Un Sueño - E.A. Poe

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Un sueño1

De la existencia de «Un sueño» no se sabía nada hasta que Killis Campbell advirtió a
la sazón su autoría probada en 1917. El investigador había estado leyendo escritos de
varios periódicos de la época en busca de textos que pudieran pertenecer, bajo la máscara
opaca del anonimato, a un joven Edgar Allan Poe, cuya pluma habría firmado la narración
con una escueta «P.».
El relato fue publicado por vez primera —y seguramente también última en vida del
autor— el 13 de agosto de 1831 en el Saturday Evening Post de Filadelfia. A la luz de este
hallazgo, cabría considerarlo como el primerísimo cuento de facto de su autor. Sin
embargo, la incógnita, conservada durante años, de la identidad del signatario sitúa «Un
sueño» en una insólita coyuntura: a pesar de ser la primera obra original de Poe
publicada, no forma parte del conjunto de narraciones que encumbraron al autor
estadounidense, encabezadas por «Metzengerstein», aparecida pocos meses después.
Este escrito presenta más que ningún otro la juventud de su autor, aún lejos no solo de
alcanzar la madurez narrativa, sino también de empezar a interesarse por los temas que
luego se descubrirían recurrentes en su obra. De hecho, la elección de un fondo bíblico, en
concreto del Nuevo Testamento, ha supuesto un flanco de ataque para aquellos que no
convienen en otorgar la autoría del cuento a Poe, aún hoy un asunto ampliamente
discutido.
Su inclusión en este volumen responde, como todas las demás, al criterio de Thomas
Ollive Mabbot, que estimaba apreciar en el relato los primeros y titubeantes pasos de un
autor extraordinario.

H
ace unas noches me acosté, disponiéndome para el descanso nocturno. Es
una costumbre mía, de años, leer algún pasaje de las Escrituras antes de
cerrar los ojos con el sopor de la noche. Así lo hice en la presente ocasión.
Di por casualidad con el fragmento en el que la inspiración grabó la agonía del Dios de
la Naturaleza. Estos pensamientos, y las escenas que siguen a su entrega al espíritu, me
acosaron mientras dormía.

