Resuemen de Los Primeros 5 Libros de La Biblia
Resuemen de Los Primeros 5 Libros de La Biblia
Resuemen de Los Primeros 5 Libros de La Biblia
EL LIBRO DE LOS ORÍGENES. Es un registro del origen de: nuestro universo, el género humano, el
pecado, la redención, la vida en familia, la corrupción de la sociedad, las naciones, los diferentes
idiomas, la raza hebrea, etc.
Los primeros capítulos del libro han estado continuamente bajo el fuego de la crítica moderna,
pero los hechos que presentan, cuando se interpretan y se entienden correctamente, no se han
negado nunca.
No es el propósito del autor de Génesis dar un recuento detallado de la creación. Solamente un
capítulo está dedicado a ese tema (sólo un bosquejo que contiene algunos hechos
fundamentales), mientras se dedican treinta y ocho capítulos a la historia del pueblo escogido.
Tema Principal: El pecado del hombre y los pasos iniciados tomados para su redención por medio
del pacto divino hecho con una raza escogida, cuya historia primitiva allí se describe. Palabra
Clave: Comienzo.
División del libro. El Génesis (=Gn) está formado por dos grandes secciones. La primera (cap. 1–
11) contiene la llamada “historia de los orígenes” o “historia primordial”, iniciada con el relato de
la creación del mundo (1.1–2.4a). Se trata de una narración poética de gran belleza, a la que sigue
la del origen del ser humano, puesto por Dios en el mundo que había creado. La segunda parte
(cap. 12–50) enfoca el tema de los más remotos comienzos de la historia de Israel. Conocida
usualmente como “historia de los patriarcas”, centra su interés en Abraham, Isaac y Jacob,
respectivamente padre, hijo y nieto, en quienes tiene sus raíces más profundas el pueblo de Dios.
La historia de los orígenes. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (1.1). Este enunciado,
categórico y solemne, abre la lectura del Génesis y, con él, la de toda la Biblia. Es la afirmación del
poder total y absoluto de Dios, del único y eterno Dios, a cuya voluntad se debe todo cuanto
existe, pues «sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho» (Jn 1.3). El universo es resultado de la
acción de Dios, quien con su palabra creó nuestro mundo, lo hizo habitable y lo pobló de seres
vivientes. Entre estos puso también a la especie humana, aunque la diferenció de cualquiera otra
al otorgarle una dignidad especial, pues la había creado «a su imagen, a imagen de Dios» (1.26–
27).
Este inicial relato del Génesis considera al hombre y a la mujer en una particular relación con Dios,
de quien han recibido la comisión de gobernar de manera responsable el mundo del que ellos
mismos son parte (1.28–30; 2.19–20). En efecto, el ser humano (en hebreo, adam) fue formado
«del
polvo de la tierra» (adamaŒ), es decir, de la misma sustancia que el resto de la creación; pero
«Jehová Dios... sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (2.7). La creación
del hombre, del varón (ish), es seguida en el Génesis por la de la mujer (ishah), constituyendo
entre ambos la unidad esencial de la pareja humana (2.22–24).
La especial relación que Dios establece con Adán y Eva se define como una permanente amistad,
ofrecida para ser aceptada libremente. Dios, creador de todo y soberano absoluto del universo,
ofrece su amistad; el ser humano es libre de aceptarla o rechazarla. El signo de la actitud humana
ante la oferta divina se identifica en el precepto que, por una parte, afirma la soberanía de Dios y,
por otra, establece la responsabilidad de Adán en el goce de la libertad: «Del árbol de la ciencia del
bien y del mal no comerás» (2.17). Pero Adán, el ser humano, por querer igualarse a Dios,
quebranta la condición impuesta. Y lo hace con un acto de rebeldía que le cierra el acceso al
«árbol de la vida» (3.22–24) y abre las puertas al imperio del pecado, cuyas consecuencias son el
dolor y la muerte.
La historia de los patriarcas: Esta segunda parte del Génesis (cap. 12–50) representa el comienzo
de una nueva etapa en el desarrollo de la humanidad, una etapa en la que Dios actúa para liberar
a los seres humanos de la situación a la que el pecado los había conducido.
La historia entra en una nueva fase con la revelación de Dios a Abraham, a quien ordena que deje
atrás parientes y lugares familiares y emigre a tierras desconocidas. Le promete hacer de él una
gran nación, y prosperarlo y bendecirlo (12.1–3); y le confirma esta promesa estableciendo un
pacto, según el cual en Abraham habrían de ser benditas «todas las familias de la tierra» (12.3; cf.
