Cap 3 Educar Moralmente Adela Cortina PDF

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EDUCAR MORALMENTE ¿QUE

¿VALORES PARA QUE SOCIEDAD?

TOMAR CONCIENCIA DEL PROPIO TIEMPO l.

Tiempos de desorientación

Como comentábamos al comienzo de este libro, nos encontramos en tiempos de preocupación por
los valores morales por parte de los más variados colectivos: políticos, empresarios, médicos,
científicos, movimientos sociales y periodistas se muestran preocupa-dos por una revitalización de
sus profesiones. Ahora bien, si hay dos colectivos que aventajan a los restantes en preocupación
son los padres y los profesores.

Los profesores se ven de pronto confrontados a la nueva legislación educativa, que les implica en la
formación en valores. Pero, además, a poca conciencia que tengan acerca de en qué consiste la
función docente, saben que no existe ninguna educación neutral, sino que cualquier tipo de
educación está siempre impregnado de valores.

En lo que respecta a los padres, ven mermada su autoridad, creen que el grupo de amigos y los
medios de comunicación merecen a sus hijos más crédito que ellos mismos y, por si faltara poco,
consideran frecuentemente que nos encontramos en un mundo en crisis, en el que hemos perdido
los referentes tradicionales de valor.

Sin embargo, unos y otros se percatan de que es fundamental transmitir valores a sus hijos y
alumnos, entre otras razones por-que creen que los valores que ellos aprecian son indispensables
para acondicionar la vida de sus hijos y hacerla habitable: son indispensables para vivir
humanamente.

Entre la desorientación, por una parte, y la necesidad de educar por la otra, se plantea entonces la
gran pregunta: ¿Qué hacer? ¿En qué valores educar?

2. El perfil valorativo de una sociedad

Tomar el pulso a distintos colectivos sociales con el objetivo de averiguar cuáles son los valores que
más estiman, construir su «perfil valorativo», es una de las tareas que entusiasman a los sociólogos
y encandilan al público. Saber cuáles son los valores de los jóvenes, de los empresarios, de los
latinoamericanos en general, de los colombianos en particular, o de los lectores de una revista, es
algo que siempre despierta interés entre los ciudadanos, aunque sólo sea porque nos interesa
descubrir nuestra identidad.

En definitiva, más verdadero que el refrán «Dime con quién andas, y te diré quién eres», es este
otro: «Dime qué valoras, y te diré quién eres». El perfil de una persona o de una sociedad es el de
sus valores, el de sus preferencias valorativas a la hora de elegir, de tomar un camino u otro.
Ciertamente, la dificultad de las encuestas consiste en que, a pesar de todos los esfuerzos, no acaban
de resultar demasiado fiables, y por eso siempre hay que tenerlas en cuenta con muchas reservas.
A mayor abundamiento, en ocasiones el lector tiene la sensación de que él podía haber anticipado
los datos de la encuesta, y por mucho menos dinero, es decir, gratis. Porque cuando se trata de la
realidad que nos circunda, con un poco de olfato podemos descubrir lo que a los encuestadores
cuesta mucho más tiempo y dinero.

la realidad que nos circunda, con un poco de olfato podemos descubrir lo que a los encuestadores
cuesta mucho más tiempo y dinero. Tal vez por esa idea de ahorro, hoy en día tan necesario, vamos
a tomar aquí el pulso a los valores de nuestra sociedad sin someterla a encuestas, sino calándonos
las antenas y percibiendo en las elecciones que realmente la gente hace qué es lo que de verdad
valora.

Para hacerlo necesitaremos un termómetro, sin el que no hay posibilidad de tomar la temperatura,
y vamos a recurrir en este caso a los valores que componen lo que llamamos una «ética cívica», que
son aquéllos que ya comparten todos los grupos de una sociedad pluralista y democrática, y a los
que hemos aludido al final del capítulo anterior.

Que los ciudadanos los compartan no significa que vivan según ellos, o que realicen sus opciones
teniéndolos por referente, porque aquí hay que distinguir entre los valores según los que realmente
elegimos y aquéllos que decimos que se deben estimar.

Por ejemplo, yo puedo tomar por referente mi propio beneficio a la hora de tomar decisiones, y
afirmar, sin embargo, que la solidaridad es un valor muy superior al egoísmo. Y es que entre lo que
hacemos y lo que decimos que se debe hacer hay todo un mundo: un mundo del que precisamente
se ocupa la ética.

