Nuestro Más Allá - P. Hugo Estrada PDF

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Indice

NUESTRO MÁS ALLÁ


Sobre el Autor
Nuestro más allá
La Muerte
1. Visión Bíblica de la muerte
El pensamiento de la muerte en el Antiguo Testamento
El pensamiento de la muerte en el Nuevo Testamento
Muerte y resurrección
Las promesas de Jesús
La enseñanza de san Pablo
Bienaventurados
2. Nuestras reacciones ante la muerte
Los Apóstoles
Marta y María
La hora de Dios
Los signos
Yo soy la resurrección
¿Un Dios impasible?
Necrópolis
3. Prepararse para la muerte
Algo efímero
Nuestra gran oportunidad
Diversas maneras de salir del mundo
Imágenes muy consoladoras
Hay que prepararse
4. SALMO 90: Aprender a Calcular Nuestro Tiempo
La eternidad de Dios
La soberanía de Dios
La ira de Dios
La brevedad de la vida
Súplicas finales
De paso
5. Acompañar al que está por morir
La enfermedad
Acompañar al moribundo
Encontrarle sentido a la enfermedad
Sentido de la muerte
Jesús viene a auxiliar
La fe del enviado

2
6. El Rito de la Unción de los Enfermos
La aspersión
La proclamación de la Palabra
El rito penitencial
La comunión
La unción
La muerte de Jesús y la nuestra
7. ¿Podemos comunicarnos con los muertos?
Enseñanzas básicas del Espiritismo
Una reunión espiritista
¿Qué dice la ciencia?
Orientación cristiana
¿Los espíritus o el Espíritu?
El Juicio
8. El juicio de Dios
Basados en la revelación
¿Miedo al juicio de Dios?
¿Reírme del juicio?
Estudiante diligente
9. Juicio sobre la luz de la Fe
Algo que no se puede prestar
¿ Cómo nos gustaría encontrarnos?
Escrutar continuamente el corazón
La vigilancia
Una vestidura y una vela
10. Juicio sobre nuestros talentos
Un examen
Voto de confianza
Abuso de poder
Una carrera
Una vana excusa
¿Opio o despertador?
11. Juicio sobre el amor
Algo terrible
Nuestro narcisismo
El falso amor
La fe que salva
El temor ante el juicio
La Vida Eterna
12. El Purgatorio
¿Qué es el purgatorio?
Bases bíblicas

3
Tradición y Magisterio
Don de la misericordia
Los sufragios
Purificar el purgatorio
13. El Infierno
Lo que no es el infierno
Lo que dijo Jesús
Lo que enseña el Magisterio
Inquietante pregunta
Llamada a la conversión
14. El Cielo
Estar con Cristo
Cara a cara
Morada eterna
Las experiencias de Juan, Pedro y Pablo
Los santos
Túnica limpia
El Fin del Mundo
15. FIN DEL MUNDO
No es una catástrofe
Ninguna fecha exacta
Estén siempre vigilantes
No se turben
Como el almendro
16. El anticristo
Descripción del Anticristo
El nombre del Anticristo
El profeta del Anticristo
El cristiano fiel no será engañado
17. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (1)
18. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (2)
19. ¿Reencarnación o Resurrección?
La reencarnación
¿Qué nos enseña la Biblia?
La muerte expiatoria de Jesús
Cielos nuevos y tierra nueva
En la casa del Padre
20. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (1)
La enseñanza de Pablo
¿Cómo resucitaremos?
A imitación de Pablo
21. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (2)

4
La pascua del Señor
El kerigma
Significado de la resurrección
Muy consolador

5
P. Hugo Estrada s.d.b.

NUESTRO MÁS ALLÁ

Ediciones San Pablo

Guatemala

6
NIHIL OBSTAT
Pbro. Dr. Luis Mariotti
CON LICENCIA ECLESIASTICA

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Sobre el Autor

EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del


Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en
la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión.
Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos son parte de esta colección.
Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno
tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “ Selección de mis cuentos”.

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Nuestro más allá

En nuestra sociedad, hay mucha confusión acerca de nuestras últimas realidades: la


muerte, el juicio, el purgatorio, el infierno, el cielo, el fin del mundo. Se han colado,
también entre los cristianos, ideas que no corresponden a la enseñanza de la Biblia y del
Magisterio de la Iglesia. El libro del Padre Hugo Estrada, s.d.b., viene a despejar muchas
dudas acerca de lo que técnicamente se llama la “Escatología”, nuestras últimas
realidades. El Autor, en su libro, muy al día, explica con claridad meridiana y con agilidad
lo que enseña la Iglesia Católica a la luz de la Biblia, de la Tradición y de los enfoques de
los teólogos contemporáneos.

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A manera de introducción

Al iniciar este libro sobre las últimas realidades del ser humano, hago míos los
conceptos de dos grandes escritores, que han profundizado en la “escatología”, la ciencia
que estudia las realidades posteriores a la vida humana en esta tierra.
“Este tema jamás lo habría escogido yo. Es difícil. Sin embargo algunas personas
me lo pedían insistentemente: «¡Háblanos del más-allá, porque no sabemos qué
pensar!». Eran cristianos creyentes y practicantes que no desconocían el tema, ni lo
negaban como otros. Durante decenios la predicación sobre el tema ha sido discreta, diría
que casi silenciosa, dejando a la literatura esotérica, con frecuencia poco realista, la
responsabilidad de responder a la ansiosa curiosidad del hombre cara a la muerte”.
“¿Es esta discreción extrema una reacción a la exageración sobre el tema en la
predicación de otros tiempos? ¿Es debido al malestar que el hombre moderno siente
ante imágenes tan ingenuas como las que representaban antiguamente «los
novísimos»? Pero si estas imágenes están en desuso, ¿por qué no presentar el más-allá
en su verdad profunda? Porque el más-allá del hombre es el hombre mismo en su
profundidad”.
Francois-Xavier Durrwell,
en su libro “El más allá”

“No hace muchos años, el mismo magisterio de la Iglesia ha creído oportuno


ofrecer a todos una síntesis de las verdades irrenunciables de la fe con respecto a la
escatología, o sea, con respecto a las realidades posteriores a la vida terrena del
hombre, aunque esa síntesis esté hecha con una fuerte acentuación de puntos concretos
cuya afirmación, al redactada, se consideró especialmente en peligro. Constituye una
tarea irrenunciable para todo el que tiene alguna responsabilidad en la transmisión de
la Palabra de Dios (predicadores y catequistas), no silenciar estas verdades, sino
exponerlas en conformidad con la fe de la Iglesia. Incluso todo creyente tiene que dar
razón de su esperanza (1P 3, 15). Ninguno debería olvidar las severas palabras que
escribió E. Brunner: “Una Iglesia que no tiene ya nada que enseñar sobre la eternidad
futura, no tiene ya nada en absoluto que enseñar, sino que está en bancarrota”. Pero es
misión de la teología procurar una inteligencia de esas verdades de fe.”
Cándido Pozo,
en su libro “La venida del Señor”

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La Muerte

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1. Visión Bíblica de la muerte

El pensamiento de la muerte, con frecuencia, es perturbador para muchas personas. Algunos aseguran que
han muerto y que han vuelto a la vida; con mucho detallismo nos cuentan su experiencia de ese momento. Lo
cierto es que esas personas tuvieron una aproximación a la muerte, pero no murieron del todo porque nadie ha
regresado del más allá para contarnos su experiencia. Sólo Jesús pudo volver de la muerte, y nos aseguró que, si
creemos en Él, también nosotros resucitaremos para vivir eternamente.

Ante el perturbador pensamiento de la muerte, las reflexiones de los grandes


pensadores y filósofos, solamente nos presentan, en “abstracto”, sus teorías e hipótesis
acerca de la muerte; pero no nos sirven para enfrentar con fe y esperanza nuestra propia
muerte y la de nuestros seres queridos. Es solamente Dios el que nos puede hablar
acerca del “más allá”; del sentido cristiano de nuestra muerte. Sólo la Palabra de Dios
nos puede dar plena seguridad de que no caminamos por un sendero de frías y dudosas
teorías e hipótesis.
Sólo en la Biblia, Dios mismo nos habla, nos ayuda a enfrentar nuestra propia
muerte y la de nuestros seres queridos. No hay otro camino seguro para darnos razón
acerca del misterio de la muerte. ¿De qué me sirve saber lo que dijeron Sócrates y Platón
acerca de la muerte, si sus pensamientos son solamente hipótesis y teorías? La última
palabra para mí, acerca de la muerte, sólo me puede venir de la revelación: lo que Dios
me adelantó acerca de lo que será mi muerte y mi vida en el más allá. Acerquémonos,
entonces, a la Biblia, y volvamos a escuchar con fe lo que Dios nos reveló acerca de la
muerte y de la vida eterna.

El pensamiento de la muerte en el Antiguo Testamento

La Biblia nos enfrenta con la primera muerte de un ser humano: un asesinato; un


hermano que mata a su propio hermano. Caín mata a Abel. De sopetón nos encontramos
con el dolor profundo de una mamá y de un papá, que, por primera vez, ven que uno de
sus hijos, está tendido en el suelo y no se levanta más. Adán y Eva comprueban lo que el
Señor les había advertido; si escogían ir por el camino del pecado, se encontrarían con la
muerte. Su hijo, sin vida, en el suelo, era una prueba fehaciente de lo que Dios les había
adelantado acerca de la muerte.
Los primeros seres humanos de la Biblia comenzaron a pensar que el hombre, al
morir, no quedaba totalmente aniquilado. Según ellos iba a un lugar de sombras, llamado
“Seol”. La Biblia no detalla cómo era ese lugar. Según los hombres bíblicos de los
primeros tiempos, en el “Seol” nadie alaba a Dios, ni se relaciona con los demás. Es un
lugar de sombras, de frustración. Por eso, cuando al Rey Ezequías se le anuncia su

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próxima muerte, se pone a llorar desconsolado (Is 38, 1-7).
Pero esa idea desoladora del “Seol” fue, poco a poco, abandonada. Ya en algunos
salmos, comienza a aparecer la incipiente revelación de Dios con respecto al más allá. En
el salmo 16, dice el salmista:“Todo mi ser vivirá confiadamente, pues no me dejarás en
el sepulcro, ¡no abandonarás en la fosa al amigo fiel! Me mostrarás el camino de la
vida”(Sal 16, 10-11). En el salmo 49, el salmista afirma: “Pero Dios me salvará del
poder de la muerte, me llevará con él” (Sal 49, 15).
El libro de la Sabiduría afirma concretamente: “Las almas de los buenos están en
manos de Dios, y el tormento no las alcanzará” (Sb 3, 1). Además, afirma también el
mismo escritor, que los buenos “resplandecerán como antorchas” (Sb 3, 7). En el libro
de los Macabeos, los mártires, que dan testimonio de su fe en el Señor, afirman que
mueren confiando en que Dios los resucitará (2M 7, 9.14, 23). Es en el segundo libro de
los Macabeos en donde se hace oración de intercesión por los muertos en la batalla. En el
mismo texto se comenta: “Si él no hubiera creído en la resurrección de los soldados
muertos, hubiera sido inútil e innecesario orar por ellos. Pero como tenía en cuenta
que a los que morían piadosamente los aguardaba una gran recompensa, su intención
era santa y piadosa. Por eso hizo ofrecer este sacrificio por los muertos, para que
Dios les perdonará su pecado” (2M 12, 44-45). De esta manera, Dios fue preparando a
la humanidad para la revelación de Jesús en el Nuevo Testamento, acerca del sentido de
la muerte para el cristiano.

El pensamiento de la muerte en el Nuevo Testamento

Dice la Carta a los Romanos: “El salario del pecado es la muerte” (8, 23). La
humanidad estaba bajo el signo terrible de la muerte. Al venir Jesús, afirma que viene
para morir. Tres veces lo anuncia con claridad en el Evangelio de san Marcos. Pero cada
vez que Jesús habla de su muerte, añade que a los tres días va a resucitar.
Jesús viene para asumir nuestra muerte; la que merecíamos por nuestros pecados.
Viene para quitarle a la muerte su poder desolador sobre nosotros. La muerte de Jesús es
una muerte “expiatoria”. Muere en lugar de nosotros, para que seamos perdonados y
para que no tengamos una muerte eterna, sino que podamos resucitar. San Pedro lo
expresa muy bien, cuando escribe: “Jesús en el madero llevó nuestros pecados”(1P 2,
24). Unos setecientos años antes, el profeta Isaías había tenido una revelación acerca del
futuro Mesías. Lo vio como un cordero que en silencio era llevado al matadero con los
pecados de todos (Is 53, 7). Ése es el sentido expiatorio de la muerte de Jesús en lugar
nuestro.

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Muerte y resurrección

Pero Jesús no venía para quedarse en un sepulcro. Siempre que Jesús habla de su
futura muerte, añade que va a resucitar a los tres días. Durante su vida Jesús demostró
que tenía poder sobre la muerte. Con una orden resucitó al hijo de la viuda de Naín (Lc
7, 12).También le devolvió la vida a la hija de Jairo, dirigente de una sinagoga (Mc 5, 22-
42). A propósito, Jesús permitió que su amigo Lázaro se quedara cuatro días en la
tumba; luego lo resucitó, espectacularmente, con una sola orden: “Lázaro, sal fuera” (Jn
11, 43). Fue el milagro más grande de Jesús durante su vida pública.
Es impresionante que nadie le preguntó a Jesús qué quería decir cuando afirmaba
que iba a resucitar. Era algo tan inexplicable, que, por eso mismo, nadie se atrevía a
consultarle a Jesús qué quería decir eso de “resucitar al tercer día”.
Cuando María Magdalena va al sepulcro de Jesús y lo encuentra vacío, no grita con
júbilo: “¡Resucitó!”. Más bien piensa que se han robado el cuerpo del Señor. Pedro, al
ver el sepulcro vacío, solamente lo inspecciona, pero no da muestras de alegría; no habla
de resurrección. La resurrección de Jesús fue el acontecimiento más grande del mundo.
Sobre la resurrección del Señor está basado todo el cristianismo. Por eso, san Pablo
decía: “Si Jesús no resucitó, vana es nuestra esperanza”(1Co 15, 17).
Hay una expresión de nuestro Credo, que ha desconcertado a muchos; en el Credo,
refiriéndonos a Jesús, confesamos: “Descendió a los infiernos”. No quiere decir que fue a
visitar al diablo, sino que fue a anunciar a los santos, que habían muerto antes que él,
que con su muerte y resurrección la puerta del cielo estaba nuevamente abierta.
“Infiernos”, aquí, quiere decir, “lugares inferiores”, en donde, según los antiguos, estaban
retenidos los que habían muerto en gracia de Dios, antes de que Jesús abriera
nuevamente las puertas del cielo, cerradas por el pecado. Estos “infiernos”, en el sentido
bíblico, son una imagen para hablar del estado en que se encontraban los justos, que
habían muerto antes de la redención que trajo Jesús.

Las promesas de Jesús

Fue junto al sepulcro de Lázaro, que Jesús le dijo a una de las afligidas hermanas
del difunto: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto
vivirá, y el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25). Todo podría haberse
quedado en bonitas palabras, pero Jesús no se mostró como un “teórico” acerca de la
muerte; ante todos, con una orden, resucitó a Lázaro. Frente al sepulcro de Lázaro el
Señor nos entregó la más fabulosa promesa de resurrección para los que creemos en él.

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En la última Cena, poco antes de su muerte, Jesús les dijo a sus apóstoles: “En la
casa de mi Padre hay muchas moradas, si no fuera así, yo no les habría dicho que les
voy a preparar un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra vez
para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a
estar” (Jn 14, 2-3). Esta promesa es fabulosa: muchas veces nos habremos preguntado:
“¿Cómo hago yo para dar ese salto hacia la eternidad?”. Jesús ya nos contestó por
anticipado esta pregunta. El Señor nos dice que no debemos preocuparnos por eso,
porque Él mismo vendrá para llevarnos. No iremos solos; Jesús mismo nos acompañará
en nuestro viaje hacia la eternidad.
Todas las veces, que participamos en la Eucaristía, nos sentimos como los apóstoles
y volvemos a escuchar esta inigualable promesa del Señor: Jesús tiene para nosotros una
morada preparada en el cielo. Además, recordamos que también dijo el Señor: “El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último
día”(Jn 6, 54). Cada vez que comulgamos con devoción estamos comiendo el “antídoto”
contra la muerte eterna: estamos comiendo ya la vida eterna, nuestra futura resurrección.
Toda Eucaristía es como un ensayo de lo que tendremos que hacer en la Nueva
Jerusalén, que exhibe el Apocalipsis y a la que el Señor nos ha invitado.

La enseñanza de san Pablo

Dice san Pablo, en su Carta a los Romanos, que nosotros en el bautismo somos
“sepultados” con Cristo. Nos hundimos en los méritos de Cristo en la cruz. Y como
Jesús salió del sepulcro, así también nosotros, al estar en Cristo, vamos a ser
“resucitados” (Rm 6, 4-5). El mismo san Pablo afirma: “El que resucitó a Jesús, dará
también vida a nuestros cuerpos mortales” (Rm 8, 11). Por eso nosotros creemos en la
“resurrección de los muertos”, en cuerpo y alma, al final del mundo.
San Pablo no sólo escribió estas bellas frases; las vivió él mismo a plenitud. Cuando
san Pablo ya había cumplido su misión, decía: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1,
3). Para él, la muerte lo ponía en contacto directo con Jesús resucitado, que se le había
aparecido en el camino hacia Damasco. Pablo no demostraba pánico ni incertidumbre, al
pensar en su muerte; el motivo lo expresó en su carta a los Filipenses, cuando escribió:
“Para mí el vivir es Cristo, y la muerte, ganancia”(Flp 2, 21). Para Pablo la muerte era
el fin de una carrera, de una batalla librada por la fe; ahora esperaba una corona de
gloria. (2Tm 4, 8). A esa madurez cristiana se nos convida a todos nosotros. El cristiano
maduro, es el que, como Pablo, se encamina hacia la muerte como hacia una “ganancia”,
a recibir una corona de gloria. Todo esto no debe ser una “teoría” para nosotros;
debemos llegar a aceptar con la mente y a vivirlo con el corazón. Son conceptos,
revelaciones que deben estar muy dentro de nosotros, sobre todo en el momento que nos

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toque dar el paso sin retorno a la eternidad.

Bienaventurados

El Apocalipsis no presenta a los que han muerto en Jesús, en un “Seol” de


frustración. El Apocalipsis es el libro más optimista de la Biblia: muestra a los que han
muerto en el Señor en la Nueva Jerusalén, en el cielo, en donde “no hay ni muerte, ni
luto, ni dolor, ni llanto” (Ap 21, 4). Un personaje del cielo, al referirse a los
bienaventurados, comenta: “Ellos son los que vienen de la gran tribulación; son los que
lavaron sus túnicas en la sangre del Cordero”.Como síntesis de lo que viven los que
están en el cielo, el Apocalipsis, afirma: “Bienaventurados los que mueren en el Señor.
Descansen ya de sus fatigas” (Ap 14, 13).
Consciente de estas revelaciones, el cristiano se enfrenta a la muerte, haciendo
morir diariamente a su hombre viejo, y fortaleciendo siempre su hombre nuevo. El
cristiano sabe que para pertenecer a la Iglesia triunfante, como el grano de trigo, debe
morir a todo lo que no es de Dios; debe lavar continuamente su túnica en la sangre de
Jesús, el Cordero de Dios. El cristiano maduro, no ve la muerte como una enemiga, sino
como una “hermana”, como la llamaba san Francisco de Asís. Por eso, como peregrino,
espera la muerte como una “ganancia”, pues lo lleva a la “corona de gloria” que el Señor
le ha preparado. El cristiano maduro, cuando llegue su hora, debe decir como Pablo:
“Deseo morir y estar con Cristo”.

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2. Nuestras reacciones ante la muerte

Cuando muere algún amigo, nos acercamos a sus familiares y les llevamos palabras
de consuelo, que brotan del cariño, del deseo de poder aliviar en algo el dolor ajeno. Pero
sabemos, de antemano, que nuestras palabras no son una respuesta total para su
problema. Cuando la muerte se acerca a alguno de nuestros seres queridos, sentimos que
tambaleamos; las palabras de consuelo de los demás nos confortan, pero no son una
respuesta a nuestra crisis espiritual. Los libros escritos por los hombres acerca de la
muerte no dejan de ser simples teorías o hipótesis. El oscuro problema de la muerte sólo
se ilumina cuando logramos acercarnos a Jesús, que fue el único que puede decir: “Yo
soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,
25).
El capítulo 11 de San Juan es un excepcional texto inspirado, que nos ayuda a
tantear, espiritualmente, a través de este laberinto para el que los hombres no nos pueden
dar una explicación suficientemente satisfactoria. Por eso viene muy al caso analizar las
distintas reacciones, que se detectan en las varias personas, que estuvieron cerca de la
muerte de Lázaro, el amigo de Jesús, que murió y fue resucitado.

Los Apóstoles

Cuando Jesús les anuncia que irán a visitar a la familia del difunto Lázaro, los
apóstoles enmudecen; no hay ningún comentario, en un primer momento. Sólo el apóstol
Tomás se hace intérprete de los sentimientos de los otros y dice: “Vayamos, pues,
también nosotros a morir”. Los apóstoles sían muy bien que a Jesús lo estaban
persiguiendo a muerte; captaban que, por consiguiente, también ellos peligraban. La
expresión “¡Vayamos, pues, a morir también nosotros!” no es una expresión de
aceptación, sino de rebeldía, de capricho espiritual. No se acepta la orden de Jesús; lo
siguen, pero de mala gana.
Tomás parece que, en gran parte, interpreta, en alguna forma, nuestros sentimientos
ante la muerte. Nunca la logramos aceptar. Ante ella pronunciamos frases como: “¡Qué
vamos a hacer!”…, “Así es la vida”…, “Es el destino”…, “No hay remedio”. En estas
expresiones se adivina que no hay aceptación; que estamos proyectando una disimulada
rebeldía.

Marta y María

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Los sentimientos de Marta y María son bastante confusos ante la muerte de Lázaro.
Es explicable. Todos hemos pasado por momentos similares. Tanto Marta como María,
cuando se encuentran con el Señor, le reclaman: “Si hubieras estado aquí …”, como
quien dice: “No estuviste, y con tiempo te enviamos aviso”. “No llegaste y podías
haberlo curado”. Y así adelante. Lo cierto es que esa frase no deja de tener fondo de
rebeldía. Ante la muerte, siempre le queremos hacer objeciones a Dios. Nunca estamos
satisfechos; siempre presentamos nosotros una “posibilidad”, que hubiera podido entrar
en acción y no entró. Según nosotros, eso era lo mejor. Lo mejor es el plan de Dios.
Aunque no nos guste. Nuestras reclamaciones y cavilaciones no nos ayudan a que
superemos este momento difícil. Hasta que digamos: “Hágase”, pero de corazón, hasta
ese momento nuestra mente seguirá inventando posibilidades que ya no logran resucitar a
nuestros difuntos.
Algunas personas no lograron llegar al “hágase”, y se quedaron “resentidas” con
Dios. No lo han logrado “perdonar”, pues siguen pensando que les jugó una mala partida.
“Si hubieras estado aquí”… ¡Pero, si Dios siempre está! Cuesta mucho verlo en esos
momentos de oscuridad absoluta.
Ante el sepulcro de Lázaro, Jesús ordena que quiten la piedra que cubre la entrada.
Es la hermana de Lázaro, Marta, quien se opone a que quiten la piedra, y alega: “Hace
cuatro días que está allí el cadáver; ya huele mal”. Siempre le queremos dar órdenes a
Dios. En el fondo, casi creemos que no hizo bien las cosas; que obra con cierta
imprudencia. Ante la muerte, no faltan nuestras consabidas preguntas: “¿Por qué de
cáncer?” “¿Por qué a mí?” “¿Por qué tan joven, tan niño, tan pronto?” Nuestras
preguntas no son preguntas, sino, en cierto sentido, son alegatos: “No quiten la piedra;
¿no se dan cuenta que hace ya cuatro días que murió?…” “¿No te das cuenta de que
huele mal?”

La hora de Dios

Le avisan a Jesús que su amigo íntimo está gravemente enfermo, y no va, de


inmediato, a su casa; se queda predicando. ¡Que raro! Nos avisan a nosotros de la
gravedad de un amigo, y salimos volando hacia su casa. El reloj de Dios nunca podrá
estar sincronizado con el nuestro. Ni hay que intentarlo. La hora de Dios es eterna; sólo
nos toca aceptarla. El día que intentemos cronometrar a Dios, nos vamos a desesperar.
Algunos tienen mucha experiencia en esto.
Jesús durante su vida, muchas veces, habló de “su hora”. Se refería al momento de
su muerte y glorificación. Hubo un momento en que ya estaba en las manos de sus

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enemigos, pero, dice el Evangelio, que se les escabulló. Todavía no había llegado su
hora. En el monte de los Olivos, cuando llegan los soldados, Jesús les dice: “Esta es la
hora de las tinieblas”; y se entregó a ellos. Había llegado su hora.
Nuestra hora está marcada en el reloj de Dios. Con angustiarnos no vamos a alargar
ni acortar el tiempo. No hay más que aceptar la muerte de antemano. A eso se llama
confianza en la sabiduría del Padre, que busca la mejor hora para cada uno de sus hijos.

Los signos

Cuando le dan a Jesús la noticia de la gravedad de Lázaro, dice unas extrañas


palabras: “Esta enfermedad no es para muerte”(Jn 11, 4). que lo rodeaban,
seguramente, no entendieron. Jesús sabía que todos ellos necesitaban un “signo” muy
fuerte porque les esperaban momentos de mucha crisis. Por eso reservó para esa
circunstancia la resurrección de Lázaro; este milagro era muy superior a cualquier otro
realizado antes. Cuatro días en un sepulcro; ¡mal olor de cadáver, y luego resucitado!
Los signos son voces de Dios para hablarnos, para interpelarnos. Siempre Dios está
haciendo signos. Hay que saberlos captar e interpretar. Pero un signo no basta para
decidir nuestra conversión definitiva. Muchos de los que presenciaron la resurrección de
Lázaro, seguramente, se asombraron en el momento, pero, al poco tiempo, volvieron a
su rutinaria vida. Y no sería raro que algunos de los que gritaban pidiendo la muerte de
Jesús, hubieran estado presentes junto al sepulcro de Lázaro. Ante los signos de Dios no
basta “asombrarse”: hay que “convertirse”.

Yo soy la resurrección

En una situación tan delicada -la muerte de Lázaro-, no bastaba afirmar: “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25). Jesús
resucitó a Lázaro; resucitó también al hijo de la viuda de Naín; a la hija de Jairo,
dirigente de una sinagoga. Jesús advirtió que para experimentar esa resurrección era
indispensable la fe. A Jairo, que acudió a él porque se le había muerto su hija, Jesús sólo
le advirtió: “No temas; sólo ten fe”. Y Jairo se aferró a las palabras de Jesús, y vio a su
hija resucitada. Marta desconfiaba, en cierta forma, cuando Jesús le dijo: “Tu hermano
resucitará”. Marta respondió: “Si, Señor, ya sé que resucitará en el último día”, quien
dice: “Pero para eso falta muchísimo tiempo”. Jesús se le adelantó: “Yo te digo que si tú
crees, verás la gloria de Dios”. Marta creyó y vio a su hermano resucitado.

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La fe, que pide Jesús, concuerda con la definición de la fe que da la Carta a los
Hebreos: “Es garantía de lo que se espera, prueba de lo que no se ve”(Hb 11, 1). Fe es
meterse en lo invisible, pero no a ciegas, sino agarrados de la mano del Señor.

¿Un Dios impasible?

Cuadro simplemente bellísimo: Jesús quebrantándose -como cualquier ser humano-


ante la muerte de su amigo. Llora, se turba. Una mala educación religiosa o una falta de
orientación en las cosas de Dios, ha presentado un Dios lejano e impasible. Como que no
se interesara del confuso mundo de los hombres. Aquí, la Biblia afirma, gráficamente,
todo lo contrario. Jesús está junto al que sufre. Jesús también sabe llorar. Seguramente
tuvo que llorar la muerte de su papá, José. El silencio de la Biblia con respecto a José,
nos da a entender que ya había fallecido. Con razón Jesús, que había experimentado, en
carne propia, el dolor ante la muerte, pudo decir un día: “Vengan a mí todos los que
están agobiados y cansados que yo les haré descansar”(Mt 11, 28). Marta y María
acudieron a él. ¡Y, de veras, que sintieron lo que era su descanso!
Con la mejor buena voluntad, pero muy lejos de la manera de ser de Dios, algunas
personas dicen: “Dios me quitó a mi hijo”, “Dios me quitó a mi esposo”. Eso de “quitar
esposo e hijo” no es muy evangélico. Pero sí expresa esas concepciones subconscientes
de un Dios “no muy bueno”, que pareciera que no se da cuenta del dolor ajeno.
Jesús, que llora ante el sepulcro de Lázaro, nos viene a decir que Dios no está para
aumentar el dolor del mundo, sino para ponerse al lado del que sufre el mal del mundo, y
ayudarle a pasar por ese valle oscuro. ¡Cómo falta conocer más al auténtico Jesús! “La
anchura y la profundidad del Corazón de Dios”, como decía San Pablo.

Necrópolis

Los griegos llamaban necrópolis a sus cementerios, es decir, ciudad de los muertos.
Para ellos la muerte era un lugar de sombras y tristezas. Cuando alguien se ha logrado
encontrar con Jesús, ya no existen necrópolis, sino sólo “cementerio”, que quiere decir:
dormitorio, lugar de paso hacia una casa mejor y eterna.
Ante la muerte, es fácil tambalear. ¡Qué bien que abunden las palabras de consuelo
de los amigos! Sin ellas sentiríamos que nuestra soledad es más grande. Pero esas
palabras, como las de los grandes sabios de este mundo, nunca pueden sonar como las
luminosas palabras de Jesús que, en medio de las tinieblas de la muerte, nos repite: “Yo

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soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,
25). Jesús no se quedó en palabras. Resucitó a Lázaro y resucitó él mismo, como
primicia de todos los que vamos atrás, creyendo en que él no nos dejará en una oscura
necrópolis, sino que nos llevará a la casa definitiva de su Padre, nuestro Padre.

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3. Prepararse para la muerte

En una fábula se narra que cierto leñador se desesperó por la dura vida que llevaba:
“¡Ojalá me venga la muerte!”, protestó. Al punto se le presentó la muerte: “¿Me
llamaste?” El leñador, asustado, respondió: “No; yo no te he llamado”. La muerte es una
de nuestras grandes e innegables realidades. La vemos rondar, día a día, a nuestro
alrededor, pero nos cuesta convencernos de que puede sorprendernos en cualquier
esquina. Siempre pensamos que la muerte es para los demás.
El tema de la muerte no tiene muchos simpatizantes. Más bien, es un tema del que
se habla por necesidad, con cierto temor. El evangelio, en cambio, nos invita a estar
siempre preparados para el día de nuestra muerte. Jesús afirma que no debemos
hacernos ilusiones, pues él vendrá como ladrón, en el momento en que menos lo
esperamos. La nuestra muerte debe ser “preparada”, conscientemente, durante toda
nuestra vida. El encuentro con Dios, cara a cara, no podemos, por temor, relegarlo como
algo secundario de nuestra existencia. Una buena muerte no se improvisa: se prepara.

Algo efímero

Vivimos y nos aferramos a las cosas de este mundo como que fuéramos a vivir
eternamente. La Biblia, repetidas veces, se encarga de hacernos meditar en que nuestra
vida es algo muy efímero. Santiago afirma: “¿Que es la vida de ustedes? Ciertamente es
una neblina que aparece por un poco tiempo, y luego se desvanece”(St 4, 14). La
neblina, a veces, es muy espesa; pero, de pronto, llega un rayo de sol, y nadie se acuerda
de que allí había neblina.
En el libro de Job, se encuentra otra imagen parecida: “Los días del hombre son
más veloces que la lanzadera del tejedor”(Jb 7, 6). El ojo humano apenas logra ver esa
escurridiza lanzadera, que va de un lado a otro. Si en tiempo de Job se hubieran
conocido algunas de nuestras sofisticadas máquinas, la lanzadera del tejedor hubiera
quedado relegada a un segundo plano en cuanto a la velocidad.
En el libro de las Crónicas se lee: “Extranjeros y advenedizos somos delante de ti,
como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no
dura”(1Cro 29, 15).
Lo cierto es que el día de hoy podemos desayunar alegremente en nuestra casa, y,
por la tarde, ya estar dentro de un ataúd. El cáncer, los ataques al corazón, el sida, los
accidentes aéreos y automovilísticos están a la orden del día. Todo nos indica que

22
debemos estar siempre preparados; no “angustiados”, pues el cristiano sabe, de
antemano, que sus días están en manos del Señor. Ni un minuto más ni un minuto
menos.
Carlos Shick se llamaba el atrevido individuo, que se introdujo en un tonel, que era
llevado por la corriente hacia las Cataratas del Niágara. Todos vieron cómo el tonel se
precipitó en las aullantes cataratas. Trancurrió un momento de tensión y todos vieron,
estupefactos, cómo Shick salía victorioso del tonel. Todos lo ovacionaron. Le
aplaudieron frenéticamente. Shick, muy orondo por su triunfo, volvía hacia su casa
cuando se resbaló en una cáscara de banano, se golpeó la cabeza y murió
instantáneamente. Había superado el peligro mortal en las Cataratas del Niágara, y,
ahora, allí estaba tendido en la acera con un golpe mortal.
Nuestra situación aquí en la tierra es de forasteros. Estamos de paso. El día de
nuestro nacimiento comenzó nuestra carrera hacia la muerte. A nuestra derecha y a
nuestra izquierda, continuamente, van cayendo seres queridos, personas desconocidas,
amigos. A pesar de todo, en el fondo nos creemos indestructibles. Casi llegamos a dar la
impresión de que la ley de la muerte se inventó para otros, pero que, tal vez, se puede
hacer alguna excepción con nosotros.
El salmo 90 dice: “Setenta son los años que vivimos; los más fuertes llegan hasta
ochenta; pero el orgullo de vivir tanto, sólo trae molestias y trabajo”. Por eso, el
salmista en el mismo salmo, hace la siguiente oración: “Enséñanos a contar bien
nuestros días, para que nuestra mente alcance sabiduría”. Lo más importante no es el
número de años que vivamos, sino la manera cómo los vivamos. A eso la Biblia le llama
“alcanzar sabiduría”.Es lo que también nosotros le debemos pedir continuamente al
Señor.

Nuestra gran oportunidad

El tiempo, que se nos ha concedido, es la oportunidad de preparar nuestro


encuentro con el Señor. La parábola de los talentos, que narró Jesús, enfoca este tema de
una manera muy evidente. A cada uno se nos han concedido “talentos”, cualidades,
dones, oportunidades para que nos realicemos en esta vida; para que cumplamos la
misión que Dios nos encomendó. Nadie se puede dar el lujo de “enterrar” su talento. En
nuestro encuentro con el Señor, se nos advierte que se nos pedirán los talentos
“multiplicados”. En el Evangelio, continuamente, se machaca que nuestra vida no
termina en un cementerio. Jesús, al mismo tiempo, que habla de la muerte, remarca la
idea de la “vida eterna”, en el cielo.
Es impresionante la manera en que San Pablo encaró la muerte. En la vida de Pablo

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abundan las persecuciones, las cárceles, los naufragios, las trampas, que le tendían sus
enemigos. Pablo no vio con temor la muerte. Un día escribió: “Para mí el vivir es Cristo
y el morir, ganancia”(Flp 1, 21). Pablo había tenido un encuentro con Jesús resucitado.
Eso lo había marcado para toda su vida. Por eso estaba seguro de la resurrección. La
muerte la consideraba como “ganancia”.
La resurrección de Jesús es la columna principal sobre la que descansa el edificio de
nuestra religión. Si no se ha tenido un encuentro personal con Jesús resucitado, no puede
existir esa fe inquebrantable de Pablo en la vida futura. Si no se ha tenido encuentro
personal con Jesús resucitado, no tienen sentido sus palabras: “Yo soy la resurrección y
la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá”(Jn 11, 25).
Cuando se tiene una fe incondicional en la resurrección de Jesús, entonces cobra
valor la promesa, que Jesús les hacía a sus apóstoles en la última cena: “En la casa de mi
Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo no les hubiera dicho que voy a
prepararles un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra vez para
llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a
estar”(Jn 14, 2-3).
San Pablo, cuando le escribía a los Corintios, hacía notar la importancia que tenía
para la fe de cada individuo el haber llegado a aceptar la resurrección de Jesús. Las
palabras de Pablo, en esta carta, son de las más importantes de la Biblia. Decía Pablo:
“Si Cristo no hubiera resucitado, la fe de ustedes sería vana; aún estarían en sus
pecados… Si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los más dignos de
compasión de todos los hombres” (1Co 15, 17-20). Cuando hemos llegado a creer
firmemente en la resurrección de Jesús, entonces, sus palabras para nosotros son
definitivas. Entonces Jesús no es alguien que vino a ilusionarnos con la utopía de un
“más allá”. Si Jesús, de veras, resucitó, no hay motivo para que desconfiemos de
ninguna de sus palabras. La muerte, entonces, no nos lleva a la lobreguez de una tumba,
sino es un paso hacia un más allá glorioso.
Esta convicción en la vida futura la expresó San Pablo con una adivinada imagen.
Escribe San Pablo: “Nosotros somos como una casa terrenal, como una tienda de
campaña permanente; pero sabemos que si esta tienda se destruye, Dios nos tiene
preparada en el cielo una casa eterna, que no ha sido hecha por manos humanas”(2Co
5, 1).
En este mundo estamos transitoriamente. El que vive en una carpa de campaña lo
hace solamente en momentos de emergencia, momentáneamente. Aquí, vivimos
provisionalmente. Nuestra casa definitiva, según la Biblia, está en el cielo. Esto no es
para que vivamos como evadidos de nuestra realidad, con la cabeza en las nubes. Este
pensamiento nos ayuda, como a Pablo, a lanzarnos de lleno a cumplir la misión que Dios
nos ha encomendado en esta tierra. La vida eterna comienza aquí cuando estamos
multiplicando los “talentos”, que Dios nos encomendó para servir a los demás.

