PLATON y La Antropología
PLATON y La Antropología
PLATON y La Antropología
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2.- EL MITO DEL CARRO ALADO
ALEGORÍA QUE UTILIZA PLATÓN PARA DESCRIBIR LAS PARTES DEL ALMA Y EL AFÁN
HUMANO POR EL CONOCIMIENTO Y EL SER.
“Es, pues, semejante el alma a cierta fuerza natural que mantiene unidos un
carro y su auriga, sostenidos por alas. Los caballos y aurigas de los dioses son
todos ellos buenos y constituidos de buenos elementos; los de los demás están
mezclados. En primer lugar, tratándose de nosotros, el conductor guía una
pareja de caballos; después, de los caballos, el uno es hermoso, bueno y
constituido de elementos de la misma índole; el otro está constituido de
elementos contrarios y es él mismo contrario. En consecuencia, en nosotros
resulta necesariamente dura y difícil la conducción.
Por allí, los carros de los dioses, bien equilibrados y dóciles a las riendas,
marchan fácilmente, pero los otros con dificultad, pues el caballo que tiene mala
constitución es pesado e inclina hacia la tierra y fatiga al auriga que no lo ha
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alimentado convenientemente. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa
prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima,
saliéndose, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el
movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo.
Tal es pues la vida de los dioses. De las otras almas, la que mejor ha seguido al
dios y más se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior,
siguiendo, en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos,
apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se
hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que,
deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban
sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y
amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías
y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas
renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después
de tantas penas, tiene que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una
vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento. El porqué de todo este
empeño por divisar dónde está la llanura de la Verdad, se debe a que el pasto
adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y
el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre. Así es, pues,
el precepto de Adrastea. Cualquier alma, que, en el séquito de lo divino, haya
vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y,
siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber
podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando
llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra"
(Fedro, 246 d 3- 248 d)
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inmediatamente nos presenta el mito del carro alado. Veamos un resumen literal
del mismo: el alma es como una fuerza natural que mantienen unidos un carro y
su auriga, sostenidos por alas. Los caballos y los aurigas de los dioses son todos
ellos buenos; los de los hombres no.
En nuestro caso, el auriga guía una pareja de caballos, uno hermoso y bueno, otro
feo y malo, por lo que para nosotros la conducción resultará dura y difícil. El alma
tiene como tarea el cuidado de lo que es inanimado y recorre todo el cielo. Cuando
es perfecta vuela por las alturas y administra todo el mundo; en cambio la que ha
perdido las alas es arrastrada hasta que se apodera de algo sólido donde se
establece tomando un cuerpo terrestre. A causa de la fuerza del alma, este cuerpo
parece moverse a sí mismo y ambos ―cuerpo y alma― reciben el nombre de ser
viviente. La fuerza del ala consiste en llevar hacia arriba lo pesado, elevándose
hacia el lugar en donde habitan los dioses. Lo divino es hermoso, sabio y bueno y
esto es lo que más alimenta y hace crecer las alas; en cambio lo vergonzoso, lo
malo y todas las demás cosas contrarias a aquellas las consumen y las hace
perecer. Dirigidas por Zeus, las almas de los dioses y las de los hombres marchan
por el cielo ordenando y cuidando todo. Después de realizar su tarea van a buscar
su alimento hacia el mundo supra celeste, hacia la realidad que se encuentra más
allá de la bóveda del cielo. En ese lugar se halla la justicia, la esencia cuyo ser es
realmente ser, el ser incoloro, intangible, cuya esencia es sólo vista por el
entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero Saber,
pero no la ciencia de lo que nace y muere, de lo relativo, sino la ciencia de lo que
es verdaderamente ser.
Las almas de los dioses, dado que son conducidas por dos caballos buenos y
dóciles, ascienden sin problemas. La mente de los dioses se nutre de un saber y
entender puro por lo que al ver lo que allí se encuentra, se alimenta, se llena de
contento y descansa hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelve a su sitio.
Las almas de los hombres suben con dificultad pues el caballo que tiene mala
constitución es pesado e inclina y fatiga al auriga que no lo ha alimentado
convenientemente. Así se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba.
De las almas humanas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece consigue
ver algo, otras no pueden alcanzar la visión del ser, por lo que les queda la opinión
por alimento, “el porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llanura
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de la Verdad, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el
que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera
al alma, de él se nutre.” Las almas que no han podido vislumbrar nada de lo que
allí se encuentra se van gravitando llenas de olvido y dejadez, pierden las alas y
caen a tierra.
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concupiscible, aquello que fomenta en nosotros deseos y pasiones y que nos
impulsa hacia el ámbito de lo sensible
3.-DUALISMO ANTROPOLÓGICO
En correspondencia con su dualismo ontológico, Platón defiende un claro
dualismo antropológico: creerá que en el hombre encontramos dos principios
opuestos: el cuerpo que nos vincula con la realidad material y pertenece al
Mundo Sensible, y el alma que es el principio inmaterial, divino e inmortal y que
nos vincula con el Mundo de las Ideas.
Para Platón el hombre se identifica más con el alma que con el compuesto de
alma y cuerpo por lo que creyó que la encarnación del alma es una situación
transitoria y contraria a su destino. La idea del cuerpo como el origen del mal y la
ignorancia y del alma como lo bueno y la dimensión positiva del hombre se
concreta en su concepción del cuerpo como cárcel del alma.
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alma no es un ente aislado que utiliza al cuerpo, sino que interactúa con él; y esta
interacción no se puede explicar, pero tampoco se puede rechazar.
Platón considera que el alma tiene tres formas de acción, una función racional,
otra irascible y otra apetitiva.
"- Como, según lo dicho, el alma de cada uno, al igual que la ciudad, se divide en
tres partes, nuestra demostración, a mi entender, recibe una segunda prueba.
- Tú dirás.
- Veamos: al ser tres esas partes, serán tres igualmente los placeres que se
corresponden con ellas. Del mismo modo los deseos y los cargos.
- ¿Cómo dices? -preguntó.
- Hay una parte, decíamos, con la que el hombre conoce; otra, con la que se
encoleriza, y una tercera a la que, por su variedad, no fue posible encontrar un
nombre adecuado; esta última, en atención a lo más importante y a lo más
fuerte que había en ella, la denominamos la parte concupiscible. Este nombre
respondía a la violencia de sus deseos, tanto al entregarse a la comida y a la
bebida como a los placeres eróticos y a todos los demás que de estos se siguen;
y la considerábamos amante de las riquezas, por satisfacerse con ella esos
deseos, de manera más especial.
