Werner Heisenberg
Werner Heisenberg
Werner Heisenberg
quí, en esta parte del mundo, en la costa del mar Egeo, los filósofos Leucipo y
Demócrito cavilaron sobre la estructura de la materia; y allá abajo, en la plaza, sobre
la cual cae ahora el crepúsculo, discutió Sócrates sobre las dificultades
fundamentales de nuestros medios de expresión; y más allí enseñó Platón que la idea,
la representación, es la estructura fundamental propia vigente detrás de los
fenómenos. Las preguntas que fueron formuladas por primera vez hace dos milenios
y medio en este país (y que han ocupado, desde entonces, el pensar humano casi
ininterrumpidamente) han sido discutidas en el transcurso de la historia una y otra
vez cuando, a causa de las nuevas evoluciones, cambiaba la luz bajo la cual aparecían
los antiguos caminos del
pensamiento.
Existe, sin embargo, otra razón más para convertir esos problemas con que
nos enfrentamos en objeto de observaciones repetidas. La filosofía del materialismo,
desarrollada en la antigüedad por Leucipo y Demócrito, ha sido centro de muchas
discusiones desde el despliegue de las ciencias naturales modernas en el siglo XVII:
habiendo sido además —en la nueva forma del materialismo dialéctico— una de las
fuerzas motoras de los cambios políticos de los siglos XIX y XX. Si las ideas
filosóficas sobre la estructura de la materia pueden jugar un papel tan
importante en la vida humana, si han tenido el efecto de una carga
explosiva dentro de la sociedad europea y quizá todavía acarrearán
iguales efectos en otras partes del mundo, resulta tanto más importante
todavía saber lo que han de opinar nuestros actuales conocimientos
natural-científicos sobre esa filosofía. Expresándolo de una forma algo más
generalizada y correcta: uno debe esperar que el análisis filosófico de la evolución
natural-científica más reciente pueda contribuir a remplazar las opiniones dogmáticas
contradictorias, sobre las preguntas fundamentales mencionadas, por una adaptación
realista a la nueva situación; la cual, por sí sola, puede considerarse como una
revolución de la vida humana en la tierra. Pero también, aparte de los efectos de la
ciencia natural sobre nuestro tiempo, puede ser interesante el hecho de comparar las
discusiones surgidas en la antigua Grecia con los resultados de las ciencias naturales
experimentales y de la moderna física atómica. Quizá debería hablarse ya aquí del
resultado de tal comparación. Parece que en la pregunta sobre la estructura de la
materia, Platón se acercó mucho más a la verdad que Leucipo o Demócrito, a pesar
del gran éxito que ha alcanzado el concepto de átomo en las ciencias naturales
modernas. Es necesario, no obstante, repetir algunos de los más importantes
argumentos que se enumeraron en las discusiones antiguas sobre la materia y la vida
—sobre el ser actual y el ser futuro—, antes de que nos ocupemos de los resultados
de la ciencia moderna.
Los fundadores del dogma del átomo, Leucipo y Demócrito, intentaron evitar
la dificultad con la suposición de que el átomo era eterno e indestructible: es decir, lo
auténticamente existente. Todos los demás objetos solamente existían porque estaban
compuestos por átomos. La antítesis entre el “ser” y el “devenir” de la filosofía de
Parménides se endurece aquí, para convertirse en la antítesis entre lo “lleno” y lo
“vacío”. El ser no es uno, puede repetirse ilimitadamente, El ser es indestructible y
por ello también el átomo es indestructible. Lo vacío, el espacio vacío entre los
átomos, facilita la posición y el movimiento: facilita las cualidades del átomo,
mientras el puro ser −por definición− no podría tener ninguna otra cualidad que la de
la existencia.
