El Rostro de Cristo en El Arte PDF
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Fermín Labarga
El rostro de Cristo en el arte
volumen 25
separata
2016
revista del instituto de historia de la iglesia de la universidad de navarra
pamplona. españa / fundada en 1992
2016 / volumen 25
Nota editorial 11
AHIg 25 / 2016 3
Philippe Chenaux
Paolo vi e la libertà religiosa 193-207
Paul vi and the religious freedom
Jesús M. Zaratiegui
Recepción en España de las deliberaciones sobre la declaración de libertad
religiosa, Dignitatis Humanae 209-237
Reception in Spain of the discussions on the declaration of religious freedom, Dignitatis Humanae
Arte y teología
Federico Aguirre Romero
Iconos: Arte y Teología 241-263
Icons: Art and Theology
Fermín Labarga
El rostro de Cristo en el arte 265-316
The face of Christ in art
Historiografía y bibliografía /
Historiography and bibliography
David González Cruz
La Santa Sede y los candidatos al trono de España en la estrategia
propagandística de la Guerra de Sucesión 319-348
Giuseppe Marino
João Rodrigues Tsûzu, de lingüista a historiador. El Livro terceiro da
história eclesiástica de Japão, un códice olvidado (siglo xvii) 381-404
Conversación / conversation
Umberto Longo / Gian Maria Varanini
Conversación en Paris con André Vauchez 407-451
4 AHIg 25 / 2016
Juan González Morfín
Conversación en México con Jean Meyer 453-476
Crónicas / chronicles
Congresos y Seminarios
Silvia Carraro, Dal «medioevo cristiano» alla storia religiosa del Medioevo:
quarant’anni di storiografia (1974 -2014) 487
Tesis doctorales
Daniel de Boni Argenta, A Teologia da missão nas obras de São Gregório Magno 505
Necrológicas
Alberto Ferreiro, Jacques Fontaine (1922-2015) 539
AHIg 25 / 2016 5
reseñas / Reviews
OBRAS GENERALES
Luis Díaz Merino – Robin Ryan – Adolfo Lippi (dirs.), Diccionario de la
Pasión de Jesucristo (F. Labarga) 545
Rafael Lazcano, Episcopologio agustiniano (E. Eguiarte) 546
ANTIGÜEDAD
Ambrosio de Milán, Los deberes (C. Castillo García) 548
Basilio de Cesarea, Reglas morales (J. L. Caballero) 549
Proba, Poema sagrado sobre los méritos de Cristo (J. L. Caballero) 551
EDAD MEDIA
Damien Boquet – Piroska Nagy, Sensible Moyen Âge. Une histoire des émotions
dans l’Occident médiéval (A. Fernández de Córdova) 553
Nicola Clarke, The Muslim Conquest of Iberia. Medieval Arabic Narratives
(A. Ferreiro) 555
Antonio Bravo García, Viajes por Bizancio y Occidente (F. Labarga) 557
Jacques Paul, El cristianismo occidental en la Edad Media siglos v-xv (A. Fernández
de Córdova) 557
Pierre Riché, Les combats de l’Église au Moyen-Âge (A. Fernández de Córdova) 559
Eugenio Serrano Rodríguez, Toledo y los Dominicos en la época medieval
(P. López Pita) 561
EDAD MODERNA
Juan Aranda Doncel, La Congregación del Oratorio de San Felipe Neri de Córdoba.
Estudio histórico y artístico de un edificio singular (F. Labarga) 563
Ramón Cañizares Japón, Las hermandades de la Soledad y Santo Entierro en el
Reino de Sevilla (F. Labarga) 564
6 AHIg 25 / 2016
Nicolás De Cues, Unité et réforme, dix opuscules ecclésiologiques (V. Sanz) 565
Miren Aintzane Eguiluz Romero, Con toda fiesta y regocijo. Arte y fiesta en las
villas vizcaínas de los siglos xvii y xviii (F. Labarga) 567
Pedro García Galende, Fray Martín de Rada. Científico y misionero en Filipinas y
China (siglo xvi) (I. Alva) 568
Miguel Jiménez Monteserín (coord.), Exposición El Sueño de Cisneros.
