Jesús de Nazaret y El Templo PDF

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Jesús y el Templo

Carmen Bernabé
Universidad de Deusto

Mc 11,15-19. Llegaron a Jerusalén. Una vez allí, entró Jesús en el Templo y comenzó a
echar fuera a los vendedores y compradores; volcó la smesas de los cambistas y lso
puestos de los vendedores de palomas, y nopermitía que nadie transportara cosas por
el Templo. Y les enseñaba diciendo: “¿No está escrito: MI casa será llamada casa de
oración para todas las gentes? Pero vosotros la tenéis hecha una cueva de bandidos”.
Se enteraron de esto los sumos sacerdotes y los escribas, que buscaban la forma de
poder matarle.

El Templo de Jerusalén era el lugar donde Yahvé se hacía presente entre su


pueblo. Se dice que su gloria habitaba en el Santo de los Santos. El Templo era así el
símbolo de la elección del pueblo y de su identidad nacional. Después de la
destrucción de los santuarios locales y la unificación del culto en Jerusalén, el templo
se había convertido en el centro cultual, cultural, político y económico por
excelencia. Ni los templos de la Diáspora egipcia (Elefantina, Leontópolis), ni el del
Garizín le hacían sombra.Era además, el Banco nacional y el lugar de la identidad judía.

El Templo, reconstruido muy humildemente después del exilio, había sido


engrandecido por Herodes el Grande quien lo alargó hacia el sur y hacia el oeste,
rellenando para ello parte de los valles que lo limitaban. Había comenzado las obras
hacia el 20 a.C. y sólo se terminó por completo hacía los primeros años de la década
de los sesenta, poco antes de ser quemado por los romanos.

a) Descripción del templo

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El edificio estaba situado en el monte del templo, en la colina oriental de
Jerusalén. Allí había una enorme explanada rodeada por columnas que sostenían unos
pórticos; y en medio de esa explanada se encontraba el Templo propiamente dicho.
Éste, a su vez, se hallaba sobre una plataforma elevada y rodeada por una valla donde
estaban colocadas inscripciones, en griego y en latín, advirtiendo que estaba prohibida
la entrada a los gentiles bajo pena de muerte. Constaba de dos patios o atrios
sucesivos, a cielo abierto, que daban paso al santuario cerrado.

El atrio más exterior era el llamado el atrio de las mujeres, porque allí
permanecían éstas en las grandes celebraciones, y sólo hasta allí les era permitido el
acceso, excepto en ocasiones especiales como ciertos sacrificios personales. En este
atrio había varias cámaras dedicadas a guardar madera, aceite, o los lugares donde
esperaban los leprosos o los nazareos que tenían que cumplir los ritos prescritos. En
este atrio, el Día del Perdón, el Sumo Sacerdote leía la Toráh al pueblo; y en la Fiesta
de los Tabernáculos, tenía lugar allí una gran fiesta, en la que los hombres bailaban, y
para la cual se iluminaba con antorchas todo el patio.

Por unas escalinatas y la puerta de Nicanor, situada en este atrio, se accedía al


atrio siguiente, el atrio interior, más elevado, más grande, y dividido en dos: el atrio de
los Israelitas, donde se quedaban los varones laicos judíos, y el atrio de los sacerdotes,
en medio del cual se situaba el altar donde se realizaban los sacrificios. Al oeste de
este atrio se encontraba el santuario propiamente dicho. Elevado en una plataforma a
la que se accedía por unas escaleras desde las que los sacerdotes bendecían al pueblo,
era un edificio cerrado con un pequeño atrio, una cámara llamada Ael Santo@, donde
estaba el altar de oro para el incienso que ofrecía cada mañana y cada noche un
sacerdote; un altar para los panes de la presencia que se cambiaban cada semana; y el
candelabro de siete brazos. Separado por una cortina, se encontraba el Santo de los
Santos, donde había estado el Arca de la Alianza, pero que ahora estaba vacío. Allí sólo
podía entrar el Sumo Sacerdote, una vez al año, el Día del Perdón, para ofrecer
incienso. Alrededor del Santuario había 13 habitaciones que se utilizaban para
diferentes usos (tesoro, vestiduras..).

