Horatio Hornblower - El Guardiamarina Hornblower

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Hornblower,

un tímido y solitario guardiamarina de tan sólo diecisiete años,


llega a su primer destino: el buque Justinian. Su encuentro con las duras
condiciones de vida de un barco de la Armada real británica en tiempo de
guerra supone todo un reto para el muchacho, que pronto se verá
involucrado en las acciones contra la flota francesa y tendrá ocasión de
aprender algunas lecciones que nunca olvidará. Así, tras un temerario duelo
del que sale afortunadamente ileso, embarca en la fragata Indefatigable, un
navío en el que pretende encontrar las ocasiones apropiadas para un
ascenso en su carrera. Abordajes, combates, naufragios y cuarentenas se
suceden en diversas misiones con desigual resultado, hasta que el joven
marino termina con sus huesos en la prisión militar de El Ferrol. Un
trepidante estreno para un personaje llamado a convertirse en protagonista
de una de las más apasionantes series náuticas jamás escritas.

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C. S. Forester

El Guardiamarina Hornblower
Saga: Hornblower - I

ePUB v1.1
Himali 16.03.12

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Título original: Mr. Midshipman Hornblower
C. S. Forester, 1950
Traducción: Aleida Lama Montes de Oca
Saga: Hornblower - I
Páginas: 216

Editor original: outis (v1.0)


Segundo editor: Himali (v1.1)
Corrección de erratas: Himali
ePub base v2.0

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CAPÍTULO 1
A CARA O CRUZ

Era un día del mes de enero. Se había levantado una fuerte tormenta en el
canal de la Mancha y soplaba un viento huracanado que arrastraba ráfagas de
lluvia de grandes goterones que chocaban estrepitosamente contra las capas de los
oficiales y los marineros que permanecían en cubierta. Era tal la intensidad del fuerte
ventarrón, y soplaba desde hacía tanto tiempo, que el barco de guerra, a pesar de estar
amarrado en el abrigado fondeadero de Spithead, cabeceaba y chocaba contra las
tensas cadenas de las anclas como si fuera un cascarón de nuez. Un bote de remos
tripulado por dos robustas mujeres se alejaba de la orilla y avanzaba en dirección al
barco, a gran velocidad en la mar arbolada y, de vez en cuando, hundía en ella la proa
y con ímpetu hacia saltar el agua y la espuma, que lo cubrían como un manto. La
mujer que iba en la proa era una buena navegante que, echando rápidas miradas por
encima del hombro, mantenía el rumbo y dirigía la proa hacia la parte de donde
venían las olas cuando eran más peligrosas para evitar volcar. El bote pasaba por
delante del costado de estribor del Justinian, cuando estando próximo al pescante
central, el guardiamarina de guardia gritó algo a sus ocupantes.
—¡Sí, sí! —fue la respuesta de la mujer que iba a la proa, gritando con toda la
fuerza de sus pulmones. Según un curioso pacto establecido en la Armada desde
tiempos inmemoriales, esa respuesta indicaba que a bordo del bote había un oficial
(probablemente aquella figura acurrucada en la bancada de popa que más parecía un
montón de basura cubierto con una lona alquitranada).
Eso fue todo lo que pudo ver el señor Masters, el teniente de guardia, refugiado
entre las bitas cercanas al palo de mesana. A partir de ese instante el bote quedó fuera
del alcance de su visión porque, cumpliendo la orden del guardiamarina, siguió
avanzando hacia el pescante central. Hubo una pequeña demora, aparentemente
porque el oficial tuvo dificultades para subir por el costado del barco, pero el bote
zarpó por fin y volvió a reaparecer en el campo visual del señor Masters cuando las
mujeres estaban desplegando una pequeña vela al tercio, y ahora, sin el pasajero y
con la vela desplegada, empezó a recorrer la distancia que lo separaba de Portsmouth
esquivando las olas como un caballo saltando obstáculos. En el momento en que el
bote se alejó, el señor Masters intuyó que alguien se acercaba y atravesaba el alcázar.
Era la persona recién llegada, acompañada del guardiamarina, quien, después de
señalar al señor Masters, regresó al pescante central. El señor Masters era un lobo de
mar que había echado canas al servicio de la Armada y se consideraba afortunado por

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el grado de teniente que había alcanzado, pero desde hacía tiempo estaba convencido
de que nunca lo nombrarían capitán; sin embargo, no por ello estaba amargado ni le
daba mayor importancia sino que se entretenía en observar a sus compañeros de
tripulación.
Por esta razón miró atentamente a la figura que se acercaba. El recién llegado era
un joven muy delgado, que acababa de salir de la infancia; de altura un poco superior
a la media, pies de adolescente cuyas proporciones chocaban con sus delgadas
piernas y sus enormes botas de media caña; de andares desgarbados que se dejaban
notar especialmente en los movimientos de brazos y manos. Llevaba el uniforme, que
no era de su talla, empapado de agua a causa del oleaje, y tras la alta pechera
sobresalía un cuello delgado, sobre el cual podía verse con claridad su cara afilada y
pálida. No era corriente ver una cara pálida en la cubierta de un barco de guerra,
donde en poco tiempo el sol tostaba la piel de los tripulantes y le daba un tono de
color caoba. El recién llegado, además de la cara pálida, tenía las mejillas verdosas,
signo inequívoco de que se había mareado en el bote que le había llevado desde la
costa. En la palidez de su rostro destacaban unos ojos oscuros, que parecían dos
agujeros negros hechos en una hoja de papel. Masters se asombró de que el recién
llegado, a pesar de su mareo, mirara con interés todas las cosas que le rodeaban,
dando a entender, obviamente, que todo aquello era nuevo para él. El viejo marinero
pensó que su curiosidad era más fuerte que el mareo y la timidez y, a partir de ese
momento, como era su costumbre, hizo una aventurada conjetura: el joven era
precavido y observador, que se preparaba para las nuevas experiencias que le tocarían
vivir. Se imaginó que así debió de mirar Daniel cuando fue arrojado al foso de los
leones.
Los oscuros ojos del desgarbado joven se encontraron con los de Masters. El
oficial se detuvo y, tímidamente, subió la mano y tocó el borde de su sombrero, de
cuyas alas caían gruesas gotas de agua. Abrió la boca y trató de decir algo, pero la
cerró de nuevo sin haber logrado su objetivo porque su timidez se lo impedía.
Enseguida, no obstante, volvió a armarse de valor y se obligó a sí mismo a decir con
voz recia las palabras que le habían indicado que dijera.
—Presente a bordo, señor.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó Masters tras esperar breves instantes una vez
que dejó de hablar.
—Ho… Horatio Hornblower, señor —balbuceó el joven—. Guardiamarina.
—Muy bien, señor Hornblower —replicó Masters, con el mismo tono formal—.
¿Ha traído su equipaje a bordo?
Hornblower no había oído jamás esa palabra, pero todavía tenía suficiente
capacidad de razonamiento para deducir su significado.
—He traído un baúl, señor. Está en… Está en la proa, en el portalón.

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Hornblower había dicho estas palabras sin vacilar, de sobras sabía que los
marineros las usaban para referirse a la parte delantera del barco y al lugar por donde
se entraba, pero necesitó mucho coraje para conseguirlo.
—Me ocuparé de que lo lleven abajo —dijo Masters—. Y es mejor que baje usted
también. El capitán está en tierra y el primer oficial ha dado órdenes de que no se le
llame por ningún motivo antes de las ocho campanadas. Le aconsejo que se quite esa
ropa antes de nada, señor Hornblower.
—¡Sí tal, señor! —dijo tímidamente Hornblower.
En el momento de pronunciar estas palabras, su mente y la expresión del señor
Masters le hicieron comprender que había empleado una frase poco adecuada, por lo
que se corrigió antes de que Masters se lo indicara.
—Sí, señor —se corrigió Hornblower y, tras pensarlo un momento, volvió a
llevarse la mano al borde de su sombrero.
Masters respondió a su saludo y se volvió hacia uno de los mensajeros que,
temblorosos, estaban agachados pegados al costado para protegerse de los elementos.
—Grumete, lleve al señor Hornblower a la camareta de guardiamarinas.
—Sí, señor.
Hornblower siguió al grumete hasta la escotilla principal. El mareo bastaba para
hacerle ir dando tumbos, durante el corto trayecto, pero a esto se le juntó que en dos
ocasiones tropezó con un cabo, cuando dos ráfagas de viento hicieron chocar el
Justinian contra las cadenas del ancla. Llegados a la escotilla, el grumete bajó por la
escala como si fuera una anguila deslizándose por una roca; Hornblower, en cambio,
tuvo que agarrarse con fuerza a la escala y bajó mucho más despacio y con más
cautela a la mal iluminada cubierta inferior y después a la oscura entrecubierta. Los
olores que su nariz percibió eran tan extraños y tan variados como los ruidos que
percibían sus oídos; al final de cada escala, el grumete le esperaba con fingida
paciencia. Después de bajar la última escala, dieron unos cuantos pasos, y
Hornblower estaba desorientado sin saber si caminaban hacia proa o hacia popa.
Llegaron a una cámara en la que las sombras parecían acentuarse en vez de
iluminarse por la llama de una vela de sebo colocada sobre una palmatoria de cobre
que se encontraba sobre una mesa, alrededor de la cual se sentaban media docena de
hombres en mangas de camisa. El grumete desapareció y dejó a Hornblower allí de
pie; pasaron un par de segundos antes de que le echara una mirada el hombre
bigotudo que estaba sentado a la cabecera de la mesa.
—¡Oh, espectro, habla! —dijo.
Hornblower sintió verdaderas náuseas, pues los malos olores y la falta de
ventilación de la entrecubierta habían agudizado los efectos de la travesía en bote. Le
costaba trabajo hablar, y el hecho de no saber bien cómo manifestar lo que quería
decir hacía que le costara todavía más trabajo expresarse.

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—Mi apellido es Hornblower —contestó con voz trémula.
—¡Qué mala suerte tienes! —dijo otro sin mostrar la más mínima simpatía por él.
En ese mismo momento, en el tormentoso mundo exterior el vendaval cambió
bruscamente de dirección, haciendo cabecear al Justinian de manera que volvió a
chocar con las cadenas de las anclas. A Hornblower le pareció que todo en el mundo
se había soltado de lo que lo mantenía firme, y se tambaleó y, a pesar de que
temblaba de frío, sintió que el sudor le cubría la frente.
—Supongo que has venido para ser guiado por tus superiores —dijo el hombre
bigotudo sentado a la cabecera de la mesa—, que eres otro de esos muchachos tontos
e ignorantes que dan la lata a quienes tienen que enseñarles cuáles son sus deberes.
¡Miradle! —exclamó, haciendo un gesto para llamar la atención de los otros hombres
que estaban sentados alrededor de la mesa—. ¡Mirarle! ¡Es una de las gangas que el
Rey ha conseguido últimamente! ¿Cuántos años tienes?
—Di… diecisiete, señor —balbuceó Hornblower.
—¡Diecisiete! —exclamó el hombre en tono despectivo—. Para llegar a ser un
buen marino hay que empezar a los doce años. ¡Diecisiete! ¿Sabes cuál es la
diferencia entre un gratil y una driza?
El grupo soltó una carcajada, y por la forma de reír, Hornblower, a pesar de tener
la cabeza como un bombo, se dio cuenta de que haría el ridículo tanto si contestaba
«sí» como si contestaba «no», así que trató de encontrar una respuesta neutra.
—Eso es lo primero que buscaré en el libro Seamanship, de Norie —respondió.
El barco volvió a dar otro bandazo y Hornblower se agarró a la mesa.
—Caballeros… —empezó a decir con patetismo, preguntándose cómo podría
expresar lo que quería decir.
—¡Dios mío! —exclamó uno de los hombres que estaban alrededor de la mesa—.
¡Está mareado!
—¡Está mareado en Spithead! —exclamó otro hombre en un tono en el que se
mezclaban el asombro y el desprecio.
Pero Hornblower no tomó en consideración lo que decían, y durante algún tiempo
no pudo darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Probablemente, el nerviosismo
que se había apoderado de él los últimos días contribuyó tanto y en la misma medida
como la travesía en el bote y el errático comportamiento del Justinian en el
fondeadero, pero eso tuvo como consecuencia que le etiquetaran como «el
guardiamarina que se mareó en Spithead». Naturalmente, la tristeza que le produjo el
saberse así etiquetado se sumó a la pena que sentía por estar solo y a la añoranza del
hogar. Los sentimientos embargaban su ánimo aquellos días en que los barcos de la
escuadra del Canal aún no habían podido completar su dotación, y estaban anclados
frente a la isla de Wight. Después de descansar una hora en el coy donde le puso un
compañero de tripulación, se recuperó y pudo presentarse ante el primer oficial.

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Después de pasar unos cuantos días a bordo, ya podía ir de un lado a otro del barco
sin desorientarse bajo cubierta (como al principio), sin dudar si caminaba hacia proa
o hacia popa. Durante ese período, cada uno de los oficiales adquirió para él una
personalidad propia y sus caras dejaron de ser manchas borrosas. A Hornblower le
costó aprenderse los puestos que debía ocupar cuando estaba de guardia, cuando el
barco iba a entrar en combate y cuando a los marineros se les daba la orden de
desplegar o arriar velas. Llegó a conocer su nueva vida lo suficientemente bien como
para comprender que podría haber tenido peor suerte, en caso de que se le hubiera
enviado a un barco que zarpara inmediatamente en vez de permanecer anclado como
el Justinian; pero eso no le servía de consuelo. Estaba realmente solo y no era feliz.
Su timidez era causa suficiente para tardar en hacer amigos, y a ello se sumaba el
hecho de que los demás hombres que ocupaban la camareta de guardiamarinas del
Justinian eran mucho mayores que él: ayudantes de oficiales de derrota con bastantes
años en la mar reclutados entre los tripulantes de mercantes y guardiamarinas de más
de veinte años que, por falta de ayuda de personas influyentes o por no haber
aprobado el examen requerido, no habían ascendido a tenientes. Y todos ellos,
después de mirarle con curiosidad y divertirse a su costa al principio, dejaron de
prestarle atención. Él se alegró de eso, se alegró de poder meterse en su concha y
pasar desapercibido.
El Justinian no era un barco en el que reinara la felicidad en aquellos deprimentes
días de enero. Cuando el capitán Keene subió a bordo, Hornblower observó por
primera vez cuánta pompa y cuánta ceremonia rodean al capitán de un navío de línea.
El capitán era un hombre melancólico y estaba enfermo. No tenía la fama que
permitía a otros capitanes llenar sus barcos con entusiastas voluntarios ni la
personalidad necesaria para convertir en entusiastas a los hombres tristes que,
reclutados a la fuerza por sus brigadas, llevaban al barco diariamente para tratar de
completar su tripulación. Sus oficiales le veían en pocas ocasiones, y nunca lo
deseaban. A Hornblower, cuando le llamaron a que se presentara en su cabina para
entrevistarse con él por primera vez, no le impresionó verle: sentado tras una mesa
cubierta de papeles no era más que un hombre de mediana edad con las mejillas
hundidas y amarillentas a causa de una prolongada enfermedad.
—Señor Hornblower, me alegra tener la oportunidad de darle la bienvenida a mi
barco —dijo con solemnidad.
—¡Sí tal, señor! —dijo Hornblower, a quien le parecía que esa expresión era más
apropiada para la ocasión que el «Sí, señor» y que un guardiamarina debía elegir
entre una y otra según la situación.
—Tiene usted… déjeme ver… diecisiete años —dijo el capitán Keene cogiendo
el papel donde aparentemente figuraban los datos oficiales de la breve carrera de
Hornblower.

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—El 4 de julio de 1776 —dijo en voz baja Keene, leyendo la fecha de nacimiento
de Hornblower—. Justo cinco años antes de que me nombraran capitán. Cuando
usted nació, hacía seis años que yo era teniente.
—Sí, señor —se limitó a decir Hornblower, pues no le parecía que debía hacer
más comentarios en esa ocasión.
—Es hijo de un médico. Debe de haberle costado mucho sustraerse a la influencia
de su padre y hacer una carrera diferente.
—Sí, señor.
—¿A qué nivel ha llegado en sus estudios?
—Estudié griego y latín, señor.
—Entonces, puede traducir tanto a Jenofonte como a Cicerón, ¿verdad?
—Sí, señor. Pero no muy bien, señor.
—Sería mejor que supiera algo sobre el seno y el coseno. Sería mejor que pudiera
prever una tempestad con tiempo suficiente para arriar los juanetes. El ablativo
absoluto no sirve para nada en la Armada.
—Sí, señor —dijo Hornblower.
Si bien acababa de aprender qué era un juanete, podría haber dicho a su capitán
que tenía amplios conocimientos de matemáticas; sin embargo, se reprimió para no
decirlo, pues por instinto y por la experiencia adquirida recientemente sabía que era
mejor no dar información que no le hubieran pedido.
—Bueno, obedezca las órdenes y aprenda a hacer su trabajo y no tendrá
problemas. Eso es todo.
—Gracias, señor —dijo Hornblower, y se retiró.
Las últimas palabras que el capitán dirigió a Hornblower fueron contradichas de
inmediato. A pesar de que Hornblower obedecía las órdenes y se esforzaba por
aprender su trabajo, tuvo problemas a partir del día en que John Simpson, el oficial de
más antigüedad del barco, regresó a la camareta de guardiamarinas. Hornblower
estaba comiendo con sus compañeros cuando le vio por primera vez. Era un hombre
de más de treinta años, robusto y apuesto que cuando llegó a la camareta se quedó de
pie en la entrada mirándoles, como había hecho Hornblower varios días antes.
—¡Hola! —dijo alguien en tono no muy amable.
—¡Cleveland, mi valiente amigo, levántese de ese asiento! —exclamó el recién
llegado—. Volveré a ocupar mi lugar a la cabecera de la mesa.
—Pero…
—Levántese, he dicho —repitió Simpson.
Cleveland se levantó del asiento con desgana y Simpson lo ocupó y miró con
desprecio a todos los que estaban sentados a la mesa, como respuesta a sus miradas
curiosas.
—Sí, mis queridos compañeros, he vuelto al seno de la familia —dijo—. Y no me

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sorprende que nadie esté contento. Y añadiré que todos estarán menos contentos
todavía cuando vuelvan a estar bajo mi mando otra vez.
—Pero, ¿su ascenso…? —se atrevió a decir alguien.
—¿Mi ascenso? —repitió Simpson y se inclinó hacia delante y, dando palmaditas
en la mesa, miró a todos los que estaban a su alrededor, que tenían una mirada
inquisitiva—. Voy a contestar esa pregunta ahora mismo, y si alguien la hace otra
vez, lamentará haber nacido. Un tribunal formado por capitanes estúpidos me ha
negado el ascenso porque consideró que no tenía los conocimientos de matemáticas
suficientes para ser un navegante de confianza. Así que el teniente interino Simpson
vuelve a ser el guardiamarina Simpson, para servirles. Para servirles. Y que Dios
tenga misericordia de ustedes.
Pero no parecía que Dios tuviera misericordia, porque desde el regreso de
Simpson, la vida en la camareta de guardiamarinas dejó de ser una serie constante de
penalidades para convertirse en una tortura. Aparentemente, Simpson siempre había
sido un ingenioso tirano, y ahora, amargado y humillado por haber suspendido el
examen para conseguir el ascenso, era más tirano, más cruel y más ingenioso. No se
le daban bien las matemáticas, pero tenía una endemoniada habilidad para convertir
las vidas de los demás en una carga para ellos. Como era el oficial de más antigüedad
en la camareta de guardiamarinas, tenía mucho poder, porque le había sido concedido
oficialmente; pero como era un hombre mordaz y sentía un placer morboso en hacer
daño, habría tenido el mismo poder de todas formas, aunque el primer teniente del
Justinian hubiera sido atento y enérgico, no como el señor Clay, que no era ni lo uno
ni lo otro. Dos guardiamarinas se rebelaron en dos ocasiones diferentes contra
Simpson, por sus arbitrariedades y por sus abusos de autoridad, y en las dos
ocasiones, Simpson, que podría haber sido un excelente boxeador, golpeó al
guardiamarina rebelde con sus enormes puños hasta dejarle sin sentido. En las dos
ocasiones Simpson salió indemne; y en las dos ocasiones, el irritado primer oficial
impuso al guardiamarina el castigo de permanecer un tiempo en el calcés y hacer
trabajos extraordinarios por tener los ojos morados y los labios hinchados. Los
guardiamarinas montaron en cólera e incluso los pelotilleros (naturalmente, había
varios entre ellos) llegaron a odiar al tirano.
Curiosamente, lo que provocaba resentimientos más profundos no eran las
exacciones que comúnmente hacía, como por ejemplo, sacar de los baúles de los
demás guardiamarinas camisas limpias para usarlas él, apropiarse de sus preciadas
botellas de bebidas alcohólicas o coger los mejores pedazos de carne que se servían
en la mesa. Todos pensaban que esas cosas eran disculpables y que las harían ellos
mismos si tuvieran autoridad. Pero Simpson cometía arbitrariedades que a
Hornblower, que conocía bien la antigüedad, le recordaban las de los emperadores
romanos. Obligó a Cleveland a afeitarse el bigote, que era su principal motivo de

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orgullo y obligó a Hether a despertar a Mackenzie cada media hora, tanto de día
como de noche, para que ninguno de los dos pudiera dormir (y había pelotilleros que
le decían si en algún momento Hether dejaba de cumplir su encargo). Muy pronto
descubrió cuáles eran los puntos vulnerables de Hornblower, del mismo modo que
había descubierto los de todos los demás. Se había dado cuenta de que Hornblower
era muy tímido y al principio se divirtió haciéndole recitar versos de la Elegy in a
Country Churchyard de Gray delante de todos los guardiamarinas. Los pelotilleros
podían obligar a Hornblower a recitar. Simpson, con una expresiva mirada, ponía la
vaina de su sable sobre la mesa frente a Hornblower y los pelotilleros rodeaban al
joven, y el joven sabía que vacilar un instante traía como consecuencia que le echaran
en la mesa y le pegaran con la vaina. El lado plano de la vaina le producía dolor, y el
borde, agonía; sin embargo, el dolor físico no tenía comparación con el de sentirse
humillado. Y su tormento aumentó cuando Simpson empezó a emplear
procedimientos que llamó «Métodos de la Inquisición». Hornblower era sometido a
largos interrogatorios sobre su niñez y su vida de familia y no podía dejar de
responder a ninguna pregunta, bajo pena de ser golpeado con la vaina; podía
contestar con evasivas o con mentiras, pero tenía que contestar, y en los extensos
interrogatorios más pronto o más tarde terminaba por revelar algo que hacía reír a los
presentes. Bien sabía Dios que Hornblower no había hecho nada de lo que tuviera que
avergonzarse a lo largo de su solitaria niñez, pero los adolescentes son criaturas raras,
especialmente los tímidos como Hornblower, y se avergüenzan de cosas a las que
cualquier otra persona no daría importancia. Cuando pasaba por esa difícil situación,
Hornblower sufría y se sentía muy débil, y aunque otra persona menos seria hubiera
pensado solamente en salir del paso y tomarse a broma lo ocurrido o hubiera tratado
de aprovecharse de la situación para hacerse popular, Hornblower, a los diecisiete
años, era demasiado juicioso para tomarse a broma las cosas. Se veía obligado a
soportar el acoso, y sentía una pena tan profunda como la que sólo es capaz de sentir
un joven de diecisiete años, y aunque nunca lloraba en público, muchas noches
derramaba las amargas lágrimas de los diecisiete años. Tan a menudo pensaba en la
muerte como en la deserción, pero se daba cuenta de que la deserción le conduciría a
algo peor que la muerte y volvía a pensar en la muerte y disfrutaba pensando en el
suicidio. Llegó a desearse la muerte con vehemencia, por el trato brutal que recibía.
Le faltaba el afecto de los amigos y sentía soledad, esa soledad que sólo podía
experimentar un joven extremadamente reservado entre un grupo de hombres.
Pensaba cada vez con más frecuencia en poner fin a aquella situación de la manera
más fácil y guardaba el secreto en su solitario corazón.
Si el barco hubiera estado navegando, todos habrían tenido su trabajo y nadie
habría molestado a nadie; y aunque estuviera anclado como estaba, si el capitán y el
teniente hubieran sido enérgicos y competentes habrían hecho trabajar a los

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tripulantes tan duramente que ninguno tendría ganas de abusar de los demás, pero
Hornblower tuvo muy mala suerte porque el Justinian, bajo el mando de un capitán
enfermo y con un primer oficial incompetente, permaneció anclado todo el aciago
mes de enero de 1794. Incluso las actividades que a veces se veían obligados a hacer
perjudicaban a Hornblower. Una vez, en que el señor Bowles, el oficial de derrota,
daba una clase de náutica a sus ayudantes y a los guardiamarinas, el capitán, por
desgracia, pasó cerca de la cabina donde estaban y entró a mirar los resultados del
problema que habían hecho. El capitán, que se había convertido en un hombre
mordaz y que, para colmo, sentía antipatía por Simpson, después de echar un vistazo
a la hoja del guardiamarina se echó a reír y exclamó con sarcasmo:
—¡Debemos alegrarnos de que, por fin, haya sido descubierto el nacimiento del
Nilo!
—¿Cómo dice, señor? —inquirió Simpson.
—Por lo que veo en estos garabatos, señor Simpson, su barco está en África
central. Veamos qué otras terrae incognitae han descubierto los intrépidos
exploradores de esta clase.
Tal vez el destino quería que ocurriera lo que ocurrió después, pero fue tan
impresionante que no parecía un hecho real sino una ficción. Hornblower vio venir lo
que iba a pasar antes de que Keene cogiera los papeles con los problemas, incluido el
suyo. El resultado que había obtenido era el único correcto, pues unos habían sumado
la corrección por refracción en vez de restarla, otros se habían equivocado en la
multiplicación, y Simpson había hecho mal todo el problema.
—Le felicito, señor Hornblower —dijo Keene—. Debe estar muy orgulloso, pues
ha sido el único que lo ha hecho bien entre tantas lumbreras. Tiene la mitad de la
edad de Simpson, ¿verdad? Si duplica sus conocimientos cuando duplique su edad,
nos dejará atrás a todos los demás. Señor Bowles, tenga la amabilidad de ocuparse de
que el señor Simpson dedique más atención a las matemáticas.
Dichas estas palabras salió decidido a seguir avanzando por la entrecubierta,
deteniéndose de vez en cuando debido a la enfermedad mortal que le aquejaba.
Hornblower se quedó mirando al suelo para evitar que su mirada se cruzara con la de
los demás; de sobras sabía que le estaban observando y lo que expresaban con sus
miradas. En ese momento deseó con toda su alma su propia muerte y por la noche
rogó por que llegara.
Dos días después, Hornblower fue a cumplir una misión en tierra a las órdenes de
Simpson. Los dos guardiamarinas tenían a su cargo una brigada de marineros que,
junto con las de los otros barcos de la escuadra, se proponía reclutar hombres por las
buenas o por las malas. No tardaría mucho tiempo en llegar un convoy de las
Antillas, y si bien es cierto que a la mayo ría de los tripulantes les obligarían a
embarcarse en otros barcos tan pronto como el convoy entrara en el Canal, algunos se

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quedarían en sus barcos para amarrarlos y después tratarían de escabullirse
valiéndose de todas las artimañas y buscarían en tierra un lugar seguro donde
esconderse. Los marineros reclutadores tenían la misión de formar un cordón en el
muelle para impedirles el paso. Ya todos estaban preparados, pero todavía no se había
avistado el convoy.
—Las cosas van bien —aseguró Simpson.
Esa era una frase que Simpson rara vez decía, pero ahora se encontraba en una
sala de la parte de atrás del hostal Lamb, sentado cómodamente en una butaca, con
los pies encima de otra, y tenía en la mano una jarra de cerveza con ginebra.
—¡A la salud del convoy de las Antillas! —brindó Simpson y se dispuso a echar
un trago de cerveza—. ¡Que tarde mucho!
Simpson se encontraba muy a gusto allí. El cometido que llevaba, la cerveza y el
fuego de la chimenea le habían puesto de buen humor. Todavía el alcohol no le había
vuelto agresivo. Hornblower, que estaba sentado al otro lado de la chimenea, le
observaba sin pestañear mientras bebía cerveza sin ginebra. Estaba asombrado de
que, por primera vez después de subir a bordo del Justinian, sus sufrimientos fueran
tan superficiales que podían compararse a los que le produciría la punzada de una
muela picada.
—Brinde por algo, muchacho —dijo Simpson.
—¡Por el derrocamiento de Robespierre! —balbuceó Hornblower.
Se abrió la puerta y entraron dos oficiales; el uno era un guardiamarina y el otro
un teniente (llevaba una sola charretera), el teniente Chalk, del Goliath, que tenía a su
cargo las brigadas reclutadoras enviadas a la costa. Simpson hizo un sitio a su
superior frente a la chimenea.
—Todavía no se ha avistado el convoy —confesó y luego miró a Hornblower
atentamente—. Me parece que no tengo el placer de conocerle.
—El señor Hornblower —presentó Simpson—. El teniente Chalk. El señor
Hornblower es un guardiamarina famoso por haberse mareado en Spithead.
Hornblower, que procuraba no enfurecerse cuando Simpson le colgaba el
conocido sambenito, al ver que Chalk cambiaba de tema, pensó que lo hacía
simplemente por cortesía.
—¡Tabernero! ¿Quieren tomar algo conmigo? Me temo que la espera va a ser
larga. Sus hombres están ya apostados en los lugares adecuados, ¿no es así, señor
Simpson?
—Sí, señor, así es.
Chalk era un hombre muy activo. Recorrió a grandes zancadas la sala, se acercó a
la ventana, desde donde se quedó mirando unos momentos cómo caía la lluvia, y tras
presentar el guardiamarina que le acompañaba, Caldwell, a los otros dos, llegaron las
bebidas. Era obvio que aquella falta de actividad forzosa le molestaba.

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—¿Jugamos a las cartas para pasar el tiempo? —sugirió—. ¡Estupendo!
¡Tabernero! ¡Traiga una mesa y una baraja y otro farol!
Pusieron la mesa delante de la chimenea, colocaron sillas alrededor, y luego
trajeron la baraja.
—¿A qué jugamos? —preguntó Chalk, mirando a su alrededor.
Chalk era teniente y sus tres compañeros guardiamarinas, así que cualquier
sugerencia suya sería aceptada sin más. Los tres guardiamarinas, naturalmente,
esperaron a que dijera lo que deseaba.
—¿A las veintiuna? No, ese juego es para tontos. ¿Al loo? No, ese juego es para
tontos ricos. ¿Y al whist? Eso nos dará la oportunidad de ejercitar la mente. Sé que
Caldwell sabe poco de ese juego. ¿Qué le parece, señor Simpson?
No era probable que un hombre como Simpson, a quien se le daban tan mal las
matemáticas, jugara bien al whist, pero tampoco era probable que él lo supiera.
—Como quiera, señor —replicó Simpson.
Le gustaba jugar, y le daba igual un juego que otro.
—¿Señor Hornblower?
—Con mucho gusto, señor.
Esta respuesta estaba más cerca de la verdad que la mayoría de las respuestas
convencionales. Hornblower había aprendido a jugar al whist en una buena escuela,
solía jugar con su padre, con el pastor y su esposa desde que falleciera su madre. La
verdad es que el juego le apasionaba. Disfrutaba calculando las posibles jugadas y
eligiendo entre arriesgarse o actuar cautamente de acuerdo con las constantes
variaciones del juego. Había aceptado con tanto entusiasmo que este detalle no se le
escapó a Chalk (que era un buen jugador). El teniente le miró una y otra vez y
rápidamente comprendió que los dos eran almas gemelas.
—¡Estupendo! —exclamó—. Levantemos una carta y decidamos así los puestos
que ocuparemos y quiénes serán compañeros de juego. ¿Qué cantidades apostamos,
caballeros? ¿Les parece mucho un chelín por baza y una guinea por mano? ¿No?
Pues, trato hecho.
Durante algún tiempo el juego se desarrolló sin incidencias. Hornblower fue
compañero de Simpson primero y de Caldwell después. Dos manos de whist fueron
suficientes para hacer patente que Simpson era un pésimo jugador, el tipo de jugador
que tiraba un as cuando lo tenía y la última carta que le quedaba de un palo cuando
tenía cuatro triunfos. No obstante, Simpson y Hornblower ganaron en la primera
mano gracias a las buenas cartas que llevaban, pero Simpson perdió en la mano
siguiente, siendo ya compañero de Chalk, y lo mismo le pasó en la siguiente, también
jugando de compañero con Chalk. Cuando tenía buenas cartas, se alegraba con sorna,
dando por seguro que los otros las tenían peores; en cambio, cuando tenía malas
cartas se ponía serio. Obviamente, era una de esas personas ignorantes para quienes

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jugar al whist era un acto social o un medio de transferir dinero a otros
arbitrariamente, como jugar a los dados. No consideraba el juego ni como un rito
sagrado ni como un ejercicio mental. Además, a medida que perdía, más alcohol traía
el tabernero, y más irritable se volvía. Ya se le había puesto la cara roja y la causa no
sólo era el calor del fuego. Era un mal perdedor y un mal bebedor. Incluso Chalk, que
tenía muy buenos modales, estaba tan tenso que no pudo disimular su alivio cuando
un nuevo corte de la baraja determinó que su compañero sería Hornblower. Ambos
ganaron esa mano con facilidad, y una guinea y varios chelines más fueron
transferidos a la pequeña bolsa de Hornblower, que era quien más había ganado,
mientras que, por el contrario, Simpson era quien más había perdido. Hornblower
estaba que no cabía en sí de gozo y quería seguir jugando al whist, y las expresiones
de disgusto y los reproches que Simpson murmuraba por lo bajo las consideraba
como simples frases que le distraían, pero no le molestaban: no señales de peligro.
No se daba cuenta de que podría pagar caro con futuros tormentos su éxito presente.
Levantaron de nuevo cartas, las enseñaron y Hornblower y Chalk volvieron a ser
compañeros de juego. Tuvieron buenas cartas y ganaron la primera mano. Después,
en dos ocasiones, Simpson y Caldwell hicieron algunos tantos, y Simpson no pudo
disimular su satisfacción por el nuevo giro de la suerte, pero, en la mano siguiente,
Hornblower hizo una excelente jugada que les permitió a Chalk y a él ganar la
séptima baza cuando los otros podían haber ganado dos más. Simpson jugó una sota
después de que Hornblower hubiera echado un diez, de modo que su sonrisa triunfal
del principio se trocó en una sonrisa amarga al descubrir que Caldwell y él sólo
habían hecho seis bazas consecutivas, y, malhumorado, las contó por segunda vez.
Hornblower volvió a repartir las cartas y puso el triunfo en sus manos, ya que al salir
Simpson con un as, como de costumbre, aseguraba así a Hornblower que volvería a
salir a continuación. Hornblower tenía varios triunfos y una serie de cartas de tréboles
consecutivos en orden numérico que podría tirar en cualquier momento si alguien
echaba una carta de ese palo. Simpson miró sus cartas y empezó a gruñir. Era
sorprendente que todavía no se hubiera dado cuenta de que salir con un as significaba
volver a salir de mano a continuación sin haber comprendido mejor el estado de la
situación. Por fin se decidió y echó una carta, Hornblower ganó la baza con el rey y
volvió a salir con un triunfo, con la sota, y tuvo la satisfacción de volver a ganar la
baza. Salió otra vez, y Chalk echó una reina y ambos se apuntaron un tanto más.
Chalk salió con otro triunfo, con el as, y Simpson, maldiciendo, se vio obligado a
echar el rey. Entonces Chalk salió con una carta de tréboles, que Hornblower podía
seguir porque tenía cinco cartas de ese palo, entre ellas la reina y el rey. El hecho de
que saliera con ese palo era muy importante, porque eso impediría que Hornblower se
quedara sin cartas de algún palo por conservar los triunfos que le quedaban.
Hornblower ganó la baza con la reina, y pensó que era muy probable que Caldwell

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tuviera el as, aunque también podría tenerlo Chalk. Salió con una carta de poco valor,
y todos siguieron el palo, pero Chalk jugó la sota y Caldwell el as. Ya habían jugado
ocho cartas de tréboles, y Hornblower tenía otras tres, entre ellas el rey y el diez. Con
toda seguridad ganaría tres bazas con las tres y alguna más también con los triunfos.
Caldwell echó la reina de diamantes y Hornblower jugó la última carta de ese palo
que tenía obligando a Chalk a jugar el as.
—El resto es mío —dijo Hornblower, poniendo sus cartas sobre la mesa.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Simpson, con el rey de diamantes en la mano.
—Cinco bazas —dijo Hornblower—. Gano esta mano.
—Pero ¿no puedo tirar otra?
—Yo gano con un triunfo tanto si sale con diamantes como si sale con corazones
y luego tiro otras tres cartas de tréboles —explicó Hornblower, a quien le parecía que
la cuestión era tan fácil como sumar dos y dos y que esa forma de terminar una mano
era corriente. Le extrañaba que hubiera jugadores como Simpson, que no tenían la
mente muy clara y no podían llevar la cuenta de las cartas que ya habían salido de las
cincuenta y dos que formaban la baraja.
Entonces Simpson tiró sus cartas sobre la mesa y vociferó:
—Sabe usted demasiado de este juego. Ha marcado usted las cartas. Conoce tan
bien el reverso como el anverso.
Hornblower tragó saliva. Se dio cuenta de que aquel momento era crucial y que el
que tenía los triunfos en la mano era el señor Simpson. Un segundo antes estaba
jugando a las cartas y se divertía, pero ahora tenía que resolver una cuestión de vida o
muerte. Un sinfín de ideas cruzaron por su mente. A pesar de las comodidades de que
estaba rodeado, recordó la penosa vida que llevaba en el Justinian, adonde debía
volver. Esta era la oportunidad de poner fin, de alguna forma, a aquella penosa y
desdichada vida. También recordó que había pensado en suicidarse, y en un rincón de
su mente se formó el embrión del plan que estaba dispuesto a seguir. Entonces tomó
una decisión.
—Eso es una ofensa, señor Simpson —dijo, mirándole a los ojos, y le encontró
aturdido; luego miró a Chalk y a Caldwell, que, de repente, se pusieron muy serios—.
Debo exigirle una satisfacción.
—¿Una satisfacción? —preguntó Chalk inmediatamente—. ¡Vamos, vamos! El
señor Simpson perdió los estribos, pero estoy seguro de que le dará explicaciones.
—He sido acusado de hacer trampas en el juego y es difícil encontrar disculpas
para eso —insistió Hornblower.
Intentaba comportarse como un adulto, mejor dicho, como un adulto lleno de
indignación, aunque, realmente, no estaba indignado por la disputa, ya que sabía muy
bien que Simpson había dicho aquellas palabras porque tenía la mente trastornada.
Pero se había presentado la oportunidad de cambiar las cosas, y estaba decidido a

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aprovecharla. Ahora lo que tenía que hacer era representar de manera convincente el
papel de hombre ofendido.
—El señor Simpson bebió mucho alcohol y perdió los estribos —dijo Chalk,
decidido a reconciliarles—. Estoy seguro de que el señor Simpson habló en broma.
Pidamos otra botella y bebamos como buenos amigos.
—Encantado —dijo Hornblower, buscando las palabras adecuadas para que la
reconciliación fuera imposible—, si el señor Simpson se disculpa ahora mismo
delante de ustedes dos, caballeros, y si admite que no habló ni como corresponde a un
caballero ni con fundamento alguno.
Mientras decía esto se había vuelto hacia Simpson mirándole desafiante, o sea,
hablando con metáfora, había agitado un trapo rojo delante del toro. Y Simpson,
enfurecido, arremetió contra él.
—¿Pedirle disculpas a usted, mequetrefe? —gritó Simpson, alterado por el
alcohol y por haber sido herido en su amor propio—. ¡Nunca en mi vida!
—¿Han oído eso, caballeros? —preguntó Hornblower—. El señor Simpson me ha
ofendido, pero se niega a pedirme disculpas y, además, ha vuelto a ofenderme. Ahora
podrá darme una satisfacción solamente de una forma.
Durante los dos días que siguieron, hasta la llegada del convoy de las Antillas,
Hornblower y Simpson, que estaba bajo el mando de Chalk, mantuvieron una extraña
relación, pues eran dos hombres que iban a batirse, pero estaban obligados a
mantenerse en contacto el uno con el otro hasta que el duelo tuviera lugar.
Hornblower cumplía con prontitud todas las órdenes que recibía (de todas maneras
siempre lo hacía así), y Simpson las daba con disgusto y con cierta timidez. A lo
largo de esos días Hornblower desarrolló su plan original. Mientras patrullaba los
muelles al frente de una brigada, tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre la
cuestión. Si se analizaba con objetividad (y un joven de diecisiete años al borde de la
desesperación podía ser un blanco fácil) era tan lógico de resolver como calcular las
probables jugadas en una partida de whist. Nada podía ser peor que la vida que
llevaba en el Justinian, ni siquiera, como ya había pensado, la muerte. Ahora podía
llegar a la muerte por un medio sencillo, que, además, tenía el atractivo de que
condujera a la muerte a Simpson en vez de a él. En ese momento se le ocurrió una
idea que, estaba convencido, le permitiría desarrollar su plan con más seguridad, una
idea que le causó tanto asombro que se paró en seco, y la brigada que le seguía no
pudo detenerse a tiempo y chocó contra él.
—Perdone, señor —dijo el suboficial encargado de la brigada.
—No tiene importancia —dijo Hornblower, absorto en sus pensamientos.
En cuanto regresó al Justinian expuso su idea por primera vez a Preston y
Danvers, los dos ayudantes del oficial de derrota, a quienes les pidió que fueran sus
padrinos.

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—Aceptamos ser sus padrinos, desde luego —dijo Preston, mirando al escuálido
joven cuando les hizo la petición—. ¿Cómo quiere batirse? Como usted es la parte
agraviada, le corresponde escoger el arma.
—He estado pensando en eso desde que me ofendió —dijo Hornblower para
ganar tiempo, pues no era fácil encontrar las palabras adecuadas para exponer su idea
con claridad.
—¿Sabe manejar la espada? —preguntó Danvers.
—No —respondió Hornblower, quien en su vida había empuñado una.
—Entonces será mejor con pistola —aconsejó Preston.
—Probablemente Simpson sea un buen tirador —apostilló Danvers—. No me
gustaría tener que ponerme delante de él.
—Basta —cortó Preston de inmediato—. No desanimes al joven.
—No estoy desanimado —dijo Hornblower—. Eso mismo pienso yo.
—Por lo que veo, se toma usted esto con mucha tranquilidad —repuso Danvers
con asombro.
Hornblower se encogió de hombros.
—Posiblemente. Casi no me preocupa. Pero pienso que tendríamos que lograr que
los dos tuviéramos las mismas probabilidades de ganar.
—¿Cómo?
—Lograríamos que los dos tuviéramos exactamente las mismas probabilidades si
cargáramos una pistola y dejáramos la otra sin cargar —se aventuró a sugerir
Hornblower—. Simpson y yo escogeríamos una sin saber cuál es la cargada y luego
nos colocaríamos a una yarda de distancia el uno del otro y, al oír la orden de hacer
fuego, dispararíamos.
—¡Dios mío! —exclamó Danvers.
—No creo que eso sea lícito —comentó Preston—. Eso significaría que uno de
ustedes dos moriría forzosamente.
—Matar es la finalidad de un duelo —aseguró Hornblower—. Si las condiciones
son justas, creo que no hay motivo para plantear objeciones.
—Pero, ¿piensa realmente llevar a cabo este plan? —inquirió Danvers con
asombro.
—Señor Danvers… —empezó a decir Hornblower, pero Preston le interrumpió.
—No queremos que haya otro duelo —dijo Preston—. Lo que Danvers quiere
decir es que no le importaría llevarlo a cabo él mismo. Hablaremos de esto con
Cleveland y Hether y veremos qué opinan.
Apenas una hora después, todos los tripulantes del barco sabían cuáles eran las
condiciones propuestas para el duelo. Tal vez fue desventajoso para Simpson no tener
amigos en el barco. Cleveland y Hether, sus padrinos, no se opusieron con demasiada
firmeza a las condiciones del duelo, sino que las aceptaron casi sin poner reparos, y el

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tirano de la camareta de guardiamarinas pagó así su comportamiento tiránico.
Algunos oficiales mostraban con desfachatez su satisfacción, y tanto algunos oficiales
como algunos marineros miraban a Hornblower y a Simpson con la curiosidad
malsana que despertaba en ellos la inminencia de la muerte, como si los dos
contendientes estuvieran condenados a morir en la horca. Al mediodía, el teniente
Masters mandó llamar a Hornblower.
—El capitán me ha ordenado que haga algunas preguntas sobre este duelo, señor
Hornblower —dijo—. Y también que haga todo lo posible por conseguir la
reconciliación.
—Sí, señor.
—¿Por qué insiste en exigir una satisfacción, señor Hornblower? Tengo entendido
que le dijeron esas palabras sin reflexionar y cuando estaban ustedes bebiendo y
jugando a las cartas.
—El señor Simpson me acusó de que hacía trampas, delante de testigos que no
eran oficiales de este barco, señor.
Ése era el punto más importante: los testigos no eran miembros de la tripulación
del barco. Si Hornblower hubiera considerado las palabras de Simpson como simples
gruñidos de un hombre malhumorado y borracho, las habría dado por no oídas, pero
había tomado otra postura, y ahora no era posible echar tierra al asunto, y él lo sabía.
—Aun así, pueden darle una satisfacción sin necesidad de un duelo, señor
Hornblower.
—Si el señor Simpson me pide disculpas delante de esos caballeros, me
consideraré desagraviado, señor.
Simpson no era un cobarde y prefería morir a someterse a semejante humillación.
—Ya entiendo. Además, me han dicho que usted insiste en establecer unas
condiciones para el duelo que son inusuales.
—Hay precedentes de esto, señor. Como soy la parte agraviada, puedo escoger
arma y condiciones que no sean injustas.
—Parece usted un picapleitos, señor Hornblower.
El comentario fue suficiente para que Hornblower comprendiera que había
hablado más de lo debido, así que decidió que en el futuro se mordería la lengua. Y
esperó en silencio a que Masters siguiera la conversación.
—Entonces, ¿está decidido a llevar a cabo este mortal desafío, señor Hornblower?
—Sí, señor.
—El capitán también me ordenó que asistiera al duelo, debido a las extrañas
condiciones que usted ha impuesto. Debo informarle que pediré a los padrinos que
tomen las medidas necesarias para eso.
—Sí, señor.
—Eso es todo, señor Hornblower.

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Cuando Masters insinuó a Hornblower que podía marcharse, le miró con mucho
más interés que cuando Hornblower subió a bordo por primera vez. Buscaba signos
de debilidad y vacilación (en realidad, buscaba signos de sentimientos humanos),
pero no advirtió ninguno. Hornblower había tomado una decisión tras haber
examinado los pros y los contras, y la razón le indicaba que después de haber
decidido serenamente lo que iba a hacer, cometería un disparate si se dejaba
influenciar por emociones traicioneras. Las condiciones que había impuesto para el
duelo eran ventajosas para él desde el punto de vista matemático. En el pasado había
pensado en escapar al acoso de Simpson matándose voluntariamente, y, sin duda, el
hecho de que ambos tuvieran las mismas probabilidades de ganar era una ventaja para
él porque podría escapar sin morir. Además, en el caso de que Simpson supiera
manejar la espada y la pistola mejor que él (lo que seguramente así sería), el hecho de
que ambos tuvieran las mismas probabilidades de ganar, obviamente, también era una
ventaja para él desde el punto de vista matemático. No se arrepentía de haberlo
pensado.
Hornblower sabía que su tesis era irrefutable desde el punto de vista matemático,
pero pronto descubrió con asombro que las matemáticas no lo resolvían todo. Muchas
veces durante aquella horrible tarde, Hornblower notó que se sentía angustiado y que
esa angustia le hacía un nudo en la garganta cuando pensaba que a la mañana
siguiente iba a jugarse la vida a cara o cruz. Pensaba que escogiera el arma que
escogiera podría caer muerto, y que entonces ya no tendría conciencia, que su cuerpo
se quedaría frío y que, aunque le costaba creerlo, el mundo seguiría existiendo sin él.
No podía evitar que esas reflexiones le hicieran temblar, y tuvo mucho tiempo para
hacer reflexiones similares, pues la regla que impedía que tuviera contactos con su
adversario antes del momento del duelo le hacía aislarse, en la medida en que era
posible aislarse en las abarrotadas cubiertas del Justinian. Esa noche, lleno de tristeza
y con un inexplicable cansancio, colgó su coy y cuando se desvistió en la húmeda y
maloliente entrecubierta sintió mucho más frío que otras veces. Se cubrió hasta arriba
con las mantas, deseoso de poder relajarse gracias a su calor, pero no lo consiguió.
Una y otra vez, apenas se quedaba adormecido, volvía a despertarse angustiado y con
la mente ofuscada por las ideas sobre lo que ocurriría al día siguiente. Se volvió a un
lado y a otro en su coy una docena de veces y oyó la campana del barco sonar cada
media hora en lo que le pareció un tiempo demasiado largo, y sintió desprecio hacia
sí mismo por ser cobarde. Al final se dijo que era mejor que su destino dependiera de
la suerte, porque si tuviera que depender de la firmeza de su mano y de la agudeza de
su vista, moriría por fuerza después de una noche como la que estaba pasando.
Probablemente esa conclusión le ayudó a dormirse una o dos horas y se despertó
sobresaltado cuando Danvers le dio varias sacudidas.
—Han sonado cinco campanadas —dijo Danvers—. Amanecerá dentro de una

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hora. Levántese y vístase.
Hornblower, vestido sólo con la camisa, salió del coy, se puso de pie en la
entrecubierta, que estaba casi completamente oscura, y apenas pudo distinguir a
Danvers.
—Número Uno nos ha dado el segundo cúter —dijo Danvers—. Masters y
Simpson y su grupo irán primero a tierra en la lancha. Aquí llega Preston.
Otra figura borrosa apareció en la oscuridad.
—Hace un frío de mil demonios —dijo Preston—. ¡Qué tiempo tan espantoso
para salir esta mañana! Nelson, ¿dónde está ese té?
El despensero de la camareta de guardiamarinas trajo el té cuando Hornblower,
temblando de frío, se subía los pantalones. La taza empezó a chocar contra el plato
cuando al levantarla, la sostenía con la mano y eso le molestó mucho. Pero el té
estaba muy bueno y Hornblower se lo bebió con gusto.
—Déme otra taza —dijo y se enorgulleció de que pudiera pensar en el té en ese
momento.
Todavía no había clareado cuando bajaron al cúter.
—¡Zarpar! —ordenó el timonel, y el cúter se separó del costado del barco.
Soplaba un viento frío y fuerte que hizo que la empapada vela al tercio se
hinchara cuando el cúter puso proa a las dos luces que señalaban el muelle.
—Pedí a un coche de alquiler que estaba en el George que nos esperara —dijo
Danvers—. Confío en que nos esté esperando allí.
Allí estaba. El cochero, a pesar de todo lo que había bebido durante la noche, aún
se mantenía lo bastante sobrio como para dominar al caballo. Danvers sacó un frasco
del bolsillo cuando se sentaron en el coche y metieron los pies entre la paja.
—¿Le apetece un trago, señor Hornblower? —preguntó, al tiempo que le ofrecía
el licor—. Hoy no necesita tener la mano firme.
—No, gracias —respondió Hornblower, que, como tenía el estómago vacío, sintió
repugnancia al pensar en beber alcohol.
—Los otros ya estarán allí cuando lleguemos —apuntó Preston—. Yo mismo vi la
lancha virar para regresar al barco cuando llegamos al muelle.
Las reglas exigían que los dos contendientes llegaran por separado al sitio donde
iba a tener lugar el duelo; sin embargo, sólo les hacía falta una embarcación para
regresar al barco.
—El matasanos está con ellos —confirmó Danvers—. Sólo Dios sabe para qué
piensa que puede ser útil aquí.
Se echó a reír, pero, por cortesía, trató de contener la risa.
—¿Cómo se siente, Hornblower? —inquirió Preston.
—Bastante bien —respondió y tuvo que contenerse para no añadir que sólo se
sentía bastante bien si no mantenían conversaciones de esa clase.

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El coche llegó a la cima de la colina y después bajó hasta el ejido, y se detuvo no
lejos de otro coche parado allí. La luz amarilla de su farol brillaba en la penumbra del
amanecer.
—Ahí están —dijo Preston.
La débil luz del alba les permitió distinguir a un grupo de hombres en un terreno
cubierto de escarcha y rodeado de aulagas. Iban ya acercándose a ellos cuando
Hornblower clavó su mirada en la cara de Simpson, un poco apartado del grupo.
Simpson estaba pálido, y Hornblower notó que tragaba saliva, que estaba tan
nervioso como él. Masters se aproximó a Hornblower y, como de costumbre, le lanzó
una mirada inquisitiva.
—Éste es el momento para la reconciliación —dijo—. Nuestro país está en
guerra, señor Hornblower, y espero poder convencerle de que ponga fin a esta
situación y salve la vida a un servidor del Rey.
Hornblower miró hacia Simpson y Danvers respondió por él.
—¿El señor Simpson está dispuesto a dar una satisfacción como es debido? —
preguntó Danvers.
—El señor Simpson tiene la intención de manifestar que desearía que el incidente
nunca hubiera ocurrido.
—Esa forma de dar una satisfacción es inapropiada —reconoció Danvers—. No
incluye una disculpa, y convendrá usted conmigo, señor, en que una disculpa es
necesaria.
—¿Qué dice la persona agraviada? —insistió Masters.
—Ninguna persona agraviada debe hablar en estas circunstancias —insistió
Danvers, mirando a Hornblower, quien asintió con la cabeza.
Todo esto era inevitable, y tan desagradable como el paseo en el carro del
verdugo. Ya no era posible volver atrás. Hornblower creía que Simpson no se
disculparía nunca, y sin una disculpa, el asunto no podía zanjarse ni resolverse más
que con un combate sangriento. Tantas eran las probabilidades de ganar como de que
le quedaran apenas cinco minutos de vida.
—Entonces, ¿están decididos a que el duelo tenga lugar, caballeros? —inquirió
Masters—. Tendré que hacer constar esto en mi informe.
—Estamos decididos —respondió Preston.
—Entonces no tengo más remedio que permitir que este asunto termine de una
forma deplorable. Ya puse las pistolas al cuidado del doctor Hepplewhite.
Se volvió y, seguido de cerca por ellos, se acercó al otro grupo, formado por
Simpson, Hether, Cleveland y el doctor Hepplewhite, que tenía sujetas las pistolas
por el cañón, una en cada mano. Hepplewhite era un hombre corpulento y de cara
enrojecida, como todos los bebedores empedernidos, y, a causa del alcohol, ahora
presentaba una amplia sonrisa bobalicona y hacía eses al andar.

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—¿Todavía estos jóvenes piensan llevar a cabo esa locura? —preguntó, pero
ninguno de ellos le hizo caso, todos opinaban que no debía hacer tal pregunta en un
momento como ese.
—Bueno, aquí están las pistolas —dijo Masters—. Las dos tienen puesto el cebo,
pero una está cargada y la otra no, de acuerdo con las condiciones convenidas. Aquí
tengo una guinea. Yo propongo que la lancemos al aire para determinar cómo se
distribuirán las armas. Pero, caballeros, ¿creen que mediante el lanzamiento de la
moneda se asignará una determinada pistola a cada contendiente? Por ejemplo, ¿le
corresponderá esta pistola al señor Simpson en caso de que pida cara y la cara quede
hacia arriba? ¿O creen que quien resulte ganador en el lanzamiento de la moneda
debe escoger el arma? Quiero eliminar de antemano todas las posibilidades de que
haya colusión, quiero decir, que nadie piense que hay connivencia o complot para
engañar a uno de los contendientes.
Hether, Cleveland, Danvers y Preston se miraron unos a otros desconcertados.
—Que el ganador escoja el arma —sentenció Preston por fin.
—Muy bien, caballeros. Por favor, elija, señor Hornblower, ¿cara o cruz?
—Cruz —dijo Hornblower cuando la moneda de oro empezó a dar vueltas en el
aire.
Enseguida Masters la cogió y la cubrió con una mano.
—Cruz —dijo Masters, levantando la mano, y enseñando la moneda después a los
padrinos—. Por favor, escoja.
Hepplewhite ofreció a Hornblower las dos pistolas, una con la muerte y otra con
la vida. Ese momento le pareció horrible. Lo único que le guiaba era la suerte, y tuvo
que hacer un pequeño esfuerzo para alargar la mano.
—Quiero ésta —dijo y cogió el arma no sin dejar de sentir el frío del arma, fría
como el hielo.
—He hecho lo que me ordenaron —dijo Masters—. Ahora hagan ustedes lo que
quieran, caballeros.
—Coja ésta, señor Simpson —insistió Hepplewhite—. Tenga mucho cuidado con
la forma en que agarra la pistola, señor Hornblower. Es usted una amenaza pública.
Hepplewhite sonreía todavía y se regodeaba porque alguien estaba en peligro de
muerte, pero ese alguien no era él. Simpson tomó la pistola que le ofreció
Hepplewhite, la sujetó con fuerza y su mirada volvió a cruzarse con la de
Hornblower, sin que en ella hubiera indicios de arrepentimiento ni de ningún otro
sentimiento.
—No hay que alejarse mucho —aconsejó Danvers—. Cualquier lugar es bueno.
El terreno no es muy accidentado.
—Muy bien —dijo Hether—. ¿Quiere colocarse aquí, señor Simpson?
Preston hizo una seña a Hornblower y el joven se acercó. A Hornblower no le era

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fácil aparentar que tenía energías y no estaba preocupado. Preston le cogió por el
brazo y le colocó tan cerca de Simpson que sus pechos casi se rozaban. Estaban tan
cerca que percibía el olor a alcohol de su aliento.
—Por última vez, caballeros… —dijo Masters, alzando la voz—. ¿No pueden
reconciliarse?
No hubo respuesta sino un profundo silencio, y a Hornblower le pareció que
podían oírse los rápidos latidos de su corazón. El silencio se rompió cuando Hether
exclamó:
—¡No hemos acordado quién da la señal! ¿Quién está dispuesto a darla?
—Vamos a pedir al señor Masters que él se encargue de darla —dijo Danvers.
Hornblower ni se volvió. Siguió mirando al cielo plomizo por encima de la oreja
derecha de Simpson. No podía mirar a Simpson a la cara, aunque ignoraba el motivo,
y no sabía hacia dónde mirar. Pensaba que el fin del mundo estaba cerca y que dentro
de poco tiempo una bala podría atravesarle el corazón. En ese momento oyó que
Masters decía:
—Daré la señal cuando ustedes dispongan, caballeros.
En el cielo plomizo no había nada que llamara la atención, así que ahora, al echar
la última mirada al mundo, daba igual que fuera ciego. Masters alzó la voz de nuevo.
—Diré: «Uno, dos, tres, fuego» —anunció—. Y con estos mismos intervalos. Al
oír la última palabra, pueden disparar como quieran. ¿Están preparados?
—Sí —respondió Simpson, casi gritando al oído de Hornblower.
—Sí —repitió Hornblower, y notó el temblor de su propia voz.
—¡Uno! —gritó Masters.
Hornblower sintió la presión de la punta de la pistola de Simpson entre las
costillas del lado izquierdo de su cuerpo y subió su pistola. Fue entonces cuando
comprendió que no era capaz de matar a Simpson aunque tuviera la posibilidad de
hacerlo, y siguió subiendo la pistola. Se obligó a sí mismo a seguirla con la vista para
comprobar que iba quedar apuntando al hombro. Una herida leve sería más que
suficiente.
—¡Dos! —gritó Masters—. ¡Tres! ¡Fuego!
Hornblower apretó el gatillo. Se oyó un chasquido, y un hilillo de humo salió por
abajo de la llave de la pistola. El cebo no había hecho más que arder, pero no ocurrió
nada más, así que su pistola era la que no estaba cargada. Sabía que iba a morir. Una
décima de segundo después, se oyó otro chasquido, y de la pistola de Simpson, que
apuntaba a su corazón, salió otro hilillo de humo. Los dos permanecieron inmóviles,
petrificados y tardaron en darse cuenta de lo que había pasado.
—¡Un tiro fallido! —gritó Danvers.
Los padrinos rodearon a los contendientes.
—¡Denme esas pistolas! —gritó Masters, arrancándoselas de las manos que las

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sujetaban débilmente—. La que está cargada todavía podría dispararse y no quiero
que eso ocurra ahora.
—¿Cuál era la que estaba cargada? —preguntó Hether, muerto de curiosidad.
—Es mejor no enterarse de eso —dijo Masters, cambiando varias veces las
pistolas de una mano a otra como si deseara confundir a todo el mundo.
—¿Por qué no disparan otra vez? —preguntó Danvers.
Masters le miró muy serio y contestó:
—No dispararán otra vez. El honor ha quedado limpio de manchas. Estos dos
caballeros han salido bien parados de una difícil situación. Nadie tendrá en poco al
señor Simpson si dice que lamenta lo ocurrido ni nadie tendrá en poco al señor
Hornblower si acepta esa afirmación como disculpa.
Hepplewhite empezó a reírse a carcajadas.
—¡Qué caras! —dijo, dándose palmadas en el muslo—. ¡Deberían ver las caras
que tienen! ¡Qué caras tan fúnebres!
—Señor Hepplewhite, su comportamiento es indecoroso —dijo Masters—.
Caballeros, los coches nos están esperando en el camino y el cúter en el muelle, y me
parece que a todos nos vendría bien ir a desayunar, incluido el señor Hepplewhite.
Ese debería haber sido el final del incidente, pero en todos los barcos de la
escuadra anclados en el puerto se habló del inusual duelo durante mucho tiempo.
Todo el mundo conocía de sobras el nombre de Hornblower ahora, pero al hablar de
él ya no hacían mención de que era el guardiamarina que se había mareado en
Spithead, sino que era el hombre que se había jugado la vida a cara o cruz con sangre
fría. Sin embargo, en el Justinian se habló del duelo desde otro punto de vista y
circularon extraños rumores sobre él.
—El señor Hornblower ha pedido permiso para hablar con usted, señor —dijo
una mañana el señor Clay, el primer oficial, al entregarle un informe al capitán.
—Bueno, cuando usted se vaya, mándele pasar —dijo Keene y luego suspiró.
Diez minutos después oyó que alguien daba con los nudillos unos golpes en la
puerta de la cabina. Unos golpes que anunciaban a un hombre muy enfadado.
—Señor… —empezó a decir Hornblower.
—Me parece que sé lo que va a decir —dijo Keene.
—¡Las pistolas con que nos batimos Simpson y yo no estaban cargadas!
—Seguro que Hepplewhite le ha ido con el soplo —insinuó Keene.
—Y, según tengo entendido, fue por orden suya, señor.
—Exactamente. Se lo ordené al señor Masters.
—¡Eso fue una arbitrariedad, una acción injustificable, señor!
Eso era lo que Hornblower quería decir, pero al pronunciar palabras de muchas
sílabas, balbuceaba vergonzosamente.
—Tal vez —dijo Keene tranquilamente, sin dejar de ordenar, como siempre, los

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papeles que estaban encima de su escritorio.
Hornblower se desconcertó al ver que Keene admitía su falta con absoluta
tranquilidad y por unos momentos sólo pudo farfullar.
—He salvado la vida a un servidor del Rey —continuó Keene cuando el joven
dejó de farfullar sus invectivas—. He salvado la vida a un hombre joven, y nadie se
ha hecho daño. Por otra parte, tanto usted como Simpson han demostrado su valor.
Ahora los dos saben que pueden soportar un ataque del enemigo, y los demás
también.
—Me ha inferido usted una grave ofensa, señor —dijo Hornblower, decidido a
repetir uno de los discursos que había ensayado—, que solamente se puede reparar de
una manera.
—Conténgase, señor Hornblower, por favor —dijo Keene, cambiando de postura
en la silla y haciendo una mueca de dolor, y luego preparó su alocución—. Debo
recordarle una beneficiosa norma que hay en la Armada: ningún oficial puede retar a
duelo a un superior. Obviamente, la razón es que sería demasiado fácil obtener un
ascenso si eso fuera posible. Además, señor Hornblower, si un oficial reta a un
superior, comete un delito por el que tendrá que ser juzgado por un consejo de guerra.
—¡Oh! —exclamó Hornblower con voz débil.
—Ahora le daré un consejo —prosiguió Keene—. Usted se ha batido y ha salido
del duelo con honor, y eso es bueno, pero es mejor que no vuelva a batirse. Algunos
hombres, aunque parezca extraño, cogen gusto a los duelos, como los tigres a la
sangre, y nunca llegan a ser buenos oficiales, ni buenos ni populares.
Entonces Hornblower se dio cuenta de que la excitación que tenía al entrar en la
cabina del capitán se debía en buena medida a su vehemente deseo de retarle. Era
posible que sintiera un placer morboso en correr riesgos y en ser momentáneamente
el centro de atención. Keene esperaba que él dijera algo, pero le costaba hablar.
—Entendido, señor —dijo por fin.
Keene volvió a cambiarse de postura en la silla.
—También quería hablarle de otro asunto, señor Hornblower. El capitán Pellew,
de la Indefatigable puede admitir a un guardiamarina más. Al capitán Pellew le gusta
mucho jugar al whist y le hace falta tener a bordo otro buen jugador para completar
un grupo de cuatro. Los dos estamos de acuerdo en autorizar su traslado si tiene a
bien solicitarlo. Está de más decir que cualquier joven oficial ambicioso aprovecharía
la oportunidad de prestar servicio en una fragata.
—¡Una fragata! —exclamó Hornblower.
Todo el mundo sabía que Pellew era un capitán excelente y que había conseguido
muchas victorias. Un oficial podía ganar prestigio y obtener un buen botín e incluso
un ascenso estando al mando de Pellew. Hornblower pensó que era probable que la
competencia entre los que querían ser destinados a la Indefatigable fuera muy reñida,

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y que ésa era la oportunidad de su vida. Estaba a punto de decir que aceptaba gustoso
cuando pensó algo que le hizo contenerse.
—Es usted muy amable, señor —dijo—. No sé cómo agradecérselo. Pero usted
me admitió como guardiamarina aquí, así que debo quedarme con usted.
Aquella expresión adusta prueba de su irritación dio paso a una sonrisa
complaciente.
—Pocos hombres habrían dicho eso —dijo Keene—. Pero insisto en que acepte la
oferta. No viviré mucho tiempo más, no viviré lo suficiente para apreciar su lealtad.
Además, este barco no es el lugar más adecuado para usted, porque el capitán es un
inútil… No me interrumpa… Y porque el primer oficial es débil y los guardiamarinas
son viejos. Usted debe estar donde haya muchas posibilidades de conseguir un
ascenso. Pienso en el bien de la Armada cuando le recomiendo que acepte la
invitación del capitán Pellew, señor Hornblower, allí tendrá una preocupación menos
si la acepta.
—Sí, señor —dijo Hornblower—. Acepto, señor.

