y vagabundear sin meta fija: se diferencia de la multitud
emocionada por el patriotismo, en que su entusiasmo es místico: el conocido
fotógrafo Heinrich Hoffmann fotografió aquella gran masa y en algún lugar se
descubrió a un hombre que con el sombrero tirado hacia su lado izquierdo, yacía en
una actitud extática: ¡era Adolfo Hitler, que le daba gracias al cielo por haberle
permitido la ocasión de vivir en ese momento sublime… que era la gran guerra!… A
nadie más conmovió de esa manera el grito terrible del combate y de la muerte: su
«entusiasmo» —era lógico— no era el entusiasmo de los otros, pues tenía en él
resonancias más hondas, siendo como era un guerrero-nato en estado de latencia.
Hitler mismo lo confiesa, y esta vez no existe razón alguna para que no le
creamos:

Aquellas horas fueron para mí una liberación de todos los desagradables recuerdos de
juventud. Hasta hoy no me avergüenza confesar que, dominado por un entusiasmo delirante, caí de
rodillas y, de todo corazón, agradecí a los cielos haberme proporcionado la felicidad de haber
vivido en esa época… (Mi lucha, pág. 128).

Y, como era de esperar, su amor a la guerra y a la muerte fue mil veces superior a
lo que él llamaba «amor a los libros»:
«Desde el primer instante estuve firmemente decidido a que, en caso de guerra —
ésta me parecía inevitable—, abandonaría los libros inmediatamente» (Mira Aquí).
Qué libros…, ¡Guerra!
Y para que más adelante comprendamos algunos gestos suyos de jugar al riesgo
sin reparar en los peligros, veamos desde ahora cómo en Hitler, de su fondo depresivo
—que es la sombra de su hiperacción maníaca—, brota sin velos su gusto por la
muerte, compañera del valor:
«Estaba dispuesto a morir en cualquier momento, por mi pueblo o por el
gobierno que lo representase en realidad» (página 129). Y más adelante dice: «Es
muy posible que los Voluntarios del Regimiento List (al que Hitler estaba asignado)
aún no hubiesen aprendido a combatir, pero morir sí sabían…» (Mira Aquí).
Aunque tuvieran procedencias genéticas distintas, la Guerra y la Muerte, esto es
el suicidio, tendían a juntarse en él.
Y tan inmediata es la respuesta de su cerebro y tan decidida a la llamada de la
barbarie, que —¡ahora sí!—, se ofrece inmediatamente como voluntario para luchar:
«El 3 de agosto de 1914 presenté una solicitud directa ante S.M. el Rey Luis III
de Baviera, pidiéndole la gracia de ser incorporado a un regimiento bávaro… Al
abrir, con las manos trémulas, el documento en el cual leí la concesión de mi
solicitud, con la indicación de presentarme en un regimiento bávaro, mi alegría y mi
gratitud no tuvieron límites» (Mira Aquí). ¡Si la Academia de Bellas Artes de Viena,
le hubiera abierto las puertas para el arte, como ahora se le abrían en Múnich para

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la guerra, otro, muy diferente, abría sido el rumbo y el destino de este hombre
extraño y de la humanidad, de Alemania, que no era su patria, del pueblo alemán y
del pueblo judío. A estos riesgos fatales solo está expuesta la Historia Masculina,
llena de imprevistos, jamás la Historia Universal del futuro, hecha con la sabiduría
de todos.
No lo pongamos en duda, el grito de guerra había hecho vibrar, con una
resonancia ancestral, las fibras y neurocircui-tos que daban el soporte a su
mentalidad de Nómada Bárbaro, de allí su entusiasmo frenético y su alegría sin
límites, porque le había llegado el llamado fascinante de la guerra que su cerebro
esperaba desde hacía 25 años sin que Hitler fuera consciente de ello. No es
inoportuno el interrogante, ¿qué habría sido de Hitler si ese llamado no hubiese
llegado? Respuesta: habría regresado inexorablemente a la mendicidad en Múnich
como ya había vivido en Viena.
La guerra, pues, le llegó a Hitler, primero como un despertar psicológico de su
Ser Bárbaro potencial, y, en segundo lugar, como una redención, no como se ha dicho
con frecuencia, de que con su pertenencia al ejército tuvo una especie del hogar que
había perdido desde su adolescencia cuando marchó para Viena, sino redención en el
sentido de que encontró el único destino posible en el que podía trabajar y emplear
sus fuerzas y su acción, ya que su vagancia compulsiva le cerraba el acceso a toda
otra forma de ocupación, siendo que con su menguada labor de «artista» estaba
condenado a un total fracaso, porque sin estudios que él estaba negado a realizar por
su alteración del comportamiento, la «copia» de postales, o de cuadros, o el deseo
quimérico de ser un arquitecto, no podían sostenerse a largo plazo… Y Hitler lo
demostrará al no haber podido dedicarse a ningún otro trabajo que al de pronunciar
discursos, hacer la política y la guerra. Ningún trabajo constante y sistemático
podría ejercer hasta el fin de sus días… Con toda probabilidad, cuando se hubiese
gastado el dinero que había heredado de su padre, Hitler habría tenido que regresar
a un asilo de caridad para hombres, parecido al Albergue para Hombres de Viena en
el que lo habían acogido durante tres años, pues él no habría podido sostenerse con
la venta de sus malos cuadros, que no los hacía mejores por auténtica pereza como
nos lo dijo Werner Maser… ¡Tremenda perspectiva la de Hitler!
Pero su cerebro albergaba esa poderosa vocación para la guerra y, para bien de él
y maldición de Alemania y Europa, le llegó la oportunidad de desarrollarla
progresivamente, hasta que alcanzó su clímax cuando, obedeciendo a esa necesidad
irresistible e incontrolable, desencadenó la Segunda Guerra Mundial, que él, fiel a su
delirio crónico y sistematizado antisemita, culparía a los judíos de ser ellos los
responsables.
Sed de guerra tiene Adolfo Hitler cuando a principios del año de 1915 escribe a
un amigo de Múnich:
«Todos nosotros tenemos un solo deseo: que llegue pronto la hora de la verdad,
el enfrentamiento, cueste lo que cueste».
¡Este no es el Hitler que conocíamos! Véase que apenas ha comenzado la guerra
y él es otro, hiperactivo, valiente, hasta suicida… Lo que da para pensar
atentamente: pues con facilidad se dice que «la guerra forjó a Hitler», y
sorpresivamente —porque es sorprendente que este hombre vagabundo, mendigo, y

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lleno de pereza para todo, ahora, de pronto, se lanza a la acción, pide riendas para
la acción y la lucha— lo vemos metamorfoseado a los pocos meses de iniciada la
guerra, antes de que entre en el «enfrentamiento»… Como si la guerra lo hubiera
encontrado listo, preparado para la acción, y no cabe la menor duda que, por una de
esas resonancias mentales, esa Cuarta Mentalidad Bárbara no había esperado
pasivamente su momento, sino que, de algún modo ¡no por estudios, insistimos!, esa
mentalidad había madurado y fructificado en la latencia de los años, sin que Hitler lo
supiera o se lo hubiera propuesto, sino que ella, la Mentalidad Bárbara, con el propio
impulso de los neurocircuitos cerebrales, con la sola dinámica de la pasión ideal de
Hitler ejercitada en los periódicos y en las novelas guerreras de Karl May, había
germinado en el silencio de la pereza hitleriana.
El Hitler que pide guerra a cualquier precio, lo desconocemos. Lo que prueba que
su cerebro era una estructura abonada molecularmente para la guerra y sólo para la
guerra, y que los neurocircuitos correspondientes a la población de neuronas de la
corteza del hemisferio cerebral derecho, sustratos del comportamiento bárbaro, a
fuerza de estimularlos con sus íntimos e intensísimos deseos de guerra, se
encontraban insospecha-damente activos, listos para impulsar el comportamiento.
Hitler, el soldado voluntario, recibió el 16 de agosto la orden de presentarse en la
Elisabeth-Schule, donde el coronel List organizaba su unidad. Calzó entonces las
botas y vistió el uniforme guerrero. Las fuerzas de List penetraron en Bélgica y los
destrozos de la guerra comenzaron a recoger su trágica cosecha. La exaltación bélica
de Hitler se levanta a su más alto pico. Pero el regimiento de List se desangra con el
primer bautismo de fuego para Hitler, el 29 de octubre de 1914. El comandante del
regimiento de Hitler, el coronel List, muere al ser destrozado por una granada, pero
este regimiento continuará llamándose con el nombre de List todo lo que dure la
guerra. El teniente coronel Engelhardt ocupa el lugar que dejara vacío List. Hitler es
ascendido a cabo del regimiento —de esa posición no subirá ni un grado más— y es
destinado al Estado Mayor con el puesto de enlace mensajero, función que ocupará
hasta que termine la guerra. El 17 de noviembre una granada inglesa mata a todos sus
compañeros, menos a él… Hitler tuvo suerte, no la humanidad.
Momentáneamente, Hitler se retira del fuego mortal de las trincheras en el frente
occidental de Alemania. Sus compañeros hasta llegan a murmurar. Vive en el Estado
Mayor del regimiento List, aunque espera en su función de correo una misión para
llevar algún mensaje a uno u otro batallón cuandoquiera que se perdiera el contacto
telefónico con el centro de mando porque las ráfagas de metralla o las granadas
destruyen los cables e interrumpen la comunicación con los soldados de la
vanguardia: entonces, los mensajeros deben desafiar la metralla y las granadas para
llevar la orden urgente que puede decidir la suerte de un combate. El desempeño de
Hitler en el frente francés le ha valido, por su coraje y rapidez, la cruz de hierro de
segunda clase el 2 de diciembre de 1914.
La guerra se recrudece y le llega la hora de desafiar a la muerte en el campo
francés de Neuve-Chapelle para llevar las órdenes en medio de una granizada de
metralla. Como otros soldados en la función de enlace entre el Estado Mayor y
puestos de combate cuya ubicación se desconoce, Hitler se lanza intrépido a cumplir
su misión de la cual depende que las órdenes del comandante sean exactamente

164
ejecutadas.
Adolfo Hitler en cumplimiento de su mentalidad guerrera se convierte, como era
de esperar, en un «fanático» de la guerra y continuará siéndolo hasta el fin de sus
días; cumple su deber con tal pasión, que se diría de él que es el responsable de que la
contienda se gane o se pierda; no tolera de sus compañeros nada que se salga del
mandato militar, ni le agradan las bromas que para él son de mal gusto sobre que la
guerra se está perdiendo; sigue siendo el hombre raro y excéntrico que le notaron sus
compañeros de mendicidad en el Albergue para Hombres en Viena; continúa siendo
el solitario hundido en la lectura de lo que él llamaba sus «libros», es decir, sus
periódicos eternos y hasta sostiene en su libro Mi lucha que en su mochila de soldado
o de cabo cargaba un volumen de Scho-penhauer (hasta que lo cargara es posible,
pero que lo leyera era para él del todo imposible); huraño y solitario, carece de
amigos y de sentimientos humanos que reemplaza por su amor a un perro Foxl terrier;
lo dejan impávido los montones de cadáveres sobre los que debe saltar para llevar las
órdenes encomendadas por sus superiores. A diferencia de los demás soldados que
tenían expansiones, hacían chistes, fumaban, bebían o recibían correspondencia de
sus familiares, a Hitler nadie le escribía, ni él tenía a nadie a quien escribir. Su punto
fijo era la guerra que él miraba sin parpadear como cabo osado y veloz que era.
Cuando los comandantes pedían un voluntario para establecer el enlace con un puesto
de avanzada peligrosí-simo, allí estaba Hitler, el primero, ofreciéndose como
voluntario; cuando un compañero no podía cumplir su función por algún motivo, allí
estaba Hitler para sustituirlo. Tan frío era Hitler y tan fanático en su rígida voluntad
de lucha, que alguna vez desaprobó que el día de navidad alemanes e ingleses se
estrecharan las manos en señal de amistad, así dentro de unas horas estuviesen
destrozándose. Pero Hitler no conocía ni esas treguas de la simpatía humana: ¡él era
la guerra personificada en su calidad de cabo del ejército!
¿Por qué no lo ascendieron, como habían ascendido a otros, por ejemplo, a Georg
Strasser (con quien sería más tarde copartidario en el partido nazi, y a quien
asesinaría el 30 de junio de 1934), lo ascendieron hasta el grado de teniente? Hitler no
pasaría de cabo, hasta cuando fue comandante del ejército alemán, en un salto que da
vértigo… No lo ascendieron en nuestro concepto porque los superiores, si bien
alababan su valor y eficiencia, debieron notar su soledad, la extrañeza de su carácter
que no le permitía convivir más que con los perros, su carencia de simpatía humana y
su exceso de amor a la guerra, su crueldad e impasibilidad ante la muerte, y con esa
naturaleza le sería del todo imposible aglutinar a un grupo de soldados con los lazos
de la cordialidad para hacerles cumplir sus órdenes. Igual le sucederá cuando se haya
apropiado del mando supremo del ejército alemán: por su soberbia, su manía de
grandezas y de sabelotodo, su despotismo, caerá en graves conflictos con sus
generales, en malos entendimientos que le costarán la guerra, despertando odios que
se materializaron en la conspiración de los oficiales contra su vida el 20 de julio de
1944, de la que salió vivo, pero no ileso.

El valiente cabo Hitler, dice Cartier, seguía siendo cabo. Wiedemann explica por qué. En el
Estado Mayor del regimiento List, donde todos los jefes se mostraban unánimes respecto a su
valentía y entrega, no consideraban que tuviera madera de suboficial. Le faltaba prestancia militar.
Tenía la costumbre, al hablar, de inclinar la cabeza sobre su hombro derecho. Era incapaz de dar

165
una respuesta o un informe breve y preciso. Siguió como mensajero, llevando órdenes, no dándolas
(Hitler, el asalto del poder, pág. 73).

Marlis Steiner hace una observación sobre el ser guerrero de Hitler, que no
queremos pasar por alto:

¿Asesinos, demonios, o seres de nervios de acero cuya voluntad se convierte en «el amo
absoluto»? El horror de la guerra dejó en cada uno un profundo trauma: al no poder olvidar la
sangre, los gritos de los heridos, los estertores de los moribundos, algunos se hicieron pacifistas,
otros intentaron descubrir en ello un oculto sentido e hicieron un verdadero culto de la muerte en
el combate. Hitler pertenecía ciertamente a esta última categoría: La Guerra era para él parte de la
vida, le parecía inevitable (Hitler, pág. 74).

En el mismo sentido, dice Kershaw:

Pero la experiencia que transformó a Hitler en un ar-chiglorificador de la guerra, convirtió


al dramaturgo y escritor expresionista Ernst Toller en un pacifista y en un revolucionario de
izquierdas. Mientras que para Hitler la derrota había sido una traición, para Toller la traición era
la guerra misma: «La propia guerra me había convertido en un adversario de la guerra»,
escribió… La experiencia de la guerra dividió mucho más que unió, sobre todo, anexionistas,
imperialistas, fogosos creyentes en el esfuerzo de la guerra contra los que la detestaban, la
menospreciaban y la condenaban (Hitler, pág. 118).

Y un interrogante de Steiner que desafortunadamente no consulta la dotación


genética de Hitler:

El interrogante inevitable, dice, es saber si la carnicería de la Gran Guerra despertó en él el


gusto por la violencia, la crueldad, la insensibilidad a los sufrimientos humanos, o bien si, como la
mayoría de los soldados, luchó para sobrevivir… (Mira Aquí).