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Diversas maneras de salir del mundo

Tanto los médicos como las enfermeras y los parientes del que muere, notan bien la
diferencia entre alguien que es un creyente de corazón y el incrédulo. En la historia ha
quedado famosa la muerte del escritor Voltaire. Durante su vida hizo gala de despreciar
las cosas de Dios. En dos oportunidades, cuando estaba a punto de morir, pidió que lo
auxiliara un sacerdote. Las dos veces sanó. Pero, apenas se sintió con fuerza, comenzó
nuevamente a burlarse de Dios y de todo lo religioso. La tercera vez, que se encontraba
gravísimamente enfermo, pidió la presencia de un sacerdote. Sus amigos de la masonería
no lo permitieron. Según el médico que lo atendía, Voltaire murió gritando
desesperadamente y mordiendo las sábanas de su cama, mientras gritaba: “He sido
abandonado de Dios y de los hombres”. Tuvo muchas oportunidades para morir
cristianamente, pero desaprovechó el momento de gracia que el Señor le concedía.
De Carlos IX de Francia se dice que murió gritando: “¡Cuánta sangre, cuántos
asesinatos… en cuántos malos consejos anduve! ¡Estoy perdido!” En ese instante tan
decisivo de su existencia veía desfilar a tantas personas a quienes había mandado a
matar; recordaba todos sus errores.
La muerte de las personas, que creen firmemente en las palabras de Jesús, es muy
distinta. El libro de los Hechos narra que cuando estaba muriendo San Esteban, mientras
sus enemigos lo apedreaban, él oraba por ellos, mientras afirmaba que estaba viendo el
cielo abierto y a Jesús, que lo esperaba (Hch 7, 55-56).
Una de las últimas frases, que pronunció San Juan Bosco en su agonía, fue: “Los
espero a todos en el paraíso”. Santo Domingo Savio murió diciendo: “¡Qué cosas tan
hermosas veo!” Bien afirma el libro de la Sabiduría que las almas de los justos están en
manos de Dios (Sb 3, 1).

Imágenes muy consoladoras

La Biblia, ante la imposibilidad de describir lo indescriptible, opta por imágenes muy


impactantes para darnos una lejana idea de lo que será la vida eterna para los que creen
firmemente en las palabras del Señor.
A los atletas triunfadores, en tiempos antiguos, se les coronaba con una guirnalda de
laurel. De aquí tomó San Pablo su imagen para pensar en su encuentro con Dios.

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Escribía san Pablo: “Me aguarda la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día; no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida”(2Tm
4, 6). Pablo se imaginaba ser coronado después de haber cumplido con la ardua tarea
que Dios le había encomendado en el mundo.
En el libro del Apocalipsis prevalece la idea de descanso para referirse a la vida
eterna. “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor -escribe San Juan-,
descansarán de sus trabajos” (Ap 14, 13 ). Nuestra vida es un tejido de obstáculos y
luchas. De pronto todo eso se convierte en un gozoso recuerdo. Inicia lo que la Biblia
llama el descanso en el Señor. El descanso eterno.
Con una de las figuras de más hondura espiritual, para hablar de la felicidad en la
vida eterna, afirma san Juan: “No habrá llanto, ni luto, ni dolor, ni lágrimas”(Ap 21,
4). Este sentido negativo de lo que no existirá en el más allá de los justos es de lo más
consolador que se encuentra en la Biblia.

Hay que prepararse

En algunas universidades se ha introducido una materia muy extraña: la


“tanatología”; la ciencia que versa acerca de la muerte. En sentido cristiano, esta ciencia
siempre fue enseñada por Jesús, aunque no le dio un nombre técnico. Jesús siempre
habló de prepararse para el encuentro con Dios; de permanecer con las lámparas
encendidas: Jesús siempre nos anticipó que él llegará como un ladrón. De repente.
San Juan Bosco, una vez al mes, a sus hijos los invitaba a hacer lo que él llamaba
“El ejercicio de la buena muerte”. Un retiro mensual en que la persona revisa sus cuentas
ante su Señor. Algo muy sabio, y, al mismo tiempo, muy descuidado por muchísimas
personas, que piensan que con excluir el tema de la muerte, la van a alejar. Son como los
niños, que, ante el peligro, se esconden entre las sábanas y creen, de esta manera, que el
peligro está conjurado.
Cuando Jesús se estaba despidiendo de sus apóstoles, antes de su muerte, les dijo
unas palabras muy consoladoras: “Confíen en Dios y confíen también en mí. En la casa
de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo no les hubiera dicho que voy a
prepararles un lugar”(Jn 14, 1-2). A Jesús se le llama el “primogénito de los que
mueren” (Col 1, 18). Él se adelantó para prepararnos un lugar. Jesús les advertía a sus
apóstoles que para poder llegar a esa convicción, tenían que “creer en Dios y en él”. Para
poder tener esa certeza gozosa de una eternidad en el cielo hay que aferrarse con toda la
mente y el corazón a las palabras de Jesús. Si creemos en las promesas de Jesús, para
nosotros será lo normal pensar que, si creemos en Cristo, aunque muramos, tendremos la
vida eterna (Jn 11, 25), y que ocuparemos una de esas “moradas” que Jesús se adelantó

26
a prepararnos.
El historiador Heródoto recuerda que en tiempos pasados, en Egipto, después de un
grandioso banquete, alguien pasaba con un ataúd, que llevaba dentro una figura humana.
Uno de los sirvientes, que portaban el ataúd, iba repitiendo: “Lo que él es, tú serás”. Los
paganos, antes este realismo impactante, se decían: “Comamos y bebamos porque
mañana moriremos”.
Jesús, muchas veces, en el Evangelio, nos habla con realismo acerca de la muerte.
No lo hace para infundirnos miedo. La pedagogía de Jesús es preventiva: quiere que nos
acostumbremos al pensamiento de nuestra futura muerte y nos preparemos debidamente.
Que no sea para nosotros una sorpresa desagradable. Nosotros, al oír a Jesús hablarnos
de la muerte, no llegamos a la conclusión de comer y beber porque un día moriremos,
sino pensamos que la muerte es sólo el puente para poder llegar a gozar de la presencia
de Dios eternamente, en compañía de nuestros seres más queridos, que se nos
adelantaron. Esto no debe ser una salida de consolación, sino una fe total en la palabra de
Jesús: “El que cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 26).

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4. SALMO 90: Aprender a Calcular Nuestro Tiempo

Calderón de la Barca tiene una obra de teatro titulada: “El gran teatro del mundo”.
Los actores ingresan al escenario por una puerta, que tiene la forma de una cuna. El
director de escena le reparte a cada uno su respectiva indumentaria para poder actuar:
unos reciben trajes de reyes, otros de soldados, de obreros, de sirvientes. Al final se va
invitando a cada personaje a que salga por la puerta, que tiene la forma de un ataúd. De
esta manera, el escritor representa lo que es la vida. El mundo es un escenario en el que
nos toca actuar. Dios nos ha colocado para desempeñar un papel, una misión. Todos
tenemos que salir por la puerta de la muerte.
En el mundo estamos de paso. Se nos olvida con frecuencia. Creemos que
permaneceremos para siempre en el escenario. La Biblia nos recuerda: “No tenemos aquí
una ciudad permanente” (Hb 13,14). Somos viajeros, peregrinos. Muchas veces se nos
olvida esta realidad, o, mejor dicho, no la queremos afrontar. Nos ilusionamos pensando
que por la puerta con forma de ataúd, sólo les toca salir a otros. De esta manera,
tratamos de mentirnos a nosotros mismos para no pensar en una de nuestras grandes
verdades, la muerte.
El salmo 90 es el único que escribió Moisés. Este profeta vivió 120 años. En su
vejez, nos dejó esta extraordinaria reflexión sobre el sentido del tiempo y de nuestra
fragilidad humana. Este salmo busca enseñarnos a vivir nuestro hoy en la presencia de
Dios.

La eternidad de Dios

Moisés comienza alabando la eternidad de Dios. A través de los siglos, Dios es un


“refugio” para sus hijos, los hombres. Dios es la seguridad absoluta.
Señor, tú has sido para nosotros
un refugio de edad en edad.
Antes de ser engendrados los montes,
antes de que naciesen la tierra y el orbe,
desde siempre y para siempre tú eres Dios
(vv. 1-2).

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Al pensar en la eternidad de Dios, Moisés inicia entonando un himno de alabanza a
Dios, que, a través de los siglos, se ha manifestado como un “refugio”, un Dios
providente para los seres humanos. El inicio de este salmo es una oración por medio de
la que Moisés, en su ancianidad, bendice a Dios porque puede dar testimonio que “de
generación en generación” ha experimentado la infaltable providencia de Dios.

La soberanía de Dios

Moisés recibió la revelación de Dios acerca del origen del hombre, que fue colocado
en el universo como un “administrador” de las cosas de Dios. No es el dueño. La gran
tentación del hombre es constituirse “dueño” del universo, y olvidar su condición de
simple “administrador”. Moisés quiere recordarle al hombre que viene del polvo y que a
él volverá.
Tú reduces al hombre a polvo,
diciendo: “Retornen hijos de Adán”.
Mil años en tu presencia
son un ayer que pasó,
una vela nocturna.
Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y, se renueva por la mañana,
y que por la tarde la siegan y se seca
(vv. 3-6).

Cuando el hombre se olvida de su condición de “administrador” y se cree el


“dueño” del mundo, se olvida de su Creador, y construye babeles de confusión, que lo
desestabilizan espiritualmente. El salmo 90 acentúa el hecho de que vamos a volver al
polvo. El miércoles de ceniza, la Iglesia, como madre, nos dice: “Recuerda que eres
polvo y en polvo te convertirás”. De esta manera, se nos quiere apartar de la tentación de
construir babeles en las que se hace caso omiso de Dios. El Eclesiastés también insiste en
el mismo tema, cuando anota: “Todos caminan hacia la misma meta, todos han salido
del polvo y todos vuelven al polvo. Vuelve el polvo a la tierra, a lo que era, y el
espíritu a Dios que es quien lo dio” (Ecl 3, 20; 12, 7).

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A nosotros, mil años nos parecen una cantidad exorbitante. El salmo 90, por el
contrario, nos asegura que para Dios mil años son como un día, como una vigilia
nocturna, que, según los antiguos, duraba la tercera parte de la noche. Este pensamiento
lo recoge también san Pedro, cuando escribe: “Para el Señor un día es como mil años, y
mil años como un día”(2P 3, 8). El tiempo de Dios no depende de nuestros relojes. El
mismo salmo nos compara a la hierba del campo, que florece en la mañana, y en la tarde
ya la han cortado.
Calderón de la Barca tiene otra bella obra de teatro titulada: “La vida es sueño”. El
autor, en esta obra, sostiene que mientras vivimos, soñamos; cuando morimos,
despertamos. Durante el sueño fantaseamos en tantas cosas. Lo cierto que, al despertar,
nos damos cuenta de que todo fue una ilusión. Por eso Jesús advertía: “Velen, pues, no
saben el día ni la hora en que vendrá el Hijo del Hombre” (Mt 25, 13). Nunca Jesús
quiso infundir miedo a la muerte. Su intención, al hablarnos de la inminencia de la
muerte, fue enseñarnos a ser “previsores”, a no ser sorprendidos por una de nuestras
realidades definitivas: la muerte. Para no “improvisar” el día en que debemos pasar a la
eternidad, Jesús nos indica que cuando él vuelva por nosotros, quiere encontrarnos como
“siervos fieles”, con los “lomos ceñidos”, en actitud de servicio a los demás. Jesús nos
asegura, que si eso se cumple, Él mismo se compromete a “servirnos la mesa” (Lc 12,
37). También dijo Jesús que cuando Él vuelva por nosotros, quiere encontrarnos con
nuestros “talentos” multiplicados. Es decir, con la misión cumplida.

La ira de Dios

No deja de desconcertarnos que el salmo 90 hable de la “ira de Dios”, que nos ha


consumido (v. 9). En la Biblia la ira de Dios significa que Dios es justo y que no puede
aceptar como limpio lo que está manchado. Dios odia el pecado, pero ama al pecador, y
busca salvarlo por todos los medios. Por eso, Dios aplica su disciplina al pecador para
salvarlo. No castiga como un verdugo, con odio, sino como un Padre, con amor. Así lo
expresa el salmista, cuando dice:
¡Cómo nos ha consumido tu cólera,
y, nos ha trastornado tu indignación!
Pusiste nuestras culpas ante ti,
nuestros secretos, ante la luz de tu mirada.
Y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera,
y nuestros años se acabaron como un suspiro

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(vv. 7-9).

El caso del profeta Jonás es muy ilustrativo para comprender lo que es la “ira de
Dios”. Jonás va por camino de perdición. El Señor suscita una tormenta, que pone en
peligro el barco en el que va Jonás. Los de la tripulación lanzan al mar al profeta
desobediente, como causante de la desgracia. Jonás va a parar al vientre de un gran
cetáceo. Allí reconoce su pecado y pide perdón a Dios. El Señor no quería aniquilar a
Jonás, sino salvarlo, porque lo amaba. Muchas de las tormentas de nuestra vida, son
provocadas por Dios, que quiere aplicarnos su disciplina para salvarnos, quiere
demostrarnos que para él somos muy importantes.
En el Antiguo Testamento, muchas veces, se creía que toda desgracia era un castigo
de Dios. Cuando llegó Jesús, perfeccionó la revelación en cuanto al sufrimiento. Ante un
ciego de nacimiento, los apóstoles le preguntaron que quién había pecado para que
sucediera esa desgracia: los padres del ciego o el mismo invidente. Jesús respondió que ni
el ciego ni sus padres eran culpables de la ceguera de aquel hombre; el ciego estaba allí
para la gloria de Dios. Más tarde, nos vamos a dar cuenta de que ese ciego va a tener
con Jesús uno de los encuentros personales más bellos del Evangelio. Era para la gloria
de Dios que el ciego había nacido enfermo (Jn 9).
No toda desgracia corresponde a un castigo de Dios. Jesús hace ver que Dios Padre
corta los sarmientos que dan fruto, para que den más fruto. No habla de sarmientos
inútiles, sino de sarmientos fructíferos. Aquí está señalado el proyecto de Dios para
santificar más a los que ya son buenos y están produciendo buenos frutos. El Señor los
purifica para que su fruto sea muy agradable a Dios (Jn 15).
El salmo 90 hace la pregunta: “¿Quién entiende el golpe de tu ira?” (v. 9). La
respuesta es: ninguno. Nadie puede comprender la disciplina de Dios, su castigo. Sólo
nos queda inclinar la cabeza y aceptar el proyecto de Dios para nosotros, con la plena
confianza de que ese camino es el que, en la Sabiduría de Dios, nos conviene más. Y, no
sólo aceptamos la voluntad de Dios; también lo alabamos porque, por la fe, sabemos que
el plan de Dios para nosotros es la muestra de su amor.

La brevedad de la vida

Moisés, que vivió 120 años, en su ancianidad, llegó a la conclusión de que la edad
normal de un ser humano es de 70 años; los más robustos llegan a 80. Sin embargo, todo
es“fatiga inútil”. Es la conclusión a la que llega Moisés en su reflexión de anciano:
Aunque uno viva setenta años,

31
y el más robusto, hasta ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil,
porque pasan aprisa y vuelan.
¿Quién conoce la vehemencia de tu ira,
quién ha sentido el peso de tu cólera?
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato
(vv. 10-12).

Aquí, encontramos ecos del libro de Job, en el que se anota: “Mis días son más
rudos que un correo, se me escapan sin que pueda ver la dicha; se deslizan como
lancha de junco, como águila que cae sobre la presa...” (Jb 9, 25-26).El autor del
Eclesiastés llega a la misma conclusión, cuando apunta: “Vanidad de vanidades y todo es
vanidad” (Ecl 1, 2).
Ante esta constatación de la brevedad y fragilidad de la vida, el salmista hace una
petición a Dios:
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato (v. 12).

En vista de lo efímero de la existencia humana, el salmista opta por pedirle a Dios la


sabiduría de saber vivir el hoy de cada día. De aprovechar el tiempo al máximo para
cumplir la voluntad de Dios.
Jesús contó el caso de un hombre que se afanó toda la vida para acaparar riquezas y
más riquezas. Cuando ya era millonario, se dijo: “Bueno, ahora, a pasarla
espléndidamente”. Jesús narró que ese mismo día, el rico oyó una voz que le decía:
“Necio, esta misma noche morirás: ¿a quién le van a quedar tus riquezas?” (Lc 12,
20). Jesús llama “necio” a este hombre, que había calculado su vida “a largo plazo”, sin
saber que esa misma noche iba a morir.
Jesús dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?”
(Mt 16, 26). La sabiduría de Dios nos lleva a calcular nuestros años, a saber “ganar a
Dios”, que es lo más importante de nuestra existencia. Se puede vivir pocos años y se
puede hacer mucho bien. El joven Domingo Savio, discípulo de Don Bosco, vivió
solamente 15 años, y la Iglesia lo tiene en los altares. En su corta edad, se santificó.

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Súplicas finales

Moisés, al reflexionar en la brevedad de la vida y la fragilidad del hombre, concluye


el salmo 90 haciendo varias súplicas a Dios:
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos;
por la mañana, sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo;
danos alegría, por los días en que nos afligiste,
por los años en que sufrimos desdichas.
Que tus siervos vean tu acción
y tus hijos tu gloria.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos
(vv. 13-17).

Todas estas súplicas, que Moisés le presenta a Dios, tienen su respuesta muy
concreta en Jesús, que es la solución de Dios para nosotros. En primer lugar, el salmista
le pide a Dios “compasión”. Los rabinos, maestros de religión entre los judíos, afirmaban
que “fidelidad” es la definición de Dios. El salmista, al ver la brevedad de la vida y la
fragilidad humana, piensa que necesita, sobre todo, la compasión de Dios. Por eso le pide
que “sacie” al pueblo con su misericordia. Una porción muy grande de su perdón, de su
compasión.
Jesús nos da la respuesta a esta petición, cuando narra la parábola del hijo pródigo.
En esta parábola, Jesús presenta a Dios como un Padre compasivo que tiene siempre
abiertos los brazos y la puerta de su casa para cuando vuelva el hijo rebelde; para
devolverle sus privilegios de hijo, y para organizarle una fiesta de bienvenida.
El salmista, pasa a pedirle a Dios que les conceda “alegría”. Los del pueblo de Dios
ya han sufrido mucho en el pasado. Ahora, puede haber una compensación: alegría y
júbilo. Jesús, en las “Bienaventuranzas”, asegura que los que se atrevan a ir por el
camino del Evangelio, serán “dichosos”. En la última cena, también el Señor les dijo a los

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apóstoles: “Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y para que su
alegría llegue a la plenitud” (Jn 15, 11). Una característica del santo es su gozo, su
alegría. En él se cumple la promesa del Señor: es “dichoso” porque va por el camino del
Evangelio. El gozo debe ser lo normal en nuestra vida, si vivimos las bienaventuranzas.
El salmista también le pide a Dios la evidencia de sus obras: “Que tus siervos vean
tu acción…” (v. 16). Lo que el salmista desea es que todo el pueblo vea “la mano de
Dios” en todas las circunstancias para que aumente su fe y sea fiel en todo a Dios.
Jesús prometió que los que “creyeran” verían “señales” (Mc 16, 17), es decir,
tendrían experiencia de la manifestación de Dios. A los apóstoles siempre les
acompañaron señales milagrosas en su evangelización. El libro de Hechos recuerda que,
en tiempo de persecución, un grupo de fieles se reunieron en una casa particular y, en
oración de fe, pidieron “signos y milagros” para que todos creyeran en Jesús. La señal de
Dios no se hizo esperar. Al momento se vino un fuerte temblor. Nadie se asustó; todos
vieron en el temblor la respuesta de Dios.
Necesitamos pedir con fe los signos de Dios. Los necesitamos para que nuestra fe
se fortalezca, para que conozcamos más a Dios, lo amemos mejor y nos entreguemos a
su servicio con gozo.
La última petición que hace Moisés para todo el pueblo es que Dios haga
“prósperas las obras de sus manos” (v. 17). Todos hemos recibido talentos del Señor;
tenemos una misión que cumplir. Por eso le pedimos al Señor tener éxito en nuestro
trabajo, en nuestra misión. Lo necesitamos.
Jesús nos dice que no debemos estar “ansiosos” por la comida y el vestido. El Señor
mismo nos da la solución cuando dice: “Busquen primero el reino de Dios y su justicia
y lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33). Es como que nos dijera: “Vivan según
las normas del Evangelio y yo me encargaré de que no les falte lo necesario”. Nos
promete “hacer prósperas las obras de nuestras manos”.
Estas súplicas finales compendian nuestros anhelos para nuestra breve y frágil vida,
que cobra sentido pleno, si contamos con la bendición de Dios.

De paso

“No tenemos aquí una ciudad permanente” (Hb 13, 14), nos dice la Biblia. Estamos
de paso. Somos peregrinos. El salmo 90 nos recuerda nuestra fragilidad humana, pero
también nos exhorta a poner la confianza en Dios, que es “eterno” y que, de generación
en generación, ha sido fiel y nunca nos fallará. También nos anima a vivir nuestro hoy
con la mirada puesta en Dios para buscar siempre su voluntad, que es el camino que nos

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conviene. El salmo de Moisés insiste en la brevedad de nuestra vida. Jesús, por otra
parte, nos invita a “estar siempre preparados porque no sabemos el día ni la hora” (Mt
25, 13). El Señor nos asegura que, si al venir él, nos encuentra como siervos fieles con
los lomos ceñidos, en actitud de servicio a los demás, él mismo nos va a servir la mesa.
Ésta es la sabiduría que se pide en el salmo 90, y que todos buscamos, día a día, de todo
corazón. Es nuestro mejor anhelo que cuando vuelva el Señor, nos encuentre en vigilante
espera con nuestras lámparas encendidas.

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5. Acompañar al que está por morir

Jesús santifica todos los momentos más importantes de nuestra vida por medio de
los sacramentos, que son signos eficaces de su gracia. De manera especialísima
acompaña al enfermo grave por medio de la Unción de los enfermos, que, por lo general,
se complementa con la confesión y la comunión.
Por medio de la Unción de los enfermos, Jesús se le acerca al enfermo, como el
buen samaritano, que con el aceite de su compasión, quiere aliviar sus dolencias y quiere
atenderlo en su estado de postración. Por medio del sacramento de la Unción, el enfermo
experimenta la compasión de Jesús, que afirmó que venía a “vendar los corazones
heridos” (Is 61, 1)
Fue en la Edad Media cuando se le dio el nombre de “Extremaunción” a este
sacramento. Con el nombre se introdujo también la mentalidad de que debía reservarse
sólo para los que estaban a punto de morir. Fue un desacierto. Algunos Padres durante el
Concilio de Trento protestaron contra esta mentalidad con respecto al Sacramento de la
Unción; pero no logró cambiarse ni el nombre ni la mentalidad con respecto a este
sacramento. Fue el Concilio Vaticano II el que sugirió el cambio de nombre para la
Extremaunción. Propuso que se le llamara “Unción de los enfermos”. Con el cambio de
nombre se introdujo una nueva mentalidad: ahora, ya no es el Sacramento para los
moribundos (la Extremaunción), sino el Sacramento para los enfermos.
No obstante, hay en un momento en la vida del individuo en que la Unción de los
enfermos se convierte para él en una “Extremaunción”. Nuestra primera unción la
recibimos el día de nuestro Bautismo, cuando quedamos consagrados a Dios como
templos del Espíritu Santo (Ef 1, 13). En la Confirmación se nos unge nuevamente para
fortalecernos en nuestra misión como soldados de Cristo. Cuando nos disponemos a
emprender nuestro viaje hacia la eternidad, somos también ungidos con la fuerza del
Espíritu Santo para sentirnos acompañados por nuestro buen Pastor, que nos guía a
verdes pastos y a aguas tranquilas.
Muchos le atribuyen un sentido “mágico” a este sacramento. Según ellos, basta que
el enfermo lo reciba ― aunque sea en estado de coma ― y ya todo queda arreglado. No
es así. La fe es indispensable para que el Sacramento pueda comunicar la Gracia.
Cuando se administra al enfermo, que está inconsciente, es porque no sabemos si
escucha o no lo que se está diciendo. Y porque creemos en la oración de intercesión en
favor del que se encuentra en una situación, que para nosotros es totalmente
desconocida.

36
La enfermedad

Antes de reflexionar expresamente sobre la Unción del que está por morir, es
preciso meditar sobre la situación del enfermo. La enfermedad provoca, por lo general,
una crisis en el enfermo. Es tiempo de tentación en que el espíritu del mal aprovecha
para sembrar la cizaña del temor, de la duda y de la desesperanza. El enfermo se
enfrenta, primero, con el dolor, la debilidad; luego con sus consecuencias: a veces,
escasez de dinero para médicos y medicinas; imposibilidad de trabajar, de movilizarse. El
enfermo se da cuenta de que los demás no lo pueden atender como él quisiera: que se
olvidan de él. El enfermo, entonces, comienza a sentirse como “una carga pesada” para
su familia. Piensa que los demás lo marginan. Hasta llega a pensar que Dios lo ha
abandonado.
El caso de Job es muy típico al respecto. Al principio, Job, ante todas sus
calamidades, decía: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó” (Jb 1, 21). Todo muy ejemplar.
Pero, conforme fueron arreciando las interminables desgracias, Job comenzó a cuestionar
la acción de Dios. Job se consideraba bueno, ¿por qué, entonces, Dios lo castigaba de
esa manera? En sus razonamientos negativos, Job pensaba que si le fuera posible llevar a
Dios a un juzgado con seguridad le ganaría el pleito, pues, él era bueno: no había motivo
justificado para que Dios lo tuviera en esa calamitosa situación.
En su crisis espiritual, a Job le fallaron su familia y su comunidad. Su esposa,
exasperada por todo lo que sucedía, le dijo: “¡aldice a Dios y muérete!” Sus amigos, con
complejo de teólogos, lo hundieron más en la depresión porque se empecinaron en que si
Job estaba pasando por esa situación tan espantosa debía ser porque tenía escondido
algún pecado grave. Más tarde, cuando interviene Dios, les dice a estos falsos teólogos:
“Ustedes hablaron mal de mí”(Jb 42, 7). Es decir: “Ese Dios que ustedes presentan no
soy yo”. Una familia poco cristiana, le va fallar a su enfermo. Personas con criterios
antievangélicos, con respecto a la enfermedad, no son las personas apropiadas para
“acompañar” al enfermo en este trance tan crítico de su vida.
Un enfermo con conceptos no bien cimentados en la Biblia, puede hundirse más él
mismo. Alguno, por ejemplo, dice: “Esta enfermedad que Dios me envió…” Esto va
contra la revelación del mismo Dios en la Biblia. Dios es un “papá” bueno. Un padre
bueno no les envía enfermedades a sus hijos. Los que creen que Dios se está vengando
de ellos, manifiestan un concepto de un Dios futbolista, que devuelve las patadas que le
dan. Este concepto de Dios no le ayuda para nada al enfermo para la situación de crisis
por la que está pasando.

Acompañar al moribundo

37
Antes, la gente moría en su cama y en su casa, por lo general, rodeada de sus
familiares. Ahora, debido al sistema de vida de nuestra sociedad, muchos mueren solos
en un hospital, en un asilo de ancianos. Si algo necesita de manera especialísima el
enfermo grave es ser acompañado espiritualmente. Es el momento de hacer por los
moribundos lo que nosotros quisiéramos que hicieran por nosotros cuando seamos
llamados a la presencia de Dios.
La situación psicológica y espiritual del enfermo grave es muy delicada. Por un lado,
la enfermedad y el sufrimiento hacen que se sienta un solitario, un abandonado por
todos, y hasta por Dios. Muchos caen en la depresión, en la rebeldía. Santa Teresita
aconsejaba alejar de los enfermos toda medicina peligrosa. Ella había pasado por esos
instantes de aturdimiento espiritual y psicológico, y había experimentado la tentación del
suicidio.
El moribundo no necesita que le den clases de teología, en ese momento, sino que
haya alguien que viva su fe y que procure compartirla con él, con mucho amor. Sin
presionarlo. Sin quererle imponer por la fuerza algo. A veces el enfermo agradece más un
respetuoso silencio, lleno de compasión, que las interminables lecciones bíblicas que lo
aturden y desconciertan más.
Sólo una persona muy llena del amor de Dios puede sobreponerse ante la
impaciencia del enfermo, ante sus caprichos, ante sus locuras y exigencias. Es el
momento de ver la imagen de Jesús, en el rostro demacrado y sudoroso del enfermo. Es
el momento de pedir al Espíritu Santo la sabiduría necesaria para sugerir las frases
bíblicas más apropiadas y que más impacto puedan causar en el enfermo. Es el momento
de la oración insistente, si es posible, en comunidad. Al enfermo le consuela que alguien
con amor lo esté acompañando en oración en ese instante, tan decisivo y desconcertante,
de su vida en que ya no acierta cómo orar. Aunque parezca que el enfermo no escuche,
hay que continuar orando y sugiriendo frases bíblicas de consuelo. Muchos de los que
han vuelto de su estado de coma, han expresado que oían todo lo que los demás decían y
comentaban. Según los expertos, el sentido del oído es de los últimos que se pierde.
El momento de la muerte es tiempo de Gracia. El Señor procura alcanzar a sus hijos
en “horas extra”, como lo hizo con el buen ladrón. Hay que cooperar con el Señor para
que el moribundo reciba la misericordia del Señor. El famoso escritor Jorge Luis Borges
hacía gala de su ateísmo en las entrevistas que le hacían. Sin embargo, cuando estaba
muriendo pidió que llamaran a un sacerdote y le rogó que rezara el Padrenuestro.
Me llamaron para asistir a una anciana en punto de muerte. De entrada, la anciana
me dijo que no era católica y que ella no me había llamado. Le contesté que no la iba a
presionar en nada. Que si permitía únicamente iba a hacer una oración por ella para que
Jesús la acompañara en ese momento difícil de su vida. Después de hacer la oración, la
anciana me dijo que le gustaría confesarse; que hacía muchos años que no lo hacía. Le
indiqué que si creía en la confesión, con mucho gusto la atendería. Después de

38
confesarse, me dijo que hacía mucho que no le rezaba a la Virgen María, que le gustaría
hacerlo. Nuevamente le indiqué que si tenía fe, que lo hiciéramos juntos. Terminé
dándole la Unción de los enfermos.
Alguien, que había sido mi profesor en la Universidad, me mandó a llamar, cuando
estaba a punto de morir. Me dijo que quería confesarse, pero que todo debía quedar en
absoluto secreto, que nadie lo debía saber. Le dije que no tenía sentido confesarse en
secreto. Que era el momento preciso de reparar todas las veces que se había
avergonzado de confesar a Jesús. Era el momento de humillarse y reconocer su error
ante Jesús y sus parientes y amigos. Así lo hizo. Es impresionante cómo hasta en los
últimos momentos nuestro orgullo quiere jugarnos malas partidas. Pero más
impresionante es comprobar cómo nos alcanza la misericordia de Dios en los últimos
instantes de nuestra existencia.

Encontrarle sentido a la enfermedad

Pablo tenía una “espina”, que lo hacía sufrir. Algunos creen que fueran ataques
epilépticos o enfermedad de la vista. Pablo, después de rezar muchas veces para obtener
la sanación sin lograrla, recibió la revelación de Dios: el Señor le dijo que esa espina la
había “permitido” para que no se envaneciera por sus muchos dones espirituales. Pablo,
entonces, decía que se sentía fuerte cuando se sentía débil, porque, entonces, lo que
prevalecía en él era el poder de Dios (2Co 12 ,10).Pablo, de esta forma, le había
encontrado sentido a su“espina”.
Walter Scott y Lord Byron eran dos famosos escritores. Los dos eran cojos. Walter
Scott se mostraba sereno, con gozo. Era un cristiano convencido. Lord Byron, en
cambio, era un hombre lujurioso y amargado. No había logrado encontrarle sentido a su
enfermedad. Junto a la cruz de Jesús había dos ladrones. Los dos, al principio, insultaban
y maldecían a Jesús. Uno de los ladrones, al oír a Jesús y verlo cómo se entregaba a
Dios por la salvación del mundo, se convirtió. De la maldición pasó a la oración. Le
encontró sentido a su sufrimiento. No basta sufrir para santificarse. El dolor a unos los
hace mejores, a otros les endurece el corazón. La diferencia consiste en que los
cristianos, a la luz de la cruz, le encuentran sentido a su enfermedad, a sus sufrimientos,
y pasan de la rebeldía a la oración. Esta conversión abre sus corazones para la salvación,
que Jesús quiere llevarles. Un gran favor se le hace al enfermo grave al ayudarle a que le
encuentre sentido a su sufrimiento, a su situación de enfermo terminal. No es fácil. Pero
la gracia de Dios es más grande que nuestra debilidad.

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Sentido de la muerte

Hay circunstancias en que el enviado a orar por el enfermo tiene que aceptar que al
enfermo le falta poco tiempo, que tiene una enfermedad terminal. Entonces, sin ningún
temor, debe industriarse para ayudarlo a ver la realidad y a prepararse para ese paso tan
decisivo de su vida.
El tema de la muerte, por lo general, se elude en nuestra sociedad. El hombre, en la
actualidad, cree que con sólo no hablar de la muerte, las cosas se van arreglar solas. No
es así. Hay que ayudar al enfermo con enfermedad terminal a prepararse para ese paso
importantísimo de su existencia. No se le hace ningún mal. Todo lo contrario, se le hace
un gran bien.
San Juan Bosco estilaba hacer, mensualmente, con sus jóvenes lo que llamaba el
“ejercicio de la buena muerte”. Cada mes se hacía un breve retiro espiritual en el que
cada uno se preguntaba cómo se encontraba, en ese instante, si Dios lo llamara a la
eternidad. Los jóvenes habían asimilado con naturalidad el tema de la muerte. Tanto es
así, que, cuando Don Bosco, con su don de “palabra de ciencia”, anunciaba que dentro
de dos meses iban a morir dos jóvenes del oratorio, no cundía el pánico; al contrario,
todos se aprestaban a encontrarse en buena relación con Dios, por si acaso les tocaba
pasar a la eternidad. Don Bosco afirmaba que la buena marcha de su oratorio se debía a
la confesión y comunión frecuentes y al ejercicio de la buena muerte.

Jesús viene a auxiliar

Jesús, que santifica todos los momentos más importantes de nuestra vida por medio
de los sacramentos, de manera especialísima acompaña al enfermo grave por medio de la
Unción de los enfermos, que, por lo general, se complementa con la confesión y la
comunión.
Por medio de la Unción de los enfermos, Jesús se le acerca al enfermo, como el
buen samaritano, que con aceite quiere aliviar sus dolencias y quiere atenderlo en su
estado de postración. Por medio del sacramento de la Unción, el enfermo experimenta lo
que dijo Jesús: que había venido para “vendar los corazones heridos” (Is 61, 1).

La fe del enviado

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Y, aquí, una cuestión muy delicada. El enviado, muchas veces, tiene que suplir la
poca o nula fe del enfermo. En el caso del paralítico, que le llevaron en camilla a Jesús
(Mt 9, 2), lo que contó fue la fe de sus amigos. Se valieron de todos los recursos para
acercar al enfermo a Jesús. El texto bíblico anota que Jesús “viendo la fe de ellos”, sanó
al paralítico (Mt 9, 2). Lo que contó fue la fe de los amigos.
Fue la fe de la madre cananea la que valió ante el Señor para la sanación de su hija
(Mc 7, 26). Fue la fe del centurión romano la que obtuvo la sanación de su sirviente (Mt
8, 5-13). Fue la fe del alto oficial la que logró que Jesús sanara a distancia a su hijo, que
estaba gravemente enfermo (Jn 4, 50). Los enfermos, muchas veces, se encuentran en
una crisis muy grande de fe, y lo que cuenta en ese momento, es la fe del que ha sido
enviado por Jesús para auxiliar al enfermo terminal, para su conversión y entrega total a
Jesús.
La Unción de los enfermos, en este caso, se convierte en la “Extremaunción”, que
prepara al enfermo para que no se sienta solo, para que confíe en que Jesús lo
acompañará. El dijo: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así yo
no les hubiera dicho que voy a prepararles una morada, y cuando la prepare volveré
para llevarlos, para que ustedes estén donde yo estoy” (Jn 14, 2-3). Sería el caso de
enfocar la muerte como nuestro encuentro tan deseado con Jesús; como la consecución
de la salud total: ya no habrá médicos, ni medicinas, ni ambulancias. Dice el Apocalipsis
que en nuestra nueva y definitiva morada no habrá “luto, ni dolor, ni lágrimas” (Ap 21,
4).
En ese paso hacia la eternidad, la Unción de los enfermos, más que nunca, tiene el
sentido de viático, para que el enfermo se sienta acompañado y dirigido por Jesús hacia
la morada que le ha preparado en la eternidad.

41
6. El Rito de la Unción de los Enfermos

Todo sacramento se sirve de signos por medio de los cuales se expresa lo que Dios
está operando en el individuo, que recibe el sacramento. El rito de la Unción de los
enfermos es sumamente rico en cuanto a sus signos, que ayudan al enfermo a meditar en
lo que Dios está realizando en ese momento en su vida.

La aspersión

Un Sacramento es “un signo eficaz de la Gracia”. Lo importante es que no se quede


sólo en signo, sino en que la Gracia pueda llegar al que recibe el Sacramento.
Se inicia el rito con una “aspersión” con agua bendita, que nos recuerda que en
nuestro Bautismo hemos sido hundidos en Jesús, limpiados con su sangre preciosa,
constituidos templos del Espíritu Santo y hechos hijos de Dios. El pensamiento de
nuestro Bautismo, que nos ha limpiado y convertido en hijos de Dios, es sumamente
consolador. Nos recuerda que estamos en manos de Dios Padre, que nos envió al mundo
con un proyecto de amor, y quiere que ese proyecto se cumpla al pie de la letra en
nosotros. Dios desea lo mejor para nosotros, a pesar de que las circunstancias de la
enfermedad y el dolor, tal vez, lleven a pensar en lo contrario.
En su bautismo, Jesús escuchó la voz del Padre que decía: “Éste es mi Hijo
amado” En nuestro bautismo resonó la misma voz; Dios dijo: “Tú eres mi hijo amado”.
En la enfermedad terminal este recuerdo nos ayuda a confiar en la bondad de Dios; a
sentirnos hijos amados en sus manos de un Padre bondadoso, que sólo quiere lo mejor
para nosotros.
El agua bendita, con que se rocía la habitación del enfermo, también es símbolo del
poder de Jesús contra las presencias malignas. La carta a los Efesios, expresamente, nos
asegura que estamos rodeados de influencias diabólicas, que quieren destruirnos, pero
que contamos con la armadura de Dios para no ser vencidos. El agua bendita nos invita a
invocar el poder de Jesús contra toda mala presencia que quiere impedir nuestra paz
interior, nuestra confianza en la misericordia de Dios. Hay que tener presente que
muchas casas están contaminadas de presencias malas, por culpa de sus habitantes, que
han frecuentado centros de espiritismo, de adivinación, de brujería; por vivir
constantemente desligados de la bendición de Dios. El agua bendita debe invitar a invocar
el poder que Jesús nos ha dado contra el mal.
Satanás, el acusador, va a procurar en los últimos momentos acusarnos por lo malo

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de nuestro pasado. Va a hacer desfilar nuestros pecados delante de nosotros. Ése es el
momento preciso en que deben desfilar también ante nosotros las palabras consoladoras
de Dios: “Aunque los pecados de ustedes fueran rojos como la grana,ustedes van a
quedar más blancos que la nieve” (Is 1, 18). También es el momento de recordar la
promesa del Señor: “No me acordaré más de su pecados” (Is 43, 25). Es la oportunidad
en que la Palabra de Dios debe prevalecer en nosotros contra la palabra del “acusador”.

