Pérez Reverte. El Guardián Del Paraíso. Sobre Un Librero Anticuario

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El guardián del paraíso.

Sobre un librero anticuario

Arturo Pérez - Reverte – XL Semanal – 16 / 12 / 2.019.

Era un hombre sabio, honrado y bueno. Y además era todo un caballero. Uno
de esos seres humanos, raros pero no infrecuentes, que al desaparecer del
mundo hacen éste peor, más triste y oscuro. Se llamaba Luis Bardón Mesa,
tenía 86 años y era librero anticuario, quizá el más conocido de España y
notable entre los mejores y famosos. Además, era mi amigo. Murió hace un par
de semanas, yo estaba entre viaje y viaje, y no pude asistir ni a su entierro ni a
su funeral. Así que le adeudo esta página. Sobre todo, porque a él debo
muchos momentos de felicidad y un enorme reconocimiento. En mi biblioteca
hay – mientras tecleo estas líneas lo tengo a la vista – abundantes pruebas de
ello.

Conocí a Luis a finales de 1990, cuando, entre viaje y viaje profesional –


todavía era yo entonces un reportero de la tele –, andaba huroneando entre
París, Lisboa y Madrid tras libreros y bibliófilos para escribir El Club
Dumas, que se publicaría dos años después. Fui a verlo a su hermosa librería
de la plaza de las Descalzas Reales de Madrid, en busca de información, y con
generosidad y paciencia me ayudó a profundizar, desde un punto de vista
profesional, en el mundo fascinante por el que se acabarían moviendo Lucas
Corso, Boris Balkan, Liana Taillefer y los demás personajes de la novela. Y si
aquel texto pasó con éxito los filtros críticos de bibliófilos y especialistas en
medio centenar de países, buena parte de ello se debió a sus conocimientos,
anécdotas y consejos. Desde entonces, junto a nombres de libreros anticuarios
como Guillermo Blázquez, Porrúa y Berrocal, Luis Bardón formó parte de mi
personal mitología bibliófila. Y para mí fue príncipe entre todos ellos, pues en
los años siguientes y hasta su muerte nuestra relación se afianzó más allá de la
relación librero-cliente, en lazos estrechos de amistad y respeto.

He dicho más arriba que Luis era un caballero, y no se trata de simple elogio a
un amigo muerto. Lo era de verdad. Hijo del fundador de la librería, crecido

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entre ediciones raras e incunables, tenía la tranquila autoridad, el aplomo
elegante de quien conoce su oficio y a sus clientes. Es el único librero
anticuario del mundo con el que he discutido – a veces con amistosa dureza –,
porque se empeñaba en hacerme, en algunos libros, rebajas que yo
consideraba excesivas. «El librero soy yo, y tú el amigo. Así que les pongo el
precio que quiero», decía. Y cuando me negaba y me iba, él me los mandaba a
casa. Algunos de mis más queridos Cervantes, Quevedos, tratados de náutica,
se los debo a él, que siempre me atendió con deferencia y tacto exquisitos. Me
ofrecía los mejores ejemplares disponibles y siempre encontraba lo que yo
andaba buscando, que me mostraba con orgullo de viejo cazador. El momento
culminante de nuestra relación ocurrió en 2004: apasionado de Cervantes,
compuso tres maravillosos catálogos de las obras de don Miguel que pasaron
por sus manos; y el primero de ellos – con 155 ediciones distintas de El Quijote
– lo editó con un prólogo mío. Pero aún me hizo otro honor mayor: «Acabo de
conseguir un manuscrito original de Alejandro Dumas – me dijo un día –. Y te lo
voy a dar al mismo precio que pagué por él, porque quien debe tenerlo eres
tú». Y así lo hizo.

En los últimos tiempos lo vi con menos frecuencia. Demasiados viajes por mi


parte; mientras que él, gastado por la edad y los achaques, seguía yendo
cuanto podía, aunque ya de forma intermitente, a la librería, cuya
responsabilidad principal había pasado a sus hijas Alicia y Belén – otra hija,
Susana, se independizó hace mucho, también como librera anticuaria –. La
penúltima vez que entré en su paraíso para bibliófilos de la plaza de las
Descalzas lo encontré sentado en el despacho del interior de la tienda, tenaz
guardián del sagrario más íntimo de aquel formidable laberinto libresco;
consecuente hasta el fin con su vocación, su trabajo, su vida y su leyenda; fiel
a sus clientes y a sus amigos, que a menudo fueron, o fuimos, una y otra cosa
a la vez: los que aún seguimos vivos y los que lo precedieron en la despedida.
Murió, me cuentan sus hijas, con mi última novela a medio leer en su mesita de
noche. Supo extinguirse despacio, sereno, como el señor que siempre fue; con
la certeza lúcida y melancólica de que también cierta clase de mundo
desaparecía con él: un mundo que huele a piel con lomos dorados, a noble
papel de hilo resistente al tiempo, a pecios de mil naufragios rescatados y

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puestos de nuevo a flote por hombres y mujeres como él. Sin Luis Bardón, sin
todos ellos, el mundo que viene tendrá lo que sin duda desea y merece: libros
de plástico, aún durante cierto tiempo, para acabar en un tiempo sin libros. Y
después, que el diablo nos lleve a todos.

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