- Sería lo mejor.
- En cuanto a la parte que conoce, resulta claro para todos que tiende siempre y
por completo a conocer la verdad, dondequiera que se encuentre, y que nada le
importa menos que las riquezas o la reputación.
- Así es.
- A esta habrá que llamarla con toda justicia amante de la ciencia y del saber
- ¿Cómo no?
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- ¿Y no es verdad también -pregunté- que unas veces manda en el alma de los
hombres esa parte ya dicha, otras alguna de las dos restantes, según convenga?
- En efecto - dijo.
- De ahí que para nosotros los caracteres principales de hombres sean tres: el
filosófico, el ambicioso y el avaro.
-La función racional del alma es la que permite distinguir al hombre de los
demás animales inferiores y es su principio más elevado, inmortal y divino,
aunque Platón no niega que los animales no la tengan.
-Las otras dos formas no son eternas, como el apetito y la pasión que se
refieren a los deseos del cuerpo, reconociendo los deseos del alma como la
tendencia a la verdad. Según Platón el alma racional se encuentra localizada en la
cabeza, la función irascible o pasional en el pecho y la apetitiva debajo del
diafragma. Platón sostiene que el alma es inmortal, aunque no especifica qué
ocurre con sus funciones perecederas de irascibilidad y apetitos. Sin embargo, en
los mitos que figuran en “La República” y en el “Fedro” está implícita la
inmortalidad del alma completa, con su memoria, después de separarse del
cuerpo.
Es evidente que Platón parece suponer que el alma conserva la memoria después
de la muerte y que ésta puede conservar también lo que la ha afectado en vida,
tanto para bien como para mal, manteniendo inclusive el poder de sus funciones
pasionales y apetitivas, aunque no las pueda practicar con el cuerpo.
Esta idea se relaciona con la forma de pensar de ciertas orientaciones filosóficas
orientales que también suponen que lo que conserva el alma después de muerto
el cuerpo es el estado de aflicción, como dice Krishnamurti, que hace que se vuelva
a encarnar en la forma adecuada para liberarse de ella. Esta división del alma en
tres partes que hace Platón en forma metafórica explicaría los conflictos internos
y la rivalidad entre los tres distintos motores de acción. La parte reflexiva del alma
tiene el derecho de gobernar por su origen divino, dice Platón, ya que las otras
dos formas están más vinculadas al cuerpo y no pueden conectarse con el mundo
de lo verdadero.
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4.-INMORTALIDAD DEL ALMA: ARGUMENTOS
En el “Fedón”, Sócrates expone los argumentos que apoyan la idea de la
inmortalidad del alma.
Primer argumento. La prueba de los contrarios
El primer argumento es heraclitiano: si es verdad que los vivos renacen de los
muertos, es preciso admitir que las almas están allá lejos. Si la muerte viene de la
vida, podemos sacar la conclusión de que la vida viene de la muerte, como el
sueño de la vigilia y la vigilia del sueño. Esta generación doble implica la
existencia del lugar donde reside la muerte, es decir, del Hades. Sócrates añade
que en aquel lugar la suerte de las almas buenas es buena y la suerte de las almas
malas es peor. Al dormir sigue el despertar (si no, todo acabaría por estar
dormido). Y al morir sigue siempre el revivir (si no, todo acabaría por estar
muerto)
“¡Y qué!, repuso Sócrates: ¿la vida no tiene también su contraria, como la vigilia
tiene el sueño?
— Sin duda, dijo Cebes.
— ¿Cuál es esta contraria?
— La muerte.
— Estas dos cosas, si son contrarias, ¿no nacen la una de la otra, y no hay entre
ellas dos generaciones o una operación intermedia que hace posible el paso
de una a otra?
— ¿Cómo no?
— Yo, dijo Sócrates, te explicaré la combinación de las dos contrarias de que
acabo de hablar, y el paso recíproco de la una a la otra; tú me explicarás la otra
combinación. Digo, pues, con motivo del sueño y de la vigilia, que del sueño nace
la vigilia y de la vigilia el sueño; que el paso de la vigilia al sueño es el
adormecimiento, y el paso del sueño a la vigilia es el acto de despertar. ¿No
es esto muy claro?
— Sí, muy claro.
— Dinos a tu vez la combinación de la vida y de la muerte. ¿No dices que
la muerte es lo contrario de la vida?
— Sí.
— ¿Y que la una nace de la otra?
— Sí.
— ¿Qué nace entonces de la vida?
— La muerte.
— ¿Qué nace de la muerte?
— Es preciso confesar que es la vida.
— De lo que muere, replicó Sócrates, nace por consiguiente todo lo que vive
y tiene vida.
— Así me parece.
— Y por lo tanto, repuso Sócrates, nuestras almas están en los infiernos después
de la muerte.
— Así parece.
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— Pero de los medios en que se realizan estas dos contrarias, ¿uno de ellos no
es la muerte sensible? ¿No sabemos lo que es morir?
— Seguramente.
— ¿Cómo nos arreglaremos entonces? ¿Reconoceremos igualmente a la muerte
la virtud de producir su contraria, o diremos que por este lado la naturaleza es
coja? ¿No es toda necesidad que el morir tenga su contrario?
— Es necesario.
— ¿Y cuál es este contrario?
— Revivir.
— Revivir, si hay un regreso de la muerte a la vida, repuso Sócrates, consiste en
verificar este regreso. Por lo tanto, estamos de acuerdo en que los vivos no nacen
menos de los muertos, que los muertos de los vivos; prueba incontestable de que
las almas de los muertos existen en alguna parte de donde vuelven a la vida.
— Me parece, dijo Cebes, que lo que dices es una consecuencia necesaria de los
principios en que hemos convenido.
— Me parece, Cebes, que no sin razón nos hemos puesto de acuerdo sobre este
punto. Examínalo por ti mismo. Si todas estas contrarias no se engendrasen
recíprocamente, girando, por decirlo así, en un círculo; y si no hubiese más que
una producción directa de lo uno por lo otro, sin ningún regreso de este último
al primer contrario que le ha producido, ya comprendes que en este caso todas
las cosas tendrían la misma figura, aparecerían de una misma forma, y toda
producción cesaría.
— ¿Qué dices, Sócrates?