La proclamación de la Palabra

Por medio de la lectura y comentario de algún pasaje conveniente de la Biblia, el


enfermo puede volver a escuchar a Jesús que le habla. La “buena noticia” de Jesús lo
ayudará para el aumento de su fe; ya que, como dice la misma Biblia: “La fe viene como
resultado de oír el mensaje que nos habla de Jesús” (Rm 10,17). Si el corazón del
enfermo está cerrado por el pecado, la Palabra se le va hundir como “espada de doble
filo”, y llegará hasta los rincones oscuros de su corazón para iluminarlos.
Sobre todo, lo importante es que el enfermo pueda escuchar a Jesús que le dice:
“Vengan a mí los que están agobiados y cansados, yo los haré descansar. Tomen mi
yugo y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso
para sus almas” (Mt 11, 28-29).

El rito penitencial

Todo lo anterior, prepara al enfermo para que el Espíritu Santo lo “convenza” de


pecado, y lo ayude a sacarlo de su corazón. El pecado en el corazón, impide que ingrese
la bendición de Dios. Es de suma importancia que el enfermo comience por limpiar su
corazón. El libro del Eclesiástico, muy claramente, indica que el enfermo debe comenzar
por “purificar su corazón de todo pecado” (Ecclo 38,10).
Santiago, al mismo tiempo que indica que deben llamar a los presbíteros de la Iglesia
para que unjan y oren por el enfermo, también indica: “Confiésense unos a otros sus
pecados y oren unos por otros para ser sanados” (St 5, 16). La confesión ayuda a
limpiar el corazón y a abrirse a la bendición de Dios.
Muchos de los enfermos, llevan mucho tiempo sin confesar sus pecados. Este
momento de crisis física y psicológica es propicio para que se afloje su corazón y acepten
confesarse y recibir el perdón. La Unción de los enfermos no es un “rito mágico”, que
surte efecto con solo administrarlo. Se necesita la cooperación del enfermo: la fe, el

43
arrepentimiento, la confesión de los pecados.

La comunión

Nada tan consolador y sanador como la santa comunión en el momento de la


enfermedad terminal. Hay que recordarle al enfermo las promesas de Jesús con respecto
a la santa comunión. Jesús dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). Dos cosas determinantes le
promete Jesús al enfermo, ahora, que le toca salir del mundo. La comunión comunica
“Vida eterna”, que en el Evangelio de san Juan, significa “vida de Dios”. Por medio de la
comunión Dios nos comunica su vida eterna. Luego, el Señor asegura que, al recibir su
Cuerpo santo, se recibe un adelanto de la Resurrección. La santa comunión es la mejor
medicina, que en ese momento, ningún otro médico le puede recetar al enfermo. Las
demás personas, que están presentes, si están preparadas, pueden comulgar también.
¡Qué mejor apoyo para el enfermo que acompañarlo con la santa comunión!

La unción

Con todos estos preparativos, el enfermo ya está preparado para experimentar la


Unción con el óleo de los enfermos. Por medio de la imposición de manos del sacerdote
y de los miembros de la familia, el enfermo debe experimentar el amor de Jesús, que,
como buen samaritano, se inclina hacia él y lo unge con el aceite de su amor. Dice la
carta a los Romanos: “El amor de Dios ha sido derramado por medio del Espíritu
Santo, que nos ha sido concedido” (Rm 5, 5).
El aceite, en la antigüedad, era símbolo de purificación y fortalecimiento. Se usaba
como medicina. El Sacramento de la Unción quiere hacerle experimentar al enfermo el
amor y la consolación del Señor, que se acerca a él, para fortalecerlo en la enfermedad y
el sufrimiento. El Ritual presenta varias oraciones, que se pueden hacer por el enfermo.
Las oraciones espontáneas, que cada uno de los presentes hace, logran que el enfermo se
sienta amado, tomado en cuenta; que experimente el amor de Dios por medio del amor
de sus hermanos, que lo rodean e interceden por él en ese momento crítico de su vida.
La “Bendición final” del rito es como una síntesis de lo que el Sacramento de la
Unción realiza en el enfermo. Dice el Ritual: “Jesucristo, el Señor, esté siempre a tu lado
para defenderte. Que él vaya delante de ti para guiarte y vaya tras de ti para ayudarte.
Que él vele por ti, te sostenga y te bendiga. La bendición de Dios todopoderoso,
Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre nosotros y nos acompañe siempre.

44
Amén”.
En su “Teología Dogmática”, Miguel Schmaus, resume, bellamente, cuáles son los
efectos del sacramento de la Unción de los enfermos. Anota Schmaus: “Si la muerte es el
punto culminante y la piedra de toque de la vida, su realización necesita un auxilio
especial de Dios; gracias a él el hombre se fortalece contra los ataques de la
desesperación, contra la impaciencia en los dolores y contra los ataques del diablo. Dios
mismo despierta la confianza segura en su misericordia y en su resistencia victoriosa
frente a las amenazas del cuerpo y del alma”.
No es raro encontrarse con personas que, cuando el enfermo está grave, dicen: “No
llamen al sacerdote porque se va asustar el enfermo”. No saben de lo que están privando
al enfermo en este trance tan difícil de su vida. En primer lugar, ningún cristiano maduro
se asusta de que se le atienda debidamente por medio del sacramento, que Jesús dejó
para el momento clave de nuestra vida. En segundo lugar, es preferible que se “asuste” y
no que se vaya sin la debida preparación a su encuentro con el Señor. Lo mejor que le
pueden ofrecer al enfermo para su viaje hacia la eternidad es la Unción de los enfermos.
Es el viático indispensable para ese viaje sin retorno a la patria definitiva.

La muerte de Jesús y la nuestra

Jesús nos enseña cómo morir. Cuando le llega su hora, se adelanta para tomar la
cruz, para beber el cáliz, que el Padre le pide que beba. Muere rezando el Salmo 22.
Pide perdón por sus verdugos. Sus últimas palabras fueron: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). A pesar de las terribles circunstancias, que
acompañaron su muerte, Jesús murió abandonándose en las manos del Padre.
Parecida a la muerte de Jesús fue la de san Esteban. Mientras le llovían las piedras
de sus enemigos, Esteban no dejaba de rezar; la Biblia anota: “Esteban oró diciendo:
Señor Jesús, recibe mi espírtu”. Luego se puso de rodillas y gritó con voz fuerte:
“¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado! Habiendo dicho esto, murió” (Hch 7,
59).La muerte de Esteban está calcada en la muerte de Jesús. Nuestra muerte, debe ser
como la de Jesús. No en cuanto al martirio, necesariamente, sino en cuanto a la oración y
al abandono en las manos de Dios para que se haga su voluntad.
La muerte de nuestros grandes santos, nos anima a imitarlos y a aceptar el designio
de Dios, sin miedo y con gozo. Cuando san Juan Bosco estaba muriendo, tenía entre las
manos un crucifijo y un rosario. Ya no podía hablar. Levantaba las manos en señal de
adoración y agradecimiento a Dios. Musitaba continuamente alguna jaculatoria.
San Francisco de Asís, antes de morir, recitaba un himno de alabanza al Señor. De
pronto llamó a un hermano religioso para que le añadiera una estrofa al himno de

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alabanza, que él mismo había compuesto al Creador. San Francisco le dijo al hermano
que le añadiera los siguientes versos:

“Y por la hermana muerte ¡loado seas, Mi Señor!


Ningún viviente escapa de su persecución.
¡Ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que hacen la voluntad de Dios!”

Santo Tomás de Aquino, estaba gravemente enfermo en la cama; pero cuando le llevaron el Viático, se puso
de rodillas y comenzó a recitar un himno, que había compuesto a la Eucaristía: “Adoro,te, devote, lataens Deitas,
quae sub his figuris, vere latitas”. “Te adoro con devoción, divinidad escondida, que estás verdaderamente
presente bajo estas apariencias”.

A san Policarpo de Esmirna lo fueron a capturar los soldados para llevarlo al


martirio, porque no quería poner unos granos de incienso ante la estatua del César, para
adorarlo. El Santo les pidió a los soldados que le concedieran una hora de oración para
prepararse a su muerte, mientras les ofrecía una sabrosa comida. De esa manera, se
preparó para presentarse ante el Señor. Santa Teresa de Jesús escribió: “Ven, muerte, tan
escondida, que no te sienta venir, porque el placer de morir, no me vuelva a dar la vida”.
A santa Teresita del Niño Jesús, cuando estaba por morir, le preguntaron si ya se había
“resignado” a la muerte. Ella contestó: “Resignación se necesita para vivir. Yo lo que
tengo es una alegría inmensa”.
Desde el día de nuestro nacimiento, está marcada la fecha de nuestra muerte en el
misterioso calendario de Dios. Nos gustaría morir como los santos. Para eso nos
preparamos durante toda la vida. Al ayudar a otros a prepararse para ese viaje sin
retorno, automáticamente, nos estamos preparando para nuestro propio viaje a la
eternidad. Que el Señor en su misericordia nos conceda tener nuestra lámpara de la fe
bien encendida, y que nuestra túnica de la gracia de Dios se encuentre blanca como el día
de nuestro bautismo. Que, como Jesús, podamos morir diciendo: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”.
A veces, se habla del “arte de morir”. Cristianamente esto no es posible. El artista
con su propio talento crea una obra artística. Aquí, no hay quien con su propio talento
pueda crear su propia manera de morir cristianamente. Aquí se trata de una gracia, que
todos los días debemos implorar con humildad y fe al Señor.

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7. ¿Podemos comunicarnos con los muertos?

Después de un retiro espiritual para jóvenes, se me acercó una muchacha de unos


veinte años, muy triste; veía que sus compañeros cantaban y estaban llenos del Espíritu
Santo. Ella afirmaba que no sentía gozo, que quería cantar como sus compañeros y no
lograba hacerlo. Le hice algunas preguntas acerca de su vida. También le pregunté si
había sido llevada a algún centro de espiritismo. Me dijo que ella no creía en esas cosas,
pero que como su mamá tenía un centro espiritista, ella le ayudaba a poner las veladoras
y flores. Le hice ver que, posiblemente, allí estaba el problema. La invité para que
hiciéramos una oración de liberación. Estábamos por concluir la oración, cuando la joven
comenzó a hablar en lenguas y a llenarse de júbilo.
Son muchas las personas que se consideran cristianas y que, por alguna situación
conflictiva de su vida, acuden a algún centro espiritista, buscando una solución para su
problema. No saben a lo malo que se exponen. Ignoran que el espiritismo contradice
puntos fundamentales del cristianismo.
El espiritismo es la doctrina que enseña que por medio de un intermediario, llamado
“médium”, puede haber comunicación con los espíritus de los difuntos, para preguntar
algo o para solicitar ayuda. Desde muy antiguo las personas han intentado comunicarse
con los espíritus. En la Biblia, aparece el Rey Saúl que va a consultar a una espiritista en
Endor. Es reprendido duramente por el profeta Samuel. Saúl termina suicidándose.
Alejandro Magno, antes de una batalla, consultaba a los espiritistas. En la Edad Media
abundaron los magos y espiritistas.
El espiritismo moderno, se inició en Nueva York, en 1848, por medio de las
adolescentes hermanas Margarita y Katie Fox. Ellas comenzaron a escuchar toques
misteriosos. Optaron por preguntar quién era. Sugirieron que si se trataba de un viviente,
que diera un toque. Si era un espíritu que diera dos toques. De esta manera, según
cuentan ellas, aprendieron a comunicarse con el espíritu de Charles Rosna, que había
sido asesinado cuando contaba 31 años. Lo que hacían las hermanas Fox, en Nueva
York, comenzó a ser noticia destacada y se extendió por todo el mundo. Así nació el
espiritismo moderno. Uno de sus ideólogos fue Allan Kardec.
Las hermanas Fox terminaron muy mal: en la pobreza y en el alcoholismo. Una de
ellas, Margarita, en 1888, en la Academia de música de Nueva York, dio testimonio de
que todo lo del espiritismo había sido un fraude y que ésa era la gran pena de su vida.
Pero la gente ya se había embarcado en el espiritismo, y no tomaron en cuenta el
testimonio de Margarita Fox.

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Enseñanzas básicas del Espiritismo

Para el espiritismo, Dios es sólo una “inteligencia cósmica”, creador y sustentador


del mundo; pero se encuentra muy alejado de los seres humanos. Por eso, es más fácil
tener acceso a los espíritus. Los espiritistas no aceptan la Biblia como revelación de Dios;
confían, más bien, en las revelaciones de los espíritus. Los espiritistas creen en la
“reencarnación”. Según ellos, cuando alguien muere, su alma se reencarna en otro
cuerpo de un ser superior o inferior, según la bondad o maldad de su vida. De esta
manera, la persona se va purificando, cada vez más, hasta llegar a la total purificación.
Para los espiritistas, Jesús únicamente es un ser extraordinario, un “médium
excepcional” para comunicarse con Dios. Los espiritistas no reconocen la divinidad de
Jesús. No lo aceptan como salvador, que muere para redimir a los seres humanos. Según
los espiritistas, no existe el infierno. El médium, para los espiritistas, es el que ha sido
dotado de esta cualidad para poder comunicarse con los espíritus y transmitir a los demás
sus mensajes.

Una reunión espiritista

Los espiritistas se reúnen en un salón alrededor de una mesa redonda. Se toman de


las manos y apagan las luces. En ese momento, el “médium” entra en trance y comienza
a recibir mensajes de los espíritus, acerca de lo que los participantes han preguntado. Por
lo general, le cambia la voz al médium.
Durante la reunión espiritista, suceden fenómenos impactantes: mesas que se
ladean, objetos que se elevan o aparecen flotando. Alguna vez, alguno escribe
vertiginosamente lo que algún espíritu le está dictando. Los participantes hacen preguntas
a los espíritus por medio del médium, y reciben respuestas. Se dice que se operan
sanaciones espectaculares.
Muchos de los que acuden a estos centros espiritistas van para tener el consuelo de
comunicarse con sus difuntos o para pedir alguna información acerca de algo que les
preocupa. Algunos van para pedir que se haga un maleficio contra determinada persona.
También acuden para ser librados de algún maleficio que les hubieran hecho.

¿Qué dice la ciencia?

48
Los sacerdotes y científicos José María Heredia y el Padre Irala estudiaron desde un
punto científico el espiritismo. Llegaron a la conclusión de que los espíritus no tienen
nada que ver con relación a los fenómenos espectaculares, que se dan en los centros
espiritistas. Más bien ahí se ponen en juego poderes mentales, parasicológicos e
hipnóticos. Los mencionados sacerdotes, para demostrarlo, también aprendieron a
levantar mesas, a hacer aparecer objetos suspendidos en el espacio.
El sacerdote Jesús Ortiz López, que ha estudiado el tema del espiritismo, afirma: “El
espiritismo tiene afinidad con la adivinación pues consiste en técnicas para mantener
comunicación con los espíritus, principalmente, de los difuntos conocidos, para averiguar
de ellos cosas ocultas. Hoy día los estudios más serios y documentados sobre el
espiritismo llegan a la conclusión de que la mayor parte de los casos se deben a puros y
simples fraudes. Sin embargo consideran que un porcentaje mínimo se debe a verdadero
trato con los espíritus malignos (magia diabólica), mientras que un porcentaje de casos se
explican por los fenómenos metapsíquicos, cuyas posibilidades naturales son amplias y
no totalmente conocidas aun por la ciencia (parapsicología). La asistencia a las
reuniones espiritistas está gravemente prohibida por la Iglesia. Se comprende que sea así
por ser cooperación a una cosa pecaminosa, por el escándalo de los demás y por los
graves peligros para la propia fe.
Son muchísimas las personas que confiesan que en esos lugares las han engañado al
mismo tiempo que las han estafado. Hay que comenzar por decir que muchas de las
personas que van a esos lugares, son personas asustadas y desorientadas, inclinadas a la
credulidad, a aceptar cualquier cosas que se les diga. Por lo general, cuando una persona
llega, lo primero que hacen, es aterrorizarla asegurándole que ven detrás de ella una
“sombra” horrible; que hay tremendo maleficio en su vida. Ése es el primer paso. El
segundo paso consiste en que le ofrecen ayuda, pero le hacen ver que todo esto es muy
complicado y que cuesta mucho dinero. Tercer paso: la gente, atemorizada en exceso,
termina haciendo todo lo que le dicen y pagando, lo que le piden para solucionar su
“peligrosa situación”.
Una maestra me contaba que le dijeron que sobre ella había un terrible maleficio.
Para que pudiera ser librada de ese mal, había que mandar a decir a Roma, treinta y tres
misas, ya que los años de Jesús habían sido treinta y tres. El costo de las misas era diez
mil dólares. La maestra, asustada, dijo que ella nunca lograría conseguir esa cantidad.
Entonces le dijeron que podían conseguir unas misas de menor precio. Los que
conocemos acerca de asuntos religiosos, sabemos de sobra que esas misas de miles de
dólares en Roma no existen; son un invento de los estafadores. Pero cuando la gente está
aterrorizada ya no razona. Termina dejándose embaucar.
He conocido muchos casos como éstos. Si fueran solamente personas sencillas las
que son engañadas, no habría por qué admirarse. Pero, con mucha frecuencia, los que
caen en la trampa son profesionales, personas de cierta cultura en su rama profesional,
pero con una ignorancia crasa en los fundamentos de la religión cristiana. Una persona

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aterrorizada, en un ambiente de misterio y miedo, ya no piensa con lucidez. Acepta todo
lo que le dicen.
He sabido de casos en los que el médium le ha dicho a alguna mujer, que los va a
consultar, que parte esencial de la liberación que necesita es que tenga una relación sexual
con él. Mujeres, atontadas y amedrentadas, confiesan que han aceptado lo que les
proponía el médium, con tal de ser liberadas del maleficio. Una de ellas era una señora
de más de setenta años. No quiero asegurar que siempre se estafe a la gente en estos
centros espiritistas; pero sí conozco muchos casos como los que aquí he mencionado.

Orientación cristiana

La Biblia es muy específica al condenar tajantemente el espiritismo. Dice el libro del


Deuteronomio: “Que nadie de ustedes ofrezca en sacrificio a su hijo haciéndolo pasar
por el fuego, ni practique la adivinación, ni pretenda predecir el futuro, ni se dedique
a la hechicería, ni consulte a los adivinos y a los que consultan a los espíritus, ni
consulte a los muertos. Porque al Señor le repugnan los que hacen estas cosas” (Dt
18,11-12).En el Levítico, el Señor dice: “No recurran a espíritus y adivinos. No se
hagan impuros por consultarlos. Yo soy el Señor su Dios” (Lv 19,31).
Si el Señor prohíbe estas prácticas espiritistas es porque, como Padre, quiere evitar
a sus hijos la “contaminación” y el influjo de las “malas presencias”, que se dan en los
centros espiritistas. Por algo, la Biblia afirma que “a Dios le repugnan” los que hacen
estas cosas. En todo el sentido de la palabra, para uno que es cristiano, es como un
“adulterio” espiritual. Se acude a “otros dioses”, como si el Señor no fuera suficiente
para auxiliar a sus hijos a quienes ha prometido protegerlos y cuidarlos.
En muchísimas oportunidades, he tenido que atender a personas, que vienen con
temores excesivos porque oyen voces extrañas, perciben presencias malas en sus vidas,
han perdido la serenidad, la alegría de que gozaban antes. Lo primero que hago es
preguntarles si han frecuentado centros espiritistas. La casi totalidad de estas personas
responden afirmativamente. Cuando son jóvenes, por lo general, han jugado “güija”, un
método también de tipo espiritista, que causa tantos males psicológicos y espirituales a
muchas personas.
Las personas, que acuden a centros espiritistas, en el fondo, por más que se
declaren cristianas, creen que tienen fe sólo porque frecuentan algunas prácticas
piadosas. Lo cierto es que, propiamente, no tienen fe porque, al ir al centro espiritista,
desobedecen la Palabra de Dios, y demuestran que creen más en lo que enseñan los
espiritistas que en lo que enseña Dios en la Biblia, y en lo que enseña la Iglesia.
Cuando una persona acude a un centro espiritista, se pone en manos de los que no

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creen que la Biblia sea Palabra de Dios y que Jesús sea nuestro Señor y Salvador. Por
eso mismo, al ir al centro espiritista, está “renegando” de las enseñanzas de Dios, de
Jesús y de su Iglesia. Por otra parte, al introducirse en esos lugares, en donde se mueven
fuerzas extrañas, que, ciertamente, no son de Dios, que prohíbe el espiritismo, se expone
a la contaminación maléfica. Por eso el libro del Levítico dice: “No se hagan impuros al
consultar a los espíritus” (Lv 19,31). La persona que va a un centro espiritista, al
renegar, automáticamente, de su fe en Jesús, le está abriendo la puerta a los malos
espíritus, que ingresan en su vida y en su casa, y causan estragos espirituales y
materiales.
Los que van a centros espiritistas no deben extrañarse por los desajustes espirituales
y psicológicos, que aparecen en sus vidas: le abrieron la puerta de par en par al espíritu
del mal, que hace estragos en las vidas de los que, propiamente, “reniegan” de Jesús, al
hacer lo contrario de lo que el Señor indica en su Palabra. Varios de los que van a centros
espiritistas, alegan de que allí hay cuadros del Sagrado Corazón, veladoras, cuadros de la
Virgen María. Jesús es muy explícito cuando dice: “No todos los que me dicen: Señor,
Señor, van a entrar en el reino de los cielos, sino solamente los que hacen la voluntad
del Padre que está en el cielo” (Mt 7,21). No se puede ser cristiano y espiritista al
mismo tiempo. No se puede servir a dos señores a la vez. De nada valen los cuadros de
Jesús y de la Virgen María, las veladoras y candelas, si se desobedece lo que indica la
Palabra de Dios, que afirma: “A Dios le repugnan los que consultan a adivinos y a
espiritistas” (Dt 18,11-12 ).
Un hombre, totalmente angustiado, se me presentó. Afirmaba que no lograba
dormir, que en todas partes se sentía perseguido y turbado por el espíritu de Judas. Que
esto le sucedía desde hacía mil quinientos años. Este individuo era un clásico espiritista.
Creía en la “reencarnación”; según él, había pasado ya por varios cuerpos en varias
vidas. Me pedía ayuda. Por supuesto, le hice ver que para poderlo ayudar, primero, tenía
que confesar su pecado y renunciar al espiritismo, por causa del cual le había sucedido
todo lo que estaba padeciendo. Este señor no quiso renunciar de ninguna manera al
espiritismo. Afirmó que era lo único que lo podía ayudar. No pude hacer nada por él.
Únicamente, en mi oración privada, le pedí al Señor que tuviera misericordia de él.
Un cristiano practicante, de ninguna manera, puede frecuentar un centro espiritista,
ya que la Biblia y la Iglesia lo prohíben con toda claridad. Un cristiano no puede
frecuentar un centro espiritista, donde no se cree que Jesús sea nuestro Salvador, ni se
cree en la Biblia como revelación de Dios. Para nosotros, Jesús no es simplemente un ser
extraordinario, un “médium” excepcional. Para nosotros Jesús es la Palabra de Dios
hecha carne, que vino a poner su tienda entre nosotros (Jn 1, 14). Vino a explicarnos y
completar toda la revelación de Dios para nuestra salvación. Y como nadie podía
limpiarnos del pecado, murió en la cruz para que fuéramos perdonados y “justificados”,
es decir, para ponernos en buena relación con Dios. Jesús, al morir y resucitar, nos
demostró que era Dios; que toda su enseñanza es la verdad de Dios. Además, nos envió

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a su Espíritu Santo para morar siempre en nosotros. Jesús nos prometió que volverá otra
vez al fin del mundo, cuando habrá resurrección de todos los muertos: unos irán al cielo,
otros al infierno por toda la eternidad (Mt 25). Jesús no nos habló de reencarnaciones,
como enseña el espiritismo. Jesús nos prometió la resurrección en cuerpo y alma al final
de los tiempos.

¿Los espíritus o el Espíritu?

Se me presentó una señora muy alterada; me dijo que había ido a un grupo de
oración de la Renovación carismática católica y que allí, después de rezar por ella, le
habían dicho que debía quitarse un medallón que llevaba al cuello porque tenía alguna
contaminación maléfica. La señora me dijo que seguramente esos “carismáticos” no
querían a la Virgen, pues el medallón era de la Virgen María. Me llamó la atención de que
le hubieran dicho a la señora en un grupo de oración que se quitara el medallón de la
Virgen. Pero como era una persona de mucho discernimiento religioso la que se lo había
dicho, pensé profundizar más en el asunto. Le pregunté a la señora que cómo había
adquirido esa medalla. Me refirió que su mamá tenía un centro espiritista, en una isla del
Caribe: en ese centro había bendecido la medalla y se la había dado como recuerdo.
Inmediatamente capté dónde estaba el problema. Le hice ver a la señora el gran
discernimiento que el Espíritu Santo le había dado a la persona que le había indicado que
había algo malo en el medallón. No era la medalla de la Virgen la causante del problema,
sino el lugar de donde venía esa medalla, de un centro espiritista, prohibido expresamente
por Dios. Le expliqué que la Biblia afirma que a Dios le repugnan los que consultan a los
espiritistas. La señora, entonces, comprendió por qué su medallón estaba contaminado
espiritualmente.
Toda persona, que acude a un centro espiritista, primero, desobedece la prohibición
de Dios en la Biblia (Dt 18,11-12);en segundo lugar, queda “contaminada” con las
fuerzas malas, que dominan en esos lugares, como lo afirma el libro de Levítico (19, 31).
Muchos dicen que fueron sólo por curiosidad. Si por curiosidad usted se mete en la jaula
de un león rugiente, no le garantizo que le vaya a ir muy bien. La Biblia llama al demonio
“león rugiente que anda rondando viendo a quién devorar” (1P 5, 8). Muchos “cristianos
de nombre”, no de corazón, se han ido a meter en la jaula del león rugiente, y han sido
heridos por sus terribles zarpazos. Por misericordia de Dios todavía tienen oportunidad
de arrepentirse, de ser perdonados, y, en lugar de confiar en los espíritus, ser llenados
por el Espíritu Santo, que es la plenitud de la bendición de Dios para sus hijos. Uno que
está lleno del Espíritu Santo no necesita ir a buscar la ayuda de los espíritus, que,
ciertamente, no vienen de parte de Dios, que prohíbe el espiritismo.

52
El Juicio

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8. El juicio de Dios

Es sumamente impresionante el cuadro del famoso pintor Miguel Ángel en el que


aparece Jesús pidiendo cuenta a todo el mundo, en el juicio universal. Este cuadro
famosísimo se encuentra en la Capilla Sixtina, en Roma. En esta obra del genial pintor
italiano, predomina el terror, el miedo. Miguel Ángel era un artista, pero no un teólogo. A
través de los siglos, para muchos han contado más las terroríficas imágenes del cuadro de
Miguel Ángel, que la revelación de Dios en la Biblia acerca de lo que va ser su juicio al
fin de los tiempos.
En la Iglesia católica se enseña que habrá un doble juicio: uno “particular”, al no
más morir la persona; y un “juicio universal”, al final de los tiempos. Se podría decir que
el juicio particular para cada individuo es, propiamente, su juicio final, pues, una vez
juzgado por Dios, su situación será para toda la eternidad.
Con respecto al juicio particular, apunta el Diccionario del Catecismo de la Iglesia
Católica: “La Sagrada Escritura asegura reiteradamente que existe una retribución
inmediata – consecuente con el obrar humano y la fe – inmediatamente después de la
muerte. Consecuentemente, el Magisterio solemne de la Iglesia afirma la existencia de un
juicio particular al alma inmediatamente después de la muerte y que establece su
purificación antes de acceder a la bienaventuranza, o bien su entrada inmediata en el
cielo, o su condena, ambas eternas” (BAC, Madrid 1995).
El mismo Diccionario resume también lo que significa el Juicio final, cuando apunta:
“Será el triunfo de Dios sobre el mal. Anunciado por Jesús y anteriormente por los
Profetas, revelará el secreto de los corazones, condenando el rechazo de la Gracia.
Frente a Cristo – que es la Verdad – aparecerá al desnudo la verdad de todo hombre en la
medida de Dios. Se medirá la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino según
haya sido el trato a los pequeños con los que se identificó Jesús. Retribución según las
obras de cada uno. Dios dejó al Hijo el poder de juzgar. Acaecerá este Juicio final
cuando Cristo vuelva, glorioso, para pronunciar la palabra definitiva sobre la historia y
comprendamos su sentido en la Providencia divina. Glorificación de los justos en cuerpo
y alma y renovación del Universo habiendo llegado su plenitud el Reino” (BAC,
Madrid,1995).
También el Catecismo añade: “Tras del juicio final, el cuerpo resucitado participará
de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular”… “El juicio final
sucederá al fin del mundo, del que sólo Dios conoce el día y la hora” (# 1038-1040).

Basados en la revelación

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Nosotros hablamos del juicio de Dios porque nos fue revelado por Jesús, que en su
predicación, varias veces, se refirió al juicio de Dios sobre la conducta de cada individuo,
y al premio o castigo, que cada uno recibirá. Jesús dijo: “El juicio consiste en esto: que
la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras
eran malas” (Jn 3, 19).
Los capítulos 24 y 25 de San Mateo constituyen la descripción más amplia en que
Jesús presenta el fin del mundo. Primero, se sirve de dos parábolas. La de las diez
vírgenes que fueron invitadas a participar en una boda. La condición que se les exigía era
que tuvieran sus lámparas encendidas. Cinco de ellas, se durmieron y se les apagaron las
lámparas; en lo que fueron a comprar aceite de repuesto, se cerró la puerta. Se quedaron
gritando en las tinieblas.
La otra parábola de Jesús, presenta el caso de un rico señor, que, antes de partir a
tierra lejana, reparte varios “talentos”, monedas de oro puro, entre algunos de sus
servidores… Cuando vuelve el señor, dos de ellos habían multiplicado sus talentos.
Fueron premiados. El tercero enterró su talento para que no se le perdiera. No lo duplicó.
Por eso su señor lo castigó severamente. En la pedagogía preventiva de Jesús, las dos
parábolas no tienen la finalidad de infundir miedo, sino de prevenirnos para que no nos
suceda lo mismo. Para que no dejemos que se apague la lámpara de nuestra fe, y para
que con nuestras buenas obras demostremos que nuestra fe no se queda sólo en
conceptos religiosos.
Además, en el capítulo 25 de san Mateo, Jesús nos entrega, por adelantado, el
examen final, que nos va a poner al fin del mundo, cuando vuelva para juzgar nuestra
actuación en este mundo. Ese examen versará sobre el amor. Nos examinará acerca de
nuestra actitud hacia el que tenía hambre y sed; hacia el que estaba enfermo, o
encarcelado. Esencialmente este examen final versará sobre la fe demostrada con obras
de amor. Jesús va concluir diciendo: “Todo lo que hicieron a uno de estos mis hermanos
pequeños, a mí me lo hicieron” (Mt 25, 40). Eso es lo que Jesús define como nuestro
juicio. Jesús concluye su revelación sobre el juicio final, asegurando que a unos los
llamará “malditos”, y los enviará al fuego eterno. A otros los llamará “benditos”, y los
introducirá en el cielo (Mt 25, 34-46).
Los primeros cristianos, comprendieron muy bien la revelación de Jesús y nos la
trasmitieron. Dice la Carta a los Hebreos: “Está establecido que el hombre muera una
sola vez, y después vendrá el juicio” (Hb 9,27).San Pablo afirmó: “Es necesario que
todos seamos puestos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba conforme a
lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal” (2Co 5, 10). Desde el libro de
Hechos de los Apóstoles hasta el Apocalipsis, todos los testigos de la predicación
apostólica reservan un puesto esencial al anuncio del juicio, que invita a la conversión
(Hch 17,31 ; 1P 4, 2-3).

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¿Miedo al juicio de Dios?

Una reacción muy común, cuando se habla del juicio de Dios, es el miedo, el temor.
Recuerdo que una monja de más de 83 años me confiaba que tenía mucho miedo de
presentarse ante Dios. Para ayudarla a reflexionar, le dije: “Hermana, no se va a
presentar a Frankestein, sino a Jesús”. No se borra de mi mente el cuadro de una anciana
en punto de muerte a quien acababa de confesar. A gritos decía: “¡Dios no me va a
perdonar! ¡Dios no me va a perdonar!” Esta señora, en una época de su vida, había sido
prostituta. Ahora, en punto de muerte, el recuerdo de sus culpas la torturaba.
Recuerdo también que en tiempos pasados escuché a algún predicador que, al
describir el momento del juicio de Dios, presentaba al Señor en un trono con un gran
libro en la mano. El Señor iba pasando hoja por hoja en donde estaban escritos todos los
pecados de nuestra vida, año por año. Ese predicador nos hacía temblar. Más que pensar
en la misericordia de Dios, nos llevaba a identificar a Dios con un policía, que
aprovechaba aquel momento para desquitarse por las ofensas que le habíamos hecho.
Ahora, con la Biblia en la mano, me río de esas payasadas. A los que confesamos con
arrepentimiento nuestros pecados, el Señor nos dice, por medio del profeta Isaías:
“Aunque los pecados de ustedes sean rojos como la grana, ustedes van a quedar más
blancos que la nieve” (Is 1, 18). También nos dice el Señor : “No me acordaré más de
sus pecados” (Is 45, 23).
Muchos de nuestros miedos y temores ante el juicio de Dios son producto de que
no nos atrevemos a tomarle la palabra al Señor. Si nos dice que no se acordará más de
nuestros pecados, el Señor va a cumplir su promesa. No nos está mintiendo. Es cierto
que la Biblia habla del libro de la vida, que el Señor va a tener en sus manos a la hora del
juicio. Pero debemos comprender que se trata de una imagen literaria. En estos tiempos
en que nosotros tenemos computadoras de mano, el Señor, retrógradamente, no va
aparecer con un gran libro como los que todavía se ven en alcaldías de los pueblos
chiquitos. Hay que atreverse a confiar más en la Palabra de Dios y no en el cuadro del
juicio final de Miguel Ángel.
Cuando santa Teresa pensaba en el juicio, decía: “¡Que alegría, me va a juzgar
Aquel a quien tanto amo!” San Francisco de Sales afirmaba que el día del juicio prefería
ser juzgado por Dios que por su propia madre. A eso debemos llegar nosotros, si
tomamos en serio la promesa del Señor de que no se acordará más de nuestros pecados.
Lo único que va aparecer en el libro de la vida, cuando seamos juzgados, van a ser las
buenas obras: cuando le dimos de comer al hambriento, cuando vestimos al desnudo y
cuando visitamos al enfermo (Mt 25, 34-36). La fe se va a demostrar con las obras de
fe. Por eso en el cuadro del juicio final de Miguel Ángel, hay un detalle muy llamativo,

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que muchos no valoran. En un ángulo del cuadro, se ve a san Bartolomé, que le presenta
al Señor su piel. Esa piel que le quitaron en su martirio por dar testimonio de su fe en
Jesús. No quiere decir que san Bartolomé con ese gesto le extiende la factura por sus
buenas obras a Jesús. Lo que significa es que esa piel indica que su fe no se quedó en
bellos conceptos teológicos, sino que fue ratificada con el martirio.
De mucha importancia es lo que se anota en el “Vocabulario de Teología bíblica”, de
Léon-Dufour; refiriéndose al juicio de Dios, apunta: “Nadie podría escapar por sus
propios méritos, pero cuando Jesús murió a consecuencia de nuestros pecados, Jesús,
que era el Hijo de Dios, venido en la carne, condenó Dios el pecado en la carne para
librarnos de su yugo. Ahora, pues, se revela la justicia de Dios, no la que castiga, sino la
que justifica y salva: todos merecían su juicio, pero todos son justificados, gratuitamente,
con tal que crean en Cristo Jesús. Para los creyentes no hay ya condenación: si Dios los
justifica, ¿quién los condenará?... “Esto es lo que nos dará plena seguridad el día del
juicio” (1Jn 4, 17): el amor de Dios se ha manifestado ya en Cristo, así que ya no
tenemos nada que temer. La amenaza formidable del juicio no pesa ya más que sobre el
mundo malvado; Jesús vino a sustraernos de ella”.
Nuestro miedo excesivo al juicio de Dios, se debe a que nos basamos más en los
razonamientos humanos de los grandes pensadores, y hasta de teólogos, que en lo que
nos indica la Palabra de Dios. Es san Juan el que, como un testigo de primera mano de lo
que enseñó Jesús, nos dice: “En esto ha llegado el amor de Dios a su plenitud con
nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio, pues como él es, así somos
nosotros en este mundo. No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto echa fuera
el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme, no ha llegado a la plenitud en el
amor” (1Jn 4, 17-18).
Cuando nos invade el temor por el juicio de Dios, tendríamos, a la luz de este texto
bíblico, preguntarnos si le creemos más a nuestro cerebro, con sus razonamientos
humanos, o a Dios, que nos indica que a su Juicio debemos acercarnos “con confianza”
en su amor (1Jn 4, 18).
Mucha razón tiene el escritor François-Xavier Durrwell, cuando comenta:“¡Que el
hombre de buena voluntad se tranquilice! Será juzgado en el encuentro de comunión
con el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29) ¿Cómo temer el juicio
de quien es el abogado del hombre, que ha muerto por él para que nadie sea condenado?
Juzga al moribundo purificándolo con su sangre”.

¿Reírme del juicio?