También, como era de esperar con toda seguridad, saldría a flote el Delirio
Antisemita de Hitler contraído en Viena a finales de 1909, como lo hemos sostenido:
al ver la baja moral de los soldados en Berlín, donde estaba de permiso por haber
sido herido en uno de sus muslos, acusó de este fenómeno a los judíos y le sorprendió
el gran número de judíos —según decía él— en puestos administrativos, en
comparación con los pocos judíos que se encontraban en el frente, lo cual era una
deliberada calumnia de Hitler años más tarde: «Se han llevado a cabo minuciosos
estudios sobre el comportamiento de los judíos alemanes durante la Primera Guerra
Mundial, nos dice Raymond Cartier:

En su inmensa mayoría —sostiene el laborioso historiador Dietrich Bronder—, la judería


alemana se alistó en las filas del nacionalismo e incluso del chauvinismo’. La ciencia judía se puso
con entusiasmo al servicio de la lucha germánica. Alemania no habría podido proseguir la guerra
más allá de unas pocas semanas si el químico judío Fritz Haber no hubiese hecho fracasar el
bloqueo británico descubriendo la síntesis del amoníaco, tras lo cual se dedicó al
perfeccionamiento de los gases asfixiantes. El presidente judío de la A.E.G. Walter Rathenau,
organizó la industria de la guerra alemana con una eficacia que su lejano sucesor, Albert Speer,
reconoció no haber igualado. De 100.000 judíos movilizados, 80.000 sirvieron en el frente. Diez

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mil se alistaron voluntariamente, entre ellos el más joven de todos los voluntarios de guerra, Josef
Zoppes, que dejaría sus dos piernas en el frente francés. Doce mil judíos fueron muertos, o sea un
2 por 100, frente a una media nacional de 3,5 por 100. Resulta innegable, ante esas dos últimas
cifras, que su elevada intelectualidad ayudó a los judíos a reducir el impuesto de sangre, pero lo
mismo le ocurrió a la clase obrera, debido a sus destinos especiales necesarios para la producción
de guerra. No hay nada en los hechos que justifique la generalización salvaje que Hitler se llevó
de su convalecencia» en Berlín. (Cartier, Hitler, al asalto del poder, pág. 77).

A su vez, Ian Kershaw sostiene:

No había ninguna diferencia entre la proporción de judíos y no judíos en el ejército alemán,


en relación con el número de la población total, y muchos judíos, algunos del regimiento de List,
sirvieron en la guerra con gran distinción (Hitler, 1889-1936, pág. 115).

Son serios testimonios que nos permiten probar que estas acusaciones llenas de
odio contra los judíos por parte de Hitler, no eran otra cosa que la expresión de su
delirio sistematizado antisemita que comenzó a manifestarse ya en sus primeras
declaraciones durante la guerra.
Debe resaltarse el gran interés que sintió Hitler visitando los museos de Berlín,
lo que subraya también que su vocación artística era realmente profunda y que se
hundía en su fondo molecular heredado de aquel abuelo paterno ancestral ignoto.
Pero más arraigado es el fondo genético que sirve de fundamento a la
Mentalidad Bárbara Guerrera de su cerebro: desde Berlín escribe al Estado Mayor
expresando su «ardiente» deseo de que se le reincorpore al Regimiento List, y el
deseo le es concedido, el 10 de febrero de 1917, y es destinado a la región de Vimy,
en el Segundo Regimiento de Infantería Bávaro.
En su febril entusiasmo bélico, Hitler hablaba hasta por los codos a sus
compañeros, que apenas le escuchaban o se burlaban de él. Se quejaba de la baja
responsabilidad entre los soldados; quería ser ministro de guerra para llevar al
paredón a los «traidores» (que seguramente eran judíos para él); y, por encima de
todo, el fanático guerrero que era Hitler, pedía la máxima autoridad en el ejército al
que acusaba de blandura, pues todas las fuerzas debían concentrarse en una única
meta: ¡la victoria!
El regimiento List en donde milita el cabo Hitler es trasladado de nuevo a
Flandes y se mete de lleno en la sangrienta batalla entre lodazales, en los cuales
deben correr los mensajeros… Es tal el afán de guerra de Adolfo Hitler, que hasta
ahora no ha querido aceptar los permisos que concede el regimiento a sus soldados.
El descanso y la interrupción de la guerra le son particularmente odiosos. Apenas en
el verano de 1917 acepta «por primera vez» un permiso que Hitler aprovecha para
visitar la tierra de sus mayores, Spital, Austria, donde había nacido su padre Alois.
A finales del año se reincorpora Hitler a su regimiento List y participa en el
frente contra los franceses de una manera directa. Rusia da señales de capitulación e
inician las conversaciones de Brest-Litovsk. Estados Unidos entra al fin en la guerra
inclinando la balanza en favor de los aliados.
Por su parte los socialistas y comunistas siempre habían condenado esa atroz
guerra mundial. Conducidos por el movimiento Espartaquista dirigido por los judíos

167
Carlos Lieb-neck y Rosa Luxemburgo, se lanzan a la huelga en favor de la paz con la
participación de los obreros alemanes. Un millón de hombres en Alemania
abandonan el trabajo. La huelga es aplastada en pocos días y dará asunto a Hitler
para explicar la derrota en 1918. La presión militar alemana con todas sus fuerzas
se lanzó contra el frente occidental franco-inglés, y a punto estuvo Alemania de
vencer, mas la huelga pacifista de los obreros comunistas, más que debilitar a los
alemanes, estimuló el esfuerzo defensivo y ofensivo de los aliados occidentales.
En general Ludendorff del ejército alemán lanza un poderoso ataque el 27 de
mayo contra el ejército francés desga-rrándolo y abriendo una amplia brecha por
donde penetra el regimiento List donde va Hitler exultando de barbarie bélica y
alcanzan a atravesar el río Marnes en las afueras de París, pero el ejército prusiano
y los bávaros donde va Hitler son contenidos por los bombardeos y la metralla
francesa, y al anochecer del 19 de julio, el cabo Adolfo Hitler debe llevar la orden de
retirada a la vanguardia de su división. A Hitler le quedaba la satisfacción de haber
estado entre los soldados alemanes que más próximos se habían acercado a París en
julio de 1918… ¡Tendrá que esperar hasta el 14 de junio de 1940 para hollar la
Ciudad Luz —derrotada y humillada—, al frente de un ejército alemán victorioso
como su Comandante Supremo, marchando invicto bajo el Arco del Triunfo!
Mas ahora Hitler se siente más que satisfecho con la Cruz de Hierro con que es
condecorado el 4 de agosto de 1918 en la población francesa de Cateau, a donde ha
ido su diezmado regimiento List a reorganizarse. Como distinción para un simple
cabo del ejército fue esta Cruz de Hierro de Primera Clase que Hitler conquistó a
fuerza de valor y fanatismo militar, algo inusitado.
Mientras el pueblo alemán acaricia la ilusión de la victoria sobre Inglaterra,
Francia y los Estados Unidos —la llamada Entente—, los comandantes supremos del
ejército alemán, Hin-denburg y Ludendorff, comunican el 29 de septiembre su
siniestra convicción al Gobierno Imperial de que es urgente la conclusión inmediata
de un armisticio para evitar una catástrofe… Que las tropas se sostienen, pero el
frente puede colapsar en cualquier momento. En su mensaje el general Luden-dorff
«lamenta comunicar a Vuestra Alteza que los ejércitos no pueden esperar una
petición de armisticio otras cuarenta y ocho horas»… Por su parte, Hindenburg
concluye: «El mando supremo considera hoy, como lo hizo el 29 de septiembre, que
es preciso hacer inmediatamente una oferta de paz». Para los mandos superiores el
convencimiento es que ya no hay nada que hacer; todo está perdido, así no se haya
dado una derrota concluyente en el frente, que si se produjera un nuevo ataque
aliado, el ejército alemán se derrumbaría inexorablemente. Mas la sensación de
muchos, Hitler entre ellos, es que no ha habido derrota y que el ejército alemán se
halla intacto. Pero, repetimos, esta es una mera ilusión. Todo está perdido para
Alemania y Austria. Eso significaría, como significó, la desmembración del imperio y
su más espantosa humillación. La rendición, se dijo, ¡era una puñalada por la
espalda!, frase que haría carrera en la oratoria de Hitler más adelante.
Para colmo y en los estertores de la guerra, una lluvia de granadas de gas
mostaza cae sobre el Regimiento List, hacia el 14 de octubre de 1918. Hitler siente
que sus ojos arden y apenas sí puede ver a dos pasos de distancia, y va a parar el 21
de este mes al hospital prusiano de Pasewalk. La ceguera producida por el gas

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mostaza era pasajera. Y estando así, medio ciego, recibió la inaudita noticia,
aterradora para él, de que la guerra se había perdido y que, encima, se había
desencadenado una revolución socialista que había echado por tierra la corona
imperial de los Hohenzollern. ¡Era demasiado para Hitler, que se tumbó en su
camastro, sollozando de rabia y de odio contra los que va a llamar traidores!
La conclusión que extrae Hitler no nos sorprende, pero es siniestra
psicopatológicamente hablando, pues está dictada por su delirio crónico con temática
judía, y nos obliga a pensar—como ya lo sabemos por cuanto hemos analizado más
atrás— que su antisemitismo delirante se hallaba fijo, enquistado en su cerebro,
sistematizado en su «visión del mundo» y que ella —sumado al antimarxismo, que es
más racional, aunque no exento de una pasión enfermiza— se convertirá en la línea
axial de su política-guerrera hasta estrellarse en el frente Este contra la Unión
Soviética, un frente enteramente subjetivo —pues hasta un simple cabo podía
descubrir su absurdo— que Hitler abrirá guiado ciegamente por ese determinismo de
su miedo y odio a los judíos, creyendo que sólo con su «exterminio» total, podía
quedar libre de su alucinada persecución, personalizada a veces, y universalizada al
pueblo alemán y a los arios en general, otras veces, convicción irreductible que
Hitler creía con la seguridad del realismo dramático de un delirante, en su
intimidad, y proyectada en teorías racionalizadas hacia el público y sus seguidores;
por ello sostenía sin el menor parpadeo dubitativo:
«AL DEFENDERME DEL JUDÍO, Lucho por la Obra del Supremo Creador».
Pues bien, cuando Hitler convaleciente en el hospital de Pasewalk recibe la
noticia el 10 de noviembre de 1918, de que Alemania ha sido derrotada y que la
revolución ha acabado con el reinado de los Habsburgos, exclama automáticamente,
sin ninguna razón que lo soporte, pero brotando potente de su manantial delirante
inconsciente:
«Comprendí que con los judíos no había que transigir. Todo o nada. Decidí
convertirme en un político».
Aquí se encuentra el meollo de toda la acción futura de Hi-tler: con los judíos, no
los judíos comunes y corrientes, sino «los peligrosísimos y todopoderosos judíos» de
Adolfo Hitler, amasados y forjados en los días de creación delirante por las
estructuras enfermas de la corteza cerebral de su hemisferio derecho, «con estos
judíos así fraguados inconscientemente, no se puede transigir», ¡todo o nada!, decidí
convertirme en un político», para… exterminarlos de la faz de la Tierra.
Hitler fue, es ahora en Pasewal, y será en el futuro un solitario, que sólo
confiará sus «decisiones» a su perro, esto es, a nadie.
A partir de este momento, esa verdad debe servirnos de guía segura: Hitler no
confiará a nadie sus secretas decisiones más íntimas, personales, políticas o
militares. No es consciente de su crónico delirio antijudío, mas, como todo delirante,
lo presiente, porque tiene sus momentos de lucidez. Presiente entonces su
determinismo antisemita, que, como vimos atrás, no invade la totalidad de sus
facultades intelectuales, sino que permanece activo en los neuro circuitos de las
estructuras creativo-alucinatorias e inconscientes de su hemisferio cerebral derecho;
allí está, fijo, inmutable pero activo, generando odio y genocidio. Aislado del resto
de la función cerebral, sin deteriorar el entendimiento de Hitler, sin impedirle vivir y

169
relacionarse como toda persona normal, dejando intacta su racionalidad, su
reflexión, su capacidad de análisis y de síntesis, todo lo cual le permitía un
comportamiento y una adaptación muy aceptables, aunque no dejara de ser un
solitario excéntrico como su hermana Paula Hitler, casi autista pero nunca
esquizofrénico. De ahí que a nadie se le ocurrió decir, ni se le ocurre hoy, decir que
Hitler era un loco, y si lo dijo, no fue creído, porque ese calificativo nunca fue
concretado, y, además, porque Hitler tenía unas capacidades asombrosas, tanto
políticas como bélicas, pero, y esto es decisivo para conocerlo,¡para destruir! ¡Era
el Genio del Mal! Cuando Hitler se relamía de ganas por invadir a Checoslova-quia,
por ejemplo, «Algunos de los comentarios que ponían en duda su cordura reflejan la
impresión que tenían en la época los estadistas ingleses de que estaban tratando con
alguien que había desbordado los límites de la conducta racional en política
internacional—. Según la opinión del embajador inglés, Nevile Henderson, Hitler se
había vuelto «completamente loco» y, partidario de la guerra a toda costa, había
«cruzado la frontera de la cordura». No se equivocaban demasiado —comenta
Kershaw—. La primavera de 1938 señaló la fase en la que la obsesión de Hitler por
cumplir su «misión» durante su vida empezó a dominar el frío cálculo político. Hitler
quería vivir personalmente la experiencia del «Gran Reich Germánico» (Hitler,
1936-1945, pág. 109).
Muchos se daban cuenta de la «locura» de Hitler, pero lo decían como un
adjetivo general, sin precisar si esa era una locura maníaca de grandeza o un delirio
sistematizado de perseguido-perseguidor, ambas formas de locura que padecía Hitler
y que manejaban sus decisiones que estaban llevando a Alemania y a Europa y a los
judíos y marxistas al holocausto apocalíptico… Hasta algunas autoridades alemanas
dijeron «que lo enjaulen», pero fueron pocos los que lo tomaron en serio: ¡nadie
presintió al principio que Hitler era el Tsunami Histórico, y por eso no lo detuvieron
a tiempo!… ¡Estaban contagiados con su delirio, en una verdadera Folie colectiva!
Toda su racionalidad, su capacidad de intuición, de análisis y de reflexión, todo
su genio indudable estará orientado inflexiblemente a crear para destruir, a crear un
partido nacionalsocialista como trampolín para adquirir el máximo poder, para ser
el canciller y el presidente del Tercer Reich, para… desde allí conducir su obra
destructiva: a los dos meses de su entronización al supremo poder de Alemania, ya
había dado comienzo al exterminio de los partidos políticos de oposición, inventando
el pretexto del incendio del Reichstag, demostrando con toda evidencia su capacidad
brutal de destrucción «política», y, además, su ingenio había creado esas cárceles
para doblegar la voluntad de sus víctimas, como fue el campo de concentración de
Dachau en las proximidades de Múnich. No mucho más tarde tendría la ocurrencia
«genial» de dar apoyo prioritario al rearme alemán eficacísimo, con secretas y
también abiertas miras de volcarse al exterior para ejercer la destrucción
internacional. Cuando a Stalin fueron los psicólogos a decirle que Hitler era un loco,
él los despachó con su habitual despotismo compulsivo —recordemos que, como
Hitler, descendía de un árbol genealógico primitivo y alcohólico— diciéndoles
airado: ¡Cómo me vienen con ese cuento!, ¿qué Hitler es un loco?: vean lo que es
capaz de hacer, y, ciertamente, la Unión Soviética se hallaba a la sazón recibiendo
los más certeros golpes del ejército alemán, que había penetrado profundamente en

