La Construcción de La Nación - Álvaro Fernández Bravo y Claudia Torre PDF
La Construcción de La Nación - Álvaro Fernández Bravo y Claudia Torre PDF
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territorio, las tradiciones y las costumbres asociadas con ellas, suponemos que son entidades muy
antiguas y que su existencia es un hecho incuestionable. Si no nos ponemos a pensar en ellos, actuamos
como si creyéramos que la entidad “nación” existiera desde siempre y fuera la única forma posible,
inmemorial e inevitable de organizar una sociedad.
No obstante, las naciones tal como las conocemos fueron concebidas recién a fines del siglo xviii como
resultado de un proceso en el que intervinieron factores económicos y culturales, sociales y políticos.
Antes de su existencia, las sociedades occidentales se organizaban alrededor de instituciones como el rey,
el poder hereditario. La nobleza y el sistema feudad. Otras formas de organización política más antiguas,
como los imperios, la democracia griega o la república romana tampoco se ajustan a la ideas de nación
que nosotros tenemos ni a las ideas que la fundamentan. Conceptos tales como la soberanía popular, la
democracia, los derechos civiles y la igualdad de los ciudadanos ante la ley están asociados con la aparición
de las naciones.
La unidad nacional se apoyó en tradiciones comunes que buscaron fortalecer una identidad
fragmentada. Las tradiciones son una parte importante de a la identidad nacional porque con ellas se
construye la memoria colectiva. En la Argentina la figura del gaucho, por ejemplo, ha sido inmortalizada
como una representación de la identidad colectiva y ese hecho es producto de la literatura y de las lecturas
posteriores de obras como el Marín Fierro. ¿Cuál es la relación entre las naciones y las narraciones que
cuentan su formación? ¿Existe un vínculo entre los que dicen los diarios, las novelas, los libros de historia
o los ensayos sobre la identidad nacional y la consolidación de las naciones? ¿Por qué asociar algo tan
concreto y aparentemente sólido como la nación con un discurso, un texto, un libro? Aunque las naciones
aparenten una firmeza pétrea, como la de las estatuas que celebran a sus héroes, son ante todo
formaciones históricas cuya organización, territorio, ideología y símbolos están sujetos al cambio. Las
naciones son mucho más que la suma de un conjunto de provincias pintadas de distintos colores. Nos
interesa verlas como el resultado de ideas.
Llevaremos estas ideas a un terreno más concreto, el de la historia y la imaginación. El problema que
nos interesa es el de la formación de la nación y el papel que cumplió la cultura en su afianzamiento y
consolidación. Las naciones son entidades complejas y enigmáticas, que abarcan mucho más que su
silueta en el mapa y los colores de la bandera. Son capaces de generar una enorme adhesión, por ejemplo
en las guerras, en las competencias deportivas o en las celebraciones patrióticas. ¿Por qué despiertan la
pasión? ¿Cómo explicar su poder para convocar el entusiasmo y la voluntad de sacrificio de las masas? ¿A
qué se debe su poder sobre las emociones y los sentimientos colectivos? ¿Por qué los colores patrios nos
conmueven y son capaces de despertar el fervor multitudinario?
Parte de este fenómeno puede explicarse por la intervención del Estado, que es quien promueve el
amor a la nación a través de la educación y la difusión de los símbolos patrios. Ernest Gellner, un
especialista en nacionalismo, ha sugerido que la doctrina nacionalista difundida por los Estados no es,
como a menudo suponemos, el despertar de las naciones a la conciencia de su existencia. Por el contrario,
su hipótesis propone invertir los términos del razonamiento y entender el nacionalismo como la invención
de naciones allí donde no existían. Si llevamos esta teoría a nuestra propia historia, podríamos reconocer
que el 25 de mayo de 1810, la Revolución de Mayo, no marca el nacimiento de la nación, sino apenas el
comienzo de una dificultosa formación de una voluntad colectiva que tomó tiempo madurar y cuya
aparición está atravesada por la violencia entre facciones opuestas. Las ideas de Sarmiento y Alberdi
fueron las que dieron forma a la Argentina moderna y sobre ellas se edificó el Estado que les daría
contenido. Esto no significa que las naciones sean falsas, productos de un engaño o de una mentira, sino
que son resultado de un conjunto de procesos políticos y culturales. Su nacimiento está ligado a la
necesidad que tenían los Estados de superar la división interna y busca la unidad: la nación era la nueva
religión empleada para obtener el apoyo de las masas y alcanzar la organización social.