Vamos, pues, a poner a nuestra sociedad el termómetro de esos valores que componen la ética
cívica, para ver cómo andamos de temperatura y qué de todo esto habríamos de transmitir en la
educación.

3. Nuestro capital axiológico.

Como en otro lugar he comentado con mayor detalle, los valores que componen una ética cívica son
fundamentalmente la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y el diálogo, o, mejor
dicho, la disposición a resolver los problemas comunes a través del diálogo.

Se trata de valores que cualquier centro, público o privado, ha de transmitir en la educación, porque
son los que durante siglos hemos tenido que aprender y ya van formando parte de nuestro mejor
tesoro. Que sin duda los avances técnicos son valiosos, pero se pueden dirigir en un sentido u otro,
se pueden encaminar hacia la libertad o la opresión, hacia la igualdad o la desigualdad, y es
precisamente la dirección que les damos lo que los convierte en valiosos o en rechazables.

Sin ir más lejos, el progreso en ingeniería genética es indudable, pero puede utilizarse para evitar
enfermedades genéticas, en cuyo caso es auténtico progreso humano, o para «mejorar la raza». En
este último caso sería un regreso, más que un progreso, porque creer que hay razas superiores, que
los altos son más personas que los bajitos, o los rubios preferibles a los morenos, es creencia ya
trasnochada y obsoleta. El auténtico progreso humano ha consistido en descubrir creativamente el
valor de la igualdad, a pesar de las diferencias y en ellas. Por eso, si alguien intentara «mejorar la
raza» mediante la manipulación genética, no haría sino dar a entender su convicción de que hay
seres humanos superiores e inferiores, lo cual es un auténtico atraso, un rotundo retroceso.

De ahí que podamos afirmar que nuestro «capital axiológico», nuestro haber en valores, es nuestro
mejor tesoro. Un capital que merece la pena invertir en nuestras elecciones porque generará
sustanciosos intereses en materia de humanidad.

4. Más allá del triunfalismo y del catastrofismo.

Pasando ya a tomar el pulso o la temperatura a nuestro valor, nos encontramos en primera instancia
que no hay motivos ni para el triunfalismo ni para el catastrofismo.

No hay motivos para el triunfalismo porque, aunque nadie se atreve a denigrar públicamente a los
valores que hemos menciona-do, y aunque tirios y troyanos se hacen lenguas de sus bondades,
todavía queda mucho camino por andar en lo que toca a su realización. Como ya hemos apuntado,
entre las declaraciones públicas sobre los valores que deben ser valorados y las realizaciones de la
vida corriente y moliente, entre el dicho y el hecho, hay todavía un gran trecho. De ahí que las
posiciones triunfalistas disten mucho de tener una base suficiente para el entusiasmo.

Ahora bien, tampoco la tienen los catastrofistas y apocalípticos para proclamar atroche y moche
que nos encontramos en una época de desmoralización como jamás se vio en tiempos anteriores,
que este grado de inmoralidad que hemos alcanzado es ya irrespirable. En realidad, conviene
recordar que nunca hubo una Edad de Oro de la moralidad, nunca hubo un tiempo en que los valores
mencionados se vivieran a pleno pulmón y orientaran las opciones reales de las gentes. Y en lo que
al ambiente irrespirable hace, bastante oxígeno todavía nos queda, y no sólo en tantas personas y
grupos que viven. bien altos de moral, sino también en los ciudadanos que se asombran ante las
noticias de inmoralidad. Si tales noticias lo son y aparecen en los periódicos, es porque esas
inmoralidades no son lo habitual en la vida cotidiana, sino lo raro, lo escaso, lo chocante y, por lo
mismo, lo que los medios de comunicación creen que vende.

Vamos a situarnos, pues, más allá del triunfalismo y del catastrofismo, reconociendo que en esto de
los valores morales llevamos andado un buen trecho y nos queda asimismo otro buen trecho por
andar. Y para comprobarlo, repasaremos cada uno de los valores que componen la ética cívica, por
ver cuáles son los que en nuestra sociedad están realmente en el candelero, cuáles están más en el
dicho que en el hecho, y cuáles, por último, parece que van quedando relegados incluso en el dicho.