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El Templo albergaba también una especie de Banco Nacional, pues allí se
depositaba el dinero de los impuestos que cada Israelita debía pagar al templo, así
como dinero privado que personas muy ricas dejaban en depósito para que estuviera
más seguro. Además, el Templo recogía los diezmos y las primicias de las cosechas con
lo que se proveía al culto y al sustento del personal del Templo.

En época romana, en la fortaleza Antonia, que estaba situada en la esquina


noroccidental abía una guarnición romana que tenía acceso directo a la explanada del
templo y que podía intervenir en caso de altercado durante las grandes fiestas.

Tenía 13 puertas por donde acceder al recinto, pero quizá la entrada más
popular fuera la del sur que constaba de una gran escalinata con varias puertas (doble,
triple), y que era por donde solían acceder la mayoría de los visitantes. Allí estaban
situados también unos baños para las purificaciones. En el lado oeste existían otras
entradas que por medio de puentes salvaban el valle del Tyropeon que se encontraba
entre el templo y la colina occidental o ciudad alta donde habitaba la nobleza y la élite.

En los pórticos de la gran explanada estaban los bancos donde sacerdotes y


maestros de la ley enseñaban o discutían sobre su interpretación.

b) El Culto y el sacrificio cotidiano

Lo fundamental en el culto del Templo eran los sacrificios de animales que se


hacían dos veces al día, por la mañana y al atardecer; además estaban los sacrificios
particulares. Los sacrificios los ofrecían los sacerdotes divididos en 24 grupos que
volvían a sus casas y a sus oficios una vez terminado su turno. El culto del templo
requería una multitud de servicios que estaban perfectamente organizados y
distribuidos entre el personal del Templo, en los que entraban los sacerdotes, pero
también los levitas, incluso algunas delegaciones de laicos cuya labor era rezar
mientras los sacerdotes sacrificaban. Tanto las actividades diarias como la organización
están descritas detalladamente en el tratado qodasim de la Mishná.

Había un encargado de despertar a los demás antes de la salida del sol, y otro
de sortear y distribuir las múltiples tareas que suponía el culto: limpiar el altar, matar
el cordero, recoger la sangre, partirlo en doce trozos.. Una vez hechos los preparativos,
los levitas abrían las puertas , y se encendían cinco brazos del candelabro; los
sacerdotes y levitas se reunían a rezar el Shemá y las bendiciones, después se
encendían los dos brazos restantes, se ofrecía el incienso (se hacía por suertes) y se
bendecía al pueblo; después se ofrecía el cordero (doce sacerdotes, por suertes,
llevaban los trozos al sacerdote que le había tocado oficiar quien los arrojaba al fuego.
Sólo cuando había finalizado el sacrificio oficial se realizaban los sacrificios personales.
En ciertos días de fiesta el sacrificio era seguido por la lectura de la Ley. Y los sábados
se ofrecía un tercer cordero por todo el pueblo.

Todo Israelita varón mayor de doce años tenía la obligación de acudir al templo al
menos una vez al año, preferentemente por la fiesta de Pascua (Ex 23,17; Dt 16,16),
aunque también se recomendaba acudir en Pentecostés y en Sukkot (las Tiendas) . Los

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judíos que habitaban en la Diáspora raramente acudían, y los que se encontraban en
Palestina, normalmente acudían en Pascua . Entonces se hacía el sacrificio de un
cordero por familia que había de consumirse esa misma noche, fuera del templo pero
dentro de Jerusalén.

Había dos tipos de sacrificios, el de expiación para perdón de los pecados; y el de


comunión. En el primero la victima era quemada totalmente, mientras en el segundo,
parte de ella era quemada y parte comida por los oferentes, simbolizando, en esa
asociación en la comida, la comunión con Yahveh.

