El Sexo Que No Conoces - Ksawery Knotz
El Sexo Que No Conoces - Ksawery Knotz
El Sexo Que No Conoces - Ksawery Knotz
se habla del matrimonio como algo sagrado, mucha gente se imagina que el
sexo de las parejas casadas tiene que ser aburrido, sin fantasía ni diversión. Ksawery
Knotz, un sacerdote católico de Cracovia (Polonia), quiere aportar su granito de arena
para que esto cambie. Con este libro ha querido acabar con los tabúes y asegurar a las
parejas católicas que una buena relación sexual es parte de un buen matrimonio. «Lo
más importante es comprender que la sexualidad no tiene por qué desviarnos de la
religiosidad ni de la fe católica; que se puede conjugar la espiritualidad y la búsqueda
de Dios con una vida sexual feliz», asegura Knotz, sin dudar.
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Ksawery Knotz
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Título original: Seks, jakiego nie znacie. Dla małżonków kochających Boga
Ksawery Knotz, 2010
Traducción: Joanna Orzechowska
Ilustraciones: Lukasz Zabdyr
Editor digital: Eumeo
ePub base r2.0
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PREFACIO
La ética sexual católica lucha, hoy en día, contra una doble acusación. Por un lado, se
le reprocha la falta de un enfoque realista y una excesiva teorización de las
indicaciones cuya puesta en práctica no es posible. En cambio, por otro lado, los
enunciados de los teólogos católicos, quienes describen detalladamente las relaciones
sexuales de los cónyuges, son considerados con mojigatería una intromisión
excesivamente profunda en una realidad que no debería ser objeto de manuales
destinados al público en general. En la base de este pensamiento se encuentra una
radical y, al mismo tiempo, falsa separación del ámbito del sacrum y profanum
vinculada a la incomprensión del carácter teológico de las ciencias humanas.
Según constató Juan Pablo II, es imposible entender al ser humano sin Cristo; no
obstante, nos lleva a construir consecuentemente la antropología teológica que trata
las cuestiones relacionadas con el hombre bajo el prisma de la verdad de Dios y, al
mismo tiempo, identifica un lugar para Dios en la vida diaria del hombre. No existe
una justificación para excluir la problemática de la sexualidad del marco de las
divagaciones de un teólogo. Al mismo tiempo, estas cuestiones no pueden ser útiles
tan solo para delimitar las fronteras del pecado. La luz de la Revelación de Dios no
sirve solamente para descubrir el pecado, sino que su función es la de mostrar el
camino correcto hacia la felicidad, que se consigue mediante la utilización de los
recursos del cuerpo y del alma de acuerdo con el plan divino.
La aceptación del sabio plan divino referente a una correcta utilización de la
sexualidad del ser humano, nace desde el convencimiento de que Dios, al crear al
hombre y a la mujer, otorgándoles la capacidad de expresar el amor con el lenguaje
del cuerpo, pretendía que fuesen felices, compartiendo el cariño mutuo y creando la
unión de matrimonio que lleva a constituir «una sola carne». La existencia de un plan
positivo de Dios obliga a la Iglesia a intervenir con seriedad a la hora de interpretar
ese plan y ofrecérselo a los creyentes. Karol Wojtyła fue un magnífico ejemplo de
teólogo católico y padre espiritual: escuchaba las confesiones de centenares de
jóvenes y poseía la capacidad de expresar y ordenar sus sentimientos en una profunda
reflexión reunida en el libro Miłość i odpowiedzialność (Amor y responsabilidad,
Ediciones Palabra, Madrid, 2008). Indicando la fuerza real del instinto sexual, sabía
ubicarlo dentro de una perspectiva de amor más amplia, entendida como un obsequio
mutuo.
La felicidad matrimonial, que lleva a concebir la convivencia diaria como un
obsequio a nivel espiritual y camal, conlleva la necesidad de una armonía en las
relaciones sexuales. Una mirada positiva hacia la sexualidad nos obliga a percibirla
no como un peso y una tarea difícil de emprender, o tan solo como un placer sin
sacrificios, sino ante todo como un regalo que, entendido y cuidado correctamente,
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nos proporciona la felicidad y nos conduce al agradecimiento a Dios. Por tanto, existe
la necesidad de editar libros que, desde una perspectiva verdaderamente católica,
describan el acto matrimonial como una muestra de obsequio mutuo.
Ksawery Knotz es un padre espiritual valiente que, a la hora de escuchar a
centenares de matrimonios, llega a una reflexión sobre una manera correcta y eficaz
de demostrarles la grandeza y la realidad de vivir la propia sexualidad. Sus
conferencias, impartidas a grupos en los centros de retiro, son una valiosa aportación
que brinda a los cónyuges una nueva percepción de la realidad de sus relaciones
sexuales. El presente libro que recoge las experiencias de muchos años de catequesis,
es un intento de llegar a un grupo más amplio de receptores con un mensaje
evangélico de enseñanza y amor hacia Dios, quien, al crear al hombre para la
felicidad, le guía en el camino de la realización de la vocación matrimonial.
El libro consta de diez capítulos que muestran la sexualidad dentro del
matrimonio como una gran tarea que puede llevar a experimentar el amor, pero que
también puede proporcionar mucho sufrimiento. El punto de partida es mostrar la
vocación al matrimonio como un regalo de Cristo quien, dentro del sacramento del
matrimonio, desea obsequiar al hombre con su poder divino y, al mismo tiempo,
invitarles a hacer una ofrenda de sí mismos. Es simbólico el hecho de que el libro
haga referencia a la imagen de los tres altares. Se trata del altar de la oración, el altar
de compartir y el altar del obsequio. Los símbolos de estas tres dimensiones del
encuentro del matrimonio son: un pequeño altar doméstico, la mesa del comedor y el
lecho conyugal. El padre Ksawery hace referencias a los cuadros bíblicos, y a
continuación explica el significado del cuerpo humano y su lugar en el plan divino de
salvación. Desde esta perspectiva teológica, el acto matrimonial puede ser una
oración a través de la cual los cónyuges, al unirse, entablan una cooperación con
Dios.
Al detenerse en la celebración del acto matrimonial, el autor proporciona muchos
detalles que, en cualquier caso, no constituyen una expresión de erotismo, sino que
cobran una solemnidad que corresponde a las realidades sometidas a la voluntad de
Dios. Hay que destacar un valioso análisis de la diferencia de actitud y vivencias de
los cónyuges durante el periodo fecundo e infecundo. El hecho de conocer estas
determinaciones permite a los cónyuges conseguir una mayor comprensión ya que, de
esta manera, son capaces de responder a las expectativas de la otra parte. El cuarto
capítulo explica los malentendidos que nacen desde el desconocimiento de la
enseñanza católica sobre una paternidad responsable. La insistencia de la Iglesia en
los métodos de planificación familiar natural no equivale a trasladar la decisión sobre
el número de descendientes a otras personas. Son siempre los propios cónyuges los
que tienen que tomar la decisión responsable sobre cuántos hijos desean y pueden
tener. Esta decisión ha de tener una motivación adecuada.
El libro dedica un amplio apartado a los problemas relacionados con la
calificación moral de los actos del ámbito de la vida sexual. El padre Knotz presenta
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diferentes casos y los expone desde la perspectiva de las enseñanzas de la Iglesia;
llega a mostrar cuán frecuentemente las ideas erróneas sobre la enseñanza de la
Iglesia llevan a muchos cristianos a tener prejuicios y a complicarse innecesariamente
la vida. Una cuestión importante, abarcada en el libro de forma novedosa, son las
caricias matrimoniales descritas por el autor dentro del contexto del refuerzo del
vínculo matrimonial. En este ámbito es necesario procurar conseguir la virtud de la
castidad que puede asegurar un correcto equilibrio a la hora de disfrutar de los
placeres camales. Aunque la postura de los cónyuges que llegan demasiado lejos con
las caricias durante el periodo fecundo sea comprensible, no puede considerarse
aceptable el comportamiento que, fuera de un acto matrimonial común, lleva a una
descarga sexual en forma de orgasmo. El contenido del siguiente capítulo que, de
forma detallada, abarca el fenómeno de la anticoncepción desde el punto de vista de
condicionantes psicológicos y éticos, permite a los cónyuges entender mejor la
negativa calificación moral de este fenómeno por parte de la Iglesia. Al mismo
tiempo, el autor pretende demostrar que es posible preservar las enseñanzas de la
Iglesia.
Al presentar el ideal de un matrimonio que vive en armonía y que es capaz de
percibir y cubrir adecuadamente la necesidad de expresar el amor a través del
lenguaje corporal, el padre Ksawery muestra un camino de crecimiento hacia la
realización de esta sublime vocación. Citando diferentes situaciones que llevan a los
dilemas morales, el autor encuentra la solución en integrar el cuerpo con lo
emocional y lo espiritual, lo cual es posible gracias a la fuerza del Espíritu Santo. La
fe en Dios trae frutos en forma de una mayor confianza de los cónyuges y favorece la
búsqueda de un óptimo comportamiento conforme a la norma moral. La progresiva
maduración hacia el cumplimiento de los requisitos de la moralidad admite fracasos,
pero siempre comprende una clara transmisión de la verdad que, por sí misma y de
forma bondadosa, llama a ser respetada.
Un libro sobre el sexo para matrimonios católicos no solamente se centra en
mostrar la perspectiva de acciones positivas, motivadas por la búsqueda del bien de
una persona. El autor es consciente de las influencias a las que están sometidos los
cónyuges de hoy en día y por eso, de manera muy competente, describe y
desenmascara los mitos contemporáneos que alimentan a la gente a través de los
medios de expresión de masas. La carrera para proporcionar al cuerpo un placer cada
vez mayor es desencadenada por una forma contemporánea de maniqueísmo que,
dentro de su escala de intereses, coloca en un lugar alto el cuerpo humano y en
realidad lleva a su humillación y degradación. El cuerpo, al convertirse solo en
herramienta, es sobreexplotado y carece de su dignidad otorgada por Dios. Los
cristianos, al contraponer al hedonismo contemporáneo el verdadero concepto del
progreso, proponen apoyar la búsqueda de la felicidad en la aceptación de su
humanidad desarrollada de acuerdo con la voluntad de Dios reconocida con
sabiduría.
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Al centrar su atención en los aspectos específicos de la moralidad católica, el
padre Knotz no percibe en ella prohibiciones ni mandamientos, sino, sobre todo, una
manifestación de amor, capaz de cambiar el mundo. Gracias a someterse a la ley del
espíritu, el cristiano gana no solamente el sentido de su vida en la tierra, sino también
se abre a la ayuda de la gracia que le es otorgada mediante la fe, la oración y los
sacramentos de la Iglesia. A la hora de juzgar el comportamiento del hombre dentro
de la perspectiva del Evangelio, es preciso ver la maldad del pecado y la belleza de la
virtud. Es preciso también percibir la moralidad desde la perspectiva de la persona
que actúa, y que, implicada en diferentes situaciones, encuentra dificultades a la hora
de leer y preservar un objetivo orden moral, pero que, sin embargo, no abandona la
búsqueda de un modo de vida en el cual es posible conciliar las exigencias de la
voluntad de Dios con la búsqueda de la felicidad del ser humano. En realidad, el
hombre fue llamado a la vida por Dios para desarrollarse a sí mismo y honrar a su
Creador a través de la felicidad.
El nuevo libro del padre Knotz, escrito con un lenguaje sencillo y pictórico, es
una aproximación a las verdades sobre la vida de matrimonio. El autor hace
referencia a su propia experiencia de padre espiritual de matrimonios y director de
jornadas de retiro destinadas a parejas matrimoniales. Sus opiniones han sido
revisadas en múltiples conversaciones y llegaron a ser objeto de discusión en foros de
Internet, sobre todo en la página Szansa spotkania (La esperanza del encuentro,
www.szansaspotkania.net). El padre Ksawery, de acuerdo con las enseñanzas de la
Iglesia, trata de aclarar las diferentes cuestiones de la sexualidad dentro del
matrimonio y lo hace de manera comprensible, pero sin simplificarlas hasta el punto
de borrar su precisión ética. Una clara y sencilla disposición del material favorece
una progresiva comprensión del texto, así como la recepción de la paciente
argumentación del autor, quien presenta las objeciones y cuestionamientos de las
personas no muy familiarizadas con esta rama de la teología pastoral; al mismo
tiempo es capaz de aclarar perfectamente sus dudas. Sus reflexiones son de carácter
interdisciplinar se refieren a diferentes ámbitos de sexología, medicina, psicología y
teología moral y pastoral.
El libro, como el propio título indica, está dirigido a los matrimonios que aman a
Dios. Puede llegar a convertirse en una maravillosa ayuda para construir y fortalecer
la unión matrimonial que se concreta en la sexualidad y en ella encuentra una
particular muestra de amor. Sin embargo, el carácter popular del libro no empobrece
el tema, ni tampoco lo convierte en sensacional. Pese a que, a menudo, la curiosidad
de la gente que reduce el problema a la búsqueda de herramientas de excitación lleva
a abusar de este campo, el padre Ksawery ha conseguido ir más allá de la actitud que
trivializa y banaliza el sexo, evitando, al mismo tiempo, demasiada espiritualización
que caracteriza ciertos manuales de teología. El carácter del libro no es el de un
tratado científico y se sitúa a caballo entre un manual de vida espiritual del
matrimonio y un relato, lleno de espíritu y alegría, escrito por una persona que, desde
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el conocimiento del dolor y del drama de muchos matrimonios que buscan la
explicación a «estas cosas», está convencido de la existencia de un camino hacia la
felicidad en el que es posible encontrar maneras de conciliar la gloria de Dios y la paz
del corazón humano.
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INTRODUCCIÓN
Mucha gente considera la boda religiosa como una manera tradicional y, en este
sentido, natural de contraer matrimonio. Cada vez más, se convierte en una forma de
«legalizar» ante Dios, la Iglesia y el país una unión de amor tras varios años de vida
en común. Para muchos, la bendición de Dios ha de garantizar una vida feliz,
multiplicar las garantías de fidelidad, aumentar el sentido de seguridad, de la
estabilidad de una relación. Pese a que son unas buenas y ciertas motivaciones, no
resultan suficientes para alegrarse de que los cónyuges sepan vivir a diario el
sacramento del matrimonio y que traten el matrimonio como un camino en común
hacia Dios.
Muchas parejas han contraído el sacramento del matrimonio, pero no saben
definir en qué consiste su realización en la vida diaria. Al poco tiempo experimentan
la imposibilidad de amor mutuo, la falta de unión, la divergencia de deseos y
expectativas, el sufrimiento de la vida en pareja, sin embargo no se dirigen a Dios
para superar su debilidad y su pecado con la fuerza de Cristo crucificado y resucitado.
Un católico cree que Jesucristo resucitó, por tanto vive también hoy en día. Por
eso desea compartir con Él los acontecimientos tan importantes de su vida, como el
amor, el matrimonio, las relaciones sexuales, la educación de los hijos. Desea dedicar
su vida a Jesucristo, desea vivir con Él y para Él, escuchar sus enseñanzas y cumplir
con sus mandamientos.
El matrimonio es un sacramento; quiere decir que la unión de vida y amor en
concreto, creada por el hombre y la mujer —una unión que se propone la honestidad
y la fidelidad, la disposición para dar a luz y educar a un hijo, una unión que se ve
realizada desde la perspectiva de una vida en común hasta la muerte— está marcada,
de una manera especial, por la presencia de Dios. La vida dentro de un matrimonio
concebido de esta forma se convierte para los católicos en un camino hacia la
santidad, lleva al encuentro con Dios.
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CAPÍTULO 1
¿QUÉ TIENE QUE VER DIOS CON MI SEXO?
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que se contrae el sacramento del matrimonio Jesucristo se incorpora a la unión creada
previamente por dos personas que se aman. Él permanece en esta unión para siempre
con el fin de que la pareja madure hacia un amor cada vez más auténtico.
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¡El matrimonio realizado de esta manera es un camino hacia la santidad! Ser
consciente de ello hace que «toda la vida conyugal se impregne de una dimensión de
santidad y no solo unos fragmentos determinados. Todo lo que hace un creyente
debería ser sagrado; con más razón si lo hacen ambos, unidos por el enlace del
sacramento matrimonial»[2]. Si las personas poseen la vocación de santificarse a
través de su matrimonio, eso significa que, para lograr la santidad, es necesario «todo
lo que permite expresar, fortalecer y profundizar la unión de los cónyuges. Lo será
también la manera de compartir las tareas domésticas diarias, así como la manera de
vivir la dimensión erótica del amor; también la “pérdida de tiempo” en común a la
hora de tomar una taza de té en casa y al rezar juntos[3]».
Mediante los cuidados de estos tres altares, los cónyuges, poco a poco, descubren
el amor del propio Cristo, quien acude a ellos, y se une a su corporeidad. La falta de
implicación en la construcción de al menos uno de los altares —maneras de construir
lazos— los debilita. El matrimonio pierde un bien importante. El abandono del
esfuerzo de crear los lazos matrimoniales lleva a la desaparición del amor entre los
cónyuges. A veces un matrimonio puede continuar como tal formalmente, pero ya no
se trata de una verdadera unión de vida y amor.
Los símbolos de estas tres dimensiones de encuentro de la pareja consigo mismo
y con el Dios son: un altar doméstico, la mesa del comedor y el lecho matrimonial.
Un matrimonio católico otorga al lecho conyugal un particular respeto. Prepara
una habitación especial para la íntima celebración del acto matrimonial. Coloca en
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ella una cama lo suficientemente ancha para que permita vivir de manera cómoda este
momento extraordinario.
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únicos e irrepetibles[14] para sí mismos, elegidos de entre miles de hombres y
mujeres[15].
Las misteriosas palabras del Cantar de los Cantares han servido durante siglos
para describir la relación del alma con Dios —del Amante y la Amante— y, en un
sentido más amplio, para mostrar el misterio de la presencia de Cristo en la Iglesia.
Mediante el Cantar de los Cantares san Juan de la Cruz explicaba profundos estados
místicos, sobre todo la última etapa del camino espiritual, las así llamadas «bodas
místicas», la unión más plena del alma con Dios.
Sin embargo, esta interpretación no es suficiente. Cantar de los Cantares es un
conjunto de cánticos nupciales. De acuerdo con el carácter alegre de una boda,
celebran el amor del hombre y la mujer, también en su dimensión erótica.
Precisamente, en su encíclica Deus caritas est[16], el papa Benedicto XVI subraya
este carácter de las piezas.
La unión de estas dos tradiciones nos permite una plena lectura de la revelación
divina reunida en el Cantar de los Cantares. Proclama que Dios tiene la intención de
santificar a los cónyuges de tal manera que su amor mutuo les lleve a un profundo,
incluso místico, encuentro con Dios.
La tradición de la mística cristiana (que muestra la presencia de Cristo en la vida
cristiana) y la tradición de la espiritualidad matrimonial (que muestra la presencia de
Cristo en el amor matrimonial) no son contradictorias, sino que se complementan
perfectamente. Si los cónyuges viven de verdad el sacramento del matrimonio, dentro
de la Iglesia se desarrollará la mística de la vida matrimonial que mostrará la
presencia de Dios en la unión matrimonial, en todas las dimensiones de la vida de los
esposos.
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otra persona, al cónyuge […]. La belleza de las relaciones íntimas es un reflejo de la
unión del marido y de la mujer. El lenguaje matrimonial del cuerpo —empezando por
la mirada, a través de diferentes formas de afecto, hasta la dulzura de la fusión— es
capaz, como ninguna otra cosa, de expresar la unión espiritual de ambos[17]».
Si el amor humano se mira de una manera tan profunda y pura, uno percibe, cada
vez con mayor claridad, que el cuerpo humano esconde y expresa algo más que
meros procesos propios del mundo de la naturaleza. Es un idioma mediante el cual
habla el ser humano: su sensibilidad, su intelecto, su espiritualidad, su interrelación.
El cuerpo posee un significado, comunica, habla, transmite. El cuerpo, entendido
como lenguaje humano, es un fenómeno extraordinario que permite expresar
diferentes aspiraciones, sentimientos, pensamientos… Mediante el cuerpo nos
encontramos con la otra persona. El cuerpo puede vivirse como un regalo gracias al
cual expresamos el amor a la otra persona, o bien recibimos su amor. Entonces el acto
sexual se entiende también como una expresión de relación con la persona amada. El
amor está presente en él: el mundo interior, espiritual de la persona que ama.
En caso de personas adultas, el sexo es una manera importante de comunicación
entre el marido y la mujer: entre dos personas que se aman, que están juntas en lo
bueno y en lo malo, comparten valores, les une un sentimiento, están unidas, sienten
una mutua atracción sexual, desean obsequiarse con el placer, traen hijos al mundo y
los educan. Un acto sexual verdaderamente humano conmueve a las personas que se
aman, tanto a nivel espiritual como psíquico y fisiológico, incluye reacciones de todo
su ser: de su espíritu, de su corazón y de su cuerpo. A raíz de él nace no solamente la
sensación de satisfacción y relajación de la tensión sexual, o la sensación de un
bienestar psíquico, sino también una profunda paz en el corazón proveniente de
Cristo.
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El papa Juan Pablo II, en sus catequesis sobre la teología del cuerpo, comenta de
esta manera este acontecimiento bíblico: «Se puede decir que junto con la oración
[…] se dibuja una dimensión de la liturgia propia del sacramento […], su palabra es
palabra de fuerza […]. En esta palabra de la liturgia se completa el sacramental signo
del matrimonio, construido en la unión del hombre y la mujer […]. Tobías y Sara
hablan en el idioma de los dispensadores de sacramento, conscientes de que en la
alianza matrimonial del hombre y la mujer es precisamente mediante “el lenguaje
corporal” como se expresa y realiza el misterio cuyo origen proviene del propio
Dios.»[18]
Al vivir el amor humano, uno puede quedarse en un nivel puramente laico: nos
conocimos, nos enamoramos, tuvimos relaciones sexuales, nos fuimos a vivir juntos,
apareció el primer hijo, el segundo… La vida transcurre con un ritmo natural. Los no
creyentes nunca interpretarán su amor como regalo de Dios y, al mismo tiempo, el
signo de Su amor. Cuando el matrimonio compuesto por Tobías y Sara reza a Dios,
antes de iniciar el acto sexual, están expresando la fe de que su felicidad conyugal no
depende solamente de ellos mismos, sino también de Dios. De esta manera se elevan
a un nivel más alto de la interpretación de su amor —al nivel de vida en el
sacramento del matrimonio— el misterio de presencia de Dios entre los hombres.
Aparece una nueva dimensión en su relación con Dios: la liturgia de la vida
matrimonial. La vida matrimonial se convierte en un culto a Dios. La liturgia consiste
en que las personas se dirigen a Dios y Dios acude a ellas. Cuando se dirigen a Dios
por cuestiones relacionadas con su matrimonio, con la unión entre ellos, su oración
cobra un valor especial. Es una oración cuya «palabra es palabra de fuerza», posee
una fuerza creativa. Las palabras de consagración, pronunciadas en nombre de Cristo
durante la Eucaristía, son un ejemplo de ello. El hecho de pronunciar esta oración
convierte el pan en el cuerpo y el vino en la sangre de Cristo. Otro ejemplo de esta
oración son también las palabras de la promesa matrimonial. La fuerza del
sacramento actúa también en la vida diaria cuando los cónyuges encomiendan su
unión a Dios, agradecen a Dios por su matrimonio, cuando rezan por el amor, por la
capacidad de dialogar, de solucionar los problemas de las relaciones sexuales. Dios,
de manera muy especial, en base a la alianza contraída entre los cónyuges, escucha
esta oración sacramental.
Una oración conjunta «completa el signo sacramental del matrimonio construido
en la unión del hombre y la mujer». Estas palabras poseen un significado clave
también para comprender en qué consiste la realización del sacramento del
matrimonio en la vida diaria. Con el fin de interpretarlas correctamente, es preciso
comprender primero la definición del «signo sacramental de matrimonio».
Según la definición más sencilla del sacramento, un sacramento es un «signo
sensible de la gracia invisible», es decir, que el momento invisible de la llegada de
Cristo a nuestra vida se reconoce en nosotros gracias a los signos visibles de Su
presencia. Por eso, una oración que invoca a Dios siempre es acompañada de un
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signo reconocible por los sentidos que expresa lo que está ocurriendo y nos hace
tomar conciencia del hecho de que precisamente ahora Dios se está personificando
entre los miembros de la Iglesia, los convierte en una comunidad, el Cuerpo de
Cristo. Durante el Bautismo, cuando el sacerdote pronuncia las palabras: «Yo te
bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», y mientras echa el
agua sobre la cabeza del niño, sabemos que, precisamente en el momento de echar el
agua (y no leche) Dios convierte al niño en un cristiano. Lo mismo ocurre durante la
Eucaristía. La cena, una comida visible simbolizada por los signos del pan y el vino,
se convierte para los humanos en algo mucho más grande: un festejo durante el cual
Cristo nos alimenta de sí mismo, nos ofrece su Espíritu y, de esta manera, construye
en la tierra su cuerpo, la visible comunidad de la Iglesia. La señal natural del festejo,
el acto de comer, es elevada a la categoría de un signo de sacramento que permite
percibir la presencia de Dios.