170
su territorio y, en menos de tres meses, había hecho tres millones de prisioneros
rusos, ¿cómo iba a ser un loco quien tenía ese poderío y había desplegado tal talento
para reclutar el mejor ejército del mundo?… Stalin se equivocaba: Hitler padecía de
«una locura razonante», un delirio crónico sistematizado enteramente coherente en
su visión alucinada del mundo. Para nada parecía un loco.
Justamente, aquí es donde se yergue en toda su estatura la Esfinge Hitleriana
para desafiar con sus enigmas a la ciencia psicológica que se siente en la obligación
de agudizar su penetración hasta el secreto, muy disimulado por las
racionalizaciones de Adolfo Hitler, un hombre que vivía una paradoja psicológica:
era irreprochablemente racional, tejía sus argumentos con envidiable elocuencia
durante las horas enteras de sus largos discursos, convencía a los más escépticos sin
que advirtieran ni sombra de extravío en él. No obstante, además de su locura
maníaco-depresiva, padecía un delirio que, desde los días en que fue creado, no lo
abandonó jamás, y jamás fue detectado, aunque sí ha sido motivo de asombro para
los historiadores y biógrafos que no se explican cómo, ni cuándo, ni por qué, Adolfo
Hitler, ideó ese raro antisemitismo, rareza que algunos califican de «patológica»,
aunque no digan por qué es patológica; otros la llaman «obsesiva», otros «visceral»,
sin que nos expliquen por qué es obsesiva y visceral; aun se han acercado al
diagnóstico de «delirante», pero no han mostrado ni el momento en que fue creado,
ni el tipo de delirio, ni cómo evolucionó a lo largo de los años sin que lo advirtieran
—no decimos sus allegados porque no los tenía—, pero sí las personas con quienes
sostuvo trato prolongado como fueron, a partir de 1920, sus «compañeros» de lucha
política, con muchas comillas el «compañeros», que tampoco los tuvo, ni menos aún
nos han explicado que ese delirio se convirtió en un poderosísimo resorte cerebral
que determinó sus más importantes comportamientos, al lado de los determinismos
maníacos de frenético expansionismo guerrero; de sus determinismos depresivos de
acuerdo con los cuales el «jugador» que era Hitler echaba el todo por el todo en una
aventura político-militar con la firme decisión al fondo de que, si resultaba mal la
empresa, allí estaba la bala suicida; y sus determinismos bárbaros de fascinación
por la guerra por la guerra misma, o su ciega creencia, peligrosísima en el más
extremo grado, de que todos los problemas podían resolverse haciendo la guerra, y
sólo haciendo la guerra a cualquier país que se le antojaba, en salvaje carrera, a
Europa o al mundo entero:
Como Hitler —en su pasión guerrera que lo tenía poseído y enajenado desde que
asumió el poder—, se descuidó de los asuntos internos de Alemania, cuando los nazis
le reclamaron tímidamente, «El contestó que sus necesidades estarían cubiertas
después de la guerra… Se manifestaba en esto un rasgo clave del pensamiento de
Hitler —anota Kershaw—: la guerra como panacea. Fuesen cuales fuesen los
problemas se resolverían, y sólo podrían resolverse, a través de la guerra… Sólo la
guerra y la expansión podían proporcionar la solución de los problemas de
Alemania» (Hitler, 1936-1945, pág. 195): Nuestro lector comprenderá la peligrosidad
de este Tsunami histórico impulsado por tantos determinismos psicológicos.
Digámoslo de una vez: la paradoja que sufría Adolfo Hitler consistía en que su
psicosis la expresaba racionalmente, como si fuera el producto de una detenida y
madura reflexión o hasta el resultado de un momento de éxtasis, como el «éxtasis de

171
Pasewalk», según él lo dio a entender y algunos biógrafos serios le han dado oidos y
le han hecho el eco. Como si fuera el producto de una cuidadosa reflexión o un
estado mental de éxtasis, Hitler dijo cuando supo la derrota de Alemania y del
Imperio de los Hohenzollern, el 10 de noviembre de 1918, como atrás lo registramos:
«Comprendí que con los judíos no había que transigir»…
Pero este juicio no fue el producto de maduras reflexiones sino que brotó
automáticamente del cerebro de Hitler, porque no venía a cuento en absoluto, sino
que su mente lo trajo por los cabellos, algo que para él era una verdad irrefutable, fija,
incuestionable y natural, pero no para el observador atento como es el agudo biógrafo
francés Raymond Cartier a quien le llama la atención que Hitler, después que un
pastor le informara sobre el desastre alemán, a manos de los aliados, ingleses,
franceses, norteamericanos, toda la Entente, concluyera de semejante manera: «La
conclusión es asombrosa», dice Cartier, sin entender de dónde vino, ni en qué se
apoyaba Hitler para sostenerla:

Colectivamente —dice el asombrado Cartier—, los judíos no eran, en realidad, responsables


del hundimiento de Alemania. Pero Hitler había encontrado los chivos expiatorios por los que se
explicaría la inexplicable derrota (Hitler, el asalto del poder, Mira Aquí).

Hasta aquí el asombro ante la inexplicable conclusión de Hitler, mas ¿de dónde
brotó súbitamente como si fuera un géi-ser onírico?
Irrumpió, como muchas de sus razones y comportamientos desconcertantes, de
aquel absceso mental enquistado en su cerebro, fijo y aislado pero de gran actividad
y una poderosa dinámica determinista que era su Delirio Crónico, tanto menos
reconocible por el observador cuanto más sistematizado se encontraba en torno a ese
núcleo ardiente, pero oculto, como si fuera un volcán, rodeado por una montaña de
argumentos y racionalizaciones de una fuerza vesánica contra los judíos, inmotivada
conscientemente, pero llena de motivaciones y argumentaciones que Hitler
aprendiera en sus «estudios» angustiadí-simo hasta el pánico después que hubo
«visto la aparición» del extraño y peligroso judío del caftán de Viena, cuando él con
su mente extraviada deambulaba por sus calles, corrió a leer, según él nos cuenta en
su libro dictado en 1924, los periódicos y revistas como la Ostara, elegidos por Hitler
entre los más antisemitas. Con esta balumba de razones y demostraciones Hitler
sistematizó su delirio en una «visión del mundo», esa convicción «granítica», según
lo confiesa él mismo, «a la cual nada tendría que agregarle en el futuro», y cuyo
núcleo fijo pero ígneo, era su delirio persecutorio por miedo a los judíos, y su
reacción defensiva contra el «peligroso judío», que sólo «con su exterminio total de
Europa y el Mundo» podría vivir libre y en paz…
En suma: Hitler padecía de una locura razonante, de la que hablaron los viejos
clínicos del siglo XIX, enteramente paradójica, en el sentido del loco que razona,
crónica y sistematizada en torno a una idea fija antisemita, que respeta y no
deteriora las facultades mentales e intelectuales del sujeto, que se traducía en su
expresión de perseguido-perseguidor, peligrosí-simo y contagioso, máxime si el
delirante es un orador de la elocuencia de Adolfo Hitler, y que, por su calidad de
razo-nante, es una psicosis que no se puede detectar ni descubrir a simple vista.

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¿Cómo se podría descubrir esta clase de locura en Adolfo Hitler, tan singular?
El mismo Hitler nos dio las pistas cuando dictó su libro Mi lucha, ya que él no
podía escribir algo tan extenso, de suerte que el libro hay que entenderlo como una
larga perorata, en la que hace claras revelaciones —¡quince años más tarde de
haber creado inconscientemente su delirio!— que son síntomas patognomónicos, es
decir, característicos, de su enfermedad:
Primero, la percepción alucinatoria de su «visión» sin objeto, esto es, sin judío
de caftán, al que mira con extrema «cautela», pero insistentemente, porque le teme,
indudablemente, y más tarde insistirá en la «peligrosidad» —que se halla en evidente
contraste con la realidad, pues los judíos no eran, de ninguna manera, peligrosos, o
lo son, tanto como los cristianos o los árabes— de los judíos, con tal descomunal
poder, que ellos «son los autores» de una «conspiración mundial» y son capaces de
desencadenar, nada menos, que las dos Guerras Mundiales que ha sufrido la
humanidad, siendo él, Hitler, quien desencadenó la segunda. Juicios como éstos, que
chocan con lo que es evidente, o como el que acabamos de analizar (que ellos eran la
causa de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial), etc., son síntomas
patognomónicos y típicos de que la persona que los emite percibe y juzga de modo
delirante, puesto que no se trata de un juicio o percepción equivocada simplemente,
sino evidentemente psicótica. Es como si alguien nos dijera, absolutamente
convencido, que las monjitas de la trinidad son peligrosísimas y que fueron ellas las
que destruyeron las «torres gemelas» de Nueva York, al punto diríamos que la
persona que así habla está loca de atar…
Hitler dice, además, que la súbita visión que tuvo en las calles de Viena era una
«aparición» o un «fenómeno», de acuerdo con las traducciones que se han hecho, —
asombrémonos nuevamente de que este relato se refiere a una vivencia de 1909, y si
la confiesa en 1924, es porque lo que «vio» a los 20 años de edad, lo sigue «viendo»
a los 35, hecho que atestigua que el delirio no fue agudo, sino crónico—, lo que
sugiere con harta fuerza que fue una percepción alucinatoria del «peligroso judío» al
que debe mirarse con precaución, y siendo así, es porque la visión le infundió miedo,
miedo alucinatorio, miedo dramático, del cual Hitler no se recuperará jamás, y es
eso lo que le hace exclamar patéticamente: Al Defenderme del Judío, lucho por la
obra del Supremo Creador… ¿Por qué tan inmutable ese delirio? Porque quedó
incrustado en los neurocircuitos creadores del cerebro enfermo de Hitler.
Nos hallamos delante de un claro delirio de persecución, que si es crónico,
queda demostrado porque en 1924 está completamente vivo, como está vivo en abril
de 1945, cuando redacta su testamento político la víspera de su suicidio, sea porque
universalice el peligro de que el judío lleve a los «arios» a la degeneración, sea
porque lo personifique en él mismo con el miedo de que su cadáver sea convertido en
un espectáculo insultante por parte del judío, sea, en fin, al hacer su postrer súplica
de que los judíos deben ser exterminados de el mundo entero. No cabe, pues, duda de
que se trata de un delirio crónico, y, por tanto sistematizado alrededor de un solo
tema —el judío—; no pluritemático, como suelen ser los delirios agudos que
transitan de un tema a otro, ya eróticos, ya místicos, ya de grandezas, ya políticos;
no, único, monotemático, con la idea fija del judío peligroso o aborrecible…
Ahora bien, si el delirio es crónico y sistematizado, es contagioso, la gente

173
adhiere a esa creencia delirante porque se halla muy bien organizada y racionalizada,
es convincente, más en los labios de Hitler que era un orador elocuente: por esta
capacidad de contagiar a otro o a otros, Adolfo Hitler consiguió la hazaña de
colectivizar su delirio, primero a los dirigentes del partido nazi, y después al pueblo
alemán, siempre y cuando sepamos diferenciar el antisemitismo endémico que existía
en Austria, Alemania, y en muchos otros países europeos, por no decir en todos, que
consiste en la antipatía, el resentimiento y hasta la envidia en contra de los judíos,
debido a su, no siempre justificada ni amistosa, forma de vida, de acuerdo con la
cual los judíos no se integran totalmente a la existencia de los pueblos anfitriones, y
a que, los «judíos con dinero» (porque hay judíos «sin dinero», tan proletarios como
los que más, según el decir de John Dos Passos, el novelista norteamericano), los
judíos ricos ponen mucho interés en ganar dinero, particularmente en el comercio y
en la banca, y, si muchos no judíos somos víctimas de esa codicia capitalista, quiere
decir, como lo sostenía Carlos Marx —¡un judío sin dinero!— que, en cierto sentido,
todos llevamos un judío en las entrañas. Este antisemitismo se expresa en emociones
corrientes, ni de odio profundo, ni de miedo persecutorio, aunque ya tuvimos la
oportunidad de constatar que Lutero se había mostrado excesivamente agresivo
contra los judíos a los que no quería ni ver en su parroquia.
¡Otra cosa muy distinta, radicalmente distinta, fue el antisemitismo en que cayó
Hitler, que, como lo aseguró August Kubizek, ya era antisemita desde la época de su
vida en la ciudad de Linz, en donde hasta sus profesores eran antisemitas, pero éste
era el antisemitismo endémico. Mas el mismo Hitler pasó de su antisemitismo
endémico de Linz, al antisemitismo delirante de Viena, crónico y sistematizado, a
partir del momento en que, de acuerdo con nuestros cálculos, topó con la
«aparición» del judío del caftán: desde entonces, Hitler cayó de lleno en un
antisemitismo asesino y genocida, porque se expresó en la figura psicopatológica de
perseguido-perseguidor, de acuerdo con la cual, al sentirse peligrosamente
amenazado, él como individuo (o los pueblos germanos arios como colectividades),
desarrolló un peligroso sistema defensivo —como les ocurre a los pacientes que
sufren de delirio persecutorio, que se vuelven muy peligrosos (todo clínico lo sabe),
porque se arman con puñal o revólver, para defenderse con toda decisión, del
supuesto perseguidor, que lo pueden «descubrir» hasta en un gesto de la mano, y se
desencadena el crimen psicótico— contra el supuesto «perseguidor» judío, tanto más
peligroso cuanto más poderoso lo suponía Hitler, de tal suerte, y a tal extremo, que
cuando se hizo con el poder del Tercer Reich, concentrando en sus manos todo el
poder, como Canciller y Presidente, automáticamente tuvo la comandancia del
Ejército Alemán a su disposición que, rápidamente, y con el programa de rearme se
convirtió en el más poderoso ejército de Europa, sin olvidar su ejército de
paramilitares, representados primero en la S.A., y después que hubo asesinado en la
«noche de los cuchillos largos» a su comandancia, fueron sustituidos por el temible
ejército paramilitar de los S.S.: Así armado, Hitler que no bromeaba en sus
amenazas delirantes contra los judíos, consumó el crimen y el genocidio de AUS-
CHWITZ: este fue el antisemitismo que Hitler contagió a los jefes nazis y al pueblo
alemán, una típica Folie à Deux colectiva, como decían los viejos clínicos franceses.
Aunque caigamos en la redundancia descriptiva de la sin-tomatología delirante

174
de Adolfo Hitler, para mayor abundamiento, destacaremos la confesión de Hitler de
que en Viena estructuró su «visión del mundo», «con el antisemitismo como núcleo
central» (Ian Kershaw, pág. 91, vol. I), hecha y derecha, levantada sobre una base
«granítica», que no habría de cambiar en lo esencial, porque lo esencial era el
antisemitismo (ya vendría, secundariamente, el anticomunismo, el antimar-xismo, el
antiparlamentarismo, la necesidad del «espacio vital para dar cabida a la
superpoblación del pueblo alemán, espacio que se hallaba en el Este, en Polonia y la
Unión Soviética, pero todo esto, de manera secundaria, ya que lo primero era el
antisemitismo hitleriano). Nada de todo lo que he «estudiado» decía Hitler, ha hecho
variar esa «visión del mundo»: el lector inteligente se da cuenta inmediatamente que,
si esta «visión del mundo» tiene como núcleo central el antisemitismo, al nombrarla,
era una forma de designar su delirio sistematizado alrededor del monotema
antisemítico, que Hitler en su ignorancia pretendió hacernos creer que, como gran
filósofo, había logrado crear una «Concepción del Mundo»; pero él dijo «visión del
mundo», una visión focali-zada en un único tema, pues para él «el mundo era su
representación», como decía Schopenhauer, y el mundo para Hitler se reducía
puntualmente al Judío, su única representación alucinatoria.
Ahora bien, la «Visión del Mundo» de Hitler, equivale a su sistematización del
delirio crónico en torno a una sola temática, envuelta y disimulada en infinidad de
justificaciones y explicaciones teóricas, pero que, detrás de ellas, se descubre el
caftán del extraño judío peligrosísimo…
Quod erat demostrandum

175
CAPÍTULO X

Equipado con su mentalidad bárbara, Hitler se lanza a la


conquista del poder para desencadenar la Segunda Guerra
Mundial

De la Primera Guerra Mundial, Adolfo Hitler salió metamorfoseado. No porque


se hubiera sacudido sus viejos lastres mentales: continuaba siendo el ser agobiado por
su sistema compulsivo (violencia, maldad, odio, venganza, crueldad, asesino
potencial, glotón, vago para el estudio y el trabajo sistemático que le impidió
ilustrarse para ser un caudillo culto y un organizador laborioso de la política, primero,
y del Estado, a partir de 1933, orientado su genio focalmente a la maldad y la
destrucción, lo mismo que «no pudo» ser un estudioso de la guerra, confiándolo todo
a la intuición y al sentido común, lo que explica el conocido hecho de que Hitler
cuando debió enfrentarse a los problemas que le planteaba la guerra que hacía a la
Unión Soviética, pensaba con mentalidad de cabo, resolverlos con los métodos de la
Primera Guerra Mundial, razón por la cual Hitler no se convirtió en el Estratega que
mirara los conjuntos, sino el cabo que se fija más en los detalles, lo que lo llevó a
graves enfrentamientos con los generales del Ejército Alemán que tenían formación
académica), continuó siendo el artista fracasado debido a su enorme pereza, el
maníaco depresivo-suicida que lo hacía oscilar entre la hiperactividad eufórica y la
apatía que lo aproximaba al suicidio, y, en fin, el Delirante Crónico Sistematizado
con miedo y odio al judío, en su figura psicológica del perseguido-perseguidor…
Sin embargo, lo desconocemos cuando emerge en el año de 1919 de la posguerra:
¡Hitler es otro! Nos cuidamos mucho de decir que adquirió una dimensión nueva en
su mentalidad, porque caeríamos en el simplismo de pensar, como piensan ilustres
investigadores— que la «Primera Guerra Mundial hizo a Hitler»—, no. Ello
equivaldría a olvidar su pasado, y, particularmente su rica dotación genética, que, vía
hereditaria, le llegaba de sus ancestros. Por fijarnos excesivamente en las fuerzas
ambientales —dadas por los múltiples estímulos de esa guerra, que bombardearon su
cerebro en profundidad imprimiéndole un giro importantísimo—, no atendemos el
sustrato genotípico de este hombre, sin el cual no podríamos explicarnos por qué la
guerra produjo en él, y sólo en él, semejante transformación.