El culto sacrificial tenía una lógica implícita y compartida culturalmente. El objeto


ofrecido, el animal puro y sin tacha, representaba al oferente que también debía
estarlo. La impureza era todo aquello que significaba mezcla, quiebra de la totalidad
o la perfección, cercanía con la muerte. Y la razón era que se pensaba a Dios como lo
perfecto, la vida, la totalidad por antonomasia. El sacerdote tomaba la ofrenda y la
llevaba a un lugar intermedio (el altar) entre el espacio del oferente y el de Dios. Allí
era sacrificada, es decir, era separada para Dios y entraba en su espacio. El sacerdote,
así pues, actuaba como un puente entre Dios y el oferente. Por medio de él y de su
actividad en esa zona marginal (el altar), la ofrenda pasaba al mundo de Dios y los
beneficios de Dios (perdón, comunión...) pasaban al oferente. El sacrificio significaba
una interacción entre Dios y el pueblo de Dios, en un lugar intermedio y por medio de
un puente: el sacerdote y la víctima que se apartaba y se hacía exclusiva para Yahvé.

b) El Templo y las leyes de pureza

La participación en el culto, así como el acceso al santuario estaban regulados por


las leyes de pureza ritual. Tanto los sacerdotes como los fieles, incluso los animales,
debían cumplir unos requisitos de pureza y de ritos de purificación que los hiciera
aptos para entrar en el recinto y acercarse, en grados diferentes, allí donde habitaba
la gloria de Yahveh, el Santo de los Santos, el lugar sagrado -separado- por excelencia,
el centro del universo.

 Lo puro y lo impuro

Todo grupo humano necesita dotar de significado la realidad donde vive. Para ello
traza líneas simbólicas que la delimitan. Esas líneas simbólicas son los significados y
valores atribuidos a la realidad (cosas, personas, lugares, situaciones, experiencias...)
compartidos por el grupo y aprendidos por el individuo durante su socialización. Se
trata, en realidad, de un sistema de clasificación guiado por ciertos criterios que varían
de un grupo a otro y de una época a otra.

Uno de esos criterios es el de la pureza, aplicado mediante las llamadas “normas de


pureza”, que suponen un sistema de clasificación, y mediante las cuales se establece
un mapa cultural que determina el lugar y tiempo que corresponde a cada persona,
cosa, o acción. Puro es aquello que está en el lugar o tiempo que le corresponde;

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mientras impuro es lo que, según ese mapa compartido, no encaja donde se encuentra
y crea confusión1.

Uno de los aspectos que esas líneas definen o demarcan con más intensidad en
la vida de un grupo es su propia identidad. Una identidad que el grupo trata de
defender señalando y estableciendo unos límites y una separación muy claros respecto
a otros grupos, ya que unos límites difusos tienden a crear percepciones y reacciones
ambiguas que hacen peligrar la identidad del grupo y su percepción como tal grupo.
Así pues, las fronteras que marcan, “lo nuestro”, el nosotros, de "lo otro", de los otros,
suelen estar tanto más definidas y defendidas cuanto la identidad del grupo se siente
más amenazada o insegura. Un grupo humano que tenga problemas con su identidad
colectiva tenderá a subrayar y reforzar las líneas de separación, las fronteras físicas y
simbólicas, como forma de mantener la integridad grupal

Desde ahí se comprende bien la actitud del pueblo judío (al menos de una
parte) a la vuelta del Destierro cuando surgió un grave problema de identidad. El tema
de la pureza, y las normas que la regulaban, constituyó uno de los problemas
fundamentales del judaísmo desde el s.II a.C –II d.C., llegando a constituir la clave que
nos ayuda a comprender el proceso de autodefinición de los grupos judíos en este
periodo del Segundo Templo: Fariseos, Saduceos, Esenios, Qumrán, entre otros.

