Reflexión, Reacción y Respuesta. Sacramentos, Pandemia y Gracia.
Reflexión, Reacción y Respuesta. Sacramentos, Pandemia y Gracia.
Reflexión, Reacción y Respuesta. Sacramentos, Pandemia y Gracia.
1. “Señor Dios nuestro, que renuevas el mundo por medio de tus sacramentos, concede a tu Iglesia la ayuda de los
auxilios de tu gracia y no la prives de lo que necesita cada día”. Esta oración colecta, del lunes cuarto de cuaresma,
que hemos rezado hace apenas unos días, me inspira y me impulsa a realizar una reflexión sencilla en relación a la
cuestión pastoral sobre la vida sacramental y la situación actual, que impide una “celebración normal” de la misma.
2. Bella y poéticamente comienza el concilio de Trento su decreto sobre los sacramentos: “ha parecido oportuno
tratar de los sacramentos santísimos de la Iglesia, por los que toda verdadera justicia (o sea: justificación, gracia) o
empieza, o empezada se aumenta o perdida se repara” (sesión VII, 3 de marzo de 1547, cf. DS 1600). Si con la fe de
la Iglesia, creemos que toda verdadera gracia empieza, se aumenta o se repara a través de los sacramentos , no
podemos afirmar que Dios dé su gracia de forma extra-sacramental; ni que porque ahora no podemos “recibir” los
sacramentos, no “tenemos su gracia”.
3. La existencia de los siete sacramentos de la Iglesia, son una muestra de la ternura de Dios que, respetando las
leyes de nuestra humanidad, quiere que recibamos lo más sagrado y divino, de una forma cercana, con un lenguaje
humano, con una experiencia sensible. Los siete sacramentos nos señalan que estamos insertos en una “economía
sacramental”, es decir, que Dios nunca se da de forma inmediata sino que lo hace a través de realidades creadas
(signos, gestos, palabras) por las que nos hace experimentar su presencia y su amor. De hecho, la gracia no es algo
distinto del mismo Dios-para-nosotros, Dios-en-relación-a-nosotros. Por esa economía sacramental, los sacramentos
son el medio ordinario para entrar en relación con Dios (lo que comúnmente llamamos “recibir la gracia”). Pero si
miramos atentamente descubrimos cómo cada celebración sacramental está tejida con hilos muy humanos que en
un contexto eclesial de fe se potencian y dejan traslucir con gran claridad la realidad de Dios. Por unos momentos, lo
que apenas intuimos como experiencia de Dios se concentra con la fuerza del Espíritu que “viene de lo alto” (Jn
3,31), pero también que “viene de lo bajo”, plenificando lo que este signo, gesto o palabra es humanamente para
nosotros. El amor de una madre que pone sus manos sobre la frente de su hijo con fiebre, también está presente en
las manos que impone el sacerdote al enfermo, al celebrar la unción.
4. Los sacramentos no son sólo su celebración. Hay un proceso sacramental que antecede la liturgia que se celebra
(pensemos en los expedientes matrimoniales o en el catecumenado de la iniciación cristiana) y con la tradición de la
Iglesia podemos afirmar que la “gracia sacramental” ya está actuando en el hombre o la mujer que se acercan al rito,
aunque todavía no hayan sido “tocados” por él. Lo mismo podemos decir de las consecuencias de la liturgia que
celebramos habitualmente en nuestros templos: la “gracia” no queda encerrada entre cuatro paredes o se difumina
una vez terminado el “acto de culto”. Comienza una etapa nueva en la experiencia de fe del cristiano, una dimensión
sacramental existencial o histórica: el sacramento sigue actuando en nuestra vida cotidiana, y con él esta nueva y
profunda relación con Dios que se nos da allí –la “gracia”-. Quizás podemos asociar a este aspecto existencial la
tradicional doctrina del carácter, pero no sólo. Todos los sacramentos están llamados a desplegar su fuerza, su
potencia, su gracia, a lo largo del tiempo de nuestra vida. A veces, lamentablemente, vivimos de forma separada o
aislada la experiencia sacramental de la fe (que asociamos sólo con la liturgia) y la experiencia vital, misionera o ética
de la vida cristiana. Ambas constituyen una única fe cristiana.