v Centenario de la edición de la Biblia Políglota Complutense (A. Fernández de
Córdova) 570
Isidoro Miguel García – Jorge Andrés Casabón, El ceremonial cesaraugus-
tano del canónigo Pascual Mandura (1579-1604). Orden de las festividades que se ce-
lebran en el discurso del año por sus meses y también las fiestas móviles (J. R. Royo
García) 572
Paul Oberholzer (ed.), Diego Laínez (1512-1565) and his Generalate (R. Ramis
Barceló) 572
Elisabetta Patrizi, Pastolarità ed educazione. L’episcopato di Agostino Valier nella
Verona post-tridentina (1565-1606) (J. Laspalas) 574
Mª Dolores Rincón González – Raúl Manchón Gómez, El maestro Juan
de Ávila (1500?-1569), un exponente del humanismo reformista (F. Labarga) 576
Massimo Rospocher, Il papa guerriero. Giulio ii nello spazio pubblico europeo
(A. Fernández de Córdova) 578
J. Carlos Vizuete Mendoza (ed.), Los Mártires de las Alpujarras, i: Informaciones
(1569-1621) (F. Labarga) 579
EDAD CONTEMPORÁNEA
Giorgio Alessandrini, Federico Alessandrini. Santa Sede tra nazismo e crisi
spagnola (1933-1938) (S. Casas) 581
Jesús Álvarez Fernández (a cura di), 1914-1962: L’Ordine Agostiniano tra la
Grande Guerra e il Concilio Vaticano ii (R. Lazcano) 582
José Manuel Bengoa, Historia general de la Orden de Agustinos recoletos. Tomo xiii
(1891-1894) (R. Lazcano) 584
Giuseppe Buffon, La Chiesa nello specchio del Mondo. Il Concilio Vaticano ii nella
visione del Centro pastorale per le missioni interne (1950-1970) (S. Casas) 588
AHIg 25 / 2016 7
Aldo Carera (coord.), Giuseppe Toniolo. L’uomo come fine. Con saggi sulla storia
dell’Istituto Giuseppe Toniolo di studi superiori (P. Valvo) 589
Philippe Chenaux, Paul vi. Le souverain éclairé (S. Casas) 590
Fulvio De Giorgi, Paolo vi. Il papa del Moderno (S. Casas) 591
Christian Gabrieli, Un protagonista tra gli eredi del Celeste Impero. Celso Costantini
delegato apostolico in Cina (1922-1933) (C. Pioppi) 593
José Luis González Gullón, dya: La Academia y Residencia en la historia del
Opus Dei (1933-1939) (O. Díaz) 595
Francisco José Guerrero Carot, Un cruzado contra el liberalismo. Aguilar y
Serrat (Manlleu 1826-Segorbe 1899) (S. Casas) 597
José Ramón Hernández Figueiredo, El deán Juan Manuel Bedoya (1770-
1850). Proceso inquisitorial a sus escritos liberales (R. Pardo) 598
Austen Iverleigh, El gran reformador. Francisco, retrato de un papa radical
(P. Blanco) 599
Sante Lesti, Riti di guerra. Religione epolitica nell’Europa della Grande Guerra
(E. Ossandón) 600
Agostino Marchetto (ed.), Il «diario» conciliare di monsignor Pericle Felici
(S. Casas) 601
Alberto Melloni (dir.), Altas histórico del Concilio Vaticano ii (S. Casas) 603
Antonio César Moreno Cantano, Anticlericalismo y crítica social: el sacerdote
republicano Hugo Moreno López / Juan García Morales (1883-1946) (J.L. González
Gullón) 604
Alberto Savorana, Luigi Giussani. Su vida (S. Casas) 605
Cardenal Fernando Sebastián, Memorias con esperanza (J. C. Martín de la
Hoz) 606
Ernst Christoph Suttner, Ekklesiologische Überlegungen zur Geschichte der
Kirchenspaltungen (E. Reinhardt) 608
Werner Van Laer (ed.), L.J. Cardinal Suenens. Mémoires sur le Concile Vatican ii
(S. Casas) 609
Mauro Velati, Separati ma fratelli. Gli osservatori non cattolici al Vaticano ii (1962-
1965 (S. Casas) 610
8 AHIg 25 / 2016
AMÉRICA LATINA
Rodolfo Aguirre Salvador (coord.), Espacios de saber, espacios de poder. Iglesia,
universidades y colegios en Hispanoamérica, siglos xvi-xix (R. Ramis Barceló) 612
Pedro Guibovich Pérez, Lecturas prohibidas. La censura inquisitorial en el Perú
tardío colonial (C.H. Sánchez Raygada) 614