Un día, me topé con una traducción moderna de la carta de Santiago, en donde leí:

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“La misericordia se ríe del juicio” (St 2, 13). En un primer momento, me pareció
irreverente eso de “reírse del juicio”. Pero, meditándolo más profundamente, me di
cuenta de que la traducción de Alonso Schökel es muy atinada. Jesús nos dice que con la
misma medida que hemos medido a los demás con ésa vamos a ser medidos (Mt 7, 2).
Si alguien ha medido a los demás con misericordia, debe tomarle la palabra a Jesús y
acercarse a él en el juicio con confianza. Él nos prometió medirnos con la misma medida
de misericordia.
Otro detalle inigualable en el cuadro del Juicio, de Miguel Ángel, al que muchos no
le ponen atención. Jesús con una mano señala su corazón. Con la otra mano les indica a
los impíos el lugar de su condenación. El Señor lo único que nos pide es que confiemos
en su misericordia, en su perdón. El que rehúsa aceptar la misericordia de Dios, él mismo
se autocondena. No hay quién más lo pueda salvar. Esto lo podemos ver realizado en la
última Cena. El Señor le habla directamente a Judas, procurando llamarlo a la
conversión. Lo hace en clave para que sólo él comprenda que ya lo sabe todo y que le da
una oportunidad de reflexionar en su terrible pecado. Judas se cierra al amor de Jesús.
Hay un momento en que el Señor tiene que decirle: “Lo que vas a hacer hazlo pronto”.
Es decir: “Ya hice todo lo que pude. Ya no puedo hacer más”. Por eso Jesús tuvo que
añadir: “Más le valiera no haber nacido”. Dice san Juan, que con el pan le entró a Judas
el demonio en su corazón, y salió huyendo del cenáculo (Jn 13, 27). El juicio de
condenación en eso consiste: en que Dios agota todos los medios para atrapar al pecador,
pero éste, con su libertad, puede resistir la misericordia de Dios, como la resistió Judas.
Por así decirlo, el demonio le ganó la partida a Jesús. ¡Algo espantoso! Como espantoso
es pensar en la condenación eterna.
Pienso que, muchas veces, se ha presentado a Dios como el que se aprovecha del
juicio para desquitarse de todas las ofensas que le hemos inferido. San Juan, que había
recostado su cabeza en el pecho de Jesús, no lo muestra así. Nos dice que Jesús quiere
que vayamos a su juicio “con confianza”.Confianza porque el Jesús del Juicio es el
mismo Jesús misericordioso del Evangelio: no tiene doble personalidad.

Estudiante diligente

Los estudiantes haraganes no quieren saber nada de “clausuras”. Saben que sufrirán
un bochorno. A sus compañeros los van a llamar al escenario para premiarlos con
diplomas y medallas. A ellos no los van a mencionar para nada. El alumno diligente no le
teme a la clausura: la ansía porque sabe que le entregarán, delante de todos, el premio
merecido. El miedo y el temor del juicio no es para el cristiano fiel. Los primeros
cristianos, atenidos a la enseñanza de Jesús, no temían la venida del Señor para el juicio
final. Todo lo contrario. Ansiaban esa venida para que se hiciera justicia ante la injusticia

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del mundo. Por eso, con espontaneidad gritaban: “Marana tha”.
“Ven, Señor Jesús”. Nosotros en la Eucaristía, precisamente, después de la
consagración, cuando Jesús está realmente presente sobre el altar, decimos: “Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. No es posible que le
digamos que venga y que luego tengamos miedo de encontrarnos con él. No tiene
sentido. Algo está fallando en nuestra fe.
El juicio de Dios que asuste a los impíos, que como Judas, no quieren abrir su
corazón a la misericordia de Dios. Nosotros, si, de veras, estamos en comunión con
Dios, debemos decirle con gozo y esperanza: “¡Ven, Señor Jesús!”, es decir: “Espero mi
encuentro contigo porque sé que me has prometido venirme a llevar para una de las
moradas del cielo, que has preparado para mí”.

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9. Juicio sobre la luz de la Fe

En tiempo de Jesús, una fiesta de bodas era el acontecimiento más celebrado en un


pueblo, en una ciudad. Todos se sentían muy gozosos al ser invitados a una fiesta de
casamiento. En el banquete, el último que llegaba era el novio. Una vez que se
presentaba el novio, se cerraba la puerta; ya nadie podía entrar. Jesús se valió de esta
costumbre judía para crear una parábola acerca de su llegada a cada uno de nosotros.
Diez muchachas fueron invitadas a la fiesta: la condición para poder participar en
ese magno evento era que llevaran sus lámparas encendidas. Ante la tardanza del esposo,
se durmieron las muchachas. Cuando de pronto llegó el novio, las diez muchachas se
dieron cuenta de que sus lámparas se estaban apagando. Cinco de ellas habían llevado un
frasco con aceite de repuesto. Las otras cinco, las necias, las llama Jesús, no llevaron
aceite de repuesto. Pidieron un poco de aceite a sus compañeras, pero éstas les dijeron
que no era posible. En lo que las muchachas necias fueron a comprar el aceite, se cerró
la puerta. Cuando regresaron, ya no fueron admitidas. Aquí se dio la doble situación:
adentro había luz, comida, música, danza. Afuera estaban las vírgenes necias gritando y
aporreando la puerta. No pudieron ingresar en la fiesta.
Por medio de esta parábola, Jesús quiere señalar cómo debemos esperar su venida.
Hay que ser “prudentes” como las vírgenes que llevaron aceite de repuesto. El que no
tenga su lámpara encendida cuando venga el Señor, se va a quedar en las tinieblas de
frustración.

Algo que no se puede prestar

Es posible que a alguno le parezca una actitud egoísta la de las jóvenes, que no
quisieron facilitarles un poco de aceite a las muchachas descuidadas, que se quedaron sin
el combustible para sus lámparas. Si se profundiza en el sentido de la parábola, se podrá
llegar a la conclusión de que hay ciertas cosas que no se pueden prestar. Nadie le puede
prestar su fe a otra persona. Nadie le puede prestar su estado de gracia a otra persona. El
encuentro con Jesús es un encuentro personal. Nadie puede encontrar a Jesús en lugar
mío.
También hay ciertas cosas que no se pueden “improvisar”. El estudiante haragán
cree que en dos noches de estudio neurótico puede reparar la haraganería de todo el año
escolar. No se puede. Las vírgenes necias no pudieron improvisar el encendido de sus
lámparas. Jesús llama necio en otra parábola, a un rico, que durante toda su vida se había
matado por obtener cosas materiales (Lc 12, 3-21). Cuando ya tenía en abundancia,

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pensó darse a la buena vida de placeres. Cuando, según él, iba a comenzar su “buena
vida”, oyó una voz que le decía: “Necio, esta noche vas a morir”. El rico necio no pudo
improvisar su encuentro con Dios. Sus riquezas no le sirvieron para la eternidad.

¿ Cómo nos gustaría encontrarnos?

La gran interrogante es: ¿Cómo nos gustaría encontrarnos el día que el Señor nos
llame a su presencia? Ciertamente tendremos que estar en paz con Dios. A nadie le
gustaría que lo llevaran a un tribunal en donde hay un juez enemigo. De ninguna manera.
En cambio, qué consolador encontrarse con un juez amigo, complaciente. Santa Teresa
de Jesús decía: “¡Qué bien, me va a juzgar Aquel a quien tanto amo!”. Ésa debe ser
nuestra actitud, al presentarnos ante el tribunal de Dios, para ser juzgados.
El biblista, Alonso Schökel, dice que durante su vida Jesús nunca se muestra como
un juez, sino como un amigo, que nos ayuda a arreglar nuestros asuntos legales antes de
llegar su tribunal. Pero que Jesús, en el juicio, será un juez justo que no puede decir que
lo blanco es negro. Ahora es el tiempo de gracia. El tiempo de arreglar nuestros asuntos
personales antes de presentarnos ante Dios.
En el momento del juicio, ciertamente, nos consolará estar en paz con nuestros
hermanos. Dice Jesús: “Con la misma medida que ustedes midan, con ésa serán
medidos” (Mt 7, 2). Podemos ser medidos con misericordia o con dureza, según nuestra
manera de tratar al prójimo con caridad o con inclemencia.
Me encanta una traducción moderna de la carta de Santiago que dice: “La
misericordia se ríe del juicio” (St 2, 13). Ya he recordado que la primera vez que leí
esta traducción, me pareció algo irreverente eso de “reírse del juicio”. Más tarde logré
entender que esta traducción es muy acertada, pues le toma la palabra al Señor : si
tenemos misericordia, vamos a ser medidos con misericordia. El que ha sido
misericordioso, no tiene porqué temer. Debe sentirse confiado en que Dios cumple
totalmente su Palabra.
A veces, se cree que porque una persona se encuentra en punto de muerte, ya,
automáticamente, se va a convertir. No es así. Hay cosas que no se pueden improvisar.
Me contaba una señora que cuando su mamá estaba muriendo, ella se le acercó para
pedirle perdón. La anciana, volteó el rostro hacia la pared y no quiso perdonarla. Me
impresionó en sumo grado, otro caso. Un señor me preguntó si debía cumplir la última
voluntad de su hermano. Le pregunté que cuál había sido esa última voluntad. Me contó
que a su hermano lo habían asesinado. Cuando estaba por expirar le preguntaron que
cuál era su última voluntad. Con un hilo de voz respondió que quería que mataran a los
que lo habían asesinado. Hay ciertas cosas que no se pueden “improvisar”. Seguramente

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estas personas durante toda su vida habían estado cargadas de resentimiento, de odio. No
lograron abrir su corazón ni en el momento crítico de su paso a la eternidad. Midieron a
los otros con inclemencia.

Escrutar continuamente el corazón

Dice Jesús: “Del corazón de los hombres salen los malos pensamientos, la
inmoralidad sexual, los robos, los asesinatos, los adulterios, la codicia, las maldades,
el engaño, los vicios, la envidia, los chismes y la falta de juicio. Todas estas cosas
malas salen de adentro y hacen impuro al hombre” (Mc 7, 21-23). Nuestro corazón
puede ser una caldera del diablo, si no lo purificamos continuamente.
David hizo una bella oración al Señor, cuando le pidió: “Examíname, Señor, y
conoce mi corazón: pruébame y reconoce mis pensamientos: y ve si hay en mí camino
de perversidad .Y guíame por el camino eterno” (Sal 139, 23-24). David durante su
adulterio con Betzabé, seguramente, había encontrado pretextos para seguir por ese
camino. Por eso, ahora, ya no quería ser su “propio examinador”: le pedía al Señor que
él lo examinara; que le detectara sus pensamientos e intenciones. Que lo guiara por el
sendero recto. Con frecuencia, tendemos a ser nuestros “propios examinadores”. Pero,
hay que tener muy en cuenta lo que dice el profeta Jeremías: “Nada hay tan engañoso
como el corazón humano” (Jr 17, 9). Nuestro corazón nos juega malas partidas. Por eso
debemos acudir al Señor como nuestro único examinador.
Dios nos examina de manera especial por medio del Espíritu Santo, que emplea la
Palabra de Dios para llegar a lo profundo de nosotros. Dice la Carta a los Hebreos que la
Palabra de Dios es “espada de doble filo” (Hb 4, 12); se nos hunde hasta las
profundidades de nuestros corazón. El profeta Jeremías señala que la Palabra de Dios es
como “martillo” (Jr 23, 29), que, golpe a golpe, logra abrir nuestro corazón de piedra,
que se endurece por el pecado.
El salmo 119 afirma que la Palabra de Dios es “Lámpara a nuestros pies y luz en
nuestro sendero”. El que camina a la luz de la Palabra sabe por qué terreno avanza; logra
ver bien los barrancos a los lados, y el sendero de Dios. No hay mejor preparación para
presentarse ante el tribunal de Dios que el examen diario de conciencia, hecho en oración
y con la Biblia en la mano. Los demás ven nuestro exterior. Dios “sondea los corazones
de los hombres”.

La vigilancia

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En tiempo de Jesús, las lámparas de aceite eran como una salsera con aceite; en
medio estaba flotando una mecha. Había que estar continuamente renovando el aceite y
cortando la mecha. Eso fue lo que tuvieron que estar haciendo las vírgenes prudentes,
auque se habían dormido, llevaron el frasco con aceite de repuesto; al despertarse
tuvieron que renovar el aceite y cortar la mecha.
Nuestra vigilancia en espera de la venida del Señor debe consistir en renovar el
aceite de nuestra fe, de nuestro amor. Eso se realiza cuando a diario le damos
importancia a la oración devota y larga; a la meditación de la Biblia. “La fe viene como
resultado de oír el mensaje que habla de Jesús”, dice la Carta a los Romanos (Rm
10,17). Una persona de Biblia y oración diarias no va a ser sorprendida con su lámpara
apagada, cuando el Señor la llame a su presencia para el juicio particular.
Nuestros defectos son como mala hierba que, a pesar de que ya la hemos cortado,
vuelve a retoñar. Por eso, como hace el buen campesino, tenemos que estar podando
nuestro huerto cerrado del corazón. La mecha de nuestra lámpara tiene que ser cortada
continuamente para que no falte la luz. San Pablo escribió: “Golpeo mi cuerpo y lo
reduzco a servidumbre, no sea que habiendo predicado a los demás, quede yo
descalificado” (1Co 9, 27). La disciplina espiritual, la mortificación de nuestros sentidos,
es como cortar continuamente la mecha de nuestra lámpara para que no se apague.

Una vestidura y una vela

El día de nuestro bautismo Dios nos regaló la vestidura blanca de la gracia de Dios y
la candela encendida de nuestra fe. Toda nuestra vida es una lucha por conservar esa
túnica blanca. En el mundo hay muchos chiflones que quieren apagar la luz de nuestra
fe, de nuestro amor. De los bienaventurados del cielo, dice el Apocalipsis, que lavaron
sus túnicas en la sangre del Cordero (Ap 22,14). En la confesión de pecados se nos
aplica la sangre de Jesús, que blanquea nuestra túnica manchada por el pecado. Por
medio de la oración, la meditación de la Biblia y participación en la Eucaristía, sube el
nivel de aceite de nuestra lámpara. Cuando Jesús narró la parábola de las vírgenes necias,
que se quedaron gritando en las tinieblas exteriores, no lo hizo para asustarnos y
neurotizarnos. La pedagogía de Jesús consiste en un sistema preventivo, por medio del
cual el Señor con amor nos advierte: “Que no les pase lo mismo. Sean como las vírgenes
prudentes que, a pesar de haberse dormido, llevaron su botella de aceite de repuesto, y
lograron tener siempre sus lámparas encendidas”.

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10. Juicio sobre nuestros talentos

En la sociedad en que vivimos, se tiende a fabricar todo en serie: los carros, los
platos, los pantalones, las lavadoras y hasta los niños en probeta. Dios no nos creó en
serie. Nos infundió su imagen, nuestra propia personalidad. Hasta los gemelos reciben
“talentos”, diferentes, es decir, dones espirituales para poder cumplir la misión, que les
asignó en el mundo. Un día, nos va a pedir cuenta de cómo administramos esos
“talentos”. Eso es lo que Jesús expuso en la parábola de los talentos (Mt 25, 14-31).
En la parábola de Jesús, un rico señor parte hacia un país lejano. Encarga sus bienes
a sus empleados. A uno le dio cinco talentos, a otro, dos y al tercero, uno. Al volver les
pidió cuenta de la administración de sus bienes. Los dos primeros le devolvieron el doble
de lo que les había encargado. El señor los premió abundantemente. El tercero entregó el
talento que había enterrado por temor de perderlo porque, según explicó, le tenía miedo a
su señor, pues quería cosechar en donde no había sembrado. A este empleado negligente,
le quitó su talento y se lo entregó al que tenía más. El señor explicó por qué lo hacía,
diciendo: “Al que tiene se le dará más y al que no tiene, aún eso se le quitará”. Al
empleado haragán lo envió a las tinieblas en donde hay llanto y desesperación (Mt 25,
14-30).

Un examen

En la parábola de Jesús, se anuncia que habrá un examen, un juicio en el que se nos


pedirá cuenta de cómo administramos los dones, las oportunidades que el Señor nos
confió. Es posible que alguno se pregunte si no hay injusticia en que a uno se le
entreguen cinco talentos y a otro sólo uno. La respuesta brota de la misma parábola. No
hay injusticia porque a cada uno sólo se le pedirá el doble de lo que se le haya entregado.
También es posible que llame la atención que Jesús dice que al que tiene se le dará
más y al que no tiene se le quitará hasta lo que posee. En la sociedad, cuando un obrero
no responde a la confianza de su patrono y desperdicia las oportunidades, que se le
conceden, pierde la confianza de su señor. En cambio, al trabajador diligente, conforme
va demostrando su buena voluntad, se le van ofreciendo nuevas y más halagadoras
oportunidades.
En la Biblia, se aprecia el caso de Felipe. Aparece, al principio, como un sencillo
feligrés de la comunidad. Cuando se buscan candidatos para nombrarlos diáconos,
inmediatamente todos señalan a Felipe como un hombre lleno del Espíritu Santo. Luego,
el libro de Hechos, señala a Felipe como un evangelizador, que tiene en grado de

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excelencia el don de predicación y de hacer milagros. También se hace constar que
Felipe, en determinada oportunidad, se deja guiar por el Espíritu Santo hacia el desierto
sin saber, propiamente, para qué lo llevaba el Señor a ese lugar. Luego se esclarece el
motivo: Felipe fue el encargado de evangelizar a un pagano de Etiopía, que iba en su
carruaje leyendo un difícil pasaje de la Biblia.
Los santos no nacieron haciendo milagros. Supieron multiplicar los dones que el
Señor les había concedido y llegaron a ser grandes instrumentos en las manos de Dios.
Así se cumple lo que dice Jesús: “A quien tiene se le dará más” (Mt 25, 19). Al que es
obediente a la guía del Espíritu Santo, cada vez más el Señor lo llena, más y más, de su
unción para servir a la comunidad.
Al que no tiene se le quitará aún eso. Por que no administró bien sus dones. Saúl
fue ungido para ser rey de Israel. Pero no administró el regalo de Dios. El Señor le retiró
su bendición. Saúl comenzó a ser dominado por un mal espíritu. Terminó suicidándose.
Judas fue elegido como apóstol. Traicionó la confianza, que Jesús había depositado en él.
También terminó suicidándose. El que “no tiene” es porque ha administrado mal los
talentos que el Señor le confió.

Voto de confianza

Los dones son gracias (algo gratis), que el Señor en su bondad nos regala para ser
útiles en la comunidad y, de esa manera, santificarnos. El Señor nos invita a ser sus
colaboradores en la obra de la salvación del mundo, con los talentos que nos ha confiado.
A Moisés, el Señor lo invitó para que fuera el libertador de su pueblo en Egipto.
Moisés rebuscó todas las excusas posibles para no meterse en esa complicada empresa.
Una de las excusas fue que “era tartamudo”. El Señor le hizo ver que si él le había dado
la boca también podía darle el poder para expresarse. Cuando Moisés aceptó, le entregó
“un bastón”, símbolo del poder para hacer milagros para cumplir su misión (Ex 3).
A un joven rico el Señor lo invitó para que fuera de sus íntimos colaboradores.
Aquel joven no se atrevió a dar el paso porque se encontró amarrado por sus muchas
riquezas. El Señor no lo obligó. Lo dejó que se fuera “triste” porque se sintió frustrado al
ir por un camino que no era el de su Señor (Mt 19, 22).
A la Virgen María, un ángel, de parte de Dios, la invitó para que fuera la más íntima
colaboradora del Mesías. Pero para eso debía concebir sólo por obra del Espíritu Santo.
La Virgen María no comprendió del todo el proceso que Dios iba a seguir para que se
realizara lo que le pedía. Pero ella expresó que era “esclava del Señor” y que, por lo
tanto, estaba dispuesta a cumplir su voluntad en todo momento (Lc 1,38). La Virgen
María fue llenada del Espíritu Santo como ninguna otra persona. Fue la Madre de Jesús,

65
y, luego, la Madre de la Iglesia de Jesús.
El llamado del Señor es un “voto de confianza” para que seamos sus colaboradores.
Cuando, como la Virgen María, aceptamos su voluntad, el Señor nos equipa con los
talentos necesarios para realizar la misión que nos ha encomendado.

Abuso de poder

Siempre se ha constatado que el poder con facilidad corrompe. Los carismas, los
dones espirituales, que el Señor nos concede, son como cables de alta tensión. Hay que
usar guantes de humildad para no quedar electrocutados.
Sansón fue un superdotado de belleza y de fuerza para que fuera un líder en favor
del pueblo de Israel. Comenzó muy bien, pero, pronto empezó a usar sus dones sólo
para su propio beneficio, para sus enredos amorosos. Se metió por la senda de la lujuria.
La Biblia hace ver cómo el Espíritu Santo le retiró la unción abundante, que le había
concedido. De hombre fuerte y temible, Sansón se convirtió en el hazmerreír de sus
enemigos, que lo capturaron, le sacaron los ojos y lo obligaron a trabajar como una
bestia.
A Salomón, el Señor lo hizo el hombre más sabio del mundo. Ante tantos halagos y
superabundancia de riquezas, el sabio Salomón va a terminar como un rey necio,
dejándose seducir por mujeres paganas y construyéndoles un templo para sus ídolos.
Jesús narra la parábola del administrador de confianza de su amo, que se convierte en un
ladrón. Su amo lo tiene que destituir (Lc 16, 1-15).
Los talentos, que el Señor nos regala (nadie los puede ganar a puro pulso), son para
que sirvamos en la comunidad, y sirviendo a los demás, nos santifiquemos. No son sólo
para nuestro propio beneficio. Mucho menos para facilitarnos una vida de pecado.
Jesús adelantó que el día del juicio, muchos se le van a presentar diciendo: “Hemos
profetizado, hemos hecho milagros, hemos expulsado demonios”. Jesús asegura que les
dirá: “No los conozco: Vayan al fuego, obradores de iniquidad” (Mt 7, 22-23). Ante el
mundo eran tenidos como profetas y obradores de milagros. Ante el Señor, simplemente,
eran “obradores de iniquidad”. Se van a quedar sin poder ingresar en el reino de los
cielos. No basta tener excelentes carismas, talentos; hay que saberlos administrar para
gloria de Dios y servicio de los hermanos.

Una carrera

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La Biblia presenta la vida como una carrera: es el tiempo que Dios nos concede para
cumplir nuestra misión con los talentos que nos ha concedido. El autor bíblico, al
comparar la vida con una carrera, seguramente, pensaba en los atletas de las olimpíadas
de Grecia. En las graderías del estadio había gente que animaba a los corredores. La
Biblia presenta a los santos como una nube de testigos, que desde las graderías nos
animan a seguir sus ejemplos; a cumplir la misión de fe, que el Señor nos encomendó. El
atleta sólo recibía la corona de laurel hasta que había llegado a la meta. Todos estamos
en el estadio de la vida corriendo hacia nuestra meta, la Jerusalén celestial. Es un duro
trayecto. Pero la corona sólo se entrega al que llega a la meta.
Una fábula narra el desafío en una carrera entre una tortuga y una liebre. Nadie
apostaba a favor de la tortuga. Comenzó la carrera. La liebre se daba unas interminables
descolgadas. Dejaba muy atrás a la lenta tortuga, que, paso a paso, avanzaba. La liebre,
al ver la gran ventaja que le llevaba a la tortuga, se daba el lujo de ponerse a dormir.
Luego continuaba. En uno de sus descansos para dormir, la liebre no se despertó a
tiempo. La tortuga, que no se detenía ni un solo instante, logró ganar la carrera. Bien dice
el pueblo que la constancia vence al genio.
Como maestro he tenido muchos alumnos de una inteligencia brillante. Con facilidad
lograban ganar los exámenes. Otros, por el contrario, tenían que esforzarse mucho para
superar las pruebas escolares. Pero, a través de los años, he visto cómo muchos de los
alumnos brillantes, más tarde, se durmieron y se quedaron en una triste mediocridad. Los
esforzados los superaron y alcanzaron metas muy altas.
No basta tener muchos talentos. Hay que saber administrarlos, multiplicarlos. De
otra forma, podemos perder la corona de gloria, que Dios ha prometido a los que le son
fieles. Al fin de la carrera, no se nos va a preguntar cuántos talentos teníamos, sino cómo
multiplicamos los talentos, que se nos concedieron. Cómo servimos a la comunidad con
los dones que Dios nos enriqueció.

Una vana excusa

La excusa, que presentó el que enterró su talento, fue: “Yo sé que usted es un
hombre duro que cosecha donde no sembró y recoge donde no esparció. Por eso tuve
miedo y escondí su dinero en la tierra” (Mt 25, 24-25). Aquí está expuesto el gran
peligro de tener una imagen desenfocada de Dios. El que obra por miedo y no por amor.
La carta a los Romanos aclara: “Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para
volverle a tener miedo a Dios, sino un espíritu de hijos que los lleva a decir: Abba,
Padre”. Muchos, tienen espíritu de esclavos. Le tienen miedo a Dios.
El que le tiene miedo a Dios, no busca agradar a su Padre, sino simplemente

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cumplir al pie de la letra algo. El que obra de esta manera, nunca va a multiplicar sus
talentos. Si no tiene amor a Dios, no puede tampoco amar a los hermanos. Se puede dar
el caso de personas que cumplen metódicamente lo establecido, pero por miedo a Dios.
No lo hacen en Espíritu y en verdad. El que obra de esta manera, entierra su talento. Lo
tiene asegurado. Cuando el Señor le pida cuenta, va a sacar su talento. Esto me diste,
aquí lo tienes. Pésimo administrador. No le entregaron el don para que lo pusiera en una
caja fuerte, sino para que lo multiplicara.

¿Opio o despertador?

Alguien con mala intención escribió que la religión es el “opio del pueblo”. La
religión de Jesús de ninguna manera es opio que adormece a la gente. Todo lo contrario:
es un compromiso de multiplicar nuestros talentos en el lapso de vida, que se nos
conceda. De antemano Jesús nos dijo que nos va a pedir multiplicados los talentos que
nos entregó. Mientras esperamos que el Señor nos llame a su presencia, nos preguntamos
cuáles son los dones que el Señor me entregó y cómo estoy sirviendo con ellos a la
comunidad.
Que nadie, con espíritu de esclavo, por miedo a Dios, vaya a enterrar su talento.
Será una “piedra muerta” en la casa de Dios. El que como hijo busque en todo la gloria
de Dios y el bien de los hermanos, se esmerará en multiplicar y multiplicarse sirviendo a
los hijos de Dios. Ésa es la manera de llegar a la meta en la carrera de la vida con
nuestros talentos.
Jesús habló claramente de tinieblas, de llanto y desesperación para los que se presenten con las manos vacías. Al
que, en cambio, se presenta con su bagaje de dones multiplicados, el Señor le dirá: “Porque fuiste fiel en lo poco
te pondré a cargo de mucho más” (Mt 25, 23).

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11. Juicio sobre el amor

Si un maestro, un día, le entregara por adelantado a un alumno el test del examen


final, el alumno se alegraría inmensamente. Se sentiría muy sereno y seguro de su éxito.
Pero, al mismo tiempo, no tendría ninguna excusa, si saliera mal en el examen.
Increíblemente, Jesús ya nos entregó el test de nuestro examen final para el día que
nos presentemos ante su tribunal. Ese test se encuentra en el capítulo 25 de san Mateo.
Dice el Señor que el último día dirá a los justos: “Vengan, ustedes que han sido
bendecidos por mi Padre; reciban el reino que está preparado para ustedes desde que
Dios hizo el mundo. Pues tuve hambre y ustedes me dieron de comer, tuve sed, y me
dieron de beber: andaba como forastero y me dieron alojamiento. Me faltó ropa, y
ustedes me la dieron: estuve enfermo y ustedes me visitaron; estuve en la cárcel y
vinieron a verme” (Mt 25, 34-37). Dice Jesús que los justos, sorprendidos, van a
preguntar que cuándo sucedió todo eso .También adelanta Jesús que les va a contestar:
“Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes,
por mí mismo lo hicieron” (Mt 25, 34-40).
Tenía razón san Juan de la Cruz cuando decía que el último día seremos
examinados sobre el amor. Es por eso mismo que cuando la Carta a los Gálatas quiere
definir en qué consiste la llenura del Espíritu Santo, comienza diciendo: “El fruto del
Espíritu es amor” (Ga 5, 22). A continuación vienen las virtudes que indican que una
persona está llena del amor del Espíritu Santo: “gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22-23). Los Padres de la Iglesia insistían
en que lo que el Señor quiere indicarnos, en el capítulo 25 de san Mateo; es que lo que
cuenta ante él es la fe convertida en obras de misericordia. Orígenes añadió que las obras
de misericordia, que el Señor pide, no son sólo de tipo material; también ante él cuentan
las obras de misericordia de tipo espiritual: dar de comer al que tiene hambre de Dios;
vestir al que está desnudo de la Gracia, al que está enfermo o prisionero de su pecado. Al
que está desorientado.
Basados en este examen final del último día, se dio mucha importancia a lo que le
sucedió a san Martín de Tours. Vio a un mendigo, carente de ropa. Tomó su capa, la
partió en dos y le entregó la mitad al mendigo. En la noche tuvo una visión: se le
presentó Jesús cubierto con la capa que le había entregado al indigente, y le dijo: que lo
que había hecho con aquel necesitado se lo había hecho a Él mismo.
La gran tragedia para los impíos, en el juicio final, será que cuando el Señor les eche
en cara que no le dieron comida, ni bebida , ni lo fueron a visitar cuando estaba enfermo
o encarcelado, los impíos van alegar que eso nunca sucedió, pues nunca lo vieron en ese
estado lamentable. Jesús dirá, a la inversa de los justos, que cuando no lo hicieron con
los necesitados no lo hicieron con él. Una tragedia. Le dieron importancia a tantas cosas,

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y se desentendieron de lo más importante y esencial en la vida: el amor, sobre todo, al
necesitado.

Algo terrible

Si algo quiso acentuar Jesús, de manera impactante, fue lo grave que consideraba la
falta de amor hacia el necesitado. Para que nunca se nos borrara de la mente la gravedad
de la indiferencia ante el indigente, Jesús elaboró una de las parábolas más terribles (Lc
16, 19-31). Un hombre riquísimo tiene a su puerta a un mendigo que, únicamente, le
pide las “migajas” que caen de su mesa. El rico, a quien la tradición llama Epulón,
porque banqueteaba todos los días, no se mueve de su asiento. No dice la parábola que
maltrató al mendigo o que lo alejó con violencia. Simplemente lo presenta sentado
comiendo sin dignarse entregarle al pobre las migajas de su mesa.
En un segundo plano, la parábola presenta a aquel millonario en el infierno, mientras
Lázaro, el pobre, se encuentra en el cielo. El rico Epulón le suplica a Abrahán que envíe
a Lázaro con una gota de agua para refrescar el ardor de su garganta. Abrahán responde
que, ahora, ya eso es imposible: hay un abismo insalvable entre ellos y él. El rico ruega
que, por lo menos, envíen a alguien a avisarles a sus hermanos lo que le ha sucedido para
que ellos no caigan en mismo error. La respuesta de Abrahán es: “Tienen a Moisés y los
profetas: ¡que les hagan caso!”. La expresión “Moisés y los profetas”, en tiempo de
Jesús, quería decir: “Toda la Escritura”. Lo que se subraya, aquí, es que toda la Escritura
se compendia en la palabra: Amor.
Esto se confirma en la respuesta que dio Jesús a un especialista en la Escritura, que
le preguntó que cuál era el mandamiento principal. Jesús respondió que lo principal de
todo era amar a Dios y amar al prójimo. “De estos dos mandamientos depende toda la
ley y los profetas”(Mt 22,40). Jesús, en este momento, resumió toda la Escritura en una
sola palabra: Amor. Amor a Dios y al prójimo.

Nuestro narcisismo

Naturalmente no somos inclinados a pensar en los otros, para servirlos. Todo lo


contrario: tendemos en enconcharnos en nosotros mismos y olvidarnos de los demás.
Queremos que los otros nos atiendan, nos compadezcan; pero nosotros no somos fáciles
para salir de nosotros mismos y pensar en la necesidad de los demás. Es lo que
comúnmente se llama: “narcisismo”.

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En la mitología griega, Narciso es un joven muy simpático. Está enamorado de su
figura, y, por eso, continuamente va al río para pasar largo tiempo contemplando su
semblante en el espejo de las aguas. Hasta que de tanto estarse admirando en el espejo
del río, cae en el agua y se ahoga. Muy profunda la enseñanza de esta narración
mitológica. El egoísmo es rió profundo en el que nos ahogamos. El amor nos da brazos
para manotear y salir de las aguas del egoísmo.
Jesús, con la misma finalidad pedagógica de sembrar ideas imborrables en nuestras
mentes, elaboró la preciosa parábola del “Buen samaritano”. Un hombre está a la vera
del camino; ha sido asaltado por los bandidos y está casi agonizando. Pasa, primero, un
sacerdote, y luego, un levita (una especie de seminarista de aquel tiempo). Los dos pasan
de largo con urgencia por llegar a cumplir su oficio religioso en el templo. Los dos ven la
necesidad urgente del malherido, pero con el pretexto de no llegar tarde al templo, no
tienen tiempo para pensar en el malherido, que está a la vera del camino.
Pasa un samaritano, un enemigo del judío malherido, y no lo piensa dos veces. Se
baja de su cabalgadura, lo atiende cómo puede en la emergencia, y luego lo lleva a una
pensión para que lo terminen de curar. Tiene que pagar los gastos.
En la parábola de Jesús, los “buenos”, fallaron. Procuraron encontrar un motivo de
tipo religioso para no involucrarse en aquel problema: tenían que llegar temprano al
templo. Para los judíos, los samaritanos eran los malos. Fue un samaritano el que se
involucró de lleno en el problema del que estaba agonizando a la vera del camino. Según
Jesús, los “buenos” fallaron en lo esencial: buscaron a Dios en el templo, y Dios, en ese
momento, estaba a la vera del camino, disfrazado de un necesitado. El “malo”, el
samaritano, supo encontrar a Dios en el enemigo asaltado, que necesitaba ayuda urgente.
Nuestro narcisismo natural nos inclina a buscar pretextos, como el sacerdote y el
levita, para no involucrarnos en el desafiante problema del que se encuentra en
necesidad. Creemos que con ir al templo –con prácticas piadosas– seremos eximidos de
la obligación primaria de atender al que se encuentra en grave necesidad. Jesús, por
medio de su parábola, nos enseña con claridad meridiana, que sólo el que se baja de su
cabalgadura de comodidad para atender al necesitado, va a encontrarse con Dios.

El falso amor

Es fácil engañarse uno mismo en cuanto al amor. Fácil confundir amor con
diplomacia. El diplomático, externamente, se muestra muy gesticulador, muy amable.
Pero, es posible, que su amabilidad no sea porque ama a la persona, sino para conservar
su buena imagen y no perder su puesto diplomático. Es fácil también confundir amor con
transacción de tipo comercial. Yo te doy; pero para que tú me des también. Si te doy

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cuatro, no acepto que tú me des tres.
A veces, damos algo a otro, pero no es por amor, sino para tener poder sobre la
persona, de alguna forma. O para sentirnos bien y tranquilizar nuestra conciencia. El bien
del otro no me interesa mucho. Lo que sí me interesa es mi propio bien. Nosotros nos
podemos engañar a nosotros mismos con estos recursos de tipo psicológico. Pero Dios
ve el corazón. Dios escruta nuestras intenciones.
Un caso clásico. Un fariseo invitó a Jesús a su casa para una comida (Lc 7, 36-50).
Ciertamente no era porque amaba mucho a Jesús. Lo que le interesaba era quedar bien
socialmente, para poder decirles a los demás que ese “famoso personaje” había cenado
en su casa. Mientras están a la mesa, se coló una mujer de mala vida. Se fue directo a los
pies de Jesús. Comenzó a bañarlos con sus lágrimas y a secarlos con su abundante
cabellera. Rompió un vaso carísimo de alabastro, que contenía un perfume exquisito, que
aromó la estancia. El fariseo, internamente, se enfureció: aquella mujer le había echado a
perder la reunión, que él había preparado primorosamente, para lucirse ante los invitados.
El fariseo pensó mal de Jesús; en sus adentros se dijo: “Si este fuera profeta, se daría
cuenta de qué clase de mujer es la que lo está tocando: una mujer de mala vida” (Lc 7,
39).
Jesús le leyó el corazón al fariseo. Y puso como modelo de amor a aquella mujer
que ya no era pecadora. Le hizo ver al fariseo que, al llegar, él no le había ofrecido agua
para lavarse los pies, en cambio aquella mujer había bañado sus pies con sus lágrimas.
No le había dado el abrazo de bienvenida, mientras que aquella mujer le estaba
abrazando los pies. Le reclamó al fariseo que no le había ungido el cabello con perfume,
mientras que la mujer criticada había roto su vaso de alabastro para perfumarlo.
Lo que Jesús, en síntesis, le estaba señalando al fariseo era que lo había recibido
meticulosamente en su casa, pero sin amor. En cambio aquella mujer, que ya no era
pecadora, había superabundado en sus muestras de arrepentimiento y amor. Parecía que
el fariseo había invitado a Jesús porque lo amaba; pero las circunstancias demostraron
que el fariseo no amaba a Jesús: se amaba él mismo y quería lucirse ante la sociedad. Ése
es el peligro siempre latente en todo lo que hacemos. Es fácil creer que obramos por
amor, cuando en realidad, lo que estamos haciendo es para inflar nuestro ego. A nosotros
mismos nos podemos engañar. Pero por el colador de Dios solamente pasa lo que ha sido
purificado con fe y amor.
Jesús resucitado, por medio de san Juan, les envió una carta a los de Éfeso. Alabó
su trabajo, su ortodoxia, pero les dijo que le dolía mucho que hubieran perdido “su
primer amor”. Los de Éfeso, como el fariseo que invitó a Jesús a su casa, eran
cumplidores exactísimos de todas las normas establecidas, pero les falta lo esencial: el
verdadero amor.
Jesús anticipó que el día del juicio llegarán muchos diciendo: “En tu nombre
profetizamos, en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos milagros”

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(Mt 7, 22-23). Dice Jesús que les replicará: “Nunca los conocí; aléjense de mí obradores
de iniquidad” (Mt 7, 22-23). De la sentencia terrible del Señor, se colige que estos
individuos, tenían carismas excepcionales; seguramente la gente los alababa y los tenía
por muy buenos. Pero esos carismas los emplearon para su propio beneficio y no para
servir con amor a los demás. Con qué razón san Pablo escribió: “Si tuviera profecía y
entendiera todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviera toda la fe, de tal manera
que trasladara montañas, y no tengo amor, no soy nada” (1Co 13, 2). Si Dios no
detecta amor en nuestras obras, no somos “santos”, sino obradores de iniquidad.

