Horatio Hornblower - El Guardiamarina Hornblower
Horatio Hornblower - El Guardiamarina Hornblower
Horatio Hornblower - El Guardiamarina Hornblower
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C. S. Forester
El Guardiamarina Hornblower
Saga: Hornblower - I
ePUB v1.1
Himali 16.03.12
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Título original: Mr. Midshipman Hornblower
C. S. Forester, 1950
Traducción: Aleida Lama Montes de Oca
Saga: Hornblower - I
Páginas: 216
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CAPÍTULO 1
A CARA O CRUZ
Era un día del mes de enero. Se había levantado una fuerte tormenta en el
canal de la Mancha y soplaba un viento huracanado que arrastraba ráfagas de
lluvia de grandes goterones que chocaban estrepitosamente contra las capas de los
oficiales y los marineros que permanecían en cubierta. Era tal la intensidad del fuerte
ventarrón, y soplaba desde hacía tanto tiempo, que el barco de guerra, a pesar de estar
amarrado en el abrigado fondeadero de Spithead, cabeceaba y chocaba contra las
tensas cadenas de las anclas como si fuera un cascarón de nuez. Un bote de remos
tripulado por dos robustas mujeres se alejaba de la orilla y avanzaba en dirección al
barco, a gran velocidad en la mar arbolada y, de vez en cuando, hundía en ella la proa
y con ímpetu hacia saltar el agua y la espuma, que lo cubrían como un manto. La
mujer que iba en la proa era una buena navegante que, echando rápidas miradas por
encima del hombro, mantenía el rumbo y dirigía la proa hacia la parte de donde
venían las olas cuando eran más peligrosas para evitar volcar. El bote pasaba por
delante del costado de estribor del Justinian, cuando estando próximo al pescante
central, el guardiamarina de guardia gritó algo a sus ocupantes.
—¡Sí, sí! —fue la respuesta de la mujer que iba a la proa, gritando con toda la
fuerza de sus pulmones. Según un curioso pacto establecido en la Armada desde
tiempos inmemoriales, esa respuesta indicaba que a bordo del bote había un oficial
(probablemente aquella figura acurrucada en la bancada de popa que más parecía un
montón de basura cubierto con una lona alquitranada).
Eso fue todo lo que pudo ver el señor Masters, el teniente de guardia, refugiado
entre las bitas cercanas al palo de mesana. A partir de ese instante el bote quedó fuera
del alcance de su visión porque, cumpliendo la orden del guardiamarina, siguió
avanzando hacia el pescante central. Hubo una pequeña demora, aparentemente
porque el oficial tuvo dificultades para subir por el costado del barco, pero el bote
zarpó por fin y volvió a reaparecer en el campo visual del señor Masters cuando las
mujeres estaban desplegando una pequeña vela al tercio, y ahora, sin el pasajero y
con la vela desplegada, empezó a recorrer la distancia que lo separaba de Portsmouth
esquivando las olas como un caballo saltando obstáculos. En el momento en que el
bote se alejó, el señor Masters intuyó que alguien se acercaba y atravesaba el alcázar.
Era la persona recién llegada, acompañada del guardiamarina, quien, después de
señalar al señor Masters, regresó al pescante central. El señor Masters era un lobo de
mar que había echado canas al servicio de la Armada y se consideraba afortunado por
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el grado de teniente que había alcanzado, pero desde hacía tiempo estaba convencido
de que nunca lo nombrarían capitán; sin embargo, no por ello estaba amargado ni le
daba mayor importancia sino que se entretenía en observar a sus compañeros de
tripulación.
Por esta razón miró atentamente a la figura que se acercaba. El recién llegado era
un joven muy delgado, que acababa de salir de la infancia; de altura un poco superior
a la media, pies de adolescente cuyas proporciones chocaban con sus delgadas
piernas y sus enormes botas de media caña; de andares desgarbados que se dejaban
notar especialmente en los movimientos de brazos y manos. Llevaba el uniforme, que
no era de su talla, empapado de agua a causa del oleaje, y tras la alta pechera
sobresalía un cuello delgado, sobre el cual podía verse con claridad su cara afilada y
pálida. No era corriente ver una cara pálida en la cubierta de un barco de guerra,
donde en poco tiempo el sol tostaba la piel de los tripulantes y le daba un tono de
color caoba. El recién llegado, además de la cara pálida, tenía las mejillas verdosas,
signo inequívoco de que se había mareado en el bote que le había llevado desde la
costa. En la palidez de su rostro destacaban unos ojos oscuros, que parecían dos
agujeros negros hechos en una hoja de papel. Masters se asombró de que el recién
llegado, a pesar de su mareo, mirara con interés todas las cosas que le rodeaban,
dando a entender, obviamente, que todo aquello era nuevo para él. El viejo marinero
pensó que su curiosidad era más fuerte que el mareo y la timidez y, a partir de ese
momento, como era su costumbre, hizo una aventurada conjetura: el joven era
precavido y observador, que se preparaba para las nuevas experiencias que le tocarían
vivir. Se imaginó que así debió de mirar Daniel cuando fue arrojado al foso de los
leones.
Los oscuros ojos del desgarbado joven se encontraron con los de Masters. El
oficial se detuvo y, tímidamente, subió la mano y tocó el borde de su sombrero, de
cuyas alas caían gruesas gotas de agua. Abrió la boca y trató de decir algo, pero la
cerró de nuevo sin haber logrado su objetivo porque su timidez se lo impedía.
Enseguida, no obstante, volvió a armarse de valor y se obligó a sí mismo a decir con
voz recia las palabras que le habían indicado que dijera.
—Presente a bordo, señor.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó Masters tras esperar breves instantes una vez
que dejó de hablar.
—Ho… Horatio Hornblower, señor —balbuceó el joven—. Guardiamarina.
—Muy bien, señor Hornblower —replicó Masters, con el mismo tono formal—.
¿Ha traído su equipaje a bordo?
Hornblower no había oído jamás esa palabra, pero todavía tenía suficiente
capacidad de razonamiento para deducir su significado.
—He traído un baúl, señor. Está en… Está en la proa, en el portalón.
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Hornblower había dicho estas palabras sin vacilar, de sobras sabía que los
marineros las usaban para referirse a la parte delantera del barco y al lugar por donde
se entraba, pero necesitó mucho coraje para conseguirlo.
—Me ocuparé de que lo lleven abajo —dijo Masters—. Y es mejor que baje usted
también. El capitán está en tierra y el primer oficial ha dado órdenes de que no se le
llame por ningún motivo antes de las ocho campanadas. Le aconsejo que se quite esa
ropa antes de nada, señor Hornblower.
—¡Sí tal, señor! —dijo tímidamente Hornblower.
En el momento de pronunciar estas palabras, su mente y la expresión del señor
Masters le hicieron comprender que había empleado una frase poco adecuada, por lo
que se corrigió antes de que Masters se lo indicara.
—Sí, señor —se corrigió Hornblower y, tras pensarlo un momento, volvió a
llevarse la mano al borde de su sombrero.
Masters respondió a su saludo y se volvió hacia uno de los mensajeros que,
temblorosos, estaban agachados pegados al costado para protegerse de los elementos.
—Grumete, lleve al señor Hornblower a la camareta de guardiamarinas.
—Sí, señor.
Hornblower siguió al grumete hasta la escotilla principal. El mareo bastaba para
hacerle ir dando tumbos, durante el corto trayecto, pero a esto se le juntó que en dos
ocasiones tropezó con un cabo, cuando dos ráfagas de viento hicieron chocar el
Justinian contra las cadenas del ancla. Llegados a la escotilla, el grumete bajó por la
escala como si fuera una anguila deslizándose por una roca; Hornblower, en cambio,
tuvo que agarrarse con fuerza a la escala y bajó mucho más despacio y con más
cautela a la mal iluminada cubierta inferior y después a la oscura entrecubierta. Los
olores que su nariz percibió eran tan extraños y tan variados como los ruidos que
percibían sus oídos; al final de cada escala, el grumete le esperaba con fingida
paciencia. Después de bajar la última escala, dieron unos cuantos pasos, y
Hornblower estaba desorientado sin saber si caminaban hacia proa o hacia popa.
Llegaron a una cámara en la que las sombras parecían acentuarse en vez de
iluminarse por la llama de una vela de sebo colocada sobre una palmatoria de cobre
que se encontraba sobre una mesa, alrededor de la cual se sentaban media docena de
hombres en mangas de camisa. El grumete desapareció y dejó a Hornblower allí de
pie; pasaron un par de segundos antes de que le echara una mirada el hombre
bigotudo que estaba sentado a la cabecera de la mesa.
—¡Oh, espectro, habla! —dijo.
Hornblower sintió verdaderas náuseas, pues los malos olores y la falta de
ventilación de la entrecubierta habían agudizado los efectos de la travesía en bote. Le
costaba trabajo hablar, y el hecho de no saber bien cómo manifestar lo que quería
decir hacía que le costara todavía más trabajo expresarse.
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—Mi apellido es Hornblower —contestó con voz trémula.
—¡Qué mala suerte tienes! —dijo otro sin mostrar la más mínima simpatía por él.
En ese mismo momento, en el tormentoso mundo exterior el vendaval cambió
bruscamente de dirección, haciendo cabecear al Justinian de manera que volvió a
chocar con las cadenas de las anclas. A Hornblower le pareció que todo en el mundo
se había soltado de lo que lo mantenía firme, y se tambaleó y, a pesar de que
temblaba de frío, sintió que el sudor le cubría la frente.
—Supongo que has venido para ser guiado por tus superiores —dijo el hombre
bigotudo sentado a la cabecera de la mesa—, que eres otro de esos muchachos tontos
e ignorantes que dan la lata a quienes tienen que enseñarles cuáles son sus deberes.
¡Miradle! —exclamó, haciendo un gesto para llamar la atención de los otros hombres
que estaban sentados alrededor de la mesa—. ¡Mirarle! ¡Es una de las gangas que el
Rey ha conseguido últimamente! ¿Cuántos años tienes?
—Di… diecisiete, señor —balbuceó Hornblower.
—¡Diecisiete! —exclamó el hombre en tono despectivo—. Para llegar a ser un
buen marino hay que empezar a los doce años. ¡Diecisiete! ¿Sabes cuál es la
diferencia entre un gratil y una driza?
El grupo soltó una carcajada, y por la forma de reír, Hornblower, a pesar de tener
la cabeza como un bombo, se dio cuenta de que haría el ridículo tanto si contestaba
«sí» como si contestaba «no», así que trató de encontrar una respuesta neutra.
—Eso es lo primero que buscaré en el libro Seamanship, de Norie —respondió.
El barco volvió a dar otro bandazo y Hornblower se agarró a la mesa.
—Caballeros… —empezó a decir con patetismo, preguntándose cómo podría
expresar lo que quería decir.
—¡Dios mío! —exclamó uno de los hombres que estaban alrededor de la mesa—.
¡Está mareado!
—¡Está mareado en Spithead! —exclamó otro hombre en un tono en el que se
mezclaban el asombro y el desprecio.
Pero Hornblower no tomó en consideración lo que decían, y durante algún tiempo
no pudo darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Probablemente, el nerviosismo
que se había apoderado de él los últimos días contribuyó tanto y en la misma medida
como la travesía en el bote y el errático comportamiento del Justinian en el
fondeadero, pero eso tuvo como consecuencia que le etiquetaran como «el
guardiamarina que se mareó en Spithead». Naturalmente, la tristeza que le produjo el
saberse así etiquetado se sumó a la pena que sentía por estar solo y a la añoranza del
hogar. Los sentimientos embargaban su ánimo aquellos días en que los barcos de la
escuadra del Canal aún no habían podido completar su dotación, y estaban anclados
frente a la isla de Wight. Después de descansar una hora en el coy donde le puso un
compañero de tripulación, se recuperó y pudo presentarse ante el primer oficial.
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Después de pasar unos cuantos días a bordo, ya podía ir de un lado a otro del barco
sin desorientarse bajo cubierta (como al principio), sin dudar si caminaba hacia proa
o hacia popa. Durante ese período, cada uno de los oficiales adquirió para él una
personalidad propia y sus caras dejaron de ser manchas borrosas. A Hornblower le
costó aprenderse los puestos que debía ocupar cuando estaba de guardia, cuando el
barco iba a entrar en combate y cuando a los marineros se les daba la orden de
desplegar o arriar velas. Llegó a conocer su nueva vida lo suficientemente bien como
para comprender que podría haber tenido peor suerte, en caso de que se le hubiera
enviado a un barco que zarpara inmediatamente en vez de permanecer anclado como
el Justinian; pero eso no le servía de consuelo. Estaba realmente solo y no era feliz.
Su timidez era causa suficiente para tardar en hacer amigos, y a ello se sumaba el
hecho de que los demás hombres que ocupaban la camareta de guardiamarinas del
Justinian eran mucho mayores que él: ayudantes de oficiales de derrota con bastantes
años en la mar reclutados entre los tripulantes de mercantes y guardiamarinas de más
de veinte años que, por falta de ayuda de personas influyentes o por no haber
aprobado el examen requerido, no habían ascendido a tenientes. Y todos ellos,
después de mirarle con curiosidad y divertirse a su costa al principio, dejaron de
prestarle atención. Él se alegró de eso, se alegró de poder meterse en su concha y
pasar desapercibido.
El Justinian no era un barco en el que reinara la felicidad en aquellos deprimentes
días de enero. Cuando el capitán Keene subió a bordo, Hornblower observó por
primera vez cuánta pompa y cuánta ceremonia rodean al capitán de un navío de línea.
El capitán era un hombre melancólico y estaba enfermo. No tenía la fama que
permitía a otros capitanes llenar sus barcos con entusiastas voluntarios ni la
personalidad necesaria para convertir en entusiastas a los hombres tristes que,
reclutados a la fuerza por sus brigadas, llevaban al barco diariamente para tratar de
completar su tripulación. Sus oficiales le veían en pocas ocasiones, y nunca lo
deseaban. A Hornblower, cuando le llamaron a que se presentara en su cabina para
entrevistarse con él por primera vez, no le impresionó verle: sentado tras una mesa
cubierta de papeles no era más que un hombre de mediana edad con las mejillas
hundidas y amarillentas a causa de una prolongada enfermedad.
—Señor Hornblower, me alegra tener la oportunidad de darle la bienvenida a mi
barco —dijo con solemnidad.
—¡Sí tal, señor! —dijo Hornblower, a quien le parecía que esa expresión era más
apropiada para la ocasión que el «Sí, señor» y que un guardiamarina debía elegir
entre una y otra según la situación.
—Tiene usted… déjeme ver… diecisiete años —dijo el capitán Keene cogiendo
el papel donde aparentemente figuraban los datos oficiales de la breve carrera de
Hornblower.
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—El 4 de julio de 1776 —dijo en voz baja Keene, leyendo la fecha de nacimiento
de Hornblower—. Justo cinco años antes de que me nombraran capitán. Cuando
usted nació, hacía seis años que yo era teniente.
—Sí, señor —se limitó a decir Hornblower, pues no le parecía que debía hacer
más comentarios en esa ocasión.
—Es hijo de un médico. Debe de haberle costado mucho sustraerse a la influencia
de su padre y hacer una carrera diferente.
—Sí, señor.
—¿A qué nivel ha llegado en sus estudios?
—Estudié griego y latín, señor.
—Entonces, puede traducir tanto a Jenofonte como a Cicerón, ¿verdad?
—Sí, señor. Pero no muy bien, señor.
—Sería mejor que supiera algo sobre el seno y el coseno. Sería mejor que pudiera
prever una tempestad con tiempo suficiente para arriar los juanetes. El ablativo
absoluto no sirve para nada en la Armada.
—Sí, señor —dijo Hornblower.
Si bien acababa de aprender qué era un juanete, podría haber dicho a su capitán
que tenía amplios conocimientos de matemáticas; sin embargo, se reprimió para no
decirlo, pues por instinto y por la experiencia adquirida recientemente sabía que era
mejor no dar información que no le hubieran pedido.
—Bueno, obedezca las órdenes y aprenda a hacer su trabajo y no tendrá
problemas. Eso es todo.
—Gracias, señor —dijo Hornblower, y se retiró.
Las últimas palabras que el capitán dirigió a Hornblower fueron contradichas de
inmediato. A pesar de que Hornblower obedecía las órdenes y se esforzaba por
aprender su trabajo, tuvo problemas a partir del día en que John Simpson, el oficial de
más antigüedad del barco, regresó a la camareta de guardiamarinas. Hornblower
estaba comiendo con sus compañeros cuando le vio por primera vez. Era un hombre
de más de treinta años, robusto y apuesto que cuando llegó a la camareta se quedó de
pie en la entrada mirándoles, como había hecho Hornblower varios días antes.
—¡Hola! —dijo alguien en tono no muy amable.
—¡Cleveland, mi valiente amigo, levántese de ese asiento! —exclamó el recién
llegado—. Volveré a ocupar mi lugar a la cabecera de la mesa.
—Pero…
—Levántese, he dicho —repitió Simpson.
Cleveland se levantó del asiento con desgana y Simpson lo ocupó y miró con
desprecio a todos los que estaban sentados a la mesa, como respuesta a sus miradas
curiosas.
—Sí, mis queridos compañeros, he vuelto al seno de la familia —dijo—. Y no me
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sorprende que nadie esté contento. Y añadiré que todos estarán menos contentos
todavía cuando vuelvan a estar bajo mi mando otra vez.
—Pero, ¿su ascenso…? —se atrevió a decir alguien.
—¿Mi ascenso? —repitió Simpson y se inclinó hacia delante y, dando palmaditas
en la mesa, miró a todos los que estaban a su alrededor, que tenían una mirada
inquisitiva—. Voy a contestar esa pregunta ahora mismo, y si alguien la hace otra
vez, lamentará haber nacido. Un tribunal formado por capitanes estúpidos me ha
negado el ascenso porque consideró que no tenía los conocimientos de matemáticas
suficientes para ser un navegante de confianza. Así que el teniente interino Simpson
vuelve a ser el guardiamarina Simpson, para servirles. Para servirles. Y que Dios
tenga misericordia de ustedes.
Pero no parecía que Dios tuviera misericordia, porque desde el regreso de
Simpson, la vida en la camareta de guardiamarinas dejó de ser una serie constante de
penalidades para convertirse en una tortura. Aparentemente, Simpson siempre había
sido un ingenioso tirano, y ahora, amargado y humillado por haber suspendido el
examen para conseguir el ascenso, era más tirano, más cruel y más ingenioso. No se
le daban bien las matemáticas, pero tenía una endemoniada habilidad para convertir
las vidas de los demás en una carga para ellos. Como era el oficial de más antigüedad
en la camareta de guardiamarinas, tenía mucho poder, porque le había sido concedido
oficialmente; pero como era un hombre mordaz y sentía un placer morboso en hacer
daño, habría tenido el mismo poder de todas formas, aunque el primer teniente del
Justinian hubiera sido atento y enérgico, no como el señor Clay, que no era ni lo uno
ni lo otro. Dos guardiamarinas se rebelaron en dos ocasiones diferentes contra
Simpson, por sus arbitrariedades y por sus abusos de autoridad, y en las dos
ocasiones, Simpson, que podría haber sido un excelente boxeador, golpeó al
guardiamarina rebelde con sus enormes puños hasta dejarle sin sentido. En las dos
ocasiones Simpson salió indemne; y en las dos ocasiones, el irritado primer oficial
impuso al guardiamarina el castigo de permanecer un tiempo en el calcés y hacer
trabajos extraordinarios por tener los ojos morados y los labios hinchados. Los
guardiamarinas montaron en cólera e incluso los pelotilleros (naturalmente, había
varios entre ellos) llegaron a odiar al tirano.
Curiosamente, lo que provocaba resentimientos más profundos no eran las
exacciones que comúnmente hacía, como por ejemplo, sacar de los baúles de los
demás guardiamarinas camisas limpias para usarlas él, apropiarse de sus preciadas
botellas de bebidas alcohólicas o coger los mejores pedazos de carne que se servían
en la mesa. Todos pensaban que esas cosas eran disculpables y que las harían ellos
mismos si tuvieran autoridad. Pero Simpson cometía arbitrariedades que a
Hornblower, que conocía bien la antigüedad, le recordaban las de los emperadores
romanos. Obligó a Cleveland a afeitarse el bigote, que era su principal motivo de
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orgullo y obligó a Hether a despertar a Mackenzie cada media hora, tanto de día
como de noche, para que ninguno de los dos pudiera dormir (y había pelotilleros que
le decían si en algún momento Hether dejaba de cumplir su encargo). Muy pronto
descubrió cuáles eran los puntos vulnerables de Hornblower, del mismo modo que
había descubierto los de todos los demás. Se había dado cuenta de que Hornblower
era muy tímido y al principio se divirtió haciéndole recitar versos de la Elegy in a
Country Churchyard de Gray delante de todos los guardiamarinas. Los pelotilleros
podían obligar a Hornblower a recitar. Simpson, con una expresiva mirada, ponía la
vaina de su sable sobre la mesa frente a Hornblower y los pelotilleros rodeaban al
joven, y el joven sabía que vacilar un instante traía como consecuencia que le echaran
en la mesa y le pegaran con la vaina. El lado plano de la vaina le producía dolor, y el
borde, agonía; sin embargo, el dolor físico no tenía comparación con el de sentirse
humillado. Y su tormento aumentó cuando Simpson empezó a emplear
procedimientos que llamó «Métodos de la Inquisición». Hornblower era sometido a
largos interrogatorios sobre su niñez y su vida de familia y no podía dejar de
responder a ninguna pregunta, bajo pena de ser golpeado con la vaina; podía
contestar con evasivas o con mentiras, pero tenía que contestar, y en los extensos
interrogatorios más pronto o más tarde terminaba por revelar algo que hacía reír a los
presentes. Bien sabía Dios que Hornblower no había hecho nada de lo que tuviera que
avergonzarse a lo largo de su solitaria niñez, pero los adolescentes son criaturas raras,
especialmente los tímidos como Hornblower, y se avergüenzan de cosas a las que
cualquier otra persona no daría importancia. Cuando pasaba por esa difícil situación,
Hornblower sufría y se sentía muy débil, y aunque otra persona menos seria hubiera
pensado solamente en salir del paso y tomarse a broma lo ocurrido o hubiera tratado
de aprovecharse de la situación para hacerse popular, Hornblower, a los diecisiete
años, era demasiado juicioso para tomarse a broma las cosas. Se veía obligado a
soportar el acoso, y sentía una pena tan profunda como la que sólo es capaz de sentir
un joven de diecisiete años, y aunque nunca lloraba en público, muchas noches
derramaba las amargas lágrimas de los diecisiete años. Tan a menudo pensaba en la
muerte como en la deserción, pero se daba cuenta de que la deserción le conduciría a
algo peor que la muerte y volvía a pensar en la muerte y disfrutaba pensando en el
suicidio. Llegó a desearse la muerte con vehemencia, por el trato brutal que recibía.
Le faltaba el afecto de los amigos y sentía soledad, esa soledad que sólo podía
experimentar un joven extremadamente reservado entre un grupo de hombres.
Pensaba cada vez con más frecuencia en poner fin a aquella situación de la manera
más fácil y guardaba el secreto en su solitario corazón.
Si el barco hubiera estado navegando, todos habrían tenido su trabajo y nadie
habría molestado a nadie; y aunque estuviera anclado como estaba, si el capitán y el
teniente hubieran sido enérgicos y competentes habrían hecho trabajar a los
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tripulantes tan duramente que ninguno tendría ganas de abusar de los demás, pero
Hornblower tuvo muy mala suerte porque el Justinian, bajo el mando de un capitán
enfermo y con un primer oficial incompetente, permaneció anclado todo el aciago
mes de enero de 1794. Incluso las actividades que a veces se veían obligados a hacer
perjudicaban a Hornblower. Una vez, en que el señor Bowles, el oficial de derrota,
daba una clase de náutica a sus ayudantes y a los guardiamarinas, el capitán, por
desgracia, pasó cerca de la cabina donde estaban y entró a mirar los resultados del
problema que habían hecho. El capitán, que se había convertido en un hombre
mordaz y que, para colmo, sentía antipatía por Simpson, después de echar un vistazo
a la hoja del guardiamarina se echó a reír y exclamó con sarcasmo:
—¡Debemos alegrarnos de que, por fin, haya sido descubierto el nacimiento del
Nilo!
—¿Cómo dice, señor? —inquirió Simpson.
—Por lo que veo en estos garabatos, señor Simpson, su barco está en África
central. Veamos qué otras terrae incognitae han descubierto los intrépidos
exploradores de esta clase.
Tal vez el destino quería que ocurriera lo que ocurrió después, pero fue tan
impresionante que no parecía un hecho real sino una ficción. Hornblower vio venir lo
que iba a pasar antes de que Keene cogiera los papeles con los problemas, incluido el
suyo. El resultado que había obtenido era el único correcto, pues unos habían sumado
la corrección por refracción en vez de restarla, otros se habían equivocado en la
multiplicación, y Simpson había hecho mal todo el problema.
—Le felicito, señor Hornblower —dijo Keene—. Debe estar muy orgulloso, pues
ha sido el único que lo ha hecho bien entre tantas lumbreras. Tiene la mitad de la
edad de Simpson, ¿verdad? Si duplica sus conocimientos cuando duplique su edad,
nos dejará atrás a todos los demás. Señor Bowles, tenga la amabilidad de ocuparse de
que el señor Simpson dedique más atención a las matemáticas.
Dichas estas palabras salió decidido a seguir avanzando por la entrecubierta,
deteniéndose de vez en cuando debido a la enfermedad mortal que le aquejaba.
Hornblower se quedó mirando al suelo para evitar que su mirada se cruzara con la de
los demás; de sobras sabía que le estaban observando y lo que expresaban con sus
miradas. En ese momento deseó con toda su alma su propia muerte y por la noche
rogó por que llegara.
Dos días después, Hornblower fue a cumplir una misión en tierra a las órdenes de
Simpson. Los dos guardiamarinas tenían a su cargo una brigada de marineros que,
junto con las de los otros barcos de la escuadra, se proponía reclutar hombres por las
buenas o por las malas. No tardaría mucho tiempo en llegar un convoy de las
Antillas, y si bien es cierto que a la mayo ría de los tripulantes les obligarían a
embarcarse en otros barcos tan pronto como el convoy entrara en el Canal, algunos se
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quedarían en sus barcos para amarrarlos y después tratarían de escabullirse
valiéndose de todas las artimañas y buscarían en tierra un lugar seguro donde
esconderse. Los marineros reclutadores tenían la misión de formar un cordón en el
muelle para impedirles el paso. Ya todos estaban preparados, pero todavía no se había
avistado el convoy.
—Las cosas van bien —aseguró Simpson.
Esa era una frase que Simpson rara vez decía, pero ahora se encontraba en una
sala de la parte de atrás del hostal Lamb, sentado cómodamente en una butaca, con
los pies encima de otra, y tenía en la mano una jarra de cerveza con ginebra.
—¡A la salud del convoy de las Antillas! —brindó Simpson y se dispuso a echar
un trago de cerveza—. ¡Que tarde mucho!
Simpson se encontraba muy a gusto allí. El cometido que llevaba, la cerveza y el
fuego de la chimenea le habían puesto de buen humor. Todavía el alcohol no le había
vuelto agresivo. Hornblower, que estaba sentado al otro lado de la chimenea, le
observaba sin pestañear mientras bebía cerveza sin ginebra. Estaba asombrado de
que, por primera vez después de subir a bordo del Justinian, sus sufrimientos fueran
tan superficiales que podían compararse a los que le produciría la punzada de una
muela picada.
—Brinde por algo, muchacho —dijo Simpson.
—¡Por el derrocamiento de Robespierre! —balbuceó Hornblower.
Se abrió la puerta y entraron dos oficiales; el uno era un guardiamarina y el otro
un teniente (llevaba una sola charretera), el teniente Chalk, del Goliath, que tenía a su
cargo las brigadas reclutadoras enviadas a la costa. Simpson hizo un sitio a su
superior frente a la chimenea.
—Todavía no se ha avistado el convoy —confesó y luego miró a Hornblower
atentamente—. Me parece que no tengo el placer de conocerle.
—El señor Hornblower —presentó Simpson—. El teniente Chalk. El señor
Hornblower es un guardiamarina famoso por haberse mareado en Spithead.
Hornblower, que procuraba no enfurecerse cuando Simpson le colgaba el
conocido sambenito, al ver que Chalk cambiaba de tema, pensó que lo hacía
simplemente por cortesía.
—¡Tabernero! ¿Quieren tomar algo conmigo? Me temo que la espera va a ser
larga. Sus hombres están ya apostados en los lugares adecuados, ¿no es así, señor
Simpson?
—Sí, señor, así es.
Chalk era un hombre muy activo. Recorrió a grandes zancadas la sala, se acercó a
la ventana, desde donde se quedó mirando unos momentos cómo caía la lluvia, y tras
presentar el guardiamarina que le acompañaba, Caldwell, a los otros dos, llegaron las
bebidas. Era obvio que aquella falta de actividad forzosa le molestaba.
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—¿Jugamos a las cartas para pasar el tiempo? —sugirió—. ¡Estupendo!
¡Tabernero! ¡Traiga una mesa y una baraja y otro farol!
Pusieron la mesa delante de la chimenea, colocaron sillas alrededor, y luego
trajeron la baraja.
—¿A qué jugamos? —preguntó Chalk, mirando a su alrededor.
Chalk era teniente y sus tres compañeros guardiamarinas, así que cualquier
sugerencia suya sería aceptada sin más. Los tres guardiamarinas, naturalmente,
esperaron a que dijera lo que deseaba.
—¿A las veintiuna? No, ese juego es para tontos. ¿Al loo? No, ese juego es para
tontos ricos. ¿Y al whist? Eso nos dará la oportunidad de ejercitar la mente. Sé que
Caldwell sabe poco de ese juego. ¿Qué le parece, señor Simpson?
No era probable que un hombre como Simpson, a quien se le daban tan mal las
matemáticas, jugara bien al whist, pero tampoco era probable que él lo supiera.
—Como quiera, señor —replicó Simpson.
Le gustaba jugar, y le daba igual un juego que otro.
—¿Señor Hornblower?
—Con mucho gusto, señor.
Esta respuesta estaba más cerca de la verdad que la mayoría de las respuestas
convencionales. Hornblower había aprendido a jugar al whist en una buena escuela,
solía jugar con su padre, con el pastor y su esposa desde que falleciera su madre. La
verdad es que el juego le apasionaba. Disfrutaba calculando las posibles jugadas y
eligiendo entre arriesgarse o actuar cautamente de acuerdo con las constantes
variaciones del juego. Había aceptado con tanto entusiasmo que este detalle no se le
escapó a Chalk (que era un buen jugador). El teniente le miró una y otra vez y
rápidamente comprendió que los dos eran almas gemelas.
—¡Estupendo! —exclamó—. Levantemos una carta y decidamos así los puestos
que ocuparemos y quiénes serán compañeros de juego. ¿Qué cantidades apostamos,
caballeros? ¿Les parece mucho un chelín por baza y una guinea por mano? ¿No?
Pues, trato hecho.
Durante algún tiempo el juego se desarrolló sin incidencias. Hornblower fue
compañero de Simpson primero y de Caldwell después. Dos manos de whist fueron
suficientes para hacer patente que Simpson era un pésimo jugador, el tipo de jugador
que tiraba un as cuando lo tenía y la última carta que le quedaba de un palo cuando
tenía cuatro triunfos. No obstante, Simpson y Hornblower ganaron en la primera
mano gracias a las buenas cartas que llevaban, pero Simpson perdió en la mano
siguiente, siendo ya compañero de Chalk, y lo mismo le pasó en la siguiente, también
jugando de compañero con Chalk. Cuando tenía buenas cartas, se alegraba con sorna,
dando por seguro que los otros las tenían peores; en cambio, cuando tenía malas
cartas se ponía serio. Obviamente, era una de esas personas ignorantes para quienes
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jugar al whist era un acto social o un medio de transferir dinero a otros
arbitrariamente, como jugar a los dados. No consideraba el juego ni como un rito
sagrado ni como un ejercicio mental. Además, a medida que perdía, más alcohol traía
el tabernero, y más irritable se volvía. Ya se le había puesto la cara roja y la causa no
sólo era el calor del fuego. Era un mal perdedor y un mal bebedor. Incluso Chalk, que
tenía muy buenos modales, estaba tan tenso que no pudo disimular su alivio cuando
un nuevo corte de la baraja determinó que su compañero sería Hornblower. Ambos
ganaron esa mano con facilidad, y una guinea y varios chelines más fueron
transferidos a la pequeña bolsa de Hornblower, que era quien más había ganado,
mientras que, por el contrario, Simpson era quien más había perdido. Hornblower
estaba que no cabía en sí de gozo y quería seguir jugando al whist, y las expresiones
de disgusto y los reproches que Simpson murmuraba por lo bajo las consideraba
como simples frases que le distraían, pero no le molestaban: no señales de peligro.