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CAPÍTULO 2
EL CARGAMENTO DE ARROZ

El lobo había entrado en el redil de las ovejas. Las agitadas aguas grisáceas
del golfo de Vizcaya estaban jaspeadas de blancas velas hasta donde
alcanzaba la vista, y aunque el viento era huracanado, todos los barcos, afrontando
peligros sin cuento, habían desplegado gran cantidad de velamen. Todos los barcos
excepto uno trataban de escapar: la excepción era la Indefatigable, una fragata de la
Armada real al mando del capitán sir Edward Pellew. En un lejano lugar en el
Atlántico, a cientos de millas de allí, se desarrollaba un combate de gran envergadura
en el que un grupo de barcos iba a dilucidar la cuestión de si la potencia que ejercía la
hegemonía de los mares era Francia o Inglaterra. Pero aquí, en el golfo de Vizcaya,
un convoy que los barcos franceses debían proteger era atacado por una fragata cuya
misión era navegar en todas direcciones y sin rumbo fijo en aquellas aguas
turbulentas para capturar cuantos más barcos enemigos mejor. Se había acercado al
convoy por sotavento, y eso impidió que los torpes mercantes pudieran escapar
navegando en aquella dirección y les obligó a virar a barlovento. Todos los barcos
iban cargados de alimentos que la Francia revolucionaria (cuya economía era
desastrosa debido a las convulsiones que había sufrido últimamente) ansiaba recibir,
y sus tripulantes confiaban en hacer llegar a su destino, pero tratando siempre de
escapar al confinamiento en una prisión inglesa. La fragata capturaba los barcos uno
a uno. Después de disparar uno o dos cañonazos a un barco, la recién creada bandera
tricolor de Francia descendía por el asta, momento que aprovechaba el capitán para
mandar a un grupo de tripulantes a bordo para llevarlo a un puerto inglés, y la fragata
empezaba a perseguir otra presa.
En el alcázar de la Indefatigable, Pellew gruñía y se enfurecía cuando se
producían los inevitables retrasos. Los barcos del convoy, navegando de bolina y con
el mayor número posible de velas desplegadas, seguían ahora en distintas direcciones
y se alejaban más y más a medida que pasaban los minutos y, si ellos perdían tiempo,
algunos podrían salvarse al encontrarse lejos. Pellew no esperaba ni a su propio cúter.
En cuanto un barco se rendía, ordenaba a un oficial y a un grupo de hombres armados
subir a bordo, y apenas los tripulantes de la presa empezaban a alejarse, volvía a
cambiar la orientación del velacho y comenzaba a perseguir a su nueva víctima. El
bergantín que perseguía en ese momento tardó en rendirse, y los cañones de proa de
la Indefatigable dieron más de un rugido. Se había levantado una marejada tan fuerte
que era difícil hacer disparos precisos, por eso el bergantín seguía avanzando con la

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esperanza de que ocurriera un milagro y poder salvarse.
—Muy bien —dijo Pellew—. Él se lo ha buscado. Ahora le daremos lo que ha
querido.
Los artilleros que manejaban los cañones de proa los dirigieron hacia otro blanco
y dispararon al bergantín en vez de disparar de manera que la bala pasara por delante
de su proa.
—¡Al casco no, maldita sea! —gritó Pellew, al ver que un cañonazo daba en el
casco, cerca de la línea de flotación—. ¡Desarbolarlo!
El siguiente cañonazo, gracias a la suerte o al buen juicio, fue más alto y rompió
las hondas que sujetaban la verga velacho. Entonces la verga se inclinó hacia un lado,
el velacho, que estaba arrizado, se desplegó, el bergantín orzó, y la Indefatigable se
acercó más a él con la batería preparada para dispararle. Ante esa amenaza, el
bergantín arrió la bandera.
—¿Qué barco es ése? —gritó Pellew por el megáfono.
—Es el Marie Galante, de Burdeos, y hace veinticuatro días que zarpó de Nueva
Orleans con un cargamento de arroz —tradujo el oficial que estaba a su lado cuando
el capitán francés respondió.
—¡Arroz! —exclamó Pellew—. Lo podremos vender a un alto precio cuando
lleguemos a Inglaterra. Calculo que llevará unas doscientas toneladas. Seguramente
tendrá una docena de tripulantes como mucho, así que sólo habrá que mandar a bordo
a uno de nuestros guardiamarinas con cuatro marineros a su mando.
Miró a su alrededor como si buscara inspiración para dar la orden.
—¡Señor Hornblower!
—¡Señor!
—Elija a cuatro marineros de la tripulación del cúter y suba con ellos a bordo de
ese bergantín. El señor Soames le dirá cuál es nuestra posición. Llévelo al puerto
inglés que pueda y preséntese ante sus superiores para recibir nuevas órdenes.
—Sí, señor.
Hornblower, con un puñal a un lado y una pistola colgada del cinto, se encontraba
en el puesto que le correspondía, junto a las carronadas del lado de estribor del
alcázar, y tal vez esa había sido la razón por la cual Pellew se había fijado en él. En
aquel momento había que actuar con rapidez, pues, como todos habían notado,
Pellew estaba impaciente. Dado que en la Indefatigable habían hecho zafarrancho de
combate, ahora su baúl formaba parte de la mesa de operaciones que improvisó el
cirujano, por lo que no podía sacar nada de él. Tendría que irse tal como estaba. En
ese momento el cúter iba a ocupar su posición, a cierta distancia de la aleta de la
fragata, y Hornblower se acercó al costado del buque y le gritó, tratando de que su
voz fuera potente y varonil. Al oírle, el teniente que estaba al mando de la
embarcación puso proa a la fragata.

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—Éstas son nuestra latitud y nuestra longitud, señor Hornblower —dijo Soames,
el oficial de derrota, entregándole un pedazo de papel.
—Gracias —dijo Hornblower, metiéndoselo en el bolsillo.
Subió al pescante de popa con torpeza, se puso a gatas sobre él y miró hacia
abajo, hacia donde estaba el cúter. Tanto la fragata como el cúter cabeceaban tan
fuertemente que casi hundían por completo la proa en el mar; la diferencia de altura
entre ambos parecía muy grande, pues el marinero barbudo que estaba de pie en la
proa apenas alcanzaba el pescante con el bichero. Hornblower vaciló por un
momento. Sabía que era muy torpe y que lo que se aprendía en los libros no servía de
nada cuando había que saltar a una embarcación, pero tenía que saltar, porque Pellew,
que estaba detrás de él, había empezado a gruñir y todos los tripulantes del cúter y de
la fragata tenían la vista clavada en él. Era preferible saltar y hacerse daño a retrasar
la fragata. Si esperaba, cometía forzosamente una equivocación, mientras que si
saltaba, tenía la posibilidad de acertar. Tal vez por orden de Pellew, el timonel apartó
un poco la proa de la Indefatigable de la parte de donde venían las olas. Entonces una
ola que se movía oblicuamente a la dirección de la Indefatigable hizo subir la popa de
la fragata y a continuación avanzó hasta el cúter e hizo subir la proa de éste cuando la
popa de la fragata bajaba. Hornblower se irguió y saltó. Cayó de pie en la borda y se
tambaleó durante lo que le pareció un interminable segundo. Entonces un marinero le
cogió por la solapa de la chaqueta y le hizo inclinarse hacia adelante para evitar que
se venciera hacia atrás. Pero ni siquiera la fuerza con que el marinero le sujetaba con
el brazo extendido fue suficiente para hacerle mantenerse en pie, y cayó de cabeza,
con las piernas levantadas entre los marineros de la segunda bancada. Intentó
levantarse pero se golpeó con los brazos y chocó contra sus musculosas espaldas de
tal manera que casi perdió el aliento, y, finalmente, logró ponerse en pie.
—Lo siento —dijo jadeante a los hombres entre los cuales había caído.
—No se preocupe —dijo el más próximo, un hombre con el aspecto característico
de los marineros, con tatuajes y coleta—. Pesa usted como una pluma.
El teniente que estaba al mando del cúter le observaba desde la bancada de popa.
—¿Va usted al bergantín, señor? —preguntó.
Luego dio una orden y el cúter viró en redondo mientras Hornblower caminaba
hacia popa.
El hecho de que esos hombres no le recibieran con risotadas que disimularan
bastante bien su deseo de burlarse de él fue una grata sorpresa. Pasar a una pequeña
embarcación desde una gran fragata no era fácil ni siquiera estando el mar en calma,
y probablemente todos los que se encontraban allí habrían llegado a bordo de cabeza
alguna vez. Además, por lo que había visto en la Indefatigable, en la Armada no
tenían por costumbre reírse de un hombre que no se escaqueaba cuando tenía algo
que hacer y lo hacía lo mejor posible.

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—¿Va a hacerse cargo del bergantín? —preguntó el teniente.
—Sí, señor. El capitán me dijo que llevara conmigo a cuatro de sus hombres.
—Es mejor que sean gavieros —dijo el teniente, mirando hacia la parte superior
de la jarcia del bergantín.
La verga velacho se sostenía precariamente y el foque, con estruendo, ondeaba
empujado por el viento porque una de las drizas que lo sujetaba se había soltado.
—¿Conoce a estos hombres? —preguntó—. ¿Prefiere que los escoja yo?
—Le agradecería mucho que los escogiera usted, señor.
El teniente pronunció cuatro nombres, y cuatro hombres respondieron.
—Evite que tomen alcohol y no le darán problemas. Vigile a los tripulantes
franceses, porque, si no lo hace, recuperarán el bergantín en un santiamén y terminará
usted en una cárcel francesa.
—Sí, señor —dijo Hornblower.
El cúter se abordó con el bergantín y el espacio entre las dos embarcaciones se
cubrió de blanca espuma. Rápidamente el marinero tatuado hizo un trato con los que
estaban en su bancada (los marineros tenían que dejar atrás sus pertenencias, lo
mismo que Hornblower) y se metió un puñado de picadura en el bolsillo y luego saltó
al pescante central. Otro marinero le siguió, y ambos permanecieron allí mirando a
Hornblower, que atravesaba trabajosamente el vacilante cúter en dirección a la proa.
Hornblower se subió a la bancada de proa y empezó a balancearse peligrosamente. El
pescante central del bergantín estaba más bajo que el de la Indefatigable, pero esta
vez tenía que dar un salto hacia arriba. Uno de los marineros le sujetó por un hombro.
—Espere el momento oportuno, señor —dijo—. Prepárese. ¡Ahora!
Hornblower saltó al pescante central con las piernas y los brazos extendidos, igual
que una rana. Se agarró de los obenques, pero se le resbaló la rodilla del pescante, y,
debido al balanceo del bergantín, las manos le resbalaron por los obenques y se
hundió en el agua hasta las caderas. Los marineros que estaban esperándole le
agarraron por las muñecas y le subieron al pescante y otros dos marineros le
siguieron. Enseguida pasó a la cubierta con el grupo detrás de él.
Lo primero que vio fue a un hombre que estaba sentado en la armazón de tablas
que cubría la escotilla. El hombre, con la cabeza gacha, se llevó a la boca una botella
y la inclinó de manera que el culo quedó dirigido hacia el cielo. Formaba parte de un
numeroso grupo que rodeaba la escotilla, y junto a ellos había más botellas.
Hornblower vio que en ese momento se pasaban una botella del uno al otro, y cuando
se acercó a ellos, una botella vacía pasó rodando por delante de sus pies y fue a
meterse en un imbornal con gran estrépito. Otro hombre del grupo, con su blanca
melena flotando al viento, se puso de pie para darle la bienvenida y se quedó un
momento con los ojos en blanco, agitando los brazos como si quisiera decir algo
importante y estuviera haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas.

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—¡Maldito inglés! —dijo finalmente.
De repente volvió a sentarse en la armazón y luego apoyó la cabeza en los brazos
como si quisiera dormir.
—Bien sabe Dios que han aprovechado el tiempo, señor —dijo el marinero que se
encontraba junto a Hornblower.
—Quisiera que estuviéramos tan contentos como ellos —dijo otro.
Junto a la escotilla había una caja en la que aún quedaba la cuarta parte de las
botellas, y el marinero cogió una y la miró con curiosidad. Hornblower no necesitaba
recordar la advertencia del teniente, porque cuando patrullaba el puerto con las
brigadas reclutadoras se había dado cuenta de que los marineros británicos tenían
propensión a la bebida. Dentro de media hora los miembros de su brigada estarían tan
borrachos como los franceses si él lo consentía. En su mente se implantó una imagen
que le aterrorizó y le llenó de angustia, se vio a sí mismo en un barco en malas
condiciones y con tripulantes borrachos que navegaba a la deriva por el golfo de
Vizcaya.
—¡Deje eso! —ordenó.
La situación era tan peligrosa que su voz, una voz de un joven de diecisiete años,
se quebró como la de uno de catorce, y el marinero vaciló y se quedó con la botella
en la mano.
—¡Deje eso!, ¿me ha oído? —insistió Hornblower, enfurecido y preocupado.
Ésta era la primera vez que estaba al mando de un barco. Se encontraba en
circunstancias novedosas, y la excitación le impulsaba a emplear toda la energía de
que disponía por su firmeza de carácter. Al mismo tiempo, la razón le decía que si el
marinero no le obedecía ahora, no le obedecería nunca. Tenía la pistola en el cinto y
se llevó la mano a la culata, y posiblemente la habría sacado y hubiera disparado (si
el cebo no hubiera estado mojado, como pensó con amargura más tarde al recordar el
incidente), pero el marinero volvió a mirarle fijamente y puso la botella en la caja.
Así se zanjó el incidente y Hornblower se preparó para dar el siguiente paso.
—Lleve estos hombres a proa —dijo y después dio una orden más contundente
—: llévelos al castillo.
—Sí, señor.
La mayoría de los franceses, más mal que bien, todavía podían caminar y los
marineros británicos les hicieron avanzar delante; con todo, a tres de ellos tuvieron
que arrastrarlos por el cuello de la camisa.
—Vaaayaaan pooor aaahííí —dijo uno de los marineros, y era evidente que
pensaba que si hablaba así los franceses le entenderían mejor.
El francés que les había saludado cuando subieron a bordo, se despertó y, al darse
cuenta de que le arrastraban hasta la proa se soltó y se volvió hacia Hornblower.
—¡Soy un oficial! —exclamó señalándose a sí mismo—. ¡No voy a ir con ellos!

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—¡Llévenselo! —ordenó Hornblower, pensando que en esas circunstancias no
podía pararse a discutir lo que para él no eran más que insignificancias.
Arrastró la caja con todas las botellas dentro hasta el costado del buque y las tiró
por la borda de dos en dos. Estaba claro que las botellas contenían un excelente vino
que los franceses habían decidido beberse antes de que los ingleses se lo apropiaran,
pero eso a él le tenía sin cuidado, porque un marinero británico podía emborracharse
con un clarete añejo lo mismo que con el ron que le daban en la Armada. Terminó su
tarea cuando el último francés entraba al castillo y fue entonces cuando miró a su
alrededor. El ruido del fuerte viento al rozar sus orejas le molestaba, y el ruido
ensordecedor e incesante que hacía el foque al ondear le impidió pensar cuando
contemplaba la destrozada jarcia. Todas las velas estaban fláccidas y el bergantín no
hacía más que dar sacudidas. La popa solía hacer movimientos bruscos, y el timón,
que estaba desatendido, hacía virar el bergantín de manera que se apagaban las velas
y cesaba de moverse, como un caballo encabritado, y luego avanzaba hacia adelante
violentamente. Hornblower había adquirido mucha experiencia en hacer cálculos
matemáticos en un barco bien gobernado, donde había un perfecto equilibrio entre las
velas de proa y las de popa. Allí ya no había equilibrio, y Hornblower se puso a
pensar en las fuerzas que actuaban sobre las superficies planas, y en ese momento sus
hombres regresaron corriendo adonde él se encontraba. Al menos estaba seguro de
una cosa, de que la verga velacho, que se sostenía precariamente, terminaría por
desprenderse causando daños impredecibles si seguía dando bandazos durante mucho
tiempo. El bergantín debía llevar las velas orientadas de forma apropiada;
Hornblower se imaginaba cómo podría conseguirlo, y formó en su mente la frase con
que daría la orden apropiada en el preciso momento de evitar que pareciera que
vacilaba.
—Giren las vergas a babor —dijo—. Braceen con fuerza.
Los marineros le obedecieron y él se acercó cautelosamente al timón. Había
llevado el timón algunas veces, cuando aprendía las tareas propias de su profesión
durante el tiempo que estuvo bajo el mando de Pellew, pero no estaba satisfecho con
lo que había aprendido. Cuando cogió el timón, las cabillas le parecieron extrañas,
entonces, con la intención de experimentar con él, lo giró, si bien con timidez. El
bergantín empezó a moverse más suavemente en cuanto las velas de popa cambiaron
de orientación y al volverse y transformarse en un objeto sometido a la lógica, las
cabillas empezaron a hablar a los sensibles dedos de Hornblower. Su mente encontró
la solución al problema del timón al mismo tiempo que sus sentidos la encontraron
empíricamente. En las condiciones en que se encontraba el bergantín, el timón se
podía amarrar, y Hornblower, en efecto, amarró una cabilla con una vinatera y se
apartó del timón. El Marie Galante se movía suavemente, y mientras tanto las olas
batían contra la amura de estribor.

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Los marineros suponían que Hornblower era un oficial competente, pero él no
tenía la más remota idea de cómo resolver el siguiente problema, no sabía qué hacer
con la maraña que había en el palo trinquete, en la que tenía clavada la vista ahora. Ni
siquiera sabía con certeza qué estaba mal. Pero los hombres que estaban bajo su
mando eran expertos marineros y seguramente se habían encontrado en casos de
emergencia similares montones de veces. Lo primero (verdaderamente, lo único) que
tenía que hacer era delegar su responsabilidad.
—¿Quién es el marinero de más antigüedad entre ustedes? —preguntó de repente,
convencido de que hablando de ese modo no le temblaría la voz.
—Matthews, señor —dijo uno de ellos, señalando al marinero con tatuajes y
coleta sobre el que había caído en el cúter.
—Muy bien. Le nombro suboficial, Matthews. Póngase a trabajar enseguida y
quite esa maraña de la proa.
—Sí, señor —dijo con indiferencia.
—Adelante.
El marinero se volvió y se encaminó a proa, momento que aprovechó Hornblower
para irse a popa y allí coger el telescopio que estaba amarrado con una vinatera en la
toldilla. Se divisaban pocos barcos, y Hornblower observó que los más cercanos eran
presas y navegaban rumbo a Inglaterra con la mayor cantidad posible de velamen
desplegado. Mucho más lejos, a barlovento, pudo ver las gavias de la Indefatigable,
que seguía persiguiendo al resto del convoy. La fragata ya había capturado las
embarcaciones más lentas, las que no navegaban bien de bolina, así que tardaría más
tiempo en capturar las restantes. Pronto se quedaría él solo en ese vasto mar, a
trescientas millas de Inglaterra. Trescientas millas… Tardarían dos días de
navegación en recorrerlas si el viento les era favorable, pero, ¿cuántos tardarían si les
era desfavorable?
Volvió a colocar el telescopio en su sitio, y tras asegurarse de que los hombres
trabajaban con ahínco, bajó a echar un vistazo a las cabinas de los oficiales. Había
dos individuales, seguramente una para el capitán y otra para su ayudante; además de
una doble, para el contramaestre y el cocinero o el carpintero. Encontró una pequeña
cámara y supo que era el lazareto[1] porque echó de ver que había cosas muy diversas
almacenadas allí.
La puerta entreabierta se movía de un lado a otro y un manojo de llaves colgaba
de la cerradura. Sin duda, el capitán francés, convencido de que iba a perder todo
cuanto poseía, no se había molestado en cerrarla después de sacar la caja de botellas
de vino. Hornblower cerró la puerta, se guardó las llaves en el bolsillo y, de pronto, se
sintió abrumado por la soledad, como todos los hombres que tienen autoridad en un
barco. Regresó a cubierta, y, en cuanto Matthews le vio, fue corriendo hasta la popa
y, tocándose la frente con los nudillos, dijo:

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—Disculpe, señor, pero tendremos que usar la estrellera para volver a amarrar esa
verga.
—Muy bien.
—Necesitamos más marineros, señor. ¿Me permite poner a trabajar a algunos
franchutes?
—Si cree que puede lograrlo y si queda alguno sobrio…
—Creo que podré lograrlo, tanto si están borrachos como si no.
Fue en ese momento cuando Hornblower pensó que probablemente el cebo de la
pistola estaba mojado. Se hizo duros reproches y se burló de sí mismo porque se
había fiado de la pistola sin haberle vuelto a poner cebo después de las evoluciones
que había hecho en el cúter. Cuando Matthews se dirigió a la proa, él bajó otra vez.
Había visto un estuche con pistolas, un frasco con pólvora y una bolsa con balas en la
cabina del capitán. Cargó las dos pistolas y volvió a cebar la suya y regresó a la
cubierta con las tres pistolas en el cinto cuando sus hombres salían del castillo con
media docena de franceses. Subió a la toldilla y se quedó allí de pie, con las piernas
separadas y las manos a la espalda, tratando de que su gesto expresara indiferencia y
confianza. Puesto que los marineros utilizaron la estrellera para subir la verga con la
vela, apenas una hora de duro trabajo fue suficiente para que consiguieran volver a
amarrar la verga y desplegar la vela.
El trabajo estaba llegando a su fin cuando Hornblower volvió a pensar en lo que
tenía que hacer. Ahora recordaba que dentro de pocos minutos tendría que tomar un
rumbo y bajó corriendo otra vez para determinar uno usando la carta marina de
aquella zona, el compás de puntas y las reglas. Acababa de sacar del bolsillo el
pedazo de papel donde estaba escrita su posición, que él había guardado
descuidadamente hacía poco tiempo, cuando el problema más inmediato no era otro
que pasar de la Indefatigable al cúter. Había pensado con disgusto que había tenido
muy poco cuidado con el papel y que la vida en la Armada no era una sucesión de
crisis, sino una crisis constante y que tenía que ser consciente de que mientras se
resolvía un problema urgente, era necesario hacer planes ya para resolver el siguiente.
Inclinado sobre la carta marina, marcó en ella su posición y determinó el rumbo que
debían tomar. Había sentido angustia al pensar que lo que antes había sido un
ejercicio de náutica que hacía bajo la supervisión del señor Soames ahora era algo de
lo que dependían su vida y su reputación. Había revisado su trabajo y comprobado el
rumbo y lo anotó en un pedazo de papel por temor a que se le olvidara.
Por lo tanto, cuando los marineros terminaron de amarrar la verga velacho y los
prisioneros fueron conducidos de nuevo al castillo y Matthews preguntó a
Hornblower cuáles eran las nuevas órdenes, ya estaba preparado para darlas.
—Cambiaremos la orientación de las velas para navegar con el viento en popa —
dijo—. Ponga un hombre al timón.

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Hornblower decidió ayudar a bracear, y como el viento había amainado un poco,
pensó que con el velamen que el bergantín llevaba desplegado ahora, los marineros
podrían maniobrar bien.
—¿Qué rumbo, señor? —preguntó el timonel. Hornblower se metió la mano en el
bolsillo para sacar el pedazo de papel.
—Noreste cuarta al norte —leyó.
—Noreste cuarta al norte, señor —repitió el timonel, e inmediatamente el Marie
Galante puso rumbo a Inglaterra.
Estaba oscureciendo, y no se veía ningún barco en el horizonte, pero Hornblower
sabía que más allá del horizonte había muchos, aunque eso no evitó que sintiera la
soledad cuando las sombras de la noche se hicieron completamente con la
inmensidad del mar. Había muchas cosas que hacer, muchas cosas que atender, y
Hornblower cargaba sobre sus hombros el peso de la responsabilidad, sin estar
acostumbrado a ello. Había que encerrar a los prisioneros en la bodega de proa,
organizar la guardia por turnos y hacer algo tan trivial como buscar un trozo de
pedernal y un trozo de metal para encender la lámpara de la bitácora. Un marinero
debía estar en la proa como vigía y, además, vigilar a los prisioneros; otro marinero
sería el timonel; los otros dos podrían dormir, pero tendrían que levantarse cuando se
arriara alguna vela, ya que esa era tarea a hacer entre dos. Tenían que comer, aunque
la comida sería frugal, pues consistiría en agua de un tonel unas cuantas galletas de
las que se guardaban en el lazareto. Tenían que estar siempre atentos a los cambios
del tiempo. Hornblower dio un paseo por cubierta en la oscuridad de la noche.
—¿Por qué no duerme un poco, señor? —preguntó el timonel.
—Me echaré a dormir un poco más tarde, Hunter —respondió Hornblower,
intentando que su tono no reflejara que eso no se le había pasado por la cabeza.
Sabía que era un buen consejo y trató de seguirlo, así que bajó y se acostó en el
coy del capitán, pero, naturalmente, no pudo dormir. Cuando oyó al serviola bajar por
la escala de toldilla dando gritos a los dos marineros que debían relevar la guardia
(los dos dormían en la cabina contigua a la suya), no pudo reprimir el deseo de subir
a cubierta para ver si todo marchaba bien. Matthews era el encargado de la guardia, y
Hornblower pensó que no tenía motivos para preocuparse, así que volvió a bajar, pero
apenas se había acostado, le vino al pensamiento una idea que le produjo escalofríos
y le hizo ponerse en pie otra vez. Sintió una profunda angustia y desprecio por sí
mismo, y mientras ambos pugnaban por ocupar el lugar principal entre sus
sentimientos, subió a cubierta y fue hasta donde se encontraban las columnas del
bauprés, entre las que Matthews estaba agachado.
—No hemos hecho nada para saber si hay alguna vía de agua en el bergantín —
dijo.
Mientras caminaba hacia proa iba pensando en cómo diría eso para que a

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Matthews no le pareciera que le hacía una crítica y, con el fin de mantener la
disciplina, para que nadie le echara la culpa a él.
—Así es, señor —dijo Matthews.
—Recuerde que una de las balas lanzadas por la Indefatigable dio en el casco —
continuó Hornblower—. ¿Qué daños causó?
—No lo sé, señor —respondió Matthews—. En ese momento yo estaba en el
cúter.
—Tenemos que averiguarlo en cuanto el día claree —dijo preocupado
Hornblower—. Y ahora deberíamos sondar la sentina, ¿no le parece?
Eran atrevidas esas palabras. No cabe duda de que durante el rápido curso de
náutica que había hecho a bordo de la Indefatigable, Hornblower había estado bajo el
mando de los encargados de las distintas secciones y en cada una había aprendido
algo. En cierta ocasión vio cómo el carpintero sondaba la sentina. Pero no estaba
seguro de poder encontrar la del bergantín y sondarla.
—Sí, señor —dijo Matthews sin vacilar y se aproximó a la bomba—. Necesita
una luz, señor. Voy a traérsela.
Cuando regresó con el farol, lo acercó a la bomba, junto a la cual estaba enrollada
la sonda, y Hornblower la reconoció enseguida. La llevó abajo y metió la pesada
barra de tres pies por la abertura de la sentina, pero la sacó enseguida porque recordó
que debía asegurarse de que estuviera seca. Luego la dejó caer y desenrolló el cordel
hasta que oyó chocar la barra contra el fondo del barco. Hornblower volvió a tirar
hacia arriba el cordel y sacó la barra por la abertura haciendo bastante ruido mientras
Matthews sostenía el farol.
—¡Ni una gota, señor! —exclamó Matthews—. Está más seca que el jarro en que
bebí ayer.
Esto sorprendió agradablemente a Hornblower. Le habían dicho que en todos los
barcos entraba cierta cantidad de agua, e incluso en la Indefatigable era necesario
bombear el agua diariamente. No sabía si el hecho de que la sentina estuviera seca era
un fenómeno muy frecuente o poco frecuente; sin embargo, quería que su gesto no
reflejara ninguna preocupación en particular, sino todo lo contrario, una total
tranquilidad.
—¡Mmm! —dijo Hornblower finalmente—. Muy bien, Matthews. Enrolle la
sonda de nuevo.
Saber que en el Marie Galante no entraba agua podría contribuir a dormir bien si
el viento no hubiera rolado ni hubiera aumentado de intensidad poco después de que
él se dispusiera a entrar en la cabina. Fue Matthews quien bajó a darle la mala noticia.
—No podremos mantener durante mucho tiempo el rumbo que usted determinó,
señor —concluyó Matthews—. Además, el viento es racheado.
—Muy bien —dijo Hornblower—. Subiré enseguida. Llame a todos los

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marineros.
Había pronunciado estas palabras con malhumor, que bien podría ser por haberle
despertado de pronto, pero, la verdad, es que en ellas reflejaba sus temores.
Con una tripulación tan pequeña como la suya tenía que evitar que los cambios de
tiempo le cogieran por sorpresa. No se podía hacer nada con rapidez, como descubrió
después. Hornblower tuvo que coger el timón para que los cuatro marineros arrizaran
las gavias y prepararan el bergantín para la tormenta. La tarea les llevó la mayor parte
de la noche, y cuando finalizó, todos pudieron darse cuenta de que el Marie Galante
no podría seguir navegando con rumbo noreste cuarta al norte. Hornblower dejó el
timón y bajó para consultar de nuevo la carta marina, pero después de consultarla,
sacó la misma conclusión a que había llegado haciendo cálculos mentalmente.
Aunque el bergantín navegara con las velas amuradas a ese costado de modo que la
quilla formara el ángulo más pequeño posible con la dirección del viento, no podrían
contornear la isla d'Ouessant. Como tenía tan pocos tripulantes, no se atrevía a seguir
navegando con ese rumbo aunque le cabía esperar que el viento cambiara de
dirección, pues había aprendido, tanto de sus lecturas como de las lecciones recibidas,
que la costa a sotavento era un gran peligro. No tenía más remedio que cambiar de
rumbo y con esta disposición, regresó a cubierta muy apenado.
—Todos a virar —ordenó, tratando de hablar como el señor Bolton, el tercero de
a bordo de la Indefatigable.
El bergantín viró en redondo y tomó el nuevo rumbo y empezó a navegar de
bolina con las velas amuradas a estribor. Ahora se alejaba de las peligrosas costas de
Francia, pero también se alejaba de las costas de Inglaterra. Hornblower ya no tenía
esperanza de llegar a Inglaterra solamente en dos días; dos días de navegación y no
tenía ni la más mínima esperanza de dormir un rato aquella noche.
Durante el año anterior a su ingreso en la Armada, Hornblower había asistido a
unas clases que daba un emigrado francés arruinado, clases de francés, música y
baile. Muy pronto el emigrado francés se percató de que Hornblower no tenía buen
oído, por lo que era inútil por no decir imposible enseñarle a bailar, así que para
hacerse merecedor de los honorarios que percibía, dedicó todos sus esfuerzos a
enseñarle francés. Buena parte del francés que le enseñó se grabó en la excelente
memoria del joven para siempre. Nunca creyó que aquello fuera a servirle de algo,
pero al alba se dio cuenta de que sí le serviría, cuando el capitán francés insistió en
entrevistarse con él. El capitán francés sabía poco inglés, y cuando Hornblower logró
vencer su timidez y balbucear las primeras palabras en francés, se sorprendió al ver
que ambos podían comunicarse mejor en ese idioma.
El capitán estaba muy sediento y bebió mucha agua de un tonel. No se había
afeitado, naturalmente, y estaba ojeroso por haber permanecido doce horas en la
abarrotada bodega de proa, adonde le habían llevado casi completamente borracho.

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—Mis hombres están hambrientos —dijo el capitán, que no parecía tener hambre.
—Los míos también —repuso Hornblower—. Y yo también.
Es normal gesticular cuando uno habla en francés, por eso señaló a sus hombres
haciendo un ligero movimiento con la mano y a sí mismo dándose un golpe en el
pecho.
—Tengo un buen cocinero —apuntó el capitán.
Tardaron algún tiempo en llegar a un acuerdo sobre los términos de la tregua. El
cocinero prepararía comida para todos los que iban a bordo y los franceses podrían
subir a cubierta hasta mediodía a condición de que se comprometieran a no intentar
recuperar el bergantín.
—Bien —asintió el capitán tras unos momentos de duda.
Y después que Hornblower dio a sus hombres las instrucciones pertinentes para
que soltaran a los tripulantes franceses, llamó al cocinero y acordó con él cuál sería la
comida para aquel día. Muy pronto el humo empezó a salir de la chimenea de la
cocina.
El capitán levantó los ojos al cielo gris, luego hacia las gavias arrizadas y más
tarde al compás que estaba en la bitácora.
—Un viento desfavorable para ir a Inglaterra —comentó.
—Sí —se apresuró a corroborar Hornblower, pues no quería que el francés
advirtiera su amargura y su miedo.
El capitán parecía prestar más atención al movimiento del bergantín bajo sus pies
que a ninguna otra cosa.
—Parece que se mueve trabajosamente, ¿no cree? —preguntó.
—Es posible —respondió Hornblower, que no estaba familiarizado con el Marie
Galante ni con ningún otro barco y no se había formado una opinión sobre la
cuestión, aunque no iba a revelar su ignorancia.
—¿Le entra agua? —inquirió el capitán.
—No hay agua dentro del casco —respondió Hornblower.
—¡Ah! —exclamó el capitán—. No encontrará agua en la sentina. Recuerde que
llevamos un cargamento de arroz.
—Es verdad —dijo Hornblower.
Le costó mucho aparentar que no se había turbado al comprender las
implicaciones que tenía lo que el capitán acababa de decir. El arroz absorbería hasta
la última gota de agua que entrara en el bergantín, así que cuando se sondaba la
sentina, no se apreciaba si había entrado agua. Y cada gota de agua que entraba
engordaba el arroz y hacía disminuir su capacidad de flotar.
—Una bala lanzada por su maldita fragata atravesó el casco… —aseguró el
capitán—. Pero, naturalmente, ya habrá averiguado usted qué daños causó.
—Naturalmente —mintió Hornblower con valentía.

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En cuanto pudo, mantuvo una conversación privada con Matthews sobre la
cuestión, y Matthews puso una expresión grave.
—¿Dónde dio la bala, señor?
—Creo que en algún punto del costado de babor, cerca de la proa.
Hornblower y Matthews se inclinaron sobre la borda y estiraron el cuello para
verlo.
—No veo nada, señor —dijo Matthews—. Bájeme por el costado con una bolina
para ver si puedo encontrarlo.
Hornblower iba a acceder, pero cambió de opinión.
—Bajaré yo mismo por el costado —dijo.
No sabía qué razones le habían impulsado a decir eso. Por una parte, deseaba ver
las cosas con sus propios ojos; por otra, seguía la doctrina según la cual uno nunca
debe dar una orden que él no pueda cumplir; por otra, y quizá era ésta la razón más
importante, deseaba imponerse un castigo por su negligencia.
Matthews y Carson le ataron por la cintura con una bolina y le bajaron por el
costado del buque. Hornblower estaba suspendido de la bolina, muy próximo al
costado, y el mar borboteaba justo debajo de él. En ese momento, debido al cabeceo
del bergantín, el mar llegó hasta donde Hornblower se encontraba, y cinco segundos
después, el joven estaba empapado hasta la cintura. Entonces el balanceo del
bergantín le hizo separarse del costado y después chocar contra él. Los marineros,
sosteniendo la bolina, caminaron despacio hasta la popa, y Hornblower pudo
examinar todo el casco por encima de la línea de flotación, pero no vio ningún
agujero. Eso fue lo que dijo a Matthews cuando él y su compañero le subieron a
bordo.
—Entonces, está por debajo de la línea de flotación —dijo Matthews, cuya
opinión coincidía con la de Hornblower—. ¿Está seguro de que la bala le dio, señor?
—Sí, estoy seguro —respondió Hornblower.
La falta de sueño, la preocupación y el sentimiento de culpa le tenían preocupado
y de mal humor, y por eso, una de dos, o hablaba secamente o se echaba a llorar. Pero
ya había decidido lo que iba a hacer a continuación; lo había decidido mientras le
subían.
—Tendremos que ponerlo en facha con las velas amuradas al otro lado e
intentarlo de nuevo.
Con las velas amuradas al otro lado, el bergantín se escoraría hacia allí, y el
agujero de bala, si es que había alguno, quedaría más próximo a la superficie.
Hornblower permaneció de pie en la cubierta con la ropa chorreando mientras los
marineros hacían virar en redondo al bergantín. El viento era frío y cortante, pero
Hornblower temblaba de emoción, no de frío. Los marineros le bajaron pero debido a
la inclinación del bergantín se encontraba ahora mucho más próximo al costado, así

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que se detuvieron en el momento en que el joven se arañó las piernas con los
moluscos adheridos a la parte del casco que oscilaba entre el viento y el agua.
Entonces empezaron a moverle a ras del costado en dirección a la popa, y en la parte
del casco que quedaba justamente detrás del trinquete, el joven encontró lo que
buscaba.
—¡Deténganse! —gritó a los marineros que estaban en la cubierta, esforzándose
por ocultar la angustia que sentía.
La bolina dejó de moverse hacia la popa.
—¡Bájenme! —prosiguió—. ¡Dos pies más!
Ahora estaba metido en el agua hasta la cintura, y cuando el bergantín se
balanceaba, el agua le cubría la cabeza unos instantes, y a él le parecía que pasaba por
una muerte momentánea. Allí estaba el agujero, dos pies por debajo de la línea de
flotación, a pesar de que el bergantín tenía las velas amuradas al otro lado. Era un
agujero de bordes dentados, casi cuadrado, que medía un pie de punta a punta. El mar
se alborotaba alrededor de Hornblower, y al joven le pareció distinguir el murmullo
que hacía al entrar en el barco, aunque tal vez eso sólo fuera producto de su
imaginación.
Miró a los marineros que estaban en cubierta y les pidió a gritos que volvieran a
subirle, y a ellos les acometió el vehemente deseo de saber lo que él tenía que contar.
—¿Está dos pies por debajo de la línea de flotación, señor? —inquirió Matthews
—. Desde luego, el bergantín navegaba de bolina y muy escorado cuando le dimos,
pero probablemente la proa subió justo cuando disparamos. Además, ahora está más
hundido en el agua.
Eso era lo importante. Hicieran lo que hicieran ahora, inclinaran cuanto inclinaran
el bergantín, el agujero seguiría estando por debajo de la línea de flotación. Por otra
parte, si amuraban las velas al otro lado, estaría mucho más bajo y la presión del agua
sería mayor; sin embargo, para navegar con las velas amuradas a ese lado, debían
navegar rumbo a Francia. Y mientras más agua tuviera dentro el bergantín, más se
hundiría, por tanto, el agua que entrara haría más presión. Había que hacer algo para
taponar el agujero, y Hornblower sabía qué era lo que tenía que hacer porque lo había
leído en los manuales de náutica.
—Tenemos que forrar una vela y tapar el agujero con ella —dijo—. Llamen a
esos franceses.
Forrar una vela es convertirla en algo parecido a un felpudo cosiéndole por todas
partes innumerables trozos de cabos medio deshilachados. Eso lo sabían todos. Y
sabían hacerlo. Después de hecho esto, se pasaría la vela por debajo del casco y se
taponaría el agujero con ella. La presión interior haría que la masa de hilachas se
encajara en el agujero, y eso dificultaría la entrada de agua.
Los tripulantes franceses no tenían ganas de ayudar en esa tarea, puesto que el

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barco ya no era suyo y, además, les conducía a una prisión inglesa, así que, a pesar de
que sus vidas corrían peligro, se mostraban apáticos e indolentes. Transcurrió
bastante tiempo antes de que Hornblower lograra que sacaran una gavia nueva
(pensaba que cuanto más gruesa fuera la lona de la vela, mejor) y se pusieran a cortar
cabos y a deshilacharlos. El capitán francés, sentado con las piernas cruzadas sobre la
cubierta, les miraba trabajar.
—Pasé cinco años en una prisión de Portsmouth durante la última guerra —dijo
—. Cinco años.
—Sí —asintió Hornblower.
Tal vez sintiera compasión por él, pero no dijo nada porque tenía puesta toda su
atención en sus problemas y el frío no le dejaba hablar.
Estaba decidido a llevar al capitán francés a Inglaterra, y, por tanto, a la prisión
otra vez, si era posible, y también estaba decidido a apropiarse de algunas de sus
prendas de ropa.
Bajo la cubierta, a Hornblower le pareció que todos los ruidos, los crujidos y
chirridos del barco de madera eran más fuertes de lo normal. El bergantín se movía
suavemente, y, sin embargo, por los crujidos de los mamparos allí abajo, parecía que
era azotado por una tormenta y que se iba a romper en pedazos. Desechó esa idea y
pensó que era producto de su sobreexcitada imaginación. No obstante, después de
secarse y entrar en calor y ponerse el mejor traje del capitán, la idea le vino a la
cabeza otra vez. Notó que el bergantín crujía como si estuviera soportando una gran
presión.
Regresó a cubierta para ver si el trabajo de los marineros había progresado.
Apenas llevaba allí dos minutos cuando uno de los franceses se volvió hacia atrás y
estiró el brazo para coger un trozo de cabo, pero se detuvo antes de alcanzarlo y se
quedó mirando la cubierta unos momentos y luego cogió un pedazo de una junta.
Entonces levantó la vista y vio que Hornblower le miraba y dijo algo. Hornblower no
hizo ningún esfuerzo por comprender sus palabras porque sus gestos eran elocuentes.
La junta se había despegado un poco de la juntura y la brea tenía bultos. Hornblower
observó ese fenómeno sin comprender las razones que lo habían ocasionado, pues la
junta sólo se había despegado a lo largo de uno o dos pies y las restantes parecían
firmemente adheridas. No… Ahora que miraba la cubierta con más atención, se dio
cuenta de que un poco más lejos había dos puntos en que la brea se había despegado
y tenía ondulaciones. No conocía por experiencia este fenómeno ni lo recordaba
descrito en sus numerosas lecturas. Pero el capitán francés estaba junto a él y también
miraba la cubierta.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡El arroz! ¡El arroz!
Pero el capitán había hablado en francés, y Hornblower no conocía la palabra
«riz». Entonces el capitán dio un golpe con el pie en la cubierta y señaló una junta.

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—¡El cargamento! —exclamó y luego explicó—: Cada vez se hace más grande.
Matthews se acercó a ellos y sin saber ni una palabra de francés comprendió lo
que ocurría.
—El bergantín está lleno de arroz, ¿verdad, señor? —preguntó.
—Sí.
—Entonces, es eso. El arroz se ha mojado y se está hinchando.
El arroz empapado en agua duplicaría o triplicaría su volumen. El cargamento se
estaba hinchando y hacía saltar las juntas del barco. Hornblower recordó los crujidos
más fuertes de lo normal que se oían bajo la cubierta. Ese momento fue horrible.
Hornblower se volvió hacia el mar hostil como si buscara en él inspiración y apoyo,
pero no encontró ninguna de las dos cosas. Pasaron unos angustiosos instantes hasta
que pudo hablar y mantener la dignidad ante las dificultades, como correspondía a un
oficial de la Marina.
—Cuanto antes tapemos el agujero con la vela, mejor —dijo, tratando de hablar
con serenidad, pero pensar que lo lograría era esperar demasiado de sí mismo—.
Haga que esos franceses se den prisa.
Se volvió para dar un paseo por la cubierta y así poder calmarse y poner en orden
sus ideas otra vez, pero el capitán francés siguió a su lado, y estaba locuaz como los
amigos de Job que trataron de consolarle.
—Antes comenté que me parecía que el bergantín se movía trabajosamente —dijo
el capitán—. Está muy hundido en el agua.
—¡Váyase al diablo! —replicó Hornblower en inglés, porque no se acordaba
cómo se decía esa frase en francés.
Estaban aún quietos e inmóviles, cuando Hornblower sintió un ruido bajo sus
pies, como si alguien hubiera golpeado la cubierta desde abajo con una maza. El
bergantín iba cubriéndose de grietas poco a poco.
—¡Dense prisa con esa vela! —gritó, volviéndose otra vez hacia el grupo de
marineros, y se enfadó consigo mismo porque el tono de su voz seguramente revelaba
su ignominioso nerviosismo.
Por fin quedó forrada un área de la vela de cinco pies cuadrados. Entonces los
marineros pasaron los cabos por los ojales de la vela, corrieron a proa con ella, la
pasaron por debajo del casco y la movieron un poco hacia la popa para que cubriera
el agujero. Hornblower empezó a desvestirse, pero no por cuidar la ropa del capitán,
sino por mantenerla seca.
—Bajaré por el costado para ver si está en el lugar correcto, Matthews —dijo—.
Prepare una bolina para atarme.
Estaba desnudo y empapado junto al costado del bergantín y le parecía que el
viento le traspasaba el cuerpo. Rozaba el costado cuando el bergantín se balanceaba,
y las olas, despiadadamente, le hacían chocar con fuerza contra él, desollándose, pero

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comprobó que la vela forrada cubría el agujero y vio con satisfacción cómo la masa
de hilachas taponaban el boquete. Sus hombres le subieron cuando él se lo ordenó y
permanecieron a su lado esperando nuevas órdenes mientras él, aturdido por el
cansancio, la falta de sueño y el frío, hacía esfuerzos sobrehumanos para decidir qué
debían hacer a continuación.
—Virar y amurar las velas a estribor —ordenó por fin.
Si el bergantín se iba a hundir, daba lo mismo que estuviera a cien que a
doscientas millas de la costa francesa, pero si se iba a mantener a flote, entonces
lucharía para que se alejara lo más posible de esa costa, que estaba por sotavento,
para que no hubiera ninguna posibilidad de ser recuperado. El peligro que correría el
bergantín sería mayor, pues el boquete hecho por la bala, ahora taponado con la vela
forrada, estaría mucho más bajo que la línea de flotación, pero, aparentemente, eso
era lo mejor que podía pasar. El capitán francés vio que los marineros hacían
preparativos para que el bergantín virara en redondo y se volvió hacia Hornblower
jurando y maldiciendo. Dijo a Hornblower que iba a poner en peligro la vida de todos
y que con ese viento podrían llegar a Burdeos sin dificultad navegando con las velas
amuradas al otro lado. A la aturdida mente de Hornblower vino la traducción que
había querido interpretar antes, sin que él hiciera ningún esfuerzo por traerla. Y podía
usarla ahora.
—Allez au diable! —exclamó cuando metía la cabeza por dentro de la camisa de
lana gruesa del francés.
Cuando sacó la cabeza por el cuello de la camisa, el francés todavía protestaba, y
lo hacía con tanta energía que a Hornblower le asaltó la duda sobre otra cuestión.
Habló con Matthews y enseguida el marinero fue adonde estaban los prisioneros
franceses y les registró para ver si tenían armas, pero las únicas que encontró fueron
los cuchillos que suelen usar los marineros. No obstante, por precaución, Hornblower
se incautó de todas las armas blancas, y cuando terminó de vestirse, sacó
cuidadosamente las cargas de sus tres pistolas y volvió a cebarlas y a cargarlas. Con
tres pistolas en el cinto, más parecía un pirata o un muchacho que todavía se entrega a
juegos en que se imaginaban seres y sucesos, pero presentía que más pronto o más
tarde los franceses se rebelarían contra sus captores, y tres pistolas no serían
demasiadas para reducir a doce hombres desesperados que tenían a su alcance cosas
que podían usar como armas, como, por ejemplo, las cabillas.
Matthews le estaba esperando con una expresión grave.
—Señor, discúlpeme, pero no me gusta el aspecto del bergantín —dijo—.
Francamente, no me gusta. Tampoco me gusta lo que le está pasando. Estoy
completamente seguro de que se está hundiendo y se está abriendo. Discúlpeme por
decir esto, señor.
Estando Hornblower bajo la cubierta había oído cómo la armadura del barco

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seguía crujiendo, y ahora en la cubierta notó que el espacio entre los listones era cada
vez más grande. La explicación más probable era que el arroz, al hincharse, había
hecho separarse las tablas del casco por debajo de la línea de flotación; en cambio,
por el boquete que hizo la bala, en el momento en que ya lo habían taponado,
solamente pasaba una pequeña cantidad del agua que entraba en el bergantín. Lo más
seguro era que una cantidad grande de agua siguiera entrando y el cargamento se
hinchara y forzara cada vez más al bergantín a abrirse como el botón de una flor que
separa demasiado sus pétalos. Los barcos están hechos para soportar el embate de las
tempestades, pero no para soportar una presión de dentro afuera. Cada vez las tablas
se separaban más y cada vez llegaba más agua al cargamento.
—¡Mire allí, señor! —exclamó Matthews de repente.
A la luz del día pudo verse una pequeña figura de color gris que corría por el
pasamanos de barlovento. La siguió otra, y luego otra más. ¡Eran ratas! Para que
salieran a cubierta en pleno día, para que abandonaran sus confortables madrigueras y
la enorme cantidad de comida que les proporcionaba el cargamento, seguramente
sucedía algo horrible bajo cubierta. La presión debía de ser tremenda. En ese
momento Hornblower volvió a sentir un golpe bajo sus pies, como si se rompiera
algo debajo mismo de él. Pero aún le quedaba una carta que jugar, aún podía
defenderse al menos de una forma.
—Procederemos a la echazón del cargamento —dijo Hornblower, que nunca en
su vida había usado esa palabra, aunque la había visto escrita—. Traiga a los
prisioneros y empezaremos.
El cuartel de la escotilla tenía forma de cúpula, lo que era raro y a la vez
significativo. Cuando los marineros empezaron a sacar las cuñas, uno de los tablones
se desprendió de un lado con un crujido y se movió hasta quedar en posición oblicua,
y cuando quitaron el cuartel, un bulto de color marrón le siguió en su movimiento
ascendente. El bulto era un saco de arroz que había sido empujado desde abajo y
había sido forzado a salir por la escotilla, donde se quedó trabado atascado.
—Engánchenlo a esa estrellera y súbanlo —ordenó Hornblower.
Sacaron uno a uno los sacos de arroz de la bodega. A veces los sacos se rompían
y se formaba un montón de arroz en la cubierta, pero eso no importaba. Un grupo de
marineros barría el arroz hacia el costado de sotavento y llevaba los sacos hasta allí y
lo arrojaba todo al insaciable mar. Después de tirar los tres primeros sacos,
aumentaron las dificultades, pues el cargamento estaba tan apretado en la bodega que
era necesario hacer mucha fuerza para mover los sacos. Dos hombres tuvieron que
bajar por la escotilla para separar los sacos de uno en uno con palancas y ajustarle las
hondas. Los dos franceses a quienes señaló Hornblower vacilaron un momento, pues
estar en la bodega de un barco que se balancea y cabecea fuertemente era peligroso,
ya que era posible que algunos sacos no estuvieran fijos y que les sepultaran vivos

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cuando el barco cabeceara, pero en ese momento Hornblower no tenía en cuenta los
temores de los demás seres humanos, y al notar su vacilación, puso el gesto adusto, y
los dos marineros se apresuraron a bajar por la escotilla. El trabajo continuó durante
horas y horas. Los marineros que movían la estrellera estaban rendidos de fatiga y les
chorreaba el sudor por todo el cuerpo, pero tendrían que ayudar a ratos a los hombres
que estaban abajo. El motivo era que los sacos, muy apretados unos contra otros,
formaban capas y a la vez estaban comprimidos entre el fondo y los baos que
sostenían la cubierta, de modo que cuando los marineros terminaban de subir los que
estaban inmediatamente debajo de la escotilla, tenían que mover con palancas los que
estaban a su alrededor y repetir esto en cada capa. Ya habían dejado un espacio libre
alrededor de la escotilla y llegado a una parte bastante profunda de la bodega, cuando
hicieron el inevitable descubrimiento que tanto se temían: los sacos de las últimas
capas se habían mojado y el arroz que contenían se había hinchado y los había
reventado. La mitad inferior de la bodega estaba llena de una compacta masa de arroz
mojado que sólo podría sacarse con palas y una grúa. Los sacos de las capas
superiores que estaban lejos de la escotilla todavía estaban apretados unos contra
otros, y costaría mucho moverlos y ponerlos debajo de ella para que los subieran.
Hornblower buscaba una solución al problema cuando sintió que le rozaban el
codo y vio que Matthews subía para hablar con él.
—Es inútil, señor —dijo Matthews—. Está muy hundido y cada vez se hunde
más.
Se acercaron al costado los dos y Hornblower miró la parte de fuera. No había
duda. Recordaba muy bien a qué altura estaba la línea de flotación porque había
bajado por el costado, y, además, podía guiarse por algo más fiable, por la altura a
que llegaba la vela forrada que cubría el casco. El bergantín se había hundido seis
pulgadas más, aunque se habían sacado de la bodega y se habían tirado por la borda
al menos cincuenta toneladas de arroz. Seguramente el agua entraba en el bergantín
con la misma facilidad que en una cesta, por las aberturas cada vez más grandes entre
las tablas, y era absorbida inmediatamente por el sediento arroz.
Hornblower sintió dolor en la mano y enseguida se la miró y se dio cuenta de que
la mano le dolía porque, inconscientemente, se había agarrado a la borda con mucha
fuerza. Soltó la borda y miró a su alrededor y luego hacia el sol de la tarde y a las
agitadas aguas. Se resistía a darse por vencido. El capitán francés se aproximó a él.
—Esto es un disparate, una locura, señor —dijo—. Mis hombres están rendidos
de fatiga.
Hornblower miró hacia la escotilla y vio que Hunter azotaba furiosamente a los
marineros franceses con un cabo para que siguieran trabajando. Los marineros
franceses no podrían seguir trabajando por más tiempo. En ese momento el Marie
Galante subió lentamente con una ola y luego bajó muy inclinado hacia un lado. A

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pesar de su falta de experiencia, advirtió la torpeza de los movimientos del bergantín
e intuyó que eran un mal presagio. El bergantín no se mantendría a flote mucho más
tiempo, y había mucho que hacer.
—Nos prepararemos para abandonar el barco, Matthews —dijo, alzando la
cabeza para impedir que sus hombres y los franceses advirtieran su desesperación.
—Sí, señor —dijo Matthews.
El Marie Galante llevaba a bordo una lancha colocada sobre un soporte detrás del
palo mayor. Matthews dio una serie de órdenes a los marineros y todos dejaron su
trabajo y enseguida empezaron a colocar alimentos y agua en la lancha.
—Perdone, señor, pero debería llevar prendas de ropa con que abrigarse —dijo
Hunter a Hornblower en un aparte—. Una vez pasé diez días en una lancha, señor.
—Gracias, Hunter —dijo Hornblower.
Había que tener presente muchas cosas, como por ejemplo, las cartas marinas, el
compás y los demás instrumentos de navegación. ¿Podría hacer una medición precisa
con el sextante en una lancha que se balanceaba y cabeceaba fuertemente? El sentido
común le indicaba que debían llevar en la lancha todos los alimentos y el agua que
cupieran en ella, pero, al mirar hacia la deteriorada embarcación, tuvo dudas al
respecto, pues pensó que con diecisiete hombres se llenaría hasta los topes.
Los marineros engancharon el bote a los aparejos y lo subieron y luego lo bajaron
al agua por la aleta de babor. El Marie Galante hundió la proa en una ola, pues no
pudo elevarse con ella. Entonces el agua verdosa saltó por encima de la amura de
estribor y corrió por la cubierta hasta que un brusco movimiento del bergantín la hizo
salir por los imbornales. No disponían de mucho tiempo. En ese momento se oyó un
estrépito en la bodega, que indicaba que el cargamento seguía hinchándose y
presionando los mamparos; los franceses sentían auténtico pánico y empezaron a
saltar a la lancha dando gritos. El capitán francés, después de lanzar una mirada a
Hornblower, les siguió. Dos de los marineros británicos ya estaban maniobrando la
lancha.
—¡Salten! —ordenó Hornblower a Matthews y a Carson, que todavía estaban en
el bergantín, pues, como capitán, tenía el deber de ser el último en abandonar el
barco.
El bergantín estaba tan hundido en el agua que no le resultó difícil saltar a la
lancha desde la borda. Los marineros británicos estaban sentados en la bancada de
popa y le hicieron sitio.
—Lleve el timón, Matthews —dijo Hornblower, ya que le parecía que no era lo
bastante hábil para gobernar una lancha sobrecargada—. ¡Desamarren la lancha!
La lancha se separó del bergantín. Enseguida el Marie Galante, con el timón
amarrado, dirigió la proa hacia la parte de donde venía el viento y escoró a estribor de
tal manera que los imbornales quedaron casi totalmente sumergidos en el agua. Otra

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ola chocó contra el bergantín y el agua cubrió la cubierta y bajó por las escotillas. El
Marie Galante volvió a ponerse en posición horizontal, y la cubierta quedó situada
casi al nivel del mar. Entonces se hundió más, manteniéndose horizontal, y el agua lo
cubrió por completo y poco a poco fue cubriendo los mástiles. Durante unos instantes
pudieron verse sus velas brillar bajo el agua verdosa.
—Se ha hundido —dijo Matthews.
Hornblower acababa de ver desaparecer el primer barco que había tenido bajo su
mando. Le habían encargado que llevara el Marie Galante a puerto, pero había
fracasado en su intento. Había fracasado en realizar la primera misión que le habían
encomendado. Clavó la vista en el sol poniente con la esperanza de que nadie notara
que las lágrimas asomaban a sus ojos.

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CAPÍTULO 3
EL CASTIGO DEL FRACASO

La luz del día besó tímidamente y por encima las agitadas aguas del golfo de
Vizcaya y dejó a la vista una lancha que navegaba por ellas. La lancha estaba
abarrotada. En la proa se acurrucaban los tripulantes de un velero bergantín francés,
de nombre Marie Galante, que se había hundido; en el centro se encontraban el
capitán del bergantín y su ayudante; en la bancada de popa se sentaban el
guardiamarina Horatio Hornblower y los cuatro marineros que tripulaban el bergantín
cuando era una presa británica. Hornblower estaba mareado, pues su delicado
estómago se había acostumbrado al movimiento de la Indefatigable, pero se negaba a
tolerar el fuerte cabeceo, las cabriolas y las sacudidas que daba la lancha ahora que
estaba anclada con el ancla de capa. Además de estar mareado, tenía frío y estaba
muy cansado porque había tenido espasmos y había vomitado durante la noche, la
segunda noche que pasaba sin dormir. El abatimiento producido por el mareo le hizo
recordar la pérdida del Marie Galante. ¡Si se hubiera acordado antes de taponar el
boquete de la bala…! Le vinieron a la mente muchas excusas, pero no las admitió. Se
dijo que había muchas cosas que hacer y pocos marineros para hacerlas: vigilar a los
prisioneros franceses, reparar la jarcia, determinar el rumbo que debían tomar… Por
otra parte, el Marie Galante tenía un cargamento de arroz, y la capacidad de absorber
líquidos del arroz había sido la causa de que se equivocara cuando se acordó de
sondar la sentina. Todo eso era cierto, pero también era cierto que había perdido su
barco, el primer barco que había tenido bajo su mando. En su opinión, no tenía
justificación para su fracaso.
Los marineros franceses se habían despertado al rayar el alba, y ahora hablaban
como cotorras. Matthews y Carson estaban junto a él y se movían con cuidado para
que no aumentara el dolor que sentían en las articulaciones.
—¿El desayuno, señor? —preguntó Matthews.
Eso le recordó a Hornblower un juego al que jugaba en su solitaria infancia: se
sentaba en el comedero de los cerdos vacío y simulaba que era un náufrago en un
bote. Partía un pedazo de pan o de cualquier cosa que encontrara en la cocina, según
un cálculo exacto, en doce raciones, una para cada día. Pero el voraz apetito propio
de los niños hacía que esos días fueran muy cortos, que no duraran más de cinco
minutos. Se ponía de pie en el comedero, colocaba la mano por encima de los ojos
para protegerlos del sol y miraba a su alrededor con la esperanza de ver en el
horizonte el barco que le salvaría del naufragio, pero no lo veía, y entonces volvía a

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sentarse, se decía que la vida de un náufrago era dura y decidía que acababa de pasar
otra noche y que era hora de comer otra ración de las que constituían sus escasas
provisiones. En cambio, aquí, bajo la supervisión de Hornblower, el capitán francés y
su ayudante dieron a cada uno de los hombres que iban en la lancha una galleta y
luego, a uno cada vez, un jarro lleno de agua de los barriletes que estaban bajo las
bancadas. Pero cuando Hornblower estaba sentado en el comedero, a pesar de que
tenía mucha imaginación, nunca se imaginó que podría sentir ese horrible mareo, ni
frío, ni espasmos, ni que le dolería su delgado trasero por tenerlo apoyado
constantemente en las duras tablas de la bancada de popa. Y puesto que tenía
confianza en sí mismo cuando era niño, tampoco se imaginó lo difícil que le resultaba
a un oficial de la Marina de diecisiete años soportar el peso de la responsabilidad.
Hornblower hizo un esfuerzo para alejar de su mente los recuerdos de su reciente
niñez y analizar la situación actual. El cielo plomizo, por lo que podía apreciar como
inexperto marino, no presagiaba un empeoramiento del tiempo. Se mojó un dedo y lo
mantuvo en alto mientras miraba el compás de la lancha para ver cuál era la dirección
del viento.
—Está rolando al oeste, señor —dijo Matthews, que había seguido con la vista
sus movimientos.
—Exacto —dijo Hornblower, repasó mentalmente la reciente lección en que
había aprendido a cuartear el compás.
Sabía que para contornear la isla d'Ouessant debían navegar con rumbo noreste
cuarta al norte y que la quilla de la lancha no podría formar un ángulo menor de
ochenta y cinco grados con la dirección del viento, y como el viento había soplado
del norte durante la noche y no podían poner rumbo a Inglaterra, había ordenado que
la lancha permaneciera anclada con el ancla de capa. Pero el viento había rolado.
Ahora una desviación de ochenta grados del rumbo noreste cuarta al norte equivalía
al rumbo noroeste cuarta al oeste, y el viento había rolado mucho más al oeste. La
lancha podría contornear la isla d'Ouessant navegando de bolina e incluso tendría un
margen por si presentaban contingencias, estaría a bastante distancia de la costa a
sotavento, que, según decían los libros de náutica y según le indicaba el sentido
común, era muy peligrosa.
—Zarparemos ahora, Matthews —dijo, sosteniendo todavía en la mano la galleta,
que su rebelde estómago se negaba a aceptar.
—Sí, señor.
Hornblower gritó para atraer la atención de los franceses que estaban
aglomerados en la proa, pero en esas circunstancias no necesitaba emplear su
elemental francés para ordenarles algo que era obvio que había que hacer: recoger el
ancla de capa. Pero esa tarea no era fácil porque la lancha estaba abarrotada y en su
interior quedaba un espacio libre no superior a un pie. El mástil ya estaba en posición

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vertical y la vela al tercio, preparada para ser izada. Dos franceses, en precario
equilibrio, tiraron de la driza, y la vela subió por el mástil.
—Hunter, ocúpese de las escotas —ordenó Hornblower—. Matthews, lleve el
timón. Mantenga la lancha navegando de bolina con la vela amurada a babor.
—De bolina con la vela amurada a babor, señor.
El capitán francés había observado con gran interés las maniobras desde su
asiento desde el centro de la lancha. No había entendido la última y decisiva orden,
pero comprendió cuál era su significado en cuanto la lancha viró en redondo para
poner proa a Inglaterra y la vela fue amurada a babor. Se puso de pie y comenzó a
protestar.
—El viento es favorable para ir a Burdeos —dijo, moviendo los brazos con los
puños cerrados—. Podríamos llegar allí mañana. ¿Por qué nos dirigimos al norte?
—Vamos a Inglaterra —dijo Hornblower.
—Pero… ¡Pero tardaremos una semana en llegar! Una semana, si el viento sopla
con fuerza. La lancha está demasiado llena y no podrá soportar una tormenta. Esto es
una locura. En el momento en que el capitán se había puesto de pie, Hornblower
había adivinado lo que iba a decir, así que no se molestó en traducir sus protestas.
Además, estaba demasiado aturdido por el mareo y demasiado cansado para discutir
en un idioma extranjero. No hizo caso al capitán. Por nada del mundo pondría proa a
Francia. Su carrera naval acababa de empezar, aunque la pérdida del Marie Galante
podría truncarla, y no quería pasarse años en una prisión francesa.
—¡Señor! —dijo el capitán francés.
Su ayudante, que estaba sentado a su lado, también protestaba, y el capitán y él se
volvieron hacia atrás, hacia donde estaban sus hombres, y les contaron lo que pasaba.
Entre ellos cundió el descontento.
—Señor, insisto en que ponga proa a Burdeos —dijo el capitán.
Hizo ademán de avanzar hacia Hornblower, y uno de sus hombres trató de
desenganchar el bichero, que podía ser un arma peligrosa. Hornblower sacó una de
las pistolas que tenía en el cinto y apuntó al capitán, que retrocedió al ver la boca de
la pistola a cuatro palmos de su pecho. Sin perderlo de vista, Hornblower cogió otra
pistola con la mano izquierda.
—Coja esto, Matthews —ordenó.
—Sí, señor —contestó Matthews y, después de una prudente pausa, añadió—:
Discúlpeme, señor, pero, ¿no cree que debería montar la pistola?
—Sí —respondió Hornblower, exasperado por su propio descuido.
Echó hacia atrás el martillo de la pistola y se oyó un chasquido. El amenazador
ruido hizo que el capitán francés se diera cuenta de que realmente corría peligro, pues
un hombre con una pistola montada y cargada le apuntaba hacia su estómago en una
lancha en movimiento. Entonces agitó las manos desesperadamente.