Gerardo L ara C isneros, ¿Ignorancia invencible? Superstición e idolatría
ante el Provisorato de Indios y Chinos del Arzobispado de México en el siglo xviii
de Gerardo Lara (C.H. Sánchez Raygada) 615
Annick Lempérière, Entre Dios y el rey: la República (C.H. Sánchez Raygada) 617
Miranda Lida, Historia del catolicismo en la Argentina entre el siglo xix y xx (R. Pardo) 618
Rafael López Guzmán – Yolanda Guasch Marí – Guadalupe Romero
Sánchez (eds.), América: cultura visual y relaciones artísticas (F. Labarga) 620
Osvaldo Rodolfo Moutin, Legislar en la América hispánica en la temprana edad
moderna. Procesos y características de la producción de los Decretos del Tercer Concilio
Provincial Mexicano (1585) (R.D. García Pérez) 621
José Luis Soto Pérez, Junípero Serra en la vida y obra de Lino Gómez
Canedo. Hechos, textos y comentarios (X. Baró i Queralt) 622
ARTE
Luisa Elena Alcalá – Jonathan Brown, Pintura en Hispanoamérica. 1550-1820
(F. Labarga) 624
Francisco Calvo Serraller – Juan Pablo Fusi Aizpurúa, Historia del mundo
y del arte en Occidente (siglos xii a xxi) (F. Labarga) 625
Juan Dobado Fernández – María Yllescas Ortiz, Córdoba. Ciudad
conventual (F. Labarga) 626
Myriam Ferreira Fernández, Los Ágreda. La evolución de la escultura del taller
barroco a la academia neoclásica (F. Labarga) 628
Penelope Filacchione – Caterina Papi (eds.), Archeologia Cristiana. Coordinate
storiche, geografiche e culturali (secoli i-v) (F. Labarga) 629
María Concepción García Gainza, Alonso Cano y el Crucificado de Lekaroz
(F. Labarga) 630
AHIg 25 / 2016 9
Lázaro Gila Medina (ed.), Iuxta Crucem. Arte e iconografía de la Pasión de Cristo
en la Granada Moderna (siglos xvi-xviii) (F. Labarga) 631
Juan Miguel González Gómez – Jesús Rojas-Marcos González,
Simpecados del Rocío: Speculum Reginae Roris (M. J. Carrasco Terriza) 633
Lorenzo Hernández Guardiola – Albert Ferrer Orts – María José
López Azorín – Josep-Marí Gómez i Lozano, Gaspar Requena, pintor
valenciano del Renacimiento (c. 1515-después de 1585) (E. Ferrer del Río) 635
Fernando M arías (ed.), El Griego de Toledo. Pintor de lo visible y lo invisible
(F. Labarga) 636
Josep Monferrer i Guardiola, Mossèn Manuel Milián i la salvaguarda del
patrimoni de l’arxiprestat de Morella (1933-1940) (A. Ferrer Orts) 638
Jesús Urrea, El escultor Gregorio Fernández. 1576-1636 (Apuntes para un libro)
(F. Labarga) 639
Fermín Labarga
Facultad de Teología, Universidad de Navarra
[email protected]
Abstract: Throughout the centuries, Christian Art has Resumen: A lo largo de los siglos, el arte cristiano ha
represented Christ according to a series of features in representado a Cristo de acuerdo con una serie de ras-
which the theology and spirituality of each epoch are gos en los que se refleja la teología y la espiritualidad de
reflected. In this paper we go from the earliest Chris- cada época. En esta ponencia se hará un repaso desde
tian representations of Christ as the Good Shepherd las primeras representaciones paleocristianas de Cristo
and Philosopher up to the present day, through the como Buen Pastor y Filósofo hasta la actualidad, pa-
Christ in majesty of the Romanesque style, the suf- sando por el Cristo en majestad del Románico, el Cristo
fering Christ of the Gothic, the perfectus Deus and per- sufriente del Gótico, el perfectus Deus et perfectus homo
fectus homo of the Renaissance, the triumphant Christ del Renacimiento, el Cristo triunfante que propone el
characteristic of the post-Tridentine Baroque, and Barroco después del concilio de Trento, o las propues-
19th century historicism. tas historicistas del siglo xix.