El momento de la llegada de Dios a los cónyuges se convierte en perceptible
cuando se conoce el signo visible del sacramento del matrimonio. Cuando se es capaz
de leerlo correctamente, al igual que si sabemos leer el significado del pueblo de
Dios, del sacerdote, del agua, del pan y del vino en caso de otros sacramentos.
Frecuentemente se asocia el signo del sacramento con el anillo, o bien, con la
estola con la que el sacerdote entrelaza las manos de los novios, o sea, con los
símbolos que hablan de la exclusividad, de la unión, de estar el uno con el otro para
siempre. Sin embargo, son tan solo unos bellos símbolos que permiten a los cónyuges
vivir el sacramento del matrimonio. Son importantes, al igual que durante la Santa
Misa el mantel blanco tiene su importancia, junto con las velas encendidas o el traje
del sacerdote. Esto es muy necesario para vivir de forma solemne el encuentro con
Dios, pero no constituye la esencia del sacramento de la Eucaristía.
El signo del sacramento del matrimonio reconocible de modo sensitivo es muy
concreto e inequívoco y, lo más importante, muestra que Dios puede actuar en
cualquier momento de la vida matrimonial. Este signo lo crean los propios cónyuges
mediante sus cuerpos. Es un signo vivo. La cercanía carnal de los cónyuges crea un
signo visible de su comunidad, amor, unión, relación. Los cónyuges crean el signo de
la presencia de Dios cuando unen sus cuerpos, cuando viven bajo el mismo techo (no
están separados por vivir en diferentes países), cuando rezan juntos (no solo por
separado), cuando conversan (por ejemplo tomando el café), cuando se prestan ayuda
en la vida diaria (al limpiar la casa), cuando se apoyan, se consuelan, se brindan
cariño, mantienen relaciones sexuales[19]. Por ese motivo, los cónyuges, que han
contraído el sacramento del matrimonio, deberían dormir en la misma cama, creando
el signo de unión también por la noche. «Los esposos participan en cuanto esposos,
los dos, como pareja, hasta tal punto que el efecto primario e inmediato del
matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo
conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el
misterio de la Encamación de Cristo y su misterio de Alianza. El contenido de la
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participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta
una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo
y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de
la voluntad—; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión
en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola alma[20]».
Cada vez en la unión de los cuerpos son reconocidos, para sí mismos y para los
demás, como esposos que se quieren. Cuando los esposos son capaces de interpretar
su amor en la fe, entonces sus múltiples manifestaciones expresadas a través de sus
cuerpos (ayuda, oración, conversación, caricias, el acto sexual) se convierten para
ellos en signos del sacramento, lo cual quiere decir signos mediante los cuales
reconocen la viva presencia de Dios entre ellos[21]. Cuando una mujer se siente
amada con cariño por su esposo, puede decir que, a través de su amor masculino
(expresado a través de su cuerpo), el propio Dios viene a ella 3' le expresa su Amor.
Si el esposo es amado con cariño por su mujer, puede considerar que ella es un
verdadero regalo de Dios. A través de su feminidad, Dios asegura al esposo su amor y
preocupación.
Este modo de abarcar la realización del sacramento del matrimonio es muy
práctico y concreto. Cuando, por ejemplo, el marido observa a su esposa desnuda y,
de forma instintiva, comienza a sentir la creciente excitación, puede interpretar su
reacción como una llamada de Dios a obsequiar a su mujer mediante el acto sexual y
como el disfrute de una cercanía con ella (cuando no existen obstáculos objetivos: si
el periodo durante el ciclo permite la relación, si no infringe la integridad de su
cuerpo mediante la anticoncepción). Ocurre lo mismo en la relación de la mujer con
el esposo. Si la esposa, sedienta de cariño, desea ser abrazada, besada por su marido,
puede interpretar sus deseos no solamente como una añoranza femenina de ser
querida por un hombre, sino también, como una inspiración divina para un
acercamiento corporal a su marido. Cuando el esposo responde a sus deseos con amor
y ternura, la mujer puede desear unirse con él a través del acto sexual. Al sentirse
querida en el matrimonio, al mismo tiempo se sentirá amada por Dios.
Al conocer el misterio del matrimonio como sacramento, descubrimos que los
cónyuges pueden convertirse el uno para el otro en dispensadores de la gracia. El
término teológico del «dispensador de la gracia» es utilizado con frecuencia en
referencia al sacerdote, cuando decimos que, a través de su servicio, Dios llega a la
gente, por ejemplo, en el sacramento de la penitencia o de la Eucaristía. El sacerdote
dispensa la gloria de Dios, quiere decir que, gracias a su ayuda, Dios otorga a las
personas el Espíritu Santo. En este mismo significado Dios viene a los cónyuges a
través de su propio servicio de amor mutuo. Mediante la corporeidad del esposo, Dios
viene a la mujer, y al marido mediante la corporeidad de la esposa. Mediante la
intermediación de la esposa, el marido recibe la gloria de Cristo; a través del amor del
esposo, la gloria de Cristo cae sobre la mujer. Dios, con ayuda de otro ser humano,
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expresa su amor, protege y otorga la sensación de seguridad, cuida, reprende,
aconseja, ayuda, socorre, obsequia con el placer…
Los cónyuges, como dispensadores de la gloria sacramental, poseen una
influencia real en la presencia de Cristo en la unión que crean entre sí. Pueden llamar
conscientemente a Jesucristo y unirse con Él en su vida diaria y, mediante un esfuerzo
mental, convertirse en un verdadero regalo el uno para el otro. El papel activo del
marido y la mujer a la hora de construir su relación con Cristo y entre ellos, es muy
importante. Como dispensadores de la gloria deberían despertar en su interior la
intención de pertenecer a Cristo en todo, encomendar a Dios sus problemas
conyugales, entregar al cónyuge a Dios, preocuparse permanentemente por llevar a la
práctica el mandamiento de amor en su matrimonio.
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almas glorifican al Señor en la unión nuevamente descubierta, la oración de una
pareja puede convertirse en muy profunda[22]». En este momento especial de la unión
de los cónyuges consigo mismos y con Dios, no se trata de pronunciar las palabras de
carácter especial o de adaptar una postura de oración adecuada. En una oración lo
más importante es el amor a Dios que surge de lo más profundo del corazón humano.
Los cónyuges participan en la oración a través del descubrimiento de la atmósfera de
la relación que está llena de cercanía recíproca y de amor. En este maravilloso
momento pueden aprender a percibir la presencia divina sin pensar en ella, al igual
que, durante el acto, no piensan en alcanzar «la unión que invade su
individualidad»[23].. Durante el acto sexual no llevan a cabo ningún análisis
intelectual de la experiencia vivida, no se preguntan qué es lo que están descubriendo
en ese momento, pero después saben verbalizar sus sensaciones. Saben decirse si han
vivido el milagro de la unión, si se han acercado el uno al otro, si han renovado su
amor, o si, en cambio, se han alejado y han escuchado esta voz[24].. De la misma
manera, en los cónyuges puede nacer el convencimiento de la presencia de Dios en su
amor, incluso si consideran que no está directamente expresada.
El pensamiento que afirma la presencia de Dios en el amor humano traspasa con
dificultad la psique. Pese a que muchas cosas tratan de interferir la claridad de esta
intuición espiritual, permanece en el fondo de la conciencia humana, incluso desde
mucho antes que el hombre intenta denominarla y describirla. Debido a que
habitualmente no se denomina con palabras, suele permanecer inadvertida e
inconsciente. Sin embargo, merece la pena tomar conciencia de esta intuición, ya que
se parece a un impulso vivificador que espera ser liberado[25]. Cuando esto ocurre,
del alma de los cónyuges brotan la adoración, el agradecimiento, la petición dirigidos
a Dios. El acto matrimonial despierta en el corazón el sentimiento de amor a Dios, el
agradecimiento por Su presencia, por el regalo de amor, por la alegría del encuentro
con el cónyuge, el deseo de agradecer a Dios por la persona amada, la petición de
concebir a un hijo o el agradecimiento por su concepción. El acto matrimonial es, con
frecuencia, acompañado por la gloria del consuelo.
Los esposos no deberían temer este estado espiritual y no deberían intentar
rechazarlo. Puede decirse que el propio cuerpo lleva el alma hacia la oración. Y la
oración del alma, abraza al cuerpo convirtiendo cada acto matrimonial en único e
irrepetible.
Los cónyuges cristianos van más allá de los sentidos y penetran el misterio
oculto. Esta experiencia, efímera y frágil, tiene su origen en el fondo del alma
humana, allí donde el deseo de amor y de unión se juntan con el deseo de otorgar
sentido a su propia vida. Lo que los esposos tratan de expresar mediante los gestos de
sus cuerpos, es tan solo un destello de luz que, por un momento, iluminó los ojos de
sus almas. La experiencia de unión entre la sexualidad y la espiritualidad no es
duradera, a menudo aparece únicamente como un presentimiento. Es constantemente
apagada por la tensión existente entre los deseos contradictorios del cuerpo y el alma,
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«oscila entre la cumbre del deseo y la llanura de la necesidad»[26]. Pero al morir, se
regenera de nuevo, es un regalo divino que no se puede contener[27].
Cada sacramento posee su liturgia, propia de sí mismo. También el matrimonio
posee su propia manera de celebrar el encuentro con Dios. La liturgia del matrimonio
no se limita tan solo a una oración conjunta delante de una cruz o una imagen santa,
sino que abarca toda la vida de los cónyuges entregados al servicio de Dios. «El
matrimonio cristiano, como todos los sacramentos es […] en sí mismo un acto
litúrgico de glorificación de Dios en Jesucristo y en la Iglesia[28]» «En sí mismo»
significa que no se trata de un conjunto de «acciones santas» separadas, como, por
ejemplo, la oración nocturna de los cónyuges, sino de todo lo que hacen juntos como
esposos, se trata de su vida en común. De esta manera, el amor matrimonial que
madura hacia Dios se convierte en una nueva forma de culto que nace en los
corazones humanos y se dirige hacia Dios a través del «lenguaje de los cuerpos». El
amor terrestre del hombre y de la mujer se convierte en el lenguaje de la liturgia del
sacramento del matrimonio[29]..
Los esposos celebran su sacramento, lo que quiere decir su vida con Cristo,
también durante el acto sexual. El hecho de nombrar el acto matrimonial una
celebración del sacramento del matrimonio eleva, de manera muy especial, su
dignidad. Este tipo de constataciones escandalizan a las personas que han aprendido a
percibir la sexualidad como algo malo. Les es difícil aceptar que a Dios también le
preocupa una feliz relación sexual y que, en su transcurso, obsequia a los cónyuges
con sus ofrendas.
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fuera y evidenciar su presencia, o sea manifestarla de manera milagrosa y
extraordinaria.
Este pensamiento no permite convivir seriamente con Dios en la historia del día a
día de nuestra vida, levantarse con Él por las mañanas, desayunar, conversar con la
gente, trabajar, amarse, concebir a Dios como una presencia constante en los
acontecimientos de la historia de nuestra vida. Dios, concebido de esta manera,
tampoco existe en la corporeidad que es demasiado corriente, biológica y por tanto,
no digna de Dios. Con más razón no está presente en la sexualidad humana. Estas
personas no han entendido aún la verdad sobre la encarnación de Dios, sobre la
resucitación de Cristo. No entienden que el cuerpo humano posee no solamente la
dimensión material y biológica, sino también espiritual y religiosa. «¿Acaso no saben
que su cuerpo es el templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han
recibido de parte de Dios? Ustedes no son sus propios dueños; fueron comprados por
un precio. Por tanto, honren con su cuerpo a Dios.» (1 Cor 6, 19-20). El cuerpo
constituye una expresión y realización del alma inmortal. El hombre sin el cuerpo no
podría encontrarse con Dios, no podría vivir para Dios y cumplir su voluntad. El
cuerpo es un espacio santo, el espacio de la presencia de Dios. El sacrum no es un
espacio separado del profanum: la esfera de la vida laica, desprovista de la santidad.
El sacrum es el hombre corporal y por eso no se puede destruir, matar, herir, ni alterar
conscientemente las funciones de su cuerpo. Es la presencia de Dios en el cuerpo
humano lo que le otorga la dimensión de santidad y, al mismo tiempo, es la fuente
definitiva de derecho a su intangibilidad, al respeto de su biología. Por eso también la
verdad sobre la santidad del cuerpo humano es un antídoto a las visiones ateas y
materialistas del hombre. Es un contraveneno para los estrechos e inhumanos juicios
que carecen de respeto al cuerpo humano, a la vez que no tienen respeto al hombre.
El fruto de este pensamiento es un falso concepto sobre la falta de presencia de
Dios en la vida diaria, por ejemplo, en el sexo. Esta mentalidad se concreta en la
siguiente pregunta: ¿Qué tiene que ver Dios con mi sexo? ¿Y qué tiene que ver Dios
con tu salud, con tu dinero, con el trabajo, con el descanso, con el amor, con la
muerte? Si no tiene nada que ver, ¡significa que no eres cristiano!
Las personas no creyentes no perciben ningún misterio de Dios en su vida. Viven
su cuerpo, incluido el ámbito de la sexualidad, de manera impía. El contacto sexual
tiene solamente la dimensión que es directamente accesible a los sentidos del hombre.
En su opinión, Dios no puede estar presente en los sentidos del hombre, porque el
cuerpo no guarda relación con el espíritu. Es tan solo biológico. Tampoco puede estar
dentro de un embrión humano. No puede estar dentro del hombre.
La siguiente dificultad a la hora de aceptar la presencia de Dios en la vida
matrimonial está relacionada con que muchos adultos no han superado las primeras,
infantiles, etapas de desarrollo religioso. Los niños de entre cinco y siete años
comprenden a Dios de forma muy ingenua, de acuerdo con las reglas del
antropomorfismo material. Dios es un superhombre, su casa está en el cielo y baja a
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ver a los humanos para intervenir en algunos acontecimientos. Cuando decimos a las
personas que se han parado en esta etapa de su desarrollo religioso, que Cristo está
presente entre nosotros en el acto sexual, estas personas, a menudo de edades
avanzadas, se imaginan de forma infantil, que un anciano de barba gris yacerá entre
ellos o bien que tendrán que permitir que el «Gran Hermano», quien les observará a
escondidas y pensará cosas, acuda a su intimidad. A los adultos, cuyo desarrollo
religioso se ha frenado a nivel de la Primera Comunión, cuesta explicarles en qué
consiste una madura espiritualidad cristiana.
Entre los siete y los nueve años, la religiosidad es muy ritual y mágica. En este
periodo los niños entienden la relación entre el signo del sacramento y la
consecuencia espiritual como una dependencia mecánica. Si una persona no crece y
supera esta forma de pensar, entenderá el sacramento del matrimonio no como un
constante encuentro de los cónyuges consigo mismos y con Cristo, sino como un
ritual mágico que garantiza de forma automática una buena y feliz relación. Este tipo
de personas creen que es suficiente con pronunciar las palabras de la promesa,
entrelazar las manos con la estola, ponerse los anillos, recoger todos los céntimos
delante de la Iglesia para que el matrimonio se ame, viva felizmente e incluso para
que nunca se divorcie. Las personas con este tipo de «espiritualidad» no perciben que
el sacramento del matrimonio no se realiza solamente en el rito, sino en los cuidados
diarios y la preocupación del enlace matrimonial. Del constante aprendizaje de la
vida en común y en encomendar todos estos esfuerzos al Señor.
Existe otro grupo de personas que se imagina que, si se reconvirtiesen en serio y
entregasen su vida a Dios, seguramente deberían permanecer sentados en una Iglesia
durante horas adorando a Jesús. Tendrían que «salir» de este mundo, abandonar sus
profesiones, sus aficiones, prescindir de todo lo que la sociedad les ofrece y
emprender una vida, completamente nueva, fuera de ella. Abandonar la vida laica, o
sea profana, y entrar en el espacio sacro, de la Iglesia. Solo entonces podrían
considerarse unos verdaderos católicos, vivir verdaderamente cerca de Dios. Debido
a que no quieren hacerlo se sienten destinados a ser cualquiera, a una vida corriente,
puede que no mala, pero tampoco cercana a Dios.
Esta imagen de la santidad es también una soterrada falta de fe en la resucitación
de Jesucristo con quien uno puede encontrarse en cualquier parte del mundo, en
cualquier lugar y a cualquier hora. La vida santa no depende del lugar, está donde
encontramos a Jesucristo, donde vivimos para Él y donde respetamos Sus
mandamientos. Puede ser en un claustro, pero puede ser también en el lugar de
trabajo y al mismo tiempo el piso de una familia que a diario vive con Dios.
Dios santifica a los cónyuges no cuando prescinden de numerosos y valiosos
bienes de este mundo, sino mediante su consciente elección del bien y, a la vez, el
rechazo del pecado que separa al hombre de Dios y destruye el amor entre los
hombres. Por eso el camino hacia la santidad de los cónyuges es un camino para
adquirir nuevas habilidades de amor mutuo, para descubrir una nueva forma de amor
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que no existe a nivel general en el mundo, cuyas cualidades son completamente
diferentes, pero siempre, en el día a día vivido por los esposos, espacio donde se
quieren, viven y trabajan.
Hablar de la santidad del acto matrimonial, utilizar la simbología del lecho
conyugal como altar, lleva a algunas personas a asociaciones de comportamiento en
una Iglesia. Algunas personas están convencidas de que, ante la presencia de Dios, es
imprescindible comportarse de manera muy devota: no está permitido hablar en voz
alta, las manos han de estar unidas, no está permitido bromear, reírse, coquetear,
besarse, acariciarse y mantener relaciones sexuales. En cuanto oyen hablar de la
santidad del acto matrimonial, se imaginan inmediatamente que el sexo de esta forma
tiene que estar desprovisto de alegría, de juegos frívolos, de fantasías y de las
posturas atractivas para los cónyuges. Que ha de ser triste, al igual que los
tradicionales cánticos de Iglesia. Ni siquiera se les ocurre que una vida matrimonial y
familiar plenamente natural y normal puede llegar a ser santa.
Dios nunca destruye los buenos deseos que él mismo depositó en el corazón
humano, no limita el desarrollo del hombre, no bloquea su potencial. Al contrario, le
da la oportunidad de un pleno desarrollo. La vida con Cristo, realizada mediante la
construcción de una unión entre hombre y mujer, no tiene como objetivo desproveer a
la gente del amor, sino que tiene como objetivo la curación, el perfeccionamiento, la
purificación y ennoblecimiento de su amor humano y, por tanto, elevarlo hacia Dios.
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CAPÍTULO 2
SEXO MATRIMONIAL SIN TABÚES
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imperceptible para los demás. También en materia del sexo es necesario un trato
individual. Es importante que los amantes se sientan a gusto en su compañía, que se
sientan felices, queridos. Cuando las personas han de estar juntas de la forma más
íntima, no pueden intentar imitar a nadie, ni tampoco compararse con nadie. Es
preciso tenerlo en cuenta especialmente en un mundo que, a través de los medios,
impone modelos que poco tienen que ver con la realidad. Al intentar introducirlos en
la vida personal, uno tan solo puede llegar a decepcionarse. Por eso es sumamente
importante que los cónyuges, en primer lugar, se escuchen a sí mismos: sus deseos y
sus necesidades, la reacción de sus cuerpos; que busquen juntos tales formas de
expresar su amor que, a nivel personal, les ayudan a estrechar los lazos
matrimoniales. Los más adecuados para ellos, los más cómodos, los que ofrecen una
mayor riqueza de sensaciones sexuales, serán plenamente afinados a las expectativas
de ambos cónyuges[30].
Sin un diálogo sobre la vida sexual es difícil imaginar un matrimonio feliz. Por
eso es tan importante que los esposos se informen sobre lo que les gusta o no a nivel
personal durante las relaciones sexuales.
Lo que molesta en un diálogo sobre temas íntimos es a menudo una percepción
errónea de la masculinidad y de la feminidad que sugiere que el hombre debería saber
siempre lo que le produce mayor placer a la mujer y que, al mismo tiempo, la mujer
debería esperar a que el hombre adivine qué es lo más placentero para ella. La
búsqueda de una relación sexual más satisfactoria para ambas partes ha de ser
considerada como un camino necesario a la hora de reunir experiencia común en el
arte del amor. Los errores y los fracasos no pueden cargar con la responsabilidad
moral.
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persona querida. Esto se refiere especialmente a las relaciones sexuales. Demasiado a
menudo los cónyuges no disponen de tiempo para celebrar su amor, no se preocupan
por convertir estos momentos en algo extraordinario. La vida, en más de una ocasión,
nos obliga a actuar con prisas, sobre todo cuando los niños son pequeños, pero, pese
al cansancio y la falta de tiempo es necesario, de vez en cuando, pensar en una
verdadera celebración del sacramento del matrimonio, en la celebración de la fiesta
de amor. En estos casos merece la pena preocuparse por el ambiente, por una ropa
interior adecuada, aceites, perfumes. El acto matrimonial puede llegar a convertirse
entonces en una particular celebración del sacramento del matrimonio[31]. El inicio de
la celebración de un encuentro matrimonial incluye signos de cariño, como besos,
masaje, caricias sexuales. Todos ellos influyen en la armonía emocional de los
cónyuges y en la conciencia de la unión erótica[32]. El objetivo directo de este
comportamiento no es llevar rápidamente a la excitación, sino crear una atmósfera de
cercanía, de confianza, de calidez emocional que favorece la superación de la
vergüenza, del miedo y de la inseguridad llevando a reforzar el sentimiento de
amor[33]. Los besos depositados sobre el cuerpo de la persona amada equivalen al
respeto, el homenaje, la adoración, también la comunión, son signo símbolo de
paz[34]. «La caricia es la celebración del cuerpo del cónyuge»[35]: domestica,
tranquiliza, acerca, llama. Expresa ternura que descubre a la otra persona nuestra
intención de conciliación depositada en el corazón. Anuncia la paz que, con suavidad,
toca el cuerpo de la persona amada[36]. Un tiempo demasiado breve de caricias «no
asegurará que se propicie la atmósfera de conciencia de la unión matrimonial»[37].
En el caso de un hombre la eyaculación va acompañada de forma «automática»
por el placer. Por ese motivo, por naturaleza, desea mantener las relaciones con
mayor frecuencia posible. En caso de la mujer el hecho de tener relaciones sexuales y
el riesgo del embarazo, en muchos casos, no son «automáticamente» premiados por
la naturaleza con una fuerte vivencia de placer. A menudo decide tener relaciones
más por el amor hacia su marido que por su propia necesidad. Por eso es tan
importante que el hombre, durante la relación sexual, procure premiar a la mujer por
su entrega, esfuerzo y riesgo. El marido debería esforzarse especialmente en que,
durante el acto sexual, la mujer viva una satisfactoria cercanía emocional y el placer
sexual. En muchos casos esto puede producirse solamente si el acto sexual va
acompañado por esfuerzos adicionales por parte del marido: empezando por propiciar
un seguro, tierno y amigable clima de la relación sexual a través de caricias en sus
zonas erógenas preferidas, y terminando con la estimulación del clítoris. Son
elementos importantes del ars amandi de los maridos católicos.
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Cuando los cónyuges comienzan a acariciarse con el fin de llevar a cabo un acto
sexual completo (la eyaculación se produce dentro de los órganos de reproducción de
la mujer), cada comportamiento (el tipo de caricias, las posturas sexuales), cuyo
objetivo es la excitación, está permitido y cuenta con la aprobación de Dios. Durante
una relación sexual los cónyuges pueden demostrarse cariño de cualquier manera,
pueden regalarse incluso las caricias más rebuscadas. Pueden emplear la estimulación
manual y oral.
