Madremujer

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Madremujer
por Jacques-Alain Miller | Aproximaciones (29), Dossier mujeres. Un
interrogante para el psicoanálisis. (29), Número 29

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Texto de Jacques-Alain Miller

Traducción de Pablo Cardona

¿Es la maternidad una salida honorable de la feminidad? Honorable, lo es. Pero,


desde el punto de vista analítico, ¿es auténtica? Es necesario captar bien la
diferencia ahí, entre la madre y la mujer.

Otro de la demanda vs Otro del deseo

La madre es la instancia a la que se llama. Es de este modo como la vemos


aparecer en el Seminario 4. Es a quien se pide ayuda y quien prodiga sus
favores; o también quien rechaza hacerlo, quien no responde, quien no está ahí.
La madre es, por excelencia, el Otro de la demanda, es decir, el Otro del cual se
es dependiente, el Otro -para decirlo como Freud- de la relación anaclítica, el
Otro de quien se espera la respuesta y quien a veces nos mantiene en suspenso.
La madre es el Otro al que es necesario demandar en su lengua, el Otro cuya
lengua, es necesario aceptar para hablarle. La palabra primordial es la palabra
de la demanda, y toda palabra queda contaminada por la demanda. Salvo,
esperamos, la palabra del analista en función.

El analista sería aquel cuya palabra no estaría contaminada por la demanda,


cuya palabra no estaría contaminada por la madre. Esto es lo que la religión ha
comprendido y explotado: la palabra es en el fondo plegaria, aunque en la
religión se dirige al padre – ese padre que es en el fondo un sustituto de la
primera divinidad, la cual es materna.

En efecto, el Otro de la demanda, tal como Lacan lo presenta en el Seminario 4,


es una potencia – la potencia que puede satisfacer la demanda. No hay que
buscar el origen de la omnipotencia del lado del padre, sino del lado de la
madre, de la Gran Madre, primera entre los dioses, la Diosa blanca, esa que,
decimos, ha precedido a las religiones del padre. Este Otro de la demanda que
es la madre, es un Otro que tiene – es la riqueza, la abundancia, todo eso que, en
el mito de Zeus se nos presenta como la cabra Amaltea, el cuerno de la
abundancia, lo pleno que desborda-.

¿Y la mujer? ¿Qué es la mujer en el inconsciente? Es el opuesto de la madre. La


mujer es ese Otro que no tiene, el Otro del no tener, el Otro del déficit, de la
falta, el Otro que encarna la herida de la castración, el Otro golpeado en su
potencia. La mujer es el Otro disminuido, el Otro que sufre y, por ello, también
el Otro que obedece, que se queja, que reivindica, el Otro de la pobreza, de la
indigencia, de la miseria, el Otro al que se roba, se marca, se vende, se golpea,
se viola, se mata… El Otro que sufre y que no tiene nada para dar excepto su
falta y los signos de su falta. ¡Todo lo contrario que la madre!

Justamente en razón de todo lo que sufre y padece, la mujer es el Otro deseable,


el Otro del deseo y no el Otro de la demanda. Si queremos oponer la madre y la
mujer, digamos en primer lugar que la madre es el Otro de la demanda y la
mujer el Otro del deseo – el Otro a quien no se le demanda nada, pero al que se
somete, se explota, se le pone a trabajar para explotar su trabajo, el Otro al que
se censura, el Otro al que se reduce al silencio, al que se ata y del cual, además,
se habla mal.

Hay ocasiones en que se habla bien de ella, en que se la celebra y se la pone por
las nubes, pero ¿no será que esto sucede cuando la sombra de la madre cae
sobre ella? El amor cortés, disposición en la que se exalta al máximo a la mujer
y su falta, supone precisamente que la mujer se hace intocable. Esto nos hace
pensar que la sombra de la madre cae sobre la mujer. Es lo que hace que Freud
impute a la mujer gozar del sufrimiento. No iremos hasta ahí, pero
efectivamente podemos dar cuenta de los fantasmas típicos que las mujeres
confiesan comúnmente, en los que, para acceder al goce, se representan a si
mismas como objeto de la persecución masculina – desnudadas, golpeadas,
vencidas – como si esta fuese la condición sine qua non para sentirse
auténticamente mujer. Este “hacerse sufrir” toma de buen grado caminos
indirectos. Por ejemplo, el imperativo de estar bellas no es, con frecuencia, más
que la máscara de un masoquismo estetizado.