176
Decimos entonces que despertó y se puso en movimiento la Dimensión de su
Cuarta Mentalidad Bárbara que venía latente, aunque muy estimulada por las
aficiones bélicas que mostró Hitler desde niño, como dormida, esperando el
trompetazo de guerra que la despertara…
Y mientras muchos de quienes participaron en la contienda se transformaron en
pacifistas que sentían repulsión por la guerra, Hitler, como el que más, se
metamorfoseó en un «archide-fensor»de la guerra. Como consecuencia del intenso
fuego ardiente de la acción bélica —con la profundidad, intensidad y permanencia
continuada como Hitler la vivió, entre sus 25 y 30 años—, es comprensible que si él
la llevaba en sus moléculas y en alguna población de neuronas de la corteza de su
hemisferio cerebral derecho, estas neuronas, así incisivamente estimuladas,
generaron prolongaciones axónicas y dendríticas que hicieron conexiones con otras
prolongaciones neuronales para formar neurocircuitos que se convirtieron en el
sustrato del comportamiento guerrero sin desarrollar hasta ese momento.
Recordemos que el cerebro es el órgano del comportamiento, comportamiento
que brota de estas estructuras de la corteza cerebral y se expresa en dinámica mental,
tanto más potente, cuanto mayor sea la importancia de los genes heredados que, a la
postre, entran, a partir de la tercera semana de la fecundación, en el período
embrionario, a formar el cerebro de acuerdo con las órdenes heredadas de esos genes,
de una manera aleatoria, hecho que nos permite entender por qué ése o esos genes le
llegaron a Hitler y no a su padre Alois, ni a su hermanastro Alois junior. Basta ver a
Hitler en su frenesí guerrero y en sus posteriores manifestaciones, para que podamos
deducir sin riesgo que esa dinámica mental que lo impulsaba hacia la guerra de
manera dominante —que es el fenómeno que denominamos Cuarta Mentalidad o
Mentalidad Bárbara Nómada— era potentísima.
¡Esta es la nueva dimensión mental que, de potencial y latente, pasa a la
efectividad manifiesta! ¡Que pide Guerra, como un Gengis Kan, un Atila y todo
nómada bárbaro, porque sus activos resortes cerebrales lo exigen con irresistible
imperativo, con la misma fuerza que en un individuo con Mentalidad Dominante
Civilizada, ese cerebro reclama irresistiblemente la construcción pacífica de la
Civilización!
Ahora podemos concluir con toda holgura científica: Adolfo Hitler, nació
Guerrero Bárbaro, y la Primera Guerra Mundial, lo hizo… Todo su sistema
compulsivo se pondrá al servicio de las guerras que hará Hitler, que llevarán la
impronta de la Violencia, la venganza, el odio, la crueldad, la maldad. Serán guerras
brutales, penetradas por el odio a sus rivales, llenas de venganza y maldad y
destrucción contra sus enemigos jurados, implacable en su deseo de exterminio…
Estas guerras no perderán de vista, ni por un instante, sus miedos y sus odios de
perseguido-perseguidor comprendidos en su «visión del mundo», y será despiadado
al «defenderse» del peligroso judío-alucinado, y del marxista que le «sirve de
instrumento» para su «conspiración mundial»… Al mismo tiempo, alternará su
frenético guerrerismo maníaco, con sus apatías-suicidas de su depresión melancólica
que acabarán venciéndolo en la última hora.
Y allí tenemos al cabo Adolfo Hitler: mientras otros salen hastiados de la guerra
y se marchan a sus casas una vez concluida la derrota alemana, Hitler continuó

177
adscrito al ejército de Múnich, feliz de estar rodeado por los soldados que escuchan
sus fanáticas peroratas contra los «traidores» judíos que propinaron la «puñalada por
la espalda» y consiguieron la humillación de Alemania y la revolución que hizo
pedazos la corona de los Hohenzollern. Tan virulento se muestra Hitler en su
antisemitismo patológico —siempre que entendamos por patológico, delirante
asesino crónico—, que los comandantes del ejército, que sufren de antisemitismo-
endémico, no asesino ni genocida, se ven en la obligación de llamarle la atención y
pedirle moderación en sus ataques a los judíos.
Y algo nuevo y muy valioso para Hitler —y desafortunado para Alemania y
Europa— es que en sus charlas a los soldados se dio cuenta de ¡«que sabía hablar»!,
cualidad que él intuía pero que no había tenido tampoco la oportunidad de poner a
prueba.
Otra vez: Hitler nació orador y la Primera Guerra Mundial lo hizo, porque de la
contienda no salió el verborréico y logo-rréico maníaco que conocíamos desde Linz,
sino el orador que cada día se perfecciona más hasta transformarse en el «Tambor»
batiente del partido nazi poco después.
Cuando estuvo medio ciego por los gases de los ingleses y recluido en el hospital
de Pasewalk, nos hizo saber su decisión programática cuando conoció la derrota
alemana:
«Comprendí que con los judíos no había que transigir, dijo Hitler. Todo o nada.
Decidí convertirme en político».
Si esta «decisión» de convertirse en político, la tomó una vez que hubo conocido
la pérdida de la guerra y después de concluir que los judíos habían sido los culpables
—no tal como lo demostraba la realidad, sino como lo desprendía de su Delirio
Crónico Sistematizado antisemita—, nos mueve a pensar desde este momento, y el
futuro lo corroborará, que esa «política» a la cual se entregaría Hitler no debe
tomarse en el sentido tradicional del término, sino que tiene una acepción siniestra:
«la política como un medio para realizar un fin», decía él; un fin, decimos nosotros,
para conquistar el poder —esta será la idea-fuerza de Hitler que no abandonará hasta
el 30 de enero de 1933 cuando la cancillería del Tercer Reich caiga en sus manos— y
realizar, entonces sí, su venganza contra los traidores y peligrosos judíos: «si se
hubiera exterminado con gas venenoso a 15.000 judíos antes de la primera guerra
mundial, dirá Hitler encendido por su odio asesino antisemita, se habría evitado la
muerte de un millón de alemanes».
Observemos lo que proclamará más tarde como «el ideal» de la política que era
inherente al partido nacionalsocialista:
«Hitler brindaba una visión, una utopía, un ideal: liberación nacional a través de
la fuerza y la unidad… Debía buscarse ese ideal, proclamaba, en el
nacionalsocialismo… En lugar del Reich desmoronado y viejo había que construir un
nuevo Reich apoyado en valores raciales, en la selección de los mejores sobre la base
del logro, la fuerza, la voluntad, la lucha, liberando el talento de la personalidad
individual y restableciendo el poder y la fuerza de Alemania como nación. Sólo el
nacionalsocialismo podía traer esto. Al nacionalsocialismo no le preocupaba la
política cotidiana como a los otros partidos políticos. No podía seguir el camino de
otros partidos… Lo que nosotros proponemos no es mejora material para el

178
estamento individual, sino aumentar la fuerza de la nación, porque sólo eso señala el
camino hacia el poder…» (Citado por Kershaw, vol. I, págs. 332-333).
No era, pues, a la política tradicional a la que se entregaría Hitler, esa que se
somete al juego de las alternativas del poder con otros partidos, sino una «política»
que señale el camino hacia «un» poder que «aumente la fuerza de la nación», lo que,
pronunciado en un discurso del 10 de septiembre de 1930, significaba en labios de
Hitler, ¡rearme para hacer la guerra! contra los enemigos que ya Hitler tenía
marcados con odio en la frente…
Y conviene en el más alto grado de importancia citar en este momento lo que dirá
el principal diario liberal de Alemania, pues casi siempre se subvaloró o no se
comprendió —por desconocimiento de la psicología de Hitler, responsabilidad que
recae sobre los especialistas alemanes— la dirección unifocal hacia la que se dirigía
inexorablemente la «política» del Führer:
«Hitler no tiene pensamientos —decía el diario Frankfur-ter Zeiting—, no hay en
él reflexión responsable, pero tiene sin embargo una idea. Tiene un demonio dentro»,
decía un artículo del periódico el 26 de enero de 1928. «Se trata de una idea maníaca
de origen atávico —es decir, de origen Shickl-gruber concretamos nosotros— que
desecha la complicada realidad y la reemplaza por una unidad combatiente
primitiva… Naturalmente Hitler es un necio peligroso. Pero si nos preguntamos
cómo el hijo de un insignificante funcionario de aduanas de la Alta Austria llega a esa
locura, sólo podemos decir una cosa: ha asimilado literal y perfectamente la
ideología de guerra, y la ha interpretado de un modo casi primitivo que podríamos
estar viviendo según eso en el período de las invasiones bárbaras del final del
imperio romano» (Citado por Ian Kershaw, pág. 307). Enfatizamos nosotros para
poner de relieve que en Alemania había mucha gente que se daba cuenta de la
«peligrosidad» de Hitler y de su «barbarie», lo que echamos de menos es el psicólogo
que hubiera aclarado que no se trataba de una «asimilación» intelectual de la guerra,
sino que la guerra Hitler la llevaba en su naturaleza y era «parte de su ser», es decir,
que esa guerra atávica, en el sentido de que la había heredado de su abuela
Schicklgruber, saltándose a su padre Alois, no en el sentido lombrosiano, se
encontraba incrustada en el código genético de su ADN.
Citamos asimismo unas observaciones sobre el tema que nos ocupa, hechas por
un agudo periodista alemán, quien debió huir de Alemania para refugiarse en
Inglaterra en 1938, pero que vivió de cerca el ascenso al poder del partido
Nacionalsocialista:

El NSDAP (partido nazi) no es un «partido» en el sentido democrático, sino una organización


más autoritaria todavía que el Tercer Reich dominado por ella»… Los nazis, por naturaleza, son
incapaces de vivir en paz. Esta es la pura y terrible verdad que hay que afrontar. Todos sus
pretextos para emprender sus guerras —que, por otra parte, no han empezado en 1939—, ya sean
las quejas sólo aparentemente justificadas sobre el Tratado de Versalles o las provocadoras
mentiras que precedieron a los ataques a Austria, Checoslovaquia y Polonia, sólo sirven para
engañar con falsas apariencias a los burgueses tanto de Alemania como del extranjero (Sebastian
Haffner, Alemania: Jekyll y Hyde, 1940, publicado en español en el 2005, págs. 91-93).

Desde el principio de su carrera, Hitler calificó el carácter belicista de su política:

179
«Los actos públicos nazis (manifestaciones) no son pacíficos», afirmó.
Los comienzos de la acción «política» de Hitler fueron aparentemente modestos.
Se afilió a una pequeña agrupación política conocida como el Partido de los
Trabajadores Alemanes en septiembre de 1919. Este partido había sido fundado por
el herrero Anton Drexler quien era su presidente en el momento en que Hitler ingresó
en él. Hitler intuía —e intuía bien— que una pequeña organización política le
permitiría desarrollar sus capacidades y, como ya se había dado cuenta de que «sabía
hablar», estaba seguro de que con esta herramienta en sus labios pronto se adueñaría
de la comandancia de la agrupación que rápidamente se convertiría en la «célula
madre» del Partido Nacionalsocialista. Cuando lo escucharon pronunciar su primer
discurso lleno de vehemencia, de fanatismo y con capacidad para mover al auditorio,
agitando las más primitivas pasiones y cumpulsiones, quedaron sorprendidos. Anton
Drexler, el presidente, asombrado, lo invitó al punto a que entrara en la dirección del
partido y, no mucho tiempo después, le ofreció la presidencia del partido, pero Hitler
olisqueó que debía convertirse en «organizador», cosa que para un vago como él
significaba trabajo sistemático y prefirió —ahora y más tarde hasta que fue Canciller
—, el puesto de agitador y propagandista, donde podía desempeñar el único «trabajo»
que no le exigía esfuerzo ni disciplina alguna, pues las palabras le brotaban a
torrentes, y que, más bien, lo difícil era detenerse y callar: pronunciar discursos. El
éxito de Hitler como agitador fue rápido y rotundo, pues los sitios de reunión que
eran las cervecerías de Múnich, se colmaban hasta los topes para escucharlo.
Es el momento de decir que la compulsión a la vagancia para el estudio, le fue
muy útil para su oratoria popular y populista, pues no se trataba, ni nunca se trató, de
discursos académicos, cosa que hubiera ocurrido si se hubiera embutido las filosofías
de Goethe, Schopenhauer y Nietzsche, como él aseguraba, sino que su «sabiduría y
elocuencia» la extraía de sus lecturas de periódicos a las que era muy aficionado. Sus
ideas, su lenguaje, sus argumentos, sus odios, que eran muchísimos, los asimilaba
cotidianamente, y luego, con su innegable talento y gran memoria, les infundía
riqueza y profundidad —como les ocurre a todos los vagos inteligentes, que
profundizan y fecundan cualquier cosa que escuchan o lean y después simulan gran
cultura—, y ponía a delirar a su público con la dinamita de sus compulsiones que, en
un país como Alemania, que tiene el culto a la cerveza, debía haber muchísimos
compulsivos entre los frenéticos espectadores…
El Partido de los Trabajadores Alemanes creció como la espuma gracias sin duda
al verbo ardiente de Adolfo Hitler, quien, como es natural, se convirtió en un
personaje indispensable, de suerte que, cuando los demás miembros del partido,
quisieron fusionarlo con otro Movimiento que tenía como líder a un hombre que
hablaba tan bien como Hitler, éste, por unos celos compulsivos, se opuso a la tal
fusión, que lo habría desplazado a él, entró en santa cólera, gritó, pataleó y, por fin,
renunció al Partido de los Trabajadores Alemanes. Asustados ante la pérdida del
caudillo indispensable, los miembros del partido le suplicaron que retornara y le
aceptarían lo que él pidiera como condición para su regreso, que era, nada menos, lo
siguiente: que debían darle a él, Adolfo Hitler, la dictadura absoluta del partido, lo
que supondría que nadie podía chistar ni oponerse a las decisiones que a él se le
ocurrieran: ¡en este momento comenzó, en nuestro sentir, el culto al Führer y su