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—Por favor, apunte hacia otro lado, señor —dijo y retrocedió hasta unirse al
grupo de hombres que estaban detrás de él.
—¡Eh, tú, detente! —gritó Matthews a un marinero francés que trataba de soltar
la driza sin que le vieran.
—Dispare a cualquier hombre que le parezca peligroso —dijo Hornblower.
Estaba tan firmemente determinado a obligar a esos hombres a doblegarse a su
voluntad y tan deseoso de conservar su libertad que tenía una expresión furibunda.
Nadie, al verle, podía dudar de su determinación. Hornblower no permitiría que
ninguna persona le impidiera hacer lo que había decidido. Todavía tenía otra pistola
en el cinto, y seguramente los franceses, si trataban de atacar a los británicos, al
menos la cuarta parte de ellos moriría antes de conseguir vencerles, y el capitán sabía
que él sería el primero en caer. El capitán indicó a sus hombres que no ofrecieran
resistencia haciendo expresivos gestos con las manos a ambos lados de su cuerpo,
pues no podía quitar la vista de la pistola. Los murmullos de los franceses cesaron, y
el capitán empezó a rogarle.
—Pasé cinco años en una prisión inglesa durante la última guerra —dijo—.
Hagamos un trato. Vayamos a Francia y cuando lleguemos a la costa, al lugar que
usted elija, señor, nosotros desembarcaremos y ustedes continuarán su viaje. O
desembarcamos todos y yo me valdré de mis influencias para mandarles a usted y a
sus hombres de regreso a Inglaterra en un barco con bandera blanca, sin necesidad de
un canje ni de un rescate, se lo juro.
—No —dijo Hornblower.
Era mucho más fácil llegar a Inglaterra desde allí que desde la costa francesa que
bordeaba el golfo de Vizcaya. Yen cuanto a la otra sugerencia, Hornblower sabía lo
suficiente sobre el nuevo gobierno instaurado en Francia después de la Revolución
como para dudar de que soltara prisioneros a petición de un capitán de barco
mercante. Además, en Francia había escasez de marineros expertos, y era su deber
impedir que esos doce regresaran.
—No —volvió a decir, como respuesta a las nuevas protestas del capitán.
—¿Quiere que le pegue un puñetazo, señor? —preguntó Hunter, que se
encontraba junto a Hornblower.
—No —respondió Hornblower.
Pero el francés vio su gesto y comprendió el significado de sus palabras y,
poniendo gesto de enfado, se sentó en silencio.
Volvió a levantarse cuando vio que Hornblower apoyaba la pistola en la pierna y
le seguía apuntando a él. Hornblower podría apretar el gatillo si se quedaba dormido.
—Señor, apunte la pistola a otro lado, se lo ruego. Es peligroso tenerla así.
Hornblower le miró con indiferencia.
—Apunte a otro lado, por favor. No haré nada para impedir que usted gobierne la

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lancha, se lo prometo.
—¿Lo jura?
—Lo juro.
—¿Y los otros?
El capitán se volvió hacia sus hombres, les dio numerosas explicaciones, y ellos
accedieron de mala gana pero lo juraron.
—También lo juran.
—Muy bien.
Cuando Hornblower empezó a colgarse otra vez la pistola en el cinto, se acordó
de echar hacia delante el martillo, en el preciso momento de evitar que se le disparase
a sí mismo en el estómago. Todos en la lancha se relajaron y se quedaron quietos.
Ahora la lancha se movía rítmicamente, y ese movimiento era mucho más agradable
que las sacudidas que daba cuando estaba anclada con el ancla de capa; el estómago
de Hornblower perdió buena parte de su resentimiento. El inglés llevaba dos noches
sin dormir. Involuntariamente dobló la cabeza sobre el pecho y se inclinó hacia un
lado y se recostó sobre Hunter. Durmió profundamente mientras la lancha, con el
viento casi por el través, navegaba a velocidad constante rumbo a Inglaterra. Se
despertó mucho más tarde, cuando Matthews tuvo que dejarle el timón a Carson
porque estaba exhausto y tenía calambres. Entonces montaron turnos de guardia: uno
de ellos llevaría el timón y otro se ocuparía de las escotas mientras los demás
descansaban. Hornblower se ocupó de las escotas cuando le tocó el turno, pero no
confiaba en poder llevar el timón como era debido, sobre todo de noche. Sabía que no
tenía habilidad para mantener el rumbo guiándose por el viento que le azotaba las
mejillas y por la impresión que le causaba el timón que tenía en las manos.
Hasta el otro día mucho después del desayuno, casi al mediodía, en realidad, no
avistaron un barco. Fue un francés quien lo vio primero, y su grito de euforia hizo
ponerse en pie a todos. Se divisaban sus tres gavias en el horizonte, por la amura de
barlovento, y el barco seguía una ruta convergente a la de la lancha y se aproximaba
con tanta rapidez que cada vez que ésta subía con una ola, podía verse una parte
mucho mayor de sus velas.
—¿Qué barco le parece que es, Matthews? —preguntó Hornblower entre el
murmullo de los excitados franceses.
—No lo sé, señor, pero no me gusta su aspecto —respondió Matthews vacilante
—. Debería tener desplegados los juanetes con este viento, y las mayores también, y
no las tiene desplegadas. No me gusta cómo tiene colocado el foque, señor. Me
parece que es un barco franchute, señor.
Cualquier barco que navegara por motivos pacíficos, tendría desplegados el
mayor número posible de velas. Ese barco no las tenía, por tanto estaba guiado por
motivos bélicos; pero, a pesar de que se encontraba en el golfo, había más

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probabilidades de que fuera británico que de que fuera francés. Hornblower estuvo
mirándolo largo tiempo. Notó que era un barco más bien pequeño, aunque llevaba
aparejo de navío, que tenía cubierta corrida y que navegaba a gran velocidad. Cuando
ya podía ver claramente y a intervalos su casco, observó que tenía una sola fila de
cañones.
—Me parece que es un barco francés, señor —dijo Hunter—. Un barco corsario.
—Preparados para virar —ordenó Hornblower.
Viraron en redondo la lancha, la colocaron con el viento en popa y empezaron a
navegar en dirección opuesta al barco. Pero en la guerra, como en la selva, la huida es
una invitación a la persecución y al ataque. El barco desplegó las mayores y los
juanetes y se acercó a la lancha navegando a toda vela, la adelantó, pasando por su
lado a medio cable[2] de distancia, y se puso en facha delante de ella para impedirle
escapar. En el pasamano del barco había gran cantidad de tripulantes mirándoles con
curiosidad, una cantidad muy grande para un barco tan pequeño. Una pregunta
atravesó el aire y llegó hasta la lancha: las palabras eran francesas. Los marineros
británicos se sentaron de golpe y empezaron a maldecir, mientras que el capitán
francés se puso en pie y respondió alegremente. Los marineros franceses abordaron la
lancha con el barco.
—Bienvenido al Pique, señor —dijo en francés—. Soy el capitán Neuville, el
capitán de este barco corsario. ¿Y usted es…?
—El guardiamarina Hornblower, de la Indefatigable, fragata de Su Majestad el
rey de Gran Bretaña —respondió Hornblower en voz muy baja y en tono
malhumorado.
—Parece que está de mal humor —dijo Neuville—. Por favor, no se aflija tanto
cuando sufra un revés en la guerra. Se alojará usted en nuestro barco hasta que
regresemos a puerto, y tendrá todas las comodidades que es posible tener en la mar.
Quiero que se encuentre en este barco tan cómodo como en su casa. Esas pistolas que
lleva en el cinto deben de causarle mucha incomodidad. Permítame quitarle ese peso
de encima.
Le quitó con cuidado las pistolas mientras hablaba y luego le lanzó una mirada
maliciosa.
—Y ese puñal que tiene ahí… ¿Me haría el favor de prestármelo? Le aseguro que
se lo devolveré cuando nos separemos. Si tiene a su alcance un arma como ésta, que
cualquier persona sensata calificaría de mortífera, mientras se encuentra a bordo de
este barco, temo que el ímpetu de la juventud le impulse a cometer un acto violento.
Mil gracias. Y ahora, permítame enseñarle la camareta que le están preparando.
Hizo una cortés inclinación de cabeza y le condujo abajo. Después de bajar dos
cubiertas, probablemente a uno o dos pies por debajo de la línea de flotación, llegaron
a una amplia entrecubierta vacía hasta la cual apenas llegaban la luz ni el aire que

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entraban por las escotillas.
—Ésta es la cubierta para los esclavos —dijo Neuville con indiferencia.
—¿La cubierta para los esclavos? —preguntó Hornblower.
—Sí. Aquí estaban confinados los esclavos cuando atravesábamos el océano.
Hornblower comprendió de repente muchas cosas. Un barco negrero podía
convertirse fácilmente en un barco corsario. Era un barco armado con numerosos
cañones para defenderse de los posibles ataques que pudiera sufrir cuando navegaba
por los ríos africanos para comprar esclavos; era más veloz que un mercante normal
porque no tenía bodega, pues no la necesitaba, y porque una de sus cualidades
principales debía ser navegar con rapidez, ya que su cargamento era perecedero; y
estaba construido de manera que pudiera transportar gran cantidad de hombres y el
agua y los víveres necesarios para su subsistencia mientras surcaba los mares en
busca de presas.
—Nos han negado el acceso al mercado de Santo Domingo a causa de los
recientes acontecimientos, de los que seguramente ha oído hablar —continuó
Neuville—. Por tanto, para que el Pique siguiera dando beneficios, lo convertí en un
barco corsario. Además, decidí tomar yo mismo el mando de mi barco porque las
acciones del Comité de Seguridad Pública han conseguido que París sea actualmente
más peligroso que la costa occidental africana, y también porque para lograr que un
barco corsario sea una inversión rentable, es necesario que su capitán actúe con
resolución y audacia.
Neuville puso una expresión malhumorada y furiosa, pero un momento después
volvió a poner la falsa expresión amable que tenía antes.
—La puerta que hay en este mamparo da a la camareta que he reservado para los
oficiales capturados —prosiguió—. Aquí está su coy, como puede ver. Quiero que se
sienta como en su casa. Si entablamos un combate con otro barco, lo que espero que
hagamos con frecuencia, taparemos las escotillas, pero salvo en esas ocasiones, podrá
andar por el barco a su antojo. Debo añadir que si un prisionero intenta obstaculizar
las maniobras del barco o causarle daño, los tripulantes se lo tomarán a mal. Los
tripulantes prestan sus servicios a cambio de una parte de las ganancias y arriesgan su
vida y su libertad, así que no me sorprendería que arrojaran por la borda a cualquiera
que ponga en peligro sus ganancias y su libertad.
Hornblower se obligó a contestarle, porque no quería que notara que la calculada
dureza de sus palabras le había dejado perplejo.
—Comprendo —dijo.
—¡Estupendo! Bueno, dígame si necesita algo más, señor.
Hornblower miró atentamente la camareta donde iba a estar encerrado solo, una
camareta casi vacía e iluminada por la luz mortecina de una oscilante lámpara de
sebo.

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—¿Puede darme algo para leer? —preguntó.
Neuville estuvo pensativo unos momentos.
—Me temo que todos los libros que tengo tratan de temas relacionados con la
profesión —dijo—. Puedo prestarle Principles of Navigation, de Grandjean, y
Handbook on Seamanship, de Lebrun, y otros libros similares, si cree que puede
entender el francés en que están escritos.
—Lo intentaré —dijo Hornblower.
Tal vez a Hornblower le benefició que le prestaran los materiales para realizar un
trabajo mental semejante. El esfuerzo de leer en francés y de estudiar materias
relacionadas con su profesión al mismo tiempo mantuvo su mente ocupada durante
los horribles días en que el Pique navegaba en distintas direcciones buscando presas.
En general, los franceses no mostraban consideración hacia él. Una vez tuvo que
entrar a la fuerza en la cabina de Neuville para protestar porque había puesto a los
cuatro marineros británicos a bombear agua, un trabajo indigno de ellos, y perdió en
la disputa, si se podía llamar disputa al diálogo que mantuvo con Neuville, pues el
capitán se había negado rotundamente a discutir la cuestión. Había regresado a su
camareta con la cara y las orejas rojas de rabia, y, como siempre que estaba turbado,
volvió a su mente la idea de su fracaso.
¡Si se hubiera acordado antes de taponar aquel agujero de bala…! Se dijo que un
oficial más sensato lo hubiera hecho así. Había perdido su barco, la valiosa presa de
la Indefatigable, y estaba desolado. A veces se empeñaba en analizar la situación
tranquilamente. Desde un punto de vista profesional, consideraba, y tal vez así lo
consideraría siempre, que no había habido negligencia por su parte. Si se enviaba a
un guardiamarina con sólo cuatro marineros a tripular un velero bergantín de
doscientas toneladas al que una fragata había disparado numerosos cañonazos, no se
le podía culpar de que el bergantín se hundiera cuando estaba bajo su mando. Pero
sabía que, al menos en parte, tenía la culpa de lo ocurrido. Tal vez se había
equivocado por ignorancia, pero la ignorancia no tiene justificación; tal vez había
dejado que sus numerosas preocupaciones desviaran su atención y le hicieran
olvidarse de que convenía taponar el agujero inmediatamente, pero eso era
incompetencia, y la incompetencia no tiene justificación. Cuando pensaba estas
cosas, se sentía desesperado, con un profundo desprecio por sí mismo, sin tener a
nadie que le consolara. El día de su cumpleaños, cuando llegó a la avanzada edad de
dieciocho años, se sintió peor que nunca. ¡Tenía dieciocho años y era un hombre
indigno, prisionero de un corsario francés! Ese día casi llegó a perder su propia
estima.
El capitán del Pique buscaba sus presas en las aguas más frecuentadas del mundo,
las próximas al canal de la Mancha, y una prueba palpable de la inmensidad del mar
era el hecho de que el bergantín navegaba por esas aguas en todas direcciones día tras

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día y sin que los vigías divisaran ningún barco. Recorría una ruta triangular:
navegaba con rumbo al noroeste, luego avanzaba hacia el sur, y después, con pocas
velas desplegadas, navegaba en dirección al noreste. Había vigías en los topes de
todos los mástiles, pero no divisaban nada más que el mar embravecido. Pero una
mañana, en el tope del palo trinquete se oyó por fin un agudo grito que atrajo la
atención de todos los que se encontraban en cubierta, incluido Hornblower, que
estaba solo en el combés. Neuville, que estaba junto al timón, hizo una pregunta al
vigía a voz en cuello, y Hornblower, gracias a sus recientes estudios, pudo traducir la
respuesta: se divisaba un barco a barlovento. Un momento después el vigía informó
que el barco había cambiado el rumbo y avanzaba en dirección a ellos.
Eso era muy significativo. En tiempo de guerra, el capitán de un barco mercante
desconfía de cualquier barco desconocido y se aleja cuanto puede de él, y más de lo
que puede, cuando su barco está a barlovento, porque tiene más probabilidades de
salvarse. Sólo alguien que esté preparado para luchar o tenga una curiosidad morbosa
abandonaría la posición a barlovento. Hornblower, sin fundamento, concibió
esperanzas de que fuera su barco. Pensaba que, puesto que Inglaterra tenía la
hegemonía en el mar, era más probable que el barco fuera inglés que francés, ya que
esa era la zona que patrullaba la Indefatigable, su propia fragata, que permanecía allí
para desempeñar una función doble: contener los barcos franceses que perjudicaban
el comercio británico e interceptar los que violaran el bloqueo. A cien millas del
lugar, su capitán les había enviado a él y a algunos tripulantes a bordo del Marie
Galante. Dedujo que una de cada mil embarcaciones que se divisaran en esas aguas
podría ser la Indefatigable, y, a pesar de que dudaba si había exagerado o no, se
desvanecieron sus sueños. Pero enseguida volvió a abrigar nuevas esperanzas, pues
pensó que, por el hecho de que el barco se acercara a uno desconocido para averiguar
quién era, esa razón disminuía, era de uno a diez, o menor aún.
Miró a Neuville, tratando de adivinar sus pensamientos. El Pique era rápido y
fácil de gobernar, con una amplia vía de escape por sotavento. Era para sospechar que
el barco hubiera cambiado el rumbo para acercarse al Pique, pero todos sabían que
los capitanes de los mercantes que hacían el comercio con la India, que eran las
presas más valiosas de todas, a veces, aprovechando que sus barcos se parecían a los
navíos de línea, aparentaban que tenían una actitud agresiva y asustaban y hasta
provocaban la huida de enemigos peligrosos. Por orden de Neuville, sus hombres
desplegaron todo el velamen, el Pique quedó preparado para huir o perseguir, según
lo que se terciara. Luego dirigió la proa hacia el barco y se aproximó a él navegando
de bolina. Poco tiempo después, cuando el Pique subió con una ola, Hornblower
pudo ver a lo lejos, en el horizonte, una mancha blanca tan pequeña como un grano
de arroz. Entonces Matthews fue corriendo hasta donde estaba Hornblower con la
cara roja de emoción.

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—¡Esa es nuestra querida Indefatigable, señor, se lo aseguro! —exclamó, luego
saltó a la borda, agarrándose a los obenques y miró hacia el barco protegiéndose los
ojos del sol con la mano—. ¡Sí, es ella! Está largando los juanetes ahora. Subiremos a
bordo de nuestra fragata otra vez a tiempo para tomar el grog.
Un suboficial francés estiró los brazos y, tirando de los fondillos del pantalón de
Matthews, le obligó a bajar, luego, dándole puñetazos y patadas, le llevó hasta la proa
otra vez. En ese momento Neuville dio la orden de virar en redondo a su nave y
navegar en dirección contraria a la Indefatigable. Poco después hizo una señal a
Hornblower para que se acercara.
—Es su antiguo barco, ¿verdad, señor Hornblower?
—Sí.
—¿Cómo navega mejor?
Hornblower miró a Neuville a los ojos.
—No sea tan honesto —dijo Neuville mientras sus finos labios se curvaban en
una sonrisa—. Indudablemente, puedo inducirle a que me proporcione esa
información. Conozco los medios. Pero tiene usted suerte, porque eso no será
necesario. Ninguna embarcación en el mundo puede adelantar al Pique navegando
viento en popa, y mucho menos las torpes fragatas de Su Majestad el rey de Gran
Bretaña. Pronto lo comprobará.
Avanzó a grandes zancadas hasta el coronamiento y durante mucho rato estuvo
mirando la fragata por el catalejo con gran atención, con la misma atención con que
Hornblower la miraba sin el anteojo.
—¿Lo ve? —preguntó, ofreciéndole el instrumento óptico.
Hornblower lo cogió, pero para ver mejor la fragata, no para comprobar lo que le
decía. Sintió tristeza, una profunda tristeza por estar ausente de la Indefatigable. Pero
no cabía duda de que el bergantín le llevaba mucha ventaja. Ahora no se veían los
juanetes de la fragata, sino sólo los sobrejuanetes.
—Dentro de dos horas no veremos ni los topes de los mástiles —dijo Neuville y
cogió el catalejo y, con un chasquido, lo guardó.
Se apartó del coronamiento y fue a reñir al timonel por no haber mantenido el
rumbo en todo momento, y Hornblower, lleno de tristeza, se quedó apoyado en el
coronamiento. Hornblower no pudo oír bien aquellas duras palabras, porque el viento
le azotaba la cara y le revolvía el pelo de modo que lo hacía pasar una y otra vez por
encima de sus orejas, y porque el ímpetu del agua se oía mismamente debajo de él, en
la estela del barco. Probablemente así miró Adán el Edén el día que lo perdió.
Hornblower recordaba la oscura y reducida camareta de guardiamarinas, sus olores y
sus crujidos, las frías noches que había pasado en ella, cómo salía del coy cuando
llamaban a todos a sus puestos, el pan lleno de gorgojos, la carne correosa, pero él
anhelaba tener todo eso otra vez, y eso que había perdido las esperanzas de

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conseguirlo. Sin embargo, no fueron sus sentimientos los que le impulsaron a bajar a
cubierta para encontrar la manera de obrar acertadamente, aunque tal vez aguzaran su
inteligencia; fue el sentido del deber el que le impulsó.
La cubierta para los esclavos estaba vacía como siempre que todos los marineros
ocupaban sus puestos. Al otro lado del mamparo estaba su coy con los libros encima,
y un poco más arriba, la lámpara de sebo. Nada de eso le dio ninguna idea. En el
mamparo del otro extremo había una puerta cerrada con llave, la puerta de un pañol
donde el contramaestre guardaba las provisiones. La había visto abierta dos veces
mientras sacaban pintura y otras cosas. ¡Pintura…! Eso le dio una idea, y apartó la
vista de la puerta y miró hacia la lámpara y luego volvió a mirar la puerta. Entonces
dio unos pasos hacia adelante mientras se sacaba la navaja del bolsillo, pero poco
después retrocedió, burlándose de sí mismo. La puerta no estaba formada por dos
tableros sino por dos gruesas piezas de madera reforzadas con tablas transversales en
el interior, y tardaría horas y horas en cortarla con la navaja, precisamente cuando los
minutos eran preciosos.
El corazón le latía vertiginosamente, pero no más deprisa que las ideas que su
mente formaba, más de pronto, se volvió y fue a coger la lámpara. La movió y notó
que estaba casi llena. Vaciló un momento, que aprovechó para darse ánimos antes de
ponerse en acción. Arrancó despiadadamente las páginas del Principles of Navigation
de Grandjean y, arrugando varias a la vez, formó unas cuantas bolas que colocó junto
a la parte inferior de la puerta. Se quitó la chaqueta del uniforme y luego el jersey de
lana azul. Rasgó el jersey con sus fuertes dedos y trató de destejerlo, pero después de
soltar algunos hilos, decidió no perder más tiempo haciendo eso y lo tiró sobre los
papeles y al mismo tiempo que miraba a su alrededor. ¡El colchón del coy…! ¡El
colchón estaba relleno de paja! Cortó el forro con la navaja y sacó la paja del interior
cogiendo montones con los brazos. Por la constante presión, la paja casi había llegado
a formar bloques consistentes, a los que él separó las briznas con las manos en la
cubierta y consiguió formar un montón que llegaba casi a la altura de su cintura. Ese
montón produciría la gran llamarada que él deseaba. Se quedó quieto y se obligó a
pensar detenidamente en lo que iba a hacer, pues el ímpetu y la falta de reflexión eran
las que habían ocasionado la pérdida del Marie Galante. Hacía un momento, que él
había perdido mucho tiempo tratando de romper su jersey. Decidió los pasos que iba
a dar a continuación. Formó un rollo con una página del Manuel de Matelotage y lo
encendió con la llama de la lámpara, luego echó por encima toda la grasa (que estaba
completamente líquida porque la lámpara estaba caliente) sobre las bolas de papel, la
base de la puerta y la cubierta; un instante después, dio un toquecito a una de las
bolas con el rollo que previamente había hecho, y el fuego se propagó rápidamente.
Ahora actuaba con resolución. Echó el montón de paja a las llamas y, con una fuerza
insólita, arrancó el coy, lo rompió en pedazos, y luego los echó sobre la paja. Las

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llamas subían cada vez más altas por entre el montón de paja. Finalmente
Hornblower dejó caer la lámpara sobre el montón de paja, cogió la chaqueta y salió
de allí. Tuvo la intención de cerrar la puerta, pero luego cambió de idea, pues pensó
que cuanto más aire entrara, mejor. Entonces se puso la chaqueta y subió la escala.
Al llegar a cubierta se metió las temblorosas manos en los bolsillos, se obligó a
adoptar una expresión indiferente y luego se apoyó en la borda. Pero la excitación,
que tanto le había debilitado, no disminuyó mientras esperaba. Cada minuto que
pasara antes de que se descubriera el fuego era lo importante. Un oficial francés,
señalando a la Indefatigable por encima del coronamiento, le dijo algo sonriendo y en
tono triunfal, probablemente que habían dejado atrás la fragata. Hornblower esbozó
una sonrisa triste porque ese fue el primer gesto que se le ocurrió poner, pero luego
pensó que una sonrisa estaba fuera de lugar y puso un gesto de enfado. El viento era
muy fuerte, por lo que el Pique tenía que navegar sólo con las mayores desplegadas,
y Hornblower lo sentía golpear sus mejillas, que estaban ardiendo. En la cubierta
todos parecían muy ocupados e inquietos: Neuville vigilaba al timonel y de vez en
cuando miraba hacia la jarcia para comprobar si cada vela desempeñaba
correctamente su función, dos marineros y un suboficial medían la velocidad con la
corredera y los restantes tripulantes estaban junto a los cañones. Hornblower, en su
interior, preguntaba a Dios cuánto tiempo más podría seguir fingiendo.
¡Ahí! La brazola de la escotilla de popa parecía estar deformada y hacer un
movimiento ondulatorio el aire trémulo, seguramente aire caliente que salía por la
escotilla. Vio algo parecido a una voluta de humo, pero no estaba seguro de si lo era o
no. ¡Lo era! En ese momento dieron la alarma. Se oyó un grito y luego pasos
apresurados. Hubo una momentánea confusión y luego se oyó un toque de tambor y
unos agudos gritos: «Au feu! Au feu!».
Hornblower, trastornado, pensó que los cuatro elementos de Aristóteles, tierra,
aire, agua y fuego, eran los enemigos de los marineros, pero que en un barco de
madera ninguno de ellos temía a la costa a sotavento, a la tempestad y a las olas tanto
como al fuego. Las tablas viejas y reforzadas de gruesas capas de pintura ardían
rápidamente, y las velas y los cabos embreados ardían como teas incendiarias. Por
otra parte, los barcos llevaban a bordo toneladas y toneladas de pólvora que
esperaban la oportunidad de hacer saltar en pedazos a los marineros. Hornblower
observó cómo las brigadas encargadas de apagar el fuego empezaban a trabajar, pues
ya habían subido a bordo las bombas y habían instalado las mangas. Alguien fue
corriendo hasta la popa para comunicar algo a Neuville, probablemente, en qué parte
del barco había fuego. Neuville escuchó al mensajero y, después de lanzar una mirada
a Hornblower, que seguía apoyado en la borda, le dio órdenes. Ahora el humo que
salía por la escotilla de popa era muy denso. Entonces Neuville dio una orden, y la
guardia de popa bajó por la escotilla entre el humo. A cada momento había más

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humo. El humo formaba remolinos y se movía hacia delante empujado por el viento
de popa y seguramente salía por los costados del barco cerca de la línea de flotación.
Neuville avanzó a toda prisa hasta donde estaba Hornblower, con la cara roja de
rabia, pero un grito del timonel le hizo detenerse. El timonel, que no podía quitar las
manos del timón, señaló con el pie la claraboya de la cabina, bajo la cual se veía una
llama oscilante. En el momento que ellos miraron hacia allí, un cristal de uno de los
lados se cayó y una llamarada salió por el agujero. Hornblower, más calmado ahora,
tan calmado que se asombró de ello después, al recordarlo, pensó que el pañol donde
estaba guardada la pintura debía de estar precisamente debajo de la cabina y que ya
estaría ardiendo todo lo que tenía dentro. Neuville miró a su alrededor, al mar y al
cielo, y se puso las manos en la cabeza en señal de desesperación. Por primera vez en
su vida Hornblower vio a un hombre literalmente tirarse de los pelos. Neuville, no
obstante, mantuvo la calma y ordenó traer otra bomba más. Enseguida cuatro
hombres se pusieron a mover la palanca, y el clic-clic que producía armonizaba con
el crujido de las llamas. Un fino chorro de agua cayó en el agujero de la claraboya, y
varios marineros formaron una fila para pasarse unos a otros cubos de agua de mar y
echarlos también por allí; sin embargo, el agua de los cubos era menos eficaz que el
chorro que salía de la bomba. Bajo la cubierta se oyó el ruido sordo de una explosión,
y Hornblower contuvo el aliento porque pensó que el barco iba a saltar en pedazos,
pero no hubo ninguna otra explosión. Probablemente, las llamas habían hecho
explotar un cañón o el calor había hecho reventar un tonel. De repente, los marineros
que se pasaban unos a otros los cubos rompieron la fila, pues bajo los pies de uno de
ellos se abrió un agujero como una amplia sonrisa por donde salió una roja llamarada.
Un oficial tenía a Neuville agarrado por el brazo y discutía con él acaloradamente.
Hornblower vio que Neuville, desesperado, cedió por fin. Algunos marineros
subieron a la jarcia para arriar la vela trinquete y el velacho, y otros tiraron de las
brazas de la verga mayor. El timón viró y el Pique orzó.
El cambio fue más aparente que real al principio, pero impresionante, pues el
viento soplaba ahora en dirección opuesta y el rugido del fuego no se oía tan
claramente en la crujía y en la proa. De todas maneras, la situación mejoró mucho, ya
que el fuego, que había empezado en el extremo de la popa, ya no se propagaba a la
parte delantera, pues las llamas se movían hacia atrás, donde la madera ya estaba
medio quemada. No obstante, la parte posterior de la cubierta estaba ardiendo. El
timonel fue retirado del timón, y enseguida las llamas alcanzaron la cangreja y la
destruyeron con tanta rapidez que un minuto antes la vela estaba allí y al minuto
siguiente sólo quedaban de ella varios trozos carbonizados colgando del cangrejo.
Pero, puesto que el barco tenía el viento en contra, las otras velas no se hinchaban, y
los marineros tuvieron que largar rápidamente una vela de capa en el palo mesana
para que la proa no se desviara.

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Fue entonces cuando Hornblower, volviendo la cabeza hacia la proa, vio la
Indefatigable otra vez. Se acercaba al Pique navegando con todas las velas
desplegadas, y Hornblower pudo ver la blanca espuma bajo su bauprés cuando el
bergantín subió a la cresta de una ola. No había duda de que el capitán del Pique se
rendiría, porque bajo la amenaza de una batería semejante, nadie al mando de un
barco de esa potencia, aun cuando el barco no hubiera sufrido daños, podría resistirse.
Cuando ya estaba a un cable de distancia, a barlovento, la Indefatigable viró en
redondo y, aun antes de que terminara de virar, los tripulantes empezaron a bajar las
lanchas al agua. Pellew había visto el humo, dedujo la razón de que el Pique se
hubiera detenido e hizo los preparativos mientras se acercaba a él. La chalupa y la
lancha tenían una bomba en la proa, en el lugar donde a veces tenían una carronada, y
se aproximaron a la popa del Pique, que estaba envuelta en llamas, y, sin dilación,
empezaron a lanzarle chorros de agua. Después llegaron dos esquifes llenos de
marineros para unirse a la lucha contra el fuego, y Bolton, el tercero de a bordo, se
detuvo un momento al ver a Hornblower.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué hace usted aquí?
Pero no esperó a oír la respuesta. Vio a Neuville y dedujo que era el capitán del
Pique y avanzó hacia él con paso decidido para pedir su rendición. Luego miró hacia
arriba para ver si todo estaba bien en la jarcia y, finalmente, se dedicó a la tarea de
combatir el fuego. Al poco tiempo el fuego fue sofocado, sobre todo porque ya había
quemado todo cuanto estaba a su alcance. La parte del Pique que se había quemado
estaba comprendida entre el coronamiento, un punto a varios pies de distancia de él y
la línea de flotación, así que el bergantín tenía un aspecto horrible si se miraba desde
la cubierta de la Indefatigable. No obstante, el Pique no corría peligro, y con un poco
de suerte y de trabajo duro, lograrían llevarlo a Inglaterra para que fuera reparado y
pudiera navegar otra vez.
Sin embargo, lo importante no era el salvamento del bergantín, sino que ya no
estaba en manos francesas y, por tanto, no podría perjudicar el comercio inglés. Eso
fue lo que sir Edward Pellew dijo a Hornblower cuando el joven se presentó ante él.
Hornblower, obedeciendo la orden de Pellew, empezó por contarle lo que le había
ocurrido desde que le confiara el mando del Marie Galante. Como Hornblower
esperaba, aunque a veces le había asaltado el miedo, Pellew pasó por alto la pérdida
del bergantín, pues sabía que los cañonazos le habían dañado antes de la rendición y
que nadie podía determinar si los daños eran graves o no. Pellew no dio importancia
al asunto. Pensaba que Hornblower había tratado de salvarlo y que no lo había
conseguido porque tenía muy pocos hombres, ya que en aquel momento no pudo
proporcionarle más hombres de la Indefatigable. No consideraba a Hornblower
culpable. Además, pensaba que lo más importante no era que Inglaterra se beneficiara
del cargamento del Marie Galante, sino que Francia no lo recibiera. Creía que el

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efecto era similar al del salvamento del Pique.
—¡Qué suerte que se haya producido ese fuego! —exclamó Pellew, mirando
hacia el Pique, que todavía estaba rodeado de lanchas, aunque de su popa sólo salía
ya un hilo de humo—. Casi había logrado escapar de nosotros. Lo hubiéramos
perdido de vista apenas una hora después. ¿Sabe cómo ocurrió, señor Hornblower?
Hornblower esperaba aquella pregunta y estaba preparado para responder. Ese era
el momento de hablar con total franqueza, de recibir los parabienes que merecía, de
obtener el privilegio de ser mencionado en la Gazette y tal vez incluso el
nombramiento de subteniente. Pero Pellew no conocía todos los detalles de la pérdida
del bergantín, y si llegaba a conocerlos podría formarse un juicio erróneo.
—No, señor —respondió Hornblower—. Probablemente se produjo una
combustión espontánea en el pañol donde estaba la pintura. No se me ocurre otra
causa.
Él sólo sabía que por descuido no había taponado el agujero a tiempo, sólo él
podía decidir cuál sería su castigo, y eso era lo que había elegido. Sólo eso podía
hacerle merecedor de su propio respeto otra vez. Al decir esas palabras había sentido
un gran alivio y no había sentido arrepentimiento.
—De todas formas, fue un suceso afortunado —murmuró Pellew.

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CAPÍTULO 4
EL HOMBRE QUE SINTIÓ NÁUSEAS

Esta vez el lobo rondaba el redil. La fragata Indefatigable había perseguido a


la corbeta francesa Papillon hasta la desembocadura del Garona donde el
capitán trataba de encontrar la manera de atacarla en el fondeadero donde estaba
anclada y protegida por las baterías de los extremos de la desembocadura. El capitán
Pellew dio órdenes a la fragata de avanzar por aguas poco profundas hasta donde se
lo permitían las baterías del puerto, que hicieron algunos disparos para indicarle que
se mantuviera a distancia. Allí se quedó largo rato mirando atentamente a la corbeta
con el catalejo. Después lo guardó, se volvió y ordenó a la Indefatigable que se
alejara de la peligrosa costa a sotavento, prefiriendo llevarla hasta donde no se
divisara la costa. El alejamiento de la fragata podría tranquilizar a los franceses y
hacerles pensar que estaban más seguros, pero el capitán esperaba que comprobarían
que estaban equivocados, ya que no tenía intención de dejarles tranquilos. La captura
de la corbeta o su hundimiento no sólo impediría a la nave perjudicar al comercio
británico sino que también obligaría a los franceses a aumentar las tropas que
defendían esa parte de la costa y a disminuir la protección en otras. En su opinión, la
guerra era una sucesión de duros ataques y contraataques, e incluso una fragata de
cuarenta cañones podía lanzar duros ataques si se gobernaba con astucia.
Una tarde en que el guardiamarina Hornblower paseaba de un lado a otro por el
alcázar en el costado de sotavento, donde debía estar por ser el insignificante oficial
subalterno de guardia, el guardiamarina Kennedy se acercó a él. Kennedy se quitó el
sombrero, hizo un molinete y luego una profunda reverencia como le había enseñado
su maestro de baile, poniendo delante el pie izquierdo y bajando el sombrero a la
altura de la rodilla derecha. Hornblower siguió el juego. Se puso el sombrero en el
estómago y dobló el cuerpo por la mitad tres veces seguidas. Debido a la torpeza de
sus movimientos podía hacer una parodia de los gestos de una ceremonia sin
intentarlo siquiera.
—Excelentísimo señor —dijo Kennedy—, le traigo los saludos del capitán sir
Edward Pellew, que humildemente solicita a Su Señoría que acuda a la cena que
tendrá lugar cuando suenen las ocho campanadas de la guardia de tarde.
—Presente mis respetos a sir Edward —dijo Hornblower, haciendo una
genuflexión al mencionar al capitán—, y dígale que condesciendo en ir unos breves
momentos.
Ambos hicieron movimientos más complejos que al principio con el sombrero,

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pero en ese momento notaron que Bolton, el oficial de guardia, les miraba desde el
costado de barlovento, y se pusieron el sombrero rápidamente y adoptaron una
postura más adecuada a la dignidad de oficiales de marina nombrados por el rey
Jorge.
—¿Qué está tramando el capitán? —preguntó Hornblower.
Kennedy se apoyó el dedo en la nariz y dijo:
—Si lo supiera, me ganaría un par de charreteras. Pero que algo se está cociendo
es indudable, y creo que uno de estos días nos enteraremos de lo que es. Hasta
entonces, lo único que podemos hacer nosotros dos, pobres víctimas, es jugar ajenos
a lo que nos depare nuestro destino, aparte de evitar que se hunda la fragata.
Durante la cena en la gran cabina de la Indefatigable, Hornblower no notó nada
que indicara que algo se estaba cociendo. Pellew, a la cabecera de la mesa, se
comportó como un anfitrión cortés. Los oficiales de más antigüedad conversaban
animadamente, pero separados en diversos grupos: los dos tenientes, Eccles, Chadd y
el oficial de derrota, el señor Soames, en uno; Hornblower y Mallory, el otro oficial
subalterno, un guardiamarina que tenía dos años más de antigüedad, permanecían
silenciosos y, por tanto, podían dedicar toda su atención a la comida, que era mucho
mejor que la que servían en la camareta de guardiamarinas.
—¡Bebamos juntos, señor Hornblower! —dijo Pellew, alzando la copa.
Hornblower trató de hacer una reverencia sin levantarse del asiento y alzó la
copa. Bebió con cautela, porque hacía tiempo que se había dado cuenta de que el vino
se le subía a la cabeza con facilidad y no le gustaba sentir los efectos de la
borrachera.
Después levantaron la mesa, y todos se quedaron en silencio, observando a
Pellew para ver lo que haría a continuación.
—Señor Soames, traiga esa carta marina —ordenó Pellew.
Era el mapa donde aparecía la desembocadura del Garona y donde estaban
indicados los lugares en que el agua era poco profunda; alguien había marcado con
lápiz dónde estaban las baterías costeras.
—La Papillon está aquí —dijo sir Edward, quien no condescendía a pronunciar el
nombre a la manera francesa, indicando una cruz hecha con lápiz al fondo del
estuario—. El señor Soames señaló exactamente su posición.
—Caballeros, ustedes entrarán con las lanchas y la sacarán de aquí.
¡Conque era eso, una captura en un fondeadero!
—El señor Eccles tendrá el mando supremo. Ahora quiero pedirle que les
explique su plan.
El primer oficial, un hombre canoso, pero de aspecto joven, con profundos ojos
azules, miró a los que estaban a su alrededor.
—Yo estaré al mando de la lancha, y el señor Soames, del cúter —dijo—. El

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señor Chadd y el señor Mallory estarán al mando, respectivamente, del primer
esquife y del segundo, y el señor Hornblower, del chinchorro. En todas las
embarcaciones excepto en la de Hornblower irá un oficial subalterno que será el
segundo en el mando.
Eso no era necesario en el chinchorro porque su tripulación se componía de siete
hombres solamente. La lancha y el cúter tendrían entre treinta y cuarenta tripulantes;
los esquifes, veinte. En la misión participaría gran cantidad de hombres, casi la mitad
de la tripulación de la fragata.
—Es un barco de guerra, no un mercante —dijo Eccles, leyéndoles el
pensamiento—. Tiene diez cañones por banda y está a rebosar de marineros.
Probablemente tenía alrededor de doscientos hombres, que, obviamente, tendrían
una fuerza superior a ciento veinte marineros británicos.
—Pero la atacaremos de noche y por sorpresa —dijo Eccles, leyéndoles el
pensamiento de nuevo.
—Atacar por sorpresa es como tener ganada más de la mitad de la batalla, como
bien saben ustedes, caballeros —dijo Pellew—. Por favor, perdone la interrupción,
señor Eccles.
—En cuanto dejemos de divisar tierra, viraremos en redondo para volver a
acercarnos a la costa —continuó Eccles—. Puesto que nunca hemos estado rondando
esta parte de la costa, los franchutes pensarán que nos hemos ido. Cuando caiga la
noche nos acercamos a ella y avanzaremos lo más posible. Mañana habrá marea alta a
las cuatro y cincuenta, y amanecerá a las cinco y treinta. El ataque se llevará a cabo a
las cuatro y treinta, para que los hombres de una de las dos guardias tengan tiempo de
dormir. La lancha atacará por la aleta de estribor; el cúter, por la de babor. El esquife
del señor Mallory atacará por la amura de babor; el del señor Chadd, por la de
estribor. El señor Chadd será el encargado de cortar la cadena del ancla de la corbeta
cuando tenga el control del castillo y los tripulantes de las demás barcas hayan
llegado al menos al alcázar.
Eccles miró alternativamente a los capitanes de las tres grandes barcas y ellos
hicieron una inclinación de cabeza en señal de que habían entendido. Entonces
prosiguió:
—El señor Hornblower esperará en el chinchorro hasta que los hombres que
emprendan el ataque ocupen toda la cubierta. Hecho esto, abordará la corbeta por el
pescante central bien por el costado de babor, bien por el de estribor, por donde
estime conveniente, y, sin prestar atención a la lucha que haya en cubierta en ese
momento, subirá a la jarcia del palo mayor, largará la gavia mayor y cazará las
escotas cuando se lo ordenen. Yo mismo o el señor Soames, en caso de que yo muera
o resulte herido, mandaremos dos marineros a hacerse cargo del timón de la corbeta y
daremos las órdenes de realizar las maniobras necesarias en cuanto tenga suficiente

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velocidad. La marea nos ayudará a salir, y la Indefatigable nos estará esperando en un
lugar cercano fuera del alcance de las baterías costeras.
—¿Algún comentario? —preguntó Pellew.
Ése era el momento en que Hornblower debería haber hablado, el único en que
podía haber hablado. Las órdenes de Eccles le habían hecho sentir tanto miedo que le
daban náuseas. Hornblower no tenía aptitudes para ser un gaviero, y lo sabía.
Detestaba subir a gran altura y también detestaba subir a la jarcia. Sabía que no tenía
agilidad ni confianza en sí mismo, las principales características de un buen marinero.
Se sentía inseguro cuando subía a la jarcia en la oscuridad incluso en la Indefatigable,
y le horrorizaba la idea de tener que subir a lo alto de un barco desconocido
abriéndose paso entre una jarcia todavía más desconocida. Le parecía que no era apto
para realizar la tarea que le había sido encomendada y debería haberse negado a
ejecutarla alegando que era inepto para ella. Pero dejó pasar la oportunidad porque
estaba impresionado al ver que los otros oficiales habían dado total asentimiento al
plan. Miró sus rostros impasibles y se dio cuenta de que nadie le prestaba atención y,
sin otra intención se movió para hacerse notar. Tragó saliva e incluso se atrevió a
abrir la boca, pero nadie le miró y su protesta se malogró.
—Muy bien, caballeros —dijo Pellew—. Creo que ahora debería explicar el plan
con todos los detalles, señor Eccles.
Ya era demasiado tarde. Eccles indicó en la carta marina la ruta que seguir entre
los bancos de arena y cieno de la desembocadura del Garona, y luego explicó cómo
estaban colocadas las baterías de la costa y que la distancia a que la Indefatigable
podría aproximarse a la costa en pleno día dependía del faro de Cordouan.
Hornblower trató de concentrar la atención en lo que decía, a pesar del miedo que le
embargaba. Por fin Eccles terminó su explicación y Pellew dio por terminada la
reunión.
—Puesto que ya todos conocen cuáles son sus tareas, caballeros, creo que
deberían empezar a hacer los preparativos para el ataque. El sol está a punto de
ponerse, y tienen ustedes mucho que hacer.
Tenían que poner provisiones en las barcas por si llegaban a encontrarse en una
situación de emergencia, escoger a los tripulantes y preparar las armas que iban a
necesitar. Tenían que enseñar a cada uno de los tripulantes cómo realizar la tarea que
se les había asignado. Y Hornblower tuvo que practicar cómo subir por los obenques
del palo mayor que estaban sujetos a los genoles y cómo llegar hasta el penol de la
verga de la gavia. Se obligó a repetirlo dos veces. El ascenso por los obenques era
difícil, pues, por estar colocados oblicuamente al palo mayor, era más que obligado
subir un tramo de varios pies colgando de espaldas hacia abajo y apretando con
fuerza los flechastes entre los dedos de las manos y los pies. Subió moviéndose
despacio y con cautela, pero torpemente. Apoyó los pies en el marchapié, el cabo que

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estaba atado de una punta a otra de la verga y formaba una curva unos cuatro pies por
debajo de ella, y se preparó para desplazarse hasta el penol. Una vez apoyado
firmemente en el marchapié, puso los brazos alrededor de la verga de manera que le
quedara bajo las axilas y se desplazó arrastrando los pies hasta el penol y, al llegar
allí, soltó los tomadores y largó la vela. Hizo todo el recorrido dos veces, tratando de
sobreponerse a las náuseas y al miedo a caer desde una altura de cien pies. Luego,
con los nervios crispados y tragando saliva, se soltó y se agarró a la braza y se obligó
a deslizarse por ella para bajar a la cubierta; esa era la mejor ruta que podía seguir
para ir a cazar las escotas. El descenso era verdaderamente peligroso, y Hornblower
pensó, como la primera vez que había visto a los marineros subir a la jarcia, que si se
hacían proezas similares a esa en un circo, serían acogidas con gritos de aprobación
como «¡Oh!» y «¡Ah!». Pero no se sintió satisfecho ni siquiera cuando llegó a la
cubierta, y en un rincón de su mente se vio a sí mismo haciendo de nuevo la
maniobra en la Papillon y luego soltarse del cabo accidentalmente y caerse de cabeza
y estar bajando en el aire durante dos terribles minutos hasta chocar contra la
cubierta. Y sabía que el éxito del ataque dependía de él, en la misma medida que de
cualquier otro, y que si la gavia no se desplegaba con rapidez, la corbeta no
alcanzaría velocidad suficiente para hacer maniobras y encallaría ignominiosamente
en uno de los innumerables bancos de arena de la desembocadura del río y sería
recuperada, y la mitad de los tripulantes de la Indefatigable morirían o serían hechos
prisioneros.
La tripulación del chinchorro estaba formada en el combés para pasar revista.
Hornblower inspeccionó los remos para ver si estaban bien forrados y se aseguró de
que cada uno de los tripulantes tuviera una pistola y un alfanje. También se aseguró
de que las pistolas estuvieran desmontadas y, por tanto, no había peligro de que se les
dispararan, pues un tiro disparado antes de tiempo sería el aviso de que iba a
producirse el ataque. Asignó a cada uno una tarea en la maniobra de largar la gavia,
recalcando que era posible que hubiera cambios en el plan a causa de las bajas.
—Yo subiré a la jarcia primero —dijo Hornblower.
Tenía que ser así. Tenía que guiar a los demás, y eso era lo que los demás
esperaban de él. Es más, si hubiera dado cualquier otra orden, habría suscitado
comentarios… y desprecio.
—Jackson, usted será el último que abandone el chinchorro y tomará el mando si
yo caigo —dijo Hornblower al timonel.
—Sí, señor.
Era corriente expresarse poéticamente y decir la palabra «caigo» en vez de
«muero», pero justo en ese momento en que Hornblower acababa de pronunciarla,
pensó en el horrible significado que tenía en estas circunstancias.
—¿Lo han comprendido todo? —preguntó Hornblower con voz enronquecida por

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la fatiga que le había producido el esfuerzo mental hecho.
Todos los marineros excepto uno asintieron con la cabeza.
—Perdone, señor, pero siento náuseas —dijo Hales, el primer remero del
chinchorro.
Hales, un joven moreno y de complexión robusta, se había puesto la mano en la
frente mientras hablaba.
—Usted no es el único que siente náuseas —dijo Hornblower secamente.
Los otros marineros se rieron. La idea de abordar una corbeta armada en un
puerto enemigo, exponiéndose al fuego de las baterías de la costa, podría hacer que
cualquier cobarde sintiera miedo. Seguro que la mayoría de los que habían sido
elegidos para la misión habían sentido náuseas en algún momento.
—No me refería a eso, señor —dijo Hales indignado—. ¡Por supuesto que no!
Pero ni Hornblower ni los demás marineros le prestaron atención.
—¡Mantén la boca cerrada! —dijo Jackson, malhumorado.
Nadie podía sentir otra cosa que desprecio hacia un hombre que confesaba que
sentía náuseas cuando le acababan de asignar una tarea peligrosa. Hornblower le
disculpaba y le despreciaba a la vez. También él se había acobardado, pero no se
atrevió a expresar sus temores porque tenía miedo de lo que los otros dijeran de él.
—Rompan filas —dijo Hornblower—. Les mandaré a buscar cuando les necesite.
Todavía había que esperar varias horas mientras la Indefatigable se acercaba a la
costa gobernada por el propio Pellew, guiado por las constantes mediciones de la
sonda. A pesar de su nerviosismo y su miedo, Hornblower pudo apreciar la destreza
de Pellew al hacer avanzar la gran fragata por esas peligrosas aguas en una noche
oscura. Ponía tanta atención a las maniobras que los temblores que tenía
desaparecieron. Era de esa clase de personas que observan y aprenden hasta en su
lecho de muerte. Cuando la Indefatigable llegó al lugar cercano a la desembocadura
más adecuado para bajar las lanchas al agua, Hornblower era ya un guardiamarina
que había aprendido cómo aplicar en la práctica los principios de la navegación
costera, cómo organizar la captura de un barco en un fondeadero y, a fuerza de
reflexionar, había llegado a conocer en buena medida la psicología de los hombres
que iban a emprender un ataque.
Ya había logrado dominarse y se mostraba sereno cuando bajó al chinchorro, que
cabeceaba en las aguas negras como la tinta. Dio la orden de zarpar en voz baja y con
tono decidido. Cogió el timón, y el hecho de tener agarrado ese grueso madero le dio
seguridad, pues ya se había acostumbrado incluso a apoyar el brazo en él mientras
estaba sentado en la bancada de popa. Los marineros empezaron a remar y el
chinchorro avanzó despacio detrás de las cuatro barcas más grandes, que ahora no
eran más que oscuras formas. Tenían mucho tiempo, la pleamar les llevaría al interior
del estuario. Era mejor así, porque a un lado estaba la batería de Saint Dye y al otro,

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dentro del estuario, la fortaleza de Blaye, que tenía cuarenta cañones apuntando hacia
el canal de entrada, y ninguna de las cinco barcas (el chinchorro menos que ninguna)
soportaría el impacto de un solo cañonazo.
Hornblower mantenía la vista fija en el cúter, que navegaba delante a cierta
distancia. Soames tenía la enorme responsabilidad de guiar las barcas por el estuario,
mientras que él lo único que tenía que hacer era seguir el cúter, además de largar la
gavia. En ese momento volvió a temblar.
Hales, el hombre que había dicho que tenía náuseas, era el primer remero.
Hornblower podía ver su oscura figura moviéndose hacia delante y hacia atrás dando
rítmicas paletadas. Después de mirarle unos instantes, dejó de prestarle atención y
desvió la vista hacia el cúter, pero en ese momento sintió una sacudida y volvió a
mirar al chinchorro. Alguien había dado una paletada a destiempo y había provocado
que los seis remos perdieran la coordinación. También se oyó un golpe seco.
—¡Maldita sea! ¡Atiende a lo que estás haciendo, Hales! —susurró Jackson, el
timonel, en tono apremiante.
Como respuesta, Hales dio un grito, aunque, por fortuna, no demasiado alto.
Luego se inclinó hacia delante y cayó sobre las piernas de Hornblower y Jackson y
empezó a retorcerse y a dar patadas.
—A este condenado le ha dado un ataque —susurró Jackson.
Hales siguió retorciéndose y dando patadas. Desde un lugar próximo del mar
llegó un gruñido a través de la oscuridad.
—Señor Hornblower, ¿no puede mantener callados a sus hombres? —preguntó
Eccles sotto voce y en tono irritado.
Eccles había virado la lancha y casi había abordado al chinchorro para decir esto,
y la necesidad de guardar silencio quedó demostrada por la ausencia de las habituales
maldiciones en la amonestación. Hornblower se imaginó cómo sería la reprimenda
que le echaría al día siguiente en el alcázar y abrió la boca para dar explicaciones,
pero, por suerte, se dio cuenta de que cuando los hombres iban en pequeñas barcas a
emprender un ataque y se encontraban al alcance de los cañones de la fortaleza de
Blaye no debían dar explicaciones.
—Sí, señor —se limitó a decir.
Entonces la lancha continuó su misión de guiar la flotilla siguiendo la estela del
cúter.
—Coja su remo, Jackson —susurró a Jackson en tono exasperado y se echó hacia
delante y arrastró al remero, que seguía retorciéndose, con el fin de que no estorbara
al timonel.
—Pruebe a reanimarle echándole agua, señor —sugirió Jackson en voz baja—.
Ahí está el achicador.
Los marineros creían que el agua de mar era el remedio contra todas las

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enfermedades, la panacea universal; por lo tanto, de acuerdo con esta idea, los
marineros nunca enfermarían, porque tienen constantemente mojada la ropa; y el coy,
la mayor parte del tiempo. Pero Hornblower dejó al remero allí tendido, pues había
notado que hacía cada vez menos aspavientos y, además, porque no quería hacer
ruido con el achicador, pues la vida de más de cien hombres dependía del silencio.
Ahora que se encontraban en la mitad del estuario, estaban al alcance de los cañones
de las orillas, y un solo cañonazo bastaría para despertar a los tripulantes de la
Papillon, que correrían a los cañones y la borda para repeler el ataque, dejando caer
balas de cañón en las barcas que se hubieran abordado con la corbeta y destrozarían
con una ráfaga de metralla las que estuvieran aproximándose.
Las silenciosas barcas avanzaban por el estuario. El cúter, cuya velocidad servía
de pauta, iba muy despacio, y sus hombres sólo daban alguna que otra paletada para
mantener la suficiente velocidad para maniobrar. Parecía que Soames sabía muy bien
lo que hacía. Había escogido una ruta con innumerables bancos de cieno por la que
sólo podían pasar embarcaciones muy pequeñas, pero había ordenado usar una
pértiga de veinte pies para medir la profundidad, con la cual podía medirse más
rápidamente y con mucho menos ruido que con la sonda. Aunque los minutos
pasaban con rapidez, aún era noche cerrada, sin indicios de un pronto amanecer.
Hornblower aguzaba la vista, pero no estaba seguro de ver las lisas orillas del
estuario, y pensó que sólo alguien que tuviera la vista muy aguda podría ver avanzar
las barcas desde tierra.
Hales, aún tendido a sus pies, dio una vuelta sobre sí mismo y luego otra. Movió
la mano a un lado y a otro en la oscuridad y tropezó con el tobillo de Hornblower y lo
palpó, aparentemente con mucha curiosidad. Entonces murmuró una frase que
terminó en un gemido.
—¡Cállese! —susurró Hornblower, tratando de expresarse con todo el cuerpo
para decir que la situación era grave de una forma que no fuera audible.
Hales, afirmando el codo en la rodilla de Hornblower, levantó el tronco hasta
sentarse y luego se puso de pie, pero se le doblaron las rodillas, trastabilló, y tuvo que
apoyarse en Hornblower.
—¡Siéntese! —susurró Hornblower lleno de angustia y de rabia.
—¿Dónde está Mary? —dijo en tono coloquial.
—¡Cállese!
—¡Mary! —repitió Hales, inclinándose hacia él—. ¡Mary!
Hales cada vez que repetía la palabra lo hacía en voz más alta que la anterior, y
Hornblower intuyó que pronto la diría en voz muy alta e incluso gritaría. Vinieron a
su mente las conversaciones que había tenido con su padre y recordó que las personas
que acaban de tener un ataque epiléptico no son responsables de sus actos, que
además podían ser peligrosas y lo eran en muchos casos.

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—¡Mary! —volvió a decir Hales.
La victoria y la vida de más de cien hombres dependía de que Hales guardara
silencio, y de inmediato. Hornblower pensó en coger la pistola que llevaba en el cinto
y pegarle con la culata, pero tenía un arma más conveniente a mano. Desmontó el
timón, una gruesa barra de madera de roble de tres pies, la agarró fuertemente y la
impulsó hacia delante con furia. El timón golpeó la cabeza de Hales cuando intentaba
hablar otra vez, pero cayó sobre el fondo del chinchorro. Los tripulantes ni abrieron
la boca, sólo se oyó el suspiro de Jackson, aunque no sabía ni importaba saberlo si el
suspiro era una señal de aprobación o de desaprobación. Estaba convencido de que
había cumplido con su deber. Había derribado a un inútil y probablemente le habría
matado, pero ya no había peligro de que fuera eliminado el factor sorpresa, del que
dependía el éxito de la misión. Volvió a montar el timón y en silencio continuó la
tarea de seguir la estela del esquife.
A lo lejos se veía una enorme masa oscura cerca de las negras aguas, aunque en la
oscuridad era imposible calcular la distancia a que se encontraba. Posiblemente era la
corbeta. Después de doce silenciosas paletadas, Hornblower tuvo la certeza de que lo
era. Soames había hecho un magnífico trabajo como piloto, pues había llevado las
barcas directamente a su objetivo. El cúter y la lancha se separaron de los dos
esquifes. Las cuatro embarcaciones se preparaban para emprender el ataque
simultáneamente.
—¡Parar! —susurró Hornblower, y los tripulantes del cúter dejaron de remar.
Hornblower tenía que cumplir determinadas órdenes. Debía esperar a que los
hombres que emprendieran el ataque ocuparan toda la cubierta. Tenía agarrado el
timón con las manos crispadas. La excitación nerviosa que le había producido acallar
a Hales había vuelto a traer a su mente la idea de que tenía que subir a una jarcia
desconocida en la oscuridad, y ahora esa idea había vuelto a aparecer, y con mayor
carga emotiva. Hornblower tenía miedo.
Aunque podía ver la corbeta, las barcas habían desaparecido de su vista, ya no
estaban en su campo de visión. La corbeta estaba anclada muy cerca, pero apenas se
veían sus palos dibujarse sobre el oscuro firmamento. ¡Y allí era adonde tenía que
subir! La corbeta le parecía enorme. Cerca de la corbeta vio formarse una franja de
espuma en las oscuras aguas, probablemente porque las barcas se aproximaban a ella
con rapidez y alguien había dado una paletada con poco cuidado. En ese mismo
momento se oyó un grito en la cubierta de la corbeta, y después otro, y le siguieron
mil gritos más que salían de los botes que ya estaban abordándose con ella. Los gritos
eran muy fuertes y constantes a propósito. El ruido despertaría a los enemigos y les
desconcertaría, y, por otra parte, la continuidad de los gritos indicaría a los tripulantes
de cada barca el progreso de los demás. Los marineros británicos estaban gritando
como locos. En la corbeta se vio un fogonazo y luego se oyó una detonación, lo que

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indicaba que se había disparado el primer tiro. Muy pronto se oyeron los disparos de
las pistolas y los mosquetes desde varios lugares de la cubierta.
—¡Adelante! —dijo Hornblower como si le hubieran sacado la orden
atormentándole en el potro.
El chinchorro avanzaba mientras Hornblower luchaba por dominar sus
sentimientos y trataba de enterarse de lo que ocurría en la cubierta. No tenía motivo
alguno para escoger un costado en vez del otro para abordar la corbeta, y como el de
babor estaba más cerca, dirigió el chinchorro al pescante de babor. Tenía puesta tanta
atención en lo que hacía que se acordó justo a tiempo de la orden que tenía que dar.
—¡Guardar remos!
Luego giró el timón y el chinchorro viró en redondo haciendo remolinos. El
marinero que estaba en la proa enganchó el bichero. Desde la cubierta, justo encima
de ellos, llegó un ruido similar al que hace un calderero al martillar una caldera, y
Hornblower lo notó cuando se ponía de pie en la bancada de popa. Comprobó que
tenía el sable y la pistola en el cinto y se preparó para saltar al pescante. Dio un gran
salto para alcanzarlo con las manos y luego se subió a él. Entonces se agarró a los
obenques, puso los pies en los flechastes y empezó a subir. Cuando ya tenía la cabeza
por encima de la borda, un fogonazo iluminó momentáneamente la cubierta, y la
lucha pareció estar detenida un momento, como si estuviera en un cuadro. Cerca de
allí pudo ver a un marinero británico y a un oficial francés luchando furiosamente con
sables y con asombro se dio cuenta de que el ruido que le había parecido un martilleo
lo producían los sables al chocar entre sí, era el ruido del choque de las espadas que
habían relatado tantas veces los poetas. Pero ese no era momento de recordar poesías.
En cuanto se dio cuenta de eso, siguió subiendo. Mucho más arriba se pasó a los
obenques sujetos a los genoles, aferrándose a ellos mientras se echaba hacia atrás con
los flechastes fuertemente agarrados con los dedos de los pies. Eso sólo duró uno o
dos desesperados segundos, y luego Hornblower siguió subiendo hasta los obenques
del mastelero, momento que aprovechó para empezar el ascenso final, con los
pulmones a punto de reventar por el esfuerzo. Allí estaba la verga de la gavia, y
Hornblower se soltó y la rodeó con los brazos y empezó a buscar el marchapié con
los pies. ¡Dios santo! No había marchapié. Sus pies lo buscaron en la oscuridad, pero
sólo encontraron aire. Estaba colgando a cien pies por encima de la cubierta,
retorciéndose y dando patadas como un bebé al que su padre sostuviera en el aire con
los brazos estirados. No había marchapié, así que no podía ir hasta el penol. Sin
embargo, había que soltar los tomadores y soltar la vela, pues todo dependía de eso.
Hornblower había visto a muchos marineros temerarios ir hasta los penoles andando
por la verga como si caminaran por una cuerda floja. Esa era la única forma de llegar
a los penoles ahora.
Hornblower tenía la carne débil y al pensar que tenía que caminar por la verga

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sobre el negro abismo, se estremeció y se quedó sin respiración por un momento. Eso
era miedo, y el miedo despojaba al hombre de su hombría, hacía a su intestino
expulsar agua y transformaba sus miembros en papel. No obstante, las ideas seguían
dando vueltas en su cabeza. Había actuado resueltamente cuando había silenciado a
Hales. Cuando no era él el afectado, había sido valiente: no vaciló en golpear al pobre
epiléptico con todas sus fuerzas. Sólo tenía valor para hacer acciones mezquinas
como ésa; carecía por completo de valor para arrostrar el peligro. Eso se llamaba
cobardía, lo que provocaba que la gente murmurara de uno. No podía soportar la idea
de que le ocurriera a él. Esa idea le asustaba más que la de caer en la cubierta en la
oscuridad de la noche, aunque la alternativa fuera horrible. Apoyó la rodilla en la
verga y se puso de pie sobre ella jadeando. Sentía bajo sus pies el madero redondo
cubierto de lona, y su instinto le decía que no debía perder ni un momento allí.
—¡Vamos! —gritó, y empezó a caminar hacia el penol.
Había veinte pies de distancia de allí al penol, y Hornblower los recorrió
rápidamente con unas cuantas zancadas. Entonces, ya sin cautela, bajó las manos para
agarrarse a la verga y luego se tendió sobre ella y buscó los tomadores con las manos.
Un golpe seco en la verga le indicó que Oldroyd, que tenía orden de subir detrás de
él, le había seguido mientras caminaba por la verga hacia el penol; sin embargo, tenía
que recorrer seis pies menos que él. No cabía duda de que los demás tripulantes del
chinchorro estaban en la verga ni de que Clough había ido al frente de otro grupo
hasta el penol de estribor, pues la vela se desplegó con gran rapidez. A su lado se
encontraba la braza. Estaba tan excitado ahora que, sin preocuparse por el peligro, la
agarró con las dos manos y se bajó bruscamente de la verga. Luego movió las piernas
en el aire hasta encontrar la braza y la rodeó con ellas. Entonces bajó deslizándose
por la braza.
¡Qué tonto había sido! Nunca aprendería a ser prudente. Nunca aprendería que
siempre había que estar alerta y tomar precauciones. Se había deslizado con tanta
rapidez por la braza que se quemó las manos, y al apretarlas para bajar más despacio,
sintió un dolor tan fuerte que tuvo que aflojarlas un poco, y, al bajar el último tramo,
se desolló la piel de la mano como si fuera la de un guante. Por fin puso los pies en
cubierta y luego miró a su alrededor, olvidando momentáneamente el dolor.
Ahora había una débil luz grisácea y no se oía ninguno de los ruidos de una
batalla. El ataque por sorpresa había tenido éxito. Aquel centenar de hombres que
llegaron de repente a la cubierta de la corbeta vencieron a los pocos marineros de
guardia y se apoderaron de ella antes de que los que estaban abajo pudieran ofrecer
resistencia. En ese momento se oyó la estentórea voz de Chadd en el castillo.
—¡Cortada la cadena del ancla, señor!
Entonces Eccles, desde la cubierta, gritó:
—¡Señor Hornblower!

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—¡Señor! —gritó Hornblower.
—¡Tire de las drizas!
Muchos marineros fueron a ayudarle, no sólo los tripulantes del chinchorro, sino
también otros con iniciativa y empuje. Con las drizas, las escotas y las brazas
tensaron la vela y la orientaron. La vela se hinchó con el débil viento del sur y la
Papillon viró en redondo para salir cuando empezaba a bajar la marea. Llegó el alba,
acompañada de una fina capa de niebla que cubrió la superficie del mar.
Por la aleta de estribor se oyó un terrible estrépito, y una serie de espantosos
gritos muy agudos rasgaron el aire y la niebla. Las primeras balas de cañón que
Hornblower oía en su vida estaban pasando por su lado.
—¡Señor Chadd! ¡Largue las velas del estay! ¡Largue el velacho! ¡Eh, ustedes,
suban algunos para largar la sobremesana!
Por la amura de babor llegaron las balas de otra andanada. Ahora les disparaban
desde la fortaleza de Blaye por un lado y desde la batería de Saint Dye por el otro,
porque sus hombres habían deducido lo ocurrido en la Papillon. Pero la corbeta
navegaba veloz con la ayuda del viento y la marea, y, además, no sería fácil derribar
alguno de sus palos con tan poca claridad. Había estado a punto de no poder escapar,
y unos segundos de retraso habrían tenido fatales consecuencias. Sólo una de las
balas de la siguiente andanada pasó rozando la corbeta, y al pasar, hubo un estrépito
en lo alto de la jarcia.
—¡Señor Mallory, ordene ayustar esa vela de estay de proa!
—¡Sí, sí, señor!
Ya había suficiente claridad para mirar alrededor de la cubierta. Vio a Eccles en el
saltillo de la toldilla dirigiendo las maniobras y a Soames junto al timón guiando la
corbeta para salir del estuario. Dos grupos de infantes de marina, con sus rojas
chaquetas, vigilaban las escotillas con las bayonetas caladas. Había cuatro o cinco
hombres tendidos sobre la cubierta en extrañas posturas. Todos estaban muertos.
Hornblower les miró con la indiferencia propia de la juventud. También había un
hombre herido, un hombre con el muslo destrozado que se retorcía de dolor;
Hornblower no podía mirarle con indiferencia y se alegró, tal vez por egoísmo, de
que un marinero pidiera permiso a Mallory para abandonar su tarea y ayudarle.
—¡Preparados para virar! —gritó Eccles desde la toldilla.
La corbeta había llegado al extremo de la zona de mediana profundidad e iba a
virar para salir a alta mar.
Los hombres corrieron a las brazas, y Hornblower les siguió. Pero cuando
Hornblower cogió los ásperos cabos, sintió tanto dolor que estuvo a punto de dar un
grito. Tenía las manos en carne viva, y le sangraban. Ahora que se daba cuenta, sentía
un dolor insoportable.
Las escotas del velacho se desplazaron, y la corbeta viró suavemente.

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—¡Ahí está la Inde! —gritó alguien.
Ahora podía verse claramente la Indefatigable, que estaba en facha justamente
fuera del radio de alcance de las baterías costeras, preparada para recibir a la presa.
Alguien dio un viva, y todos los demás dieron vivas también, y así siguieron incluso
mientras caían los últimos enfurecidos disparos de la batería de Saint Dye en las
aguas que rodeaban la corbeta. Hornblower se sacó el pañuelo del bolsillo con mucho
cuidado y trató de envolverse una mano con él.
—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó Jackson.
Jackson movió la cabeza a uno y otro lado mientras miraba la mano despellejada.
—Ha sido descuidado, señor, porque debía haber bajado con una mano sobre la
otra —dijo cuando Hornblower le explicó lo que le había causado la herida—. Ha
sido muy descuidado, señor, perdone que se lo diga. Pero ustedes los guardiamarinas
a menudo lo son. No tienen miedo de romperse la crisma ni de perder el pellejo.
Hornblower miró hacia la verga de la gavia, muy por encima de su cabeza, y
recordó cómo había caminado por aquel estrecho madero hasta el penol en la
oscuridad. El recuerdo le hizo temblar, aunque ahora tenía la firme cubierta bajo sus
pies.
—Disculpe, señor —dijo Jackson, haciendo el nudo—. No quería lastimarle. Ya
está. Lo he hecho lo mejor que he podido, señor.
—Gracias, Jackson —dijo Hornblower.
—Tenemos que comunicar a nuestros superiores que hemos perdido el
chinchorro, señor —prosiguió Jackson.
—¿Perdido?
—No lo llevamos a remolque, señor. No había ningún marinero cuidándolo,
¿sabe? Wells era el que lo iba a cuidar, ¿recuerda?, pero le mandé subir a la jarcia al
ver que Hales no podía. Es que no éramos muchos para hacer el trabajo. Así que el
chinchorro se fue al garete cuando la corbeta viró.
—Entonces, ¿qué le ocurrió a Hales? —preguntó Hornblower.
—Todavía estaba en el chinchorro, señor.
Hornblower volvió la vista al estuario del Garona. En algún lugar del estuario
estaba el chinchorro a la deriva, y tendido en el fondo estaría Hales, probablemente
muerto, posiblemente vivo. Hornblower estaba seguro de que, en cualquier caso, los
franceses encontrarían a Hales, pero, al recordarle, sintió escalofríos de
remordimiento que disiparon el cálido sentimiento de satisfacción que le había
producido el triunfo. Si no hubiera sido por Hales, él no se habría atrevido a caminar
por la verga de la gavia hasta el penol (al menos eso creía), yen ese momento estaría
desprestigiado y sería considerado un cobarde, en vez de estar lleno de satisfacción
por haber sido capaz de realizar la tarea que tenía encomendada.
Jackson notó que le invadía una expresión triste y dijo:

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—No se lo tome así, señor. No le culparán de la perdida del chinchorro. Le
aseguro que ni el capitán ni el señor Eccles le culparán.
—No estaba pensando en el chinchorro —dijo Hornblower—. Estaba pensando
en Hales.
—¡Ah! —dijo Jackson—. No se preocupe por él, señor. Nunca habría sido un
buen marinero. Le faltaba destreza.