— No es difícil de comprender lo que digo. Si no hubiese más que el sueño, y no
tuviese lugar el acto de despertar producido por él, ya ves que entonces todas
las cosas nos representarían verdaderamente la fábula de Endimión, y no se
diferenciaría en ningún punto, porque las sucedería lo que a Endimión;
estarían sumidas en el sueño. Si todo estuviese mezclado sin que esta mezcla
produjese nunca separación alguna, bien pronto se verificaría lo que
enseñaba Anaxágoras: todas las cosas estarían juntas. Asimismo, mi querido
Cebes, si todo lo que ha recibido la vida, llegase a morir, y estando muerto,
permaneciere en el mismo estado, o lo que es lo mismo, no reviviese; ¿no
resultaría necesariamente que todas las cosas concluirían al fin, y que no
habría nada que viviese? Porque si de las cosas muertas no nacen las cosas
vivas, y si las cosas vivas llegan a morir, ¿no es absolutamente inevitable que
todas las cosas sean al fin absorbidas por la muerte?
— Inevitablemente, Sócrates, dijo Cebes; y cuanto acabas de decir me parece
incontestable.
— También me parece a mí, Cebes, que nada se puede objetar a estas verdades,
y que no nos hemos engañado cuando las hemos admitido; porque es
indudable, que hay un regreso a la vida; que los vivos nacen de los muertos; que
las almas de los muertos existen; que las almas buenas libran bien, y que las
almas malas libran mal. (Fedón, 71c-73a)
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Segundo argumento. La prueba de la reminiscencia.
Todo lo que aprendemos es recuerdo, y es necesario pensar que, en un tiempo
anterior hemos aprendido todo lo que ahora recordamos. Esto sería imposible si
nuestra alma no hubiera estado en alguna parte antes de tomar forma humana.
De aquí se deduce fácilmente la afirmación de la inmortalidad del alma. Además,
tenemos nociones previas (como la de igual a) que no tenemos de la experiencia
(en la cual jamás hay dos cosas exactamente iguales), sino que las recordamos de
antes de haber nacido, cuando nuestra alma conoció lo Igual en sí, lo Bueno en sí,
lo Bello en sí, etc. Luego nuestra alma es preexistente.
Esta teoría de la reminiscencia está ligada a la idea de una especie de olvido y, en
segundo lugar, a la idea de una cierta carencia de las cosas sensibles en relación
con las inteligibles. Los objetos sensibles tienden a ser esa realidad que es
superior a ellos, pero no lo consiguen; lo desean, pero permanecen en una especie
de estado de carencia. La sensación está, pues, en el origen de algo que la supera,
porque existe un ámbito de las cosas en sí al que están ligadas las cosas sensibles
por una relación de insuficiencia e incapacidad ya apuntada Veamos el texto que
hace relación a este segundo argumento.
“Cebes, interrumpiendo a Sócrates, le dijo: lo que dices es un resultado necesario
de otro principio que te he oído muchas veces sentar como cierto, a saber: que
nuestra ciencia no es más que una reminiscencia. Si este principio es verdadero,
es de toda necesidad que hayamos aprendido en otro tiempo las cosas de que
nos acordamos en este; y esto es imposible, si nuestra alma no existe antes de
aparecer bajo esta forma humana. Esta es una nueva prueba de que nuestra
alma es inmortal.
……..
— Si no te das por convencido con esta experiencia, Simmias, replicó Sócrates,
mira si por este otro camino asientes a nuestro parecer. ¿Tienes dificultad en
creer que aprender no es más que acordarse?
…..
— Helas aquí, replicó Sócrates. Estamos conformes todos en que, para
acordarse, es preciso haber sabido antes la cosa de que uno se acuerda. ….
— ¿Convenimos igualmente en que cuando la ciencia se produce de cierto modo
es una reminiscencia? Al decir de cierto modo, quiero dar a entender, por
ejemplo, como cuando un hombre, viendo u oyendo alguna cosa, o percibiéndola
por cualquiera otro de sus sentidos, no conoce sólo esta cosa percibida, sino, que
al mismo tiempo piensa en otra, que no depende de la misma manera de conocer
sino de otra. ¿No diremos con razón que este hombre recuerda la cosa que le ha
venido al espíritu?
…….
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— ¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿No es de las cosas
de que acabamos de hablar; ¿es decir, que, viendo árboles iguales, piedras
iguales y otras muchas cosas de esta naturaleza, nos hemos formado la idea de
esta igualdad, que no es ni estos árboles, ni estas piedras, sino que es una cosa
enteramente diferente? ¿No te parece diferente? Atiende a esto: las piedras, los
árboles que muchas veces son los mismos, ¿no nos parecen por comparación tan
pronto iguales como desiguales?
— Seguramente.
— Las cosas iguales parecen algunas veces desiguales; pero la igualdad
considerada en sí, ¿te parece desigualdad?
— Jamás, Sócrates.
— ¿La igualdad y lo que es igual no son, por consiguiente, una misma cosa?
— No, ciertamente.
— Sin embargo; de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, has
sacado la idea de la igualdad.
— Así es la verdad, Sócrates; dijo Simmias.
— Y esto se entiende, ya sea esta igualdad semejante ya desemejante respecto de
los objetos que han motivado la idea.
— Seguramente.
— Por otra parte; cuando al ver una cosa, tú imaginas otra, sea semejante o
desemejante, tiene lugar necesariamente una reminiscencia.
— Sin dificultad.
— Pero, repuso Sócrates, dime: ¿cuándo vemos árboles que son iguales u otras
cosas iguales, las encontramos iguales como la igualdad misma, de que tenemos
idea, o falta mucho para que sean iguales como esta igualdad?
— Falta mucho.
— ¿Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esta
cosa, como la que yo estoy viendo ahora delante de mí, puede ser igual a otra,
pero que la falta mucho para ello, porque es inferior respecto de ella, será
preciso, digo, que aquel, que tiene este pensamiento, haya visto y conocido antes
esta cosa a la que dice que la otra se parece, pero imperfectamente?
— Es de necesidad absoluta.
— ¿No nos sucede lo mismo respecto de las cosas iguales, cuando queremos
compararlas con la igualdad?
— Seguramente, Sócrates.
— Por consiguiente, es de toda necesidad que hayamos visto esta igualdad fintes
del momento en que, al ver por primera vez cosas iguales, hemos creído que
todas tienden a ser iguales como la igualdad misma, y que no pueden
conseguirlo. … Porque antes que hayamos comenzado a ver, oír, y hacer uso de
todos los demás sentidos, es preciso que hayamos tenido conocimiento de esta
igualdad inteligible, para comparar con ella las cosas sensibles iguales; y para
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ver que ellas tienden todas a ser semejantes a esta igualdad, pero que son
inferiores a la misma.