Keywords: Art, Theology, Iconography, Christ. Palabras clave: Arte, Teología, Iconografía, Cristo.
que de haber nacido Cristo en ambiente helénico habría sido muy vero-
símil contar con retratos y estatuas que habrían transmitido sus rasgos
físicos a la posteridad 1. Afirmación arriesgada porque, aunque es cierto
que existía en el ámbito greco-latino la costumbre del retrato, ésta se
relacionaba casi siempre con la función representativa oficial o, más fre-
cuentemente, con los rituales funerarios 2.
2) Lo cierto es que en la antigüedad no existía el mismo interés que hoy
poseemos por el aspecto físico de una persona; este interés es reciente y
se ha incrementado espectacularmente a partir de la aparición de la foto-
grafía. El retrato, como tal, salvo algunas raras excepciones, no comienza
a difundirse hasta el siglo xiv.
3) De hecho, tampoco resulta habitual en las biografías de la época antigua
encontrar descripciones físicas del protagonista. Como señala Amato,
«éste es un requisito de las vidas modernas. El método antiguo recababa
el carácter del personaje de sus dichos y de sus hechos (...) Como los
autores de los bioi [género literario], también los evangelistas tienden a
caracterizar su personaje no ofreciendo una fotografía de Jesús, sino (...)
una imagen interpretada y meditada» 3.
Por tanto, si bien es cierto que los evangelistas no aportan esa descripción
física de Cristo, sí aportan numerosos detalles de su personalidad de manera que
no resulta difícil construir una fisonomía muy precisa que resulta imprescindible
encajar en los usos y costumbres de la Palestina del siglo i. A pesar de lo cual,
parece que pronto las primitivas comunidades cristianas demostraron gran inte-
rés por conocer, entre otros, los rasgos físicos del Maestro, tal y como se puede
comprobar en algunos evangelios apócrifos.
En cualquier caso, podemos asegurar que tanto desde el punto de vista de
la Teología como de la historia del Arte, ha resultado muy conveniente que no
exista un retrato de Cristo. Gracias a ello, los artistas han tenido una libertad casi
absoluta a la hora de representar al Señor, cada uno desde su perspectiva, estilo,
mentalidad, experiencia espiritual y época. Lo que, en sí mismo, no deja de ser
un reto apasionante porque se trata de representar de forma plástica nada menos
que a Dios hecho hombre. Vasari refiere que Leonardo da Vinci no conseguía
Leonardo expuso con toda seriedad las razones que tenía para demorar su traba-
jo. La principal consistía en el escrúpulo que se le había colado de pronto en el ce-
rebro respecto a la figura de Jesucristo. Consideraba una profanación indigna pintar
a éste de cualquier manera, como si no hubiese sido más que un hombre vulgar. La
expresión, la actitud, el contorno, la postura de las manos y el manto que vestía el
Redentor en la solemnísima ocasión de la cena con sus discípulos requería para pin-
tarlos no sólo una profunda meditación, sino el hallazgo de un modelo que, según
iba comprendiendo, no era posible encontrar en el mundo. La belleza y la gracia
celeste que debía tener la Divinidad, encarnada en figura humana, sobrecogían su
ánimo e inmovilizaban sus pinceles 4.
7 Hans Belting, Imagen y culto. Una historia de la imagen anterior a la era del arte, Akal, Madrid,
2009, pp. 77-81. Erst von Dobschütz, Christusbilder. Untersuchungen zur christlichen Legende,
J. C. Hinrichs, Leipzig, 1899. Tuvo una segunda edición en 1909, que se ha traducido al italiano:
Immagini di Cristo, Medusa, Milano, 2006, pp. 29-42. Esta última es la que he utilizado. También
va en este sentido Piergiuseppe Bernardi, I colori di Dio. L’immagine cristiana fra Oriente e Occi-
dente, Bruno Mondadori, Genova, 2007, pp. 8-12, si bien señala que la imagen cristiana logra una
identidad propia que integra siempre realismo y simbolismo.
8 Frédérick Tristan, Les primières images chrétiennes. Du symbole à l’icône, ii e s.-v e s., Fayard, Ligu-
gé-Poitiers, 1996, pp. 123-141.