Esta preocupación por definir y guardar claras y sin fusiones o fugas las
fronteras sociales tenían su reflejo en los individuos, concretándose en la atención que
se prestaba a los orificios del cuerpo humano. La preocupación por la identidad grupal,
por la unidad política y cultural iba paralela con la preocupación y cuidado por la
unidad y pureza del cuerpo físico del que se controlaban especialmente todo aquello
que tenía que ver con la comida y la sexualidad. La antropóloga M. Douglas ha
estudiado este hecho y ha subrayado el paralelismo entre el cuerpo social y el cuerpo
físico personal, llegando a definir el cuerpo físico como un microcosmos del cuerpo
social2. Cuanto mayor preocupación tiene una sociedad o un grupo por el control de
sus fronteras, por sus entradas y salidas, mayor será el control que ejerza sobre el
individuo y sus orificios corporales; más claras y estrictas serán las normas de pureza
que establezcan sus clasificaciones, y como consecuencia mayor será el número de
excluidos del sistema social o del grupo. Y es que un grupo cuando se encuentra con
algo que no encaja en sus claves clasificatorias lo califica como anomalía (o
abominación si la anomalía le produce un rechazo visceral incluso odio) y le hace
frente ( integrándola, marginándola, eliminándola, ignorándola..)3. Estas reacciones
responden al mismo objetivo que no es otro que la conservación del grupo o la cultura.

Ahora bien, como la misma M. Douglas dice, aprovechando la cualidad de


“símbolo natural” que tiene el cuerpo físico, los individuos no integrados en la

1
. B. Malina, El Mundo del N.T. Perspectivas desde la Antropología cultural. Ed. Verbo Divino, Estella
1995, pp. 185-186.
2
M. Douglas, Símbolos naturales. Alianza editorial, Madrid 1988, pp. 106-109
3
B. Malina, El mundo del N.T., pp. 181-86.
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sociedad (personas excluidas, marginadas, u oprimidas por el sistema social) pueden
utilizarlo para protestar4.
Esas normas de pureza siguen unos criterios que varían según culturas y grupos.
En el caso de los judíos la idea de perfección entendida como totalidad, la no mezcla,
el poder transmitir la semilla santa, entre otros tenía gran importancia, como se verá
más abajo.

 Lo sagrado y el proceso de santificación

Cuando esas reglas de pureza se aplican al ámbito de lo divino nos encontramos


con lo sagrado, y por tanto con reglas sagradas de pureza lo que refuerza su poder
identitario del grupo social a las que pertenecen. Lo “sagrado” es aquello (personas,
cosas, acontecimientos, lugares, tiempos), que es considerado aparte, separado del
resto, especial porque es importante para cada individuo o cada grupo. Esta
separación que en el ámbito humano se da entre lo mío y lo tuyo, o lo nuestro y lo
vuestro, se puede dar entre el ámbito humano y el divino. En este último caso hay
cosas, tiempos, lugares... que son “exclusivos de/para Dios”, que son separados,
puestos aparte para Él5. Eso es lo que significa santificar o consagrar. Algo o alguien
que se separa del ámbito común (lo profano) para pasar a ser exclusivo de Dios
(sagrado). El sacrificio es la acción por la que se realiza ese paso.

Los judíos subrayaban la santidad como la característica de Yahveh porque estaba


aparte de los demás dioses, y porque había separado, de entre los demás pueblos, al
pueblo de Israel como su propiedad.

Cuando se unen ambos aspectos (la pureza y lo sagrado) y esas reglas de pureza se
fundamentan en el ámbito religioso, nos encontramos ante reglas sagradas de pureza
que establecen también un orden en esa relación con Dios. Son propias de cada grupo,
le definen y le diferencian de los otros, por lo que constituyen un elemento identitario
muy fuerte y profundo.