La fe que salva

San Pablo, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando se cree con el corazón,
actúa la fuerza salvadora de Dios” (Rm 10, 10). Es por la fe en Jesús que nos llega la
salvación. Pero la fe no es sólo de la mente. Si es del corazón debe demostrarse con
hechos concretos. Santiago habla del peligro de una “fe sin obras”; la llama una “fe
muerta” (St 2, 17). La Biblia nos habla de que por la fe del corazón actúa la fuerza
salvadora de Dios. La fe auténtica debe demostrarse con obras concretas de amor. Es la
única fe que cuenta ante Dios. La prueba de la fe auténtica son las obras de fe, hechas
con amor. Podemos tener carismas excepcionales; pero si no hay amor, esos carismas
nos condenan ante Dios.

El temor ante el juicio

Es explicable, que al leer el cuadro del juicio final, cuando el Señor va a separar las
ovejas de las cabras, nos venga un cierto temor, y nos preguntemos: “¿De qué lado me
pondrá a mí el Señor?”. Ya he comentado que la primera vez que leí la traducción del
capítulo segundo de Santiago, donde dice: “La misericordia se ríe del juicio” (St 2, 13),
quedé mal impresionado. Me preguntaba: “¿Cómo me puedo reír del juicio de Dios?” Me
parecía una irreverencia. Luego capté la belleza de la traducción de Alonso Schökel.
Tenía toda la razón en su versión tan original. Jesús afirma que vamos a ser medidos con
la misma medida que midamos a los demás (Mt 7, 2). Dios cumple totalmente su
Palabra. Si alguien ha obrado con misericordia, no le debe temer al juicio de Dios,
porque él ha prometido que tendrá misericordia. Dios cumple, ciento por ciento, su
Palabra. De allí la original traducción: “La misericordia se ríe del juicio”.
Una de las cosas, que más nos puede consolar a la hora de la muerte, es haber
tenido misericordia con los demás. El Señor ha prometido medirnos con esa misma

73
medida. El Evangelio nos adelanta que la gran sorpresa de los buenos será que Dios
cumple su Palabra al pie de la letra. En primer lugar, en el libro de la vida no van a
aparecer sus pecados, porque el Señor prometió: “No me acordaré más de sus pecados”
(Is 45, 23). Lo único que los buenos verán que aparecerá en el Libro de la vida son las
obras de misericordia que ejercieron en favor de los hijos de Dios: de los hambrientos y
sedientos, de los enfermos y encarcelados, de los necesitados del alma o del cuerpo. Esta
fabulosa promesa del Señor nos debe consolar en el momento de nuestra pascua, de
nuestro paso a la presencia del Señor. En su misericordia, el Señor, por adelantado, nos
ha entregado el test del examen final que nos va a poner. Tenemos que aprovechar bien
el tiempo para presentarnos al examen sobre el amor que Jesús nos hará en nuestro
último día.

74
La Vida Eterna

75
12. El Purgatorio

Lo primero que un hermano protestante afirma cuando se toca el tema del


purgatorio, es que la palabra purgatorio no está en la Biblia, que es invento de la Iglesia
católica. En realidad, la palabra “purgatorio” no se encuentra en la Biblia. Tampoco se
encuentran en la Biblia las palabras “Trinidad” y “Encarnación”, pero sí aparece la
revelación acerca del Misterio de la Santísima Trinidad y de la Encarnación del Hijo de
Dios. Lo mismo sucede con el purgatorio: la palabra purgatorio no se halla en la Biblia,
pero sí la revelación acerca de una “purificación” después de la muerte para los que
hayan muerto “piadosamente”, pero que todavía necesitan una “purificación” antes de
ingresar en el reino de los cielos. La palabra “purgatorio” es un término teológico,
acuñado por la Iglesia católica para referirse a esta revelación bíblica.

¿Qué es el purgatorio?

Ante todo, ¿qué es para nosotros el purgatorio? El Compendio del Catecismo de la


Iglesia católica apunta: “El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con
Dios, pero aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación
para entrar en la eterna bienaventuranza”. Me parece muy acertada la explicación, que
expone el teólogo Esteban Bettencourt, cuando aclara: “Por purgatorio se entiende el
estado (no lugar) en que las almas de los fieles, que mueren en el amor de Dios, pero que
todavía poseen inclinaciones desordenadas y resquicios del pecado, se liberan de esas
escorias mediante una purificación. El purgatorio sería una concesión de la misericordia
divina, que no quiere condenar a quien lo ama, pero que no puede recibir en su santísima
presencia ninguna sombra de pecado” (Diálogo ecuménico, Editorial claretiana, 1990).
Dos cosas muy importantes resalta este autor: el purgatorio no es “un lugar
geográfico”, sino “un estado”, una situación para nosotros desconocida. Nosotros la
aceptamos como una revelación de Dios en la Biblia. La otra cosa importante, que afirma
Bettencourt, es que el purgatorio, no es “una venganza” de Dios, una cárcel, sino un
rasgo de la misericordia de Dios, que, a pesar de nuestras debilidades, a la hora de la
muerte, todavía nos da una oportunidad más de purificación, si la necesitamos.

Bases bíblicas

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El principal texto bíblico en que nos basamos, de manera especial, para hablar de la
existencia del purgatorio es el que se encuentra en el segundo libro de Macabeos. Judas
Macabeo en una batalla, al inspeccionar los cadáveres de algunos soldados muertos, les
encontró bajo la túnica unos amuletos tomados del enemigo. Lo primero que hicieron
todos fue “rogar al Señor que aquel pecado les fuera totalmente perdonado” (v. 42).
Inmediatamente después, Judas pidió que se hiciera un sacrificio en el Templo por los
caídos en la batalla (v. 43). El escritor bíblico anota: “...obrando muy hermosa y
noblemente, pensando en la resurrección. Pues de no esperar que los soldados caídos
resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos; más, si consideraba
que una magnífica recompensa está reservada a los que duermen piadosamente, era un
pensamiento santo y piadoso. Por eso mandó hacer este sacrificio expiatorio a favor
de los muertos , para que quedaran liberados del pecado” (2M 12, 43-46). Aquí, no se
menciona la palabra “purgatorio”, pero se “revela” el concepto de la purificación después
de la muerte para los que mueren “piadosamente”; pero que necesitan todavía una
“purificación” antes de poder recibir la”recompensa” (v.45).
El texto bíblico no describe cómo es esta purificación. Según Judas Macabeo, para
él, el descuido de haberse apoderado de idolitos del enemigo, no es algo “gravísimo”,
según las circunstancias, tal vez, porque no fue por motivos religiosos, sino motivos de
tipo económico. En la doctrina católica, los únicos que tienen oportunidad de purificación
después de la muerte, son los que mueren en “gracia de Dios”. El que muere sin estar en
comunión con Dios, no puede ingresar en el reino de los cielos. El libro del Apocalipsis lo
dice muy claro: “Nada manchado entrará en el cielo” (Apoc 21,28). El que vive en
pecado mortal no puede estar fantaseando en que tendrá una oportunidad de conversión
en la otra vida. Es muy determinante en este texto bíblico, que es el mismo Dios el que,
por medio del escritor bíblico, alaba la actitud de Judas Macabeo y de la comunidad de
orar por los difuntos. Dice que es algo “hermoso y noble” (v. 43).
Otro texto bíblico, que ha servido de base para hablar acerca del purgatorio, es el de
la 1Co 3, 10-16, que dice: “Conforme a la gracia de Dios, que me fue dada, yo, como
buen arquitecto, puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo
construye! Pues, nadie puede poner como cimiento otro que el ya puesto, Jesucristo. Y
si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno,
paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el día que ha de
revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquel
cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquél
cuya obra queda abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero
COMO QUIEN PASA A TRAVÉS DEL FUEGO” (1Co 3, 10-16). El evangelizador que
por descuido no construye sobre bases sólidas, sino sobre heno o paja, no podrá ser
admitido en el reino de Dios. San Pablo da a entender que necesita una previa
purificación. “Pasar por el fuego”, es una imagen de la purificación espiritual, que se le
concede a la persona antes de ser admitida en el reino de Dios.

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Lo mismo puede decirse de la alusión, que hace san Mateo, del pecado contra el
Espíritu Santo; dice el texto bíblico: “No se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.
Ni en esta vida ni en la otra” (Mt 12, 32). Aquí, se revela la posibilidad de una
purificación después de la muerte. A esta situación de “maduración espiritual”, que la
misericordia de Dios concede al que muere en su amistad, pero que necesita todavía una
purificación ulterior, es lo que la Iglesia llama “purgatorio”.

Tradición y Magisterio

Para nosotros la Tradición de los primeros cristianos, algunos de ellos discípulos de


los Apóstoles, es importantísima para conocer con precisión cómo interpretaban estos
pasajes bíblicos, que se refieren al purgatorio. Con toda seguridad se ha comprobado que
durante los primeros cinco siglos, la Iglesia acostumbraba orar por los difuntos: sobre
todo, se comprueba la costumbre de celebrar la santa Misa sobre la tumba de los
mártires. En las catacumbas de Roma, -lugares subterráneos donde los cristianos
celebraban sus reuniones en tiempos de persecución-, se han encontrado muchas
inscripciones que evidencian las oraciones que la iglesia primitiva hacía por los difuntos.
San Juan Crisóstomo (+ 407) escribió: “Ayudémosles y recordémosles (a los
difuntos). Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, ¿por qué
habríamos de dudar que nuestros sufragios por los muertos les traen alguna
consolación?”. San Ambrosio, al referirse al alma del difunto, decía: “Más que llorar, hay
que ayudarla con oraciones. No la entristezcas con tus lágrimas, sino encomienda, más
bien, a Dios con oblaciones, su alma”. También san Agustín (+431) escribió acerca de su
certeza acerca del purgatorio; en su libro Las confesiones, hace constar que él
diariamente, en la misa, reza por su madre .
El Concilio de Trento, de manera definitiva, expuso la doctrina sobre el purgatorio
en el año 1563. Este concilio prescribió a los obispos “mantener y creer la sana doctrina
sobre el purgatorio”. Si durante tantos siglos, la Iglesia católica con su grandes teólogos y
comentaristas bíblicos, como san Agustín, san Ambrosio, san Juan Crisóstomo, Santo
Tomás de Aquino, siempre interpretó la Biblia aceptando la existencia del purgatorio,
para nosotros es una base segura para creer en la existencia del purgatorio.

Don de la misericordia

Ante todo, habría que comenzar por quitar el concepto del purgatorio como una
especie de “sucursal del infierno”. En la revelación bíblica, el purgatorio es una

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manifestación de la misericordia de Dios, que, a toda costa, quiere que “todos los
hombres se salven” (1Tm 2,4). El que está en el purgatorio no piensa en Dios como en
un “tirano”, que lo castiga, sino como en un Padre bondadoso, que, a pesar de sus
debilidades, todavía le concede un tiempo de “maduración espiritual”.
Dios es Padre misericordioso, pero no puede renunciar a ser Dios “justo”. La Biblia
muestra que Dios perdona a Moisés, pero, en su justicia, no lo puede dejar entrar en la
tierra prometida, por haberle fallado gravemente. Moisés, pidió perdón y rogó a Dios que
lo dejara entrar en Canaán; el Señor no se lo permitió; Moisés, aceptó con humildad la
determinación del Señor. No por eso Moisés dejó de ser santo ante los ojos de Dios y de
nosotros. Lo cierto es que en todos nosotros, hay una mezcolanza de santidad y de
debilidad, que nos lleva a actitudes negativas, que necesitan ser purificadas. Lo mismo
puede decirse de David. Un hombre “según el corazón de Dios”, como afirma la misma
Biblia. Dios le perdonó su adulterio, pero le advirtió que, debido al asesinato indirecto
contra Urías, la “espada no se apartaría de su casa” (2S 12,10). David aceptó con
humildad el juicio del Señor. Dios perdona, pero su justicia no le permite dejar pasar por
alto lo que tiene que ser purificado.
Nuestro corazón es tan duro, que no se abre del todo para recibir esa redención, que
el Señor nos ofrece. Ése es el motivo, precisamente, del don del purgatorio: Dios, Padre
misericordioso, todavía acude en nuestro auxilio para darnos la oportunidad de esa
purificación necesaria para que podamos ser recibidos en la gloria eterna. Razón tenía el
profeta Isaías de sentir la necesidad de que le limpiaran los labios para estar en la
presencia de Dios. Un ángel del Señor purificó al profeta con un carbón encendido (Is 6,
7). El purgatorio es ese “carbón encendido” por medio del cual la misericordia de Dios
nos purifica para que podamos ser aceptados en su presencia.
Jean Galot, muy acertadamente, refiriéndose al purgatorio, escribe: “No se trata de
un castigo infligido, porque el alma que es purificada, habiendo sido salvada y
encontrándose en estado de gracia, ya ha obtenido el perdón divino, perdón completo,
que excluye todo castigo. Esta alma está en relación de amistad con Dios. El hecho de
que pueda recibir una ayuda eficaz por medio de las oraciones y la ofrenda del sacrificio
eucarístico, confirma la benevolencia divina que la ha acompañado y pone de manifiesto
la responsabilidad de los fieles hacia la condición de esas almas”.

Los sufragios

Por motivos diversos, alguna vez, he asistido a algún culto protestante, cuando
muere alguien. Me ha impresionado que se habla de la conversión, del regreso del Señor;
se hace alusión a algunas virtudes del difunto; pero no se ora por el difunto. Alguien, en
cierta oportunidad, en uno de esos cultos, dijo: “Ya todo lo que se tenía que hacer se

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hizo. Ya no se puede hacer nada más”. Yo pensaba para mis adentros: “Ahora, es cuando
más se debe hacer por el difunto. Yo no quisiera que me celebraran un culto de esa
manera. El día de mi muerte lo que más le pido al Señor es que haya muchas personas
que con fe y con amor oren por mí, que intercedan ante el Señor para que tenga
misericordia de mí y pueda ser aceptado en la gloria eterna”.
Ésta es la tradición bíblica de Judas Macabeo y su comunidad. Eso fue lo que Dios
mismo alabó en su revelación, como algo “hermoso y noble” (2M 12, 43). Eso es lo que
continuamos haciendo los católicos: una oración de intercesión por los difuntos en el
momento de la muerte, cuando más necesitan de nuestra oración de intercesión para que
se abra su alma, más y más, al amor de Dios, y puedan ingresar en la gloria eterna.
Cuando estaba muriendo santa Mónica, madre de san Agustín, le dijo: “Hijo,
recuérdame siempre en tu misa”. San Agustín escribió: “Siempre la recuerdo en la misa”.
Ésta es la santa tradición bíblica, que nosotros conservamos en la Iglesia católica. En
nuestra Iglesia se nos enseña la doctrina de la “Comunión de los santos”. La Iglesia,
según la expresión de san Pablo, es el Cuerpo de Cristo (1Co 12, 12). A este Cuerpo
místico pertenece la “iglesia triunfante”: los que ya están en la gloria eterna; la “iglesia
militante”: nosotros, los que todavía tenemos que luchar en nuestro peregrinaje hacia la
patria definitiva; la “iglesia purgante”: los que han muerto en gracia de Dios y todavía
necesitan de alguna purificación. Todos somos los “santos”, que nos comunicamos. La
Biblia llama santos a todos los bautizados. Santo quiere decir consagrado. En nuestro
bautismo hemos sido consagrados a Dios.
Los que llegaron a la patria definitiva, ya gozan de la presencia de Dios. De ninguna
manera, han perdido su relación con nosotros. No tendría sentido que no tuvieran el
amor, que es lo esencial del bienaventurado. No podemos imaginar que una madre, que
está junto al Señor, se olvide, se desentienda de su familia. Todo lo contrario: ahora reza
con más pureza y poder: se une al único Mediador Jesús (1Tm 2, 5), para interceder por
su familia. Ésta no es una piadosa suposición. En el libro del Apocalipsis, se presenta a
los bienaventurados del cielo, que en incensarios de oro ponen las oraciones de los
“santos” de la tierra. Aquí, aparece bellamente lo que hacen los bienaventurados del
cielo, la Iglesia triunfante: se unen al Mediador Jesús para presentar su oración de
intercesión por la Iglesia militante, la que todavía está en estado de lucha. Dice el texto
bíblico: “Cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro
ancianos se postraron delante del Cordero; todos tenían arpas, y copas de oro llenas de
incienso, que son las oraciones de los santos” (Ap 5, 8).
Es interesante el comentario, que, de este texto, hace el comentarista protestante,
William Barclay, cuando escribe: “Pero lo significativo es que se piense aquí en la
existencia de intermediarios de la oración, la idea de que las oraciones de los fieles
puedan ser traídas hasta la presencia de Dios por lo que podríamos llamar “portadores
celestiales...”. Más adelante añade : “ Es un pensamiento consolador. No estamos solos,
por así decirlo, en nuestra súplica ante Dios. Las huestes celestiales y una incontable

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nube de testigos colaboran con nosotros en nuestro ruego” (Apocalipsis , Editorial La
Aurora, Buenos Aires, 1975 pp. 206-207). Es lo que enseña la Iglesia católica acerca de
la intercesión de los bienaventurados del cielo en favor de los fieles de la tierra.
La “Comunión de los santos” se completa con la Iglesia “purgante”, la Iglesia en
estado de purificación. Nosotros, los de la Iglesia militante, intercedemos por ellos, para
que cuanto antes, se abran al amor de Dios y sean purificados y llevados a la gloria
eterna. “La Comunión de los santos” es una de las verdades básica de nuestra religión,
que confesamos en el Credo de la Iglesia católica. Algo sumamente consolador: nunca
estamos desprotegidos – ni en la vida ni en la muerte – de la oración de nuestra Madre la
Iglesia.

Purificar el purgatorio

Fue el teólogo Yves Congar el que con humorismo afirmó que había que “purificar
el purgatorio”. Se refería, expresamente, a la manera cómo en el pasado se intentó
representar el purgatorio. Para suscitar compasión por las almas del purgatorio, el pueblo
ideó cuadros “terroríficos” en que se representaban las almas del purgatorio
retorciéndose entre llamas de fuego. Estos cuadros, gracias a Dios, ya son historia.
Hicieron mucho daño, ya que daban una idea del purgatorio como de una “sucursal del
infierno”, o un campo de concentración nazi, como una “cárcel” en la que Dios tenía a
los que todavía le “debían” algo. Gracias a la profundización teológica, basada en la
Biblia y la Tradición, hoy, creemos en el purgatorio como una manifestación de la
misericordia de Dios. Los que están en el purgatorio, sólo pueden estar alabando a Dios
Padre por su bondad, por su misericordia, por su infinita Sabiduría y Providencia.
A veces, el pueblo se refiere a las “pobres almas” del purgatorio. Los pobres somos
nosotros, que todavía estamos luchando para no caer en la tentación. Las almas del
purgatorio son “dichosas”: ya están ciento por ciento seguras de su salvación. Ya están
con el Señor. Por eso no terminan de alabarlo y bendecirlo. El purgatorio no es un
castigo. No es una cárcel. Es un don inapreciable de la misericordia de Dios.

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13. El Infierno

Habría que comenzar por preguntarnos qué concepto tenemos acerca del infierno.
Muchas personas se han quedado con ideas propagadas con antiguas predicaciones en
que se cometió el error fatal de describir el infierno como un lugar de torturas de toda
clase, donde los demonios se divierten asando a los condenados sobre parrillas ardientes.
Nunca la Biblia habla de esa manera del infierno. La presentación que, muchas veces, se
ha hecho del infierno es una especie de ciencia ficción en donde se exhibe, propiamente,
a Dios como alguien terrible, que preparó su lugar de torturas para vengarse de los que
no le hicieron caso.
Para el pueblo sencillo, la predicación acerca del infierno, como un lugar de torturas
con demonios y efectos especiales, no conlleva ningún problema; lo aceptan con
facilidad; se les alborota la fantasía, y terminan por enfilar por una religión de miedo:
cumplen con los mandamientos para no caer en ese espantoso lugar de castigo. Dios
como Padre bueno no les interesa mucho. Lo importante es no ir a parar al infierno.
No sucede así con los intelectuales y con las personas de cierta cultura. Una
presentación tan ridícula del infierno los lleva a burlarse del infierno mismo y a creer que
es un invento de la religión para manipular las almas de los fieles. El famoso escritor
Miguel de Unamuno afirmaba que comenzó a perder la fe a causa de lo que le decían
acerca del infierno. Ciertamente era una presentación terrorífica de la imagen de Dios,
como autor de una cárcel de torturas para sus enemigos.

Lo que no es el infierno

El “Compendio del Catecismo de la Iglesia católica”, enseña: “El infierno consiste


en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado
mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien
únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para la que ha sido creado y a la
que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras: “Aléjense de mí,
malditos, al fuego eterno” (Mt 25, 41), (#1036). Aquí, tres cosas que enseña la Iglesia,
basada en la Biblia y en la tradición: la existencia del infierno; la eternidad del infierno; y
la pena del infierno, que consiste en la separación eterna de Dios para el que muere en
pecado mortal. Nada más. Nada de descripciones detallistas ni de ciencia ficción.
Habría, entonces, que comenzar por decir que Dios no creó el infierno como una
cárcel de torturas para castigar a sus enemigos. El infierno lo crea el mismo hombre
cuando, con la libertad que Dios le concede, determina apartarse definitivamente de

82
Dios. Bien lo explica el teólogo Leonardo Boff, en su libro “La vida más allá de la vida”,
cuando comenta: “El infierno es el endurecimiento de una persona en el mal. Es, por lo
tanto, un estado del ser humano y no un lugar en el cual el pecador es arrojado, donde
hay fuego y demonios con garfios enormes para asar a los condenados sobre parrillas.
Estas imágenes son de mal gusto y reflejan una religiosidad morbosa” (Ediciones Dabar,
México, D.F ,2000).
La gran desviación de muchos fue pretender describir detalladamente el infierno
como un lugar de torturas inimaginables. Lo terrible del caso, es que, en el fondo,
muchas veces, el torturador era el mismo Dios. Así aparece, por ejemplo en el caso del
predicador Martin von Cochem, que decía: “Ahora bien, cuando es el Dios omnipotente
el que sopla sobre el fuego del infierno con su aliento, ¡cuán horrible no será su rabia y
su furor! Pues el aliento de Dios es más fuerte que todos los vientos tempestuosos”.
Seguramente, al oír este sermón, muchos se habrán aterrorizado, pero ¡qué terrible
imagen de Dios habrá quedado en su subconciencia! Ni la Biblia ni el Magisterio de la
Iglesia han proporcionado detalles acerca del infierno, como que fuera un lugar
geográfico o cósmico que pudiera localizarse y describirse detalladamente.

Lo que dijo Jesús

Para nosotros, lo fundamental y decisivo, con respecto al infierno, es lo que dijo


Jesús. Su Palabra para nosotros es revelación de Dios. En el Evangelio, varias veces,
Jesús habla del infierno; lo hace por medio de imágenes literarias, que se estilaban en su
tiempo. El Papa Juan Pablo II, en su catequesis sobre el infierno, comenta: “Las
imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse
correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios en que
llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y
alegría” (Audiencia 28 de junio de 1999).
Recordemos algunas de esas imágenes, que empleó Jesús, para referirse al infierno:
Fuego inextinguible. Jesús afirma que en el juicio final dirá a los impíos:
“Apártense de mí, malditos, al fuego eterno” (Mt 25, 41). Muy lógico lo que explica
Leonardo Boff: “El fuego del infierno, del que hablan las Escrituras, no es un fuego
físico. Éste no podría actuar sobre el espíritu. Solamente una figura, tal vez una de las
más expresivas para darnos una idea de la absoluta frustración del ser humano lejos de
Dios” (o.c. pag. 96).
Llanto y crujir de dientes (Mt 8, 12). El ser humano cruje los dientes cuando siente
odio, rebeldía, desesperación. El llanto y el crujir de dientes del condenado expresan su
odio e impotencia.

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Tinieblas exteriores (Mt 8, 12). En una parábola de Jesús, las vírgenes “necias”, no
logran ingresar en la luminosa fiesta de un banquete de bodas porque se les apagó su
lámpara por haberse dormido. La luz es símbolo de gozo, de presencia de Dios. La
oscuridad es símbolo de las fuerzas del mal, que infunden miedo, terror. El infierno es la
ausencia de la luminosidad de Dios, de donde viene la bendición.
Gusano que no muere: La conciencia del que ha rechazado la misericordia de Dios
es como un gusano que lo corroe, le impide la paz, que viene de Dios.
Todas estas imágenes vienen a convergir en lo mismo: en lo que el Apocalipsis llama
“La muerte segunda” (Ap 2,11. 20,6). La muerte definitiva del que ha cortado su
relación con Dios y está perpetuamente en pecado “mortal”. San Pedro (1P 3, 19), a su
vez, describe el infierno como una “cárcel”, en donde el condenado se encuentra en el
encierro de su propio odio e impiedad, que él mismo se ha creado. Bien decía el Papa
Juan Pablo II: “Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con
los bienaventurados, es lo que se designa con la palabra infierno”… “Por eso – añadía
Juan Pablo II – la condenación no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su
amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado”
(Catequesis, junio, 1999).

Lo que enseña el Magisterio

Si quisiéramos hacer la síntesis de lo que a través de los siglos ha enseñado el


Magisterio de la Iglesia, nos encontraríamos con que hay poquísimos datos. Se expone
sin detalles minuciosos lo esencial de la revelación, que podemos encontrar resumido en
el Catecismo de la Iglesia católica. Los puntos esenciales son los siguientes:

1. El infierno es un estado de autoexclusión definitiva de la comunión de vida y amor con


Dios y los bienaventurados, consecuente a una muerte en pecado mortal y sin
acogerse al amor misericordioso de Dios.
2. Jesús habló reiteradamente de la negación del amor y del socorro a los pequeños de la
vida como causa de separación de Él.
3. Jesús expresó con diversas imágenes la perdición eterna de quienes se nieguen, hasta
el final, a creer y a convertirse.
4. La existencia y la eternidad de las penas del infierno (principalmente consistentes en la
separación definitiva de Dios en quien consiste toda la felicidad) han sido
reiteradamente afirmadas por el Magisterio solemne de la Iglesia.

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5. El infierno es una permanente llamada a la responsabilidad en el uso de la libertad, así
como una apremiante urgencia a la conversión del pecado mientras dura la vida, ya
que Dios no predestina a nadie a esa separación definitiva (Diccionario del Catecismo
de la Iglesia Católica. BAC, Madrid, 1995).

Inquietante pregunta

Son muchísimos los que se preguntan: ¿Cómo se puede conciliar la bondad de Dios
con la condenación eterna de un individuo? ¿No es una contradicción: un Jesús que salva
y un Jesús que condena? No es fácil una respuesta, que pueda satisfacer a todos. Son
muchas las teorías de los teólogos y de los pensadores. La Iglesia nos contesta
sencillamente por medio del “Compendio del Catecismo de la Iglesia católica”, cuando
dice: “Dios quiere que todos lleguen a la conversión (2P 3, 9), pero habiendo creado al
hombre libre y responsable, respeta sus decisiones. Por tanto, es el hombre mismo, quien
con plena autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios, si en el
momento de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor
misericordioso de Dios”.
Es impactante el caso de Judas. Durante la Ultima Cena, el Señor le habla
directamente a Judas en clave para que comprenda que él ya sabe todo lo de la traición.
Hay que hacer constar que es Dios mismo que le habla. Pero Judas cada vez cierra más
su corazón. Hasta que hay un momento en que Jesús mismo le dice: “Lo que vas a
hacer, hazlo pronto” (Jn 13, 27). Ya no había nada más que hacer. Con gran dolor Jesús
dijo: “Más le valdría no haber nacido” (Mt 26, 24). San Juan da otro dato escalofriante;
cuenta que con el pan le entró el demonio en el corazón a Judas (Jn 13, 27),y que salió
precipitadamente del cenáculo.
Entre Jesús y Satanás, Judas se doblegó ante Satanás. Judas, había escuchado el
Evangelio de Jesús, había visto sus milagros, había sido seleccionado como apóstol por
Jesús. Sin embargo, en su libertad, optó por lo que Satanás ponía en su corazón. Dios no
nos hizo autómatas para manejarnos a su antojo. Nos hizo libres, como expresión de su
amor incondicional.
La reacción de Judas se repite, muchas veces, en muchas personas. Recuerdo el
caso de alguien a quien balearon. Lo último que le pidió a uno de sus hermanos, con un
hilo de voz, antes de morir, fue que mataran a los que lo habían asesinado. Uno, a veces,
cree que porque alguien está a punto de morir, le llega, automáticamente, la conversión.
No es así. Muchos mueren maldiciendo a Dios y a los demás. Es el misterio tremendo de
la libertad humana. Por eso muy bien afirman los teólogos que no es Jesús el que
condena, sino que es el hombre mismo el que se autocondena, al cerrarse a la
misericordia de Dios, que, como a Judas, le ofrece la oportunidad de rehabilitarse y ser

85
perdonado.
Por otra parte, es Jesús mismo quien habló del infierno y de su eternidad. Nunca
nos va a pasar por la mente que Jesús sea la misericordia infinita y, al mismo tiempo, un
inclemente juez que condena al infierno a sus enemigos. Cuando santa Teresa del Niño
Jesús, pensaba en este problema tan inquietante, llegaba la conclusión de que en el
infierno no estaba ninguno que no tuviera que estar allí.

Llamada a la conversión

Cuando Jesús habla del infierno, de ninguna manera pretende buscar la conversión a
base de miedo. Dice Juan Pablo II : “El pensamiento del infierno -y mucho menos la
utilización impropia de las imágenes bíblicas- no debe crear psicosis o angustia; pero
representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que
Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace
invocar: Abba, Padre” (Catequesis, junio, 1999).
La pedagogía de Jesús es preventiva. Con amor nos previene acerca de cómo el
corazón humano se puede petrificar por el pecado y optar por su alejamiento definitivo
de Dios. Los evangelistas, que recogieron la revelación de Jesús con respecto al infierno,
tampoco intentan provocar miedo. Únicamente, como aprendieron de Jesús, invitan a la
vigilancia, para no dejarse dominar por el mal, que endurece el corazón.
Ni a Pablo ni a Pedro se les ocurrió pensar en su condenación. Todo lo contrario:
anhelaban su encuentro con el Señor, que les había prometido una corona de gloria. Los
primeros cristianos con ilusión cantaban: “Ven, Señor Jesús”. De ninguna manera temían
su encuentro con el Señor, que los podría enviar al infierno. Todo lo contrario: pensaban
en la morada definitiva, que el Señor les aseguró que les iba a preparar.
San Agustín escribió: “Una cosa es temer a Dios para que no te envíe al infierno y
otra temerlo para que no se aleje de ti. El primer temor, que te lleva a evitar el no ser
condenado al infierno junto con el diablo, no es todavía un amor casto; en efecto, no
proviene del amor de Dios, sino del temor al castigo. Pero cuando amas al Señor para
que no se aparte de ti, entonces, lo abrazas y anhelas gozar de él” (Comentario a la 1Jn
9, 5).
El escritor Fermín María escribió que si no fuera por el infierno muchos caminarían
en cuatro patas. Sin lugar a dudas, la predicación acerca del infierno nos despierta y nos
hace caer en la cuenta de que hay un abismo en el que nos podemos precipitar, si nos
dejamos arrastrar por el pecado. Bien decía David en su salmo 73: “Yo era un necio que
no entendía; ¡era ante ti como una bestia!”. Hay momentos en que nos
“bestializamos”. Ya que el amor de Dios no cuenta en ese momento para nosotros, por lo

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menos que el pensamiento del infierno sirva para despertarnos y no caminar en cuatro
patas.
El pensamiento de san Agustín es muy claro: Dios no quiere que le tengamos miedo
porque puede enviarnos al infierno. Dios quiere que pensemos en su amor, en su muerte
redentora, en el bello proyecto de amor con que nos envió al mundo. “Donde hay amor,
no hay temor”, decía san Juan. Él había recostado su cabeza en el pecho del Señor.
Nunca en el Evangelio de san Juan se intenta infundir miedo. Todo lo contrario: nos dice
cuál es la finalidad de su Evangelio, cuando afirma: “Estas cosas se escribieron para que
ustedes crean que Jesús es el Mesías el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida
por medio de él” (Jn 20, 31).
Todavía hay muchas personas, que, al pensar en el infierno, más que basarse en la
revelación de la Biblia, se dejan llevar por las fantasías del poeta Dante, que describió,
terroríficamente, el infierno en su obra “La Divina Comedia”. La Biblia, someramente,
nos proporciona unas imágenes acerca del infierno para que recordemos que, como hijos
de la luz, debemos pensar siempre en “las cosas de arriba”, donde Dios nos espera para
decirnos: “Benditos de mi Padre, pasen, reciban el reino que está preparado para
ustedes desde que Dios hizo el mundo” (Mt 25, 34).
Muy bien dice san Pablo que, cuando somos guiados por el Espíritus Santo, somos
liberados del espíritu de esclavitud y recibimos el espíritu de hijos de Dios, que se dirigen
a Dios, llamándolo simplemente: “Papá” (Rm 8,15). La gran pregunta para cada uno de
nosotros debería ser: cuando pienso en el más allá, ¿en qué pienso? Si todavía tengo
espíritu de esclavo, seguramente, temeré caer en el infierno. Si tengo espíritu de hijo, con
toda naturalidad, diré con san Pablo: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1, 23). Lo
normal en un cristiano es pensar que Jesús cumplirá la promesa de entregarle una morada
que le ha ido a preparar en la Casa del Padre.
Sintéticamente, el teólogo Daniel Patrick Huang,sj, resume la importancia de la
doctrina del infierno para nuestra vida espiritual, cuando escribe: “En este contexto, la
doctrina de la Iglesia sobre el infierno es sin duda muy importante, porque el hecho de
creer en el infierno es la afirmación más radical del credo cristiano en la libertad humana
y del respeto por ésta. En realidad, el infierno es la confirmación eterna de Dios a la libre
elección de los seres humanos para vivir en aislamiento. Creer en el infierno significa
creer que la libertad humana es un don tan imponente y poderoso que, si lo utiliza mal
una persona, puede decidir de forma irrevocable su autoexclusión de la relación donadora
de vida con Dios y con los demás seres humanos. En nuestra cultura superficial de
posesión y consumo de bienes materiales, el infierno nos enseña que tenemos un alma y
que podemos perderla. En nuestra cultura dominada por el relativismo moral, el infierno
nos recuerda que con nuestra libertad, con nuestras elecciones de vida, tenemos el
terrible poder de destruirnos a nosotros mismos, de pervertir nuestra humanidad más
profunda, de perder nuestra alma”.

87
Muy inspiradoras y profundas también son las palabras del Papa Benedicto XVI,
cuando escribe: “Para los santos “el infierno” no es tanto una amenaza que hay hacer a
los demás, como más bien, un reto hacia nosotros mismos. Es el reto de sufrir en la
noche oscura de la fe, de vivir la comunión con Cristo en solidaridad con su descenso a
la noche. Nos acercamos al resplandor del Señor al compartir con Él la oscuridad”.

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14. El Cielo

¿Cómo nos imaginamos el cielo? Yo procuro no imaginármelo; las veces que lo he


intentado, me ha salido un cielo muy de barro, muy carnal, muy humano. Ni a mí mismo
me gusta. Prefiero atenerme a lo que Dios nos revela por medio de san Pablo; el santo
apóstol fue arrebatado al tercer cielo y se le concedió la gracia de experimentar algo del
cielo. Lo único que Pablo se atrevió a decir fue: “Ni ojo vio, ni oído escuchó, ni el
hombre imaginó lo que Dios tiene preparado para los que lo aman” (1Co 2, 9). Yo me
quedo más tranquilo con lo que Dios mismo ha preparado para nosotros en el cielo, que
con lo que nosotros podemos fantasear acerca de lo que puede ser el cielo. Por otro lado,
cuando leo las elucubraciones, tan elaboradas, de algunos teólogos sobre el cielo, me
dejan frío: no me gusta para nada ese cielo intelectual que presentan; me parece un cielo
de cemento armado. Muy frío. Poco espiritual.
El pensador Berthrand Russel decía que le aterrorizaba pensar en una “vida eterna”.
Seguramente entendía la eternidad en términos matemáticos. Cuando los humanos nos
ponemos a imaginar el cielo, caemos en el error de los saduceos que, para poner en
ridículo a Jesús delante de todos, en lo que respecta a la resurrección de los muertos, le
plantearon un caso raro y, hasta chistoso.
Según la ley judía de ese tiempo, si un hombre moría sin dejar descendencia, su
hermano tenía que casarse con la viuda para darle hijos. En el caso, que presentan los
fariseos, murió el primero de siete hermanos sin dejar descendencia, su hermano tuvo
que casarse con la viuda. También murió el otro hermano sin dejar descendencia. El
siguiente hermano también tuvo que casarse con la viuda. Y así sucedió con los siete
hermanos de la misma familia. La pregunta que le hicieron, con malicia, a Jesús fue:
“¿De quién de todos esos hermanos será esposa la viuda, cuando resuciten?” Los
saduceos creían que habían hecho caer a Jesús en la trampa. Pero no sabían con quién
se estaban metiendo. Jesús les contestó: “Ustedes están equivocados porque no conocen
las Escrituras ni el poder de Dios. Cuando los hombres resuciten, los hombres y las
mujeres no se casarán, pues serán como los ángeles que están en el cielo” (Mc 12,20).
El gran error de los saduceos, fue fabricarse un cielo “a su manera”. Les salió ridículo.
Lo mismo nos sucede a nosotros. Cuando intentamos fabricarnos un cielo a nuestra
manera, nos resulta tan inconsecuente, que no nos gusta ni a nosotros mismos.
Jesús les hizo ver a los saduceos que por ignorar las Escrituras, estaban haciendo el
ridículo delante de todos. Así es. El cielo es una “revelación de Dios”. Y en la revelación
bíblica no se nos proporcionan detalles acerca del cielo. Únicamente se nos anima a
poner toda nuestra confianza en Dios, que ha pensado en lo más grande para sus hijos en
la eternidad dichosa. Por eso, más que a los pensadores profanos y a los fríos teólogos,
prefiero oír hablar del cielo a los místicos y a los santos. Ellos nos hablan basados en su
fe ardiente en la Palabra de Dios; nos comparten con humildad sus experiencias

89
espirituales y sus anhelos. Con emoción, san Bernardo decía: “¿Quieren saber qué hay
en el cielo? Pues allá no hay nada que nos desagrade, y existe todo lo que nos hará gozar
y ser plenamente felices”.