Esto se presenta como una comedia del arte, con contraste entre los personajes.
Por un lado, la madre cubierta de niños; por el otro, la mujer cubierta de
cadenas. La madre cubierta de halagos, la mujer cubierta de escupitajos. Aquí,
potencia y riqueza; ahí, servidumbre e indigencia. De un lado, el tener; del otro,
la falta.

Y esto no hace Uno. Los hechos que la experiencia psicoanalítica acumula


hacen objeción a establecer una identidad entre la madre y la mujer, incluso a
una continuidad sin ruptura. Es por cierto un hecho – un hecho nuevo, moderno,
contemporáneo – que ahí donde las mujeres han devenido ciudadanas, sujetos
de derecho en pleno ejercicio, (lo que ha llevado mucho tiempo alcanzar), hacen
objeción voluntaria a la maternidad, lo que se traduce en una fantástica
reducción de la natalidad que resulta un problema para los gobiernos de la vieja
Europa, e incluso un poco para los de los Estados Unidos.

Es lo que pone en tela de juicio la equivalencia freudiana pene = niño. Para ser
mujer, ¿hace falta rechazar el ser madre? Es una vía que escogen explícitamente
cierto número de mujeres. Otras solo consienten a la maternidad lo menos
posible, para obtener el estatus privilegiado que se atribuye todavía a la madre
en comparación con la mujer. Pero desde que ellas toman la palabra, esta es
“¡no más!”, rechazando el realizarse en la abundancia de la prole.

La cuestión de saber si para ser mujer hace falta rechazar ser madre merece,
2
entonces, ser planteada .

Rechazo inconsciente de la maternidad


Para ser mujer, ¿hay que rechazar ser madre? Hace falta que dé, al menos, mi
opinión. He sido llevado a formularla el año pasado, en la ciudad de Roma,
donde había propuesto como tema, para nuestros colegas italianos, la
disyunción y la conexión entre mujer y madre.

Entre mujer y madre no se trata de una disyunción artificiosa, ya que la


experiencia analítica nos aporta casos en que el rechazo a la maternidad es
inconsciente, donde una mujer que quiere ser madre, que lo enuncia, que lo
proclama, experimenta sin embargo que le es imposible llegar a serlo, y por
razones que no se sostienen en la fisiología.

En algunos casos sí hay razones que dependen de la fisiología, de la edad o de


alguna malformación. Son casos especialmente desgarradores, que tienen el
interés de testimoniar el anhelo de ser madre, Wunsch, que es el término
freudiano que traducimos por deseo. Pero es especialmente de nuestra
competencia como analistas cuando no existen estas razones fisiológicas,
cuando una mujer, a pesar de su anhelo, no consigue quedarse embrazada,
cuando no consigue llevar un embarazo a término o, todavía antes de ese
episodio, cuando no consigue decidirse por un genitor u otro. Ahí estamos en
casa, estamos en el registro de las contradicciones del deseo.

Ahí somos llevados a formular que hay un rechazo inconsciente de la


maternidad. Al fin y al cabo, este rechazo puede ser proclamado también, pero
esto no impide que podamos inferir un rechazo inconsciente que lo soporta.
Este rechazo inconsciente de la maternidad es el lugar estratégico en que nos
tenemos que situar para ver separarse, en la esfera de lo inconsciente, como dice
Freud, mujer y madre.

Este rechazo inconsciente de la maternidad no se confunde, creo yo, con lo que


Freud ha llamado el rechazo de la feminidad, aunque quizás haya podido
llevarnos a confundir rechazo de la maternidad y rechazo de la feminidad. En
Freud, no faltan indicios que muestran que la maternidad quizá no es tan natural
en la mujer. Él llegará incluso a considerar que para adoptar la perspectiva de la
maternidad, le hace falta a la mujer abrazar la “elección de objeto” propiamente
masculina.
Volveré un poco más tarde sobre esta paradoja freudiana pero, para aclararla
inmediatamente en referencia a lo que evoqué la última vez, diré que está en
Freud la noción de que la elección de objeto propia de la feminidad es la
elección narcisista: su objeto es ella misma, una parte de ella misma. De tal
manera que amar o desear un niño está en los límites de su narcisismo. Esto
supone ya un cierto “viraje masculino”. De ahí que esto se vuelva tanto más
paradójico -por más que sea alimentado por la experiencia- cuanto que se puede
imputar el rechazo inconsciente de la maternidad a una identificación viril en la
mujer. En la experiencia, cuando esta identificación viril cae, parece en efecto
que las vías de la maternidad pueden abrirse para el sujeto femenino.