180
endiosamiento!, que si lo aceptaron los nazis, fue promovido indudablemente por
Hitler, apoyado en su Megalomanía y la sobredimensionada hipertrofia de su
Egomaníaco, que lo llevó, lo que era mucho más importante, a que él afianzara su
auto-mitificación, en la cual creía profundamente desde que era niño, como hemos
visto, y con esta hiperbólica autovaloración maníaca, se presentaba delante de los
dirigentes nazis y de las masas alemanas, como el ser seguro de sí mismo, autónomo,
autosuficiente indispensable que, con el correr del tiempo serviría de pedestal para
levantar su autoridad y endiosamiento; así autodeificado, deidad en la cual, como
dijimos, Hitler creía sin dubitar lo más mínimo —y saber que ése era el ser mega-
lomaníaco de este hombre singular, es fundamental para entender su mito—, así
autoendiosado contagiaba con su DELIRIO CRÓNICO INCONSCIENTE al pueblo
alemán y lo ponía a delirar colectivamente con su «Visión antisemita alucinada».
¡Aquí se encuentra la «Magia Arrolladora» de Hitler, que es mucho más potente que
cualquier «fuerza carismática».
Pero desde sus orígenes, el ya Partido Nazi o Nacionalsocialista, tenía entrañas
bélicas, como hemos visto. Nuestra tesis se afirma en que un bárbaro como Hitler
metido a político, tenía, necesariamente, que infundir guerra a la política, máxime si
esa política serviría como medio para conquistar el poder para hacer la guerra
mundial e internacional.
No es coincidencia entonces, que Hitler se hiciera amigo en el segundo semestre
del año 1920 de un personaje tan bárbaro como él: Ernest Röhm, quien a la sazón,
siendo capitán del ejército bávaro, había fundado la Tropa de Asalto (S.A.), que se
puso al servicio del partido nazi, como instrumento de combate, con la aquiescencia y
beneplácito de Hitler. Röhm fue vital en su ascenso y lo acompañaría hasta el 30 de
junio de 1934, cundo Hitler enfurecido ya como Canciller y Presidente del Tercer
Reich porque Röhm pedía mayor celeridad en la revolución nazi y perturbaba sus
planes de guerra, aceptó o inventó la patraña de que Röhm quería darle un «golpe de
Estado», y ordenó que lo asesinaran a él junto con otros grandes líderes nazis que
habían caído en desgracia con el Führer, como el gran organizador, ideólogo y orador
Georg Strasser, y cien más. Pero en los comienzos, Röhm fue la entraña bélica del
partido nacionalsocialista; y fue la mano derecha, la izquierda y hasta el cerebro,
porque aportó muchas ideas al partido cuando aún era desconocido fuera de Múnich.
Las fuerzas paramilitares siempre estuvieron escoltando al partido
nacionalsocialista. Primero, como la S.A., o tropa de asalto, dirigidos por Röhm, con
un paréntesis entre 1930 y 1932, cuando fue a pelear a Bolivia en la Guerra del Chaco
contra Paraguay, y de donde Hitler lo hizo ir a Alemania para que organizara de una
manera firme a los paramilitares de la S.A… Después de la noche de los cuchillos
largos cuando Hitler protagonizó la masacre contra Röhm y muchos dirigentes
políticos, la S.A. perdió toda importancia paramilitar y fue reemplazada por la S.S.
(Brigada de protección), más siniestra aún, dirigida por Himmler y Heydrich,
responsables de crímenes políticos y genocidas contra los judíos. La «política» de
Hitler no perdió en ningún momento su dimensión bárbara, desde 1920 hasta 1945,
aún en los años en que Hitler prometió que actuaría dentro de los causes «legales»
entre 1925 y 1933, momento en el que es proclamado Canciller del Tercer Reich.
Paralelamente al belicismo político estaba la «renuncia» y hasta la persecución a

181
la inteligencia y la cultura. No sabemos hasta dónde esta actitud bárbara de los nazis
tenía que ver con la incapacidad de Hitler para estudiar y su «odio a los intelectuales»
a quienes ridiculizaba porque leían libros serios:

La renuncia a la inteligencia —dice Haffner—, o más exactamente, la perversión de la


inteligencia, se convirtió en un estímulo adicional del nazismo. Porque la inteligencia figuraba
entre los rasgos que esta generación rechazaba instintivamente (Mira Aquí).

Fue muy significativa la quema pública de libros de autores alemanes y


extranjeros organizada el 10 de mayo de 1933, a los 3 meses de haberse posesionado
Hitler del cargo de Canciller, hecha por los nazis en Berlín y en otras ciudades
universitarias. Se quemaron los libros de Henri Barbusse, Bertold Brecht, Tomás
Mann, Kurt Tucholsky, Arnold y Stefan Zweig, Emile Zola y muchos más…
¿El Don Carismático de Hitler? Poco a poco el partido nacionalsocialista fue
centrándose cada vez más en la persona de Adolfo Hitler, debido a la fascinación, al
enorme poder que ejercía en sus auditorios y en sus líderes. Hitler, de manera
progresiva y ascendente se va convirtiendo en el supremo hacedor, en el Mesías y en
el Führer, título fomentado por sus seguidores pero él no hacía nada por impedirlo
sino por fomentarlo. El Führer, Adolfo Hitler, según la ideología nacional-socialista,
es el vínculo que une el Estado, el partido y el pueblo. La admiración a Hitler por
parte del pueblo va creciendo como la bola de nieve. Como líder —según el excelente
libro de Franz Neuman, Pensamiento y acción en el nacionalsocialismo (1942, págs.
147 y siguientes)—, Hitler es la pauta de organización que opera siempre desde la
cúspide hasta la base y nunca al revés. Domina todas las instituciones sociales y
políticas, lo que se hace cada vez más evidente, en la medida en que su Megalomanía
se endiosa, y en que Goebbels y el pueblo se contagian del delirio de Hitler, con su
«visión antisemita del mundo». Estos fenómenos apuntan a que, en el caso de Hitler,
su poder, su mito, la sumisión de las masas alemanas, el endiosamiento por parte de
Goebbels, etc., no concuerdan con el concepto clásico de «Carisma».
Adolfo Hitler es el líder supremo. Combina las funciones del legislador supremo,
administrador y juez supremo. Es líder del partido, del ejército y del pueblo. En su
persona están unificados el poder del Estado, el pueblo y el movimiento. El Führer es
el legislador único, poder que Hitler reclamó desde el principio de su carrera a los
miembros del Partido Obrero de los Alemanes: exigió ser el jefe con atribuciones de
dictador y que él fuera «el único» que dictaba las pautas y decisiones del partido.
Hitler tenía guardado en secreto estas ambiciones, en nuestro concepto, debido a su
Megalomanía que le hacía suponer maníacamente que él era superior a todos sus
coopartidarios. Lo grave es que le creyeron y lo siguieron, por lo que atrás dijimos,
que él se convirtió desde el principio en el personaje indispensabe por su capacidad
de movilizar a las masas con su oratoria vehemente y pasional, y por su capacidad de
hacer aceptable su Megalomanía —ante sí y ante las masas— y hacer más y más
contagioso el delirio en la medida en que se consolidaba e intensificaba la ecuación:
Hitler —delirante y dominador— y pueblo sometido, expuesto al contagio en esa
íntima relación constante, estrecha, intensísima, entre los dos miembros de la
ecuación, gracias a la influencia de Hitler con sus apasionados discursos y Goeb-bels

182
con su estridencia radial que jamás se silenciaba.
Las reuniones del gabinete eran innecesarias, lo que dejaba al Führer como
legislador único. No es necesario consultar a los ministros. Es derecho lo que el
Führer desea y la legislación emana de su poder. De modo semejante, el Führer
encarna el poder administrativo, que es ejercido en su nombre. Es el jefe supremo de
las fuerzas armadas y Juez Supremo e Infalible. Su poder es legal y
constitucionalmente ilimitado; es inútil describirlo; no se puede definir en términos
racionales un concepto que no tiene límites.
«Max Weber ha llamado la atención sobre el fenómeno general de la dominación
carismática y lo ha distinguido claramente de las formas racionales y tradicionales
de dominación… Durante mucho tiempo no se ha prestado atención a la dominación
carismática y se la ha ridiculizado, pero, al parecer tiene raíces profundas y se
convierte en un estímulo poderoso una vez que se dan las condiciones psicológicas y
sociales adecuadas. El poder carismático del Führer no es un mero fantasma. No es
posible dudar que hay millones de personas que creen en él»… Aquí, es preciso
disentir radicalmente de Max Weber, tratándose justamente de Adolfo Hitler:
Esos millones de alemanes que escuchaban extáticamente a Hitler y que iban
creciendo hasta envolver a toda Alemania, se hallaban «contagiados» por el Führer
delirante coherente-mente, con gran fuerza de convicción, en esa ecuación de
Dominante-Dominado, Inductor e Inducido.
Es preciso entender que, en este caso, «Carisma» tiene el sentido irracional de
Fuerza Delirante de un tremendo poder avasallador. No de otra manera podríamos
comprender la entrega de las masas alemanas —un pueblo culto— a las «locuras»
de este ser extraño e insignificante, que había salido de la mendicidad y de la nada.
Es preciso y es urgente comprender este fenómeno excesivamente insólito, que
nunca existió ni existirá en la vida de la Especie Humana. Es algo único,
extraordinario e irrepetible. La teoría del Ser Carismático no puede desentrañar la
verdad de esta naturaleza individual ejerciendo su poder de convicción sobre una
colectividad. No.
Hitler solo podía convencer de esa manera tan extraña a los alemanes, no con su
Carisma, sino con la fuerza de convicción irresistible que tiene un delirante crónico
afirmado en su granítica e inmutable «visión del mundo» cuyo núcleo era su «visión
antisemita alucinada» con la que inducía mediante el fuego de su oratoria dramática
al pueblo alemán, convirtiéndolo en un pueblo delirante e inducido hasta perder la
razón y el juicio para embarcarse inconciente, como un sonámbulo, a todos los actos
vesánicos del Austriaco Bárbaro, suicidándose a la postre con él y por él. Esto sólo
lo consigue —¡no un loco!— sino el poder contagioso de un delirante Me-
galomaníaco, razón por la cual puso a sus pies al gran pueblo alemán a delirar y a
delinquir con él, a guerrear, a exterminar judíos y a suicidarse colectivamente, como
en lo individual, lo hizo Goebbels.
«¿Por qué se ha resucitado la pretensión carismática, siendo que es muy
primitiva?… El problema exige un análisis de los procesos psicológicos que llevan a
la creencia en el poder taumatúrgico de un hombre, creencia que caracteriza ciertas
disposiciones de la mente humana. El análisis puede llevar también a una
comprensión del proceso psicológico implícito en la adoración del hombre por el

183
hombre. Como ha demostrado Rudolf Otto, el estado mental y las emociones que esa
adoración implica son los de un hombre que se siente anonadado por su propia
ineficacia y que se ve llevado a creer en la existencia de un Ministerium Tremendum.
El misterio crea el temor reverente, el miedo y el terror. El hombre siente escalofríos
ante el demonio o ante la ira de Dios. Pero su actitud es ambivalente: está
atemorizado y fascinado a la vez; experimenta momentos de entusiasmo extremo
durante los cuales se identifica con lo sagrado. (No; todos estos síntomas mentales
son comprensibles a la luz de la Megalomanía, el Delirio Crónico Sistematizado
Contagioso en la «visión del mundo»de Hitler, que era su «visión alucinada
antisemita», en la barbarie guerrerista y en su oratoria como instrumento y medio de
sugestión y convicción del pueblo, muchos compulsivos criminales por su aficción a
la cerveza mutagénica y las compulsiones derivadas de ella; los primeros éxitos de
Hitler los hizo en las tabernas de Múnich).
«Esta creencia enteramente irracional surge en situaciones que el hombre medio
no puede captar y comprender de modo racional… Los estratos menos racionales de
la sociedad buscan líderes. Como los hombres primitivos, buscan un salvador que
elimine su miseria y les libre de la pobreza. El líder usa y realza el sentimiento de
temor reverente; los secuaces se aborregan junto a él para al alcanzar sus fines. La
obediencia es un elemento necesario del liderazgo carismático… El poder deriva del
líder y éste se ve obligado a distribuirlo en dosis desiguales, para poder tener una élite
en que apoyarse, que comparta su carisma y a través de la cual pueda dominar a la
masa. La organización carismática se basa siempre en la obediencia estricta dentro de
una estructura jerárquica. (Mas también y sobre todo, el contagio aborrega y somete).
«Pero si el fenómeno genuinamente religioso del carisma pertenece a la esfera de
lo irracional, su paralelo político no es sino una treta para establecer, mantener y
realizar el poder… La pretensión carismática de los líderes modernos funciona como
un artificio consciente, encaminado a fomentar el sentimiento de desamparo y la
esperanza del pueblo, a abolir la igualdad y sustituirla por un orden jerárquico en el
cual el líder y su grupo se dividen la gloria y las ventajas del numen… El carisma ha
llegado a ser absoluto y exige la obediencia al líder no por la utilidad de las
funciones de éste, sino por sus supuestas dotes sobrehumanas» (Franz Neuman,
Pensamiento y Acción en el Nacionalsocialismo, págs. 120-121).
Este factor irracional que se aproxima al sentimiento religioso en la «dominación
carismática» de Hitler, señalada por Max Weber, tiene una destacada importancia en
el conocimiento de la idealización y el endiosamiento del Führer y, a su vez, en el
sometimiento del pueblo alemán, gracias a la inmensa, inimaginable Megalomanía
guerrerista y delirante de Hitler sobre la masa sugestionable, fenómeno que no
explica la «dominación carismática de Hitler», decidido desde Pase-walk a
exterminar a los judíos y a declarar la guerra desde los días en que se convirtió en el
líder absoluto del Partido de los Trabajadores Alemanes en 1920, y consiguió hacerse
obedecer y reverenciar, etc., de manera incondicional por los miembros del partido,
exigiéndole lo mismo a las masas, a las que debía someter haciéndoles creer que él
tenía poderes taumatúrgicos sobrehumanos con los cuales los redimiría de sus
miserias terrenas asegurándoles que una Alemania poderosa y racial-mente superior
los convertiría en seres superiores. Al mismo tiempo, exigía obediencia estricta a los

184
dirigentes del partido nazi, de suerte que en todos, aún en Hess, Goering y Goebbels,
se advierte ese temor reverencial que los llevaba a pensar que nada podrían hacer sin
la voluntad y el «permiso» de «su» Führer. Con el tiempo el sentimiento de poder y
veneración fueron calando la mentalidad de los dirigentes y de la masa alemana, y,
lógicamente, Hitler se fue convenciendo cada vez más de su poder casi sobrenatural,
obedeciendo siempre a su manía de grandezas patológica. Al menos en el caso de
Hitler, no es aplicable la teoría del Carisma, porque tenemos suficientes razones
clínicas para sostener que en él se sumaron dos poderosas fuerzas: a) su descomunal
Megalomanía que lo acompañó desde niño y que le hacía creer, sin dubitar, que él era
el ser más grande de la historia, y que, por tanto, todo lo merecía, su endiosamiento y
todo el poder; b) el poder de contagio de su delirio crónico sistematizado, según el
cual, se creó una intensa relación, entre el Hitler delirante todopoderoso y las masas
de los alemanes subordinadas, creándose así el síndrome de la Folie à Deux, «locura
compartida», o mejor delirio contagiado colectivo, que puso a delirar al pueblo
alemán, que apoyó a Hitler ciegamente, inconscientemente y le concedió todo el
poder, apoyándolo hasta en sus crímenes: ¡Esto no puede llamarse carisma!
¿Cómo pudo conseguir semejante proeza? No sólo con audacia, sino con
convicciones maníacas que afloraron desde la infancia de que él era superior a
todos, fundado en su mega-lomanía y en su Ego hipertrofiado, que le permitían
mostrar esa confianza y esa fe en sí mismo que tanto llamó la atención de cuantos le
rodeaban. Tal como asombró a August Kubizek en su adolescencia sobre sus dotes
superiores sobrehumanas y que lo condujo a reverenciar a su amigo, como si fuera
una especie de ídolo o deidad, aunque a la hora de los hechos y de la verdad,
Kubizek se desinflaba de su mito, pues nada sabía, ni como músico, ni como pintor,
arquitecto, escritor, lector, y lo que quedaba era un gran miedo hacia Hitler, razón
por la cual no podía defenderse de su acoso y dominio al ver que Hitler lo
importunaba con su dominio autoritario, así los jefes nazis se inclinaran
reverencialmente y casi de una manera religiosa ante este superhombre que era capaz
hasta de hacer milagros. Porque era sobrehumano el poder que Hitler infundía en los
jefes del partido y en el pueblo, que, cada vez, y en la medida en que el tiempo
transcurría, se iba profundizando ese poder y ese sentimiento irracional hasta que
culmina en un Führer con tonalidades divinas; un Führer que, además, había
contagiado a Goebbels y a las masas de su delirio antisemita, que era el núcleo de su
«Visión del mundo», su pretendida Weltanschauung.
Pero este «dominio carismático» de Hitler, no convence cuando se habla de que
el Führer «hipnotizó» al pueblo alemán; nos inclinamos a creer que fue, en verdad, un
sentimiento próximo a la religiosidad, lo que explica que las masas se hubieran
sometido de una manera tan absoluta hasta el punto de hacerse cómplices de cuanto
hacía el caudillo, quizá el más avasallador de la historia de la humanidad. Los
seguidores no tenían cómo defenderse de la magia Megalomaníaca y delirante de
Hitler. Nuestro aporte científico va hasta donde explica la hipervaloración maníaca
que Hitler tenía de sí mismo, su creencia ciega de que él era el llamado en Alemania,
el Mesías, debido a ese delirio de grandezas del cual él era un poseso patológico,
con la desgraciada circunstancia de que su verbo convencía a todos que él era el
más grande:

