Madremujer
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Madremujer
por Jacques-Alain Miller | Aproximaciones (29), Dossier mujeres. Un
interrogante para el psicoanálisis. (29), Número 29
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Texto de Jacques-Alain Miller
Hay ocasiones en que se habla bien de ella, en que se la celebra y se la pone por
las nubes, pero ¿no será que esto sucede cuando la sombra de la madre cae
sobre ella? El amor cortés, disposición en la que se exalta al máximo a la mujer
y su falta, supone precisamente que la mujer se hace intocable. Esto nos hace
pensar que la sombra de la madre cae sobre la mujer. Es lo que hace que Freud
impute a la mujer gozar del sufrimiento. No iremos hasta ahí, pero
efectivamente podemos dar cuenta de los fantasmas típicos que las mujeres
confiesan comúnmente, en los que, para acceder al goce, se representan a si
mismas como objeto de la persecución masculina – desnudadas, golpeadas,
vencidas – como si esta fuese la condición sine qua non para sentirse
auténticamente mujer. Este “hacerse sufrir” toma de buen grado caminos
indirectos. Por ejemplo, el imperativo de estar bellas no es, con frecuencia, más
que la máscara de un masoquismo estetizado.
Esto se presenta como una comedia del arte, con contraste entre los personajes.
Por un lado, la madre cubierta de niños; por el otro, la mujer cubierta de
cadenas. La madre cubierta de halagos, la mujer cubierta de escupitajos. Aquí,
potencia y riqueza; ahí, servidumbre e indigencia. De un lado, el tener; del otro,
la falta.
Es lo que pone en tela de juicio la equivalencia freudiana pene = niño. Para ser
mujer, ¿hace falta rechazar el ser madre? Es una vía que escogen explícitamente
cierto número de mujeres. Otras solo consienten a la maternidad lo menos
posible, para obtener el estatus privilegiado que se atribuye todavía a la madre
en comparación con la mujer. Pero desde que ellas toman la palabra, esta es
“¡no más!”, rechazando el realizarse en la abundancia de la prole.
La cuestión de saber si para ser mujer hace falta rechazar ser madre merece,
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entonces, ser planteada .
Pero “identificación viril”, ¿qué quiere decir? ¿No es necesario poner más
profundamente en juego una identificación de una mujer con el significante del
deseo que nosotros llamamos falo? Y eso se encuentra, en efecto: el rechazo de
la maternidad para mantenerse como Otro del deseo. Se rechaza ser el Otro de
la demanda, que es la madre, para ser, como mujer, el Otro del deseo.
¡La otra mujer! Debemos a Lacan haber despejado la instancia clínica a partir
de Freud. Él ha despejado la función a propósito de la mujer histérica, pero ella
tiene toda su incidencia, toda su presencia, en la vida amorosa del hombre. La
Otra mujer, querer ser la Otra mujer, ahí tenemos una solución que se propone
al deseo femenino. Y ¿qué nos autorizaría a decir que querer ser la Otra mujer
es una solución menos auténtica que la de querer ser madre? Creo que atreverse
a plantear esta cuestión es acorde con la ética del psicoanálisis y también con la
experiencia analítica, donde el debate de ser una u otra está presente -la Otra
mujer o la madre- , o bien de llegar a ser, mediante cierto número de artificios,
de maniobras, de dicotomías, una y otra para el mismo hombre, o incluso -
¿habría que hablar entonces de torpes?-, para al menos dos.
La noción del asimiento directo del deseo de ser madre a la castración es lo que
encontramos en Freud cuando explica -se trata de un momento capital del
Seminario 4 de Lacan- que el niño es un sustituto del falo (sustituto del pene, en
lo términos de Freud) y que, a falta de tener el falo, la niña pasa al deseo de
tener un niño que, por regla general, es un hijo del padre. Esto es lo que realza
el caso de la joven homosexual, que sirve de hilo a Lacan en la elaboración del
Seminario 4. Un hijo del padre, como si el padre mismo sustituyese en esta
ocasión al Otro de la demanda primordial, como si el don del hijo fuese
finalmente el don supremo que pudiese esperarse de ese Otro.
Señuelos y sombras
La noción de que el niño es el sustituto del falo no resuelve la cuestión sino que,
por el contrario, la abre. La cuestión es saber si el deseo de ser madre no sería el
señuelo por excelencia de la posición femenina.
Aunque siempre hay algunos poco espabilados que toman este desafortunado
comentario al pie de la letra. Si la lengua es fascista, ¡corrijamos la lengua!
No hay que creer que, entonces, esto prescribe a una mujer rechazar el
deslizarse hacia la sombra de la madre – “¡No! ¡No seré la madre!” – Ya que
entonces viene la sombra del padre, sombra del padre que, en esta ocasión, cae
sobre el hombre al que ésta consagra su feminidad. ¡Incesto de nuevo! Ya ven
que no hay nada sorprendente si eso que dice Lacan es cierto, a saber, que no
hay relación sexual, lo que quiere decir, entre otras cosas pero aquí
particularmente, que el incesto contamina la relación entre los sexos. Existen
por supuesto las mujeres-mujeres, las mujeres que rechazan ser la Señora
Madre. Pero ¡miren más de cerca! El convidado de piedra nunca está lejos. Y el
comendador -quien aparece, por ejemplo, al final del Don Juan de Mozart- es el
esposo clandestino de la Otra Mujer, el esposo de aquella que pretende ser la
Otra mujer.
No toda madre
¡Querer una mujer toda! ¡Querer saber todo de ella! ¡Querer poseerla entera!
Digámoslo, eso es querer la madre. Y, para un hombre, es querer ser el hijo de
esta madre. Entonces, seguro, hay parejas ejemplares. Y bien, la sospecha que
pesa sobre todas las parejas ejemplares es precisamente que el señor en cuestión
quiere una mujer toda y que su compañera se presta a ello.
Hace ya algún tiempo, erigí la figura de Medea -¡para respirar un poco!-. Medea
es el memento necesario para hacerle recordar al hombre adormilado, siempre
adormilado, que la feminidad no se extingue en la maternidad. ¡Ese pobre
estúpido de Jasón que creía que su mujer lo amaba como una madre! Descubre
que los hijos que él le había dado no habían engatusado lo suficiente su deseo
de ser el falo como para que ella le dejase partir indemne hacia la Otra mujer.
Jasón viene a decirle: “Está todo bien: tú tienes los hijos y yo, ahora, voy a
seguir mi deseo”. Medea no quería ser madre sin ser, al mismo tiempo, la Otra
mujer.
Puede ocurrir que una maternidad apague la feminidad en una mujer. Esto se
encuentra. Pero que la madre sigue siendo siempre mujer, un hombre no puede
olvidarlo más que a su cuenta y riesgo. Si él no sabe hacer de algún modo que la
madre de sus hijos se sienta mujer, puede temer que ella encuentre en otra parte,
en el Otro hombre, la relación al falo que le falta. Algunos hombres llegan, hay
que decirlo, a transformar a su esposa en madre sin darle hijos, es decir,
proponiéndose ellos mismos a este lugar. Esto es muy muy arriesgado. De esta
manera, la antinomia madre o mujer no es tanto un impasse femenino. Es el
destino del hombre. Señalaba en Roma: ¿Cuántas Medeas disfrazadas de buena
madre vigilan celosamente a su Jasón encadenado?
He aquí lo que traigo como respuesta. No se trata de una respuesta directa, sino
más bien una respuesta un poco laberíntica a la cuestión de la elección a hacer
entre madre y mujer.
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