Estar con Cristo

El “Diccionario del Catecismo de la Iglesia católica”, muy someramente, nos da esta


definición del cielo:

1. Vida perfecta con Dios. Estado definitivo de felicidad.


2. Comunión de vida y amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen, con los ángeles y
los santos.
3. Jesucristo nos “abrió” el cielo con su muerte y resurrección .
4. El cielo es “estar con Cristo” y vivir en Él con plena identidad.
5. Van al cielo quienes mueren en gracia y están perfectamente purificados.

“Estar con Cristo” es la expresión que empleó san Pablo, cuando presentía que ya
había concluido su carrera en la tierra. Pablo dijo: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp
1, 23). A los apóstoles, en la Ultima Cena, Jesús les prometió: “Los tomaré conmigo,
para que donde yo esté también estén ustedes” (Jn 14, 3). Al buen ladrón, Jesús le
aseguró: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” .También en la Ultima Cena, Jesús les
reveló a sus apóstoles que en la casa del Padre había muchas moradas. Que se
adelantaba para prepararles una morada, y que, luego, volvería para llevarlos con él (Jn
14, 2-3). Esta promesa de Jesús es de lo más consolador que podamos encontrar con
respecto al cielo, revelado como “un morar con Cristo”. Eso basta y sobra. Lo demás
son fantasías, muchas veces, tontas y muy carnales.

Cara a cara

Pablo subraya la diferencia entre el conocimiento por la fe y la visión “cara a cara”


de Dios. Escribe san Pablo: “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos
cara a cara” (1Co 13, 12). Se trata de un conocimiento perfecto, semejante al
conocimiento que es propio de Dios”. La visión de Dios obra una transformación plena

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del alma. Es lo que dice san Juan: “Cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque lo veremos tal cual es” (1Jn 3, 2).
Cuando Moisés aprendió a tener más intimidad con Dios, le rogó: “Quiero ver tu
rostro”. El Señor le contestó que por el momento era imposible, porque era humano.
Pero le prometió que le concedería verlo “de espaldas”. La Biblia recuerda que Moisés
vio de espaldas a Dios, es decir, que tuvo una profunda experiencia espiritual. “A Dios
nadie lo ha visto” (Jn 1, 18), afirma la Biblia. Los santos han tenido visiones, sueños-
visiones; como Moisés, han visto “de espaldas” a Dios. Esto lo explica san Pablo, cuando
afirma: “Ahora vemos de manera indirecta, como en un espejo, y borrosamente; pero
un día veremos cara a cara. Mi conocimiento es ahora imperfecto, pero un día
conoceré a Dios como él me ha conocido siempre a mi” (1Co 13, 12). Eso es el cielo,
según san Pablo, el “ver cara a cara a Dios”, el “conocer a Dios, como él nos conoce”.
Ya no lo veremos “de espaldas”, sino cara a cara.
San Felipe Neri tuvo una experiencia de la bondad de Dios, inmediatamente
comenzó a elevarse en éxtasis. Fray Gil, discípulo de san Francisco de Asís, cuando oía
hablar del paraíso, también él se elevaba del suelo en éxtasis. Estos santos tuvieron el
privilegio de ver “de espaldas” a Dios. La promesa para nosotros es que lo veremos, no
“de espaldas”, sino cara a cara, como dice san Pablo.

Morada eterna

Jesús habló de “muchas moradas” en la casa del Padre (Jn 14, 2-4). Morada es
lugar de una permanencia constante. No es lugar de paso. Nadie conoce cómo se llega al
cielo. Nadie tiene la dirección exacta, ni conoce la manera de ir al cielo. En la mitología
antigua, se hablaba de Caronte, el misterioso personaje que ayudaba a los difuntos a
pasar en su barca hacia el más allá. Jesús se adelantó a decirles a los apóstoles que él
mismo vendría para llevarlos a su morada eterna. Nosotros no conocemos el camino ni la
manera de pasar esa frontera hacia la eternidad. Nos consuela que Jesús mismo ha
prometido venir a llevarnos. Dijo Jesús: “Después de irme para prepararles un lugar,
vendré otra vez para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en
donde yo voy a estar” (Jn 14, 3). Eso es el cielo, a la luz de la revelación: una morada
eterna, donde moraremos eternamente con Jesús.
Teniendo como punto de referencia esta morada, san Pablo nos recuerda: “Nosotros
somos como una casa terrenal, como una tienda de campaña no permanente; pero
sabemos que si esta tienda se destruye, Dios nos tiene preparada en el cielo una casa
eterna, que no ha sido hecha por manos humanas. Por eso suspiramos mientras
vivimos en esta casa actual, pues quisiéramos mudarnos ya a nuestra casa celestial ”
(2Co 5, 1-2).

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El pensamiento de la casa “provisional”, que ahora tenemos, se contrapone a la
“casa eterna”, que Dios nos entregará para vivir siempre en su presencia. Esto resalta el
pensamiento de que somos peregrinos que estamos de paso. Nuestra morada definitiva
no es como en las que habitamos. Cualquier temblor las puede derrumbar. La casa de
Dios no ha sido edificada por manos humanas, sino por la mano de Dios. Aquí está la
diferencia.
Se ha dicho que nadie construye su casa sobre un puente. El puente es sólo para
pasar a otra parte. La vida para nosotros es como un puente. No podemos construir aquí
una casa eterna. Esa casa sólo la puede fabricar Dios. Jesús nos aseguró que esa morada
ya está reservada para nosotros. Lo más consolador es que Jesús mismo nos promete
que él mismo vendrá para llevarnos a esa morada eterna, que nos tiene preparada.

Las experiencias de Juan, Pedro y Pablo

A san Juan se le concedió tener una visión del cielo; su experiencia la dejó san Juan
consignada en el capítulo 21 del Apocalipsis. La visión de san Juan es distinta de las de
los demás santos. Los santos, por medio de sus visiones, vieron a Dios “de espaldas”.
Las visiones de Juan no fueron simples revelaciones privadas, sino revelaciones para toda
la humanidad. Cuando san Juan quiso compartir lo que le había sido revelado acerca del
cielo, tuvo que valerse de las imágenes, que se estilaban en su tiempo, para hablar de las
cosas de Dios. Sería un craso error, tomar al pie de la letra las descripciones que hace
san Juan del cielo. No hay que quedarse enredados en el género literario, que emplea san
Juan. Más bien hay que apropiarse con fe el mensaje teológico, sin pretender haber
encontrado una descripción detallada del cielo.
San Juan presenta el cielo con forma cúbica. En tiempo de san Juan el cubo era la
forma perfecta. San Juan de esta manera, contrapone la imperfección en que vivimos
aquí en la tierra, con la perfección de Dios de la que se gozará en el cielo. Dice san Juan
que en el cielo no habrá sol ni luna, pues, teniendo a Jesús, salen sobrando todas las
demás luminarias.
También afirma san Juan que no habrá en el cielo templos, ya que todo el cielo será
un solo templo de alabanza a Dios. El templo es el lugar en donde se reúne la asamblea
para oír a Dios y para hablar con Dios. El cielo será un solo templo para alabar y
bendecir a Dios perpetuamente.
Lo más bello y consolador del cielo, que san Juan afirma, lo hace en una forma
negativa. Lo que no habrá en el cielo. Escribe san Juan: “Dios mismo estará con ellos,
secará todas las lágrimas .Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor” (Ap 21,
4). Es lo más positivo acerca del cielo, que revela el Señor por medio de san Juan: no

92
habrá todo aquello que nos corta el gozo, que nos trae angustia, tribulación. Habrá
desaparecido el terrible fantasma de la muerte, que nos acecha en cada esquina y que nos
priva de nuestros seres más queridos. Se terminará para siempre el dolor, el sufrimiento,
que nos causa angustia, desesperación. Al referirse al cielo, decía san Agustín: “Habrá
todo lo que quieran. Sólo no habrá lo que no quieran”.
A Pedro como a Juan y Santiago, les concedió el Señor tener una experiencia del
cielo en el Monte Tabor. Miraron a Jesús transfigurado, escucharon muy clara la voz de
Dios, y vieron a Moisés y Elías, que platicaban con el Señor. Lo único que se le ocurrió
decir, en ese instante, a Pedro, fue: “¡Qué bien que estemos aquí! Vamos a hacer tres
tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (Lc 9, 33).
Más tarde, en tiempo de persecución, cuando muchos se estaban desanimando,
Pedro los reanimó, diciéndoles: “Nosotros esperamos cielos nuevos y tierra nueva, que
Dios ha prometido, en los cuales todo será justo y bueno” (2P 3, 13). Pedro, también,
con mucho aplomo, recalcó: “Nos ha hecho nacer de nuevo por la resurrección de
Jesucristo. Esto nos da una viva esperanza, y hará que ustedes reciban la herencia que
Dios les tiene preparada en el cielo, la cual no puede destruirse ni mancharse ni
marchitarse” (1P 2, 3-4).
San Pablo tuvo el privilegio de ser arrebatado hasta el tercer cielo.
Momentáneamente, tuvo alguna fuerte experiencia de lo que es el cielo. Lo único que
Pablo pudo comentar fue: “Ni ojo vio, ni oído escuchó, ni hombre imaginó lo que Dios
tiene preparado para los que lo aman” (1Co 2, 9). Pablo se sintió impotente para decir
otra cosa acerca de lo que había visto. El mismo Pablo, para animar a los que pasaban
por momentos críticos en la vida de la Iglesia, dijo: “Considero que los sufrimientos de
la vida presente no son nada si los comparamos con la gloria que habremos de ver
después” (Rm 8,18). También decía san Pablo: “Una leve tribulación de poco tiempo
nos produce una gloria eterna que no tiene medida” (2Co 4, 17).

Los santos

Para los santos, el pensamiento del cielo era algo esencial en sus vidas. Hablaban
continuamente del cielo. Se veía que lo esperaban con mucha ilusión. En sus momentos
de crisis, el pensamiento del cielo los fortalecía. Recordemos algunos ejemplos, que nos
pueden animar a nosotros a vivir como ellos con la mirada fija en el cielo.
Cuando llevaban al martirio a san Ignacio de Antioquía, el santo le dijo al verdugo:
“Apresúrate; quiero pronto estar con Jesús”. Cuando a san Juan Bosco, alguien lo veía
agotado por el trabajo, le decía: “Don Bosco, descanse un poco”.El santo respondía:
“Descansaremos en el paraíso”. En noches estrelladas, se veía a san Ignacio de Loyola

93
en una terraza, diciendo: “¡Qué deleznable me parece la tierra, cuando contemplo el
cielo”. San Pedro, a los cristianos perseguidos les animaba asegurándoles que les
esperaban “cielos nuevos y tierra nueva”, donde todo era perfecto. San Felipe Neri iba
por las calles de Roma, y lanzaba al aire su sombrero, gritando: “¡Cielo, cielo!”
Algunos, desde su óptica carnal, critican severamente que los cristianos hablemos
con mucha ilusión del cielo. Hasta han llegado a sostener que el pensamiento del cielo,
nos lleva a evadirnos de nuestro compromiso con el mundo conflictivo en el que nos toca
vivir. Esta acusación, cae por su propio peso, cuando se contempla la vida de los santos.
Todos ellos están totalmente inmersos en su compromiso con sus hermanos. Son
personas muy comprometidas con la necesidad del prójimo. No son personas de
discursos “populistas”, que, emocionan, pero que desilusionan, cuando se constata que
los oradores son “socialistas, pero de escritorio o de cafetería”. Muchas palabras, pero no
se les ve como “buenos samaritanos”, que se bajen de su cabalgadura para auxiliar al
caído a la vera del camino.
Los santos no están con la cabeza en el cielo. Tienen los pies bien plantados en la
tierra: son los grandes profetas, que se sienten como centinelas, que Jesús ha dejado para
salvar a sus hermanos. Están siempre en sus almenas, no para evadir su realidad, sino
para rezar y recibir la fuerza para bajar constantemente a auxiliar a sus hermanos.
Un cristiano auténtico es un santo. Un consagrado a la obra de Dios. No puede
dejar caer la brasa caliente, que Jesús le puso en la mano. La parábola de los talentos,
nos cuestiona constantemente a los cristianos. El Señor, nos pedirá el doble de lo que nos
ha dado. Eso nos impide vivir con la cabeza entre las nubes. Nos lleva a ser buenos
samaritanos, a bajarnos de nuestra cabalgadura de comodidad para auxiliar a los caídos a
la vera del camino. La vida de los grandes cristianos es un mentís contra los que dicen
que el pensamiento del cielo aleja a los cristianos de sus compromisos aquí en la tierra.
Un cristiano, que evade su compromiso con el prójimo, es un cristiano que ha enterrado
su talento. No tendrá parte en la gloria que Dios ha prometido solamente al siervo fiel a
quien cuando lo llame, lo va encontrar con la túnica ceñida, es decir, en actitud de
servicio al prójimo.

Túnica limpia

En una de sus visiones del Apocalipsis, san Juan vio a los bienaventurados del cielo
como una multitud de todas las naciones y lenguas. San Juan decía que esa multitud era
incontable. También san Juan recuerda que vio a los bienaventurados con túnicas blancas
y con palmas en las manos, alabando a Dios. Alguien preguntó que quiénes eran. Se le
contestó: “Son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado sus túnicas y
las han blanqueado en la sangre del Cordero” (Ap 7, 14).

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En la revelación bíblica se hace constar que al cielo podrán ingresar de todas las
naciones y lenguas. Bien interpretó esta revelación el teólogo Karl Ranher, cuando
propuso la tesis de que algunos hombres, que no están bautizados y que no manifiestan
devoción o ni siquiera conocimiento alguno del cristianismo, son, de alguna manera,
cristianos anónimos. Dado que todos los hombres, por su naturaleza, están ordenados a
Dios y son capaces de sentir la gracia santificante que actúa en ellos, quienes aceptan esa
gracia en el orden existencial expresan un deseo implícito de incorporación a Cristo y a su
Iglesia. Puesto que viven como justos y según su propia conciencia, son, de hecho,
cristianos y, por ello, están redimidos.
Dice Santo Tomás de Aquino que el que no conoce la religión verdadera sin culpa
suya, pero ha procurado vivir conforme a su conciencia, haciendo el bien y evitando el
mal, según sus alcances, hay que creer certísimamente que Dios buscará el modo de
iluminarle antes de morir para que pueda salvarse. Dice el Concilio Vaticano II: “Los que
inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero se esfuerzan en
cumplir con su conciencia pueden conseguir la salvación eterna”. La Divina Providencia
no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa suya ignoran el
conocimiento expreso de Dios, y se esfuerzan en llevar una vida recta.
Mahometanos, budistas, hindúes, católicos, protestantes, etc. Ingresarán todos los
que tengan la “túnica blanca”. Los que tengan su corazón limpio delante de Dios. Esos
serán los auténticos cristianos, aunque tal vez, nunca se les haya llamado con ese
nombre. La Carta a los Romanos lo declara, cuando apunta: “Pero cuando los paganos
hacen por naturaleza lo que la ley manda, ellos mismos son su propia ley, pues
muestran por su conducta que llevan la ley escrita en el corazón” (Rm 2, 14-15). Es
muy significativa la imagen, que emplea san Juan en el Apocalipsis, cuando declara que
al cielo se ingresa por cuatro puertas: por los cuatro puntos cardinales. Es decir, de toda
lengua, raza y nación. En el cielo, hay una morada preparada por Dios para todo el que
ha vivido en la verdad, que es el mismo Dios.
Todos anhelamos ingresar, un día, en el cielo. La invitación es para todos; pero hay
que cumplir con las condiciones que el Señor, previamente, ha señalado. San Pablo nos
indica el camino que debemos seguir; escribe Pablo: “Ya que ustedes han sido
resucitados con Cristo, busquen las cosas del cielo, donde Cristo está sentado a la
derecha de Dios. Piensen en las cosas del cielo, no en las de la tierra” (Col 3, 2-3). De
Moisés dice la Biblia que caminaba “viendo al Invisible” (Hb 11, 27). El cristiano es el
que tiene sus pies bien plantados en la tierra para cumplir la misión, que Dios le ha
encomendado; pero tiene los ojos puestos en el cielo, esperando, un día, “estar con
Cristo”, en la gloria eterna. Como dice san Pablo: “Somos ciudadanos del cielo, y
estamos esperando que del cielo venga el Salvador, el Señor Jesucristo, que cambiará
nuestro cuerpo miserable para que sea como su propio cuerpo glorioso” (Flp 3, 20-21).
Todo esto, el Señor nos lo hace una realidad cada vez que recibimos la Santa
Comunión. Se cumple lo que Jesús prometió: “El que come mi carne y bebe mi sangre,

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tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). En cada comunión, se
nos comunica la “vida eterna”, la vida de Dios. En cada comunión, hecha con las debidas
condiciones, nos estamos preparando para la comunión plena y eterna con Dios en la
patria celestial. Cuando, dichosamente, lleguemos al cielo, nos daremos cuenta de lo que
decía san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestra alma está inquieta hasta que no
descanse en ti”.

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El Fin del Mundo

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15. FIN DEL MUNDO

Hay que comenzar por purificar y quitar todo lo mitológico y terrorífico con que se
ha revestido el tema de la segunda venida del Señor al fin del mundo. Es un tema que ha
servido a algunos predicadores para exhibir sus cualidades teatrales. Pero lo malo del
caso es que han presentado el cuadro de la segunda venida de Jesús, como algo
catastrófico. Escuchándolos, da la impresión de una película de King Kong, que pasa por
la ciudad de Nueva York causando desastres, infundiendo, no miedo, sino pánico. Hay
que recordar, ante todo, que es Jesús el que llega. Es cierto que ya no vuelve como el
desvalido Niño de Belén, sino como el Juez en su gloria. Pero, de ninguna manera, el
Buen Jesús viene convertido en un Nerón o un Hitler.
Muy acertadamente, escribe el teólogo Leonardo Boff: “En el Nuevo Testamento,
las verdades escatológicas de la muerte, el juicio, la venida de Cristo, la resurrección de
los muertos, etc., están descritas en el género literario apocalíptico. Es característico de
este género literario, dentro y fuera de la Biblia, describir el futuro y los acontecimientos
salvíficos en términos de catástrofes cósmicas, de guerras, de hambre, luchas reñidas
entre monstruos, en un peculiar lenguaje esotérico. Es un género cercano a la ficción
científica o al de los superhéroes. En el género apocalíptico se muestra siempre cómo
triunfa el bien, y cómo Dios es Señor de la historia, que destruye sólo con un soplo de su
boca a todos los enemigos del ser humano y de Dios” (“Vida más allá de la Vida”,
Ediciones Dabar, México, 1995).
Jesús, para hablar del fin del mundo, se vale de imágenes literarias, propias del
lenguaje apocalíptico de su tiempo. Dice Jesús: “En aquellos días…el sol se oscurecerá,
la luna no brillará, las estrellas caerán del cielo y las potencias del cielo se
conmoverán” (Mt 13, 24-25). Comenta Leonardo Boff: “No se trata aquí de la
aniquilación del mundo, sino del hecho de que cuando Cristo aparezca, hasta lo que
parece estable y seguro (los fundamentos del mundo) se conmoverá. La luz de la gloria
del Hijo del hombre es tan intensa, que las luces del sol y de la luna pierden su brillo.
Además, la venida de Cristo implicará separación del bien y del mal” (o.c).
San Pablo no resalta las imágenes apocalípticas, al hacer alusión al fin del mundo.
Se refiere, más bien, a la resurrección de los muertos (1Ts 4, 16) y a la transformación
de los vivos (1Co 15). Las imágenes de san Pablo son de optimismo, cuando habla de
cómo resucitaremos con un cuerpo transformado, resucitado.
San Pedro, en su segunda carta, menciona el fuego que consumirá al mundo y a los
impíos, pero se trata del fuego purificador del juicio decisivo de Dios; no es un incendio
cósmico. Y san Pedro no menciona el fuego para infundir terror, sino, todo lo contrario,
afirma Pedro: “Nosotros esperamos, conforme a su promesa, nuevos cielos y nueva
tierra en los que habitará la justicia” (2P 3, 13).

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No es una catástrofe

Jesús no viene para aniquilar el mundo, que él mismo creó y que “vio que era
bueno”. El teólogo Antonio Royo Marín escribe: “La Iglesia católica, fundamentándose
en la revelación divina, ha creído y enseñado siempre que el mundo actual, tal como
Dios lo ha formado y como existe en la realidad, no durará para siempre. Llegará un día -
no sabemos cuándo- en que terminará su constitución actual y sufrirá una honda
transformación, que equivaldría a una especie de nueva creación” (“Teología de la
Salvación”).
El Catecismo para adultos, de la Conferencia de Obispos de Alemania, muy
acertadamente, afirma: “En la Sagrada Escritura no tiene la última palabra el miedo, sino
la esperanza en la recreación del mundo (cf.Mt 19, 28; Hch 3, 21), en el cielo nuevo y
en la tierra nueva. A diferencia de la primera creación, la nueva no es una creación de la
nada. Se basa en la primera, y, así no significa ruptura y fin, sino plenitud y consumación
del mundo. Pues Dios es fiel también a su creación” (BAC, Madrid, 1989).
Jesús llega para purificar a los seres humanos y al mundo. Viene para iniciar algo
nuevo. “Cielos nuevos y tierra nueva”. Lo que todos siempre hemos esperado. No hay,
entonces, lugar para el pánico. No tiene sentido que, en la Eucaristía, le gritemos al
Señor: “Ven, Señor Jesús”, y que, luego, nos pongamos a temblar, pensando que va a
aceptar nuestra invitación.
El gran error de generaciones pasadas fue tomar “al pie de la letra”, las imágenes
apocalípticas, como que fueran una descripción detallada y anticipada de lo que va a
suceder al fin de los tiempos. Hay que tener muy presente que estas imágenes se
recogieron en los evangelios sinópticos y en el Apocalipsis, en tiempos de la persecución
de Nerón y Domiciano, contra los cristianos. La finalidad era consolar y fortalecer a los
cristianos en ese momento crítico que les tocaba vivir. Pero lo cierto también es que los
primeros cristianos, ansiaban la segunda venida del Señor; no la temían ni pensaban en
una catástrofe. Recordaban muy bien las palabras de Jesús: “Cuando vean estas cosas,
levanten la cabeza porque ha llegado su liberación” (Lc 22, 28).

Ninguna fecha exacta

Lo primero que los apóstoles le preguntaron al Señor, cuando les habló del fin del
mundo, fue la fecha exacta en que sucederían estos acontecimientos. La respuesta de

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Jesús fue muy concreta: “Nadie sabe ese día y esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el
Hijo, sino el Padre” (Mc 13, 32). A muchos los ha perturbado que Jesús afirme que no
sabe la fecha exacta del fin del mundo. Santo Tomás de Aquino expone: “Ignorar el día y
la hora significa que no lo dará a conocer, pues, preguntado por los apóstoles, no se lo
quiso revelar”.Lo que Jesús quiere subrayar es que es el secreto de Dios, y que, por lo
tanto, ninguno debe pretender conocer ese secreto.
A través de la historia son muchos los que han pretendido conocer la fecha exacta
del fin del mundo. En Corea, un pastor protestante anunció que el fin del mundo sería el
24 de octubre de 1992.Pero no se contentó con eso. Se atrevió a vender entradas para el
ingreso al cielo. Los periódicos informaron que eran muchísimas las personas que
estaban desprendiéndose de sus posesiones para comprar su respectiva entrada, que era
muy cara.
También los periódicos informaron acerca de otro pastor protestante que el 10 de
noviembre de 1992 se presentó en Ecuador y anunció que era Jesús y que para probarlo
iba a hacer los mismos milagros que había realizado en su primera venida. Más de veinte
mil personas colmaron un estadio para ver a ese Jesús milagroso.
Que aparezca algún chiflado con su discurso exótico, no es nada raro en un mundo
global. Pero que tantísimas personas, que se llaman cristianas y con la Biblia en la mano,
caigan en la red del engaño, sí es sumamente impresionante. Le gente está muy turbada:
quiere a toda costa emociones fuertes; que alguien les hable de cosas exóticas y
desconcertantes. Es por eso que los profetas de mal agüero continúan proliferando y con
facilidad anuncian: “Pasado mañana va a venir el Señor”.
Con motivo del la llegada del año dos mil, superabundaron los falsos profetas, que
se sacaron de la manga la fecha exacta del fin del mundo. Lo nefasto de todo esto es que
estos falsos profetas emplean la Biblia para respaldar las falsedades que van propagando.
El historiador judío, Flavio Josefo, consigna que en tiempos antiguos, apareció un tal
Teudas afirmando que era el Mesías, y que muchos lo siguieron. Es larga la historia de
falsos profetas y de falsos Mesías, que han hecho aparición y que fueron bien recibidos
por tantas personas, que, anhelan algo fuera de serie: que quieren ver a un personaje
extraterrestre que les diga cosas raras, y los llene de temor y expectación. Bien nos había
adelantado san Pablo que llegaría una época en que las personas ya no estarían
hambrientas de la Palabra de Dios, sino de fábulas y cuentos (2Tt 4, 4). En esa época
estamos viviendo.

Estén siempre vigilantes

Una de las indicaciones precisas, que formuló Jesús, cuando le preguntaron acerca

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de la fecha y de las modalidades del fin del mundo fue: “Miren que no los engañe nadie.
Vendrán en mi nombre muchos diciendo: ‘Yo soy’; y a muchos los seducirán. Cuando
oigan hablar de guerras y de rumores de guerra, no se inquieten; porque es necesario
que ocurra, pero todavía no es el fin” (Mc 13, 7-8).También les advirtió Jesús: “Si
alguien les dice: ‘Mira, aquí está el Cristo’, o ‘Mira, allí está’, no se lo crean.
Surgirán falsos mesías y falsos profetas, y harán señales prodigiosas para engañar, si
fuera posible, a los elegidos. Ustedes estén alerta; todo se los he predicho” (Mc 13,
21-23).
Una de las afirmaciones precisas de Jesús fue que el día de la segunda venida, sólo
lo conoce el Padre. Es el secreto de Dios. Por eso impresiona la presunción de sectas,
que, con aplomo, establecen fechas precisas de la venida del Señor. Jesús, más que
darnos fechas exactas acerca de su segunda venida, de su parusía -su segunda venida-,
más bien nos enseñó que debíamos estar siempre vigilantes. Eso no quiere decir con
neurosis o pánico. No. San Pablo nos da la clave con respecto a este asunto, cuando
dice, con respecto a la segunda venida del Señor: “A ustedes, que no viven en las
tinieblas, ese día no tiene por qué sorprenderlos como un ladrón” (1Ts 5, 4). Jesús, al
referirse a lo imprevisto de su segunda venida, anticipó que iba a venir como un ladrón,
es decir, de improviso. Ahora, Pablo nos advierte que para los que vivimos en la luz de
Jesús, no debe ser motivo de miedo, pues no nos sorprenderá. Lo estaremos esperando
con ilusión, pues Jesús para nosotros sólo puede traer cosas buenas. Jesús, como dice la
Carta a los Hebreos, “es el mismo, ayer, hoy y por los siglos” (Hb 13, 8). Es siempre el
mismo misericordioso Jesús, que lo que busca es salvarnos, a pesar de que no somos
dignos de su perdón.
Nuestra Iglesia, por medio del Concilio Vaticano II, nos dio una adecuada y somera
indicación, por medio del documento “Gozo y Esperanza”, en el que nos dice: “Nosotros
ignoramos el tiempo de la consumación de la tierra y de la humanidad y desconocemos la
manera según la cual se transformará el universo. Pasa ciertamente la figura de este
mundo, deformada por el pecado, pero aprendemos que Dios prepara una morada nueva
y una nueva tierra. En ella habita la justicia y su felicidad satisfacerá y superará todos los
deseos de paz que alientan en los corazones los seres humanos. Entonces, una vez
vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado en la
debilidad y la corrupción se revestirá de incorrupción. Permanecerá el amor y su obra, y
será liberada de la servidumbre de la vanidad toda la creación que Dios hizo para el ser
humano” (G.S., 39).

No se turben

Un “mandato” -no consejo-, que el Señor nos dio referente al fin del mundo, fue:

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“Cuando comiencen a suceder estas cosas, anímense y levanten la cabeza porque ha
llegado su liberación” (Lc 21, 28). También dice Jesús: “Cuando oigan hablar de
guerras y revoluciones, no se aterren porque es necesario que sucedan primero estas
cosas, pero el fin no es inmediato” (Lc 21, 9). De ninguna manera Jesús quiere
promover la conversión a base de susto y pánico. Su lenguaje pedagógico nos lleva a
estar vigilantes y confiados en que Jesús viene para beneficiarnos totalmente.
Cuando el terrorismo derrumbó, en breves instantes, las Torres Gemelas de Nueva
York, al poco tiempo, los medios de comunicación comentaban que había aumentado la
venta de Biblias, y que las iglesias se habían llenado. Yo no creo en esas “conversiones”
a base de sustos. Una vez que se recobra la calma, “el perro vuelve a su vómito” (2P 2,
22), como decía san Pedro. Cuando Jesús nos habla con imágenes apocalípticas acerca
del fin del mundo, de su segunda venida, no es para convertirnos a base de miedo, sino
para invitarnos a permanecer vigilantes ante los signos de los tiempos, que él mismo nos
va haciendo a través de la historia.
En el cuadro del “Juicio Universal”, de Miguel Ángel, al mismo tiempo que se
aprecian los ojos de pánico de los impíos, en un ángulo del cuadro, se ve a san
Bartolomé que, con devoción y serenidad le presenta al Señor su piel. El martirio de este
santo consistió en que lentamente le fueron arrancando la piel. Ahora, Bartolomé
presenta a Jesús su piel, no para comprar su salvación por su martirio, sino como prueba
fehaciente de su amor a él. Ésta debe ser nuestra actitud ante Jesús, que viene para
juzgarnos: debemos presentarle el testimonio de nuestra fe, de nuestra confianza en él. Él
es juez justo y nunca deja de tener compasión. No nos va a exigir la santidad de san
Francisco de Asís para poder ingresar en el cielo. Si nos dio cinco talentos, únicamente
nos va a pedir el doble. Si nos dio uno, nos pedirá dos. Por eso, Jesús, cuando habla de
su segunda venida y de los acontecimientos, que la van a acompañar, no nos dice:
“Pónganse a temblar”, sino “Anímense y levanten la cabeza porque ha llegado su
liberación” (Lc 21, 28).
Es muy consolador para los que vivimos en la luz de Jesús lo que muestra el libro
del Apocalipsis. Al fin del mundo los ángeles destructores ya están por iniciar su obra. En
eso, un ángel les grita: “¡No hagan daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles,
mientras no hayamos puesto un sello en la frente de los siervos de nuestro Dios” (Ap 7,
3). El día de nuestro bautismo fuimos sellados como hijos de Dios por el Espíritu Santo.
Mientras ese sello permanezca en nosotros, no hay motivo para temer la parusía – la
segunda venida del Señor –. Los ángeles tienen órdenes de no causarnos daño.
Algo más. Al mismo tiempo que el Señor les anticipa a sus discípulos que los van a
perseguir y torturar, les asegura: “Pero no se perderá ni un cabello de su cabeza” (Lc
21, 18). ¡Fabuloso! En medio de todo lo que pueda suceder, el Señor nos alienta,
asegurándonos que ni un solo cabello nuestro se perderá. Es decir, que estamos en sus
bondadosas manos, y, por lo tanto, el temor no debe invadir nuestro corazón. Tiene
muchísima razón san Pablo, cuando nos hace reflexionar diciéndonos que a los que

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estamos en la luz de Jesús, el fin del mundo nunca nos va a sorprender como un ladrón.

Como el almendro

A las vírgenes invitadas a la fiesta de boda, se les gritó: “Ya viene el esposo, salgan
a su encuentro” (Mt 25, 6). Las vírgenes prudentes, tomaron sus lámparas y salieron al
encuentro del esposo. Mientras tengamos encendida nuestra lámpara de la fe, no seremos
sorprendidos, ni aterrorizados por la segunda venida del Señor. Al contrario, con gozo
iremos al encuentro del Señor al que durante tanto tiempo hemos estado esperando.
En Palestina, al almendro se le tiene como símbolo de la vigilancia: es el primer
árbol que echa flores, anunciando la primavera. El cristiano es un almendro en medio de
la sociedad desorientada. Todos deben verlo como un almendro, que ostenta sus flores
de esperanza, sus frutos del Espíritu Santo. El cristiano es el que con ilusión espera la
segunda venida del Señor, no como algo catastrófico, sino como la meta a la cual debe
llegar el universo para ser perfeccionado en Jesús. Por eso el cristiano, a diario, con el
salmo 129, reza: “Mi alma espera al Señor más que el centinela la aurora”.
“El Catecismo para Adultos”, de la Conferencia episcopal de Alemania, subraya:
“La venida del Señor era para la Iglesia primitiva objeto de esperanza gozosa y de
profundo anhelo. En sus celebraciones litúrgicas, clamaba: “¡Ven, Señor Jesús, ven
pronto!” (Ap 22, 20). En siglos posteriores, el “último día” se consideró, más bien, bajo
el signo del miedo y del temor, como día de ira, de lágrimas y de lamentos.
Evidentemente, no es posible suprimir la tensión entre esperanza y confianza en la vida
eterna, por una parte, y saludable temor ante la posibilidad real de condenación eterna,
por otra”.
En nuestro proceso de conversión, urge que recuperemos el júbilo de la Iglesia
primitiva -que estaba más cerca de la enseñanza de Jesús-, para que, también nosotros,
en la Eucaristía, cuando después de la consagración decimos: “Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús”, lo gritemos con el mismo gozo,
esperanza y convicción que lo hacía la iglesia de los primeros siglos.

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16. El anticristo

El Anticristo es un personaje en torno al cual se han tejido las más impensables


teorías. Hasta se le ha exhibido como un personaje de ciencia ficción. Por eso, al tratar
de enfocar la personalidad del Anticristo, es preciso no dejarse llevar por la fantasía ni
por el resentimiento para no adjudicarle la personalidad del Anticristo a nuestro peor
enemigo en el campo religioso. Eso de “enemigo”, no suena muy bien entre cristianos;
pero la realidad es que, a veces, se considera como enemigo al que no tiene los mismos
principios religiosos que nosotros tenemos.
Las aplicaciones, que se han hecho del Anticristo a los contrarios en asuntos de
religión son una muestra fehaciente de lo que puede hacerse con una religión, que no es
la que enseñó Jesús. Por eso, con relación al Anticristo, lo mejor es atenerse a lo que
consigna la Biblia y lo que nos enseña el Magisterio de nuestra Iglesia, que, en este tema,
es sumamente parco y cauteloso.
Hay que comenzar por decir que el único que en la Biblia emplea el término
“Anticristo” es san Juan, en su primera carta. San Juan comienza afirmando: “Han oído
que va a venir un anticristo, pues bien, muchos anticristos han aparecido” (1Jn 2, 18).
Luego, san Juan nos da, por así decirlo, una definición del Anticristo, cuando explica: “Y
todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios: ese tal es un Anticristo” (1Jn 4,
3). Para san Juan, anticristo es el que combate todo lo que enseña Jesús; el que busca
destruir su obra.
San Pablo, al referirse al Anticristo, lo llama “El hombre impío”, “el hijo de la
perdición”, “el adversario” (2Ts 2, 3.4). Dice Pablo: “La aparición del impío, gracias al
poder de Satanás, irá acompañada de toda clase de señales milagrosas y prodigios .Y
toda su carga de maldad engañará a los que están en vías de perdición, por no haber
amado la verdad que los habría salvado” (2Ts 2, 9-10).
En el capítulo doce del Apocalipsis, san Juan comienza presentando al diablo como
un “dragón rojo” de siete cabezas con sus respectivas coronas, y diez diademas, que
indican que es un individuo superinteligente y superpoderoso. San Juan explica que el
dragón es la misma serpiente antigua — la del Génesis —, también llamado Diablo y
Satanás (Ap 12, 9). Este dragón rojo se va a servir de dos bestias, (dos monstruos de
maldad diabólica) para su ataque final a la humanidad antes del fin del mundo.
En el capítulo trece del Apocalipsis, san Juan anuncia que al fin de los tiempos va
aparecer un Anticristo extraordinario. Para calibrar su maldad demoníaca lo presenta
como una bestia que sale del mar. Es decir, un monstruo de maldad. Hay que tener sumo
cuidado en no dejarse enredar por la abundancia de imágenes literarias y apocalípticas
con las cuales san Juan describe al Anticristo.

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En este capítulo trece, se le muestra, en una visión a San Juan, al gran “dragón
rojo” —Satanás—, que les comunica a dos bestias sus poderes diabólicos, para combatir
a la Iglesia de Dios. De manera especial se resalta la actividad de la bestia que sale del
mar y de la que sale de la tierra. El dragón con estas dos bestias forman, por así decirlo,
una trinidad demoníaca, que pretende impedir el reinado de Dios en el mundo.