185
Si Hitler no hubiera sido el atractivo orador, su delirio de grandezas habría
quedado en eso, en patología, y su delirio crónico, no habría sido tan contagioso, ya
que Megalomanía y Delirio —unidos al bárbaro guerrero— eran sus fuerzas
impulsoras: ¡Esta es la «Magia» arrolladora de Hitler, no el Carisma! La causa de que
todos creyesen en su grandiosidad y en su odio delirante, empezando por él mismo,
no tuvo otro vehículo que su oratoria maníaca. Es preciso recordar su alegría cuando
en sus conferencias a los soldados en 1919 se dio cuenta de que «sabía hablar», y él
era demasiado astuto para no darse cuenta que en ese don con el cual había nacido
pero que ahora se perfeccionaba por momentos, tenía una veta de oro para llevar
adelante sus soterrados propósitos de alcanzar el poder, ¡todo el poder!, para hacer la
guerra.
¿Alguien imagina a Hitler sin el poder de la palabra? Una palabra que le brotaba
espontáneamente, sin esfuerzo ni trabajo alguno, por ello siempre se pedía para ser el
tambor y el propagandista del partido, por lo menos hasta que fue canciller del Tercer
Reich, momento en el cual el Poder absoluto con el que lo habían investido, y con las
fuerzas militares que tenía a su disposición, la palabra pasaba a un segundo lugar.
Pero todo el ascenso hasta 1939, lo debió, mucho más que a su pretendida genialidad
política, a su extraordinaria capacidad para movilizar a las masas y ponerlas a delirar.
Con la oratoria afianzó su Megalomanía, y con el delirio crónico convertido en
Sistema Teórico, con enorme poder de contagio, forjó los dos fundamentos que
explican su elevación dramática y caída aparatosa. No con uno solo. El «Carisma»
lo adquirió con su convicción irrefutable para él mismo, de que era el guía
sobrenatural para engañar a las masas alemanas y ponerlas también a delirar
inconscientemente. Repetimos que esto no fue hipnosis sino contagio —Folie à Deux
Colectiva — que es muchísimo más poderosa, envolvente e irracional que todos los
carismas y todas las hipnosis… Estos factores —Megalomanía de grandiosidad y
delirio razonante— son la clave psicológica para comprender este raro y único
fenómeno sociológico.
Esta fue la razón de la desdichada suerte del pueblo alemán. No porque fuera
hipnotizado, repetimos, sino por el carisma «delirante» que le dio una aureola
sobrehumana, y un poder de convicción inaudito, gracias a su talento oratorio, que en
muchas ocasiones era verborrea, pues para Hitler el trabajo no era hablar, sino parar
de hablar, porque en sus discursos se ponía en movimiento toda su hiperactividad, su
hipermovili-dad psicológica, su facilidad de palabra arrebatada y frenética, todas
maníacas… La desdicha del pueblo alemán consistió en que, a diferencia de August
Kubizek, no se dio cuenta de que Hitler era no un pensador, ni un estadista, ni un
político de verdad, sino un enfermo mental-razonante que sabía hablar y que, por
tanto, lo precipitaría ineluctablemente al abismo. La máscara oratoria y el
aventurerismo maníaco y delirante que encubrían a Hitler impidieron que sus
contemporáneos lo conocieran en su verdadero fondo y médula. Megalomanía, que
le daba la convicción a él mismo, de ser el Mesías Histórico con poderes ilimitados;
el delirio razonante y su violencia intrínseca; la oratoria y barbarie guerrera fueron
la clave de su ascenso y caída.
Citamos por tercera vez a Haffner en un texto en que Hitler hace sus vacías o
peligrosas propuestas según se las mire:

186
«En el año de 1933, Hitler dijo con otras palabras lo siguiente, en su discurso
ante la «Asamblea del Partido de la Victoria» del nacionalsocialismo: que él, Hitler,
tras la victoria, estaba preparado para revelar el secreto. Ese secreto era que había
reflexionado sobre las bases del éxito político, a diferencia de sus adversarios. El
secreto consistía en proclamar una «visión del mundo» y en formular una consigna
que, automáticamente, reuniría a los caracteres más dinámicos, más activos, más
sacrificados, más heróicos y más fuertes. Esta comunidad de fuertes y enérgicos
acabaría por triunfar, ya que lo fuerte siempre vence a lo débil. El marxismo o el
liberalismo sólo podían atraer a los cobardes y los débiles y por eso habían sido
vencidos por una doctrina en torno a la que se agrupan los titanes. Él, Hitler, había
sido el artífice. Él nunca les había prometido nada a sus secuaces, sino que
continuamente les había exigido sacrificio, heroicidad y estar preparados para el
riesgo. Así había conseguido reunir a su alrededor a unos secuaces con una capacidad
de riesgo y de sacrificio sin precedentes… El resultado era una tropa invencible, y
«esa tropa nunca más se disgregará o acabará»… Es una lástima que no se haya
tenido en cuenta, dice Haffner —como muchos otros signos del Hitler aventurero en
su «política belicosa», que no se cuidaba de que no condujeran al éxito, pues él tenía
una solución automática, que los alemanes no comprendieron desgraciadamente,
decimos nosotros, que si sus planes fracasaban, cargaba su pistola para suicidarse
—, porque contiene la confesión de que la cosmovisión nacionalsocialista se basaba
en el plan de reclutar a un determinado tipo de personas para que formaran «una
tropa invencible», capacitada para conquistar y dominar. Esto aludía principalmente
a la guerra política del interior, pero a estas alturas no es necesario explicar que las
ambiciosas aspiraciones traspasaban las fronteras de Alemania. De hecho, la
canción nazi ha de ser entendida literalmente:

Hoy nos pertenece Alemania


y mañana el mundo entero.
(Sebastian Haffner, Alemania: Jekyll y Hyde, pág. 79).

El anverso del «carisma-delirante» de Hitler, claramente impuesto por él y por la


propaganda de Goebbels, es la sumisión reverente e inexplicable —por lo mismo que
tiene ribetes irracionales pseudoreligiosos— de un pueblo culto y progresista como el
alemán al Führer, al nazismo y a sus condenables actos. Ya sostuvimos más atrás que
el fenómeno Hitler había sido el Tsunami histórico que arrolló a la nación alemana, y
que ésta, como todo pueblo azotado por un meteoro, no fue consciente —¡ni
culpable!, en la medida que era arrastrada por un elemento físico—, pese a que vivió
la paradoja política de haberle concedido a Hitler el 93 por 100 de sus votos y su
absoluta voluntad. Porque esta es la imagen con que nos representamos la fuerza de
Hitler —más que del partido, que fue secundario a la persona del Führer—, como un
cataclismo físico, que atropelló la historia alemana y se insertó brutalmente en su
tradición como si fuera un cuerpo extraño a esa tradición, que comenzó y acabó con
Hitler, así existieran rasgos sociales en Alemania que pudieron hacer pensar que su
suelo estaba abonado para el surgimiento de un Hitler, como eran sus pretensiones
imperialistas, sus anhelos mesiánicos de un caudillo fuerte y autoritario, las

187
pretensiones racistas en algunos medios, el «nacionalismo en su variante alemana del
siglo XIX, que se distingue principalmente por el acento que pone —no sin énfasis—
en el concepto de Volk, el «pueblo» que se desarrolla en su medio natural, por medio
del cual el individuo está unido a la naturaleza y a una «realidad superior», ese
«pueblo» que representa una unidad histórica que hunde sus raíces en un pasado muy
lejano, en la que se opone la edad medieval, con su sociedad jerárquica y rural, a la
civilización industrial y urbana» (según Marlis Steiner pág. 58), nacionalismo Volk
que es sostenido por algunos medios, y el antisemitismo «endémico»,…
Mas nosotros consideramos estos caracteres de la tradición alemana, semejantes,
pero radicalmente opuestos a lo que fue la aparición de Adolfo Hitler, Genio del Mal
muy singular, que irrumpió sin ser invitado por la historia, aunque recibiera el apoyo
a última hora de su elección como Canciller del Reich, de fuertes poderes, como los
terratenientes, y los financieros del norteamericano Ford, mas, el conocimiento
profundo de las fuerzas que se agitaban en este singular personaje, nos mueve
irresistiblemente a sostener que Hitler fue el demiurgo del nazismo y el caudillo
demoníaco que se insertó, repetimos, como un cuerpo extraño a la vida alemana, que
movilizó multitud de fuerzas «para sus fines» guerreros, y que inició un ciclo
«histórico» que partió de él y concluyó con él: el monstruo que fue Hitler no lo parió
la nación alemana, sino que brotó del seno de la etnia de los SCHICKLGRUBER… de su
Megaloma-nía inflada al infinito, y del Delirio Vienés.
¡Todo gira en torno a la naturaleza del cerebro extraño de Hitler!, enteramente
ajeno a la tradición alemana y, aún, a la tradición histórica de la humanidad, más
todavía: extraña a la tradición de la Historia Masculina porque el cerebro de Hitler es
único, irrepetible en el tiempo del pasado y del futuro.
Expondremos brevemente, sin embargo, las conclusiones a que ha llegado en su
importantísima investigación sobre la participación del pueblo alemán en la aventura
nazi, Robert Ge-llately, autor del libro Backing Hitler (traducción española No sólo
Hitler, 2002), en el cual analiza «cómo represión y consentimiento público se
mezclaron inextricablemente, y cómo y por qué el pueblo alemán acabó apoyando a
la dictadura nazi».
Sostiene Gellately, que el temor al comunismo favoreció el avance del nazismo
apoyado por los medios de comunicación:

¿Quién va a poder parar con eficacia la amenaza marxista?, se interrogaban los periódicos
conservadores, y, además, «la simpatía cada vez mayor de la prensa de derechas contribuyó a aupar
a Hitler al poder» (No sólo Hitler, pág. 26).

Durante los tormentosos días de febrero y marzo de 1933, se desarrolló una campaña electoral
para el parlamento federal en el transcurso de la cual los nazis eliminaron todos los obstáculos,
golpearon despiadadamente a sus adversarios y obtuvieron un apoyo enorme. No obstante, en las
elecciones del 11 de marzo, Hitler no consiguió una victoria aplastante. No debemos exagerar el
significado de este hecho, pues obtuvo el favor de más de diecisiete millones de personas
(correspondiente al 43,9 por 100 de los votos). El resultado de los comicios daba a los nazis una
exigua mayoría de escaños en el Parlamento, siempre y cuando se unieran a sus socios
nacionalistas. Hitler demostró ser dueño de la situación y, lo que es más importante, al cabo de
unos meses la mayoría de los alemanes dejaron bien claro que lo apoyaban (págs. 27-28).

188
Continúa Robert Gellately:

Suelen pasarse por alto las elecciones y plebiscitos llevados a cabo posteriormente durante la
dictadura de Hitler, pero en casi todos ellos podemos apreciar la formación de un consenso cada
vez mayor en favor de los nazis. En octubre de 1933 Hitler retiró a Alemania de la Liga de las
Naciones y convocó a un plebiscito para consultar a los ciudadanos si estaban de acuerdo. El
resultado fue de un 95 por 100 de los votos a favor. No menos espectaculares fueron las elecciones
convocadas en noviembre, al mismo tiempo que el plebiscito. Las elecciones dieron a Hitler y su
partido casi cuarenta millones de votos (el 92 por 100 del total). No menos curiosa es la
participación del 95,2 por 100 de los electores (págs. 30-31).

Y, más adelante, agrega Gellately:

Una vez que la nueva policía de Hitler le cogió el gusto a las medidas expeditivas, fueran
cuales fuesen, gracias a las cuales podía saltarse los trámites legales que suponían un gasto de
tiempo, le resultó imposible renunciar a ellas… El 30 de junio de 1934 los cabecillas de las S.A.
fueron asesinados por orden de Hitler. Durante la llamada «noche de los cuchillos largos» las
ambiciones radicales de los hombres de las S.A., que seguían aspirando a una verdadera revolución
social, fueron cortadas de raíz. El suceso fue presentado ante la opinión pública alemana como un
intento de «golpe de estado» del jefe de las S.A., Ernest Röhm, pero no se hizo ningún esfuerzo por
ocultar el hecho de que Röhm fue ejecutado sin la menor sombra de juicio. La mayoría de la gente
aceptó que Hitler (y no los tribunales de justicia) condenara a muerte a los aproximadamente cien
culpables. Lejos de cambiar de idea a los alemanes, el primer asesinato en masa —se mire por
donde se mire— del Tercer Reich reportó a Hitler buenos dividendos políticos» (págs. 60-61).

La creación del nuevo sistema de la Gestapo —prosigue Gellately— culminó con una ley
aprobada en el estado de Prusia el 10 de febrero de 1936. Según esta normativa, cualquier acción
que emprendiera la Gestapo no podía ser revisada por los tribunales de justicia, ni siquiera en caso
de que una persona fuera arrestada por error, y no se podían reclamar daños y perjuicios… En
adelante, la única vía abierta a la presentación de quejas era la apelación a la Secretaría General de
la Gestapo. Lejos de ser disimuladas, las consecuencias de estas innovaciones fueron expuestas
abiertamente a la opinión pública por la prensa, por lo que a nadie podía caberle duda alguna de
que los derechos legales fundamentales del ciudadano prácticamente habían desaparecido (Mira
Aquí).

La prensa local de Dachau informó en 1933 la muerte violenta de una docena de reclusos,
afirmando que los guardianes habían actuado en «defensa propia» y que las víctimas eran «por lo
demás individuos con propensión al sadismo»… ¿Cómo reaccionaron los alemanes al
establecimiento de los campos de concentración? Fueron muy pocas las voces críticas que se
dejaron oír (Mira Aquí).

El afán de Hitler por mantener la disciplina y el orden culminó en un gran discurso


pronunciado el 24 de abril de 1942. A nadie que escuchara aquel discurso podría haberle cabido la
menor duda del acendrado antisemitismo de Hitler, por lo demás totalmente engañoso. Alemania
era presentada como una víctima inocente que había presentado «infinitas» iniciativas de paz, todas
ellas arruinadas por los «poderes ocultos» (¡!)… (admiraciones y suspensivos nuestros) entre
bastidores que eran los judíos (Mira Aquí).