11. TOMANDO EL PULSO A NUESTROS VALORES.

1. Libertad.

La libertad es el primero de los valores que defendió la Revolución Francesa y sin duda uno de los
más preciados para la humanidad. Quien goza siendo esclavo, quien disfruta dejando que otros le
dominen y decidan su suerte por él, está perdiendo una de las posibilidades más plenificantes de
nuestro ser personas.

Sin embargo, también es cierto que un valor tan atractivo ha tenido y tiene distintos significados, y
que conviene diferenciarlos con objeto de averiguar si en nuestra sociedad la libertad es o no un
valor en alza, o si lo es sólo alguno de sus significados y otros no. Con lo cual tendremos el camino
preparado para ir pensando en qué idea de libertad queremos educar. ¿Qué es, pues, la libertad?

1.1 Libertad como participación.


Caracterización.
La primera idea de libertad que se gesta en la política y la filosofía occidental, es la que Benjamin
Constant denominó «libertad de los antiguos» en una excelente conferencia titulada «De la
libertad de los antiguos comparada con la de los modernos»18• Se refiere con esa expresión a
la libertad política de la que gozaban los ciudadanos en la Atenas de Pericles, es decir, en el
tiempo en que se instauró la democracia en Atenas.

Los ciudadanos eran allí los hombres libres, a diferencia de los esclavos, las mujeres, los metecos y
los niños, que no eran libres. Y eso significaba fundamentalmente que podían acudir a la asamblea
de la ciudad, a deliberar con los demás ciudadanos y a tomar decisiones conjuntamente sobre la
organización de la vida de la ciudad.

«Libertad» significaba, pues, sustancialmente •participación en los asuntos públicos», derecho a


tomar parte en las decisiones comunes, después de haber deliberado conjuntamente sobre todas
las posibles opciones.

• Temperatura.

Ante una idea de libertad como la que acabamos de exponer cabe preguntar sin duda si es apreciada
positivamente en nuestro tiempo y nuestra sociedad o si, por el contrario, no despierta demasiado
entusiasmo.

En lo que respecta a la participación política, creo que no es un valor precisamente en alza entre
nosotros. Por una parte, por-que la política ha perdido de algún modo el halo que en algún tiempo
le rodeara, y las gentes prefieren dedicarse a otras actividades, propias de la sociedad civil. Pero
además tampoco ven los ciudadanos que su participación en las decisiones políticas a través de los
votos influyan demasiado en la marcha de los acontecimientos, y acaban «desencantados», con una
enorme apatía en estas materias.

Ahora bien, la idea de libertad como participación puede limitarse a la vida política o bien
extenderse a otros ámbitos de la vida social. Porque puede suceder que algunas personas -o
muchas-no tengan vocación para la política, pero todas deberían estar implica-das en las decisiones
que se toman en algunos ámbitos públicos: la escuela, el instituto, la empresa, las asociaciones de
vecinos o de consumidores, las ONGs, etc. Hay una gran cantidad de espacios de participación en
que las personas pueden implicarse si desean ser libres en este primer sentido de libertad. Y, sin
embargo, no parece ser éste un valor en alza.

Por el contrario, es el nuestro un tiempo en que se aprecia más la privacidad, la defensa de la vida
privada, que la participación. Es el segundo concepto de libertad el que se aprecia, más que el
primero.

1.2 Libertad como independencia.


 Caracterización.
Como el mismo Benjamín Constant recoge en la conferencia que hemos mencionado, el inicio de la
Modernidad supone el nacimiento de un nuevo concepto de libertad en los siglos XVI y XVII: la
«libertad de los modernos» o libertad como independencia, estrechamente ligada al surgimiento
del individuo.

En épocas anteriores se entendía que el interés de un individuo es inseparable del de su comunidad,


porque a cada uno de los individuos le interesa que subsista y prospere la comunidad en la que vive,
ya que del bienestar de su comunidad depende el suyo propio. Sin embargo, en la Modernidad
empieza a entenderse que los intereses de los individuos pueden ser distintos de los de su
comunidad, e incluso que pueden ser contrapuestos. Por lo tanto, que conviene establecer los
límites entre cada individuo y los demás, como también entre cada individuo y la comunidad, y
asegurar que todos los individuos dispongan de un espacio en que moverse libremente sin que nadie
pueda interferir.

Así nacen todo un conjunto de libertades que son sumamente apreciables: la libertad de conciencia,
de expresión, de asociación, de reunión, de desplazamiento por un territorio, etc. Todas ellas tienen
en común la idea de que es libre aquél que puede realizar determinadas acciones (profesar o no una
determinada fe, expresarse, asociarse con otros, reunirse, desplazarse, etc.) sin que los demás
tengan derecho a obstaculizarlas.