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CAPÍTULO 5
EL HOMBRE QUE VIO A DIOS

El invierno había llegado al golfo de Vizcaya. Después del equinoccio, las


tormentas eran más violentas y aumentaban las dificultades y los peligros de
los barcos de la Armada Real que vigilaban la costa francesa. Los barcos eran
zarandeados con frecuencia por las tormentas y tenían que soportar como podían el
embate del frío viento del este, que provocaba que el agua entrara por el casco como
por una cesta y hacía congelarse las salpicaduras de agua en las velas, y también del
viento del oeste, que los obligaba a alejarse de la costa a sotavento hasta un lugar lo
bastante lejano para que estuvieran seguros, pero desde el cual pudieran capturar
cualquier barco francés que se atreviera a salir del puerto. Los barcos eran
zarandeados por las tormentas, pero sus numerosos tripulantes eran zarandeados
también, y semana tras semana y mes tras mes tenían que soportar el frío penetrante,
la humedad, el enorme esfuerzo físico, el tasajo, las incomodidades y las privaciones
de la vida en una escuadra que hacía un bloqueo en un lugar como ese. Incluso en las
fragatas, las mejores embarcaciones para hacer un bloqueo, los tripulantes debían
soportar muchas incomodidades, como por ejemplo, que las escotillas permanecieran
cubiertas por los cuarteles durante largos períodos, que les mojaran las gotas de agua
que caían de las juntas de la cubierta cuando estaban abajo, y también debían soportar
las largas noches, los cortos días, la falta de sueño y el hecho de no tener muchas
cosas que hacer.
Incluso en la Indefatigable había una atmósfera de inquietud, e incluso un simple
guardiamarina como Hornblower se dio cuenta de ello cuando inspeccionaba su
brigada antes de que el capitán pasara revista, como hacía habitualmente una vez por
semana.
—¿Qué tiene en la cara, Styles? —preguntó.
—Forúnculos, señor. Muy malos.
Styles tenía en las mejillas y en los labios media docena de pequeñas cataplasmas.
—¿Ha tomado algo para que se le curen?
—El ayudante del cirujano me puso cataplasmas, señor, y dice que dentro de poco
se me curarán.
—Muy bien.
Parecía que los hombres que estaban a ambos lados de Styles tenían un gesto
irónico. Parecía que se rieran interiormente. A Hornblower no le gustaba ser objeto de
burlas. Las burlas no eran buenas para la disciplina, y aún era peor que varios

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marineros compartieran un secreto que un oficial desconocía. Volvió a mirar
atentamente a todos los marineros de la fila. Styles parecía un tronco, pues en su
rostro curtido no se reflejaba ningún sentimiento; su negro pelo formaba perfectos
bucles que le cubrían las orejas, y su apariencia no era censurable. No obstante,
Hornblower notó que la reciente conversación era fuente de diversión, y eso no le
gustaba.
Después de pasar revista fue a hacer algunas preguntas al señor Low, el cirujano,
a quien encontró en la sala de oficiales.
—¿Forúnculos? —respondió Low—. Naturalmente que los marineros tienen
forúnculos. Llevan nueve semanas comiendo carne de cerdo salada y guisantes secos.
¿Esperaba otra cosa que no fueran forúnculos? Forúnculos… pústulas… sabañones…
todas las plagas de Egipto.
—¿En la cara?
—Ese es uno de los lugares en que se forman los forúnculos. Descubrirá otros por
el cuerpo de usted mismo.
—¿Su ayudante los cura? —insistió Hornblower.
—Desde luego.
—¿Qué tal es?
—¿Muggridge?
—¿Ése es su nombre?
—Es un buen ayudante de cirujano. Pídale que le prepare la pócima negra y ya
verá usted. Creo que voy a recetársela a usted, joven, porque me parece que está de
mal humor.
El señor Low terminó de beberse el vaso de ron y golpeó la mesa para que viniera
el despensero. Hornblower se dio cuenta de que había tenido suerte porque había
encontrado a Low lo bastante sobrio para darle esa información y salió de allí con la
intención de subir a la jarcia para reflexionar sobre la cuestión en la cofa del mesana,
porque allí estaría solo. Ése era el nuevo puesto que le correspondía ocupar en las
batallas, y cuando los marineros no tenían que hacer ninguna tarea en ese lugar,
cualquier tripulante podía encontrar allí la soledad, algo difícil de hallar en la
abarrotada Indefatigable. Envuelto en su chaquetón de lana gruesa, Hornblower se
sentó en la cofa del mesana. Por encima de su cabeza, el mastelero de sobremesana
describía erráticos círculos en el cielo plomizo; a su lado los obenques del mastelero
vibraban cuando el fuerte viento pasaba silbando entre ellos; por debajo de él, seguía
su curso la vida de la Indefatigable mientras la fragata, cabeceando y balanceándose,
navegaba con rumbo norte con las gavias arrizadas. Cuando se oyeron las ocho
campanadas, la fragata viraría y navegaría hacia el sur para proseguir la interminable
vigilancia de esas aguas. Hasta entonces Hornblower tendría tiempo de reflexionar
sobre los forúnculos que Styles tenía en la cara y sobre las risitas de los otros

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marineros de la brigada.
Dos manos aparecieron en el grueso pretil de madera que rodeaba la cofa.
Hornblower las miró con rabia porque le habían distraído de sus meditaciones, y en
ese momento apareció por encima de ellas la cabeza de Finch, otro de los marineros
de su brigada, quien también tenía que estar en la cofa del mesana en la batalla. Era
un hombre bajo, de constitución débil, pelo ralo, ojos azules y una sonrisa estúpida,
una sonrisa que le iluminó el rostro cuando reconoció a Hornblower, después de que
su gesto traicionara la decepción sufrida porque la cofa ya estaba ocupada.
—Perdone, señor, no sabía que estaba usted aquí —dijo Finch, que estaba en una
postura incómoda, colgando con la espalda hacia abajo, a medio camino entre los
obenques sujetos a los genoles y la cofa, y cada vez que la fragata se balanceaba,
corría el peligro de soltarse.
—Venga, si quiere —dijo Hornblower, maldiciéndose por haber sido tan blando,
pues pensaba que un oficial severo habría dicho a Finch que se fuera por donde había
venido y que no le molestara.
—Gracias, señor, gracias —dijo Finch, pasando la pierna por encima del pretil y
aprovechando el balanceo de la fragata, se dejó caer dentro de la cofa.
Se agachó para mirar hacia el tope del palo mayor por debajo del pujamen de la
sobremesana y luego se volvió hacia Hornblower con una sonrisa inocente, como la
de un niño cogido en falta. Hornblower sabía que Finch estaba mal de la cabeza (las
brigadas reclutadoras reclutaban idiotas y campesinos para tripular los barcos de la
Armada), a pesar de ser un marinero hábil que sabía aferrar, arrizar y llevar el timón.
—Se está mejor aquí que allí abajo —dijo Finch como si quisiera disculparse.
—Tiene razón —dijo Hornblower en un tono indiferente para cortar la
conversación.
Entonces apartó la mirada de Finch y volvió a ponerse en una posición cómoda,
con la espalda apoyada, deseando que el vaivén de la cofa le ayudara a abstraerse
para encontrar la solución del problema. Pero no era fácil lograrlo, ya que Finch se
inclinaba para mirar hacia delante, y cambiaba tanto de posición que se movía como
una ardilla en una jaula, interrumpiendo el curso de su pensamiento y haciéndole
perder los preciosos minutos de su media hora de libertad.
—¿Qué diablos le pasa, Finch? —preguntó al fin en tono áspero, después de que
se le agotara la paciencia.
—¿El diablo, señor? —preguntó Finch—. El diablo no está aquí. No está aquí
arriba, señor.
Otra vez asomó a los labios de Finch la misteriosa sonrisa, la sonrisa de niño
travieso. Sus profundos ojos azules parecían guardar muchos secretos. Miró por
debajo de la sobremesana otra vez, como si estuviera jugando a un juego de niños.
—Ahí le vi aquella vez, señor —dijo Finch—. Dios viene a la cofa del mayor,

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señor.
—¿Dios?
—Sí, señor. A veces viene a la cofa del mayor. Muy a menudo, señor. Le vi
aquella vez, con la barba flotando al viento. Sólo se puede ver desde aquí.
¿Qué se podía decir a un hombre que tenía una idea como aquélla? Hornblower se
devanó los sesos para encontrar una respuesta, pero no encontró ninguna. Finch
parecía haber olvidado su presencia y se inclinaba una y otra vez hacia delante para
mirar por debajo de la sobremesana.
—Ahí está —dijo Finch como para sí—. Ahí está otra vez. Dios está en la cofa
del mayor, y el diablo está en el sollado.
«Muy bien», dijo Hornblower para sí irónicamente, pues no quería burlarse de las
creencias de Finch.
—El diablo está en el sollado durante las guardias de cuartillo —dijo Finch otra
vez—. Dios siempre se queda en la cofa del mayor.
—Un curioso horario —comentó Hornblower sotto voce.
Desde la cubierta llegaron las primeras de las ocho campanadas, y en ese mismo
momento los ayudantes del contramaestre empezaron a sonar los silbatos, y luego
Waldron, el contramaestre, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Que suban los marineros que están abajo! ¡Todos a virar! ¡Todos a virar!
¡Usted, ayudante, apunte el nombre del último que salga por la escotilla! ¡Todos a
virar!
El corto intervalo de paz, que había sido interrumpido por la molesta presencia de
Finch, estaba a punto de terminar. Hornblower pasó por encima del pretil y se agarró
a los obenques para descender porque no podía hacerlo de la forma más fácil, a través
de la boca de lobo, cuando el primer oficial le estaba mirando, ya que podría
reprenderle por no comportarse como un verdadero marino. Finch dejó que
Hornblower saliera de la cofa primero, pero, a pesar de empezar a descender más
tarde, le adelantó, ya que era un hábil marinero y podía bajar por los obenques con la
agilidad de un mono. Hornblower dejó de pensar temporalmente en las curiosas ideas
de Finch para ocuparse de virar la fragata hacia su nuevo rumbo.
Pero más tarde Hornblower volvió a pensar inevitablemente en las extrañas cosas
que Finch le había dicho. No había duda de que Finch creía verdaderamente que
había visto lo que decía que había visto. Tanto sus palabras como su expresión lo
demostraban. Finch había dicho que Dios tenía barba… Era una lástima que no dijera
qué aspecto tenía el diablo cuando aparecía en el sollado. ¿Tendría cuernos, patas
hendidas y un bieldo? Hornblower siguió pensando. ¿Por qué el diablo sólo estaba en
el sollado durante las guardias de cuartillo? Era extraño que tuviera un horario fijo.
Entonces a Hornblower se le ocurrió que posiblemente había una explicación
razonable para eso. Posiblemente cuando Finch decía que el diablo estaba en el

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sollado durante las guardias de cuartillo hablaba metafóricamente. Allí debía de pasar
algo que parecía hecho por el diablo. Hornblower tenía que decidir qué debía hacer y
luego cuál era la mejor forma de hacerlo. Podía contarle a Eccles, el primer oficial, lo
que sospechaba, pero después de un año de servicio sabía bien lo que le pasaría a un
guardiamarina que molestara al primer oficial con sospechas infundadas. Era mejor
que viera las cosas por sí mismo. No sabía lo que iba a encontrar allí, ni sabía si iba a
encontrar algo, ni sabía cómo iba a resolver el problema. Tampoco sabía si sería
capaz de resolverlo como correspondía a un oficial. Era posible que hiciera el
ridículo. Podría actuar inapropiadamente en la situación que se encontrara y ser
reprendido y ridiculizado por ello, además de que perjudicaría la disciplina de la
fragata, es decir, haría aún más fino el hilo de lealtad que servía de unión a los
marineros y los oficiales y que mantenía sometidos a las órdenes del capitán a
trescientos hombres, soportando grandes dificultades sin quejarse, preparados para
afrontar la muerte cuando recibieran la orden de luchar. Cuando las ocho campanadas
anunciaron el final de la guardia de tarde y el principio de la de primer cuartillo,
Hornblower, muy nervioso, bajó a poner una vela en un farol y luego se dirigió al
sollado.
El sollado estaba oscuro y tan mal ventilado que la atmósfera era pestilente.
Hornblower tropezó con varios obstáculos que estorbaban en su camino debido al
cabeceo y el balanceo de la fragata. Pero de pronto vio una luz un poco más adelante
y oyó rumor de voces y tragó saliva al pensar que tal vez los marineros estaban
planeando un motín. Puso la mano sobre la portezuela del farol para tapar la luz y
siguió avanzando con dificultad. Dos faroles colgaban de los baos de la cubierta, y
debajo de ellos se encontraba una veintena de marineros o quizá más, y Hornblower
podía oír bien sus voces, aunque no podía distinguir qué decían. En ese momento el
rumor llegó a convertirse en un griterío y alguien en el centro del círculo se puso de
pie, aunque sólo estiró el cuerpo hasta donde los baos se lo permitían. Se volvía hacia
un lado y hacia otro violentamente sin motivo aparente. Hornblower no podía verle la
cara, pero sí distinguió que tenía las manos atadas a la espalda. Los marineros
volvieron a gritar, como los espectadores de un espectáculo de boxeo, y el hombre
con las manos atadas se dio la vuelta y Hornblower pudo verle la cara. Era Styles, el
hombre con forúnculos. Hornblower le reconoció enseguida. Pero no fue eso lo que
más le impresionó. A la luz mortecina de las velas, pudo ver que de la cara de Styles
colgaba una forma gris que se retorcía y que parecía algo sobrenatural. Comprendió
que el hombre se movía violentamente para desprenderse de ella. Era una rata.
Hornblower se horrorizó y sintió náuseas.
Styles sacudió la cabeza con violencia y consiguió que la rata, asida a él con los
dientes, se soltara y cayera al suelo, e inmediatamente se puso de rodillas y, aún con
las manos atadas, la persiguió tratando de cogerla con los dientes.

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—¡Tiempo! —gritó alguien en ese momento.
Era la voz de Partridge, un ayudante del contramaestre. Esa voz había despertado
a Hornblower con frecuencia más que suficiente para reconocerla enseguida.
—Cinco muertas —dijo otro hombre—. Paguen las apuestas.
Hornblower se inclinó hacia delante. Parte de la cadena del ancla había sido
adujada para hacer con ella una especie de trampa de diez pies de diámetro, en cuyo
centro se encontraba Styles de rodillas, rodeado de ratas vivas y muertas. Partridge
estaba agachado junto al borde con el reloj de arena que se usaba para las mediciones
con la corredera.
—¡Seis muertas! —protestó alguien—. ¡Ésa está muerta!
—No, no lo está.
—Ésa se rompió el lomo, así que está muerta.
—Ésa no está muerta —aseguró Partridge.
En ese momento el hombre que había protestado miró hacia arriba y vio a
Hornblower y no llegó a pronunciar las palabras que iba a decir. Al ver que guardaba
silencio, los otros miraron hacia donde tenía dirigida la vista y se quedaron
paralizados. Hornblower dio un paso adelante, aún preguntándose qué debía hacer y
con las náuseas que le habían producido las horribles cosas que había visto. Trató
desesperadamente de vencer su horror y buscó ideas con rapidez y recurrió a la
disciplina para empezar.
—¿Quién dirige esto? —preguntó.
Miró uno a uno a los componentes del círculo. Entre ellos había muchos
suboficiales y algunos ayudantes del contramaestre y del carpintero. También estaba
Muggridge, el ayudante del cirujano, cuya presencia explicaba muchas cosas. Pero la
posición de Hornblower no era fácil. La autoridad de un guardiamarina de poca
experiencia como él dependía en gran medida de la fuerza de su propia personalidad,
y, por otra parte, él era simplemente un oficial asimilado. Pensó además que un
guardiamarina apenas tenía importancia entre la tripulación, y él sería reemplazado
mucho más fácilmente que, por ejemplo, el ayudante del tonelero que estaba allí
ahora, Washburn, que sabía muy bien cómo hacer los toneles de agua y cómo
estibarlos.
—¿Quién dirige esto? —preguntó otra vez, y otra vez su pregunta quedó sin
respuesta.
—No estamos de guardia —dijo alguien al fondo.
Hornblower ya había vencido el horror, y aunque todavía sentía indignación,
logró aparentar calma.
—No, no están de guardia, están jugando —dijo secamente.
Muggridge rebatió su afirmación.
—¿Jugando, señor Hornblower? —preguntó—. Esa es una acusación muy seria.

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Ésta es una noble competición. Le costará mucho probar que estábamos jugando.
Era obvio que Muggridge había estado bebiendo, tal vez siguiendo el ejemplo de
su jefe. Siempre había coñac en el botiquín. Hornblower se estremeció de rabia y
tuvo que hacer un enorme esfuerzo para seguir aparentando calma. Pero el aumento
de la tensión le trajo nuevas ideas a la mente.
—Señor Muggridge, le aconsejo que no hable demasiado —dijo secamente—.
Puedo presentar cargos contra usted por otras cosas, señor Muggridge. Un miembro
de la Armada de Su Majestad puede ser castigado por encontrarse, por su propia
negligencia, en condiciones inadecuadas para servirle. Además, también podría
acusarle de complicidad, y eso le incluiría a usted. Si yo fuera usted, señor
Muggridge, consultaría el Código Naval. Creo que el castigo por una falta de esa
clase es ser azotado delante de los barcos de la escuadra.
Hornblower había señalado a Styles, a quien le corría la sangre por la cara llena
de mordiscos, y con su gesto había dado más fuerza a su argumentación. Había
refutado los argumentos de los marineros con otros del mismo jaez, pero más
convincentes. Ellos se habían defendido aduciendo razones legales, y él las había
rebatido con otras razones legales. Ahora tenía la superioridad moral y podía dar
rienda suelta a su rabia.
—Podría presentar cargos contra cada uno de ustedes —gritó—. Y todos y cada
uno de ustedes serían juzgados por un consejo de guerra y, sin duda, degradados o
azotados. Otra mirada como ésa, señor Partridge, y le juro que lo haré. Oldroyd y
Lewis, suelten esas ratas. Styles, vuelva a ponerse cataplasmas en la cara. Partridge,
usted y estos hombres vuelvan a adujar la cadena del ancla correctamente antes de
que el señor Waldron la vea. En el futuro les vigilaré a todos ustedes, y al primer
indicio de mal comportamiento serán azotados en el enrejado. ¡Bien sabe Dios que
hablo en serio!
Hornblower estaba sorprendido tanto por su locuacidad como por su aplomo. No
sabía que fuera capaz de resolver un asunto tan fácilmente. Buscó en su mente la
última frase con que poder retirarse con dignidad y la encontró cuando se había dado
la vuelta para irse, así que tuvo que volverse de nuevo para decirla.
—Después de esto, durante las guardias de cuartillo quiero verles paseando por la
cubierta, no escorados en el sollado como un puñado de franceses.
Ésa era la clase de frase que podía esperarse de un capitán viejo y pomposo, no de
un joven guardiamarina, pero le sirvió para retirarse con dignidad. Apenas
Hornblower comenzó a alejarse del grupo, oyó un ruido confuso de voces detrás de
él. Subió a cubierta, sobre la cual se extendía el cielo nublado y oscurecido por las
prematuras sombras de la noche, y se paseó de arriba abajo y de abajo arriba para
mantenerse en calor mientras la Indefatigable navegaba contra el fuerte viento del
oeste, que hacía que la proa se cubriera de agua y espuma, que desde las juntas

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cayeran gotas de agua y que su casco crujiera quejumbroso. Era el final de un día
como todos los que lo habían precedido y como los muchos que probablemente lo
seguirían.
Los días pasaban monótonos, y con ellos llegó al fin un momento en que se
rompió la monotonía. Un rosado amanecer el serviola dio un grito que hizo a todos
volver la vista a barlovento, donde se veía una mancha sobre el horizonte, que
indicaba la presencia de un barco. Los hombres de guardia corrieron a las brazas y la
Indefatigable viró hasta que su quilla formó el ángulo más pequeño posible con la
dirección del viento. El capitán Pellew subió enseguida a cubierta. Tenía un
chaquetón encima de la camisa de dormir y en la cabeza no llevaba peluca, sino un
ridículo gorro de dormir rosado. Dirigió su catalejo hacia el barco desconocido (ya
una docena de catalejos estaban dirigidos en aquella dirección). Hornblower miró a
través del reservado a los guardiamarinas de menos antigüedad y vio un rectángulo
gris dividirse en tres, luego vio cómo las tres partes disminuían de tamaño primero y
aumentaban después y, al final, volvían a formar un solo rectángulo otra vez.
—Va a cambiar de rumbo —dijo Pellew.
La Indefatigable amuró las velas hacia el otro lado. Los marineros de guardia
subieron a la jarcia para soltar un rizo de las gavias y desde la cubierta los oficiales
miraron hacia ella para determinar si el fuerte viento que silbaba entre los aparejos
podría hacer desprenderse las velas o derribar los palos. La Indefatigable escoró tanto
a sotavento que era difícil mantener el equilibrio en la empapada cubierta, y todos los
que no tenían tareas urgentes que realizar se agruparon en el costado de barlovento,
desde donde pudieron mirar hacia el barco.
—El palo trinquete y el mayor exactamente iguales —dijo el teniente Bolton a
Hornblower, mirando por el catalejo—. Las velas son blancas como los dedos de una
dama. No hay duda de que es un barco franchute.
Los barcos británicos, en efecto, tenían las velas de color oscuro por haber estado
navegando durante largo tiempo en toda clase de condiciones climáticas; en cambio,
los barcos franceses que violaban el bloqueo de los puertos tenían las velas
inmaculadas porque no habían estado expuestos a los elementos, y eso permitía saber
cuál era su nacionalidad sin necesidad de fijarse en otras características técnicas
menos obvias.
—Nos acercamos a él por barlovento —dijo Hornblower.
Le dolía el ojo por tener apoyado el catalejo tanto tiempo contra él y estaba
cansado de tener los brazos encogidos para sostenerlo, pero la persecución le
producía tanta excitación que no podía relajarse.
—No tan rápidamente como yo quisiera —dijo Bolton.
—¡Marineros a la braza mayor! —gritó Pellew en ese momento.
Era muy importante orientar las velas para que la quilla formara el ángulo más

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pequeño posible con la dirección del viento, pues aproximarla cien yardas más
equivalía a adelantar una milla en la persecución. Pellew miró hacia las velas de la
fragata, luego hacia la amplia estela y después hacia el barco francés mientras
calculaba mentalmente la fuerza del viento y la presión que ejercía sobre las jarcias, y
haciendo todo lo que la experiencia adquirida a lo largo de su vida podía indicarle
para disminuir la distancia entre las dos embarcaciones. Pellew dio otra orden, y
todos los marineros corrieron a sacar los cañones de la banda de barlovento. Esto
contrarrestaba la escora de la Indefatigable y hacía que la fragata tuviera más
estabilidad.
—¡Ya estamos muy cerca! —gritó Bolton con optimismo.
—¡Zafarrancho de combate! —gritó Pellew.
Los tripulantes estaban esperando esa orden. Los infantes de marina que tocaban
los tambores tocaron un redoble que retumbó en toda la fragata; el contramaestre y
sus ayudantes repitieron la orden y dieron fuertes pitidos; y los marineros corrieron
ordenadamente a realizar sus tareas. Hornblower corrió hasta los obenques del palo
mesana, y en el trayecto vio a media docena de marineros sonrientes, para quienes la
lucha y la posibilidad de morir romperían la eterna monotonía del bloqueo. Cuando
llegó a la cofa del palo de mesana, miró a su alrededor para ver lo que hacían sus
hombres. Ya los marineros estaban destapando las llaves de los mosquetes y
poniendo el cebo en su interior; Hornblower, satisfecho por la rapidez con que se
preparaban para la batalla, dedicó su atención al cañón giratorio. Quitó la lona
alquitranada de la recámara del cañón y el tapabocas de la boca y luego soltó las
retrancas que lo sujetaban y comprobó que el pivote y los muñones se movían
fácilmente. Dio un tirón a una driza y comprobó que la llave del cañón producía
chispas sin dificultad y que, por tanto, no era necesario ponerle otro pedernal. Las
bolsas con balas de mosquetes estaban en una chillare sujeta al pretil, y Finch subió a
la cofa llevando al hombro una tira de lona que contenía las cargas del cañón. Finch
metió una de las cargas por la boca del cañón y la atacó. Hornblower tenía preparada
una bolsa con balas para ponerla encima de las cargas. Luego cogió una aguja de
fogón y la metió por éste hasta que notó que la punta traspasaba la fina envoltura del
cartucho. En la cofa era necesario tener una aguja de fogón y pedernal, pues no se
debía tener una mecha de combustión lenta porque podría provocar un incendio que
probablemente se extendería a las velas y aparejos, donde sería muy difícil de
controlar. Sin embargo, los disparos del cañón giratorio y de los mosquetes desde las
cofas era muy importante desde el punto de vista estratégico. Si los barcos luchaban
penol a penol, los hombres de Hornblower podían hacer estragos en el alcázar del
barco enemigo, donde se encontraban los que dirigían las operaciones en él.
—¡Basta, Finch! —gritó Hornblower, irritado.
Se había vuelto hacia Finch y le había visto mirando hacia la gavia mayor y le

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molestó que el marinero siguiera pensando cosas extrañas en un momento de tensión.
—Perdone, señor —dijo Finch, y continuó su trabajo.
Pero un momento después Hornblower oyó a Finch hablando consigo mismo.
—El señor Bracegirdle está allí —susurró Finch—. Y Oldroyd y todos los demás
están allí. Pero Él está allí también.
En ese momento llegó desde la cubierta el grito: «¡Todos a virar!».
La Indefatigable viró la proa y sus vergas crujieron cuando las brazas las hicieron
girar hacia el lado opuesto. El barco francés había hecho el atrevido intento de
disparar a la proa de la fragata mientras viraba, pero la rápida maniobra que Pellew
ordenó hizo que fracasara. Ahora las dos embarcaciones estaban a tiro de cañón,
tenían las baterías frente a frente y navegaban con el viento en popa.
—¡Miren eso! —gritó Douglas, uno de los hombres armados con mosquetes en la
cofa—. ¡Veinte cañones en cada banda! Parece poderoso, ¿verdad?
Hornblower, que estaba detrás de Douglas, miró hacia la cubierta del barco
francés. Ya los cañones estaban fuera, rodeados por las nutridas brigadas de artilleros,
y los oficiales, con calzones blancos y chaquetas azules, iban de un lado para otro, y a
medida que el barco avanzaba con viento en popa la proa hacía saltar a gran altura el
agua y la espuma.
—Parecerá más poderoso todavía cuando entremos con él en el puerto de
Plymouth —dijo el marinero que estaba más alejado de Hornblower.
La Indefatigable navegaba un poco más rápidamente que el barco. De vez en
cuando el timonel viraba un poco el timón a estribor para aproximarla más al barco
francés, para que sus cañones pudieran alcanzar al enemigo sin que este pudiera
llegar a su proa. Hornblower estaba asombrado del silencio que había en ambas
embarcaciones. Creía que los franceses solían abrir fuego cuando el enemigo estaba
justamente al alcance de sus cañones y malgastaban en la primera andanada la carga
puesta cuidadosamente en los cañones.
—¿Cuándo va a disparar? —preguntó Douglas, haciéndose eco de los
pensamientos de Hornblower.
—Cuando le parezca oportuno —contestó Finch.
La franja de agua revuelta que separaba a las dos embarcaciones era cada vez más
estrecha. Hornblower giró el cañón y miró por la mirilla. Podía apuntar al alcázar del
barco francés con el cañón con bastante exactitud; sin embargo, el barco estaba
demasiado lejos para poder alcanzarlo con una bolsa de balas de mosquete. En
cualquier caso, no se atrevería a disparar sin recibir antes la orden de Pellew.
—¡Ahí están nuestros oponentes! —gritó Douglas, señalando la cofa del palo
mesana del barco francés.
Por el uniforme azul y la bandolera de los hombres que había allí arriba, parecía
que eran soldados. A menudo los franceses suplían con soldados la falta de expertos

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marineros en sus tripulaciones, mientras que en la Armada británica nunca se
mandaba a las cofas a los infantes de marina. Los soldados franceses, al ver ese gesto,
agitaron el puño cerrado en el aire, y un joven oficial que había en el grupo
desenfundó el sable y lo agitó en el aire por encima de su cabeza. Como las dos
embarcaciones estaban paralelas, la cofa del mesana del barco francés sería el
objetivo de Hornblower si decidía hacer cesar el fuego allí en vez de causar estragos
en el alcázar. Miró con curiosidad a los hombres a los que debía matar. Estaba tan
abstraído que le sorprendió oír un cañonazo, y antes de que mirara hacia abajo, ya
habían disparado los restantes cañones de la batería francesa en diferentes momentos.
Un instante después la Indefatigable disparó todos los cañones de la batería juntos, lo
que la hizo dar un bandazo. El viento se llevaba el humo hacia la proa, así que no
molestaba a los hombres que estaban en la cofa del palo de mesana. Hornblower pudo
ver a algunos hombres caer muertos en la cubierta de la Indefatigable y también en la
del barco francés. Todavía le parecía que estaba demasiado lejos como para que lo
alcanzaran los disparos de los mosquetes.
—Nos están disparando, señor —dijo Herbert.
—Déjeles —contestó Hornblower.
Ningún tiro de mosquete disparado a aquella distancia desde el tope de un palo
que se movía podía dar en el blanco. Eso era obvio, tan obvio que incluso
Hornblower, que estaba sumamente excitado, se daba cuenta de ello, y su certeza se
notaba en su tono de voz. Y era curioso ver que esa palabra dicha con voz tranquila
había calmado a los marineros. Abajo los cañones no paraban de rugir, y los dos
barcos se acercaban cada vez más.
—¡Abran fuego ahora! —gritó Hornblower—. ¡Finch!
Miró por encima del cañón. En la V que había encima de la boca del cañón pudo
ver el timón del barco francés, y detrás a los dos timoneles, y al lado a dos oficiales.
Tiró de la driza. Pasó una décima de segundo y entonces el cañón rugió. Antes de que
el humo formara un remolino en torno a él, se dio cuenta de que la aguja del fogón
había salido disparada y le había pasado cerca de la sien. Finch ya estaba limpiando
el cañón. Las balas de mosquete debían de haberse dispersado mal, pues sólo habían
derribado a un timonel, y ya alguien se dirigía a ocupar su lugar. En ese momento la
cofa dio un bandazo. Hornblower lo sintió, pero se explicaba qué había ocurrido.
Estaban pasando demasiadas cosas a la vez. Hornblower sintió vibrar las firmes
tablas sobre las que estaba apoyado y pensó que posiblemente una bala había dado en
el palo mesana. Finch estaba atacando la carga ahora. Algo golpeó la recámara del
cañón y dejó una señal brillante en el metal; había sido una bala de mosquete
procedente de la cofa del palo de mesana del barco francés. Hornblower trató de
mantener la calma. Cogió otra aguja de fogón y la introdujo en el fogón del cañón.
Tenía que introducirla hasta el final, pero debía hacerlo muy despacio, ya que una

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aguja rota en el fogón causaría un grave problema. Notó que la punta de la aguja
perforaba el cartucho. Entonces Finch colocó el taco encima de la bolsa de balas de
mosquete. Cuando Hornblower apuntaba el cañón hacia abajo, una bala dio en el
pretil justo a su lado, pero él no se inmutó. Era evidente que la cofa se movía mucho
más de lo que lo haría normalmente a causa de la marejada. Pero eso no importaba.
Tenía dirigido el cañón al alcázar del enemigo. Tiró de la driza. Vio caer a algunos
hombres e incluso dar vueltas a las cabillas del timón cuando éste quedó desatendido.
Fue entonces cuando los dos barcos, con gran estruendo, se juntaron y el mundo
volvió a convertirse en un caos comparable al que había precedido al momento en
que Dios puso su orden en él.
El mástil se estaba cayendo. La cofa osciló, describiendo un gran arco, y, por
fortuna, Hornblower logró agarrarse fuertemente al cañón y evitar salir despedido
como una piedra lanzada por una honda. Después dio media vuelta. El mástil se
bamboleaba y tenía dos balas de cañón incrustadas y los obenques de un lado
cortados. Entonces el mástil se inclinó hacia delante, empujado por el viento que
hinchaba la gavia y los estayes de mesana dieron un tirón hacia estribor, debido al de
los otros obenques, y después se rompieron los estayes de popa. El mástil cayó hacia
delante y el mastelero chocó con la verga mayor; todo el conjunto quedó allí
colgando antes de que las partes que lo formaban empezaran a separarse. La base del
mástil se había partido, pero todavía se apoyaba en la cubierta; el mástil y el
mastelero aún quedaban unidos por el tamborete, y la cruceta al mastelero, de manera
que entre todos formaban un conjunto compacto, si bien no se sabía por qué el
mastelero no se había desprendido del tamborete. Puesto que la base del mástil se
sostenía precariamente sobre la cubierta y el mastelero descansaba sobre la verga
mayor, Hornblower y Finch todavía tenían la posibilidad de salvarse, pero el
movimiento de la fragata, una bala lanzada por el barco francés o la ruptura de
cualquier parte del conjunto sometida a una excesiva presión harían imposible su
salvación. Cabía la posibilidad de que el mástil se moviera hacia fuera, que el
mastelero se partiera, que la base del mástil se deslizara por la cubierta, así que antes
de que ocurriera todo eso, que parecía inminente, los dos tenían que hacer algo por
salvarse como pudieran. El mastelero mayor y todo lo que había por encima de él
también habían sufrido graves daños, de modo que el mastelero también había caído
hacia delante y colgaba de él una espantosa maraña de velas, palos y cabos. La
sobremesana se había soltado. Hornblower miró a Finch. Los dos estaban agarrados
al cañón giratorio, y no había nadie más en la cofa, demasiado inclinada.
Los obenques de estribor del mastelero de sobremesana todavía se encontraban en
buenas condiciones y, al igual que el mastelero, descansaban sobre la verga mayor,
todos tensos como las cuerdas de un violín, pues la verga los tensaba del mismo
modo que el puente de un violín tensa sus cuerdas. Sin embargo, esos obenques eran

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el único medio de salvación: si subían por ellos podía dejar atrás la peligrosa cofa y
llegar a un lugar bastante más seguro, la verga mayor.
El mástil se balanceaba y se movía en dirección al penol. Suponiendo que la
verga mayor resistiera, el mastelero pronto caería al mar. Alrededor de ellos sólo se
oían ruidos ensordecedores. Se oía cómo se destrozaban los palos, cómo se rompían
los cabos, el rugido de los cañones y tantos gritos en la cubierta como marineros se
encontraban allí, chillando todos desesperados.
La cofa dio otro peligroso bandazo. Dos de los obenques se partieron por la
excesiva tensión, produciendo un estrépito que pudo oírse claramente entre los otros
ruidos, y entonces el mástil dio una sacudida e hizo girar la cofa y con ella giraron el
cañón y los dos desafortunados seres que estaban agarrados a él. Los azules ojos de
Finch se movían a un lado y a otro mientras la cofa se movía. Más tarde Hornblower
supo que la caída del mástil no había durado más que unos pocos segundos, pero en
ese momento le pareció que aún tenía largos minutos para pensar. Al igual que Finch,
miró a su alrededor y vio el medio de escapar.
—¡La verga mayor! —gritó.
En el rostro de Finch había aparecido su estúpida sonrisa. Aunque se agarraba al
cañón giratorio movido por su instinto o por su experiencia, parecía que no tenía
miedo ni quería avanzar hasta la verga para ponerse a salvo.
—¡Finch, tonto! —gritó Hornblower.
Con desesperada inquietud pasó la pierna por encima del cañón para sujetarse con
ella y soltar una mano con la que hacer un gesto a Finch, pero no logró que el
marinero se moviera.
—¡Salte! —gritó Hornblower—. ¡Los obenques! ¡La verga!
Finch sólo sonreía.
—¡Salte y trate de alcanzar la cofa del mayor! ¡Dios mío! —gritó. Tuvo una idea
—: ¡La cofa del mayor! ¡Dios está allí, Finch! ¡Rápido, Finch, vaya a reunirse con
Dios!
Estas palabras fueron las que penetraron en la confusa mente de Finch. Asintió
con la cabeza con una expresión grave como si obedeciera a algo sobrenatural; soltó
el cañón y saltó como una rana. Cayó en los obenques del mastelero y empezó a
trepar por ellos. El mástil volvió a dar un bandazo, y cuando Hornblower saltó a los
obenques tuvo que dar un salto más grande todavía. Sólo tocó con los hombros el
último obenque, pero giró y se colgó de él. Casi llegó a quedar descolgado, pero,
gracias a que el mástil dio un bandazo hacia el otro lado, volvió a agarrarse bien de
nuevo. Entonces empezó a trepar por los obenques, dominado por el pánico. Allí
estaba la preciada verga mayor. Hornblower se echó sobre ella y se agarró con el
cuerpo, satisfecho de estar sobre algo firme, y empezó a buscar el marchapié. Tenía
estabilidad y seguridad en la verga sólo mientras el balanceo de la Indefatigable no

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diera el empujón final a los palos que se balanceaban y provocara que el mastelero de
sobremesana se separara del palo mesana y ambos cayeran al mar con la maraña de
aparejos. Se movía despacio por la verga, por donde Finch había pasado antes, y en la
cofa del palo mayor fue recibido con gran alegría por el guardiamarina Bracegirdle.
Bracegirdle no era Dios, pero cuando Hornblower pasó por encima del pretil de la
cofa del palo mayor, pensó que si no hubiera dicho que Dios estaba allí, Finch no
habría saltado.
—Creía que te perdíamos —dijo Bracegirdle mientras le ayudaba, y después le
dio unas palmaditas en la espalda—. El guardiamarina Hornblower es un ángel alado.
Finch también se encontraba en la cofa, con su sonrisa estúpida, rodeado de los
marineros que allí tenían su puesto. Todos estaban eufóricos. Hornblower recordó de
pronto que estaban en el ojo del huracán de una infernal batalla, pero ya los disparos
habían amainado y casi no se oían gritos desesperados. Se acercó hasta el borde de la
cofa tambaleándose (era increíble que tuviera tantas dificultades para caminar) y miró
hacia abajo. Bracegirdle le acompañó. Desde esa altura podía distinguir un grupo de
figuras en el alcázar del barco francés. Las camisas de cuadros que tenían eran las
que usaban los marineros británicos. Entonces vio en el alcázar a Eccles, el primer
oficial de la Indefatigable, con una bocina.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a Bracegirdle, desconcertado.
—¿Qué ha pasado? —repitió Bracegirdle, mirándole extrañado—. Abordamos el
barco y lo capturamos. Eccles y un grupo de marineros lo abordaron en el momento
en que las dos embarcaciones se tocaron. Pero, ¿no lo viste?
—No, no lo vi —respondió Hornblower, y se obligó a seguir bromeando—. Otros
asuntos requerían mi atención en aquel momento.
Recordó cómo había oscilado y dado bandazos la cofa del palo mesana y sintió
náuseas, pero no quería que Bracegirdle se diera cuenta de eso.
—Tengo que bajar a cubierta para dar parte —dijo.
El descenso por los obenques del palo mayor fue lento y difícil, ya que parecía
que ni sus manos ni sus pies querían ponerse donde trataba de colocarlos. Se sentía
inseguro incluso cuando llegó a cubierta. Bolton estaba en el alcázar, supervisando la
retirada de los restos del palo mesana y sus aparejos. Miró con sorpresa a Hornblower
cuando se le acercaba.
—Pensé que había caído al mar —dijo.
—Sí, señor.
—Estupendo. Creo que ha nacido usted para estar colgado, Hornblower.
Bolton se volvió hacia los marineros y gritó:
—¡Basta de perder el tiempo! ¡Clynes, baje al pescante central con esa estrellera!
Tenga cuidado de que no se le caiga.
Siguió mirando unos momentos cómo trabajaban sus hombres y después se

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volvió hacia Hornblower y le dijo:
—No tendremos ningún problema con los marineros durante un par de meses.
Tendrán que hacer las reparaciones y les haremos trabajar hasta que caigan rendidos.
Habrá menos tripulantes porque algunos se verán obligados a tripular la presa y ha
habido algunas bajas. No desearán que ocurra un nuevo encuentro hasta dentro de
mucho tiempo. Me imagino que usted tampoco, señor Hornblower.

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CAPÍTULO 6
LAS RANAS[3] Y LAS LANGOSTAS[4]

—¡Ya vienen! —gritó el guardiamarina Kennedy. El guardiamarina


Hornblower, a pesar de no tener un oído demasiado fino para distinguir los
sones musicales, percibió los estridentes acordes de una banda militar, y poco
después el jefe de la columna, con uniforme escarlata, dorado y blanco, dobló la
esquina. En los instrumentos de viento restallaba cegador el cálido sol del verano, y
detrás de ellos la bandera reglamentaria ondeaba en su asta, sostenida con orgullo por
un abanderado rodeado por los demás miembros de la guardia de la bandera. Dos
oficiales a caballo iban detrás de la bandera, y tras ellos los soldados que componían
la mitad de un batallón, formando una larga serpiente multicolor, con las bayo netas
caladas brillando al sol. Y mientras tanto, los niños, nunca ahítos de la pompa militar,
corrían a su lado.
Desde el muelle, los marineros contemplaban curiosos el desfile de los soldados y
sentían por ellos una mezcla de lástima y desprecio. El hecho de llevar rígidos
pantalones de dril y pesadas casacas, la férrea disciplina a que estaban sometidos, y
su vida rutinaria, contrastaban con las costumbres y la vida de los marineros, mucho
más libres y relajadas. Los marineros escucharon el floreo con que la banda finalizó
sus marchas militares y después vieron a uno de los oficiales a caballo ponerse al
frente de la columna. Entonces se oyó una orden, y todos los soldados se volvieron
hacia el muelle, haciendo los movimientos tan bien sincronizados que los talones de
quinientos pares de botas se juntaron produciendo un solo ¡tac! Un robusto sargento
mayor, con brillante banda sobre el pecho y bastón con resplandeciente empuñadura
de plata, alineó a los soldados, que ya formaban filas perfectas. Se oyó la tercera
orden, y todos los soldados apoyaron la culata del mosquete en tierra.
—¡Quitar las bayonetas! —gritó el oficial desde su montura, y sus palabras
fueron las primeras que Hornblower entendió.
El guardiamarina Hornblower miró con los ojos desmesuradamente abiertos la
ejecución de las siguientes órdenes, por las cuales los gastadores dieron tres pasos a
adelante, todos al unísono, como marionetas movidas por las mismas cuerdas,
volvieron la cabeza hacia el final de la fila, quitaron despacio las bayonetas, las
envainaron y volvieron a apoyar los mosquetes a su lado. Después los gastadores
retrocedieron hasta su puesto, exactamente al mismo tiempo, en opinión de
Hornblower, pero, aparentemente, no lo habían hecho a la perfección, pues el
sargento mayor mostró su descontento ordenando a los gastadores que se adelantaran

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y retrocedieran de nuevo.
—Me gustaría verle en la jarcia una noche tormentosa —susurró Kennedy—.
¿Crees que podría soltar los tomadores de la gavia mayor?
—¡Langostas…! —exclamó el guardiamarina Bracegirdle.
Los soldados con casaca escarlata, integrantes de cinco compañías, formaban filas
perfectas, y un sargento con una alabarda marcaba la separación entre las cinco. De
un alabardero a otro, la altura de las cabezas de los hombres que formaban cada fila
era inferior en el centro que en los extremos, pues los hombres habían sido colocados
en la compañía de acuerdo con su altura: los más altos en los flancos y los más bajos
en el centro. No movían ni un dedo ni pestañeaban siquiera. Cada uno llevaba
colgada tras la espalda una coleta empolvada y rígida.
El oficial de a caballo avanzó hasta donde estaba esperando la brigada de
marineros al mando del teniente Bolton, quien dio un paso adelante y se tocó el ala
del sombrero con la mano.
—Mis hombres están listos para embarcar, señor —dijo el oficial del ejército—.
Su equipaje llegará inmediatamente.
—Sí, mayor —contestó Bolton, en un tono que contrastaba con el título del
oficial.
—Será mejor que me llame milord —corrigió el mayor.
—Sí, señor… milord —repitió Bolton, sin poder evitar su azoramiento.
Su Señoría, el duque de Edrington, el mayor al mando de aquella división del
XLIII regimiento de Infantería, era un hombre corpulento que lucía sus esplendorosos
veintitantos años. Tenía aspecto de soldado aguerrido con su espléndido uniforme, y
montaba un magnífico alazán. No obstante, parecía demasiado joven para tener un
cargo de responsabilidad como el que desempeñaba. Claro que la compra de cargos
por aquel entonces hacía posible que hombres muy jóvenes ocuparan altos cargos, y
este sistema parecía satisfacer al Ejército.
—Las tropas auxiliares francesas tienen orden de presentarse aquí —prosiguió
lord Edrington—. Supongo que ya habrán hecho los preparativos para transportarlas
también a ellas.
—Sí, milord.
—Tengo entendido que ninguno de esos pobres hombres sabe hablar inglés.
¿Tiene algún oficial que sea capaz de hacer de intérprete?
—Sí, señor. ¡Señor Hornblower!
—¡Señor!
—Usted se ocupará del embarque de las tropas francesas.
—Sí, señor.
Volvió a oírse música militar. Hornblower, por tener tan pésimo oído, sólo la
diferenció de la que había interpretado la banda del regimiento de Infantería británico

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en que sus sones eran menos potentes. La banda precedía la llegada de las tropas
francesas a un extremo del muelle por una calle secundaria. Hornblower corrió hasta
allí. Era el Ejército del cristiano y católico monarca francés o, si se quiere, una parte
de él, un batallón de las tropas reclutadas por los nobles franceses émigrés para luchar
contra la Revolución. Al frente de la columna avanzaba un abanderado con bandera
blanca y lirios dorados y un grupo de oficiales a caballo a quienes Hornblower saludó
tocándose el sombrero. Uno de ellos respondió a su saludo.
—Marqués de Pouzauges, brigadier general del Ejército de Su Majestad el rey
cristianísimo Luis XVII —dijo en francés el oficial, que llevaba un inmaculado
uniforme blanco con una banda azul. De ese modo hizo su presentación.
Hornblower, balbuceando palabras en francés, se presentó como un aspirante a
miembro de la Armada de Su Majestad, el rey de Gran Bretaña, encargado del
embarque de las tropas francesas.
—Muy bien —dijo Pouzauges—. Estamos preparados.
Hornblower miró a la columna francesa. Los soldados estaban en muy diversas
posturas, mirando a su alrededor. Todos iban bien vestidos, con uniformes azules que
a Hornblower le pareció que se los habría suministrado el Ejército británico, pero las
blancas bandoleras estaban sucias y los adornos de metal y las armas carecían de
brillo. Sin embargo, no había duda de que serían capaces de luchar.
—Esos son los transportes que han asignado a sus hombres, señor —dijo
Hornblower, señalándolos con el índice—. En el Sophia irán trescientos, y en el
Dumbarton, ése que está ahí, irán doscientos cincuenta. Aquí en el muelle se
encuentran las barcazas que les llevarán hasta los barcos.
—Dé las órdenes pertinentes, monsieur de Moncoutant dijo Pouzauges a uno de
los oficiales que estaba detrás de él.
Los carros, cargados con los baúles de los soldados, llegaron chirriando hasta la
cabecera de la columna, y al punto ésta se convirtió en un bullicioso enjambre cuando
los soldados corrieron a coger sus pertenencias. Pasó algún tiempo antes de que
volvieran a agruparse en orden de formación, cada uno con su baúl, hasta que por fin
escogieron entre ellos a un grupo para que cargara el equipaje de todo el batallón. Los
que recibieron la orden de encargarse de esta tarea dejaron de mala gana sus baúles a
cargo de sus compañeros, perdida, con toda seguridad, la esperanza de volver a ver
sus pertenencias. Hornblower todavía estaba dando información.
—Todos los caballos tienen que ir en el Sophia, que puede llevar seis a bordo —
dijo—. El equipaje del batallón…
Entonces se interrumpió, porque había visto un extraño aparato en uno de los
carros.
—Dígame, por favor, ¿qué es eso? —preguntó, muerto de curiosidad.
—Eso, señor, es una guillotina.

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—¿Una guillotina?
En las noticias que Hornblower había leído últimamente, había encontrado
muchas referencias a esa máquina terrible. Los pérfidos revolucionarios habían
colocado una en París y la hacían funcionar constantemente. El propio rey de Francia,
Luis XVI, había muerto en ella. Hornblower no esperaba encontrar un arma como
ésta entre el bagaje de un ejército contrarrevolucionario.
—Sí —respondió Pouzauges—. Nos la llevamos a Francia. Tengo la intención de
darles a esos revolucionarios un poco de su propia medicina.
Afortunadamente, Hornblower no tuvo que responder, pues en ese momento un
grito de Bolton interrumpió la conversación.
—¿Por qué demonios tarda tanto, señor Hornblower? ¿Quiere que perdamos la
marea?
A Hornblower le parecía algo común de la Armada el ser reprendido por tardar
tanto tiempo en disponerlo todo para el embarque de las tropas francesas, y ya estaba
habituado a que le dijeran ese tipo de cosas y, además, había aprendido que era mejor
escuchar en silencio la reprimenda que dar excusas. Sin más, volvió a dedicarse a la
tarea de llevar a los franceses a bordo de los barcos transportadores de tropas.
Terminada la misión, fue un guardiamarina agotado el que se presentó ante Bolton
con las hojas de la lista de las tropas y la noticia de que ya habían subido a bordo
todos los franceses, sus caballos y su equipaje. Inmediatamente recibió la orden de
coger sus bártulos y trasladarse al Sophia, donde todavía necesitaban que hiciera de
intérprete.
El convoy salió rápidamente del puerto de Plymouth, dobló Eddystone y puso
proa a la salida del canal. Estaba compuesto por la Indefatigable, que tenía izado su
distinguido estandarte, los cuatro transportes y los bergantines que habían sido
encargados de prestarles ayuda y protegerlos. En opinión de Hornblower, ese
conjunto de soldados era demasiado escaso para derrocar a la República Francesa.
Sólo lo formaban mil cien soldados de infantería: medio batallón del XLIII
regimiento y el débil batallón francés (si es que se les podía llamar así, ya que
muchos de ellos eran soldados mercenarios procedentes de diversas naciones).
Hornblower tenía suficiente sensatez para no juzgar a los franceses ahora que se
encontraban echados en la oscura y maloliente entrecubierta casi agonizando a causa
del mareo, le asombraba que alguien pudiera esperar alguna victoria con tan pocos
soldados. Por los libros de historia sabía que en muchas guerras se habían enviado
infinidad de expediciones con pocos soldados para atacar las costas francesas, y sabía
que habían sido tildados por un estadista de un país enemigo de «abrir ventanas con
guineas», en principio estuvo de acuerdo con tal apreciación, pues creía que minaba
el poder de los franceses, pero ahora que formaba parte de una expedición de esa
clase ya no lo estaba.

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Así que sintió alivio cuando oyó a Pouzauges decir que la tropa que había visto
era una pequeñísima parte de todas las que disponían. Pouzauges, pálido por el
mareo, que valientemente trataba de vencer, extendió un mapa sobre la mesa de la
cabina y le explicó el plan.
—Las tropas del Ejército Cristiano desembarcarán aquí, en Quiberon. Zarparon
de Portsmouth un día antes de que nosotros saliéramos de Plymouth… Estos nombres
ingleses son difíciles de pronunciar… Son cinco mil hombres al mando del barón de
Charette. Marcharán sobre Vannes y Rennes.
—¿Y qué hará su batallón?
Pouzauges señaló y volvió a señalar un lugar en el mapa.
—Aquí está la ciudad de Muzillac, a veinte leguas de Quiberon —dijo—. Aquí se
encuentra el camino real que viene del sur y cruza el río Marais por donde éste
disminuye su caudal. El río no es grande, pero las riberas son pantanosas, y hay que
atravesarlo por un puente o por un camino empedrado de cierta altura para poder
seguir el camino real. Las tropas revolucionarias se hallan principalmente en el sur, y
para avanzar hasta el norte deben pasar necesariamente por Muzillac. Para entonces
tenemos que estar allí, destruir el puente y defender el cruce para retrasar a los
rebeldes lo suficiente como para dar tiempo a que monsieur de Charette logre
sublevar toda Bretaña. Suponiendo que reúna veinte mil hombres armados, los
rebeldes volverán a rendirnos vasallaje, y entonces marcharemos sobre París para
restaurar en el trono a Su Majestad el Rey cristianísimo.
Así que ése era el plan. Hornblower se contagió del entusiasmo de los franceses.
El camino estaba a unas diez millas de la costa, y con unos cuantos soldados que
desembarcaran en el fondo del estuario del Vilaine podría tomar Muzillac. Al menos
durante uno o dos días no sería difícil impedir el paso al enemigo por un camino
empedrado como el descrito por Pouzauges, incluso aunque contara con mayor
número de soldados. Eso aumentaría las probabilidades de éxito de Charette.
—Mi amigo monsieur de Moncoutant, aquí presente, es el señor de Muzillac. Los
habitantes de la ciudad le dispensarán una buena acogida.
—La mayoría de ellos —dijo Moncoutant, entornando sus ojos grises—. Otros no
se alegrarán de verme, pero el encuentro será una gran satisfacción para mí.
En las regiones occidentales de Francia, en Vendée y Bretaña principalmente, se
registraron disturbios desde hacía tiempo, y sus habitantes, bajo el liderazgo de la
nobleza, se habían levantado en armas contra el gobierno de París más de una vez.
Pero, ya se sabe, en todas las rebeliones, los grupos armados habían sido derrotados;
las tropas monárquicas que ahora se dirigían a Francia custodiadas por los británicos
estaban compuestas por los restos de esos grupos armados derrotados, que ahora iban
a hacer la última intentona, una intentona a la desesperada. El plan, desde este punto
de vista, no parecía excesivamente brillante.

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Era una mañana gris, una mañana en que el cielo estaba gris, dejaban atrás grises
islotes, cuando el convoy contorneó Belle Île y se dirigió al estuario del río Vilaine. A
bastante distancia al norte, en la bahía de Quiberon, se divisaban muchas gavias, y
Hornblower, desde el alcázar del Sophia, vio que la Indefatigable hacía señales para
informar de su llegada al oficial que mandaba el grueso del cuerpo expedicionario,
que se encontraba allí. Una prueba de la movilidad y la ubiquidad de las fuerzas
navales era el hecho de que, aprovechando la configuración del litoral, podían lanzar
dos ataques en dos lugares distintos de manera que los barcos se veían unos a otros a
pesar de que esos lugares estaban separados por tierra, por un tramo de camino de
cuarenta millas. Hornblower miró por el catalejo la costa prohibida de un lado a otro,
volvió a leer las órdenes dirigidas al capitán del Sophia y miró hacia la costa de
nuevo. Divisó la desembocadura del Marais y la franja pantanosa donde
desembarcarían las tropas. Estaba el Sophia avanzando despacio hasta el lugar donde
debía fondear, cuando la sonda cayó al agua desde el pescante de proa, ocasionando
un fuerte balanceo del barco, debido a que ese lugar estaba resguardado del viento,
pero confluían en él corrientes tan diversas que parecía Bedlam,[5] corrientes que
podían formar una fuerte marejada incluso cuando el viento estaba en calma. Poco
después la cadena del ancla salió por el escobén y el Sophia dio un bandazo en medio
de una fuerte corriente, y enseguida los tripulantes engancharon las lanchas a los
aparejos y las sacaron del barco.
—¡Oh, Francia, querida Francia! —exclamó Pouzauges, que estaba al lado de
Hornblower.
En ese momento llegó el grito de una voz procedente de la Indefatigable.
—¡Señor Hornblower!
—¡Señor! —gritó Hornblower a través de la bocina del capitán.
—¡Baje a tierra con las tropas francesas y quédese con ellas hasta que reciba
nuevas órdenes!
—¡Sí, señor!
Sería de esta forma como Hornblower pisaría suelo extranjero por primera vez en
su vida.
Los hombres de Pouzauges estaban saliendo a cubierta. Luego les hicieron bajar
por el costado del barco hasta las lanchas que les aguardaban, lo cual fue un proceso
lento y desesperante. Hornblower se preguntaba qué estaría ocurriendo en tierra en
ese momento. No había duda de que muchos mensajeros cabalgaban a uña de caballo
de norte a sur por todo el país para comunicar la noticia de la llegada de la
expedición, así que seguramente muy pronto los generales del Ejército
Revolucionario reunirían a sus hombres y rápidamente se dirigirían con ellos a este
lugar. Era estupendo que el punto estratégicamente escogido y que había que tomar
estuviera a menos de diez millas de distancia de la costa. Así que, sin más, volvió a

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ocuparse de las tareas que se le habían encomendado. Tan pronto como los hombres
terminaran de bajar a tierra se ocuparía del desembarco del bagaje, vituallas y las
municiones de reserva, así como de los caballos, que ahora se encontraban en
improvisados establos delante del palo mayor.
Las primeras lanchas acababan de alejarse del costado del barco. Poco después,
Hornblower vio a los soldados caminar tambaleándose por la costa, entre el cieno y el
agua. A la izquierda estaban los soldados franceses, a la derecha, los soldados de
infantería británicos, con sus casacas rojas. En la playa se asentaban algunas casas de
pescadores, y Hornblower vio que los hombres de las avanzadillas se acercaban para
apropiarse de ellas. Al menos habían podido desembarcar sin disparar ni un solo tiro.
Hornblower bajó a tierra con las municiones, y al llegar tuvo conocimiento de que el
encargado de las operaciones en la playa era Bolton.
—Lleve esas cajas de municiones más allá de la marca de la marea alta —dijo
Bolton—. No podremos llevarlas más lejos hasta que las Langostas hayan encontrado
carros para transportarlas. También necesitamos caballos para arrastrar esos cañones.
En aquel momento, en la cabeza de puente establecida en un extremo de la playa,
los marineros al mando de Bolton montaban dos cañones de seis libras en sus
correspondientes cureñas. Los cañones tenían que ser manejados por los marineros,
pero eran los soldados quienes los transportaban en carros y caballos requisados,
pues, de acuerdo con la tradición, cuando un cuerpo expedicionario británico
desembarcaba, debía conseguir en las aldeas todo lo que necesitaba para sus
actividades militares. Pouzauges y sus oficiales esperaban impacientes sus caballos,
así que montaron en ellos en cuanto lograron hacerlos salir de las lanchas y bajar a la
playa.
—¡Por Francia! —gritó Pouzauges, sacando el sable y poniéndose la empuñadura
sobre los labios.
Moncoutant y los demás se adelantaron a galope tendido para ponerse al frente de
la columna de infantería, que ya estaba avanzando, pero Pouzauges se quedó donde
estaba para hablar con lord Edrington. Los soldados británicos formaban una línea
escarlata en la dorada playa; en el interior de la campiña se veían ocasionalmente
puntos rojos, que indicaban dónde estaban los soldados de los piquetes que formaban
la avanzadilla. Hornblower no podía oír la conversación, pero notó que Bolton había
empezado a hablar con ellos, y luego Bolton le llamó.
—Debe ir delante con las Ranas, Hornblower —dijo.
—Le daré un caballo —terció Edrington—. Coja este caballo ruano. Necesito que
las acompañe alguien de confianza. Vigílelas e infórmeme en cuanto hagan alguna
travesura. Sólo Dios sabe de lo que serán capaces de hacer en el futuro.
—Ya traen el resto de sus pertrechos —dijo Bolton—. Se los mandaré en cuanto
me haya enviado algunos carros para transportarlos. ¿Qué demonios es eso?

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—Es una guillotina portátil, señor —respondió Hornblower—. Forma parte del
equipaje de los franceses.
Los tres se volvieron hacia Pouzauges, que aún estaba montado en su caballo,
impaciente por terminar esta conversación que él no entendía, aunque bien se
imaginaba cuál era el tema.
—Eso es lo primero que hay que mandar a Muzillac —dijo a Hornblower—.
¿Tendría la amabilidad de decírselo a estos caballeros?
Hornblower tradujo sus palabras.
—Mandaré los cañones y un carro de municiones primero —anunció Bolton—.
Yo mismo me ocuparé de que los reciba pronto. Ahora pueden irse.
Hornblower se acercó al caballo ruano con paso vacilante. A pesar de haber
montado a caballo solamente en algún que otro corral, metió el pie en el estribo y
subió a la silla, luego, cuando el caballo echó a andar, se agarró nervioso a las riendas
porque le parecía que estaba tan lejos del suelo como si estuviera encaramado en la
verga juanete. Pouzauges tiró de las riendas de su caballo y empezó a cruzar la playa,
el caballo ruano le siguió. Sobre Hornblower, que seguía fuertemente agarrado, caían
porciones de cieno que el caballo del oficial francés hacía saltar por el aire con sus
patas traseras.
Un camino embarrado con los bordes cubiertos de hierba corta y espesa iba de la
aldea de pescadores al interior de la región. Pouzauges trotaba por el camino y
Hornblower iba dando tumbos detrás de él. Después de recorrer tres o cuatro millas
alcanzaron la retaguardia del batallón de infantería francés, que marchaba con paso
marcial a pesar del barro. En estas circunstancias Pouzauges tiró de las riendas y el
brioso alazán empezó a andar más despacio. Cuando la columna subió una suave
colina, pudieron ver ante ellos, a gran distancia, la bandera blanca. Más allá, en
campo abierto, Hornblower vio algunos terrenos rocosos y, a lo lejos, por el lado
izquierdo, una casita de campo de piedra gris y a un soldado con uniforme azul que se
alejaba de allí en un carro tirado por un caballo blanco, mientras otros dos o tres
sujetaban a una campesina enfurecida. De esa forma el cuerpo expedicionario
consiguió algunos de los medios de transporte que necesitaba. En otro campo un
soldado pinchaba a una vaca con su bayoneta, pero ignoraba por qué razón lo hacía.
En dos ocasiones oyó tiros de mosquete, a los que nadie pareció hacer caso. También
se cruzaron con dos soldados que llevaban algunos pencos a la playa; los soldados
sonrieron al oír las bromas que les hicieron los soldados de la columna. Más adelante,
sin que hubiera pasado mucho tiempo, en medio de un campo, Hornblower vio un
arado solitario y un bulto parduzco al lado. El bulto era un hombre muerto.
A la derecha estaba el pantanoso valle que el río atravesaba, y que poco tiempo
después Hornblower cruzaría, y también pudo ver el camino empedrado y el puente
que debían tomar. El camino que seguían pasaba bordeando la ciudad, entre unas

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casuchas grises, y luego confluía con el camino real, a cuyos lados se extendía la
ciudad. A un lado se encontraba una iglesia de piedra y una edificación que, a juzgar
por su aspecto, era una posada con una posta, y alrededor de ella hormigueaban los
soldados. Un poco más adelante, donde el camino real se ensanchaba, aparecía un
espacio rodeado de árboles, que Hornblower creyó que probablemente sería la plaza
mayor de la ciudad. Todas las casas estaban cerradas, aunque algunos rostros se
asomaban a las ventanas superiores, y los únicos habitantes que vieron fueron dos
mujeres que cerraban a toda prisa sus tiendas. Pouzauges detuvo el caballo en la plaza
y comenzó a dar órdenes. Sin pérdida de tiempo un grupo de soldados sacaba los
caballos de la posta y otros iban de acá para allá apresuradamente al parecer, para
realizar tareas urgentes. Cumpliendo una orden de Pouzauges, un oficial reunió a sus
hombres, después de gritar y gesticular mucho, y se dirigió al puente con ellos. Otro
de estos grupos avanzó en dirección contraria por el camino real para evitar un ataque
sorpresa por ese lado, pero no pocos de los cansados soldados que se encontraban en
la plaza se habían sentado con las piernas cruzadas y comían el pan que habían
sacado de una de las tahonas después de forzar la puerta. En dos o tres ocasiones,
Hornblower vio cómo los soldados arrastraban a algunos habitantes hasta donde
estaba Pouzauges y luego, siguiendo sus órdenes, les llevaban rápidamente a la
prisión de la ciudad. Muzillac había sido conquistada.
Aparentemente. O eso era lo que Pouzauges pensaba después de un periodo de
tiempo no muy largo, pues, volviendo la vista hacia Hornblower y tirando de las
riendas de su caballo, se dirigió al camino empedrado. La ciudad terminaba antes de
que el camino real llegara a los pantanos, y en un yermo que había a un lado del
camino, los grupos de soldados que se habían enviado para apostarse en aquella parte
encendieron una hoguera y se calentaban en torno al fuego y asaban en las brasas
pedazos de carne de vaca enganchados en la punta de sus bayonetas. Cerca de la
hoguera estaba la vaca muerta a medio desollar. Un poco más adelante, donde el
camino daba paso al puente sobre el río Marais, había un centinela sentado al sol con
el mosquete detrás de él, apoyado en el parapeto del puente. Todo estaba bastante
tranquilo. Pouzauges avanzó hasta coronar el puente, acompañado de Hornblower y
miró hacia los campos del otro lado. No había indicios de que el ejército enemigo
estuviera cerca. Bajaron. Abajo les esperaba un oficial inglés a caballo. Vestía casaca
roja: lord Edrington.
—He venido a ver las cosas por mí mismo —dijo—. Me parece que la posición
está bastante segura. Cuando tengan los cañones colocados, podrán retener el puente
hasta que sea posible volar el arco. No obstante, media milla más abajo hay un vado,
y voy a apostarme allí. Si perdemos el vado, ellos pueden llegar a controlar la
posición y aislarnos de la costa. Dígaselo a este caballero… ¿Cómo se llama?… Lo
que he dicho, dígaselo.

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Hornblower tradujo su mensaje lo mejor que pudo y siguió haciendo de intérprete
mientras los dos jefes señalaban a un lado y a otro y determinaban sus respectivos
cometidos.
—Todo arreglado. Ya está todo arreglado —dijo Edrington al fin—. No se olvide
de informarme de cuanto ocurra.
Les hizo un saludo con la cabeza y se alejó a galope tendido. En cuanto se hubo
ido, se acercó a ellos un carro que venía de Muzillac, detrás del cual se oía un ruido
metálico que anunciaba la llegada de los cañones de seis libras, cada uno arrastrado
por un par de caballos guiados por varios marineros. Sentado en la parte delantera del
carro se encontraba el guardiamarina Bracegirdle, que saludó a Hornblower con una
amplia sonrisa.
—Del alcázar a un carro para acarrear estiércol no hay más que un paso —dijo,
bajando de un salto—. Lo mismo que de guardiamarina a capitán de artillería.
Miró al camino empedrado y luego a su alrededor.
—Coloca los cañones allí, porque así podrán cubrir toda la posición —sugirió
Hornblower.
—Exactamente —dijo Bracegirdle.
Después dio algunas órdenes, y los cañones fueron sacados del camino y
colocados en el camino empedrado. Finalmente fue descargado el carro. Los
marineros, trabajando con ahínco porque les estimulaba el inusual medio que les
rodeaba, colocaron los cartuchos de pólvora sobre un pedazo de lona alquitranada
extendido sobre la tierra y lo cubrieron con otro y luego apilaron las balas y las bolsas
de metralla junto a los cañones.
—La pobreza nos trae extraños amigos, y la guerra, extrañas tareas —dijo
Bracegirdle—. ¿Has volado un puente alguna vez, Hornblower?
—Nunca —respondió el guardiamarina.
—Yo tampoco. Ven, vamos a volarlo juntos. ¿Quieres subir a mi carro?
Hornblower subió al carro con Bracegirdle, y dos marineros llevaron el caballo
ruano de Hornblower desde el camino empedrado hasta el puente. Al llegar allí se
detuvieron y miraron hacia abajo, hacia las turbias aguas que se movían con gran
rapidez, y luego se inclinaron sobre el parapeto y estiraron el cuello para ver el sólido
puente de piedra.
—Lo que tenemos que volar es la clave del arco —dijo Bracegirdle.
Sin duda, ése era el procedimiento que siempre se empleaba para destruir un
puente, pero Hornblower miró a Bracegirdle y luego volvió a mirar al puente
pensando que no era fácil hacerlo. La pólvora hace presión hacia arriba cuando
explota, y, además, tiene que estar en contacto con la superficie. Hornblower se
preguntaba cómo se podría colocar bajo el arco del puente.
—¿Qué te parece si la colocamos en el machón? —sugirió.