Pero “identificación viril”, ¿qué quiere decir? ¿No es necesario poner más
profundamente en juego una identificación de una mujer con el significante del
deseo que nosotros llamamos falo? Y eso se encuentra, en efecto: el rechazo de
la maternidad para mantenerse como Otro del deseo. Se rechaza ser el Otro de
la demanda, que es la madre, para ser, como mujer, el Otro del deseo.

A decir verdad, el obstáculo inconsciente a la maternidad parece ser, con


frecuencia, de naturaleza imaginaria. Es un hecho que el embarazo representa
un atentado contra la imagen del propio cuerpo. No faltan sujetos femeninos
para testimoniar explícitamente su desagrado por el atentado a la imagen del
propio cuerpo que el embarazo supone, como si esta deformación fuese una
monstruosidad, un daño hecho a la imagen y que redoblaría ese daño que
encarna la castración real. Al cuerpo femenino, ya experimentado como
deforme en relación a la imagen del cuerpo masculino, el embarazo aportaría
una deformidad suplementaria. Esto se encuentra con frecuencia en los casos
que defino como de rechazo inconsciente de la maternidad.

Al mismo tiempo, no puede limitarse a este registro imaginario, a esta aversión


explícita y en ocasiones formulada hacia la imagen de la mujer embarazada.
Cuando nos topamos con esto -por lo que yo puedo testimoniar como
experiencia- siempre se encuentra otro elemento que soporta este afecto y que
es la hostilidad del sujeto hacia la madre. Esta hostilidad puede estar explicitada
-término que empleo con mayor agrado que el de consciente-, pero ella es
también inconsciente. Digamos que es el rechazo de ser similar a la madre. Este
es un motivo poderoso de la elección en las mujeres. Así considerado, el
rechazo inconsciente de la maternidad puede situarse en el registro de los
estragos de la relación madre-hija, donde es la madre como Otro de la demanda,
Otro todopoderoso de la demanda, al que se considera responsable de lo que le
falta a la hija. La madre, precisamente en tanto que ella encarna la omnipotencia
suscitada por la demanda misma, es entonces considerada como el agente
primordial de la castración de la hija.

Figuras de la Otra mujer

Es bastante divertido constatar, en este capítulo que no lo es realmente, que los


efectos de estas relaciones estragantes entre la madre y la hija -estragante para
la hija, porque es siempre la hija a la que nosotros tenemos en análisis y nunca a
la madre- coinciden con lo que se desprende, se deduce, de la estructura más
común de la vida amorosa del hombre según Freud. Esta estructura que él ha
llamado “degradación”, que separa en el hombre el Otro de la demanda y el
Otro del deseo, y que -es el modo en que resumo esta estructura – produce en él,
incesantemente, una divergencia hacia Otra mujer, única apta para significar el
deseo.

¡La otra mujer! Debemos a Lacan haber despejado la instancia clínica a partir
de Freud. Él ha despejado la función a propósito de la mujer histérica, pero ella
tiene toda su incidencia, toda su presencia, en la vida amorosa del hombre. La
Otra mujer, querer ser la Otra mujer, ahí tenemos una solución que se propone
al deseo femenino. Y ¿qué nos autorizaría a decir que querer ser la Otra mujer
es una solución menos auténtica que la de querer ser madre? Creo que atreverse
a plantear esta cuestión es acorde con la ética del psicoanálisis y también con la
experiencia analítica, donde el debate de ser una u otra está presente -la Otra
mujer o la madre- , o bien de llegar a ser, mediante cierto número de artificios,
de maniobras, de dicotomías, una y otra para el mismo hombre, o incluso -
¿habría que hablar entonces de torpes?-, para al menos dos.