Gl 3.8).
El Génesis pone de relieve que el Señor no actúa de modo arbitrario al elegir a Abraham, sino que
su elección forma parte de un plan de salvación que se extiende al mundo entero. El objeto último
de este plan, la universalidad de la acción salvífica de Dios, se manifiesta en el hecho simbólico del
cambio del nombre primitivo, Abram, por el de Abraham, que significa «padre de muchedumbre
de gentes» (17.5).
A la muerte de Abraham, su hijo Isaac pasó a ser el depositario de la promesa de Dios; y después
de Isaac, Jacob. Así fue transmitida de una generación a otra, de padres a hijos, todos los cuales, lo
mismo que Abraham, vivieron como extranjeros fuera de su lugar de origen. Aquellos patriarcas
(es decir, “padres del linaje”), eran pastores seminómadas, protagonistas de un incesante
movimiento migratorio. Su vida transcurrió entre continuos desplazamientos y asentamientos que,
registrados en el Génesis, dan a la narración un carácter peculiar.
Jacob, a lo largo de un misterioso episodio acaecido en Peniel (32.28; cf 35.10), recibió el nombre
de Israel («el que lucha con Dios» o «Dios lucha»). Este nombre se usó más tarde para identificar a
las doce tribus; luego, al Reino del norte y, finalmente, a la nación israelita en su totalidad.
La historia de José hijo de Jacob es fascinante. Vendido como esclavo y llevado a Egipto, José se
ganó la voluntad del faraón reinante, que llegó a elevarlo hasta el segundo puesto en el gobierno
de la nación (41.39–44). Tan alta posición política permitió al joven hebreo llevar junto a sí a su
padre, quien, con hijos, familiares y hacienda (46.26), se estableció en el delta del Nilo, en la
región de Gosén, una tierra rica en pastos y apropiada a sus necesidades y género de vida.
Al morir Jacob, sus hijos trasladaron el cuerpo a Canaán y lo sepultaron en una cueva que
Abraham había comprado (50.13) para enterrar a su esposa (23.16–20). Aquella compra tiene en
el Génesis un claro sentido simbólico, porque prefiguró la toma de posesión por los israelitas de un
territorio donde los patriarcas habían vivido en otro tiempo como extranjeros.
LIBRO DE ÉXODO
Autor y Personaje Principal: Moisés, comúnmente aceptado.
Tema Principal: La historia de Israel desde la muerte de José hasta la construcción del
tabernáculo.
Pensamiento clave: Liberación
El título. Este libro toma su nombre del hecho que constituye el hilo conductor de todo el relato: la
salida de Egipto de los israelitas y los años que vivieron en el desierto antes de llegar a Canaán, la
Tierra prometida. En efecto, lo mismo el vocablo griego éxodos utilizado por la Septuaginta, que el
castellano equivalente, se definen propiamente como “salida”. A su vez, la Biblia hebrea titula el
libro con una de sus palabras iniciales: Shemoth, que significa “nombres”.
La historia. El Éxodo (=Ex) ofrece algunos datos que, dentro de ciertos márgenes de probabilidad,
permiten delimitar la época en que acontecieron los hechos referidos. Tales datos, aunque no
bastan para establecer fechas precisas, son de un innegable valor histórico. Por ejemplo, 1.11
revela que los israelitas, residentes en Egipto durante 430 años (12.40–41), fueron obligados a
trabajar en la construcción de dos ciudades: Pitón y Ramesés (llamada en egipcio Casa de
Ramesés). Este hecho sucedió entre finales del s. XIV y principios del XIII a.C.