Las naciones, sin embargo, no reciben sólo apoyo. Es necesario reconocer también el rechazo que
pueden provocar entre quienes reciben el impacto de la violencia ejercida en su nombre. Las huellas del
nazismo, por ejemplo, generan todavía hoy un fuerte repudio entre los descendientes de sus víctimas y lo
mismo ocurre con otras comunidades perseguidas a partir de ideas nacionalistas. En la Argentina, los
grupos indígenas rechazan la historia oficial que los convirtió en enemigos y buscan una reivindicación de
su lugar en la memoria colectiva.
Uno de los recursos empleados por las ideas nacionalistas para obtener la adhesión de la ciudadanía
ha sido el de apelar a relatos conformados bajo la estructura de una ficción, es decir con personajes
(históricos), peripecias, peligros y resoluciones exitosas (victorias que resultan en la fundación de nuevas
naciones) o episodios trágicos (derrotas, pérdidas). Nos interesará particularmente la existencia de un
pasado común, un requisito indispensable para que toda nación se constituya: una nación sin pasado es
una contradicción. Aunque el pasado parece un elemento dado es necesario examinar esta cuestión con
mayor detenimiento. El pasado también se construye y, paradójicamente, el pasado se forma con el
recuerdo y el olvido. No todos los acontecimientos de la historia quedan registrados en la memoria de la
nación, que elige olvidar o excluir aquellos que perturban su formación: un acontecimiento violento, una
matanza o una traición pueden tratar de ser olvidados para permitir la unidad y, a menudo, así ocurre. Si
examinamos las luchas que dividieron la Argentina durante el siglo xix, podemos encontrar ejemplos
elocuentes. En la persecución a los caudillos se cometieron injusticias y traiciones en las que líderes
populares fueron asesinados en nombre de la unidad nacional. Después de 19816 los sentimientos
colectivos no siempre se referían a una identidad nacional. Algunos se sentían hispanoamericanos, otros
rioplatenses, otros argentinos, otras santafesinos o riojanos. En la formación de la identidad colectiva fue
la cultura la que proveyó símbolos y relatos para edificar la memoria compartida.
¿Dónde está el pasado común? ¿Cómo se articula y qué elementos lo conforman? ¿Qué ocurre con
las naciones “jóvenes”, como la Argentina, que carecen, a diferencia de sus pares europeas, de tradiciones
arcaicas, y que se vieron obligadas a adquirir con relativa urgencia un pasado que las respaldara? La falta
de tradición colonial sólida, a diferencia de otros países latinoamericanos como México, Brasil o Perú,
complicó más las cosas en el caso argentino, debido a la relativa pobreza de la historia anterior a la
independencia. A fines del siglo xix, debido en parte al auge de la inmigración, la Argentina debió articular
un relato de su pasado con el que fundamentar una identidad colectiva de contornos imprecisos.
Sarmiento se preguntaba en 1883: “¿Somos Nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados,
sin ajuste ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello”. Ante
la incertidumbre, el pasado fue concebido como un instrumento para estabilizar la identidad cuando esta
se percibía como una materia incierta, mediante la formación de una memoria colectiva.
Intentaremos pensar, entonces, en la nación como una “artefacto cultural”, como lo llamó un
historiador inglés. Entendemos por “artefacto cultural” el conjunto de prácticas, ritos, mitos, historias y
símbolos que contribuyen a otorgarle a la nación su legitimidad emocional. El culto de los héroes, las
celebraciones patrióticas, los relatos de la identidad nacional y la enseñanza de la historia son algunos de
los mecanismos que colaboras en el funcionamiento de la nación como artefacto cultural.