No existe una justificación religiosa para emplear indicaciones precisas que
determinen qué gestos y caricias durante la relación sexual están permitidos y cuáles
no deberían darse. Existen comportamientos que son muy aceptados por algunos
matrimonios y por otros no. Al igual que a algunas personas les gusta la cocina
italiana y a otras la china. En este caso lo único que importa son los sentimientos de
los cónyuges, su sensación de unión, la compresión mutua. Intentar trazar las
fronteras que constituyan un límite a la hora de expresar el amor, la exclusión arbitral
de eliminar algunas maneras de vivir el placer, de ninguna manera ayudan a los
esposos: tan solo, y de forma innecesaria, introducen barreras psicológicas, así como
dudas, miedo e inquietud moral y, en algunos casos, hasta la frialdad sexual.
La ética católica no pretende regular escrupulosamente la vida sexual de los
cónyuges: una realidad dinámica y diversificada. Acentuando su preocupación por un
acto sexual completo, les ayuda a ser conscientes de que solamente una plena unión
de cuerpos ofrece la posibilidad de crecimiento en la unión de corazones y almas. La
dirección está definida con precisión. Los cónyuges poseen una indicación importante
para cuidar de la mejor manera posible la mayor frecuencia de relaciones sexuales y
con esta intención (puede que no siempre se consiga) emprendan caricias fuertemente
excitantes.
El magisterio de la Iglesia no se pronuncia sobre cuestiones tan detalladas como
pueden ser los límites de las caricias durante los preliminares. Las opiniones que
implican la autoridad del Papa solo indirectamente se refieren a esta cuestión, por
ejemplo, cuando habla sobre el permiso para buscar el placer en base a la voluntad
del Creador, pero sin determinar de qué manera los cónyuges pueden llevar a cabo
este deseo. En estas situaciones, cuando no existe una declaración firme por parte del
magisterio, la opinión moral depende, en gran medida, de la sensibilidad personal, de
los conocimientos, de la percepción estética, de la educación recibida.
Las enseñanzas de la Iglesia no son comúnmente conocidas y por eso los
cónyuges católicos se preguntan si el sexo oral (del latín oralis, os, oris, boca)
durante los preliminares está permitido moralmente. Las dudas surgen a menudo
porque esta forma de acariciarse es propagada por muchos portales de Internet que
buscan maneras de atraer al cliente. En este contexto son percibidas como una
especie de sexo desenfrenado, desprovisto de amor que causa el distanciamiento de
los cónyuges. Sin embargo, el ambiente de una página pornográfica no es el ambiente
del amor conyugal. Estas dos realidades no pueden identificarse y mezclarse a partir
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de simples asociaciones. La estimulación de los órganos sexuales mediante boca o
lengua, como parte de los preliminares, está permitida moralmente y no debe ser
percibido como pecado. La enseñanza de la Iglesia caería en contradicción si
anunciara que ciertas partes del cuerpo de la persona amada, como los labios, las
manos, los pechos, los muslos, las nalgas, pueden ser besadas y otras, como por
ejemplo los órganos sexuales, no pueden ser besadas, acariciadas, tocadas; que
pertenecen a otra categoría y no pueden amarse de la misma forma y que estas
caricias no pueden proporcionar placer.
¿Cómo es en la práctica? Existen matrimonios que no desean emplear estas
caricias, pero, a la vez, existen otros a los que les gustan mucho. Los hombres
experimentan un gran placer cuando son estimulados oralmente por las mujeres.
Aprecian la entrega de las esposas. No se oponen ante la idea de estimular a sus
mujeres de esta manera, a menudo incluso lo desean. En caso de mujeres, solemos
observar reacciones muy diversas. A algunas mujeres no les gusta nada esta forma de
estimular a los hombres. A otras les repugna, otras se sienten humilladas. Numerosas
mujeres consienten este tipo de caricias por parte de su marido y disfrutan con ellas.
Existen mujeres que solamente mediante semejantes caricias son capaces de excitarse
y llegar con ganas al acto sexual. Algunos cónyuges descubren que esta forma de
caricias aumenta la frecuencia de las relaciones sexuales en periodo no fecundo y
comienzan a practicarla cuando, tras un periodo de abstinencia, están satisfechos
sexualmente y son capaces de prolongar la fase de los preliminares.
Es preciso destacar que las caricias de los genitales son la forma más íntima de
cercanía. En este caso es muy importante tener en cuenta los sentimientos de ambas
partes y el acuerdo mutuo para emprenderlas. Una profunda intimidad y
particularidad de estas caricias requiere un diálogo conyugal. Los esposos deberían
saber cómo se sienten durante estos momentos. Cuanto más íntimas sean las caricias,
más delicadeza, percepción del momento y sensibilidad se requiere.
3. El orgasmo no lo es todo
Durante la fase de caricias los cónyuges potencian la percepción mutua del placer.
Con este fin deberían conocer sus zonas erógenas cuyas caricias provocan el mayor
placer: «Hasta que ambos, por separado o conjuntamente, llegan al momento de
excitación cuando se pierden el uno dentro del otro y sus cuerpos se entrelazan […].
Descubren que han sido llamados desde la profundidad de la soledad para permitir
que la otra persona les llene y convertirse en uno […]. Descubren que su existencia
corporal ha sido llamada al encuentro de otra persona de la que se preocupan[38]».
La cultura del consumismo promociona el orgasmo como el colmo del acto
sexual. Si miramos el acto sexual solamente desde el punto de vista del placer, el
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orgasmo se considera el momento más importante de una relación sexual. Esta idea
es errónea. El momento más importante y culminante es el de la penetración dentro
de la vagina de la mujer. Es el momento de la unión, de convertirse en una sola carne,
pero no únicamente en el sentido de una gran cercanía física, sino también de una
unión psíquica y espiritual. Es importante que los cónyuges sean conscientes de la
relevancia de este momento y deseen permanecer por el mayor tiempo posible en la
unión mutua. Durante el instante en el que el pene penetra en la vagina, nace la
sensación de estar juntos, la alegría del encuentro, es el momento de mayor
importancia para refrescar y profundizar en la unión del matrimonio. El sacramento
del matrimonio permite descubrir lo más importante. El objetivo de las relaciones
sexuales no es el placer en sí, sino algo mucho más duradero: construir una unión,
vivir la unidad en un encuentro íntimo de dos personas que se aman.
El hombre encuentra dentro del cuerpo de la mujer algo parecido a un hogar: se
introduce en un lugar cálido y acogedor. La mujer, al recibir al hombre, al abrazarle
de manera que solo ella es capaz de hacerlo, se siente llena. El hombre experimenta
en sus brazos la feminidad, la mujer experimenta la masculinidad[39]. Es así como se
forma la unión.
El hecho de concentrarse excesivamente en el aspecto físico de las relaciones
sexuales nos lleva a disminuir sus aspectos más importantes. Llegar al orgasmo no
constituye una norma que valora la calidad de la comunicación interpersonal. El
orgasmo es una sensación que acompaña al encuentro, lo completa, echa raíces
dentro del cuerpo, «otorga una claridad a una experiencia más profunda y compleja
como es la unión de corazones»[40].
Esta manera de pensar es especialmente importante para las mujeres, en cuyo
caso vivir el orgasmo depende de muchos factores: la edad (muchas jóvenes esposas
se preocupan innecesariamente por su ausencia al no saber que la mujer alcanza la
madurez sexual más tarde que el hombre), el estado actual de salud, problemas en el
trabajo o en casa, la relación con el marido, el estado de la conciencia. Una
percepción positiva y afirmativa de la sexualidad, del cuerpo, de la feminidad tiene
una gran importancia. No podemos olvidar que existen mujeres que durante el acto
sexual no experimentan un placer particular, pero, pese a todo, se sienten felices y
disfrutan con alegría de la intimidad, de la sensación de seguridad, del amor.
El hombre debería recordar que el principal criterio que confirma su masculinidad
no es solamente la capacidad de llevar a la mujer al orgasmo, sino demostrarle el
amor, la posibilidad de establecer una profunda relación espiritual y psíquica, o sea,
una unión con ella mucho más plena. A la hora de adorarla, de cuidar de ella, le
facilita su desarrollo sexual.
El hecho de concentrarse sobre todo en el encuentro con la otra persona permite a
menudo resolver muchos problemas, desarrolla sexualmente a la mujer y espiritualiza
al hombre. Prestar toda la atención al llegar al orgasmo y, en función de su intensidad,
valorar la calidad de la relación mantenida, desprende a la mujer y al hombre de la
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disposición de recibir la experiencia del encuentro espiritual y psíquico con la
persona amada. De forma paradójica les roba lo que, a nivel físico y emocional, más
desean: la entrega mutua. «Esta entrega le otorga el estremecimiento de la emoción y
esto precisamente es la “fuente de la exaltación” […]. La intimidad, el encuentro con
el otro, una cercanía creciente y excitante que no sabemos adonde nos lleva, la
autoafirmación del propio “yo” y su entrega en propiedad a la otra persona, todo esto
fija en la memoria la vivencia sexual[41]».
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dos personas, y no solamente una expresión de deseo del cuerpo humano[45]. El
placer de una relación sexual tiene un bello papel a desempeñar, pero solamente
cuando se comparte con la otra persona, cuando la obsequiamos, cuando se vive en
un diálogo, en una comunión con ella. Cuando una relación sexual pretende crear una
profunda relación interpersonal —una verdadera unión de amor— el placer
experimentado por los cónyuges se identifica con el bien llevado a cabo. Se les
presenta maravillosa y deseada, y realmente llega a serlo[46]. Esta manera de
entenderlo lleva al hombre al encuentro con Dios. El misterio del amor de los
cónyuges cristianos sobrepasa la experiencia de los sentidos.
En cambio, la palabra «deseo» en el lenguaje teológico describe el estado del
corazón, las esferas más profundas, más espirituales dentro del hombre. Se
exterioriza también mediante el cuerpo como manifestación de la vanidad, de la
codicia, de la envidia, de la lujuria. El deseo es fuente de pecados que destruyen la
unidad, el amor, la paz entre la gente. Estos pecados pueden ir acompañados por un
placer carnal, pero no él, sino el mal comportamiento se somete a la valoración
moral; por ejemplo, se valora el hecho de la infidelidad, pero no el placer que
acompaña a la infidelidad. Tratar el placer sexual como una manifestación de una
naturaleza pecaminosa, confundir las decisiones del hombre, de las que es
responsable, con las reacciones del organismo humano, no tiene nada que ver con el
catolicismo. Es como si culpáramos a alguien por tomar la decisión de ver
pornografía y no fijarnos que con los mismos ojos podemos admirar la belleza de la
persona amada. Cuando no vemos con claridad que a través del ojo humano se
expande el bien o el mal que, posteriormente, se exterioriza, uno cae en la herejía de
los maniqueos que culpan de todo al cuerpo humano.
La pasión del lecho conyugal no ha de ser interpretada de forma negativa como
un deseo brutal que ahoga la mente, aprisiona la capacidad del hombre para elegir
entre el bien y el mal y degrada el acto sexual a un nivel de reacción puramente
biológica que no guarda relación con las cuestiones del espíritu[47]. Esta manera de
entender el deseo aparece en ocasiones en aquellas personas que han tenido
problemas de carácter sexual, por ejemplo, cuando durante mucho tiempo y sin éxito
han luchado con la masturbación o han practicado el sexo sin amor. Interiorizan que
el sexo es algo sucio, que conduce al vicio o al abuso, lo relacionan con una realidad
peligrosa. Pese a que realizan trabajo personal, modifican su comportamiento, siguen
pensando en términos de dominar los deseos destructivos, en vez del amor, la entrega,
la alegría por un obsequio divino que acerca el uno al otro. Temen que el mal, que ya
rechazan, volverá a ganar en su vida. Esta actitud, característica para las personas que
van tomando conciencia, impide descubrir dimensiones superiores de la experiencia
sexual. Se convierte en una etapa en el camino hacia la libertad, hacia una vida
verdaderamente cristiana.
Las personas «de corazón limpio» viven la intimidad y el deseo de forma mucho
más sencilla: como un obsequio que proviene de Dios. Se les presenta como un gran
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valor que «llega al hombre con tanta fuerza que le saca del ritmo natural de la vida, y
le lleva a perder, en cierto sentido, la sensación de pisar el suelo bajo sus pies y a
abandonar […] el estado de un juicio sereno y la capacidad de tomar decisiones en
frío. El efecto de semejante estado no es la anulación de la mente, sino al revés, su
extraordinaria elevación hacia los territorios de compresión intuitiva que para nada es
irracional, sino que está obsequiado con una luz ultrarracional. Esta forma de sacar el
espíritu de su estado habitual no permanece en ninguna discordia con la mente, ya
que no solo no oscurece nuestro espíritu, sino, al contrario, lo obsequia con la
plenitud de la luz. Es cierto que las cuestiones del día a día pasan en este caso al nivel
espiritual, dejando sitio a una gran vivencia directa. Este “éxtasis”, en el sentido más
amplio de la palabra, en su propia esencia se opone a cualquier tipo de
aprisionamiento y vulneración de nuestra libertad […]. El éxtasis, mediante su
carácter de obsequio, es una elevación a una forma superior de libertad donde no
solamente la voluntad, sino también el corazón, dan respuestas adecuadas. Nos libera
de los lazos que nos aprisionan […]. Nos encontramos empujados hacia arriba y
envueltos en una libertad superior. En el primer caso una fuerza nos empuja cada vez
más al fondo, por debajo del nivel de nuestra vida normal, y en el segundo, nos
elevamos por encima de la cotidianidad mediante algo que nos supera»[48]. Durante el
acto de matrimonio el hombre puede alcanzar en tiempo y espacio cierto misterio
que, por un momento, le hace feliz. Hablar tan solo del deseo, de la búsqueda del
placer, es limitar la descripción de la relación íntima. Reducir el acto sexual
solamente a las experiencias materiales y biológicas puede compararse con el
conocimiento de determinadas letras, pero sin la capacidad de saber componer con
ellas una palabra. Solo cuando uno sabe leer con fluidez, se entiende la riqueza de las
palabras compuestas por los mismos signos. Palabras como placer, pasión, orgasmo
son en sí estas letras. No es hasta el instante en el que uno consigue reunir la
experiencia humana del amor, cuando es capaz de leer palabras como amor, unidad,
fidelidad, entrega, encuentro con Dios[49]. Por tanto, la pasión no es ni el fin, ni el
medio, es una especie de lenguaje que rebota el sonido proveniente de dos seres que
han sido elegidos el uno para el otro y que juntos celebran su unión[50]. Reducir el
éxtasis a solamente una experiencia fisiológica reduce la experiencia humana del
amor.
El amor entre los cónyuges, expresado en un acto sexual, causa la elevación de la
corporeidad humana hacia el cielo. El éxtasis relacionado con la alegría de la relación
sexual puede ser comparado con la felicidad de la vida eterna. Por eso, el acto sexual
de los cónyuges que se quieren, les permite darse cuenta de la dulzura del encuentro
con Dios.
En ocasiones, a lo largo de la historia, se ha intentado describir la felicidad del
cielo, por ejemplo, comparando este estado a una solemne atmósfera causada a partir
del canto de un coro gregoriano. Las personas que admiraban este tipo de música
podían sentir durante un momento cómo eran trasladadas a un estado diferente, a un
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estado mejor de la existencia humana. Seguramente no pensaron que en el cielo
escucharían constantemente una bella música. Al igual, un acto matrimonial lleno de
amor nos da la oportunidad de comprender la felicidad de la vida eterna. ¿A quién de
los humanos no le gustaría vivir con Dios, a través de un amor lleno de calor, de
intensidad que, de forma infinita, atraviesa el cuerpo humano? Por eso «durante el
acto sexual los cónyuges perciben de forma existencial, muy viva, incluso sienten lo
maravilloso que es ser uno con Dios, con todo corazón. Esta experiencia […] es la
imagen perfecta de la unión con Dios»[51]. La vivencia del acto matrimonial ofrece a
los cónyuges el matiz de la participación en la liturgia celestial[52].
La felicidad del futuro contacto con Dios será tan grande y tan maravillosa que
cada experiencia humana en vida dejará de tener cualquier valor comparado con ello.
Gracias a la espiritualidad que les une, los cónyuges cristianos son capaces de
disfrutar de una mayor alegría de la vida sexual que el resto de la población[53]. Los
cristianos pueden vivir el placer sexual rodeados de profundos sentimientos de amor
mutuo[54]. El amor otorga un nuevo sentido a vivir el placer y lo libera por completo.
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después de la relación sexual. Cuando una mujer rememora los maravillosos
momentos del amor, el hombre ya está pensando en un siguiente encuentro íntimo.
La sensualidad femenina es diferente que la del hombre y no puede medirse con
la medida masculina de satisfacción sexual. «Las vivencias de un hombre se parecen
al fuego de hojas secas cuya llama se prende con facilidad y después, con la misma
rapidez, se apaga. En cambio, las vivencias de una mujer pueden compararse a un
carbón en llama. Su marido ha de encender este fuego con paciencia, con amor. Y
cuando estalle con una llama clara, se iluminará intensamente y desprenderá calor
durante largo rato[57]». El amor que ambos cónyuges se demostraron durante el acto
sexual influye en su vida diaria. Tras una buena relación sexual, llena de amor, el
mundo parece tener más colores, parece mejor. El ambiente en casa mejora. Los
maridos se suavizan, las mujeres se vuelven más comprensivas y alegres. Los
hombres notan el aumento de la energía vital, una mayor pasión por el trabajo, la
disposición de emprender tareas difíciles que, hasta el momento, han estado
aplazando. Las mujeres que se sienten amadas en todo momento permanecen, con el
pensamiento y el corazón, cerca de su marido, se implican en la vida familiar con una
mayor pasión y resuelven los problemas diarios con mayor facilidad, aumenta su
alegría de vivir[58]..
La experiencia del acto sexual humano no está plenamente descrita si no tenemos
en cuenta la dimensión espiritual. En la descripción de esta experiencia, podemos
centrarnos en los síntomas fisiológicos (la descarga de la tensión sexual), o bien en
los frutos psíquicos (la tranquilidad, la satisfacción, la moderación, la vivencia de la
intimidad). A la hora de enumerar todas las ventajas de una plena entrega durante el
acto matrimonial, merece la pena que, como católicos, percibamos no solamente la
descripción del bienestar físico y psíquico, sino también la gloria de recibir los
regalos espirituales que están enumerados en la epístola a los gálatas (5, 22-23): el
amor, la alegría, la paz, la paciencia, la bondad, la benevolencia, la fidelidad, la
tranquilidad, el dominio de sí mismo. De acuerdo con el sacramento del matrimonio,
el acto sexual se convierte en un gesto de Cristo a través de quien «el Santo Espíritu
multiplica su presencia en los corazones de los cónyuges, despierta el amor que
inundará toda su existencia terrestre»[59]. Esta profunda paz de los corazones, solo
conocida por los cónyuges cristianos, que les envuelve en el momento de la unión
espiritual y carnal, es la misma paz que reciben durante el encuentro con Cristo
durante la oración, en el sacramento de la penitencia o la Eucaristía. ¡Es un signo de
la llegada de Cristo, esta vez en el sacramento del matrimonio!
La sexualidad, vivida como regalo de Dios, eleva al hombre por encima de sí
mismo. Es cuando se convierte en una expresión de amor y su manifestación posee
una enorme fuerza unificadora[60]. Gracias al amor «de otro ser humano, el hombre
llega a la conclusión de que “existe” plenamente y que el mundo constituye su
hogar»[61].
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En el prisma de la fe cristiana es necesario rechazar la postura unilateral de miedo
hacia la sexualidad. Los intentos de describir las vivencias relacionadas con la
sexualidad mediante un lenguaje que crea el ambiente de falta de confianza, peligro,
sentido de culpabilidad, desconfianza, son opuestas a la fe[62]. A través de este tipo de
lenguaje no se entrevé «el amor hacia la sexualidad como regalo de Dios, como
talento evangélico que ha de multiplicarse y no quedar enterrado»[63]. El desarrollo
del hombre no se dirige hacia un reprimir su instinto sexual, renunciar la alegría
proveniente del sexo o bien domar y controlar los malignos y destructores instintos,
sino hacia un sacar cada vez más capas nuevas de amor, depositadas por Dios en el
corazón humano[64].
La propuesta del Evangelio referente a la vida sexual abre unos amplios
horizontes para el amor humano. Reafirma que la energía sexual es una fuerza
realmente maravillosa y buena que permite vivir, al mismo tiempo, el placer, la
satisfacción, así como la unión espiritual con la persona querida, tanto la alegría de
recibirla, como de entregarse a ella. Los sentimientos vividos dentro del cuerpo son
un regalo del mismo Dios Creador. Dios se manifiesta a los cónyuges a través del
cuerpo de Cristo, en el que encuentra el sentido del misterio de «ser un solo cuerpo».
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CAPÍTULO 3
DÍAS FECUNDOS, DÍAS NO FECUNDOS…
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solamente durante dos, tres ciclos en la vida (suponiendo que durante este ciclo se
haya producido la concepción), y el resto de los actos sexuales corresponden al
periodo no fecundo. La nueva situación provoca problemas desconocidos hasta el
momento. Los hombres suelen desear mayor frecuencia de relaciones sexuales.
Muchas mujeres, durante el periodo no fecundo, ya no están tan abiertas al
acercamiento. Surge la añoranza de restablecer un valor perdido: la posibilidad de
relaciones sexuales más regulares, al igual que antes, también durante el periodo
fértil, pero sin las consecuencias de tener un hijo.
El método más popular de restituir la alegría de las relaciones sexuales es
eliminar la fertilidad mediante la anticoncepción hormonal. Sin embargo, al eliminar
el pico de estrógenos, disminuye, al mismo tiempo, la libido y el interés por el sexo
en general. Otro grupo de personas aprovecha la posibilidad que ofrece la naturaleza
humana y mantiene relaciones solamente durante el periodo no fecundo. Esta
decisión implica ciertas dificultades.
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Es fascinante que, tanto el hombre, como la mujer, recuerden la época de las
relaciones con la intención de concebir a un hijo como especial, extraordinario e
irrepetible en su vida. En las vivencias relacionadas con el acto sexual en el periodo
fecundo, se puede descubrir algo increíble. Un extraordinario soplo de amor, un
escalofrío de emoción y de los sentidos que haga que estos momentos se graben en la
memoria.
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cambios cutáneos), así como enfermedades del aparato digestivo y del sistema
nervioso[70].
Adicionalmente, durante la menstruación, se dan las desagradables dolencias en
el bajo vientre. En caso de algunas mujeres jóvenes (3-10 por ciento) el dolor en el
bajo vientre va acompañado por náuseas, vómitos, diarrea y debilidad[71]. En este
periodo la mujer puede sentirse no satisfecha, no querida, e incluso pecadora y
alejada de Dios. Es un tiempo difícil para el amor conyugal, desagradable para las
relaciones sexuales. Sin embargo, algunas mujeres pasan sin grandes molestias esta
etapa del ciclo y su sangrado no llega a ser abundante. Incluso en este periodo están
dispuestas a tener relaciones sexuales y lo aprovechan para acortar el periodo de la
abstinencia.
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en el organismo de la mujer, pero también puede ser potenciada a causa de los errores
durante el periodo de abstinencia sexual, a una mala relación con el marido, las
inquietudes morales o las preocupaciones del día a día. Estos factores, ajenos al sexo,
también tienen una gran influencia para el aumento o la desaparición de la
disponibilidad para mantener relaciones sexuales.
Para un hombre este periodo también es difícil. El hombre, al tomar la iniciativa
de una relación sexual, desea percibir los sentimientos de la mujer, una entrega con
ganas y pasión al hombre amado. Cuando percibe la aceptación de la mujer de
mantener una relación sexual como una decisión tomada para «que la deje tranquila»
se siente ofendido, despreciado, humillado. A menudo simplifica el problema
considerando que la principal causa de este comportamiento de su mujer es la falta de
amor. Muchas mujeres, al escuchar ese tipo de reproches, se sienten afectadas. Son
conscientes de que quieren a sus maridos, saben demostrarles el amor, pero les es
difícil demostrarlo mediante relaciones sexuales tan esperadas por los hombres. Aquí
la mujer vuelve a pensar que si su marido se ocupara de algo útil —como puede ser
limpiar la casa, ayudar a los niños con los deberes, lavar el coche, etc.— no pensaría
tanto en las relaciones sexuales. Ella misma se «apaña» bastante bien sin el sexo.
Tiene tantas cosas que hacer que le faltan tiempo y ganas para pensar en las
relaciones sexuales. Esta proyección, típica para la mujer, le imposibilita entender al
hombre, respetar sus necesidades sexuales y responder a ellas. De la misma forma
que a los hombres les cuesta entender las reacciones de las mujeres resultantes de los
cambios hormonales, a las mujeres les cuesta entender que en los hombres exista una
necesidad de relaciones sexuales tan grande. Les cuesta aguantar sin ellas, y mucho
más si se sienten incomprendidos por sus esposas. Las mujeres no son conscientes de
los problemas de sus maridos con la masturbación.