Contenido del libro. La primera parte del Éxodo (1.1–15.21) relata el cambio de situación que,
para los descendientes de Jacob, supuso el que «un nuevo rey, que no conocía a José» (1.8),
comenzara a reinar sobre Egipto. La narración no se ajusta a una cronología estricta, y a primera
vista parece que los hechos se suceden sin solución de continuidad. Sin embargo, una lectura
atenta lleva a la evidencia de que, entre el asentamiento de Jacob en Gosén (Gn 46.1–47.6) y el
reinado del nuevo faraón, transcurrieron los 430 años de la permanencia de los israelitas en Egipto
(cf. 1.7). Fue tan
solo en el último tiempo cuando la hospitalidad egipcia (Gn 47.5–10) se trocó en opresión y los
israelitas fueron reducidos a la esclavitud (1.13). En aquella penosa condición, sus súplicas llegaron
a oídos del Señor (3.16), que llamó a Moisés y se le reveló en «Horeb, monte de Dios» (3.1) para
confiarle la misión de liberar al pueblo (3.15–4.17). Con un extraordinario despliegue de señales
portentosas, Dios, por medio de Moisés, obliga al faraón a dar libertad a la multitud israelita
(12.37–38). Esta, después de haber celebrado la primera Pascua como signo de salvación,
emprende la marcha camino del mar, y lo atraviesa a pie enjuto por el mismo punto en que luego
las aguas cubrieron al ejército egipcio. El pueblo, entonces, junto con Moisés y María, expresa su
gratitud a Dios entonando un canto, que es uno de los testimonios más antiguos de la milagrosa
liberación de Israel (15.1–18, 21).
La segunda parte del libro (15.22–18.27) recoge una serie de episodios relacionados con la
marcha de los israelitas por el desierto. Una vez atravesado el mar, se adentraron en los parajes
secos y áridos de la península de Sinaí. En su nueva situación se vieron expuestos a graves
dificultades y peligros, desconocidos para ellos hasta aquel entonces. El hambre, la sed y la abierta
hostilidad de otros habitantes de la región, como los amalecitas, fueron causa de frecuentes
quejas y murmuraciones contra Moisés y contra el Señor (15.24; 16.2; 17.2–7). Muchos
protestaban y, pareciéndoles mejor comer y beber como esclavos que asumir las
responsabilidades de la libertad, clamaban: «Ojalá hubiéramos muerto a manos de Jehová en la
tierra de Egipto, cuando nos sentábamos ante las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta
saciarnos» (16.3). Por esto, Moisés hubo de interceder en repetidas ocasiones delante de Dios en
favor de los israelitas, y el Señor los atendió una y otra vez en todas sus necesidades. Los alimentó
con codornices y maná (cap. 16), hizo brotar agua de la roca para que calmaran su sed (17.1–7; cf.
Nm 20.2–13) y los libró de los enemigos que los acosaban (17.8–16).
La marcha por el desierto de Sinaí tenía como objetivo final el país de Canaán. Allí estaba la Tierra
prometida, descrita como «una tierra que fluye leche y miel» (3.8). Pero antes de llegar a ella, el
pueblo de Israel había de conocer que Jehová Dios lo había tomado de entre todos los otros de la
tierra para serle consagrado como «el pueblo de su heredad», como «un reino de sacerdotes y
gente santa» (cf. Dt 4.20; 7.6; Ex 19.5–6). El monte Sinaí fue el escenario escogido por Dios para
establecer su pacto con Israel y constituirlo en su propiedad particular.
Ese pacto significaba, pues, un compromiso para el pueblo, que quedaba obligado a vivir en
santidad. Esta era la parte que le correspondía guardar, en respuesta a la elección con que Dios lo
había distinguido de manera gratuita. Para hacerlo posible, Dios mismo dio a conocer a su pueblo,
en la ley proclamada en el Sinaí, lo que de él exigía y esperaba que cumpliera puntualmente.
La Ley (en hebreo, torah), que es dada a Israel por mano de Moisés, comienza con la serie de
disposiciones universalmente conocida como El Decálogo o Los Diez Mandamientos, que empieza
así: «Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No
tendrás dioses ajenos delante de mí» (20.2–3). Con estas palabras queda establecida la vinculación
exclusiva y definitiva de Israel con el Dios que lo había liberado y lo había atraído a él como «sobre
alas de águila» (19.4). A partir del Decálogo, toda la Ley, con su evidente preocupación por
defender los derechos de los más débiles (cf. p.e., 22.21–27), viene a sentar el fundamento
jurídico de una comunidad creada para la solidaridad y la justicia, y consagrada especialmente al
culto de su Señor, del Dios único y verdadero (25–31; 35–40)
EL ANTIGUO EGIPTO. Muchos solo conocen hoy al antiguo Egipto solo por sus pirámides, la
esfinge, la escritura jeroglífica y los tesoros de sus gobernantes.
El Nilo. Sin el Nilo, Egipto habría sido solo un árido desierto. Cada año, ese río se desborda y, al
volver a su cauce normal, deja atrás una fértil capa de barro negro. En estas franjas fértiles puede
crecer gran variedad de granos. A ambos lados de ese faja verde se extiende el desierto.