No se daba cuenta de que podría pagar caro con futuros tormentos su éxito presente.
Levantaron de nuevo cartas, las enseñaron y Hornblower y Chalk volvieron a ser
compañeros de juego. Tuvieron buenas cartas y ganaron la primera mano. Después,
en dos ocasiones, Simpson y Caldwell hicieron algunos tantos, y Simpson no pudo
disimular su satisfacción por el nuevo giro de la suerte, pero, en la mano siguiente,
Hornblower hizo una excelente jugada que les permitió a Chalk y a él ganar la
séptima baza cuando los otros podían haber ganado dos más. Simpson jugó una sota
después de que Hornblower hubiera echado un diez, de modo que su sonrisa triunfal
del principio se trocó en una sonrisa amarga al descubrir que Caldwell y él sólo
habían hecho seis bazas consecutivas, y, malhumorado, las contó por segunda vez.
Hornblower volvió a repartir las cartas y puso el triunfo en sus manos, ya que al salir
Simpson con un as, como de costumbre, aseguraba así a Hornblower que volvería a
salir a continuación. Hornblower tenía varios triunfos y una serie de cartas de tréboles
consecutivos en orden numérico que podría tirar en cualquier momento si alguien
echaba una carta de ese palo. Simpson miró sus cartas y empezó a gruñir. Era
sorprendente que todavía no se hubiera dado cuenta de que salir con un as significaba
volver a salir de mano a continuación sin haber comprendido mejor el estado de la
situación. Por fin se decidió y echó una carta, Hornblower ganó la baza con el rey y
volvió a salir con un triunfo, con la sota, y tuvo la satisfacción de volver a ganar la
baza. Salió otra vez, y Chalk echó una reina y ambos se apuntaron un tanto más.
Chalk salió con otro triunfo, con el as, y Simpson, maldiciendo, se vio obligado a
echar el rey. Entonces Chalk salió con una carta de tréboles, que Hornblower podía
seguir porque tenía cinco cartas de ese palo, entre ellas la reina y el rey. El hecho de
que saliera con ese palo era muy importante, porque eso impediría que Hornblower se
quedara sin cartas de algún palo por conservar los triunfos que le quedaban.
Hornblower ganó la baza con la reina, y pensó que era muy probable que Caldwell
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tuviera el as, aunque también podría tenerlo Chalk. Salió con una carta de poco valor,
y todos siguieron el palo, pero Chalk jugó la sota y Caldwell el as. Ya habían jugado
ocho cartas de tréboles, y Hornblower tenía otras tres, entre ellas el rey y el diez. Con
toda seguridad ganaría tres bazas con las tres y alguna más también con los triunfos.
Caldwell echó la reina de diamantes y Hornblower jugó la última carta de ese palo
que tenía obligando a Chalk a jugar el as.
—El resto es mío —dijo Hornblower, poniendo sus cartas sobre la mesa.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Simpson, con el rey de diamantes en la mano.
—Cinco bazas —dijo Hornblower—. Gano esta mano.
—Pero ¿no puedo tirar otra?
—Yo gano con un triunfo tanto si sale con diamantes como si sale con corazones
y luego tiro otras tres cartas de tréboles —explicó Hornblower, a quien le parecía que
la cuestión era tan fácil como sumar dos y dos y que esa forma de terminar una mano
era corriente. Le extrañaba que hubiera jugadores como Simpson, que no tenían la
mente muy clara y no podían llevar la cuenta de las cartas que ya habían salido de las
cincuenta y dos que formaban la baraja.
Entonces Simpson tiró sus cartas sobre la mesa y vociferó:
—Sabe usted demasiado de este juego. Ha marcado usted las cartas. Conoce tan
bien el reverso como el anverso.
Hornblower tragó saliva. Se dio cuenta de que aquel momento era crucial y que el
que tenía los triunfos en la mano era el señor Simpson. Un segundo antes estaba
jugando a las cartas y se divertía, pero ahora tenía que resolver una cuestión de vida o
muerte. Un sinfín de ideas cruzaron por su mente. A pesar de las comodidades de que
estaba rodeado, recordó la penosa vida que llevaba en el Justinian, adonde debía
volver. Esta era la oportunidad de poner fin, de alguna forma, a aquella penosa y
desdichada vida. También recordó que había pensado en suicidarse, y en un rincón de
su mente se formó el embrión del plan que estaba dispuesto a seguir. Entonces tomó
una decisión.
—Eso es una ofensa, señor Simpson —dijo, mirándole a los ojos, y le encontró
aturdido; luego miró a Chalk y a Caldwell, que, de repente, se pusieron muy serios—.
Debo exigirle una satisfacción.
—¿Una satisfacción? —preguntó Chalk inmediatamente—. ¡Vamos, vamos! El
señor Simpson perdió los estribos, pero estoy seguro de que le dará explicaciones.
—He sido acusado de hacer trampas en el juego y es difícil encontrar disculpas
para eso —insistió Hornblower.
Intentaba comportarse como un adulto, mejor dicho, como un adulto lleno de
indignación, aunque, realmente, no estaba indignado por la disputa, ya que sabía muy
bien que Simpson había dicho aquellas palabras porque tenía la mente trastornada.
Pero se había presentado la oportunidad de cambiar las cosas, y estaba decidido a
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aprovecharla. Ahora lo que tenía que hacer era representar de manera convincente el
papel de hombre ofendido.
—El señor Simpson bebió mucho alcohol y perdió los estribos —dijo Chalk,
decidido a reconciliarles—. Estoy seguro de que el señor Simpson habló en broma.
Pidamos otra botella y bebamos como buenos amigos.
—Encantado —dijo Hornblower, buscando las palabras adecuadas para que la
reconciliación fuera imposible—, si el señor Simpson se disculpa ahora mismo
delante de ustedes dos, caballeros, y si admite que no habló ni como corresponde a un
caballero ni con fundamento alguno.
Mientras decía esto se había vuelto hacia Simpson mirándole desafiante, o sea,
hablando con metáfora, había agitado un trapo rojo delante del toro. Y Simpson,
enfurecido, arremetió contra él.
—¿Pedirle disculpas a usted, mequetrefe? —gritó Simpson, alterado por el
alcohol y por haber sido herido en su amor propio—. ¡Nunca en mi vida!
—¿Han oído eso, caballeros? —preguntó Hornblower—. El señor Simpson me ha
ofendido, pero se niega a pedirme disculpas y, además, ha vuelto a ofenderme. Ahora
podrá darme una satisfacción solamente de una forma.
Durante los dos días que siguieron, hasta la llegada del convoy de las Antillas,
Hornblower y Simpson, que estaba bajo el mando de Chalk, mantuvieron una extraña
relación, pues eran dos hombres que iban a batirse, pero estaban obligados a
mantenerse en contacto el uno con el otro hasta que el duelo tuviera lugar.
Hornblower cumplía con prontitud todas las órdenes que recibía (de todas maneras
siempre lo hacía así), y Simpson las daba con disgusto y con cierta timidez. A lo
largo de esos días Hornblower desarrolló su plan original. Mientras patrullaba los
muelles al frente de una brigada, tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre la
cuestión. Si se analizaba con objetividad (y un joven de diecisiete años al borde de la
desesperación podía ser un blanco fácil) era tan lógico de resolver como calcular las
probables jugadas en una partida de whist. Nada podía ser peor que la vida que
llevaba en el Justinian, ni siquiera, como ya había pensado, la muerte. Ahora podía
llegar a la muerte por un medio sencillo, que, además, tenía el atractivo de que
condujera a la muerte a Simpson en vez de a él. En ese momento se le ocurrió una
idea que, estaba convencido, le permitiría desarrollar su plan con más seguridad, una
idea que le causó tanto asombro que se paró en seco, y la brigada que le seguía no
pudo detenerse a tiempo y chocó contra él.
—Perdone, señor —dijo el suboficial encargado de la brigada.
—No tiene importancia —dijo Hornblower, absorto en sus pensamientos.
En cuanto regresó al Justinian expuso su idea por primera vez a Preston y
Danvers, los dos ayudantes del oficial de derrota, a quienes les pidió que fueran sus
padrinos.
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—Aceptamos ser sus padrinos, desde luego —dijo Preston, mirando al escuálido
joven cuando les hizo la petición—. ¿Cómo quiere batirse? Como usted es la parte
agraviada, le corresponde escoger el arma.
—He estado pensando en eso desde que me ofendió —dijo Hornblower para
ganar tiempo, pues no era fácil encontrar las palabras adecuadas para exponer su idea
con claridad.
—¿Sabe manejar la espada? —preguntó Danvers.
—No —respondió Hornblower, quien en su vida había empuñado una.
—Entonces será mejor con pistola —aconsejó Preston.
—Probablemente Simpson sea un buen tirador —apostilló Danvers—. No me
gustaría tener que ponerme delante de él.
—Basta —cortó Preston de inmediato—. No desanimes al joven.
—No estoy desanimado —dijo Hornblower—. Eso mismo pienso yo.
—Por lo que veo, se toma usted esto con mucha tranquilidad —repuso Danvers
con asombro.
Hornblower se encogió de hombros.
—Posiblemente. Casi no me preocupa. Pero pienso que tendríamos que lograr que
los dos tuviéramos las mismas probabilidades de ganar.
—¿Cómo?
—Lograríamos que los dos tuviéramos exactamente las mismas probabilidades si
cargáramos una pistola y dejáramos la otra sin cargar —se aventuró a sugerir
Hornblower—. Simpson y yo escogeríamos una sin saber cuál es la cargada y luego
nos colocaríamos a una yarda de distancia el uno del otro y, al oír la orden de hacer
fuego, dispararíamos.
—¡Dios mío! —exclamó Danvers.
—No creo que eso sea lícito —comentó Preston—. Eso significaría que uno de
ustedes dos moriría forzosamente.
—Matar es la finalidad de un duelo —aseguró Hornblower—. Si las condiciones
son justas, creo que no hay motivo para plantear objeciones.
—Pero, ¿piensa realmente llevar a cabo este plan? —inquirió Danvers con
asombro.
—Señor Danvers… —empezó a decir Hornblower, pero Preston le interrumpió.
—No queremos que haya otro duelo —dijo Preston—. Lo que Danvers quiere
decir es que no le importaría llevarlo a cabo él mismo. Hablaremos de esto con
Cleveland y Hether y veremos qué opinan.
Apenas una hora después, todos los tripulantes del barco sabían cuáles eran las
condiciones propuestas para el duelo. Tal vez fue desventajoso para Simpson no tener
amigos en el barco. Cleveland y Hether, sus padrinos, no se opusieron con demasiada
firmeza a las condiciones del duelo, sino que las aceptaron casi sin poner reparos, y el
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tirano de la camareta de guardiamarinas pagó así su comportamiento tiránico.
Algunos oficiales mostraban con desfachatez su satisfacción, y tanto algunos oficiales
como algunos marineros miraban a Hornblower y a Simpson con la curiosidad
malsana que despertaba en ellos la inminencia de la muerte, como si los dos
contendientes estuvieran condenados a morir en la horca. Al mediodía, el teniente
Masters mandó llamar a Hornblower.
—El capitán me ha ordenado que haga algunas preguntas sobre este duelo, señor
Hornblower —dijo—. Y también que haga todo lo posible por conseguir la
reconciliación.
—Sí, señor.
—¿Por qué insiste en exigir una satisfacción, señor Hornblower? Tengo entendido
que le dijeron esas palabras sin reflexionar y cuando estaban ustedes bebiendo y
jugando a las cartas.
—El señor Simpson me acusó de que hacía trampas, delante de testigos que no
eran oficiales de este barco, señor.
Ése era el punto más importante: los testigos no eran miembros de la tripulación
del barco. Si Hornblower hubiera considerado las palabras de Simpson como simples
gruñidos de un hombre malhumorado y borracho, las habría dado por no oídas, pero
había tomado otra postura, y ahora no era posible echar tierra al asunto, y él lo sabía.
—Aun así, pueden darle una satisfacción sin necesidad de un duelo, señor
Hornblower.
—Si el señor Simpson me pide disculpas delante de esos caballeros, me
consideraré desagraviado, señor.
Simpson no era un cobarde y prefería morir a someterse a semejante humillación.
—Ya entiendo. Además, me han dicho que usted insiste en establecer unas
condiciones para el duelo que son inusuales.
—Hay precedentes de esto, señor. Como soy la parte agraviada, puedo escoger
arma y condiciones que no sean injustas.
—Parece usted un picapleitos, señor Hornblower.
El comentario fue suficiente para que Hornblower comprendiera que había
hablado más de lo debido, así que decidió que en el futuro se mordería la lengua. Y
esperó en silencio a que Masters siguiera la conversación.
—Entonces, ¿está decidido a llevar a cabo este mortal desafío, señor Hornblower?
—Sí, señor.
—El capitán también me ordenó que asistiera al duelo, debido a las extrañas
condiciones que usted ha impuesto. Debo informarle que pediré a los padrinos que
tomen las medidas necesarias para eso.
—Sí, señor.
—Eso es todo, señor Hornblower.
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Cuando Masters insinuó a Hornblower que podía marcharse, le miró con mucho
más interés que cuando Hornblower subió a bordo por primera vez. Buscaba signos
de debilidad y vacilación (en realidad, buscaba signos de sentimientos humanos),
pero no advirtió ninguno. Hornblower había tomado una decisión tras haber
examinado los pros y los contras, y la razón le indicaba que después de haber
decidido serenamente lo que iba a hacer, cometería un disparate si se dejaba
influenciar por emociones traicioneras. Las condiciones que había impuesto para el
duelo eran ventajosas para él desde el punto de vista matemático. En el pasado había
pensado en escapar al acoso de Simpson matándose voluntariamente, y, sin duda, el
hecho de que ambos tuvieran las mismas probabilidades de ganar era una ventaja para
él porque podría escapar sin morir. Además, en el caso de que Simpson supiera
manejar la espada y la pistola mejor que él (lo que seguramente así sería), el hecho de
que ambos tuvieran las mismas probabilidades de ganar, obviamente, también era una
ventaja para él desde el punto de vista matemático. No se arrepentía de haberlo
pensado.
Hornblower sabía que su tesis era irrefutable desde el punto de vista matemático,
pero pronto descubrió con asombro que las matemáticas no lo resolvían todo. Muchas
veces durante aquella horrible tarde, Hornblower notó que se sentía angustiado y que
esa angustia le hacía un nudo en la garganta cuando pensaba que a la mañana
siguiente iba a jugarse la vida a cara o cruz. Pensaba que escogiera el arma que
escogiera podría caer muerto, y que entonces ya no tendría conciencia, que su cuerpo
se quedaría frío y que, aunque le costaba creerlo, el mundo seguiría existiendo sin él.
No podía evitar que esas reflexiones le hicieran temblar, y tuvo mucho tiempo para
hacer reflexiones similares, pues la regla que impedía que tuviera contactos con su
adversario antes del momento del duelo le hacía aislarse, en la medida en que era
posible aislarse en las abarrotadas cubiertas del Justinian. Esa noche, lleno de tristeza
y con un inexplicable cansancio, colgó su coy y cuando se desvistió en la húmeda y
maloliente entrecubierta sintió mucho más frío que otras veces. Se cubrió hasta arriba
con las mantas, deseoso de poder relajarse gracias a su calor, pero no lo consiguió.
Una y otra vez, apenas se quedaba adormecido, volvía a despertarse angustiado y con
la mente ofuscada por las ideas sobre lo que ocurriría al día siguiente. Se volvió a un
lado y a otro en su coy una docena de veces y oyó la campana del barco sonar cada
media hora en lo que le pareció un tiempo demasiado largo, y sintió desprecio hacia
sí mismo por ser cobarde. Al final se dijo que era mejor que su destino dependiera de
la suerte, porque si tuviera que depender de la firmeza de su mano y de la agudeza de
su vista, moriría por fuerza después de una noche como la que estaba pasando.
Probablemente esa conclusión le ayudó a dormirse una o dos horas y se despertó
sobresaltado cuando Danvers le dio varias sacudidas.
—Han sonado cinco campanadas —dijo Danvers—. Amanecerá dentro de una
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hora. Levántese y vístase.
Hornblower, vestido sólo con la camisa, salió del coy, se puso de pie en la
entrecubierta, que estaba casi completamente oscura, y apenas pudo distinguir a
Danvers.
—Número Uno nos ha dado el segundo cúter —dijo Danvers—. Masters y
Simpson y su grupo irán primero a tierra en la lancha. Aquí llega Preston.
Otra figura borrosa apareció en la oscuridad.
—Hace un frío de mil demonios —dijo Preston—. ¡Qué tiempo tan espantoso
para salir esta mañana! Nelson, ¿dónde está ese té?
El despensero de la camareta de guardiamarinas trajo el té cuando Hornblower,
temblando de frío, se subía los pantalones. La taza empezó a chocar contra el plato
cuando al levantarla, la sostenía con la mano y eso le molestó mucho. Pero el té
estaba muy bueno y Hornblower se lo bebió con gusto.
—Déme otra taza —dijo y se enorgulleció de que pudiera pensar en el té en ese
momento.
Todavía no había clareado cuando bajaron al cúter.
—¡Zarpar! —ordenó el timonel, y el cúter se separó del costado del barco.
Soplaba un viento frío y fuerte que hizo que la empapada vela al tercio se
hinchara cuando el cúter puso proa a las dos luces que señalaban el muelle.
—Pedí a un coche de alquiler que estaba en el George que nos esperara —dijo
Danvers—. Confío en que nos esté esperando allí.
Allí estaba. El cochero, a pesar de todo lo que había bebido durante la noche, aún
se mantenía lo bastante sobrio como para dominar al caballo. Danvers sacó un frasco
del bolsillo cuando se sentaron en el coche y metieron los pies entre la paja.
—¿Le apetece un trago, señor Hornblower? —preguntó, al tiempo que le ofrecía
el licor—. Hoy no necesita tener la mano firme.
—No, gracias —respondió Hornblower, que, como tenía el estómago vacío, sintió
repugnancia al pensar en beber alcohol.
—Los otros ya estarán allí cuando lleguemos —apuntó Preston—. Yo mismo vi la
lancha virar para regresar al barco cuando llegamos al muelle.
Las reglas exigían que los dos contendientes llegaran por separado al sitio donde
iba a tener lugar el duelo; sin embargo, sólo les hacía falta una embarcación para
regresar al barco.
—El matasanos está con ellos —confirmó Danvers—. Sólo Dios sabe para qué
piensa que puede ser útil aquí.
Se echó a reír, pero, por cortesía, trató de contener la risa.
—¿Cómo se siente, Hornblower? —inquirió Preston.
—Bastante bien —respondió y tuvo que contenerse para no añadir que sólo se
sentía bastante bien si no mantenían conversaciones de esa clase.
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El coche llegó a la cima de la colina y después bajó hasta el ejido, y se detuvo no
lejos de otro coche parado allí. La luz amarilla de su farol brillaba en la penumbra del
amanecer.
—Ahí están —dijo Preston.
La débil luz del alba les permitió distinguir a un grupo de hombres en un terreno
cubierto de escarcha y rodeado de aulagas. Iban ya acercándose a ellos cuando
Hornblower clavó su mirada en la cara de Simpson, un poco apartado del grupo.
Simpson estaba pálido, y Hornblower notó que tragaba saliva, que estaba tan
nervioso como él. Masters se aproximó a Hornblower y, como de costumbre, le lanzó
una mirada inquisitiva.
—Éste es el momento para la reconciliación —dijo—. Nuestro país está en
guerra, señor Hornblower, y espero poder convencerle de que ponga fin a esta
situación y salve la vida a un servidor del Rey.
Hornblower miró hacia Simpson y Danvers respondió por él.
—¿El señor Simpson está dispuesto a dar una satisfacción como es debido? —
preguntó Danvers.
—El señor Simpson tiene la intención de manifestar que desearía que el incidente
nunca hubiera ocurrido.
—Esa forma de dar una satisfacción es inapropiada —reconoció Danvers—. No
incluye una disculpa, y convendrá usted conmigo, señor, en que una disculpa es
necesaria.
—¿Qué dice la persona agraviada? —insistió Masters.
—Ninguna persona agraviada debe hablar en estas circunstancias —insistió
Danvers, mirando a Hornblower, quien asintió con la cabeza.
Todo esto era inevitable, y tan desagradable como el paseo en el carro del
verdugo. Ya no era posible volver atrás. Hornblower creía que Simpson no se
disculparía nunca, y sin una disculpa, el asunto no podía zanjarse ni resolverse más
que con un combate sangriento. Tantas eran las probabilidades de ganar como de que
le quedaran apenas cinco minutos de vida.
—Entonces, ¿están decididos a que el duelo tenga lugar, caballeros? —inquirió
Masters—. Tendré que hacer constar esto en mi informe.
—Estamos decididos —respondió Preston.
—Entonces no tengo más remedio que permitir que este asunto termine de una
forma deplorable. Ya puse las pistolas al cuidado del doctor Hepplewhite.
Se volvió y, seguido de cerca por ellos, se acercó al otro grupo, formado por
Simpson, Hether, Cleveland y el doctor Hepplewhite, que tenía sujetas las pistolas
por el cañón, una en cada mano. Hepplewhite era un hombre corpulento y de cara
enrojecida, como todos los bebedores empedernidos, y, a causa del alcohol, ahora
presentaba una amplia sonrisa bobalicona y hacía eses al andar.
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—¿Todavía estos jóvenes piensan llevar a cabo esa locura? —preguntó, pero
ninguno de ellos le hizo caso, todos opinaban que no debía hacer tal pregunta en un
momento como ese.
—Bueno, aquí están las pistolas —dijo Masters—. Las dos tienen puesto el cebo,
pero una está cargada y la otra no, de acuerdo con las condiciones convenidas. Aquí
tengo una guinea. Yo propongo que la lancemos al aire para determinar cómo se
distribuirán las armas. Pero, caballeros, ¿creen que mediante el lanzamiento de la
moneda se asignará una determinada pistola a cada contendiente? Por ejemplo, ¿le
corresponderá esta pistola al señor Simpson en caso de que pida cara y la cara quede
hacia arriba? ¿O creen que quien resulte ganador en el lanzamiento de la moneda
debe escoger el arma? Quiero eliminar de antemano todas las posibilidades de que
haya colusión, quiero decir, que nadie piense que hay connivencia o complot para
engañar a uno de los contendientes.
Hether, Cleveland, Danvers y Preston se miraron unos a otros desconcertados.
—Que el ganador escoja el arma —sentenció Preston por fin.
—Muy bien, caballeros. Por favor, elija, señor Hornblower, ¿cara o cruz?
—Cruz —dijo Hornblower cuando la moneda de oro empezó a dar vueltas en el
aire.
Enseguida Masters la cogió y la cubrió con una mano.
—Cruz —dijo Masters, levantando la mano, y enseñando la moneda después a los
padrinos—. Por favor, escoja.
Hepplewhite ofreció a Hornblower las dos pistolas, una con la muerte y otra con
la vida. Ese momento le pareció horrible. Lo único que le guiaba era la suerte, y tuvo
que hacer un pequeño esfuerzo para alargar la mano.
—Quiero ésta —dijo y cogió el arma no sin dejar de sentir el frío del arma, fría
como el hielo.
—He hecho lo que me ordenaron —dijo Masters—. Ahora hagan ustedes lo que
quieran, caballeros.
—Coja ésta, señor Simpson —insistió Hepplewhite—. Tenga mucho cuidado con
la forma en que agarra la pistola, señor Hornblower. Es usted una amenaza pública.
Hepplewhite sonreía todavía y se regodeaba porque alguien estaba en peligro de
muerte, pero ese alguien no era él. Simpson tomó la pistola que le ofreció
Hepplewhite, la sujetó con fuerza y su mirada volvió a cruzarse con la de
Hornblower, sin que en ella hubiera indicios de arrepentimiento ni de ningún otro
sentimiento.
—No hay que alejarse mucho —aconsejó Danvers—. Cualquier lugar es bueno.
El terreno no es muy accidentado.
—Muy bien —dijo Hether—. ¿Quiere colocarse aquí, señor Simpson?
Preston hizo una seña a Hornblower y el joven se acercó. A Hornblower no le era
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fácil aparentar que tenía energías y no estaba preocupado. Preston le cogió por el
brazo y le colocó tan cerca de Simpson que sus pechos casi se rozaban. Estaban tan
cerca que percibía el olor a alcohol de su aliento.
—Por última vez, caballeros… —dijo Masters, alzando la voz—. ¿No pueden
reconciliarse?
No hubo respuesta sino un profundo silencio, y a Hornblower le pareció que
podían oírse los rápidos latidos de su corazón. El silencio se rompió cuando Hether
exclamó:
—¡No hemos acordado quién da la señal! ¿Quién está dispuesto a darla?
—Vamos a pedir al señor Masters que él se encargue de darla —dijo Danvers.
Hornblower ni se volvió. Siguió mirando al cielo plomizo por encima de la oreja
derecha de Simpson. No podía mirar a Simpson a la cara, aunque ignoraba el motivo,
y no sabía hacia dónde mirar. Pensaba que el fin del mundo estaba cerca y que dentro
de poco tiempo una bala podría atravesarle el corazón. En ese momento oyó que
Masters decía:
—Daré la señal cuando ustedes dispongan, caballeros.
En el cielo plomizo no había nada que llamara la atención, así que ahora, al echar
la última mirada al mundo, daba igual que fuera ciego. Masters alzó la voz de nuevo.
—Diré: «Uno, dos, tres, fuego» —anunció—. Y con estos mismos intervalos. Al
oír la última palabra, pueden disparar como quieran. ¿Están preparados?
—Sí —respondió Simpson, casi gritando al oído de Hornblower.
—Sí —repitió Hornblower, y notó el temblor de su propia voz.
—¡Uno! —gritó Masters.
Hornblower sintió la presión de la punta de la pistola de Simpson entre las
costillas del lado izquierdo de su cuerpo y subió su pistola. Fue entonces cuando
comprendió que no era capaz de matar a Simpson aunque tuviera la posibilidad de
hacerlo, y siguió subiendo la pistola. Se obligó a sí mismo a seguirla con la vista para
comprobar que iba quedar apuntando al hombro. Una herida leve sería más que
suficiente.
—¡Dos! —gritó Masters—. ¡Tres! ¡Fuego!
Hornblower apretó el gatillo. Se oyó un chasquido, y un hilillo de humo salió por
abajo de la llave de la pistola. El cebo no había hecho más que arder, pero no ocurrió
nada más, así que su pistola era la que no estaba cargada. Sabía que iba a morir. Una
décima de segundo después, se oyó otro chasquido, y de la pistola de Simpson, que
apuntaba a su corazón, salió otro hilillo de humo. Los dos permanecieron inmóviles,
petrificados y tardaron en darse cuenta de lo que había pasado.
—¡Un tiro fallido! —gritó Danvers.
Los padrinos rodearon a los contendientes.
—¡Denme esas pistolas! —gritó Masters, arrancándoselas de las manos que las
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sujetaban débilmente—. La que está cargada todavía podría dispararse y no quiero
que eso ocurra ahora.
—¿Cuál era la que estaba cargada? —preguntó Hether, muerto de curiosidad.
—Es mejor no enterarse de eso —dijo Masters, cambiando varias veces las
pistolas de una mano a otra como si deseara confundir a todo el mundo.
—¿Por qué no disparan otra vez? —preguntó Danvers.
Masters le miró muy serio y contestó:
—No dispararán otra vez. El honor ha quedado limpio de manchas. Estos dos
caballeros han salido bien parados de una difícil situación. Nadie tendrá en poco al
señor Simpson si dice que lamenta lo ocurrido ni nadie tendrá en poco al señor
Hornblower si acepta esa afirmación como disculpa.
Hepplewhite empezó a reírse a carcajadas.
—¡Qué caras! —dijo, dándose palmadas en el muslo—. ¡Deberían ver las caras
que tienen! ¡Qué caras tan fúnebres!
—Señor Hepplewhite, su comportamiento es indecoroso —dijo Masters—.
Caballeros, los coches nos están esperando en el camino y el cúter en el muelle, y me
parece que a todos nos vendría bien ir a desayunar, incluido el señor Hepplewhite.
Ese debería haber sido el final del incidente, pero en todos los barcos de la
escuadra anclados en el puerto se habló del inusual duelo durante mucho tiempo.
Todo el mundo conocía de sobras el nombre de Hornblower ahora, pero al hablar de
él ya no hacían mención de que era el guardiamarina que se había mareado en
Spithead, sino que era el hombre que se había jugado la vida a cara o cruz con sangre
fría. Sin embargo, en el Justinian se habló del duelo desde otro punto de vista y
circularon extraños rumores sobre él.
—El señor Hornblower ha pedido permiso para hablar con usted, señor —dijo
una mañana el señor Clay, el primer oficial, al entregarle un informe al capitán.
—Bueno, cuando usted se vaya, mándele pasar —dijo Keene y luego suspiró.
Diez minutos después oyó que alguien daba con los nudillos unos golpes en la
puerta de la cabina. Unos golpes que anunciaban a un hombre muy enfadado.
—Señor… —empezó a decir Hornblower.
—Me parece que sé lo que va a decir —dijo Keene.
—¡Las pistolas con que nos batimos Simpson y yo no estaban cargadas!
—Seguro que Hepplewhite le ha ido con el soplo —insinuó Keene.
—Y, según tengo entendido, fue por orden suya, señor.
—Exactamente. Se lo ordené al señor Masters.
—¡Eso fue una arbitrariedad, una acción injustificable, señor!
Eso era lo que Hornblower quería decir, pero al pronunciar palabras de muchas
sílabas, balbuceaba vergonzosamente.
—Tal vez —dijo Keene tranquilamente, sin dejar de ordenar, como siempre, los
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papeles que estaban encima de su escritorio.
Hornblower se desconcertó al ver que Keene admitía su falta con absoluta
tranquilidad y por unos momentos sólo pudo farfullar.
—He salvado la vida a un servidor del Rey —continuó Keene cuando el joven
dejó de farfullar sus invectivas—. He salvado la vida a un hombre joven, y nadie se
ha hecho daño. Por otra parte, tanto usted como Simpson han demostrado su valor.
Ahora los dos saben que pueden soportar un ataque del enemigo, y los demás
también.
—Me ha inferido usted una grave ofensa, señor —dijo Hornblower, decidido a
repetir uno de los discursos que había ensayado—, que solamente se puede reparar de
una manera.
—Conténgase, señor Hornblower, por favor —dijo Keene, cambiando de postura
en la silla y haciendo una mueca de dolor, y luego preparó su alocución—. Debo
recordarle una beneficiosa norma que hay en la Armada: ningún oficial puede retar a
duelo a un superior. Obviamente, la razón es que sería demasiado fácil obtener un
ascenso si eso fuera posible. Además, señor Hornblower, si un oficial reta a un
superior, comete un delito por el que tendrá que ser juzgado por un consejo de guerra.
—¡Oh! —exclamó Hornblower con voz débil.
—Ahora le daré un consejo —prosiguió Keene—. Usted se ha batido y ha salido
del duelo con honor, y eso es bueno, pero es mejor que no vuelva a batirse. Algunos
hombres, aunque parezca extraño, cogen gusto a los duelos, como los tigres a la
sangre, y nunca llegan a ser buenos oficiales, ni buenos ni populares.
Entonces Hornblower se dio cuenta de que la excitación que tenía al entrar en la
cabina del capitán se debía en buena medida a su vehemente deseo de retarle. Era
posible que sintiera un placer morboso en correr riesgos y en ser momentáneamente
el centro de atención. Keene esperaba que él dijera algo, pero le costaba hablar.