A esta libertad que consiste en garantizar un ámbito en el que nadie puede interferir, es a lo que
Constant llamó «libertad de los modernos», y consiste fundamentalmente en asegurar la propia
independencia.

Éste es el tipo de libertad que más apreciamos en la Modernidad, porque nos permite disfrutar de
la vida privada: la vida familiar, el círculo de amigos, las asociaciones en las que entramos
voluntariamente, nuestros bienes económicos, garantizados por el carácter sagrado de la propiedad
privada. En esta vida privada no pueden intervenir ni los demás individuos ni el Estado.

A diferencia de la democracia ateniense que identifica la auténtica libertad con la participación en


la vida pública, la Modernidad estrena la libertad como independencia, como disfrute celo-so de la
vida privada.

Temperatura.

Que cada persona pueda gozar de un amplio abanico de libertades sin que nadie tenga derecho a
impedírselo es sin duda una de las grandes conquistas de la Modernidad. Por eso nos repugna que
a una persona se le encarcele, o incluso se le condene a muerte, por expresar una opinión, por
escribir un libro o por ser miembro de una asociación que no daña a nadie.

También encontramos inadmisible que los medios de comunicación se inmiscuyan en la vida privada
de algunas personas y aten-ten contra su derecho a la intimidad, contando detalles de su vida íntima
que nadie tiene derecho a revelar. Excepto en los casos en que esas personas han sido las primeras
en vender su intimidad a los medios de comunicación, cobrando exorbitantes exclusivas por contar
sus relaciones conyugales, extraconyugales y otras lindezas que entusiasman a parte de los lectores.
Pero, si no es este el caso, encontramos inadmisibles los atentados contra la intimidad y contra las
restantes libertades.
Ahora bien, entender por «libertad» exclusivamente este tipo de independencia da lugar a un
individualismo egoísta, de individuos cerrados sobre sus propios intereses. Cada uno exige que se
respeten sus derechos, pero nadie está dispuesto a dejarse la piel para conseguir que se respeten
los derechos de los demás. Cuando lo convincente sería afirmar que un individuo sólo se ve
legitimado para reclamar determinados derechos cuando está dispuesto a exigirlos para cualquier
otra persona: que yo no puedo exigir como humano un derecho que no esté dispuesto a exigir con
igual fuerza para cualquier otro.

Y aquí me parece que nuestro tiempo no tiene una temperatura muy alta. Cuando lo bien cierto es
que un valor que no se universalice deja de estar a la altura moral de nuestro tiempo.

Lo que sucede es que universalizar las libertades de todos exige solidaridad. Las personas somos
desiguales, en cuanto que unas son más fuertes en unos aspectos y otras son más débiles, y si no
hay ayuda mutua resulta imposible que todos podamos gozar de la libertad.

Por eso, aunque es verdad que la libertad como independencia es hoy un valor muy estimado, urge
en la educación ir transmitiendo que este valor no se mantiene sin solidaridad.

Lo cual exige para cada uno ir más allá de la vida privada y comprometerse también en la pública
para que el respeto de las libertades sea universal. «Pública», como hemos dicho, no significa
necesariamente «política», sino que se refiere al ámbito en que los intereses de todos están en
juego, y no sólo mis intereses privados.

1.3 Libertad como autonomía.

Caracterización

En el siglo XVIII, con la Ilustración, nace una tercera idea de libertad: la libertad entendida como
autonomía. Libre será ahora aquella persona que es autónoma, es decir, que es capaz de darse sus
propias leyes. Los que se someten a leyes ajenas son «heterónomos», en definitiva, esclavos y
siervos; mientras que aquéllos que se dan sus propias leyes y las cumplen son verdaderamente
libres.

Sucede, sin embargo, que es importante entender bien la idea de autonomía porque, a primera
vista, puede parecer que «darme a mí misma mis propias leyes» significa «hacer lo que me venga
en gana», y nada más alejado de la realidad.