9 San Ireneo de Lyon (Adversus haereses i, 26, 6) refiere la existencia de una secta gnóstica dirigida
por Carpócrates en la que afirmaban poseer una imagen auténtica de Cristo, mandada hacer por
Poncio Pilatos, y que había colocado junto a las de otros grandes pensadores de la historia, como
Pitágoras, Platón o Aristóteles. Citado por Georges Gharib, Le icone di Cristo. Storia e culto, Città
Nuova Editrice, Roma, 1993, p. 27.
10 Robin Margaret Jensen, Face to face. Portraits of the Divine in Early Christianity, Fortress Press,
Minneapolis, 1989, p. 152.
11 Emile Male, L’art religieux du xii e siecle en France. Étude sur les origines de l’iconographie du moyen
age, París, 1922, pp. 48-51.
12 Gharib, op. cit., p. 16, ofrece el testimonio de Teodoro el lector, testigo de cómo un pintor vio
paralizada su mano al intentar pintar a Cristo con la apariencia, sobre todo en cabello y barba, de
Zeus. Lo mismo relata san Juan Crisóstomo. Por el contrario, Grabar, op. cit., p. 114 sostiene
que «es hora de denunciar el error de quienes atribuyen a una influencia oriental, siria o aramea,
las imágenes de Cristo barbado de largos cabellos».
13 Male, op. cit., p. 52.
Es de estatura alta, mas sin exceso; gallardo; su rostro venerable inspira amor y
temor a los que le miran; sus cabellos son de color de avellana madura y lasos, o sea
lisos, casi hasta las orejas, pero desde éstas un poco rizados, de color de cera virgen
y muy resplandecientes, desde los hombros lisos y sueltos, partidos en medio de la
cabeza, según la costumbre de los nazarenos. La frente es llana y muy serena, sin la
menor arruga en la cara, agraciada por un agradable sonrosado. En su nariz y boca
no hay imperfección alguna. Tiene la barba poblada, mas no larga, partida igual-
mente en medio, del mismo color que el cabello, sin vello alguno en lo demás del
rostro. Su aspecto es sencillo y grave; los ojos garzos, o sean blancos y azules claros.
Es terrible en el reprender, suave y amable en el amonestar, alegre con gravedad.
(...) La conformación de su cuerpo es sumamente perfecta; sus brazos y manos son
muy agradables a la vista.
19 David Freedberg, El poder de las imágenes, Cátedra, Madrid, 1992, pp. 248-249. Hugo O. Biz-
zarri y Carlos N. Sainz de la Maza, La Carta de Léntulo al Senado de Roma: Fortuna de un retrato
de Cristo en la Baja Edad Media castellana, en rilce, 10 (1994), pp. 43-58.
20 Jaroslav Pelikan, Jesús a través de los siglos. Su lugar en la historia de la cultura, Herder, Barcelona,
1999, p. 169.
señaló Erst von Dobschütz a finales del siglo xix son tres los relatos principales
que, a su vez, constituyen la justificación histórica y/o milagrosa de otras tantas
representaciones iconográficas del rostro de Cristo, si bien existen otros ejem-
plares de antigua y larga tradición como, por ejemplo, el icono de Cristo de la
ciudad de Camulia 21.
1) El retrato para el rey Abgar de Edesa 22
Según relata una antiquísima leyenda, recogida en un texto apócrifo 23, el rey
Abgar de Edesa (actualmente, la ciudad de Urfa en Turquía, muy cerca de la fron-
tera con Siria), habiendo oído hablar de Cristo y deseando conocerle –algunas
versiones añaden que esperando de él la curación de una enfermedad incurable–
habría mandado a un emisario rogándole que accediera a su petición de visitarle
en Edesa. Siendo esto imposible, al menos solicitaba contar con un retrato del
Señor, para lo que envió también un pintor. Éste fue incapaz de reflejar en el
lienzo el rostro de Cristo, quien deseando complacer al rey Abgar, tomó un paño
(el mandylion) y se lo colocó sobre la faz, quedando impresas de manera milagrosa
sus facciones. A este retrato auténtico y milagroso, acompañó una carta. Al regre-
sar el emisario y mostrar al rey la santa faz, éste quedo restablecido de inmediato.