—Entendido, señor —dijo por fin.
Keene volvió a cambiarse de postura en la silla.
—También quería hablarle de otro asunto, señor Hornblower. El capitán Pellew,
de la Indefatigable puede admitir a un guardiamarina más. Al capitán Pellew le gusta
mucho jugar al whist y le hace falta tener a bordo otro buen jugador para completar
un grupo de cuatro. Los dos estamos de acuerdo en autorizar su traslado si tiene a
bien solicitarlo. Está de más decir que cualquier joven oficial ambicioso aprovecharía
la oportunidad de prestar servicio en una fragata.
—¡Una fragata! —exclamó Hornblower.
Todo el mundo sabía que Pellew era un capitán excelente y que había conseguido
muchas victorias. Un oficial podía ganar prestigio y obtener un buen botín e incluso
un ascenso estando al mando de Pellew. Hornblower pensó que era probable que la
competencia entre los que querían ser destinados a la Indefatigable fuera muy reñida,
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y que ésa era la oportunidad de su vida. Estaba a punto de decir que aceptaba gustoso
cuando pensó algo que le hizo contenerse.
—Es usted muy amable, señor —dijo—. No sé cómo agradecérselo. Pero usted
me admitió como guardiamarina aquí, así que debo quedarme con usted.
Aquella expresión adusta prueba de su irritación dio paso a una sonrisa
complaciente.
—Pocos hombres habrían dicho eso —dijo Keene—. Pero insisto en que acepte la
oferta. No viviré mucho tiempo más, no viviré lo suficiente para apreciar su lealtad.
Además, este barco no es el lugar más adecuado para usted, porque el capitán es un
inútil… No me interrumpa… Y porque el primer oficial es débil y los guardiamarinas
son viejos. Usted debe estar donde haya muchas posibilidades de conseguir un
ascenso. Pienso en el bien de la Armada cuando le recomiendo que acepte la
invitación del capitán Pellew, señor Hornblower, allí tendrá una preocupación menos
si la acepta.
—Sí, señor —dijo Hornblower—. Acepto, señor.
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CAPÍTULO 2
EL CARGAMENTO DE ARROZ
El lobo había entrado en el redil de las ovejas. Las agitadas aguas grisáceas
del golfo de Vizcaya estaban jaspeadas de blancas velas hasta donde
alcanzaba la vista, y aunque el viento era huracanado, todos los barcos, afrontando
peligros sin cuento, habían desplegado gran cantidad de velamen. Todos los barcos
excepto uno trataban de escapar: la excepción era la Indefatigable, una fragata de la
Armada real al mando del capitán sir Edward Pellew. En un lejano lugar en el
Atlántico, a cientos de millas de allí, se desarrollaba un combate de gran envergadura
en el que un grupo de barcos iba a dilucidar la cuestión de si la potencia que ejercía la
hegemonía de los mares era Francia o Inglaterra. Pero aquí, en el golfo de Vizcaya,
un convoy que los barcos franceses debían proteger era atacado por una fragata cuya
misión era navegar en todas direcciones y sin rumbo fijo en aquellas aguas
turbulentas para capturar cuantos más barcos enemigos mejor. Se había acercado al
convoy por sotavento, y eso impidió que los torpes mercantes pudieran escapar
navegando en aquella dirección y les obligó a virar a barlovento. Todos los barcos
iban cargados de alimentos que la Francia revolucionaria (cuya economía era
desastrosa debido a las convulsiones que había sufrido últimamente) ansiaba recibir,
y sus tripulantes confiaban en hacer llegar a su destino, pero tratando siempre de
escapar al confinamiento en una prisión inglesa. La fragata capturaba los barcos uno
a uno. Después de disparar uno o dos cañonazos a un barco, la recién creada bandera
tricolor de Francia descendía por el asta, momento que aprovechaba el capitán para
mandar a un grupo de tripulantes a bordo para llevarlo a un puerto inglés, y la fragata
empezaba a perseguir otra presa.
En el alcázar de la Indefatigable, Pellew gruñía y se enfurecía cuando se
producían los inevitables retrasos. Los barcos del convoy, navegando de bolina y con
el mayor número posible de velas desplegadas, seguían ahora en distintas direcciones
y se alejaban más y más a medida que pasaban los minutos y, si ellos perdían tiempo,
algunos podrían salvarse al encontrarse lejos. Pellew no esperaba ni a su propio cúter.
En cuanto un barco se rendía, ordenaba a un oficial y a un grupo de hombres armados
subir a bordo, y apenas los tripulantes de la presa empezaban a alejarse, volvía a
cambiar la orientación del velacho y comenzaba a perseguir a su nueva víctima. El
bergantín que perseguía en ese momento tardó en rendirse, y los cañones de proa de
la Indefatigable dieron más de un rugido. Se había levantado una marejada tan fuerte
que era difícil hacer disparos precisos, por eso el bergantín seguía avanzando con la
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esperanza de que ocurriera un milagro y poder salvarse.
—Muy bien —dijo Pellew—. Él se lo ha buscado. Ahora le daremos lo que ha
querido.
Los artilleros que manejaban los cañones de proa los dirigieron hacia otro blanco
y dispararon al bergantín en vez de disparar de manera que la bala pasara por delante
de su proa.
—¡Al casco no, maldita sea! —gritó Pellew, al ver que un cañonazo daba en el
casco, cerca de la línea de flotación—. ¡Desarbolarlo!
El siguiente cañonazo, gracias a la suerte o al buen juicio, fue más alto y rompió
las hondas que sujetaban la verga velacho. Entonces la verga se inclinó hacia un lado,
el velacho, que estaba arrizado, se desplegó, el bergantín orzó, y la Indefatigable se
acercó más a él con la batería preparada para dispararle. Ante esa amenaza, el
bergantín arrió la bandera.
—¿Qué barco es ése? —gritó Pellew por el megáfono.
—Es el Marie Galante, de Burdeos, y hace veinticuatro días que zarpó de Nueva
Orleans con un cargamento de arroz —tradujo el oficial que estaba a su lado cuando
el capitán francés respondió.
—¡Arroz! —exclamó Pellew—. Lo podremos vender a un alto precio cuando
lleguemos a Inglaterra. Calculo que llevará unas doscientas toneladas. Seguramente
tendrá una docena de tripulantes como mucho, así que sólo habrá que mandar a bordo
a uno de nuestros guardiamarinas con cuatro marineros a su mando.
Miró a su alrededor como si buscara inspiración para dar la orden.
—¡Señor Hornblower!
—¡Señor!
—Elija a cuatro marineros de la tripulación del cúter y suba con ellos a bordo de
ese bergantín. El señor Soames le dirá cuál es nuestra posición. Llévelo al puerto
inglés que pueda y preséntese ante sus superiores para recibir nuevas órdenes.
—Sí, señor.
Hornblower, con un puñal a un lado y una pistola colgada del cinto, se encontraba
en el puesto que le correspondía, junto a las carronadas del lado de estribor del
alcázar, y tal vez esa había sido la razón por la cual Pellew se había fijado en él. En
aquel momento había que actuar con rapidez, pues, como todos habían notado,
Pellew estaba impaciente. Dado que en la Indefatigable habían hecho zafarrancho de
combate, ahora su baúl formaba parte de la mesa de operaciones que improvisó el
cirujano, por lo que no podía sacar nada de él. Tendría que irse tal como estaba. En
ese momento el cúter iba a ocupar su posición, a cierta distancia de la aleta de la
fragata, y Hornblower se acercó al costado del buque y le gritó, tratando de que su
voz fuera potente y varonil. Al oírle, el teniente que estaba al mando de la
embarcación puso proa a la fragata.
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—Éstas son nuestra latitud y nuestra longitud, señor Hornblower —dijo Soames,
el oficial de derrota, entregándole un pedazo de papel.
—Gracias —dijo Hornblower, metiéndoselo en el bolsillo.
Subió al pescante de popa con torpeza, se puso a gatas sobre él y miró hacia
abajo, hacia donde estaba el cúter. Tanto la fragata como el cúter cabeceaban tan
fuertemente que casi hundían por completo la proa en el mar; la diferencia de altura
entre ambos parecía muy grande, pues el marinero barbudo que estaba de pie en la
proa apenas alcanzaba el pescante con el bichero. Hornblower vaciló por un
momento. Sabía que era muy torpe y que lo que se aprendía en los libros no servía de
nada cuando había que saltar a una embarcación, pero tenía que saltar, porque Pellew,
que estaba detrás de él, había empezado a gruñir y todos los tripulantes del cúter y de
la fragata tenían la vista clavada en él. Era preferible saltar y hacerse daño a retrasar
la fragata. Si esperaba, cometía forzosamente una equivocación, mientras que si
saltaba, tenía la posibilidad de acertar. Tal vez por orden de Pellew, el timonel apartó
un poco la proa de la Indefatigable de la parte de donde venían las olas. Entonces una
ola que se movía oblicuamente a la dirección de la Indefatigable hizo subir la popa de
la fragata y a continuación avanzó hasta el cúter e hizo subir la proa de éste cuando la
popa de la fragata bajaba. Hornblower se irguió y saltó. Cayó de pie en la borda y se
tambaleó durante lo que le pareció un interminable segundo. Entonces un marinero le
cogió por la solapa de la chaqueta y le hizo inclinarse hacia adelante para evitar que
se venciera hacia atrás. Pero ni siquiera la fuerza con que el marinero le sujetaba con
el brazo extendido fue suficiente para hacerle mantenerse en pie, y cayó de cabeza,
con las piernas levantadas entre los marineros de la segunda bancada. Intentó
levantarse pero se golpeó con los brazos y chocó contra sus musculosas espaldas de
tal manera que casi perdió el aliento, y, finalmente, logró ponerse en pie.
—Lo siento —dijo jadeante a los hombres entre los cuales había caído.
—No se preocupe —dijo el más próximo, un hombre con el aspecto característico
de los marineros, con tatuajes y coleta—. Pesa usted como una pluma.
El teniente que estaba al mando del cúter le observaba desde la bancada de popa.
—¿Va usted al bergantín, señor? —preguntó.
Luego dio una orden y el cúter viró en redondo mientras Hornblower caminaba
hacia popa.
El hecho de que esos hombres no le recibieran con risotadas que disimularan
bastante bien su deseo de burlarse de él fue una grata sorpresa. Pasar a una pequeña
embarcación desde una gran fragata no era fácil ni siquiera estando el mar en calma,
y probablemente todos los que se encontraban allí habrían llegado a bordo de cabeza
alguna vez. Además, por lo que había visto en la Indefatigable, en la Armada no
tenían por costumbre reírse de un hombre que no se escaqueaba cuando tenía algo
que hacer y lo hacía lo mejor posible.
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—¿Va a hacerse cargo del bergantín? —preguntó el teniente.
—Sí, señor. El capitán me dijo que llevara conmigo a cuatro de sus hombres.
—Es mejor que sean gavieros —dijo el teniente, mirando hacia la parte superior
de la jarcia del bergantín.
La verga velacho se sostenía precariamente y el foque, con estruendo, ondeaba
empujado por el viento porque una de las drizas que lo sujetaba se había soltado.
—¿Conoce a estos hombres? —preguntó—. ¿Prefiere que los escoja yo?
—Le agradecería mucho que los escogiera usted, señor.
El teniente pronunció cuatro nombres, y cuatro hombres respondieron.
—Evite que tomen alcohol y no le darán problemas. Vigile a los tripulantes
franceses, porque, si no lo hace, recuperarán el bergantín en un santiamén y terminará
usted en una cárcel francesa.
—Sí, señor —dijo Hornblower.
El cúter se abordó con el bergantín y el espacio entre las dos embarcaciones se
cubrió de blanca espuma. Rápidamente el marinero tatuado hizo un trato con los que
estaban en su bancada (los marineros tenían que dejar atrás sus pertenencias, lo
mismo que Hornblower) y se metió un puñado de picadura en el bolsillo y luego saltó
al pescante central. Otro marinero le siguió, y ambos permanecieron allí mirando a
Hornblower, que atravesaba trabajosamente el vacilante cúter en dirección a la proa.
Hornblower se subió a la bancada de proa y empezó a balancearse peligrosamente. El
pescante central del bergantín estaba más bajo que el de la Indefatigable, pero esta
vez tenía que dar un salto hacia arriba. Uno de los marineros le sujetó por un hombro.
—Espere el momento oportuno, señor —dijo—. Prepárese. ¡Ahora!
Hornblower saltó al pescante central con las piernas y los brazos extendidos, igual
que una rana. Se agarró de los obenques, pero se le resbaló la rodilla del pescante, y,
debido al balanceo del bergantín, las manos le resbalaron por los obenques y se
hundió en el agua hasta las caderas. Los marineros que estaban esperándole le
agarraron por las muñecas y le subieron al pescante y otros dos marineros le
siguieron. Enseguida pasó a la cubierta con el grupo detrás de él.
Lo primero que vio fue a un hombre que estaba sentado en la armazón de tablas
que cubría la escotilla. El hombre, con la cabeza gacha, se llevó a la boca una botella
y la inclinó de manera que el culo quedó dirigido hacia el cielo. Formaba parte de un
numeroso grupo que rodeaba la escotilla, y junto a ellos había más botellas.
Hornblower vio que en ese momento se pasaban una botella del uno al otro, y cuando
se acercó a ellos, una botella vacía pasó rodando por delante de sus pies y fue a
meterse en un imbornal con gran estrépito. Otro hombre del grupo, con su blanca
melena flotando al viento, se puso de pie para darle la bienvenida y se quedó un
momento con los ojos en blanco, agitando los brazos como si quisiera decir algo
importante y estuviera haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas.
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—¡Maldito inglés! —dijo finalmente.
De repente volvió a sentarse en la armazón y luego apoyó la cabeza en los brazos
como si quisiera dormir.
—Bien sabe Dios que han aprovechado el tiempo, señor —dijo el marinero que se
encontraba junto a Hornblower.
—Quisiera que estuviéramos tan contentos como ellos —dijo otro.
Junto a la escotilla había una caja en la que aún quedaba la cuarta parte de las
botellas, y el marinero cogió una y la miró con curiosidad. Hornblower no necesitaba
recordar la advertencia del teniente, porque cuando patrullaba el puerto con las
brigadas reclutadoras se había dado cuenta de que los marineros británicos tenían
propensión a la bebida. Dentro de media hora los miembros de su brigada estarían tan
borrachos como los franceses si él lo consentía. En su mente se implantó una imagen
que le aterrorizó y le llenó de angustia, se vio a sí mismo en un barco en malas
condiciones y con tripulantes borrachos que navegaba a la deriva por el golfo de
Vizcaya.
—¡Deje eso! —ordenó.
La situación era tan peligrosa que su voz, una voz de un joven de diecisiete años,
se quebró como la de uno de catorce, y el marinero vaciló y se quedó con la botella
en la mano.
—¡Deje eso!, ¿me ha oído? —insistió Hornblower, enfurecido y preocupado.
Ésta era la primera vez que estaba al mando de un barco. Se encontraba en
circunstancias novedosas, y la excitación le impulsaba a emplear toda la energía de
que disponía por su firmeza de carácter. Al mismo tiempo, la razón le decía que si el
marinero no le obedecía ahora, no le obedecería nunca. Tenía la pistola en el cinto y
se llevó la mano a la culata, y posiblemente la habría sacado y hubiera disparado (si
el cebo no hubiera estado mojado, como pensó con amargura más tarde al recordar el
incidente), pero el marinero volvió a mirarle fijamente y puso la botella en la caja.
Así se zanjó el incidente y Hornblower se preparó para dar el siguiente paso.
—Lleve estos hombres a proa —dijo y después dio una orden más contundente
—: llévelos al castillo.
—Sí, señor.
La mayoría de los franceses, más mal que bien, todavía podían caminar y los
marineros británicos les hicieron avanzar delante; con todo, a tres de ellos tuvieron
que arrastrarlos por el cuello de la camisa.
—Vaaayaaan pooor aaahííí —dijo uno de los marineros, y era evidente que
pensaba que si hablaba así los franceses le entenderían mejor.
El francés que les había saludado cuando subieron a bordo, se despertó y, al darse
cuenta de que le arrastraban hasta la proa se soltó y se volvió hacia Hornblower.
—¡Soy un oficial! —exclamó señalándose a sí mismo—. ¡No voy a ir con ellos!
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—¡Llévenselo! —ordenó Hornblower, pensando que en esas circunstancias no
podía pararse a discutir lo que para él no eran más que insignificancias.
Arrastró la caja con todas las botellas dentro hasta el costado del buque y las tiró
por la borda de dos en dos. Estaba claro que las botellas contenían un excelente vino
que los franceses habían decidido beberse antes de que los ingleses se lo apropiaran,
pero eso a él le tenía sin cuidado, porque un marinero británico podía emborracharse
con un clarete añejo lo mismo que con el ron que le daban en la Armada. Terminó su
tarea cuando el último francés entraba al castillo y fue entonces cuando miró a su
alrededor. El ruido del fuerte viento al rozar sus orejas le molestaba, y el ruido
ensordecedor e incesante que hacía el foque al ondear le impidió pensar cuando
contemplaba la destrozada jarcia. Todas las velas estaban fláccidas y el bergantín no
hacía más que dar sacudidas. La popa solía hacer movimientos bruscos, y el timón,
que estaba desatendido, hacía virar el bergantín de manera que se apagaban las velas
y cesaba de moverse, como un caballo encabritado, y luego avanzaba hacia adelante
violentamente. Hornblower había adquirido mucha experiencia en hacer cálculos
matemáticos en un barco bien gobernado, donde había un perfecto equilibrio entre las
velas de proa y las de popa. Allí ya no había equilibrio, y Hornblower se puso a
pensar en las fuerzas que actuaban sobre las superficies planas, y en ese momento sus
hombres regresaron corriendo adonde él se encontraba. Al menos estaba seguro de
una cosa, de que la verga velacho, que se sostenía precariamente, terminaría por
desprenderse causando daños impredecibles si seguía dando bandazos durante mucho
tiempo. El bergantín debía llevar las velas orientadas de forma apropiada;
Hornblower se imaginaba cómo podría conseguirlo, y formó en su mente la frase con
que daría la orden apropiada en el preciso momento de evitar que pareciera que
vacilaba.
—Giren las vergas a babor —dijo—. Braceen con fuerza.
Los marineros le obedecieron y él se acercó cautelosamente al timón. Había
llevado el timón algunas veces, cuando aprendía las tareas propias de su profesión
durante el tiempo que estuvo bajo el mando de Pellew, pero no estaba satisfecho con
lo que había aprendido. Cuando cogió el timón, las cabillas le parecieron extrañas,
entonces, con la intención de experimentar con él, lo giró, si bien con timidez. El
bergantín empezó a moverse más suavemente en cuanto las velas de popa cambiaron
de orientación y al volverse y transformarse en un objeto sometido a la lógica, las
cabillas empezaron a hablar a los sensibles dedos de Hornblower. Su mente encontró
la solución al problema del timón al mismo tiempo que sus sentidos la encontraron
empíricamente. En las condiciones en que se encontraba el bergantín, el timón se
podía amarrar, y Hornblower, en efecto, amarró una cabilla con una vinatera y se
apartó del timón. El Marie Galante se movía suavemente, y mientras tanto las olas
batían contra la amura de estribor.
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Los marineros suponían que Hornblower era un oficial competente, pero él no
tenía la más remota idea de cómo resolver el siguiente problema, no sabía qué hacer
con la maraña que había en el palo trinquete, en la que tenía clavada la vista ahora. Ni
siquiera sabía con certeza qué estaba mal. Pero los hombres que estaban bajo su
mando eran expertos marineros y seguramente se habían encontrado en casos de
emergencia similares montones de veces. Lo primero (verdaderamente, lo único) que
tenía que hacer era delegar su responsabilidad.
—¿Quién es el marinero de más antigüedad entre ustedes? —preguntó de repente,
convencido de que hablando de ese modo no le temblaría la voz.
—Matthews, señor —dijo uno de ellos, señalando al marinero con tatuajes y
coleta sobre el que había caído en el cúter.
—Muy bien. Le nombro suboficial, Matthews. Póngase a trabajar enseguida y
quite esa maraña de la proa.
—Sí, señor —dijo con indiferencia.
—Adelante.
El marinero se volvió y se encaminó a proa, momento que aprovechó Hornblower
para irse a popa y allí coger el telescopio que estaba amarrado con una vinatera en la
toldilla. Se divisaban pocos barcos, y Hornblower observó que los más cercanos eran
presas y navegaban rumbo a Inglaterra con la mayor cantidad posible de velamen
desplegado. Mucho más lejos, a barlovento, pudo ver las gavias de la Indefatigable,
que seguía persiguiendo al resto del convoy. La fragata ya había capturado las
embarcaciones más lentas, las que no navegaban bien de bolina, así que tardaría más
tiempo en capturar las restantes. Pronto se quedaría él solo en ese vasto mar, a
trescientas millas de Inglaterra. Trescientas millas… Tardarían dos días de
navegación en recorrerlas si el viento les era favorable, pero, ¿cuántos tardarían si les
era desfavorable?
Volvió a colocar el telescopio en su sitio, y tras asegurarse de que los hombres
trabajaban con ahínco, bajó a echar un vistazo a las cabinas de los oficiales. Había
dos individuales, seguramente una para el capitán y otra para su ayudante; además de
una doble, para el contramaestre y el cocinero o el carpintero. Encontró una pequeña
cámara y supo que era el lazareto[1] porque echó de ver que había cosas muy diversas
almacenadas allí.
La puerta entreabierta se movía de un lado a otro y un manojo de llaves colgaba
de la cerradura. Sin duda, el capitán francés, convencido de que iba a perder todo
cuanto poseía, no se había molestado en cerrarla después de sacar la caja de botellas
de vino. Hornblower cerró la puerta, se guardó las llaves en el bolsillo y, de pronto, se
sintió abrumado por la soledad, como todos los hombres que tienen autoridad en un
barco. Regresó a cubierta, y, en cuanto Matthews le vio, fue corriendo hasta la popa
y, tocándose la frente con los nudillos, dijo:
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—Disculpe, señor, pero tendremos que usar la estrellera para volver a amarrar esa
verga.
—Muy bien.
—Necesitamos más marineros, señor. ¿Me permite poner a trabajar a algunos
franchutes?
—Si cree que puede lograrlo y si queda alguno sobrio…
—Creo que podré lograrlo, tanto si están borrachos como si no.
Fue en ese momento cuando Hornblower pensó que probablemente el cebo de la
pistola estaba mojado. Se hizo duros reproches y se burló de sí mismo porque se
había fiado de la pistola sin haberle vuelto a poner cebo después de las evoluciones
que había hecho en el cúter. Cuando Matthews se dirigió a la proa, él bajó otra vez.
Había visto un estuche con pistolas, un frasco con pólvora y una bolsa con balas en la
cabina del capitán. Cargó las dos pistolas y volvió a cebar la suya y regresó a la
cubierta con las tres pistolas en el cinto cuando sus hombres salían del castillo con
media docena de franceses. Subió a la toldilla y se quedó allí de pie, con las piernas
separadas y las manos a la espalda, tratando de que su gesto expresara indiferencia y
confianza. Puesto que los marineros utilizaron la estrellera para subir la verga con la
vela, apenas una hora de duro trabajo fue suficiente para que consiguieran volver a
amarrar la verga y desplegar la vela.
El trabajo estaba llegando a su fin cuando Hornblower volvió a pensar en lo que
tenía que hacer. Ahora recordaba que dentro de pocos minutos tendría que tomar un
rumbo y bajó corriendo otra vez para determinar uno usando la carta marina de
aquella zona, el compás de puntas y las reglas. Acababa de sacar del bolsillo el
pedazo de papel donde estaba escrita su posición, que él había guardado
descuidadamente hacía poco tiempo, cuando el problema más inmediato no era otro
que pasar de la Indefatigable al cúter. Había pensado con disgusto que había tenido
muy poco cuidado con el papel y que la vida en la Armada no era una sucesión de
crisis, sino una crisis constante y que tenía que ser consciente de que mientras se
resolvía un problema urgente, era necesario hacer planes ya para resolver el siguiente.
Inclinado sobre la carta marina, marcó en ella su posición y determinó el rumbo que
debían tomar. Había sentido angustia al pensar que lo que antes había sido un
ejercicio de náutica que hacía bajo la supervisión del señor Soames ahora era algo de
lo que dependían su vida y su reputación. Había revisado su trabajo y comprobado el
rumbo y lo anotó en un pedazo de papel por temor a que se le olvidara.
Por lo tanto, cuando los marineros terminaron de amarrar la verga velacho y los
prisioneros fueron conducidos de nuevo al castillo y Matthews preguntó a
Hornblower cuáles eran las nuevas órdenes, ya estaba preparado para darlas.
—Cambiaremos la orientación de las velas para navegar con el viento en popa —
dijo—. Ponga un hombre al timón.
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Hornblower decidió ayudar a bracear, y como el viento había amainado un poco,
pensó que con el velamen que el bergantín llevaba desplegado ahora, los marineros
podrían maniobrar bien.
—¿Qué rumbo, señor? —preguntó el timonel. Hornblower se metió la mano en el
bolsillo para sacar el pedazo de papel.
—Noreste cuarta al norte —leyó.
—Noreste cuarta al norte, señor —repitió el timonel, e inmediatamente el Marie
Galante puso rumbo a Inglaterra.
Estaba oscureciendo, y no se veía ningún barco en el horizonte, pero Hornblower
sabía que más allá del horizonte había muchos, aunque eso no evitó que sintiera la
soledad cuando las sombras de la noche se hicieron completamente con la
inmensidad del mar. Había muchas cosas que hacer, muchas cosas que atender, y
Hornblower cargaba sobre sus hombros el peso de la responsabilidad, sin estar
acostumbrado a ello. Había que encerrar a los prisioneros en la bodega de proa,
organizar la guardia por turnos y hacer algo tan trivial como buscar un trozo de
pedernal y un trozo de metal para encender la lámpara de la bitácora. Un marinero
debía estar en la proa como vigía y, además, vigilar a los prisioneros; otro marinero
sería el timonel; los otros dos podrían dormir, pero tendrían que levantarse cuando se
arriara alguna vela, ya que esa era tarea a hacer entre dos. Tenían que comer, aunque
la comida sería frugal, pues consistiría en agua de un tonel unas cuantas galletas de
las que se guardaban en el lazareto. Tenían que estar siempre atentos a los cambios
del tiempo. Hornblower dio un paseo por cubierta en la oscuridad de la noche.
—¿Por qué no duerme un poco, señor? —preguntó el timonel.
—Me echaré a dormir un poco más tarde, Hunter —respondió Hornblower,
intentando que su tono no reflejara que eso no se le había pasado por la cabeza.
Sabía que era un buen consejo y trató de seguirlo, así que bajó y se acostó en el
coy del capitán, pero, naturalmente, no pudo dormir. Cuando oyó al serviola bajar por
la escala de toldilla dando gritos a los dos marineros que debían relevar la guardia
(los dos dormían en la cabina contigua a la suya), no pudo reprimir el deseo de subir
a cubierta para ver si todo marchaba bien. Matthews era el encargado de la guardia, y
Hornblower pensó que no tenía motivos para preocuparse, así que volvió a bajar, pero
apenas se había acostado, le vino al pensamiento una idea que le produjo escalofríos
y le hizo ponerse en pie otra vez. Sintió una profunda angustia y desprecio por sí
mismo, y mientras ambos pugnaban por ocupar el lugar principal entre sus
sentimientos, subió a cubierta y fue hasta donde se encontraban las columnas del
bauprés, entre las que Matthews estaba agachado.
—No hemos hecho nada para saber si hay alguna vía de agua en el bergantín —
dijo.
Mientras caminaba hacia proa iba pensando en cómo diría eso para que a
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Matthews no le pareciera que le hacía una crítica y, con el fin de mantener la
disciplina, para que nadie le echara la culpa a él.
—Así es, señor —dijo Matthews.
—Recuerde que una de las balas lanzadas por la Indefatigable dio en el casco —
continuó Hornblower—. ¿Qué daños causó?
—No lo sé, señor —respondió Matthews—. En ese momento yo estaba en el
cúter.
—Tenemos que averiguarlo en cuanto el día claree —dijo preocupado
Hornblower—. Y ahora deberíamos sondar la sentina, ¿no le parece?
Eran atrevidas esas palabras. No cabe duda de que durante el rápido curso de
náutica que había hecho a bordo de la Indefatigable, Hornblower había estado bajo el
mando de los encargados de las distintas secciones y en cada una había aprendido
algo. En cierta ocasión vio cómo el carpintero sondaba la sentina. Pero no estaba
seguro de poder encontrar la del bergantín y sondarla.
—Sí, señor —dijo Matthews sin vacilar y se aproximó a la bomba—. Necesita
una luz, señor. Voy a traérsela.
Cuando regresó con el farol, lo acercó a la bomba, junto a la cual estaba enrollada
la sonda, y Hornblower la reconoció enseguida. La llevó abajo y metió la pesada
barra de tres pies por la abertura de la sentina, pero la sacó enseguida porque recordó
que debía asegurarse de que estuviera seca. Luego la dejó caer y desenrolló el cordel
hasta que oyó chocar la barra contra el fondo del barco. Hornblower volvió a tirar
hacia arriba el cordel y sacó la barra por la abertura haciendo bastante ruido mientras
Matthews sostenía el farol.
—¡Ni una gota, señor! —exclamó Matthews—. Está más seca que el jarro en que
bebí ayer.
Esto sorprendió agradablemente a Hornblower. Le habían dicho que en todos los
barcos entraba cierta cantidad de agua, e incluso en la Indefatigable era necesario
bombear el agua diariamente. No sabía si el hecho de que la sentina estuviera seca era
un fenómeno muy frecuente o poco frecuente; sin embargo, quería que su gesto no
reflejara ninguna preocupación en particular, sino todo lo contrario, una total
tranquilidad.
—¡Mmm! —dijo Hornblower finalmente—. Muy bien, Matthews. Enrolle la
sonda de nuevo.
Saber que en el Marie Galante no entraba agua podría contribuir a dormir bien si
el viento no hubiera rolado ni hubiera aumentado de intensidad poco después de que
él se dispusiera a entrar en la cabina. Fue Matthews quien bajó a darle la mala noticia.
—No podremos mantener durante mucho tiempo el rumbo que usted determinó,
señor —concluyó Matthews—. Además, el viento es racheado.
—Muy bien —dijo Hornblower—. Subiré enseguida. Llame a todos los
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marineros.
Había pronunciado estas palabras con malhumor, que bien podría ser por haberle
despertado de pronto, pero, la verdad, es que en ellas reflejaba sus temores.
Con una tripulación tan pequeña como la suya tenía que evitar que los cambios de
tiempo le cogieran por sorpresa. No se podía hacer nada con rapidez, como descubrió
después. Hornblower tuvo que coger el timón para que los cuatro marineros arrizaran
las gavias y prepararan el bergantín para la tormenta. La tarea les llevó la mayor parte
de la noche, y cuando finalizó, todos pudieron darse cuenta de que el Marie Galante
no podría seguir navegando con rumbo noreste cuarta al norte. Hornblower dejó el
timón y bajó para consultar de nuevo la carta marina, pero después de consultarla,
sacó la misma conclusión a que había llegado haciendo cálculos mentalmente.
Aunque el bergantín navegara con las velas amuradas a ese costado de modo que la
quilla formara el ángulo más pequeño posible con la dirección del viento, no podrían
contornear la isla d'Ouessant. Como tenía tan pocos tripulantes, no se atrevía a seguir
navegando con ese rumbo aunque le cabía esperar que el viento cambiara de
dirección, pues había aprendido, tanto de sus lecturas como de las lecciones recibidas,
que la costa a sotavento era un gran peligro. No tenía más remedio que cambiar de
rumbo y con esta disposición, regresó a cubierta muy apenado.
—Todos a virar —ordenó, tratando de hablar como el señor Bolton, el tercero de
a bordo de la Indefatigable.
El bergantín viró en redondo y tomó el nuevo rumbo y empezó a navegar de
bolina con las velas amuradas a estribor. Ahora se alejaba de las peligrosas costas de
Francia, pero también se alejaba de las costas de Inglaterra. Hornblower ya no tenía
esperanza de llegar a Inglaterra solamente en dos días; dos días de navegación y no
tenía ni la más mínima esperanza de dormir un rato aquella noche.