El hecho de que la policía fuera capaz de explicar a la opinión pública las ejecuciones ilícitas
que practicaba y de acallar cualquier reserva ante ellas que ésta pudiera mostrar, dice mucho de la
transformación que había sufrido Alemania desde 1933 (Mira Aquí).

189
Y Gellately se refiere del siguiente modo a los delatores ante la Gestapo:

El estudio que he realizado sobre la cooperación de los ciudadanos alemanes como delatores,
me ha llevado a la conclusión de que para el sistema policial, deseoso de conseguir la información
que necesitan para actuar, las motivaciones de los denunciantes eran casi siempre una cuestión de
orden secundario. Para nosotros, en cambio, no carecen de importancia, pues pretendemos saber no
sólo cómo funcionaba el sistema, sino también por qué denunciaba la gente, es decir, por qué tanta
gente llegó a colaborar con la infamia del nazismo… En la Alemania nazi, los delatores no sólo se
presentaban voluntariamente a la policía con sus informaciones, sino que además la población civil
se ofreció a trabajar como agentes de la Gestapo por toda clase de motivos (págs. 191-192).

Y, algo más sorprendente aun: que a finales de 1944 y principios de 1945, «a


pesar de la proximidad de la derrota, muchos siguieron acudiendo a la policía a
denunciar a sus colegas, vecinos, amigos y parientes» (No sólo Hitler, pág. 306).
Este breve resumen del excelente libro de Robert Gellately, nos da una idea
convincente en extremo de la colaboración del pueblo alemán en las atrocidades
cometidas por los nazis… Mas nosotros, sin dudar en lo más mínimo en cuanto a los
resultados de la investigación de Gellately, sostenemos que fue Hitler —ese Tsunami
histórico— el que arrolló las conciencias de los alemanes, muchas de ellas
potencialmente delictivas por los numerosos casos de compulsiones, dado el culto a
la cerveza que existía en Alemania, como en la inmensa mayoría de las naciones, por
desgracia, todos ellos afines criminosamente al Führer, los que más activamente
participaron en ese Crimen Colectivo, pero no la esencia del Pueblo Alemán que se
dejó arrastrar a vivir la trágica paradoja de haberle brindado ese 93 por 100 de
votos en favor de su política sin que, aquí está la contradicción, fueran conscientes
de lo que hacían, ya que la marejada de los elementos desencadenados por ese
fenómeno telúrico —ajeno a la tradición histórica de Alemania, capaz de dar a luz a
un Kant, un Hegel, un Goethe, un Beetho-ven, un Marx, un Eistein, un Tomás Mann,
una ciencia y una industria avanzadísimas— arrolló, más que convenció o hipnotizó,
físicamente lo que tiene de esencial el pueblo alemán, acontecimiento singular que
nos recuerda la riada incontenible de Atila y Gengis Kan… Mas todos estos
fenómenos tienen, innegablemente, los fundamentos que señalamos atrás, la
descomunal Megalomanía de Hitler sumada al contagioso delirio crónico
sistematizado, a Goebbels, primero siendo el único de los jefes nazis que no pudo
resistir el contagio del delirio (de aquí que se suicidara con él), y, luego, a las Masas
Alemanas que contagiadas, en verdadera Folie Colectiva, se pusieron a delirar y
apoyar como autómatas a Hitler en todo lo que éste «pobre hombre fatal» les pedía:
las guerras, el voto plebiscitario, la «Visión del mundo» antisemita, y el suicidio
colectivo con Hitler y por Hitler.
El mismo Führer, es el primero entre todos los alemanes en ser arrollado por
multitud de determinismos inconscientes, ¡y no fue dueño de sus actos!, un bólido
catapultado por fuerzas que él no controlaba, comprometido en una guerra motivada
por su delirante «visión del mundo», por su enajenada creencia maníaca de ser el
hombre más grande de la historia, impulsado por sus odios y venganzas compulsivos,
por su fanática concepción bárbara según la cual la guerra es la panacea universal, y
mientras se siente el enviado por la Providencia que «marcha con la seguridad de un

190
sonámbulo», no se da cuenta que está cayendo en el abismo, arrastrando consigo al
pueblo alemán, porque para él el suicidio era la solución última cuando sobreviniera
el fracaso, inevitable desde que inició su demencial aventura político-militar en 1920,
y que, si la guerra «no» lo resuelve todo, en última instancia, —¡pues la Muerte está
a la mano, es tan fácil dispararse un tiro!, ¿por qué no lo hizo Von Paulus en lugar
de entregarse al enemigo?—, y ésta sí, de acuerdo con la filosofía melancólica de
Hitler, es la panacea inequívoca para solucionar todo fracaso: todos estos
determinismos inconscientes, sin que faltara uno solo, hicieron del Führer un
macabro juguete, pero, ¡Ay!, arrastraba consigo al genial pueblo alemán, que, por
un momento apenas, fue precipitado en la insensatez, en la inconsciencia delirante.
En su importante libro, El Mito de Hitler, 2003, Ian Kers-haw se ha propuesto,
más que el estudio de la «extraña» personalidad de Hitler, revelar el proceso de
construcción de su imagen a través de la propaganda y de qué manera el mito de
Hitler desempeñó una «función integradora» de gran importancia para el régimen.
Quiere saber Kershaw sobre qué bases se erigió ese mito y cómo logró mantenerse:
«No existe la menor duda, dice Kershaw, de que el mito de Hitler fue
deliberadamente maquinado como fuerza integradora por un régimen agudamente
consciente de la necesidad de fabricar un consenso. El propio Hitler, como es bien
sabido, prestaba la mayor atención a la erección de su imagen pública» (Mira Aquí).
«Se ha sentado acertadamente que la «heróica» imagen de Hitler, era, en idéntica
medida, «una imagen creada por las masas pero también impuesta a ellas» (Mira
Aquí)… «El rápido crecimiento del número de miembros del partido entre 1930 y
1933, significaba que una cifra de alemanes en constante crecimiento estaba
comenzado a estar expuesta al mito del Führer (Mira Aquí)… El crecimiento del mito
de Hitler llegaba hasta la religiosidad:

Hoy la divinidad un Salvador nos ha enviado, la angustia a su fin ha llegado.


A la alegría y al gozo la tierra da sustento:
Al fin la primavera está aquí (por W. Beuth, pág. 80).

«Los espectaculares cambios que estaban produciéndose en Alemania en 1933,


dieron a la maquinaria propagandística una gran y desenfrenada oportunidad para
concentrarse en Hitler, no como líder del partido o como jefe del gobierno, sino como
punto focal del «renacimiento nacional» (Mira Aquí)… Durante el verano de 1934,
dos acontecimientos contribuyeron decisi-vamente al ulterior desarrollo de la imagen
del Führer: la liquidación de la supuesta «conjura de Röhm», y la fusión de los cargos
de canciller y de presidente del Reich en la persona de Hitler, tras la muerte de
Hindenburg el 2 de agosto de 1934» (96).
«Hoy Hitler es todo en Alemania» (97).
«Hitler por Alemania — toda Alemania por Hitler» (97).
«Hitler, cuya “excéntrica” forma de trabajar contribuía significativamente al caos
administrativo del Tercer Reich —continúa Kershaw— era presentado como un
hombre que trabajaba arduamente mientras todos los demás dormían, infatigable en
su laboriosidad y esfuerzo» (102).
«Incapaz de mostrar calor humano, amistad y amor, Hitler era convertido por

191
Goebbels en la víctima personal de su elevada posición:
«Hitler está entregado a la totalidad del pueblo, no sólo con veneración sino con
profundo y sincero amor, porque tiene el sentimiento de que le pertenecen, de que
son carne de su carne, alma de su alma. Él salió del pueblo y ha permanecido en
medio del pueblo. Los más humildes se aproximan a él de forma amistosa y confiada
porque sienten que él es su amigo y su protector. La totalidad del pueblo le ama,
porque se siente seguro en sus manos, como un niño en los brazos de su madre… Tal
como hacemos nosotros, que nos hallamos reunidos junto a él, así también el último
hombre del pueblecito más alejado dice en esta hora: lo que él era, lo sigue siendo, y
lo que es, debe continuar siéndolo: ¡Nuestro Hitler!» (102)… Aparte de ser una
muestra de pura adulación por parte de alguien que tanto dependía de Hitler para
fundamentar su propio poder, este notable discurso —un panegírico que no se limita
a distorsionar la realidad, sino que directamente la subvierte— puede considerarse
un reflejo del culto que el propio Goebbels rendía a Hitler» (103). (Agregamos
nosotros que este culto de Goebbels a Hitler, era auténtico —no adulatorio, como
dice Kershaw— porque como ya lo demostramos, entre los jefes nazis, él fue el único
contagiado por los delirios de Hitler, el de grandezas que era nato en Hitler, pues lo
heredó por la línea materna, y el delirio crónico sistemático que fue adquirido en
Viena en el año de 1909, de allí que Goebbels fue admirador de Hitler hasta el final, y
con él y por él se suicidó en el búnker de Berlín, con su mujer y sus seis hijos…)
«¿Cuándo se convirtió el propio Hitler en víctima del mito del Führer? Hay
muchos datos que indican que fue en la época de las agitadas semanas posteriores al
triunfo de Renania cuando Hitler se convirtió en un convencido creyente de su propio
«mito». Aparte de varios testimonios, las variaciones observables en el lenguaje de
sus discursos públicos también sugieren un cambio en la autopercepción. Antes de
marzo de 1936, rara vez habla de sí mismo, si es que alguna vez lo hizo, en los
términos pseudomísticos, «mesiánicos» y semirreligio-sos que utilizaban Goebbels y
otros. Sin embargo, a partir de la época en que empezó a afirmar, como en su
discurso de Mú-nich del 14 de marzo de 1936, que «avanza con la certidumbre de un
sonámbulo» por el camino que la «Providencia» le había trazado, la relación mística
entre la «Providencia» y él mismo rara vez dejó de estar presente en sus principales
discursos, y el simbolismo pseudorreligioso, junto con la creencia en su propia
infalibilidad, quedó integrado en su retórica. El estilo y el contenido de sus discursos
señalaban claramente un cambio en la autoimagen de Hitler. En la reunión del
partido del Reich en 1936, él mismo comenzó a hablar de una unidad mística entre su
persona y el pueblo alemán: (Recuerde nuestro lector que nosotros sostenemos que
esa era una unidad delirante, en la que el pueblo alemán, por ser el más débil en la
ecuación «Hitler-Pueblo», se hallaba contagiado por el delirio razonante de Hitler y
por su delirio de grandezas que fue nato. Y es esencial, fundamental, que cuando su
omnipotencia se ponía en duda, se derrumbaba, pasaba de la grandiosidad maniaca a
la depresión y al sentimiento de no ser nada y amenazaba con suicidarse, como
ocurrió en 1932, cuando Georg Strasser osó dividir al partido poniendo en duda su
Me-galomanía todopoderosa. Cuando Hitler se sintió derrotado en el Búnker de
Berlín, cayó en la nada definitiva y se disparó una bala en el cielo de la boca, esa
boca que tanto poder le había dado con su oratoria).

192
«¡Que me hayáis encontrado entre tantos millones es el milagro de nuestro
tiempo! ¡Y que yo os haya encontrado a vosotros es la fortuna de Alemania». Todos
estos signos indicaban que no se trataba de pura retórica. El propio Hitler era ya un
converso al mito del Führer, transformado él mismo en víctima de la propaganda
nazi… Lo que parece seguro es que el día en que Hitler empezó a creer en su propio
«mito», señaló, en cierto sentido, el principio del fin del Tercer Reich» (Mira Aquí)
… En 1936, empezaba a incrementar visiblemente la sobreestima del propio Hitler
respecto a su poder y a sus delirios de infalibilidad» (117).
«La ascendencia de la popularidad de Hitler no sólo no iba acompañada por un
crecimiento de la popularidad del Partido nazi, sino que, de hecho, se desarrolló en
cierto modo a expensas directas de su propio movimiento… No, señores, el Führer es
el partido y el partido es el Führer» ()Mira Aquí… Y para el mantenimiento del Mito
del Führer era vital que los éxitos de la política exterior prosiguiesen, que la política
«nacional» externa del régimen siguiese estando «soleada» tras los grandes triunfos
de 1935-36» (Mira Aquí). (Para nosotros, sin embargo, se trata de un Mito
delirantemente creado).
«El mito del Führer se había consumado casi por completo. Sólo un atributo de
importancia faltaba aún por incorporar: el del genio militar» (Mira Aquí). «Los
reveses militares del primer invierno en Rusia señalaron el fin del «soleado clima de
Hitler» por la serie de fáciles triunfos que habían constituido la piedra angular del
mito del Führer» (pág. 222)… Se trataba del principio de una espiral descendente en
la popularidad de Hitler»… «Dado el fracaso en la Unión Soviética y la declaración
de la guerra a los Estados Unidos, era más difícil no considerar responsable de la
prolongación de la guerra a nadie sino a Hitler, vale la pena preguntarse por qué el
mito de Hitler no se derrumbó con una rapidez mayor» (Mira Aquí)… (Nosotros
respondemos a este interrogante importantísimo, diciendo que, por ser un Mito
Delirantemente creado, no se basaba en las conquistas reales de Hitler, sino en la
ciega e inconsciente adhesión a su delirio).
También aquí la Propaganda nazi —el genio de Goebbels— había logrado en
gran medida inculcar a vastos sectores de la población el miedo a lo que traería una
nueva derrota, y que la vida sería peor que con el nazismo» (Mira Aquí)… La
extraordinaria carrera de éxitos se había detenido, pero todavía creían en Hitler…
Tras el primer invierno de la guerra en el Este, la popularidad de Hitler seguía sin
quebrarse» (Mira Aquí)… Carente de menos triunfos fáciles que proclamar, Hitler
aparecía menos en público y rara vez pronunciaba discursos».
Abandonamos justamente en este instante la relación de los aportes a la
comprensión de Hitler y de su mito por parte del célebre Kershaw, en el momento en
que este hombre, ciertamente «extraño», ha «dejado de pronunciar discursos», desde
que inició su carrera de orador en la segunda mitad del año de 1919, cuando se dio
cuenta de «que sabía hablar», y que, para él, se convirtió, como ya lo señalamos
atrás, en el instrumento mágico para darle soporte a su megalomanía que era
también, como otras de sus características, nata en él, y que ahora tenía cómo darle
contenido a su autosuficiencia y a su Ego Mayúsculo.
Repetimos que Hitler sin ese don de la oratoria habría sido siempre lo que fue en
Viena y en los primeros quince meses de su estancia en Múnich: ¡nada!, un vago,