«Darme mis propias leyes» significa que los seres humanos, como tales, nos percatamos de que
existen un tipo de acciones que nos humanizan (ser coherentes, fieles a nosotros mismos, veraces,
solidarios) y otras que nos deshumanizan (matar, mentir, calumniar, ser hipócritas o serviles etc.), y
también nos apercibimos de que ese tipo de acciones merece la pena hacerlas o evitarlas
precisamente porque nos humanizan o porque nos deshumanizan, y no porque otros nos ordenen
realizarlas o nos las prohíban.

Ser libre entonces exige saber detectar qué humaniza y qué no, como también aprender a
incorporarlo en la vida cotidiana, creándose una auténtica personalidad. Y precisamente porque se
trata de leyes comunes a todos los seres humanos, la cuestión es aquí universalizarlas, a diferencia
de lo que podría ocurrir con un individualismo egoísta. ¿cómo anda de valorada esta idea de
libertad?
• Temperatura.

Yo me temo que, aun cuando todo el mundo habla de ella, y todos dicen querer ser autónomos, no
siervos, no esclavos, la autonomía exige un esfuerzo que bien pocos están realmente dispuestos a
realizar. Porque tratar de discernir cuáles son las acciones que verdaderamente humanizan y optar
por ellas en los casos concretos, exige un acopio de personalidad bastante considerable.

Lo habitual no es optar por leyes propias, sino sumarse a las de otros, que pueden ser:

1) La mayoría. Ésta es una opción muy descansada, porque permite no discurrir, sino atenerse
a lo que dicen otros, y además favorece la tendencia que todos tenemos a integrarnos en el
grupo más fuerte, para estar protegidos y respaldados por él.

Conviene aquí no confundirse, porque la regla de mayoría es utilizada para tomar decisiones
políticas en una democracia, por-que lograr unanimidad -que sería lo ideal-resulta muy
difícil. Pero aquí no hablamos de un mecanismo, sino de la tendencia que tenemos las
personas a forjar nuestras convicciones según las de la mayoría, para estar instalados
cómodamente en ella. Comportarse de este modo no es en modo alguno optar por la
autonomía.
2) Pero tampoco lo es forjarse las propias opiniones tomándolas prestadas de un determinado
periódico, de un concreto «predicador» de la televisión o del participante en una tertulia.
Eso sigue siendo heteronomía, no querer forjarse el propio juicio.

3) Como sigue siendo heteronomía plegarse a los hechos, conformarse con lo que hay, y
acabar afirmando que no podemos cambiar el mundo, porque es como es y no puede ser
de otra manera.
La libertad como autonomía no es fácil, exige cultivo y aprendizaje, y merece la pena realizar
uno y otro, porque es uno de nuestros más preciados valores. A mayor abundamiento, la
autonomía sí puede universalizarse, siempre que se practique la solidaridad.

2. Igualdad.

• Caracterización.

El valor de la igualdad es el segundo de los que proclama la Revolu~ión Francesa, y tiene a su vez
distintas acepciones:

1) Igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.

2) Igualdad de oportunidades. En virtud de la cual las sociedades se comprometen a compensar las


desigualdades natura-les y sociales de nacimiento, para que todos puedan acceder a puestos de
interés.

3) Igualdad en ciertas prestaciones sociales, que han sido universalizadas, gracias al Estado social de
derecho. Sin embarga, todas estas nociones de igualdad son políticas y económicas y hunden sus
raíces en una idea más profunda: todas las personas son iguales en dignidad, hecho. por el cual
todas merecen igual consideración y respeto.
La igual dignidad de las personas, que tiene raíces religiosas y filosóficas, presenta exigencias de
mucha envergadura, tanto a las sociedades, como, en nuestro caso, a los educadores.

A las sociedades les exige, además de garantizar la igualdad ante la ley y la igualdad de
oportunidades, proteger lo que se han llamado «derechos humanos de la segunda generación, o
bien «derechos económicos, sociales y culturales»: el derecho a la educación, a la atención sanitaria,
al trabajo, a la vivienda, al desempleo, a la jubilación, etc. Todos esos derechos que permiten a una
persona proyectar su vida contando con una educación suficiente, sin la angustia que produce la
enfermedad, la falta de trabajo o de vivienda.

Normalmente de estos derechos se ocupan, mal que bien, los gobiernos. Y, sin embargo, lo
importante .es que tomen conciencia de ellos las sociedades, cosa que empieza en la educación.