— Es una consecuencia necesaria de lo que se ha dicho, Sócrates.
— Pero ¿no es cierto que, desde el instante en que hemos nacido, hemos visto,
hemos oído, y hemos hecho uso de todos los demás sentidos?
— Muy cierto.
— Es preciso, entonces, que antes de este tiempo hayamos tenido conocimiento
de la igualdad.
— Sin duda.
— Por consiguiente, es absolutamente necesario, que lo hayamos tenido antes
de nuestro nacimiento.
— Así me parece.
— Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, nosotros sabemos antes de
nacer; y después hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es más grande,
lo que es más pequeño, sino también todas las cosas de esta naturaleza; porque
lo que decimos aquí de la igualdad, lo mismo puede decirse de la belleza, de la
bondad, de la justicia, de la santidad; en una palabra, de todas las demás cosas,
cuya existencia admitimos en nuestras conversaciones y en nuestras preguntas
y respuestas. De suerte que es de necesidad absoluta que hayamos tenido
conocimientos antes de nacer.
— Es cierto.
— Y si después de haber tenido estos conocimientos, nunca los olvidáramos, no
sólo naceríamos con ellos, sino que los conservaríamos durante toda nuestra
vida; porque saber, ¿es otra cosa que conservar la ciencia, que se ha recibido, y
no perderla?, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que se tenía antes?
— Sin dificultad, Sócrates.
— Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer, y haberlos
perdido después de haber nacido, llegamos en seguida a recobrar esta ciencia
anterior, sirviéndonos del ministerio de nuestros sentidos, que es lo que
llamamos aprender; ¿no es esto recobrar la ciencia que teníamos, y no
tendremos razón para llamar a esto reminiscencia?
— Con muchísima razón, Sócrates.
……. ¿Pero en qué tiempo han adquirido nuestras almas esta ciencia? Porque no
ha sido después de nacer.
— Ciertamente no.
— ¿Ha sido antes de este tiempo?
— Sin duda.
— Por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo,
antes de aparecer bajo esta forma humana; y mientras estaban así, sin cuerpos,
sabían.
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— A menos que digamos, Sócrates, que hemos adquirido los conocimientos en el
acto de nacer; porque esta es la única época que nos queda.
— Sea así, mi querido Simmias, replicó Sócrates; pero ¿en qué otro tiempo los
hemos perdido? Porque hoy no los tenemos según acabamos de decir. ¿Los
hemos perdido al mismo tiempo que los hemos adquirido?, ¿o puedes tú señalar
otro tiempo?
— No, Sócrates; no me había apercibido de que nada significa lo que he dicho.
— Es preciso, pues, hacer constar, Simmias, que si todas estas cosas, que
tenemos continuamente en la boca, quiero decir, lo bello, lo justo y todas las
esencias de este género, existen verdaderamente, y que si referimos todas las
percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas como a su tipo,
que encontramos desde luego en nosotros mismos, digo, que es absolutamente
indispensable, que así como todas estas nociones primitivas existen, nuestra
alma haya existido igualmente antes que naciésemos; y si estas nociones no
existieran, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es esto incontestable? ¿No
es igualmente necesario que, si estas cosas existen, hayan también existido
nuestras almas antes de nuestro nacimiento; y que, si aquellas no existen,
¿tampoco debieron existir estas?
……
— ¿Y Cebes?, dijo Sócrates: porque es preciso que Cebes esté persuadido de ello.
— Yo pienso, dijo Simmias, que Cebes considera tus pruebas muy suficientes,
aunque es el más rebelde de todos los hombres para darse por convencido. Sin
embargo, supongo que lo está de que nuestra alma existe antes de nuestro
nacimiento; pero que exista después de la muerte, es lo que a mí mismo no me
parece bastante demostrado
……
— Dices muy bien, Simmias, dijo Cebes; me parece que Sócrates no ha probado
más que la mitad de lo que era preciso que probara; porque ha demostrado muy
bien que nuestra alma existía antes de nuestro nacimiento; más para completar
su demostración, debía probar igualmente que, después de nuestra muerte,
nuestra alma existe lo mismo que existió antes de esta vida.
— Ya os lo he demostrado, Simmias y Cebes, repuso Sócrates; y convendréis en
ello, si unís esta última prueba a la que ya habéis admitido; esto es, que los vivos
nacen de los muertos. Porque si es cierto que nuestra alma existe antes del
nacimiento, y si es de toda necesidad que, al venir a la vida, salga, por decirlo
así, del seno de la muerte, ¿cómo no ha de ser igualmente necesario que exista
después de la muerte, puesto que debe volver a la vida? (Fedón, 73a-78b)
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mientras que el alma permanece indisoluble. Las cosas incorruptibles son
invisibles e idénticas a sí mismas, las corruptibles son visibles y variables. El alma
pertenece a las primeras. A continuación, expone Sócrates los diversos destinos
de las almas tras la muerte. Las almas puras de los filósofos van a hacer compañía
a los dioses. Cuando el alma pura va al Hades no es aniquilada, como piensan la
mayoría de los hombres, sino que se concentra en sí misma. Va hacia lo que se le
parece, hacia lo que es invisible, hacia lo que es inmortal y sabio. Por lo que
respecta a las otras especies de almas, quedan como entrecortadas por el cuerpo
y toman forma corporal, se hacen pesadas, de tierra y visibles; si participan de
algo, es precisamente de lo visible. Las almas impuras y apegadas al cuerpo,
sucias y entremezcladas de materia, vagan como fantasmas hasta volver a
encarnarse en otros animales u hombres, según su vicio o virtud. La función de la
filosofía estriba precisamente en preparar al alma para la muerte, purificándola y
separándola del cuerpo. Platón reintroduce aquí la consideración de la
metempsícosis; las almas rendirán justicia de lo que han hecho sufriendo un
exilio en las diferentes especies de animales. A estas almas se opone el género de
aquellos que son amigos del saber y que filosofan rectamente. Veamos el
argumento del Fedón.
— Sigamos aún otro camino. Cuando el alma y el cuerpo están juntos, la
naturaleza ordena que el uno obedezca y sea esclavo; y que el otro tenga
el imperio y el mando. ¿Cuál de los dos te parece semejante a lo que es divino,
y cuál a lo que es mortal? ¿No adviertes que lo que es divino es lo único capaz
de mandar y de ser dueño; y que lo que es mortal es natural que obedezca
y sea esclavo?
— Seguramente.
— ¿A cuál de los dos se parece nuestra alma?
— Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece a lo que es divino, y nuestro
cuerpo a lo que es mortal.
— Mira, pues, mi querido Cebes, si de todo lo que acabamos de decir no se sigue
necesariamente, que nuestra alma es muy semejante a lo que es divino,
inmortal, inteligible, simple, indisoluble, siempre lo mismo, y siempre semejante
a sí propio; y que nuestro cuerpo se parece perfectamente a lo que es humano,
mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre mudable, y nunca semejante a
sí mismo.
¿Podremos alegar algunas razones que destruyan estas consecuencias, y que
hagan ver que esto no es cierto?
— No, sin duda, Sócrates.
— Siendo esto así, ¿no conviene al cuerpo la disolución, y al alma el permanecer
siempre indisoluble o en un estado poco diferente?
— Es verdad.
— Pero observa, que después que el hombre muere, su parte visible, el cuerpo,
que queda expuesto a nuestras miradas, que llamamos cadáver, y que por su
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condición puede disolverse y disiparse, no sufre por lo pronto ninguno de estos
accidentes, sino que subsiste entero bastante tiempo, y se conserva mucho más,
si el muerto era de bellas formas y estaba en la flor de sus años; porque los
cuerpos que se recogen y embalsaman, como en Egipto, duran enteros un
número indecible de años; y en aquellos mismos que se corrompen, hay siempre
partes, como los huesos, los nervios y otros miembros de la misma condición,
que parecen, por decirlo así, inmortales. ¿No es esto cierto?
— Muy cierto.
— Y el alma, este ser invisible que marcha a un paraje semejante a ella, paraje
excelente, puro, invisible, esto es, cerca de un Dios lleno de bondad y de
sabiduría, y a cuyo sitio espero que mi alma volará dentro de un momento, si
Dios lo permite; ¡qué!, ¿un alma semejante y de tal naturaleza se habrá de
disipar y anonadar, apenas abandone el cuerpo, como lo creen la mayor
parte de los hombres? De ninguna manera, mis queridos Simias y Cebes; y he
aquí lo que realmente sucede. Si el alma se retira pura, sin conservar nada del
cuerpo, como sucede con la que, durante la vida, no ha tenido voluntariamente
con él ningún comercio, sino que, por el contrario, le ha huido, estando siempre
recogida en sí misma y meditando siempre, es decir, filosofando en regla, y
aprendiendo efectivamente a morir; porque, ¿no es esto prepararse para la
muerte?
...
—De hecho.
— Si el alma, digo, se retira en este estado, se une a un ser semejante a ella,
divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual goza de la felicidad, viéndose
así libre de sus errores, de su ignorancia, de sus temores, de sus amores
tiránicos y de todos los demás males afectos a la naturaleza humana; y puede
decirse de ella como de los iniciados, que pasa verdaderamente con los dioses
toda la eternidad. ¿No es esto lo que debemos decir, Cebes?
— Sí, ¡por Júpiter!
— Pero si se retira del cuerpo manchada, impura, como la que ha estado siempre
mezclada con él, ocupada en servirle, poseída de su amor, embriagada en él
hasta el punto de creer que no hay otra realidad que la corporal, lo que se puede
ver, tocar, beber y comer, o lo que sirve a los placeres del amor; mientras que
aborrecía, temía y huía habitualmente ele todo lo que es oscuro e invisible
para los ojos, de todo lo que es inteligible, y cuyo sentido sólo la filosofía
muestra.
¿Crees tú que un alma, que se encuentra, en tal estado, pueda salir del cuerpo
pura y libre?
— No; eso no puede ser.
— Por el contrario, sale afeada con las manchas del cuerpo, que se han hecho
como naturales en ella por el comercio continuo y la unión demasiado estrecha
que con él ha tenido, por haber estado siempre unida con él y ocupándose sólo
de él.
— Estas manchas, mi querido Cebes, son una cubierta tosca, pesada, terrestre
y visible; y el alma, abrumada con este peso, se ve arrastrada hacia este mundo
visible por el temor que tiene del mundo invisible, del infierno; y anda,
como suele decirse, errante por los cementerios alrededor de las tumbas, donde
se han visto fantasmas tenebrosos, como son los espectros de estas almas, que
no han abandonado el cuerpo del todo purificadas, sino reteniendo algo de esta
materia visible, que las hace aún a ellas mismas visibles.
— Es muy probable que así sea, Sócrates. (Fedón, 78d-81e)
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Cuarto argumento. Se prueba que el alma es principio de vida.
La vida y la muerte son formas contrarias como lo par o lo impar, o el fuego y el
frio. El alma es principio de vida y nada tiene que ver con la muerte que es su
contrario. Por lo tanto, es inmortal y además dada su carencia de composición,
como se demostró en la prueba anterior, no puede disolverse como el cuerpo,
elemento compuesto material dado a la descomposición una vez acaecida la
muerte sobre él, Por lo que el alma por ser simple, espiritual es indestructible
como principio de vida.
— He aquí lo que queríamos sentar como base; que hay ciertas cosas, que, no
siendo contrarias a otras, las excluyen, lo mismo que si fuesen contrarias, como
el tres que, aunque no es contrario al número par, no lo consiente, lo desecha;
como el dos, que lleva siempre consigo algo contrario al número impar; como
el fuego, el frío y muchas otras. Mira ahora, si admitieras tú la siguiente
definición: no sólo lo contrario no consiente su contrario, sino que todo lo que
lleva consigo un contrario, al comunicarse con otra cosa, no consiente nada que
sea contrario al contrario que lleva en sí.
Piénsalo bien, porque no se pierde el tiempo en repetirlo muchas veces. El cinco
no será nunca compatible con la idea de par; como el diez, que es dos veces
aquel, no lo será nunca con la idea de impar; y este dos, aunque su contraria no
sea la idea de lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de lo impar, como no
consentirán nunca idea de lo entero las tres cuartas partes, la tercera parte, ni
las demás fracciones; si es cosa que me has entendido y estás de acuerdo
conmigo en este punto. …..
Ahora bien; voy a reasumir mis primeras preguntas: y tú, al responderme, me
contestarás, no en forma idéntica a ellas, sino en forma diferente, según el
ejemplo que voy a ponerte; porque además de la manera de responder que
hemos usado, que es segura, hay otra que no lo es menos; puesto que si me
preguntases qué es lo que produce el calor en los cuerpos, yo no te daría la
respuesta, segura sí, pero necia, de que es el calor; sino que, de lo que acabamos
de decir, deduciría una respuesta más acertada, y te diría: es el fuego; y si me
preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté enfermo, te respondería que no
es la enfermedad, sino la fiebre. Si me preguntas qué es lo que constituye lo
impar, no te responderé la imparidad, sino la unidad; y así de las demás cosas.