5. Finalmente, entonces, podemos preguntarnos cómo se celebran en este tiempo los sacramentos. Sin duda que la
dimensión litúrgica se ve mutilada: no podemos reunirnos en nuestros templos, ni alrededor del altar. La oferta de
celebraciones eucarísticas on-line se ha multiplicado de forma generosa, gracias a la creatividad y al celo pastoral de
nuestros sacerdotes, y a las posibilidades que nos da la tecnología de hoy. Sin embargo, ésta es sólo una posibilidad
entre otras y requiere de una conciencia fundamental: no soy espectador de un evento mediático, sino participante
activo de él (de hecho, la Santa Sede ha advertido que las celebraciones de Semana Santa sólo se transmitan en vivo
y no en diferido). La participación por el canto, los silencios, las respuestas y aclamaciones, la escucha atenta, la
disposición del lugar desde el cual voy a participar en esta celebración, la preparación de mí mismo (desde la
vestimenta y la compostura), debieran dar cuenta de ello “como si” estuviera físicamente en ese lugar. En este
contexto tiene un gran sentido la llamada “comunión espiritual”, por la cual pido a Dios, por el sacramento
celebrado, renovar y profundizar mi relación personal y eclesial con Él. Más allá de algunas fórmulas preestablecidas,
que pueden variar, lo importante es mi deseo de recibir la eucaristía, y con ella mi comunión con Cristo y la Iglesia.
6. Una segunda posibilidad de “celebrar los sacramentos” es la de poder realizar liturgias domésticas, junto a los
demás miembros de la familia que quieran sumarse. En este caso, como en el anterior -y siempre-, hay que partir de
la conciencia –ahora quizás más visibilizada- que somos partícipes activos de una celebración que, por nuestro
bautismo (y confirmación), podemos realizar “con abundante fruto espiritual”. Es entonces nuestra condición de ser
sacramentos vivientes y sacerdotes de un pueblo sacerdotal, la que nos permite rezar en comunidad, guiar un
encuentro celebrativo, elevar a Dios nuestras plegarias y hacerlo presente en nuestros hogares. En este caso, la
recomendación es “preparar” el lugar y el momento para que podamos percibir cómo, a través de nuestra oración
como Iglesia, el Señor nos habla y se nos comunica. La presencia eucarística no es la única presencia real del Señor,
aunque sí sea la más grandiosa y excelente. Hoy más que nunca resuena la promesa de Jesús: “si dos o tres se
reúnen en mi Nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Aunque nos falte un “ritual” que seguir, podemos
encender una vela junto a una imagen de Jesús y de la Virgen, cantar juntos, pedir perdón, escuchar la Palabra,
hacerla resonar y comentarla juntos, renovar la fe con el Credo, suplicar espontáneamente por tantas necesidades,
levantar nuestra vos filial con el Padrenuestro, invocar a la Virgen con la oración que nos guste.
7. Una tercera posibilidad, complementaria de las dos anteriores y no menor en su exigencia, es la de vivir con
mayor conciencia nuestra existencia como verdaderamente sacramental. Y descubrir que tanto unos para con otros,
somos sacramentos de la presencia, de la acción y del amor de Dios entre nosotros. Es cierto que, a veces, no
percibimos con mucha intensidad esa presencia, pero su eficacia probablemente se hará más patente en situaciones
determinadas. ¿O no reconocemos a Dios en el hermano que tiene un gesto de amor, que nos perdona, que nos
anima y consuela? En estos días de encierro, en los que se intensifica la convivencia, nos hacemos ciertamente
mucho más sensibles a los gestos y acciones de los que nos rodean. Se agrandan los problemas, las incertidumbres,
las soledades. Es tiempo en el que somos puestos a prueba en la paciencia y en la capacidad de estar atentos al otro.
Tenemos, como nunca, la posibilidad de amar con gran cercanía física a los que comparten en estos días el techo con
nosotros y de amar con gran cercanía espiritual y virtual a prójimos que más de una vez hemos invisibilizado u
olvidado por la rutina diaria. Varios hay, también, que –en la medida que pueden- ayudan al vecino o familiar
anciano a que no les falte lo esencial para vivir con esperanza. Todo gesto de amor, dado con generosidad o recibido
con humildad, mana de la fuente sacramental que se ha abierto en nuestro corazón desde el día que fuimos
sumergidos en el agua del bautismo, ungidos con el crisma de la salvación y alimentados con el Pan de la eucaristía.
8. No es tiempo de lamentarse de no “tener los sacramentos”. Los tenemos, aunque no plenamente o como
quisiéramos. El Señor sigue renovando el mundo por medio de ellos; lo hace de una forma más velada que
habitualmente. Pero algo nuevo está germinando… es la Pascua que nos preparamos a celebrar, por la cual “lo
abatido por el pecado se restablece, lo viejo se renueva, y la creación se restaura plenamente por Cristo de quien
todo procede” (cf. primera oración de la Vigilia Pascual a la séptima lectura).