Durante el año anterior a su ingreso en la Armada, Hornblower había asistido a
unas clases que daba un emigrado francés arruinado, clases de francés, música y
baile. Muy pronto el emigrado francés se percató de que Hornblower no tenía buen
oído, por lo que era inútil por no decir imposible enseñarle a bailar, así que para
hacerse merecedor de los honorarios que percibía, dedicó todos sus esfuerzos a
enseñarle francés. Buena parte del francés que le enseñó se grabó en la excelente
memoria del joven para siempre. Nunca creyó que aquello fuera a servirle de algo,
pero al alba se dio cuenta de que sí le serviría, cuando el capitán francés insistió en
entrevistarse con él. El capitán francés sabía poco inglés, y cuando Hornblower logró
vencer su timidez y balbucear las primeras palabras en francés, se sorprendió al ver
que ambos podían comunicarse mejor en ese idioma.
El capitán estaba muy sediento y bebió mucha agua de un tonel. No se había
afeitado, naturalmente, y estaba ojeroso por haber permanecido doce horas en la
abarrotada bodega de proa, adonde le habían llevado casi completamente borracho.
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—Mis hombres están hambrientos —dijo el capitán, que no parecía tener hambre.
—Los míos también —repuso Hornblower—. Y yo también.
Es normal gesticular cuando uno habla en francés, por eso señaló a sus hombres
haciendo un ligero movimiento con la mano y a sí mismo dándose un golpe en el
pecho.
—Tengo un buen cocinero —apuntó el capitán.
Tardaron algún tiempo en llegar a un acuerdo sobre los términos de la tregua. El
cocinero prepararía comida para todos los que iban a bordo y los franceses podrían
subir a cubierta hasta mediodía a condición de que se comprometieran a no intentar
recuperar el bergantín.
—Bien —asintió el capitán tras unos momentos de duda.
Y después que Hornblower dio a sus hombres las instrucciones pertinentes para
que soltaran a los tripulantes franceses, llamó al cocinero y acordó con él cuál sería la
comida para aquel día. Muy pronto el humo empezó a salir de la chimenea de la
cocina.
El capitán levantó los ojos al cielo gris, luego hacia las gavias arrizadas y más
tarde al compás que estaba en la bitácora.
—Un viento desfavorable para ir a Inglaterra —comentó.
—Sí —se apresuró a corroborar Hornblower, pues no quería que el francés
advirtiera su amargura y su miedo.
El capitán parecía prestar más atención al movimiento del bergantín bajo sus pies
que a ninguna otra cosa.
—Parece que se mueve trabajosamente, ¿no cree? —preguntó.
—Es posible —respondió Hornblower, que no estaba familiarizado con el Marie
Galante ni con ningún otro barco y no se había formado una opinión sobre la
cuestión, aunque no iba a revelar su ignorancia.
—¿Le entra agua? —inquirió el capitán.
—No hay agua dentro del casco —respondió Hornblower.
—¡Ah! —exclamó el capitán—. No encontrará agua en la sentina. Recuerde que
llevamos un cargamento de arroz.
—Es verdad —dijo Hornblower.
Le costó mucho aparentar que no se había turbado al comprender las
implicaciones que tenía lo que el capitán acababa de decir. El arroz absorbería hasta
la última gota de agua que entrara en el bergantín, así que cuando se sondaba la
sentina, no se apreciaba si había entrado agua. Y cada gota de agua que entraba
engordaba el arroz y hacía disminuir su capacidad de flotar.
—Una bala lanzada por su maldita fragata atravesó el casco… —aseguró el
capitán—. Pero, naturalmente, ya habrá averiguado usted qué daños causó.
—Naturalmente —mintió Hornblower con valentía.
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En cuanto pudo, mantuvo una conversación privada con Matthews sobre la
cuestión, y Matthews puso una expresión grave.
—¿Dónde dio la bala, señor?
—Creo que en algún punto del costado de babor, cerca de la proa.
Hornblower y Matthews se inclinaron sobre la borda y estiraron el cuello para
verlo.
—No veo nada, señor —dijo Matthews—. Bájeme por el costado con una bolina
para ver si puedo encontrarlo.
Hornblower iba a acceder, pero cambió de opinión.
—Bajaré yo mismo por el costado —dijo.
No sabía qué razones le habían impulsado a decir eso. Por una parte, deseaba ver
las cosas con sus propios ojos; por otra, seguía la doctrina según la cual uno nunca
debe dar una orden que él no pueda cumplir; por otra, y quizá era ésta la razón más
importante, deseaba imponerse un castigo por su negligencia.
Matthews y Carson le ataron por la cintura con una bolina y le bajaron por el
costado del buque. Hornblower estaba suspendido de la bolina, muy próximo al
costado, y el mar borboteaba justo debajo de él. En ese momento, debido al cabeceo
del bergantín, el mar llegó hasta donde Hornblower se encontraba, y cinco segundos
después, el joven estaba empapado hasta la cintura. Entonces el balanceo del
bergantín le hizo separarse del costado y después chocar contra él. Los marineros,
sosteniendo la bolina, caminaron despacio hasta la popa, y Hornblower pudo
examinar todo el casco por encima de la línea de flotación, pero no vio ningún
agujero. Eso fue lo que dijo a Matthews cuando él y su compañero le subieron a
bordo.
—Entonces, está por debajo de la línea de flotación —dijo Matthews, cuya
opinión coincidía con la de Hornblower—. ¿Está seguro de que la bala le dio, señor?
—Sí, estoy seguro —respondió Hornblower.
La falta de sueño, la preocupación y el sentimiento de culpa le tenían preocupado
y de mal humor, y por eso, una de dos, o hablaba secamente o se echaba a llorar. Pero
ya había decidido lo que iba a hacer a continuación; lo había decidido mientras le
subían.
—Tendremos que ponerlo en facha con las velas amuradas al otro lado e
intentarlo de nuevo.
Con las velas amuradas al otro lado, el bergantín se escoraría hacia allí, y el
agujero de bala, si es que había alguno, quedaría más próximo a la superficie.
Hornblower permaneció de pie en la cubierta con la ropa chorreando mientras los
marineros hacían virar en redondo al bergantín. El viento era frío y cortante, pero
Hornblower temblaba de emoción, no de frío. Los marineros le bajaron pero debido a
la inclinación del bergantín se encontraba ahora mucho más próximo al costado, así
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que se detuvieron en el momento en que el joven se arañó las piernas con los
moluscos adheridos a la parte del casco que oscilaba entre el viento y el agua.
Entonces empezaron a moverle a ras del costado en dirección a la popa, y en la parte
del casco que quedaba justamente detrás del trinquete, el joven encontró lo que
buscaba.
—¡Deténganse! —gritó a los marineros que estaban en la cubierta, esforzándose
por ocultar la angustia que sentía.
La bolina dejó de moverse hacia la popa.
—¡Bájenme! —prosiguió—. ¡Dos pies más!
Ahora estaba metido en el agua hasta la cintura, y cuando el bergantín se
balanceaba, el agua le cubría la cabeza unos instantes, y a él le parecía que pasaba por
una muerte momentánea. Allí estaba el agujero, dos pies por debajo de la línea de
flotación, a pesar de que el bergantín tenía las velas amuradas al otro lado. Era un
agujero de bordes dentados, casi cuadrado, que medía un pie de punta a punta. El mar
se alborotaba alrededor de Hornblower, y al joven le pareció distinguir el murmullo
que hacía al entrar en el barco, aunque tal vez eso sólo fuera producto de su
imaginación.
Miró a los marineros que estaban en cubierta y les pidió a gritos que volvieran a
subirle, y a ellos les acometió el vehemente deseo de saber lo que él tenía que contar.
—¿Está dos pies por debajo de la línea de flotación, señor? —inquirió Matthews
—. Desde luego, el bergantín navegaba de bolina y muy escorado cuando le dimos,
pero probablemente la proa subió justo cuando disparamos. Además, ahora está más
hundido en el agua.
Eso era lo importante. Hicieran lo que hicieran ahora, inclinaran cuanto inclinaran
el bergantín, el agujero seguiría estando por debajo de la línea de flotación. Por otra
parte, si amuraban las velas al otro lado, estaría mucho más bajo y la presión del agua
sería mayor; sin embargo, para navegar con las velas amuradas a ese lado, debían
navegar rumbo a Francia. Y mientras más agua tuviera dentro el bergantín, más se
hundiría, por tanto, el agua que entrara haría más presión. Había que hacer algo para
taponar el agujero, y Hornblower sabía qué era lo que tenía que hacer porque lo había
leído en los manuales de náutica.
—Tenemos que forrar una vela y tapar el agujero con ella —dijo—. Llamen a
esos franceses.
Forrar una vela es convertirla en algo parecido a un felpudo cosiéndole por todas
partes innumerables trozos de cabos medio deshilachados. Eso lo sabían todos. Y
sabían hacerlo. Después de hecho esto, se pasaría la vela por debajo del casco y se
taponaría el agujero con ella. La presión interior haría que la masa de hilachas se
encajara en el agujero, y eso dificultaría la entrada de agua.
Los tripulantes franceses no tenían ganas de ayudar en esa tarea, puesto que el
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barco ya no era suyo y, además, les conducía a una prisión inglesa, así que, a pesar de
que sus vidas corrían peligro, se mostraban apáticos e indolentes. Transcurrió
bastante tiempo antes de que Hornblower lograra que sacaran una gavia nueva
(pensaba que cuanto más gruesa fuera la lona de la vela, mejor) y se pusieran a cortar
cabos y a deshilacharlos. El capitán francés, sentado con las piernas cruzadas sobre la
cubierta, les miraba trabajar.
—Pasé cinco años en una prisión de Portsmouth durante la última guerra —dijo
—. Cinco años.
—Sí —asintió Hornblower.
Tal vez sintiera compasión por él, pero no dijo nada porque tenía puesta toda su
atención en sus problemas y el frío no le dejaba hablar.
Estaba decidido a llevar al capitán francés a Inglaterra, y, por tanto, a la prisión
otra vez, si era posible, y también estaba decidido a apropiarse de algunas de sus
prendas de ropa.
Bajo la cubierta, a Hornblower le pareció que todos los ruidos, los crujidos y
chirridos del barco de madera eran más fuertes de lo normal. El bergantín se movía
suavemente, y, sin embargo, por los crujidos de los mamparos allí abajo, parecía que
era azotado por una tormenta y que se iba a romper en pedazos. Desechó esa idea y
pensó que era producto de su sobreexcitada imaginación. No obstante, después de
secarse y entrar en calor y ponerse el mejor traje del capitán, la idea le vino a la
cabeza otra vez. Notó que el bergantín crujía como si estuviera soportando una gran
presión.
Regresó a cubierta para ver si el trabajo de los marineros había progresado.
Apenas llevaba allí dos minutos cuando uno de los franceses se volvió hacia atrás y
estiró el brazo para coger un trozo de cabo, pero se detuvo antes de alcanzarlo y se
quedó mirando la cubierta unos momentos y luego cogió un pedazo de una junta.
Entonces levantó la vista y vio que Hornblower le miraba y dijo algo. Hornblower no
hizo ningún esfuerzo por comprender sus palabras porque sus gestos eran elocuentes.
La junta se había despegado un poco de la juntura y la brea tenía bultos. Hornblower
observó ese fenómeno sin comprender las razones que lo habían ocasionado, pues la
junta sólo se había despegado a lo largo de uno o dos pies y las restantes parecían
firmemente adheridas. No… Ahora que miraba la cubierta con más atención, se dio
cuenta de que un poco más lejos había dos puntos en que la brea se había despegado
y tenía ondulaciones. No conocía por experiencia este fenómeno ni lo recordaba
descrito en sus numerosas lecturas. Pero el capitán francés estaba junto a él y también
miraba la cubierta.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡El arroz! ¡El arroz!
Pero el capitán había hablado en francés, y Hornblower no conocía la palabra
«riz». Entonces el capitán dio un golpe con el pie en la cubierta y señaló una junta.
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—¡El cargamento! —exclamó y luego explicó—: Cada vez se hace más grande.
Matthews se acercó a ellos y sin saber ni una palabra de francés comprendió lo
que ocurría.
—El bergantín está lleno de arroz, ¿verdad, señor? —preguntó.
—Sí.
—Entonces, es eso. El arroz se ha mojado y se está hinchando.
El arroz empapado en agua duplicaría o triplicaría su volumen. El cargamento se
estaba hinchando y hacía saltar las juntas del barco. Hornblower recordó los crujidos
más fuertes de lo normal que se oían bajo la cubierta. Ese momento fue horrible.
Hornblower se volvió hacia el mar hostil como si buscara en él inspiración y apoyo,
pero no encontró ninguna de las dos cosas. Pasaron unos angustiosos instantes hasta
que pudo hablar y mantener la dignidad ante las dificultades, como correspondía a un
oficial de la Marina.
—Cuanto antes tapemos el agujero con la vela, mejor —dijo, tratando de hablar
con serenidad, pero pensar que lo lograría era esperar demasiado de sí mismo—.
Haga que esos franceses se den prisa.
Se volvió para dar un paseo por la cubierta y así poder calmarse y poner en orden
sus ideas otra vez, pero el capitán francés siguió a su lado, y estaba locuaz como los
amigos de Job que trataron de consolarle.
—Antes comenté que me parecía que el bergantín se movía trabajosamente —dijo
el capitán—. Está muy hundido en el agua.
—¡Váyase al diablo! —replicó Hornblower en inglés, porque no se acordaba
cómo se decía esa frase en francés.
Estaban aún quietos e inmóviles, cuando Hornblower sintió un ruido bajo sus
pies, como si alguien hubiera golpeado la cubierta desde abajo con una maza. El
bergantín iba cubriéndose de grietas poco a poco.
—¡Dense prisa con esa vela! —gritó, volviéndose otra vez hacia el grupo de
marineros, y se enfadó consigo mismo porque el tono de su voz seguramente revelaba
su ignominioso nerviosismo.
Por fin quedó forrada un área de la vela de cinco pies cuadrados. Entonces los
marineros pasaron los cabos por los ojales de la vela, corrieron a proa con ella, la
pasaron por debajo del casco y la movieron un poco hacia la popa para que cubriera
el agujero. Hornblower empezó a desvestirse, pero no por cuidar la ropa del capitán,
sino por mantenerla seca.
—Bajaré por el costado para ver si está en el lugar correcto, Matthews —dijo—.
Prepare una bolina para atarme.
Estaba desnudo y empapado junto al costado del bergantín y le parecía que el
viento le traspasaba el cuerpo. Rozaba el costado cuando el bergantín se balanceaba,
y las olas, despiadadamente, le hacían chocar con fuerza contra él, desollándose, pero
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comprobó que la vela forrada cubría el agujero y vio con satisfacción cómo la masa
de hilachas taponaban el boquete. Sus hombres le subieron cuando él se lo ordenó y
permanecieron a su lado esperando nuevas órdenes mientras él, aturdido por el
cansancio, la falta de sueño y el frío, hacía esfuerzos sobrehumanos para decidir qué
debían hacer a continuación.
—Virar y amurar las velas a estribor —ordenó por fin.
Si el bergantín se iba a hundir, daba lo mismo que estuviera a cien que a
doscientas millas de la costa francesa, pero si se iba a mantener a flote, entonces
lucharía para que se alejara lo más posible de esa costa, que estaba por sotavento,
para que no hubiera ninguna posibilidad de ser recuperado. El peligro que correría el
bergantín sería mayor, pues el boquete hecho por la bala, ahora taponado con la vela
forrada, estaría mucho más bajo que la línea de flotación, pero, aparentemente, eso
era lo mejor que podía pasar. El capitán francés vio que los marineros hacían
preparativos para que el bergantín virara en redondo y se volvió hacia Hornblower
jurando y maldiciendo. Dijo a Hornblower que iba a poner en peligro la vida de todos
y que con ese viento podrían llegar a Burdeos sin dificultad navegando con las velas
amuradas al otro lado. A la aturdida mente de Hornblower vino la traducción que
había querido interpretar antes, sin que él hiciera ningún esfuerzo por traerla. Y podía
usarla ahora.
—Allez au diable! —exclamó cuando metía la cabeza por dentro de la camisa de
lana gruesa del francés.
Cuando sacó la cabeza por el cuello de la camisa, el francés todavía protestaba, y
lo hacía con tanta energía que a Hornblower le asaltó la duda sobre otra cuestión.
Habló con Matthews y enseguida el marinero fue adonde estaban los prisioneros
franceses y les registró para ver si tenían armas, pero las únicas que encontró fueron
los cuchillos que suelen usar los marineros. No obstante, por precaución, Hornblower
se incautó de todas las armas blancas, y cuando terminó de vestirse, sacó
cuidadosamente las cargas de sus tres pistolas y volvió a cebarlas y a cargarlas. Con
tres pistolas en el cinto, más parecía un pirata o un muchacho que todavía se entrega a
juegos en que se imaginaban seres y sucesos, pero presentía que más pronto o más
tarde los franceses se rebelarían contra sus captores, y tres pistolas no serían
demasiadas para reducir a doce hombres desesperados que tenían a su alcance cosas
que podían usar como armas, como, por ejemplo, las cabillas.
Matthews le estaba esperando con una expresión grave.
—Señor, discúlpeme, pero no me gusta el aspecto del bergantín —dijo—.
Francamente, no me gusta. Tampoco me gusta lo que le está pasando. Estoy
completamente seguro de que se está hundiendo y se está abriendo. Discúlpeme por
decir esto, señor.
Estando Hornblower bajo la cubierta había oído cómo la armadura del barco
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seguía crujiendo, y ahora en la cubierta notó que el espacio entre los listones era cada
vez más grande. La explicación más probable era que el arroz, al hincharse, había
hecho separarse las tablas del casco por debajo de la línea de flotación; en cambio,
por el boquete que hizo la bala, en el momento en que ya lo habían taponado,
solamente pasaba una pequeña cantidad del agua que entraba en el bergantín. Lo más
seguro era que una cantidad grande de agua siguiera entrando y el cargamento se
hinchara y forzara cada vez más al bergantín a abrirse como el botón de una flor que
separa demasiado sus pétalos. Los barcos están hechos para soportar el embate de las
tempestades, pero no para soportar una presión de dentro afuera. Cada vez las tablas
se separaban más y cada vez llegaba más agua al cargamento.
—¡Mire allí, señor! —exclamó Matthews de repente.
A la luz del día pudo verse una pequeña figura de color gris que corría por el
pasamanos de barlovento. La siguió otra, y luego otra más. ¡Eran ratas! Para que
salieran a cubierta en pleno día, para que abandonaran sus confortables madrigueras y
la enorme cantidad de comida que les proporcionaba el cargamento, seguramente
sucedía algo horrible bajo cubierta. La presión debía de ser tremenda. En ese
momento Hornblower volvió a sentir un golpe bajo sus pies, como si se rompiera
algo debajo mismo de él. Pero aún le quedaba una carta que jugar, aún podía
defenderse al menos de una forma.
—Procederemos a la echazón del cargamento —dijo Hornblower, que nunca en
su vida había usado esa palabra, aunque la había visto escrita—. Traiga a los
prisioneros y empezaremos.
El cuartel de la escotilla tenía forma de cúpula, lo que era raro y a la vez
significativo. Cuando los marineros empezaron a sacar las cuñas, uno de los tablones
se desprendió de un lado con un crujido y se movió hasta quedar en posición oblicua,
y cuando quitaron el cuartel, un bulto de color marrón le siguió en su movimiento
ascendente. El bulto era un saco de arroz que había sido empujado desde abajo y
había sido forzado a salir por la escotilla, donde se quedó trabado atascado.
—Engánchenlo a esa estrellera y súbanlo —ordenó Hornblower.
Sacaron uno a uno los sacos de arroz de la bodega. A veces los sacos se rompían
y se formaba un montón de arroz en la cubierta, pero eso no importaba. Un grupo de
marineros barría el arroz hacia el costado de sotavento y llevaba los sacos hasta allí y
lo arrojaba todo al insaciable mar. Después de tirar los tres primeros sacos,
aumentaron las dificultades, pues el cargamento estaba tan apretado en la bodega que
era necesario hacer mucha fuerza para mover los sacos. Dos hombres tuvieron que
bajar por la escotilla para separar los sacos de uno en uno con palancas y ajustarle las
hondas. Los dos franceses a quienes señaló Hornblower vacilaron un momento, pues
estar en la bodega de un barco que se balancea y cabecea fuertemente era peligroso,
ya que era posible que algunos sacos no estuvieran fijos y que les sepultaran vivos
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cuando el barco cabeceara, pero en ese momento Hornblower no tenía en cuenta los
temores de los demás seres humanos, y al notar su vacilación, puso el gesto adusto, y
los dos marineros se apresuraron a bajar por la escotilla. El trabajo continuó durante
horas y horas. Los marineros que movían la estrellera estaban rendidos de fatiga y les
chorreaba el sudor por todo el cuerpo, pero tendrían que ayudar a ratos a los hombres
que estaban abajo. El motivo era que los sacos, muy apretados unos contra otros,
formaban capas y a la vez estaban comprimidos entre el fondo y los baos que
sostenían la cubierta, de modo que cuando los marineros terminaban de subir los que
estaban inmediatamente debajo de la escotilla, tenían que mover con palancas los que
estaban a su alrededor y repetir esto en cada capa. Ya habían dejado un espacio libre
alrededor de la escotilla y llegado a una parte bastante profunda de la bodega, cuando
hicieron el inevitable descubrimiento que tanto se temían: los sacos de las últimas
capas se habían mojado y el arroz que contenían se había hinchado y los había
reventado. La mitad inferior de la bodega estaba llena de una compacta masa de arroz
mojado que sólo podría sacarse con palas y una grúa. Los sacos de las capas
superiores que estaban lejos de la escotilla todavía estaban apretados unos contra
otros, y costaría mucho moverlos y ponerlos debajo de ella para que los subieran.
Hornblower buscaba una solución al problema cuando sintió que le rozaban el
codo y vio que Matthews subía para hablar con él.
—Es inútil, señor —dijo Matthews—. Está muy hundido y cada vez se hunde
más.
Se acercaron al costado los dos y Hornblower miró la parte de fuera. No había
duda. Recordaba muy bien a qué altura estaba la línea de flotación porque había
bajado por el costado, y, además, podía guiarse por algo más fiable, por la altura a
que llegaba la vela forrada que cubría el casco. El bergantín se había hundido seis
pulgadas más, aunque se habían sacado de la bodega y se habían tirado por la borda
al menos cincuenta toneladas de arroz. Seguramente el agua entraba en el bergantín
con la misma facilidad que en una cesta, por las aberturas cada vez más grandes entre
las tablas, y era absorbida inmediatamente por el sediento arroz.
Hornblower sintió dolor en la mano y enseguida se la miró y se dio cuenta de que
la mano le dolía porque, inconscientemente, se había agarrado a la borda con mucha
fuerza. Soltó la borda y miró a su alrededor y luego hacia el sol de la tarde y a las
agitadas aguas. Se resistía a darse por vencido. El capitán francés se aproximó a él.
—Esto es un disparate, una locura, señor —dijo—. Mis hombres están rendidos
de fatiga.
Hornblower miró hacia la escotilla y vio que Hunter azotaba furiosamente a los
marineros franceses con un cabo para que siguieran trabajando. Los marineros
franceses no podrían seguir trabajando por más tiempo. En ese momento el Marie
Galante subió lentamente con una ola y luego bajó muy inclinado hacia un lado. A
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pesar de su falta de experiencia, advirtió la torpeza de los movimientos del bergantín
e intuyó que eran un mal presagio. El bergantín no se mantendría a flote mucho más
tiempo, y había mucho que hacer.
—Nos prepararemos para abandonar el barco, Matthews —dijo, alzando la
cabeza para impedir que sus hombres y los franceses advirtieran su desesperación.
—Sí, señor —dijo Matthews.
El Marie Galante llevaba a bordo una lancha colocada sobre un soporte detrás del
palo mayor. Matthews dio una serie de órdenes a los marineros y todos dejaron su
trabajo y enseguida empezaron a colocar alimentos y agua en la lancha.
—Perdone, señor, pero debería llevar prendas de ropa con que abrigarse —dijo
Hunter a Hornblower en un aparte—. Una vez pasé diez días en una lancha, señor.
—Gracias, Hunter —dijo Hornblower.
Había que tener presente muchas cosas, como por ejemplo, las cartas marinas, el
compás y los demás instrumentos de navegación. ¿Podría hacer una medición precisa
con el sextante en una lancha que se balanceaba y cabeceaba fuertemente? El sentido
común le indicaba que debían llevar en la lancha todos los alimentos y el agua que
cupieran en ella, pero, al mirar hacia la deteriorada embarcación, tuvo dudas al
respecto, pues pensó que con diecisiete hombres se llenaría hasta los topes.
Los marineros engancharon el bote a los aparejos y lo subieron y luego lo bajaron
al agua por la aleta de babor. El Marie Galante hundió la proa en una ola, pues no
pudo elevarse con ella. Entonces el agua verdosa saltó por encima de la amura de
estribor y corrió por la cubierta hasta que un brusco movimiento del bergantín la hizo
salir por los imbornales. No disponían de mucho tiempo. En ese momento se oyó un
estrépito en la bodega, que indicaba que el cargamento seguía hinchándose y
presionando los mamparos; los franceses sentían auténtico pánico y empezaron a
saltar a la lancha dando gritos. El capitán francés, después de lanzar una mirada a
Hornblower, les siguió. Dos de los marineros británicos ya estaban maniobrando la
lancha.
—¡Salten! —ordenó Hornblower a Matthews y a Carson, que todavía estaban en
el bergantín, pues, como capitán, tenía el deber de ser el último en abandonar el
barco.
El bergantín estaba tan hundido en el agua que no le resultó difícil saltar a la
lancha desde la borda. Los marineros británicos estaban sentados en la bancada de
popa y le hicieron sitio.
—Lleve el timón, Matthews —dijo Hornblower, ya que le parecía que no era lo
bastante hábil para gobernar una lancha sobrecargada—. ¡Desamarren la lancha!
La lancha se separó del bergantín. Enseguida el Marie Galante, con el timón
amarrado, dirigió la proa hacia la parte de donde venía el viento y escoró a estribor de
tal manera que los imbornales quedaron casi totalmente sumergidos en el agua. Otra
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ola chocó contra el bergantín y el agua cubrió la cubierta y bajó por las escotillas. El
Marie Galante volvió a ponerse en posición horizontal, y la cubierta quedó situada
casi al nivel del mar. Entonces se hundió más, manteniéndose horizontal, y el agua lo
cubrió por completo y poco a poco fue cubriendo los mástiles. Durante unos instantes
pudieron verse sus velas brillar bajo el agua verdosa.
—Se ha hundido —dijo Matthews.
Hornblower acababa de ver desaparecer el primer barco que había tenido bajo su
mando. Le habían encargado que llevara el Marie Galante a puerto, pero había
fracasado en su intento. Había fracasado en realizar la primera misión que le habían
encomendado. Clavó la vista en el sol poniente con la esperanza de que nadie notara
que las lágrimas asomaban a sus ojos.
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CAPÍTULO 3
EL CASTIGO DEL FRACASO
La luz del día besó tímidamente y por encima las agitadas aguas del golfo de
Vizcaya y dejó a la vista una lancha que navegaba por ellas. La lancha estaba
abarrotada. En la proa se acurrucaban los tripulantes de un velero bergantín francés,
de nombre Marie Galante, que se había hundido; en el centro se encontraban el
capitán del bergantín y su ayudante; en la bancada de popa se sentaban el
guardiamarina Horatio Hornblower y los cuatro marineros que tripulaban el bergantín
cuando era una presa británica. Hornblower estaba mareado, pues su delicado
estómago se había acostumbrado al movimiento de la Indefatigable, pero se negaba a
tolerar el fuerte cabeceo, las cabriolas y las sacudidas que daba la lancha ahora que
estaba anclada con el ancla de capa. Además de estar mareado, tenía frío y estaba
muy cansado porque había tenido espasmos y había vomitado durante la noche, la
segunda noche que pasaba sin dormir. El abatimiento producido por el mareo le hizo
recordar la pérdida del Marie Galante. ¡Si se hubiera acordado antes de taponar el
boquete de la bala…! Le vinieron a la mente muchas excusas, pero no las admitió. Se
dijo que había muchas cosas que hacer y pocos marineros para hacerlas: vigilar a los
prisioneros franceses, reparar la jarcia, determinar el rumbo que debían tomar… Por
otra parte, el Marie Galante tenía un cargamento de arroz, y la capacidad de absorber
líquidos del arroz había sido la causa de que se equivocara cuando se acordó de
sondar la sentina. Todo eso era cierto, pero también era cierto que había perdido su
barco, el primer barco que había tenido bajo su mando. En su opinión, no tenía
justificación para su fracaso.
Los marineros franceses se habían despertado al rayar el alba, y ahora hablaban
como cotorras. Matthews y Carson estaban junto a él y se movían con cuidado para
que no aumentara el dolor que sentían en las articulaciones.
—¿El desayuno, señor? —preguntó Matthews.
Eso le recordó a Hornblower un juego al que jugaba en su solitaria infancia: se
sentaba en el comedero de los cerdos vacío y simulaba que era un náufrago en un
bote. Partía un pedazo de pan o de cualquier cosa que encontrara en la cocina, según
un cálculo exacto, en doce raciones, una para cada día. Pero el voraz apetito propio
de los niños hacía que esos días fueran muy cortos, que no duraran más de cinco
minutos. Se ponía de pie en el comedero, colocaba la mano por encima de los ojos
para protegerlos del sol y miraba a su alrededor con la esperanza de ver en el
horizonte el barco que le salvaría del naufragio, pero no lo veía, y entonces volvía a
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sentarse, se decía que la vida de un náufrago era dura y decidía que acababa de pasar
otra noche y que era hora de comer otra ración de las que constituían sus escasas
provisiones. En cambio, aquí, bajo la supervisión de Hornblower, el capitán francés y
su ayudante dieron a cada uno de los hombres que iban en la lancha una galleta y
luego, a uno cada vez, un jarro lleno de agua de los barriletes que estaban bajo las
bancadas. Pero cuando Hornblower estaba sentado en el comedero, a pesar de que
tenía mucha imaginación, nunca se imaginó que podría sentir ese horrible mareo, ni
frío, ni espasmos, ni que le dolería su delgado trasero por tenerlo apoyado
constantemente en las duras tablas de la bancada de popa. Y puesto que tenía
confianza en sí mismo cuando era niño, tampoco se imaginó lo difícil que le resultaba
a un oficial de la Marina de diecisiete años soportar el peso de la responsabilidad.
Hornblower hizo un esfuerzo para alejar de su mente los recuerdos de su reciente
niñez y analizar la situación actual. El cielo plomizo, por lo que podía apreciar como
inexperto marino, no presagiaba un empeoramiento del tiempo. Se mojó un dedo y lo
mantuvo en alto mientras miraba el compás de la lancha para ver cuál era la dirección
del viento.
—Está rolando al oeste, señor —dijo Matthews, que había seguido con la vista
sus movimientos.
—Exacto —dijo Hornblower, repasó mentalmente la reciente lección en que
había aprendido a cuartear el compás.
Sabía que para contornear la isla d'Ouessant debían navegar con rumbo noreste
cuarta al norte y que la quilla de la lancha no podría formar un ángulo menor de
ochenta y cinco grados con la dirección del viento, y como el viento había soplado
del norte durante la noche y no podían poner rumbo a Inglaterra, había ordenado que
la lancha permaneciera anclada con el ancla de capa. Pero el viento había rolado.
Ahora una desviación de ochenta grados del rumbo noreste cuarta al norte equivalía
al rumbo noroeste cuarta al oeste, y el viento había rolado mucho más al oeste. La
lancha podría contornear la isla d'Ouessant navegando de bolina e incluso tendría un
margen por si presentaban contingencias, estaría a bastante distancia de la costa a
sotavento, que, según decían los libros de náutica y según le indicaba el sentido
común, era muy peligrosa.