Tanto el mandylion como la carta se conservaban en Edesa como sus más precia-
dos tesoros, hasta que fueron trasladados a Constantinopla. El mandylion ha dado
lugar a una iconografía muy precisa, con ejemplares tan insignes como la Santa
Faz de Laon o el keramion de Novgorod de la Galería Tretiakov de Moscú.
2) La Verónica 24
Según refiere otro relato apócrifo, una piadosa mujer llamada Berenice o
Verónica, que no quería verse privada de la presencia de Cristo, mandó que le
pintaran «un retrato para que, mientras no pudiera gozar de su compañía, me
consolara a lo menos la figura de su imagen. Y, yendo yo a llevar el lienzo al pin-
tor para que me lo diseñase, mi Señor salió a mi encuentro (...), me pidió el lienzo
y me lo devolvió señalado con la imagen de su rostro venerable» 25.
31 Ibid., pp. 47-70.
32 M. G. Bianco, Aqueropita, en Angelo di Bernardino (dir.), Diccionario Patrístico y de la Antigüe-
dad Cristiana, i, Sígueme, Salamanca, 1991, p. 185.
33 Fogliadini, op. cit., p. 44.
37 Kurt Weitzmann, The Monastery of Saint Catherine at the Mount Sinai. The Icons, i, Princeton,
1973, p. 15.
38 Male, op. cit., p. 80.
39 Romano Guardini, Imagen de culto e imagen de devoción. Carta a un historiador del arte, en La esen-
cia de la obra de arte, Guadarrama, Madrid, 1960, pp. 15-35, donde expone su ya clásica distinción
entre ambos tipos de imágenes. La cita en la p. 22.
cada vez resulta más obvia la influencia que la pintura de iconos ejerció en el arte
románico.
A la hora de representar a Cristo, destacan dos formas: como Juez omnipo-
tente, el Pantocrátor, y Cristo crucificado en majestad. Ambos modelos icono-
gráficos están transidos de un contenido teológico que se manifiesta muy eficaz-
mente por medio de su simbolismo. A estos, aún podría añadirse un tercero, al
que sin embargo no nos vamos a referir: Cristo Niño en los brazos de su Madre.
La Virgen theotokos ejerce aquí la función de trono, de sedes sapientiae. El Niño no
está representado como correspondería a su edad; se trata casi de un adulto con
tamaño infantil, y refleja de manera evidente su condición divina.
Aunque no conviene exagerar, la llegada del año 1000 produjo inquietud y
temor pues se relacionaba con el fin del mundo. Sin embargo, tras superar esa
barrera psicológica, se produjo en toda Europa un optimismo vital apoyado por la
ausencia de epidemias mortíferas y por la prosperidad económica que dio origen
a numerosos núcleos urbanos e hizo posible una red viaria de suma importancia
para el intercambio comercial y cultural. En este movimiento pueden englobarse
también las cruzadas a partir del año 1075 y el espectacular auge del Camino de
Santiago.
Durante los siglos del Medioevo, el feudalismo es el sistema político por el
que se rige Europa. Este sistema, que proporciona seguridad a cambio de vasa-
llaje, afectó también a la Iglesia y tuvo su repercusión en la iconografía cristiana,
singularmente a la hora de representar a Cristo, al que se reviste de los atributos
del señorío temporal pues no en vano es «Rey de reyes y Señor de señores»
(Ap. 19, 16). Es el Pantocrátor (del griego παντοκράτωρ), el Dios todopoderoso,
que en su majestad infinita infunde respeto e, incluso, temor, por lo que también
recibe la denominación de Maiestas Domini.
Así, «el fiel que adora al Señor se parece a un vasallo o a un caballero, arro-
dillado ante su soberano, le rinde homenaje y le presta juramento de fidelidad.
Es en el contexto de esta sociedad feudal, en la que “la actitud religiosa normal,
para los fieles, era la adoración, el homenaje rendido con temor y respeto”, donde
adquiere todo su sentido la expresión Nuestro Señor», utilizada desde antiguo por
la liturgia 40.
Cristo en su majestad aparece tanto en el interior de los templos, ocupando
los grandes ábsides de la nave central, como en las portadas que se abren al Oc-
40 Jean Leclerq, op. cit., pp. 54-55. Se inspira en Norbert Nguyen Van Khani, Le Christ dans la
pensé de saint François d’Assise d’après ses écrits, París, 1989, pp. 46-55.
cidens, el lugar donde cada día muere el sol y recuerda lo corta y frágil que es la
vida humana.