Mira si entiendes suficientemente lo que quiero decirte.
— Te entiendo perfectamente.
— Respóndeme, pues, continuó Sócrates. ¿Qué es lo que hace que el cuerpo esté
vivo?
— Es el alma.
— ¿Sucede así constantemente?
— ¿Cómo no ha de suceder?, dijo Cebes.
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— ¿El alma lleva, por consiguiente, consigo la vida a donde quiera que ella va?
— Es cierto.
— ¿Hay algo contrario a la vida, o no hay nada?
— Si, hay alguna cosa.
— ¿Qué cosa?
— La muerte.
— El alma, por consiguiente, no consentirá nunca lo que es contrario a lo que
lleva siempre consigo. Esto se deduce rigurosamente de nuestros principios.
— La consecuencia es indeclinable, dijo Cebes.
— Pero ¿cómo llamamos a lo que no consiente nunca la idea de lo par?
— Lo impar.
— ¿Cómo llamamos a lo que no consiente nunca la justicia, y a lo que no
consiente nunca el orden?
— La injusticia y el desorden.
— Sea así: y a lo que no consiente nunca la muerte, ¿cómo lo llamamos?
— Lo inmortal.
— El alma, ¿no consiente la muerte?
— No.
— El alma es, por consiguiente, inmortal.
— Inmortal.
— ¿Diremos que esto está demostrado, o falta algo a la demostración?
— Está suficientemente demostrado, Sócrates.
...
— Precisamente tiene que decirse lo mismo de lo que es inmortal. Si lo que es
inmortal no puede perecer jamás, por mucho que la muerte se aproxime al alma,
es absolutamente imposible que el alma muera; porque, según acabamos de ver,
el alma no recibirá nunca en sí la muerte, jamás morirá; así como el tres, y lo
mismo cualquiera otro número impar, no puede nunca ser par; como el fuego
no puede ser nunca frío, ni el calor del fuego convertirse en frío. Alguno me dirá
quizá: en que lo impar no puede convertirse en par por el advenimiento de lo
par, estamos conformes; ¿pero ¿qué obsta para que, si lo impar llega a perecer,
lo par ocupe su lugar? A esta objeción yo no podría responder que lo impar no
perece, si lo impar no es imperecible. Pero si le hubiéramos declarado
imperecible, sostendríamos con razón que siempre que se presentase lo par, el
tres y lo impar se retirarían, pero de ninguna manera perecerían; y lo mismo
diríamos del fuego, de lo caliente y de otras cosas semejantes. ¿No es así?
— Seguramente, dijo Cebes.
(Fedón, 104e- 105d)
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Hay pasajes en sus escritos donde Sócrates menciona que esta vida es
una preparación para la eternidad; y también observaciones sobre lo que
decía Eurípides, que podría tener razón al afirmar que esta vida en el mundo, en
realidad, es la muerte; y que la muerte es la verdadera vida. Lo cierto es que Platón
quería transmitir que el alma sigue existiendo después de la muerte del cuerpo y
tendría una vida después de la muerte, acorde a como haya sido su conducta en
este mundo. La doctrina de las sucesivas reencarnaciones que Platón propone en
los mitos no se sabe hasta qué punto eran tomadas por él en serio, aunque parece
ser que el alma podría escapar de ese ciclo y también que podrían ser arrojados
para siempre al tártaro, los pecadores que no se corrijan a tiempo.
A Platón le interesaba la ética, más que la elaboración de una doctrina dogmática.
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penas y a la fuerza se deja conducir por el genio a quien se le ha encomendado
esto. Y una vez que llega a donde están las demás, el alma impura y que ha
cometido un crimen tal como un homicidio injusto, u otros delitos de este tipo,
que son hermanos de éstos y obra de almas hermanas, a ésa la rehúye todo el
mundo y se aparta de ella, y nadie quiere ser ni su compañero de camino ni su
guía, sino que anda errante, sumida en la mayor indigencia hasta que pasa
cierto tiempo, transcurrido el cual es llevada por la necesidad a la residencia
que le corresponde. Y, al contrario, el alma que ha pasado su vida pura y
comedidamente alcanza como compañeros de viaje y guías a los dioses, y habita
en el lugar que merece. Y tiene la tierra muchos lugares maravillosos, y no es,
ni en su forma ni en su tamaño, tal y como piensan los que están acostumbrados
a hablar sobre ella, según me ha convencido alguien.
- ¿Qué quieres decir con esto, Sócrates? -le preguntó entonces Simmias-. Sobre
la tierra, es cierto, también he oído yo contar muchas cosas, pero, con todo, no
he oído decir eso que a ti te convence. Así que te lo escucharía con gusto.
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mismo que nos ocurre a nosotros: a pesar de que vivimos en una concavidad de
la tierra, creemos que habitamos sobre ella y llamamos al aire cielo, como si
verdaderamente lo fuera y a través de él se movieran los astros. Y en esto
también el caso es el mismo: por debilidad y torpeza somos incapaces de
atravesar el aire hasta su extremo; pues, si alguien llegara a su cumbre, o
saliéndole alas se remontara volando, y divisara las cosas de allí, levantando la
cabeza tal y como la levantan los peces desde el mar para ver las cosas de aquí,
en el supuesto de que fuera capaz su naturaleza para resistir esta
contemplación, reconocería que aquello es el verdadero cielo, la verdadera luz
y la verdadera tierra. Pues esta tierra, estas piedras y todo el lugar de aquí está
echado a perder y corroído, como lo están por el agua salada las cosas del mar,
en la que no se produce nada digno de mención ni, por decirlo así, perfecto, sino
tan sólo hendiduras, arena, fango en cantidades inmensas y cenagales, incluso
donde hay tierra; nada, por consiguiente, que pueda considerarse valioso en lo
más mínimo en comparación con las bellezas que hay entre nosotros. Pero
mucho mayor aún se mostraría la ventaja que sacan a su vez aquellas cosas a
las que hay entre nosotros. Y si está bien contar un mito ahora, vale la pena
escuchar, oh Simmias, cómo son las cosas que hay sobre la tierra
inmediatamente debajo del cielo.
-Pues, a decir verdad, Sócrates dijo Simmias -, por nuestra parte escucharíamos
con gusto ese mito.