Cuando se manifiesta el deseo de ser madre en el sujeto femenino es de una


intensidad incomparable al deseo de ser padre en el varón. Puede encontrarse en
el varón un deseo intenso de ser padre. Este caso resulta muy inquietante. De
cualquier modo, uno se pregunta qué hay por debajo, en tanto que aparece como
tal de manera más frecuente y aceptada en el sujeto femenino. Hay una buena
razón para que el deseo de ser madre y el deseo de ser padre no sean
comparables: para la mujer, este deseo está asido directamente a la castración.
Decía que el deseo de ser padre, cuando es muy intenso, resulta inquietante. A
decir verdad, un deseo así no parece ser, con frecuencia, otra cosa que el deseo
de ser madre, es decir, de realizarse emulando a la mujer, lo que encontramos
como elección en el hombre histérico.

La noción del asimiento directo del deseo de ser madre a la castración es lo que
encontramos en Freud cuando explica -se trata de un momento capital del
Seminario 4 de Lacan- que el niño es un sustituto del falo (sustituto del pene, en
lo términos de Freud) y que, a falta de tener el falo, la niña pasa al deseo de
tener un niño que, por regla general, es un hijo del padre. Esto es lo que realza
el caso de la joven homosexual, que sirve de hilo a Lacan en la elaboración del
Seminario 4. Un hijo del padre, como si el padre mismo sustituyese en esta
ocasión al Otro de la demanda primordial, como si el don del hijo fuese
finalmente el don supremo que pudiese esperarse de ese Otro.

Señuelos y sombras

La noción de que el niño es el sustituto del falo no resuelve la cuestión sino que,
por el contrario, la abre. La cuestión es saber si el deseo de ser madre no sería el
señuelo por excelencia de la posición femenina.

Esta cuestión está planteada en las elaboraciones de Lacan sobre la sexualidad


femenina. Puede que una mujer realice en la maternidad su rechazo de la
feminidad, como si la miseria, la pureza de la miseria que implica en el fondo la
posición femenina, se revelase finalmente insostenible para el sujeto, el cual se
precipita, entonces, en el tener -en el tener hijos-. Creo entonces, en
conformidad tanto con la ética del psicoanálisis como con su experiencia,
plantear al menos como problema, que la maternidad podría ser un rechazo de
la feminidad. Creo que éstos son los términos mismos del debate que plantea el
sujeto femenino, lo sepa o no.

Esto se revela perfectamente cuando va acompañado del rechazo del varón


como esposo. En tiempos de Freud, esto no se permitía con facilidad, pero en
nuestros días, debemos reconocer en ello la clave de muchos divorcios. Una
solución intentada por algunas mujeres, cada vez con mayor frecuencia,
consiste en querer un hijo descartando al padre, rechazando de este modo la ley
androcéntrica, patriarcal, la que enfurece a los neo-feminismos.

Estos todavía no han desembarcado en nuestras costas e invadido nuestras


comarcas, pero apuntan a ello. Las armadas del neofeminismo están ahí,
esperando la ocasión, cincuenta años después, de venir a liberarnos de la ley
androcéntrica. Esto llega muy lejos en Estados Unidos donde, como saben, se
requiere al hablar del Buen Dios decir alternativamente él y ella. Han llegado
bastante lejos en la rectificación de la lengua.

Recuerdo haber escuchado a Roland Barthes, en su clase inaugural en el


Collège de France, proferir que la lengua era fascista. Esto me había cortado el
aliento. Encontré aquello, lo confieso, una tontería enorme. Totalmente
inesperado de la boca de un hombre tan refinado, impecable maestro al que yo
siempre había admirado, por el que sentía y todavía siento un tierno cariño. Esta
fue su manera, poco hábil, de decir eso que Lacan decía, que un significante
amo organiza el discurso. Quizá pretendía, utilizando la palabra “fascismo”,
seducir a la juventud, que se entregaba entonces a una supuesta polémica con la
cual él no sentiría tanta química, se trata de un eufemismo.

Aunque siempre hay algunos poco espabilados que toman este desafortunado
comentario al pie de la letra. Si la lengua es fascista, ¡corrijamos la lengua!

Bajo cierto ángulo, es un impulso admirable. Tiene la magnitud del movimiento


iconoclasta de los bizantinos. Se puede pensar también en el papa Adrian VI
haciendo cubrir las estatuas antiguas de hojas de vid. El concilio de Trento
estipuló que los desnudos debían ser cubiertos por retoques de pudor. ¡Hercúleo
trabajo el de hacer esto con el fresco del Ultimo juicio de Miguel Ángel! El
Hércules en cuestión, llamado Da Volterra, fue apodado, para su desgracia “Il
Braghettone”, el pantalonero, el costurero de braguetas. Y Botticelli tuvo que
hacerle muy larga la cabellera a su venus (de El nacimiento de Venus).