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—Podemos mirar a ver si se puede —dijo Bracegirdle, y se volvió hacia el
marinero que estaba junto al carro—. Hannay, trae un cabo.
Amarraron el cabo al parapeto y se deslizaron por él hasta una resbaladiza cornisa
que bordeaba la base del machón, donde apenas había espacio para apoyar los pies y
desde la cual se oía el fluir de las aguas.
—Parece que ésta es la solución —aseguró Bracegirdle, agachándose bajo el arco
casi hasta reducir su altura a la mitad.
El tiempo pasaba velozmente mientras hacían los preparativos para la voladura.
Hubo que traer a un grupo de hombres de la guardia del puente para hacer el trabajo;
luego buscaron picos y palancas y otros objetos que pudieran usarse como tales; hubo
que quitar algunas de las grandes piedras del machón que estaban cerca del arranque
del arco y después bajaron con cuidado dos barriletes de pólvora y los metieron en los
huecos que habían dejado las piedras; introdujeron una mecha de combustión lenta en
el orificio donde iba el tapón y dejaron el otro extremo colgando en el exterior. A
continuación taparon los huecos donde estaban los barriletes con toda la tierra y las
piedras que cabían en ellos. Había oscurecido bajo el arco cuando terminaron, y los
hombres que habían hecho el trabajo subieron por el cabo hasta el puente con gran
esfuerzo. Bracegirdle y Hornblower se miraron al quedarse solos.
—Yo encenderé las mechas —dijo Bracegirdle—. Suba usted ahora, señor.
No había motivo para discutir, pues era Bracegirdle el encargado de destruir el
puente. Hornblower empezó a subir por el cabo y mientras tanto Bracegirdle se
sacaba el yesquero del bolsillo. Al llegar al puente, Hornblower ordenó que retiraran
el carro y él se quedó allí esperando. Apenas habían pasado unos minutos cuando vio
a Bracegirdle subir desesperadamente por el cabo y saltar por encima del parapeto.
—¡Corre! —fue lo único que dijo.
Los dos bajaron el puente a toda prisa y se detuvieron jadeando al llegar al
terraplén y se agacharon detrás del contrafuerte. Entonces oyeron una explosión de
poca intensidad, sintieron la tierra temblar bajo sus pies y sólo alcanzaron a ver una
nube de humo.
—Vamos a ver —dijo Bracegirdle.
Volvieron sobre sus pasos cuando el puente todavía estaba envuelto en humo y
polvo.
—Sólo parcialmente… —comenzó diciendo Bracegirdle cuando ya estaban cerca
del lugar del suceso y el polvo se había dispersado.
En ese mismo momento hubo otra explosión que les hizo tambalearse. Un trozo
de la calzada del puente chocó contra el parapeto cerca de donde se encontraban y
explotó como una bomba; muchos de sus cascotes cayeron sobre ellos. A partir de ese
momento todo fue un ruido como de truenos, y el arco cayó al río con estrépito.
—Lo más probable es que explotara el segundo barrilete —dijo Bracegirdle,

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limpiándose la cara—. Deberíamos haber tenido en cuenta que quizá las mechas
tenían diferente longitud. Dos prometedoras carreras habrían quedado truncadas si
hubiéramos estado más cerca.
—De todos modos, el puente está destruido —dijo Hornblower.
—Bien está lo que está bien —sentenció Bracegirdle.
Setenta libras de pólvora habían realizado su función. El puente estaba cortado, y
en el centro había ahora una buena brecha y al otro lado un pedazo de la calzada que
sobresalía del machón estaba suspendida en el aire dentro de la brecha, dando
testimonio de la dureza de la argamasa. Miraron hacia abajo por el boquete y vieron
que las piedras casi habían cortado el río.
—No necesitaremos más que unos cuantos hombres de guardia —aseguró
Bracegirdle.
Hornblower miró hacia donde estaba atado el caballo ruano. Tuvo la tentación de
regresar a Muzillac andando y tirando de las bridas del caballo, pero la vergüenza
prevaleció sobre esta sensata preferencia, así que con no pocos esfuerzos y trabajos
subió a la silla y se dirigió hasta el camino. A lo lejos el cielo enrojecía porque se
aproximaba el ocaso.
Entró en la calle mayor de la ciudad y dobló en la esquina de la plaza mayor. Allí
vio algo que le hizo tensar fuertemente las riendas en contra de su voluntad y detener
el caballo. La plaza estaba llena de gente, de habitantes de la ciudad, de soldados y,
en el centro, había un gran rectángulo que parecía tocar el cielo, tenía una reluciente
cuchilla en la parte superior. La cuchilla cayó con estrépito, y el pequeño grupo de
hombres que rodeaban la base del rectángulo arrastró no sé qué a un lado y lo añadió
al montón que ya había allí. La guillotina portátil estaba funcionando.
Hornblower se quedó horrorizado. Le entraron náuseas. Eso era peor que ver
azotar a los marineros en el enrejado. Estaba a punto de hacer andar a su caballo
cuando oyó un extraño sonsonete. Un hombre cantaba con voz potente y clara, y una
procesión salió de un edificio que daba a la plaza. Al frente de ella iba un hombre
corpulento de pelo rizado y negro con camisa blanca y calzones negros. A ambos
lados y detrás de él caminaba un grupo de soldados. Era ese hombre el que cantaba.
Hornblower no había oído jamás la melodía, pero sí conocía la letra, que podía
escuchar claramente. Eran los versos del himno revolucionario francés, cuyos ecos
habían llegado incluso al otro lado del canal de la Mancha.
—¡Oh, patria querida, patria sagrada…! —cantaba el hombre de la camisa
blanca.
Los habitantes de la ciudad presentes en la plaza, al oír la música, se pusieron de
rodillas murmurando no sé qué, bajaron la cabeza y cruzaron los brazos sobre el
pecho.
Los verdugos estaban subiendo de nuevo la cuchilla, y el hombre de la camisa

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blanca siguió su ascenso con la vista mientras continuaba cantando con voz
temblorosa. La cuchilla llegó arriba. Se hizo un silencio sepulcral, callaron los cantos
cuando los verdugos cogieron al hombre de la camisa blanca y lo llevaron a la
guillotina. Y la cuchilla volvió a caer con estrépito.
Aparentemente, esa era la última ejecución, ya que los soldados empezaron a
empujar a los lugareños para que volvieran a sus casas. Hornblower espoleó a su
caballo a través de la multitud que se dispersaba. Estuvo a punto de caer de la silla
porque el animal, al percibir el olor de los cuerpos amontonados junto a la guillotina,
cambió de dirección de repente, resoplando con furia. En uno de los lados de la plaza
había una casa con balcón. Hornblower alzó la vista y tuvo tiempo de ver en él a
Pouzauges vestido con su uniforme blanco y una banda azul, apoyado en la barandilla
rodeado de sus oficiales. Vigilaban la puerta de la casa dos centinelas, a los que
Hornblower entregó el caballo antes de entrar. Justamente en ese momento
Pouzauges bajaba la escalera.
—Buenas tardes, señor —dijo Pouzauges cortésmente—. Me alegro de que haya
conseguido llegar al cuartel general y confío en que no haya tenido problemas en el
camino. Ahora vamos a cenar, y nos gustaría disfrutar de su compañía. Ha venido a
caballo, ¿verdad? Estoy seguro de que monsieur de Villers, aquí presente, dará
órdenes para que lo atiendan.
Todo eso era difícil de creer. Era difícil de creer que tan distinguido caballero
hubiera ordenado la matanza que acababa de terminar; era difícil de creer que esos
jóvenes elegantes con quienes estaba comiendo arriesgaran su vida para derrocar a
una joven república bárbara, pero fuerte. Y esa noche, cuando Hornblower se metió
en una cama con dosel, pensó que era difícil de creer que él, el guardiamarina Horatio
Hornblower, corriera un grave peligro.
En la calle, las mujeres llenaban el aire de lloros y gemidos al ver que los cuerpos
sin cabeza, fruto de las ejecuciones, eran sacados de la plaza. El guardiamarina pensó
que no podría dormir, pero la juventud y la fatiga se impusieron, y durmió toda la
noche, aunque se despertó con la idea de que acababa de tener una pesadilla. Todo le
parecía extraño en la oscuridad, pasaron unos momentos antes de que se percatara de
los motivos de su extrañeza. Estaba durmiendo en una cama, no en un coy; la cama
era firme como una roca, no se movía por el balanceo de un barco. El aire de la
habitación estaba viciado, pero olía a cortinas, a cama; mientras que en el aire viciado
de la camareta de guardiamarinas había una mezcla de rancio olor a humanidad y
rancio olor a agua de sentina. Estaba en tierra, en una casa, en una cama; a su
alrededor reinaba un silencio absoluto, lo que resultaba extraño a un hombre
acostumbrado a estar en la mar oyendo los crujidos de un barco de madera.
Indudablemente, se encontraba en una casa en la ciudad de Muzillac, en la región
de Bretaña. Estaba durmiendo en el cuartel general del brigadier general de las tropas

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francesas que participaban en esta expedición, el marqués de Pouzauges, y esta
expedición, a su vez, formaba parte de un gran conjunto de fuerzas que habían
invadido la Francia revolucionaria para conseguir el triunfo de la causa monárquica.
Notó que su pulso se aceleraba y se sintió inseguro al pensar que estaba en Francia, a
diez millas de la costa y de la Indefatigable, y que sólo un indisciplinado grupo de
soldados franceses (en verdad, la mitad eran mercenarios, así que eran franceses sólo
nominalmente) le protegía contra la muerte y el encarcelamiento. En ese momento
lamentó hablar francés, pues no estaría allí si no fuera porque lo hablaba, y tal vez la
suerte le habría acompañado y ahora estaría con los soldados del XLIII regimiento de
Infantería británico vigilando el vado a una milla de distancia.
En parte fue el recuerdo de las tropas británicas lo que le hizo salir de la cama, y
en parte porque tenía el deber de cuidar que se mantuviera el enlace con ellas, y la
situación podía haber cambiado mientras dormía. La cosa es que descorrió las
cortinas de la cama y saltó al suelo. Cuando sus piernas sintieron todo el peso del
cuerpo, protestaron enérgicamente, principalmente, por el hecho de haber cabalgado
tanto el día anterior. Por eso le dolían todos los músculos del cuerpo y todas las
articulaciones, y apenas podía caminar. En la oscuridad se acercó a la ventana
cojeando, descorrió el pestillo de los postigos y los abrió. La luna iluminaba la calle
vacía; debajo de él pudo ver el tricornio del centinela apostado fuera y su bayoneta,
que reflejaba la luz de la luna.
Se apartó de la ventana y buscó su casaca y sus zapatos. Se los puso. Y luego con
el sable al cinto bajó la escalera tan silenciosamente como pudo. En la habitación
situada junto al vestíbulo, una vela de sebo se derretía sobre la mesa, y junto a ella
estaba un sargento francés adormilado con la cabeza apoyada en los brazos, que
levantó la cabeza cuando Hornblower se detuvo en la puerta un instante. Apoyados
contra la pared descansaban los mosquetes de los miembros del cuerpo de guardia
que no estaban de servicio, tumbados en el suelo, apelotonados como cerdos en una
pocilga, y dando estentóreos ronquidos.
Hornblower hizo una inclinación de cabeza al sargento, abrió la puerta de entrada
y salió a la calle. Enseguida sus pulmones se ensancharon al respirar el aire puro de la
noche, de la mañana ya, porque por oriente se veía un tenue resplandor en el cielo. El
centinela, al darse cuenta de que era el oficial de marina británico, se puso
torpemente en posición de firme. En la plaza todavía dominaba la lúgubre armazón
de la guillotina, que casi llegaba al cielo iluminado por la luna, rodeada del negro
charco de sangre de sus víctimas. Hornblower se preguntaba quiénes serían y qué
habrían hecho para que los monárquicos les hubieran apresado y les hubieran matado
con tanta rapidez, y dedujo que serían servidores del Gobierno revolucionario,
seguramente el alcalde, el jefe de la aduana y otros, aunque también era posible que
fueran simplemente personas a quienes los émigrés guardaban rencor desde los días

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de la Revolución. Pensó que el mundo que le rodeaba era salvaje y despiadado, y en
ese momento se sintió solo y triste.
Dejó de pensar en estas cosas cuando el sargento de guardia salió de la casa con
una fila de soldados. El centinela de la puerta fue relevado, y los demás fueron a
relevar a otros centinelas que rodeaban la casa. Hornblower vio a un sargento y a
cuatro soldados con tambores salir de una casa al otro lado de la calle. Los soldados
formaron en fila, sosteniendo los palillos de los tambores en el aire delante de sus
caras, y cuando el sargento dio una orden, los ocho palillos bajaron a la vez con
estrépito y los soldados avanzaron lentamente por la calle marcando el paso tocando
los tambores a un ritmo endiabladamente rápido. Al llegar a la primera esquina se
detuvieron, tocaron con amenazadores redobles, y luego siguieron marchando y
volvieron a tocar al mismo ritmo de antes. Estaban haciendo una llamada a las armas,
ordenaban a los hombres que dejaran sus hogares y fueran a cumplir con su deber. A
pesar de que Hornblower no tenía un oído muy fino que digamos para distinguir los
sones musicales, distinguía perfectamente el ritmo, y por eso le pareció que era
música, auténtica música. Ya no se sentía triste cuando se volvió para regresar al
cuartel general. El sargento de guardia regresó con los soldados que habían sido
relevados, y los primeros soldados que se habían despertado salieron soñolientos a la
calle. Entonces se oyó un ruido de cascos y vio a un mensajero montado a caballo
acercarse al cuartel general. Se estaba haciendo de día.
Un joven oficial francés leyó la nota que había traído el mensajero y se la entregó
a Hornblower cortésmente. El guardiamarina se rompía la cabeza para entenderlo,
pues no estaba acostumbrado a leer textos en francés y manuscritos, pero finalmente
supo cuál era su contenido. No decía nada nuevo, sólo que el grueso del cuerpo
expedicionario, desembarcado el día anterior en Quiberon, avanzaría esa misma
mañana hasta Vannes y Rennes, mientras que las tropas auxiliares con las que se
encontraba Hornblower, debían mantener su posición en Muzillac para cubrir ese
flanco. En ese momento apareció el marqués de Pouzauges, con su inmaculado
uniforme blanco y su banda azul, y leyó la nota sin hacer ningún comentario, luego se
volvió hacia Hornblower y le invitó amablemente a desayunar.
Entraron en la gran cocina, en cuyas paredes colgaban relucientes cazuelas de
cobre, y una mujer silenciosa les llevó café y pan. La mujer podía ser una patriota y
todo lo que se quisiera, hasta una entusiasta contrarrevolucionaria, pero no lo
aparentaba. Naturalmente, sus sentimientos podrían haber cambiado porque esa horda
de soldados había invadido su casa, se comía su comida y dormía en su casa sin
pagar. Tal vez algunos de los caballos y los carros requisados por el ejército fueran
suyos; tal vez algunos de los hombres que habían muerto en la guillotina fueran
deudos suyos. La mujer llevó café, y los oficiales, que esperaban de pie en la gran
cocina entre el tintineo de sus espuelas, empezaron a desayunar. Hornblower cogió

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una taza y un pedazo de pan (desde hacía cuatro meses la única clase de pan que
comía era galleta), tomó un sorbo de café, que no estaba seguro de que le gustara
porque sólo lo había tomado dos o tres veces en su vida. Pero la segunda vez que se
llevó la taza a los labios no pudo tomar un sorbo siquiera, no le dio tiempo porque
antes de probarlo, un distante cañonazo le hizo bajar la taza y quedarse como
paralizado. Se oyó otro cañonazo, y otro más, y luego se oyó un estampido más fuerte
y más cercano, un disparo de uno de los cañones de seis libras que tenía a su cargo el
guardiamarina Bracegirdle en el camino empedrado.
Inmediatamente hubo un revuelo en la cocina. Un oficial derramó una taza, y un
chorro negro se deslizó por la mesa formando remolinos. Otro perdió el equilibrio
porque se le engancharon las espuelas y cayó en brazos del más cercano. Parecía que
todos hablaban a la vez. Hornblower estaba tan excitado como los demás. Tenía
ganas de salir corriendo para averiguar lo que pasaba, pero en ese momento recordó
que en la Indefatigable todos mantenían la calma y observaban la disciplina cuando
iban a entrar en combate. Él no era de la misma raza que los franceses, y para
probarlo se llevó la taza a los labios y bebió con calma. La mayoría de los oficiales ya
había salido de la cocina y pedía a gritos sus caballos. Sin duda se tardaría mucho
tiempo en ensillarlos. La mirada de Hornblower se cruzó con la de Pouzauges, que
caminaba de un lado a otro de la cocina, pero el guardiamarina terminó de beberse el
café. Estaba demasiado caliente para ser reconfortante, pero le parecía que era bueno.
Quedaba pan, y se obligó a masticarlo y tragarlo a pesar de que no tenía apetito. No
sabía cuándo iba a volver a comer, probablemente pasaría todo el día en el campo de
batalla, así que se metió media barra de pan en el bolsillo como pudo y salió.
Trajeron los caballos al patio para ensillarlos. La excitación general les había
afectado también a ellos, se encabritaban, piafaban, se movían inquietos entre las
blasfemias de los oficiales. Pouzauges montó de un salto en la silla de su caballo y se
alejó cabalgando a todo escapar seguido de sus hombres excepto de uno, el que
sujetaba el caballo ruano de Hornblower. Hornblower pensó que eso era lo mejor que
podía haber pasado, pues sabía que no se mantendría en la silla ni medio minuto si a
su caballo se le ocurría corcovear o retroceder. Se acercó despacio al animal, que
estaba más tranquilo ahora que el mozo de cuadra le acariciaba, y subió a la silla con
lentitud y cautela infinitas. Con un tirón movió el bocado del freno y moderó el brío
del caballo, circunstancia que aprovechó para cabalgar despacio, salir a la calle y
avanzar hacia el puente siguiendo la estela de los soldados que se dirigían allí al
galope. Pensó que era mejor cabalgar despacio y tener la seguridad de llegar que
galopar y caerse. Todavía los cañones estaban disparando, y pudo ver algunas volutas
de humo salir de los cañones de seis libras a cargo de Bracegirdle. A su izquierda el
sol asomaba en el cielo despejado.
La situación en el puente era clarísima. A cada lado del boquete abierto donde se

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había volado el arco se encontraban unos pocos soldados disparando contra los que
estaban en el lado opuesto, y en el extremo más lejano del camino empedrado que
atravesaba el Marais, una nube de humo se elevaba indicando la presencia de una
batería enemiga que disparaba a largos intervalos desde una considerable distancia.
Bracegirdle, de pie entre los cañones que manejaban los marineros que estaban bajo
su mando, con el sable colgando del cinto, saludó alegremente a Hornblower con la
mano en cuanto le vio. Una columna de Infantería apareció en el extremo del camino
empedrado. Los cañones a cargo de Bracegirdle repitieron su fatídico, ¡bum!, ¡bum!
El caballo de Hornblower corcoveó al oír el ruido, y eso le distrajo, pero cuando
volvió a mirar hacia allí, la columna había desaparecido. La parte del parapeto del
camino empedrado más cercana a él saltó en pedazos y algo chocó con tremenda
fuerza contra el camino cerca de las patas de su caballo, produciendo un terrible
estruendo, que braceó levantando sus manos en el aire. Era una bala de cañón, la bala
de cañón que había pasado más cerca de él en toda su vida. Había perdido un estribo
luchando con su caballo a consecuencia de lo sucedido, y en cuanto logró controlarlo
otra vez, pensó que era más sensato desmontar y apartar al animal del camino
empedrado y acercarlo más a los cañones. Bracegirdle le recibió con una amplia
sonrisa.
—No podrán cruzar por aquí —dijo—. Al menos mientras las Ranas sigan
haciendo su trabajo. Parece que tienen muchas ganas de seguir. Se puede alcanzar el
otro lado del boquete con metralla, así que esas tropas nunca podrán pasar. No me
explico para qué gastan tanta pólvora.
—Supongo que para averiguar la fuerza que tenemos —dijo Hornblower en un
tono que parecía el de un militar entendido en estrategia.
Habría temblando de miedo si hubiera dejado que su cuerpo hiciera lo que
quisiera. No sabía si se le notaba su falta de naturalidad, pero, en caso de que se le
notara, era mejor eso que mostrar su miedo. Estar allí simulando ser un curtido
veterano mientras las balas de cañón pasaban silbando por encima de su cabeza le
producía una sensación rara, pero agradable, como la provocada a veces por las
pesadillas. También Bracegirdle estaba alegre y sonriente y parecía seguro de sí
mismo, y Hornblower le observaba preguntándose si estaba fingiendo como él.
—Ahí vienen otra vez —dijo Bracegirdle—. Sólo son unos cuantos soldados.
Unos cuantos soldados corrían por el camino hacia el puente. Cuando llegaron a
tiro de mosquete de sus enemigos, se echaron cuerpo a tierra y abrieron fuego. En ese
lugar ya había algunos cadáveres, y los soldados se parapetaron tras ellos. Desde el
otro lado de la abertura les disparaban los soldados enemigos, mucho mejor
protegidos que ellos.
—No podrán pasar por aquí de ninguna manera —dijo Bracegirdle—. ¡Mira!
El grueso del ejército monárquico, reunido y fortificado en la ciudad, avanzaba

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por el camino. Estaban ellos mirándolo, cuando una bala de cañón disparada desde el
otro lado del río cayó en la vanguardia de la columna y siguió moviéndose entre los
soldados. Hornblower vio caer muertos a algunos hombres y cómo la columna huía a
la desbandada. Pouzauges se acercó al lugar de los hechos para poner orden, y
entonces la columna, dejando atrás los muertos y los heridos, cambió de dirección y
fue a refugiarse en el terreno pantanoso que estaba junto al camino empedrado.
Ahora que estaban reunidas casi todas las tropas monárquicas, parecía imposible
que los revolucionarios cruzaran por aquel sitio.
—Debería decirle esto a las Langostas —aconsejó Hornblower.
—Al amanecer se oyeron disparos allí abajo —replicó Bracegirdle.
Un sendero que bordeaba los terrenos pantanosos y atravesaba los campos
cubiertos de verde hierba, llevaba hasta el vado que vigilaba el XLIII regimiento de
Infantería. Hornblower llevó el caballo hasta el sendero antes de montarse en él,
porque creía que así podría persuadir más fácilmente al caballo de que lo siguiera.
Poco tiempo después vio una mancha escarlata en la ribera del río y se dio cuenta de
que allí estaban los piquetes que habían sido separados de las tropas británicas para
que les cubrieran ese flanco impidiendo a los enemigos cruzar los terrenos
pantanosos. Luego vio la casa de campo que indicaba dónde estaba el vado, y en el
campo adyacente, una gran área de color escarlata, pues el grueso de las tropas se
encontraba allí en espera de los acontecimientos. En ese punto la zona pantanosa se
estrechaba, pues había una pequeña elevación del terreno cerca de la orilla del río.
Una compañía británica estaba apostada allí, y junto a ella, montado en su caballo, se
encontraba lord Edrington. Hornblower subió a la loma e informó de lo ocurrido
estremeciéndose, pues su caballo estaba inquieto y se movía constantemente.
—¿Y dice usted que no ha habido ningún ataque importante? —preguntó
Edrington.
—No hubo ninguno hasta que me fui de allí, señor.
—¿De veras? —preguntó Edrington, mirando hacia el otro lado del río—. Aquí
pasa lo mismo. No intentan cruzar el vado a la fuerza. ¿Por qué amagan y no atacan?
—Creo que están quemando pólvora inútilmente, señor —dijo Hornblower.
—No son tontos —contestó Edrington y volvió a mirar hacia el otro lado del río
—. Bueno, suponer que no lo son no nos hace daño.
Se acercó adonde estaba el grueso de las tropas cabalgando despacio y dio una
orden a un capitán, que había desmontado para recibirla. El capitán se la transmitió a
los soldados de su compañía, que se pusieron de pie y formaron unas apretadas filas y
se quedaron firmes. El capitán dio dos órdenes más, y los soldados giraron a la
derecha y se alejaron marchando, todos al mismo paso y con el mosquete con el
mismo ángulo de inclinación.
—No nos hace daño tener un flanco cubierto.

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El estampido de un cañonazo al otro lado del río les hizo acercarse a él otra vez.
Al otro lado de los terrenos pantanosos marchaba una columna paralelamente a la
ribera del río.
—Esa es la misma columna otra vez, señor —dijo el capitán de la compañía—. Y
si no, es una exactamente igual.
—Marchan de un lado a otro y disparan al azar —dijo Edrington—. Señor
Hornblower, ¿hay algunas tropas de los émigrés cubriendo el flanco próximo a
Quiberon?
—¿A Quiberon, señor? —preguntó Hornblower, sorprendido.
—¡Maldita sea! ¿No puede entender una pregunta tan simple? ¿Las hay o no?
—No lo sé, señor —respondió Hornblower, abatido.
En Quiberon había cinco mil soldados del ejército de los émigrés, así que parecía
innecesario que hubiera soldados protegiendo ese flanco de la posición.
—Entonces presente mis respetos al general francés y dígale que le sugiero que
mande a un gran grupo de hombres a apostarse en el camino, si no lo ha hecho ya.
—Sí, señor.
Hornblower bajó de nuevo al sendero y empezó a cabalgar en dirección al puente.
El sol brillaba con intensidad sobre los campos desiertos. Todavía podía oír los
esporádicos cañonazos, pero en ese momento oyó cantar a una alondra en el cielo
azul. Luego, cuando subía la última loma antes de llegar al puente cercano a
Muzillac, oyó varios cañonazos uno detrás de otro, y después le pareció oír gritos y
quejidos. En efecto, al llegar a la parte alta de la loma, vio algo que le hizo tirar de las
riendas y detener al caballo. Los campos que se extendían ante su vista estaban llenos
de soldados de uniforme azul y bandolera blanca que corrían desesperados en
dirección contraria a la que él llevaba. Entre los fugitivos había algunos soldados de
caballería, blandiendo sables que lanzaban destellos a la luz del sol. Por la izquierda
se acercaba trotando una compañía de caballería entera, y a lo lejos el sol hacía brillar
las bayonetas de los soldados que corrían en dirección al mar.
No había duda de qué era lo que había ocurrido. Durante los terribles instantes
que Hornblower pasó allí mirando a su alrededor, comprendió lo que había pasado:
los revolucionarios habían logrado situar algunas tropas entre Muzillac y Quiberon y
habían entretenido a los émigrés disparándoles desde el otro lado del río mientras
esas tropas se les acercaban por el lado por donde no las esperaban, y finalmente les
habían atacado por sorpresa. Sólo Dios sabe lo que había pasado en Quiberon, pero
Hornblower pensó que ése no era el momento para intentar averiguarlo. Preocupado
por la situación volvió grupas y, clavando las espuelas a su montura, avanzó a galope
tendido por el sendero en dirección al regimiento británico. Daba saltos en la silla y
tenía las riendas fuertemente agarradas por miedo a caerse y ser capturado por los
franceses que le seguían.

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Cuando ya llegaba adonde estaba el regimiento británico, el ruido de los cascos
de su caballo hizo a todos volver la mirada hacia él. Edrington estaba de pie junto a
su corcel con las bridas sobre el hombro.
—¡Los franceses! —replicó Hornblower con voz ronca, señalando hacia atrás—.
¡Se acercan!
—No esperaba otra cosa —dijo Edrington.
Dio una orden antes de poner el pie en el estribo para montarse en el caballo, y
cuando se sentó en la silla, ya el grueso del XLIII regimiento de Infantería había
formado una columna. A su ayudante de campo le faltó tiempo para salir al galope a
buscar a la compañía que estaba apostada en la ribera del río.
—Supongo que en las tropas francesas hay soldados de infantería y de caballería
y también artilleros con cañones —dijo Edrington.
—Al menos soldados de infantería y de caballería, señor —dijo Hornblower,
jadeando—. No he visto cañones.
—Y los émigrés huyen como conejos, ¿no es cierto? —Sí, señor.
—Aquí llegan los primeros.
En la loma más cercana aparecieron algunos uniformes azules, y los hombres que
los vestían corrían con la lengua fuera a causa de la fatiga.
—Creo que debemos cubrir su retirada, aunque no se lo merecen —dijo
Edrington—. ¡Mire!
La compañía a la que había ordenado cubrir un flanco del regimiento estaba en lo
alto de una colina, formando un pequeño cuadrado rojo sobre la verde hierba, y en el
momento en que ellos miraron hacia allí, un grupo de soldados de caballería que
subía por la colina la rodeó.
—Por suerte mandé a esos hombres a apostarse allí —dijo Edrington
tranquilamente—. ¡Ah, ahí viene la compañía de Mayne!
Las tropas que habían permanecido junto al vado se acercaban a buen paso. Los
oficiales daban órdenes con voz bronca. El sargento mayor hizo dar media vuelta a
dos compañías, regulando el compás y la alineación con su sable y su bastón con
empuñadura de plata, como si estuviera con los soldados en el patio del cuartel.
—Le recomiendo que se quede junto a mí, señor Hornblower —pidió Edrington.
Entonces se dirigió hacia el espacio que había entre las dos columnas, y
Hornblower le siguió en silencio. Se oyó otra orden, y las tropas empezaron a
atravesar el valle. Mientras avanzaban, los sargentos marcaban el compás y el
sargento mayor vigilaba la separación existente entre las filas. Alrededor de ellos los
émigrés huían en todas direcciones, la mayoría casi exhaustos. Hornblower vio a
varios caer a tierra jadeando porque eran incapaces de seguir moviéndose. Luego, en
lo alto de la colina que estaba a su derecha, apareció una línea de plumas y de sables:
era un regimiento de Caballería que se acercaba trotando. Hornblower vio a los

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hombres levantar los sables y empezar a correr al galope y les oyó gritar preparados
para cargar. Los Casacas Rojas que le rodeaban se detuvieron. Se oyó otra orden, y
los soldados volvieron a hacer una serie de lentos movimientos y formaron un
cuadrado. En el centro se situaron los oficiales a caballo y las banderas, que ondeaban
por encima de sus cabezas. Los soldados de caballería se encontraban ahora a menos
de cien metros de distancia. Un oficial de voz grave dio una serie de órdenes con voz
solemne, como si estuviera participando en una ceremonia. Después de la primera
orden, los soldados se quitaron los mosquetes del hombro, y la segunda fue seguida
por muchos clics simultáneos producidos por las cazoletas de los mosquetes al
abrirse. Después de la tercera orden, los soldados de uno de los lados del cuadrado
apuntaron los mosquetes al objetivo.
—¡Demasiado alto! —gritó el sargento mayor—. ¡Más bajo, número siete!
Los soldados de caballería se encontraban sólo a treinta metros de distancia.
Hornblower veía claramente a los que venían al frente del grupo, que estaban
inclinados sobre la cabeza del caballo, con las capas al viento, y, con el brazo
extendido, mantenían el sable frente a ellos apuntado hacia delante.
—¡Fuego! —gritó la voz grave.
En respuesta hubo un solo estallido, pues todos los mosquetes dispararon a la vez.
El humo formó remolinos alrededor del cuadrado y al fin desapareció. En el lugar
hacia el que Hornblower miraba antes, había un montón de caballos y hombres que
yacían en tierra, unos agonizantes, otros muertos. El regimiento de caballería se
dividió como el agua de un torrente al chocar con una roca y pasó velozmente por los
lados del cuadrado sin causar ningún daño.
—Muy bien —dijo Edrington.
La voz grave hablaba otra vez en tono solemne. Como marionetas movidas por
las mismas cuerdas, los soldados que habían disparado volvieron a cargar sus armas,
todos cogiendo una bala a la vez, atacando la carga a la vez, metiendo la bala en el
cañón del mosquete a la vez con la misma inclinación de cabeza. Edrington
observaba al regimiento de caballería, que ahora formaba un desordenado grupo en el
valle.
—¡Regimiento, avanzar! —ordenó.
Con la solemnidad con que se celebra un rito, el cuadrado se dividió en dos
columnas otra vez y reanudó la marcha. La compañía que estaba separada se reunió
con ellas, después de salir de un círculo de hombres y caballos muertos. Alguien dio
un viva.
—¡Silencio! —bramó el sargento mayor—. ¡Sargento, anote el nombre de ese
hombre!
Hornblower notó que el sargento mayor se fijaba en el espacio que había entre las
dos columnas, que debía ser siempre el mismo para que la compañía que diera la

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media vuelta pudiera llenarlo y así formar el rectángulo con la otra.
—Ahí vienen otra vez —anunció Edrington.
Los soldados de caballería habían formado para volver a cargar contra ellos.
Ahora los caballos resoplaban y los soldados estaban menos animados, y no se
acercaban a ellos formando un muro, sino en grupos separados. Primero les atacaron
por un flanco y luego por otro, pero unos se detenían y otros se apartaban a un lado
cuando llegaban a la fila de bayonetas. Los ataques eran demasiado débiles para
responderles con una descarga cerrada, así que sólo algunas secciones de la
compañía, obedeciendo órdenes expresas, disparaban contra grupos más
determinados. Hornblower vio cómo un hombre, un oficial, a juzgar por sus galones
dorados, refrenaba el caballo delante de las bayonetas y sacaba una pistola. Pero antes
de que el hombre pudiera hacer fuego, media docena de mosquetes dispararon a la
vez, y su cara se convirtió en una máscara sanguinolenta. Entonces el hombre y su
caballo cayeron a tierra y de repente la compañía dio media vuelta, como una
bandada de estorninos sobre un campo, y se alejó. Ellos reanudaron la marcha.
—Las Ranas no tienen disciplina, ni las de un bando ni las del otro —dijo
Edrington.
Se dirigían al mar para buscar refugio en la bendita Indefatigable, y a Hornblower
le pareció que avanzaban a un ritmo demasiado lento. Los soldados marchaban como
si estuvieran en un desfile, con una lentitud exasperante, mientras a su alrededor los
émigrés corrían en tropel hacia el lugar donde estarían a salvo. Hornblower miró
hacia atrás y vio los campos llenos de compañías de infantería del Ejército
Revolucionario que avanzaban juntas como un enjambre y con gran rapidez para
darles alcance.
—Si uno deja que los hombres corran, luego no puede conseguir que hagan nada
—dijo Edrington, volviendo la vista hacia donde miraba Hornblower.
A un lado se oyeron unos gritos y unos disparos que llamaron su atención. Un
carro tirado por un penco venía por el camino a gran velocidad dando saltos en los
baches. Un hombre vestido con jersey y pantalones de marinero llevaba las riendas.
Por encima de los costados, otros marineros disparaban con sus mosquetes a los
soldados de caballería que se les acercaban. Era Bracegirdle en el carro del estiércol.
Había perdido los cañones, pero había salvado a sus hombres. Los soldados de
caballería se retiraron cuando el carro se acercaba a las columnas. Bracegirdle se
puso de pie en el carro y vio a Hornblower en su caballo, le saludó alegremente con
la mano.
—¡Boadicea en su carro! —gritó.
—¡Le agradeceré que siga adelante y lo prepare todo para que embarquemos,
señor!
—¡Sí, señor!

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El penco continuó trotando, y el carro, con los sonrientes marineros encima,
agarrados a sus varales, lo seguía dando bandazos. Por un flanco del XLIII
regimiento de Infantería apareció un enjambre de soldados gritando furiosos y
haciendo gestos con las manos y avanzando con rapidez con la intención de cortar la
retirada al regimiento.
—¡Regimiento, formar filas! —gritó.
Como una gran máquina bien engrasada, el regimiento se volvió hacia los
soldados y la columna se transformó en una fila en que los soldados estaban situados
hombro con hombro, tan juntos como los ladrillos de una pared.
—¡Regimiento, avanzar!
La línea escarlata avanzó lenta e inexorable. El enjambre de soldados fue a su
encuentro apresuradamente, y al frente de él iban los oficiales blandiendo los sables y
gritándoles que les siguieran.
—¡Preparados!
Todos los mosquetes bajaron a la vez. Luego se abrieron las cazoletas haciendo
clic.
—¡Apunten!
Los mosquetes subieron. Los soldados enemigos vacilaron ante la terrible
amenaza y algunos retrocedieron para volver a meterse en el grupo y protegerse de la
descarga cerrada con los cuerpos de sus compañeros.
—¡Fuego!
Una descarga cerrada. Hornblower, por estar sobre el caballo, una posición
ventajosa, podía ver por encima de las cabezas de los soldados de infantería
británicos, y vio a todos los soldados del frente del grupo caer al mismo tiempo. La
línea roja siguió moviéndose hacia delante, y en cada paso que daban los soldados
para volver a cargar sus armas, se oyó una orden que fue obedecida maquinalmente y
quinientas balas entraron por la boca de quinientos mosquetes a la vez y quinientas
manos derechas levantaron los atacadores a la vez. Cuando los soldados británicos
apuntaron los mosquetes, estaban junto a la fila de muertos y heridos, pues los demás
soldados habían retrocedido ante su avance y aún más ante la amenaza de una
descarga cerrada. Los mosquetes volvieron a hacer una descarga cerrada. Y el avance
continuó. Otra descarga cerrada. Y el avance siguió. Ahora el enjambre de soldados
se dispersaba. Ahora muchos de los soldados se alejaban corriendo. Ahora todos
huían de los terribles mosquetes. Ahora había tantos soldados huyendo por la ladera
como émigrés antes.
—¡Alto!
El avance cesó. La fila se transformó en dos columnas, y los soldados reanudaron
la retirada.
—Muy bien —dijo Edrington.

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El caballo de Hornblower hacía movimientos bruscos mientras escogía por dónde
atravesar una alfombra de muertos y heridos, y el guardiamarina se preocupaba tanto
de no caerse de la silla de montar y estaba tan turbado que no se dio cuenta de que
habían alcanzado la cima de la última colina, desde donde se veían las cristalinas
aguas del estuario, hasta unos momentos después de llegar. La estrecha playa
cenagosa estaba llena de émigrés. Más allá estaban los barcos anclados,
balanceándose suavemente, y por fortuna, también las lanchas que se acercaban a la
costa. Llegarían en buen momento, pues las compañías más aguerridas del Ejército
Revolucionario ya estaban muy cerca y les disparaban. Algunos hombres habían
caído.
—¡Cierren filas! —gritaron los sargentos.
Los soldados, impasibles, siguieron marchando y dejaron atrás a los heridos y a
los muertos.
De repente, el caballo del ayudante de campo resopló y corcoveó antes de caer de
rodillas y luego de lado, dando coces. El pecoso joven pudo sacar el pie del estribo y
bajar de la silla a tiempo para no quedar debajo de él.
—¿Está herido, Stanley? —preguntó Edrington.
—No, milord, estoy sano y salvo —respondió el ayudante de campo,
sacudiéndose la casaca escarlata.
—No tendrá que caminar mucho —dijo Edrington—. No es necesario mandar a
algunos destacamentos a apartar a esos tipos. Esa será nuestra posición.
Miró a su alrededor, a las casas de pescadores que había junto a la playa, a los
aterrados émigrés en la orilla y a la masa de soldados de infantería del Ejército
Revolucionario que subía por la colina para alcanzarles y que no les daría mucho
tiempo para preparar su defensa. Algunos Casacas Rojas entraron en las casas y un
momento después se colocaron junto a las ventanas. Por suerte, el espacio por donde
había que pasar para ir a la playa tenía a un lado la aldea de pescadores y al otro un
promontorio inaccesible, en cuya cima se apostó otro grupo de Casacas Rojas. En ese
espacio, las cuatro restantes compañías formaron de un lado a otro una larga fila,
protegida solamente por el montículo que estaba a la entrada de la playa.
Los aterrorizados émigrés ya estaban subiendo a las lanchas de la escuadra entre
los cachones.[6] Hornblower oyó el estampido de una pistola y dedujo que uno de los
oficiales que estaban allí abajo había hecho cumplir sus órdenes de la única forma
que podía con el fin de evitar que subieran demasiados hombres a las lanchas y las
hundieran. Luego, aparentemente en respuesta, el rugido de un cañón se propagó
desde el otro lado. Un grupo de artilleros con sus cañones se había colocado en un
lugar cercano, pero donde no podía ser alcanzado por los mosquetes, y había
empezado a disparar contra la posición británica; las compañías de infantería del
Ejército Revolucionario se agrupaban en torno a los artilleros. Las balas de cañón

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pasaban silbando muy cerca de sus cabezas.
—Dejemos que disparen —dijo Edrington—. Y mientras más, mejor.
Los artilleros no podían hacer mucho daño a los británicos porque estaban
protegidos por el montículo, y seguramente el capitán revolucionario se dio cuenta de
eso, además de comprender que no había tiempo que perder. A cierta distancia, los
tambores tocaron un amenazador redoble, y las compañías empezaron a avanzar.
Estaban ya tan cerca que Hornblower pudo ver la expresión de los oficiales que
marchaban al frente agitando sus sombreros y sus sables.
—¡Regimiento, preparado! —gritó Edrington, y todas las cazoletas de los
mosquetes hicieron clic a la vez—. ¡Siete pasos adelante! ¡Marchen!
Uno, dos, tres… siete pasos, dados cuidadosamente, hicieron desplazarse la fila
hasta el montículo.
—¡Apunten! ¡Fuego!
Una descarga cerrada imposible de soportar. Las compañías se detuvieron, se
tambalearon, recibieron otra devastadora descarga, y otra, y se retiraron
desmoralizadas.
—¡Excelente! —exclamó Edrington.
Los cañones volvieron a disparar. Dos soldados británicos saltaron por el aire
como si fueran muñecos y cayeron cerca de las patas del caballo de Hornblower,
formando una masa sanguinolenta.
—¡Cierren filas! —gritó un sargento.
Los soldados que antes estaban al lado de ellos se acercaron para llenar el espacio
que ocupaban.
—¡Regimiento, siete pasos atrás! ¡Mar… chen!
Los Casacas Rojas retrocedieron al mismo tiempo como marionetas y la fila
volvió a colocarse debajo del montículo. Los soldados del Ejército Revolucionario
regresaron en dos o tres ocasiones, en las que fueron repelidos por los disciplinados
mosqueteros, pero Hornblower no pudo recordar después cuántas fueron. El sol
estaba a punto de ocultarse tras el horizonte cuando miró hacia atrás y vio que la
playa estaba casi vacía y que Bracegirdle se aproximaba a ellos con un mensaje.
—Puedo prescindir de una compañía ahora —dijo Edrington en respuesta al
mensaje sin quitar la vista de la masa de soldados franceses—. Después que estén a
bordo del barco, haga que todas las lanchas nos aguarden preparadas para zarpar.
Una compañía se fue. Otro ataque fue repelido, pero el ataque no fue llevado a
cabo con el ímpetu de los primeros, debido a los fracasos anteriores. Los cañones
fueron dirigidos hacia el promontorio y empezaron a disparar contra los soldados que
se encontraban en la cima; un batallón de franceses avanzó hacia allí para atacar por
ese lado.
—Eso nos dará tiempo —dijo Edrington—. Capitán Griffin, puede llevarse a los

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soldados. Que se quede la guardia de la bandera.
Las compañías centrales bajaron en fila por la playa hasta las lanchas que las
aguardaban, pero en el espacio que habían ocupado, aún ondeaba la bandera que los
franceses podían ver por encima del montículo. La compañía que estaba en las casas
salió de ellas, formó en fila y también bajó. Edrington fue hasta el pie del
promontorio. Miró hacia los franceses, que formaban para lanzar el ataque, y luego
hacia los soldados de infantería, que ya estaban caminando por el agua para subir a
bordo de las lanchas.
—¡Atención, granaderos! —gritó—. ¡Guardia de la bandera! ¡Sálvese quien
pueda!
Por la ladera del promontorio que daba al mar, bajó la última compañía corriendo
y dando tumbos. Un mosquete que alguien llevaba con descuido se disparó. Cuando
el último soldado bajó la ladera, la guardia de la bandera llegó a la orilla del mar y
subió a una lancha con su preciosa carga. La masa de soldados franceses corrió hacia
la posición evacuada dando furiosos gritos.
—¡Ahora, señor! —dijo Edrington, volviendo el caballo hacia la playa.
Hornblower se cayó de la silla cuando el caballo empezó a caminar por el agua.
Entonces soltó las riendas y siguió andando, con el agua a la cintura primero y al
cuello después, hasta llegar adonde aguardaba la lancha, en cuya proa estaba
Bracegirdle, de pie junto al cañón de cuatro libras, preparado para ayudarle subir a
bordo. Alzó la vista justo en el momento en que ocurrió un curioso suceso. Edrington
había llegado al esquife de la Indefatigable sujetando todavía las riendas de su
caballo, pero al ver que los franceses se acercaban corriendo por la playa, se volvió
hacia el soldado que tenía al lado, cogió su mosquete y apoyó la boca en la testa del
caballo y disparó. El caballo cayó al agua agonizando. La única presa que hicieron
los revolucionarios fue el caballo ruano de Hornblower.
—¡Ciar! —ordenó Bracegirdle.
La lancha empezó a alejarse de la playa. Hornblower estaba sentado en la proa y
no se encontraba con fuerzas para mover ni un miembro. La playa estaba llena de
franceses que gritaban y gesticulaban a la luz rojiza del crepúsculo.
—¡Un momento! —gritó Bracegirdle, y cogió la driza del cañón de cuatro libras
y tiró de ella con fuerza.
El cañón dio un rugido justo en el oído de Hornblower, y su carga dejó una estela
de destrucción en la playa.
—Era un bote de metralla —dijo Bracegirdle—. Con ochenta y cuatro balas.
¡Adelante, babor! ¡Ciar, estribor!
La lancha viró, apartando la proa de la playa y dirigiéndola hacia los acogedores
barcos. Hornblower miró hacia atrás, hacia la oscura costa francesa. Ése era el final
de un suceso. La tentativa de su país de derrocar la Revolución había tenido un

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sangriento rechazo. Los periódicos de París hablarían de ello con júbilo; la Gazette de
Londres le dedicaría cinco escuetas líneas. Hornblower fue clarividente cuando se
dijo que al cabo de un año casi nadie recordaría el suceso y que al cabo de veinte,
todos lo habrían olvidado. Pero pensó que los hombres descabezados en Muzillac, los
Casacas Rojas caídos y los franceses muertos en la explosión del bote de metralla
lanzado por el cañón de cuatro libras habían muerto creyendo que aquel día cambiaría
la historia. Y se sintió agotado. Y notó que todavía tenía en el bolsillo el pan que
había metido por la mañana y que había olvidado por completo.

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CAPÍTULO 7
LAS GALERAS ESPAÑOLAS

La Indefatigable estaba anclada en la bahía de Cádiz cuando España hizo la


paz con Francia. Casualmente, ese día el guardiamarina Hornblower estaba
de guardia, y fue él quien avisó al teniente Chadd de que se acercaba una pinaza de
ocho remos con la bandera roja y gualda, la bandera española, ondeando en la popa.
Chad vio a través del catalejo una brillante charretera dorada y un tricornio y se
limitó a dar la orden a los grumetes y a los infantes de Marina de rendir al visitante
los honores correspondientes al rango de capitán de la Armada de un país aliado. El
capitán Pellew, a quien acababan de avisar que venía el visitante, ya estaba junto al
portalón cuando éste llegó. Allí mismo tuvo lugar el encuentro. El español hizo una
profunda reverencia con el sombrero delante del estómago y entregó al inglés un
sobre lacrado.
—Señor Hornblower, hable en francés con este hombre —dijo Pellew con el
sobre en la mano, todavía sin abrir—. Invítele a que venga a mi cabina para tomar
una copa de vino.
Pero el español, con una reverencia aún más profunda, rechazó el vino, y con otra
rogó a Pellew que abriera el sobre inmediatamente. Pellew rompió el lacre y, con
gran esfuerzo por comprenderlo, leyó el contenido, apenas entendía el francés escrito,
aunque no podía hablarlo. Después le dio la carta a Hornblower.
—Dice que los españoles han hecho la paz, ¿no es cierto?
Hornblower leyó con no pocas dificultades las doce líneas de alabanzas dedicadas
por Su Excelencia el duque de Belchite, grande de España, con otros dieciocho títulos
más para finalizar con el de Capitán General de Andalucía, al «valiente» capitán sir
Edward Pellew, caballero de Bath. El segundo párrafo era corto y sólo contenía una
breve información sobre el acuerdo de paz; el tercero era más largo que el primero y
repetía casi palabra por palabra su contenido para terminar con una despedida
recargadísima.
—Eso es todo, señor —dijo Hornblower.
Pero el capitán español tenía que darle un mensaje verbal para complementar el
escrito.
—Por favor, dígale a su capitán que ahora España, por ser una potencia neutral,
tiene ciertos derechos que debe hacer prevalecer —balbuceó en una mezcla de
español y francés—. Hace veinticuatro horas que su barco está anclado aquí. Si
dentro de seis horas —dijo, sacando su reloj de oro del bolsillo y mirándolo— aún se

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encuentra al alcance de las baterías de Puntales, las baterías recibirán órdenes de
dispararle.
Hornblower no podía hacer otra cosa que traducir el brutal mensaje sin tratar de
suavizarlo, y cuando Pellew lo oyó, palideció de rabia a pesar de que su rostro estaba
bronceado.
—Dígale… —empezó a decir, pero contuvo su rabia—. Que me vaya al infierno
si dejo que vea que me ha enfurecido.
Se puso el sombrero delante del estómago e hizo una reverencia imitando lo
mejor que pudo los elegantes ademanes del español. Luego se volvió hacia
Hornblower.
—Dígale que he recibido el mensaje con agrado, que lamento mucho que las
circunstancias nos separen y que espero poder gozar de su amistad siempre, sean
cuales sean las relaciones de nuestros respectivos países. Dígale… Bueno, usted ya
sabe las cosas que quiero que se le digan, ¿verdad, Hornblower? Y cuando baje por el
costado quiero que se le despida con solemnidad. ¡Grumetes! ¡Ayudantes del
contramaestre! ¡Tambores!
Hornblower incluía alabanzas, lo mejor que podía, después de cada frase. Los dos
capitanes hicieron una inclinación de cabeza, y si el español daba un paso adelante
cada vez que inclinaba la cabeza, Pellew, para que no le superara en cortesía, hacía lo
mismo. Hubo un redoble de tambores, los infantes de Marina presentaron armas, y
los silbatos sonaron hasta que la cabeza del español estuvo por debajo del nivel de la
cubierta superior. Entonces Pellew se echó hacia atrás con los músculos tensos, se
puso el sombrero y se volvió hacia el primer oficial.
—Señor Eccles, quiero que zarpemos antes de una hora —dijo y bajó pisando
fuerte para recuperar la serenidad en privado.
Algunos marineros estaban en la jarcia largando las velas y cazándolas, mientras
otros, a juzgar por el clic-clic del cabrestante, recogían la cadena del ancla.
Hornblower se encontraba en el pasamano de babor con el señor Wales, el carpintero,
mirando las casas encaladas de una de las ciudades más hermosas de Europa.
—He estado en la ciudad dos veces —dijo Wales—. Verá que tienen buen vino, si
le gusta beber esa porquería, pero no tome nunca coñac, señor Hornblower. Es
veneno, puro veneno. ¡Hola! Por lo que veo, tenemos compañía.
Dos largas proas emergían del fondeadero interior y se dirigían hacia la
Indefatigable. Hornblower no pudo reprimir un grito de asombro cuando dirigió la
vista hacia donde miraba Wales. Las embarcaciones que se aproximaban eran galeras,
y a cada lado los remos subían y bajaban rítmicamente, reflejando la luz del sol a
medida que se alzaban. El resultado del movimiento de cien remos a la vez era digno
de contemplarse. Hornblower recordaba un verso en latín que había traducido siendo
colegial y que le había sorprendido mucho. El poeta romano decía en él que los

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remos de una embarcación eran sus «blancas alas». Ahora el símil le parecía claro. Ni
siquiera una gaviota volando, que hasta ahora Hornblower había considerado como
símbolo de la perfección del movimiento, era más hermosa que aquellas galeras.
Tenían la cubierta baja y eran muchísimo más largas que anchas. Ni las vergas ni las
velas latinas se hinchaban todavía en sus mástiles cortos e inclinados. Las proas,
adornadas con mascarones, despedían destellos, y a su alrededor la bañaban de
espuma las aguas de la bahía. Navegaban en contra del viento, y en el tope del palo
mesana ondeaba la bandera española. Arriba… delante… abajo. Así se movían los
remos siempre con el mismo ritmo. La distancia entre las palas no variaba ni una
pulgada desde el principio al fin de las paletadas. Las dos galeras tenían en la proa
dos cañones largos, apuntando justamente hacia donde ellas se dirigían.
—Tienen cañones de veinticuatro libras —dijo Wales—. Si se encuentran con un
barco como el nuestro cuando el viento está encalmado, lo despedazan. Se acercan
por la aleta, por donde uno no puede apuntar los cañones, y hacen varias descargas. Y
no queda más que rogar a Dios que se apiade de uno… Una prisión turca es mejor
que una española.
Formando una línea que parecía trazada con una regla y que se podría haber
medido con una cadena de agrimensor, las galeras pasaron cerca del costado de babor
de la Indefatigable y la adelantaron. Mientras las galeras pasaban, el redoble de un
tambor y los pitidos ordenaron a los tripulantes de la Indefatigable que se cuadraran
para saludar su bandera y sus estandartes, y los oficiales españoles devolvieron el
saludo.
—No me parece correcto saludarlas como si fueran fragatas —murmuró Wales
como para sí.
Cuando la galera que iba delante llegó a la altura del bauprés de la Indefatigable,
movió hacia atrás los remos de estribor y giró como una peonza, a pesar de ser
alargada y estrecha, delante de la proa de la fragata. La otra galera la siguió, y la
suave brisa, que soplaba desde las galeras hacia la fragata, trajo a la Indefatigable un
hedor que penetró en la nariz de Hornblower. Obviamente, también en la de otros,
pues todos los hombres que se encontraban en la cubierta hicieron varios aspavientos
que demostraban el asco que les producía.
—Todas apestan igual —dijo Wales—. Llevan cuatro hombres por remo y
cincuenta remos, échale, doscientos esclavos. Cuando los hombres suben a bordo
como esclavos, les encadenan a la bancada, y sólo les quitan las cadenas cuando les
van a tirar por la borda. A veces, cuando los marineros no están muy ocupados,
vacían la sentina, pero no lo hacen a menudo, porque son españoles y porque son
pocos.
Hornblower, como siempre, quiso que le dieran una información detallada.
—¿Cuántos, señor Wales?

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—Alrededor de treinta. Los suficientes para maniobrar las velas mientras hacen
un viaje y para manejar los cañones en un combate. Es que antes de entablar un
combate, señor Hornblower, arrían las vergas y las velas, como ahora —dijo Wales en
tono doctoral, como siempre, y poniendo énfasis en la palabra «señor», algo
inevitable cuando un oficial asimilado de sesenta años sin esperanza de obtener un
ascenso hablaba a un oficial asimilado de dieciocho años (alguien nominalmente de
igual rango) que algún día podría llegar a ser almirante—. Así que, como usted
comprenderá, con treinta tripulantes nada más y doscientos esclavos, nadie se atreve
a soltarles.
Las galeras habían vuelto a virar y ahora avanzaban paralelamente al costado de
estribor de la Indefatigable. El movimiento de los remos era mucho más lento que
antes, y Hornblower tuvo mucho tiempo para ver bien las embarcaciones. Observó el
bajo castillo, la alta toldilla y el pasamano que estaba a lo largo de la galera y los unía
a los dos. En la toldilla divisó a un hombre con un látigo que caminaba por el
pasamano, pero los remeros quedaban ocultos por la amurada; los remos salían por
unos agujeros que había en los costados y que, por lo que pudo ver, estaban cerrados
con trozos de cuero que rodeaban la empuñadura para evitar que entrara el agua. En
la toldilla pudo ver también a dos hombres al timón y a un pequeño grupo de
oficiales, con uniformes de galones dorados que brillaban al sol. Pensó que esa
embarcación, con la única diferencia de los uniformes con galones dorados y los
cañones de veinticuatro libras de la proa, era la misma con que los antiguos sostenían
batallas navales. Polibio y Tucídides hablaban de batallas con trirremes, naves casi
idénticas a ésas, y hacía poco más de doscientos años que había tenido lugar la última
gran batalla entre galeras, la batalla contra los turcos en Lepanto. En ella cada bando
luchaba con cientos de galeras.
—¿Cuántas están en servicio actualmente? —preguntó Hornblower.
—Alrededor de una docena, aunque no lo sé con seguridad, desde luego. El
puerto donde suelen pertrecharse es Cartagena, al otro lado del estrecho.
Según Hornblower tenía entendido, Wales se refería al estrecho de Gibraltar, en el
Mediterráneo.
—Son demasiado frágiles para el Atlántico —apuntó Hornblower.
Era fácil deducir las razones por las cuales había sobrevivido ese pequeño grupo
de galeras. El innato conservadurismo de los españoles era probablemente la más
importante. Otra era que el hecho de condenar a galeras a los delincuentes era un
modo de deshacerse de ellos. Además, una galera podría ser muy útil cuando el
viento estuviera encalmado, ya que los mercantes que se detenían por falta de viento
en las inmediaciones del estrecho de Gibraltar eran atrapados fácilmente por
cualquier galera que zarpara de Cádiz o de Cartagena. Y tal vez la razón menos
importante sería que las galeras podían usarse para hacer entrar o salir barcos de los

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puertos a remolque cuando el viento era desfavorable.
—¡Señor Hornblower! —gritó Eccles—. Presente mis respetos al capitán y dígale
que el barco está listo para zarpar.
Hornblower bajó corriendo con el mensaje.
—Presente mis respetos al señor Eccles y dígale que subiré a cubierta
inmediatamente —replicó Pellew, alzando la vista de su escritorio.
El viento del sur soplaba con intensidad apenas suficiente para que la
Indefatigable doblara el cabo sin correr peligro. Después de colocar el ancla en el
pescante, sus tripulantes giraron las vergas, y entonces la fragata empezó a avanzar
hacia alta mar. En medio de un silencio sepulcral impuesto por la disciplina, no se oía
más que el murmullo del agua bajo el tajamar, un ruido con musicalidad que no
dejaba entrever los peligros que acechaban en las aguas en que entraba la fragata. La
Indefatigable navegaba con las gavias desplegadas y a una velocidad de apenas tres
nudos. Las galeras volvieron a pasar por su lado, moviendo los remos al ritmo más
rápido posible, como si se jactaran de ser independientes de los elementos. Sus
adornos brillaban al sol cuando adelantaron a la fragata por barlovento, y otra vez su
hedor penetró en las narices de los tripulantes de la Indefatigable.
—Les agradecería que se quedaran por sotavento —murmuró Pellew mientras las
miraba con el catalejo—. Pero me parece que la cortesía de los españoles no llega
hasta ahí. ¡Señor Cutler!
—¡Señor! —gritó el condestable.
—Puede empezar a hacer las salvas.
—Sí, señor.
La carronada de proa del costado de babor hizo el primer disparo de saludo, y la
fortaleza de Puntales respondió inmediatamente. Por la hermosa bahía se propagó el
zumbido de las salvas. Dos naciones se saludaban con cortesía.
—Creo que la próxima vez que oigamos esos cañones, dispararán una andanada
—dijo Pellew, mirando hacia la bandera española que ondeaba en la fortaleza de
Puntales.
La marea de la guerra se movía ahora contra Inglaterra. Una nación tras otra se
habían retirado de la guerra contra Francia, algunas obligadas por las armas y otras
por la diplomacia de la joven y vigorosa república francesa. A cualquier persona
sensata le resultaría más que evidente y lógico que después que se daba el paso de la
guerra a la neutralidad, era fácil dar el siguiente paso, de la neutralidad a la guerra
con el otro bando. Hornblower pensaba que dentro de poco toda Europa tendría una
actitud hostil hacia Inglaterra y que su patria, para sobrevivir, tendría que luchar
contra la poderosa Francia y la maldad del mundo entero.
—Largar las velas, señor Eccles —dijo Pellew.
Doscientos pares de piernas adiestradas subieron a la jarcia y doscientos pares de

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brazos adiestrados largaron las velas. Entonces la Indefatigable escoró ligeramente y
su velocidad se duplicó. Ahora navegaba entre las olas del Atlántico. Allí estaban las
galeras, a las que Indefatigable adelantó. Hornblower vio que la que iba delante
dirigió la proa hacia una larga ola y que una ráfaga de agua cubrió el castillo. Pensó
que hacer eso era pedir demasiado a una embarcación tan frágil como aquélla. Los
remos de un costado se movieron hacia delante; los remos del otro, hacia atrás. Las
galeras se balancearon peligrosamente durante unos momentos en el seno que se
formó en el mar y luego terminaron de virar y se dirigieron hacia las seguras aguas de
la bahía de Cádiz. Alguien en la proa de la Indefatigable empezó a abuchearlas, e
inmediatamente se oyeron abucheos por toda la fragata. Una tormenta de gritos de
enfado y silbidos azotó las galeras durante los breves momentos en que muchos
tripulantes faltaron a la disciplina, mientras Pellew gritaba furioso en el alcázar y los
suboficiales trataban en vano de anotar sus nombres. Ése fue un ominoso adiós a
España.
Efectivamente, fue ominoso. Poco tiempo después, el capitán Pellew dio a sus
hombres la noticia de que España había terminado de hacer el cambio. Cuando ya sus
barcos con valiosos cargamentos estaban en sus puertos, España había declarado la
guerra a Inglaterra y, por tanto, la república revolucionaria había conseguido la
alianza de la monarquía más endeble de Europa. Los británicos debían utilizar ahora
sus recursos para muchas más cosas. Tenían que vigilar cien millas más de litoral,
bloquear los puertos donde se encontraba otra flota y protegerse de otra horda más de
barcos corsarios y, para colmo, disponían de muchos menos puertos donde refugiarse
y donde conseguir el agua y las pocas provisiones que permitirían a los tripulantes
permanecer en la mar. Indudablemente, tendrían que cultivar la amistad con los
estados de Berbería y soportar la insolencia de sus sultanes si querían obtener de
África del norte los bueyes flacos y la cebada con que alimentar a las guarniciones
británicas del Mediterráneo, todas ellas cercadas por tierra de enemigos, y a los
tripulantes de los barcos que mantenían abierto el mar hacia ellas. Orán, Tetuán y
Argel prosperaban ostensiblemente gracias al oro británico.
Era un día de calma chicha en el estrecho de Gibraltar. El mar parecía un escudo
de plata; el cielo, una bóveda de zafiros. A un lado se alzaban las montañas de África,
y al otro, las de España, con sus oscuros bordes serrados allá en el horizonte. Las
condiciones en que se encontraba la Indefatigable no eran buenas, aunque no por
causa del sol abrasador que hacía derretirse la brea en las junturas de las tablas de
cubierta. Casi siempre hay allí una pequeña corriente que se mueve desde el Atlántico
hacia el Mediterráneo, y el viento sopla en esa misma dirección, y cuando hay calma
chicha, los barcos son arrastrados, frecuentemente, hasta mucho más allá del peñón
de Gibraltar y luego tienen que batallar por llegar allí durante días e incluso semanas.
Así que no era extraño que Pellew estuviera preocupado por el convoy que

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acompañaba, un grupo de barcos cargados de cereales procedentes de Orán. Era
necesario avituallar a la guarnición de Gibraltar (España ya había mandado tropas a
sitiar la plaza) y Pellew no podía correr el riesgo de ser alejado de su destino. Las
órdenes que había dado al convoy tuvo que reforzarlas enviando mensajes por medio
de señales con banderas y cañonazos, porque a ningún capitán de un mercante con
pocos tripulantes le gustaba mandar a sus hombres a hacer un trabajo como el que
Pellew quería que hicieran. La Indefatigable, al igual que el convoy, había bajado las
lanchas, y ahora todos los barcos iban a remolque. Ese trabajo era agotador. Los
marineros se encorvaban y tiraban de los remos incesantemente, haciendo un gran
esfuerzo por mover las palas sobre el agua, mientras las espías se mantenían tensas y
tiraban con fuerza descomunal de los barcos, que avanzaban dando guiñadas. Esto les
permitía avanzar menos de una milla por hora, a costa de que los tripulantes de las
lanchas cayeran rendidos de fatiga, pero al menos retrasaba el momento en que la
corriente de Gibraltar los arrastraría a sotavento y, además, aumentaba las
posibilidades de que tomaran el viento del sur, esperado con ansia por todos (sólo
deseaban que soplara dos horas), que les llevaría hasta el puerto de Gibraltar.
En la lancha y en el cúter de la Indefatigable los marineros se cuidaban de mover
los remos, pero estaban tan cansados por el duro trabajo que no advirtieron el revuelo
que se había producido en la fragata. Iban encorvados tirando de los remos bajo un
sol implacable, tratando de sobrevivir a dos horas de arduo trabajo. Pero de pronto la
voz del propio capitán, que les gritaba desde el castillo, desvió su atención.
—¡Señor Bolton! ¡Señor Chadd! Suelten las espías, por favor, y vengan a armar a
sus hombres enseguida. Se acercan nuestras amigas de Cádiz.
Al volver al alcázar, Pellew miró al horizonte a través del catalejo y comprobó la
información que le había dado el serviola.
—Avanzan en dirección a nosotros —dijo.
Dos galeras venían de Cádiz. Seguramente un mensajero del puesto de
observación de Tarifa había ido hasta allí a caballo para avisarles de que se les ofrecía
una oportunidad de oro, pues con calma chicha los barcos de un convoy estaban
dispersos y no podían moverse. Ése era el momento en que las galeras podían
justificar el hecho de que aún existieran. Podrían capturar a los desafortunados
mercantes y quemarlos, ya que era imposible llevarlos a un puerto, aprovechando que
la Indefatigable permanecía lejos, sin poder alcanzarlas con sus cañones. Pellew miró
a su alrededor y clavó sus ojos en los dos pequeños mercantes y los tres bergantines.
Uno de ellos se encontraba a menos de media milla de distancia, evidentemente éste
se hallaba protegido por los cañones de la fragata, pero los otros se hallaban a milla y
media y a dos millas de distancia; ésos, por tanto, carecían de protección.
—¡Pistolas y sables! —gritó a los numerosos marineros que estaban pasando por
encima de la borda—. ¡Enganchen esa estrellera! ¡Rápido esas carronadas, señor

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Cutler!
Los tripulantes de la Indefatigable participaban en tantos combates, que los
minutos contaban como para no perder el tiempo en los preparativos. Los tripulantes
de las lanchas cogieron sus armas, otros bajaron a colocar las carronadas de seis
libras en la proa del cúter y la lancha, de modo que a poco ambas embarcaciones,
abarrotadas de marineros armados, y con algunas provisiones para casos de
emergencia, navegaban en dirección a las galeras.
—¿Qué demonios piensa usted hacer, señor Hornblower?
Pellew había visto a Hornblower en el momento de bajar el chinchorro, que era la
embarcación que tenía a su cargo. No se imaginaba qué podía lograr un
guardiamarina atacando a una galera desde una embarcación de doce pies y con sólo
seis tripulantes.
—Podemos subir a bordo de uno de los barcos del convoy y reforzar su
tripulación —sentenció Hornblower.
—¡Ah, muy bien! Adelante. Confío en su sensatez, aunque a veces me parece que
no tiene mucha.
—¡Muy bien, señor! —replicó Jackson profundamente admirado cuando el
chinchorro empezó a separarse de la fragata—. ¡Muy bien! A nadie se le hubiera
ocurrido eso nunca.
Era obvio que Jackson, el timonel del chinchorro, pensaba que Hornblower no
tenía intención de reforzar la tripulación de uno de los mercantes, como había dicho.
—¡Estos apestosos españoles…! —murmuró el primer remero.
Hornblower se dio cuenta de que sus hombres sentían la misma hostilidad que él
hacia las galeras españolas. Reflexionó unos momentos al respecto y lo atribuyó a las
circunstancias en que habían visto las galeras por primera vez y al hedor que dejaban
tras sí. Nunca había sentido odio contra el enemigo. Siempre que había luchado, lo
había hecho por servir al Rey, no movido por la animadversión. Pero ahora, furioso
por luchar contra el enemigo, tenía agarrado el timón con fuerza y el cuerpo doblado
hacia delante bajo un sol abrasador.
La lancha y el cúter estaban mucho más adelantados que el chinchorro, y aunque
sus tripulantes habían remado durante el turno que les correspondía hasta hacía unos
momentos, se deslizaban con tanta rapidez que el chinchorro, a pesar de tener la
ventaja de que el mar estaba liso como un cristal, se acercaba a ellos muy lentamente.
Las aguas tenían un intenso color azul, que cambiaba a blanco donde eran agitadas
por las palas de los remos. Delante, en el lugar donde la calma había cogido por
sorpresa al convoy, estaban los mercantes que lo formaban, separados unos de otros,
y un poco más allá Hornblower vio brillar las palas de los remos de las galeras, que
se acercaban a su presa.
La lancha y el cúter seguían ahora ritmos divergentes para proteger a tantos

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barcos como fuera posible, el esquife aún estaba muy lejos por popa. Hornblower no
tenía tiempo de subir a bordo de ningún mercante, aunque quisiera. Viró el timón
para seguir al cúter, y en ese momento apareció una galera en el espacio que había
entre dos mercantes. Fue entonces cuando divisó que el cúter viraba para apuntar la
carronada de seis libras contra su proa.
—¡Remad con fuerza! ¡Remad! —gritó muy excitado.
No sabía qué podía ocurrir, pero quería estar en el lugar del combate. La
carronada de seis libras no disparaba con mucha precisión si estaba a una distancia
mayor que a tiro de mosquete. Servía para lanzar una masa de metralla contra un
grupo de hombres y para de contar, aquí las balas apenas dañarían la proa reforzada
de una galera.
—¡Remad! —gritó Hornblower.
Ya estaba dando alcance al cúter por la aleta. La carronada disparó. A Hornblower
le pareció ver que saltaban las astillas desde la proa de la galera, pero la bala había
sido tan eficaz para detener la galera como las bolitas disparadas con una cerbatana
para detener un toro que embistiera contra alguien. La galera viró un poco para
ponerse exactamente frente al cúter, y sus remos empezaron a moverse más
rápidamente. Se acercaba al cúter con la intención de embestido con el espolón, como
las galeras griegas en la batalla de Salamina.
—¡Remad! —gritó Hornblower, e instintivamente viró el timón para desviarse
hacia un lado—. ¡Parad!
Los remos del chinchorro se detuvieron cuando la embarcación pasó por detrás
del cúter. Hornblower vio a Soames de pie en la bancada de popa: era la muerte que
hendía las aguas azules y se aproximaba a él. Si chocaban proa con proa, el cúter
resistiría el impacto, pero era mejor tratar de evitar el choque en el último momento.
Hornblower vio cómo viraba el cúter. Su costado era ahora vulnerable, pero se
encontraba frente a la roda de la galera. Eso fue lo único que alcanzó a ver, porque la
propia galera le impedía la visión de lo que ocurría inmediatamente después, el acto
final de la tragedia. Cuando la galera ocultó al cúter, sus remos de estribor casi
rozaron los del chinchorro. Hornblower oyó un chirrido, al que se unió un estrépito
que casi obligó a la galera a detenerse por el impacto. Anhelaba tanto luchar que el
afán le había trastornado el juicio, y por su mente cruzaron ideas al frenético ritmo de
la locura.
—¡Ciad, babor! —gritó, y el chinchorro viró en redondo de tal modo que quedó
detrás de la popa de la galera—. ¡Ciad todos!
El chinchorro se lanzó contra la galera como un foxterrier contra un toro.
—¡Engánchela con el rezón, Jackson! ¡Maldita sea!
Jackson respondió con un juramento y avanzó hasta la proa, pero pasando con
cuidado por encima de los remeros para que no cambiara el movimiento de los remos.