Solo mediante una buena comunicación, ayudar al marido a identificar el origen
del problema, una rigurosa observación de los periodos fértiles que ofrece al marido
esperanzas para mantener relaciones sexuales, puede transmitírsele la sensación de
que a la mujer no le es indiferente su sufrimiento y que no lo desprecia. En este
periodo es imprescindible mostrarle a la mujer la aceptación y ofrecer ayuda por parte
de los prójimos: cariño, amabilidad y comprensión; sobre todo por parte del marido.
Solamente el hecho de que los cónyuges tomen conciencia y acepten que los cambios
que acompañan el ciclo sexual tienen una base fisiológica, la intensidad de las
molestias disminuye. Despoja a la mujer del sentimiento de culpabilidad a causa de
que no sabe ser como le gustaría o como los más próximos quisieran verla.
El marido, consciente del origen de las molestias de su esposa, no la acusa de
falta de bondad, sino que es capaz de reaccionar con tranquilidad y aguardar con
paciencia la llegada de mejores días. Consciente de la fisiología de la mujer, se
preocupa de que la esposa evite durante estos días un excesivo esfuerzo físico y
mental, así como situaciones estresantes y conflictivas. Una mujer, amante de su
marido, no debería durante este periodo excederse en el trabajo, ocuparse de la
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limpieza de la casa, buscarse ocupaciones adicionales. Algunas mujeres experimentan
una necesidad instintiva de «ordenar el nido», como si planearan la concepción de un
bebé en la siguiente fase del ciclo. Precisamente en este momento, cuando por su
naturaleza están excesivamente cansadas, empiezan a poner lavadoras, a planchar,
limpiar, ordenar. Si la mujer no se preocupa por limitar su actividad a las tareas
imprescindibles y necesarias, es seguro que por la noche estará cansada y
completamente incapaz de mantener relaciones sexuales. Todo lo que supone una
dificultad es mejor aplazarlo conscientemente para más tarde y emprenderlo en la
fase del ciclo previo a la ovulación.
Iniciar una relación sexual a menudo requiere cierto esfuerzo, tanto por parte del
hombre, como de la mujer. El hombre tiene que conquistar con habilidad a la mujer,
esperar, emplearse más en excitarla. La mujer, para emprender una relación sexual,
tiene que vencer en sí la falta de semejante aproximación. Ambos llevan a cabo un
«desplazamiento» para reencontrarse en su papel de marido y mujer. Cuando superan
estas dificultades, una vez realizado el acto sexual, se sienten satisfechos. En el
obsequio mutuo de sí mismos, encuentran de nuevo su amor. Pese a que tener
relaciones sexuales en el periodo no fecundo les supuso una mayor dificultad,
después de todo, no se arrepienten del esfuerzo empleado, ya que finalmente este
tiempo resulta ser un maravilloso tiempo de amor. La experiencia de muchos
matrimonios demuestra que la relación sexual en este periodo puede ser feliz, pero es
imprescindible cumplir con las condiciones básicas: por un lado, pensar
detalladamente en todos los problemas de esta fase y, por otro, emprender
conscientemente el esfuerzo de construir la unión matrimonial.
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fisiológicas favorables, sino también de su relación con el marido, si se siente querida
y entendida, si es tratada con cariño y también de si es capaz de integrar la vivencia
de la sexualidad con la vivencia religiosa.
Las personas creyentes en Dios, gracias a la cultura en cuyo centro se halla la
religión católica (que muestra el acto sexual como el momento de encuentro con Dios
y con el cónyuge), saben superar sus condicionantes biológicos y superar las
dificultades del periodo no fértil. La práctica sacerdotal demuestra que esta actitud
hace que los cónyuges rápidamente se abren el uno hacia el otro. Los maridos se
vuelven más cuidadosos y prestan una mayor atención a las vivencias de sus esposas.
Las mujeres se entregan más a la vida sexual y toman conciencia de su importancia.
Los cónyuges creyentes encuentran apoyo en la oración conjunta (no necesariamente
antes del acto sexual), durante la cual invitan a Dios al momento sagrado, le ruegan
por la capacidad de obsequiarse mutuamente y de disfrutar de sí mismos, se entregan
a la protección divina y le entregan a Dios su aceptación de recibir una nueva vida en
caso de producirse la fecundación. Es la manera práctica en la que se lleva a cabo el
sacramento del matrimonio: los cuerpos de dos personas constituyen un signo
invisible de unidad y amor, abierto al encuentro con Dios. El Espíritu del Evangelio
de verdad se personifica en la unión del matrimonio. Las poco conocidas enseñanzas
de la Iglesia católica apoyan la preocupación de los cónyuges por la plenitud de su
amor expresado en un acto sexual.
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matrimonio. El auténtico amor conyugal crece y, junto con él, el deseo mutuo de
entrega en el acto matrimonial[74].
El marido, durante el periodo de abstinencia, adquiere una mayor capacidad de
expresión de sentimientos y de controlarlas tensiones sexuales, y sabrá llegar, con una
mayor delicadeza, a su mujer en el periodo no fértil. Sucede a menudo que, cuando
un hombre «hambriento» quiere cumplir el objetivo demasiado deprisa, solo consigue
agravar los problemas emocionales de la mujer, relacionados con la desgana para
emprender relaciones sexuales, y distanciarla aún más. La capacidad de conversación
y de ternura, adquirida durante la espera del encuentro sexual, sin excesivas caricias
sexuales hace que se vuelva más sensible, sabe satisfacer las necesidades
emocionales de mejor manera. Si la mujer quiere al hombre y realmente quiere salir
al encuentro de sus necesidades, los esfuerzos del marido le permiten abrirse y tomar
la decisión de tener relaciones.
En muchos matrimonios, la esposa desea intensamente el acto sexual, sobre todo
durante la ovulación. Si se siente querida durante esta época especial, descubre que el
amor a su marido le ayuda a sobrellevar la resistencia de la naturaleza. De la misma
manera que su marido en la época fértil, mientras espera la disposición de su esposa,
se vuelve más maduro emocionalmente, cuando aprende el difícil arte de abandonar
las relaciones sexuales a favor de otros signos de amor, también ella madura mientras
en el periodo no fértil aprende a ser activa a la hora de superar sus dificultades
femeninas. Ambos, de forma constante, se envían señales muy importantes, de
percibir sus necesidades y procuran darles respuesta. Solo este modo de vivir, basado
en el respeto del ritmo de fertilidad «hace que el amor conyugal siempre sea creativo,
siempre naciente»[75].
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del paso del tiempo. Si quiere entonar de forma adecuada a su depresiva mujer,
debería demostrar ser un hombre sensible que no solamente «piensa en una cosa».
Cuando procura ser así, no tiene seguridad de que sus esfuerzos vayan a llevarle al
consentimiento para la relación sexual. En cualquier momento puede suceder algo
que provoque un cambio en el humor de la mujer y causará la negación. Suele ocurrir
que esta situación le desanime para seguir cortejándola. Es cuando se aparta de su
esposa: ofendido, enfadado y decepcionado. Se encierra en su cuarto, se sienta
delante del ordenador, el «único amigo del hombre». Y la mujer, en vez de alivio y
tranquilidad por fin conseguidos, experimenta la soledad y la falta de amistad. Se
arrepiente de que el marido haya abandonado tan rápido los intentos de conquistarla.
Si al mes siguiente se repite el mismo guion el conflicto matrimonial se
intensificará aún más. Los cónyuges, pese a quererse mucho y echarse de menos, a
causa de una interpretación errónea de sus intenciones y comportamiento, se apartan
en contra de su voluntad.
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El perfume influye agradablemente en los sentidos al acercar a las personas, pero
también permite solucionar los problemas más cotidianos de algunos matrimonios.
En ocasiones surgen dificultades a la hora de aceptar el olor corporal del cónyuge no
solamente a causa de falta de higiene íntima, sino por culpa de una particular
hipersensibilidad, por ejemplo, como la que algunas mujeres experimentan durante el
embarazo.
Para apreciar el papel del perfume merece la pena inspirarse en la sabiduría del
Cantar de los Cantares. Una mujer, enamorada de su marido, compara su cercanía a
sus olores preferidos. «Bolsita de mirra es mi amado para mí, que reposa entre mis
senos. Racimo de alheña es mi amado para mí, en las viñas de Engadí» (1, 13-14). La
mirra es una savia aromática en polvo que las mujeres llevaban en el pecho para
inspirar su olor. La alheña es el nombre árabe para una flor blanca de olor muy fuerte
y agradable. El olor de estas plantas era relacionado con el amor por las mujeres.
La experiencia de los cónyuges católicos a la hora de celebrar el acto matrimonial
es muy rica. Hoy en día sabemos mucho sobre la influencia de los olores en los
sentidos. Para despertar a los sentidos femeninos es conveniente utilizar el olor del
jazmín, vainilla o sándalo, bergamota, rosa, flores de naranja dulce y el árbol del
ylang-ylang. Merece la pena llenar de su olor el espacio del cuarto de baño y del
dormitorio. A los hombres les influyen fuertemente los aromas del sándalo, de nuez
moscada y hierbaluisa. En el buqué de muchos perfumes podemos encontrar
fragancias que actúan sobre el sexo contrario.
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problemas más profundos. Tan solo pueden ser un añadido a la multilateral
preocupación por una buena relación matrimonial. Una pizca de sal puede convertir
un plato en exquisito, pero su exceso perjudicará la salud.
La dopamina —un neurotransmisor generado en el cerebro— decide sobre la
fuerza de la libido. Su nivel aumenta si la relación matrimonial es buena (baja el nivel
de estrés, y por tanto, las riñas y las discusiones). Por eso, muy a menudo, tras una
conversación sincera, tras un honesto intercambio de opiniones, un verdadero
diálogo, los cónyuges sienten cómo les invade el sentimiento de enamoramiento y, a
la vez, un mayor deseo de relaciones sexuales. Al mismo tiempo, la pareja puede
ayudarse también con diferentes medicamentos. El nivel de dopamina crece gracias a
un preparado de hierbas Castagnus. Gracias a él ceden las dolencias del ciclo
menstrual, la mastalgia (dolor mamario) y el síndrome premenstrual.
Los síntomas del síndrome premenstrual pueden ser combatidos mediante una
dieta adecuada. En este periodo es preciso limitar la ingesta de sal y de azúcar. El
dolor mamario puede disminuir notablemente si abandonamos la cafeína y la teína, o
sea si dejamos de beber el té negro y el café. En cambio está permitido tomar melisa
o manzanilla. También se recomienda el aceite de onagra. Modera el dolor y mejora
el bienestar. La misma influencia pueden tenerla las hierbas tales como: Agnus casus
o Galium aparine. Es importante aumentar la ingesta de alimentos ricos en fibra,
vitaminas del grupo A, B y D, así como microelementos, especialmente magnesio.
Merece la pena recordar que un esfuerzo físico sistemático, también durante la
época fértil, por ejemplo, el aerobic, influye en el bienestar durante el periodo no
fértil. Suaviza las dolencias de este periodo.
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albaricoque, el melocotón y las fresas. No podemos olvidamos de las hierbas y de los
condimentos, entre ellos: ocimum, chili, rábano picante, canela, ajo, nuez moscada,
mostaza, cilantro, la raíz de Levisticum Hill, pimienta negra, romero, vainilla,
ginseng, jengibre[76].
Pequeñas dosis de vino o de champán pueden actuar como afrodisíaco. Sin
embargo hay que acordarse de que el exceso de alcohol, en vez de estimular,
disminuye el deseo y la habilidad: en caso de los hombres causa problemas de
erección, en caso de las mujeres, problemas con la lubricación de la vagina. La
cerveza causa pesadez. Algunas mujeres no soportan su olor. Un claro enemigo de la
sexualidad son los cigarrillos. Para llegar a la erección es preciso que la sangre llegue
a los órganos sexuales. El hecho de fumar estrecha los vasos sanguíneos y dificulta el
flujo de sangre lo cual perjudica la forma física dentro del dormitorio.
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CAPÍTULO 4
MANERAS PARA ESTAR CERCA 365 DÍAS AL AÑO
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La relación matrimonial durante el periodo de abstinencia sexual es muy específica y
requiere una aproximación particular. Lo ideal en esta fase no es ni la plena libertad
sexual, relacionada con la búsqueda de máximo placer, ni tampoco la reducción de
las relaciones entre los cónyuges a una relación de hermanos, de forma que carezca
de sentimientos sexuales: no se trata de eliminarlos, de desproveer la relación de
elementos sexuales. Los cónyuges siguen siendo marido y mujer durante este periodo
y por eso tienen que aprender a quererse de manera adecuada para el matrimonio[78].
Ya que no pueden mantener relaciones, con más razón, necesitan signos y gestos
claros de que se desean, de que quieren entregarse el uno al otro, de que esperan con
añoranza el encuentro sexual. Por eso es sumamente importante que durante este
periodo tan difícil, empleen una amplia gama de maneras variadas de expresar su
amor.
Precisamente en esta época de abstinencia, los cónyuges deberían prestarse
mucha atención, encontrar el momento para hablar, para comer juntos. El marido
debería procurar satisfacer las necesidades emocionales de su mujer, dejar claro que
se acuerda de ella y de que la echa de menos. Estos signos de amor no pueden
desvincularse de los esfuerzos y obligaciones de la vida diaria; por ejemplo, cuando
la mujer se encuentra cansada de los cuidados de los niños, el marido podría ocuparse
de ellos, proporcionándole a ella momentos de alivio para estar a solas consigo
misma. La mujer, justo en esta época, debería ser especialmente amable y
comprensiva con su marido. Debería apreciar el esfuerzo de la abstinencia, respetar
su trabajo profesional, fijarse en los logros, en su preocupación por la casa y la
familia, pero, al mismo tiempo, hablar de sí misma, sobre sus deseos sexuales.
Durante el período de abstinencia no pueden faltar muestras de intimidad, como
el tacto, el abrazo, caricias, besos, palabras tiernas, notas de amor, etc. Todos ellos
son señales de que los sentimientos están vivos, los gestos de amor, delicados y
sutiles, que nacen respecto a la «persona del sexo contrario». Se diferencian de los
besos, gestos y caricias emprendidas con el fin de mantener una relación sexual, cuyo
objetivo es una rápida estimulación de los sentidos. Estos gestos y signos tranquilizan
y pueden convertir este tiempo en mucho menos frustrante para el matrimonio.
Solamente el descubrimiento de otros signos para expresar el amor aparte de la
relación sexual es la clave del éxito: profundizar en el amor en el sentido psíquico y
espiritual, de otorgar, al amor carnal, un nuevo significado[79].
El tiempo de espera de una relación sexual es, de acuerdo con este concepto, un
tiempo especial de adoración, cortejo, ternura, muestra de respeto y reconocimiento.
La sensibilidad ante las necesidades del otro, la capacidad de obsequiarse con la
ternura y el respeto son un barómetro de una relación creativa entre marido y mujer.
Los esposos que se aman se dan cuenta entonces de que les une un lazo muy
profundo, una comunidad de amor, que se sienten en los temblores más ocultos del
alma. Se sienten unidos a nivel espiritual y psíquico, envueltos en la sensación de
cercanía.
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Justo en el periodo de abstinencia las mujeres están dispuestas a aumentar la
familia y, al mismo tiempo, por fuerza de la propia naturaleza, están estimuladas,
deseosas de relaciones sexuales. A la hora de animar a los hombres para el inicio de
la ceremonia, envían, incluso de forma inconsciente, señales sutiles, flujos de amor
que ellos perciben. En el caso de que los cónyuges no se decidan a concebir un hijo y,
por tanto, a mantener relaciones sexuales, no pueden actuar de manera radical, en
contra del programa de su naturaleza, y permanecer indiferentes respecto a sí
mismos.
El cortejo, demostrarse la ternura y el respeto, se convierte en una respuesta
necesaria al deseo de la naturaleza (aunque, desde el punto de vista subjetivo, no es
suficiente, tiene muchas ventajas a nivel psíquico y espiritual). El natural deseo de
cercanía carnal de los cónyuges que se quieren, aunque no se encuentre plenamente
satisfecho, ha de estar compensado mediante muestras de cariño. «Esta ternura es
imprescindible en grandes cantidades en un matrimonio, en toda una vida en común
donde no solamente el “cuerpo” necesita al otro “cuerpo”, sino que, sobre todo, el ser
humano necesita al otro ser humano[80]». El tiempo de la abstinencia no es
únicamente el periodo de un distanciamiento corporal moderado, sino también y,
quizá sobre todo, un periodo de conversación, de construir la amistad matrimonial. El
amor conyugal no solamente crece mediante el dominio de la propia sexualidad. El
amor crece solo cuando cumplir con la abstinencia está motivado por el amor y es
vivido en una atmósfera de amor. El cambio a mejor en las relaciones entre los
cónyuges no se produce únicamente por el respeto de la época fértil de la mujer, sino
por aprovechar, de forma creativa, este periodo para profundizar en la relación
interpersonal. No basta con la voluntad de preservar las indicaciones de la Iglesia,
hay que saber cómo preservarlas.
No podemos olvidar que un extenso grupo de cónyuges no posee la educación
para mostrarse cariño. «El cariño requiere cierta alerta cuyo fin es no otorgar a sus
diferentes muestras un significado diferente, para que no se conviertan solamente en
formas de satisfacer la sensualidad y de desahogo sexual. Por eso la ternura necesita
un dominio interior que, en ese sentido, se convierte en un exponente de la sutileza y
delicadeza interiores hacia la persona del sexo contrario[81]». Muchos cónyuges no
poseen la suficiente sensibilidad para, durante los periodos de abstinencia sexual,
crear un nuevo estilo de vida juntos. Esta incapacidad a menudo proviene de la falta
interior de libertad respecto a las sensaciones sexuales[82].. Es preciso educarse,
crecer, a veces resolver antiguos problemas familiares, para lograr semejante libertad.
Seguramente un valor no apreciado en el camino de aprendizaje de semejante postura
es mantener la pureza prematrimonial. Sin embargo, en la cultura contemporánea, no
se aprecia. Si uno vive sin límites durante años, se vuelve impotente ante los desafíos
del periodo de abstinencia. Por tanto la capacidad de vivir de forma positiva el
periodo de abstinencia requiere un cierto desarrollo espiritual, moral, personal. Eso
significa que el espacio de la vida en común es otorgado a los cónyuges para ser
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ordenado de forma progresiva, a medida que su unión matrimonial crezca y se
profundice.
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3. Plena relación sexual, máxima alegría
No solo los cónyuges católicos tienen la sensación de que un acto matrimonial bien
vivido crea paz en el corazón y reaviva el amor. Proporciona una sensación de unidad
mucho más profunda, de agradecimiento mutuo y de plena satisfacción sentimental y
sexual, que las caricias sin un acto sexual completo, un acto que lleva al orgasmo
fuera de la relación sexual. Los cónyuges sensibles, cuando comparan ambas
experiencias, notan una clara diferencia. Sienten que durante estas acciones aparece
cierta falsificación de la relación de amor entre el marido y la mujer. No hace falta
glorificar esta falsificación que despertaría en los cónyuges un fuerte sentimiento de
culpabilidad, y aumentaría su miedo ante la cercanía de sus cuerpos.
En un juicio moral cuentan también los motivos para abandonar un acto sexual
pleno (que ofrece la posibilidad de una plena unión de los cónyuges, una unión a
nivel espiritual y carnal). El hecho físico en sí de vivir el orgasmo fuera del acto
sexual tiene que ser valorado moralmente en un contexto más amplio de la vida de los
cónyuges. El orgasmo como una reacción del cuerpo puede aparecer en muchas
situaciones y circunstancias diferentes relacionadas con la cercanía de la pareja de
esposos. Al ser conscientes de la facilidad de una fuerte excitación, así como de la
variedad de situaciones en las que aparece, los cónyuges tienen el deber de vigilar sus
reacciones.
El problema moral tratado es, por su naturaleza, muy delicado y sutil. Solamente
se percibe claramente bajo el prisma de una relación amorosa muy pura y sublime. Se
denomina ágape el amor desprovisto de egocentrismo y desinterés: el amor
desposado, el amor del Sermón del Monte, el amor de Jesucristo. Es el ideal de la
santidad del matrimonio y no el comienzo de su camino de vida. No se puede ocultar
que, en ese sentido, la sensibilidad moral de la Iglesia supera la sensibilidad de un
matrimonio medio.
La opinión de que los cónyuges deberían estimularse con intensidad solamente
cuando pretenden culminar las caricias con un pleno acto matrimonial puede
compararse con una brújula que muestra la dirección adecuada, el sentido del camino
hasta el destino. Merece la pena tomarlo, siendo consciente de que la pasión humana
(eros) dificultará el camino considerablemente hacia el destino marcado. Merece la
pena vivir de esta forma, pero hay que acordarse de que pocos matrimonios
consiguen ordenar la esfera sexual y, por tanto, conseguir rápidamente el lejano
objetivo. La mayoría de la gente necesita tiempo, trabajo personal y la gloria divina
para conseguir la madurez en esta importante esfera de vida. No todos los
comportamientos sexuales están relacionados con elecciones conscientes y
voluntarias. Muchas personas viven una presión por descargar la tensión sexual de la
que no saben liberarse.
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Un rápido aumento de la tensión sexual y la excitación que acaba en orgasmo
puede aparecer de forma espontánea durante el cortejo y a la hora de mostrarse el
cariño. Incluso cuando la voluntad de permanecer en el bien es constante, durante el
acercamiento los cónyuges no son capaces de prever hasta qué punto se excitarán, si
sabrán interrumpir las caricias y los mimos. A veces la rapidez con la que sube la ola
de los sentidos despiertos les invade y sobrecoge de manera inesperada. Algunas
personas son, por su naturaleza, tan sensibles desde el punto de vista sexual, que
basta con una mínima caricia para que no sean capaces de controlar la creciente
excitación. En caso de personas particularmente sensibles, la excitación que lleva al
orgasmo puede aparecer incluso durante actividades aparentemente inocentes (a la
hora de observar al cónyuge bañándose, su mirada, un gesto, al tocar su cuerpo).
Largos periodos de abstinencia pueden llevar a un hombre a experimentar una
erección natural tras un contacto inocente con el cuerpo de la mujer. Estas reacciones
naturales ocurren a veces y no es necesario buscar en ellas el pecado y culpabilizarse
moralmente. En general, se requiere comprensión a la hora de abordar este tipo de
problemas. No se pueden juzgar con severidad los momentos de olvido, de
incapacidad de dominar la pasión a causa de falta de alerta a la hora de demostrare el
cariño. Semejantes situaciones permiten a los cónyuges conocer mejor sus
reacciones, de lo que deberían sacar conclusiones de cara al futuro[83].
No podemos olvidar que la búsqueda de la intimidad carnal no proviene tan solo
de las ganas de usar a la otra persona para la propia satisfacción sexual, ni tampoco es
una expresión de actitudes planeadas cuyo objetivo es imposibilitar la concepción de
un hijo. Los cónyuges que con delicadeza y ternura se acarician durante el periodo
fértil, viven el amor, la cercanía, la gratitud mientras se obsequian con momentos
íntimos. Al mismo tiempo experimentan la sensación de cercanía espiritual. De vez
en cuando puede ocurrir que, a consecuencia de su debilidad, a través de las tiernas
caricias, se exciten demasiado llegando al orgasmo. Son situaciones que se dan en
cualquier matrimonio que se quiere.
Es insultante denominar estas situaciones «onanismo mutuo» o incluso más
explícitamente «masturbación mutua». Estas palabras degradan considerablemente la
riqueza psíquica y espiritual de la unión de matrimonio. La relación entre los
cónyuges está descrita mediante un lenguaje unidimensional que la despoja de la
fuerza del apego, la sinceridad del sentimiento, la preocupación mutua y la debilidad
de los esposos, en el difícil arte de educar su sexualidad, que es interpretada tan solo
como una premeditada prestación de servicios sexuales.
La percepción de las dimensiones más profundas del amor es, al mismo tiempo,
un desafío para buscar maneras frecuentes de expresarlo.