—Zarparemos ahora, Matthews —dijo, sosteniendo todavía en la mano la galleta,
que su rebelde estómago se negaba a aceptar.
—Sí, señor.
Hornblower gritó para atraer la atención de los franceses que estaban
aglomerados en la proa, pero en esas circunstancias no necesitaba emplear su
elemental francés para ordenarles algo que era obvio que había que hacer: recoger el
ancla de capa. Pero esa tarea no era fácil porque la lancha estaba abarrotada y en su
interior quedaba un espacio libre no superior a un pie. El mástil ya estaba en posición
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vertical y la vela al tercio, preparada para ser izada. Dos franceses, en precario
equilibrio, tiraron de la driza, y la vela subió por el mástil.
—Hunter, ocúpese de las escotas —ordenó Hornblower—. Matthews, lleve el
timón. Mantenga la lancha navegando de bolina con la vela amurada a babor.
—De bolina con la vela amurada a babor, señor.
El capitán francés había observado con gran interés las maniobras desde su
asiento desde el centro de la lancha. No había entendido la última y decisiva orden,
pero comprendió cuál era su significado en cuanto la lancha viró en redondo para
poner proa a Inglaterra y la vela fue amurada a babor. Se puso de pie y comenzó a
protestar.
—El viento es favorable para ir a Burdeos —dijo, moviendo los brazos con los
puños cerrados—. Podríamos llegar allí mañana. ¿Por qué nos dirigimos al norte?
—Vamos a Inglaterra —dijo Hornblower.
—Pero… ¡Pero tardaremos una semana en llegar! Una semana, si el viento sopla
con fuerza. La lancha está demasiado llena y no podrá soportar una tormenta. Esto es
una locura. En el momento en que el capitán se había puesto de pie, Hornblower
había adivinado lo que iba a decir, así que no se molestó en traducir sus protestas.
Además, estaba demasiado aturdido por el mareo y demasiado cansado para discutir
en un idioma extranjero. No hizo caso al capitán. Por nada del mundo pondría proa a
Francia. Su carrera naval acababa de empezar, aunque la pérdida del Marie Galante
podría truncarla, y no quería pasarse años en una prisión francesa.
—¡Señor! —dijo el capitán francés.
Su ayudante, que estaba sentado a su lado, también protestaba, y el capitán y él se
volvieron hacia atrás, hacia donde estaban sus hombres, y les contaron lo que pasaba.
Entre ellos cundió el descontento.
—Señor, insisto en que ponga proa a Burdeos —dijo el capitán.
Hizo ademán de avanzar hacia Hornblower, y uno de sus hombres trató de
desenganchar el bichero, que podía ser un arma peligrosa. Hornblower sacó una de
las pistolas que tenía en el cinto y apuntó al capitán, que retrocedió al ver la boca de
la pistola a cuatro palmos de su pecho. Sin perderlo de vista, Hornblower cogió otra
pistola con la mano izquierda.
—Coja esto, Matthews —ordenó.
—Sí, señor —contestó Matthews y, después de una prudente pausa, añadió—:
Discúlpeme, señor, pero, ¿no cree que debería montar la pistola?
—Sí —respondió Hornblower, exasperado por su propio descuido.
Echó hacia atrás el martillo de la pistola y se oyó un chasquido. El amenazador
ruido hizo que el capitán francés se diera cuenta de que realmente corría peligro, pues
un hombre con una pistola montada y cargada le apuntaba hacia su estómago en una
lancha en movimiento. Entonces agitó las manos desesperadamente.
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—Por favor, apunte hacia otro lado, señor —dijo y retrocedió hasta unirse al
grupo de hombres que estaban detrás de él.
—¡Eh, tú, detente! —gritó Matthews a un marinero francés que trataba de soltar
la driza sin que le vieran.
—Dispare a cualquier hombre que le parezca peligroso —dijo Hornblower.
Estaba tan firmemente determinado a obligar a esos hombres a doblegarse a su
voluntad y tan deseoso de conservar su libertad que tenía una expresión furibunda.
Nadie, al verle, podía dudar de su determinación. Hornblower no permitiría que
ninguna persona le impidiera hacer lo que había decidido. Todavía tenía otra pistola
en el cinto, y seguramente los franceses, si trataban de atacar a los británicos, al
menos la cuarta parte de ellos moriría antes de conseguir vencerles, y el capitán sabía
que él sería el primero en caer. El capitán indicó a sus hombres que no ofrecieran
resistencia haciendo expresivos gestos con las manos a ambos lados de su cuerpo,
pues no podía quitar la vista de la pistola. Los murmullos de los franceses cesaron, y
el capitán empezó a rogarle.
—Pasé cinco años en una prisión inglesa durante la última guerra —dijo—.
Hagamos un trato. Vayamos a Francia y cuando lleguemos a la costa, al lugar que
usted elija, señor, nosotros desembarcaremos y ustedes continuarán su viaje. O
desembarcamos todos y yo me valdré de mis influencias para mandarles a usted y a
sus hombres de regreso a Inglaterra en un barco con bandera blanca, sin necesidad de
un canje ni de un rescate, se lo juro.
—No —dijo Hornblower.
Era mucho más fácil llegar a Inglaterra desde allí que desde la costa francesa que
bordeaba el golfo de Vizcaya. Yen cuanto a la otra sugerencia, Hornblower sabía lo
suficiente sobre el nuevo gobierno instaurado en Francia después de la Revolución
como para dudar de que soltara prisioneros a petición de un capitán de barco
mercante. Además, en Francia había escasez de marineros expertos, y era su deber
impedir que esos doce regresaran.
—No —volvió a decir, como respuesta a las nuevas protestas del capitán.
—¿Quiere que le pegue un puñetazo, señor? —preguntó Hunter, que se
encontraba junto a Hornblower.
—No —respondió Hornblower.
Pero el francés vio su gesto y comprendió el significado de sus palabras y,
poniendo gesto de enfado, se sentó en silencio.
Volvió a levantarse cuando vio que Hornblower apoyaba la pistola en la pierna y
le seguía apuntando a él. Hornblower podría apretar el gatillo si se quedaba dormido.
—Señor, apunte la pistola a otro lado, se lo ruego. Es peligroso tenerla así.
Hornblower le miró con indiferencia.
—Apunte a otro lado, por favor. No haré nada para impedir que usted gobierne la
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lancha, se lo prometo.
—¿Lo jura?
—Lo juro.
—¿Y los otros?
El capitán se volvió hacia sus hombres, les dio numerosas explicaciones, y ellos
accedieron de mala gana pero lo juraron.
—También lo juran.
—Muy bien.
Cuando Hornblower empezó a colgarse otra vez la pistola en el cinto, se acordó
de echar hacia delante el martillo, en el preciso momento de evitar que se le disparase
a sí mismo en el estómago. Todos en la lancha se relajaron y se quedaron quietos.
Ahora la lancha se movía rítmicamente, y ese movimiento era mucho más agradable
que las sacudidas que daba cuando estaba anclada con el ancla de capa; el estómago
de Hornblower perdió buena parte de su resentimiento. El inglés llevaba dos noches
sin dormir. Involuntariamente dobló la cabeza sobre el pecho y se inclinó hacia un
lado y se recostó sobre Hunter. Durmió profundamente mientras la lancha, con el
viento casi por el través, navegaba a velocidad constante rumbo a Inglaterra. Se
despertó mucho más tarde, cuando Matthews tuvo que dejarle el timón a Carson
porque estaba exhausto y tenía calambres. Entonces montaron turnos de guardia: uno
de ellos llevaría el timón y otro se ocuparía de las escotas mientras los demás
descansaban. Hornblower se ocupó de las escotas cuando le tocó el turno, pero no
confiaba en poder llevar el timón como era debido, sobre todo de noche. Sabía que no
tenía habilidad para mantener el rumbo guiándose por el viento que le azotaba las
mejillas y por la impresión que le causaba el timón que tenía en las manos.
Hasta el otro día mucho después del desayuno, casi al mediodía, en realidad, no
avistaron un barco. Fue un francés quien lo vio primero, y su grito de euforia hizo
ponerse en pie a todos. Se divisaban sus tres gavias en el horizonte, por la amura de
barlovento, y el barco seguía una ruta convergente a la de la lancha y se aproximaba
con tanta rapidez que cada vez que ésta subía con una ola, podía verse una parte
mucho mayor de sus velas.
—¿Qué barco le parece que es, Matthews? —preguntó Hornblower entre el
murmullo de los excitados franceses.
—No lo sé, señor, pero no me gusta su aspecto —respondió Matthews vacilante
—. Debería tener desplegados los juanetes con este viento, y las mayores también, y
no las tiene desplegadas. No me gusta cómo tiene colocado el foque, señor. Me
parece que es un barco franchute, señor.
Cualquier barco que navegara por motivos pacíficos, tendría desplegados el
mayor número posible de velas. Ese barco no las tenía, por tanto estaba guiado por
motivos bélicos; pero, a pesar de que se encontraba en el golfo, había más
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probabilidades de que fuera británico que de que fuera francés. Hornblower estuvo
mirándolo largo tiempo. Notó que era un barco más bien pequeño, aunque llevaba
aparejo de navío, que tenía cubierta corrida y que navegaba a gran velocidad. Cuando
ya podía ver claramente y a intervalos su casco, observó que tenía una sola fila de
cañones.
—Me parece que es un barco francés, señor —dijo Hunter—. Un barco corsario.
—Preparados para virar —ordenó Hornblower.
Viraron en redondo la lancha, la colocaron con el viento en popa y empezaron a
navegar en dirección opuesta al barco. Pero en la guerra, como en la selva, la huida es
una invitación a la persecución y al ataque. El barco desplegó las mayores y los
juanetes y se acercó a la lancha navegando a toda vela, la adelantó, pasando por su
lado a medio cable[2] de distancia, y se puso en facha delante de ella para impedirle
escapar. En el pasamano del barco había gran cantidad de tripulantes mirándoles con
curiosidad, una cantidad muy grande para un barco tan pequeño. Una pregunta
atravesó el aire y llegó hasta la lancha: las palabras eran francesas. Los marineros
británicos se sentaron de golpe y empezaron a maldecir, mientras que el capitán
francés se puso en pie y respondió alegremente. Los marineros franceses abordaron la
lancha con el barco.
—Bienvenido al Pique, señor —dijo en francés—. Soy el capitán Neuville, el
capitán de este barco corsario. ¿Y usted es…?
—El guardiamarina Hornblower, de la Indefatigable, fragata de Su Majestad el
rey de Gran Bretaña —respondió Hornblower en voz muy baja y en tono
malhumorado.
—Parece que está de mal humor —dijo Neuville—. Por favor, no se aflija tanto
cuando sufra un revés en la guerra. Se alojará usted en nuestro barco hasta que
regresemos a puerto, y tendrá todas las comodidades que es posible tener en la mar.
Quiero que se encuentre en este barco tan cómodo como en su casa. Esas pistolas que
lleva en el cinto deben de causarle mucha incomodidad. Permítame quitarle ese peso
de encima.
Le quitó con cuidado las pistolas mientras hablaba y luego le lanzó una mirada
maliciosa.
—Y ese puñal que tiene ahí… ¿Me haría el favor de prestármelo? Le aseguro que
se lo devolveré cuando nos separemos. Si tiene a su alcance un arma como ésta, que
cualquier persona sensata calificaría de mortífera, mientras se encuentra a bordo de
este barco, temo que el ímpetu de la juventud le impulse a cometer un acto violento.
Mil gracias. Y ahora, permítame enseñarle la camareta que le están preparando.
Hizo una cortés inclinación de cabeza y le condujo abajo. Después de bajar dos
cubiertas, probablemente a uno o dos pies por debajo de la línea de flotación, llegaron
a una amplia entrecubierta vacía hasta la cual apenas llegaban la luz ni el aire que
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entraban por las escotillas.
—Ésta es la cubierta para los esclavos —dijo Neuville con indiferencia.
—¿La cubierta para los esclavos? —preguntó Hornblower.
—Sí. Aquí estaban confinados los esclavos cuando atravesábamos el océano.
Hornblower comprendió de repente muchas cosas. Un barco negrero podía
convertirse fácilmente en un barco corsario. Era un barco armado con numerosos
cañones para defenderse de los posibles ataques que pudiera sufrir cuando navegaba
por los ríos africanos para comprar esclavos; era más veloz que un mercante normal
porque no tenía bodega, pues no la necesitaba, y porque una de sus cualidades
principales debía ser navegar con rapidez, ya que su cargamento era perecedero; y
estaba construido de manera que pudiera transportar gran cantidad de hombres y el
agua y los víveres necesarios para su subsistencia mientras surcaba los mares en
busca de presas.
—Nos han negado el acceso al mercado de Santo Domingo a causa de los
recientes acontecimientos, de los que seguramente ha oído hablar —continuó
Neuville—. Por tanto, para que el Pique siguiera dando beneficios, lo convertí en un
barco corsario. Además, decidí tomar yo mismo el mando de mi barco porque las
acciones del Comité de Seguridad Pública han conseguido que París sea actualmente
más peligroso que la costa occidental africana, y también porque para lograr que un
barco corsario sea una inversión rentable, es necesario que su capitán actúe con
resolución y audacia.
Neuville puso una expresión malhumorada y furiosa, pero un momento después
volvió a poner la falsa expresión amable que tenía antes.
—La puerta que hay en este mamparo da a la camareta que he reservado para los
oficiales capturados —prosiguió—. Aquí está su coy, como puede ver. Quiero que se
sienta como en su casa. Si entablamos un combate con otro barco, lo que espero que
hagamos con frecuencia, taparemos las escotillas, pero salvo en esas ocasiones, podrá
andar por el barco a su antojo. Debo añadir que si un prisionero intenta obstaculizar
las maniobras del barco o causarle daño, los tripulantes se lo tomarán a mal. Los
tripulantes prestan sus servicios a cambio de una parte de las ganancias y arriesgan su
vida y su libertad, así que no me sorprendería que arrojaran por la borda a cualquiera
que ponga en peligro sus ganancias y su libertad.
Hornblower se obligó a contestarle, porque no quería que notara que la calculada
dureza de sus palabras le había dejado perplejo.
—Comprendo —dijo.
—¡Estupendo! Bueno, dígame si necesita algo más, señor.
Hornblower miró atentamente la camareta donde iba a estar encerrado solo, una
camareta casi vacía e iluminada por la luz mortecina de una oscilante lámpara de
sebo.
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—¿Puede darme algo para leer? —preguntó.
Neuville estuvo pensativo unos momentos.
—Me temo que todos los libros que tengo tratan de temas relacionados con la
profesión —dijo—. Puedo prestarle Principles of Navigation, de Grandjean, y
Handbook on Seamanship, de Lebrun, y otros libros similares, si cree que puede
entender el francés en que están escritos.
—Lo intentaré —dijo Hornblower.
Tal vez a Hornblower le benefició que le prestaran los materiales para realizar un
trabajo mental semejante. El esfuerzo de leer en francés y de estudiar materias
relacionadas con su profesión al mismo tiempo mantuvo su mente ocupada durante
los horribles días en que el Pique navegaba en distintas direcciones buscando presas.
En general, los franceses no mostraban consideración hacia él. Una vez tuvo que
entrar a la fuerza en la cabina de Neuville para protestar porque había puesto a los
cuatro marineros británicos a bombear agua, un trabajo indigno de ellos, y perdió en
la disputa, si se podía llamar disputa al diálogo que mantuvo con Neuville, pues el
capitán se había negado rotundamente a discutir la cuestión. Había regresado a su
camareta con la cara y las orejas rojas de rabia, y, como siempre que estaba turbado,
volvió a su mente la idea de su fracaso.
¡Si se hubiera acordado antes de taponar aquel agujero de bala…! Se dijo que un
oficial más sensato lo hubiera hecho así. Había perdido su barco, la valiosa presa de
la Indefatigable, y estaba desolado. A veces se empeñaba en analizar la situación
tranquilamente. Desde un punto de vista profesional, consideraba, y tal vez así lo
consideraría siempre, que no había habido negligencia por su parte. Si se enviaba a
un guardiamarina con sólo cuatro marineros a tripular un velero bergantín de
doscientas toneladas al que una fragata había disparado numerosos cañonazos, no se
le podía culpar de que el bergantín se hundiera cuando estaba bajo su mando. Pero
sabía que, al menos en parte, tenía la culpa de lo ocurrido. Tal vez se había
equivocado por ignorancia, pero la ignorancia no tiene justificación; tal vez había
dejado que sus numerosas preocupaciones desviaran su atención y le hicieran
olvidarse de que convenía taponar el agujero inmediatamente, pero eso era
incompetencia, y la incompetencia no tiene justificación. Cuando pensaba estas
cosas, se sentía desesperado, con un profundo desprecio por sí mismo, sin tener a
nadie que le consolara. El día de su cumpleaños, cuando llegó a la avanzada edad de
dieciocho años, se sintió peor que nunca. ¡Tenía dieciocho años y era un hombre
indigno, prisionero de un corsario francés! Ese día casi llegó a perder su propia
estima.
El capitán del Pique buscaba sus presas en las aguas más frecuentadas del mundo,
las próximas al canal de la Mancha, y una prueba palpable de la inmensidad del mar
era el hecho de que el bergantín navegaba por esas aguas en todas direcciones día tras
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día y sin que los vigías divisaran ningún barco. Recorría una ruta triangular:
navegaba con rumbo al noroeste, luego avanzaba hacia el sur, y después, con pocas
velas desplegadas, navegaba en dirección al noreste. Había vigías en los topes de
todos los mástiles, pero no divisaban nada más que el mar embravecido. Pero una
mañana, en el tope del palo trinquete se oyó por fin un agudo grito que atrajo la
atención de todos los que se encontraban en cubierta, incluido Hornblower, que
estaba solo en el combés. Neuville, que estaba junto al timón, hizo una pregunta al
vigía a voz en cuello, y Hornblower, gracias a sus recientes estudios, pudo traducir la
respuesta: se divisaba un barco a barlovento. Un momento después el vigía informó
que el barco había cambiado el rumbo y avanzaba en dirección a ellos.
Eso era muy significativo. En tiempo de guerra, el capitán de un barco mercante
desconfía de cualquier barco desconocido y se aleja cuanto puede de él, y más de lo
que puede, cuando su barco está a barlovento, porque tiene más probabilidades de
salvarse. Sólo alguien que esté preparado para luchar o tenga una curiosidad morbosa
abandonaría la posición a barlovento. Hornblower, sin fundamento, concibió
esperanzas de que fuera su barco. Pensaba que, puesto que Inglaterra tenía la
hegemonía en el mar, era más probable que el barco fuera inglés que francés, ya que
esa era la zona que patrullaba la Indefatigable, su propia fragata, que permanecía allí
para desempeñar una función doble: contener los barcos franceses que perjudicaban
el comercio británico e interceptar los que violaran el bloqueo. A cien millas del
lugar, su capitán les había enviado a él y a algunos tripulantes a bordo del Marie
Galante. Dedujo que una de cada mil embarcaciones que se divisaran en esas aguas
podría ser la Indefatigable, y, a pesar de que dudaba si había exagerado o no, se
desvanecieron sus sueños. Pero enseguida volvió a abrigar nuevas esperanzas, pues
pensó que, por el hecho de que el barco se acercara a uno desconocido para averiguar
quién era, esa razón disminuía, era de uno a diez, o menor aún.
Miró a Neuville, tratando de adivinar sus pensamientos. El Pique era rápido y
fácil de gobernar, con una amplia vía de escape por sotavento. Era para sospechar que
el barco hubiera cambiado el rumbo para acercarse al Pique, pero todos sabían que
los capitanes de los mercantes que hacían el comercio con la India, que eran las
presas más valiosas de todas, a veces, aprovechando que sus barcos se parecían a los
navíos de línea, aparentaban que tenían una actitud agresiva y asustaban y hasta
provocaban la huida de enemigos peligrosos. Por orden de Neuville, sus hombres
desplegaron todo el velamen, el Pique quedó preparado para huir o perseguir, según
lo que se terciara. Luego dirigió la proa hacia el barco y se aproximó a él navegando
de bolina. Poco tiempo después, cuando el Pique subió con una ola, Hornblower
pudo ver a lo lejos, en el horizonte, una mancha blanca tan pequeña como un grano
de arroz. Entonces Matthews fue corriendo hasta donde estaba Hornblower con la
cara roja de emoción.
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—¡Esa es nuestra querida Indefatigable, señor, se lo aseguro! —exclamó, luego
saltó a la borda, agarrándose a los obenques y miró hacia el barco protegiéndose los
ojos del sol con la mano—. ¡Sí, es ella! Está largando los juanetes ahora. Subiremos a
bordo de nuestra fragata otra vez a tiempo para tomar el grog.
Un suboficial francés estiró los brazos y, tirando de los fondillos del pantalón de
Matthews, le obligó a bajar, luego, dándole puñetazos y patadas, le llevó hasta la proa
otra vez. En ese momento Neuville dio la orden de virar en redondo a su nave y
navegar en dirección contraria a la Indefatigable. Poco después hizo una señal a
Hornblower para que se acercara.
—Es su antiguo barco, ¿verdad, señor Hornblower?
—Sí.
—¿Cómo navega mejor?
Hornblower miró a Neuville a los ojos.
—No sea tan honesto —dijo Neuville mientras sus finos labios se curvaban en
una sonrisa—. Indudablemente, puedo inducirle a que me proporcione esa
información. Conozco los medios. Pero tiene usted suerte, porque eso no será
necesario. Ninguna embarcación en el mundo puede adelantar al Pique navegando
viento en popa, y mucho menos las torpes fragatas de Su Majestad el rey de Gran
Bretaña. Pronto lo comprobará.
Avanzó a grandes zancadas hasta el coronamiento y durante mucho rato estuvo
mirando la fragata por el catalejo con gran atención, con la misma atención con que
Hornblower la miraba sin el anteojo.
—¿Lo ve? —preguntó, ofreciéndole el instrumento óptico.
Hornblower lo cogió, pero para ver mejor la fragata, no para comprobar lo que le
decía. Sintió tristeza, una profunda tristeza por estar ausente de la Indefatigable. Pero
no cabía duda de que el bergantín le llevaba mucha ventaja. Ahora no se veían los
juanetes de la fragata, sino sólo los sobrejuanetes.
—Dentro de dos horas no veremos ni los topes de los mástiles —dijo Neuville y
cogió el catalejo y, con un chasquido, lo guardó.
Se apartó del coronamiento y fue a reñir al timonel por no haber mantenido el
rumbo en todo momento, y Hornblower, lleno de tristeza, se quedó apoyado en el
coronamiento. Hornblower no pudo oír bien aquellas duras palabras, porque el viento
le azotaba la cara y le revolvía el pelo de modo que lo hacía pasar una y otra vez por
encima de sus orejas, y porque el ímpetu del agua se oía mismamente debajo de él, en
la estela del barco. Probablemente así miró Adán el Edén el día que lo perdió.
Hornblower recordaba la oscura y reducida camareta de guardiamarinas, sus olores y
sus crujidos, las frías noches que había pasado en ella, cómo salía del coy cuando
llamaban a todos a sus puestos, el pan lleno de gorgojos, la carne correosa, pero él
anhelaba tener todo eso otra vez, y eso que había perdido las esperanzas de
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conseguirlo. Sin embargo, no fueron sus sentimientos los que le impulsaron a bajar a
cubierta para encontrar la manera de obrar acertadamente, aunque tal vez aguzaran su
inteligencia; fue el sentido del deber el que le impulsó.
La cubierta para los esclavos estaba vacía como siempre que todos los marineros
ocupaban sus puestos. Al otro lado del mamparo estaba su coy con los libros encima,
y un poco más arriba, la lámpara de sebo. Nada de eso le dio ninguna idea. En el
mamparo del otro extremo había una puerta cerrada con llave, la puerta de un pañol
donde el contramaestre guardaba las provisiones. La había visto abierta dos veces
mientras sacaban pintura y otras cosas. ¡Pintura…! Eso le dio una idea, y apartó la
vista de la puerta y miró hacia la lámpara y luego volvió a mirar la puerta. Entonces
dio unos pasos hacia adelante mientras se sacaba la navaja del bolsillo, pero poco
después retrocedió, burlándose de sí mismo. La puerta no estaba formada por dos
tableros sino por dos gruesas piezas de madera reforzadas con tablas transversales en
el interior, y tardaría horas y horas en cortarla con la navaja, precisamente cuando los
minutos eran preciosos.
El corazón le latía vertiginosamente, pero no más deprisa que las ideas que su
mente formaba, más de pronto, se volvió y fue a coger la lámpara. La movió y notó
que estaba casi llena. Vaciló un momento, que aprovechó para darse ánimos antes de
ponerse en acción. Arrancó despiadadamente las páginas del Principles of Navigation
de Grandjean y, arrugando varias a la vez, formó unas cuantas bolas que colocó junto
a la parte inferior de la puerta. Se quitó la chaqueta del uniforme y luego el jersey de
lana azul. Rasgó el jersey con sus fuertes dedos y trató de destejerlo, pero después de
soltar algunos hilos, decidió no perder más tiempo haciendo eso y lo tiró sobre los
papeles y al mismo tiempo que miraba a su alrededor. ¡El colchón del coy…! ¡El
colchón estaba relleno de paja! Cortó el forro con la navaja y sacó la paja del interior
cogiendo montones con los brazos. Por la constante presión, la paja casi había llegado
a formar bloques consistentes, a los que él separó las briznas con las manos en la
cubierta y consiguió formar un montón que llegaba casi a la altura de su cintura. Ese
montón produciría la gran llamarada que él deseaba. Se quedó quieto y se obligó a
pensar detenidamente en lo que iba a hacer, pues el ímpetu y la falta de reflexión eran
las que habían ocasionado la pérdida del Marie Galante. Hacía un momento, que él
había perdido mucho tiempo tratando de romper su jersey. Decidió los pasos que iba
a dar a continuación. Formó un rollo con una página del Manuel de Matelotage y lo
encendió con la llama de la lámpara, luego echó por encima toda la grasa (que estaba
completamente líquida porque la lámpara estaba caliente) sobre las bolas de papel, la
base de la puerta y la cubierta; un instante después, dio un toquecito a una de las
bolas con el rollo que previamente había hecho, y el fuego se propagó rápidamente.
Ahora actuaba con resolución. Echó el montón de paja a las llamas y, con una fuerza
insólita, arrancó el coy, lo rompió en pedazos, y luego los echó sobre la paja. Las
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llamas subían cada vez más altas por entre el montón de paja. Finalmente
Hornblower dejó caer la lámpara sobre el montón de paja, cogió la chaqueta y salió
de allí. Tuvo la intención de cerrar la puerta, pero luego cambió de idea, pues pensó
que cuanto más aire entrara, mejor. Entonces se puso la chaqueta y subió la escala.
Al llegar a cubierta se metió las temblorosas manos en los bolsillos, se obligó a
adoptar una expresión indiferente y luego se apoyó en la borda. Pero la excitación,
que tanto le había debilitado, no disminuyó mientras esperaba. Cada minuto que
pasara antes de que se descubriera el fuego era lo importante. Un oficial francés,
señalando a la Indefatigable por encima del coronamiento, le dijo algo sonriendo y en
tono triunfal, probablemente que habían dejado atrás la fragata. Hornblower esbozó
una sonrisa triste porque ese fue el primer gesto que se le ocurrió poner, pero luego
pensó que una sonrisa estaba fuera de lugar y puso un gesto de enfado. El viento era
muy fuerte, por lo que el Pique tenía que navegar sólo con las mayores desplegadas,
y Hornblower lo sentía golpear sus mejillas, que estaban ardiendo. En la cubierta
todos parecían muy ocupados e inquietos: Neuville vigilaba al timonel y de vez en
cuando miraba hacia la jarcia para comprobar si cada vela desempeñaba
correctamente su función, dos marineros y un suboficial medían la velocidad con la
corredera y los restantes tripulantes estaban junto a los cañones. Hornblower, en su
interior, preguntaba a Dios cuánto tiempo más podría seguir fingiendo.
¡Ahí! La brazola de la escotilla de popa parecía estar deformada y hacer un
movimiento ondulatorio el aire trémulo, seguramente aire caliente que salía por la
escotilla. Vio algo parecido a una voluta de humo, pero no estaba seguro de si lo era o
no. ¡Lo era! En ese momento dieron la alarma. Se oyó un grito y luego pasos
apresurados. Hubo una momentánea confusión y luego se oyó un toque de tambor y
unos agudos gritos: «Au feu! Au feu!».
Hornblower, trastornado, pensó que los cuatro elementos de Aristóteles, tierra,
aire, agua y fuego, eran los enemigos de los marineros, pero que en un barco de
madera ninguno de ellos temía a la costa a sotavento, a la tempestad y a las olas tanto
como al fuego. Las tablas viejas y reforzadas de gruesas capas de pintura ardían
rápidamente, y las velas y los cabos embreados ardían como teas incendiarias. Por
otra parte, los barcos llevaban a bordo toneladas y toneladas de pólvora que
esperaban la oportunidad de hacer saltar en pedazos a los marineros. Hornblower
observó cómo las brigadas encargadas de apagar el fuego empezaban a trabajar, pues
ya habían subido a bordo las bombas y habían instalado las mangas. Alguien fue
corriendo hasta la popa para comunicar algo a Neuville, probablemente, en qué parte
del barco había fuego. Neuville escuchó al mensajero y, después de lanzar una mirada
a Hornblower, que seguía apoyado en la borda, le dio órdenes. Ahora el humo que
salía por la escotilla de popa era muy denso. Entonces Neuville dio una orden, y la
guardia de popa bajó por la escotilla entre el humo. A cada momento había más
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humo. El humo formaba remolinos y se movía hacia delante empujado por el viento
de popa y seguramente salía por los costados del barco cerca de la línea de flotación.
Neuville avanzó a toda prisa hasta donde estaba Hornblower, con la cara roja de
rabia, pero un grito del timonel le hizo detenerse. El timonel, que no podía quitar las
manos del timón, señaló con el pie la claraboya de la cabina, bajo la cual se veía una
llama oscilante. En el momento que ellos miraron hacia allí, un cristal de uno de los
lados se cayó y una llamarada salió por el agujero. Hornblower, más calmado ahora,
tan calmado que se asombró de ello después, al recordarlo, pensó que el pañol donde
estaba guardada la pintura debía de estar precisamente debajo de la cabina y que ya
estaría ardiendo todo lo que tenía dentro. Neuville miró a su alrededor, al mar y al
cielo, y se puso las manos en la cabeza en señal de desesperación. Por primera vez en
su vida Hornblower vio a un hombre literalmente tirarse de los pelos. Neuville, no
obstante, mantuvo la calma y ordenó traer otra bomba más. Enseguida cuatro
hombres se pusieron a mover la palanca, y el clic-clic que producía armonizaba con
el crujido de las llamas. Un fino chorro de agua cayó en el agujero de la claraboya, y
varios marineros formaron una fila para pasarse unos a otros cubos de agua de mar y
echarlos también por allí; sin embargo, el agua de los cubos era menos eficaz que el
chorro que salía de la bomba. Bajo la cubierta se oyó el ruido sordo de una explosión,
y Hornblower contuvo el aliento porque pensó que el barco iba a saltar en pedazos,
pero no hubo ninguna otra explosión. Probablemente, las llamas habían hecho
explotar un cañón o el calor había hecho reventar un tonel. De repente, los marineros
que se pasaban unos a otros los cubos rompieron la fila, pues bajo los pies de uno de
ellos se abrió un agujero como una amplia sonrisa por donde salió una roja llamarada.
Un oficial tenía a Neuville agarrado por el brazo y discutía con él acaloradamente.
Hornblower vio que Neuville, desesperado, cedió por fin. Algunos marineros
subieron a la jarcia para arriar la vela trinquete y el velacho, y otros tiraron de las
brazas de la verga mayor. El timón viró y el Pique orzó.
El cambio fue más aparente que real al principio, pero impresionante, pues el
viento soplaba ahora en dirección opuesta y el rugido del fuego no se oía tan
claramente en la crujía y en la proa. De todas maneras, la situación mejoró mucho, ya
que el fuego, que había empezado en el extremo de la popa, ya no se propagaba a la
parte delantera, pues las llamas se movían hacia atrás, donde la madera ya estaba
medio quemada. No obstante, la parte posterior de la cubierta estaba ardiendo. El
timonel fue retirado del timón, y enseguida las llamas alcanzaron la cangreja y la
destruyeron con tanta rapidez que un minuto antes la vela estaba allí y al minuto
siguiente sólo quedaban de ella varios trozos carbonizados colgando del cangrejo.