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Al llegar a la proa, Jackson cogió el rezón del chinchorro junto con el largo cabo al
que estaba atado y lo lanzó con todas sus fuerzas a la galera. El rezón se enganchó en
algún punto de la dorada borda cercano a la aleta. Jackson tiraba del cabo mientras
los remeros movían los remos para hacer llegar el chinchorro a la popa de la galera.
En ese momento Hornblower vio algo que volvería a ver durante mucho tiempo en
sueños. De abajo de la popa de la galera salió la parte anterior del cúter, y agarrados a
ella todavía había varios marineros, que seguían vivos después de haber pasado por
debajo de la galera desde proa a popa. Vio que unos tenían la cara púrpura y otros los
músculos tensos, aunque no faltaban algunos con los músculos de la cara distendidos
por la muerte. Pasaron enseguida, y Hornblower sintió una sacudida, era que la galera
se había movido hacia delante bruscamente estirando el cabo que la unía al
chinchorro.
—No puedo sujetarla —dijo Jackson.
—¡Déle una vuelta alrededor de la cornamusa, tonto!
Ahora la galera española remolcaba al chinchorro. Lo arrastraba con el cabo de
veinticuatro pies que tenía enganchado cerca de la aleta, y se mantenía justo al borde
de la pala del timón. El agua borboteaba a su alrededor formando blanca espuma,
obligando a la popa a inclinarse hacia arriba por la fuerza de tracción. Tenía una
extraña postura, como si tuviera uno de sus arpones clavado en una ballena. Alguien
fue corriendo hasta la toldilla y trató de cortar el cabo con un cuchillo.
—¡Mátele, Jackson! —ordenó Hornblower.
La pistola de Jackson dio un estampido, y el español cayó en cubierta. Fue un
buen disparo. Aunque estaba trastornado por las ansias de luchar, a pesar del ruido
del agua y el resplandor del sol, Hornblower trataba de decidir cuál sería su próximo
paso. Tanto su deseo como su sentido común le indicaban que lo mejor sería luchar
contra el enemigo, a pesar de que tenían pocas posibilidades de ganar.
—¡Remad para acercarnos! —gritó, en medio de los chillidos de todos los
tripulantes.
Los remeros presentes en la proa del chinchorro se volvieron hacia delante y
empezaron a tirar del cabo, pero era difícil progresar debido a la velocidad del
chinchorro, y una vez que hubo avanzado una yarda más o menos, fue todavía más
difícil, pues el rezón se enganchó en la borda de la toldilla, a diez u once pies por
encima del agua, y a medida que el chinchorro se acercaba a la popa de la galera, el
ángulo que formaba el cabo con ella era más pequeño. La proa del chinchorro se
inclinó hacia arriba y se separó en demasía del agua.
—¡Amarrad! —ordenó Hornblower, y luego, alzando la voz otra vez, añadió—:
¡Saquen las pistolas!
Una fila de cuatro o cinco rostros apareció en la popa de la galera con otros tantos
mosquetes que apuntaban hacia el chinchorro, de modo que dos grupos se dispararon

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por unos instantes, pero con furia. Un hombre cayó en el fondo del chinchorro dando
quejidos, pero la fila de rostros desapareció. De pie en la bancada de proa,
sosteniéndose precariamente, Hornblower no podía ver en el alcázar de la galera más
que dos cabezas, seguramente las de los hombres que llevaban el timón.
—¡Carguen otra vez! —ordenó a sus hombres, recordando milagrosamente dar la
orden.
Enseguida los hombres metieron los atacadores en el cañón de las pistolas.
—¡Despacio, si quieren volver a ver Pompey![7] —dijo Hornblower.
Estaba temblando de emoción, trastornado por el deseo de luchar, y era su
subconsciente el que daba esas órdenes sensatas. Sus facultades principales estaban
anuladas por su ansia de sangre. Veía las cosas a través de una niebla rosa, como supo
más tarde cuando volvió a pensar en esto. Hubo un ruido como de cristales rotos en
aquel momento. Alguien había sacado el cañón de un mosquete por la ventana de la
cabina de popa de la galera. Afortunadamente, después de sacarlo, tenía que apuntar
para poder disparar. Varios tiros de pistola coincidieron con el disparo del mosquete.
Nadie supo dónde dio la bala que disparó el español, pero él se cayó por la ventana.
—¡Vive Dios, así se hace! —gritó Hornblower y luego, serenándose, ordenó—:
¡Cargad otra vez!
Cuando los tripulantes metían las balas en los cañones de las pistolas, Hornblower
se puso en pie. Todavía tenía en el cinto las pistolas, que aún no había usado, y el
sable.
—Venga a la popa —dijo al primer remero, pensando que el chinchorro no podría
soportar más peso en la proa que el que ya tenía—. Y usted también.
Entonces se subió en la bancada de proa y miró hacia el cabo del rezón y la
ventana de la cabina.
—Mande a los hombres uno a uno detrás de mí, Jackson —dijo.
Se agarró con fuerza al cabo del rezón y se colgó de él. Sus pies rozaron el agua
cuando el cabo formó una comba, pero usando toda la fuerza que daban de sí los
brazos, logró subir por él. Ahora tenía al lado la ventana rota. Quitó con los pies un
pedazo de cristal que quedaba en la ventana y pasó por ella los pies y luego el resto
del cuerpo. Una vez dentro, se dejó caer en la cabina, un interior oscuro en
comparación con la deslumbrante luz que había en el exterior. Cuando trató de
ponerse de pie, pisó a alguien que dio un grito de dolor, evidentemente, había pisado
al español herido. Echó mano al sable, lo desenvainó y notó que tenía la mano
pegajosa manchada de sangre, sangre española. Entonces trató de erguirse y chocó
con la cabeza contra los baos que servían de asiento a la cubierta, pues el techo de la
pequeña cabina era muy bajo, con poco más de cinco pies de altura. El golpe fue tan
fuerte que casi perdió el sentido, pero al ver en ese momento la puerta de la cabina, la
atravesó con el sable desnudo. Por encima de su cabeza oía fuertes pasos y algunos

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tiros detrás, seguramente porque los tripulantes de la galera y los del chinchorro
estaban disparando. La puerta de la cabina daba a una media cubierta baja hacia la
cual, Hornblower, con paso vacilante, avanzó, rodeado otra vez por la luz del sol.
Estaba en la estrecha cubierta que se encontraba junto al saltillo del alcázar. Ante él
tenía el estrecho pasamano que separaba los dos grupos de remeros y miró hacia
abajo para contemplarlos. Vio allí un mar de caras barbudas, de greñas hirsutas, de
cuerpos delgados y tostados por el sol que se movían rítmicamente hacia delante y
hacia atrás al compás de los remos.
Eso fue lo que le parecieron en ese momento. Al final del pasamano, junto al
saltillo del castillo, estaba el capataz con un látigo, gritando a los esclavos una serie
de palabras a intervalos regulares, seguramente números en español, para marcar el
ritmo. Sobre el castillo había tres o cuatro hombres, y las puertas del mamparo del
castillo, un poco más abajo, estaban abiertas. A través de ellas Hornblower pudo ver
los dos cañones iluminados por la luz que entraba por las portas por donde asomaban,
casi al nivel del mar. Los artilleros estaban junto a los cañones, pero eran muchos
menos de los que se necesitaban para manejar dos piezas de artillería de veinticuatro
libras. Hornblower recordó que Wales había calculado que la galera tenía alrededor
de treinta tripulantes y pensó que al menos los artilleros encargados de un cañón
habían sido enviados a la popa para defender la toldilla contra el ataque del
chinchorro.
Oyó unos pasos detrás y con la angustia en la garganta, se volvió blandiendo el
sable. Y vio entonces a Jackson que salía tambaleándose de la media cubierta con el
sable en la mano.
—No me corte la cabeza —dijo Jackson.
Hablaba como un borracho, y a sus palabras siguieron más tiros disparados desde
la toldilla, a la altura de sus cabezas.
—El siguiente es Oldroyd —dijo Jackson—. Franklin está muerto.
A cada lado había una escala para subir al alcázar. Parecía lógico que cada uno
subiera por una escala, pero Hornblower pensó que no era eso lo mejor.
—Venga conmigo —ordenó, encaminándose a la escala de estribor.
Entonces, al ver aparecer a Oldroyd, le dijo que les siguiera.
Los andariveles de la escala los formaban un cabo rojo y un cabo amarillo
trenzados. Hornblower se fijó en eso cuando subía apresuradamente la escala con la
pistola en una mano y el sable en la otra. Después de subir el primer escalón, sus ojos
estaban ya por encima del nivel de la cubierta. Vio que en el pequeño alcázar había
más de una docena de hombres. Dos de ellos yacían sobre la cubierta. Estaban
muertos, y uno, que estaba apoyado contra el casco, no hacía más que proferir
quejidos lastimeros. Otros dos estaban junto al timón y los demás inclinados sobre la
borda mirando hacia el chinchorro. Hornblower seguía fuera de sí con desesperadas

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ganas de luchar. Subió los otros dos o tres escalones saltando como un gamo y se
lanzó contra los españoles gritando como un poseso. La pistola se le disparó antes de
apuntarla bien, pero la cara de un hombre que estaba a dos pasos de distancia se
convirtió en una masa sanguinolenta. Bajó la pistola y separó inmediatamente el
martillo con el pulgar al mismo tiempo que daba un golpe con el sable a la espada
que un español alzaba para defenderse. Descargó sablazos y más sablazos con una
fuerza descomunal. Jackson estaba junto a él dando igualmente sablazos a diestro y
siniestro y gritando:
—¡Máteles! ¡Máteles!
Hornblower vio el sable de Jackson brillar a cada golpe que daba en la cabeza al
indefenso timonel y luego, mientras luchaba contra un hombre, miró de reojo y vio a
otro tratando de golpearle, pero logró evitar el golpe disparándole inmediatamente.
Oyó otro disparo a su lado y supuso que lo había hecho Oldroyd. La lucha en el
alcázar no tardó mucho en acabar. Hornblower nunca supo si la causa de que los
españoles no se hubieran prevenido contra el ataque había sido su ineptitud u otra
cosa. Tal vez no sabían que el hombre que se encontraba en la cabina estaba herido o
confiaban en que impedirían la entrada por allí; tal vez no creyeron que tres hombres
podían estar tan locos como para atacar a una docena; tal vez no se dieron cuenta de
que tres hombres habían hecho el peligroso ascenso por el cabo del rezón; tal vez, o
sin tal vez, estaba casi seguro, se hallaban tan excitados en aquel momento que
perdieron la cabeza, pues no habían hecho más que transcurrir cinco minutos desde
que el chinchorro se enganchara a la galera y ya podía darse por finalizada la lucha en
el alcázar. Dos o tres españoles bajaron por la escala hasta la cubierta y corrieron por
el pasamano que separaba a los dos grupos de esclavos. Jackson alcanzó a uno
cuando estaba junto al costado, y el hombre hizo un gesto que indicaba que se rendía;
sin embargo, Jackson, que era un hombre corpulento y muy fuerte, le cogió por el
cuello con una mano, le hizo inclinarse hacia atrás, por encima de la borda y luego le
cogió la pierna con la otra mano para arrojarle por la borda. El hombre cayó dando
gritos antes de que Hornblower pudiera interponerse. La toldilla estaba cubierta de
hombres que se retorcían en el fondo de un bote como peces recién pescados. Jackson
y Oldroyd cogieron a un hombre que intentaba ponerse de rodillas y lo alzaron para
arrojarle por la borda.
—¡Deténganse! —gritó Hornblower.
Jackson y Oldroyd soltaron inmediatamente al hombre, que cayó con estrépito en
la ensangrentada cubierta. Parecían borrachos, iban tambaleándose, respiraban con
estertores y les brillaban los ojos saltones. A Hornblower se le pasó la locura justo en
ese momento. Avanzó hacia el saltillo del alcázar pasándose la mano por los ojos para
quitarse el sudor y el rojizo velo que le impedía ver con claridad. En la popa, cerca
del castillo, estaban los demás españoles, formando un apiñado grupo. Cuando

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Hornblower caminaba hacia la proa, uno de ellos le disparó con un mosquete, pero la
bala pasó a bastante distancia de él. Abajo los remeros todavía se inclinaban
rítmicamente hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, moviendo sus
greñudas cabezas y sus desnudos torsos a la vez que los remos, guiados por la voz del
capataz, que todavía estaba en el pasamano (los demás españoles estaban agrupados
detrás de él) y gritaba: «¡Seis… siete… ocho…!».
—¡Deténganse! —gritó Hornblower.
Se acercó al costado de estribor para ver a todos los remeros de estribor y
extendió el brazo con la mano abierta y volvió a gritar. Uno o dos remeros volvieron
hacia él sus rostros cubiertos de pelo, pero siguieron moviendo los remos.
—¡Uno… dos… tres…! —continuó el capataz.
Jackson se puso junto a Hornblower y levantó la pistola para disparar al remero
que tenía más cerca.
—¡Baje eso! —dijo Hornblower en tono enérgico, porque se dio cuenta de que ya
estaba harto de matar Busque mis pistolas y cárguelas de nuevo.
Se quedó en lo alto de la escala y le pareció que estaba en un sueño, en un
angustioso sueño. Los esclavos seguían remando; una docena de enemigos se
agrupaban en el castillo, a poca distancia; los españoles heridos estaban detrás de él,
dando gritos de dolor mientras la vida se les escapaba. Dio otra orden a los remeros,
pero ellos, como en las ocasiones anteriores, le desobedecieron. Aparentemente,
Oldroyd tenía la mente más clara que todos o había recuperado la sensatez más
rápidamente.
—¿Puedo arriar la bandera, señor? —preguntó.
Hornblower despertó del sueño. En un asta próxima al coronamiento ondeaba la
bandera roja y gualda.
—Sí, arríela enseguida —respondió.
Ahora tenía la mente despejada, y ahora el horizonte estaba más allá de los límites
de la estrecha galera. Miró hacia las azules aguas que la rodeaban. Muy cerca estaban
los mercantes, y lejos estaba la Indefatigable. Detrás estaba la estela de la galera,
todavía blanca de espuma, pero era raro, tenía forma curva. En ese momento se dio
cuenta de que era él quien tenía el control del timón y que durante los últimos tres
minutos, la galera había navegado sin que nadie la moviera.
—¡Coja el timón, Oldroyd! —ordenó.
Entonces se preguntó si era verdad que veía la otra galera a gran distancia,
alejándose. Seguramente era verdad. Luego vio la lancha, muy cerca de su estela, y
allí por la amura de babor estaba el esquife con los remos quietos. Hornblower pudo
ver tanto en la proa como en la popa algunas figuras de pie, agitando las manos, y
pensó que las agitaban como signo de alegría porque había sido arriada la bandera
española. Otro mosquete disparó desde la proa, y la bala dio en la barandilla, muy

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cerca de su cadera, haciendo saltar por el aire dorados fragmentos de metal que
brillaron al sol. Pero ahora estaba en su sano juicio y, pasando por encima de los
moribundos, corrió hasta el final del alcázar, donde nadie podía verle desde el
pasamano ni las balas podían alcanzarle. Todavía podía ver el esquife por la amura de
babor.
—¡Timón a estribor, Oldroyd!
La galera viró lentamente. Era tan estrecha que tenía dificultad para maniobrar sin
la ayuda de los remos, pero pronto la proa se aproximó al esquife.
—¡Derecho!
En ese momento vieron algo asombroso. El chinchorro saltaba en las agitadas
aguas llenas de blanca espuma de la estela de la galera, con un hombre vivo y dos
muertos a bordo.
—¿Dónde están los otros, Bromley? —preguntó Jackson.
Bromley señaló hacia afuera de la borda. Les habían disparado desde el
coronamiento cuando Hornblower y los demás hombres se preparaban para atacar el
alcázar.
—¿Por qué demonios no has subido a bordo?
Bromley se agarró el brazo izquierdo con la otra mano. Era evidente que no podía
mover ese miembro. No podían obtener refuerzos del chinchorro; sin embargo, era
necesario controlar toda la galera, pues de lo contrario, lo más seguro es que se la
llevaran a Algeciras, porque, a pesar de que ellos controlaran el timón, quien
controlaba los remos determinaba el rumbo de la galera si quería. Sólo les quedaba un
camino que tomar.
Ahora que Hornblower no estaba trastornado por la sed de sangre y ganas de
lucha, estaba abatido. No le preocupaba lo que pudiera ocurrir, había perdido la
esperanza y el miedo, se encontraba excitado. Tal vez ahora le guiaba el
conformismo. Su mente, todavía analizando la situación, le mostró que por el hecho
de que sólo era posible hacer una cosa para conseguir la victoria, debía tratar de
hacerla, y debido al desánimo que tenía, trató de hacerla como un autómata, sin
vacilar ni experimentar ningún sentimiento. Avanzó hasta la barandilla del alcázar.
Los españoles todavía estaban agrupados en el extremo opuesto del pasamano, y el
capataz todavía marcaba el ritmo del movimiento de los remos. Con gran cuidado
envainó su sable, que había tenido en la mano hasta ese momento y, al hacerlo, notó
que tenía las manos y la casaca manchadas de sangre. Lentamente se puso el sable a
un lado del cuerpo.
—Mis pistolas, Jackson —dijo.
Jackson dio las pistolas a Hornblower con indiferencia, y él se las colgó al cinto
con la misma indiferencia, mientras los españoles le miraban como hipnotizados.
Luego se volvió hacia Oldroyd.

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—Quédese en el timón, Oldroyd. Sígame, Jackson, no haga nada sin que se lo
ordene.
Bajó la escala y avanzó por el pasamano hacia donde estaban los españoles. El sol
le daba de lleno en la cara. A ambos lados, los esclavos seguían moviendo sus
greñudas cabezas y sus torsos desnudos a la vez que los remos. Se acercó a los
españoles; éstos blandieron sus sables y apuntaron hacia él nerviosamente sus
mosquetes y sus pistolas con los ojos fijos en su rostro. Jackson, que estaba detrás de
él, tosió en ese momento. Cuando Hornblower estaba a cuatro pasos del grupo, se
detuvo y les miró uno a uno. Inmediatamente les indicó con un gesto a todo el grupo,
menos al capataz, y luego señaló un punto del barco.
—Vayan todos al castillo —dijo.
Todos le miraron asombrados, aunque probablemente habían entendido el gesto.
—¡Al castillo! —dijo Hornblower haciendo un gesto con la mano y dando un
golpe con el pie en el pasamano.
Sólo había un hombre que parecía decidido a negarse. Hornblower estaba
preparado para quitarle la pistola y matarle allí mismo, pero luego pensó que el tiro
podría despertar a los españoles de su sueño hipnótico y que la pistola podría fallar.
Miró al hombre a los ojos.
—¡Al castillo!
Los españoles empezaron a moverse, empezaron a caminar arrastrando los pies.
Hornblower les siguió con la mirada mientras se alejaban. Ahora volvió a
experimentar sentimientos de compasión. El corazón le brincaba dentro del pecho y
le resultaba difícil controlarse. Pero no debía precipitarse. Tenía que esperar a que
todos se fueran para enfrentarse al capataz.
—¡Detenga a esos hombres! —dijo.
Miraba al capataz a los ojos mientras le apuntaba con la pistola. El capataz movió
los labios, pero no dijo nada.
—¡Deténgales! —repitió Hornblower, y esta vez puso una mano sobre la culata
de la pistola.
Eso fue suficiente. El capataz, alzando la voz, dio una orden, y los remos dejaron
de moverse inmediatamente. Se hizo un extraño silencio en la galera cuando cesó el
ruido de los golpes de los remos contra los escálamos. Ahora podía oírse el murmullo
del agua alrededor de la nave mientras ésta seguía avanzando por el impulso que
tenía. Hornblower se volvió hacia atrás para gritar algo a Oldroyd.
—¡Oldroyd!, ¿dónde está el esquife?
—¡Cerca de la amura de estribor, señor!
—¿A qué distancia?
—¡A dos cables, señor! ¡Avanza hacia nosotros!
—¡Intente virar la proa hacia él mientras tenga suficiente velocidad para

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maniobrar!
—¡Sí, señor!
Hornblower no sabía cuánto tiempo tardaría el esquife en recorrer un cuarto de
milla. Temía al anticlímax, temía que los sentimientos de los españoles cambiaran de
repente en el último momento. El hecho de esperar sin hacer nada podría provocar
eso, así que no debía permanecer inmóvil. Todavía podía oír el ruido de la galera al
deslizarse por el agua. Se volvió hacia Jackson.
—Este barco se mueve con suavidad, ¿verdad, Jackson? —dijo, riéndose, como si
tuviera la certeza de todas las cosas.
—Sí, creo que sí, señor —respondió Jackson, asombrado, mientras jugueteaba
con las pistolas.
—Mire a ese hombre —continuó Hornblower, señalando a un esclavo—. ¿Ha
visto alguna vez en su vida una barba como ésa?
—N… no, señor.
—Hábleme, Jackson, tonto. Hábleme con naturalidad.
—N… no sé qué decir, señor.
—No tiene imaginación, Jackson. ¿Ve el verdugón que tiene ese tipo en el
hombro? Seguro que se lo hizo el capataz con el látigo hace poco.
—Quizá tenga usted razón, señor.
Hornblower trataba de reprimir su impaciencia, y cuando se disponía a conversar
sobre otra cosa, oyó algo que chocaba contra el costado. Unos momentos después los
tripulantes del esquife pasaron por encima de la borda, y Hornblower sintió un alivio
indescriptible. Estaba a punto de relajarse, pero recordó que había que guardar las
apariencias, y entonces se irguió.
—Me alegro de verle a bordo, señor —dijo cuando el teniente Chadd pasó las
piernas por encima de la borda y se dejó caer en la cubierta, cerca del castillo.
—Me alegro de verle a usted —dijo Chadd, mirándole con curiosidad.
—Estos hombres que están en la proa son prisioneros, señor —dijo Hornblower
—. Sería conveniente atarles. Creo que eso es lo único que falta por hacer.
Ahora no podía relajarse y le parecía que iba a estar tenso toda la vida. Estaba
tenso y, a pesar de ello, aturdido, cuando oyó los vivas de los tripulantes de la
Indefatigable cuando la galera se abordó con la fragata. Todavía estaba aturdido
cuando informó torpemente al capitán Pellew de lo ocurrido y se esforzó por no
olvidarse de hacer mención de la valentía de Jackson y Oldroyd.
—El almirante se sentirá muy satisfecho —dijo Pellew, mirándole
afectuosamente.
Entonces Hornblower se oyó a sí mismo decir:
—Me alegro, señor.
—Ahora que hemos perdido al pobre Soames, necesitamos otro oficial que se

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encargue de las guardias —continuó Pellew—. He pensado nombrarle teniente
interino.
—Gracias, señor —dijo Hornblower, todavía aturdido.
Soames era un oficial maduro y de gran experiencia, había navegado por los siete
mares y había luchado en innumerables batallas; sin embargo, siempre que se
encontraba en una situación nueva, cómo ésta, no discurría con la rapidez suficiente y
así aquí no pudo evitar que el espolón de la galera chocara con su embarcación.
Soames estaba muerto. El teniente interino Hornblower ocuparía su lugar. El
trastorno sufrido por el deseo de luchar, una verdadera locura, había hecho que le
premiaran con la promesa de un ascenso. Hornblower nunca se había dado cuenta de
las terribles locuras que era capaz de hacer. Como Soames, como el resto de la
tripulación de la Indefatigable, se había dejado llevar por el odio mortal a las galeras,
y sólo gracias a su buena suerte seguía vivo. Eso era algo que valía la pena recordar.

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CAPÍTULO 8
EL EXAMEN DE TENIENTE

La fragata Indefatigable se acercaba al puerto de Gibraltar, y el teniente


interino Horatio Hornblower, erguido y apuesto, estaba en el alcázar al lado
del capitán Pellew. Tenía su catalejo dirigido hacia Algeciras, donde se daba la
curiosa situación de que dos importantes bases navales de países hostiles distaban
apenas seis millas una de otra. Era conveniente vigilar Algeciras mientras la fragata
se acercaba a puerto, de lo contrario siempre cabría la posibilidad de que una
escuadra española se abalanzara sobre una embarcación incauta cuando entraba en la
bahía.
—Ocho barcos… Nueve barcos con las vergas colocadas, señor —informó
Hornblower.
—Gracias —dijo Pellew—. ¡Todos a virar!
La Indefatigable viró y puso proa al puerto de Gibraltar. El puerto, como siempre,
estaba lleno de barcos, ya que todas las fuerzas navales inglesas en el Mediterráneo
iban a pertrecharse allí. Pellew ordenó cargar las gavias y virar el timón; la cadena del
ancla salió con estrépito y la Indefatigable quedó anclada.
—¡Bajen mi falúa! —ordenó Pellew.
A Pellew le gustaba que la pintura de la falúa y el uniforme de la tripulación
fueran de color azul oscuro y blanco. La falúa estaba pintada de azul con una franja
blanca, los remos tenían la empuñadura pintada de azul y la pala de blanco, los
tripulantes llevaban camisas azules y pantalones blancos y sombreros blancos con
cintas azules. El conjunto tenía un aspecto realmente hermoso cuando la falúa se
deslizaba por el agua para llevar a Pellew a presentar sus respetos al comandante del
puerto. Poco después del regreso de Pellew, un mensajero se acercó a Hornblower.
—El capitán le presenta sus respetos, señor, y dice que quiere verle en su cabina.
—Haz un examen de conciencia —dijo el guardiamarina Bracegirdle, sonriendo
—. ¿Qué delito has cometido?
—Me gustaría saberlo —respondió Hornblower con franqueza.
Hornblower siempre se ponía nervioso cuando tenía que acudir a la llamada del
capitán. Cuando llegó a la puerta de la cabina tragó saliva y tuvo que darse ánimos
antes de llamar para entrar. Pero no tenía por qué preocuparse, pues Pellew le miró
sonriente desde su escritorio.
—¡Ah, señor Hornblower! Espero que esta noticia le parezca buena: mañana
habrá un examen para pasar a la categoría de teniente en el Santa Bárbara. Espero que

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ya esté preparado para hacerlo.
Hornblower iba a decir: «Creo que sí, señor», pero se detuvo, porque a Pellew no
le gustaban las respuestas vagas.
—Sí, señor —dijo.
—Muy bien. Entonces preséntese allí a las tres de la tarde con sus certificaciones
y sus diarios.
—Sí, señor.
La conversación había sido muy breve para la importancia del tema. Hacía dos
meses que Hornblower había sido nombrado teniente interino por Pellew. Mañana iba
a examinarse. Si aprobaba, el almirante confirmaría el nombramiento al día siguiente,
y sería un teniente con dos meses de antigüedad. Pero si suspendía… Eso significaría
que no le consideraban apto para tener el rango de teniente y volvería a ser un
guardiamarina, perdería los dos meses de antigüedad y tendría que esperar al menos
seis meses más para volver a examinarse. Ocho meses de antigüedad tenían gran
importancia y podían afectar al futuro de su carrera.
—Dígale al señor Bolton que tiene mi permiso para salir de la fragata mañana. Y
puede usar una de las lanchas.
—Gracias, señor.
—Buena suerte, Hornblower.
Durante las siguientes veinticuatro horas, Hornblower no sólo intentó leer
completos el Epitome of Navigation de Norie y el Handbook of Seamanship de
Clarke, sino también conseguir que su mejor uniforme estuviera impecable.
Convenció al ayudante del cocinero, a cambio de su ración de grog, de que dejara al
sirviente de los oficiales calentar una plancha en la cocina para planchar el pañuelo
que se pondría al cuello. Bracegirdle le prestó una camisa limpia. A todo esto,
Hornblower pasó un mal momento cuando descubrió que el betún que había en la
sala de oficiales estaba agrietado de puro seco. Dos guardiamarinas lo suavizaron con
manteca y aplicaron la mezcla resultante a sus zapatos de hebilla, pero la mezcla se
resistía a coger brillo. Por fin, después de cepillar los zapatos muchas veces y de
frotarlos con un paño seco, consiguieron que brillaran lo suficiente para presentarse a
un examen de teniente. Y en cuanto al sombrero de tres picos… Su vida, como la de
todos los sombreros de tres picos en la camareta de guardiamarinas, había sido dura,
y algunas de las abolladuras no se podían eliminar por completo.
—Quítatelo tan pronto como puedas y manténlo debajo del brazo —aconsejó
Bracegirdle—. Tal vez no te vean subir por el costado.
Todos subieron a la cubierta para ver bajar a Hornblower, con sus calzones
blancos, sus zapatos de hebilla, sus diarios bajo el brazo y las certificaciones de
sobriedad y buena conducta en el bolsillo.
Ya era muy avanzada la tarde de invierno cuando fue conducido hasta el Santa

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Bárbara. Al llegar, subió por su costado y se presentó al oficial de guardia.
El Santa Bárbara era un barco prisión. Era una de las presas capturadas por
Rodney en la batalla de Cádiz en 1780 y desde entonces estaba allí amarrado,
desarbolado y pudriéndose. En tiempo de paz servía de almacén, y en tiempo de
guerra, de prisión. Soldados con casacas rojas armados con mosquetes con la
bayoneta calada vigilaban el portalón; en el castillo y en el alcázar había carronadas
apuntadas hacia el interior del barco y hacia abajo para cubrir el combés, el lugar
donde los prisioneros, tristes y harapientos, tomaban el aire. Cuando Hornblower
subió por el costado, sintió el hedor que se desprendía desde dentro, donde estaban
confinados dos mil prisioneros. Al llegar a bordo se presentó al oficial de guardia
para informarle de que había llegado y cuál era el motivo de su presencia allí.
—¿Quién podría haberlo imaginado? —preguntó el oficial de guardia, un viejo
teniente con el pelo blanco, largo hasta los hombros, observando el impecable
uniforme de Hornblower y el portafolio que llevaba bajo el brazo—. Otros quince
como usted ya están a bordo y… ¡Dios mío! ¡Mire!
Un grupo de embarcaciones pequeñas se acercaba al Santa Bárbara, en cada una
había al menos un guardiamarina, con sus calzones blancos y su sombrero de tres
picos, y en algunas, incluso cuatro o cinco.
—Todos los guardiamarinas de la escuadra del Mediterráneo ambicionan una
charretera —dijo el teniente—. Espere a que el tribunal vea cuántos son ustedes… Si
yo fuera usted, no me haría ilusiones de que fuera a conseguir algo. Vaya a popa y
espere en la cabina de babor.
La cabina estaba ya bastante llena. Cuando Hornblower entró, quince pares de
ojos le miraron de arriba abajo. Había allí oficiales de todas las edades entre los
dieciocho y los cuarenta años, todos vestidos con su mejor uniforme, todos nerviosos.
Uno o dos tenían sobre las piernas el Epitome de Norie y leían ansiosamente algunos
fragmentos que no se sabían bien. Otros, que formaban un pequeño grupo, se pasaban
unos a otros una botella, probablemente para animarse. Pero en cuanto Hornblower
llegó, entraron de golpe muchos otros guardiamarinas. La cabina se llenaba cada vez
más, y al poco tiempo estaba abarrotada. La mitad de los cuarenta hombres que la
ocupaban se sentaron en el suelo, y los demás tuvieron que quedarse de pie.
—Hace cuarenta años mi abuelo acompañó a Clive a tomar venganza por lo que
nos hicieron en el Agujero Negro de Calcuta —dijo alguien en voz alta—. ¡Si pudiera
ver lo que el destino ha deparado a su descendiente…!
—Bebe un trago y no te preocupes —dijo otro guardiamarina.
—Somos cuarenta —dijo un oficial alto y delgado con aspecto de oficinista que
contaba las cabezas—. ¿Cuántos aprobaremos? ¿Cinco?
—No te preocupes —repitió el guardiamarina de voz aguardentosa desde un
rincón y luego, alzando la voz, empezó a cantar—: ¡Alejaos, temores, os ruego que os

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alejéis de mí!
—¡Cállate, tonto! —gritó otro—. ¡Escucha eso!
El aire se llenó de los fuertes pitidos que daban el contramaestre y sus ayudantes,
y alguien en la cubierta dio una orden.
—Un capitán va a subir a bordo —dijo alguien. Un guardiamarina miraba por la
rendija de la puerta.
—Es Foster, El Acorazado —dijo.
—Es un tipo duro donde los haya —terció un joven gordo que estaba sentado
cómodamente con la espalda apoyada en el mamparo.
Otra vez se oyeron pitidos.
—Es Harvey, del astillero —dijo el vigía.
El tercer capitán siguió inmediatamente a los demás.
—Es Charlie El Negro —dijo el vigía—. Mira como si hubiera perdido una
guinea y hubiera encontrado una moneda de seis peniques.
—¿Charlie El Negro? —preguntó un guardiamarina, e inmediatamente se puso en
pie y empezó a caminar hacia la puerta—. ¡Déjame ver! ¡Sí, es él! Entonces este
guardiamarina no se quedará a esperar una respuesta. Sé muy bien la respuesta que
me dará: «Siga navegando seis meses más, señor. Debería ser castigado por haber
tenido la impertinencia de presentarse al examen sin saber nada». Charlie El Negro
no olvidará que se me cayó su perro de lanas de un cúter en Port of Spain cuando él
era primer oficial del Pegasus. Adiós, caballeros. Saluden de mi parte al tribunal.
Al decir esto, se marchó, luego todos le oyeron dar explicaciones al oficial de
guardia y gritar para que una de las lanchas que estaba en el puerto le llevara a su
barco.
—Uno menos —dijo el guardiamarina de aspecto de oficinista—. ¿Qué ocurre,
señor?
—El tribunal les presenta sus respetos y desea que pase el primer guardiamarina
—dijo un mensajero.
Hubo unos momentos de vacilación. Nadie quería ser la primera víctima.
—¡Eh, el que está más cerca de la puerta! —gritó un ayudante de oficial de
derrota de cierta edad—. ¿Quiere ser el primero, señor?
—Yo seré el Daniel —dijo el vigía en tono angustiado—. Recordadme en
vuestras plegarias.
Se alisó la casaca, se arregló el pañuelo del cuello y salió. Los demás esperaron
en silencio, que sólo rompía algunas veces el gluglú que hacía el guardiamarina de
voz aguardentosa al beber otro trago. Pasaron diez largos minutos antes de que el
aspirante al ascenso regresara, haciendo un gran esfuerzo por sonreír.
—¿Seis meses más navegando? —preguntó alguien.
—No —fue la inesperada respuesta—. Tres… Me han dicho que pase el

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siguiente. Deberías pasar tú.
—Pero, ¿qué te han preguntado?
—Han empezado por preguntarme qué es la línea de máxima carga… Pero os
aconsejo que no les hagáis esperar.
Inmediatamente, alrededor de treinta guardiamarinas abrieron los libros de texto
para leer todo lo que decían sobre la línea de máxima carga.
—Has estado ahí dentro diez minutos —dijo el guardiamarina con aspecto de
oficinista, mirando su reloj—. Somos cuarenta, y a diez minutos cada uno… Llegará
la medianoche y no dará tiempo a que todos nos examinemos. No podrán terminar.
—Estarán hambrientos —dijo un guardiamarina.
—Hambrientos, no; sedientos de nuestra sangre —dijo otro.
—Tal vez nos examinen en grupos, como los franceses —dijo otro.
Al oírles, Hornblower recordó a los aristócratas franceses bromeando al pie del
cadalso. Los examinandos se iban y al poco tiempo regresaban, unos tristes y otros
sonrientes. La cabina estaba ya más vacía. Hornblower tenía bastante espacio para
sentarse y estirar despacio las piernas dando un suspiro de alivio. En cuanto dio el
suspiro de alivio se dio cuenta de que había adoptado una actitud teatral para hacer
buen papel, pero la verdad es que estaba muy nervioso. La noche invernal ya había
llegado, y algunos buenos samaritanos llevaron algunas velas para alumbrar
ligeramente la oscura cabina.
—Aprueban a uno de cada tres —dijo el guardiamarina con aspecto de oficinista,
preparándose para irse porque le había llegado el turno—. Ojalá que yo sea el tercero.
Hornblower volvió a ponerse de pie cuando el guardiamarina se fue. El próximo
era él. Salió a la entrecubierta y respiró el aire puro y frío de la oscura noche. El
viento soplaba del sur y probablemente se enfriaba al pasar por las nevadas cumbres
de los montes Atlas, en la parte africana del estrecho. No había luna ni estrellas. El
guardiamarina con aspecto de oficinista regresó.
—Date prisa —dijo—. Están impacientes.
Hornblower pasó junto al centinela que vigilaba la cabina de popa y entró en ella.
Había mucha luz en la cabina, tanta luz que se deslumbró, parpadeó y tropezó con
algo. Recordó que no se había arreglado el pañuelo del cuello ni había comprobado si
tenía el sable bien colocado. Siguió parpadeando nerviosamente frente a los tres
rostros serios que estaban al otro lado de la mesa.
—Por favor, señor, preséntese —dijo una voz en tono irritado—. No tenemos
tiempo que perder.
—Ho… Hornblower, señor. Ho… Horatio Ho… Hornblower. Gu…
Guardiamarina. Quiero decir, teniente interino de la Indefatigable.
—Sus certificaciones, por favor —dijo el hombre que estaba a la derecha.
Hornblower se las dio, y cuando estaba esperando a que terminara de

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examinarlas, el hombre que se encontraba a la izquierda dijo:
—Señor Hornblower, su barco está navegando de bolina con las velas amuradas a
babor hacia el interior del Canal y Dover se encuentra a dos millas al norte y el viento
sopla del noreste y es muy fuerte. ¿Está claro?
—Sí, señor.
—Ahora el viento rola cuarenta y cinco grados y empieza a hacer presión sobre la
parte delantera de las velas. Entonces, ¿qué hace usted, señor? ¿Qué hace?
La mente de Hornblower, si podía pensar en algo, era en la definición de la línea
de máxima carga. Esa pregunta cogió a Hornblower desprevenido, como en el caso
en que le habían puesto de ejemplo. Abrió la boca y la cerró, pero no dijo nada.
—Ahora ya su barco está desarbolado —dijo el hombre que estaba en el centro.
Ese hombre tenía el rostro moreno, por lo que Hornblower dedujo que sería
Charlie El Negro, Charlie Hammond. Pensó eso, pero no podía forzar su mente a
concentrarse en el examen.
—Desarbolado —repitió el hombre que estaba a la izquierda con una sonrisa
como la de Nerón viendo agonizar a los cristianos—. Tiene el acantilado de Dover
por sotavento. Se encuentra usted en una situación grave, señor… Hornblower.
¡Y tan grave! Hornblower abrió la boca y la volvió a cerrar. Oyó un cañonazo no
muy lejos, pero su mente embotada no le prestó mucha atención. Los miembros del
tribunal tampoco comentaron nada sobre el cañonazo. Pero unos momentos después
sonaron varios cañonazos seguidos, y los tres capitanes se pusieron en pie. Sin
ceremonia alguna, salieron corriendo de la cabina, atropellando al centinela que
estaba en la puerta. Hornblower les siguió. Llegaron al combés cuando una bengala
desde lo alto del cielo en la noche oscura se transformaba en una cascada de estrellas
rojas. Era la señal de alarma general. En el fondeadero podían oírse los tambores de
todos los barcos llamando a la marinería a ocupar sus puestos. Junto al portalón se
encontraban agrupados los restantes aspirantes, que estaban muy excitados y
hablaban a gritos.
—¡Miren! —gritó una voz.
En medio de las negras aguas, a media milla de distancia, vieron en un barco una
luz amarilla, que aumentó rápidamente hasta que el barco fue envuelto por las llamas.
El barco tenía todas las velas desplegadas y navegaba en dirección al abarrotado
fondeadero.
—¡Barcos bomba!
—¡Oficial de guardia! —gritó Foster—. ¡Llame a mi falúa!
Varios barcos bomba navegaban en fila con el viento en popa en dirección al
grupo de barcos anclados en el fondeadero. En el Santa Bárbara había gran agitación,
pues los marineros y los infantes de marina subían a la cubierta y los capitanes y los
aspirantes gritaban para que las lanchas que había en el puerto les llevaran a sus

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barcos. Entonces una fila de llamas anaranjadas iluminó el agua, y enseguida se oyó
el rugido de una batería. Desde algún navío estaban disparando al barco bomba para
hundirlo. Si el casco de alguno de esos barcos en llamas entraba en contacto con
algún barco unos segundos, aunque fueran muy pocos, el fuego se propagaría
rápidamente por la madera seca y pintada, por los cabos embreados y las velas, y
nada podría apagarlo. En la mar, el mayor peligro para los marineros es el fuego, ya
que los barcos arden con facilidad pues su material es combustible.
—¡Eh, la lancha! —gritó Hammond—. ¡Eh, la lancha! ¡Abórdese con el barco!
¡Abórdese con el barco! ¡Maldita sea!
Tenía la vista aguda y había logrado ver los remos de la lancha cuando pasaba
cerca del barco.
—¡Abórdese con el barco o le disparo! —gritó Foster—. ¡Centinela, prepárese
para dispararle!
Ante la amenaza, la lancha viró y avanzó hacia el pescante de popa del barco.
—Aquí está, caballeros —dijo Hammond.
Los tres capitanes bajaron rápidamente al pescante de popa y saltaron a la lancha.
Hornblower les había seguido hasta allí. Sabía que había nulas posibilidades de que
un oficial de poca antigüedad encontrara una lancha para regresar a su barco, adonde
era su obligación volver tan pronto como fuera posible, y pensó que después que los
capitanes llegaran a su destino, él podría usar esa lancha para ir a la Indefatigable.
Saltó en el momento en que la lancha zarpaba y cayó en la bancada de popa,
golpeando fuertemente al capitán Harvey, y la vaina de su sable chocó contra la
borda. Pero los tres capitanes aceptaron su compañía sin protestar, a pesar de no
haberle invitado.
—¡Al Dreadnought! —ordenó Foster.
—¡Yo soy el capitán de más antigüedad! —gritó Hammond—. ¡Al Calypso!
—¡Al Calypso! —gritó Harvey, cogiendo el timón y virando la lancha.
—¡Remen! —dijo Foster angustiado.
No hay peor tortura mental que la que produce a un capitán el hecho de no estar a
bordo de su barco cuando se encuentra en peligro.
—Ahí hay uno —dijo Harvey.
Un poco más adelante había un pequeño bergantín que navegaba en dirección a
ellos con las gavias desplegadas. Pudieron ver en el bergantín el resplandor del fuego
y poco después vieron las llamas brotar con furia y envolverlo en un momento, como
un conjunto de fuegos artificiales. Las llamas salían por las groeras de los costados y
las escotillas. El agua que rodeaba el bergantín tenía un brillo rojizo. Entonces lo
vieron detenerse y virar lentamente.
—Se dirige hacia el Santa Bárbara —dijo Foster.
—Está muy cerca —dijo Hammond—. Chocarán dentro de un minuto. Que Dios

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ayude a los que están a bordo.
Hornblower pensó en los dos mil prisioneros españoles y franceses que estaban
bajo la cubierta del barco.
—Si un hombre cogiera el timón, podría desviarla —dijo Foster—. Deberíamos
intentarlo.
Entonces pasaron muchas cosas con rapidez. Harvey viró el timón enseguida.
—¡Remad! —gritó con furia a los remeros.
Los remeros, lógicamente, eran reacios a remar para acercarse a aquel barco en
llamas.
—¡Remad! —gritó Harvey.
Entonces desenvainó la espada, que reflejó el rojo resplandor del fuego, y
rápidamente apoyó la hoja contra la garganta del primer remero. El hombre,
sollozando, movió el remo, y la lancha se movió bruscamente hacia delante.
—Lleva la lancha hasta abajo de la bovedilla —dijo Foster—. Saltaré hasta ella.
Hornblower pudo hablar por fin.
—Déjeme ir a mí, señor. Yo puedo gobernarlo.
—Venga conmigo, si quiere —dijo Foster—. Tal vez hagan falta dos personas.
Probablemente a Foster le habían dado el sobrenombre de El Acorazado por
alusión al nombre de su barco, pero era muy adecuado para él por muchos otros
motivos. Harvey acercó la lancha a la popa del barco bomba, que navegaba muy
despacio, con el viento en popa, en dirección al Santa Bárbara.
Hornblower era el que estaba más cerca del bergantín, y puesto que no había
tiempo que perder, se puso de pie en la bancada y saltó. Sus manos agarraron algo, y
entonces subió una pierna y luego, con gran esfuerzo, consiguió arrastrar su cuerpo
hasta la cubierta. Como el bergantín navegaba con el viento en popa, las llamas
avanzaban hacia delante. Al final de la popa simplemente había un terrible calor, pero
Hornblower oía rugir las llamas y crepitar la madera ardiendo. Avanzó hasta el timón
y cogió las cabillas, pero vio que el timón estaba amarrado con un cabo. Entonces
cortó el cabo y cogió de nuevo las cabillas y notó el movimiento de la pala del timón
en el agua. Se apoyó en el timón con todo el peso de su cuerpo para darle la vuelta. El
bergantín y el Santa Bárbara estaban a punto de chocar, los dos por la amura de
estribor, y las llamas iluminaron a una multitud de hombres que estaban en el castillo
del Santa Bárbara, dando gritos de angustia y haciendo gestos.
—¡Todo a estribor! —gritó Foster casi en el oído de Hornblower.
—¡Todo a estribor, señor! —gritó Hornblower.
El bergantín siguió el movimiento del timón, desvió la proa y no chocó.
Grandes llamas salieron por la escotilla que estaba detrás del palo mayor. El palo
y sus aparejos ardieron como una tea embreada. Al mismo tiempo, una ráfaga de
viento arremolinó hacia atrás una gran llama, y Hornblower, instintivamente, se quitó

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el pañuelo y se cubrió la cara con él, manteniendo sujeto siempre el timón con una
mano. La llama le rodeó y volvió a alejarse. La distracción había sido peligrosa, pues
el bergantín había continuado girando y ahora su popa estaba cerca de la proa del
Santa Bárbara. Desesperadamente, Hornblower movió el timón para el lado contrario.
A causa de las llamas, Foster había retrocedido hasta el coronamiento, pero ahora
volvió a acercarse.
—¡Todo a babor!
El bergantín siguió el movimiento del timón, chocó con el combés del Santa
Bárbara por la parte de la aleta de estribor y luego se separó de él.
—¡Derecho!
El bergantín pasó por el lado del Santa Bárbara, a sólo dos o tres yardas de
distancia, y al tiempo que pasaba, un grupo de hombres angustiados corría por el
pasamano. En el alcázar otro grupo sostenía un palo con el fin de empujar el
bergantín. Hornblower pudo verles al mirar de reojo hacia allí. Ahora el bergantín
había dejado atrás el barco.
—¡Ahí está el Dauntless, por la amura de babor! —dijo Foster—. ¡Mantenga el
bergantín alejado de él!
—¡Sí, señor!
El ruido del crepitar del fuego era tremendo. Era increíble que en aquella pequeña
área de la cubierta se pudiera respirar y vivir. Hornblower sentía un terrible calor en
las manos y en la cara. Los dos mástiles eran inmensas masas de fuego.
—¡Timón a estribor! —ordenó Foster—. ¡Lo encallaremos en el bajío de la zona
neutral!
—¡Timón a estribor, señor!
Hornblower estaba muy excitado. El crepitar de las llamas le enardecía en vez de
asustarle. En ese momento, a menos de cuatro pasos por delante del timón, las llamas
salieron con fuerza por las junturas de las tablas de la cubierta, haciéndose el calor
insoportable. El fuego se extendía hacia la popa a medida que las juntas quedaban
destapadas.
Hornblower buscó el cabo para atar el timón, pero antes de encontrarlo, el timón
giró sin que él lo moviera, probablemente porque los cabos que lo unían a la pala se
habían quemado. Al mismo tiempo, la parte de la cubierta en la que tenía apoyados
los pies se elevó y se abombó por causa del fuego. Retrocedió hasta el coronamiento,
donde se encontraba Foster.
—Los cabos del timón se han quemado, señor —le informó Hornblower.
Las llamas se elevaban junto a ellos crepitando. La casaca de Hornblower ardía
sin llamas.
—¡Salte! —gritó Foster.
Hornblower sintió el empujón de Foster. Estaba al borde de la locura. Saltó por

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encima de la borda, se quedó unos momentos en el aire, jadeando, temblando de
miedo, y fue a caer estrepitosamente al agua. Enseguida le cubrió, y, sintiendo un
miedo cerval, luchó por salir a la superficie. El agua estaba fría (el Mediterráneo es
frío en diciembre). Gracias al aire que tenía en la ropa podía mantenerse a flote, a
pesar de que el sable pesaba mucho. No veía nada en la oscuridad, pues todavía le
duraba el deslumbramiento que le habían producido las llamas. Notó que alguien
chapoteaba junto a él.
—¡Nos estaban siguiendo para recogernos! —dijo Foster—. ¿Sabe nadar?
—Sí, señor, pero no muy bien —respondió.
—Igual que yo —dijo Foster y luego, alzando mucho más la voz, gritó—: ¡Eh!
¡Eh! ¡Hammond! ¡Harvey! ¡Eh!
Trató de subir tanto como su voz y cayó de espaldas en el agua. Golpeo varias
veces el agua con las manos y la boca se le llenó de agua cuando iba a decir algo.
Hornblower, aunque apenas tenía fuerzas para chapotear, advirtió algo que le pareció
interesante (así era su caprichosa mente), que incluso los capitanes de mucha
antigüedad eran simples mortales. Intentó en vano quitarse el cinto donde tenía
colgado el sable y se hundió en el agua por el esfuerzo. Luchó por subir y pudo salir
justamente a la superficie. Aspiró aire por la boca y volvió a intentar desabrochar el
cinturón. Esta vez el sable salió a medias de la vaina, y como él siguió intentando
quitárselo, terminó por salirse por su propio peso; sin embargo, no sintió alivio.
Entonces oyó el golpeteo de unos remos en el agua y unas voces y vio una lancha
muy próxima y dio un grito. Uno o dos segundos después la lancha llegó adonde
estaban ellos y él, muerto de miedo, se agarró a la borda.
Los tripulantes de la lancha subieron a Foster, y Hornblower sabía que no debía
moverse ni intentar subir a bordo, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo para quedarse
allí agarrado a la borda hasta que le llegara su turno. No se explicaba por qué sentía
tanto miedo, y se despreciaba a sí mismo por sentirlo. Gracias a su fuerza de
voluntad, pudo soltar alternativamente las manos mientras se movían hacia la popa de
la lancha, desde donde sus tripulantes podrían subirle a bordo. Finalmente, los
tripulantes le arrastraron hasta el interior de la lancha, y él, a punto de desmayarse, se
dejó caer en el fondo boca abajo. Entonces uno de los tripulantes habló, y
Hornblower sintió un escalofrío y notó que sus músculos se tensaban, porque el
hombre había hablado en un idioma desconocido que probablemente sería el español.
Otro hombre le respondió en la misma lengua. Hornblower trató de ponerse en
pie, y alguien le puso una mano en el hombro para impedírselo. Entonces dio una
vuelta, y puesto que sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, pudo ver tres
rostros morenos con grandes bigotes negros. Esos hombres no eran gibraltareños.
Entonces sacó en conclusión que eran los tripulantes de uno de los barcos bomba, que
habían llevado su embarcación hasta el puerto de Gibraltar le prendieron fuego y

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luego escaparon en la lancha. Foster estaba sentado en el fondo de la lancha inclinado
hacia delante y con la cabeza apoyada en las rodillas. En ese momento levantó la
cabeza y miró a su alrededor.
—¿Quiénes son estos tipos? —preguntó con voz débil, pues la lucha por
mantenerse a flote le había debilitado tanto como a Hornblower.
—Creo que son los tripulantes de un barco bomba español, señor —dijo
Hornblower—. Somos prisioneros.
—¿Ah, sí?
La noticia le impulsó a moverse, como le había ocurrido a Hornblower. Intentó
ponerse en pie, y el español que llevaba el timón le puso una mano en el hombro y le
empujó hacia abajo. Foster trató de apartar su mano, dando un débil grito, pero el
hombre estaba decidido a no tolerar ningún disparate y con gran rapidez se sacó un
cuchillo de la bandolera. El resplandor del fuego del barco bomba, que se quemaba
en el bajío a cierta distancia de allí, hizo brillar el cuchillo, y Foster dejó de forcejear.
Foster era merecedor del sobrenombre El Acorazado que le habían dado sus hombres,
pero sabía cuándo había que actuar con prudencia.
—¿Con qué rumbo navegamos? —preguntó a Hornblower lo bastante bajo como
para no irritar a sus captores.
—Norte, señor. Tal vez tengan intención de desembarcar en la zona neutral y
luego ir hasta La Línea.
—Eso es lo más conveniente para ellos —dijo Foster.
Volvió la cabeza para ver el puerto.
—Otros dos barcos se están quemando allí —dijo—. Creo que sólo había tres
barcos incendiarios.
—Yo vi tres, señor.
—Entonces no han hecho daño. La acción ha sido arriesgada. ¿Quién podría
pensar que los españoles fueran capaces de hacer algo así?
—Tal vez hayan aprendido con nosotros a lanzar barcos bomba, señor —sugirió
Hornblower.
—¿Cree usted que «hemos movido la piedra de amolar que afila el acero»?
—Es posible, señor.
Foster era lo bastante aplomado como para decir un verso y hablar de la situación
en que se encontraban los barcos mientras uno de los españoles que le habían
capturado le vigilaba con un cuchillo en la mano. «Aplomado» era el adjetivo más
apropiado para calificarle. A diferencia de él, Hornblower temblaba de frío porque su
ropa estaba mojada, porque el viento de la noche era helado y porque él estaba débil y
extenuado por la excitación que había tenido y los esfuerzos que había hecho durante
el día.
—¡Eh, la lancha! —gritó una voz a cierta distancia, donde se veía un bulto negro.

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El español que estaba sentado en la bancada de popa movió el timón, y el bote
avanzó en dirección contraria. Al mismo tiempo los dos remeros redoblaron sus
esfuerzos.
—Una lancha de guardia… —empezó a decir Foster, pero se interrumpió cuando
el cuchillo hizo un movimiento amenazador.
Naturalmente, había una lancha de guardia en la parte norte del fondeadero.
Debían haberlo tenido en cuenta.
—¡Eh, la lancha! —volvió a gritar la voz—. ¡Dejen de mover los remos o
disparo!
El español no respondió. Un segundo después se vio un fogonazo y se oyó un tiro
de mosquete. No supieron dónde dio la bala; pero el tiro alertó a la escuadra, hacia la
que se dirigía la lancha otra vez. Los españoles estaban decididos a jugar hasta el
final y siguieron remando con rapidez.
—¡Eh, la lancha!
Ese grito salió de otra lancha, que estaba a cierta distancia por delante de ellos.
Los remeros, desalentados, se quedaron inmóviles, pero al oír el grito del hombre que
iba en la bancada de popa, volvieron a remar. Hornblower pudo ver la lancha recién
llegada delante de ellos, y oyó a alguien de a bordo dar otro grito y al mismo tiempo
sus tripulantes dejaron de mover los remos. El español que llevaba el timón gritó una
orden, y el primer remero ció, y la lancha viró. Luego dio otra orden, y ambos
remeros volvieron a remar con rapidez, y la lancha arremetió contra la lancha recién
llegada. Si los españoles lograban volcar esa lancha, podrían escapar mientras los
hombres de la lancha que les perseguía recogían a sus compañeros.
Todo sucedió muy rápidamente, mientras todos los hombres gritaban con todas
sus fuerzas. Se oyó el ruido de la colisión. La proa de la lancha española chocó con la
lancha británica, pero sin fuerza suficiente para volcarla, y entonces las dos
embarcaciones escoraron tremendamente. Alguien disparó una pistola, y enseguida la
lancha de guardia que les perseguía se abordó con la lancha española y subieron a
bordo inmediatamente. Un marinero se arrojó sobre Hornblower y le apretó el cuello
con una mano, impidiéndole respirar, y luego le apretó más y más como si siquiera
ahogarle. Hornblower oyó a Foster dar gritos de protesta, y el hombre que le estaba
ahogando le soltó. Entonces oyó al guardiamarina de la lancha de guardia disculparse
por haber tratado tan mal a un capitán de navío de la Armada real. Alguien abrió las
portezuelas del farol de la lancha de guardia, y su luz alumbró a Foster, que estaba
magullado y sucio, y a los enfurecidos prisioneros.
—¡Eh, las lanchas! —gritó otra voz, y otra lancha surgió de la oscuridad y
empezó a navegar en dirección a ellos.
—¿Es usted, capitán Hammond? —gritó Foster en un tono irritado que era un mal
presagio.

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—¡Gracias a Dios! —dijo Hammond, y su lancha avanzó hacía el círculo
iluminado.
—Pero no gracias a usted —dijo Foster con rabia.
—Después que ustedes separaron el bergantín del Santa Bárbara, una ráfaga de
viento lo hizo moverse con tanta rapidez que no pudimos seguirlo de cerca —dijo
Harvey.
—Lo seguimos navegando a la velocidad que logramos que remaran estos
escorpiones —añadió Hammond.
—Sin embargo, fue necesario que vinieran los españoles a salvarnos de perecer
ahogados —dijo Foster en tono sarcástico, probablemente amargado por el recuerdo
de la lucha por mantenerse a flote—. Pensé que podía confiar en dos capitanes que
eran buenos compañeros.
—¿Qué insinúa usted, señor? —preguntó Hammond.
—No insinúo nada, pero algunos pueden considerar una insinuación la simple
constatación de un hecho.
—Creo que eso es una ofensa a mí y al capitán Hammond, señor —dijo Harvey.
—Le felicito por su perspicacia, señor —dijo Foster.
—Comprendo —dijo Harvey—. No debemos continuar esta discusión delante de
estos hombres. Le enviaré a mi padrino.
—Será bienvenido.
—Le deseo que pase una buena noche, señor.
—Yo también —dijo Hammond—. ¡Ciad!
La lancha se alejó del círculo iluminado, dejando tras de sí a un grupo de
espectadores sorprendidos de que un hombre pudiera tener un comportamiento tan
extraño, de que un hombre llegara voluntariamente y sin motivo a una situación
peligrosa después de haber sido salvado de morir y de ser encerrado en una prisión.
—Tengo que hacer muchas cosas antes de que llegue el día —dijo como para sí y
llamó al guardiamarina de la lancha de guardia—. Hágase cargo de los prisioneros,
señor, y lléveme a mi barco.
—Sí, señor.
—¿Alguno de ustedes sabe hablar su lengua? Quisiera que les dijera que les
mandaré a Cartagena en un barco con bandera blanca y que no serán canjeados por
otros prisioneros. Nos salvaron la vida —dijo, volviéndose hacia Hornblower—, y
eso es lo menos que podemos hacer para recompensarles por ello.
—Creo que eso es justo, señor.
—Y a usted, mi amigo tragafuegos, le doy las gracias. Obró usted muy bien. Si
sigo vivo después de mañana, me encargaré de informar a las autoridades de su
comportamiento.
—Gracias, señor.

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Hornblower tenía una pregunta en los labios, pero tardó en decidirse a hacerla.
—¿Y mi examen, señor? ¿Mi certificación?
—Creo que ese tribunal nunca volverá a reunirse —dijo Foster negando con la
cabeza—. Debe esperar a que se le ofrezca la oportunidad de presentarse ante otro
tribunal.
—Sí, señor —dijo Hornblower en tono triste.
—Escúcheme, Hornblower —dijo Foster en tono malhumorado—. Si no recuerdo
mal, el viento estaba haciendo presión sobre la parte delantera de las velas de su
barco y, además, su barco estaba a punto de perder los palos y tenía el acantilado de
Dover por sotavento. Uno o dos minutos después habría suspendido. Le salvó el
cañonazo de alarma, ¿no es cierto?
—Creo que sí, señor.
—Entonces agradezca a su suerte las pequeñas cosas buenas que le traiga. Y
agradézcale aún más las grandes.

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CAPÍTULO 9
EL ARCA DE NOÉ

El teniente interino Hornblower, con los pies rodeados de bolsas de oro, iba
sentado en la bancada de popa de la lancha junto al señor Tapling, un
funcionario del servicio diplomático. A un lado se alzaba el acantilado que bordea el
golfo de Orán, y enfrente, sobre una colina, que comienza en la orilla del mar,
iluminada por el cálido sol mediterráneo, la blanca ciudad moruna, que parecía una
masa de bloques de mármol colocados en desorden. La tripulación remaba
rítmicamente, hundiendo los remos una y otra vez en las tranquilas aguas del golfo,
ahora de color verde esmeralda. La lancha acababa de dejar atrás las aguas azul
intenso del Mediterráneo.
—¡Qué hermosa vista! —exclamó Tapling, dirigiendo la mirada a la ciudad a la
que se iban acercando—. Pero cuando uno la ve desde más cerca, se da cuenta de que
las apariencias engañan, incluso a su nariz. El hedor de los creyentes de la religión
verdadera tiene que ser olido para ser creído. Señor Hornblower, amarre la lancha en
esa parte del muelle, al otro lado de esos jabeques.
—Sí, señor —asintió el timonel cuando Hornblower le dio la orden.
—Hay un centinela en la batería del puerto, pero está medio dormido —dijo
Tapling, mirando a su alrededor—. Mire esos cañones de los dos castillos. No me
cabe la menor duda de que son de treinta y dos libras. Siempre están listos para lanzar
los bolaños, y los mil pedazos en que se dividen por el impacto causan más daños que
el bolaño entero. La muralla de la ciudad parece bastante gruesa. Me temo que sería
difícil tomar Orán en un coup de main. Si a Su Alteza el bey se le antoja quedarse con
nuestro oro y cortarnos el cuello, me temo que tardarían mucho tiempo en vengar
nuestra muerte.
—De todas las maneras, no creo que a uno le produzca satisfacción el saber que
vengarán su muerte, señor —replicó Hornblower.
—Quizá tenga usted razón, pero estoy seguro de que Su Alteza no nos quitará la
vida por esta vez. No se atreverá a matar la gallina de los huevos de oro. Para un bey
pirata, en los tiempos que corren en que los convoyes escasean, la posibilidad de
recibir una lancha cargada de oro todos los meses es inestimable.
—¡Remad despacio! —gritó el timonel.
La lancha llegó al muelle y fue amarrada con cuidado. Había allí algunos
hombres sentados a la sombra, y unos volvieron la cara, indiferentes, y otros con más
atención se quedaron fijos los ojos en los tripulantes de la lancha británica. En la

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cubierta de los jabeques aparecieron los rostros morenos de numerosos moros. Éstos
miraron a los de la lancha, y uno o dos les gritaron algo.
—Seguro que están nombrando a los antepasados de todos nosotros, los infieles
—sentenció Tapling—. Los palos y las piedras pueden romperme los huesos, pero los
insultos me hacen muy poco daño, y mucho menos cuando no los entiendo. ¿Dónde
está nuestro contacto?
Poniéndose la mano sobre los ojos para protegerlos del sol, miró a ambos lados
del muelle.
—No veo a nadie, señor —dijo Hornblower—. Allí veo a un hombre, pero parece
un cristiano.
—Nuestro contacto no es cristiano —replicó Tapling—. Es blanco, pero no
cristiano. Y es blanco por casualidad, pues es una mezcla de francés y árabe de
Levante. Es el cónsul británico en Orán pro tempore y musulmán por conveniencia,
aunque ser creyente de la religión verdadera tiene sus inconvenientes. ¿A quién le
puede gustar tener cuatro esposas al mismo tiempo, si tiene que pagar por ese
privilegio absteniéndose de beber vino?
Tapling subió al muelle, y Hornblower le siguió. Las mansas olas del golfo
rompían en las grandes piedras que tenían a sus pies, y reflejaban el ardiente sol del
mediodía que subía hasta sus rostros. Lejos, en las aguas azules y plateadas de la
entrada del golfo, las siluetas de dos barcos anclados: uno mercante y la fragata
Indefatigable.
—Yo soportaría cualquier cosa antes que eso —añadió Tapling.
Luego se volvió hacia la muralla que protegía la ciudad de los ataques por mar,
donde una estrecha puerta flanqueada por bastiones daba al puerto. En lo alto de la
muralla vio a los centinelas con caftanes rojos, y notó que algo se movía en la sombra
que daba el arco de la puerta de la ciudad, pero no podía ver bien qué era porque el
sol le deslumbraba. Pronto surgió de la sombra un grupito encabezado por un hombre
grueso con chilaba azul, montado sobre un pollino a mujeriegas y un negro
semidesnudo que tiraba del ronzal. El grupo caminaba en dirección a ellos.
—¿Cree que deberíamos ir al encuentro del cónsul británico? —preguntó Tapling
—. No. Mejor dejemos que venga él aquí.
El negro detuvo el asno de cansino andar cuando llegó a ellos. El hombre que iba
montado descabalgó y avanzó hacia ellos. Era un hombre corpulento con chilaba y
turbante en la cabeza; andaba como un pato y con las piernas tan separadas como le
permitía la chilaba. Tenía la cara ancha, del color de la arcilla, los labios y la barbilla
cubiertos por un bigote y una barba poco poblados.
—Soy su humilde servidor, señor Duras —dijo Tapling—. Permítame presentarle
al teniente interino Horatio Hornblower, oficial de la fragata Indefatigable.
El señor Duras inclinó su sudorosa cabeza.