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Los hombres sensibles que ceden a sus necesidades sexuales durante el periodo fértil
observan que la excitación —repetida de forma regular— hasta alcanzar la
eyaculación les hace más débiles, cada vez menos capaces de controlarse, de esperar
el momento para las relaciones sexuales; les lleva a perder la capacidad de
autocontrol[84]. Pese a que estas caricias son agradables y alivian la tensión sexual,
dejan la sensación de insatisfacción por falta de una plena relación sexual. Si el
hombre no aprende a controlar su deseo, puede buscar la cercanía de su mujer de
forma demasiado insistente, a veces vulgar, sin ningún tipo de educación y
delicadeza. Su percepción será que no busca un encuentro con ella, sino un deshago
sexual con su ayuda. En estas situaciones a la mujer puede resultarle muy dolorosa la
falsedad con la que se siente utilizada por su marido. Se siente sola, no amada e
infeliz. La conciencia de la falta de control de su marido puede aumentar su miedo
ante la fecundación involuntaria. Ese miedo la desprovee de las ganas no solo de
caricias, sino de cualquier tipo de cercanía camal por parte del marido. La ternura, la
cercanía, la intimidad, en vez de alegría, ya siempre significarán lo mismo para ella:
un pretexto masculino para que su marido se sienta satisfecho cuanto antes sin contar
con sus sentimientos. El conflicto de un marido sexualmente insistente con su mujer
que atraviesa el proceso de alejamiento emocional de su esposo puede ser muy difícil
de resolver.
El egoísmo de las mujeres es más sutil, pero eso no significa que menos
intransigente que el masculino. Muchas mujeres desean ser adoradas, queridas,
acariciadas, estimuladas, pero no necesariamente desean emprender relaciones
sexuales. Algunas esposas esperan el amor por parte de los maridos, pero al mismo
tiempo no dan razones convincentes de por qué rechazan constantemente el acto
matrimonial. Hay mujeres capaces de no tener relaciones sexuales durante varios
años, y no hacen nada por cambiar esta situación anormal. Como mucho, están
dispuestas a caricias sexuales, agradables para ellas. No quieren resolver sus
problemas emocionales, aprender métodos naturales, someterse a una terapia. Incluso
declaran estar bien así y sentirse cómodas. Es entonces cuando el hombre se da
cuenta de que su mujer tan solo piensa en sí misma y en su propio placer. No tiene en
cuenta en absoluto sus deseos y necesidades. Ni siquiera trata de entenderlos. Él se
vuelve seco, ofensivo, inalcanzable. Este comportamiento del hombre se convierte en
un argumento más para que la mujer renuncie a las relaciones.
A la hora de abandonar la preocupación por un pleno acto sexual, uno puede no
darse cuenta de la regresión del amor matrimonial. A veces el contacto entre los
cónyuges pierde profundidad (no solo en el sentido metafórico) y se establece en la
superficie de sus cuerpos. Los cónyuges se vuelven solitarios, demasiado
concentrados en sí mismos y, por tanto, alejados el uno del otro[85]. Este tipo de
comportamientos, repetidos con regularidad, no favorecen que se profundice y
espiritualice el amor matrimonial, fortalecen el egoísmo de los cónyuges y, al mismo
tiempo, debilitan la unión entre ellos. Por eso, con el tiempo, dejan de ser
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satisfactorios[86]. El diálogo matrimonial puede ayudar a los cónyuges a percibir estos
problemas sutiles. Las mujeres con frecuencia suelen darse cuenta del problema de
los hombres y los hombres del de las mujeres. La mujer percibe el egoísmo del
hombre en su falta de preocupación por satisfacción sentimental, el hombre percibe el
egoísmo de la mujer en su falta de preocupación por las relaciones sexuales. La
trampa femenina y masculina tiene una oportunidad de ser superada si, tanto el
marido como la esposa, se dan cuenta de la necesidad de un pleno acto sexual dentro
del marco permitido por el ciclo de fertilidad de la mujer.
En las relaciones sexuales surgen con claridad dos tendencias opuestas
codificadas en la naturaleza del hombre y la mujer. Su realización sin tener en cuenta
los deseos y las necesidades de uno de los cónyuges da lugar a la resistencia e
insatisfacción del otro. Estas diferencias hacen que los cónyuges que no las perciben
se sientan engañados, desilusionados. Merece la pena fijarse en estos desacuerdos que
a menudo no surgen a causa de desamor o desinformación que, de todas formas,
debilitan el amor. Solamente la colaboración del hombre y de la mujer, en su postura
de obsequio mutuo por el bien del cónyuge, puede hacer que lo que separa a las
personas de sexos opuestos se convierta en un regalo enriquecedor de las personas
que se quieren. Cada uno de los esposos se sentirá pleno solamente cuando lleve en
su interior estos dos modelos de comportamientos sexuales: el suyo y el de su
cónyuge[87]. El marido que no solo se preocupa por su propio bien, sino también por
el bien de su mujer, descubre que su mujer está más dispuesta a mantener relaciones
sexuales, que se muestra más comprensiva con él. La mujer que cuida de su marido le
descubre como una persona con un mayor control, delicado y preocupado por sus
deseos. Cuando los cónyuges perciben el amor en el encuentro más íntimo se vuelven
más abiertos; se demuestran los sentimientos, están deseosos de mantener relaciones.
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si tras un periodo de intentos, errores y pecados se consigue controlar bien el arte del
equilibrio, el lazo matrimonial aumentará, subirá la confianza mutua. Antes de que
esto ocurra, los cónyuges tienen que madurar su amor y por eso no deberían
dramatizar las dificultades sexuales que surjan precisamente durante el periodo de
abstinencia. Ya que no pueden desanimarse con los fracasos, sino que deberían, de
forma constante e incesante, aprender el arte de dominar sus sentidos.
Si los cónyuges desean construir una relación sana, llena de amor y calor, tienen
que contar con la posibilidad de que surjan situaciones en las que se rindan a la fuerza
de los sentidos y, de vez en cuando, dentro de su debilidad humana, den un paso más
allá en sus caricias, llegando al orgasmo fuera del acto sexual pleno. Existen periodos
de abstinencia durante los cuales es más sencillo cultivar el amor solo mediante
signos de cariño y aprecio, por ejemplo, cuando los cónyuges están juntos a diario,
observan sus estados de ánimo, están en contacto permanente. Es mucho peor si los
esposos no se ven durante días, o incluso semanas. Es cuando la añoranza aumenta, la
tensión sexual se vive en solitario, sin la cercanía física de la persona amada. Cuando,
tras este intervalo, los cónyuges se encuentran, el deseo de estar juntos puede resultar
muy fuerte. Por eso, en algunos periodos el arte de mantener el equilibrio
mencionado será muy difícil y para algunos, incluso, imposible de respetar.
Los esposos que conviven en el mismo piso y comparten el lecho siempre
oscilarán entre la cercanía y la lejanía. Las dificultades relacionadas con el control del
deseo sexual aparecen a menudo en el lecho matrimonial y desaparecen con mayor
frecuencia cuando los cónyuges, experimentados en el arte de amor, hayan adquirido
la capacidad de frenarse ante la presión de los impulsos sexuales. Algunos cónyuges
superan estas dificultades cuando alcanzan la madurez psicosexual, otros, en cambio,
no lo consiguen hasta que, con la edad, se apaciguan en el terreno sexual. Es
significante conocer la profunda experiencia de unidad en el acto matrimonial y, en
nombre de profundizar esta experiencia, el deseo de querer purificar por completo
incluso la menor imperfección de su vida sexual. Estos deseos aparecen, sin embargo,
en un momento determinado del desarrollo espiritual.
Antes de que los cónyuges alcancen su ideal, tienen la tarea de conocerse
mutuamente, de conocer sus actitudes en diferentes situaciones íntimas. A veces
hacen falta años para conocer las reacciones mutuas y trabajar métodos de
comunicación que fortalecen el amor. Es importante que los cónyuges establezcan
conjuntamente la frontera que no desean atravesar, que tomen una sincera decisión de
mantenerse firmes en sus decisiones, que se motiven para evitar, en la medida de lo
posible, situaciones demasiado excitantes. Esto requiere un duro trabajo de
autocontrol. A medida que se va adquiriendo la experiencia, aparece la capacidad de
expresar el amor empleando con prudencia la sexualidad[88].
El campo descrito, la vida matrimonial, es muy rica. Requiere amor, diálogo,
delicadeza, conocimiento mutuo. Para algunos un tierno abrazo o un beso apasionado
llevarán a la excitación sexual que, pasado un rato, será difícil de controlar. Otros,
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que llegan a la excitación despacio, disfrutarán por mucho más tiempo de la
intimidad y se permitirán gestos mucho más atrevidos. Para una persona, emplear las
caricias tendrá un gran significado para su felicidad, para otra, su falta, no resultará
molesta. En la esfera de la sexualidad nada está decidido de una vez por todas. En
función de la experiencia adquirida merece la pena aumentar la cercanía según estos
comportamientos que construyen una unión, que crean un valor. Por otro lado, a la
hora de iniciar las caricias, es necesario estar alerta, ya que, bajo la influencia del
deseo de placer, es muy fácil atravesar las fronteras de intimidad establecidas
previamente. Si se amplían demasiado, hay que hablarlo con tranquilidad y volver a
las decisiones iniciales. Puede ser de gran ayuda una oración conjunta que ordene la
esfera sexual y constituya un apoyo inestimable para alcanzar la disciplina interior
durante el periodo de abstinencia. Al mismo tiempo avivará la sensación de unidad y
cercanía espiritual.
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En ocasiones, algunos matrimonios no mantienen relaciones sexuales durante
años, ya que, por ejemplo, la mujer sufre de ansiedad, sufre dolores vaginales, el
marido padece eyaculación precoz, tiene problemas con la impotencia. Para atravesar
estas dificultades es necesario acostumbrarse al cuerpo de la otra persona, aprender a
vivir la intimidad. Estas acciones irán acompañadas por una excitación natural. Sin
embargo, no existe otro camino que no sea acercarse a la persona querida,
demostrarle el amor, ayudarle a iniciarlas relaciones sexuales. Es importante que los
cónyuges pasen juntos todo el tiempo posible, intentando cumplir los deseos del otro.
A menudo, tras un aborto natural, la mujer teme el acercamiento sexual, y el deseo
mutuo de amor y de consuelo aconseja elegir caricias sexuales, porque es algo seguro
en ese momento. Durante el periodo de la lactancia o la menopausia, las épocas sin
relaciones sexuales (o con relaciones sexuales muy esporádicas) pueden prolongarse
durante muchos meses, o incluso años. Son pocos los cónyuges que aguantan
pacientemente una abstinencia tan larga. Paradójicamente muchas personas que han
sido traicionadas no abandonan las relaciones, sino que intensamente buscan tener
sexo con su cónyuge. Sin interferir en la complejidad de sus motivaciones, es preciso
darse cuenta de que no saben esperar el periodo no fecundo.
En todos estos casos se ve que la valoración moral referente a emplear caricias
muy excitantes en un grado importante depende de las intenciones y las
circunstancias que les otorgan un sentido diferente (por ejemplo por motivos
terapéuticos, la necesidad de conformarse con ellas, la incapacidad de gestionar el
estrés, etc.). Numerosos matrimonios cuya conciencia ha sido formada por la Iglesia
no desean utilizar durante estos periodos el preservativo u otros métodos
anticonceptivos. Sin embargo, una prolongada abstinencia está en desacuerdo con su
vocación de vida matrimonial. Es entonces cuando recurren a avanzadas caricias
sexuales que les vuelven a acercar y a estar felices juntos.
Cuando los cónyuges no son capaces de abstenerse de mantener relaciones
sexuales por mucho tiempo, o bien no saben o no quieren permanecer en abstinencia,
es mucho más normal aprovechar otras posibilidades que ofrece su corporeidad
(caricias fuertemente excitantes), antes que otorgar al acto sexual un desarrollo
aparentemente normal, mediante uso de preservativo o píldora. La tentación de
recurrir a la anticoncepción es muy grande precisamente porque, de manera muy
delicada o incluso invisible (cuanto más interfiere en la fertilidad potencial),
aparentemente se establece una correcta relación sexual. A la hora de disfrutar de un
acto sexual normal, es difícil percibir el mal escondido, relacionado con la
infecundidad. Cuando los cónyuges, dentro del marco de sus cuerpos, emplean
métodos sustitutivos de satisfacerse sexualmente, se dan cuenta perfectamente de que
su acercamiento no es pleno. La intuición moral les dice que es necesario intentar
conseguir una plena relación sexual y la oportunidad de conseguir una plena unidad,
pero sin intervenir en los procesos fisiológicos que ocurren en sus cuerpos. Por esto,
desde el punto de vista moral es importante que durante la espera de una relación
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sexual plena, tanto en el sentido de unificación, como respetuosa con la fertilidad, los
cónyuges se preocupen realmente por crear condiciones de llevarla a cabo (someterse
a un tratamiento, intentar observarse e interpretar los síntomas, hablar de sus
dificultades).
Aprovechando la ocasión, merece la pena apuntar que, en el camino hacia un
amor más bello, es necesario un cierto orden. Existen parejas que mantienen
relaciones sexuales con muy poca frecuencia por diferentes razones: frecuentes viajes
del marido, limitación exagerada de las relaciones por miedo al embarazo,
desconocimiento de los métodos naturales de planificación familiar, incapacidad para
gestionar las emociones, gestión del ámbito sexual como si fuera un espacio de
dominio sobre el cónyuge, manifestación de la propia independencia, ocasión para el
chantaje o castigo del cónyuge. Si estas parejas —incapaces de emprender relaciones
sexuales durante el periodo no fértil— mantuvieran una distancia radical durante el
periodo fértil, este radicalismo podría acabar muy mal para el matrimonio. Si el
marido no confía en que la mujer, durante el periodo no fecundo, sea capaz de
preocuparse por su bien y si la mujer, durante este periodo, no es capaz de gestionar
sus emociones, estos cónyuges pueden llegar a despojarse del todo de la intimidad en
esta etapa de su vida. Primero es necesario aumentar la frecuencia de las relaciones
sexuales (dentro de las posibilidades reales que ofrece el periodo no fértil) para luego,
acompañados por la sensación de seguridad y amor, «pulir» la relación durante la
etapa fértil.
Es importante darse cuenta con claridad de esta complejidad de la vida
matrimonial para que el camino hacia la pureza y santidad no se convierta en un
camino que carezca de la cercanía y del amor, marcado por el miedo del cónyuge. Por
eso, este tipo de decisiones, en muchos casos, pertenecen a los propios cónyuges y no
pueden ser normalizados desde arriba. Es cuestión de su honestidad interior mutua,
de la decisión previa de no cruzar fronteras establecidas, de un acto consciente de
voluntad con el fin de que el ámbito sexual sea limpio y sagrado ante Dios.
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CAPÍTULO 5
¿CUÁNTOS HIJOS DEBERÍA TENER UN
CATÓLICO?
La decisión sobre el número de hijos solo pueden tomarla los propios cónyuges.
La Iglesia no interfiere en este ámbito de vida, dejando la toma de la decisión para
una valoración individual de cada pareja de matrimonio. No existe un modelo
católico de familia con hijos, por ejemplo, 2 + 2 o 2 + 3 o incluso más, como 2 + 6.
La aproximación individual de la Iglesia a cada matrimonio y a cada familia permite
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considerar que para una familia uno o dos hijos constituyen el máximo de sus
capacidades, en caso de otra, ocho o diez pueden encontrar adecuadas condiciones
educativas, imprescindibles para su desarrollo[89]. Tanto insistir al matrimonio sobre
la necesidad de dar a luz un mayor número de hijos, como presionarles para que
limiten su número, es un abuso. Esta presión puede ser ejercitada, de diferentes
maneras, por el ginecólogo, el sacerdote, los padres de los cónyuges, el jefe, el
ambiente de trabajo. La presión sobre los padres, limitadora de la libertad, da pie a
unos fuertes miedos y bloqueos que influyen, de forma negativa, en la relación de los
esposos y causan perturbaciones en la vida sexual.
El deber de la Iglesia es acompañar a los cónyuges en su camino de vida.
Proveerles de luz: unos adecuados conocimientos teológicos, psicológicos,
pedagógicos, médicos, etc., para que puedan, de manera objetiva, verificar sus
opiniones y sentimientos y, en consecuencia, tomar la mejor decisión para ellos.
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se concentran los pensamientos, los sentimientos y las decisiones del hombre
relacionados con la construcción de una relación entre el hombre y la mujer[90].
Si el periodo fértil constituye un tiempo de referencia natural (por eso todos son
conscientes de que las relaciones sexuales están vinculadas a la procreación), los
cónyuges, al bajar de la cumbre, deberían mantener relaciones con la conciencia de
que trasladar las relaciones al periodo no fértil no es una solución definitiva. Por
razones importantes para ellos, aplazan la concepción de un siguiente hijo durante un
tiempo, incluso no definido, pero siempre se trata del aplazamiento de una decisión
formulada positivamente: la decisión de tener un hijo, Cuando entran en esta lógica
de pensamiento, cuidan dentro de sí la sensibilidad humana fundamental: pensar con
pleno respeto en cada hijo sin excepción, el ya nacido y el que puede nacer en
cualquier momento.
La decisión de aplazar la concepción —decisión que, en cierto grado, dificulta la
vida sexual de los cónyuges— ha de ser bien justificada. Las dificultades en mantener
relaciones sexuales que surgen durante el periodo no fértil, en todo momento nos
recuerdan la necesidad de reflexionar sobre si las razones de aplazar la concepción
son realmente ciertas o si siguen siendo ciertas.
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de la fertilidad de la mujer para que los humanos no tengan que elegir entre dar a luz
constantemente hijo tras hijo, o prescindir por completo de relaciones sexuales, o
bien, ante la impotencia, buscar métodos que anulen la fertilidad. Los cónyuges
pueden y tienen el derecho moral de aprovechar las posibilidades que les ofrece su
cuerpo, creado por Dios, con el fin de planificar la descendencia. La elección de
mantener relaciones sexuales durante el periodo infecundo no puede considerarse una
elección que no se diferencie en nada de la anticoncepción, ya que, al igual que a la
hora de elegir esta última, los cónyuges desean una relación cuyo fruto no será la
concepción de un hijo.
Si la falta de voluntad de tener más hijos fuese censurable moralmente, solo las
relaciones mantenidas durante el periodo fecundo, relaciones con la mayor
posibilidad de dar a luz, serían buenas y acordes a la voluntad de Dios.
Es más sencillo entender las enseñanzas de la Iglesia si se percibe que una cosa es
aplazar la decisión de concebir a un hijo —a la que tienen derecho todos los
matrimonios—, y otra cosa diferente cómo se trata el cuerpo humano. Al no estar
preparados para concebir, no se puede vulnerar la integridad del cuerpo mediante la
destrucción de la fertilidad del marido o la mujer. En cambio, aprovechar las
posibilidades que ofrece el cuerpo humano (observar el ciclo de fertilidad y adaptar a
él las relaciones sexuales) es bueno moralmente.
Las enseñanzas de la Iglesia no tienen nada que ver con el falso ideal del amor
conyugal como disposición a dar a luz constantemente en función de las posibilidades
de reproducción del hombre y de la mujer. La decisión de tener un hijo más no puede
tener nada que ver con la falsa y fideísta idea de entender la fe. Según el fideísmo, si
el hombre confía plenamente en Dios, incluso si salta sobre un precipicio, Dios le
salvará y sobrevivirá por milagro, sin ni siquiera romperse una pierna. Pero la razón
nos dice que semejante salto ha de acabar en la muerte. Por tanto, el hombre no se
arriesgará saltando, pero entonces tiene que reconocer que en este caso se manifiesta
en él la falta de una verdadera y pura fe. Venció el racionalismo, el miedo y la falta de
confianza en Dios. El ideal de una plena entrega en Dios, en contra de la voz de la
razón, no se ha realizado.
El error del fideísmo consiste en que la elección de la vida para Dios no requiere
una confirmación por parte de la razón humana. La consecuencia práctica de aceptar
semejante idea es por ejemplo el ideal de tener relaciones sexuales sin planificación,
una radical decisión de tener hijos «como Dios disponga», una ciega entrega a la
casualidad que libera al hombre del uso de la razón y, gracias a él, interpretar la
voluntad de Dios.
Un católico debería buscar argumentos racionales en cada decisión, mucho más
en caso de una tan importante como la concepción de un hijo, y tomarlas en libertad.
Dios quiere ser el Dios de gente consciente y libre que elige el bien porque ve su
valor y no porque tiene que llevarlo a cabo. «… A menudo se entiende mal el
pensamiento católico, como si la Iglesia apoyara una ideología de la fecundidad a
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ultranza, impulsando a los esposos a procrear sin ningún discernimiento y sin ningún
proyecto. Pero basta una lectura atenta de los pronunciamientos del Magisterio para
constatar que no es así. En realidad, en la generación de la vida, los esposos realizan
una de las dimensiones más altas de su vocación: son colaboradores de Dios.
Precisamente por eso, han de tener una actitud muy responsable. Al tomar la decisión
de engendrar o no engendrar no tienen que dejarse llevar por el egoísmo o por la
ligereza, sino por una generosidad prudente y consciente, que valora las posibilidades
y las circunstancias y, sobre todo, que sabe poner en primer lugar el bien del hijo que
ha de nacer. Por consiguiente, cuando se tiene motivos para no procrear, esta elección
es lícita e, incluso, podría llegar a ser obligatoria[94]».
3. Educación sexual
Los cónyuges de hoy en día pueden dar uso a la razón para conocer mejor su cuerpo y
mirar dentro de sus rincones más ocultos. Gracias a las últimas tecnologías se ha
podido conocer la fertilidad del hombre, y se ha entendido la fertilidad cíclica de la
mujer. En la segunda mitad del siglo XX para la élite que ha sabido emplear en la
práctica estos conocimientos, la fertilidad dejó de ser un tabú. Un escaso número de
mujeres modernas, con formación, ha aprendido a examinar su fertilidad y gracias a
eso han dejado de tenerle miedo. Eso les ayudó a aceptar su cuerpo y su feminidad.
También aprendieron a planificar los hijos basándose en la observación de su
organismo.
El sistemático conocimiento del cuerpo es una acción muy racional y propia del
ser humano. Junto con los conocimientos y la experiencia adquiridos, el hombre
recupera la sensación de que Dios le creó de forma sabia y buena, que quiere al ser
humano en su masculinidad y su feminidad, que se preocupa por la alegría de su vida
sexual y su voluntad no es la de obsequiar forzosamente a los cónyuges con un gran
número de hijos.
La decisión principal de los cónyuges cristianos (independientemente de si tienen
la voluntad de recibir una descendencia numerosa, o bien, por motivos serios
prefieren aplazar la llegada al mundo de un hijo) debería ser la de conocer a fondo el
ciclo fértil de la mujer. Estos conocimientos deberían están acordes a los últimos
logros de la ciencia. El mejor modelo de colaboración entre los cónyuges es cuando
la mujer observa su fertilidad y el marido apunta y analiza los resultados. Sin conocer
la fertilidad de una pareja matrimonial, no se pueden poner en práctica las enseñanzas
de la Iglesia.
Basándose en los últimos logros científicos se crean métodos modernos para
combatir la infertilidad, por ejemplo, la naprotecnología. Es un método seguro,
mucho más eficaz que la popularizada sin espíritu crítico técnica in vitro, mucho más
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barato, no experimenta en seres humanos vivos, cumple con las exigencias de la
ciencia y es completamente ético. El desarrollo de los nuevos métodos para combatir
la infertilidad ahorrará a los cónyuges muchas frustraciones y les ayudará a creer que
Dios está de parte de la vida, que tiene un verdadero interés por ayudar a las parejas
estériles, no solo mediante milagro o adopción.
En cambio, existe un gran número de personas que no poseen una buena
educación sexual. Aunque se creen progresistas y liberados de prejuicios, la fertilidad
de su cuerpo es para ellos un peligroso tabú que pone en peligro sus planes de vida.
La tratan como si fuera una fuerza maligna, desconocida, que a veces despierta un
miedo paralizador ante las relaciones sexuales. A esta gente la modernidad le ha
quitado la sensación de que la fertilidad es una fuerza de vida misteriosa, fascinante e
incluso divina, pero tampoco les ha traído el liberador conocimiento del misterio
escondido dentro de su cuerpo. Tan solo les ha proporcionado tecnologías que
permiten dormir al peligroso dragón. Este monstruo feroz sigue durmiendo dentro de
su cuerpo. Están orgullosos de dominar la realidad aterradora para ellos, que son
capaces de domar a la fuerza. No son conscientes de que no es ningún dragón, ni de
que si se atrevieran a conocerlo dejarían de tenerle miedo y luchar contra él.
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La decisión de utilizar la anticoncepción descubre una mala actitud y, al mismo
tiempo, la crea. Significa que un verdadero diálogo entre los cónyuges y con Dios se
ha interrumpido. Permite prever que, a largo plazo, puede también interrumpirse la
unión matrimonial. El matrimonio puede romperse, o bien las personas se alejarán;
seguirán juntas, pero por separado, en paralelo, cada uno en su mundo.