Historia Egipto es una de las civilizaciones más antiguas. El ser humano habita el Valle del Nilo
desde la edad de piedra. La historia escrita de Egipto y de sus familias reales (los “faraones”) data
de antes del año 3000 a.C. Antes de la época de Abraham, poderosos faraones habían conquistado
hasta las regiones al sur del Sudán. En algún momento entre 1700 y 1650 a.C., Egipto fue invadido
por un gran grupo de extranjeros. Muchos de ellos eran semitas (gente de raza y lengua similares a
las de los patriarcas israelitas). Pronto conquistaron Egipto. Desde su capital al nordeste del delta
del Nilo, los gobernantes emitas (llamados “hicsos”) controlaron un imperio que abarcaba la
mayoría del territorio egipcio y toda Palestina. Algunos estudiosos opinan que fue uno de esos
faraones quien protegió a José (cf. Gn 41–50).Cerca del año 1550 a.C., el imperio hicso fue
derrotado. Amosis I fundó una nueva dinastía de faraones. Su imperio se expandió, alcanzando su
máxima extensión en los reinados de Tutmosis III y Ramsés II. Un considerable número de
intérpretes cree que el faraón del éxodo fue Ramsés II (cf. Ex 5–14).
Fabricantes de adobes Para construir sus ciudades reales, los faraones necesitaban ladrillos. Para
hacerlos, los hombres excavaban arcilla y la mezclaban con paja. Con esa mezcla llenaban moldes
de madera y los ponían al sol para que la mezcla se secara y endureciera. (cf. Ex 5.7–19). Ese
mismo método se emplea todavía en algunos países.
Escritura La idea de la escritura, inventada en Babilonia entre el 3500 y el 3000 a.C., llegó
rápidamente a Egipto. Los sacerdotes egipcios pronto inventaron su propio sistema de expresar
ideas por medio de dibujos (“jeroglíficos”). Mucho de lo que sabemos del antiguo Egipto proviene
de los jeroglíficos encontrados en edificios y monumentos, y de libros, cartas y crónicas escritos en
un estilo manuscrito abreviado, llamado “hierático”.
Vestido Las vestiduras egipcias eran de lino. Los hombres usaban faldas; las mujeres, vestidos
largos con grandes tirantes en los hombros. Los ricos vestían para ocasiones especiales usaban
pesadas pelucas y joyería (anillos, brazaletes, collares y cintas para la cabeza). Mantenían su piel
suave con aceite, usaban maquillaje negro para los ojos y perfumes.
Hábiles artesanos El rey y su corte empleaban muchos artesanos hábiles, pintores, escultores,
orfebres y plateros. Como los egipcios creían que la vida después de la muerte era muy similar a la
vida presente, llenaban las tumbas con hábitos familiares del difunto y con pinturas que
reproducían escenas de la vida cotidiana.
Los dioses egipcios Los antiguos egipcios tenían muchos dioses: dioses que gobernaban los
fenómenos naturales, dioses de la verdad, la justicia, la sabiduría, etc. El rey del mundo de
ultratumba (el mundo de los muertos) era Osiris, quien tenía las llaves de la vida después de la
muerte. El faraón era el intermediario entre los dioses y las personas. En los templos, los
sacerdotes servían a los dioses como si se tratase de reyes humanos. La gente común solo veía las
imágenes de las grandes divinidades en los días festivos, cuando las sacaban en procesión.
LIBRO DE LEVÍTICO
Autor: Moisés, generalmente aceptado.
Palabra Clave: Acceso y Santidad.
Personaje Central: El sumo sacerdote.
El título. La Septuaquinta llamó Levítico (=Lv) a este tercer libro de la Biblia, posiblemente para
indicar que se trata de un texto destinado de modo particular a los levitas. Estos estaban
encargados de ejercer el ministerio sacerdotal y de atender a los múltiples detalles del culto
tributado a Dios por los israelitas. La Biblia hebrea, conforme a la norma observada en todo el
Pentateuco, nombra el libro por su primera palabra, WayiqraŒ, que significa "y llamó".