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infaliblemente dirigido a la mendicidad. Pero la oratoria lo redimió y pudo ejercerla
sin esfuerzo alguno, sin «trabajo» que era lo que él detestaba, porque le fluía,
igualmente desde niño, a borboto-nes, como verborrea maníaca, sin esfuerzo, sin
tener que hacer más ejercicios y disciplinas que los de leer los periódicos en los
cafés y en las cervecerías. Asombrémonos, ¡Hitler nunca supo hacer más que hablar,
y esta cualidad negativa, porque no era la oratoria docta de los grandes políticos y
filósofos ilustrados con el estudio riguroso, se convirtió, debido a sus precisas
circunstancias, en su virtud primordial! Para ser exactos psicológicamente hablando:
la oratoria vino a ser lo que le dio contenido y sustancia a otro defecto suyo que a la
postre se convirtió en una gran virtud cuando se hizo político, ya que desde niño fue
considerada como petulancia vacía: ‘su autosuficiencia’, maníaca indudablemente, su
optimismo y su fe en sí mismo, maníacos rigurosamente, su seguridad y
omnipotencia cuando no tenía en qué soportarlas, maníacas indudablemente, porque
cuando de la manía oscilaba o pendulaba hacia la depresión, entonces su Ego
Todopoderoso se derrumbaba hasta la deflación y el gusto por la muerte.
Hitler nació omnipotente desde la escuela y el bachillerato cuando no tenía ni
siquiera una buena nota para soportar esa omnipotencia, por la razón elemental de
que respondía a su delirio de grandeza que era heredado por la línea materna; ya que
Clara, su madre, era francamente melancólica; necesitaba desde niño y desde
adolescente un auditorio para hacer sentir que él era superior a los demás; necesitaba
un público como caja de resonancia para que aplaudiera su gran valer y su gran saber,
¿en qué?, no lo sabía, pero continuaba sintiéndose grande, el más grande, el que haría
historia, sin siquiera poder exhibir ningún valor personal que diera asiento a tan
pretendida superioridad. Siendo un solitario por constitución mental, buscó de niño y
de adolescente no la amistad, sino el «auditorio» de August Kubizek para que lo
aplaudiera, y lo buscó lo suficientemente ingenuo para lograrlo, bastante generoso
en sus aplausos, ya que otros se burlaban en Viena de su pretendida sabiduría.
En suma: Adolfo Hitler nació «grande», «superior», ¿pero en qué?, no lo sabía,
en el arte, pero si no estudiaba ni hacía méritos para sostener sólidamente que era un
gran artista, pero si la Academia de Bellas Artes de Viena le había dicho que no era
bueno para el arte, no porque no tuviera disposiciones para ser un artista —no tal vez
el artista más grande de la historia, como él lo aseguraba y, esto es decisivo saberlo:
él lo creía profundamente—, sino porque su pereza se lo impedía. ¿Tal vez un gran
arquitecto? Tampoco por las mismas razones por las que no podía ser un gran pintor.
Sin embargo, Hitler insistía en que él era el más grande, superior a sus maestros y
superior a los desdichados miembros de la Academia que lo habían rechazado. Sí,
superior en «algo», eso sí, siempre que no estuviera deprimido, porque entonces la
superioridad se convertía en inferioridad, el Ego del Superhombre se transformaba en
un Ego liliputiense.
Desde ahora, desde la infancia y la adolescencia, es decisivo para el
conocimiento de las futuras reacciones de Hitler, no perder de vista que, cuando él
está animado por su humor y pensamiento maníacos, no sólo se cree grande y hasta
el más grande, sino que cree en ello profundamente, y se halla dispuesto a creer en
las alabanzas y elogios de los demás, en esta época del ingenuo y sugestionable
Kubizek, que no ahorraba elogios y hasta pensaba que era un genio, y Hitler, a su

194
vez, se dejaba convencer de que era un genio, lo que es más importante, cosa que
para el clínico no tiene misterios, pues la sensación de grandeza de Hitler, bajo el
fuego del elogio desmedido, se transformaba o se elevaba a la megalomanía, al
delirio de grandezas, pero, repetimos, no de una manera superficial o de simple
petulancia, sino porque Hitler era propenso a la auténtica megalomanía, digámoslo
por primera vez, Hitler estaba propenso por su constitución mental a dejarse llevar
por medio del aplauso y el elogio a la locura maníaca, a la convicción absoluta de
que él era un ser predestinado caris-máticamente a ser el más grande entre todos los
hombres de la tierra, ¡sin tener en qué apoyar sólidamente esa grandeza!… Ahora
bien, con esta grandeza indujo y contagió al pueblo alemán y lo puso a delirar
irracionalmente.
¿Cómo sería Hitler, entonces, sometido al aplauso de millones de alemanes? No
debe sorprendernos que Hitler, como se ha observado, tuvo estados de transporte
místico en los que se sentía enlazado a la Providencia y que él «marchaba con la
seguridad de un sonámbulo por el camino señalado por la Providencia» a cumplir la»
misión» que desde siempre se le había encomendado. ¡Y Hitler creyó honda y
sinceramente en que era el enviado, el Mesías del pueblo alemán, si no del mundo, el
Führer, al que se le debía obediencia ciega e incondicional! Pero recordemos que
esto no ocurrió sólo después de sus «deslumbrantes» victorias diplomáticas, entre
1935-1936, que aturdieron a los alemanes, que son todas esas aventuras como la
reocupación de Renania, la anexión de Austria, la invasión de Checoslovaquia, ante
los ojos semidormidos de las potencia occidentales que lo dejaron hacer porque se
hallaban atrasadas militarmente en tres años con respecto a lo que había logrado la
tecnología alemana, «deslumbrantes» jugadas que han sido calificadas aún por
muchos expertos como lo más brillante de un genio político, cuando, la verdad, es
que si Hitler hubiera sido un estadista, un político realista, no se habría lanzado a esa
carrera maníaca encaminada a ganar desaforadamente el aplauso mundial, tras el
cual siempre anheló, desbocada carrera que cuando hubo adquirido su propia
dinámica siniestra ya nadie pudo frenar hasta convertirse en guerra mundial; si Hitler
hubiera sido un estadista de verdad, con sabiduría aprendida en largas horas de
desvelo inclinado sobre los libros de verdad, habría previsto que, cuando despertaran
las potencias aliadas, cada éxito se convertiría en desastre, por ello de éxito en éxito
Hitler —especialmente Alemania, que es lo que cuenta— fue conducida al abismo:
¿será esto gran política? No, ¡esto era manía de grandezas! y Miedo a los
«poderosísimos judíos» a quienes, por eso mismo, quería exterminar sin dejar a uno
solo en el planeta.
Esto, decimos, no ocurrió sólo a partir de sus triunfos maníacos en 1933, 36 y 39:
le ocurrió en la adolescencia cuando al asistir a la representación de la ópera Rienzi
de Wagner, se salió fuera de sí y cayó en el éxtasis, creyéndose el personaje heroico
de la obra, como lo relata Kubizek que fue testigo de ese trance… Le ocurrió cuando
los miembros del Partido Obrero de los Trabajadores Alemanes le rindieron culto y lo
llamaron a la presidencia, a lo cual él respondió con las exigencias de un ser
todopoderoso en las que reclamaba para sí la absoluta autoridad de un dictador y la
obediencia casi religiosa de un ser carismático, cuando nada tenía, más que el don
de hablar.

195
Cuando estaba poseído por su megalomanía-nata apoyada por la convicción
probada de que sabía hablar: ¡a partir de este momento— que es aquel en que se
produce la «primera» toma del poder, al convertirse en el Führer del modesto Partido
Obrero de los Alemanes— fue el primer momento en que estuvo convencido de que
se había convertido en un personaje político indispensable. De allí no lo bajaría nadie,
hasta el 30 de abril cuando se aniquila por su propia mano, para no dar oportunidad a
nadie que lo haga.
Si Hitler hasta este momento había sido «el más grande», ahora que se sabía
orador, había ganado un instrumento para su grandeza, para imponer su grandeza, en
la cual, en un cres-cendo interrumpido sólo por sus momentos depresivos, creerá cada
vez más, creerá en su «mito» guiado por la Providencia con absoluta seguridad, y
también, ¡Oh dolor!, guiado por su manía optimista hacia la guerra, convencido —
aún por la evidencia que le dio su invasión a Francia— de que con sus «guerras
relámpago» nadie osaría detenerlo. Debemos estar convencidos de que ese frenesí
guerrero de Hitler —que obedecía además a su Mentalidad Bárbara— estaba
condicionado por su incontrolable locura maníaca omnipotente, manía que sólo sintió
la primera autocrítica con la entrega a Stalin del general Von Paulus con sus 90.000
hombres del VI ejército alemán, entrega que Hitler reprochó, «pues, ¡habría sido tan
fácil suicidarse!»…
Ahora, cuando las «fáciles victorias» deslumbrantes de Hitler, que le habían
permitido a ese otro genio del mal que era Joseph Goebbels llevar a cabo una
propaganda mentirosa pero eficaz para ensalzar hasta los cielos a Adolfo Hitler y
contagiar delirantemente la conciencia y la subconciencia de los alemanes,
haciéndoles creer que el Führer era un ser providencial enviado por el cielo para
redimirlos de su pobreza y humillación, ahora que los hechos ponían al descubierto
que Hitler no era nada más que el vago engreído maníacamente, apoyado sólo en su
capacidad para hablar, ahora se silencia y no hace sus apariciones en público ni
pronuncia sus discursos…
En conclusión: si la grandiosidad innata de Hitler, si su pretendida seguridad en
sí mismo —seguridad quebrada muchas veces por sus constantes depresiones—, si su
arrogancia ante los demás, si su Ego hipertrofiado, sólo tenían como soporte real su
capacidad para hablar, dos virtudes, ambas nacidas de su condición patológica, pues
la oratoria fue en principio verborrea y logorrea, que posteriormente alcanzaron la
categoría del orador auténtico, demagógico pero no docto, entonces, en el momento
en que Hitler «deja de pronunciar discursos», retorna a la nada de la cual había
salido…
Las últimas palabras de este ensayo las tomaremos de la gran obra de Ian
Kershaw, El Mito de Hitler, que, unida a su obra monumental y reciente sobre Hitler
nos ha permitido acopiar más conocimientos sobre los hechos de este hombre:
nosotros sólo nos limitamos a descubrir el por qué de esos hechos: «El abismo entre
el personaje ficticio fabricado por la propaganda… y el Hitler auténtico, es
sorprendente», afirma Kershaw con gran acierto (pág. 325).

Von Schirach — continúa Kershaw— señaló que «esta ilimitada y casi religiosa veneración, a
la que yo contribuí, al igual que Goebbels, Goering, Hess, Ley, y muchos otros, fortaleció en el
propio Hitler la creencia de que contaba con la protección de la Providencia» (pág. 338)… Tal

196
como sugieren claramente estas memorias de Von Schirach, la persona de Hitler se volvió
gradualmente inseparable del mito del führer. Hitler tuvo que representar cada vez más su
artificiosa imagen de omnipotencia y omnisciencia. Y cuanto más sucumbía al atractivo de su
propio culto al führer, cuanto más llegaba a creer en su propio mito, tanto más deteriorado
quedaba su juicio como consecuencia de la fe en su propia infalibilidad, hasta perder la
comprensión de lo que podía y no podía lograrse mediante la sola fuerza de su «voluntad». La
capacidad que tenía Hitler de engañarse a sí mismo fue profunda desde mediados de los años
veinte, si no antes, y fue vital para convencer a sus más próximos allegados de la grandeza de su
causa y de la rectitud de la vía emprendida para materializarla. Sin embargo, a medida que fue
creciendo, hasta no conocer límites, su éxito en el movimiento, en el Estado alemán y en la escena
internacional, se acentuó también el engaño de la «convicción» ideológica hasta el punto de que,
en último término, llegó a consumir todo lo que pudiese quedar del político calculador y
oportunista, dejando en su lugar únicamente un voraz apetito de destrucción, y, en última instancia,
de autodestrucción (Ian Kershaw, El Mito de Hitler, 2003, pág. 338)…

La palabra final la tomamos de una carta que dirigió el General Erich


Ludendorff el 31 de enero de 1933, al Mariscal Hindenburg, su compañero de armas
en la conducción del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial, al día siguiente
de que Hindenburg, quizá por una veleidad de anciano de 84 años, cayera en la
inaudita sinrazón de nombrar a Adolfo Hitler como Canciller del Reich, ese Hitler a
quien el General Ludendorff conocía íntimamente, primero como cabo del regimiento
List, y, en noviembre de 1923, cuando tuvo también la veleidad de acompañarlo en
su disparatado golpe de estado. Lo cierto es que Ludendorff caló el fondo de la
maldad y la vesanía de Hitler y por eso su mensaje a Hindenburg tiene la fuerza de
una auténtica profecía, profecía, ¡Ay!, que tampoco sirvió para «enjaular a la
bestia»:
Le dice Ludendorff a Hindenburg:

Al hacer a Hitler canciller del Reich, ha entregado usted nuestra santa patria a uno de los
mayores demagogos de nuestro tiempo. Le predigo solemnemente que este hombre maldito
conducirá a nuestro Reich al abismo, llevará nuestra nación a sufrimientos inauditos, y que la
maldición del género humano le perseguirá a usted en la tumba por lo que ha hecho…

197
BIBLIOGRAFÍA

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200
COLECCIÓN PSICOLOGÍA UNIVERSIDAD

201
ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS

Relajación y meditación: un manual práctico para afrontar el estrés, ALBERTO AMUTIO KAREAGA.
Manual de análisis experimental del comportamiento, RUBÉN ARDILA y cols.
Manual de evaluación y tratamientos psicológicos, GUALBERTO BUELA-CASAL y JUAN CARLOS
SIERRA (Eds.).
Los sueños en la vida, la enfermedad y la muerte. Claves para una hermenéutica, JAVIER CASTILLO
COLOMER.
Fundamentos de los test psicológicos. Aplicaciones a las organizaciones, la educación y la clínica, L. J.
CRONBACH.
Hipnosis. Fuentes históricas, marco conceptual y aplicaciones en psicología clínica, JESÚS GIL ROALES-
NIETO y GUALBERTO BUELA-CASAL (Eds.).
Feminidad y Masculinidad. Subjetividad y orden simbólico, MARÍA ASUNCIÓN GONZÁLEZ DE
CHÁVEZ FERNÁNDEZ.
Psicología fenomenológica. Fundamentos y parámetros de las psicopatías, ESPERANZA GONZÁLEZ
DURÁN.
La personalidad. Elementos para su estudio, JOSÉ MANUEL HERNÁNDEZ LÓPEZ.
Inhibición y lenguaje. A propósito de la afasia y la experiencia del decir, CARLOS HERNÁNDEZ
SACRISTÁN.
Psicología del deporte, JOSÉ LORENZO GONZÁLEZ.
Técnicas de modificación de conducta, J. OLIVARES RODRÍGUEZ y F. X. MÉNDEZ CARRILLO.
La cara oculta de los test de inteligencia. Un análisis crítico, ANASTASIO OVEJERO BERNAL.
Psicología social de los valores humanos. Desarrollos teóricos, metodológicos y aplicados, MARÍA ROS y
VALDINEY V. GOUVEIA (Coords.).
¡El genio! La especie humana creadora, MAURO TORRES.
Las grandes compulsiones. Prevención y tratamiento, MAURO TORRES.
Psicopatología fenomenológica y existencial: historia, ANTONIO ZAPATA MOLINA.
Hitler. A la nueva luz de la clásica y moderna psicología, MAURO TORRES.

202
Índice
Portada 2
Créditos 5
Índice 6
PREÁMBULO.—¿HAY ALGO NUEVO SOBRE EL
7
FENÓMENO HITLER?
PRÓLOGO 25
CAPÍTULO I.—HITLER NACE BÁRBARO Y COMPULSIVO 28
CAPÍTULO II.—HITLER VISTO BAJO EL PRISMA DE LA
31
EVOLUCIÓN Y DE LA HISTORIA
CAPÍTULO III.—LA HISTORIA DE LA EVOLUCIÓN DE LA
ESPECIE HUMANA HASTA LLEGAR A LOS 32
SCHICKLGRUBER
CAPÍTULO IV.—ADOLFO HITLER NACIÓ Y MURIÓ
55
COMPULSIVO
CAPÍTULO V.—EL ÁRBOL GENEALÓGICO COMPULSIVO
72
DE HITLER
CAPÍTULO VI.—ADOLFO HITLER FUE MANÍACO
118
DEPRESIVO DURANTE TODA SU VIDA
CAPÍTULO VII.—EL EXTRAÑO ANTISEMITISMO DE
HITLER OBEDECIÓ A UN DELIRIO CRÓNICO 127
SISTEMATIZADO
CAPÍTULO VIII.—ADOLFO HITLER SE DEFIENDE DEL
142
JUDÍO DEL CAFTÁN: AUSCHWITZ
CAPÍTULO IX.—DESPIERTA EL BÁRBARO
153
SCHICKLGRUBER
CAPÍTULO X.—EQUIPADO CON SU MENTALIDAD
BÁRBARA, HITLER SE LANZA A LA CONQUISTA DEL
176
PODER PARA DESENCADENAR LA SEGUNDA GUERRA
MUNDIAL
BIBLIOGRAFÍA 198

203

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