Si las personas mantienen relaciones sexuales sin los intentos de modificar su
corporeidad, su psique recibe en todo momento la intuición más profunda, el código
interior de la naturaleza humana, una señal muy importante. Cuando se descifre y lea,
se revela como un pensamiento sobre una vida nueva. Este código se materializa en
un pensamiento sobre el posible nacimiento de un hijo. Esta señal contiene una gran
dosis de energía psíquica. Su constante influencia hace que la posibilidad de concebir
un hijo nunca desaparezca del horizonte de la vida de los cónyuges. Esta información,
de ninguna manera, puede ser eliminada. Cualquier intento de hacerlo es únicamente
la confirmación de poseerlo. Esta conciencia, con matices de alegría o temor, influye
en cada decisión, cualquiera que sea.
Si los cónyuges no actúan en contra de sus cuerpos, de su sexualidad y de su
fertilidad, es cuando llevan en su corazón un convencimiento totalmente natural y
humano de que recibirán a cualquier hijo en caso de ser concebido. Pese a no
planificar la concepción de un hijo, en su interior están listos para el encuentro con la
inmortalidad, con el mundo sobrenatural, con la fuerza creadora del propio Dios[97].
Incluso si, a causa de un error en la observación del ciclo, se llegase a la concepción,
los cónyuges estarán preparados a nivel psíquico y espiritual para esta eventualidad, y
finalmente aceptarán la vida que nace en su interior. Los cónyuges pueden hundirse,
deprimirse temporalmente, pero no darán paso a renunciar sin reparos y sin piedad a
la vida y al desarrollo[98].
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Algunas personas, en su búsqueda, llegan a un momento en el que aceptan las
indicaciones de la Iglesia y procuran vivir de acuerdo con ellas, pero no se deciden a
ir más allá y entregar su vida a Jesucristo. En cambio, otras realizan el acto de
confianza. Se convierten en cristianos. «En este punto, sin embargo, la razón es capaz
de descubrir dónde está el final de su camino[100]». Cuando el hombre se abre a la
realidad de Dios, consigue conocer «con absoluta seguridad esta realidad, aunque no
es capaz de abarcar con la mente su manera de existir»[101].. Los cónyuges alcanzan
la seguridad racional de la presencia de Cristo en su matrimonio, la seguridad del
amor y protección divinas, lo bueno de la moralidad católica. Sin embargo, no
entienden del todo cómo es posible que su unión matrimonial se afiance tanto si a
diario llevan a cabo el contenido de la promesa del sacramento del matrimonio y
confían su matrimonio, con sus alegrías y sus penas, a Jesucristo. Esta experiencia de
entregar al hombre a Jesucristo va más allá de la mente, pero no la contradice. La
mente no se le opone, pero está más bien sorprendida por lo real de la nueva realidad
cuya actividad observa, pero no es capaz de comprender la forma en la que ordena la
vida humana.
«El hombre que cree en un Dios que realmente actúa en el mundo, no teme a la
razón, sino todo lo contrario, la busca y confía en ella. Como la gracia supone la
naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón. Esta última,
iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites que derivan de la
desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para elevarse al
conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. […] La fe es de algún modo
“ejercicio del pensamiento”; la razón del hombre no queda anulada ni se envilece
dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan
mediante una opción libre y consciente»[102].
El encuentro con Dios ilumina la mente que, con mayor claridad, percibe el
sentido de la vida humana, juzga la realidad con certeza. La fe ayuda a las personas a
ordenar la realidad de su vida y a comprenderla mejor Los cónyuges observan su
amor de manera diferente, así como las relaciones sexuales y las tareas paternales.
Junto con el aumento de su sensibilidad ante la presencia de Dios en su vida, perciben
la importancia de su misión como padres, colaboradores de Dios en el acto de
creación. Aumenta en ellos la conciencia del irrepetible valor de los hijos como
mayor tesoro de su matrimonio. El misterio del sacramento del matrimonio se
descubre ante sus ojos de diferentes maneras. La fe les permite planificar la
concepción de sus hijos de manera plenamente racional, valoran mejor la situación
real vivida. Estudian, por voluntad propia, los métodos para reconocer la fertilidad y
perciben su beneficio. El estilo de vida que eligen es una decisión consciente y libre.
Estas decisiones las suelen tomar las personas no creyentes que de forma sincera
buscan el bien y la verdad. Entienden que merece la pena cuidar la unión matrimonial
para no debilitarla o no estropearla, que el respeto del cuerpo humano es un bien, que
el mejor reconocimiento de la fertilidad, en lugar de la eliminación de las funciones
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de un organismo sano, es un valor, que en caso de no poder criar a un hijo es mejor
darlo en adopción en vez de matarlo mediante aborto; desean ayudar a miles de
parejas estériles que aguardan la adopción de un recién nacido. Estas personas a
menudo no son conscientes de que Dios actúa en sus vidas. Ilumina sus nobles
conciencias.
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CAPÍTULO 6
¿PARA QUÉ NECESITAMOS LA MORALIDAD?
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Jesucristo anunció una nueva ley moral conocida como ocho bienaventuranzas:
«Bienaventurados los…» Vivir con esta moralidad consiste en algo más que respetar
los mandamientos. Se realiza en el momento en el que un cristiano vive de acuerdo
con el Espíritu Santo, es capaz de llevar una vida parecida a la vida de Jesucristo.
Esta vida trae felicidad y pleno desarrollo del hombre, pero, al mismo tiempo,
persecución por parte de las personas malas. En la nueva perspectiva mostrada por
Jesucristo, el requerimiento de seguir los mandamientos de Dios es tan solo un
postulado minimalista para ordenar la vida humana. Cristo nos invita a realizar el
máximo proyecto de vida que requiere un cambio profundo, no solo en nuestra
mentalidad, sino del corazón: las esferas más profundas y espirituales del hombre. De
la espiritualidad que nace en el corazón del ser humano bajo la influencia del Espíritu
Santo surge un cambio radical en la vida; no de la sumisión exterior y mecánica a las
normas morales.
Desde esta perspectiva no es suficiente dejar de pecar para gozar de la sensación
de una buena vida: volver a casa del trabajo todos los días, echarse una siesta,
encender la televisión, recoger, prepararla comida, cumplir las obligaciones
matrimoniales y acostarse. Y los domingos ir a misa. Se puede hacer todo esto y tener
la sensación de guardar los mandamientos de Dios, pero ser una persona con un
espíritu y una moral pequeños: alguien que no se desarrolla, que no intenta mejorar,
no se preocupa por unas buenas relaciones con el cónyuge, no le apoya. No se puede
confiar en él, explicarle nada, llegar a él. Esta persona, descuidada moral y
espiritualmente, sin ninguna aspiración vital, se siente un buen católico y se considera
libre de pecado.
El Evangelio ofrece una mirada completamente diferente de la moralidad: una
persona moral es una persona que se desarrolla espiritualmente, que dirige su vida,
desea ser mejor, se preocupa por hacer el bien, se dirige hacia Dios, quiere ganar su
vida en la perspectiva de la eternidad. Los cónyuges morales son los que aprenden a
escucharse, dialogan, se conocen cada vez mejor, se aman, se respetan, se cuidan, se
preocupan por una vida sexual satisfactoria para ambos. Trabajan en sí mismos para
poder tener una vida cada vez mejor y más bella. El cristianismo es creatividad,
pasión por la vida, responsabilidad del hogar, del trabajo. Es santidad en la
cotidianidad.
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sin cometer las faltas, evitar jugadas arriesgadas, jugar tranquilamente, apaciguar sus
emociones, no entrar en choques directos. En el campo de nuestra vida no se trata
solo de no pecar, sino de algo mucho más grande.
¡Un cristiano ha de saber por qué vive! ¿Cuál es el objetivo y el sentido de su
vida? ¿Qué quiere alcanzar? ¿Qué bien hacer? El objetivo de vida no es minimalista
(no cometer faltas, no pecar), sino maximalista, exactamente el mismo que el objetivo
de jugar al fútbol (hay que ganar, hay que meter un gol). La pregunta fundamental
tanto para un futbolista, como para un cristiano, no es: ¿Qué está permitido y qué no
está permitido en un campo?, sino: ¿Qué hay que hacer para ganar? La vida de un
cristiano no puede limitarse a respetar las normas y las reglas, porque se trata de que
sea algo mucho más grandioso: una aventura incesante, una acción cada vez nueva
cuyo final es imprevisible.
La condición de jugar un buen partido no es en absoluto el hecho de cuestionar
las reglas y las normas del juego. De la misma manera una condición para tener una
vida bella y espontánea no es el rechazo de los mandamientos divinos. Al contrario:
son la base que permite crear un precioso espectáculo. Sin embargo, una vez que
pisamos el campo de nuestra vida, podemos conseguir transformarlo en una
lamentable y aburrida obra, o bien en un precioso y apasionante espectáculo. A la
hora de ver partidos, observamos claramente las diferencias de estilo, táctica,
velocidad, compenetración de los jugadores, la sutileza del juego. Pese a que las
reglas son comunes, unas personas son capaces de jugar un buen y maravilloso
partido, y otras uno flojo y poco interesante. Pese a unas reglas estrictamente
definidas, respetadas por todos los futbolistas, algunos juegan estupendamente en
primera división, sin embargo otros solo merecen estar en cuarta.
Podemos hablar de diferentes formas del fútbol. Podemos comenzar a enumerar
qué le está prohibido a un jugador y qué debería hacer para jugar bien: está prohibido
tocar la pelota con la mano, cometer faltas, uno no debería estar en la posición de
fuera de juego, los goles se meten en la portería del contrario y no dentro de la tuya
propia. A la hora de enumerar órdenes y prohibiciones, uno puede tener la sensación
de que el fútbol es uno de los juegos más represivos inventados por el hombre.
Destruye la invención creativa de los futbolistas, les despoja de la espontaneidad y de
la alegría del juego. Sin embargo, si alguien se interesa un poco por el fútbol, sabe
que no es verdad. Ha visto preciosos y apasionantes partidos. Conoce el espíritu del
juego. En la Iglesia está también el Espíritu de la Iglesia. Quien lo conoce descubre
en la Iglesia una gran alegría de vivir, el camino hacia el amor verdadero, el amor
divino. Entregar a Dios la vida sexual de uno es un obsequio bello y generoso a través
del cual se puede expresar un amor profundo, espiritual, extático. Opinar que las
enseñanzas de la Iglesia referentes a la sexualidad son represivas, limitan la libertad
del hombre, y que esta está desprovista dé la alegría de vivir es igualmente una
falsedad. La verdadera moralidad no tiene mucho que ver con la ética que regula
escrupulosamente todos los comportamientos humanos.
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2. La práctica hace al maestro
Jugar cada vez mejor depende del personal desarrollo del talento del futbolista. Un
jugador joven aprende cómo mantener la pelota cerca del pie para que no se escape
fuera de juego. Los jóvenes cónyuges tienen dificultades para encontrarse en su
papel. En cada esfera de la vida, también la sexual, cometen errores. Muchos jóvenes
y prometedores futbolistas tienen que emplear mucho esfuerzo en su preparación con
el fin de alcanzar el éxito y la fama: perfeccionar su técnica, aprender a trabajar en
grupo, mejorar su velocidad, jugar fuerte, trabajar su personalidad, alimentarse de
forma sana. De la misma manera, muchos prometedores matrimonios católicos tienen
que ejercitar con paciencia el arte de la comunicación, relaciones sexuales, hablar de
sus deseos y necesidades, rezar juntos, confesar sus pecados…, con el fin de, pasado
un tiempo, poder presumir del éxito de un feliz matrimonio.
A medida que va adquiriendo las habilidades de juego, el futbolista empieza a
disfrutar de él cada vez más, se vuelve más creativo. El juego está vinculado a un
gran esfuerzo físico y psíquico, pero a la vez se convierte en pasión para la cual
merece la pena sacrificar las fuerzas. Al igual muchos cónyuges descubren con
tiempo las relaciones sexuales como un bello regalo de Dios que desean compartir.
Cada vez juegan más en equipo escuchándose, entendiendo sus intenciones,
conociendo sus reacciones. Cuanto mejor es el jugador, con mayor claridad ve que el
campo sobre el que juega le ofrece muchas posibilidades aún no explotadas: cambios
de estrategia, de posición y muchas soluciones interesantes. La línea que marca el
campo es tan solo el marco de la búsqueda y no es ella la que le limita. Si el sexo será
alegre y espontáneo como el juego del Brasil, o perseverante, pero poco emocionante,
como el juego de los alemanes, en realidad depende de ellos, de su cultura, de su
espiritualidad, del temperamento, diálogo y ejercicios. En la Iglesia se pude jugar con
estilos diferentes, solo que no todos saben limitar los más bonitos. Una pareja madura
moralmente ve que dentro de la Iglesia goza de suficiente libertad para sentirse feliz
en su vida matrimonial. Un buen entrenador les ha enseñado las posibilidades, les ha
llevado hasta una etapa en la que depende de los propios deportistas saber aprovechar
todas las posibilidades que el campo les ofrece.
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conyugal, todo puede suceder. Tras una acción fallida, el futbolista tiene que
recomponerse rápidamente y volver al juego que sigue su curso. Los cónyuges que se
quieren no deberían deprimirse ante un pecado cometido, sumergirse en la sensación
de culpabilidad, sino cuanto antes aceptar el desafío de continuar el juego amoroso
para que, al perder el duelo, no pierdan el partido entero; al perder el partido, no
pierdan el campeonato del mundo; a la hora de perder la oportunidad para subir al
podio, seguir luchando por el mejor puesto posible. Dios es un Dios de la vida, de la
alegría, del perdón, del bien y no de la muerte, de la tristeza y de la condenación.
Un tiro fallido nunca es pecado. Es una pena que no haya llegado a la portería,
pero, dada la situación, hay que seguir luchando para finalmente lograr el éxito. El
que un jugador siga, luche, quiera meter un gol, pese a una acción fallida, es moral.
En esta actitud creativa se desarrolla, gana experiencia, la santifica. Cuando los
cónyuges pecan (harán juego sucio, harán un fuera de juego durante el juego del
amor) no inmediatamente, de forma automática son castigados de la manera más
severa. La pérdida de unión con Dios no es inmediata, al igual que un futbolista no
abandona el césped pese a numerosos errores, pases y tiros fallidos, e incluso fuera de
juego. La valoración moral del comportamiento humano tiene en cuenta las
intenciones y las circunstancias de los acontecimientos. Muy a menudo un fuera de
juego no es intencionado, ocurre durante el fervor del juego y se considera un error,
no un pecado. Por un fuera de juego te pueden dar tarjeta amarilla, pero significa que
puedes seguir jugando. Un jugador sin embargo, ha de ser más prudente. En casos de
evidente malicia y de peligro el jugador recibe inmediatamente tarjeta naranja. Es la
graduación del castigo. Nadie en su sano juicio se opone a las reglas morales cuando
entiende que estas no van en contra del hombre, sino que su fin es protegerle bien al
máximo: el alto nivel del juego, la seguridad y la belleza del partido.
Un buen árbitro silba con fuerza si se cometen algunas faltas. De todas formas,
sabe encontrar el término medio. Demasiada severidad causa miedo en los jugadores:
les da miedo luchar, regatear, meter goles. Por eso, en un campo puede reinar cierto
rigor de acuerdo con el cual todas las infracciones durante la lucha serán castigadas
directamente con tarjeta amarilla (sanción por el pecado grave). Las reglas han de
estar sometidas al objetivo del juego y no constituir una manera para asustar al
jugador. Sin embargo, si en la Iglesia se juzgaran desde arriba todos los pecados
sexuales, incluso los conyugales, independientemente de las circunstancias, como si
fueran pecados mortales, se llegaría a un abuso parecido a la sanción de un jugador
siempre con tarjeta roja, o bien a ordenar precipitadamente un penalti que, en muchas
ocasiones, determina el resultado del juego. Si cada una de las infracciones acabara
con expulsión del campo, en la segunda mitad del partido no habría jugadores sobre
el césped. Es importante que los jugadores se sientan bien en el campo, que posean la
voluntad de luchar, que no tengan miedo de jugar, que no se vean frenados en su
expresión creativa. En ocasiones los cónyuges son tratados con tanta severidad por
los confesores que, por miedo a cometer un pecado grave, prescinden de un juego
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más avanzado, o incluso lo abandonan. Para qué sirve el hecho de que en su partido
matrimonial ya no habrá más fuera de juego si han dejado de disfrutar con el juego
amoroso, y los partidos han dejado de ser un espectáculo atractivo y apasionado. El
error del juez ha llevado al equipo de primera a la tercera división.
Recurrir al dopaje es castigado severamente, pero los jugadores de todas formas
arriesgan su salud para un éxito momentáneo. Tras acabar la carrera pagan un alto
precio por ello. La traición, el aborto, a veces expulsan al ser humano del campo por
muchos meses o años. La relación sexual ya no es fluida. La contusión es tan
dolorosa que no hay ganas de jugar dentro del mismo equipo. Los cónyuges han de
saber que existen faltas que no nacen solamente a raíz de la debilidad o
desconocimiento humanos, sino por culpa del hecho de no contar permanentemente
con la voluntad del entrenador, del juez o de los compañeros del juego. El marido ha
de saber que, cuando juega fuerte con una actitud de conseguir el máximo beneficio
para sí mismo, sin tener en cuenta los sentimientos de la mujer, puede cometer un
pecado grave: herirá a su mujer hasta tal punto que ya nunca más relacionará el acto
sexual con el amor, la alegría, el placer. Asimismo, la mujer que constantemente
renuncia entrar al campo (de forma regular y por motivos incomprensibles o
insignificantes se niega a las relaciones sexuales) tiene que recordar que los
beneficios a corto plazo, en un futuro, pueden traer como consecuencias la pérdida de
un buen contacto con el marido, llevar a la ruptura del matrimonio, a la traición,
enfriamiento de relaciones mutuas. El jugador es responsable de sus actos y asume
sus consecuencias. Si exagera, su carrera será tachada.
4. Convertirse en maestro
La maestría se alcanza con la edad. La madurez espiritual y moral se alcanza de
forma gradual, con el tiempo. Nadie ha llegado inmediatamente a ser un santo, ni, en
la esfera sexual, a puro. Un maestro no solo conoce el reglamento, no solo posee el
dominio del partido, sino que su técnica es espléndida. Un maestro sabe colocarse
para recoger la pelota inesperadamente, para encontrarse con ella cerca de la portería,
aprovechar la ocasión y meter un gol. Un maestro es como un santo. Ama el juego y
esto constituye la mitad de su éxito. El balón es su vida, su alegría. En cada acción se
observa la ligereza de llevar el balón, la sutileza, la eficacia. Ese es también el ideal
de la moralidad católica. La vida de los cónyuges —santa, llena de Dios y de amor—
es como el juego de un maestro: es una virtud trabajada, un don, un talento que nace
dentro del ser humano bajo la influencia del Espíritu Santo. El maestro que se deja
llevar por su fantasía e ideas de meter un gol no se siente aplastado ni por las reglas,
ni por la táctica trabajada de antemano. Durante el partido no pregunta al entrenador
si ha de meter goles, o si puede pasar el balón a otro jugador. Es libre en el mejor
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sentido de la palabra. Siente el juego que quiere y aprovecha las posibilidades que le
ofrece el juego. Cumple la voluntad de Dios.
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CAPÍTULO 7
¿CÓMO ORDENAR LA SEXUALIDAD
MANCILLADA?
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independientemente de la duración de los intermedios entre las relaciones sexuales.
En el polo opuesto se hallan los matrimonios que no aceptan ningún tipo de
limitaciones, incluso las que provienen de sus propios cuerpos. Utilizan con
regularidad los métodos anticonceptivos modernos. Estas parejas no se preocupan por
las enseñanzas de la Iglesia, ni siquiera intentan entender su postura. Sin embargo, las
elecciones del hombre se escapan a los esquemas sencillos, de blanco y negro. Existe,
entre estas dos opciones, un medio gris, lleno de matrimonios que quieren ser fieles a
las enseñanzas de la Iglesia, pero no son capaces de cumplir con sus exigencias. En
particular cuando en su vida se tropiezan con situaciones difíciles y extraordinarias,
que interfieren en la regularidad de las relaciones, cuando los métodos naturales de
planificación familiar se ven dificultados o bien parecen imposibles. Un largo periodo
sin mantener relaciones sexuales se les presenta como un tiempo de un gran
sufrimiento. No siempre saben hacer frente a esta prueba.
1. Situaciones difíciles
En la vida de un matrimonio, independientemente de su filosofía del mundo, se dan
situaciones, como por ejemplo la convalecencia tras una operación o durante el
embarazo de riesgo, en las que se requiere un periodo de abstinencia más largo de las
relaciones sexuales. Los cónyuges son conscientes de que el amor les exige el
sacrificio de su propio bien por el bien del cónyuge o por el del hijo no nacido.
Las perturbaciones en la vida sexual surgen en parejas que atraviesan una crisis a
raíz del desempleo. Cuando una persona no aguanta la presión de los factores
externos y de las circunstancias, las normas morales le resultan indiferentes.
Cada vez son más frecuentes las situaciones en las que los cónyuges no se ven
durante un tiempo prolongado a causa del trabajo del marido en un lugar lejano. En el
momento del encuentro no saben abstenerse de la relación y recurren a un método
anticonceptivo.
En ocasiones la enfermedad del cónyuge, por ejemplo, la hepatitis tipo C, cuyo
riesgo de contagio por vías íntimas es muy pequeño, origina un temor tan grande que
los cónyuges, antes de familiarizarse con la enfermedad, deciden, por razones de
seguridad y por si acaso, utilizar el preservativo.
Algunas situaciones son aún más difíciles de resolver. En algunos matrimonios el
miedo al siguiente embarazo es tan grande que abandonan las relaciones casi por
completo: «Ahora, tras el nacimiento de nuestro quinto hijo, el temor ante un
embarazo es tan grande en nosotros que, incluso en el periodo infecundo, tenemos
miedo a las relaciones. Solamente la conciencia de que no deberíamos tener más hijos
nos mantiene atados, aunque el deseo de tener relaciones domina por completo
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nuestros pensamientos». Bajo la influencia del miedo, los esposos deciden recurrir a
protección adicional incluso cuando se encuentran en el periodo no fecundo.
La búsqueda de este tipo de soluciones, puede surgir, por ejemplo, durante la
lactancia. La mujer lactante no es capaz de leer el gráfico a causa de los síntomas de
la mucosidad poco evidentes y poco legibles, o bien se siente desorientada por su
aparición y desaparición momentáneas. Empieza a temer que, nuevamente, no se
percatará de su presencia. Un matrimonio católico que no ha conseguido dominar
bien la capacidad de interpretar correctamente los síntomas y, por culpa de ello, no es
capaz de aprovechar las posibilidades de tener relaciones en este periodo, solo
encuentra una solución: prescindir totalmente de mantener relaciones sexuales
durante muchos meses, un año, etc. Una mujer que, de forma intensa, cuida de su hijo
es capaz de abstenerse de las relaciones durante tanto tiempo, pero para su marido
este periodo a menudo resulta muy difícil y es él quien inicia las relaciones.
Con frecuencia ocurre que las mujeres que emplean los métodos naturales han
cometido algún error, por ejemplo, han leído erróneamente el gráfico, no han tenido
en cuenta importantes datos y, a raíz de este descuido o falta de conocimientos, han
llegado a concebir un hijo. En algunas mujeres estos «accidentes» serán una lección
para el futuro, para examinar bien el funcionamiento de su organismo, en cambio
para otras, en particular las que ya han tenido hijos, o bien se han quedado
embarazadas durante el periodo de lactancia del anterior hijo, pueden desanimarse
con los métodos naturales y no querrán volverlos a usar. A raíz de estas situaciones,
los cónyuges, en un momento determinado de su vida, no son capaces de superar
inmediatamente las barreras psíquicas. Hace falta un tiempo, a menudo también
ayuda, para que puedan percibir la situación de otra forma. Antes de que lleguen a
sobrevalorar su vida, interpretar los acontecimientos de una forma nueva, persiguen
en rebelión, en la tristeza, en la depresión.
En el seno de la comunidad eclesiástica, la resolución de problemas difíciles
debería llevarse con gran seriedad, de acuerdo con el peso de la sexualidad humana,
pero siempre desde la libertad y la responsabilidad de los cónyuges ante Dios y ante
sí mismos. No se puede silenciar este tipo de problemas, ya que son muy complejos
desde el punto de vista moral. Pueden indicarse diferentes direcciones para
solucionarlos que ofrecerán a los cónyuges la sensación de comprensión de la Iglesia
y de misericordia por parte de Dios, la esperanza de resolver las dificultades y la
oportunidad de ordenar moralmente la esfera sexual. Si, pasado un tiempo, los
cónyuges salen de la crisis, verán que la vida de acuerdo con las enseñanzas de la
Iglesia no está en oposición con el verdadero bien del matrimonio.