En el judaísmo, estas normas sagradas de pureza establecían una división entre


personas (y animales) que determinaba su grado de santidad –de exclusividad- y con
ello su grado de cercanía (o exclusión) en la presencia de Yahveh en el Templo de
Jerusalén6. Los criterios que establecían esas normas sagradas de pureza las hemos
visto al tratar de las normas de pureza, pero en este momento hay que darse cuenta
de que su relación con la forma de ser que se le atribuye a Yahveh las hace sagradas y
define con más fuerza la identidad judía. La separación (o la no mezcla), la perfección,
entereza y cumplimiento. La perfección física que se requiere para entrar en el templo
ocupa una gran parte del Código de santidad del Levítico (Lev 21-22). Se rechaza la
mezcla, lo híbrido (Lev. 19,19; 11,1-23; Dt 14,3-21).

4
M. Douglas, Símbolos naturales, pg. 109. El abandono del cuerpo, por trance, descuido... son formas
de borrar esas fronteras, de traspasar las normas que se le imponen.
5
B. Malina, El mundo del N.T., pp. 181-85
6
B. Malina, El mundo del N.T., pp. 200-207.
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Esta concepción de la santidad se reflejaba en los cuerpos físicos mediante la exigencia
de perfección –sin defectos- como requisito para entrar a la presencia de Dios. Por eso,
los flujos, las enfermedades de la piel, los defectos físicos eran impedimentos
temporales o permanentes para entrar en el ámbito de lo sagrado, para acercarse a la
presencia de Dios.

De todo lo anterior puede verse que la santidad a comienzos del s.I tiene que ver más
con lo ritual que con la moralidad; más con separar lo que tenía que estar separado
según sus criterios que con defender derecho o cumplir deberes. Será en Qumrán
cuando nos encontremos un cambio y un deslizamiento hacia esta posición.

Cuando alguien contraía impureza (por acciones como haber tocado un cadáver, una
polución, menstruación, dar a luz... ), podía recuperarla mediante ritos de purificación
que incluian abluciones y tiempo de exposición al sol. Sin embargo, había un grado de
santidad en cada persona que no dependía de una purificación puntual sino que se
tenía por por nacimiento (varón, mujer, no sacerdote, gentil..), estado físico (cojos,
ciegos, leprosos..), o por oficio (pastores, curtidores...), que determinaba su lugar
respecto al santo de los santos, y por lo tanto, en la presencia de Yahveh: gentiles,
lisiados, mujeres, varones laicos, sacerdotes y levitas, y sumo sacerdote eran, de más
alejado a más cercano, los grados de cercanía al Santo y a la Vida por excelencia.

c) Actitud ante el Templo de los contemporáneos de Jesús

A pesar de que el Templo era una de los pilares de la religión judía, había
diferentes posiciones respecto a él. Así los saduceos y los sacerdotes estaban muy
cercanos a él, pues de hecho, su forma de vida dependía en gran parte de él. Los
fariseos respetaban el Templo y su culto, y deseaban traspasar su grado de pureza a la
vida diaria. Los esenios de Qumrán respetaban el Templo pero no reconocían el
sacerdocio que lo dirigía; consideraban que su comunidad ocupaba el lugar del
Templo. Juan Bautista y sus discípulos eran más bien ajenos y contrarios a la
institución del Templo. La mayoría de los judíos tenía en estima el Templo, incluso el
sacerdocio, a pesar de que los últimos sumos sacerdotes no pertenecían a la
tradicional línea legítima sadoquita y habían sido nombrados por Herodes, según sus
conveniencias.