El valor de la igualdad exige sin duda que el niño vaya aprendiendo a degustar cómo los demás son
iguales a él, sea cual fuere su raza, sexo, edad o condición social. Porque, aunque tanto se dice del
racismo y la xenofobia como obstáculos ante la conciencia de la igual-dad, también es cierto que
mayores obstáculos son todavía el desprecio al pobre (la «aporofobia»), al anciano, al discapacitado.
El débil suele ser, en cualquier caso, el que corre la peor suerte.

• Termómetro.

El valor de la igualdad está encarnado en nuestras sociedades verbalmente, pero la verdad es que
la ley dista mucho de tratar por igual a todos los ciudadanos, y aún queda mucho camino para que
todos gocemos de iguales oportunidades vitales. Ahora bien, lo que aquí más nos importa es que
entre las personas corrientes el trato sigue siendo desigual: afable y servil con los encumbrados,
rudo y despreciativo con los más débiles. Siempre dos varas de medir, dos formas de actuar.

Por otra parte, en estos momentos de «postutopía» incluso parece estar en baja el ideal de
conseguir una mayor igualación económica y social, un ideal que sirvió de motor a tantos
movimiento-tos en décadas anteriores. Parece que regresa la idea de que aquél al que no le va
mejor en la vida es por culpa suya, trátese de personas o de países.

Y, sin embargo, el valor de la igualdad es uno de los más preciados entre los que hemos ido probando
históricamente. Perder la ilusión por él significa, no sólo retroceder en lo ganado, sino dar muestras
de una estupidez bastante considerable. Porque no hay mayor muestra de idiotez que la de quien
se cree superior, sea a nivel personal, sea como raza o clase.

3. Respeto activo.

 Caracterización.

En las democracias liberales se entiende que uno de los valores sin los que no hay convivencia
posible es la tolerancia y que, por lo tanto, es uno de los que merece la pena fomentar en la
educación.

Ciertamente la tolerancia, del tipo que sea, es mejor que la intolerancia de quienes se empeñan en
imponer su voluntad a diestro y siniestro. Lo cual no ocurre sólo con las ideologías, sino con muchas
más cosas.
Sin embargo, la sola tolerancia tiene el inconveniente de poder convertirse fácilmente en
indiferencia, y entonces, más que interés por que el otro pueda vivir según sus convicciones y sus
criterios, es sencillamente desinterés, dejar que el otro se las componga como pueda. Por eso la
tolerancia, así entendida es todavía un valor bastante inferior al verdaderamente positivo, que es,
más que tolerancia, respeto activo.

Consiste el respeto activo en el interés por comprender a otros y por ayudarles a llevar adelante sus
planes de vida. En un mundo de desiguales, en que unos son más fuertes que otros en determina-
dos aspectos, sin un respeto activo es imposible que todos puedan desarrollar sus proyectos de vida,
porque los más débiles rara vez estarán en condiciones de hacerlo.

Temperatura.

El respeto activo es un valor menos estimado hoy que la tolerancia pasiva. Dejar que otros hagan,
con tal de que a mí también me dejen en paz, es casi una consigna en las sociedades con democracia
liberal.

Pero incluso la tolerancia pasiva acaba desapareciendo si no tiene su base en un aprecio positivo
del otro, porque a la larga, en cuanto el otro incomoda, podemos pasar a ser intolerantes, ya que
no le apreciamos realmente.

Por eso urge en la educación fomentar el respeto activo por los otros, que normalmente desemboca
en solidaridad.

Solidaridad

• Caracterización

El valor solidaridad constituye una versión secularizada del valor fraternidad, que es el tercero de
los que defendió la Revolución Francesa. La fraternidad exige en buena ley que todas las personas
sean hijas del mismo Padre, idea difícil de defender sin un trasfondo religioso común. Por eso la
fraternidad de origen religioso cristaliza, secularizada, en la solidaridad; uno de los valores más
necesarios para acondicionar la existencia humana y que sea habitable, en la línea de lo que
veníamos diciendo.

El valor de la solidaridad se plasma en dos tipos al menos de realidades personales y sociales:

En la relación que existe entre personas que participan con el mismo interés en cierta cosa, ya que
del esfuerzo de todas ellas depende el éxito de la causa común.

Por ejemplo, el esfuerzo de los que navegan en un mismo barco para que no se hunda.

-En la actitud de una persona que pone interés en otras y se esfuerza por las empresas o asuntos
de esas otras personas.

Por ejemplo, el esfuerzo realizado por los miembros de una organización de ayuda al Tercer Mundo.