Como señala el historiador Eric Hobsbawn, los diccionarios y enciclopedias españoles de fines del siglo
xix aún eran ambiguos en cuanto al significado del término “nación”. “Nación” podía querer decir “patria
chica”, región de nacimiento (de hecho, etimológicamente, es ese su significado estricto). Incluso el
término “nación” podía significar extranjero, es decir, un sentido opuesto al que hoy le asignamos. La
acepción actual del término es reciente.
Tal vez una de la razones que ayuden a explicar este fenómeno sea que la nacionalidad, en tanto rasgo
de la identidad, parece tan necesaria como el sexo o el nombre: todos tenemos una identidad sexual y
portamos un nombre por el que somos identificados; algo semejante ocurre con la nacionalidad, que se
confunde con otros atributos propios de la identidad y resulta en consecuencia “naturalizada”.
Sin embargo la nación, antes que una entidad natural y perdurable, es el producto de un conjunto de
prácticas simbólicas y culturales cuya aparición, como lo ha demostrado Benedict Anderson, puede
explicarse a partir de dos factores:
El sentimiento de comunidad entre un grupo de personas que nunca pueden estar juntas, ni conocerse
las unas a las otras. Ningún argentino puede conocer, por ejemplo, a los treinta y siete millones de seres
humanos que comparten su ciudadanía; ni tampoco podría hacerlo aunque se tratara sólo de un millón de
compatriotas.
El ocaso de otras prácticas como la religión y las dinastías reales, que fueron rápidamente reemplazadas
por esta nueva forma de identidad colectiva en el momento en que las naciones, hacia fines del siglo xviii en
Europa, se convirtieron en la principal forma de organización política. Esta naciente unidad política se volvió
dominante en el Viejo Mundo y fue rápidamente adoptada en otras partes del planeta. América fue de hecho
un laboratorio muy oportuno para probar su eficacia, ya que a comienzos del siglo xix el orden colonial se
encontraba en crisis y debía ser reemplazado por una nueva estructura.
La memoria cultural
En este fragmento, el historiador francés habla del rol primordial de la pérdida en la formación de las
naciones, y pone énfasis en la influencia del olvido en el establecimiento de las tradiciones nacionales.
Las palabras de Renan hablan de un tortuoso proceso de formación de las naciones, recorrido por
gestos de recuerdo y de olvido. Sin duda, la ficción y los relatos que articulan la memoria colectiva como
si fuera una narración cumplen un rol primordial en el proceso de formación de las identidades colectivas.
Si nos desplazamos del contexto europeo al escenario argentino, podremos observar un proceso que
guarda paralelismos significativos con el analizado por Renan. El centro de nuestra atención estará en lo
que el autor llama “la unidad brutal” de la nación y que él estudia en Francia. También en la Argentina el
proceso histórico que dio nacimiento a la nación durante el siglo xix estuvo marcado por la violencia entre
distintos grupos. Como sabemos, los enfrentamientos entre unitarios y federales, entre el campo y las
ciudades, entre civilización y barbarie, recorren buena parte de la historia del surgimiento de la
nacionalidad argentina.
La descripción que hace Sarmiento de la sociedad argentina (a la que compara, en otras páginas del
mismo libro, con un modelo pre-moderno semejante al descripto por Renan y por Borges, según veremos
más adelante) plantea varios puntos de interés.
En efecto, hasta 1880 el país permaneció dividido en una lucha que incluye también la búsqueda de
una memoria colectiva. Como señala José Luis Romero:
Tanto el Facundo de Sarmiento como el Martín Fierro de José Hernández -dos obras argentinas particularmente
representativas de la época- revelaron el alcance del enfrentamiento entre el campo y la ciudad. La ciudad aspiraba a
recuperar el papel que había tenido durante la colonia, ahora apoyada en la certidumbre de que representaba la
civilización. En rigor, se había fortalecido con la incorporación de ciertos hacendados a la sociedad urbana; quizá por
eso sintió más su orfandad la plebe rural, contra la cual se unían todas las fuerzas para someterla a su antigua sujeción.