Pero, puesto que el barco tenía el viento en contra, las otras velas no se hinchaban, y
los marineros tuvieron que largar rápidamente una vela de capa en el palo mesana
para que la proa no se desviara.
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Fue entonces cuando Hornblower, volviendo la cabeza hacia la proa, vio la
Indefatigable otra vez. Se acercaba al Pique navegando con todas las velas
desplegadas, y Hornblower pudo ver la blanca espuma bajo su bauprés cuando el
bergantín subió a la cresta de una ola. No había duda de que el capitán del Pique se
rendiría, porque bajo la amenaza de una batería semejante, nadie al mando de un
barco de esa potencia, aun cuando el barco no hubiera sufrido daños, podría resistirse.
Cuando ya estaba a un cable de distancia, a barlovento, la Indefatigable viró en
redondo y, aun antes de que terminara de virar, los tripulantes empezaron a bajar las
lanchas al agua. Pellew había visto el humo, dedujo la razón de que el Pique se
hubiera detenido e hizo los preparativos mientras se acercaba a él. La chalupa y la
lancha tenían una bomba en la proa, en el lugar donde a veces tenían una carronada, y
se aproximaron a la popa del Pique, que estaba envuelta en llamas, y, sin dilación,
empezaron a lanzarle chorros de agua. Después llegaron dos esquifes llenos de
marineros para unirse a la lucha contra el fuego, y Bolton, el tercero de a bordo, se
detuvo un momento al ver a Hornblower.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué hace usted aquí?
Pero no esperó a oír la respuesta. Vio a Neuville y dedujo que era el capitán del
Pique y avanzó hacia él con paso decidido para pedir su rendición. Luego miró hacia
arriba para ver si todo estaba bien en la jarcia y, finalmente, se dedicó a la tarea de
combatir el fuego. Al poco tiempo el fuego fue sofocado, sobre todo porque ya había
quemado todo cuanto estaba a su alcance. La parte del Pique que se había quemado
estaba comprendida entre el coronamiento, un punto a varios pies de distancia de él y
la línea de flotación, así que el bergantín tenía un aspecto horrible si se miraba desde
la cubierta de la Indefatigable. No obstante, el Pique no corría peligro, y con un poco
de suerte y de trabajo duro, lograrían llevarlo a Inglaterra para que fuera reparado y
pudiera navegar otra vez.
Sin embargo, lo importante no era el salvamento del bergantín, sino que ya no
estaba en manos francesas y, por tanto, no podría perjudicar el comercio inglés. Eso
fue lo que sir Edward Pellew dijo a Hornblower cuando el joven se presentó ante él.
Hornblower, obedeciendo la orden de Pellew, empezó por contarle lo que le había
ocurrido desde que le confiara el mando del Marie Galante. Como Hornblower
esperaba, aunque a veces le había asaltado el miedo, Pellew pasó por alto la pérdida
del bergantín, pues sabía que los cañonazos le habían dañado antes de la rendición y
que nadie podía determinar si los daños eran graves o no. Pellew no dio importancia
al asunto. Pensaba que Hornblower había tratado de salvarlo y que no lo había
conseguido porque tenía muy pocos hombres, ya que en aquel momento no pudo
proporcionarle más hombres de la Indefatigable. No consideraba a Hornblower
culpable. Además, pensaba que lo más importante no era que Inglaterra se beneficiara
del cargamento del Marie Galante, sino que Francia no lo recibiera. Creía que el
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efecto era similar al del salvamento del Pique.
—¡Qué suerte que se haya producido ese fuego! —exclamó Pellew, mirando
hacia el Pique, que todavía estaba rodeado de lanchas, aunque de su popa sólo salía
ya un hilo de humo—. Casi había logrado escapar de nosotros. Lo hubiéramos
perdido de vista apenas una hora después. ¿Sabe cómo ocurrió, señor Hornblower?
Hornblower esperaba aquella pregunta y estaba preparado para responder. Ese era
el momento de hablar con total franqueza, de recibir los parabienes que merecía, de
obtener el privilegio de ser mencionado en la Gazette y tal vez incluso el
nombramiento de subteniente. Pero Pellew no conocía todos los detalles de la pérdida
del bergantín, y si llegaba a conocerlos podría formarse un juicio erróneo.
—No, señor —respondió Hornblower—. Probablemente se produjo una
combustión espontánea en el pañol donde estaba la pintura. No se me ocurre otra
causa.
Él sólo sabía que por descuido no había taponado el agujero a tiempo, sólo él
podía decidir cuál sería su castigo, y eso era lo que había elegido. Sólo eso podía
hacerle merecedor de su propio respeto otra vez. Al decir esas palabras había sentido
un gran alivio y no había sentido arrepentimiento.
—De todas formas, fue un suceso afortunado —murmuró Pellew.
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CAPÍTULO 4
EL HOMBRE QUE SINTIÓ NÁUSEAS
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pero en ese momento notaron que Bolton, el oficial de guardia, les miraba desde el
costado de barlovento, y se pusieron el sombrero rápidamente y adoptaron una
postura más adecuada a la dignidad de oficiales de marina nombrados por el rey
Jorge.
—¿Qué está tramando el capitán? —preguntó Hornblower.
Kennedy se apoyó el dedo en la nariz y dijo:
—Si lo supiera, me ganaría un par de charreteras. Pero que algo se está cociendo
es indudable, y creo que uno de estos días nos enteraremos de lo que es. Hasta
entonces, lo único que podemos hacer nosotros dos, pobres víctimas, es jugar ajenos
a lo que nos depare nuestro destino, aparte de evitar que se hunda la fragata.
Durante la cena en la gran cabina de la Indefatigable, Hornblower no notó nada
que indicara que algo se estaba cociendo. Pellew, a la cabecera de la mesa, se
comportó como un anfitrión cortés. Los oficiales de más antigüedad conversaban
animadamente, pero separados en diversos grupos: los dos tenientes, Eccles, Chadd y
el oficial de derrota, el señor Soames, en uno; Hornblower y Mallory, el otro oficial
subalterno, un guardiamarina que tenía dos años más de antigüedad, permanecían
silenciosos y, por tanto, podían dedicar toda su atención a la comida, que era mucho
mejor que la que servían en la camareta de guardiamarinas.
—¡Bebamos juntos, señor Hornblower! —dijo Pellew, alzando la copa.
Hornblower trató de hacer una reverencia sin levantarse del asiento y alzó la
copa. Bebió con cautela, porque hacía tiempo que se había dado cuenta de que el vino
se le subía a la cabeza con facilidad y no le gustaba sentir los efectos de la
borrachera.
Después levantaron la mesa, y todos se quedaron en silencio, observando a
Pellew para ver lo que haría a continuación.
—Señor Soames, traiga esa carta marina —ordenó Pellew.
Era el mapa donde aparecía la desembocadura del Garona y donde estaban
indicados los lugares en que el agua era poco profunda; alguien había marcado con
lápiz dónde estaban las baterías costeras.
—La Papillon está aquí —dijo sir Edward, quien no condescendía a pronunciar el
nombre a la manera francesa, indicando una cruz hecha con lápiz al fondo del
estuario—. El señor Soames señaló exactamente su posición.
—Caballeros, ustedes entrarán con las lanchas y la sacarán de aquí.
¡Conque era eso, una captura en un fondeadero!
—El señor Eccles tendrá el mando supremo. Ahora quiero pedirle que les
explique su plan.
El primer oficial, un hombre canoso, pero de aspecto joven, con profundos ojos
azules, miró a los que estaban a su alrededor.
—Yo estaré al mando de la lancha, y el señor Soames, del cúter —dijo—. El
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señor Chadd y el señor Mallory estarán al mando, respectivamente, del primer
esquife y del segundo, y el señor Hornblower, del chinchorro. En todas las
embarcaciones excepto en la de Hornblower irá un oficial subalterno que será el
segundo en el mando.
Eso no era necesario en el chinchorro porque su tripulación se componía de siete
hombres solamente. La lancha y el cúter tendrían entre treinta y cuarenta tripulantes;
los esquifes, veinte. En la misión participaría gran cantidad de hombres, casi la mitad
de la tripulación de la fragata.
—Es un barco de guerra, no un mercante —dijo Eccles, leyéndoles el
pensamiento—. Tiene diez cañones por banda y está a rebosar de marineros.
Probablemente tenía alrededor de doscientos hombres, que, obviamente, tendrían
una fuerza superior a ciento veinte marineros británicos.
—Pero la atacaremos de noche y por sorpresa —dijo Eccles, leyéndoles el
pensamiento de nuevo.
—Atacar por sorpresa es como tener ganada más de la mitad de la batalla, como
bien saben ustedes, caballeros —dijo Pellew—. Por favor, perdone la interrupción,
señor Eccles.
—En cuanto dejemos de divisar tierra, viraremos en redondo para volver a
acercarnos a la costa —continuó Eccles—. Puesto que nunca hemos estado rondando
esta parte de la costa, los franchutes pensarán que nos hemos ido. Cuando caiga la
noche nos acercamos a ella y avanzaremos lo más posible. Mañana habrá marea alta a
las cuatro y cincuenta, y amanecerá a las cinco y treinta. El ataque se llevará a cabo a
las cuatro y treinta, para que los hombres de una de las dos guardias tengan tiempo de
dormir. La lancha atacará por la aleta de estribor; el cúter, por la de babor. El esquife
del señor Mallory atacará por la amura de babor; el del señor Chadd, por la de
estribor. El señor Chadd será el encargado de cortar la cadena del ancla de la corbeta
cuando tenga el control del castillo y los tripulantes de las demás barcas hayan
llegado al menos al alcázar.
Eccles miró alternativamente a los capitanes de las tres grandes barcas y ellos
hicieron una inclinación de cabeza en señal de que habían entendido. Entonces
prosiguió:
—El señor Hornblower esperará en el chinchorro hasta que los hombres que
emprendan el ataque ocupen toda la cubierta. Hecho esto, abordará la corbeta por el
pescante central bien por el costado de babor, bien por el de estribor, por donde
estime conveniente, y, sin prestar atención a la lucha que haya en cubierta en ese
momento, subirá a la jarcia del palo mayor, largará la gavia mayor y cazará las
escotas cuando se lo ordenen. Yo mismo o el señor Soames, en caso de que yo muera
o resulte herido, mandaremos dos marineros a hacerse cargo del timón de la corbeta y
daremos las órdenes de realizar las maniobras necesarias en cuanto tenga suficiente
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velocidad. La marea nos ayudará a salir, y la Indefatigable nos estará esperando en un
lugar cercano fuera del alcance de las baterías costeras.
—¿Algún comentario? —preguntó Pellew.
Ése era el momento en que Hornblower debería haber hablado, el único en que
podía haber hablado. Las órdenes de Eccles le habían hecho sentir tanto miedo que le
daban náuseas. Hornblower no tenía aptitudes para ser un gaviero, y lo sabía.
Detestaba subir a gran altura y también detestaba subir a la jarcia. Sabía que no tenía
agilidad ni confianza en sí mismo, las principales características de un buen marinero.
Se sentía inseguro cuando subía a la jarcia en la oscuridad incluso en la Indefatigable,
y le horrorizaba la idea de tener que subir a lo alto de un barco desconocido
abriéndose paso entre una jarcia todavía más desconocida. Le parecía que no era apto
para realizar la tarea que le había sido encomendada y debería haberse negado a
ejecutarla alegando que era inepto para ella. Pero dejó pasar la oportunidad porque
estaba impresionado al ver que los otros oficiales habían dado total asentimiento al
plan. Miró sus rostros impasibles y se dio cuenta de que nadie le prestaba atención y,
sin otra intención se movió para hacerse notar. Tragó saliva e incluso se atrevió a
abrir la boca, pero nadie le miró y su protesta se malogró.
—Muy bien, caballeros —dijo Pellew—. Creo que ahora debería explicar el plan
con todos los detalles, señor Eccles.
Ya era demasiado tarde. Eccles indicó en la carta marina la ruta que seguir entre
los bancos de arena y cieno de la desembocadura del Garona, y luego explicó cómo
estaban colocadas las baterías de la costa y que la distancia a que la Indefatigable
podría aproximarse a la costa en pleno día dependía del faro de Cordouan.
Hornblower trató de concentrar la atención en lo que decía, a pesar del miedo que le
embargaba. Por fin Eccles terminó su explicación y Pellew dio por terminada la
reunión.
—Puesto que ya todos conocen cuáles son sus tareas, caballeros, creo que
deberían empezar a hacer los preparativos para el ataque. El sol está a punto de
ponerse, y tienen ustedes mucho que hacer.
Tenían que poner provisiones en las barcas por si llegaban a encontrarse en una
situación de emergencia, escoger a los tripulantes y preparar las armas que iban a
necesitar. Tenían que enseñar a cada uno de los tripulantes cómo realizar la tarea que
se les había asignado. Y Hornblower tuvo que practicar cómo subir por los obenques
del palo mayor que estaban sujetos a los genoles y cómo llegar hasta el penol de la
verga de la gavia. Se obligó a repetirlo dos veces. El ascenso por los obenques era
difícil, pues, por estar colocados oblicuamente al palo mayor, era más que obligado
subir un tramo de varios pies colgando de espaldas hacia abajo y apretando con
fuerza los flechastes entre los dedos de las manos y los pies. Subió moviéndose
despacio y con cautela, pero torpemente. Apoyó los pies en el marchapié, el cabo que
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estaba atado de una punta a otra de la verga y formaba una curva unos cuatro pies por
debajo de ella, y se preparó para desplazarse hasta el penol. Una vez apoyado
firmemente en el marchapié, puso los brazos alrededor de la verga de manera que le
quedara bajo las axilas y se desplazó arrastrando los pies hasta el penol y, al llegar
allí, soltó los tomadores y largó la vela. Hizo todo el recorrido dos veces, tratando de
sobreponerse a las náuseas y al miedo a caer desde una altura de cien pies. Luego,
con los nervios crispados y tragando saliva, se soltó y se agarró a la braza y se obligó
a deslizarse por ella para bajar a la cubierta; esa era la mejor ruta que podía seguir
para ir a cazar las escotas. El descenso era verdaderamente peligroso, y Hornblower
pensó, como la primera vez que había visto a los marineros subir a la jarcia, que si se
hacían proezas similares a esa en un circo, serían acogidas con gritos de aprobación
como «¡Oh!» y «¡Ah!». Pero no se sintió satisfecho ni siquiera cuando llegó a la
cubierta, y en un rincón de su mente se vio a sí mismo haciendo de nuevo la
maniobra en la Papillon y luego soltarse del cabo accidentalmente y caerse de cabeza
y estar bajando en el aire durante dos terribles minutos hasta chocar contra la
cubierta. Y sabía que el éxito del ataque dependía de él, en la misma medida que de
cualquier otro, y que si la gavia no se desplegaba con rapidez, la corbeta no
alcanzaría velocidad suficiente para hacer maniobras y encallaría ignominiosamente
en uno de los innumerables bancos de arena de la desembocadura del río y sería
recuperada, y la mitad de los tripulantes de la Indefatigable morirían o serían hechos
prisioneros.
La tripulación del chinchorro estaba formada en el combés para pasar revista.
Hornblower inspeccionó los remos para ver si estaban bien forrados y se aseguró de
que cada uno de los tripulantes tuviera una pistola y un alfanje. También se aseguró
de que las pistolas estuvieran desmontadas y, por tanto, no había peligro de que se les
dispararan, pues un tiro disparado antes de tiempo sería el aviso de que iba a
producirse el ataque. Asignó a cada uno una tarea en la maniobra de largar la gavia,
recalcando que era posible que hubiera cambios en el plan a causa de las bajas.
—Yo subiré a la jarcia primero —dijo Hornblower.
Tenía que ser así. Tenía que guiar a los demás, y eso era lo que los demás
esperaban de él. Es más, si hubiera dado cualquier otra orden, habría suscitado
comentarios… y desprecio.
—Jackson, usted será el último que abandone el chinchorro y tomará el mando si
yo caigo —dijo Hornblower al timonel.
—Sí, señor.
Era corriente expresarse poéticamente y decir la palabra «caigo» en vez de
«muero», pero justo en ese momento en que Hornblower acababa de pronunciarla,
pensó en el horrible significado que tenía en estas circunstancias.
—¿Lo han comprendido todo? —preguntó Hornblower con voz enronquecida por
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la fatiga que le había producido el esfuerzo mental hecho.
Todos los marineros excepto uno asintieron con la cabeza.
—Perdone, señor, pero siento náuseas —dijo Hales, el primer remero del
chinchorro.
Hales, un joven moreno y de complexión robusta, se había puesto la mano en la
frente mientras hablaba.
—Usted no es el único que siente náuseas —dijo Hornblower secamente.
Los otros marineros se rieron. La idea de abordar una corbeta armada en un
puerto enemigo, exponiéndose al fuego de las baterías de la costa, podría hacer que
cualquier cobarde sintiera miedo. Seguro que la mayoría de los que habían sido
elegidos para la misión habían sentido náuseas en algún momento.
—No me refería a eso, señor —dijo Hales indignado—. ¡Por supuesto que no!
Pero ni Hornblower ni los demás marineros le prestaron atención.
—¡Mantén la boca cerrada! —dijo Jackson, malhumorado.
Nadie podía sentir otra cosa que desprecio hacia un hombre que confesaba que
sentía náuseas cuando le acababan de asignar una tarea peligrosa. Hornblower le
disculpaba y le despreciaba a la vez. También él se había acobardado, pero no se
atrevió a expresar sus temores porque tenía miedo de lo que los otros dijeran de él.
—Rompan filas —dijo Hornblower—. Les mandaré a buscar cuando les necesite.
Todavía había que esperar varias horas mientras la Indefatigable se acercaba a la
costa gobernada por el propio Pellew, guiado por las constantes mediciones de la
sonda. A pesar de su nerviosismo y su miedo, Hornblower pudo apreciar la destreza
de Pellew al hacer avanzar la gran fragata por esas peligrosas aguas en una noche
oscura. Ponía tanta atención a las maniobras que los temblores que tenía
desaparecieron. Era de esa clase de personas que observan y aprenden hasta en su
lecho de muerte. Cuando la Indefatigable llegó al lugar cercano a la desembocadura
más adecuado para bajar las lanchas al agua, Hornblower era ya un guardiamarina
que había aprendido cómo aplicar en la práctica los principios de la navegación
costera, cómo organizar la captura de un barco en un fondeadero y, a fuerza de
reflexionar, había llegado a conocer en buena medida la psicología de los hombres
que iban a emprender un ataque.
Ya había logrado dominarse y se mostraba sereno cuando bajó al chinchorro, que
cabeceaba en las aguas negras como la tinta. Dio la orden de zarpar en voz baja y con
tono decidido. Cogió el timón, y el hecho de tener agarrado ese grueso madero le dio
seguridad, pues ya se había acostumbrado incluso a apoyar el brazo en él mientras
estaba sentado en la bancada de popa. Los marineros empezaron a remar y el
chinchorro avanzó despacio detrás de las cuatro barcas más grandes, que ahora no
eran más que oscuras formas. Tenían mucho tiempo, la pleamar les llevaría al interior
del estuario. Era mejor así, porque a un lado estaba la batería de Saint Dye y al otro,
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dentro del estuario, la fortaleza de Blaye, que tenía cuarenta cañones apuntando hacia
el canal de entrada, y ninguna de las cinco barcas (el chinchorro menos que ninguna)
soportaría el impacto de un solo cañonazo.
Hornblower mantenía la vista fija en el cúter, que navegaba delante a cierta
distancia. Soames tenía la enorme responsabilidad de guiar las barcas por el estuario,
mientras que él lo único que tenía que hacer era seguir el cúter, además de largar la
gavia. En ese momento volvió a temblar.
Hales, el hombre que había dicho que tenía náuseas, era el primer remero.
Hornblower podía ver su oscura figura moviéndose hacia delante y hacia atrás dando
rítmicas paletadas. Después de mirarle unos instantes, dejó de prestarle atención y
desvió la vista hacia el cúter, pero en ese momento sintió una sacudida y volvió a
mirar al chinchorro. Alguien había dado una paletada a destiempo y había provocado
que los seis remos perdieran la coordinación. También se oyó un golpe seco.
—¡Maldita sea! ¡Atiende a lo que estás haciendo, Hales! —susurró Jackson, el
timonel, en tono apremiante.
Como respuesta, Hales dio un grito, aunque, por fortuna, no demasiado alto.
Luego se inclinó hacia delante y cayó sobre las piernas de Hornblower y Jackson y
empezó a retorcerse y a dar patadas.
—A este condenado le ha dado un ataque —susurró Jackson.
Hales siguió retorciéndose y dando patadas. Desde un lugar próximo del mar
llegó un gruñido a través de la oscuridad.
—Señor Hornblower, ¿no puede mantener callados a sus hombres? —preguntó
Eccles sotto voce y en tono irritado.
Eccles había virado la lancha y casi había abordado al chinchorro para decir esto,
y la necesidad de guardar silencio quedó demostrada por la ausencia de las habituales
maldiciones en la amonestación. Hornblower se imaginó cómo sería la reprimenda
que le echaría al día siguiente en el alcázar y abrió la boca para dar explicaciones,
pero, por suerte, se dio cuenta de que cuando los hombres iban en pequeñas barcas a
emprender un ataque y se encontraban al alcance de los cañones de la fortaleza de
Blaye no debían dar explicaciones.
—Sí, señor —se limitó a decir.
Entonces la lancha continuó su misión de guiar la flotilla siguiendo la estela del
cúter.
—Coja su remo, Jackson —susurró a Jackson en tono exasperado y se echó hacia
delante y arrastró al remero, que seguía retorciéndose, con el fin de que no estorbara
al timonel.
—Pruebe a reanimarle echándole agua, señor —sugirió Jackson en voz baja—.
Ahí está el achicador.
Los marineros creían que el agua de mar era el remedio contra todas las
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enfermedades, la panacea universal; por lo tanto, de acuerdo con esta idea, los
marineros nunca enfermarían, porque tienen constantemente mojada la ropa; y el coy,
la mayor parte del tiempo. Pero Hornblower dejó al remero allí tendido, pues había
notado que hacía cada vez menos aspavientos y, además, porque no quería hacer
ruido con el achicador, pues la vida de más de cien hombres dependía del silencio.
Ahora que se encontraban en la mitad del estuario, estaban al alcance de los cañones
de las orillas, y un solo cañonazo bastaría para despertar a los tripulantes de la
Papillon, que correrían a los cañones y la borda para repeler el ataque, dejando caer
balas de cañón en las barcas que se hubieran abordado con la corbeta y destrozarían
con una ráfaga de metralla las que estuvieran aproximándose.
Las silenciosas barcas avanzaban por el estuario. El cúter, cuya velocidad servía
de pauta, iba muy despacio, y sus hombres sólo daban alguna que otra paletada para
mantener la suficiente velocidad para maniobrar. Parecía que Soames sabía muy bien
lo que hacía. Había escogido una ruta con innumerables bancos de cieno por la que
sólo podían pasar embarcaciones muy pequeñas, pero había ordenado usar una
pértiga de veinte pies para medir la profundidad, con la cual podía medirse más
rápidamente y con mucho menos ruido que con la sonda. Aunque los minutos
pasaban con rapidez, aún era noche cerrada, sin indicios de un pronto amanecer.
Hornblower aguzaba la vista, pero no estaba seguro de ver las lisas orillas del
estuario, y pensó que sólo alguien que tuviera la vista muy aguda podría ver avanzar
las barcas desde tierra.
Hales, aún tendido a sus pies, dio una vuelta sobre sí mismo y luego otra. Movió
la mano a un lado y a otro en la oscuridad y tropezó con el tobillo de Hornblower y lo
palpó, aparentemente con mucha curiosidad. Entonces murmuró una frase que
terminó en un gemido.
—¡Cállese! —susurró Hornblower, tratando de expresarse con todo el cuerpo
para decir que la situación era grave de una forma que no fuera audible.
Hales, afirmando el codo en la rodilla de Hornblower, levantó el tronco hasta
sentarse y luego se puso de pie, pero se le doblaron las rodillas, trastabilló, y tuvo que
apoyarse en Hornblower.
—¡Siéntese! —susurró Hornblower lleno de angustia y de rabia.
—¿Dónde está Mary? —dijo en tono coloquial.
—¡Cállese!
—¡Mary! —repitió Hales, inclinándose hacia él—. ¡Mary!
Hales cada vez que repetía la palabra lo hacía en voz más alta que la anterior, y
Hornblower intuyó que pronto la diría en voz muy alta e incluso gritaría. Vinieron a
su mente las conversaciones que había tenido con su padre y recordó que las personas
que acaban de tener un ataque epiléptico no son responsables de sus actos, que
además podían ser peligrosas y lo eran en muchos casos.
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—¡Mary! —volvió a decir Hales.
La victoria y la vida de más de cien hombres dependía de que Hales guardara
silencio, y de inmediato. Hornblower pensó en coger la pistola que llevaba en el cinto
y pegarle con la culata, pero tenía un arma más conveniente a mano. Desmontó el
timón, una gruesa barra de madera de roble de tres pies, la agarró fuertemente y la
impulsó hacia delante con furia. El timón golpeó la cabeza de Hales cuando intentaba
hablar otra vez, pero cayó sobre el fondo del chinchorro. Los tripulantes ni abrieron
la boca, sólo se oyó el suspiro de Jackson, aunque no sabía ni importaba saberlo si el
suspiro era una señal de aprobación o de desaprobación. Estaba convencido de que
había cumplido con su deber. Había derribado a un inútil y probablemente le habría
matado, pero ya no había peligro de que fuera eliminado el factor sorpresa, del que
dependía el éxito de la misión. Volvió a montar el timón y en silencio continuó la
tarea de seguir la estela del esquife.
A lo lejos se veía una enorme masa oscura cerca de las negras aguas, aunque en la
oscuridad era imposible calcular la distancia a que se encontraba. Posiblemente era la
corbeta. Después de doce silenciosas paletadas, Hornblower tuvo la certeza de que lo
era. Soames había hecho un magnífico trabajo como piloto, pues había llevado las
barcas directamente a su objetivo. El cúter y la lancha se separaron de los dos
esquifes. Las cuatro embarcaciones se preparaban para emprender el ataque
simultáneamente.
—¡Parar! —susurró Hornblower, y los tripulantes del cúter dejaron de remar.
Hornblower tenía que cumplir determinadas órdenes. Debía esperar a que los
hombres que emprendieran el ataque ocuparan toda la cubierta. Tenía agarrado el
timón con las manos crispadas. La excitación nerviosa que le había producido acallar
a Hales había vuelto a traer a su mente la idea de que tenía que subir a una jarcia
desconocida en la oscuridad, y ahora esa idea había vuelto a aparecer, y con mayor
carga emotiva. Hornblower tenía miedo.
Aunque podía ver la corbeta, las barcas habían desaparecido de su vista, ya no
estaban en su campo de visión. La corbeta estaba anclada muy cerca, pero apenas se
veían sus palos dibujarse sobre el oscuro firmamento. ¡Y allí era adonde tenía que
subir! La corbeta le parecía enorme. Cerca de la corbeta vio formarse una franja de
espuma en las oscuras aguas, probablemente porque las barcas se aproximaban a ella
con rapidez y alguien había dado una paletada con poco cuidado. En ese mismo
momento se oyó un grito en la cubierta de la corbeta, y después otro, y le siguieron
mil gritos más que salían de los botes que ya estaban abordándose con ella. Los gritos
eran muy fuertes y constantes a propósito. El ruido despertaría a los enemigos y les
desconcertaría, y, por otra parte, la continuidad de los gritos indicaría a los tripulantes
de cada barca el progreso de los demás. Los marineros británicos estaban gritando
como locos. En la corbeta se vio un fogonazo y luego se oyó una detonación, lo que
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indicaba que se había disparado el primer tiro. Muy pronto se oyeron los disparos de
las pistolas y los mosquetes desde varios lugares de la cubierta.
—¡Adelante! —dijo Hornblower como si le hubieran sacado la orden
atormentándole en el potro.
El chinchorro avanzaba mientras Hornblower luchaba por dominar sus
sentimientos y trataba de enterarse de lo que ocurría en la cubierta. No tenía motivo
alguno para escoger un costado en vez del otro para abordar la corbeta, y como el de
babor estaba más cerca, dirigió el chinchorro al pescante de babor. Tenía puesta tanta
atención en lo que hacía que se acordó justo a tiempo de la orden que tenía que dar.
—¡Guardar remos!
Luego giró el timón y el chinchorro viró en redondo haciendo remolinos. El
marinero que estaba en la proa enganchó el bichero. Desde la cubierta, justo encima
de ellos, llegó un ruido similar al que hace un calderero al martillar una caldera, y
Hornblower lo notó cuando se ponía de pie en la bancada de popa. Comprobó que
tenía el sable y la pistola en el cinto y se preparó para saltar al pescante. Dio un gran
salto para alcanzarlo con las manos y luego se subió a él. Entonces se agarró a los
obenques, puso los pies en los flechastes y empezó a subir. Cuando ya tenía la cabeza
por encima de la borda, un fogonazo iluminó momentáneamente la cubierta, y la
lucha pareció estar detenida un momento, como si estuviera en un cuadro. Cerca de
allí pudo ver a un marinero británico y a un oficial francés luchando furiosamente con
sables y con asombro se dio cuenta de que el ruido que le había parecido un martilleo
lo producían los sables al chocar entre sí, era el ruido del choque de las espadas que
habían relatado tantas veces los poetas. Pero ese no era momento de recordar poesías.
En cuanto se dio cuenta de eso, siguió subiendo. Mucho más arriba se pasó a los
obenques sujetos a los genoles, aferrándose a ellos mientras se echaba hacia atrás con
los flechastes fuertemente agarrados con los dedos de los pies. Eso sólo duró uno o
dos desesperados segundos, y luego Hornblower siguió subiendo hasta los obenques
del mastelero, momento que aprovechó para empezar el ascenso final, con los
pulmones a punto de reventar por el esfuerzo. Allí estaba la verga de la gavia, y
Hornblower se soltó y la rodeó con los brazos y empezó a buscar el marchapié con
los pies. ¡Dios santo! No había marchapié. Sus pies lo buscaron en la oscuridad, pero
sólo encontraron aire. Estaba colgando a cien pies por encima de la cubierta,
retorciéndose y dando patadas como un bebé al que su padre sostuviera en el aire con
los brazos estirados. No había marchapié, así que no podía ir hasta el penol. Sin
embargo, había que soltar los tomadores y soltar la vela, pues todo dependía de eso.
Hornblower había visto a muchos marineros temerarios ir hasta los penoles andando
por la verga como si caminaran por una cuerda floja. Esa era la única forma de llegar
a los penoles ahora.
Hornblower tenía la carne débil y al pensar que tenía que caminar por la verga
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sobre el negro abismo, se estremeció y se quedó sin respiración por un momento. Eso
era miedo, y el miedo despojaba al hombre de su hombría, hacía a su intestino
expulsar agua y transformaba sus miembros en papel. No obstante, las ideas seguían
dando vueltas en su cabeza. Había actuado resueltamente cuando había silenciado a
Hales. Cuando no era él el afectado, había sido valiente: no vaciló en golpear al pobre
epiléptico con todas sus fuerzas. Sólo tenía valor para hacer acciones mezquinas
como ésa; carecía por completo de valor para arrostrar el peligro. Eso se llamaba
cobardía, lo que provocaba que la gente murmurara de uno. No podía soportar la idea
de que le ocurriera a él. Esa idea le asustaba más que la de caer en la cubierta en la
oscuridad de la noche, aunque la alternativa fuera horrible. Apoyó la rodilla en la
verga y se puso de pie sobre ella jadeando. Sentía bajo sus pies el madero redondo
cubierto de lona, y su instinto le decía que no debía perder ni un momento allí.
—¡Vamos! —gritó, y empezó a caminar hacia el penol.