Los adeptos de lo “políticamente correcto” han comenzado a rectificar


metódicamente eso que en la lengua es, o parece, sexista, fascista, “insensible”.
Trabajo hercúleo este también, trabajo de Braghettone. Víctor Hugo se jactaba
de haberle puesto una bandera roja al viejo diccionario. Se trata aquí de ponerle
unos calzones. Imagino que este proyecto de reforma lingüística habría
divertido mucho a Borges. Estos virtuosos y virtuosas no han sido todavía
emulados en nuestros países latinos, ni en Francia, ni en España, ni en Italia.
Hay por tanto un campo maravilloso que se abre aquí a los audaces y las
audaces.

Quizás yo no evoque estos militarismos futuros más que para suscitarlos. Yo


mismo no puedo hacerme el caudillo de esta rectificación, pero debo decir que
sería muy estimulante para mí encontrarme con esta objeción. Si los evoco es
para apoyarme en ellos, para redimir al psicoanálisis subrayando que su ética en
absoluto impone a las mujeres un deber de procrear. Al contrario, visto desde el
deseo masculino, tal y como Freud nos ha dado sus coordenadas, el
psicoanálisis parece más bien darle a las mujeres una alternativa: o madre o
mujer.

Ahí, la experiencia manda. Constatamos que la maternidad de una mujer


perfectamente puede conducir a un hombre -a ese mismo que la hizo madre- a
ya no poder mantener con ella relaciones sexuales. Hacer de una mujer una
madre muy bien puede reducir a un hombre a la impotencia, a su hombre, y si
no a la impotencia, al menos disminuir seriamente su apetencia. Y esto se
entiende en la medida en que las mujeres son todas diferentes, en la medida en
que ellas encarnan la diferencia en tanto tal, hasta el punto en que una no sabría
resumirlas a todas, mientras que la madre es una y todas. Si Lacan dijo “la
mujer no existe” era para dar a entender que la madre si existe. Hay la madre.

Podemos encontrarnos con que, para un hombre, la esposa que le da hijos y su


propia madre, se confundan. Esto no impide que, en la vida, la esposa y la
madre puedan rivalizar seriamente. Pero puede ser que, en el inconsciente, la
madre de sus hijos se confunda con su propia madre, y que esto le ponga
entonces en cierta dificultad en cuanto a la relación sexual. Constatamos de este
modo de qué manera la sombra de la madre puede caer sobre la mujer. El
resultado es variable: puede reducir al hombre a la impotencia, o reducirle, al
pobre, al adulterio, o reducir sus matrimonios a incestos. No se qué solución les
parece, a ustedes, a cada uno, la más convincente.

No hay que creer que, entonces, esto prescribe a una mujer rechazar el
deslizarse hacia la sombra de la madre – “¡No! ¡No seré la madre!” – Ya que
entonces viene la sombra del padre, sombra del padre que, en esta ocasión, cae
sobre el hombre al que ésta consagra su feminidad. ¡Incesto de nuevo! Ya ven
que no hay nada sorprendente si eso que dice Lacan es cierto, a saber, que no
hay relación sexual, lo que quiere decir, entre otras cosas pero aquí
particularmente, que el incesto contamina la relación entre los sexos. Existen
por supuesto las mujeres-mujeres, las mujeres que rechazan ser la Señora
Madre. Pero ¡miren más de cerca! El convidado de piedra nunca está lejos. Y el
comendador -quien aparece, por ejemplo, al final del Don Juan de Mozart- es el
esposo clandestino de la Otra Mujer, el esposo de aquella que pretende ser la
Otra mujer.

No toda madre

Invirtamos ahora un poco la perspectiva. Nada impide que la maternidad sea


para una mujer la vía por la que realizar la asunción de su castración. Nada lo
impide, ya que hay el amor, el amor lacaniano. La madre no es solo esa que
tiene. Ella tiene que ser -más allá del Otro todopoderoso de la demanda, del
Otro de la demanda de amor- la que no tiene, la que da eso que no tiene. Eso
que no tiene y que sin embargo ella puede dar es su amor. La madre, en tanto
que Otro del amor, solo está ahí a costa de su falta, de su falta asumida,
reconocida. La mujer-mujer, la mujer-falo que se consagra al goce, ella trueca
su falta por el significante del goce, Φ, a riesgo de pagarlo con su angustia.