(...) Campo y ciudad, vida rural y vida urbana, expresan los polos que puso de manifiesto la irrupción de la sociedad
criolla dentro del marco todavía vigente del mundo colonial.
El rol de la memoria en el proceso de unificación puede observarse en el cuento de Jorge Luis Borges,
“Historia del guerrero y la cautiva”.
¿Cómo explicar la polarización del enfrentamiento entre la ciudad y el campo en este período? Con la
independencia y el fin del régimen colonial creció el papel de Buenos Aires como centro económico y
político de la región del Río de la Plata. Esta posición se afirmó debido a su condición de ciudad portuaria,
gracias a la cual podía exportar la producción agropecuaria, que se iría convirtiendo en la principal
mercancía comercializada por el país en el mercado mundial. La Argentina se fue integrando así al resto
del mundo como una nación autónoma y dueña de sus recursos económicos. Pero el crecimiento de la
importancia de Buenos Aires como canal para vender la producción agropecuaria resultó impulsado
precisamente por el mundo rural, donde se criaba el ganado, las vacas y ovejas que proveían la carne, los
cueros y las lanas que se exportaban a Europa, y donde también comenzarían al cultivarse los cereales. La
ciudad y el campo crecieron juntos y se volvieron mutuamente dependientes, al mismo tiempo que sus
universos se oponían. La creciente importancia económica de la producción agropecuaria aumentó la
necesidad de incorporar mayor territorio rural al sector productivo y eso explica el avance de la violencia
entre el estado y los nativos que la poblaban. El campo se volvió más rentable y, como se vio antes, se
mostró cada vez más enfrentado con las ciudades.
La “Historia del guerrero y la cautiva” narra dos episodios paralelos y separados de la historia en los
que hay, no obstante la distancia temporal entre ambos, elementos en común. En ambas historias se
enfrentan las ciudades y la civilización con el campo y la barbarie, representados como dos universos
antagónicos. El primero de ellos es la historia de Droctluft, un guerrero lombardo que abraza la causa de
la civilización. La historia transcurre en Europa y puede servirnos para comprender el ensayo Ernest
Renan. En Europa, según se vio, el proceso de la formación de las naciones atravesó un complejo recorrido
histórico que comprendió la disolución del Imperio Romano, las invasiones bárbaras durante la Edad
Media y el surgimiento de las lenguas nacionales. El cuento de Borges toma justamente un momento para
representar el enfrentamiento entre la civilización y la barbarie. La segunda parte del cuento, la historia
de la cautiva, narra otro aspecto de una experiencia semejante. El episodio tiene lugar en la frontera
argentina, aunque quienes se enfrentan son dos inglesas, cada una situada a un lado de la frontera (el
civilizado y el bárbaro), con varios elementos en común. Podemos observar cómo funciona el problema
de la memoria y el olvido en este episodio. La literatura de Borges se refiere con frecuencia a este asunto.
El aspecto más interesante planteado en el cuento está no en la distancia, sino en la cercanía entre los
universos antagónicos de la civilización y la barbarie. Los dos mundos que luchan entre sí en el cuento
sirven para ilustrar el proceso de la unidad brutal que recorre la formación de las naciones modernas.
Civilización y barbarie, ingleses e indígenas, criollos y europeos, gauchos y habitantes de las ciudades
son, curiosamente, más próximos de lo que pensamos: la misma abuela de Borges casada con un militar
de la frontera, nos habla de parentescos y genealogía entre linajes opuestos. Tal vez Dante, autor de la
Divina Comedia y emblema de la cultura italiana, nos sugiere el relato, es un descendiente de los bárbaros
como Droctluft, que destruyeron la civilización romana. Tal vez entre los caciques indios que el ejército
argentino sometió durante el siglo xix, se encontraban descendientes de los europeos que ese mismo
estado buscaba para poblar su territorio deshabitado.
La tradición “que es obra del olvido y de la memoria”, acaso prefiere borrar los rastros de la violencia
entre opuestos como el precio necesario para obtener un pasado nacional unánime y sin fisuras. La
literatura recupera, bajo la forma de ficción, a los protagonistas de la unidad realizada más cerca de la
barbarie que de la civilización.