Querido Mati,
Gracias por tomarte el tiempo (que supuestamente es lo que anda sobrando en estos días en los que algunos no
saben cómo pasar las horas de encierro) y las ganas teológicas de leer con detalle y comentarme con precisión tus
apreciaciones sobre este pequeño escrito que me animé a redactar.
No te mencioné cuál fue la motivación. Hace unos días uno de los sacerdotes del clero sanjuanino subió a nuestro
grupo de whatsapp un link con una provocadora expresión de la santa y mística carmelita Isabel de la Trinidad: “Dios
no tiene necesidad de los sacramentos para venir a mí” (delaruecaalapluma.wordpress.com/2020/03/30/isabel-de-
la-trinidad-dios-no-tiene-necesidad-del-sacramento-para-venir-a-mi/). El blog en cuestión transcribe la carta 62 de
Isabel, escrita el 14 de junio de 1901, un mes antes de entrar al Carmelo. En ella, la joven le escribe al canónigo
Angles, muy amigo de la familia, que, ante un problema de salud en su rodilla, «no puedo ir a la iglesia ni recibir la
sagrada Comunión, pero, ya ve, Dios no tiene necesidad del Sacramento para venir a mí. Me parece que lo poseo
igualmente. ¡Es tan buena esta presencia de Dios! Es allí, en el fondo, en el cielo de mi alma donde me gusta
buscarle, pues nunca me abandona. “Dios en mí, yo en Él”». Estas expresiones, en contraste con las de la oración
colecta (del lunes cuarto de cuaresma) que cito en mi reflexión y -de algún modo- autentificadas por la autoría de
una reconocida mística, me recordaron también una cita de Pedro Lombardo, muy famosa y encontrada en
numerosos manuales de teología sacramental: “Dios no ha atado su potencia a los sacramentos” 1. En tus
observaciones vos también (se ve que te llevas bien con estos dos grandes personajes de la Iglesia) me escribís que
“existe gracia más allá de la vida de los sacramentos. No gracia sacramental, pero sí gracia”.
1
“Cum igitur absque sacramentis (quibus non alligavit potentiam suam Deus) homini gratiam donare potest”, PEDRO LOMBARDO,
Libri IV Sententiarum, IV, I, 4 (PL 192, col. 840), citado en ARNAU, R., Tratado general de los sacramentos, BAC, p. 108, que a
continuación agrega: “La concesión de la gracia al margen de los sacramentos es un hecho admitido siempre por la Iglesia,
aunque al mismo tiempo reconoce y propone que el procedimiento ordinario por el que Dios confiere su auxilio al hombre es el
sacramental”.
comunión sacramental, tampoco podrán recibir “la gracia” del sacramento; y si pueden, entonces, recibir “la gracia”
por medio de una oración de comunión espiritual… ¿por qué no recibir el sacramento?
En esta trampa de las dos vías (sacramental y extra sacramental) paralelas de la gracia cayó el Beato Juan Duns
Scoto, que postulaba razonamientos semejantes a los arriba citados, pero en el orden de la reconciliación: en la
medida que la contrición del penitente fuera perfecta, no tendría necesidad de la confesión (y absolución)
sacramental; por el contrario, si la contrición era imperfecta (es decir, atrición) el sacramento la perfeccionaba y
concedía la gracia que recibía por sí sola en el caso del arrepentimiento perfecto 2, terminando de esta forma en un
cierto subjetivismo espiritual (¿quién puede decir que está perfectamente arrepentido?).
Mi reflexión quería hacer notar la gravedad y profundidad de la economía sacramental en la que nos encontramos
(n. 3), de forma que lo más invisible, espiritual y divino (que tradicionalmente llamamos gracia pero que no es sólo
una “ayuda” en el orden del hacer sino una verdadera participación en la misma naturaleza divina, una relación
personal-familiar con Él, que llamamos filiación o amistad) se da siempre de forma mediada en caracteres humanos
y creaturales3, cuyo ápice es el septenario sacramental, como “concentración significante o simbólica más cualificada
para nosotros de los diversos niveles y dimensiones de la sacramentalidad, que aparecen en diversas realidades” 4. La
mediación de la gracia, por tanto, es siempre encarnada, es decir, sacramental. Los siete sacramentos son su
culmen, la plenitud de la forma de la mediación en este tiempo de la Historia de la Salvación, tal como en el tiempo
de la venida histórica del Hijo de Dios lo fue Jesús de Nazaret.