Uno de los ejemplares más elocuentes del Cristo Pantocráctor es el del ábsi-
de de la iglesia de San Clemente de Tahull (Lérida), hoy en el Museo Nacional de
Arte de Cataluña (Barcelona), fechado en el año 1123 y de autor desconocido. El
programa iconográfico incluye un friso en el que aparecen la Virgen y los apósto-
les, sobre el que se sitúa la imponente imagen del Cristo juez, al que escoltan los
cuatro evangelistas con sus correspondientes vivientes del Apocalipsis, así como
los querubines.
Fijándonos en la imponente imagen de Cristo, vemos en ella algunos de los
rasgos más típicos de la pintura románica. En primer lugar, es patente su hiera-
tismo y su frontalidad (heredada de la pintura de iconos) a la par que un fuerte
dramatismo y expresividad (de influencia occidental y mozárabe). Su dibujo pre-
ciso y contundente refleja un esquematismo (en rostros, ropajes, etc.) que no es
tosquedad sino rasgo de estilo. Por último, el pintor ha hecho gala de un antina-
turalismo evidente pues no pretende reflejar la apariencia externa sino captar la
idea inmanente –en la línea del (neo)platonismo que había difundido la doctrina
de san Agustín–), el concepto, la idea. Así, el románico tiende a la abstracción y
la emplea como recurso muy apto para su finalidad simbólica, dejando siempre
abierta la puerta que remite a la trascendencia.
De tamaño imponente, mucho mayor que cuantos le rodean, aparece en-
marcado por la mandorla, o almendra mística, que le encuadra, sobre un fondo
azul que representa el cielo. Si bien parece estar sentado sobre una especie de
arco profusamente decorado, el trono queda oculto bajo las ricas vestiduras, típi-
camente romanas: la túnica larga con cenefas en los bordes, sobre la que viste el
manto azul, también con ribetes en los que aparecen recamados purpúreos. Sobre
el pecho luce el palio. Los pies de Cristo, calzados con sandalias, descansan, o se
apoyan sobre una especie de jardín abovedado que representa el mundo. Con la
mano derecha, Cristo bendice a la manera griega mientras que con la izquierda,
y sujetándolo sobre la rodilla, muestra un libro en el que aparece la leyenda: Ego
sum lux mundi (Jn 8, 12). Se trata, por tanto, del libro de la vida, que le acredita
como juez supremo y universal. Idea que refuerzan las letras Alfa (Α) y Omega
(Ω) que flanquean a Cristo, ya que es «el primero y el último, principio y fin»
(Ap 22,13). En este sentido, la iconografía mantenía los rasgos fundamentales
del Cristo emperador que había surgido en los siglos del tardo imperio romano.
El rostro de Cristo resulta un auténtico prodigio de expresividad; con muy
pocos recursos, su autor ha conseguido plasmar un rostro severo pero atrayente,
lleno de fuerza y dignidad. Destacan por su expresividad los grandes ojos abier-
41 Joan Sureda, El arte románico, en Juan Antonio Ramírez (dir.), Historia del Arte, 2, Alianza,
Madrid, 2003, p. 190.
clavos (según referían las visiones más acreditadas de la época), a veces apoyado
sobre el subpedaneum, que contribuye a realzar el porte majestuoso y lleno de
fuerza de Cristo. La posición de los brazos es de absoluta horizontalidad, confi-
gurando un gesto de oblación y, al tiempo, de acogida.
Existen muchos Crucificados que siguen este modelo denominado Majestad,
que tiene en la zona catalana-pirenaica el mayor y mejor conjunto conservado 42.
Uno de los más conocidos es la Majestad Batlló del Museo Nacional de Arte de
Cataluña (Barcelona), pieza extraordinaria que puede fecharse en torno a 1150 y
en la que se conjuntan admirablemente la nobleza, la elegancia y la sobriedad de
la talla con la riqueza de la policromía (especialmente por lo que se refiere a la
túnica, que imita tejidos orientales, y a la cruz, en cuyo reverso aparece pintado el
Agnus Dei). La cabeza es la parte más cuidada, mostrando una admirable armonía;
la faz serena y triste del Cristo (acentuada por los párpados semicaídos) si bien ha
perdido algo de fuerza en su expresión, en cambio ha ganado en unción sacra al
inspirar una gran paz y recogimiento.