d) Actitud de Jesús de Nazaret respecto al Templo y su idea de Dios

Hay un texto clave para poder decir algo sobre la actitud de Jesús ante el
Templo. Se trata de Mc 11,15-20 y paralelos, donde se narra la acción, sin duda
simbólica, en la que Jesús echa por tierra las mesas de los cambistas y los puestos de
palomas.
Respecto a su historicidad, cumple todos los criterios de historicidad. Su
plausibilidad histórica, tanto efcetual como contextual es muy alta.
Mucho se ha discutido sobre la significación de este episodio. Desde una
intervención armada hasta la interpretación más clásica de la purificación del culto
sacrificial por otro más espiritual, o bien la purificación del comercio y los supuestos
abusos económicos de los sacerdotes.
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Respecto a estas interpretaciones es necesario decir que, por una parte,
hubiera sido imposible una intervención armada sin la intervención de la guarnición
romana situada en la fortaleza Antonia; y por otra, el culto exigía sacrificios, y no se
tiene constancia de quejas sobre abusos económicos de los sacerdotes. Para evitar que
los animales se dañaran por el camino y quedaran ritualmente impuros solían
comprarse allí mismo. por eso, en el atrio exterior del templo, y en la explanada sur,
donde estaban las principales escalinatas de acceso por donde entraba el pueblo,
solían ponerse los puestos y las mesas de los vendedores, y también las de los
cambistas pues las transacciones que se hacían en el Templo requerían una moneda
especial que había que cambiar en el lugar. Todo ello era necesario para el culto y el
sistema ritual que lo ordenaba.

Por eso, y en consonancia con su vida, hoy se piensa que la acción de Jesús fue
simbólica, pues además en la etapa final de su ministerio aparece una intensificación
de este tipo de acciones (ej. el lavatorio de los pies, la última cena). Por eso es mucho
más plausible el momento en que los sitíuan los sinópticos, en la última semana de
Jesús en Jerusalén, que al comienzo de su ministerio, donde lo sitúa el evangelios de
Juan que deja ver en ello su plan teológico.
Para poder acercarnos al significado del gesto (echa por tierra las mesas de los
cambistas y los puestos de palomas),, es preciso analizar los textos que narran el
suceso.
En Mc 11,15-20; Mt 21,2-13; Lc 19,45-48, la acción de Jesús es interpretada
mediante dos citas de la Escritura que son puestas en labios de Jesús, Is 56,7 y Jer 7,11.
Se trata de una crítica al uso de la religión y su utilización para la injusticia y la
exclusión. Sin duda, la reelaboración post-pascual está en línea con la actitud del Jesús
histórico.
Sin embargo, en Jn 2,14-16 encontramos el episodio de forma algo diferente,
pues, además de presentarlo al comienzo de su ministerio y de las citas
veterotestamentarias, esta vez Zc 14,21 y Sal 69,10, se nos transmiten unas palabras
proféticas de Jesús que dan razón de su acción (Destruid este santuario y en tres días lo
reconstruiré, 2,19). Aunque dichas palabras y los versículos posteriores dejan ver la
interpretación post-pascual de la comunidad y la actividad redaccional del evangelista,
tienen muchas probabilidades de remontarse hasta el Jesús histórico.
El criterio de múltiple atestación, entre otros, da pie a tal afirmación, pues de
hecho las palabras sobre la destrucción (y quizá la reconstrucción, aunque esto es más
inseguro) del Templo se encuentran en todos los evangelistas, aunque en diferentes
lugares, e incluso varias veces en cada uno de ellos. Aparecen con ocasión del discurso
escatológico (Mc 13,1-3; Mt 24,1-2; Lc 21,5-6); constituye una de las acusaciones más
importantes en el juicio de Jesús (Mc 14,58; Mt 26,61), y una de las burlas que le
hacen cuando está en la cruz (Mc 15,29; Mt 27,40). En Lucas no se encuentra en el
juicio y la cruz, pero lo hace en Hch 6,14 durante el asesinato de Esteban, y también allí
aparece como alusión a una acusación hecha a Jesús.

El análisis histórico-crítico de los textos anteriores permite afirmar que Jesús


debió hacer un gesto y decir unas palabras alusivas al significado del mismo en las
que anunciaba la destrucción del Templo y sus sistema cultual en vistas a la llegada

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del reinado de Dios. Es más difícil decir, y los autores no se ponen de acuerdo y no
están seguros, de la historicidad de las palabras de reconstrucción, y si las dijo
tampoco es seguro su papel en ella. Pero, parece posible afirmar que los
contemporáneos de Jesús tuvieron que entender que Jesús quería decir que estaba
llegando el tiempo final y que él mismo tenía algún papel en ello.