Esa última parte del dogma de Leucipo y Demócrito es, al mismo tiempo, su
fuerza y su debilidad. Por un lado, existe una explicación inmediata para los estados
diferentes de agregación de la materia —como hielo, agua y vapor—, porque los
átomos pueden yacer juntos de una manera densamente ordenada, o pueden estar en
movimiento irregular o finalmente pueden estar distribuidos en el espacio entre
distancias relativas bastante amplias: de ahí que esa parte de la hipótesis atómica se
haya mostrado, más tarde, como extremadamente afortunada. Por otra parte, el átomo
se convierte de tal manera simplemente en un ladrillo de la materia: sus calidades,
su situación y movimiento en el espacio, lo convierten en algo completamente
distinto de lo que indicaba el concepto original de “ser”. Los átomos pueden poseer
incluso una extensión limitada y con ello se ha perdido finalmente el único
argumento convincente sobre su indivisibilidad. Si el átomo posee cualidades de
espacio, ¿por qué no podría ser dividido? Cuando menos, su indivisibilidad se
convierte entonces en una cualidad física y no fundamental. Ahora pueden hacerse
otra vez preguntas sobre la estructura del átomo y uno cae en el peligro de perder
toda la simpleza que se había esperado encontrar en las partes más pequeñas de la
materia. Por ello uno tiene la impresión de que la hipótesis atómica todavía no es lo
bastante sutil, en su forma original, para explicar lo que querían comprender
realmente los filósofos: lo simple subyacente en los fenómenos y en la estructura de
la materia.
Pero la hipótesis del átomo todavía llega más lejos en la dirección correcta.
Todas las variedades de los diversos fenómenos, o al menos gran número de las
cualidades observadas de la materia, pueden reducirse a la situación y al
movimiento del átomo. No existen en los átomos cualidades como el olor, el color
o el sabor. La situación y el movimiento de los átomos pueden producir
indirectamente estas cualidades. Parece que la situación y el movimiento son
realidades mucho más simples que las cualidades empíricas del sabor, del olor o del
color. Sigue manteniéndose, sin embargo, la pregunta del por qué están determinados
la situación y el movimiento de los átomos. Los filósofos griegos no han intentado
formular una ley natural; el concepto moderno de la ley natural no se adaptaba a su
manera de pensar. De todas maneras, parece que han pensado en algún tipo de
descripción original o de determinismo, porque hablaban de la necesidad de la causa
y del efecto.
Por ello se describen mejor esos procesos de choque, en vez de afirmar que
las partículas en colisión han sido fragmentadas, hablando del origen de nuevas
partículas a partir de la energía del choque de acuerdo con las leyes de la teoría de
la relatividad. Puede decirse que todas las partículas están hechas de la misma
sustancia básica, que puede llamarse energía o materia, o bien puede asegurarse que
la sustancia básica “energía” se convierte en “materia” adoptando la forma de una
partícula elemental. De esta manera, los nuevos experimentos nos han mostrado que
se pueden poner de acuerdo dos afirmaciones aparentemente contradictorias: “la
materia es infinitamente divisible” y “existen unidades más pequeñas que la materia”;
y ello sin llegar a dificultades lógicas. Este resultado sorprendente subraya el hecho
de que no pueden emplearse, de una manera inequívoca, nuestros conceptos
generales sobre esas unidades mínimas.
Las más importantes entre las simetrías son: las del llamado grupo de
Lorentz, de la teoría especial de la relatividad, que contiene manifestaciones
decisivas sobre espacio y tiempo; y el llamado grupo Isospin, que tiene que ver con
la carga eléctrica de las partículas elementales. Existen todavía más simetrías, sobre
las cuales no quiero hablar en este momento. La causalidad relativista guarda
relación con el grupo de Lorentz, pero debe considerarse como un principio
independiente.
Tal situación nos recuerda, acto seguido, los cuerpos simétricos que había
introducido Platón para representar las estructuras básicas de la materia. Las simetrías
de Platón no eran todavía las correctas; pero Platón estaba justificado cuando creía
que finalmente se encontraban en el centro de la naturaleza, en las partículas más
pequeñas de la materia, simetrías matemáticas. Fue una increíble labor el hecho de
que los filósofos antiguos hubieran planteado las preguntas correctas. No se podía
esperar que -sin conocimiento de los detalles empíricos también hubieran encontrado
las contestaciones correctas en los detalles.
La razón del por qué Sócrates puso tanto énfasis en este problema del
lenguaje fue porque sabía cuántos malentendidos podían originarse por el uso
negligente del mismo, a la vez que cuán importante es emplear expresiones precisas
y explicar los conceptos antes de emplearlos. Por otra parte, también se daba cuenta
de que esto constituía al fin y al cabo una tarea insoluble. La situación con la cual nos
encontramos enfrentados, en nuestro intento de “comprender”, puede obligarnos a la
conclusión de que nuestros medios existentes de expresión no permiten una
descripción clara e inequívoca de los hechos.
*
Folia Humanistica, Tomo VII, nº 82; Octubre de 1969.