A estas primeras observaciones se suman las segundas -y no menos importantes- que referí en el punto cuatro de mi
escrito. Los sacramentos no son sólo su experiencia litúrgica. No son un punto momentáneo en la vida de cada
hombre ni en la de la comunidad eclesial. Forman un continuum precioso que antecede y prosigue a la experiencia
litúrgica. Por eso, incluso una “gracia recibida estrictamente fuera de la celebración litúrgico-sacramental” (¡como si
pudiéramos saber el momento en que recibimos la gracia!) no deja de ser una gracia sacramental porque siempre
mediada por la economía encarnatoria y porque es la misma identidad sacramental del cristiano (y aún del hombre
no creyente, cf. GS 22: “el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”) la que
posibilita desde el Bautismo y la Eucaristía “toda gracia que renueva el mundo”. Sabemos, asumiendo un lenguaje
clásico de la teología, que los siete sacramentos no son necesarios con necesidad absoluta, sino con necesidad de
medio, necesidad relativa al fin. Pero la economía sacramental y encarnatoria no es relativa: siempre Dios nos
concede su gracia, su amistad, de forma mediada, sacramental, encarnada.
A esto último apuntaban mis recomendaciones sobre el hecho de no contentarse con “ver la misa por internet”,
como si eso bastara para que nos llegue esa “gracia espiritual” que sustituye la “gracia sacramental” (?) y como si
eso constituyera el culmen de nuestras posibilidades actuales para “acceder” a la experiencia sacramental.
Justamente la propuesta pastoral concreta consistía en aprovechar con una conciencia sacramental las posibilidades
humanas (y espirituales, teológicas, sacramentales) que nos da este tiempo de cuarentena. Podríamos preguntarnos
¿qué es más mediador de la gracia?: ¿ver la celebración de la misa de la cena del Señor, el jueves santo, por internet,
con toda la tensión que supone permanecer en actitud participativa como familia (pensemos en los que tienen niños
pequeños) o incluso de forma individual –el aislamiento dentro del aislamiento- en mi propia habitación, mientras
que el resto de la familia hace otra cosa? ¿o proponer –todo un desafío hoy- celebrar en familia, preparar un lugar,
un espacio, unos elementos (quizás hacer un pan ázimo para comer juntos, el recipiente con agua, una vela
encendida, un mantel festivo) que nos inviten y nos comprometan a escuchar al Señor que nos habla, a escucharnos
unos a otros lo que la Palabra suscita, a lavarnos los pies unos a otros diciéndonos palabras de amor y de servicio o
manteniendo un respetuoso silencio, como muchas veces manda la solemne liturgia romana?
Descubro en tu valiosa réplica una segunda provocación: “me queda la inquietud de afrontar algunos aspectos
teológico/culturales de la sacramentalidad que deberíamos pensar (aunque nos falte perspectiva para ello) como
es el hecho del valor de la celebración de los sacramentos on line; el sentido de una “adoración eucarística”
2
Cf. DUNS ESCOTO, J., In IV sententiarum, 14, 4, 2, citado en SESBOUÉ, B., ed., Historia de los Dogmas. III. Los Signos de la Salvación,
p. 134. Otra cosa es la que plantea la Tradición eclesial que, en caso de grave incómodo, arrepentido de corazón y en vistas a
una reconciliación inminente (votum sacramenti), se pueda recibir la gracia del sacramento de forma anticipada.
3
Esta mediación obviamente se ha consagrado definitivamente en el misterio de la encarnación, pero la encontramos a lo largo
de toda la Historia de la Salvación.
4
BOROBIO, D., La celebración en la Iglesia I. Liturgia y sacramentología fundamental, p. 395. Estas realidades sacramentales son
Cristo, la Iglesia, la humanidad, el cosmos, etc.
mediada por una pantalla, el lugar de la materialidad sacramental que requiere cuerpos y materia”. Algunos de
estos puntos siento que ya están en cierta medida contestados en los párrafos anteriores. Pero me animo a
contestar algo más todavía.