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—¿Ha traído el dinero? —preguntó en un francés con pronunciación gutural.
Hornblower tardó unos momentos en adaptar su mente a esa lengua y su oído a la
pronunciación de Duras.
—Siete mil guineas —respondió Tapling en un francés aceptable.
—Bien —dijo Duras con claras muestras de alivio—. ¿Están en la lancha?
—Están en la lancha y se quedarán en la lancha el tiempo que sea preciso —
respondió Tapling—. ¿Recuerda los términos de nuestro acuerdo? Cuatrocientas
vacas gordas y lustrosas, y quinientas fanegas de cebada. En cuanto vea las barcazas
cargadas con todo eso abordadas a los barcos anclados a la entrada del golfo, el
dinero es suyo. ¿Tiene la mercancía preparada?
—Pronto.
—Como esperaba. ¿Dentro de cuánto tiempo?
—Pronto, muy pronto.
Tapling hizo una mueca de resignación.
—Si es así, regresamos a los barcos y mañana o pasado mañana volvemos con el
oro. Usted dirá.
En el sudoroso rostro de Duras se reflejó el miedo.
—¡No, no haga eso! —exclamó Duras en tono angustioso—. No conoce usted a
Su Alteza el bey. Es un hombre irritable. Si sabe que el oro está aquí, dará orden de
que traigan el ganado, pero si usted se lleva el oro, no se moverá. Y… y… montará
en cólera conmigo.
—Ira principis mors est —concretó Tapling. Y para responder a la mirada con
que Duras expresaba su asombro y le suplicaba que le tradujera la frase, dijo—: La
ira del príncipe significa la muerte, ¿no es cierto?
—Sí —contestó Duras y hendiendo el aire con los dedos, y haciendo un extraño
gesto, dijo algo en una lengua desconocida que luego tradujo y exclamó—: ¡Ojalá
que eso no ocurra!
—¡Esperamos que eso no ocurra! —contestó Tapling con voz amable—. No cabe
duda de que el escorpión, los varazos en la planta de los pies y el apretón de la
garganta con una cuerda hecha de tripa son molestos. Sería conveniente que hablara
con el bey y le convenciera de que ordenara traer el ganado y la cebada. De lo
contrario, nos vamos tan pronto como anochezca.
Tapling miró al sol para reforzar la idea de que estaría allí un tiempo limitado.
—Iré —replicó Duras, haciendo un gesto de resignación con las manos—. Iré,
pero le ruego que no se vaya. Posiblemente Su Alteza esté ocupado en el harén, y allí
nadie puede molestarle. No obstante, trataré de verle. La cebada ya está preparada.
Está en la parte vieja de la ciudad. Sólo falta traer el ganado. Por favor, tenga
paciencia, se lo ruego. Su Alteza no está acostumbrado a comerciar, como usted sabe,
y mucho menos a comerciar con los europeos.

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Duras se secó el sudor de la cara con una punta de su chilaba.
—Discúlpeme —insistió—. No me encuentro bien. No obstante, iré a ver a Su
Alteza. Iré. Espere por mí, por favor.
—Hasta el crepúsculo —advirtió Tapling sin ablandarse.
Duras llamó a su esclavo negro, que había permanecido agachado bajo la barriga
del burro aprovechando la sombra que daba. Con no poco esfuerzo subió su pesado
cuerpo al pollino y se sentó en la albarda. Luego volvió a secarse la cara y les miró
con ansiedad.
—Espere por mí, señor —fueron las últimas palabras que dirigió a Tapling antes
de que el asno echara a andar en dirección a la puerta de la ciudad.
—Tiene miedo al bey —masculló Tapling mientras le veía alejarse—. Pero yo
preferiría enfrentarme no a un bey, sino a veinte antes que al almirante sir John Jervis
enfurecido. ¿Qué dirá cuando se entere de que se demora la entrega precisamente
cuando se han reducido las raciones en la escuadra? ¡Me sacará los hígados!
—No se puede esperar puntualidad de esta gente —observó Hornblower con la
tranquilidad de quien no tiene la responsabilidad de un asunto.
Sin embargo, pensó que la Armada británica, que padecía el bloqueo de una
Europa hostil sin amigos ni aliados, haciendo frente a fuerzas superiores en número, a
tormentas y a enfermedades, ahora también tendría que hacer frente al hambre.
—¡Mire eso! —exclamó Tapling de pronto, señalando un punto en concreto.
Una enorme rata gris salía de una de las bocas de las secas alcantarillas del
puerto. A pesar del sol abrasador, la rata se quedó allí inmóvil, mirando a su
alrededor. Tapling dio un golpe en el suelo con el pie, pero la rata ni se inmutó.
Volvió a dar otro golpe, y entonces sí, la rata, muy despacio, fue a esconderse en la
alcantarilla, pero dio un tropezón y se retorció unos momentos delante de la misma
boca del albañal hasta que logró apoyar otra vez todas las patas en el suelo y,
finalmente, se escondió en la oscuridad.
—Parece una rata vieja —arguyó Tapling, pensativo—. Posiblemente decrépita e
incluso ciega.
A Hornblower no le importaban las ratas en absoluto, ni decrépitas ni de ninguna
otra forma. Retrocedió uno o dos pasos para acercarse a la lancha, y el funcionario le
siguió.
—Largue la vela mayor; así podremos sentarnos a su sombra, Maxwell —rogó
Hornblower—. Estaremos aquí todo el día.
—Es un descanso que estemos en un puerto pagano —terció Tapling, sentándose
en un proís cercano a la lancha—. No hay que preocuparse ni porque los marineros
intenten escapar, ni porque se emborrachen, sólo por el ganado y la cebada. Y quizá
también por hacer saltar la chispa en este yesquero.
Sopló por la boquilla de la pipa que se había sacado del bolsillo, lo que debía

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hacer antes de llenarla otra vez. Ahora la vela mayor daba sombra a la lancha, y
algunos tripulantes se habían agrupado en la proa para contarse sus aventuras en voz
baja y otros descansaban cómodamente sentados en la bancada de popa. La lancha se
balanceaba entre las suaves olas, y los rítmicos crujidos de las defensas cuando eran
aplastadas por la borda contra el muelle producían un efecto tranquilizador. La ciudad
y el puerto dormitaban bajo la canícula de la tarde. Pero a un hombre joven y activo
como Hornblower le resultaba difícil estar tanto tiempo de brazos caídos. Subió al
muelle con el fin de estirar las piernas y recorrerlo caminando de punta a punta. Un
moro con chilaba blanca y turbante iba por la orilla del puerto tambaleándose y con
las piernas muy abiertas para que su cuerpo tuviera mayor estabilidad.
—¿No había dicho usted que los musulmanes detestaban el alcohol? —preguntó
Hornblower a Tapling, que ahora estaba en la bancada de popa.
—No tienen que aborrecerlo forzosamente —repuso Tapling con prudencia—.
Está anatematizado y es difícil de encontrar, pero lo ilegal es beberlo.
—Pues he ahí un hombre que ha logrado encontrar un poco, señor —señaló
Hornblower.
—Déjeme ver —repuso Tapling, subiendo al muelle.
Los marineros, cansados de esperar e interesados más que nunca en el alcohol,
también subieron para verle.
—Efectivamente, parece un hombre que ha bebido alcohol —dijo Tapling.
—Mucho diría yo, señor —corrigió Maxwell cuando vio al moro bambolearse.
—Está achispado, no cabe duda —añadió Tapling al ver que el moro daba media
vuelta.
Antes de girarse del todo, el moro se cayó de bruces. Estiró las piernas fuera de la
chilaba y volvió a encogerlas un par de veces; por fin se quedó tumbado en el muelle
con la cabeza apoyada sobre los brazos. Al caérsele el turbante, dejó a la vista su
cabeza, rapada por todas partes menos por la coronilla, donde aún tenía un mechón de
pelo.
—Está completamente borracho —aseguró Hornblower.
—Como una cuba —corroboró Tapling.
Y el moro seguía allí tumbado sin darse cuenta de nada.
—Ahí viene Duras —observó Hornblower.
Por la puerta de la ciudad salía de nuevo un hombre corpulento montado sobre un
pollino, acompañado de otro hombre robusto, que le seguía también en otro burro; y
cada burro llevado por el ronzal por un esclavo negro. Detrás venía una docena de
hombres de rostro moreno, y por sus mosquetes y por la imitación de su uniforme
podía deducirse que eran soldados.
—El tesorero de Su Alteza —señaló Duras para presentar al hombre principal
cuando ambos desmontaron—. Ha venido a recoger el oro.

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El moro, de notable corpulencia, les miró con arrogancia. Duras todavía sudaba
copiosamente bajo los cálidos rayos del sol.
—El oro está ahí junto a la bancada de popa de la lancha —repuso Tapling,
señalando un lugar de la lancha—. Podrá verlo de cerca cuando nosotros también
veamos de cerca las mercancías que queremos comprar.
Duras tradujo sus palabras al árabe y tuvo una breve conversación con el tesorero
en la que, aparentemente, consiguió que se aviniera a razones. El tesorero se volvió
hacia las murallas e hizo una señal, evidentemente una señal convenida, gesticulando
y haciendo aspavientos con los brazos. Al instante salió por la puerta una desganada
procesión formada por una larga fila de hombres blancos, negros y mulatos medio
desnudos que andaban tambaleándose bajo el peso de los costales de cebada. Y junto
a ellos caminaban el capataz y sus ayudantes, todos ellos portando flexibles varas.
—El dinero —gritó de malos modos Duras, después de que el tesorero le dijera
algo.
Tapling dio una orden y los marineros se dedicaron a subir al muelle las bolsas de
oro.
—Como ya han traído la cebada al muelle, yo también pongo el dinero en el
muelle —dijo Tapling a Hornblower—. Vigílelo mientras inspecciono algunos
costales.
Tapling se acercó adonde estaba el grupo de esclavos e inspeccionó unos costales,
abriéndolos y mirando lo que tenían dentro e incluso examinando algunos puñados
del dorado cereal; al resto bastó simplemente con palparlos por fuera.
—No es posible inspeccionar todos los costales de un cargamento de cien
toneladas de cebada —dijo al regresar adonde estaba Hornblower—. Seguro que
muchos tienen arena, pero los paganos comercian así. Al convenir el precio, se tuvo
en cuenta esto. Muy bien, señor.
Duras hizo una señal, y los esclavos, apremiados por el capataz y sus ayudantes,
echaron a andar otra vez y llevaron los costales hasta el borde del muelle y los
dejaron caer en una barcaza que estaba allí anclada. Los primeros doce esclavos
formaron una brigada de trabajo para distribuir la carga uniformemente en el fondo, y
los demás volvieron atrás, con sus cuerpos bañados en sudor, para recoger más
costales. En ese momento aparecieron en la puerta dos vaqueros que conducían una
manada de novillos.
—¡Qué animales más raquíticos! —exclamó Tapling, apenas les echó la vista
encima—. Pero esto también se tuvo en cuenta al convenir el precio.
—El oro —exigió Duras.
Tapling abrió una de las bolsas que tenía a su lado, se llenó las manos de guineas
y luego las abrió, para que las monedas pasaran por entre sus dedos y cayeran en la
bolsa otra vez como una cascada.

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—Quinientas guineas —dijo—. Catorce bolsas, como puede ver. Serán suyas
cuando las barcazas estén cargadas y desamarradas.
Duras se secó la cara con gesto cansino. Parecía que se le habían doblado las
piernas, y se recostó en el pollino que estaba detrás de él.
El ganado estaba entrando por el portalón de otra barcaza, y ya había llegado otra
manada de novillos y esperaba para entrar.
—Las cosas van más rápidas de lo que usted esperaba —dijo Hornblower.
—Fíjese cómo tratan a esos pobres desgraciados —se compadeció Tapling en
tono sentencioso—. ¡Mire! Las cosas van más rápidas cuando a uno no le importan
los demás seres humanos.
Un esclavo negro se había caído al suelo, bajo la pesada carga que llevaba, y allí
seguía echado a pesar de la lluvia de golpes que le propinaban el capataz y sus
ayudantes con sus varas. Sólo movió las piernas unos momentos. Al final, alguien le
apartó del camino y le arrastró dejando que los demás continuaran llevando los
costales a la barcaza. La otra se iba llenando rápidamente con las reses vacunas, que
no cesaban de bramar y ya formaban a bordo una masa compacta en la que no era
posible hacer ningún movimiento.
—Su Alteza está cumpliendo su palabra —aseguró Tapling, asombrado—. Sin
embargo, si me hubiera dicho que sólo me daba la mitad, me habría contentado con
ella.
Uno de los vaqueros se había sentado en el muelle con la cara entre las manos y
en ese momento se inclinó despacio hacia un lado y cayó al suelo.
—Señor… —balbuceó Hornblower a Tapling, y cuando los dos se miraron, cruzó
por sus mentes la misma idea espantosa.
Duras murmuró entre dientes. Hablaba con voz ronca, con una mano apoyada en
el pollino y haciendo gestos con la otra, como si sostuviera una conversación, aunque
sólo decía frases incoherentes. Su cara, que siempre daba la sensación de estar
hinchada debido a su gordura, ahora estaba mucho más abultada; a sus mejillas había
afluido tanta sangre que parecían mucho más oscuras que el resto de su rostro
moreno; sus facciones parecían muy diferentes. En ese momento dejó de sujetarse al
burro y empezó a moverse de modo tan extraño que describía media circunferencia
hacia un lado y luego hacia el otro, ante la atenta mirada de los moros y los ingleses;
por fin su voz se convirtió en un murmullo, se le doblaron las piernas, cayó de
rodillas, apoyó las manos en el suelo y, finalmente, se cayó de bruces.
—¡Es la peste! —gritó Tapling—. ¡La peste negra! La vio en Esmirna en el año
96.
Tapling y otros ingleses se apartaron a un lado, y los soldados y el tesorero a otro;
el tembloroso cuerpo del moro permaneció en el espacio que había entre ellos.
—¡La peste! —gritó uno de los jóvenes marineros e hizo ademán de correr en

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dirección a la lancha.
—¡Quieto! —gritó Hornblower, que, a pesar de temer a la peste, estaba tan
acostumbrado a observar la disciplina que había dominado fácilmente el miedo.
—¡Qué tonto he sido! —exclamó Tapling—. ¿Cómo no pensé en esto antes? La
rata moribunda… Ese tipo que nos pareció que estaba borracho… ¡Debí haberme
dado cuenta!
El soldado que parecía ser el sargento al mando de la escolta del tesorero hablaba
a gritos con el capataz del grupo de esclavos, y ambos se dirigieron miradas de
compenetración y señalaron a Duras. El tesorero, con la chilaba arremangada, miraba
horrorizado al desgraciado, que yacía en el suelo delante de él.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora, señor?
Hornblower, por su manera de ser, decidía con rapidez cuando se encontraba en
una situación difícil.
—¿Qué hacemos? —repitió Tapling con una sonrisa amarga en los labios—. Nos
quedaremos aquí y nos pudriremos.
—¿Aquí?
—No nos permitirán volver a la escuadra hasta que pasemos tres semanas en
cuarentena en Orán, tres semanas después de que haya aparecido el último caso.
—¡Tonterías! —exclamó Hornblower, olvidando el respeto debido a una persona
de más categoría—. Nadie ordenaría tal cosa.
—¿Ah, no? ¿Ha visto alguna vez declararse una epidemia en la Armada?
Hornblower no tenía la menor idea de qué pasaba en esos momentos, aunque sí
había oído hablar mucho al respecto. Recordaba que en algunas escuadras nueve de
cada diez marineros morían a causa de una epidemia de fiebres palúdicas. Un barco
abarrotado, donde cada hombre dispone de un espacio de apenas veintidós pulgadas
para colgar su coy, es el lugar ideal para que se propague una epidemia. Sabía que
ningún capitán ni ningún almirante correría ese riesgo por los veinte hombres que
iban en la lancha.
Los dos jabeques que estaban en el muelle soltaron las amarras, sacaron los remos
y ahora ya salían del puerto.
—Seguro que la epidemia se ha declarado hoy —murmuró Hornblower, cuyo
hábito de hacer deducciones era más poderoso que el miedo.
Los vaqueros habían terminado su trabajo y se alejaban de allí pasando sin hacer
caso del vaquero que yacía sobre el muelle. En la puerta de la ciudad, los guardias
trataban de hacer retroceder a la gente. Seguramente había corrido el rumor de que la
peste había empezado a extenderse y esto había causado el pánico de los habitantes, y
los guardias habían recibido orden de impedirles que fueran a otros lugares del país.
Dentro de poco sucederían horribles acontecimientos en la ciudad. El tesorero subió a
su asno, y los esclavos que cargaban la cebada se dispersaron porque el capataz y sus

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ayudantes habían huido.
—Debo dar parte al capitán —dijo Hornblower.
Puesto que Tapling era un funcionario del servicio diplomático y, por tanto, un
civil, no tenía autoridad alguna sobre Hornblower. El guardiamarina era el único
responsable de lo que le ocurriera a la lancha y a los marineros que estaban bajo su
mando, que el capitán Pellew en persona, cuya autoridad emanaba del rey, le había
confiado.
Era asombroso cómo se propagaban las noticias y el pánico. El tesorero se había
ido a todo escape; el esclavo negro de Duras había huido en el asno de su amo; los
soldados, formando un grupo compacto, se alejaban corriendo. En el puerto
solamente quedaban los muertos y los moribundos. En cambio, por el camino que
desde cerca de la muralla iba a los campos del interior del país, se apelotonaba la
gente huyendo de la ciudad. Los ingleses estaban solos, con las bolsas de oro delante.
—La peste se propaga por el aire —dijo Tapling—. Hasta las ratas mueren.
Nosotros hemos estado aquí varias horas y nos hemos acercado tanto a… ése —dijo,
señalando con la cabeza a Duras— para hablar con él que hemos aspirado su aliento.
¿Quién de nosotros será el primero?
—Ya veremos cuando llegue el momento —declaró Hornblower, pues siempre
trataba de sobreponerse al desánimo mostrándose optimista y, además, no quería que
los marineros oyeran lo que decía Tapling.
—¿Y la escuadra? —preguntó Tapling con amargura—. Estas provisiones —dijo,
señalando con la cabeza las dos barcazas abandonadas, una con el ganado y la otra
casi llena de costales de cebada— serían para ella como un don del cielo. Los
marineros sólo reciben ahora dos tercios de su ración.
—Pero podemos hacer algo para solucionar este problema —insinuó Hornblower
—. Maxwell, vuelva a poner las bolsas de oro en la lancha y arríe esa vela.
El oficial de guardia de la Indefatigable vio que la lancha regresaba de la ciudad.
Una suave brisa balanceaba a la fragata y al Caroline, un bergantín empleado como
transporte, pero la lancha, en vez de abordarse con el costado de la fragata, se abordó
con la aleta de sotavento.
—¡Señor Christie! —gritó Hornblower, poniéndose de pie en la proa de su
embarcación.
El oficial de guardia se acercó al coronamiento.
—¿Qué pasa? —preguntó con asombro.
—Tengo que hablar con el capitán.
—Pues suba a bordo y hable con él. ¿Qué demonios…?
—Por favor, diga al capitán que quisiera hablar con él.
Pellew se asomó a la ventana de cabina de popa, pues estaba oyendo la
conversación.

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—¿Qué desea, señor Hornblower?
Hornblower le contó lo que ocurría.
—Manténgase a sotavento, señor Hornblower.
—Sí, señor. Pero las provisiones…
—¿Qué pasa con ellas?
Hornblower le contó en qué situación se encontraban y le hizo una petición.
—No es normal —dijo Pellew—. Además…
No quiso decir en voz alta que pensaba que probablemente dentro de poco tiempo
todos los tripulantes de la lancha morirían a causa de la peste.
—Estaremos bien, señor. Son las raciones de una semana de toda la escuadra.
Eso era lo importante, lo fundamental. Pellew tenía que comparar la desventaja de
la posible pérdida de un bergantín con la ventaja de conseguir provisiones, que era
mucho más importante, ya que permitiría a la escuadra mantener la vigilancia de la
salida del Mediterráneo. Y teniendo en cuenta esto, la sugerencia de Hornblower
parecía conveniente.
—Muy bien, señor Hornblower. Cuando traiga las provisiones, ya la tripulación
del bergantín se habrá trasladado. Le entrego el mando del Caroline.
—Gracias, señor.
—El señor Tapling seguirá con usted.
Muy bien, señor.
Cuando los tripulantes de la lancha, remando con fuerza y empapados en sudor,
llevaron las dos barcazas a la entrada de la bahía, encontraron el Caroline vacío y
vieron que una docena de catalejos de la Indefatigable se dirigían hacia ella para
observar lo que iban a hacer. Hornblower subió por el costado del bergantín con
media docena de marineros.
—Parece el arca de Noé, señor —dijo Maxwell.
La comparación era acertada. El Caroline era un barco de cubierta corrida,
dividida en compartimientos donde iban a meter el ganado, y para poder pasar de un
lado a otro para maniobrar con facilidad habían puesto tablones encima de los
compartimientos de modo que formaran una especie de cubierta superior.
—Y con animales y todo, señor —dijo otro marinero.
—Pero en el arca de Noé los animales entraban de dos en dos —bromeó
Hornblower—. Nosotros no somos tan afortunados. Además, primero tenemos que
subir a bordo la cebada. Quiten los cuarteles de las escotillas.
En circunstancias normales, doscientos o trescientos hombres de la Indefatigable
habrían pasado rápidamente los costales de las barcazas al bergantín, pero ahora el
trabajo debían hacerlo los dieciocho tripulantes de la lancha. Afortunadamente,
Pellew había tenido la previsión y la amabilidad de mandar a sacar el lastre de la
bodega, porque de no ser así, ellos habrían tenido que hacer ese pesado trabajo

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primero.
—Enganchen esas estrelleras —ordenó Hornblower.
Pellew vio el primer costal de cebada salir de la barcaza elevándose lentamente y
luego desplazarse por el aire hasta el Caroline y entrar por una de sus escotillas.
—Se las arreglará —profetizó Pellew—. Mande a los hombres al cabrestante y
zarpe inmediatamente, señor Bolton, por favor.
Hornblower, que estaba dirigiendo el manejo de las estrelleras, oyó la voz de
Pellew a través de la bocina.
—¡Buena suerte, señor Hornblower! ¡Preséntese dentro de tres semanas en
Gibraltar!
—¡Muy bien, señor! ¡Gracias, señor!
Hornblower se volvió y vio junto a él a un marinero tocándose la frente con los
nudillos.
—Disculpe, señor, pero, ¿no oye cómo están bramando esos novillos? Hace un
calor espantoso y necesitan agua, señor.
—¡Diablos! —exclamó Hornblower.
No podrían subir a bordo el ganado hasta el anochecer, así que Hornblower dejó a
un pequeño grupo de hombres transfiriendo la carga y con los demás buscó un medio
de dar agua a las desafortunadas bestias en la barcaza. La mitad de la bodega del
Caroline estaba llena de toneles de agua y sacos de forraje, pero fue difícil hacer
llegar el agua a la barcaza con las bombas y las mangueras, y los pobres novillos, al
verla se apelotonaron a un costado. Hornblower vio la barcaza escorar hasta casi
volcar y a uno de sus tripulantes, que, por fortuna, sabía nadar, arrojarse por la borda
para no ser aplastado por los novillos.
—¡Diablos! —volvió a exclamar Hornblower, y esa no fue la última vez.
Hornblower estaba aprendiendo cómo llevar ganado en un barco sin el consejo de
una persona con experiencia, y a cada momento aprendía una lección. Un oficial de
marina activo tenía que realizar muchas veces extrañas tareas. Hornblower ordenó a
sus hombres que dejaran el trabajo cuando la noche ya estaba avanzada y les hizo
levantarse para que empezaran a trabajar otra vez antes del amanecer. Por la mañana
temprano se estibaron los últimos costales, y Hornblower tuvo que ocuparse de sacar
el ganado de la barcaza. Como los novillos habían pasado la noche con poca agua y
menos comida, no tenían muchas ganas de que los movieran, pero al principio fue
más fácil hacerlo, ya que estaban muy juntos. Ponían a los novillos una banda
alrededor del vientre, enganchaban la estrellera a la banda y los subían, después los
bajaban a la cubierta del bergantín, pasándolos por una abertura que había entre los
tablones. Luego los llevaban desde allí a alguno de los compartimientos con
facilidad. Los marineros gritaban y agitaban sus camisas delante de ellos y pensaban
que ese trabajo era divertido, pero no pensaron lo mismo cuando uno, en cuanto ellos

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le quitaron la banda, se enfureció y les persiguió por cubierta, amenazándoles con
cornearlos. Por fin, el novillo entró casualmente en un compartimiento, y ellos
cerraron la tranquera enseguida. Hornblower echó una mirada al sol, que se elevaba
con rapidez en el horizonte y pensó que no era divertido en absoluto.
Mientras más se vaciaba la barcaza, más espacio tenían los novillos para moverse,
de modo que cogerlos para ponerles la banda era una peligrosa aventura. Además, a
los novillos no les había tranquilizado ver cómo muchos de sus compañeros eran
alzados en el aire, pero antes de mediodía ya los marineros estaban tan cansados
como si hubieran luchado en una batalla, y no había ni uno solo que no hubiera
cambiado gustosamente su nuevo trabajo por cualquiera de las tareas normales de un
marinero, como por ejemplo, subir a la jarcia a aferrar las gavias en una noche de
tormenta. Cuando a Hornblower se le ocurrió dividir el interior de la barcaza con
barricadas hechas con gruesos palos, el trabajo fue más fácil, pero tardó mucho
tiempo, y antes de que se terminara, habían muerto dos novillos, dos de los miembros
más débiles de la manada, que habían sido pisoteados por los demás cuando corrían
por la barcaza.
Por si esto fuera poco tuvieron que distraerse cuando vieron que se les acercaba
un bote que había zarpado de la costa en el que venían un buen número de moros
remando y el tesorero sentado en la bancada de popa. Aparentemente, el bey no tenía
tanto miedo a la peste como para olvidarse de reclamar su dinero. Hornblower dejó
negociar a Tapling, pero insistió en que el bote debía permanecer lejos, por sotavento,
y en que entregaría el dinero poniéndolo en un tonel vacío que el mar llevaría hasta el
bote. Cuando cayó la noche, sólo la mitad del ganado estaba en los compartimientos
de cubierta, y a Hornblower le preocupaba cómo darles de comer y beber, y con
disimulo trató de sacarles información sobre esto a los miembros de la tripulación que
conocían el mundo de la ganadería. Apenas amaneció, Hornblower llamó a sus
hombres para que continuaran el trabajo y tuvo la satisfacción de ver a Tapling
subirse a un tablón para salvar su vida, tratando de evitar que le embistiera un novillo
embravecido que corría por la cubierta y se negaba a entrar en los compartimientos.
Cuando encerraron al último animal, Hornblower tuvo que resolver otro problema, el
que un marinero, usando términos elegantes, llamara «quitar el estiércol». El forraje,
el agua, las boñigas… Daba la sensación de que el trabajo que había en la cubierta
ocupada por los novillos sería suficiente para mantener a los dieciocho tripulantes
trabajando el día entero y no les dejaría tiempo para ocuparse de las maniobras del
bergantín.
Pero Hornblower admitió con pesar que el hecho de que los marineros estuvieran
ocupados todo el tiempo tenía una ventaja: desde que empezó el trabajo, nadie
mencionó la peste. El fondeadero donde encontraba anclado el Caroline estaba
expuesto al viento del noreste, por lo tanto era necesario sacarlo de allí antes de que

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el viento empezara a soplar. Hornblower reunió a sus hombres y los agrupó en
escuadras, y como era el único oficial a bordo, tuvo que ascender al timonel y a su
ayudante, Jordan, a oficiales para que las mandaran. No faltó quien se ofreciera a
hacer de cocinero, y Hornblower, después de dar un vistazo al grupo, nombró a
Tapling ayudante de cocinero. Tapling abrió la boca para protestar, pero vio algo en la
expresión de Hornblower que le impidió proferir la protesta que tenía en la punta de
la lengua. Sin embargo, entre ellos no había ningún contramaestre, ni ningún
carpintero, ni, como Hornblower pensó con tristeza, ningún cirujano. Pero a
Hornblower le parecía que, en caso de que necesitaran un médico, sería por muy poco
tiempo.
—Guardia de babor, largar los foques y la gavia mayor —ordenó Hornblower—.
Guardia de estribor, girar el cabrestante.
Así empezó la navegación del bergantín Caroline, convertido en una leyenda en
la Armada real (debido a la viva narración de los sucesos ocurridos en él que los
tripulantes hicieron durante las guardias de cuartillo en posteriores misiones). El
Caroline pasó las tres semanas de cuarentena navegando por el Mediterráneo
occidental. Era necesario que se mantuviera cerca del estrecho de Gibraltar, de lo
contrario, el viento del oeste y las corrientes que se movían hacia el interior del
Mediterráneo podrían impedirle llegar a Gibraltar cuando fuera el momento de ir a
puerto. Así empezó su navegación el Caroline, un viejo bergantín, entre la costa
española y la africana, dejando tras de sí el mal olor característico de un establo y no
pudiendo impedir que le entrara con tanta facilidad el agua como si pasara por un
tamiz, fuera cual fuera el estado de la mar. Los marineros se pasaban el tiempo
bombeando: unas veces sacando el agua que se había acumulado dentro, otras
sacando agua del mar para echarla en la cubierta para limpiarla, y a cada paso
subiendo agua dulce para el ganado.
La extraña superestructura de la nave impedía maniobrar bien cuando el viento
soplaba con fuerza. Al moverse el bergantín se filtraba el agua por las juntas de las
tablas de la cubierta y constantemente caían abajo goterones de agua sucia. El único
consuelo que tenían Hornblower y sus hombres era comer carne fresca, que muchos
de los marineros no probaban desde hacía tres meses. Hornblower sacrificaba un
novillo diariamente, pues dadas las condiciones climáticas del Mediterráneo, la carne
no se conservaba bien. Así pues, los marineros se daban un banquete todos los días,
ya que comían lenguas y bistés, algo que algunos de ellos no habían probado en su
vida.
El problema era la escasez de agua dulce. Eso preocupaba más a Hornblower de
lo que hubiera preocupado a cualquier otro capitán, porque el ganado siempre estaba
sediento. En dos ocasiones Hornblower tuvo que desembarcar a una brigada en la
costa española al amanecer con el fin de ocupar una aldea de pescadores y llenar los

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toneles de agua en los ríos cercanos.
Eso era una peligrosa aventura, y el segundo desembarco hizo patentes los
peligros que encerraba, pues cuando el Caroline se alejaba del litoral, un
guardacostas español que acababa de doblar un cabo próximo se acercó a él
navegando a toda vela. Todo fue instantáneo. Maxwell fue el primero que lo vio, pero
Hornblower lo vio antes que él le dijera que lo había visto.
—Muy bien, Maxwell —dijo Hornblower, tratando de mantener la serenidad.
Como primera medida, dirigió el catalejo hacia el lugre, que estaba a unas tres
millas de distancia por barlovento, y como el Caroline estaba en el fondo de una
ensenada, no tenía la posibilidad de escapar. El barco español avanzaba tres pies por
cada dos que avanzaba el Caroline, que se movía lentamente porque su extraña
superestructura no permitía a su quilla formar un ángulo de menos de ochenta y ocho
grados con la dirección del viento. Estaba mirándolo, cuando afloró a su rostro la
rabia contenida en su interior durante los últimos diecisiete días. Sentía rabia porque
la suerte le había lanzado a aquella ridícula misión; detestaba al Caroline por su
torpeza, por su cargamento y su hedor; maldecía su destino porque le había arrastrado
a esa situación desesperada.
—¡Diablos! —exclamó Hornblower, golpeando rabiosamente con el pie el tablón
sobre el cual se encontraba—. ¡Diablos!
Y con asombro notó que temblaba de rabia. No iba a entregarse mansamente al
enemigo porque la cólera le provocara el vehemente deseo de luchar; se puso a
pensar, y su mente empezó a elaborar un plan para entablar un combate. No tenía la
menor idea de cuántos tripulantes llevaba un guardacostas español. Primero pensó
que bien pudieran ser veinte, pero luego reflexionó y le pareció una cifra muy alta, ya
que los lugres sólo se usaban para perseguir a las pequeñas embarcaciones que hacían
contrabando. Entonces, sorprendido, comprendió que tenían posibilidades de ganar al
lugre, a pesar de llevar cuatro cañones de ocho libras.
—¡Pistolas y sables! —gritó—. ¡Jordan, escoja a dos hombres y póngase aquí con
ellos! ¡Escóndanse todos los demás bajo los tablones! ¡Escóndanse! Sí, señor Tapling,
puede quedarse aquí con nosotros, pero provéase de armas también.
A nadie se le ocurriría pensar que un barco cargado de ganado ofrecería
resistencia. Los españoles esperarían encontrar a bordo una docena de tripulantes
como máximo, no un disciplinado grupo de veinte hombres. Lo importante era
conseguir que el lugre se acercara lo más posible.
—¡Todo a babor! —gritó al timonel, que estaba metido debajo de un tablón—.
¡Prepárense para saltar, marineros! ¡Maxwell, si alguno sale antes de dar la orden,
dispárele! ¿Me ha oído? ¡Es una orden, y será castigado si la desobedece!
—Sí, señor —dijo Maxwell.
El lugre se acercaba a ellos a toda vela, a pesar de que el viento era flojo,

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formando una blanca estela con su aguda proa. Hornblower miró hacia arriba para
asegurarse de que el Caroline no tenía izada ninguna bandera. Eso permitiría que su
plan fuera considerado legal según las normas a las que estaba sujeta la guerra. En
ese momento el lugre disparó y la bala pasó por delante de la proa del Caroline;
Hornblower oyó claramente el estampido y vio una voluta de humo.
—¡Ponga el bergantín en facha, Jordan! —dijo Hornblower—. ¡Tiren de las
brazas de la gavia mayor! ¡Timón babor!
El Caroline viró y se detuvo. Parecía un barco indefenso que se rendía.
—No hagan ruido —aconsejó Hornblower.
Los novillos bramaban lastimeros. Ahora el lugre ya estaba tan cerca que podía
verse claramente a sus tripulantes. Hornblower vio a un oficial agarrado a los
obenques del palo mayor, preparado para abordar el bergantín, pero le pareció que
ningún otro tripulante se preocupaba de eso; es más, que todos miraban la extraña
superestructura del bergantín y se reían al oír los extraños ruidos que salían de ella,
que más parecían provenir de un corral.
—¡Esperen, marineros! —exclamó Hornblower.
El lugre ya estaba abordándose con el bergantín cuando Hornblower, notando que
le hervía la sangre, se dio cuenta de que no se había armado. Había ordenado a sus
hombres tomar sables y pistolas, había aconsejado a Tapling que también se armara, y
resulta que él se había olvidado por completo de que también él necesitaba armas. Ya
era demasiado tarde para remediar esa torpeza. En el lugre, alguien dio un grito en
español, y Hornblower abrió los brazos dando a entender con ello que no entendía. Ya
estaba el lugre abordado con el bergantín.
—¡Vamos, marineros! —gritó Hornblower.
Corrió por los tablones de la superestructura, tragó saliva y saltó hacia donde
estaba el oficial agarrado a los obenques. Volvió a tragar saliva cuando iba por el aire
y volvió a tragar saliva cuando cayó sobre el desafortunado hombre y le cogió por los
hombros. Fue entonces cuando ambos cayeron sobre la cubierta. Hornblower oía
primero gritos detrás de él, pues los tripulantes del Caroline estaban abordando el
lugre, y luego pasos apresurados, seguidos de un estrépito y un sonido metálico. De
repente, se puso de pie, pero con las manos vacías, Maxwell hacía retroceder a un
hombre a sablazo limpio. Tapling, blandiendo un sable y gritando como loco,
conducía a un grupo hasta proa. Instantes después todo había terminado. Los
asombrados españoles no habían tenido tiempo ni de levantar una mano para
defenderse.
El Caroline llegó a Gibraltar el vigésimo segundo día de la cuarentena con el
lugre capturado muy próximo a su costado de sotavento. Pero también llevaba el olor
a establo, y cuando Hornblower subió a bordo de la Indefatigable para dar parte al
capitán, estaba preparado para dar al guardiamarina Bracegirdle una respuesta

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adecuada.
—¡Hola, Noé! —dijo Bracegirdle—. ¿Cómo están Sem, Cam y Jafet?
—Sem, Cam y Jafet han hecho una presa —respondió Hornblower—. Lamento
que el señor Bracegirdle no pueda decir lo mismo.
Cuando Hornblower fue a dar parte al intendente de la Armada, el oficial le
preguntó algo a lo que no pudo responder.
—¿Quiere decir que permitió a sus hombres comer carne fresca, señor
Hornblower? —preguntó el intendente—. ¿Sacrificó un novillo diario para dar de
comer a dieciocho hombres? ¿Es que no había suficientes provisiones en la bodega
del barco? Me sorprende que haya hecho un despilfarro semejante, señor Hornblower.

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CAPÍTULO 10
LA DUQUESA Y EL DIABLO

El teniente interino Hornblower conducía la corbeta Le Rêve, capturada por


la fragata Indefatigable, por las aguas del puerto de Gibraltar para amarrarla
a puerto. Estaba muy nervioso. Si alguien le hubiera preguntado si creía que todos los
catalejos del Mediterráneo dirigían sus miras hacia él, habría pensado que se le había
ocurrido una idea absurda y se hubiera echado a reír a carcajadas, pero se sentía como
si todo esto fuera cierto. Calculó con especial cuidado la intensidad del viento, la
distancia entre los dos navíos de línea anclados en el puerto y el espacio que Le Rêve
debía tener alrededor según su desplazamiento al oscilar cuando estuviera anclada.
Jackson, su ayudante, estaba en la proa esperando la orden de arriar el foque.
—¡Timón a babor! —gritó Hornblower, y Le Rêve orzó—. ¡Cargar las velas!
Le Rêve siguió avanzando, pero cada vez más lentamente, y, por fin, se detuvo.
—¡Echar el ancla!
La cadena dio un chirrido de protesta cuando salió por el escobén, y poco después
se oyó el chapoteo producido por el ancla, que anunciaba que el viaje había llegado a
su fin. Hornblower observó cómo Le Rêve hacía un ligero movimiento y ponía tensa
la cadena del ancla y se relajó. Había conducido la presa hasta lugar seguro. Era
evidente que el comodoro, sir Edward Pellew, capitán de la Indefatigable, no había
llegado todavía, así que Hornblower debía presentarse al comandante del puerto.
—Bajen la lancha —ordenó y, pensando que debía hacer un acto humanitario,
añadió—: Dejen que los prisioneros salgan a cubierta.
Veinticuatro horas hacía que los prisioneros habían sido encerrados en la bodega
y se habían tapado las escotillas con cuarteles; Hornblower, como todos los hombres
al mando de una presa, tenía miedo de que fuera recuperada por el enemigo. Pero ya
en puerto, por el hecho de estar rodeados de los barcos de la escuadra del
Mediterráneo, no había ese peligro. Dos remeros hicieron deslizarse suavemente la
lancha por el mar, y diez minutos después Hornblower informó de su llegada al
almirante.
—¿Y dice usted que es muy veloz? —preguntó el almirante.
—Sí, señor. Y se puede gobernar fácilmente.
—La compraré para la Armada —añadió el almirante—. Nunca tenemos
bastantes barcos para llevar despachos.
Estas palabras eran reveladoras; sin embargo, cuando Hornblower recibió el sobre
con sello oficial que contenía nuevas órdenes, se asombró al ver que se le ordenaba

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tomar el mando de la corbeta Le Rêve y llevarla a Plymouth lo más rápidamente
posible en cuanto se le entregaran los despachos que debía llevar a Inglaterra. Esa era
la primera misión que dirigía y que le ofrecía la oportunidad de volver a ver
Inglaterra (hacía tres años que no pisaba tierra inglesa), y era también, así lo
consideraba él, un reconocimiento de su excelente comportamiento en las tareas
profesionales encomendadas. Pero en el mismo momento le entregaron otro sobre,
que leyó con menos regocijo:
«Sus Excelencias el mayor general sir Hew Dalrymple y su señora se complacen
en invitar al teniente interino Horatio Hornblower a comer hoy, a las tres de la tarde,
en el Gobierno de la Colonia».
Seguramente a cualquiera le hubiera causado satisfacción ser invitado a comer
por el gobernador de Gibraltar y su esposa, pero no así a un teniente interino que sólo
tenía un baúl y necesitaba vestirse adecuadamente para un acontecimiento de ese tipo.
Sin embargo, era imposible pedir que un joven invitado a comer por el gobernador
antes incluso de desembarcar, no estuviera excitado. Hornblower lo estaba, sobre
todo porque su amigo Bracegirdle, que procedía de una familia rica y recibía una
importante asignación, le había prestado un par de medias blancas de excelente seda
china, que, por cierto, había tenido no pocas dificultades para ponérselas, ya que
Bracegirdle tenía las pantorrillas gruesas y él, en cambio, muy delgadas. No obstante,
entre los dos resolvieron la dificultad airosamente, valiéndose de dos trozos de estopa
y unas tiras de esparadrapo que tenía el cirujano en su botiquín. Hornblower tenía
ahora unas piernas de las que nadie podía avergonzarse. Podía alargar la pierna hacia
delante para hacer una reverencia sin miedo a que se formaran arrugas en la media,
con la seguridad de que tenía una pierna que, como decía Bracegirdle, sería el orgullo
de cualquier caballero.
En la casa del gobernador, un atildado y lánguido ayudante de campo sirvió de
guía a Hornblower. El joven hizo una inclinación de cabeza a sir Hew, un viejo
caballero de cara sonrosada y gestos afectados, y a lady Dalrymple, una vieja señora
de cara sonrosada y gestos afectados.
—Señor Hornblower, voy a presentarle a alguien —dijo lady Dalrymple—.
Excelencia, éste es el señor Hornblower, el nuevo capitán de Le Rêve. Su Excelencia
la duquesa de Wharfedale.
¡Nada menos que una duquesa! Hornblower adelantó la pierna con los dedos de
los pies estirados, se puso la mano en el corazón e inclinó el tronco hasta donde le
permitían los calzones que había comprado poco antes de ser destinado a la
Indefatigable, cuando todavía estaba en período de crecimiento. La duquesa era una
mujer de mediana edad, bella en otros tiempos, con ojos azules y expresivos.
—Así que se trata de este tipo —dijo la duquesa—. Matilda, querida, ¿vas a
ponerme al cuidado de este niño de pecho?

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La vulgaridad de sus palabras dejó perplejo a Hornblower. Estaba preparado para
todo excepto para que una duquesa magníficamente vestida le hablara con ese tono.
Levantó la cabeza para mirarla, pero se olvidó de erguirse, y permaneció inmóvil, con
la barbilla echada hacia delante y la mano en el corazón.
—Parece usted un ganso pastando —dijo la duquesa—. Está usted a punto de
graznar de un momento a otro.
Inclinó el tronco, puso las manos en las rodillas, echó hacia delante la barbilla y la
movió de un lado a otro, imitando a la perfección a un ganso que estuviera
peleándose, y, aparentemente, la postura que adoptó también se parecía tanto a la de
Hornblower, que provocó la risa de los otros invitados. Hornblower, ruborizado y
turbado, se puso derecho.
—Pero no debemos ser duros con el pobre joven —exclamó la duquesa, saliendo
en defensa del marino y dándole palmaditas en el hombro—. Lo que ocurre es que es
muy joven, pero no debe avergonzarse de ello. Todo lo contrario, ha de sentirse
orgulloso de que le hayan confiado un barco a su edad.
Por fortuna, anunciaron que la comida estaba servida, y eso puso fin a la
turbación que le habían producido a Hornblower esas palabras, ¡tan amables!
Naturalmente, Hornblower se sentó junto a los invitados de menos categoría y a otros
oficiales de poca antigüedad en el centro de uno de los lados de la mesa. Sir Hew
estaba sentado junto a la duquesa en una punta de la mesa, y lady Dalrymple, junto a
un comodoro en la otra. Había muchas menos mujeres que hombres, pero eso era
lógico, ya que Gibraltar era, al menos teóricamente, una fortaleza que, además, estaba
sitiada. No había ninguna mujer sentada al lado de Hornblower. Quien estaba sentado
a su derecha era el ayudante de campo que le había servido de guía.
—¡A su salud, Excelencia! —dijo el comodoro, levantando la copa y mirando
hacia la otra punta de la mesa.
—¡Gracias! —sonrió la duquesa—. Me ha salvado la vida. Me estaba
preguntando quién sería el caballero que me rescataría.
Se acercó la copa, que estaba llena a rebosar, a los labios, y cuando la puso otra
vez en la mesa, estaba vacía.
—Va a tener usted una acompañante muy divertida —dijo el ayudante de campo a
Hornblower.
—¿Cómo es posible que ella sea mi acompañante? —preguntó Hornblower,
desconcertado.
El ayudante de campo le miró con lástima.
—Entonces, ¿no le han informado de nada? —inquirió—. Como siempre, los más
interesados son los últimos en enterarse de las cosas. Mañana, cuando zarpe con los
despachos, Su Excelencia estará a bordo de su barco, y tendrá usted el honor de
llevarla a Inglaterra.

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—¡Que Dios se apiade de mí! —exclamó Hornblower.
—¡Ojalá! —dijo el ayudante de campo en tono compasivo, olfateando el vino de
su copa—. Este málaga es malísimo. El viejo Hare compró una buena cantidad de
botellas de la cosecha del 95, y todos los gobernadores que se han sucedido en el
puesto desde entonces han pensado que era su deber consumirlo.
—Pero, ¿quién es ella? —preguntó Hornblower.
—Su Excelencia la duquesa de Wharfedale —contestó el ayudante de campo—.
¿No oyó a lady Dalrymple cuando se la presentó?
—Pero no habla como una duquesa —dijo Hornblower.
—No. El duque era un viejo chocho cuando ella se casó con él. Ella es la viuda de
un posadero, según dicen sus amigos. Y ya puede usted imaginarse lo que dicen sus
enemigos.
—Pero, ¿qué hace aquí? —inquirió Hornblower.
—Espera un barco que la devuelva a Inglaterra. Según tengo entendido, estaba en
Florencia cuando los franceses marcharon sobre la ciudad. Pudo llegar a Livorno,
sobornó allí a uno de los barcos que hacen el comercio por la costa para que la trajera
aquí, pidió a sir Hew que le proporcionara un medio de transporte, y sir Hew trasladó
esa petición al almirante. Sir Hew pediría a quien fuera cualquier cosa para una
duquesa, incluso una que, según sus amigos, es la viuda de un posadero.
—Comprendo —dijo Hornblower.
En la punta de la mesa se oían bromas y risas, mientras la duquesa pinchaba al
gobernador por la parte de las costillas, mal protegidas por su chaqueta roja, con el
mango del cuchillo, como si tratara de asegurarse de que se riera de sus chistes.
—Probablemente no le faltará diversión en el viaje a Inglaterra —dijo el ayudante
de campo.
En ese momento alguien puso delante de Hornblower un humeante asado, y todas
sus preocupaciones se desvanecieron ante la necesidad de cortarlo con buenos
modales. Cogió cuidadosamente el cuchillo y el trinchador, miró a su alrededor y
preguntó:
—¿Quiere que le sirva un poco de carne, Excelencia? ¿Señora? ¿Señor? ¿Hecha o
poco hecha? ¿Un poco de salsa?
En el comedor hacía mucho calor, y a Hornblower le corría el sudor por la cara
mientras luchaba por cortar al asado. Afortunadamente, la mayoría de los comensales
estaban más atentos a servirse de los otros platos, y tuvo que trinchar poca carne.
Puso en su plato dos lonchas mal trinchadas; ésa era la manera más fácil de disimular
el mal resultado de su trabajo.
—Carne de Tetuán —dijo el ayudante de campo, olfateando—. Dura y correosa.
Era comprensible que el ayudante de campo del gobernador pensara así, y
seguramente no podía imaginarse que esa carne le parecía deliciosa a un joven oficial

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de marina que hasta hacía muy poco tiempo había estado cruzando los mares en una
fragata abarrotada. Ni siquiera la idea de que sería el anfitrión de una duquesa le
quitaba el apetito a Hornblower. Y puesto que el último postre que había comido
había sido un pudín de pasas el domingo anterior, los platos de postre a base de
merengues, mostachones, flan y frutas, le produjeron un inefable deleite.
—Los platos dulces afectan el paladar —dijo el ayudante de campo, pero
Hornblower no le hizo caso.
Ahora estaban haciendo brindis formales. Hornblower se puso de pie para brindar
por el Rey y la familia real y levantó su copa para brindar por la duquesa.
—Y ahora por el enemigo —dijo sir Hew—. ¡Que sus galeones con preciosos
cargamentos traten de cruzar el Atlántico!
—Quisiera hacer otro, señor —dijo el comodoro—. ¡Que los españoles se decidan
a salir de Cádiz!
Alrededor de la mesa se oyeron gruñidos que parecían rugidos de fieras. La
mayoría de los oficiales de Marina allí presentes pertenecían a la escuadra del
Mediterráneo, al mando del almirante Jervis, y en concreto a la flota que patrullaba la
zona del Atlántico cercana a Gibraltar, desde hacía meses, con la intención de
capturar los barcos españoles si salían del puerto. Jervis mandaba sus barcos de dos
en dos a repostar a la posesión inglesa, y esos oficiales pertenecían a la tripulación de
los dos navíos de línea que en esos momentos estaban anclados en Gibraltar.
Johnny Jervis diría amén a todo —dijo sir Hew—. Entonces otro brindis por los
españoles, caballeros. ¡Que salgan de Cádiz!
En ese momento salieron las señoras, guiadas por lady Dalrymple, y cuando a
Hornblower le pareció correcto ausentarse, presentó sus excusas y se fue, pues no
quería tener la cabeza cargada de vino la noche antes de dar comienzo a una misión
que él mismo iba a dirigir.
Quizá la idea de que la duquesa subiría a bordo de su corbeta sirvió de revulsivo a
Hornblower, porque le había impedido preocuparse demasiado por la primera misión
que iba a dirigir. Se levantó antes del alba, antes de que apareciera el claror que
precedía durante breves momentos a la salida del sol en el Mediterráneo, para
comprobar que su corbeta estaba en condiciones adecuadas para navegar y luchar
contra los enemigos que pululaban en los mares. La corbeta tenía cuatro cañones de
cuatro libras para combatir a los enemigos, lo cual significaba que no resistiría el
ataque de uno solo, que era la embarcación más débil de cuantas navegaban por alta
mar, ya que incluso los mercantes más pequeños tenían un armamento más potente. Y
como a todas las criaturas débiles, la rapidez era lo único que le permitiría salvarse.
En la penumbra, Hornblower miró hacia la jarcia, hacia donde estarían desplegadas
las velas de las que dependería en gran medida su seguridad. Luego pasó lista con los
dos oficiales encargados de las guardias, el guardiamarina Hunter y Winyatt, un

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ayudante de oficial de derrota, para asegurarse de que los once marineros que
formaban la tripulación sabían bien qué tareas tenían asignadas. Ya lo único que le
faltaba por hacer era ponerse su mejor uniforme, tratar de tomar el desayuno y
esperar a la duquesa.
Afortunadamente, la duquesa llegó temprano. Sus Excelencias habían tenido que
levantarse a una hora intempestiva para despedirla. El señor Hunter fue quien
informó a Hornblower, con reprimido entusiasmo, de que la lancha del gobernador se
acercaba.
—Gracias, señor Hunter —dijo Hornblower secamente.
Ése era el trato que la Armada exigía que le diera, aunque hasta hacía pocas
semanas ambos se perseguían jugando por la jarcia de la Indefatigable.
La lancha se abordó con la corbeta y dos marineros muy bien vestidos colgaron la
escala. Le Rêve tenía los costados tan bajos que ni siquiera a las mujeres les resultaba
difícil subir a ella. El gobernador subió a bordo mientras sonaban los únicos dos
silbatos que había en Le Rêve, y lady Dalrymple le siguió. Tras ellos subió la duquesa
y luego su dama de compañía, una mujer más joven y tan hermosa como ella debió de
haber sido en otro tiempo. Finalmente, subieron dos ayudantes de campo. Ahora la
pequeña cubierta de Le Rêve estaba abarrotada y ya no había sitio para poner el
equipaje de la duquesa.
—Vamos a mostrarle su cabina, Excelencia —dijo el gobernador.
Lady Dalrymple dio un grito de admiración al ver la pequeña cabina, ocupada
casi por completo por dos coyes. Inevitablemente, todos se dieron golpes en la cabeza
con los baos que sostenían la cubierta.
—Sobreviviremos —dijo la duquesa con estoicismo—. Y eso es más de lo que
pueden decir los hombres que van a Tyburn.[8]
En el último momento uno de los ayudantes de campo entregó a Hornblower unos
sobres con despachos y le pidió que firmara un justificante. Unos a otros se dieron los
últimos adioses, y después sir Hew y lady Dalrymple bajaron por el costado mientras
sonaban los silbatos.
—¡Todos al molinete! —gritó Hornblower en el momento en que los remeros de
la lancha empezaron a mover los remos.
Tras breves instantes de duro trabajo, los tripulantes de Le Rêve levaron anclas.
—¡Ancla levada, señor! —informó Winyatt.
—¡A las drizas del foque! —gritó Hornblower—. ¡A las drizas de la mayor!
Largaron velas y el tablón del timón presionó el agua, la corbeta viró en redondo
y se situó con el viento en popa. Todos estaban ocupados, unos subiendo el ancla al
pescante y otros haciendo las maniobras para empezar a navegar, razón por la cual el
propio Hornblower bajó la bandera para saludar cuando Le Rêve salía del puerto con
el viento del sureste en popa y empezaba a hundirse la proa en las grandes olas de

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Atlántico que entraban por el estrecho de Gibraltar. Por la claraboya que estaba junto
a él salió un sonido metálico, como si algo se hubiera caído en la cabina, y luego un
grito, pero Hornblower no podía dedicar atención a la mujer que estaba allí abajo.
Observó Algeciras con el catalejo y luego Tarifa; cualquier barco de guerra o corsario
bien tripulado que saliera de esos puertos podría atrapar fácilmente una presa
indefensa como Le Rêve. No pudo relajarse durante la guardia de mañana. Cuando la
corbeta dobló el cabo Espartel, Hornblower hizo rumbo al cabo San Vicente, y las
montañas del sur de España quedaron ocultas allá por el horizonte. Ya se divisaba el
cabo de Trafalgar por la amura de estribor cuando Hornblower guardó el catalejo y se
puso a pensar en la comida. Le satisfacía ser el capitán del barco y poder ordenar que
prepararan la comida cuando quisiera. Las piernas le empezaron a doler, y se dio
cuenta de que había estado de pie mucho tiempo, once horas seguidas. Si en el futuro
tenía que dirigir muchas más misiones, se mataría si continuaba obrando de la misma
manera.
Bajó a la cabina y se sentó cómodamente en la taquilla. Ordenó al cocinero que
llamara a la puerta de la cabina de la duquesa y le preguntara si se le ofrecía algo y
luego oyó la voz chillona de la duquesa que respondía que ella y su dama no
necesitaban nada, ni siquiera comida. Hornblower se encogió de hombros en señal de
conformidad y comió con el apetito propio de un joven. Volvió a subir a cubierta
cuando anochecía. El oficial de guardia era Winyatt.
—Hay una espesa niebla, señor.
Era cierto. El sol ya no se veía en el horizonte porque estaba sumergido en la
profunda niebla. Hornblower sabía que ése era el precio que había que pagar por un
viento favorable. Por esas latitudes siempre había la posibilidad de que se formara
niebla cuando el viento frío que soplaba de tierra llegaba al Atlántico.
—Estará más espesa por la mañana —dijo con amargura.
Entonces releyó las órdenes que había dado para navegar durante la noche y
decidió hacer rumbo al oeste y no al noroeste, como había pensado anteriormente,
pues de ese modo se aseguraba que bordearían el cabo San Vicente manteniéndose a
considerable distancia de él en caso de que también allí hubiera niebla.
Ésa era una de las pequeñas cosas que pueden cambiar la vida de un hombre.
Después Hornblower tuvo mucho tiempo para pensar en lo que hubiera ocurrido si no
hubiera cambiado el rumbo. Durante esa noche pasó muchos ratos en la cubierta
escrutando la niebla, que se hacía cada vez más espesa, pero cuando sobrevino la
desgracia, estaba durmiendo en su cabina. Se despertó al agarrarle un marinero por
los hombros y darle violentas sacudidas.
—¡Por favor, señor! ¡Por favor, señor! ¡El señor Hunter me ordenó que le pidiera
por favor que subiera a cubierta!
—Ahora voy —dijo Hornblower y parpadeó unos momentos hasta que terminó

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de despertarse y luego se tiró del coy. Le Rêve se deslizaba por las agitadas aguas, y
el viento era tan flojo que apenas bastaba para que la corbeta tuviera suficiente
velocidad para maniobrar. Hunter tenía apoyada la espalda en el timón y parecía
angustiado.
—Escuche —dijo cuando vio aparecer a Hornblower.
Había hablado en voz muy baja y estaba tan nervioso que había omitido la
palabra «señor» al hablarle a su capitán, como era su deber. Y Hornblower estaba tan
nervioso que no se dio cuenta de que la había omitido. Hornblower escuchó.
Entonces oyó ruidos como los que había siempre en cualquier barco: el sonido
metálico de los aparejos cuando Le Rêve se balanceaba y el de las olas chocando
contra la proa. Pero después oyó los ruidos de otro barco: el sonido metálico de otros
aparejos y de las olas chocando contra otra proa.
—Hay un barco muy cerca del nuestro —dijo Hornblower.
—Sí, señor —replicó Hunter—. Cuando mandé a buscarle, oí que alguien dio una
orden, y la dio en español, mejor dicho, en una lengua extranjera.
El miedo se difundió por la corbeta como la niebla.
—Llame a todos los marineros, pero en voz muy baja —susurró Hornblower.
Pero, en cuanto dio la orden, dudó de que sirviera para algo. Podía ordenar a sus
hombres que ocuparan sus puestos, podía distribuirlos en brigadas que cargaran y
manejaran los cañones de cuatro libras, pero si el barco que estaba oculto por la
niebla era más potente que un mercante, él y sus hombres estaban en peligro de
muerte. Entonces trató de animarse pensando que el barco era un galeón con un
precioso cargamento y que si lo abordaba, lo capturaría y se convertiría en un hombre
rico.
—¡Feliz día de San Valentín! —dijo alguien detrás de él y le dio tal susto que casi
le mata.
Hornblower había olvidado que la duquesa estaba a bordo.
—¡Silencio! —susurró enfurecido.
La duquesa se quedó perpleja. La oscuridad y la niebla sólo permitían ver la capa
con capucha con la que se protegía del aire húmedo.
—¿Puedo hacerle una…? —empezó a decir.
—¡Cállese! —susurró Hornblower.
En ese momento pudieron oír entre la niebla una voz chillona dando órdenes.
Luego se oyeron otras voces que las repetían, y después, pitidos y muchos otros
ruidos.
—Hablaban en español, ¿no es cierto, señor? —preguntó Hunter.
—En español, sin duda. Mandaban hacer el relevo de la guardia. ¡Escuche!
Oyeron cómo la campana de un barco daba dos campanadas dos veces seguidas.
Eran las cuatro campanadas de la guardia de alba. Inmediatamente oyeron tocar una

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docena de campanas a su alrededor, que parecían responder a la primera.
—¡Dios mío, estamos en medio de una escuadra! —susurró Hunter.
—Y de barcos grandes —dijo Winyatt, que se había reunido con ellos después de
haber llamado a todos los marineros—. Oí el sonido de media docena de silbatos
cuando ordenaron el relevo de la guardia.
—Los españoles salieron del puerto —dijo Hunter.
Hornblower, con amargura, dijo para sí: «Y el rumbo que yo marqué nos ha traído
al interior de su escuadra». Lamentaba muchísimo esa asombrosa coincidencia, pero
pensó que a lo hecho, pecho. Incluso reprimió una frase sarcástica que vino a sus
labios cuando recordó el brindis que había hecho sir Hew para que los españoles
salieran de Cádiz.
—Están desplegando más velamen —fue lo que dijo—. Por la noche los
españoles arrían las velas y preparan los barcos para hacer frente a posibles
tempestades, como los mercantes que hacen el comercio con la India. Nunca largan
los juanetes antes del amanecer.
Alrededor de ellos, entre la niebla, se oía el rumor de las roldanas de los aparejos,
los gritos de los marineros que tiraban de las drizas, el ruido producido por los cabos
al caer sobre la cubierta y voces y más voces.
—¡Qué ruido hacen esos condenados! —exclamó Hunter, visiblemente nervioso,
mientras trataba de ver a través de la niebla.
—Dios quiera que sigan un rumbo diferente al nuestro —dijo Winyatt, más
calmado—. Si es así, pronto les dejaremos atrás.
—No es probable —dijo Hornblower.
Le Rêve tenía el viento, el poco viento que había, casi exactamente en popa. Si los
españoles estuvieran navegando con el viento en contra o a la cuadra, su ruta se
habría cruzado con la de la corbeta formando ángulo abierto y, por tanto, los sonidos
procedentes del barco más cercano a ella habrían aumentado o disminuido de
volumen en ese tiempo; sin embargo, no había indicios de que fuera así. Era más
probable que Le Rêve hubiera adelantado a la escuadra española durante la noche,
cuando la escuadra tenía poco velamen desplegado, y que ahora estuviera en medio
de ella. En ese caso, era difícil decidir lo que convenía hacer a continuación. Podía
disminuir velas o poner la corbeta en facha para que los barcos españoles volvieran a
ponerse delante de ella o desplegar todas las velas para que la corbeta los dejara atrás.
Pero a medida que pasaba el tiempo se hizo patente que la corbeta y la escuadra
seguían el mismo rumbo, y que hiciera la corbeta lo que hiciera, sería casi imposible
que no pasara muy cerca de alguno de los barcos de la escuadra. Mientras hubiera
niebla, la corbeta estaría más segura navegando así.
Pero era difícil que la niebla no se disipara con la llegada del día.
—¿No podemos cambiar de rumbo, señor? —preguntó Winyatt.

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—Espere —dijo Hornblower.
A la tenue luz había visto jirones de niebla poco espesa pasar cerca de ellos, lo
que indicaba a las claras que no podían confiar en que la niebla perdurara. En ese
momento la corbeta salió de un banco de niebla y entró en una zona donde había
mucha visibilidad.
—¡Allí está! —murmuró Hunter.
Los oficiales y los marineros, llenos de pánico, hicieron ademán de echar a correr.
—¡Quietos! —ordenó Hornblower, y el énfasis con que pronunció la palabra
reveló su nerviosismo.
A menos de un cable de distancia, por estribor, había un navío de línea de tres
cubiertas paralelo a la corbeta, y delante de ella, por babor, se adivinaban las borrosas
siluetas de otros navíos de línea. Nada les salvaría si llamaban su atención. Lo único
que tenían que hacer era seguir navegando como si la corbeta tuviera el mismo
derecho a estar allí que los navíos de línea. Como en la Armada española solían andar
despreocupados, era posible que el oficial de guardia del navío más cercano ignorara
que la corbeta Le Rêve pertenecía a la Armada real inglesa e incluso que existía.
Además, Le Rêve era una embarcación construida en Francia y con jarcia al estilo
francés. Le Rêve y el navío de línea siguieron navegando juntos por el mar
encrespado. La corbeta podía ser blanco de cincuenta potentes cañones, y un solo
cañonazo bien dirigido hubiera bastado para hundirla. Hunter blasfemaba en voz baja,
pero él y todos los demás observaban la disciplina, y si alguien miraba la corbeta con
un catalejo desde el alcázar del navío español, no vería movimientos sospechosos en
ella. Otro jirón de boira pasó cerca de ellos, y luego la corbeta penetró en un gran
banco de niebla.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Hunter, sin notar el contraste entre el sentimiento
religioso que mostraba ahora y las blasfemias de antes.
—¡Todos a virar! —ordenó Hornblower—. ¡Amuren las velas a babor!
No hubo necesidad de decir a los marineros que maniobraran sin hacer ruido,
pues sabían tan bien como los demás que corrían peligro. Le Rêve viró
silenciosamente mientras los marineros tiraban de las escotas y adujaban los cabos.
Entonces, situada de modo que su quilla formara el menor ángulo posible con la
dirección del viento, escoró y avanzó mientras las grandes olas chocaban contra la
amura de babor.
—Cruzaremos su ruta ahora —dijo Hornblower.
—Quiera Dios que pasemos por detrás de las popas de los navíos y no por delante
de las proas —dijo Winyatt.
Todavía la duquesa, envuelta en su capa y con la capucha puesta, estaba en la
cubierta, pero se había ido al final de la popa para no estorbar.
—¿No cree Su Excelencia que estaría mejor abajo? —preguntó Hornblower,

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haciendo un gran esfuerzo por darle el tratamiento que le correspondía.
—¡Oh, no, de ninguna manera! —exclamó la duquesa—. No podría soportarlo.
Hornblower se encogió de hombros y se despreocupó de que la duquesa estuviera
allí al recordar algo que le angustió aún más. Bajó corriendo para regresar luego con
los dos grandes sobres lacrados que contenían los despachos. Cogió una cabilla del
cabillero y empezó a atarlos a ella con un cabo.
—Por favor, señor Hornblower, dígame qué está haciendo —dijo la duquesa.
—Quiero asegurarme de que estos sobres se hundirán cuando los tire por la
borda, en caso de que nos capturen —dijo Hornblower con irritación.
—Pero entonces se perderán.
—Eso es preferible a que los españoles los lean —dijo Hornblower, haciendo
acopio de paciencia.
—Yo los podría cuidar en su lugar —dijo la duquesa—. Naturalmente que podría.
Hornblower la miró con curiosidad.
—No, porque podrían registrar su equipaje —replicó—. Probablemente lo hagan.
—¿Equipaje? —preguntó extrañada la duquesa—. ¡No tengo intención de
guardarlos en un baúl! Me los pondré pegados a la piel. A mí no me registrarán.
Nunca podrán encontrarlos si me los pongo debajo del refajo.
El crudo realismo de esas palabras impresionó a Hornblower, y se convenció de
que la duquesa tenía razón.
—Si nos capturan… —dijo la duquesa—. Ruego a Dios que no… Si nos
capturan, no me encerrarán en una prisión, y usted lo sabe. Me mandarán a Lisboa o
me embarcarán en un barco del Rey tan pronto como puedan. Y al final los despachos
serán entregados, aunque tarde. Pero más vale tarde que nunca.
—Tiene razón —confesó Hornblower.
—Los cuidaré como a mi propia vida —añadió la duquesa—. Juro que nunca me
separaré de ellos y que no diré a nadie que los tengo hasta que los entregue a un
servidor del Rey.
Miró a Hornblower con un gesto que traslucía su sinceridad.
—La niebla se está disipando —cortó enérgicamente Winyatt.
—¡Rápido! —terció la duquesa.
No había tiempo para seguir discutiendo. Hornblower desató los sobres y se los
entregó a la duquesa; luego volvió a colocar la cabilla en el cabillero.
—¡Maldita moda francesa! —protestó la duquesa—. Tenía razón al decir que me
pondría estos sobres bajo el refajo. No me caben en los senos.
Indudablemente, su vestido no tenía la parte superior amplia, ya que la cintura
estaba casi debajo de sus axilas y la otra parte caía desde ella en línea recta, en claro
desafío a la anatomía.
—¡Rápido, déme un poco de esa cuerda! —dijo la duquesa.