Había veinte pies de distancia de allí al penol, y Hornblower los recorrió
rápidamente con unas cuantas zancadas. Entonces, ya sin cautela, bajó las manos para
agarrarse a la verga y luego se tendió sobre ella y buscó los tomadores con las manos.
Un golpe seco en la verga le indicó que Oldroyd, que tenía orden de subir detrás de
él, le había seguido mientras caminaba por la verga hacia el penol; sin embargo, tenía
que recorrer seis pies menos que él. No cabía duda de que los demás tripulantes del
chinchorro estaban en la verga ni de que Clough había ido al frente de otro grupo
hasta el penol de estribor, pues la vela se desplegó con gran rapidez. A su lado se
encontraba la braza. Estaba tan excitado ahora que, sin preocuparse por el peligro, la
agarró con las dos manos y se bajó bruscamente de la verga. Luego movió las piernas
en el aire hasta encontrar la braza y la rodeó con ellas. Entonces bajó deslizándose
por la braza.
¡Qué tonto había sido! Nunca aprendería a ser prudente. Nunca aprendería que
siempre había que estar alerta y tomar precauciones. Se había deslizado con tanta
rapidez por la braza que se quemó las manos, y al apretarlas para bajar más despacio,
sintió un dolor tan fuerte que tuvo que aflojarlas un poco, y, al bajar el último tramo,
se desolló la piel de la mano como si fuera la de un guante. Por fin puso los pies en
cubierta y luego miró a su alrededor, olvidando momentáneamente el dolor.
Ahora había una débil luz grisácea y no se oía ninguno de los ruidos de una
batalla. El ataque por sorpresa había tenido éxito. Aquel centenar de hombres que
llegaron de repente a la cubierta de la corbeta vencieron a los pocos marineros de
guardia y se apoderaron de ella antes de que los que estaban abajo pudieran ofrecer
resistencia. En ese momento se oyó la estentórea voz de Chadd en el castillo.
—¡Cortada la cadena del ancla, señor!
Entonces Eccles, desde la cubierta, gritó:
—¡Señor Hornblower!
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—¡Señor! —gritó Hornblower.
—¡Tire de las drizas!
Muchos marineros fueron a ayudarle, no sólo los tripulantes del chinchorro, sino
también otros con iniciativa y empuje. Con las drizas, las escotas y las brazas
tensaron la vela y la orientaron. La vela se hinchó con el débil viento del sur y la
Papillon viró en redondo para salir cuando empezaba a bajar la marea. Llegó el alba,
acompañada de una fina capa de niebla que cubrió la superficie del mar.
Por la aleta de estribor se oyó un terrible estrépito, y una serie de espantosos
gritos muy agudos rasgaron el aire y la niebla. Las primeras balas de cañón que
Hornblower oía en su vida estaban pasando por su lado.
—¡Señor Chadd! ¡Largue las velas del estay! ¡Largue el velacho! ¡Eh, ustedes,
suban algunos para largar la sobremesana!
Por la amura de babor llegaron las balas de otra andanada. Ahora les disparaban
desde la fortaleza de Blaye por un lado y desde la batería de Saint Dye por el otro,
porque sus hombres habían deducido lo ocurrido en la Papillon. Pero la corbeta
navegaba veloz con la ayuda del viento y la marea, y, además, no sería fácil derribar
alguno de sus palos con tan poca claridad. Había estado a punto de no poder escapar,
y unos segundos de retraso habrían tenido fatales consecuencias. Sólo una de las
balas de la siguiente andanada pasó rozando la corbeta, y al pasar, hubo un estrépito
en lo alto de la jarcia.
—¡Señor Mallory, ordene ayustar esa vela de estay de proa!
—¡Sí, sí, señor!
Ya había suficiente claridad para mirar alrededor de la cubierta. Vio a Eccles en el
saltillo de la toldilla dirigiendo las maniobras y a Soames junto al timón guiando la
corbeta para salir del estuario. Dos grupos de infantes de marina, con sus rojas
chaquetas, vigilaban las escotillas con las bayonetas caladas. Había cuatro o cinco
hombres tendidos sobre la cubierta en extrañas posturas. Todos estaban muertos.
Hornblower les miró con la indiferencia propia de la juventud. También había un
hombre herido, un hombre con el muslo destrozado que se retorcía de dolor;
Hornblower no podía mirarle con indiferencia y se alegró, tal vez por egoísmo, de
que un marinero pidiera permiso a Mallory para abandonar su tarea y ayudarle.
—¡Preparados para virar! —gritó Eccles desde la toldilla.
La corbeta había llegado al extremo de la zona de mediana profundidad e iba a
virar para salir a alta mar.
Los hombres corrieron a las brazas, y Hornblower les siguió. Pero cuando
Hornblower cogió los ásperos cabos, sintió tanto dolor que estuvo a punto de dar un
grito. Tenía las manos en carne viva, y le sangraban. Ahora que se daba cuenta, sentía
un dolor insoportable.
Las escotas del velacho se desplazaron, y la corbeta viró suavemente.
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—¡Ahí está la Inde! —gritó alguien.
Ahora podía verse claramente la Indefatigable, que estaba en facha justamente
fuera del radio de alcance de las baterías costeras, preparada para recibir a la presa.
Alguien dio un viva, y todos los demás dieron vivas también, y así siguieron incluso
mientras caían los últimos enfurecidos disparos de la batería de Saint Dye en las
aguas que rodeaban la corbeta. Hornblower se sacó el pañuelo del bolsillo con mucho
cuidado y trató de envolverse una mano con él.
—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó Jackson.
Jackson movió la cabeza a uno y otro lado mientras miraba la mano despellejada.
—Ha sido descuidado, señor, porque debía haber bajado con una mano sobre la
otra —dijo cuando Hornblower le explicó lo que le había causado la herida—. Ha
sido muy descuidado, señor, perdone que se lo diga. Pero ustedes los guardiamarinas
a menudo lo son. No tienen miedo de romperse la crisma ni de perder el pellejo.
Hornblower miró hacia la verga de la gavia, muy por encima de su cabeza, y
recordó cómo había caminado por aquel estrecho madero hasta el penol en la
oscuridad. El recuerdo le hizo temblar, aunque ahora tenía la firme cubierta bajo sus
pies.
—Disculpe, señor —dijo Jackson, haciendo el nudo—. No quería lastimarle. Ya
está. Lo he hecho lo mejor que he podido, señor.
—Gracias, Jackson —dijo Hornblower.
—Tenemos que comunicar a nuestros superiores que hemos perdido el
chinchorro, señor —prosiguió Jackson.
—¿Perdido?
—No lo llevamos a remolque, señor. No había ningún marinero cuidándolo,
¿sabe? Wells era el que lo iba a cuidar, ¿recuerda?, pero le mandé subir a la jarcia al
ver que Hales no podía. Es que no éramos muchos para hacer el trabajo. Así que el
chinchorro se fue al garete cuando la corbeta viró.
—Entonces, ¿qué le ocurrió a Hales? —preguntó Hornblower.
—Todavía estaba en el chinchorro, señor.
Hornblower volvió la vista al estuario del Garona. En algún lugar del estuario
estaba el chinchorro a la deriva, y tendido en el fondo estaría Hales, probablemente
muerto, posiblemente vivo. Hornblower estaba seguro de que, en cualquier caso, los
franceses encontrarían a Hales, pero, al recordarle, sintió escalofríos de
remordimiento que disiparon el cálido sentimiento de satisfacción que le había
producido el triunfo. Si no hubiera sido por Hales, él no se habría atrevido a caminar
por la verga de la gavia hasta el penol (al menos eso creía), yen ese momento estaría
desprestigiado y sería considerado un cobarde, en vez de estar lleno de satisfacción
por haber sido capaz de realizar la tarea que tenía encomendada.
Jackson notó que le invadía una expresión triste y dijo:
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—No se lo tome así, señor. No le culparán de la perdida del chinchorro. Le
aseguro que ni el capitán ni el señor Eccles le culparán.
—No estaba pensando en el chinchorro —dijo Hornblower—. Estaba pensando
en Hales.
—¡Ah! —dijo Jackson—. No se preocupe por él, señor. Nunca habría sido un
buen marinero. Le faltaba destreza.
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CAPÍTULO 5
EL HOMBRE QUE VIO A DIOS
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marineros compartieran un secreto que un oficial desconocía. Volvió a mirar
atentamente a todos los marineros de la fila. Styles parecía un tronco, pues en su
rostro curtido no se reflejaba ningún sentimiento; su negro pelo formaba perfectos
bucles que le cubrían las orejas, y su apariencia no era censurable. No obstante,
Hornblower notó que la reciente conversación era fuente de diversión, y eso no le
gustaba.
Después de pasar revista fue a hacer algunas preguntas al señor Low, el cirujano,
a quien encontró en la sala de oficiales.
—¿Forúnculos? —respondió Low—. Naturalmente que los marineros tienen
forúnculos. Llevan nueve semanas comiendo carne de cerdo salada y guisantes secos.
¿Esperaba otra cosa que no fueran forúnculos? Forúnculos… pústulas… sabañones…
todas las plagas de Egipto.
—¿En la cara?
—Ese es uno de los lugares en que se forman los forúnculos. Descubrirá otros por
el cuerpo de usted mismo.
—¿Su ayudante los cura? —insistió Hornblower.
—Desde luego.
—¿Qué tal es?
—¿Muggridge?
—¿Ése es su nombre?
—Es un buen ayudante de cirujano. Pídale que le prepare la pócima negra y ya
verá usted. Creo que voy a recetársela a usted, joven, porque me parece que está de
mal humor.
El señor Low terminó de beberse el vaso de ron y golpeó la mesa para que viniera
el despensero. Hornblower se dio cuenta de que había tenido suerte porque había
encontrado a Low lo bastante sobrio para darle esa información y salió de allí con la
intención de subir a la jarcia para reflexionar sobre la cuestión en la cofa del mesana,
porque allí estaría solo. Ése era el nuevo puesto que le correspondía ocupar en las
batallas, y cuando los marineros no tenían que hacer ninguna tarea en ese lugar,
cualquier tripulante podía encontrar allí la soledad, algo difícil de hallar en la
abarrotada Indefatigable. Envuelto en su chaquetón de lana gruesa, Hornblower se
sentó en la cofa del mesana. Por encima de su cabeza, el mastelero de sobremesana
describía erráticos círculos en el cielo plomizo; a su lado los obenques del mastelero
vibraban cuando el fuerte viento pasaba silbando entre ellos; por debajo de él, seguía
su curso la vida de la Indefatigable mientras la fragata, cabeceando y balanceándose,
navegaba con rumbo norte con las gavias arrizadas. Cuando se oyeron las ocho
campanadas, la fragata viraría y navegaría hacia el sur para proseguir la interminable
vigilancia de esas aguas. Hasta entonces Hornblower tendría tiempo de reflexionar
sobre los forúnculos que Styles tenía en la cara y sobre las risitas de los otros
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marineros de la brigada.
Dos manos aparecieron en el grueso pretil de madera que rodeaba la cofa.
Hornblower las miró con rabia porque le habían distraído de sus meditaciones, y en
ese momento apareció por encima de ellas la cabeza de Finch, otro de los marineros
de su brigada, quien también tenía que estar en la cofa del mesana en la batalla. Era
un hombre bajo, de constitución débil, pelo ralo, ojos azules y una sonrisa estúpida,
una sonrisa que le iluminó el rostro cuando reconoció a Hornblower, después de que
su gesto traicionara la decepción sufrida porque la cofa ya estaba ocupada.
—Perdone, señor, no sabía que estaba usted aquí —dijo Finch, que estaba en una
postura incómoda, colgando con la espalda hacia abajo, a medio camino entre los
obenques sujetos a los genoles y la cofa, y cada vez que la fragata se balanceaba,
corría el peligro de soltarse.
—Venga, si quiere —dijo Hornblower, maldiciéndose por haber sido tan blando,
pues pensaba que un oficial severo habría dicho a Finch que se fuera por donde había
venido y que no le molestara.
—Gracias, señor, gracias —dijo Finch, pasando la pierna por encima del pretil y
aprovechando el balanceo de la fragata, se dejó caer dentro de la cofa.
Se agachó para mirar hacia el tope del palo mayor por debajo del pujamen de la
sobremesana y luego se volvió hacia Hornblower con una sonrisa inocente, como la
de un niño cogido en falta. Hornblower sabía que Finch estaba mal de la cabeza (las
brigadas reclutadoras reclutaban idiotas y campesinos para tripular los barcos de la
Armada), a pesar de ser un marinero hábil que sabía aferrar, arrizar y llevar el timón.
—Se está mejor aquí que allí abajo —dijo Finch como si quisiera disculparse.
—Tiene razón —dijo Hornblower en un tono indiferente para cortar la
conversación.
Entonces apartó la mirada de Finch y volvió a ponerse en una posición cómoda,
con la espalda apoyada, deseando que el vaivén de la cofa le ayudara a abstraerse
para encontrar la solución del problema. Pero no era fácil lograrlo, ya que Finch se
inclinaba para mirar hacia delante, y cambiaba tanto de posición que se movía como
una ardilla en una jaula, interrumpiendo el curso de su pensamiento y haciéndole
perder los preciosos minutos de su media hora de libertad.
—¿Qué diablos le pasa, Finch? —preguntó al fin en tono áspero, después de que
se le agotara la paciencia.
—¿El diablo, señor? —preguntó Finch—. El diablo no está aquí. No está aquí
arriba, señor.
Otra vez asomó a los labios de Finch la misteriosa sonrisa, la sonrisa de niño
travieso. Sus profundos ojos azules parecían guardar muchos secretos. Miró por
debajo de la sobremesana otra vez, como si estuviera jugando a un juego de niños.
—Ahí le vi aquella vez, señor —dijo Finch—. Dios viene a la cofa del mayor,
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señor.
—¿Dios?
—Sí, señor. A veces viene a la cofa del mayor. Muy a menudo, señor. Le vi
aquella vez, con la barba flotando al viento. Sólo se puede ver desde aquí.
¿Qué se podía decir a un hombre que tenía una idea como aquélla? Hornblower se
devanó los sesos para encontrar una respuesta, pero no encontró ninguna. Finch
parecía haber olvidado su presencia y se inclinaba una y otra vez hacia delante para
mirar por debajo de la sobremesana.
—Ahí está —dijo Finch como para sí—. Ahí está otra vez. Dios está en la cofa
del mayor, y el diablo está en el sollado.
«Muy bien», dijo Hornblower para sí irónicamente, pues no quería burlarse de las
creencias de Finch.
—El diablo está en el sollado durante las guardias de cuartillo —dijo Finch otra
vez—. Dios siempre se queda en la cofa del mayor.
—Un curioso horario —comentó Hornblower sotto voce.
Desde la cubierta llegaron las primeras de las ocho campanadas, y en ese mismo
momento los ayudantes del contramaestre empezaron a sonar los silbatos, y luego
Waldron, el contramaestre, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Que suban los marineros que están abajo! ¡Todos a virar! ¡Todos a virar!
¡Usted, ayudante, apunte el nombre del último que salga por la escotilla! ¡Todos a
virar!
El corto intervalo de paz, que había sido interrumpido por la molesta presencia de
Finch, estaba a punto de terminar. Hornblower pasó por encima del pretil y se agarró
a los obenques para descender porque no podía hacerlo de la forma más fácil, a través
de la boca de lobo, cuando el primer oficial le estaba mirando, ya que podría
reprenderle por no comportarse como un verdadero marino. Finch dejó que
Hornblower saliera de la cofa primero, pero, a pesar de empezar a descender más
tarde, le adelantó, ya que era un hábil marinero y podía bajar por los obenques con la
agilidad de un mono. Hornblower dejó de pensar temporalmente en las curiosas ideas
de Finch para ocuparse de virar la fragata hacia su nuevo rumbo.
Pero más tarde Hornblower volvió a pensar inevitablemente en las extrañas cosas
que Finch le había dicho. No había duda de que Finch creía verdaderamente que
había visto lo que decía que había visto. Tanto sus palabras como su expresión lo
demostraban. Finch había dicho que Dios tenía barba… Era una lástima que no dijera
qué aspecto tenía el diablo cuando aparecía en el sollado. ¿Tendría cuernos, patas
hendidas y un bieldo? Hornblower siguió pensando. ¿Por qué el diablo sólo estaba en
el sollado durante las guardias de cuartillo? Era extraño que tuviera un horario fijo.
Entonces a Hornblower se le ocurrió que posiblemente había una explicación
razonable para eso. Posiblemente cuando Finch decía que el diablo estaba en el
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sollado durante las guardias de cuartillo hablaba metafóricamente. Allí debía de pasar
algo que parecía hecho por el diablo. Hornblower tenía que decidir qué debía hacer y
luego cuál era la mejor forma de hacerlo. Podía contarle a Eccles, el primer oficial, lo
que sospechaba, pero después de un año de servicio sabía bien lo que le pasaría a un
guardiamarina que molestara al primer oficial con sospechas infundadas. Era mejor
que viera las cosas por sí mismo. No sabía lo que iba a encontrar allí, ni sabía si iba a
encontrar algo, ni sabía cómo iba a resolver el problema. Tampoco sabía si sería
capaz de resolverlo como correspondía a un oficial. Era posible que hiciera el
ridículo. Podría actuar inapropiadamente en la situación que se encontrara y ser
reprendido y ridiculizado por ello, además de que perjudicaría la disciplina de la
fragata, es decir, haría aún más fino el hilo de lealtad que servía de unión a los
marineros y los oficiales y que mantenía sometidos a las órdenes del capitán a
trescientos hombres, soportando grandes dificultades sin quejarse, preparados para
afrontar la muerte cuando recibieran la orden de luchar. Cuando las ocho campanadas
anunciaron el final de la guardia de tarde y el principio de la de primer cuartillo,
Hornblower, muy nervioso, bajó a poner una vela en un farol y luego se dirigió al
sollado.
El sollado estaba oscuro y tan mal ventilado que la atmósfera era pestilente.
Hornblower tropezó con varios obstáculos que estorbaban en su camino debido al
cabeceo y el balanceo de la fragata. Pero de pronto vio una luz un poco más adelante
y oyó rumor de voces y tragó saliva al pensar que tal vez los marineros estaban
planeando un motín. Puso la mano sobre la portezuela del farol para tapar la luz y
siguió avanzando con dificultad. Dos faroles colgaban de los baos de la cubierta, y
debajo de ellos se encontraba una veintena de marineros o quizá más, y Hornblower
podía oír bien sus voces, aunque no podía distinguir qué decían. En ese momento el
rumor llegó a convertirse en un griterío y alguien en el centro del círculo se puso de
pie, aunque sólo estiró el cuerpo hasta donde los baos se lo permitían. Se volvía hacia
un lado y hacia otro violentamente sin motivo aparente. Hornblower no podía verle la
cara, pero sí distinguió que tenía las manos atadas a la espalda. Los marineros
volvieron a gritar, como los espectadores de un espectáculo de boxeo, y el hombre
con las manos atadas se dio la vuelta y Hornblower pudo verle la cara. Era Styles, el
hombre con forúnculos. Hornblower le reconoció enseguida. Pero no fue eso lo que
más le impresionó. A la luz mortecina de las velas, pudo ver que de la cara de Styles
colgaba una forma gris que se retorcía y que parecía algo sobrenatural. Comprendió
que el hombre se movía violentamente para desprenderse de ella. Era una rata.
Hornblower se horrorizó y sintió náuseas.
Styles sacudió la cabeza con violencia y consiguió que la rata, asida a él con los
dientes, se soltara y cayera al suelo, e inmediatamente se puso de rodillas y, aún con
las manos atadas, la persiguió tratando de cogerla con los dientes.
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—¡Tiempo! —gritó alguien en ese momento.
Era la voz de Partridge, un ayudante del contramaestre. Esa voz había despertado
a Hornblower con frecuencia más que suficiente para reconocerla enseguida.
—Cinco muertas —dijo otro hombre—. Paguen las apuestas.
Hornblower se inclinó hacia delante. Parte de la cadena del ancla había sido
adujada para hacer con ella una especie de trampa de diez pies de diámetro, en cuyo
centro se encontraba Styles de rodillas, rodeado de ratas vivas y muertas. Partridge
estaba agachado junto al borde con el reloj de arena que se usaba para las mediciones
con la corredera.
—¡Seis muertas! —protestó alguien—. ¡Ésa está muerta!
—No, no lo está.
—Ésa se rompió el lomo, así que está muerta.
—Ésa no está muerta —aseguró Partridge.
En ese momento el hombre que había protestado miró hacia arriba y vio a
Hornblower y no llegó a pronunciar las palabras que iba a decir. Al ver que guardaba
silencio, los otros miraron hacia donde tenía dirigida la vista y se quedaron
paralizados. Hornblower dio un paso adelante, aún preguntándose qué debía hacer y
con las náuseas que le habían producido las horribles cosas que había visto. Trató
desesperadamente de vencer su horror y buscó ideas con rapidez y recurrió a la
disciplina para empezar.
—¿Quién dirige esto? —preguntó.
Miró uno a uno a los componentes del círculo. Entre ellos había muchos
suboficiales y algunos ayudantes del contramaestre y del carpintero. También estaba
Muggridge, el ayudante del cirujano, cuya presencia explicaba muchas cosas. Pero la
posición de Hornblower no era fácil. La autoridad de un guardiamarina de poca
experiencia como él dependía en gran medida de la fuerza de su propia personalidad,
y, por otra parte, él era simplemente un oficial asimilado. Pensó además que un
guardiamarina apenas tenía importancia entre la tripulación, y él sería reemplazado
mucho más fácilmente que, por ejemplo, el ayudante del tonelero que estaba allí
ahora, Washburn, que sabía muy bien cómo hacer los toneles de agua y cómo
estibarlos.
—¿Quién dirige esto? —preguntó otra vez, y otra vez su pregunta quedó sin
respuesta.
—No estamos de guardia —dijo alguien al fondo.
Hornblower ya había vencido el horror, y aunque todavía sentía indignación,
logró aparentar calma.
—No, no están de guardia, están jugando —dijo secamente.
Muggridge rebatió su afirmación.
—¿Jugando, señor Hornblower? —preguntó—. Esa es una acusación muy seria.
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Ésta es una noble competición. Le costará mucho probar que estábamos jugando.
Era obvio que Muggridge había estado bebiendo, tal vez siguiendo el ejemplo de
su jefe. Siempre había coñac en el botiquín. Hornblower se estremeció de rabia y
tuvo que hacer un enorme esfuerzo para seguir aparentando calma. Pero el aumento
de la tensión le trajo nuevas ideas a la mente.
—Señor Muggridge, le aconsejo que no hable demasiado —dijo secamente—.
Puedo presentar cargos contra usted por otras cosas, señor Muggridge. Un miembro
de la Armada de Su Majestad puede ser castigado por encontrarse, por su propia
negligencia, en condiciones inadecuadas para servirle. Además, también podría
acusarle de complicidad, y eso le incluiría a usted. Si yo fuera usted, señor
Muggridge, consultaría el Código Naval. Creo que el castigo por una falta de esa
clase es ser azotado delante de los barcos de la escuadra.
Hornblower había señalado a Styles, a quien le corría la sangre por la cara llena
de mordiscos, y con su gesto había dado más fuerza a su argumentación. Había
refutado los argumentos de los marineros con otros del mismo jaez, pero más
convincentes. Ellos se habían defendido aduciendo razones legales, y él las había
rebatido con otras razones legales. Ahora tenía la superioridad moral y podía dar
rienda suelta a su rabia.
—Podría presentar cargos contra cada uno de ustedes —gritó—. Y todos y cada
uno de ustedes serían juzgados por un consejo de guerra y, sin duda, degradados o
azotados. Otra mirada como ésa, señor Partridge, y le juro que lo haré. Oldroyd y
Lewis, suelten esas ratas. Styles, vuelva a ponerse cataplasmas en la cara. Partridge,
usted y estos hombres vuelvan a adujar la cadena del ancla correctamente antes de
que el señor Waldron la vea. En el futuro les vigilaré a todos ustedes, y al primer
indicio de mal comportamiento serán azotados en el enrejado. ¡Bien sabe Dios que
hablo en serio!
Hornblower estaba sorprendido tanto por su locuacidad como por su aplomo. No
sabía que fuera capaz de resolver un asunto tan fácilmente. Buscó en su mente la
última frase con que poder retirarse con dignidad y la encontró cuando se había dado
la vuelta para irse, así que tuvo que volverse de nuevo para decirla.
—Después de esto, durante las guardias de cuartillo quiero verles paseando por la
cubierta, no escorados en el sollado como un puñado de franceses.
Ésa era la clase de frase que podía esperarse de un capitán viejo y pomposo, no de
un joven guardiamarina, pero le sirvió para retirarse con dignidad. Apenas
Hornblower comenzó a alejarse del grupo, oyó un ruido confuso de voces detrás de
él. Subió a cubierta, sobre la cual se extendía el cielo nublado y oscurecido por las
prematuras sombras de la noche, y se paseó de arriba abajo y de abajo arriba para
mantenerse en calor mientras la Indefatigable navegaba contra el fuerte viento del
oeste, que hacía que la proa se cubriera de agua y espuma, que desde las juntas
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cayeran gotas de agua y que su casco crujiera quejumbroso. Era el final de un día
como todos los que lo habían precedido y como los muchos que probablemente lo
seguirían.
Los días pasaban monótonos, y con ellos llegó al fin un momento en que se
rompió la monotonía. Un rosado amanecer el serviola dio un grito que hizo a todos
volver la vista a barlovento, donde se veía una mancha sobre el horizonte, que
indicaba la presencia de un barco. Los hombres de guardia corrieron a las brazas y la
Indefatigable viró hasta que su quilla formó el ángulo más pequeño posible con la
dirección del viento. El capitán Pellew subió enseguida a cubierta. Tenía un
chaquetón encima de la camisa de dormir y en la cabeza no llevaba peluca, sino un
ridículo gorro de dormir rosado. Dirigió su catalejo hacia el barco desconocido (ya
una docena de catalejos estaban dirigidos en aquella dirección). Hornblower miró a
través del reservado a los guardiamarinas de menos antigüedad y vio un rectángulo
gris dividirse en tres, luego vio cómo las tres partes disminuían de tamaño primero y
aumentaban después y, al final, volvían a formar un solo rectángulo otra vez.
—Va a cambiar de rumbo —dijo Pellew.
La Indefatigable amuró las velas hacia el otro lado. Los marineros de guardia
subieron a la jarcia para soltar un rizo de las gavias y desde la cubierta los oficiales
miraron hacia ella para determinar si el fuerte viento que silbaba entre los aparejos
podría hacer desprenderse las velas o derribar los palos. La Indefatigable escoró tanto
a sotavento que era difícil mantener el equilibrio en la empapada cubierta, y todos los
que no tenían tareas urgentes que realizar se agruparon en el costado de barlovento,
desde donde pudieron mirar hacia el barco.
—El palo trinquete y el mayor exactamente iguales —dijo el teniente Bolton a
Hornblower, mirando por el catalejo—. Las velas son blancas como los dedos de una
dama. No hay duda de que es un barco franchute.
Los barcos británicos, en efecto, tenían las velas de color oscuro por haber estado
navegando durante largo tiempo en toda clase de condiciones climáticas; en cambio,
los barcos franceses que violaban el bloqueo de los puertos tenían las velas
inmaculadas porque no habían estado expuestos a los elementos, y eso permitía saber
cuál era su nacionalidad sin necesidad de fijarse en otras características técnicas
menos obvias.
—Nos acercamos a él por barlovento —dijo Hornblower.
Le dolía el ojo por tener apoyado el catalejo tanto tiempo contra él y estaba
cansado de tener los brazos encogidos para sostenerlo, pero la persecución le
producía tanta excitación que no podía relajarse.
—No tan rápidamente como yo quisiera —dijo Bolton.
—¡Marineros a la braza mayor! —gritó Pellew en ese momento.
Era muy importante orientar las velas para que la quilla formara el ángulo más
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pequeño posible con la dirección del viento, pues aproximarla cien yardas más
equivalía a adelantar una milla en la persecución. Pellew miró hacia las velas de la
fragata, luego hacia la amplia estela y después hacia el barco francés mientras
calculaba mentalmente la fuerza del viento y la presión que ejercía sobre las jarcias, y
haciendo todo lo que la experiencia adquirida a lo largo de su vida podía indicarle
para disminuir la distancia entre las dos embarcaciones. Pellew dio otra orden, y
todos los marineros corrieron a sacar los cañones de la banda de barlovento. Esto
contrarrestaba la escora de la Indefatigable y hacía que la fragata tuviera más
estabilidad.
—¡Ya estamos muy cerca! —gritó Bolton con optimismo.
—¡Zafarrancho de combate! —gritó Pellew.
Los tripulantes estaban esperando esa orden. Los infantes de marina que tocaban
los tambores tocaron un redoble que retumbó en toda la fragata; el contramaestre y
sus ayudantes repitieron la orden y dieron fuertes pitidos; y los marineros corrieron
ordenadamente a realizar sus tareas. Hornblower corrió hasta los obenques del palo
mesana, y en el trayecto vio a media docena de marineros sonrientes, para quienes la
lucha y la posibilidad de morir romperían la eterna monotonía del bloqueo. Cuando
llegó a la cofa del palo de mesana, miró a su alrededor para ver lo que hacían sus
hombres. Ya los marineros estaban destapando las llaves de los mosquetes y
poniendo el cebo en su interior; Hornblower, satisfecho por la rapidez con que se
preparaban para la batalla, dedicó su atención al cañón giratorio. Quitó la lona
alquitranada de la recámara del cañón y el tapabocas de la boca y luego soltó las
retrancas que lo sujetaban y comprobó que el pivote y los muñones se movían
fácilmente. Dio un tirón a una driza y comprobó que la llave del cañón producía
chispas sin dificultad y que, por tanto, no era necesario ponerle otro pedernal. Las
bolsas con balas de mosquetes estaban en una chillare sujeta al pretil, y Finch subió a
la cofa llevando al hombro una tira de lona que contenía las cargas del cañón. Finch
metió una de las cargas por la boca del cañón y la atacó. Hornblower tenía preparada
una bolsa con balas para ponerla encima de las cargas. Luego cogió una aguja de
fogón y la metió por éste hasta que notó que la punta traspasaba la fina envoltura del
cartucho. En la cofa era necesario tener una aguja de fogón y pedernal, pues no se
debía tener una mecha de combustión lenta porque podría provocar un incendio que
probablemente se extendería a las velas y aparejos, donde sería muy difícil de
controlar. Sin embargo, los disparos del cañón giratorio y de los mosquetes desde las
cofas era muy importante desde el punto de vista estratégico. Si los barcos luchaban
penol a penol, los hombres de Hornblower podían hacer estragos en el alcázar del
barco enemigo, donde se encontraban los que dirigían las operaciones en él.
—¡Basta, Finch! —gritó Hornblower, irritado.
Se había vuelto hacia Finch y le había visto mirando hacia la gavia mayor y le
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molestó que el marinero siguiera pensando cosas extrañas en un momento de tensión.
—Perdone, señor —dijo Finch, y continuó su trabajo.
Pero un momento después Hornblower oyó a Finch hablando consigo mismo.
—El señor Bracegirdle está allí —susurró Finch—. Y Oldroyd y todos los demás
están allí. Pero Él está allí también.
En ese momento llegó desde la cubierta el grito: «¡Todos a virar!».
La Indefatigable viró la proa y sus vergas crujieron cuando las brazas las hicieron
girar hacia el lado opuesto. El barco francés había hecho el atrevido intento de
disparar a la proa de la fragata mientras viraba, pero la rápida maniobra que Pellew
ordenó hizo que fracasara. Ahora las dos embarcaciones estaban a tiro de cañón,
tenían las baterías frente a frente y navegaban con el viento en popa.
—¡Miren eso! —gritó Douglas, uno de los hombres armados con mosquetes en la
cofa—. ¡Veinte cañones en cada banda! Parece poderoso, ¿verdad?
Hornblower, que estaba detrás de Douglas, miró hacia la cubierta del barco
francés. Ya los cañones estaban fuera, rodeados por las nutridas brigadas de artilleros,
y los oficiales, con calzones blancos y chaquetas azules, iban de un lado para otro, y a
medida que el barco avanzaba con viento en popa la proa hacía saltar a gran altura el
agua y la espuma.