-Pues bien, amigo -empezó Sócrates-, se dice, en primer lugar, que la tierra se
presenta a la vista, si alguien la contempla desde arriba, como las pelotas de
doce pieles, abigarrada, con franjas de diferentes colores, siendo los que hay
aquí y emplean los pintores algo así como muestras de aquellos. Allí, en cambio,
la tierra entera está formada tales colores y de otros, aún mucho más
resplandecientes y puros que éstos: una parte es de púrpura y de maravillosa
belleza, otra de color de oro, la otra completamente blanca, más blanca que el
yeso o la nieve; y de igual manera está compuesta de los restantes colores y de
otros aún mayores en número y más bellos que cuantos hemos visto nosotros,
pues incluso sus propias cavidades, que están llenas de agua y de aire,
proporcionan un tono especial de color que brilla en medio del abigarramiento
de los demás, de tal suerte que ofrece un aspecto unitario continuamente
abigarrado. Y siendo ella así, lo que en ella nace está en proporción, árboles,
flores y frutos. E igualmente sus montañas y sus piedras son en la misma
proporción más bellas en tersura, diafanidad y color. De ellas precisamente son
fragmentos esas piedrecillas de aquí tan apreciadas: las coralinas, los jaspes,
las esmeraldas y demás piedras preciosas. Allí, por el contrario, no hay nada
que no sea igual, o aún más bello que éstas. Y la causa es que aquellas piedras
son puras y no están corroídas ni estropeadas como las de aquí por la
podredumbre y la salobridad debidas a los elementos que aquí confluyen y que
tanto a las piedras como a la tierra y, asimismo, a animales y plantas producen
deformidades y enfermedades. Mas la verdadera tierra está adornada con
todos estos primores, a los que hay que añadir el oro, la plata y demás cosas de
este tipo. Son éstas brillantes por naturaleza, pero como son muchas en número
Y grandes, y se encuentran por todas las partes de la tierra, resulta que el verla
es un espectáculo propio de bienaventurados espectadores. Y hay en ella muchos
seres vivos, entre los cuáles hay también hombres que habitan, unos en el
interior, otros alrededor del aire, de la misma manera que nosotros vivimos
alrededor del mar, otros en islas que circunda el aire y que están cerca del
continente. En una palabra: lo que para nosotros es el agua y el mar con
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respecto a nuestras necesidades, allí lo es el aire; y lo que para nosotros es el
aire, para aquéllos es el éter. Y tienen las estaciones del año una temperatura
tal, que aquéllos están exentos de enfermedades y viven mucho más tiempo que
los de aquí. Y en lo tocante a la vista, el oído, la inteligencia y todas las facultades
de este tipo, media entre ellos y nosotros la misma distancia que hay entre el
aire y el agua, o el éter y el aire en lo que respecta a pureza. Tienen también
recintos sagrados de los dioses y templos, en los que los dioses habitan
realmente, y entre ellos y éstos se producen mensajes, profecías, apariciones
divinas y tratos semejantes. Ven, además, el sol, la luna y las estrellas tal como
son en realidad, y el resto de su bienaventuranza sigue en todo a esto. Tal es la
constitución de la tierra en su totalidad y la de lo que rodea a la tierra. Pero hay
en ella, en toda su periferia, conforme a sus cavidades muchos lugares: unos son
más profundos y más abiertos que aquel en que vivimos; otros son más
profundos, pero tienen la abertura más pequeña que la de nuestro lugar, y los
hay también que son menores en profundidad que el de aquí y más anchos.
Todos estos lugares están en muchos partes comunicados entre sí bajo tierra
mediante orificios, unos más anchos y otros más estrechos, y tienen, asimismo,
desagües, por los que corre de unos a otros, como si se vertiera en cráteras,
mucha agua. La magnitud de estos ríos eternos que hay bajo tierra es inmensa
y sus aguas son calientes y frías. Hay también fuego en abundancia y grandes
ríos de fuego, como asimismo los hay en grandes cantidades de fango líquido
más claro o más cenagoso, como esos ríos de cieno que corren en Sicilia antes
de la lava, y también el propio torrente de lava. De éstos, precisamente, se llenan
todos los lugares, según les llega en cada ocasión, a cada uno la corriente
circular. Y todos estos ríos se mueven hacia arriba y hacia abajo, como si
hubiera en el interior de la tierra una especie de movimiento de vaivén. Y dicho
movimiento de vaivén se debe a las siguientes condiciones naturales. Una de las
simas de la tierra, aparte de ser la más grande, atraviesa de extremo a extremo
toda la tierra. Es ésa de que habla Homero, cuando dice:
Muy lejos, allí donde bajo tierra está el abismo más profundo
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nuevo en el Tártaro, algunas mucho más abajo de donde se había efectuado el
riego, otras un poco solamente. Pero todas tienen su punto de llegada más abajo
que el de partida, algunas completamente enfrente del lugar de donde habían
salido, otras hacia la misma parte. Algunas hay también que dan una vuelta
completa, enroscándose una o varias veces alrededor de la tierra como las
serpientes, y que, tras descender todo lo que pueden, desembocan de nuevo. Y
en uno y otro sentido es posible descender hasta el centro, más allá no, pues una
y otra parte quedan cuesta arriba para ambas corrientes. Las restantes
corrientes son muchas, grandes y de todas clases, pero en esta gran multitud se
distinguen cuatro. De ellas es la mayor el llamado Océano, cuyo curso circular
es el más externo. Enfrente de éste corre en sentido contrario el Aqueronte, que,
además de recorrer lugares desérticos y pasar bajo tierra, llega a la laguna
Aquerusíade, adonde van a parar la mayoría de los muertos y, tras pasar allí el
tiempo marcado por el destino, unas más corto y otras más largo, son enviadas
de nuevo a las generaciones de los seres vivos. Un tercer río brota entre medias
de éstos, y cerca de su nacimiento va a parar a un gran lugar consumido por
ingente fuego, formando un lago, mayor que nuestro mar, de agua y cieno
hirviente. De allí, turbio y cenagoso, avanza en círculo y, después de rodear en
espiral la tierra, llega entre otras partes a los confines de la laguna Aquerusíade
sin mezclarse con el agua de ésta; desemboca en la parte más baja del Tártaro,
habiendo dado muchas vueltas bajo tierra. Este es el que llaman Piriflegetonte,
cuyas corrientes de lava despiden fragmentos incluso en la superficie de la
tierra allí donde encuentran salida. Y, a su vez. enfrente de éste hay un cuarto
río que aboca primero a un lugar terrible y agreste, según se cuenta, que tiene