Los levitas. En el reparto de Canaán, los levitas (es decir, los miembros de la tribu de Leví)
recibieron, en lugar de territorio, cuarenta y ocho «ciudades donde habitar» (Nm 35.2–8; cf. Jos
21.1–42; 1 Cr 6.54–81), repartidas entre las tierras asignadas al resto de las tribus. Ellos, en
cambio, habían sido separados por Dios para servirlo, para que cuidaran de las cosas sagradas y
celebraran los oficios religiosos. Esta es la función específica asignada a los levitas, sobre todo
después que el culto y cuanto con él se relacionaba quedó centralizado en el templo de Jerusalén.
Contenido del libro. En su mayor parte, el Levítico está formado por un conjunto de
prescripciones extremadamente minuciosas, tendientes a hacer del ceremonial cúltico, como
expresión de la fe en Dios, el eje a cuyo alrededor debía girar la totalidad de la vida del pueblo.
Este libro ritualista, lleno de instrucciones sobre el culto y disposiciones de carácter legal, encierra
un mensaje de alto valor religioso, en el que la santidad aparece como el principio teológico
predominante. Jehová, el Dios de Israel, el Dios santo, requiere del pueblo escogido como suyo
que igualmente sea santo: «Santos seréis, porque santo soy yo, Jehová, vuestro Dios» (19.2). En
consecuencia, todas las normas y prescripciones del Levítico están ordenadas al fin último de
establecer sobre la tierra una nación diferente de las demás, apartada para su Dios, consagrada
enteramente al servicio de su Señor. Por eso, todas las fórmulas legales y todos los elementos
simbólicos del culto —vestiduras, ornamentos, ofrendas y sacrificios— tienen una doble vertiente:
por un lado, alabar y rendir el debido homenaje al Dios eterno, creador y señor de todas las cosas;
por otro, hacer que Israel entienda el significado de la santidad y disponga de instrumentos
jurídicos, morales y religiosos para ser el pueblo santo que Dios quiere que sea.
División del libro. El libro puede dividirse en varias secciones. La primera de ellas (cap. 1–7) está
dedicada por entero a reglamentar la presentación de las ofrendas y sacrificios ofrecidos como
demostración de gratitud al Señor o como signo de arrepentimiento y expiación de algún pecado
cometido.
La segunda sección (cap. 8–10) describe el ritual seguido por Moisés para consagrar sacerdotes a
Aarón y sus hijos. Consiste en un conjunto de ceremonias oficiadas por Moisés conforme a las
instrucciones recibidas de Jehová (cf. Ex 29.1–37). Estos ritos de consagración, que incluían
sacrificios de animales y el uso de vestiduras especiales, fueron el paso inicial para instaurar el
sacerdocio aarónico-levítico, institución que fundamenta la unidad corporativa del antiguo Israel.
El cap. 10 relata la muerte de dos hijos de Aarón a causa de un pecado de carácter ritual.
Los cap. 11–16 forman la tercera sección del libro, dedicada a definir los términos de la pureza y la
impureza ritual. También fija las normas a las que, para recuperar la pureza legal, había de
someterse todo aquel —o todo aquello— que hubiera incurrido en algún tipo de impureza. Esta
sección se cierra con la descripción de los ritos propios del gran día de la expiación (en hebreo,
Yom kippur), que todo el pueblo debe celebrar el día 10 del séptimo mes de cada año.
La cuarta sección (cap. 17–25) se ocupa de la llamada ley de santidad, enunciada de forma
sintética en 19.2. Aquí nos hallamos en pleno corazón del Levítico, donde, junto a algunas
instrucciones relativas al culto, se señalan las normas que Israel —sacerdotes y pueblo— está
obligado a observar para que la vida de cada uno en particular y de la comunidad en general
permanezca regida por los principios de la santidad, la justicia y el amor fraternal.
Los dos últimos capítulos incluyen, respectivamente, una serie de bendiciones y maldiciones, que
corresponden a sendas actitudes de obediencia o desobediencia a Dios (cap. 26), y una relación de
personas, animales y cosas que le están consagradas (cap. 27).
Esquema del contenido:
1. Ofrendas y sacrificios (1.1–7.38)
2. Consagración del sacerdote (8.1–10.20)
3. Leyes sobre la pureza y la impureza legal (11.1–16.34)
4. La "Ley de santidad" (17.1–25.55)
5. Bendiciones y maldiciones (26.1–46)
6. Sobre lo consagrado a Dios (27.1–34)
LIBRO DE NÚMEROS
Autor: Moisés, generalmente aceptado.
Nombre: Derivado del censo de Israel.