—Parecerá más poderoso todavía cuando entremos con él en el puerto de
Plymouth —dijo el marinero que estaba más alejado de Hornblower.
La Indefatigable navegaba un poco más rápidamente que el barco. De vez en
cuando el timonel viraba un poco el timón a estribor para aproximarla más al barco
francés, para que sus cañones pudieran alcanzar al enemigo sin que este pudiera
llegar a su proa. Hornblower estaba asombrado del silencio que había en ambas
embarcaciones. Creía que los franceses solían abrir fuego cuando el enemigo estaba
justamente al alcance de sus cañones y malgastaban en la primera andanada la carga
puesta cuidadosamente en los cañones.
—¿Cuándo va a disparar? —preguntó Douglas, haciéndose eco de los
pensamientos de Hornblower.
—Cuando le parezca oportuno —contestó Finch.
La franja de agua revuelta que separaba a las dos embarcaciones era cada vez más
estrecha. Hornblower giró el cañón y miró por la mirilla. Podía apuntar al alcázar del
barco francés con el cañón con bastante exactitud; sin embargo, el barco estaba
demasiado lejos para poder alcanzarlo con una bolsa de balas de mosquete. En
cualquier caso, no se atrevería a disparar sin recibir antes la orden de Pellew.
—¡Ahí están nuestros oponentes! —gritó Douglas, señalando la cofa del palo
mesana del barco francés.
Por el uniforme azul y la bandolera de los hombres que había allí arriba, parecía
que eran soldados. A menudo los franceses suplían con soldados la falta de expertos
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marineros en sus tripulaciones, mientras que en la Armada británica nunca se
mandaba a las cofas a los infantes de marina. Los soldados franceses, al ver ese gesto,
agitaron el puño cerrado en el aire, y un joven oficial que había en el grupo
desenfundó el sable y lo agitó en el aire por encima de su cabeza. Como las dos
embarcaciones estaban paralelas, la cofa del mesana del barco francés sería el
objetivo de Hornblower si decidía hacer cesar el fuego allí en vez de causar estragos
en el alcázar. Miró con curiosidad a los hombres a los que debía matar. Estaba tan
abstraído que le sorprendió oír un cañonazo, y antes de que mirara hacia abajo, ya
habían disparado los restantes cañones de la batería francesa en diferentes momentos.
Un instante después la Indefatigable disparó todos los cañones de la batería juntos, lo
que la hizo dar un bandazo. El viento se llevaba el humo hacia la proa, así que no
molestaba a los hombres que estaban en la cofa del palo de mesana. Hornblower pudo
ver a algunos hombres caer muertos en la cubierta de la Indefatigable y también en la
del barco francés. Todavía le parecía que estaba demasiado lejos como para que lo
alcanzaran los disparos de los mosquetes.
—Nos están disparando, señor —dijo Herbert.
—Déjeles —contestó Hornblower.
Ningún tiro de mosquete disparado a aquella distancia desde el tope de un palo
que se movía podía dar en el blanco. Eso era obvio, tan obvio que incluso
Hornblower, que estaba sumamente excitado, se daba cuenta de ello, y su certeza se
notaba en su tono de voz. Y era curioso ver que esa palabra dicha con voz tranquila
había calmado a los marineros. Abajo los cañones no paraban de rugir, y los dos
barcos se acercaban cada vez más.
—¡Abran fuego ahora! —gritó Hornblower—. ¡Finch!
Miró por encima del cañón. En la V que había encima de la boca del cañón pudo
ver el timón del barco francés, y detrás a los dos timoneles, y al lado a dos oficiales.
Tiró de la driza. Pasó una décima de segundo y entonces el cañón rugió. Antes de que
el humo formara un remolino en torno a él, se dio cuenta de que la aguja del fogón
había salido disparada y le había pasado cerca de la sien. Finch ya estaba limpiando
el cañón. Las balas de mosquete debían de haberse dispersado mal, pues sólo habían
derribado a un timonel, y ya alguien se dirigía a ocupar su lugar. En ese momento la
cofa dio un bandazo. Hornblower lo sintió, pero se explicaba qué había ocurrido.
Estaban pasando demasiadas cosas a la vez. Hornblower sintió vibrar las firmes
tablas sobre las que estaba apoyado y pensó que posiblemente una bala había dado en
el palo mesana. Finch estaba atacando la carga ahora. Algo golpeó la recámara del
cañón y dejó una señal brillante en el metal; había sido una bala de mosquete
procedente de la cofa del palo de mesana del barco francés. Hornblower trató de
mantener la calma. Cogió otra aguja de fogón y la introdujo en el fogón del cañón.
Tenía que introducirla hasta el final, pero debía hacerlo muy despacio, ya que una
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aguja rota en el fogón causaría un grave problema. Notó que la punta de la aguja
perforaba el cartucho. Entonces Finch colocó el taco encima de la bolsa de balas de
mosquete. Cuando Hornblower apuntaba el cañón hacia abajo, una bala dio en el
pretil justo a su lado, pero él no se inmutó. Era evidente que la cofa se movía mucho
más de lo que lo haría normalmente a causa de la marejada. Pero eso no importaba.
Tenía dirigido el cañón al alcázar del enemigo. Tiró de la driza. Vio caer a algunos
hombres e incluso dar vueltas a las cabillas del timón cuando éste quedó desatendido.
Fue entonces cuando los dos barcos, con gran estruendo, se juntaron y el mundo
volvió a convertirse en un caos comparable al que había precedido al momento en
que Dios puso su orden en él.
El mástil se estaba cayendo. La cofa osciló, describiendo un gran arco, y, por
fortuna, Hornblower logró agarrarse fuertemente al cañón y evitar salir despedido
como una piedra lanzada por una honda. Después dio media vuelta. El mástil se
bamboleaba y tenía dos balas de cañón incrustadas y los obenques de un lado
cortados. Entonces el mástil se inclinó hacia delante, empujado por el viento que
hinchaba la gavia y los estayes de mesana dieron un tirón hacia estribor, debido al de
los otros obenques, y después se rompieron los estayes de popa. El mástil cayó hacia
delante y el mastelero chocó con la verga mayor; todo el conjunto quedó allí
colgando antes de que las partes que lo formaban empezaran a separarse. La base del
mástil se había partido, pero todavía se apoyaba en la cubierta; el mástil y el
mastelero aún quedaban unidos por el tamborete, y la cruceta al mastelero, de manera
que entre todos formaban un conjunto compacto, si bien no se sabía por qué el
mastelero no se había desprendido del tamborete. Puesto que la base del mástil se
sostenía precariamente sobre la cubierta y el mastelero descansaba sobre la verga
mayor, Hornblower y Finch todavía tenían la posibilidad de salvarse, pero el
movimiento de la fragata, una bala lanzada por el barco francés o la ruptura de
cualquier parte del conjunto sometida a una excesiva presión harían imposible su
salvación. Cabía la posibilidad de que el mástil se moviera hacia fuera, que el
mastelero se partiera, que la base del mástil se deslizara por la cubierta, así que antes
de que ocurriera todo eso, que parecía inminente, los dos tenían que hacer algo por
salvarse como pudieran. El mastelero mayor y todo lo que había por encima de él
también habían sufrido graves daños, de modo que el mastelero también había caído
hacia delante y colgaba de él una espantosa maraña de velas, palos y cabos. La
sobremesana se había soltado. Hornblower miró a Finch. Los dos estaban agarrados
al cañón giratorio, y no había nadie más en la cofa, demasiado inclinada.
Los obenques de estribor del mastelero de sobremesana todavía se encontraban en
buenas condiciones y, al igual que el mastelero, descansaban sobre la verga mayor,
todos tensos como las cuerdas de un violín, pues la verga los tensaba del mismo
modo que el puente de un violín tensa sus cuerdas. Sin embargo, esos obenques eran
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el único medio de salvación: si subían por ellos podía dejar atrás la peligrosa cofa y
llegar a un lugar bastante más seguro, la verga mayor.
El mástil se balanceaba y se movía en dirección al penol. Suponiendo que la
verga mayor resistiera, el mastelero pronto caería al mar. Alrededor de ellos sólo se
oían ruidos ensordecedores. Se oía cómo se destrozaban los palos, cómo se rompían
los cabos, el rugido de los cañones y tantos gritos en la cubierta como marineros se
encontraban allí, chillando todos desesperados.
La cofa dio otro peligroso bandazo. Dos de los obenques se partieron por la
excesiva tensión, produciendo un estrépito que pudo oírse claramente entre los otros
ruidos, y entonces el mástil dio una sacudida e hizo girar la cofa y con ella giraron el
cañón y los dos desafortunados seres que estaban agarrados a él. Los azules ojos de
Finch se movían a un lado y a otro mientras la cofa se movía. Más tarde Hornblower
supo que la caída del mástil no había durado más que unos pocos segundos, pero en
ese momento le pareció que aún tenía largos minutos para pensar. Al igual que Finch,
miró a su alrededor y vio el medio de escapar.
—¡La verga mayor! —gritó.
En el rostro de Finch había aparecido su estúpida sonrisa. Aunque se agarraba al
cañón giratorio movido por su instinto o por su experiencia, parecía que no tenía
miedo ni quería avanzar hasta la verga para ponerse a salvo.
—¡Finch, tonto! —gritó Hornblower.
Con desesperada inquietud pasó la pierna por encima del cañón para sujetarse con
ella y soltar una mano con la que hacer un gesto a Finch, pero no logró que el
marinero se moviera.
—¡Salte! —gritó Hornblower—. ¡Los obenques! ¡La verga!
Finch sólo sonreía.
—¡Salte y trate de alcanzar la cofa del mayor! ¡Dios mío! —gritó. Tuvo una idea
—: ¡La cofa del mayor! ¡Dios está allí, Finch! ¡Rápido, Finch, vaya a reunirse con
Dios!
Estas palabras fueron las que penetraron en la confusa mente de Finch. Asintió
con la cabeza con una expresión grave como si obedeciera a algo sobrenatural; soltó
el cañón y saltó como una rana. Cayó en los obenques del mastelero y empezó a
trepar por ellos. El mástil volvió a dar un bandazo, y cuando Hornblower saltó a los
obenques tuvo que dar un salto más grande todavía. Sólo tocó con los hombros el
último obenque, pero giró y se colgó de él. Casi llegó a quedar descolgado, pero,
gracias a que el mástil dio un bandazo hacia el otro lado, volvió a agarrarse bien de
nuevo. Entonces empezó a trepar por los obenques, dominado por el pánico. Allí
estaba la preciada verga mayor. Hornblower se echó sobre ella y se agarró con el
cuerpo, satisfecho de estar sobre algo firme, y empezó a buscar el marchapié. Tenía
estabilidad y seguridad en la verga sólo mientras el balanceo de la Indefatigable no
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diera el empujón final a los palos que se balanceaban y provocara que el mastelero de
sobremesana se separara del palo mesana y ambos cayeran al mar con la maraña de
aparejos. Se movía despacio por la verga, por donde Finch había pasado antes, y en la
cofa del palo mayor fue recibido con gran alegría por el guardiamarina Bracegirdle.
Bracegirdle no era Dios, pero cuando Hornblower pasó por encima del pretil de la
cofa del palo mayor, pensó que si no hubiera dicho que Dios estaba allí, Finch no
habría saltado.
—Creía que te perdíamos —dijo Bracegirdle mientras le ayudaba, y después le
dio unas palmaditas en la espalda—. El guardiamarina Hornblower es un ángel alado.
Finch también se encontraba en la cofa, con su sonrisa estúpida, rodeado de los
marineros que allí tenían su puesto. Todos estaban eufóricos. Hornblower recordó de
pronto que estaban en el ojo del huracán de una infernal batalla, pero ya los disparos
habían amainado y casi no se oían gritos desesperados. Se acercó hasta el borde de la
cofa tambaleándose (era increíble que tuviera tantas dificultades para caminar) y miró
hacia abajo. Bracegirdle le acompañó. Desde esa altura podía distinguir un grupo de
figuras en el alcázar del barco francés. Las camisas de cuadros que tenían eran las
que usaban los marineros británicos. Entonces vio en el alcázar a Eccles, el primer
oficial de la Indefatigable, con una bocina.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a Bracegirdle, desconcertado.
—¿Qué ha pasado? —repitió Bracegirdle, mirándole extrañado—. Abordamos el
barco y lo capturamos. Eccles y un grupo de marineros lo abordaron en el momento
en que las dos embarcaciones se tocaron. Pero, ¿no lo viste?
—No, no lo vi —respondió Hornblower, y se obligó a seguir bromeando—. Otros
asuntos requerían mi atención en aquel momento.
Recordó cómo había oscilado y dado bandazos la cofa del palo mesana y sintió
náuseas, pero no quería que Bracegirdle se diera cuenta de eso.
—Tengo que bajar a cubierta para dar parte —dijo.
El descenso por los obenques del palo mayor fue lento y difícil, ya que parecía
que ni sus manos ni sus pies querían ponerse donde trataba de colocarlos. Se sentía
inseguro incluso cuando llegó a cubierta. Bolton estaba en el alcázar, supervisando la
retirada de los restos del palo mesana y sus aparejos. Miró con sorpresa a Hornblower
cuando se le acercaba.
—Pensé que había caído al mar —dijo.
—Sí, señor.
—Estupendo. Creo que ha nacido usted para estar colgado, Hornblower.
Bolton se volvió hacia los marineros y gritó:
—¡Basta de perder el tiempo! ¡Clynes, baje al pescante central con esa estrellera!
Tenga cuidado de que no se le caiga.
Siguió mirando unos momentos cómo trabajaban sus hombres y después se
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volvió hacia Hornblower y le dijo:
—No tendremos ningún problema con los marineros durante un par de meses.
Tendrán que hacer las reparaciones y les haremos trabajar hasta que caigan rendidos.
Habrá menos tripulantes porque algunos se verán obligados a tripular la presa y ha
habido algunas bajas. No desearán que ocurra un nuevo encuentro hasta dentro de
mucho tiempo. Me imagino que usted tampoco, señor Hornblower.
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CAPÍTULO 6
LAS RANAS[3] Y LAS LANGOSTAS[4]
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y retrocedieran de nuevo.
—Me gustaría verle en la jarcia una noche tormentosa —susurró Kennedy—.
¿Crees que podría soltar los tomadores de la gavia mayor?
—¡Langostas…! —exclamó el guardiamarina Bracegirdle.
Los soldados con casaca escarlata, integrantes de cinco compañías, formaban filas
perfectas, y un sargento con una alabarda marcaba la separación entre las cinco. De
un alabardero a otro, la altura de las cabezas de los hombres que formaban cada fila
era inferior en el centro que en los extremos, pues los hombres habían sido colocados
en la compañía de acuerdo con su altura: los más altos en los flancos y los más bajos
en el centro. No movían ni un dedo ni pestañeaban siquiera. Cada uno llevaba
colgada tras la espalda una coleta empolvada y rígida.
El oficial de a caballo avanzó hasta donde estaba esperando la brigada de
marineros al mando del teniente Bolton, quien dio un paso adelante y se tocó el ala
del sombrero con la mano.
—Mis hombres están listos para embarcar, señor —dijo el oficial del ejército—.
Su equipaje llegará inmediatamente.
—Sí, mayor —contestó Bolton, en un tono que contrastaba con el título del
oficial.
—Será mejor que me llame milord —corrigió el mayor.
—Sí, señor… milord —repitió Bolton, sin poder evitar su azoramiento.
Su Señoría, el duque de Edrington, el mayor al mando de aquella división del
XLIII regimiento de Infantería, era un hombre corpulento que lucía sus esplendorosos
veintitantos años. Tenía aspecto de soldado aguerrido con su espléndido uniforme, y
montaba un magnífico alazán. No obstante, parecía demasiado joven para tener un
cargo de responsabilidad como el que desempeñaba. Claro que la compra de cargos
por aquel entonces hacía posible que hombres muy jóvenes ocuparan altos cargos, y
este sistema parecía satisfacer al Ejército.
—Las tropas auxiliares francesas tienen orden de presentarse aquí —prosiguió
lord Edrington—. Supongo que ya habrán hecho los preparativos para transportarlas
también a ellas.
—Sí, milord.
—Tengo entendido que ninguno de esos pobres hombres sabe hablar inglés.
¿Tiene algún oficial que sea capaz de hacer de intérprete?
—Sí, señor. ¡Señor Hornblower!
—¡Señor!
—Usted se ocupará del embarque de las tropas francesas.
—Sí, señor.
Volvió a oírse música militar. Hornblower, por tener tan pésimo oído, sólo la
diferenció de la que había interpretado la banda del regimiento de Infantería británico
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en que sus sones eran menos potentes. La banda precedía la llegada de las tropas
francesas a un extremo del muelle por una calle secundaria. Hornblower corrió hasta
allí. Era el Ejército del cristiano y católico monarca francés o, si se quiere, una parte
de él, un batallón de las tropas reclutadas por los nobles franceses émigrés para luchar
contra la Revolución. Al frente de la columna avanzaba un abanderado con bandera
blanca y lirios dorados y un grupo de oficiales a caballo a quienes Hornblower saludó
tocándose el sombrero. Uno de ellos respondió a su saludo.
—Marqués de Pouzauges, brigadier general del Ejército de Su Majestad el rey
cristianísimo Luis XVII —dijo en francés el oficial, que llevaba un inmaculado
uniforme blanco con una banda azul. De ese modo hizo su presentación.
Hornblower, balbuceando palabras en francés, se presentó como un aspirante a
miembro de la Armada de Su Majestad, el rey de Gran Bretaña, encargado del
embarque de las tropas francesas.
—Muy bien —dijo Pouzauges—. Estamos preparados.
Hornblower miró a la columna francesa. Los soldados estaban en muy diversas
posturas, mirando a su alrededor. Todos iban bien vestidos, con uniformes azules que
a Hornblower le pareció que se los habría suministrado el Ejército británico, pero las
blancas bandoleras estaban sucias y los adornos de metal y las armas carecían de
brillo. Sin embargo, no había duda de que serían capaces de luchar.
—Esos son los transportes que han asignado a sus hombres, señor —dijo
Hornblower, señalándolos con el índice—. En el Sophia irán trescientos, y en el
Dumbarton, ése que está ahí, irán doscientos cincuenta. Aquí en el muelle se
encuentran las barcazas que les llevarán hasta los barcos.
—Dé las órdenes pertinentes, monsieur de Moncoutant dijo Pouzauges a uno de
los oficiales que estaba detrás de él.
Los carros, cargados con los baúles de los soldados, llegaron chirriando hasta la
cabecera de la columna, y al punto ésta se convirtió en un bullicioso enjambre cuando
los soldados corrieron a coger sus pertenencias. Pasó algún tiempo antes de que
volvieran a agruparse en orden de formación, cada uno con su baúl, hasta que por fin
escogieron entre ellos a un grupo para que cargara el equipaje de todo el batallón. Los
que recibieron la orden de encargarse de esta tarea dejaron de mala gana sus baúles a
cargo de sus compañeros, perdida, con toda seguridad, la esperanza de volver a ver
sus pertenencias. Hornblower todavía estaba dando información.
—Todos los caballos tienen que ir en el Sophia, que puede llevar seis a bordo —
dijo—. El equipaje del batallón…
Entonces se interrumpió, porque había visto un extraño aparato en uno de los
carros.
—Dígame, por favor, ¿qué es eso? —preguntó, muerto de curiosidad.
—Eso, señor, es una guillotina.
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—¿Una guillotina?
En las noticias que Hornblower había leído últimamente, había encontrado
muchas referencias a esa máquina terrible. Los pérfidos revolucionarios habían
colocado una en París y la hacían funcionar constantemente. El propio rey de Francia,
Luis XVI, había muerto en ella. Hornblower no esperaba encontrar un arma como
ésta entre el bagaje de un ejército contrarrevolucionario.
—Sí —respondió Pouzauges—. Nos la llevamos a Francia. Tengo la intención de
darles a esos revolucionarios un poco de su propia medicina.
Afortunadamente, Hornblower no tuvo que responder, pues en ese momento un
grito de Bolton interrumpió la conversación.
—¿Por qué demonios tarda tanto, señor Hornblower? ¿Quiere que perdamos la
marea?
A Hornblower le parecía algo común de la Armada el ser reprendido por tardar
tanto tiempo en disponerlo todo para el embarque de las tropas francesas, y ya estaba
habituado a que le dijeran ese tipo de cosas y, además, había aprendido que era mejor
escuchar en silencio la reprimenda que dar excusas. Sin más, volvió a dedicarse a la
tarea de llevar a los franceses a bordo de los barcos transportadores de tropas.
Terminada la misión, fue un guardiamarina agotado el que se presentó ante Bolton
con las hojas de la lista de las tropas y la noticia de que ya habían subido a bordo
todos los franceses, sus caballos y su equipaje. Inmediatamente recibió la orden de
coger sus bártulos y trasladarse al Sophia, donde todavía necesitaban que hiciera de
intérprete.
El convoy salió rápidamente del puerto de Plymouth, dobló Eddystone y puso
proa a la salida del canal. Estaba compuesto por la Indefatigable, que tenía izado su
distinguido estandarte, los cuatro transportes y los bergantines que habían sido
encargados de prestarles ayuda y protegerlos. En opinión de Hornblower, ese
conjunto de soldados era demasiado escaso para derrocar a la República Francesa.
Sólo lo formaban mil cien soldados de infantería: medio batallón del XLIII
regimiento y el débil batallón francés (si es que se les podía llamar así, ya que
muchos de ellos eran soldados mercenarios procedentes de diversas naciones).
Hornblower tenía suficiente sensatez para no juzgar a los franceses ahora que se
encontraban echados en la oscura y maloliente entrecubierta casi agonizando a causa
del mareo, le asombraba que alguien pudiera esperar alguna victoria con tan pocos
soldados. Por los libros de historia sabía que en muchas guerras se habían enviado
infinidad de expediciones con pocos soldados para atacar las costas francesas, y sabía
que habían sido tildados por un estadista de un país enemigo de «abrir ventanas con
guineas», en principio estuvo de acuerdo con tal apreciación, pues creía que minaba
el poder de los franceses, pero ahora que formaba parte de una expedición de esa
clase ya no lo estaba.
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Así que sintió alivio cuando oyó a Pouzauges decir que la tropa que había visto
era una pequeñísima parte de todas las que disponían. Pouzauges, pálido por el
mareo, que valientemente trataba de vencer, extendió un mapa sobre la mesa de la
cabina y le explicó el plan.
—Las tropas del Ejército Cristiano desembarcarán aquí, en Quiberon. Zarparon
de Portsmouth un día antes de que nosotros saliéramos de Plymouth… Estos nombres
ingleses son difíciles de pronunciar… Son cinco mil hombres al mando del barón de
Charette. Marcharán sobre Vannes y Rennes.
—¿Y qué hará su batallón?
Pouzauges señaló y volvió a señalar un lugar en el mapa.
—Aquí está la ciudad de Muzillac, a veinte leguas de Quiberon —dijo—. Aquí se
encuentra el camino real que viene del sur y cruza el río Marais por donde éste
disminuye su caudal. El río no es grande, pero las riberas son pantanosas, y hay que
atravesarlo por un puente o por un camino empedrado de cierta altura para poder
seguir el camino real. Las tropas revolucionarias se hallan principalmente en el sur, y
para avanzar hasta el norte deben pasar necesariamente por Muzillac. Para entonces
tenemos que estar allí, destruir el puente y defender el cruce para retrasar a los
rebeldes lo suficiente como para dar tiempo a que monsieur de Charette logre
sublevar toda Bretaña. Suponiendo que reúna veinte mil hombres armados, los
rebeldes volverán a rendirnos vasallaje, y entonces marcharemos sobre París para
restaurar en el trono a Su Majestad el Rey cristianísimo.
Así que ése era el plan. Hornblower se contagió del entusiasmo de los franceses.
El camino estaba a unas diez millas de la costa, y con unos cuantos soldados que
desembarcaran en el fondo del estuario del Vilaine podría tomar Muzillac. Al menos
durante uno o dos días no sería difícil impedir el paso al enemigo por un camino
empedrado como el descrito por Pouzauges, incluso aunque contara con mayor
número de soldados. Eso aumentaría las probabilidades de éxito de Charette.
—Mi amigo monsieur de Moncoutant, aquí presente, es el señor de Muzillac. Los
habitantes de la ciudad le dispensarán una buena acogida.
—La mayoría de ellos —dijo Moncoutant, entornando sus ojos grises—. Otros no
se alegrarán de verme, pero el encuentro será una gran satisfacción para mí.
En las regiones occidentales de Francia, en Vendée y Bretaña principalmente, se
registraron disturbios desde hacía tiempo, y sus habitantes, bajo el liderazgo de la
nobleza, se habían levantado en armas contra el gobierno de París más de una vez.
Pero, ya se sabe, en todas las rebeliones, los grupos armados habían sido derrotados;
las tropas monárquicas que ahora se dirigían a Francia custodiadas por los británicos
estaban compuestas por los restos de esos grupos armados derrotados, que ahora iban
a hacer la última intentona, una intentona a la desesperada. El plan, desde este punto
de vista, no parecía excesivamente brillante.
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Era una mañana gris, una mañana en que el cielo estaba gris, dejaban atrás grises
islotes, cuando el convoy contorneó Belle Île y se dirigió al estuario del río Vilaine. A
bastante distancia al norte, en la bahía de Quiberon, se divisaban muchas gavias, y
Hornblower, desde el alcázar del Sophia, vio que la Indefatigable hacía señales para
informar de su llegada al oficial que mandaba el grueso del cuerpo expedicionario,
que se encontraba allí. Una prueba de la movilidad y la ubiquidad de las fuerzas
navales era el hecho de que, aprovechando la configuración del litoral, podían lanzar
dos ataques en dos lugares distintos de manera que los barcos se veían unos a otros a
pesar de que esos lugares estaban separados por tierra, por un tramo de camino de
cuarenta millas. Hornblower miró por el catalejo la costa prohibida de un lado a otro,
volvió a leer las órdenes dirigidas al capitán del Sophia y miró hacia la costa de
nuevo. Divisó la desembocadura del Marais y la franja pantanosa donde
desembarcarían las tropas. Estaba el Sophia avanzando despacio hasta el lugar donde
debía fondear, cuando la sonda cayó al agua desde el pescante de proa, ocasionando
un fuerte balanceo del barco, debido a que ese lugar estaba resguardado del viento,
pero confluían en él corrientes tan diversas que parecía Bedlam,[5] corrientes que
podían formar una fuerte marejada incluso cuando el viento estaba en calma. Poco
después la cadena del ancla salió por el escobén y el Sophia dio un bandazo en medio
de una fuerte corriente, y enseguida los tripulantes engancharon las lanchas a los
aparejos y las sacaron del barco.
—¡Oh, Francia, querida Francia! —exclamó Pouzauges, que estaba al lado de
Hornblower.
En ese momento llegó el grito de una voz procedente de la Indefatigable.
—¡Señor Hornblower!
—¡Señor! —gritó Hornblower a través de la bocina del capitán.
—¡Baje a tierra con las tropas francesas y quédese con ellas hasta que reciba
nuevas órdenes!
—¡Sí, señor!
Sería de esta forma como Hornblower pisaría suelo extranjero por primera vez en
su vida.
Los hombres de Pouzauges estaban saliendo a cubierta. Luego les hicieron bajar
por el costado del barco hasta las lanchas que les aguardaban, lo cual fue un proceso
lento y desesperante. Hornblower se preguntaba qué estaría ocurriendo en tierra en
ese momento. No había duda de que muchos mensajeros cabalgaban a uña de caballo
de norte a sur por todo el país para comunicar la noticia de la llegada de la
expedición, así que seguramente muy pronto los generales del Ejército
Revolucionario reunirían a sus hombres y rápidamente se dirigirían con ellos a este
lugar. Era estupendo que el punto estratégicamente escogido y que había que tomar
estuviera a menos de diez millas de distancia de la costa. Así que, sin más, volvió a
El teniente interino Hornblower, con los pies rodeados de bolsas de oro, iba
sentado en la bancada de popa de la lancha junto al señor Tapling, un
funcionario del servicio diplomático. A un lado se alzaba el acantilado que bordea el
golfo de Orán, y enfrente, sobre una colina, que comienza en la orilla del mar,
iluminada por el cálido sol mediterráneo, la blanca ciudad moruna, que parecía una
masa de bloques de mármol colocados en desorden. La tripulación remaba
rítmicamente, hundiendo los remos una y otra vez en las tranquilas aguas del golfo,
ahora de color verde esmeralda. La lancha acababa de dejar atrás las aguas azul
intenso del Mediterráneo.
—¡Qué hermosa vista! —exclamó Tapling, dirigiendo la mirada a la ciudad a la
que se iban acercando—. Pero cuando uno la ve desde más cerca, se da cuenta de que
las apariencias engañan, incluso a su nariz. El hedor de los creyentes de la religión
verdadera tiene que ser olido para ser creído. Señor Hornblower, amarre la lancha en
esa parte del muelle, al otro lado de esos jabeques.
—Sí, señor —asintió el timonel cuando Hornblower le dio la orden.
—Hay un centinela en la batería del puerto, pero está medio dormido —dijo
Tapling, mirando a su alrededor—. Mire esos cañones de los dos castillos. No me
cabe la menor duda de que son de treinta y dos libras. Siempre están listos para lanzar
los bolaños, y los mil pedazos en que se dividen por el impacto causan más daños que
el bolaño entero. La muralla de la ciudad parece bastante gruesa. Me temo que sería
difícil tomar Orán en un coup de main. Si a Su Alteza el bey se le antoja quedarse con
nuestro oro y cortarnos el cuello, me temo que tardarían mucho tiempo en vengar
nuestra muerte.
—De todas las maneras, no creo que a uno le produzca satisfacción el saber que
vengarán su muerte, señor —replicó Hornblower.
—Quizá tenga usted razón, pero estoy seguro de que Su Alteza no nos quitará la
vida por esta vez. No se atreverá a matar la gallina de los huevos de oro. Para un bey
pirata, en los tiempos que corren en que los convoyes escasean, la posibilidad de
recibir una lancha cargada de oro todos los meses es inestimable.
—¡Remad despacio! —gritó el timonel.
La lancha llegó al muelle y fue amarrada con cuidado. Había allí algunos
hombres sentados a la sombra, y unos volvieron la cara, indiferentes, y otros con más
atención se quedaron fijos los ojos en los tripulantes de la lancha británica. En la
Querido joven:
Espero que le cause una gran alegría saber que lo que me entregó ha llegado a
su destino. Cuando lo entregué, me dijeron que estaba usted en prisión, y eso
me partió el corazón. Además, me dijeron que estaban muy satisfechos de lo
que usted había hecho. Uno de los almirantes tenía acciones en Drury Lane.
¿Quién podía imaginarse una cosa así? El almirante me sonrió y yo le sonreí.
Pero le sonreí para mostrarme amable, antes de saber que tenía esas acciones.
Le conté cómo había logrado salvar mi preciosa carga, describiendo los
innumerables peligros que había tenido que arrostrar, pero el relato fue
simplemente un ejercicio histriónico. Sin embargo, lo creyó. Le causaron tan
buena impresión mi sonrisa y mis aventuras que me consiguió un papel en
Sherry. Represento un papel secundario en la obra, el papel de madre, y el
público me aclama. He descubierto que envejecer también tiene sus
compensaciones. No he vuelto a beber desde que le vi a usted por última vez
y no volveré a hacerlo. Como otra recompensa, el almirante me prometió que
mandaría esta carta en el próximo barco con bandera blanca que zarpara, y
este gesto, sin duda, es una recompensa mayor para usted que para mí. Espero
que esta carta llegue pronto a sus manos y logre mitigar su pena.
Katharine Cobham
¿Mitigar su pena? Tal vez un poco. Las noticias de que los despachos habían llegado
a su destino, de que Sus Señorías estaban contentos con él y de que la duquesa estaba
actuando de nuevo en el teatro mitigaron su pena, pero la alegría que le produjeron
era insignificante en comparación con su tristeza.
Un guardia le llevó ante el comandante, junto al que se encontraba un irlandés
renegado que hacía de intérprete. Sobre el escritorio del comandante había muchos
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británico las Langostas o los Casacas Rojas debido a que la casaca de su uniforme era
escarlata. (N de la T) <<