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Winyatt cortó un pedazo de cabo con su cuchillo y se lo dio. La duquesa se subió
el refajo enseguida, pero antes de que el asombrado Hornblower apartara la vista de
ella, vio un pedazo de su blanco muslo por encima de la media.
—Ya puede mirarme —dijo la duquesa, aunque el refajo bajó justo en el
momento en que Hornblower volvía la vista hacia ella—. Los tengo debajo del refajo,
pegados a la piel, como le prometí. Según la nueva moda que ha llegado con el
Directorio, ya no se usa el corsé, así que me he puesto esa cuerda alrededor de la
cintura, por encima del refajo. Tengo uno bajo los pechos y otro en la espalda. ¿Se
nota que los llevo encima?
Dio una vuelta para que Hornblower la examinara.
—No, no se nota —respondió Hornblower—. Le estoy muy agradecido,
Excelencia.
—Me hacen más gruesa —dijo la duquesa—. Pero con tal de que los españoles
no sospechen la verdad, no importa lo que piensen.
Hornblower estaba molesto por haber dejado de ocuparse momentáneamente de
las tareas que era necesario realizar y por haberse dedicado a algo tan extraño como
hablar con una mujer de su refajo y del uso del corsé.
El sol estaba cubierto por un velo neblinoso y todavía se encontraba a ras del
horizonte, sus rayos traspasaban la niebla e iluminaban los ojos de Hornblower y
hacían a la vela mayor proyectar su sombra sobre la cubierta. A medida que pasaban
los segundos brillaba con más intensidad.
—Ahí viene —dijo Hunter.
El horizonte se alejaba por momentos. Primero estaba a varias yardas de la
corbeta, luego a cien, y, finalmente, se separó de ella media milla. El mar estaba lleno
de barcos. Seis de ellos podían verse claramente. Eran cuatro navíos de línea y dos
fragatas, y tenían la bandera española, la bandera roja y gualda, izada en el tope de un
palo, y cruces de madera en la proa, que permitían identificarlos como españoles con
menos posibilidades de error que la bandera.
—¡Otra vez a virar! —ordenó Hornblower—. ¡Regresemos al banco de niebla!
La única posibilidad de salvarse que tenían era ésa. Era probable que los oficiales
de los navíos que navegaban en dirección contraria a la corbeta quisieran hacerles
preguntas, y ellos no podrían escapar a todos los navíos. Le Rêve viró, pero en el
banco de niebla de donde había salido, la niebla se disipaba, como si fuera absorbida
por el sol. Todavía podían ver el banco de niebla, que se alejaba de ellos a la vez que
disminuía de tamaño. Entonces oyeron un cañonazo y vieron que una bala hizo brotar
un surtidor por la aleta de estribor y luego hundirse en una ola un poco más adelante.
Cuando Hornblower miró a su alrededor, aún podían verse volutas de humo saliendo
de la proa de la fragata que les perseguía.
—¡Treinta grados a estribor! —ordenó al timonel, intentando al mismo tiempo

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calcular la dirección del viento y del núcleo del banco de niebla y averiguar el rumbo
de la fragata y la posición de los otros navíos.
—¡Treinta grados a estribor! —dijo el timonel.
—¡A las escotas de la trinquete y la mayor!
Otro cañonazo. La bala cayó lejos de la popa, pero su trayectoria estaba en línea
con la corbeta. De repente, Hornblower se acordó de la duquesa.
—Debería irse abajo, Excelencia —dijo secamente.
—¡Oh, no, no, no! —dijo la duquesa malhumorada—. Por favor, permítame
quedarme aquí. No podría permanecer en esa estrecha y apestosa cabina con mi
sirvienta mareada y sin esperanzas de vivir.
Hornblower se dio cuenta de que ella no estaría segura en la cabina, pues las
tablas de la cubierta de Le Rêve tenían tan poco grosor que no impedirían el paso de
las balas. El único sitio en que las dos mujeres podrían estar seguras era en la bodega,
muy por debajo de la línea de flotación, pero tendrían que permanecer echadas sobre
los barriles de carne.
—¡Barco por proa! —gritó el serviola.
Delante de ellos había un claro en la niebla, y a través de él se veía un navío de
línea. Estaba a menos de una milla de distancia y seguía casi el mismo rumbo que Le
Rêve. La fragata que les perseguía disparó otro cañonazo, y otro más. Seguramente ya
toda la escuadra española se había enterado, por los cañonazos, de que ocurría algo
extraño. El navío de línea que tenían delante ya sabía que la corbeta era perseguida.
Una bala pasó muy cerca de la corbeta con su característico ruido aterrador. El navío
que tenían delante estaba esperando por la corbeta. Hornblower vio sus gavias
cambiar de orientación despacio.
—¡A las escotas! —gritó Hornblower—. ¡Señor Hunter, vire a babor!
La corbeta dirigió la proa hacia un espacio libre que había por el costado de
babor. La fragata viró para interceptarla, y volvieron a salir volutas de humo de su
proa. Una bala pasó cerca de Hornblower con estrépito, haciendo vibrar el aire de tal
modo que el joven se tambaleó, y abrió un hueco en la vela mayor.
—Excelencia, estos no son cañonazos de aviso —dijo Hornblower.
Fue el navío de línea el que disparó a la corbeta con los cañones de la cubierta
superior, después de acercarse considerablemente. A todos les pareció que había
llegado el fin del mundo. Una bala dio en el casco de Le Rêve, y tuvieron la
impresión de que la cubierta se hundía bajo sus pies, de que la corbeta se estaba
desintegrando. En el mismo momento otra bala dio en el trinquete, y se rompieron los
estayes y los obenques y saltaron astillas por todos lados. El mástil, las velas, la
botavara, el cangrejo y todo lo que tenía, se inclinó hacia el costado de barlovento y
cayó por la borda. La corbeta se detuvo. Las pocas personas que estaban en la popa se
quedaron perplejas unos momentos.

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—¿Alguien está herido? —preguntó Hornblower, recobrándose.
—Sólo tengo un rasguño, señor —dijo una voz.
Era un milagro que nadie hubiera muerto.
—¡Ayudante de carpintero, sondee la sentina! —ordenó Hornblower, pero
después cambió de opinión—. ¡No! Retiro la orden. Si los españoles quieren que se
salve la corbeta, que la salven ellos.
El navío de línea que había causado graves daños a la corbeta volvió a cambiar de
orientación las gavias y se alejó. La fragata que la había perseguido se acercaba con
rapidez. Una figura salió por la escotilla de popa trabajosamente y dando gritos. Era
la dama de la duquesa, que tenía tanto miedo que había olvidado su mareo. La
duquesa le puso el brazo por los hombros, como si quisiera protegerla, y trató de
consolarla.
—Excelencia, sería conveniente que preparara el equipaje, ya que dentro de poco
abandonará la cabina y será llevada por los españoles a otro alojamiento —dijo
Hornblower—. Espero que esté más cómoda allí.
Trataba desesperadamente de hablar con serenidad, como si nada extraordinario
ocurriera, como si no fuera a convertirse muy pronto en prisionero de los españoles;
sin embargo, la duquesa notó que sus labios, generalmente tensos, estaban ahora
temblorosos, y los puños apretados.
—No tengo palabras para expresar cuánto lamento lo ocurrido —dijo la duquesa
con voz suave y en tono de lástima.
—Eso lo hace más difícil de soportar —dijo Hornblower y se obligó a sonreír.
La fragata española se encontraba ahora a un cable de distancia por barlovento y
estaba virando. —Por favor, señor… —dijo Hunter.
—¿Qué desea?
—Podemos luchar, señor. Sólo tiene que dar la orden. Podemos disparar a sus
botes cuando traten de subir a bordo. Tal vez podríamos vencerles enseguida.
Hornblower, arrastrado por la profunda pena que sentía, estuvo a punto de decir:
«No sea tonto», pero se contuvo. Se limitó a señalar la fragata. Veinte cañones
situados a poca distancia apuntaban hacia ellos. Y en la lancha de la fragata, que
ahora los marineros estaban bajando al mar, habría por lo menos el doble de
tripulantes que en Le Rêve. La corbeta no era mayor que muchos barcos de recreo.
Sus posibilidades de ganar no estaban en razón de uno a diez ni de uno a cien, sino de
uno a mil.
—Comprendo, señor —dijo Hunter.
Ahora la lancha de la fragata española se encontraba en el mar y estaba a punto de
zarpar.
—Quisiera hablar con usted en privado, señor Hornblower.
Hunter y Winyatt la oyeron y se alejaron de allí para no escuchar lo que hablaban.

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—Dígame, Excelencia —dijo Hornblower.
La duquesa todavía tenía el brazo sobre los hombros de su sirvienta y miraba a
Hornblower a los ojos.
—No soy una duquesa —dijo.
—¡Dios mío! —exclamó Hornblower—. Entonces, ¿quién… quién es usted?
—Kitty Cobham.
A Hornblower le sonaba ese nombre, pero no sabía dónde lo había oído.
—Es usted demasiado joven para que ese nombre le recuerde algo, señor
Hornblower. Hace cinco años que pisé un escenario por última vez.
Entonces Hornblower recordó que era Kitty Cobham, la actriz.
—No puedo contárselo todo ahora… —dijo la duquesa, mirando a la lancha
española, que se acercaba saltando sobre las olas—. Pero le diré que el hecho de
encontrarme en Florencia cuando los franceses marcharon sobre ella, sólo fue una de
las muchas desgracias que me han ocurrido. Estaba sin un penique cuando escapé de
ellos. ¿Quién iba a mover un dedo por una antigua actriz, una actriz abandonada y
traicionada por todos? ¿Qué podía hacer? Pero a una duquesa la tratarían de modo
diferente. Al gobernador de Gibraltar, el viejo Dalrymple, le parecía poco todo lo que
hacía por la duquesa de Wharfedale.
—¿Por qué escogió ese título? —preguntó Hornblower, sin poder reprimir su
curiosidad.
—La conocía —dijo la duquesa, encogiéndose de hombros—. La conocía bien
porque la representé. Por eso la escogí. Siempre he representado mejor los personajes
de las tragedias que los de las comedias y me parecen menos aburridos si es largo el
papel que tienen en la obra.
—¡Oh, mis despachos! —exclamó Hornblower, temblando de miedo—.
¡Devuélvamelos enseguida!
—Si lo desea… —dijo la duquesa—. Pero puedo seguir siendo la duquesa cuando
vengan los españoles, y estoy segura de que me pondrán en libertad tan pronto como
puedan. Cuidaré estos despachos más que mi propia vida, se lo juro. Si confía en mí,
los entregaré en menos de un mes.
Hornblower notó que tenía una mirada suplicante. Era posible que fuera una espía
y que tratara ingeniosamente de evitar que los despachos fueran arrojados por la
borda antes que los españoles llegaran. Pero ningún espía hubiera sabido de antemano
que Le Rêve se metería en la boca del lobo de la escuadra española.
—He abusado de la bebida, lo sé —dijo la duquesa—. Bebía demasiado. Sí,
demasiado. Pero me mantuve sobria durante los días que pasé en Gibraltar, ¿no es
cierto? No volveré a beber ni una gota hasta que llegue a Inglaterra. Lo juro. Le
ruego, señor, que me permita hacer algo por mi país.
A cualquier joven de diecinueve años, sobre todo al que nunca hubiera hablado

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con una actriz, le habría resultado difícil tomar una decisión al respecto en un asunto
como aquél. Hornblower oyó una voz chillona fuera de la corbeta y comprendió que
la lancha española estaba a punto de enganchar el bichero a la fragata.
—Quédese con ellos y entréguelos en cuanto pueda —dijo Hornblower.
No apartaba la vista de su cara. La observaba para ver si aparecía en ella una
expresión de triunfo. Si hubiera aparecido, le habría quitado los despachos por la
fuerza. Pero lo único que se reflejó en su cara fue la satisfacción, y en ese momento,
no antes, se convenció de que podía confiar en ella.
—Gracias, señor —dijo la duquesa.
La lancha española ya había enganchado el bichero a la fragata, y un teniente
español subía trabajosamente por el costado de la nave, y cayó en la cubierta sobre
las manos y las rodillas. Hornblower avanzó hacia él para recibirle mientras se ponía
de pie. Captor y cautivo se saludaron con una inclinación de cabeza. Hornblower no
podía entender lo que el español decía, pero era evidente que hablaba muy
solemnemente. Entonces el español vio a las dos mujeres y se quedó petrificado.
Hornblower hizo las presentaciones en lo que esperaba que fuera correcto español.
—El teniente español —dijo—. La duquesa de Wharfedale.
Obviamente, el título había producido el efecto esperado, pues el teniente hizo
una profunda reverencia, a la que la duquesa respondió con profundo desprecio.
Hornblower estaba seguro de que los despachos estaban a salvo. Esto mitigó la pena
que sentía al verse allí en el alcázar de su corbeta medio hundida capturado por los
españoles. Mientras esperaba, oyó un ruido semejante al de varios truenos seguidos
que el viento trajo desde un lugar lejano, por sotavento. Pero no era posible que los
truenos duraran tanto. Seguramente lo que oía eran las descargas de las baterías de
varios barcos, de los barcos de dos escuadras, en el fragor de la batalla; seguramente
en algún lugar de las proximidades del cabo San Vicente la escuadra británica se
había enfrentado a la escuadra española. Las descargas eran cada vez más potentes.
Los españoles que subieron a Le Rêve mientras Hornblower, con la cabeza
descubierta, esperaba ser llevado a prisión, estaban muy nerviosos.
Estar prisionero le parecía horrible. Cuando recuperó la sensibilidad, se dio
cuenta de lo horrible que era. Ni siquiera la noticia de que la Armada española había
sufrido un descalabro frente al cabo San Vicente mitigó la pena que sentía por estar
prisionero. No le parecía horrible por las condiciones de vida (estaba encerrado en un
antiguo almacén de velas en El Ferrol, donde cada prisionero sólo disponía de un
espacio de diez pies cuadrados), pues no eran peores que las de un oficial de poca
antigüedad en un barco. Le parecía horrible por lo que implicaban el encierro y la
privación de libertad.
Pasaron cuatro meses antes de que Hornblower recibiera la primera carta. España
tenía un mal gobierno y un peor servicio postal. Pero ahora, lo que más le interesaba

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es que tenía en sus manos la carta, que al parecer había sido devuelta de otro lugar y
reenviada de nuevo a él. Prácticamente se la había arrebatado de las manos a un
suboficial español que no entendía bien su extraño nombre. La letra no le era familiar,
y cuando abrió la carta y vio el encabezamiento, pensó que había abierto la carta de
otra persona. La carta empezaba así: «Querido joven…» ¿Quién diablos le habría
llamado así? Leyó la carta como si estuviera soñando.

Querido joven:

Espero que le cause una gran alegría saber que lo que me entregó ha llegado a
su destino. Cuando lo entregué, me dijeron que estaba usted en prisión, y eso
me partió el corazón. Además, me dijeron que estaban muy satisfechos de lo
que usted había hecho. Uno de los almirantes tenía acciones en Drury Lane.
¿Quién podía imaginarse una cosa así? El almirante me sonrió y yo le sonreí.
Pero le sonreí para mostrarme amable, antes de saber que tenía esas acciones.
Le conté cómo había logrado salvar mi preciosa carga, describiendo los
innumerables peligros que había tenido que arrostrar, pero el relato fue
simplemente un ejercicio histriónico. Sin embargo, lo creyó. Le causaron tan
buena impresión mi sonrisa y mis aventuras que me consiguió un papel en
Sherry. Represento un papel secundario en la obra, el papel de madre, y el
público me aclama. He descubierto que envejecer también tiene sus
compensaciones. No he vuelto a beber desde que le vi a usted por última vez
y no volveré a hacerlo. Como otra recompensa, el almirante me prometió que
mandaría esta carta en el próximo barco con bandera blanca que zarpara, y
este gesto, sin duda, es una recompensa mayor para usted que para mí. Espero
que esta carta llegue pronto a sus manos y logre mitigar su pena.

Rezo por usted todas las noches.


Su fiel amiga,

Katharine Cobham

¿Mitigar su pena? Tal vez un poco. Las noticias de que los despachos habían llegado
a su destino, de que Sus Señorías estaban contentos con él y de que la duquesa estaba
actuando de nuevo en el teatro mitigaron su pena, pero la alegría que le produjeron
era insignificante en comparación con su tristeza.
Un guardia le llevó ante el comandante, junto al que se encontraba un irlandés
renegado que hacía de intérprete. Sobre el escritorio del comandante había muchos

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papeles. Parecía que en el mismo barco con bandera blanca que llevó la carta de Kitty
Cobham habían llegado cartas para el comandante.
—Buenas tardes, señor —dijo el comandante cortésmente, como siempre, y le
ofreció asiento.
—Buenas tardes, señor —correspondió Hornblower, que iba aprendiendo español
trabajosa y lentamente—. Gracias.
—Ha sido usted ascendido —dijo el irlandés en inglés.
—¿Qué? —preguntó Hornblower.
—Que ha sido ascendido —respondió el irlandés—. Lo dice esta carta: «Por la
presente informamos a las autoridades de que el guardiamarina y teniente interino
Horatio Hornblower ha sido ascendido al rango de teniente por los méritos que le
adornan. El Almirantazgo confía en que el señor Hornblower gozará inmediatamente
de los privilegios de que disfrutan los oficiales de su rango». Ya lo ha oído, joven.
—Le felicito, señor —se adelantó el comandante.
—Gracias, señor —contestó Hornblower.
El comandante, un amable caballero de cierta edad, sonrió al asombrado joven.
Luego siguió hablando, pero Hornblower no conocía tantas palabras en español como
para entender lo que decía y miró al intérprete con desesperación.
—Puesto que ha sido ascendido a teniente, será trasladado adonde se encuentran
prisioneros los oficiales de alto rango —tradujo el irlandés.
—Gracias —replicó Hornblower.
—Y recibirá usted la mitad de la paga que corresponde a un oficial de su
categoría.
—Gracias.
—Y se le concederá libertad bajo palabra. Tendrá libertad para pasear por la
ciudad y sus alrededores durante dos horas al día si da su palabra de no escapar.
—Gracias.
Durante los largos meses siguientes, el hecho de tener libertad bajo palabra de
honor dos horas al día alivió su pena. Tenía libertad para caminar por las calles de la
pequeña ciudad, para tomar una taza de chocolate o un vaso de vino (si tenía dinero)
y para hablar con marinos y soldados españoles. No obstante, prefería pasar esas dos
horas rodeado de sol y viento cerca del mar, en el cabo, adonde se llegaba por
estrechas veredas, donde la tristeza que le producía estar prisionero era más
soportable. Por otra parte, el nuevo alojamiento era un poco mejor; también la
comida. Y ahora que era teniente, ahora que el rey había confirmado su
nombramiento, cuando la guerra terminara y fuera puesto en libertad, malviviría con
la media paga que le correspondía. Seguro que un teniente de poca antigüedad no
encontraría trabajo una vez que acabara la guerra. Al menos había conseguido el
ascenso, había conseguido que le dieran autoridad, y eso era algo en lo que podía

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pensar en sus solitarios paseos.
Un día llegó hasta allí el viento del suroeste desde el otro lado del Atlántico.
Había atravesado una extensión de mar de tres mil millas, ganando fuerza a medida
que avanzaba, y levantaba frente a la costa española olas como montañas que
chocaban contra los acantilados con un ruido atronador, lanzando al aire chorros de
agua y espuma. Hornblower estaba en el cabo, en un lugar elevado desde donde se
dominaba el puerto de El Ferrol, de cara al viento, por lo que tenía que sujetar con
fuerza su viejo abrigo e inclinarse hacia delante para no perder el equilibrio. Le era
difícil respirar, el viento soplaba intensamente, pero si se volvía hacia el otro lado
para respirar mejor, al empuje del viento sus largos cabellos le taparían los ojos y el
abrigo se le subiría hasta la cabeza, y hasta podría tambalearse y caerse o dar algunos
pasos en dirección al pueblo, adonde no deseaba volver por el momento. Dos horas
estuvo libre y solo, y esas dos horas eran muy valiosas para él. Durante ese tiempo
respiró el aire del Atlántico, caminó, contempló el mar, hizo lo que quiso. Desde el
cabo veía a menudo algún barco de guerra británico que pasaba despacio a poca
distancia de la costa para vigilar los puertos españoles y capturar cualquier
embarcación que navegara cerca de ella. Cuando Hornblower veía pasar un barco de
esos durante sus dos horas de libertad, lo miraba como un hombre medio muerto de
sed miraría un cubo de agua que estuviera fuera de su alcance, y se fijaba incluso en
sus más pequeños detalles, como la forma de las gavias y la pintura, puesto que ya
hacía casi dos años que era prisionero de guerra. Durante veintidós meses, durante
veintidós horas diarias, había estado encerrado con otros cinco tenientes de poca
antigüedad en una habitación de la fortaleza de El Ferrol. Ese día el viento pasaba
junto a él rugiendo, como si quisiera pregonar su total libertad. Él estaba de cara al
viento y tenía delante la ciudad de La Coruña, con sus casas blancas como terrones de
azúcar esparcidas por las laderas. Entre el lugar donde se encontraba y la ciudad
estaba la bahía, jaspeada de blanco a causa del viento, y a la izquierda, la estrecha
entrada de la ría de El Ferrol, y a la derecha, el vasto Atlántico. Debajo de él, al pie
del acantilado, se encuentra el arrecife llamado Dientes del Diablo, que corre de norte
a sur y está situado perpendicularmente a la dirección en que avanzaban las enormes
olas empujadas por el viento. Las olas chocaban contra el arrecife a intervalos de
medio minuto, y cada una se dividía en ráfagas de agua que inmediatamente el viento
arrastraba, dejando de nuevo a la vista las largas y negras puntas de las rocas. Cada
impacto hacía estremecerse incluso el sólido cabo sobre el que se encontraba
Hornblower.
Pero Hornblower no estaba solo en el cabo, a poca distancia de él se encontraba
de centinela un soldado de artillería que no hacía más que mirar por un catalejo a un
lado y a otro del horizonte con ojos llorosos. Cuando los españoles estaban en guerra
con Inglaterra, estaban siempre ojo avizor, pues era posible que apareciera de repente

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en el horizonte una escuadra y dejara en tierra un grupo de soldados para intentar
tomar El Ferrol y quemar los barcos anclados y el astillero. Pero Hornblower pensó
que hoy eso no era posible, que los soldados no podrían desembarcar en la costa
porque estaba a sotavento.
No obstante, el centinela no quitaba ojo hacia barlovento con el catalejo. De
repente, se limpió los ojos con la manga de la chaqueta y volvió a mirar. Hornblower
permaneció atento a aquella dirección pero no pudo ver qué era lo que atraía la
atención del centinela. Entonces el centinela murmuró algo y fue corriendo
torpemente hasta la barraca de piedra donde se encontraban los demás soldados
encargados de manejar los cañones de la batería del cabo. Volvió con el sargento, que
miró por el catalejo hacia barlovento, hacia donde le indicaba el centinela. Después
ambos hablaron en gallego. En dos años, Hornblower había aprendido el castellano y
el gallego, pero el aullido del viento le impidió entender lo que decían. Finalmente,
cuando el sargento asentía con la cabeza, Hornblower pudo ver lo que era el objeto de
su conversación. En el horizonte había un cuadrado gris pálido sobre el mar gris
oscuro: era la gavia de un barco que navegaba con el viento en popa y probablemente
se dirigía a La Coruña o a El Ferrol.
Era extraño que un barco hiciera eso, porque le sería difícil virar para poder entrar
en la bahía de La Coruña si quería anclar allí y todavía más difícil entrar en la
estrecha ría de El Ferrol. Un capitán prudente se quedaría en facha en alta mar hasta
que el viento amainara. Hornblower, encogiéndose de hombros, pensó que era
comprensible que los capitanes españoles quisieran llegar a puerto lo antes posible
cuando la Armada inglesa patrullaba los mares. Pero el nerviosismo del sargento y el
centinela era tal que seguramente estaba provocado por algo más que por la aparición
de un solo barco. Hornblower, sin poder contenerse más, se acercó a los dos hombres
mientras formaba mentalmente algunas frases en castellano.
—Por favor, caballeros… —dijo, y luego volvió a repetir dando un grito—: Por
favor, caballeros, ¿qué ven ustedes?
El sargento le lanzó una mirada y, después de pensar unos momentos, le ofreció el
catalejo. Hornblower apenas pudo evitar arrebatárselo de las manos. Con el catalejo
pudo ver mucho mejor. Un barco con aparejo de navío con las gavias arrizadas
(todavía con más velamen desplegado del que era prudente llevar) se acercaba raudo
hacia donde se encontraban ellos. Un momento después vio otro cuadrado gris, la
gavia de otro barco. El mastelero de velacho de ese barco era mucho más corto que su
mastelero mayor, y, además, su aspecto le era familiar. Era un barco de guerra
británico, una fragata, y perseguía a la otra embarcación, que parecía un barco pirata
español. La fragata lo perseguía muy de cerca, y era dudoso que llegara a estar bajo la
protección de las baterías antes de que la fragata lo alcanzara. Hornblower bajó el
catalejo para descansar la vista, y el sargento se lo arrebató de las manos. El español,

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que no había quitado ojo al inglés, por su expresión averiguó lo que quería saber. El
modo en que esos dos barcos navegaban justificaba que el soldado llamara a su
superior y diera la alarma. El sargento y el centinela regresaron corriendo a la
barraca, y poco después salieron de ella los artilleros para disparar los cañones de la
batería que estaba al borde del acantilado. Al poco tiempo subió por el sendero un
oficial a caballo, y le bastó una ojeada por el catalejo para enterarse de lo que ocurría.
Se acercó a la batería dando gritos, y enseguida uno de sus cañones disparó, alertando
al resto de los soldados que defendían la costa. La bandera española subió a la punta
del asta que se encontraba detrás de la batería, y Hornblower vio izarse enseguida
otra bandera en San Antón, donde estaba la batería que protegía la entrada de la bahía
de La Coruña. Ahora todos los artilleros que manejaban los cañones de las baterías
estaban en sus puestos, y no tendrían piedad con ningún barco inglés que estuviera al
alcance de los cañones.
El perseguidor y el perseguido habían recorrido ya la mitad de la distancia que los
separaba de La Coruña. Ahora podían verse desde el cabo sus cascos en el horizonte,
y Hornblower creyó percibir que se deslizaban con gran rapidez por el grisáceo mar y
esperaba ver de un momento a otro caerse los masteleros o soltarse las velas de las
relingas. La fragata todavía se encontraba a media milla de distancia del barco
español y tendría que acercarse mucho más para poder alcanzarlo con sus disparos en
aquellas aguas agitadas. Llegaron el comandante y un grupo de oficiales a caballo a
presenciar el momento álgido del drama. El comandante, al ver a Hornblower, se
quitó el sombrero y le saludó con la característica cortesía española. Hornblower trató
de responder a su saludo con igual cortesía, pero se limitó a hacer una inclinación de
cabeza porque no tenía sombrero. Después se acercó a él para pedirle algo y tuvo que
sujetar el arzón de la silla del español y gritarle mirándole a la cara para que le
entendiera.
—Dentro de diez minutos se acaba el período de libertad —gritó—. ¿Puede
concederme más tiempo? Quisiera quedarme aquí un rato más.
—Sí, puede quedarse, señor —respondió el generoso comandante.
Hornblower observó la persecución al mismo tiempo que los preparativos para la
defensa. Había dado su palabra de no escapar, pero no había nada en el código por el
que se regían los caballeros que prohibiera que mirara con atención todo lo que
ocurría. Algún día sería libre, y tal vez entonces le sería útil conocer todos los detalles
sobre las tropas y las armas que defendían El Ferrol. Todos los demás componentes
del gran grupo de hombres que se encontraban en el cabo miraban la persecución, y
su excitación aumentaba a medida que los dos barcos se acercaban. El capitán inglés
había logrado acercar la fragata a unas cien yardas del barco español por el costado
más próximo a alta mar, pero no podría alcanzarlo. Hornblower tenía la impresión de
que ahora el barco español estaba aumentando de velocidad. Pero, puesto que la

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fragata inglesa se mantenía cerca del costado más próximo a alta mar, el barco
español no podría escapar por allí. Y si el barco se apartaba de la costa, se reduciría
considerablemente la ventaja que llevaba a la fragata. Si el barco no entraba en La
Coruña o El Ferrol, estaba perdido.
Ahora el barco estaba cerca de la bahía de La Coruña. En ese momento su capitán
tenía que virar todo el timón para entrar en ella y confiar en que las anclas agarraran a
sotavento del cabo. Pero con un viento que soplaba con tanta intensidad hacia la costa
podrían ocurrir cosas muy extrañas. Cuando el barco trató de virar, una ráfaga de
viento que venía del interior de la ría hizo presión sobre la parte anterior de las velas,
y Hornblower lo vio balancearse violentamente y retroceder un poco escorado. Luego
vio como otra ráfaga de viento lo embestía. El barco se inclinó casi hasta volcar, y
cuando se enderezó, Hornblower vio que había un agujero en la gavia mayor. Divisó
el agujero sólo un momento, porque después de que apareció, enseguida la vela se
hizo jirones. Ahora que el barco no tenía la presión de la vela, que lo ayudaba a
mantener el equilibrio, no era posible gobernarlo. Una ráfaga de viento hizo presión
sobre el velacho y viró el barco como una veleta, y quedó situado con el viento en
popa. Si sus hombres hubieran tenido tiempo para desplegar alguna vela en la popa,
el barco se habría salvado, pero en una reducida extensión de mar no había tiempo
para ello. El barco había estado a punto de doblar la península en que se encuentra La
Coruña para entrar en la bahía pero había perdido la oportunidad de hacerlo.
Todavía tenía la posibilidad de entrar en la ría de El Ferrol, y el viento le era
favorable. Hornblower, en lo alto del cabo donde se encuentra El Ferrol, pensaba qué
haría si fuera el capitán español, que estaba de pie sobre el oscilante alcázar. Vio que
el capitán trataba de estabilizar el barco y hacer rumbo a la estrecha entrada de la ría,
conocida entre todos los marinos por lo difícil que es entrar en ella. Vio el barco
seguir el nuevo rumbo y atravesar la entrada de la ensenada. Aparentemente, el
capitán español iba a conseguir entrar directamente en la bahía, a pesar de las escasas
probabilidades que tenía de lograrlo. Pero el barco retrocedió de nuevo. Si hubiera
respondido con rapidez al movimiento del timón, se podría haber salvado, pero, como
la presión de las velas era desproporcionada, respondía con lentitud a los cambios de
dirección del timón. El furioso viento lo hizo virar en redondo, y era evidente que
estaba perdido, pero el capitán español decidió seguir jugando hasta el final. No
dejaría que su barco chocara contra los escollos. Viró el timón lo más posible y, con
ayuda del viento que rebotaba en el acantilado, hizo el valiente intento de doblar el
cabo donde se encuentra El Ferrol para tener la posibilidad de salir a alta mar.
Fue un valiente intento, pero desde el principio era evidente que no podría
conseguir su objetivo. El barco sobrepasó el cabo, pero el viento lo hizo virar en
redondo otra vez. Momento en que el barco, con la proa hundida, avanzó
directamente hasta las puntiagudas rocas del Dientes del Diablo. Hornblower, el

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comandante y todos los demás se acercaron a todo correr al otro lado del cabo para
ver el acto final de la tragedia. El barco avanzaba hacia el arrecife a gran velocidad,
navegando con el viento en popa, y cuando ya estaba cerca, una enorme ola lo
alcanzó y, aparentemente, lo hizo aumentar de velocidad. Volvió a chocar, y la ola lo
embistió dividiéndose en multitud de chorros de agua que cayeron sobre él y lo
ocultaron durante unos segundos. Cuando el agua se escurrió de la cubierta, pudo
verse de nuevo el barco. Estaba encallado y se había transformado, había perdido los
tres mástiles en el impacto y ahora no era más que un casco, un negro casco medio
oculto por la blanca espuma. Por la velocidad con que navegaba y por el impulso de
la ola, el barco había llegado casi al fondo del arrecife y seguramente tenía el fondo
destrozado. Tenía la popa totalmente fuera del agua y la punta de la proa sumergida
en las aguas bastante tranquilas de la parte de sotavento del arrecife.
Algunos de sus tripulantes estaban vivos. Hornblower pudo verles agachados bajo
el saltillo del alcázar para protegerse de las olas. Otra enorme ola se acercó en ese
momento al Dientes del Diablo, chocó contra él y cubrió de espuma el barco
destrozado. El negro casco volvió a aparecer, rodeado de blanca espuma. Como el
barco había llegado al fondo del arrecife, la mayor parte de la superficie del casco
estaba apoyada sobre las rocas que lo habían destrozado. Hornblower observaba a los
supervivientes agachados en la cubierta. Les quedaba poco tiempo de vida: tal vez
cinco minutos, si tenían suerte, y tal vez cinco horas, si no la tenían.
Alrededor de él los españoles gritaban, blasfemaban, las mujeres lloraban.
Algunos agitaban el puño con rabia amenazando a la fragata británica, que, satisfecha
por la destrucción de su víctima, había virado en redondo en el momento adecuado y
ahora se alejaba hacia alta mar con gran cantidad de velamen desplegado. Sería
horrible ver morir a esos infelices. El casco terminaría hundiéndose si una ola más
grande de lo habitual levantaba la popa, o se partiría, lo que tendría como
consecuencia que los supervivientes se hundirían conjuntamente con los pedazos. Y
si tardaba en partirse, los pobres hombres todavía refugiados en él no podrían
soportar el impacto de las salpicaduras que caían constantemente sobre ellos. Había
que hacer algo para salvarles, pero ninguna lancha sería capaz de doblar el cabo y
bordear el arrecife para llegar adonde estaba el barco encallado. Eso era evidente, y
no merecía la pena pensar más en ello. Pero… Mientras Hornblower les observaba,
su mente buscaba con rapidez posibles alternativas. El comandante, aún a caballo,
hablaba con un oficial de marina sobre el mismo asunto, y el oficial de marina, con
los brazos extendidos, decía que cualquier intento de salvamento fracasaría. Si
embargo… Hacía dos años que Hornblower estaba prisionero, y la actividad
reprimida durante ese tiempo buscaba una vía de escape. Además, después de
soportar durante dos años la tristeza producida por el confinamiento, le daba igual
vivir que morir. Se acercó al comandante y le habló del asunto.

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—Señor, déjeme intentar salvarles —dijo—. Tal vez desde esa pequeña
ensenada… Tal vez algunos pescadores vengan conmigo.
El comandante miró al oficial de marina, que se encogió de hombros.
—¿Qué sugiere usted, señor? —preguntó el comandante a Hornblower.
—Podríamos llevar una lancha por tierra hasta el otro lado del cabo —dijo
Hornblower, esforzándose por expresar sus ideas en español—. Pero tenemos que
darnos prisa.
Entonces señaló el barco encallado, y en ese momento una enorme ola chocó
contra el arrecife, lo que sirvió para apoyar sus palabras.
—¿Cómo va a transportar la lancha? —inquirió el comandante.
Explicar su plan en inglés de cara al viento le hubiera sido difícil, y explicarlo en
español era superior a sus fuerzas.
—Se lo diré en el astillero, señor —gritó—. No puedo explicarlo ahora. ¡Pero
tenemos que darnos prisa!
—Entonces, ¿quiere ir al astillero?
—¡Sí! ¡Sí!
—Monte detrás de mí, señor —dijo el comandante.
Hornblower subió torpemente a la grupa del caballo y se sujetó del cinturón del
comandante. El caballo dio la vuelta y bajó la ladera mientras Hornblower daba
peligrosos saltos en su grupa. Todos los hombres de la ciudad y la guarnición que
estaban inactivos corrieron tras ellos.
El astillero de El Ferrol tenía un aspecto fantasmal. Debido al bloqueo británico,
podía compararse a un árbol seco al que le hubieran cortado las raíces. Por estar
situado en una punta de España y comunicarse con el interior del país solamente a
través de caminos escabrosos, dependía de las provisiones que recibía por mar, y era
casi imposible que las recibiera, debido a la presencia de barcos británicos frente a la
costa. En la última visita que los barcos de guerra habían hecho al astillero, los
británicos lo habían dejado casi sin pertrechos y, al mismo tiempo, habían reclutado a
la fuerza a muchos de los hombres que trabajaban allí. Pero todo lo que Hornblower
necesitaba estaba allí, y lo sabía muy bien gracias a su capacidad de observación.
Bajó de la grupa del caballo, evitando milagrosamente recibir una coz del animal,
que, muy irritado, dio una en ese momento. Entonces ordenó sus ideas y señaló una
narria, una especie de plataforma con ruedas, que se usaba para transportar barriles de
carne y barriletes de coñac al muelle.
—Caballos —dijo.
Una docena de hombres dispuestos empezaron a poner los arreos a un tronco de
caballos.
En el muelle del astillero había media docena de lanchas. También había poleas y
cabrias y todo lo necesario para levantar grandes pesos. Sólo tardarían uno o dos

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minutos en pasar varias hondas por debajo de una lancha y subirla. Los españoles,
por lo general, son lentos y perezosos, pero si se les hace comprender la necesidad de
actuar inmediatamente, si se logra despertar su entusiasmo presentándoles un plan
novedoso, trabajan como locos, y muchos son trabajadores realmente hábiles.
Cogieron los remos, un mástil, una vela (aunque seguramente no la necesitarían), el
timón y el tablón que debía ir unido a él. Un grupo de hombres llegó corriendo desde
un almacén con cuñas para la lancha, y en el momento en que las colocaron en la
narria, hicieron retroceder ésta con la polea y bajaron la lancha hasta ella.
—¡Toneles vacíos! —gritó Hornblower—. ¡Pequeños! ¡Así…!
Un pescador gallego de piel morena comprendió enseguida cuál era su propósito
y amplió las cortas frases de Hornblower con muchas explicaciones. Los hombres
trajeron una docena de toneles de agua con los tapones bien ajustados, y el pescador
se subió a la narria y empezó a colocarlos bajo las bancadas y a amarrarlos a ellas.
Los toneles así amarrados mantendrían a flote la lancha aunque se llenara de agua.
—Quiero que me acompañen seis hombres —dijo Hornblower, de pie en la
narria, mirando a la muchedumbre que le rodeaba—. Seis pescadores que sepan
maniobrar lanchas pequeñas.
El pescador de piel morena que estaba amarrando los toneles en la lancha levantó
la vista.
—Sé cuáles son los hombres que necesitamos, señor —dijo.
Gritó una serie de nombres, y enseguida media docena de pescadores se
adelantaron. Todos eran corpulentos y curtidos por el sol, y por su expresión serena
se deducía que estaban acostumbrados a afrontar dificultades. Era obvio que el
gallego moreno era su capitán.
—Entonces, vamos —dijo Hornblower, pero el gallego dijo algo en ese momento.
Hornblower no oyó lo que dijo, pero algunos hombres de la muchedumbre
asintieron con la cabeza, se fueron y regresaron rápidamente con un tonel de agua,
cuyo peso les hacía tambalearse, y una caja que probablemente contenía galletas.
Hornblower estaba molesto consigo mismo por haber olvidado la posibilidad de que
fueran arrastrados a alta mar. El comandante, que, todavía montado en su caballo,
miraba con interés los preparativos, tomó nota de esas provisiones también.
—Recuerde que me ha dado su palabra de no escapar, señor —dijo.
—Sí, señor, y la cumpliré —dijo Hornblower, que había olvidado durante unos
benditos momentos que era un prisionero.
Colocaron las provisiones en la popa de la lancha y el capitán del grupo de
pescadores miró a Hornblower. Éste asintió con la cabeza.
—¡Vamos! —gritó a la muchedumbre.
Los cascos de los caballos golpeaban con estrépito los adoquines y la narria
empezó a avanzar. Varios hombres guiaban los caballos, y otros muchos avanzaban

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junto a ellos como un enjambre; Hornblower y el capitán estaban de pie sobre la
narria, como dos generales triunfadores en un desfile. Salieron por la puerta del
astillero, que estaba al nivel de la calle mayor de la pequeña ciudad, y doblaron por
una calle empinada que llevaba hasta la colina que constituía la altura máxima del
cabo. Todavía la muchedumbre sentía entusiasmo. Los caballos aminoraron el paso
cuando empezaron a subir la ladera, y un centenar de hombres empujaron la narria
por detrás y por los lados y tiraron de los tirantes de la guarnición para ayudarla a
subir. En la cima, el camino se convertía en un estrecho sendero, y la narria rodaba
por él con estrépito dando bandazos. Del sendero partía otro aún peor, que bajaba
serpenteando entre tojos y mirtos hasta la playa adonde Hornblower pensaba llegar,
una playa en la que había visto a algunos pescadores tejiendo jábegas cuando hacía
buen tiempo y que le había parecido un lugar apropiado para el desembarco de una
pequeña brigada y que podría ser utilizado para eso por la Armada inglesa si alguna
vez planeaba tomar El Ferrol.
El viento soplaba con más intensidad que nunca y Hornblower lo sentía aullar a
su alrededor. Cuando tuvieron el mar ante su vista, vieron que se formaban olas de
grandes crestas en todas direcciones, y cuando llegaron a un rellano de la pendiente,
pudieron ver el Dientes del Diablo, que se extendía a lo largo de la costa por
barlovento, y todavía se encontraba sobre él, sosteniéndose precariamente sobre las
afiladas puntas de las rocas, el barco destrozado, cuyo negro casco contrastaba con la
masa de espuma que lo rodeaba. Alguien gritó al verlo, y todos empujaron la narria
con tanta fuerza que los caballos empezaron a trotar. La narria comenzó a avanzar
con rapidez y a saltar por encima de los obstáculos del camino.
—¡Despacio! —gritó Hornblower—. ¡Despacio!
Si se rompía un eje o una rueda en esos momentos, el intento de salvamento
terminaría siendo un horrible fracaso. El comandante, montado en su caballo, apoyó
las palabras de Hornblower con sus órdenes y logró que la muchedumbre reprimiera
su entusiasmo. La narria descendió despacio por el sendero y, por fin, llegó a la playa.
El viento levantaba la arena húmeda y la lanzaba contra la cara de los hombres, pero
a la playa sólo llegaban olas pequeñas, pues se encontraba en un entrante de la costa
protegido del viento del suroeste que tenía por barlovento el Dientes del Diablo,
donde disminuía la fuerza de las grandes olas que se movían casi paralelas a la costa.
Las ruedas de la narria se hundieron en la arena, y los caballos se detuvieron al
mismo borde del agua. Una veintena de hombres dispuestos quitaron los arreos a los
caballos y cien ágiles brazos empujaron la narria al agua. Todas estas cosas
resultaban fáciles porque muchos hombres ayudaban a hacerlas. Cuando la primera
ola pasó por encima de la narria, subieron a ella los tripulantes de la lancha. En el
fondo había rocas, pero los fuertes empujones de los soldados y los trabajadores del
astillero, que estaban metidos en el agua hasta la cintura, hicieron pasar la narria por

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encima de aquéllas. El agua separó la lancha de las cuñas casi por completo, y los
tripulantes terminaron de ponerla a flote y se subieron a ella; el viento empezó a
balancearla inmediatamente. Los tripulantes cogieron los remos y dieron media
docena de rápidas paletadas para controlarla. El capitán gallego había colocado un
remo en la popa para dirigir la lancha en vez del timón y el tablón, y cuando empezó
a moverlo, miró hacia Hornblower, que, tácitamente, le dejó ese trabajo.
Hornblower, de pie en la popa, trataba de determinar la ruta a seguir entre las
rocas para llegar al barco encallado. Ahora la costa y la resguardada playa quedaban
muy lejos, y los tripulantes luchaban por hacer pasar la lancha por una masa de agua
que se movía caóticamente mientras el viento aullaba a su alrededor. Entre esas olas
que se movían en todas direcciones, la lancha daba constantes bandazos.
Afortunadamente, los remeros estaban acostumbrados a remar en aguas turbulentas y
podían lograr que la lancha continuara moviéndose, al menos lo suficiente para que el
capitán la orientara con el remo de popa que servía de timón, aunque con gran
esfuerzo, y guiarla a través del monumental caos. Hornblower, que indicaba por
dónde debían seguir, guiaba al capitán con gestos para que se ocupara de evitar que la
lancha volcara por el impacto de una ola que la alcanzara inesperadamente. El viento
aullaba, la lancha cabeceaba, se balanceaba violentamente al chocar con las olas,
avanzaba trabajosamente yarda a yarda hacia el barco encallado. Aunque, en general,
las olas no parecían seguir un orden, muchas se movían hacia el exterior del Dientes
del Diablo; por eso el capitán tenía que maniobrarla con cuidado, virándola primero
de modo que cortara las olas con la proa y luego de modo que pudiera avanzar un
tanto con el viento en contra. Hornblower no tenía necesidad de mirar a los remeros,
pues remaban constantemente con todas sus fuerzas. No podían tener ni un momento
de respiro, tenían que empujar y halar, empujar y halar continuamente. Hornblower
se preguntaba cómo era posible que sus corazones y sus tendones resistieran ese
esfuerzo.
Se acercaban al barco encallado. Hornblower, cuando el viento y las salpicaduras
de agua lo permitían, podía ver toda la cubierta, ahora inclinada, y algunas figuras
humanas refugiadas bajo el saltillo del alcázar. Notó que alguien le saludaba con la
mano. Pero, de repente, algo enorme y puntiagudo que emergió del mar, a veinte
yardas de distancia, llamó su atención. Al principio no supo qué era, pero luego,
cuando el mar lo dejó de nuevo a la vista, lo reconoció: era la base de un mástil
partido. La parte superior del mástil todavía estaba unida al barco por el único
obenque que no se había roto, y el mástil se movía hacia sotavento saltando sobre las
olas, como si un dios de los mares quisiera utilizarlo para descargar su ira contra
ellos. Hornblower indicó al timonel el peligro, y el timonel asintió con la cabeza y
gritó: «¡Válgame Dios!»; el viento se llevó sus palabras. Esquivaron el mástil y
siguieron avanzando. Ahora Hornblower podía apreciar mejor a qué velocidad

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avanzaban porque podía guiarse por un objeto fijo. Notó que sólo adelantaban unas
cuantas pulgadas cada vez que los remeros movían los remos y cuándo la lancha se
detenía o retrocedía al ser embestida por alguna ráfaga de viento y el movimiento de
las palas de los remos en el agua no era efectivo. Adelantar una pulgada les costaba
un trabajo infinito.
Ahora estaban lejos del mástil y muy cerca de la proa del barco, sumergida, pero
a tan corta distancia del Dientes del Diablo que caían salpicaduras sobre ellos cada
vez que las olas chocaban contra la parte exterior del arrecife. En el fondo de la
lancha había ya varias pulgadas de agua, pero no tenían tiempo para achicarla ahora.
Estaban en el momento más delicado de la operación, pues tenían que abordarse con
el barco encallado para sacar de él a los supervivientes evitando que la lancha se
desfondara. La popa del barco estaba rodeada de las puntiagudas rocas, pero la proa y
la parte anterior del combés estaban sumergidas, aunque a veces el castillo estaba por
encima de la superficie. El barco estaba inclinado a babor, hacia el lado por donde
ellos se acercaban, por lo que les sería más fácil llegar a él. Cuando el agua había
llegado al nivel más bajo, justo antes que la siguiente ola chocara contra el arrecife,
Hornblower estiró el cuello y pudo ver que no había rocas junto a la parte intermedia
del combés, donde la cubierta llegaba a la superficie del mar. Pudo indicar fácilmente
al timonel que llevara la lancha hacia ese lugar, y cuando la lancha viró, agitó los
brazos y atrajo fácilmente la atención del pequeño grupo de hombres que estaban
bajo el saltillo del alcázar y luego les indicó el lugar al que se dirigía la lancha. Una
ola chocó contra el arrecife, y el agua saltó por encima de la popa del barco encallado
y casi llenó la lancha. Entonces la lancha cabeceó violentamente entre los remolinos,
pero los toneles la hicieron mantenerse a flote, y los giros del remo que servía de
timón y el fuerte movimiento de los remos impidieron que se estrellara contra el
barco encallado y contra las rocas.
—¡Ahora! —gritó Hornblower.
No tenía importancia que hablara en inglés en ese momento, era el momento
decisivo. La lancha siguió avanzando, y los supervivientes soltaron los cabos con que
se habían amarrado para mantenerse en su refugio y se deslizaron por la cubierta
hasta el lugar al que ella se aproximaba. A todos les sorprendió un poco ver que sólo
eran cuatro. Seguramente veinte o treinta hombres habían caído por la borda cuando
el barco chocó contra el arrecife. La lancha viró la proa hacia el barco encallado y se
aproximó a él. El timonel gritó una orden y los remeros dejaron de mover los remos.
Un superviviente se tiró a la proa de la lancha. Los remos volvieron a moverse, el
remo que servía de timón volvió a girar y la lancha siguió avanzando, y otro
superviviente más se tiró a ella. En ese momento, Hornblower, que estaba vigilando
el mar, vio una ola pasar por encima del arrecife y dio un grito para advertir de ello al
capitán con el fin de que retrocediera a un lugar más seguro, y los supervivientes

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volvieron a refugiarse en el saltillo del alcázar. La ola chocó con estrépito, la espuma
susurró, las salpicaduras produjeron chasquidos, y la lancha se acercó de nuevo al
barco encallado. El tercer superviviente se preparó para saltar, pero calculó mal el
momento en que debía hacerlo y cayó al mar. Se fue al fondo enseguida, como una
piedra, pues estaba exhausto y tenía los miembros entumecidos a causa del frío, pero
no podían perder tiempo lamentándolo. El cuarto superviviente saltó en el momento
oportuno para hacerlo y cayó en la proa de la lancha.
—¿Hay más? —gritó Hornblower.
La respuesta que obtuvo fue una negación con la cabeza. Así pues, ocho hombres
habían arriesgado su vida para salvar la de tres.
—¡Vamos! —dijo Hornblower, aunque no hacía falta que dijera nada al timonel.
El timonel dejó que el viento alejara la lancha del barco encallado y de las rocas,
y también de la costa. El movimiento ocasional de los remos bastaba para mantener la
proa dirigida contra el viento y las olas. Hornblower observó a los débiles
supervivientes, que estaban en el fondo de la lancha medio cubiertos por el agua. Se
inclinó hacia ellos y les sacudió para reanimarles y les puso en las manos los
achicadores. Tenían que mantenerse activos o morirían. A todos les sorprendió ver
que empezaba a anochecer. Era urgente decidir qué iban a hacer a continuación, pues
los remeros no estaban en condiciones de remar por mucho más tiempo. Si
regresaban a la playa de la que habían salido, era posible que los remeros tuvieran
que detenerse por cansancio o porque llegara la noche entre los escollos que había
cerca de la costa. Hornblower se sentó junto al capitán gallego, que expresó su
opinión lacónicamente mientras observaba las olas que se movían hacia la lancha.
—Está anocheciendo —dijo el capitán, mirando hacia el cielo—. Rocas. Los
hombres están cansados.
—No es conveniente regresar —dijo Hornblower.
—No.
—Entonces tenemos que salir a alta mar.
Durante los largos años que había pasado haciendo el bloqueo a diversos puertos
y patrullando aguas próximas a costas a sotavento, Hornblower había aprendido que
era necesario que una embarcación se situara donde tuviera mucho espacio para
maniobrar.
—Sí —dijo el capitán, y añadió algo que Hornblower no pudo entender debido al
ruido del viento y a que no estaba familiarizado con su lengua.
El capitán volvió a gritar lo mismo y para acompañar sus palabras quitó una mano
del remo que servía de timón y expresó algo con gestos.
«Un ancla de capa», se dijo Hornblower, y la idea le pareció excelente.
Miró hacia la lejana costa y trató de calcular la dirección del viento. Parecía que
estaba rolando al sur. En ese lugar estaban bastante separados de la costa y podrían

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pasar la noche allí con un ancla de capa sin correr el riesgo de ser empujados hacia
ella mientras hubiera esas condiciones climáticas.
—¡Bien! —dijo Hornblower en voz alta.
Entonces imitó los gestos del capitán, y éste mostró su aprobación con la mirada y
luego dio una orden. Al oírla, los dos remeros de proa metieron los remos en la
lancha y empezaron a construir un ancla de capa, que consistía simplemente en dos
remos unidos a un largo cabo que pendía de la proa. La presión que el viento ejercía
ahora sobre la lancha daría al ancla suficiente fuerza de arrastre como para mantener
su proa dirigida a alta mar. Hornblower observó cómo el ancla empezaba a agarrarse
al mar.
—¡Bien! —repitió.
—¡Bien! —observó el capitán, metiendo en la lancha el remo que servía de
timón.
Hasta ese momento Hornblower no se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo
expuesto al viento invernal y estaba calado hasta los huesos. Tenía los miembros
entumecidos por el frío y temblaba. Uno de los supervivientes estaba postrado a sus
pies, y los otros dos, que habían achicado ya casi toda el agua, estaban espabilados y
animados. Los remeros estaban sentados en las bancadas con la espalda doblada por
el cansancio. El capitán gallego se inclinó hacia el fondo de la lancha para levantar al
hombre que estaba postrado. Todos tuvieron el impulso de echarse en el fondo de la
lancha, debajo de las bancadas, para protegerse del furioso viento.
Llegó la noche. A Hornblower le pareció agradable estar en contacto con otros
seres humanos. Sintió que alguien le ponía el brazo sobre los hombros y él puso el
suyo alrededor de los hombros de otro hombre. Todavía entraba un poco de agua por
entre las tablas del fondo de la lancha y todavía el viento aullaba. La lancha bajaba
primero la proa y luego la popa cuando las olas pasaban por debajo y cuando subía en
la cresta de alguna ola, daba una sacudida porque el ancla de capa tiraba de ella. A
intervalos de varios segundos caían salpicaduras sobre la lancha y sobre sus cuerpos
encogidos, y poco tiempo después había tanta agua acumulada en el fondo de la
lancha que tuvieron que levantarse y ponerse a achicar el agua a tientas. Después
volvieron a agruparse bajo las bancadas.
Cuando volvieron a agruparse después de achicar el agua por tercera vez,
Hornblower estaba muerto de frío y exhausto. Y entonces se dio cuenta de que el
hombre sobre cuyos hombros había apoyado el brazo tenía el cuerpo rígido. Ese era
el hombre que el capitán había tratado de reanimar. Había muerto sentado allí entre el
capitán y Hornblower. El capitán arrastró el cadáver hasta la popa en la oscuridad.
Durante toda la noche sopló un viento gélido y el agua helada siguió salpicándoles, y
no cesaron las sacudidas, ni el cabeceo ni el balanceo de la lancha; ellos se sentaban y
achicaban el agua y volvían a agruparse temblando bajo las bancadas. Todo eso fue

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un terrible tormento. Cuando Hornblower vio los primeros signos de que la noche
llegaba a su fin, no podía dar crédito a lo que veía. La luz del amanecer se extendió
poco a poco sobre el grisáceo mar, y llegó el momento de decidir lo que iban a hacer.
Pero cuando la luz aumentó, las circunstancias resolvieron el problema. Uno de los
pescadores se puso de pie e inmediatamente dio un grito y señaló hacia el norte, hacia
un punto del lejano horizonte, y allí divisó un barco al que se le veía casi todo el
casco y que estaba en facha y tenía gran cantidad de velamen desplegado. El capitán
lo observó y enseguida lo identificó, demostrando que tenía una vista excelente.
—Es la fragata inglesa —dijo.
Probablemente la distancia que la fragata se había separado de la costa mientras
estaba en facha era la misma que se había separado el bote al ser arrastrado por el
ancla de capa.
—Háganle señales —dijo Hornblower, y nadie planteó ninguna objeción.
El único objeto blanco que tenían a mano era la camisa de Hornblower, así que el
joven, a pesar de que temblaba de frío, se la quitó, y los demás la ataron a un remo,
que colocaron en la carlinga para el mástil. El capitán, al ver que Hornblower se
ponía la chaqueta empapada sobre los hombros desnudos, se quitó bruscamente su
grueso jersey azul y se lo ofreció.
—No, gracias —protestó Hornblower.
Pero el capitán insistió y, sonriendo, señaló el cadáver que yacía en la popa y dijo
que reemplazaría el jersey con su ropa.
Su argumentación fue interrumpida por el grito de otro pescador. La fragata
dirigió la proa hacia la parte de donde venía el viento, que ahora era flojo, y con el
velacho y la gavia mayor con tres rizos, puso rumbo a la lancha. Hornblower vio la
fragata acercarse a ellos y luego miró en dirección contraria, hacia las montañas
gallegas que se recortaban sobre el horizonte y pensó que a un lado estaban el calor,
la libertad y la amistad, y al otro, la soledad y la cautividad. Cuando la fragata llegó
adonde estaba la lancha, ésta empezó a cabecear y a balancearse con extraordinaria
violencia. Desde la fragata, muchas caras asombradas miraron hacia ellos. Todos
tenían frío y calambres. Los tripulantes de la fragata bajaron al agua una lancha, a la
que descendieron dos de los más ágiles, y luego tiraron dentro un cabo y una anilla
con retrancas. Entonces los marineros ingleses ayudaron a los españoles a pasar las
piernas por entre las retrancas y les mantuvieron derechos mientras les subían a bordo
de la fragata.
—Yo seré el último —dijo Hornblower cuando los marineros se volvieron hacia
él—. Soy un oficial del rey.
—¡Dios santo! —exclamaron los marineros.
—Suban también el cadáver —dijo Hornblower—. Así podrá tener un entierro
digno.

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El cadáver, balanceándose en el aire, tenía un aspecto grotesco. El capitán gallego
disputó a Hornblower el honor de ser el último en subir, pero Hornblower no se dejó
persuadir. Al fin, los marineros le ayudaron a meter las piernas entre las retrancas y
luego le aseguraron amarrándole un cabo alrededor de la cintura. Entonces le
subieron, mientras él se bamboleaba con el balanceo de la fragata, y luego le pasaron
por encima de la borda y le bajaron poco a poco hasta que media docena de fuertes
brazos le cogieron y le colocaron con delicadeza sobre la cubierta.
—Bueno, compañero, has llegado sano y salvo —dijo un marinero barbudo.
—Soy un oficial del Rey —dijo Hornblower—. ¿Dónde está el oficial de guardia?
Poco tiempo después, Hornblower, con la agradable sensación de vestir ropa seca,
estaba tomando ron mezclado con agua caliente en la cabina del capitán George
Crome, al mando de la Syrtis, fragata de la Armada real inglesa. Crome era un
hombre delgado y pálido y tenía una expresión triste, pero Hornblower sabía que era
uno de los mejores oficiales de la Armada.
—Los gallegos son buenos marineros —dijo Crome—. No puedo reclutarles a la
fuerza, pero tal vez algunos se ofrezcan como marineros voluntarios para no ser
encerrados en un barco prisión.
—Señor… —dijo Hornblower, pero vaciló, porque pensó que era incorrecto que
un teniente de poca antigüedad discutiera con un capitán de navío.
—¿Sí?
—Esos hombres se hicieron a la mar para salvar vidas. No pueden ser apresados.
Crome entrecerró sus grises ojos y miró a Hornblower con recelo. El joven tenía
razón al pensar que era incorrecto que un oficial de poca antigüedad discutiera con un
capitán de navío.
—¿Pretende usted enseñarme cuál es mi deber? —preguntó.
—¡Oh, no, señor! —exclamó Hornblower—. Hace mucho que leí las normas
establecidas por el Almirantazgo y probablemente me falla la memoria.
—¿Las normas establecidas por el Almirantazgo…? —dijo Crome en un tono un
poco diferente.
—Tal vez me equivoque, señor, pero me parece recordar que la misma norma
puede aplicarse a los otros dos hombres, a los supervivientes.
Incluso un capitán de navío podía ser castigado por contravenir las normas
establecidas por el Almirantazgo.
—Reflexionaré sobre eso —dijo Crome.
—Dije que subieran a bordo el cadáver porque pensé que usted haría todo lo
necesario para que tuviera un entierro digno. Esos gallegos arriesgaron su vida para
salvarle, señor, y espero que se sientan satisfechos por ello.
—¿Un entierro como manda el Papa? Daré orden de que les dejen actuar
libremente.

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—Gracias, señor —dijo Hornblower.
—Y ahora hablemos de usted. Me ha dicho que le han nombrado teniente. Puede
estar de servicio en esta fragata hasta que nos reunamos con el almirante, y él decida
lo que debe hacerse. No he oído decir que la Indefatigable haya regresado a puerto, y
es posible que todavía usted esté en el rol de la fragata.
Cuando Hornblower bebió otro sorbo de ron con agua caliente, el diablo le tentó.
La alegría que sentía por volver a estar en un barco de la Armada real inglesa era tan
profunda que casi le causaba dolor. Aquí podía comer tasajo y galletas en vez de
alubias y garbanzos; volvía a tener una cubierta bajo los pies y a hablar en inglés; era
libre, libre como el viento. Y había pocas posibilidades de que le capturaran de nuevo
los españoles. Recordó perfectamente la profunda pena que le producía estar
prisionero. Todo lo que tenía que hacer era quedarse callado. Permanecer en silencio
uno o dos días. Pero el diablo no tuvo que seguirle tentando mucho tiempo, sólo hasta
que tomó el siguiente trago de ron, con agua caliente. En ese momento empujó al
diablo, lo apartó de sí y volvió a mirar a Crome a los ojos.
—Lo siento, señor —dijo.
—¿Qué?
—Estoy en libertad bajo palabra de honor. Antes de abandonar la playa di mi
palabra de no escapar.
—¿Ah, sí? Eso cambia las cosas. Desde luego, estaba en su derecho de hacerlo.
Era tan corriente que los oficiales británicos prisioneros dieran su palabra de no
escapar que el hecho no suscitaba comentarios.
—Supongo que la dio en la forma habitual, diciendo que no haría ningún intento
de escapar —dijo Crome.
—Sí, señor.
—Entonces, ¿qué ha decidido?
Naturalmente, Crome no podía tratar de influir en la decisión de un caballero en
un asunto privado en el que había empeñado su palabra.
—Tengo que regresar en cuanto sea posible, señor —dijo Hornblower.
Notó el balanceo de la fragata y pasó la vista por la confortable cabina, y se le
partió el corazón.
—Al menos puede comer y dormir esta noche a bordo —dijo Crome—. No me
atrevo a acercarme a la costa otra vez hasta que el viento amaine. Cuando sea posible,
le mandaré a La Coruña en una lancha con bandera blanca. Y voy a ver cuáles son las
normas que rigen a esos prisioneros.
Una soleada mañana, el centinela de la fortaleza San Antón, en el puerto de La
Coruña, comunicó a su superior que la fragata británica que patrullaba las aguas
próximas al cabo se había puesto en facha casi al alcance de los cañones y que sus
tripulantes estaban bajando una lancha al agua. Ése era el límite de la responsabilidad

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del centinela, que entonces observó tranquilamente cómo su superior miraba con
atención el cúter con bandera blanca que se acercaba navegando a considerable
velocidad. El cúter se detuvo a corta distancia, a tiro de mosquete, y el centinela se
sorprendió al oír que desde él alguien respondió al grito de su superior en la
inconfundible lengua gallega. El cúter se acercó a la grada y, después que diez
hombres salieran de él, volvió a dirigirse hacia la fragata. Nueve de esos hombres
reían y gritaban, mientras que el décimo, el más joven, tenía una expresión grave que
no denotaba ningún sentimiento; no cambió ni siquiera cuando los demás, con
evidente afecto, le abrazaron. Nadie se molestó en explicar al centinela quién era el
hombre imperturbable ni él estaba muy interesado en saberlo. Después que el
centinela vio que el grupo cruzaba en una lancha la bahía de La Coruña en dirección
a El Ferrol, olvidó lo ocurrido.
Era casi primavera cuando un oficial del Ejército español llegó a las barracas que
servían de prisión para los oficiales en El Ferrol.
—¿El señor Hornblower? —preguntó.
Hornblower, aunque estaba en un rincón, se dio cuenta de que el oficial había
tratado de decir su nombre. Ya estaba acostumbrado a la forma en que los españoles
mutilaban su nombre.
—¿Sí? —preguntó, poniéndose de pie.
—Tenga la amabilidad de venir conmigo. El comandante me mandó a buscarle,
señor.
El comandante estaba sonriente y tenía un despacho en las manos.
—Ésta es una orden personal —dijo, agitando el documento en el aire—. Está
refrendada por el duque de Fuentesaúco, ministro de Marina, y firmada por el duque
de Alcudia, primer ministro y príncipe de la Paz.
—Sí, señor.
Hornblower debería haber concebido esperanzas entonces, pero en la vida de un
prisionero llega un momento en que deja de tenerlas. Lo que le había llamado la
atención era el extraño título de príncipe de la Paz, que había aparecido en España
hacía poco.
—Dice: «Yo, Carlos Leonardo Luis Manuel Godoy Álvarez de Faria, primer
ministro del reino de Su Majestad el Rey Católico, príncipe de la Paz, duque de
Alcudia, grande de España de primera clase, caballero de la orden del Toisón de Oro,
caballero de la orden de Santiago, caballero de la orden de Calatrava, capitán general
de los Ejércitos, general de Caballería, Infantería y Artillería, gran almirante de
España e Indias, coronel general de la Guardia de Corps…». En resumen, señor, en
este documento se me ordena que dé los pasos necesarios para ponerle a usted en
libertad. Tengo que entregarle a sus compatriotas en una lancha con bandera blanca
en reconocimiento a «su valor y su sacrificio por salvar vidas arriesgando la suya».

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—Gracias, señor —dijo emocionado Hornblower.

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Escritor inglés cuyo nombre completo era Cecil Scott Forester (Gran Bretaña, 1899-
1966). Nació en El Cairo donde su padre estaba destinado como funcionario del
gobierno británico y cursó estudios de Medicina que dejó inacabados. Su primera
novela Payment Deferred (1926), fue llevada al cine, al igual que varios de sus
principales títulos posteriores, tales como Orgullo y pasión (1933) y La Reina de
África (1935), clásico de la novela de aventuras contemporánea y estupendo temple
narrativo que narra la peripecia de una vieja lancha a través de los rápidos de un río
africano, cuando en Europa ha estallado una contienda remota cuya resonancia
hermanará, extraña y conmovedoramente, los destinos de dos seres dispares en
apariencia y secretamente fraternos y complementarios en lo esencial. Pero C.S.
Forester es principalmente conocido por su saga protagonizada por el capitán Horatio
Hornblower (1937-1957). Las más importantes fueron, Aventuras de Horacio
Hornblower (1937), Teniente de navío Hornblower (1939), El comodoro Hornblower
(1945), Lord Hornblower (1946) y Hornblower y la Atropos (1953). C.S. Forester,
cuyas novelas emanaban brío, emotividad y tierna ironía, formó junto a Patrick
O`Brian y Alexander Kent, el grupo de autores más reconocido de novela histórica
marinera.

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Notas

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[1] Lazareto: pequeña bodega de popa. (N de la T) <<

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[2] Cable: Medida de longitud equivalente a la décima parte de una milla. (120 brazas

o 185,19 m.) (N. de la T) <<

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[3] Las Ranas: Los ingleses llaman a los franceses despectivamente las Ranas. (N. de

la T) <<

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[4] Las Langostas: Antiguamente los ingleses llamaban a los miembros del Ejército

británico las Langostas o los Casacas Rojas debido a que la casaca de su uniforme era
escarlata. (N de la T) <<

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[5] Bedlam: Se llamaba así al Bethlehem Royal Hospital, el primer manicomio de

Inglaterra y también de Europa. Su nombre suele usarse para hacer referencia a


lugares donde hay confusión y alboroto. (N. de la T) <<

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[6] Cachones: Olas que rompen formando espuma. (N. de la T) <<

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[7] Pompey: Nombre que los marineros daban antiguamente a Portsmouth. <<

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[8]
Tyburn: Lugar de Londres donde antiguamente los reos eran ejecutados en
público. (N. de la T) <<

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