2. Dilemas morales
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Los cónyuges se las arreglan en diferentes situaciones cuando el miedo a concebir un
hijo no les permite mantener relaciones sexuales. Los matrimonios más maduros
procuran demostrarse el amor de muchas otras maneras, fortaleciendo su unión
matrimonial. Otros, en cambio, llevan el contacto mutuo hasta límites de rigidez y, a
la vez, despojan la relación matrimonial del calor y de la intimidad, o bien emplean
métodos de satisfacción sexual alternativos al acto sexual, o también recurren a los
métodos anticonceptivos.
También hay matrimonios que tienen la sensación de encontrarse en una situación
sin salida. Tienen una clara conciencia de encontrarse ante un pecado que se repite
permanentemente, pero a la vez la anticoncepción les parece la única solución de sus
problemas. Estos matrimonios a veces se alejan por completo de llevar una vida
sacramental, enfriando su relación con Dios y con la Iglesia. Otras parejas,
convencidas de la imposibilidad de respetar las enseñanzas de la Iglesia, deciden
rechazarlas por completo y comienzan a emplear la anticoncepción con regularidad.
Incluso aunque muchos de estos matrimonios no digan claramente qué supone para
ellos la decisión del pecado o incluso del total abandono de guiar su conciencia por la
moralidad católica, de todas formas, dentro de ellos nace un convencimiento de que
no son dignos de estar en la Iglesia, o la enseñanza de la Iglesia, en muchas
situaciones, es imposible de seguir, o simplemente es errónea. Cuantas mayores
dificultades atraviesan los cónyuges, cuanta más desesperación se introduce en su
vida dada la situación, mucho más dramática es la discrepancia entre sus problemas
personales y la unívoca doctrina de la Iglesia. El conflicto moral influye en la unión
matrimonial, la conciencia de ambos cónyuges, su actitud hacia Dios y las
enseñanzas de la Iglesia. En el momento de crecimiento, la ética sexual católica les
parece como una teoría irreal, un ideal ético imposible de realizar, una exigencia
inhumana que les obliga a elegir alternativas no deseadas: o dar a luz hijos hasta las
fronteras biológicas del organismo, o bien una abstinencia sexual duradera a causa
del miedo de la concepción.
Los cónyuges, al ver que no son capaces de arreglárselas en la esfera sexual,
deberían pensar qué hacer en semejante situación para resolver sus problemas. La
incapacidad de gestionar el miedo que, en consecuencia, desestabiliza su vida sexual
y les obliga a utilizar la anticoncepción, lleva a buscar ayuda. Si los esposos desean
vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, finalmente encontrarán una solución que les
permita normalizar la vida sexual y resuelva el doloroso conflicto. Si durante un largo
tiempo es necesario abstenerse de las relaciones, Dios les dará la fuerza para llevar la
cruz y les consolará de verdad: premiará, por ejemplo, la falta de relaciones con una
gran unión espiritual y psíquica, haciendo que el difícil periodo de separación les
acerque mucho. Dios no permite poner a prueba a nadie por encima de sus
posibilidades. No solo otorga sentido a la falta de relaciones sexuales, sino que, sobre
todo, está muy interesado en devolver la felicidad de la convivencia matrimonial.
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3. El Espíritu Santo es paciente
Aunque todos estén llamados a la santidad, los esposos no siempre llegan a ser
santos, y «esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se
encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno,
confiando en la gracia divina y en la propia voluntad»[103]. Por tanto existe un
proceso de maduración de la vocación matrimonial que se prolonga en el tiempo y
que no puede ser acelerado artificialmente. Los esposos que de forma consciente
participan en el proceso de crecimiento espiritual, aprenden, desde el esfuerzo y entre
caídas, a integrar instintivamente las conmociones del cuerpo con la emotividad
superior y con la espiritualidad. El Espíritu Santo forma con paciencia el nuevo estilo
de vida y despacio les capacita a una vida más cercana al Evangelio. Las ganas de
romper decididamente con el pecado y la voluntad de dominar la fuerza de los
instintos no significa que los pecados sexuales desaparezcan inmediatamente. Los
esposos pueden sucumbir a ellos durante muchos más años. A menudo, en los
momentos de crisis, depresiones, dudas, las tensiones sexuales difíciles de controlar
suelen intensificarse aún más.
La exhortación apostólica sobre la misión de la familia cristiana, Familiaris
consortio, destaca que «el hombre, llamado a vivir responsablemente el designio
sabio y amoroso de Dios, es un ser histórico, que se construye día a día con sus
opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según
diversas etapas de crecimiento. También los esposos, en el ámbito de su vida moral,
están llamados a un continuo camino, sostenidos por el deseo sincero y activo de
conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve, y por la
voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas»[104].
Es importante destacar en las citadas palabras del Papa que el hombre es un ser
histórico. Como tal no alcanza la madurez espiritual y moral de un día para otro. Esto
ocurre de forma gradual en el tiempo, en la historia. La conciencia moral de un
neófito será diferente que la de un cristiano maduro con una vida espiritual avanzada.
Junto con un desarrollo espiritual, un cristiano conoce mejor el bien, lo ama más y lo
pone en práctica con más gana. Lo que antes le parecía insulso, demasiado difícil,
desagradable o imposible, ahora resulta sabio, sencillo y emprendido con gana.
Igualmente, si se encuentra en un nivel más bajo, no posee los mismos conocimientos
del bien, ama menos a Dios y no le importa tanto poner en práctica Sus
mandamientos.
El hecho de saber que el hombre «conoce, ama y hace el bien moral conforme a
sus etapas de desarrollo»[105], nos protege de esperar de todos la misma conciencia
del bien y la capacidad de ponerlo en práctica. La diversificación de las etapas del
desarrollo de determinadas personas influye en la valoración moral de sus actos.
Puede decirse que cuanta menos madurez moral posee una persona, cuanto más
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difícil es su situación, cuanto mayor el miedo que le asalta, menor es la consciencia o
la voluntariedad de un acto y menor la responsabilidad del pecador. Cuanto mayor
sacrificio requiere permanecer en el bien, tanto mayor significado de santidad cobra
esta postura, pero, al mismo tiempo, la imposibilidad de emprender semejante desafío
goza de una mayor misericordia divina y comprensión de la Iglesia.
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las enseñanzas de la Iglesia, sino que aparece una tensión distinta: entre la
incapacidad de mantener la disciplina exigida por los métodos naturales y la voluntad
de permanecer fiel a las enseñanzas de Cristo. Estas tensiones pueden surgir al
principio de este camino o bien, más adelante a medida que las dificultades van
creciendo, a causa de la crisis de la unión matrimonial, o bien por la aparición de un
nuevo hijo. Los esposos que atraviesan por ellas, a menudo tienen cargo de
conciencia por culpa de su incapacidad para vivir de acuerdo con las enseñanzas de la
Iglesia. Hablan con sinceridad de sus problemas, para los que realmente quieren
encontrar solución. La cruz que ha aparecido en sus vidas les causa tristeza, dolor,
llanto. Desean vivir con Dios y, al mismo tiempo, disfrutar de su cercanía. No deben
ser identificados con estos cónyuges que se consideran católicos, pero que nunca han
querido, ni han tenido intención de vivir de acuerdo con las indicaciones de la Iglesia
y cuya conciencia, a causa de estas contradicciones, no rechaza ningún mal. Los
esposos católicos que no saben gestionar su vida en la pureza, cuestionan a veces el
camino bien elegido, o incluso se rebelan contra Dios. Sin embargo, este tipo de
tensiones existenciales tiene un origen completamente distinto e incluso son
necesarias en el camino de conversión. Hacen que el hombre se vuelva más humilde,
consciente de su debilidad, aceptando su vida, abierto al Misterio.
El texto de Familiaris consortio arriba citado puede ayudar a resolver los dilemas
morales en situaciones particularmente difíciles, cuando es imposible encontrar
rápido una solución genial, cuando hace falta tiempo para que la persona reorganice
su vida y empiece a controlar las dificultades que le ahogan. El texto no habla de que,
en el momento en el que aceptemos y recibamos las reglas morales referentes a la
vida sexual, sea necesario ponerlas en práctica inmediatamente, sino que es preciso
«intentar crear con sinceridad las condiciones necesarias para preservar estas reglas».
La condición de un ser histórico, que realiza su vida en un momento concreto, hace
que el ser humano no siempre sea capaz de poner en práctica de forma inmediata
todas las normas morales. En caso de ponerlas en práctica y mantenerlas durante un
cierto tiempo, pueden aparecer situaciones en que el orden moral sea destruido, y su
restablecimiento requiera resolver con paciencia problemas desconocidos hasta el
momento. La propia moralización, las ganas de cambiar los comportamientos
sexuales, fijarse condiciones severas, a menudo choca contra la imposibilidad de
realizarlas. Un muy buen conocimiento de las reglas de la Iglesia y una sincera
voluntad de respetar los mandamientos divinos no resuelven de forma automática los
problemas sexuales existentes, no se traduce, de forma sencilla, en el fortalecimiento
de la voluntad humana y la capacidad de controlar la sexualidad.
5. Ley de gradualidad
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La opinión de que los esposos sin una fe viva en el amor de Dios no son capaces de
tomar ciertas decisiones que ordenen su vida sexual conforme las indicaciones de la
Iglesia no es una banalidad. El amor de Dios dentro del corazón cristiano es un
portador que le capacita para los cambios de postura y de comportamiento. Si uno no
experimenta la presencia de Dios en su vida, no está convencido de que la
Providencia Divina vela por él y le cuida, no puede otorgar valor y dar sentido a
muchos de los acontecimientos de su vida. Por eso, la auténtica pedagogía eclesial
hacia los cónyuges, incluso los que no saben resolver sus problemas sexuales de
forma rápida e inequívoca, «revela su realismo y su sabiduría solamente
desarrollando un compromiso tenaz y valiente en crear y sostener todas aquellas
condiciones humanas —psicológicas, morales y espirituales— que son indispensables
para comprender y vivir el valor y la norma moral. No hay duda de que entre estas
condiciones se deben incluir la constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza
de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y
a los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación […]. Pero entre las
condiciones necesarias está también el conocimiento de la corporeidad y de sus
ritmos de fertilidad»[107]. Si, por ejemplo, esta última condición no se cumple, o sea,
que los esposos no conocen bien los métodos naturales, por la fuerza de las cosas,
seguirán negando la norma moral, utilizarán la anticoncepción y no confiarán en las
enseñanzas de la Iglesia. Las condiciones enumeradas indican lo que es necesario
para superar los miedos y para la aparición de una paz interior durante las relaciones
sexuales. Muestran que la moralidad depende del desarrollo de la espiritualidad del
hombre.
En muchos casos la confianza en los métodos naturales aparecerá solo cuando los
esposos hayan resuelto los problemas personales más importantes, cuando hayan
lidiado con su pasado doloroso. Algunos cónyuges, antes de ordenar su vida sexual
de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, primero tienen que lidiar con la
desintegración de la unión mutua. En su relación pueden existir fuertes tensiones
negativas que influyen en la vida íntima: una parte puede atravesar problemas
espirituales (por ejemplo, la falta del perdón) o psíquicos, que destruyen la relación.
Las alteraciones de carácter espiritual o psíquico pueden, en caso de algunas mujeres,
llevar a la imposibilidad de interpretación de las observaciones del organismo
llevadas a cabo. Los matrimonios que atraviesan una situación conflictiva a menudo
llegan a la firme conclusión de que en su relación no se pueden aplicar los métodos
naturales de planificación familiar, ya que presienten que estos pueden ser empleados
tan solo cuando uno desea y sabe construir una relación de compañerismo. En el caso
de las mujeres existe también la relación entre la capacidad de observar el propio
organismo y aceptar su feminidad y llevar una vida sana.
No siempre es posible ordenar rápidamente la esfera sexual. Este problema se ve
con mucha claridad en aquellos matrimonios que están separados a causa del trabajo
y que pasan juntos solo unos días. ¿Cómo solucionar el problema de la masturbación
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durante la separación o bien del preservativo durante la breve estancia en casa justo si
coincide con el periodo fecundo de la mujer?
La ley de la gradualidad que habla sobre la creación de las condiciones para una
vida moral puede ser empleada aquí. Si se quiere resolver algunos de los problemas,
no siempre es posible hacerlo inmediatamente. En la mayoría de los casos es
necesario trabajar una solución, crear las condiciones para una vida moral mejor. En
este caso concreto es preciso restablecer la normalidad en la vida del matrimonio. El
matrimonio está destinado a vivir juntos y cuando esto ocurre se da la posibilidad real
de regularizar la vida sexual. Ocurre lo mismo en otras áreas de la vida. Si el padre
vive en el extranjero, no podrá educar a los hijos adolescentes. Las soluciones a
medias, como por ejemplo conversaciones educativas mediante un programa de chat,
no serán suficientes. Es necesario que vuelva a casa cuanto antes y, junto con su
mujer, se ocupe de los niños. El uso del preservativo es también una solución
aparentemente buena que, de forma artificial, devuelva la unidad al matrimonio;
mientras que, para un seguro desarrollo del matrimonio, es necesario que el marido
viva con la mujer. Los intentos de «poner parches» en realidad no son solución al
problema que ha surgido. Tan solo son una señal de que el matrimonio va en una
dirección errónea.
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camino gradual no puede identificarse con la “gradualidad de la ley”, como si hubiera
varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y
situaciones»[108]. Si el hombre empieza, por sí solo, a establecer sus propias normas
morales en función de la valoración de su madurez o el grado de dificultades que
atraviesa, hasta el final de su vida no encontrará en la tierra condiciones idóneas que
le posibiliten mantener la moralidad evangélica. Conforme a la experiencia, en la
esfera sexual (muy plástica, por tanto, propensa a ser modelada), la falta de esfuerzo
para superar el pecado, antes reforzará las malas costumbres (o bien llevará a la
dependencia), que ayudará en el proceso de una mejora gradual. Si uno empieza a
utilizar «temporalmente» los anticonceptivos, más tarde le será difícil abandonar el
camino elegido. El estado de temporalidad puede prolongarse sin parar. Y siempre
uno encontrará una razón importante para justificarlo.
El error de un sacerdote puede radicar en que, en su ingenuidad, contará con que
la conciencia del hombre, sin recibir las enseñanzas de Cristo, madurará por sí sola
hasta rechazar las teorías equívocas. Guiado por el impulso de la piedad puede
colocar a los cónyuges fuera de la ley moral reinante, otorgándoles una especie de
«licencia» para el uso de la anticoncepción en los momentos difíciles. Por eso los
sacerdotes deberían distinguir bien entre liberar al hombre de la obligación de reparar
su vida y el hecho, creativo y activo, de acompañarle en su camino de crecimiento
hasta que, pasado un tiempo, sea capaz de elegir y poner en práctica el bien. La
sacerdotal «ley de gradualidad» se refleja no solamente en la postura de paciencia y
tolerancia hacia una persona en proceso de maduración moral, sino también en la
exigencia de la mejora, que en ocasiones «implica una decisiva ruptura con el pecado
y un camino progresivo hacia la total unión con la voluntad de Dios y con sus
amables exigencias»[109]. En situaciones, cuando es preciso calmar la conciencia
cargada a causa de un gran sentimiento de culpa, esto no puede ocurrir gracias al
permiso al uso de la anticoncepción, sino mediante juicios prudentes y sensatos sobre
la responsabilidad del hombre[110].
En la Iglesia, el listón está a la misma altura para todos. Unas parejas conseguirán
saltarlo sin dificultad, o incluso querrán elevarlo. Otras dan unos buenos saltos, pero
pese a ello con frecuencia hacen caer el listón durante el periodo de abstinencia.
Existen también parejas capaces de elevarse muy cerca del listón, pero no consiguen
alcanzarlo. Si entrenan con paciencia, conseguirán este difícil arte. Existen también
matrimonios que no poseen una adecuada forma física. Al observarlas, somos
conscientes de que el mero hecho de aproximarse al listón, ocupará varios años de
entrenamiento. En este momento, podemos alegrarnos de si consiguen apenas
elevarse del suelo por muy poco que sea.
7. La maduración
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Los autores de Familiaris consortio, y más tarde del Vademécum para los confesores,
pese a las posibles interpretaciones erróneas, no temen introducir en la Iglesia la idea
de un ser humano que, de forma gradual, va madurando para, finalmente, poner en
práctica los mandamientos de Dios; en una determinada etapa de desarrollo, el
hombre aún no sabe gestionar su propia sexualidad y, por este motivo, se rinde al
pecado. La verdad sobre la maduración humana, entendida desde el espíritu del
Evangelio, en realidad protege a los esposos católicos (quienes desean sinceramente
preservar las enseñanzas de la Iglesia) para que no las cuestionen; en particular
cuando a diario no manejan su sexualidad. Será siempre bien entendida cuando los
cónyuges, al reconocer su impotencia ante las relaciones sexuales acordes al ciclo
natural de la mujer, no abandonen los esfuerzos para superar esta situación y, por
tanto, intenten a la mayor brevedad volver a mantener la ley moral. «No pueden mirar
la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben
considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las
dificultades[111]». Si los esposos católicos, actuando por miedo o a causa de las
dificultades de la vida, se rinden a la tentación recurriendo a los anticonceptivos, este
matrimonio siempre irrevocablemente tendrá por delante una elección más: volver a
la vida de acuerdo con el natural ciclo de fecundidad e infecundidad[112]..
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CAPÍTULO 8
LA PIRÁMIDE DE PECADOS MATRIMONIALES
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A la hora de comentar los problemas de naturaleza sexual relacionados con el
temor ante la propia fertilidad, no podemos meterlos todos en el mismo saco. La falta
de sutileza causa grandes tensiones en la vida sexual precisamente en caso de
personas que desean con sinceridad mantener las enseñanzas de la Iglesia, pero que
no siempre lo consiguen. Es preciso saber matizar la compleja realidad de la vida
matrimonial.
Cuando los himalayistas conquistan las cumbres más altas, sus caídas y fracasos
no suelen ser juzgados severamente. Entran dentro del largo y difícil camino hacia
arriba. Estas personas merecen respeto por su valentía y firmeza. En el mundo
contemporáneo los esposos católicos son como estos héroes: en las dificultades tratan
de mantener la abstinencia temporal. La aparición de problemas sexuales en este
periodo no tiene que alcanzar automáticamente el rango de pecado mortal. La ayuda a
los esposos para madurar hacia un amor cada vez más bello no consiste solamente en
formular juicios morales de valor de carácter severo, sino sobre todo en el esfuerzo
para entender a la persona dentro de la complejidad de la situación moral y
acompañarle benévolamente en el camino de maduración hasta la santidad. La falta
de delicadeza en el ámbito de la vida sexual, marca las enseñanzas de la Iglesia con
un rigorismo innecesario precisamente donde uno debería ser tolerante ante la
debilidad de quienes intentan, pese a una enorme presión del mundo, construir una
cultura católica y, pese a sus debilidades, siguen fielmente al lado de Dios. Los
sacerdotes tienen que ser conscientes de que la vida de acuerdo con el ciclo fértil de
la mujer deja de satisfacer cuando la elección moral de la abstinencia, en ocasiones
muy larga, está marcada con un creciente sentimiento de culpabilidad a causa de la
incapacidad de respetarla por completo. Los periodos de abstinencia sexual —que
someten a los esposos al pecado de la masturbación que se repite de forma constante,
a caricias demasiado avanzadas o bien al coitus interruptus— marcados por el
sentimiento de culpabilidad (en ocasiones muy fuerte) cuestionan el valor de la vida
acorde con el ciclo femenino. En nombre de las enseñanzas de la Iglesia, las cosas se
van de las manos. La elección emplear los métodos naturales de anticoncepción, no
puede crear el sentimiento de cometer pecados mortales y además ser una carga
moral. Este camino debería proporcionar tranquilidad a la conciencia y alegría de
vida, el sentimiento de dignidad a causa de estar respetando las leyes de naturaleza,
pese a las imperfecciones de subir hacia arriba. Si la Iglesia desea defender los
métodos naturales de planificación familiar, tiene que entender los problemas
conyugales que nacen «por dentro» de estos métodos, que aparecen cuando los
empleamos fielmente y, en ocasiones, incluso a raíz de permanecer heroicamente en
una abstinencia prolongada.
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1. Comportamientos anticonceptivos y métodos
anticonceptivos
Hoy en día, frente a la presión de la cultura no cristiana para optar masivamente por
los métodos anticonceptivos hormonales e incluso el aborto, es sumamente
importante que los matrimonios católicos que no consiguen gestionar su sexualidad
durante el periodo de abstinencia sexual se den cuenta de que los comportamientos
anticonceptivos se diferencian de los métodos anticonceptivos y estos se diferencian
del método del día después y del aborto. Pese a que el dominador común de todos
estos métodos es el objetivo de no dar a luz, el aborto, el dispositivo intrauterino, la
anticoncepción hormonal, el preservativo, el coitus interruptus o las caricias que
llevan al orgasmo sin celebrar el acto sexual tienen consecuencias muy diferentes en
la vida de los cónyuges: tanto en cuanto a la velocidad de la destrucción de la
relación matrimonial (el coitus interruptus puede, al cabo de unos años, llevar a la
mujer a padecer de molestias nerviosas en el bajo vientre y el aborto llevarle
directamente a la frialdad sexual), la irreversibilidad de las consecuencias
(preservativo o esterilización), como una menor o mayor facilidad a la hora de
reconstruir las pérdidas causadas (dramáticas crisis matrimoniales a raíz de la
infidelidad). Por eso, al considerarse un mal, requieren ser abordados de manera
diferente. Los comportamientos anticonceptivos (que consisten en pretender alcanzar
satisfacción sexual fuera del acto sexual pleno aprovechando las posibilidades que
ofrece el cuerpo) debilitan la relación matrimonial al introducir en ella cierta
superficialidad. Los métodos anticonceptivos (el preservativo, la píldora hormonal…)
falsean aún más esta relación al permitir bloquear o modificar las funciones del
organismo humano. Los primeros introducen en la cultura cristiana una mayor o
menor confusión, los segundos llevan a los esposos fuera de la cultura católica, hacia
un estilo de vida completamente diferente. Los primeros pertenecen a la práctica de
los métodos suaves de la planificación natural, o sea que entran dentro del marco de
vida basado en el respeto del ciclo fecundo e infecundo de la mujer; los segundos se
desvían por completo del camino que lleva a un amor maduro.
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intimidad cada vez mayor, implican el riesgo de atravesar con facilidad la fina
frontera tras la cual es imposible frenar la creciente excitación. En un momento dado
durante las caricias, surge el deseo y la decisión de atravesar la frontera establecida.
En ocasiones, la mujer que desearía que las caricias de su marido no fueran más lejos,
siente que al cabo de un instante no será capaz de interrumpirlas, a no ser que su
marido las frene. Otras veces el marido es animado por la mujer a una mayor
intimidad y el deseo de realización es tan fuerte que no sabe prescindir del
acercamiento. Finalmente, un abrazo inocente se convierte de forma espontánea en
caricias fuertemente excitantes que, a su vez, acaban en orgasmo sin un acto sexual
pleno.
Los comportamientos descritos son, a menudo, la consecuencia del deseo sincero
de demostrarse el amor que, espontáneamente, se ha convertido en una excitación
difícil de controlar. Por tanto, no siempre se emprenden con la idea de
anticoncepción, lo cual también influye en su valoración moral. A nivel general se
trata de un deseo natural y de la debilidad de parejas matrimoniales, fieles a una
cuestión fundamental: no emplear ningún método anticonceptivo. Estos
comportamientos no destruyen la fertilidad de la mujer, no causan un aborto del día
después. Son resultado de la debilidad del ser humano y de la gran fuerza del deseo
sexual.