en su totalidad un color como el del lapislázuli. A este lugar le llaman Estigio, y
a la laguna que forma el rio, al desaguar en él, Estigia. Tras haberse precipitado
aquí, y después de haber adquirido en su agua terribles poderes, se hunde en la
tierra, avanza dando giros en dirección opuesta al Piriflegetonte y se encuentra
con él de frente en la laguna Aquerusíade. Y tampoco el agua de este río se
mezcla con ninguna, sino que, después de habcr hecho un recorrido circular,
desemboca en el Tártaro por el lado opuesto al del Piriflegetonte. Su nombre es,
según dicen los poetas, Cócito. Siendo tal como se ha dicho la naturaleza de estos
parajes, una vez que los finados llegan al lugar a que conduce a cada uno su
genio, son antes que nada sometidos a juicio, tanto los que vivieron
bien santamente como los que no. Los que se estima que han vivido en el término
medio, se encaminan al Aqueronte, suben a las barcas que hay para ellos y, a
bordo de éstas, arriban a la laguna, donde moran purificándose; y mediante la
expiación de sus delitos, si alguno ha delinquido en algo, son absueltos,
recibiendo asimismo cada uno la recompensa de sus buenas acciones conforme
a su mérito. Los que, por el contrario, se estima que no tienen remedio por causa
de la gravedad de sus yerros, bien porque hayan cometido muchos y grandes
robos sacrílegos, u homicidios injustos e ilegales en gran número, o cuantos
demás delitos hay del mismo género, a ésos el destino que les corresponde le
arroja al tártaro, de donde no salen jamás. En cambio, quienes se estima que
han cometido delitos que tienen remedio, pero graves, como, por ejemplo,
aquellos que han ejercido violencia contra su padre o su madre en un momento
de cólera, pero viven el resto de su vida con el arrepentimiento de su acción, o
bien se han convertido en homicidas en forma similar, éstos habrán de ser
precipitados en el Tártaro por necesidad; pero, una vez que lo han sido y han
pasado allí un año, los arroja afuera el oleaje: a los homicidas frente al Cócito,
y a los que maltrataron a su padre o a su madre frente al Piriflegetonte. Y una
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vez que, llevados por la corriente, llegan a la altura de la laguna Aquerusíade,
llaman entonces a gritos, los unos a los que mataron, los otros a quienes
ofendieron, y después de llamarlos les suplican y les piden que les permitan salir
a la laguna y les acojan. Si logran convencerlos, salen y cesan sus males; si no,
son llevados de nuevo al tártaro y de aquí otra vez a los ríos, y no cesan de
padecer este tormento hasta que consiguen persuadir a quienes agraviaron. Tal
es, en efecto, el castigo que les fue impuesto por los jueces. Por último, los que se
estima que se han distinguido por su piadoso vivir son los que, liberados de estos
lugares del interior de la tierra y escapando de ellos como de una prisión, llegan
arriba a la pura morada y se establecen sobre la tierra. Y entre éstos, los que se
han purificado de un modo suficiente por la filosofía viven completamente sín
cuerpos para toda la eternidad, y llegan a moradas aún más bellas que éstas,
que no es fácil describir, ni el tiempo basta para ello en el actual momento. Pues
bien, oh Simmias, por todas estas cosas que hemos expuesto, es menester poner
de nuestra parte todo para tener participación durante la vida en la virtud y en
la sabiduría, pues es hermoso el galardón y la esperanza grande. Ahora bien, el
sostener con empeño que esto es tal como yo lo he expuesto, no es lo que conviene
a un hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con
nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo
inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo
de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso, y con tales creencias es preciso,
por decirlo así, encantarse a sí mismo; razón ésta por la cual me estoy
extendiendo yo en el mito desde hace rato. Así que, por todos estos motivos, debe
mostrarse animoso con respecto de su propia alma todo hombre que durante su
vida haya enviado a paseo los placeres y ornatos del cuerpo, en la idea de que
eran para él algo ajeno, y en la convicción de que producen más mal que bien;
todo hombre que se haya afanado, en cambio, en los placeres que versan sobre
el aprender y adornada su alma, no con galas ajenas, sino con las que le son
propias: la moderación, la justicia, la valentía, la libertad, la verdad; y en tal
disposición espera ponerse en camino del Hades con el convencimiento de que
lo emprenderá cuando le llame el destino. Vosotros, Oh Simmias, Cebes y demás
amigos, os marcharéis después cada uno en un momento dado. (Fedón, 107a-
114e)
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del agua. Si alguien pudiera contemplar la tierra desde ARRIBA se le
aparecería con franjas de diferentes colores.
4. La VERDAERA TIERRA es de una belleza mucho mayor que la que
habitamos. En ella, lo que para nosotros es el agua y el mar, allí es el
aire. Y lo que para nosotros es el aire, allí es el éter. Las almas buenas
que allí habitan están exentas de enfermedades. Tienen recintos
sagrados y templos. Ven el sol, las estrellas y la luna tal como son.
5. En el SUBMUNDO existen ríos inmensos con aguas calientes y frías.
Hay una SIMA que cruza de extremo a extremo esta tierra. Es el
TARTARO. Los nombres de los RIOS son el Océano, el Aqueronte, la
laguna Aquerusíade, el Piriflegetonte, el Estigio y el Cócito.
6. Las almas que han vivido en el TÉRMINO MEDIO se encaminan al
Aqueronte y moran un tiempo en esta zona purificándose hasta ser
absueltos. Las almas que han cometido ROBOS SACRÍLEGOS u
homicidios injustos se les arroja al Tártaro de donde no salen jamás. Las
que han ejercido VIOLENCIA contra sus padres en un momento de
cólera o ha cometido homicidios involuntarios y acaban por
arrepentirse son también precipitados al Tártaro. Sin embargo, al cabo
de un tiempo, los que maltrataron a sus padres son arrojados frente al
Pirifligetonte y los homicidas arrepentidos frente al Cócito. Desde allí
llaman a gritos a los ofendidos en vida y les suplican perdón. Si logran
convencerlos, entonces son liberados del Tártaro. Si no, deben volver a
él y seguir el ciclo hasta ser perdonados. Las almas que han tenido un
PIADOSO VIVIR son liberados del interior de la tierra y llegan arriba a
la pura morada y se establecen sobre la verdadera tierra. Allí viven sin
cuerpo por toda la eternidad llegando aún a moradas más bellas que
esa.
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BIBLIOGRAFÍA
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