El título. El nombre español del cuarto libro del Pentateuco procede del latino Liber numerorum
("libro de los números"), tomado a su vez del griego Arithmo (LXX), que significa "números". Es
obvio que este título responde a la presencia en el texto de dos censos del pueblo de Israel (cap. 1
y 26), al reparto del botín de guerra tras la victoria de los israelitas sobre los madianitas (31) y a
ciertas precisiones de orden cuantitativo relacionadas con los sacrificios y las ofrendas (7; 15; 28–
29). En hebreo, el título del libro es Bemidbar (lit. "en el desierto"), referencia expresa a la región
sinaítica en la que se desarrollan los acontecimientos objeto de la narración.
Contenido del libro. En Números (=Nm) se pone de relieve la personalidad y la obra de Moisés, el
gran libertador y legislador del pueblo de Israel. A esta misión, asumida por él desde el principio,
añade ahora la de organizar a los israelitas y guiarlos durante los años de su peregrinación en
busca de la Tierra prometida. En el cumplimiento de este cometido, Moisés, que siempre actuó
con total fidelidad a Dios y motivado por el amor a su pueblo (14.13–19), se sintió a veces
abrumado por la pesada carga moral de su responsabilidad (11.10–15) y la incomprensión de la
gente que lo rodeaba. Hasta sus mismos hermanos, Aarón y María, lo criticaron y murmuraron
contra él, que era persona mansa, «más que todos los hombres que había sobre la tierra» (12.3).
Con todo, Moisés no cejó ni un instante en su empeño y hasta el fin de sus días siguió velando por
Israel. Cuando vio ya acercarse el momento de su muerte, tomó las precauciones necesarias para
que su sucesor, Josué, pudiera llevar a buen fin la encomienda de arribar a la Tierra prometida y
tomar posesión de ella (27.15–23).
En contraste con la figura señera de Moisés, la conducta de los israelitas se describe en Números
con rasgos bastante negativos. Ciertamente de Egipto había salido una «gran multitud de toda
clase de gentes» (Ex 12.38), las cuales comenzaron a constituir en el desierto una colectividad
alentada por los mismos intereses y un destino común. Pero con los agobios del penoso caminar
hacia una meta todavía desconocida y que debía parecerles siempre lejana, aquellos liberados de
la amarga cautividad egipcia protestaban y se rebelaban una y otra vez. En sus quejas, incluso
añoraban como mejores tiempos los pasados en esclavitud. Con todo ello no cesaron de provocar
la ira de Dios, y atrajeron mayores desventuras sobre Israel (cf., p.e., cap. 14). Sin embargo, pese a
tan constantes faltas de fidelidad, el Señor no dejó de manifestárseles compasivo y perdonador:
así Jehová, hablando con Moisés «cara a cara... y no con enigmas» (12.8), lo escucha cuando
intercede a favor del pueblo, cuando le ruega que perdone a los culpables (11.2; 12.13; 14.13–19;
21.7).
LIBRO DE DEUTERONOMIO
Autor: Moisés, generalmente aceptado.
Nombre: Derivado dos palabras griegas, deuteros, que significa "segunda", y nomos, "ley"
Tema Principal: Un recuento de las leyes proclamadas en el Sinaí, con un llamado a la
obediencia, mezclado con un repaso a la experiencia de la generación pasada.
Pensamiento Clave: El requisito clave de la obediencia.
El título. La forma hebrea Debarim ("palabras") es el título del quinto libro del Pentateuco. La
Septuaginta lo llamó Deuteronomio. El significado de este término griego es, propiamente,
"segunda ley", aunque debe observarse que, aplicado al presente libro, no cabe entenderlo en el
sentido de una ley diferente de la "primera" (la mosaica), sino de una repetición de ella.
La situación histórica. La llegada de los israelitas a tierras de Moab es el hecho que prácticamente
señaló el final del recorrido iniciado en Egipto cuarenta años atrás (1.3). Las llanuras de Moab, al
este del Jordán, fueron la última etapa de aquel larguísimo recorrido, en el curso del cual fueron
cayendo, uno tras otro, los miembros del pueblo que habían vivido los tiempos de esclavitud y que
luego, colectivamente, habían protagonizado el drama de la liberación (1.34–39; cf. Nm 14.21–38).
Ese fue el castigo de la pertinaz rebeldía de Israel: que, «exceptuando a Caleb hijo de Jefone y a
Josué hijo de Nun», ninguno de quienes pertenecían a la generación del éxodo entraría en Canaán.