Parece ser que los hombres, con mayor frecuencia, no experimentan ningún cargo
de conciencia y no ven nada malo en este tipo de caricias. En caso de las mujeres, las
reacciones son más complejas. Algunas mujeres realmente experimentan mucha
satisfacción en estas situaciones, para otras, en cambio, son difíciles de soportar
psíquicamente. A veces incluso a nivel físico. La manera de vivirlas depende, en gran
parte, de su sensibilidad personal, la educación, la delicadeza de su conciencia, la
unión con el marido, comprensión mutua, la frecuencia de las relaciones, el tiempo de
practicarlas…
La necesidad de las caricias y la reacción que causan, la manera de recibir los
impulsos sexuales, son cuestiones muy individuales. Es imposible precisar qué tipo
de caricias han de evitar los esposos y cuáles son las que pueden emplear. Es
imposible crear «un catálogo de caricias permitidas»[113]. En cambio, sí es posible
realizar un examen de conciencia y hablar sobre los sentimientos. Es importante que
sean los propios esposos quienes, mediante el diálogo, descubran su propia línea de
tensión entre las formas de acercamiento que apoyen su amor sin excitarles
demasiado y una manera de alejamiento que les ayude a no excitarse, pero sin matar
la ternura y la sensación de cercanía emocional y corporal. El amor conyugal puede
desarrollarse tranquilamente si los cónyuges son conscientes de que todos los
pensamientos eróticos relacionados con el esposo y que aparecen durante el cortejo y
las caricias no son pecado, sino una muestra de los vivos sentimientos que albergan.
Tampoco son pecado las muestras de cariño y las caricias que han nacido por
necesidad de demostrarse el amor. Si, en consecuencia, se llegara al orgasmo, lo cual
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nunca puede excluirse con certeza, esta actitud no debe ser considerada deliberada.
Esto quiere decir que, aunque es difícil medir el límite de responsabilidad de los
esposos, a la hora de formular un juicio moral al respecto es preciso aplicar
circunstancias atenuantes que disminuyan la responsabilidad.
En esta dimensión de la vida, los cónyuges necesitan una honestidad mutua, antes
que las leyes y reglas precisas. Sin ella, no se producirá el progreso en el camino de la
pureza matrimonial. Las caricias fuertemente excitantes son inevitables en un
matrimonio que no constituye una comunidad de personas perfectas. Solo atravesar
las fronteras de forma constante y sistemática, como una opción de vida, evitando
regularmente un acto sexual pleno, es considerado pecado. Las dificultades para
dominar los sentidos que surgen de vez en cuando, constituyen problemas habituales
de los matrimonios. Los atraviesan incluso las parejas más religiosas y con una
completa formación espiritual.
Esta interpretación ofrece a los esposos que emplean los métodos de planificación
natural una sensación de seguridad y hace que el amor conyugal, durante el periodo
fecundo, más difícil para la abstinencia, puede desarrollarse de forma creativa sin la
constante amenaza directa del pecado. El camino hacia la pureza comprende un largo
proceso de integrar la sexualidad y la espiritualidad, y superar gradualmente las
dificultades provenientes de la cercanía corporal y las caricias. Las dificultades y los
fracasos en el camino del desarrollo solo pueden ser aceptados con calma si la
cercanía íntima se vive con alegría, con la conciencia de que se están construyendo
lazos matrimoniales. Los esposos que se aman son capaces de juzgar correctamente si
su intimidad constituye para ellos un obsequio mutuo, o bien es una muestra de
egoísmo. Dependiendo de esta valoración sabrán si pueden comulgar: un acto
considerado fortalecimiento de personas débiles en su camino hasta la castidad.
3. Coitus interruptus
En comparación con las propias caricias, la práctica del coitus interruptus requiere
una decisión consciente, sobre todo por parte del marido y, por lo tanto, en él recae la
responsabilidad de emplearlo. El coitus interruptus no ofrece posibilidades de vivir la
misma sensación de unión que en caso de un acto sexual pleno. El tan importante
momento de construir la unión matrimonial se ve alterado, interrumpido en el
momento más importante, en vísperas de la realización y de la fusión mutua de los
cónyuges. El amor no puede sonar hasta el final y unir a los esposos. Si los cónyuges
lo practican en su relación se introduce cierta falsedad. Al iniciar el acto sexual se
dicen sin palabras que se aman tanto que les resulta imposible esperar por más tiempo
y no estar juntos, pero, a la hora de mantener la relación, ambos piensan en
interrumpir la unión que está siendo creada. El coitus interruptus supone un problema
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de falsa relación, de enviarse comunicados contradictorios: «quiero establecer
contigo una relación profunda, quiero estar contigo lo más cerca posible», pero al
mismo tiempo: «quiero interrumpir la unión que se está creando, no quiero
entregarme por completo». No siempre se es consciente de la contradicción de los
comunicados, pero se percibe como una falsedad. Influye del mismo modo en la
relación diaria del matrimonio cuando los cónyuges se aseguran del amor mutuo,
pero a la vez están siendo maliciosos el uno con el otro. El hecho de enviar
comunicados contradictorios destruye la confianza, cansa psíquicamente.
Los hombres muchas veces no ven la relación entre la inapetencia de su mujer
hacia las relaciones sexuales y la práctica del acto sexual. De forma subjetiva el
hombre siente que no hace nada malo a la mujer, que no la perjudica. A la vez tiene la
sensación de estar realizando su masculinidad, ya que semejante relación es un acto
suyo y él es responsable del momento adecuado de la retirada. A ambas partes, el
coitus interruptus les parece el método más sencillo para resolver la fertilidad sin una
intromisión directa en el funcionamiento del organismo de la mujer. Sin embargo,
para las mujeres constituye un problema mayor. Muy a menudo su práctica desanima
a las mujeres a mantener relaciones sexuales, ya que impide establecer una relación
interpersonal y profundizar en ella. Independientemente de esto, es el método menos
eficaz de evitar la concepción. Las mujeres conscientes de ello, tras mantener
semejante relación, se quedan con una sensación de inseguridad respecto a si se ha
producido o no la concepción. El estrés de esperar la llegada de la menstruación —
síntoma de no estar embarazada— despoja a muchas mujeres de la alegría de estos
momentos de acercamiento.
El coitus interruptus, como comportamiento que impide la creación de un lazo
siendo al mismo tiempo un método poco eficaz de protegerse ante un embarazo no
deseado, puede en algunos casos dar origen a la ansiedad neurótica[114], la
impotencia, frialdad sexual, falta de orgasmo, eyaculación precoz[115]. Existe una
relación inconsciente entre la práctica del coitus interruptus y la susceptibilidad,
recíproca actitud enemiga de los cónyuges.
Si las caricias iniciadas (buenas y necesarias para los cónyuges) avanzan cada vez
más en contra de la voluntad de uno de los esposos y acaban en coitus interruptus, es
importante que la mujer, en un momento oportuno, hable con su marido e intente
disuadirle de esta práctica, así como establecer las fronteras de la cercanía. No es
necesario que justo antes del coitus interruptus muestre su desacuerdo con esta
actitud, o bien que se retire de la relación sexual[116]. Su desacuerdo interior respecto
a este comportamiento no debería transformarse en pasividad, rigidez del
comportamiento sexual (no sería un comportamiento normal en caso de personas que
se quieren), privación del placer sexual. El acto moral de desacuerdo interior no tiene
nada que ver con la inapetencia del sexo en sí.
El sexo anal, entendido como la introducción del pene dentro del ano, no es un
acto sexual normal. Estos comportamientos no crean lazos matrimoniales y son
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perjudiciales para la salud (por ejemplo, pueden llevar a daños que propicien
infecciones). El recto no está adaptado para las relaciones sexuales. Los maridos no
tienen derecho a exigir a las mujeres mantener relaciones sexuales de esta forma.
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Una verdadera unión humana se construye cuando obsequiamos a la otra persona con
placer, pero dentro de los límites establecidos por la naturaleza, por la corporeidad
del ser humano, conforme con su fisiología y anatomía. En este «marco natural del
cuerpo» la unión matrimonial madura hacia un amor cada vez más bello, el obsequio
mutuo. Al mismo tiempo, este marco crea una barrera natural ante la puesta en
marcha de los mecanismos que amenazan el amor y la dignidad humanos. La
reflexión sobre la fisiología del cuerpo humano es también un punto de partida para
comprender la problemática de la inseminación artificial o del método in vitro.
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se trata de manifestar la ira, de una radical negación de las relaciones, sino de hacer
uso del derecho de cada persona, también católica, de hablar de sus sentimientos y
opiniones incluso cuando no le gustan a la parte contraria o bien, de alguna manera,
la hieren. Un católico tiene derecho a oponerse firmemente a algo que le molesta en
su vida, a tener sus preferencias y exigencias sobre las relaciones sexuales. Es más
honesto hablar de las cuestiones difíciles que evitar un tema delicado y barrer la
basura bajo la alfombra. Si, tras una oposición tan clara, el cónyuge sigue insistiendo
en el uso del preservativo, nos encontramos ante una situación de no respetar la
voluntad de la otra parte, de ejercer presión y, puede que también, de obligación. Ya
sabemos que no se trata del amor que requiere respeto hacia las expectativas, la
voluntad y preferencias del otro. Cuando se expresa una oposición que no es
respetada, se crea una situación moral completamente nueva. La persona que
mantiene relaciones sexuales bajo presión u obligada, incluso con su consentimiento,
ya no es una persona libre, plenamente responsable de la situación creada.
Ambas situaciones (la práctica del coitus interruptus y el uso del preservativo)
pueden compararse con una situación conocida en cada casa. Durante el día los
habitantes abandonan sus cosas fuera de su sitio habitual lo cual lleva a aumentar el
desorden. La persona más ordenada cada vez lo pasa peor dentro del caos creciente,
por dentro se opone a él. Sin embargo, cualquiera, hasta cierto punto, sabe tolerar la
falta del orden. Si menciona su necesidad de limpiar la casa, no plantea esta cuestión
categóricamente. Tolerar no significa permitir, estar de acuerdo o aceptar. Este
término no tiene un significado positivo (otorgado por la cultura contemporánea que
hace de la tolerancia una virtud moral básica), sino reconoce un estado temporal que
en el futuro uno pretenderá cambiar tras encontrar maneras adecuadas de llegar al
cónyuge. No obstante, cuando el desorden supera ya ciertos límites, una persona
sensible no desea vivir más en semejante entorno y tiene derecho a requerir de forma
más decidida e inequívoca, que se limpie. Por eso, cada vez más, subraya con mayor
claridad su voluntad de vivir en una casa ordenada. Ya no tiene sentido tolerar un
desorden tan grande. Es preciso limpiar la casa a la mayor brevedad posible y
restablecer al menos un estado de relativa limpieza.
6. La píldora de la muerte
La píldora anticonceptiva nos introduce incluso más eficazmente (aunque de manera
más soterrada, al no estar visible por fuera) en la cultura no cristiana: claramente
infringe la integridad del cuerpo humano. La decisión de recurrir a ella crea la
necesidad de un uso regular, cambia la manera de entender el cuerpo humano,
constituye un permiso para la modificación de la naturaleza humana creada por Dios
y, por lo tanto, cuestiona la sabiduría y el amor del Creador. En caso de algunas
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mujeres es un verdadero peligro para la salud[118]. Una pastilla anticonceptiva eficaz
interfiere en todo el medio en el que nace la vida. Su funcionamiento, de acuerdo con
las intenciones de sus creadores, es tanto anticonceptivo como abortivo.
En el libro Contracepción, que goza de respeto en los ambientes médicos, los
autores L. Speroff y P. D. Darney describen el funcionamiento de la píldora
anticonceptiva: «Los compuestos impiden la ovulación, frenando la liberación de las
gonadotropinas en el mecanismo que actúa tanto sobre la hipófisis, como el
hipotálamo. El progestágeno impide la segregación de la hormona luteinizante (LH),
impidiendo, por tanto, la ovulación, en cambio el estrógeno frena la segregación de la
hormona foliculoestimulante (FSH) e impide el desarrollo del folículo ovárico […].
La presencia de progestágeno en los medios anticonceptivos compuestos, causan un
cambio en el endometrio y la desaparición de sus glándulas, por tanto, el anidamiento
de un óvulo en la mucosa del útero modificada de esta forma es imposible. La
mucosa del cuello se vuelve espesa e intransitable para los espermatozoides. Es
posible también que la influencia de los progestágenos en la secreción de las
glándulas de la peristáltica de los oviductos sea un mecanismo adicional para
prevenir la fecundación. Incluso si, pese al uso de preparados compuestos, en el
organismo de la mujer permanezca una mínima actividad de los folículos oválicos
(sobre todo los preparados con menor dosis de hormonas), los métodos anteriormente
descritos aseguran una eficacia anticonceptiva satisfactoria[119]».
La Iglesia determina de forma clara las fronteras que de ninguna manera pueden
ser atravesadas. No se puede aceptar una relación sexual moralmente desordenada
cuando la parte que pretende hacer infecundo el acto sexual utiliza medios que
pueden causar el aborto. «Se deberá evaluar cuidadosamente la cooperación al mal
cuando se recurre al uso de medios que pueden tener efectos abortivos[120]». Este
comentario se refiere a las píldoras anticonceptivas, el dispositivo intrauterino, la
píldora del día después, etc.
La información sobre la función abortiva de las píldoras hormonales no quiere
decir que siempre se produce un aborto, sino que esta posibilidad existe y está
prevista por los fabricantes de los anticonceptivos para que el producto ofrecido
posea la eficacia exigida. Una mayor posibilidad de causar el aborto (las contadas
investigaciones hablan de un 10 a 25 por ciento de los casos[121] no autoriza para
opinar que en caso concreto de una pareja con seguridad haya tenido lugar el aborto
y, en función de esta opinión, juzgar sobre haber practicado un aborto. Nadie es capaz
de definir si en caso de una pareja ha tenido lugar el aborto, ya que lo que ocurre
dentro del sistema reproductivo de una mujer es, en la práctica, muy difícil de
establecer. En gran parte depende de la dosis ingerida (cuanto menor, más segura es
para la salud, pero ofrece menores posibilidades de impedir la ovulación), de las
propiedades individuales del organismo (el peso, estado general de salud,
fertilidad…), tiempo de uso de los métodos anticonceptivos (cuanto mayor, más alta
es la posibilidad de causar el aborto).
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La verdad sobre las consecuencias seguirá siendo un misterio que solo Dios
conoce. Los matrimonios que desconocían este funcionamiento de las populares
píldoras anticonceptivas, no deberían culparse de que haya podido producirse un
aborto, pero al ser conscientes de este riesgo deberían rechazar inmediatamente estos
métodos para no arriesgar jamás un final tan triste para su amor.
7. La espiral de problemas
La implantación de un dispositivo intrauterino (DIU) descarta para el marido la
posibilidad de mantener relaciones sexuales durante el periodo fecundo, ya que puede
llevar a un aborto. Incluso si las hormonas liberadas no permiten la fecundación, está
implantado con el fin de impedir que el óvulo fertilizado se adhiera al útero.
Muy a menudo, en el fondo de la conciencia de la mujer que lo lleva puesto, está
el pensamiento de que el DIU destruye la vida de un ser humano ya concebido.
Frecuentemente no es un pensamiento lo suficientemente claro como para impulsar la
decisión de quitarlo. Sin embargo, este pensamiento ahonda en la psique causando
nerviosismo, intranquilidad, susceptibilidad, incluso la inapetencia para mantener
relaciones sexuales. Es imposible escapar de la conciencia, aunque esté ensordecida.
Negar la absolución a una mujer que lleve implantado el DIU, es una manera de
concienciarla sobre esta verdad difícil de aceptar. Se encuentra en una situación que
requiere soluciones inequívocas. Debería acudir cuanto antes al ginecólogo y retirar
el objeto mortífero. Son muchas las mujeres que padecen este problema y que
aplazan la decisión durante muchos meses porque el miedo ante la concepción es en
ellas mayor y más real que la conciencia de que dentro de su cuerpo se está
produciendo un aborto temprano.
Los matrimonios que optan por esta solución no conocen o, a menudo, no desean
conocer, los métodos de planificación naturales. De allí surge una situación moral
difícil. Objetivamente, y comparándolo con el uso de los métodos de aborto
temprano, el uso del preservativo es un mal físico menor. Eso no significa que
desaparezca el problema moral y que no haya que procurar evitar también el mal
moral vinculado al uso del preservativo. Por eso, en estas circunstancias, el
preservativo puede ser aceptado como una solución temporal, condicional y
excepcional.
Esta solución es posible en el caso de aquellos matrimonios que, conscientes del
mal de los métodos de aborto temprano, están dispuestos a rechazarlos, pero no
quieren, o no saben rechazar la anticoncepción. Esta complicada situación moral la
explicó el papa Pablo VI en la encíclica Humanae Vitae: «En verdad, si es lícito
alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover
un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para
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conseguir el bien[122]». El Papa distingue entre tolerar un mal menor (en ocasiones
puede hacerse si valoramos que la falta de la tolerancia causaría un mal mayor en las
personas, o bien porque sin ella, no se conseguirá un bien mayor) y hacer el mal
desde el convencimiento de que el mal dará buenos frutos. Por tanto puede tolerarse
el uso de un método estrictamente anticonceptivo si no existe la posibilidad de
solucionar una situación y su prohibición llevaría a los cónyuges a seguir usando los
métodos de aborto temprano. El hecho de tolerar una mala elección, la
anticoncepción —que, a la vez, es mejor que los métodos de aborto temprano—
ofrece una posibilidad de continuar dialogando con los esposos.
La consciencia de gradación del mal evita que cualquier síntoma de impureza
dentro de la vida matrimonial sea valorado uniformemente. Pese a percibir esta
importante distinción, es preciso recordar que «queda siempre firme el principio de
que la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad y el
pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte no existe una vía
intermedia»[123]. Esta observación es muy importante porque ser consciente de la
gradación de los pecados sexuales no siempre ayuda a mejorar las relaciones entre los
esposos, ya que da pie a la tentación de elegir pecados menos perjudiciales. Esta
manera de pensar se caracteriza por cierta perfidia que debilita el camino de los
cónyuges hacia una plena pureza y santidad. Caminando juntos hacia Dios, no han de
pensar sobre las posibilidades de elegir un mal menor, sino sobre elegir un bien aún
mayor. El amor no se pregunta cuál de los males es mejor hacer, sino qué hacer para
crecer en el bien. Uno no se puede rendir al modo de pensar minimalista. Hay que
darse cuenta de que cada pecado, incluso el más pequeño, es una elección del camino
en dirección contraria a la voluntad de Dios, de alguna forma nos aleja de Él. En
cambio cada elección del bien nos acerca a Dios y por tanto merece la pena
preocuparse por estas elecciones. Cada uno de nosotros debería preguntarse, al igual
que le preguntó el evangélico joven Jesús: «Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer
para conseguir la Vida Eterna?».
1. Pasar el Rubicón
Gracias a su creatividad el hombre ha ido ideando, desde hace siglos, cada vez
mejores herramientas que le ayudan en la vida. Cuando vio que no podía alargar más
el brazo, en vez de esforzarse en estirar sus huesos, inventó la caña de pescar: una
prolongación artificial de su miembro. Cuando necesitaba transportar objetos
pesados, inventó la rueda, después construyó el carro. Cuando necesitaba llegar antes
a su destino, construyó la bicicleta, luego el coche y finalmente, el avión. Cuando
deseaba mirar más allá de lo que sus ojos le permitían, inventó los prismáticos y más
tarde el telescopio.
De esta manera se llega a un verdadero progreso que lleva al desarrollo de nuestro
mundo. De forma racional se van llevando a cabo las palabras del Evangelio dirigidas
a los primeros hombres: «Sean fecundos y multiplíquense y llenen la tierra y
sométanla».
Cuando el hombre construye una mesa de madera (corta las tablas, las lija, las
pega), está utilizando la naturaleza para su bien. Si, de la misma manera, trata su
propio cuerpo o el cuerpo de otra persona, se está tratando a sí mismo o a la otra
persona como un objeto (una cosa). Aparentemente se le está devolviendo al cuerpo
humano la funcionalidad o la belleza, pero, en realidad, está siendo degradado hasta
el nivel de las cosas materiales que pueden ser usadas según el antojo de uno. El
cuerpo humano pierde valor, se convierte en un bien de consumo.
Basta con mirar al icono de la cultura pop, a Michael Jackson, para entender que
el camino del hombre hacia la felicidad no pasa por las operaciones quirúrgicas. El
cuerpo no puede ser tratado como un material de trabajo: no puede ser cortado,
redondeado, aumentado, oscurecido, aclarado, etcétera, con el fin de crear una nueva
realidad, un cuerpo que se ajusta a la perfección a los requerimientos de su dueño.
El hombre contemporáneo ha atravesado sin darse cuenta el Rubicón, una
frontera importante que separa su humanidad del mundo exterior, de la naturaleza. En
2. Modificación de la sexualidad
Este acercamiento se ve claramente en el ámbito sexual. El canon de belleza hace que
las mujeres sanas se sometan al aumento de pecho y, gracias a los implantes, se
sientan más femeninas. En las clínicas de Sudáfrica tienen mucho éxito las
operaciones de alargamiento del pene, atributo de masculinidad; esta práctica es cada
vez más popular en Europa. En África del Norte a las jóvenes se las somete a la
ablación del clítoris y de los labios en nombre de los ideales de feminidad que reinan
en estos países.
En los laboratorios europeos y americanos se testan los medicamentos que
influyen en ciertas partes del cerebro para provocar o alargar el orgasmo. Estas
prácticas se llevan a cabo no solamente con el objeto de curar algunos trastornos, sino
también como respuesta a la creciente demanda del mercado de búsqueda de fuertes
sensaciones sexuales[139].
Muchas personas desean practicar sexo no condicionado por la posibilidad de
concebir un hijo. Para ellas el mercado ha preparado una oferta muy rica. Las mujeres
pueden alterar el ciclo menstrual o incluso eliminar por completo la menstruación. A
los hombres, a los que las hormonas influyen mucho peor que a las mujeres, se les
propone cada vez con mayor frecuencia, la vasectomía. Esta tendencia guarda
relación con el respeto de los postulados de los movimientos ecologistas
(contaminación del medioambiente por exceso de estrógenos) y feministas (los
hombres humillan a las mujeres consintiendo que sean solo ellas que las eliminen su
fertilidad).
El método in vitro facilita la concepción de un hijo fuera del cuerpo humano,
convirtiendo el misterio de la vida, en un ordinario proceso de producción. Las
mujeres pueden adquirir los embriones congelados, y llevarlos al médico que los
introducirá en su matriz. La selección de los embriones, también mediante la
manipulación genética, facilita encargar niños con rasgos determinados: por ejemplo,
con un alto cociente intelectual, determinado color de ojos (por supuesto, pagando
por ello un precio alto), o bien al revés, con los mismos defectos que poseen los
padres: por ejemplo, enanismo, sordera. Los padres-clientes exigen que los embriones
posean dañados los genes responsables del crecimiento u oído[140]. La «tecnología de
4. Programar la naturaleza.
9. Opción fundamental
Un encuentro verdaderamente humano entre los cónyuges, que lleve a construir una
unión entre ellos, solamente puede llevarse a cabo dentro de los límites determinados
por su corporeidad. El hecho de cuestionar en una mujer o en un hombre cualquier
rasgo biológico, propio del ser humano, imposibilita la construcción de una relación
de pareja basada en el respeto mutuo, un reconocimiento real de la masculinidad o
feminidad del cónyuge. El postulado de construir el amor dentro del cuerpo, significa
en la práctica, que los cónyuges deciden estimularse sexualmente y regular la
natalidad, aprovechando todas las posibilidades que les ofrecen sus propios cuerpos.
1951; AAS (43), 1951, pp. 835-854, comp. CIC n.º 2362. <<
este libro citan los resultados de una encuesta. A la hora de comentarla surgió una
constatación según la cual «una actitud positiva, religiosa, hacia el placer sexual, que
une las relaciones matrimoniales con la felicidad matrimonial, tiene una fuerte
influencia en las mujeres para las cuales la autoridad religiosa constituye una fuerza
sancionadora en la vida»; A. y R. Levin, Sexual Pleasure: The Surprising Preferences
in 100 000 Women, Redbook, n.º 145 (septiembre, 1975), p. 53. <<
<<
139. <<
<<
1994. <<
en: Sztuka spowiadania sig. Poradnik dla ksiezy, bajo la redacción de H. Machón, B.
Ciaston, WAM, Cracovia, 2006, pp. 291-305. <<
<<
kobieta.dziennik.pl/zdrowie/articlel32707/Polki_konserwuja_sie_botoksem.html
<<
<<
p. 19. <<
sirven para facilitar el acto natural, o bien para conseguir un objetivo propio del acto
natural», Pío XII, conferencia a los asistentes al Congreso Internacional de Médicos
Católicos (29 de septiembre de 1949). AAS 41 (1949), p. 560. «Si el medio técnico
facilita el acto matrimonial o bien ayuda a conseguir su objetivo natural, puede ser
considerado moralmente bueno. En caso contrario, si la intervención sustituyera el
acto matrimonial, no sería considerada moralmente correcta». DVII, 6. <<
id=644. <<