Descripción del Anticristo

San Juan describe, apocalípticamente, al Anticristo de la manera siguiente:


“Entonces vi una bestia que salía del mar, tenía diez cuernos y siete cabezas, llevaba
en los cuernos diez diademas y en las cabezas un título blasfemo. La bestia que vi
parecía una pantera con patas de oso y fauces de león. El dragón le confirió su poder,
su trono y gran autoridad. Una de sus cabezas parecía tener un tajo mortal, pero su
herida mortal se había curado. Todo el mundo admirado seguía a la bestia; rindieron
homenaje al dragón por haber dado su autoridad a la bestia, y rindieron homenaje a
la bestia exclamando: ‘¿Quién como la bestia?, ¿quién puede combatir con ella?”.
Dieron a la bestia una boca que profería palabras arrogantes y blasfemias, y se le dio
poder para actuar durante cuarenta y dos meses. Abrió su boca para maldecir a Dios,
insultar su nombre y su morada y a los que habitaban en el cielo. Le permitieron hacer
la guerra a los santos y vencerlos, y se le dio poder contra toda raza, pueblo, lengua y
nación. Le rendirán homenaje todos los habitantes de la tierra, excepto aquellos cuyos
nombres están escritos desde que empezó el mundo en el libro de la vida que tiene el
Cordero degollado” (Ap 13, 1-10).
La primera bestia sale del mar: en el Antiguo Testamento, el mar era el lugar de las
malas presencias, de los poderes del mal. Las diez coronas y los siete cuernos indican el
grandísimo poder, que tiene este ser maléfico, que es descrito con las características de la
pantera, del oso y del león. El dragón -el diablo- le entrega su poder para que pueda
actuar demoníacamente en el mundo. Para San Juan, esta bestia con tanto poder
demoníaco es el imperio romano, que obligaba a todos a rendirles culto a los
emperadores romanos como si fueran dioses. Por eso la bestia aparece llevando en una
de sus cabezas un título blasfemo: el título de Dios.
La cabeza, que parecía tener una herida mortal y que se había recuperado, según
algunos comentaristas, alude a la leyenda acerca del «Nerón resucitado». Nerón había
sido un desequilibrado y terrible perseguidor de los cristianos. También los no cristianos
le temían. Lo aborrecían. La leyenda afirmaba que Nerón no había muerto, sino que
había huido a Partia, y regresaría con los partos para combatir a Roma y retomar el
poder. Esto hacía cundir el pánico entre el pueblo.
Pero, además, de esta leyenda de «Nerón resucitado», esta cabeza que se había

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sanado de la herida mortal, indica el poder maléfico, que a través de los siglos, con
frecuencia, parece que ha sido vencido, pero que vuelve a aparecer con mayor pujanza .
La bestia es un individuo que blasfema contra Dios y las cosas santas. Además, se
le ha concedido poder para vencer a los buenos. Aquí, cuando se habla de «santos», se
hace alusión a los bautizados, los consagrados a Dios. La Biblia los llama «santos». No
se trata de los santos del cielo, sino de los santos de la tierra. A la bestia todo el mundo le
rinde homenaje. Menos los que han sido inscritos en el libro de la vida.

El nombre del Anticristo

Después de detallar las características de la bestia, de este personaje maléfico, con


poderes satánicos, san Juan da el nombre de ese individuo, pero lo hace «en clave». Para
eso se vale del número 666. En la antigüedad, a las letras del alfabeto se les atribuía un
valor numérico. Según San Juan, en este número está encerrado el nombre de la bestia
que sale del mar.
Desde los mismos principios de la Iglesia, se perdió la tradición con respecto a este
nombre misterioso. Es por eso que muchos han propuesto hipótesis acerca de quién
puede ser este personaje diabólico. Algunos comentaristas afirman que, en hebreo, el
valor del número 666 significa: “Nerón-César”. Según otros comentaristas, la cifra 666
indica que la bestia, por más que se haga adorar, se queda tres veces en seis y no logra
llegar al tres veces siete, 777, que es el número de la perfección, el número de Dios. La
bestia tiene mucho poder, pero, auque se haga adorar, sigue siendo un simple poder
humano-demoníaco.
La cifra misteriosa, el 666, ha sido motivo de muchas especulaciones. Muchos han
hecho acrobacias con el valor de los números para referir ese número a su principal
enemigo. Son varios los personajes a quienes se les ha atribuido este nombre demoníaco.
En el ambiente protestante, es común que con fantasiosas disquisiciones, dignas de
ciencia ficción, se le atribuya al Papa este número. Por eso lo presentan como la bestia
del Apocalipsis, como el Anticristo. Cuando se acude a estos recursos para desprestigiar a
los católicos, uno se da cuenta de que los que así proceden ya no razonan con el cerebro,
sino con el hígado rebosante de resentimiento. Los famosos comentaristas protestantes
de la Biblia, que tienen fama internacional por su excelentes comentarios, nunca acuden a
semejante método. Se desprestigiarían a nivel mundial.
Los Padres de la Iglesia, afirmaron con frecuencia que esta bestia que sale del mar y
que tiene poderes maléficos es el mismo Anticristo. La palabra “Anticristo”, sólo se
encuentra en las cartas de San Juan (1Jn 2,18 .4,3. 2Jn 7). Según San Juan, el Anticristo
es el que se opone a Cristo o niega su encarnación, su divinidad. Según San Pablo, en su

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segunda carta a los Tesalonicenses (2,5), el Anticristo es «El hombre del Pecado», que
se presentará con poderes grandísimos y se servirá de ellos para que le adoren y para
apartar a los hombres del Evangelio. La más completa representación del Anticristo se ha
encontrado en la bestia que sale del mar, que san Juan exhibe en su capítulo trece.
Para san Juan, el Anticristo, la bestia, que sale del mar, se encarna en el imperio
romano que quiere que todos adoren al emperador romano, y que persigue a muerte a la
Iglesia de Jesús, en el momento histórico que le toca vivir a Juan. El apóstol san Juan, en
su primera carta, alude a «muchos anticristos», que ya han venido. Muchas veces, en la
historia de la humanidad, aparecen estos anticristos, cuya misión demoníaca es fascinar a
los hombres con grandes prodigios y grandilocuencia para llevarlos por un «camino»
distinto del que propone Jesús en el Evangelio.
Según se colige de la Biblia, en los últimos tiempos aparecerá un Anticristo que
superará a los anteriores en poder y maldad. Es al que san Pablo llama el «Hombre del
Pecado». Muchos lo adorarán y serán extraviados por sus obras grandiosas y su manera
grandilocuente de hablar.

El profeta del Anticristo

A continuación, en la visión de san Juan, se detallan las características de la segunda


bestia, el profeta del Anticristo:
“Vi después otra bestia que salía de la tierra; tenía dos cuernos de cordero, pero
hablaba como un dragón. Ejerce, en su presencia, todo el poder de la primera bestia, y
hace que el mundo entero y todos sus habitantes veneren a la primera bestia, la que tenía
curada su herida mortal. Realizaba grandes señales, incluso hacía bajar fuego del cielo a
la tierra a la vista de la gente. Con las señales, que le concedieron hacer a la vista de la
bestia, extraviaba a los habitantes de la tierra, incitándolos a que hicieran una estatua de
la bestia que había sobrevivido a la herida de la espada. Se le concedió dar vida a la
estatua de la bestia, de modo que la estatua de la bestia pudiera hablar e hiciera dar
muerte al que no venerase la estatua de la bestia. A todos, grandes y pequeños, ricos y
pobres, esclavos y libres, hizo que los marcaran en la mano derecha o en la frente, para
impedir comprar o vender al que no llevase la marca con el nombre de la bestia o la cifra
de su nombre. Aquí del talento: El que tenga inteligencia que calcule el número de la
bestia, pues es número de un hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis”. (Ap 13,
11-18).
Viene, ahora, la descripción que san Juan hace de la segunda bestia, el profeta del
Anticristo. No sale ya del mar, de las fuerzas malignas, sino de la misma tierra, de las
comunidades, posiblemente, cristianas. La segunda bestia se presenta con dos cuernos de

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cordero. Quiere asemejarse a Jesús, que es el Cordero de Dios. Pero la segunda bestia se
reconoce cuando habla, porque su voz es, no como la de Jesús, sino como la del dragón,
el diablo.
A esta segunda bestia se la llama, más adelante, «el falso profeta», porque su misión
es promover el culto a la primera bestia; por eso le levanta una enorme estatua para que
todos la adoren. También, por todos los medios, busca que todos sean marcados con el
sello de la bestia. Los que no estén marcados, serán, automáticamente, marginados en la
sociedad, pues no podrán vender ni comprar.
Jesús ya había advertido acerca de los «falsos profetas»; el Señor nos previno
acerca de que los falsos profetas se presentarán con piel de oveja, pero por dentro serán
lobos rapaces. Aquí, en la visión de san Juan, la segunda bestia, «el falso profeta» se
presenta como un manso cordero, pero es fácil descubrirlo, porque, al hablar, su voz no
es la de un cordero, sino la de un dragón.
San Juan, en su visión apocalíptica, recibió la revelación de Dios acerca del fin
catastrófico que le tocará al Anticristo y a su profeta. Escribe san Juan: “Vi entonces un
ángel de pie en el sol, que dio un grito estentóreo, diciendo a todas las aves que vuelan
por mitad del cielo: ‘Vengan acá, reúnanse para el gran banquete de Dios, comerán carne
de reyes, carne de generales, carne de valientes, carne de caballos y de jinetes, carne de
hombres de toda clase, libres y esclavos, pequeños y grandes’. Vi a la bestia y a los reyes
de la tierra con sus tropas, reunidos para hacer la guerra contra el jinete del caballo y su
ejército. Capturaron a la bestia y con ella al falso profeta, que efectuaba señales a su
vista, extraviando con ellas a los que llevaban la marca de la bestia y veneraban su
estatua. A los dos los echaron vivos en el lago de azufre y de fuego. A los demás los
mató el jinete con la espada, que sale de su boca, y las aves todas se hartaron de su
carne” (Ap 19, 17-21).
San Juan, por anticipado, nos asegura que Jesús viene para vencer definitivamente
los poderes que obstaculizan el reinado de Dios. El Anticristo y su falso profeta van a ser
echados al lago de azufre y fuego. El dragón rojo -el diablo- será también lanzado al lago
de fuego para toda la eternidad. Por la fe, nosotros nos atenemos a lo que nos dijo Jesús:
“Confíen en mí, yo he vencido al mundo”. Dice san Pablo: “Con la manifestación de su
venida, el Señor Jesús aniquilará al inicuo con un soplo de su boca” (2Ts 2, 8).

El cristiano fiel no será engañado

San Pablo, cuando comenta lo referente a la segunda venida de Jesús y la aparición


del Anticristo, les dice a los cristianos de Tesalónica: “Les pedimos que no pierdan la
cabeza ni se alarmen por ciertas profecías, ni por mensajes orales o escritos

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supuestamente nuestros” (2Ts 2, 29).
El cristiano fiel, que está en comunión con Dios, no será sorprendido por los falsos
profetas, porque el Señor, por medio del Espíritu Santo, le concederá discernimiento para
saber descubrir la voz de Dios y la voz del diablo. Por eso, el cristiano permanece atento
a la Palabra de Dios. Si la conoce a fondo, si la vive, rápidamente, sabrá discernir la voz
de Dios de la voz del Satanás, el engañador.
El gran dragón rojo -el diablo- se vale de personas poderosas para su obra de
perdición. El poder de estos falsos profetas fascina y desorienta a muchos. El cristiano
fiel, vigilante, nunca va a ser fascinado por el Anticristo o por su falso profeta, porque el
que es fiel a Cristo sabe discernir inmediatamente la voz de Dios y la de los falsos
profetas. El cristiano fiel, como oveja obediente, está atento a la voz inconfundible de su
pastor, que lo llevará a aguas tranquilas y verdes pastos. Lo conducirá por el sendero
recto (Sal 23).
El cristiano ha sido sellado por el Espíritu Santo (Ef 1,13). Es propiedad de Dios.
De ninguna manera aceptará la «marca» del Anticristo. El cristiano fiel, no sólo no será
seducido por los falsos milagros del Anticristo y su profeta, sino que, además, luchará
para que los hijos de Dios no sean engañados, o para arrancar de las garras del dragón y
de las bestias a los que hayan sido seducidos por el poder demoníaco, que se desatará en
el mundo, de manera especialísima, hacia el final de los tiempos.

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17. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (1)

A los primeros cristianos, que eran perseguidos terriblemente por el imperio romano,
San Pedro los animaba asegurándoles: “Nosotros esperamos cielos nuevos y tierra
nueva, que Dios ha prometido, en los cuales todo será bueno y justo” (2P 3, 13). ¿Qué
quiso decir san Pedro con la expresión “cielos nuevos y tierra nueva? El que mejor nos
puede orientar al respecto es san Juan; en su libro del Apocalipsis expone las revelaciones
que recibió de parte de Dios con respecto a esos “cielos nuevos y tierra nueva”, que
Jesús vendrá a instaurar al final de los tiempos.
En el capítulo veintiuno del Apocalipsis, san Juan comienza afirmando que en su
visión no vio el mar. Dato muy indicativo porque, en el Antiguo Testamento, el mar es el
lugar de las fuerzas demoníacas. Ahora, esas fuerzas del mal ya han sido privadas de su
poder maléfico para siempre. Los hombres ya fueron juzgados; ya ha quedado definida
la historia del mundo: de un lado están los bienaventurados, y del otro, los condenados.
Es, en este momento, cuando Dios quiere mostrar, por adelantado, a los hombres, que
sufren en la tierra, cómo será el lugar que les tiene preparado en la eternidad a los que
salgan vencedores. A esta nueva situación de gozo eterno, Dios mismo, en su revelación
la llama «cielo nuevo y tierra nueva». San Juan nos comparte en este capítulo lo que se
le reveló por medio de una visión. Escribe san Juan: “Luego vi un cielo nuevo y una
tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado y el mar ya no
existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por
Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz
potente que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres;
acamparé entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos será su Dios.
Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor.
Porque lo de antes ha pasado” (Ap 21, 1-4).
En contraste con la gran Babilonia, la ciudad pagana por excelencia -la Roma
imperial-, ahora, se manifiesta la ciudad santa: se la llama la Nueva Jerusalén. En toda la
Biblia, Jerusalén es la ciudad de Dios, la ciudad santa. Ahora la Nueva Jerusalén está
formada por todos los bienaventurados del cielo, los que se han salvado. Esa nueva
Jerusalén se describe como una novia bien arreglada, que «baja» para su boda con el
Cordero, con Jesús. Nuevamente, aquí, se emplea el recurso literario del “matrimonio
místico” para indicar la unión total de Jesús con su Iglesia triunfante, formada por todos
los que se han salvado.
Por primera vez, en el Apocalipsis, se va a escuchar la voz de Dios mismo, que sale
del trono. No se describe a Dios con rostro humano. Solamente se oye su voz que
explica en qué consiste la esencia de la Nueva Jerusalén: la ciudad santa es la morada de
Dios con los hombres. Es el nuevo Tabernáculo. Durante el desierto, el tabernáculo era
el lugar de la manifestación de Dios a su pueblo de Israel. Ahora, Dios está con los que

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se han salvado y que pertenecen no sólo al pueblo de Israel, sino a todo el mundo.
Dios manifiesta que en la Nueva Jerusalén -el cielo- ya no habrá lugar para las
lágrimas, ni para la muerte, el dolor y el llanto. Las lágrimas, el llanto son la expresión del
sufrimiento, que acompaña al ser humano durante su peregrinaje por el mundo. La
muerte es la que, de improviso, llega para robarnos a nuestros seres queridos y nos deja
sumidos en el luto. Todas esas cosas negativas, no existirán en el cielo. Habrá lo
contrario a esas cosas, que tanto nos hicieron sufrir: ahora comienza la nueva existencia
de gozo eterno en la morada de Dios con los hombres.
La voz de Dios continúa ampliando en qué consiste la felicidad en la Nueva
Jerusalén. Dios asegura que calmará la sed de los sedientos, con agua viva. Todo ser
humano es un sediento de eternidad: aquí en la tierra no hay nada que lo pueda saciar
totalmente. Muy bien lo expresó san Agustín, cuando dijo: «Nos hiciste, Señor, para ti, y
nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti». En la Nueva Jerusalén, el ser
humano encontrará respuesta a todos sus cuestionamientos. Quedará totalmente saciado
con el agua viva, que sólo Dios puede proporcionar. Sobre todo, se sentirá, como nunca,
«hijo de Dios», en su «propia casa», hacia la que había peregrinado durante toda su
existencia.
Después de que Dios ha explicado en qué consiste la esencia de la felicidad eterna,
llega un ángel para introducir a Juan, en visión, en la Nueva Jerusalén. Cuando san Juan
quiso compartir con las comunidades cristianas lo que había visto en la visión celestial, se
dio cuenta de que tenía que echar mano de imágenes y figuras literarias para poder
balbucear algo acerca de la ciudad santa que le fue mostrada. Con esa intención, escribió:
“Se acercó uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas
últimas y me habló así: ‘Ven acá, voy a mostrarte a la novia, a la esposa del Cordero’.
Me transportó, en éxtasis, a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén,
que baja del cielo, enviada por Dios trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra
preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas
custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de
Israel. Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas y a occidente tres
puertas. La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de
los Apóstoles del Cordero.
El que me hablaba tenía una vara de medir de oro, para medir la ciudad, las puertas
y la muralla. La planta de la ciudad era cuadrada, igual de ancha que de larga. Midió la
ciudad con la vara y resultaron cuatrocientas cincuenta y seis leguas; la longitud, la
anchura y la altura son iguales. Midió la muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, medida
humana que usan los ángeles. Las piedras de la muralla eran de jaspe y la ciudad de oro
puro, parecido a vidrio claro.
Los pilares de la muralla de la ciudad estaban adornados con toda clase de piedras
preciosas: el primer pilar era de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el

111
cuarto de esmeralda, el quinto de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de topacio,
el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de crisólito, el undécimo de jacinto y
el duodécimo de amatista. Las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas
estaba hecha de una sola perla. La plaza de la ciudad era oro puro como cristal
transparente” (Ap 21, 9-21).
San Juan, al intentar describir la Nueva Jerusalén, que le fue mostrada,
literariamente, la presenta fabricada a base de piedras preciosas. Ve la ciudad con una
monumental muralla. Los muros de la ciudad de Jerusalén son famosos en toda la Biblia.
Los muros de la Nueva Jerusalén ya no son para proteger contra el enemigo -ya no
existe-; ahora indican delimitación: es la ciudad de los bienaventurados. La ciudad santa
tiene doce puertas: en cada una está grabado el nombre de una tribu de Israel. Tiene
también doce pilares: cada uno lleva el nombre de uno de los Apóstoles. Las doce
puertas, número que en el Apocalipsis indica totalidad, señalan que de todas partes del
mundo se puede llegar a la Nueva Jerusalén. Los nombres de las doce tribus de Israel y
los nombres de los doce Apóstoles indican que los que allí habitan pertenecen tanto al
pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, como al nuevo pueblo de Dios en el Nuevo
Testamento. Allí hay lugar para todos los de buena voluntad. Esa ciudad no es para los
de una determinada raza, sino que tiene muchas puertas para poder llegar a ella. La
salvación que Dios ofrece por medio de Jesús es para los hombres de todas las razas y
naciones.
Cuando un ángel con vara de oro mide la Nueva Jerusalén, la encuentra que tiene su
base cuadrada y mide lo mismo de largo que de ancho y alto. Es decir, tiene forma
cúbica. El cubo, en la antigüedad, era considerado como la forma perfecta. La Nueva
Jerusalén es la ciudad perfecta, que Dios ha ideado para sus hijos fieles. Esencialmente,
lo que san Juan quiere dar a entender a las comunidades cristianas es que, humanamente,
es imposible describir la Nueva Jerusalén que le fue mostrada. Lo mismo experimentó
san Pablo cuando tuvo una visión del cielo: terminó por decir: «Ni ojo vio, ni oído
escuchó, ni a nadie se le ocurrió lo que Dios tiene preparado para los que le aman”
(1Co 2, 8).
San Juan va a cerrar su mística descripción de la Nueva Jerusalén -el cielo- con tres
datos muy significativos: San Juan afirma que en su visión del cielo no vio ningún
santuario y que las puertas de esa ciudad no se cierran nunca pues allí no existe la noche.
Además, no puede ingresar nada manchado.
El santuario es un lugar reservado para el culto a Dios. Ahora, en el cielo, no se
necesita ningún lugar reservado para Dios. Todo está inmerso en Dios. La presencia, cara
a cara, de Dios constituye el mismo cielo. Ya no se necesitan templos. En las ciudades
antiguas, las puertas de la ciudad se cerraban por la noche. No disponían de electricidad,
y las tinieblas favorecían el ataque imprevisto del enemigo. Ahora, ya no habrá más sol ni
luna, porque serán eclipsados por el resplandor de Dios. Ya no habrá necesidad de cerrar
las puertas, pues, las tinieblas habrán dejado de existir. Pero Juan no quiere ilusionar

112
vanamente a nadie. Como pastor, que ha aprendido de Jesús a decir las cosas con
claridad, Juan concluye recalcando que «nada manchado» podrá ingresar en la Nueva
Jerusalén, en la ciudad de Dios, en la ciudad santísima.
Mientras el vidente Juan tenía esta visión de la Nueva Jerusalén, se encontraba en la
soledad y la dureza del destierro, en la isla de Patmos. Mientras los cristianos escuchaban
estas revelaciones acerca de la Nueva Jerusalén, la persecución inclemente de Domiciano
los hacía temblar y vivir marginados en la sociedad. Mientras nosotros leemos estas
revelaciones del Apocalipsis, somos peregrinos, que avanzamos por el arduo camino de
nuestro éxodo hacia la patria definitiva. Juan y los primeros cristianos, al meditar en estas
revelaciones acerca de la Nueva Jerusalén, se sentían fortalecidos para continuar dando
testimonio de Jesús en la Babilonia de su tiempo, en la Roma imperial. Nosotros,
mientras vivimos en la Babilonia de nuestro tiempo — la ciudad secularizada —
levantamos nuestra mirada hacia el cielo y recordamos lo que decía san Pablo: “Ni ojo
vio ni oído escuchó, ni nadie imaginó lo que Dios tiene preparado para los que lo aman”
(1Co 2, 8).
En noches estrelladas, a san Ignacio de Loyola le gustaba subir a una terraza. Se
quedaba mirando el firmamento y decía: “¡Qué deleznable me parece la tierra, cuando
contemplo el cielo!” Cuando a san Juan Bosco lo veían muy cansado por la dura labor
apostólica, y le aconsejaban que descansara, él, con sentido muy práctico, contestaba:
«¡Un pedazo de paraíso lo arregla todo!»
La revelación del Apocalipsis acerca de la Nueva Jerusalén nos obliga a levantar los
ojos a Dios y a pensar que nuestro buen Padre, día a día, a través de todos los
acontecimientos, nos va guiando para ingresar, un día, por alguna de las doce puertas de
la ciudad santa. Allí, Dios nos entregará “los cielos nuevos y la tierra nueva”, que nos ha
prometido a los que permanezcamos fieles a su Palabra.

113
18. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (2)

Ya san Juan ha descrito, externamente, cómo vio la Nueva Jerusalén. Ahora, en el


último capítulo del Apocalipsis, va a compartir con las comunidades cristianas lo
propiamente espiritual de la Nueva Jerusalén: la esencia de la visión de Dios. También
aquí, el vidente tiene que valerse las imágenes para poder expresar, en alguna forma, lo
que humanamente no se puede traducir con palabras humanas. Es algo muy
esperanzador lo que san Juan expone: “El ángel del Señor me mostró el río de agua viva,
luciente como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. A mitad de la calle de
la ciudad, a ambos lados del río, crecía un árbol de la vida; da doce cosechas, una cada
mes del año, y las hojas del árbol sirven de medicina para las naciones. Allí no habrá ya
nada maldito. En la ciudad estarán el trono de Dios y el del Cordero, y sus siervos le
prestarán servicio, lo verán cara a cara y llevarán su nombre escrito en la frente. Ya no
habrá más noche, ni necesitarán luz de lámpara o del sol porque el Señor Dios irradiará
luz sobre ellos, y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 1-5).
En el primer libro de la Biblia, el Génesis, aparece un río (Gn 2, 10), que riega todo
el jardín. En el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, se menciona también otro río,
pero con una gran diferencia: el río de la Nueva Jerusalén es un río de «agua viva». El
«agua viva», en el Evangelio de san Juan, significa la vida de Dios, que se le comunica al
hombre. A la mujer samaritana, Jesús le ofrece «agua viva» para la vida eterna (Jn 4,
14). El mismo Jesús afirma: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba... del interior del
que cree en mí brotarán ríos de agua viva” (Jn 7, 38). El mismo San Juan explica que,
en esta oportunidad, Jesús se refería al Espíritu Santo.
Ese «río de agua viva», que se menciona en la Nueva Jerusalén, para muchos de los
Santos Padres es el Espíritu Santo. El texto dice que el río de la Nueva Jerusalén brota
del trono de Dios y del Cordero. Aquí, entonces, está presentada la Santísima Trinidad.
El cielo consiste en gozar de la plenitud de la Santísima Trinidad. En el primer libro de la
Biblia, se habla de un árbol cuyo fruto está prohibido comer, pues ese árbol representa lo
pecaminoso, lo que va contra el plan de Dios. Los primeros seres humanos comieron de
ese fruto y el pecado ingresó en sus corazones y en el mundo para perdición. En el
último libro de la Biblia, también se afirma que hay un árbol, que da frutos cada mes. De
este árbol no se prohíbe comer; todo lo contrario: ese árbol es símbolo del fruto del
Espíritu Santo, que, esencialmente, se manifiesta en amor. De él gozan en plenitud los
bienaventurados del cielo.
A algunos comentaristas les extraña que se afirme que las hojas de este árbol de la
Nueva Jerusalén «sirvan de medicina». Se preguntan: ¿Quién puede estar enfermo en el
cielo? Por eso, varios comentaristas creen que, más que medicina, las hojas de este árbol
son signo de salud: la eterna salud de la que gozan los bienaventurados.

114
Una característica esencial de los santos del cielo, en la Nueva Jerusalén, la
menciona san Juan, cuando afirma que se le reveló que los santos «verán cara a cara a
Dios». Dice san Pablo que Jesús es la “imagen visible del Dios que no vemos” (Col 1,
15). El mismo san Pablo asegura: “Al presente, vemos como en un mal espejo y en
forma confusa, pero entonces será cara a cara” (1Co 13, 12).
Esto nos hace recordar lo que le sucedió a Moisés. La Biblia afirma que Moisés
hablaba cara a cara con Dios, como con un amigo (Ex 33). Ese «cara a cara», aquí,
indica una comunión muy íntima con Dios. Lo cierto es que cuando Moisés le pidió a
Dios ver su rostro, el Señor le respondió que por ser humano no le era posible, pero que
lo vería «de espaldas». Ese ver a Dios «de espaldas», aquí, denota una experiencia
profunda de Dios, que se le concedió a Moisés. Cuando el Apocalipsis afirma que los
santos del cielo ven cara a cara a Dios, está poniendo de relieve lo que los teólogos
llaman la “visión beatífica”. Ya no se ve a Dios como a través de un rudo espejo
humano, ni “de espaldas”: ahora, los santos gozan de la presencia del rostro de Jesús
glorificado, que es la imagen visible de Dios.
Después de haber compartido con las comunidades cristianas estas revelaciones
acerca de la ciudad santa, san Juan procede a comunicar algunas instrucciones, que le
dieron con respecto a la revelación comunicada en visiones: (El ángel) me dijo: ‘Estas
palabras son ciertas y verdaderas’. El Señor Dios, que inspira a los profetas, ha
enviado su ángel para que mostrara a sus siervos lo que tiene que pasar muy pronto.
Mira, vendré enseguida. Dichoso quien hace caso del mensaje profético contenido en
este libro. Soy yo, Juan, quien vio y oyó todo esto. Al oírlo y verlo caí a los pies del
ángel que me lo mostraba, para rendirle homenaje, pero él me dijo: ‘No, cuidado, yo
soy consiervo tuyo y de tus hermanos los profetas y de los que guarden las palabras de
este libro. Adora a Dios’. El me dijo: ‘No selles el mensaje profético contenido en este
libro, que el momento está cerca. El injusto, que cometa aún injusticias, el sucio, que
se manche aún más; el justo, que siga practicando la justicia; y el santo, santifíquese
más” (Ap 22, 6-11).
El ángel de parte de Dios viene a decirle a Juan que tenga plena confianza en estas
revelaciones porque «son ciertas y verdaderas». Fueron inspiradas por Dios, por el
mismo Espíritu Santo, que inspiró a los profetas. Todos deben conocer estas revelaciones
porque todo tiene que cumplirse «muy pronto».
Con respecto a este «muy pronto», la “Biblia de Navarra” lo explica así: “En cuanto
a la prontitud con que todo va a ocurrir, hay que tener en cuenta que la noción del
tiempo en la Sagrada Escritura, y en especial en el Apocalipsis, no coincide exactamente
con la nuestra, pues tiene un valor más cualitativo que cuantitativo. En este sentido
podemos decir que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día (2P
3, 8). Es decir, al señalar que algo ocurrirá en seguida, no se quiere precisar una fecha
inmediata, sino sencillamente que ocurrirá, e incluso que, en cierto sentido, está ya
sucediendo. Por último, se debe considerar que la proximidad de los hechos anunciados

115
fortalecía a cuantos sufrían persecución y les llenaba de esperanza y de consuelo”.
Esta idea con respecto al tiempo bíblico es preciso captarla muy bien porque varias
veces, en este capítulo, se habla de que pronto se va a cumplir lo que se está revelando.
Además, se afirma que será dichoso, bendecido, el que guarde las palabras de este
“mensaje profético”. Aquí, se habla de una profecía. La bienaventuranza será, no para el
que conozca este libro, sino para el que viva en actitud de confianza en lo que este libro
enseña: que por sobre todas las cosas y los poderes demoníacos, está la suprema
voluntad de Dios, que todo lo va llevando para que se cumpla su plan de amor para sus
hijos los hombres. Ésta debe ser la actitud del cristiano: esperar contra toda esperanza,
basado en lo que Dios ya le ha revelado en este libro profético.
Inmediatamente, Juan se apresta a dar testimonio de que todas estas revelaciones no
son producto de su fantasía, sino de la revelación de Dios. Juan afirma que él mismo
«vio y oyó» lo que comunica. Esta manera de expresión es muy usual en san Juan para
expresar su experiencia personal. «Hemos visto y oído» es la forma de testificar de Juan
acerca de su experiencia con respecto a la resurrección de Jesús. De esta manera, Juan
hace hincapié en que como uno de los doce, da testimonio de que él tuvo la experiencia
de esta revelación divina.
Una orden tajante, que se le da a Juan, es que «no selle» este libro. Anteriormente,
en el capítulo décimo, ante la voz de los siete truenos, Juan se disponía a escribir lo que
había escuchado. Pero, en esa ocasión, se le prohibió escribir. Ese mensaje todavía no
debía ser divulgado. Tenía que quedar sellado, oculto. Ahora, en cambio, se le ordena no
sellar, sino difundir a todos la revelación que se le está proporcionando.
Esto nos debe cuestionar seriamente acerca de algo muy lamentable en nuestra
Iglesia. El Apocalipsis es un libro poco difundido y comentado. Se podría decir que es un
libro arrinconado. Pero la orden de Dios a Juan, por medio de un ángel, es que se
difunda a todos el mensaje de este libro. Esta orden de Dios no ha sido cumplida como el
Señor ha ordenado.
Algo que ha desconcertado a muchos es lo que dice el ángel acerca de que el injusto
siga cometiendo injusticias y que el santo se siga santificando (v.11). Uno de los antiguos
comentaristas del Apocalipsis, Andreas, afirma que lo que Jesús quiere decir es lo
siguiente: “Que cada hombre actúe según su beneplácito. Yo no haré nada por forzarlo”.
En efecto, Jesús sólo invita; no violenta a nadie. Respeta la libertad que nos dio. En el
mismo libro del Apocalipsis, anteriormente, Jesús, sólo toca a la puerta del corazón (Ap
3, 20), no derriba la puerta a la fuerza.
Mientras la comunidad recibe estas revelaciones, que Juan les comparte,
experimentan que Jesús resucitado está entre ellos, y escuchan la voz del Señor que les
dice: “Mira, que llego en seguida y traigo conmigo mi salario para pagar a cada uno
su propio trabajo. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el
fin. Dichosos los que lavan su ropa, para tener derecho al árbol de la vida, y poder

116
entrar por las puertas de la ciudad. Fuera los perros, los hechiceros, los lujuriosos, los
asesinos, idólatras y todo el que ama y practica la mentira. Yo, Jesús, les envío mi
ángel con este testimonio para las Iglesias. Yo soy el retoño y el vástago de David, la
estrella luciente de la mañana” (Ap 22, 12-15) .
Con mucha devoción y fe, los que han recibido las revelaciones hechas a Juan,
ahora comienzan a escuchar al mismo Jesús, que les habla. Les garantiza que llegará para
dar a cada uno “su salario”. Muchas veces, en la Biblia, se habla de la recompensa que
Dios dará a los buenos. Jesús asegura que hasta un vaso de agua fresca, que se haya
dado al necesitado, tendrá su recompensa (Mc 9, 41).En la parábola de los talentos,
Jesús se retrata premiando al que ha multiplicado debidamente sus talentos. Todo esto lo
garantiza Jesús, presentándose como el alfa y la omega: la primera y la última letra del
alfabeto griego en el que escribe san Juan. Jesús con esta expresión quiere
autopresentarse como el Señor de Señores.
Jesús, también, va a proclamar dichosos a los que pueden ingresar por alguna de las
doce puertas de la Nueva Jerusalén. Al mismo tiempo que anuncia la bienaventuranza de
los que ingresarán al cielo, pone muy en claro que solamente podrán entrar, si,
previamente, han limpiado sus vestiduras. Este dato de Jesús nos conecta con lo que
anteriormente se había apuntado en el capítulo séptimo. Cuando Juan ve una multitud
ante el trono con túnicas blancas, un anciano le comenta que son los que «han lavado sus
túnicas en la sangre del Cordero» (Ap 7, 14).
Condición indispensable para ingresar en el cielo: haber aceptado con fe el valor
purificador de la sangre de Cristo, su Redención. Hay que tomar en cuenta algo más:
aquí se especifica que “los que laven sus vestiduras” podrán ingresar en la ciudad santa.
Este dato es importante. Jesús derrama su sangre por todo el mundo; pero las vestiduras
hay que lavarlas «personalmente». Nadie puede lavar mi vestidura en lugar mío. La
aceptación, por la fe, en la redención, que Jesús me ofrece, debe ser aceptada
personalmente.
Jesús, para ratificar lo que ha asegurado, se presenta como «el Vástago de David» y
la «Estrella luciente de la mañana». Isaías había anunciado al Mesías como el vástago de
David (Is 11, 1). En el libro de los Números, se habla también del Mesías como de una
«Estrella que saldrá de Jacob» (Nm 24, 17). Aquí, Jesús se muestra como en quien se
han cumplido a plenitud las profecías que lo anunciaban como el Ungido de Dios.
Ante todo esto, la comunidad va a prorrumpir en un llamado urgente a Jesús para
que venga cuanto antes: “El Espíritu y la novia dicen: ‘¡Ven!’ El que lo oiga que
repita: ‘¡Ven!’. El que tenga sed y quiera, que venga a beber de balde el agua viva. A
todo el que escucha la profecía contenida en este libro, le declaro: ‘Si alguno añade
algo, Dios le mandará las plagas descritas en este libro. Si alguno suprime algo de las
palabras proféticas escritas en este libro, Dios lo privará de su parte en el árbol de la
vida y en la ciudad santa, descritos en este libro. El que se hace testigo de estas cosas

117
dice: Sí, voy a llegar en seguida. Amén. Ven, Señor Jesús. La gracia del Señor Jesús
esté con todos ustedes” (Ap 22, 17-21).
La comunidad, que ha estado recibiendo estas revelaciones de Dios por medio del
apóstol Juan, en este momento, es guiada por el Espíritu Santo para que ore diciendo:
“¡Ven!” Aquí se comprueba lo que afirma san Pablo en su carta a los Romanos: nosotros
no sabemos que pedir y cómo pedir, pero el Espíritu Santo en nosotros, con gemidos que
no se pueden comprender, ora en nosotros conforme a la voluntad del Padre (Rm 8, 26).
El Espíritu Santo es el que va conduciendo a la comunidad para que, después de
escuchar promesas, tan bellas, para los que salgan vencedores, griten al unísono: «¡Ven!»
Todos quieren que se adelante ese momento sin igual de estar ante el Trono del Padre y
del Cordero, gozando de las promesas de Dios para los que permanezcan fieles.
La segunda venida de Jesús nunca debe ser motivo de miedo como, a veces, se
provoca en alguna predicación. Santa Teresa, muy bellamente, escribió: “Será gran cosa
a la hora de la muerte ver que vamos a ser juzgados de quien habremos amado sobre
todas las cosas. Seguros podemos ir con el pleito de nuestras deudas. No será ir a tierra
extraña, sino propia; pues es la de quien tanto amamos y nos ama” (“Camino de
perfección”).
Ante esta súplica de la comunidad: “Ven”, Juan, como buen pastor, siente la
necesidad de intervenir para animar a todos a «tener sed» de las cosas de Dios y
acercarse al río de agua viva, la salvación.
Al iniciar el último capítulo del Apocalipsis, Jesús proclama «bienaventurado» al que
«guarde» este mensaje profético. Al finalizar, es Juan el que advierte que las
«maldiciones» de Dios van a recaer sobre el que intente «añadir» o «quitar» algo de este
mensaje revelado. Aquí, se hace una alusión muy concreta a la «manipulación de la
Biblia». La Biblia es un mensaje de Dios: no debemos manipularlo a nuestro antojo.
Puede traernos bendición o también maldición, si torcemos su sentido. Bien lo advertía
san Pedro, cuando escribió, con respecto al mal uso que hacían algunos de las Escrituras:
«Hay en ellas pasajes difíciles, que esos ignorantes e inestables tergiversan... para su
propia ruina»(2P 3, 16).
En el Apocalipsis, san Juan les advierte a las comunidades cristianas que el mal
empleo de la Biblia puede privar a las personas de tener parte en la vida eterna. Este
esperanzador libro del Apocalipsis va a cerrarse con un diálogo entre Jesús y la
comunidad, que ha escuchado la revelación. Jesús, antes de concluir la revelación de la
Biblia, se presenta como el que avala como testigo la veracidad de todo el mensaje.
Además, le promete a la comunidad que llegará pronto. Toda la comunidad estalla en un
solo clamor, que dice: « Amén.¡ Ven, Señor Jesús !”
Después de todo lo que se le ha revelado a la comunidad acerca del presente y del
futuro; después de que ha apreciado cuadros de terror y visiones celestiales, Jesús mismo
pone broche de oro a estas revelaciones, prometiendo que regresará pronto. El libro del

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Apocalipsis, por eso, no es un libro para infundir miedo, sino esperanza, a los que están
invadidos por el temor de todos los acontecimientos inexplicables y críticos de la vida.
Un cristiano, que desconozca esta revelación, corre el riesgo de vivir como un derrotado
en medio de las tribulaciones, que nos circundan en nuestro peregrinaje a través de la
vida. El cristiano, conocedor de la revelación del Señor, no se amedrenta ante las fuerzas
diabólicas, que se desatan en momentos determinados de la historia, pues sabe que por
encima de todo está la Palabra de Dios, que protege a sus hijos y que les ha abierto una
puerta en la Nueva Jerusalén para que, un día, puedan unirse al coro de los que con sus
túnicas blancas no terminan de alabar y bendecir las grandezas de Dios.
En toda Eucaristía, nosotros somos como la comunidad de san Juan, que, al
escuchar las revelaciones de Dios, nos sentimos impulsados a gritar con gozo: «¡Ven,
Señor Jesús!» Ese grito de esperanza debe brotar de lo profundo del corazón, denotando
que creemos firmemente que Jesús es el Señor de la historia, el alfa y la omega. Que
creemos sin dudar, que todo resulta para bien de los que aman a Dios (Rm 8, 28).