Para dar con el alcance de su acción y lo que pudieron entender sus


contemporáneos es necesario darse cuenta de que su acción iba contra lo que era
esencial para el sistema cultual, para los sacrificios. Y las palabras de destrucción
parecen confirmarlo. Por eso se puede decir que Jesús está anunciando el final
cercano de ese sistema cultual, porque está llegando el reino de Dios que se hace ya
presente en su palabra y en su acción.

Anuncia el final del sistema cultual del Templo, con todo lo que implicaba,
porque había dejado de ser adecuado para la nueva situación que el reino de Dios
iniciaba. Ya no servía ese sistema de grados de santidad y de acercamiento a Yahveh, el
Santo por antonomasia, en virtud de la raza, el sexo o la clase, muchas de ellas
adquiridas por características físicas, o nacimiento. Jesús denuncia y declara inválido
un sistema cultual que generaba exclusión y encerraba a Yahvé so capa de defenderlo
de la imperfección.
El Dios que Jesús de Nazaret había anunciado y hecho presente en su actividad
y persona no era el Dios que se quedaba encerrado en el Templo, separado y
defendido de cualquiera que no se acomodaba a las normas de pureza que ordenaban
la sociedad. Por el contrario, el Dios de Jesús de Nazaret se había mostrado como el
Dios que salía a buscar, precisamente a los que estaban perdidos para aquella
sociedad y su orden. Era el Dios que, sin miedo a contaminarse, salía al encuentro de
mujeres, niños, pecadores, enfermos, posesos, marginados, pequeños.... El Dios de
Jesús no exigía unos ritos de purificación, ni una perfección física o moral, para que
pudieran acercarse a él, sino que era quien daba el primer paso ofreciendo la salvación
y la cercanía, y con ello se acercaba a los más alejados según el esquema de
sacralidades graduales plasmadas en la misma estructura del Templo. Ya no hacía falta
ni el espacio intermedio para entrar en relación con Dios, ni tampoco alguien que
hiciera de mediador. Todos tenían acceso directo al Dios de Jesús que se revelaba
como Abba quien, al contrario de lo que hubiera sido normal en un patriarca oriental
que velara por su honor, espera y sale al camino del hijo que le había deshonrado
ante los ojos de los vecinos (Lc 15,11-32), y sin dejarle disculparse le acoge y hace
fiesta por su vuelta y su recuperación.

El Dios de Jesús no era el Dios que necesitaba sacrificios para conseguir


perdón o comunión, ni reglas de pureza que le pusieran a salvo del deshonor, es el
Dios que deja el lugar sagrado, separado y exclusivo, y se va donde está la vida más
mezclada. La novedad era que lo importante era que Dios se acercaba a Israel, y
sobre todo a los más alejados y excluídos según los criterios establecidos por las
normas de pureza vigentes, y no el cómo se acercaba Israel a Dios.
El espacio de Dios donde él se revelaba y entraba en relación con las personas
ya no era sólo el Templo, donde le habían encerrado, sino en otros lugares y relaciones
(Juan dirá, después, que el cuerpo de Jesús, su persona, es el verdadero lugar donde se

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hace presente Dios, y por lo tanto el verdadero templo, Jn 2,21). Jesús recoge así la
corriente profética (Mt 9,13; Mc 12,33; Os 6,6; Miq 6,6-8), en la que la compasión, la
misericordia, la justicia estaban por delante de los sacrificios.

Esta nueva comprensión supone una nueva estrategia de misión: salir para
incluir, frente a permanecer a la defensiva de la posible impureza, imperfección, etc.
Una estrategia de salida para contagiar santidad frente a una estrategia defensiva de
encierro y exclusión por miedo a un posible contagio de imperfección, de negatividad.

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