1 En: Poe, Edgar Allan (2016). Cuentos completos. Barcelona, Peguin.


Hay sin duda algo misterioso e incomprensible en la manera en que a veces se
disponen los desbocados caprichos de la imaginación, pero la solución de esto más
corresponde al fisiólogo que al atolondrado «soñador».
Parecía que yo fuera un fariseo que volvía del escenario de la muerte. Había ayudado
a clavar afiladísimos clavos en las palmas de Aquel que colgaba de la cruz, el espectáculo
de más amarga congoja que haya sentido jamás un mortal. Oía el gemido que atravesaba
su alma cada vez que chirriaba en los huesos el áspero hierro que yo remachaba. Me
aparté unos pasos del lugar de la ejecución y me volví para mirar a mi más
irreconciliable enemigo. El Nazareno aún no estaba muerto; la vida resistía en el manto
de su carne, como si temiera recorrer a solas el valle de la muerte. Creí ver la fría
humedad que se posa en la frente de los moribundos, detenida en grandes gotas en la
suya. Vi el temblor de cada músculo; el ojo, que empezaba a perder su lustre en la
mirada vacía del cadáver. Oí el ronco gorgoteo de su garganta. Un momento más… y la
cadena de la existencia se rompió, y un eslabón cayó a la eternidad.
Di media vuelta y anduve despreocupadamente hasta llegar al centro de Jerusalén.
A corta distancia se erguían las altivas torres del Templo; su tejado dorado reflejaba
unos rayos tan brillantes como la fuente de la que emanaban. Me invadió una sensación
de orgullo consciente al mirar los extensos campos y las altivas montañas que rodeaban
aquel orgullo del mundo oriental. A mi derecha se alzaba el monte de los Olivos,
cubierto de matorrales y viñedos; más allá, demarcando los confines de la vista de los
mortales, surgían montañas apiladas unas sobre otras; a la izquierda estaban las
espléndidas llanuras de Judea, y pensé que era un luminoso cuadro de la existencia
humana al ver el riachuelo Cedrón atravesando raudo los prados de camino hacia el
lejano lago. Oí el alegre canto de la hermosa doncella que espigaba en el sembrado
lejano y, mezclado con los ecos de la montaña, el agudo silbo de la flauta del pastor, que
llamaba al redil al cordero perdido. Sobre la naturaleza animada se había derramado
una belleza perfecta.
Sin embargo, «al poco sobrevino un cambio en el espíritu de mi sueño»: sentí un frío
súbito, me volví instintivamente hacia el sol y vi una mano que dibujaba con lentitud un
manto de inmundicia sobre él. Busqué las estrellas, pero todas habían dejado de titilar,
pues la misma mano las había envuelto en el emblema del duelo. La luna no alumbraba
con su luz plateada las perezosas olas del mar Muerto, que cantaban el ronco réquiem
de las ciudades de la Llanura, pues ocultaba su rostro, como si temiera contemplar lo
que ocurría en la tierra. Oí un gemido, un susurro, cuando el espíritu de la oscuridad
extendió sus alas sobre un mundo espantado.
Se apoderó de mí una desesperación atroz. Sentía el torrente de la vida retornando
lentamente a sus fuentes cuando me invadió el terrible pensamiento de que había
llegado el día del Juicio Final.
De repente estaba ante el Templo. El velo, que había ocultado sus secretos a las
miradas profanas, estaba ahora rasgado. Miré durante unos momentos: el sacerdote se
hallaba junto al altar, ofreciendo el sacrificio expiatorio. El fuego, que había de prender
en los miembros cercenados de la víctima, resplandeció unos momentos en los lejanos
muros y después se perdió en la oscuridad más absoluta. El sacerdote se volvió para
encenderlo de nuevo con la llama viva del candelabro, pero también había
desaparecido… Era como la quietud del sepulcro.
Di la vuelta y me precipité hacia la calle. Estaba desierta. Ni un sonido rompía el
silencio, salvo el aullido de un perro salvaje, que se deleitaba con el cadáver medio
abrasado en el valle de Hinom. Vi una luz que salía de una ventana a lo lejos y me dirigí
hacia ella. Me asomé a la puerta, que estaba abierta. Una viuda preparaba el último
bocado que había podido conseguir para su bebé moribundo. Había encendido un
pequeño fuego, y vi cómo contemplaba, con el corazón encogido de desánimo, la llama
que se extinguía a la vez que sus esperanzas.
La oscuridad cubrió el universo. La naturaleza estaba de duelo, pues su creador
había muerto. La tierra se había arropado con los atavíos del dolor y los cielos vestían
el negro del duelo. Deambulé entonces con desasosiego, sin prestar atención a donde
iba. Enseguida apareció una luz por oriente. Una columna de luz sesgó la tiniebla, como
el haz que resplandece en la oscuridad del pozo a medianoche, e iluminó la serena
lobreguez que me rodeaba. Había una abertura en la vasta bóveda del extenso
firmamento. Me volví hacia ella con mirada perpleja.
En la inmensidad del espacio, a una distancia que solo podría medirse con «una línea
paralela a la eternidad», y, sin embargo, extremadamente definida y clara, apareció la
misma persona a la que yo había revestido de la burlona púrpura de la realeza. Iba
ataviado con el manto del Rey de Reyes. Estaba sentado en su trono, pero no era de
color blanco. Los cielos estaban de luto, porque mientras los ángeles se arrodillaban
uno tras otro ante él, vi que la corona de inmortal amaranto que solía ceñirle la frente
había sido reemplazada por otra de ciprés.
Me volví para ver a dónde me había llevado mi deambular. Había llegado al sepulcro
del monarca de Israel. Me eché a temblar al ver que empezaban a moverse los terrones
que cubrían los huesos enmohecidos de algún tirano. Miré hacia donde yacía el último
monarca, con todo el esplendor y la magnificencia de la muerte, y aquel monumento
esculpido empezó a temblar. Al poco se volcó, y salió el inquilino de la tumba. Era una
cosa abominable, de otro mundo, que ni siquiera Dante, en los más delirantes vuelos de
su imaginación, hubiera podido conjurar. No era capaz de moverme, pues el terror
había amarrado mi voluntad. Vi cómo el gusano de la tumba se retorcía entre los
mechones enredados que cubrían parte de aquel cráneo putrefacto. Los huesos crujían
al moverse en las articulaciones, pues la carne había desaparecido. Oí su horrenda
música, que acompañaba aquella parodia de la miserable mortalidad. Él se acercó a mí
y, al pasar a mi lado, me echó en plena cara el aliento de la fría humedad de aquella
estrecha y solitaria casa. Se cerró la sima de los cielos y, con un convulso
estremecimiento, me desperté.

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