Pensaba, ante todo, cómo la liturgia sacramental ha ido incorporando elementos de la tecnología propios de su
tiempo, para amplificar la experiencia sacramental allí donde fuera necesario. Me imaginaba, por ejemplo, la
experiencia de la misa transmitida por la radio o las amplificaciones de sonido (con el invento del micrófono a fines
del siglo XIX) dentro del mismo espacio (una iglesia grande, por ejemplo), que se justifican por la imposibilidad de
una experiencia más cercana. Y cómo las mismas mediaciones tecnológicas carecen de sentido ante dicha
proximidad (¿qué sentido tiene usar parlantes en una misa con diez personas en un ambiente pequeño o escuchar
por radio superponiéndola a la audición directa?). Valga la misma comparación en la incorporación de elementos
extraños a la liturgia en situaciones de verdadera dificultad, p.e. el uso de un instrumento con el cual hacer la unción
de los enfermos por una razón grave (cf. CIC 1000 §2), que reemplaza la unción realizada directamente con la mano.
El planteo siempre es el mismo: la introducción de estos elementos “extraños” a la liturgia se justifican sólo en
ciertos casos, en los que hay una grave imposibilidad 5.
Un tema similar sucede con las mediaciones visuales. ¿Cómo es la experiencia celebrativa del joven que está a 3 km
del altar en la playa de Copacabana donde el Papa celebra la misa de clausura de la JMJ de Río de Janeiro, en julio de
2013, y que accede “sólo” a través de una de las tantas pantallas gigantes y de la amplificación de sonido a través de
toda la costa? Es cierto que hay (o debería haber) un “clima celebrativo” en toda esa extensión de arena, pero lo
cierto es que mientras más se aleja del kilómetro cero (el altar, y ciertamente también, la sede y el ambón), más se
deteriora esa experiencia o corre el riesgo de sentirse espectador pasivo antes que participante comprometido 6. Lo
digo como uno de los que participó de aquella misa multitudinaria.
¿Se comunica, entonces, con meridiana claridad la experiencia (con todo el énfasis que se pueda dar a esta palabra)
sacramental de la liturgia católica por los medios de amplificación audiovisual que la tecnología nos ofrece hoy? La
respuesta es simple y lacónica: no. Sólo se justifica por la imposibilidad física de la mayor cercanía posible al misterio
que se celebra. La primera acción litúrgico-sacramental de una celebración es la eclesialidad, es decir, la reunión 7 de
los fieles, el congregarse alrededor de la Palabra y del Altar. Pienso que hoy en día, en tiempos en los que la
convocatoria es físicamente imposible, vale una cierta convocatoria virtual, para “sentirnos Iglesia, aunque
dispersos”. Creo que sería adecuado reunirnos en el continente digital para una oración más en torno a la Palabra,
que es lo que permite más ampliamente de ser comulgado a la distancia. Pero, sinceramente, no creo que sea el
tiempo de una convocatoria sacramental en sentido estrictamente litúrgico, sino en el sentido de sacramentalidad
amplia que manifestaba en los párrafos anteriores. Es el tiempo de congregarse donde podemos: en las casas; de
hacer de nuestros hogares verdaderas iglesias domésticas que son expresión de deseo de ser pronto reunidos en las
asambleas locales (parroquiales, diocesanas), pero que no son solo deseo sino realidad palpable de esas “Iglesias
particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales, y a base de las cuales se constituye la Iglesia
católica, una y única” (LG 23).
Gracias por este diálogo fecundo, aunque virtual; muy afectuoso, aunque a la distancia.
Germán – 5/4/20
5
Planteos semejantes -y aún diversos- se dan cuando es una persona la que se introduce de forma extraña a la liturgia
sacramental, como es el caso del intérprete en la reconciliación (cf. CIC 983 §2) o en el matrimonio (cf. CIC 1106) o el
matrimonio a través de un procurador (cf. CIC 1105).
6
Algo parecido ocurre en nuestras misas o bautismos y casamientos parroquiales: los que físicamente más lejos se encuentran
son los que menos involucrados están espiritualmente y, al menos, así lo expresan con frecuencia. Incluso aquél que quiere
participar y celebrar “plena, consciente y fructuosamente”, sabe que no es lo mismo estar dentro que fuera del recinto litúrgico
(p.e. en el caso de los padres con niños pequeños).
7
Tanto ekklesia (ἐκκλησία) como synaxis (σύναξη) tienen significados análogos. El primero muestra el hecho de ser llamados,
con-vocados; mientras que el segundo refleja el “hacer juntos algo sagrado”. De ahí que también se pueda pensar que la
celebración de la misa por parte del sólo presbítero sin ningún otro fiel sea una abominación eclesial, aunque justificada por una
cierta teología.