No me ruborizaré entonces de hacer ahora un elogio a la maternidad, ya que,


por más aguda que sea en el inconsciente la antinomia madre-mujer, no impide
que una madre no sea “suficientemente buena” -retomo la expresión de
Winnicott – más que a condición de ser no toda para sus hijos. Aquí tenemos
eso que quiere decir la metáfora paterna de Lacan. La metáfora paterna quiere
decir que la ortoposición materna exige que la madre no sea toda para su hijo.
Dicho de otro modo, ella supone que el sujeto siga siendo una mujer.

Esto está presente en la fórmula misma de la metáfora paterna, donde Lacan ha


resumido el Edipo freudiano. El lugar del deseo debe ser preservado y existir
fuera de la relación con el niño. Esto es lo que dice el Edipo freudiano y que
Lacan transcribe mediante la metáfora paterna. Esto está formulado bajo las
referencias al padre y la reverencia que le rinde, pero lo que ahí se transcribe es
que la madre es una mujer, que una madre no es adecuada a su función sino a
condición de seguir siendo una mujer.

Este es precisamente el escándalo: la madre es una mujer. Escándalo al cual el


sujeto neurótico no llega a hacerse sino por el análisis. Sabemos, por la
experiencia analítica, de qué incomprensiones, de qué malestares y, en
ocasiones, de qué misterios las relaciones sexuales entre los padres están, para
este sujeto, rodeadas, nimbadas. Sabemos el laberinto por el cual pasa el sujeto
neurótico para hacerse a la idea de que la madre es una mujer para ese hombre
que es el padre. También, por sesgos diversos, es el padre quien con frecuencia
olvida que la madre es una mujer, es decir, que ella no es toda para sus hijos, ni
tampoco toda para él.

¡Querer una mujer toda! ¡Querer saber todo de ella! ¡Querer poseerla entera!
Digámoslo, eso es querer la madre. Y, para un hombre, es querer ser el hijo de
esta madre. Entonces, seguro, hay parejas ejemplares. Y bien, la sospecha que
pesa sobre todas las parejas ejemplares es precisamente que el señor en cuestión
quiere una mujer toda y que su compañera se presta a ello.

Hace ya algún tiempo, erigí la figura de Medea -¡para respirar un poco!-. Medea
es el memento necesario para hacerle recordar al hombre adormilado, siempre
adormilado, que la feminidad no se extingue en la maternidad. ¡Ese pobre
estúpido de Jasón que creía que su mujer lo amaba como una madre! Descubre
que los hijos que él le había dado no habían engatusado lo suficiente su deseo
de ser el falo como para que ella le dejase partir indemne hacia la Otra mujer.
Jasón viene a decirle: “Está todo bien: tú tienes los hijos y yo, ahora, voy a
seguir mi deseo”. Medea no quería ser madre sin ser, al mismo tiempo, la Otra
mujer.

Puede ocurrir que una maternidad apague la feminidad en una mujer. Esto se
encuentra. Pero que la madre sigue siendo siempre mujer, un hombre no puede
olvidarlo más que a su cuenta y riesgo. Si él no sabe hacer de algún modo que la
madre de sus hijos se sienta mujer, puede temer que ella encuentre en otra parte,
en el Otro hombre, la relación al falo que le falta. Algunos hombres llegan, hay
que decirlo, a transformar a su esposa en madre sin darle hijos, es decir,
proponiéndose ellos mismos a este lugar. Esto es muy muy arriesgado. De esta
manera, la antinomia madre o mujer no es tanto un impasse femenino. Es el
destino del hombre. Señalaba en Roma: ¿Cuántas Medeas disfrazadas de buena
madre vigilan celosamente a su Jasón encadenado?

He aquí lo que traigo como respuesta. No se trata de una respuesta directa, sino
más bien una respuesta un poco laberíntica a la cuestión de la elección a hacer
entre madre y mujer.

1 Éste texto es un extracto de las clases del 30 de marzo y 6 de abril de


1994 del curso “La orientación lacaniana. Donc”, enseñanza impartida en
el marco del Departamento de psicoanálisis de la universidad París VIII.
Texto original releído por el autor.
2 La clase del 30 de marzo de 1994 termina sobre este punto, que
Jacques-Alain Miller retoma la semana siguiente, el 6 de abril de 1994.

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