En el primero de los casos la solidaridad es un valor indispensable para la propia subsistencia y la de


todo el grupo.
En el segundo caso, no es indispensable para la propia subsistencia, porque yo puedo sobrevivir
aunque los otros perezcan; sin embargo, lo que es muy dudoso es que pueda sobrevivir bien. Por-
que sucede que las personas no sólo queremos vivir, sino vivir bien, y esto mal puede hacerse desde
la indiferencia ante el sufrimiento ajeno.

Ahora bien, así como el segundo tipo de solidaridad es siempre un valor moral, como podemos
comprobar sometiéndolo al test que propusimos en el capítulo anterior, el primer tipo de
solidaridad puede no ser un valor moral, y esto conviene comentarlo brevemente.

En efecto, ejemplo del primer tipo de solidaridad es el de cualquier colectivo que necesita para
sobrevivir del esfuerzo de sus miembros, y esto puede hacerlo a toda costa, incluso a costa de
valores clave, como la justicia.

Imaginemos que un departamento universitario decide dar todas las plazas que en él se convoquen
únicamente a los que ya están trabajando en él. Aunque las plazas salgan a concurso libre, y
legalmente pueda optar a ellas cualquier ciudadano que reúna los requisitos oficialmente
publicados, los miembros del departamento se han comprometido, implícita o explícitamente, a
impedir la entrada a cualquiera que venga de fuera. Así ellos tendrán garantiza-dos sus puestos, lo
cual bien merece emplear un «esfuerzo solida-rio». Este tipo de «solidaridad» recibe, como
sabemos, el nombre de «endogamia»

Obviamente, la solidaridad no es aquí un valor moral, porque todos invierten su esfuerzo en una
causa común, pero en una causa injusta, ya que el criterio de justicia para asignar una plaza es que
debe darse a quien tenga más méritos, no a los de casa.

En este sentido, también hay solidaridad entre los miembros del Ku Klux Klan cuando se ayudan
entre sí para eliminar a los negros y tienen buen cuidado en no delatarse mutuamente. Pero les
ocurre lo que, en el caso anterior, sólo que agravado, porque la causa por la que se solidarizan es
radicalmente injusta.

Por eso con la solidaridad conviene llevar cuidado, ya que sólo es un valor moral cuando no es
solidaridad grupal, sino solidaridad universal, es decir, cuando las personas actúan pensando, no
sólo en el interés particular de los miembros de un grupo, sino también de todos los afectados por
las acciones que realizar el grupo.

En los casos anteriores son también afectadas las personas que pueden presentarse a la plaza, por
aquello de que el concurso es libre, los alumnos que van a sufrir a. quien gane la plaza, y la sociedad
que se acostumbra a optar por la injusticia, no por la justicia, con el trabajo que cuesta cambiar un
mal hábito; y en el segundo caso, las personas de color que van a padecer la discriminación, los
blancos inteligentes, conscientes de que todos somos iguales, y nuevamente la sociedad en general,
que precisa después largo tiempo para reponerse de las malas costumbres.

La solidaridad, como valor moral, no es pues grupal, sino universal. Y una solidaridad universal está
reñida inevitablemente con el individualismo cerrado y con la independencia total.

Termómetro
La solidaridad, poco practicada entre los adultos, es en nuestros días un valor en alza entre los
jóvenes, sobre todo en su dimensión de voluntariado.

Como en alguna ocasión ha comentado Gilles Lipovetsky, la ética de estos tiempos democráticos es
más bien una ética «indolora, poco entusiasmada por los deberes, las obligaciones y los sacrificios;
es una ética que sólo se pone en marcha por la espontánea voluntad de los sujetos. Ahora el querer
-no el deber-hacer las cosas, es la «razón» más contundente para embarcarse en una em-presa. Por
eso la voluntad, el querer o no hacer las cosas, ha pasado a primer plano.

Esta primacía de la voluntad es la clave del .crecimiento del voluntariado. Los jóvenes son capaces
de la mayor solidaridad, siempre que no sea impuesta por otros, siempre que no se les ordene ser
solidarios por obligación.

Ahora bien, no cualquier producto de la voluntad tiene esa calidad ética a la que llamamos
«Voluntariado», sino que -como nos recuerda Joaquín García Roca-debe cumplir para tenerla al
menos dos condiciones: la acción voluntaria es un ejercicio ético cuando tiene voluntad de cambio
y hace camino con las víctimas20• Don-de las cosas no pueden cambiar tampoco es posible la ética,
a quien no se le remueve el estómago con las piltrafas, los desechos y los parias carece de la fortaleza
del voluntariado.