Ni siquiera el propio Moisés, el fiel guía, legislador y profeta (1.34–40; 34.1–5; cf. Nm 14.21–38).
En Moab, frente a Jericó, comprendiendo que ya estaba muy cerca el término de su vida, «resolvió
Moisés proclamar esta ley» al pueblo (1.5). Lo reunió, pues, por última vez, para entregarle lo que
podría llamarse su "testamento espiritual". Ante «todo Israel» (1.1), Moisés evocó los años vividos
en común, instruyó a los israelitas acerca de la conducta que habían de observar para ser
realmente el pueblo de Dios y les recordó que su permanencia en la Tierra prometida dependía de
la fidelidad con que observaran los mandamientos y preceptos divinos (8.11–20).
El contenido del libro. El Deuteronomio (=Dt), al igual que otros textos de carácter normativo
recogidos en el Pentateuco, pone de manifiesto lo que Dios requiere de su pueblo escogido. Y lo
hace disponiendo concretamente el mandamiento que Jesús calificó de "principal": «Amarás a
Jehová, tu Dios, de todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas» (6.5; cf. Mc 12.30).
Estas palabras son la médula espinal de todo el discurso mosaico, que ahora asume un carácter
más personal que cuando el pueblo lo escuchaba en el Sinaí (llamado «Horeb» en Dt, salvo en
33.2), porque allí Moisés se limitó a transmitir lo que recibía de Dios, mientras que en Moab se
expresa en primera persona, para, en su calidad de profeta (18.15–18), revelarle al pueblo la
voluntad del Señor (4.40; 5.1–5, 22–27; 28.1). El Deuteronomio pone de relieve esta imagen de
Moisés mediante frases introductorias como: «Estas son las palabras que habló Moisés a todo
Israel» (1.1; cf., p.e., 1.3, 5; 4.44; 5.1). Un lugar destacado ocupa en el libro el llamado "código
deuteronómico" (cap. 12–26), que comienza con una serie de «estatutos y decretos» (12.1)
relativos al establecimiento de un solo lugar de culto, de un solo santuario, al que todo Israel
estaría obligado a acudir: «El lugar que Jehová, vuestro Dios, escoja entre todas vuestras tribus...
ese buscaréis, y allá iréis» (12.5; cf. v. 1–28). A este núcleo de carácter legal, que aparece
precedido de los dos grandes discursos de cap. 1.6–4.40 y 5.1–11.32, lo siguen algunas
disposiciones complementarias (p.e., en cap. 31, el nombramiento de Josué como sucesor de
Moisés), y también advertencias y exhortaciones de índole varia (cap. 27–31). Los últimos
capítulos contienen el "cántico de Moisés", las "bendiciones a las doce tribus" (cap. 32–33), la
muerte de Moisés (34.5) y su sepultura en un ignorado lugar de Moab (34.6).
El mensaje. La especial relación que Dios establece con su pueblo es sin duda la proclamación que
el Deuteronomio subraya con mayor énfasis. Jehová, ciertamente, es el Dios creador del cielo y de
la tierra (10.14); pero, sobre la exclusiva base de su amor, escogió Dios a Israel para establecer con
él una particular alianza. Antes que el propio Israel fuera llamado a la existencia, ya Dios lo había
elegido en los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, a quienes prometió que sus descendientes
heredarían la tierra de Canaán (6.10; 7.6–8). El cumplimiento de la promesa está
permanentemente contemplado en el horizonte del Deuteronomio, al evocar, por una parte, los
hechos que pusieron fin a la esclavitud de Israel en Egipto y, por otra, los muchos prodigios de que
el pueblo fue testigo durante los años del desierto. Y ahora, junto a la margen oriental del Jordán,
cuando ya el cumplimiento de la promesa está a punto de convertirse en una espléndida realidad,
Moisés exhorta a los israelitas a que libremente se atengan al compromiso a que el pacto de Dios
los obliga: «Os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la
vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando a Jehová, tu Dios, atendiendo a su voz y
siguiéndolo a él» (30.19–20). Al amor de Dios, Israel debe corresponder con su entrega total y sin
reservas, acatando la divina voluntad: «Amarás, pues, a Jehová, tu Dios, y guardarás sus
ordenanzas, sus estatutos, sus decretos y sus mandamientos, todos los días» (11.1).