119
La Resurrección de los Muertos

120
19. ¿Reencarnación o Resurrección?

Me impresiona mucho enterarme, por las encuestas, que son muchos los cristianos,
católicos y protestantes, que tanto en Europa como en América y en otros continentes,
creen en la doctrina de la “reencarnación”. Seguramente no han descubierto que la
doctrina de la reencarnación va contra principios fundamentales del cristianismo. La
doctrina de la reencarnación contradice el valor de la muerte expiatoria de Jesús, como
también su resurrección y la resurrección de los muertos.
Según Jutta Burggraf, en su libro “La razón de nuestra alegría” (Ed .Promesa, San
José de Costa Rica, 2001), muchas de estas desviaciones se deben a que la teología
cristiana “no respondió con la claridad debida a las interrogantes de los hombres,
relacionadas con los “novísimos”.

La reencarnación

¿Y en qué consiste la doctrina de la reencarnación? El sacerdote Ariel Álvarez


Valdez, que ha profundizado en este tema, escribe: “La reencarnación es la creencia,
según la cual, al morir una persona, su alma se separa momentáneamente del cuerpo, y
después de algún tiempo toma otro cuerpo diferente para volver a nacer en la tierra. Por
lo tanto, los hombres pasarían por muchas vidas en este mundo”. Esta doctrina tiene su
base en el hinduismo, que enseña la ley del “karma”, según la cual todo individuo tiene
que reencarnarse para poder expiar lo malo que ha hecho en su vida, y así, poder llegar a
la perfección.
Según esta doctrina, los seres humanos deben pasar por muchas reencarnaciones
antes de llegar a la perfección. En su reencarnación el ser humano, según la ley del
“karma”, está pagando por sus errores en su existencia anterior .Si su conducta ha sido
buena, su reencarnación será un ser superior al que era antes. Si su actuación fue mala,
se reencarnará en un ser inferior. Algunos hablan de treinta o cincuenta reencarnaciones
para algunos en su proceso de purificación.
Para muchos esta doctrina les viene como anillo al dedo, porque tienen horror de
enfrentarse a la única oportunidad que tenemos: una sola vida de la cual hay que dar
cuenta a Dios al no más morir. La idea de nuevas existencias en nuevas reencarnaciones,
los libera de tener que llevar una vida totalmente apegada a los mandamientos de Dios.
No se angustian por la muerte en pecado grave porque, al fin y al cabo, tendrán muchas
más oportunidades. Estas personas piensan que más vale encarnarse en un ser inferior,
momentáneamente, que ir al infierno por la eternidad.

121
También para muchos la reencarnación les sirve para encontrar una explicación
lógica ante muchos de los enigmas de la vida. Por ejemplo, el caso de alguien que nació
sin brazos o ciego. Según los reencarnacionistas, seguramente, está pagando por algún
pecado cometido en una existencia anterior. Como escribe Ana María del Cielo: “No se
tiene en cuenta el peso de la eternidad que tienen la decisiones libres de los hombres. Al
existir la posibilidad de volver a vivir, ¿por qué esforzarnos por ser buenos, por qué amar,
por qué respetar , por qué aspirar a grandes ideales, o proyectos? En definitiva ¿qué
sentido tiene la vida? El hombre se convierte en su propio salvador, porque es en virtud
de sus nuevos actos buenos que redime las culpas pasadas, y si no lo logra en la segunda
vida, aún tiene más posibilidades” (Diálogo religioso, org).

¿Qué nos enseña la Biblia?

Para nosotros los cristianos, ante estas doctrinas de origen oriental, que pululan en
nuestras sociedades occidentales, es básico lo que nos dice la Biblia, que es Palabra de
Dios, y lo que nos enseña nuestra Iglesia. En el libro de Daniel se lee: “Muchos de los
que descansan en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros
para vergüenza y horror eternos” (Dn 12,2). La Biblia de Jerusalén apunta: “Éste es uno
de los textos más importantes del AT sobre la resurrección de la carne”. El libro de los
Macabeos, también nos viene a ofrecer mucha luz sobre este tema. Cuando el Rey
Antíoco IV de Siria estaba torturando a los hermanos macabeos para hacerlos renegar de
su fe, uno de los mártires le dice: “Tú nos privas de la vida presente, pero el Rey del
mundo a nosotros nos resucitará a una vida eterna” (2M 7, 9). Otro de los mártires, al
ver a sus hermanos muertos, comenta: “Mis hermanos, después de soportar una corta
pena, gozan, ahora, de la vida eterna” (2M 7, 36). Aquí, no se habla de
reencarnaciones, sino de “resurrección”, de “vida eterna”.
La reencarnación va contra lo que enseñó Jesús en relación a la muerte y
resurrección. Cuando el Señor narró la parábola del “Rico Epulón” (Lc 16, 19-31), que
banqueteaba diariamente sin tener compasión del mendigo Lázaro, que le pedía las
migajas que caían de su mesa, Jesús afirmó que ese rico se había ido al infierno, y que
Lázaro se había ido al cielo. Al rico sin misericordia no se le concedieron otras vidas, en
sucesivas reencarnaciones, para que se purificara. Se le dio sólo la oportunidad en una
única existencia. El rico le rogó a Abrahán, que estaba en el cielo, que enviaran a algunos
emisarios a sus cinco hermanos para que no les sucediera lo mismo. La respuesta de
Abrahán, que es la respuesta del mismo Jesús, fue: “Tienen a Moisés y a los profetas;
que les oigan” (Lc 16, 29).
Es cierto que la parábola es un cuento; pero es muy cierto también que por medio
de este cuento, Jesús está exponiendo su enseñanza acerca de la muerte y la vida eterna

122
en el cielo o en el infierno, según la conducta de cada uno. La indicación clara de Jesús
con respecto a la vida eterna, no es dejarnos llevar por las “hipótesis” de nuestros
pensadores humanos, sino atenernos a lo que Dios nos ha revelado y que ha quedado
escrito en la Biblia. La expresión “Moisés y los profetas”, en tiempo de Jesús,
significaba: “La Escritura”. Lo que Jesús nos está indicando es que nos tenemos que
atener a lo que Dios nos indica en la Biblia.
Al buen ladrón, que se convirtió en sus últimos momentos de existencia; que se
confesó pecados y que le suplicó a Jesús que lo admitiera en su reino, el Señor no le dijo
que le concedería unas cuantas reencarnaciones para que se purificara y luego ingresara
en el cielo. La respuesta de Jesús fue contundente: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”
(Lc 23, 43). Para Jesús, inmediatamente después de la muerte, se pasa a la vida eterna.
No hay otras existencias en la tierra. Esto es confirmado por la Carta a los Hebreos, que
afirma: “Está establecido que los seres humanos mueran una sola vez y después venga
el juicio” (Hb 9, 27).
San Pablo, en el capítulo quince de la primera carta a los Corintios, expone con
amplitud lo concerniente a la resurrección de Jesús y a nuestra propia resurrección en
cuerpo y alma, al fin de los tiempos. El que lee con fe esta revelación de san Pablo, no
puede estar pensando en reencarnaciones, ni en otras existencias de purificación. Jesús
enseñó que después de nuestra muerte nos espera el juicio de Dios; después del cual,
unos serán bienaventurados y otros malditos (Mt 25, 34-46). Por eso, para un cristiano
de corazón, la doctrina de la reencarnación, no tiene ningún respaldo bíblico. El que
confía en las reencarnaciones sucesivas de purificación, se puede encontrar, a la hora de
la muerte, que eso es una fantasía, y que debe enfrentarse al terrible problema de
quedarse sin ingresar en el cielo por haber muerto en pecado mortal.

La muerte expiatoria de Jesús

La doctrina de la reencarnación va contra la muerte expiatoria de Jesús. Dice Jesús:


“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que todo el que crea en él no se
condene, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Jesús tuvo que ser entregado para
morir en la cruz porque, misteriosamente, no había otro camino para que el ser humano
pudiera ser perdonado. Debido a la “muerte expiatoria” de Jesús, nosotros somos
perdonados y justificados, es decir, puestos en buena relación con Dios. No somos
nosotros los que a base de reencarnaciones y purificaciones nos limpiamos de culpa. Sólo
la sangre de Cristo puede limpiarnos del pecado (1Jn 1, 7).
Algo más. Dios nos dice por medio del profeta Isaías: “Aunque los pecados de
ustedes fueran rojos como la grana, yo los dejaré a ustedes más blancos que la nieve”
(Is 1, 18). Dios añade, por medio del mismo profeta: “No me acordaré más de sus

123
pecados” (Is 43, 25). Nosotros, una vez que hemos sido perdonados, limpiados, no
necesitamos de reencarnaciones para purificarnos nosotros con nuestros propios méritos.
Por eso, cuando san Pablo estaba por morir, dijo: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp
1, 23). No dijo san Pablo: “Deseo comenzar mis reencarnaciones antes de poder estar
con Cristo”. A san Pablo ni por mal pensamiento, le venía a la mente la idea de la
reencarnación.

Cielos nuevos y tierra nueva

Nosotros los cristianos no esperamos reencarnación, sino resurrección. San Pablo, a


Jesús lo llama “primogénito de los que mueren” (Col 1, 18). Jesús, al resucitar, va
delante de nosotros, como el primero. Atrás vamos los que creemos en Jesús y vivimos
según su Evangelio. Jesús con todo aplomo dijo: “Yo soy la resurrección y la vida, el
que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11, 25). Jesús no nos promete
reencarnación, sino resurrección. San Pablo expuso bellamente nuestra manera de pensar
con respecto a la otra vida, cuando escribió: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, y
estamos esperando que del cielo venga el Salvador, el Señor Jesucristo, que cambiará
nuestro cuerpo miserable para que sea como su propio cuerpo glorioso” (Flp 3, 20-
21). La promesa del Señor no es que pasaremos por varias reencarnaciones, sino que
transformará nuestro cuerpo muerto en un cuerpo resucitado y glorioso como el suyo.
En el Apocalipsis, se nos dice que nosotros esperamos “Cielos nuevos y tierra
nueva”, donde reine la justicia (Ap 21, 1). Cuando enterramos a nuestros seres queridos,
rezamos para que “descansen en paz”. No para que terminen cuanto antes su
interminable maratón de reencarnaciones y lleguen a la total perfección. ¡Qué triste sería
pensar que nuestro hermano, padre o madre, después de larga y dura enfermedad, al
morir , no vayan a descansar en Dios, sino a iniciar su largo vagabundeo de
reencarnaciones en un paralítico, en un ciego, en un criminal , en un degenerado sexual,
en un demente! Para nosotros, a la luz de la Biblia, nuestros seres queridos, que han
muerto en gracia de Dios, se van con el Señor, esperando el fin del mundo, cuando el
Señor resucitará también su cuerpo como el de Jesús. Vendrá, entonces, la glorificación
total, en cuerpo y alma, prometida por Jesús.
Según la doctrina de la reencarnación, al morir, el alma se encarna en un “nuevo
cuerpo”. Esta afirmación va contra la doctrina cristiana de la resurrección de nuestros
cuerpos, que Dios nos promete para el fin de los tiempos. Para los cristianos sólo existen
una sola alma, un solo cuerpo, una sola existencia. Si morimos en gracia de Dios,
primero, es glorificada nuestra alma; al fin de los tiempos, también será glorificado el
cuerpo, que nos acompañó durante nuestra única existencia en la tierra.

124
En la casa del Padre

Antes de partir hacia la cruz, el Señor les prometió a los apóstoles: “En la casa de
mi Padre hay muchas moradas donde vivir, si no fuera así, yo no les habría dicho que
voy a prepararles un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra
vez para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy
a estar” (Jn 14, 2-3). Esta promesa de Jesús no era sólo para los apóstoles; es también
para nosotros. El Señor no ofreció ir a prepararnos otro cuerpo para que nos
reencarnáramos, sino una morada definitiva en la casa del Padre. Para nosotros, la
muerte no es el inicio de un sinnúmero de reencarnaciones, sino un viaje espiritual para
“estar con Cristo” (Flp 1, 23), en la casa del Padre.
Los que creen en la reencarnación afirman que por medio de los clarividentes, de
los médiums o de los adivinos, pueden saber quiénes fueron ellos en otras vidas. Lo
chistoso del caso es que hay varias personas que andan afirmando que en otras vidas
ellos fueron Napoleón. Pero ¿quién de todos, fue, entonces, el verdadero Napoleón?
Otros afirman que fueron Cervantes, o Sócrates. Como dice el pueblo: “Todos tienen
derecho de morir engañados”. Lo triste del caso es que muchos que no creen en la Biblia
como Palabra de Dios, con ingenuidad aceptan ponerse en manos de astrólogos,
espiritistas y adivinos. Ellos, un día, dicen sí. Otro día dicen no. Jesús dijo: “El cielo y la
tierra pasarán, pero mis Palabras no pasarán” (Lc 21, 33).
La reencarnación fomenta en las personas la vana ilusión de que, al morir,
dispondrán de nuevas oportunidades de purificación. Lo cierto es lo que la Biblia nos
enseña : “Está establecido que los seres humanos vivan una sola vez, y luego vendrá el
jucio” (Hb 9, 27). ¡Terrible el caso del que, con la falsa ilusión de tener otras
oportunidades, se encuentra al fin de su vida que, por morir en pecado mortal, no puede
ingresar en la vida eterna, ya que sólo se le concede una única oportunidad de vivir en
este mundo!
Jesús nos dice: “Manténganse despiertos porque no saben ni el día ni la hora” (Mt
25,13). Estar despiertos es tener siempre encendida la lámpara de la fe; estar en
comunión con Dios y con los hermanos. Sólo tenemos una oportunidad de vida. Después
de esta vida, vendrá el juicio al cual nos preparamos con confianza en la misericordia de
Dios, que es un Padre bondadoso, que como buen pastor “nos guía a verdes pastos y a
aguas tranquilas” (Sal 23) ¡Qué sabiduría la de nuestro santo Hermano Pedro, cuando,
en las noches, iba por las calles de la Antigua Guatemala, tocando su campanilla y
gritando: “Acordaos, hermanos, que un alma tenemos, y si la perdemos, no la
recobramos”.

125
20. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (1)

Todo cristiano, al rezar el Credo de los Apóstoles, confiesa con fe: “Creo en la
resurrección de los muertos y en la vida eterna”. La expresión “resurrección de los
muertos”, la empleó san Pablo en su capítulo quince de la primera Carta a los Corintios.
Dice san Pablo: “Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un
hombre viene la resurrección de los muertos” (1Co 15, 21). Y ¿qué queremos afirmar
nosotros cuando confesamos que creemos en la resurrección de los muertos? Es el
mismo san Pablo el que mejor nos responde a esta pregunta en su capítulo quince de la
primera Carta a los Corintios. Es una clase magistral sobre la resurrección de Jesús y
nuestra propia resurrección.
Pablo es un maestro inigualable en el tema de la resurrección. A este apóstol se le
apareció Jesús resucitado, que había cambiado su vida. Pablo no podía dudar de la
resurrección de Jesús. En todas sus cartas menciona el tema de la resurrección, menos en
la segunda de los Tesalonicenses y en la de los Filipenses. Para Pablo la resurrección de
Jesús era un tema básico en su predicación.
El capítulo quince de la primera Carta a los Corintios es la enseñanza magistral de
Pablo con respecto a la resurrección de Jesús y la nuestra. Escribe Pablo: “En primer
lugar les he enseñado la misma tradición que yo he recibido, a saber, que Cristo murió
por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado; que resucitó al tercer
día, también según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y luego a los doce.
Después se apareció a más de quinientos hermanos, la mayoría de los cuales vive
todavía, aunque algunos ya han muerto. Después se apareció también a Santiago, y
luego a todos los apóstoles. Por último se me apareció también a mí que soy como un
niño nacido anormalmente” (1Co 15, 3-8).

La enseñanza de Pablo

La enseñanza de Pablo, sobre la resurrección de Jesús es muy concreta: afirma que


Jesús murió y fue sepultado; que resucitó, según lo habían anunciado las Escrituras, y
que son muchos los testigos, que todavía viven en el momento en que escribe su carta.
Pero lo determinante en Pablo es que, como teólogo, nos expone el significado
teológico de la resurrección de Jesús. En la Carta a los Romanos nos dice: “Jesucristo
fue entregado por nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación” (Rm 4,
25). Es decir, debido a la muerte de Jesús, tenemos, ahora, una buena relación con Dios.

126
En la misma Carta a los Romanos, san Pablo, sintetiza lo que puede ser uno de los
primeros “credos” de los primeros cristianos. Al principio, los primeros cristianos
buscaron una especie de fórmula breve, que expresara lo básico de su religión. Uno de
esos credos es el de Pablo, que reza: “Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor,
y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces te salvarás. Porque cuando se cree
con el corazón actúa la fuerza salvadora de Dios” (Rm 10, 9-10). En este credo de
Pablo se recalca la fe de la mente y del corazón en la resurrección de Jesús, para ser un
verdadero discípulo del Señor.
Una vez que Pablo ha expuesto la teología de la resurrección, llega a esta
conclusión: “Si Cristo no resucitó, el mensaje que predicamos no vale para nada, ni
tampoco vale para nada la fe que ustedes tienen” (1Co 15, 14). Pablo concluye su
reflexión sobre la resurrección, afirmando: “Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes no
vale para nada: todavía siguen en su pecados. En este caso, también están perdidos los
que murieron creyendo en Cristo. Si nuestra esperanza en Cristo solamente vale para
esta vida, somos los más desdichados de todos” (1Co 15, 17-19). Pero, para Pablo,
Jesús no se fue al cielo y se desentendió de nosotros. Pablo escribe: “Cristo es quien
murió; todavía más, quien resucitó y está a la derecha de Dios, rogando por nosotros”
(Rm 8, 34).

¿Cómo resucitaremos?

Después de que Pablo les escribió a los corintios acerca de la resurrección,


seguramente, algunos, curiosos como nosotros, le habrán preguntado: “Pablo, pero
¿cómo vamos a resucitar? ¿Cómo serán nuestros cuerpos? Si alguno es tuerto, ¿va a
resucitar sin un ojo?” Pablo se habrá sonreído. Esto se capta en la respuesta de Pablo a
los curiosos. Pablo les respondió: “¡Vaya pregunta tonta! Cuando se siembra una
semilla, tiene que morir para que tome vida la planta. Lo que se siembra no es la
planta que ha de brotar, sino el simple grano sea de trigo o de otra cosas. Después,
Dios le da la forma que él quiere; a cada semilla le da el cuerpo que le corresponde.
(…) Hay cuerpos terrestres y cuerpos celestes” (1Co 15, 36-40).
La comparación, que Pablo propone de la semilla, es muy acertada. Se siembra una
semilla, que luego se convierte en una espiga. Uno de los prefacios de la misa dice:
“Nuestra vida no termina, se transforma”. El mismo Pablo, en su carta a los Filipenses,
dice que nuestro cuerpo se transformará en “Cuerpo de gloria” (Flp 3, 21).
Inigualable lo que enseña Pablo acerca de la transformación de nuestros cuerpos,
cuando escribe: “Al enterrarse es cosa despreciable; al resucitar será glorioso. Lo
enterraron inerte, pero resucitará lleno de vigor. Se entierra un cuerpo terrenal, y
resucitará espiritual” (1Co 15, 42-44).

127
Un punto de referencia con respecto a cómo serán nuestros cuerpos resucitados, lo
encontramos en el pensamiento del Libro de Macabeos. Los mártires macabeos fueron
mutilados. Mientras los martirizaban, uno de ellos gritaba: “Estos miembros, que ahora
nos quitan, los tenemos del Cielo…y esperamos recibirlos nuevamente de Dios” (2M
4, 11).
Otro punto de referencia, lo tenemos en el mismo Jesús resucitado. Su cuerpo fue
cruelmente martirizado: azotes, espinas, golpes, clavos en pies y manos, lanzada en el
costado. Al resucitar, Jesús tiene su mismo cuerpo, pero es un cuerpo glorioso, con
dimensiones, desconocidas para nosotros, ya que ingresa en el cenáculo sin que se abran
puertas ni ventanas. A los asustados apóstoles, que lo confunden con un fantasma, Jesús
los invita a tocarlo, a comer con él. No resucitó con un cuerpo martirizado, sino con un
cuerpo glorioso. Por supuesto, que los tuertos no resucitarán con la imperfección de sus
ojos, sino como cuerpos glorificados, sin imperfecciones.
Todo esto nosotros sólo lo podemos aceptar por la fe. No hemos visto a Jesús
resucitado. San Pablo, a quien se le concedió alguna visión del cielo, no se puso a detallar
cómo será la resurrección de los muertos en la vida eterna. Únicamente aclaró: “Ni ojo
vio, mi oído escuchó, ni corazón imaginó lo que Dios tiene preparado para los que le
aman” (1Co 2, 9). Por eso, Pablo se sonreía afirmando que era tonta la pregunta acerca
de cómo van a ser los cuerpos resucitados. Para él era imposible detallarlo con precisión.
Se sentía totalmente impotente para responder con detalles esa pregunta. Pablo tenía que
conformarse, echar mano de algunas comparaciones e imágenes para poder, en alguna
forma, dar una idea simple acerca de cómo resucitarán nuestros cuerpos.
En síntesis, Pablo nos enseña que la resurrección de Jesús demuestra que Jesús
verdaderamente era el Mesías, el Hijo de Dios; que todo lo que dijo es absolutamente
verdadero. Y que, así como Jesús resucitó, también nosotros vamos a resucitar porque
Jesús nos lo garantizó expresamente.

A imitación de Pablo

De Pablo, debemos aprender, a vivir creyendo plenamente en la presencia


permanente de Jesús entre nosotros. Pablo llegó a afirmar sin complejos: “Para mí el
vivir es Cristo y la muerte es ganancia” (Flp 1, 21). La presencia constante de Jesús
resucitado en nuestra vida, debe llevarnos a decir también a nosotros: “Mi vivir es
Jesús”. Él cumple su promesa; ya que nos dijo: “Yo estoy con ustedes todos los días
hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Esta traducción, en presente, la prefiero porque
acentúa más la presencia constante de Jesús resucitado en nuestro diario vivir.
Como Pablo, también nosotros, cuando haya concluido nuestra carrera hacia la

128
eternidad, debemos estar seguros de que Jesús tiene una “corona de gloria” (2 Tim 4,8)
para nosotros. La vida eterna en el cielo. Cuando llegue el momento, en que el Señor nos
llame para dar el paso decisivo hacia la casa del Padre, más que miedo a Jesús, y pánico
a la muerte, debemos decir como Pablo: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1, 23).
“Estar con Cristo” es la más acertada definición de la eternidad dichosa hacia la cual nos
lleva la resurrección de los muertos.

129
21. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (2)

Cuando san Pablo escribe: “Si Cristo no resucitó, el mensaje que predicamos no
vale nada, ni tampoco vale para nada la fe que ustedes tienen” (1Co 15, 14), está
subrayando que la base sobre la cual se asienta el cristianismo, es la resurrección de
Jesús. Si Jesús no hubiera resucitado, no podríamos con plena seguridad, asegurar que
todo lo que él nos dijo es, ciento por ciento, verdad; que así como él resucitó, también
nosotros vamos a resucitar.
Junto a la tumba de Lázaro, Jesús aseguró: “Yo soy la resurrección y la vida, el que
cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y el que esté vivo y crea en mí no morirá para
siempre” (Jn 11, 25). Esta promesa fabulosa se la hubiera llevado el viento, si Jesús no
hubiera ratificado con su resurrección que, de veras, era Dios. Allí mismo junto a la
tumba de Lázaro, realizó su milagro más grande: resucitó a su amigo Lázaro, que ya
llevaba cuatro días en el sepulcro. Durante su vida Jesús también resucitó a la hija de
Jairo, al hijo de la viuda de Naín. De esta manera, nos estaba preparando para su propia
resurrección.
Durante su vida, Jesús varias veces, anticipó que lo iban a matar, pero que iba a
resucitar al tercer día. Esto, sobre todo, se ve muy claramente en el Evangelio de san
Marcos. Tres veces anuncia que lo van a matar, pero que va a resucitar al tercer día. Lo
desconcertante de esto es que los apóstoles, que le hicieron tantas preguntas acerca de
muchos asuntos, nunca se atrevieron a pedirle una explicación acerca de qué significaba
que iba a resucitar al tercer día. Los apóstoles escuchaban la profecía, y les parecía tan
inexplicable lo que afirmaba Jesús, que no le pidieron nunca que les diera más detalles
acerca de lo que quería decir, al asegurar que iba a resucitar al tercer día.

La pascua del Señor

Y llegó la tragedia anunciada. Crucificaron a Jesús y lo enterraron. Sólo uno de los


doce apóstoles estuvo en el entierro, san Juan. Los demás apóstoles estaban escondidos;
propiamente habían perdido la fe. Cuando María Magdalena encuentra el sepulcro vacío,
no se pone a gritar: “¡Aleluya, resucitó el Señor!” No. Piensa que se han robado el
cadáver de Jesús. Cuando Pedro va al sepulcro vacío, parece un detective eclesiástico:
sólo inspecciona, no se alegra, no sospecha que haya resucitado. Sólo Juan, al ver el
sepulcro vacío, recuerda todo lo que Jesús les había anticipado con respecto a su
resurrección, y cree inmediatamente (Jn 20, 8). “Vió y creyó”, es la expresión que
emplea Juan para hablar de su gozosa experiencia.

130
Juan es el primero en creer en la resurrección de Jesús, aunque todavía no lo había
visto resucitado. A Juan le ayudó en su fe, basarse en las Palabras de Jesús. Juan era el
mejor preparado para aceptar la resurrección: él había estado, minuto a minuto, junto a la
cruz del Señor; había participado en el entierro de Jesús. Todo eso lo había preparado
para que su corazón estuviera más abierto a recibir algo del todo insólito: la resurrección
de Jesús, la pascua del Señor. Pascua, en hebreo, significa “paso”. La resurrección del
Señor es el paso de Jesús, de la muerte a la resurrección gloriosa.
Cuando el Señor se les apareció a los apóstoles, escondidos en el cenáculo, no se
pusieron a dar gritos de alegría. Se asustaron; creyeron que eran un “fantasma”, un
aparecido; porque Jesús, como dice san Juan, ingresó sin que se abrieran las puertas y
ventanas. Jesús, para que les pasara a los apóstoles el susto, tuvo que invitarlos a que lo
tocaran, a que le dieran la mano y a que comieran jutnos. Jesús les dijo: “¿Por qué están
tan asustados?¿Por qué tienen esas dudas en su corazón? Miren mis manos y mis pies.
Soy yo mismo. Tóquenme y vean: un fantasma no tiene carne ni huesos, como ustedes
ven que tengo yo” (Lc 24, 37-39). El cuerpo de Jesús es el mismo, pero es un cuerpo
resucitado. Tiene características especiales. Por ejemplo, ingresa en el cenáculo sin que
se abran las puertas y ventanas. Jesús, ahora, ya no convive con los apóstoles;
únicamente se les manifiesta muchas veces, durante cuarenta días, antes de ascender al
cielo.
La Biblia enumera los muchos testigos a los que Jesús resucitado se apareció. San
Pablo llega a afirmar que fueron más de quinientos; que muchos de ellos, en ese
momento que escribía, todavía vivían. Para los apóstoles la resurrección de Jesús no fue
un hecho de tipo puramente espiritual. Fue un hecho histórico, que pudieron comprobar
durante cuarenta días, que el Señor se les estuvo manifestando. No fue una sugestión
masiva momentánea. Por eso, los apóstoles se gloriaban de poder afirmar: “Nosotros
hemos comido y bebido con él después que resucitó de entre los muertos” (Hch 10, 41).

El kerigma

Los primeros cristianos, en griego, llamaban “kerigma” a la predicación en la que


exponían lo básico acerca de Jesús, para que los demás creyeran en él como Salvador y
Señor. En el kerigma, el punto central era la resurrección de Jesús. Por medio de ella,
quedaba plenamente confirmado que Jesús era Dios, y que todo lo que había dicho era
ciento por ciento verdad absoluta. Dios no podía mentir.
Pedro, en sus primeros discursos en el Libro de Hechos de los Apóstoles, puntualiza
siempre que Jesús fue crucificado, pero que resucitó al tercer día (Hch 10, 39-40). Pablo
afirma lo mismo y acentúa que todo se verificó según lo habían anunciado las Escrituras
(1Cor 15, 3s.). El mismo Jesús, al aparecerse a los discípulos de Emaús, les hace un

131
repaso de todo lo que la Escritura había profetizado acerca de su muerte y resurrección
(Lc 24, 27). Los apóstoles, uno a uno, fueron cayendo mártires por confesar que Jesús
había muerto y resucitado. Para todos ellos la resurrección de Jesús era la base de su fe
en Jesús como Salvador y Señor.

Significado de la resurrección

La interpretación teológica de la resurrección de Jesús nos lleva a creer firmemente


que el sacrificio de Jesús en la cruz, fue efectivo para nuestra salvación, que fue
totalmente aceptado por Dios, ya que resucitó a Jesús. Si Jesús resucitó y ascendió al
cielo, entonces, puede cumplir su promesa de enviarnos el Espíritu Santo para que viva
siempre en nosotros, para que nos recuerde todo lo que Jesús dijo y para que nos lleve a
toda la verdad y vaya haciendo aparecer en nosotros, la imagen de Jesús, la santidad (Jn
14, 15-16.16, 5-8). Además, por medio de su Espíritu Santo, Jesús vive en su Iglesia y
nosotros somos templos del Espíritu Santo (1Co 3, 16).
Si Jesús resucitó, entonces, la promesa de nuestra resurrección, como él, no es una
utopía, sino una realidad. San Pablo, por eso, llama a Jesús “primicias de los que
duermen” (1Co 15, 20). Para el campesino, las “primicias” son los primeros frutos de la
cosecha. Jesús es el primer fruto; después de él vamos nosotros. Nuestra fe en nuestra
futura resurrección la basamos en la resurrección de Jesús.
San Pablo lo expone bellamente, cuando escribe: “El que resucitó a Cristo Jesús de
entre los muertos, dará también la vida a los cuerpos mortales de ustedes, por su
Espíritu que habita en ustedes” (Rm 8, 11). Con todo aplomo, también san Pablo
asegura: “Así como creemos que Jesús murió y resucitó, así también creemos que Dios
va a resucitar con Jesús a los que murieron creyendo en él ” (1Ts 4, 14).
En el Apocalipsis, san Juan recoge la revelación que el Señor le mostró. Escribe san
Juan: “Vi los muertos, grandes y pequeños, delante del trono, y fueron abiertos los
libros, y también otro libro, que es el libro de la vida. Los muertos fueron juzgados
según sus obras, conforme a lo que estaba escrito en los libros. El mar devolvió sus
muertos, la tierra y el abismo devolvieron sus muertos, y todos fueron juzgados según
sus obras” ( Ap 20, 12-13). El Nuevo Testamento, con claridad meridiana, habla de la
resurrección de Jesús y de nuestra futura resurrección.

Muy consolador

132
San Pablo nos asegura dos cosas que nos consuelan en gran manera, cuando
pensamos en nuestra propia muerte y en la muerte de nuestros seres queridos. En primer
lugar, Pablo dice: “Ustedes han sido sepultados con Cristo en el bautismo, y también
con él han resucitado, pues han creído en el poder de Dios que lo ha resucitado de
entre los muertos” (Col 2, 12). Según Pablo, las aguas del bautismo, en las que fuimos
hundidos, son como un sepulcro en que se hundió nuestro “hombre viejo”. Como Jesús
salió del sepulcro, nosotros salimos de las aguas del bautismo, como resucitados. La
resurrección de Jesús ya comenzó a operar en nosotros. Si permanecemos fieles, un día,
nuestra resurrección será para siempre.
La otra cosa, que dice san Pablo, se refiere a nuestra manera de vivir como los que
ya comenzamos a participar de la resurrección de Jesús; dice san Pablo: “Así, pues, si
han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la
derecha de Dios” (Col 3,1). Si, de veras, creemos que ya comenzó la resurrección de
Jesús a operar en nosotros, debemos demostrarlo, buscando las “cosas de arriba”, lo que
Jesús nos señaló en el Evangelio.
El escritor Raniero Cantalamessa, con entusiasmo, comenta: “¿Qué tiene que decir
la fe cristiana sobre todo ello? Algo sencillo y grandioso: que la muerte existe, que es el
mayor de nuestros problemas, ¡pero que Cristo ha vencido a la muerte! La muerte
humana ya no es la misma de antes, un hecho decisivo ha intervenido. Ella ha perdido su
aguijón, como una serpiente cuyo veneno ya sólo es capaz de adormecer a la víctima por
alguna hora, pero no matarla. La muerte ya no es un muro ante el cual todo se rompe; es
un paso, esto es, una Pascua. Es un ‘pasar a lo que no pasa’, diría Agustín. Jesús de
hecho —y aquí está el gran anuncio cristiano— no murió sólo para sí, no nos dejó sólo
un ejemplo de muerte heroica, como Sócrates. Hizo algo bien distinto: ‘Uno murió por
todos’ (2Co 5, 14), exclama San Pablo, y también: ‘Él experimentó la muerte por el bien
de todos’ (Hb 2,9). ‘El que cree en mí, aunque muera, vivirá’ (Jn 11, 25). Afirmaciones
extraordinarias que no nos hacen gritar de alegría sólo porque no las tomamos lo
suficientemente en serio y lo bastante a la letra como deberíamos”.
Me encontré con un escritor, que en sus artículos, muchas veces, afirma que no
cree en nada de resurrección. Mi pregunta fue: “¿Cómo se siente usted, al pensar en su
muerte?” Con sinceridad, me respondió el escritor: “Terriblemente, padre”. Yo añadí:
“Atrévase a creerle a Jesús, y se va a sentir como nosotros, que, como san Pablo, al
pensar en la muerte, decimos: “Deseo morir y estar con Cristo”. Para nosotros no es
nada terrible: esperamos algo maravilloso, que Jesús, que es Dios, nos prometió.

133
134
Índice
NUESTRO MÁS ALLÁ 2
Sobre el Autor 8
Nuestro más allá 9
La Muerte 11
1. Visión Bíblica de la muerte 12
El pensamiento de la muerte en el Antiguo Testamento 12
El pensamiento de la muerte en el Nuevo Testamento 13
Muerte y resurrección 14
Las promesas de Jesús 14
La enseñanza de san Pablo 15
Bienaventurados 16
2. Nuestras reacciones ante la muerte 17
Los Apóstoles 17
Marta y María 17
La hora de Dios 18
Los signos 19
Yo soy la resurrección 19
¿Un Dios impasible? 20
Necrópolis 20
3. Prepararse para la muerte 22
Algo efímero 22
Nuestra gran oportunidad 23
Diversas maneras de salir del mundo 25
Imágenes muy consoladoras 25
Hay que prepararse 26
4. SALMO 90: Aprender a Calcular Nuestro Tiempo 28
La eternidad de Dios 28
La soberanía de Dios 29
La ira de Dios 30
La brevedad de la vida 31
Súplicas finales 33
De paso 34

135
5. Acompañar al que está por morir 36
La enfermedad 37
Acompañar al moribundo 37
Encontrarle sentido a la enfermedad 39
Sentido de la muerte 40
Jesús viene a auxiliar 40
La fe del enviado 40
6. El Rito de la Unción de los Enfermos 42
La aspersión 42
La proclamación de la Palabra 43
El rito penitencial 43
La comunión 44
La unción 44
La muerte de Jesús y la nuestra 45
7. ¿Podemos comunicarnos con los muertos? 47
Enseñanzas básicas del Espiritismo 48
Una reunión espiritista 48
¿Qué dice la ciencia? 48
Orientación cristiana 50
¿Los espíritus o el Espíritu? 52
El Juicio 53
8. El juicio de Dios 54
Basados en la revelación 54
¿Miedo al juicio de Dios? 56
¿Reírme del juicio? 57
Estudiante diligente 58
9. Juicio sobre la luz de la Fe 60
Algo que no se puede prestar 60
¿ Cómo nos gustaría encontrarnos? 61
Escrutar continuamente el corazón 62
La vigilancia 62
Una vestidura y una vela 63
10. Juicio sobre nuestros talentos 64
Un examen 64

136
Voto de confianza 65
Abuso de poder 66
Una carrera 66
Una vana excusa 67
¿Opio o despertador? 68
11. Juicio sobre el amor 69
Algo terrible 70
Nuestro narcisismo 70
El falso amor 71
La fe que salva 73
El temor ante el juicio 73
La Vida Eterna 75
12. El Purgatorio 76
¿Qué es el purgatorio? 76
Bases bíblicas 76
Tradición y Magisterio 78
Don de la misericordia 78
Los sufragios 79
Purificar el purgatorio 81
13. El Infierno 82
Lo que no es el infierno 82
Lo que dijo Jesús 83
Lo que enseña el Magisterio 84
Inquietante pregunta 85
Llamada a la conversión 86
14. El Cielo 89
Estar con Cristo 90
Cara a cara 90
Morada eterna 91
Las experiencias de Juan, Pedro y Pablo 92
Los santos 93
Túnica limpia 94
El Fin del Mundo 97
15. FIN DEL MUNDO 98

137
No es una catástrofe 99
Ninguna fecha exacta 99
Estén siempre vigilantes 100
No se turben 101
Como el almendro 103
16. El anticristo 104
Descripción del Anticristo 105
El nombre del Anticristo 106
El profeta del Anticristo 107
El cristiano fiel no será engañado 108
17. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (1) 110
18. Cielos Nuevos y Tierra Nueva (2) 114
19. ¿Reencarnación o Resurrección? 121
La reencarnación 121
¿Qué nos enseña la Biblia? 122
La muerte expiatoria de Jesús 123
Cielos nuevos y tierra nueva 124
En la casa del Padre 125
20. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (1) 126
La enseñanza de Pablo 126
¿Cómo resucitaremos? 127
A imitación de Pablo 128
21. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS (2) 130
La pascua del Señor 130
El kerigma 131
Significado de la resurrección 132
Muy consolador 132

138

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