Y es que la fuerza de la ética no procede de una voluntad abstracta, que desde el Olimpo se decide
por una cosa u otra, sino de una voluntad implicada hasta las cejas en el sufrimiento y el gozo,
sacudida por la precariedad; una voluntad atenta, capaz de descubrir fuentes de transformación,
donde los indolentes no ven nada.

Para eso, sin embargo, es insuficiente la sola voluntad: es preciso también querer formarse
técnicamente para prestar una ayuda, no sólo cordial, sino también eficaz, poniendo voluntad a la
razón y razón a la voluntad.

Obviamente, esta solidaridad de que hablamos es universal, lo cual significa que traspasa las
fronteras de los grupos y de los países, y se extiende a todos los seres humanos, incluidas las
generaciones futuras. De donde surge la percepción de tres nuevos valores al menos: la paz, el
desarrollo de los pueblos menos favorecí dos y el respeto al medio ambiente. Estos valores
requieren solidaridad universal.

5. El diálogo.

Caracterización.

El diálogo es un valor muy acreditado en la tradición occidental. Al menos desde Sócrates se tiene
al diálogo como uno de los procedimientos más adecuados para encontrar la verdad, porque
partimos de la convicción de que toda persona tiene al menos una parte de verdad, que sólo
dialógicamente puede salir a la luz.

A lo largo de la historia hemos ido comprobando que la manera más humana de resolver los
problemas es el diálogo. Porque la violencia, no sólo no resuelve los problemas, sino que las más de
las veces inicia una imparable «espiral de violencia»; las imposiciones dictatoriales producen un
daño ya en el presente y además generan sentimientos de odio y venganza que pueden durar siglos.
Ejemplo de ellos son las guerras de la antigua Yugoslavia y un largo etcétera.
Por contra, las soluciones dialogadas son las verdaderamente constructivas, pero siempre que los
diálogos reúnan una serie de requisitos. En este sentido es en el que la ética discursiva, una de, las
éticas más relevantes en este momento, ha señalado los requisitos que debe reunir un diálogo para
constituir un auténtico valor.

1) Quien se toma el diálogo en serio no ingresa en él convencido de que el interlocutor nada


tiene que aportar. Está, pues, dispuesto a escucharle.
2) Eso significa que no cree tener ya toda la verdad clara y diáfana, y que el interlocutor es un
sujeto al que convencer, no alguien con quien dialogar. Un diálogo es bilateral, no unilateral.
3) Quien dialoga en serio está dispuesto a escuchar para mantener su posición si no le
convencen los argumentos del interlocutor, o para modificarla si tales argumentos le
convencen. Pero también está dispuesto a aducir sus propios argumentos y a dejarse
«derrotar», si viene al caso.
4) Quien dialoga en serio está preocupado por encontrar una solución correcta y, por tanto,
por entenderse con su interlocutor. «Entenderse» no significa lograr un acuerdo total, pero
sí descubrir todo lo que ya tenemos en común.
5) La decisión final, para ser correcta, no tiene que atender a intereses individuales o grupales,
sino a intereses universalizables, es decir, a los de todos los afectados.

• Temperatura

Los diálogos están de moda en nuestras sociedades. Las «cumbres» se suceden, y en ellas se reúnen
los poderosos de la tierra para hablar de los problemas de los débiles). Sin embargo, rara vez los
débiles están invitados; y, si lo están, rara vez cuentan sus intereses a la hora de tomar decisiones.

Por otra parte, en los distintos países la forma de resolver los problemas no suele consistir en
potenciar diálogos con estas características entre los ciudadanos, para tratar de decidir
conjuntamente lo mejor para todos.

Y, sin embargo, es la forma más humana de ir acondicionando juntos nuestra existencia común y de
ir incorporando a ella aquellos valores que la hagan realmente humana.

Antes de terminar este capítulo conviene aclarar que no hemos mencionado en él el valor justicia,
y no lo hemos hecho porque es un valor que articula los restantes: el respeto a la libertad y su
potenciación, el fomento de la igualdad, la realización de la solidaridad, como también tomar las
decisiones comunes dialógicamente, teniendo por interlocutores a todos los afectados por ellas.

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