Otros ejemplares insignes son el Cristo Majestad de Baget o el de Caldes
de Mombui (que, si bien fue destruido casi en su totalidad durante la Guerra
Civil, pudo reconstruirse, manteniendo su bello arcaísmo; se conserva la cabeza
original, imponente por su realismo y su hieratismo) y, muy relacionado esti-
lísticamente, el famoso Volto Santo de la catedral de Lucca (del s. xi). Estas dos
últimas imágenes se dotaron de ricas vestiduras y coronas, configurándose una
iconografía que cada vez acentúa más la condición sacerdotal, incluso median-
te la utilización de bandas o estolas cruzadas sobre el pecho. A este propósito,
no es desdeñable la consideración de este carácter dúplice de Cristo, remarcado
también en la iconografía: Cristo es, en palabras de san Pedro Damiani, «rey y
sacerdote a la vez, a fin de que el poder eminente de su realeza nos gobernara y el
oficio de su sacerdocio nos purificara» 43.
Así representado, Cristo es el señor de la vida que se entrega en el sacrificio
de la cruz y manifiesta su gloria alcanzada tras su resurrección. Es siempre el Dios
vivo, en el que resplandece su gran poder y majestad. Es el Cristo triunfante,
cuya humanidad gloriosa es percibida tan claramente como su divinidad. Y, ésta
mucho mejor a través de aquélla. Por tanto, plasmación iconográfica del dogma
cristológico que afirma la unión en la persona de Cristo de la naturaleza divina y
la humana sin mezcla ni confusión.
42 Rafael Bastardes, Les talles romàniques del Sant Crist a Catalunya, Artestudi, Barcelona, 1978. So-
bre la Majestad Batlló, pp. 100-104; sobre la de Caldes, pp. 94-100.
43 San Pedro Damiani, Sermo 49, 8. CCCM 57, p. 312.
los frailes, entre los cuales destaca con luz propia santo Tomás de Aquino, con
el que la escolástica alcanza su cumbre. Al Aquinate se debe la rehabilitación de
Aristóteles en el campo de la filosofía, abriéndose paso un nuevo realismo que
tendrá notable repercusión no sólo en el desarrollo intelectual de la época sino
también en las artes. Los mendicantes difunden una nueva espiritualidad, de ca-
rácter marcadamente afectivo, que se centra en la humanidad de Cristo, al igual
que la de san Bernardo y la reforma cisterciense.
A san Bernardo se atribuye habitualmente el nuevo método de acercarse a
Cristo por la vía afectiva, fijándose en su sagrada humanidad. Leclerq sostiene,
sin embargo, que no siendo ésta una novedad absoluta, pues por esa senda había
caminado toda la tradición monástica y especialmente la cluniacense, sí lo es que
el gran místico y elocuente predicador contribuyó decididamente a difundir entre
el pueblo cristiano el deseo de imitar a Cristo. San Bernardo propone la humani-
dad de Cristo para ser imitada. «Los dos momentos de la existencia terrestre de
Cristo en los que se detiene con preferencia la contemplación de san Bernardo,
porque constituyen, por así decirlo, los símbolos perfectos de su humanidad y de
su caridad, son su nacimiento y su pasión» 47. También san Francisco de Asís cen-
trará su atención en esos mismos momentos de la vida de Cristo. «Un corolario
directo del descubrimiento de la naturaleza y de identificar los sufrimientos de su
cuerpo con los sufrimientos de Cristo fue una nueva y más profunda conciencia
de la humanidad de Cristo, tal como se revelaba a través de su nacimiento y de
sus padecimientos».
Esta nueva sensibilidad religiosa tiene su repercusión inmediata en el arte.
«En el Cristo de Francisco la presencia y el poder de la divinidad no anestesiaban
su naturaleza humana de manera que el dolor de la cruz no le afectase... La expe-
riencia de Francisco como otro Cristo, y en especial su conformidad con la cruz,
sirvió para conceder un nuevo realismo a la pintura y a la poesía» 48. Por eso, Réau
no duda en afirmar que «san Francisco debe ser considerado el renovador de la
pintura italiana. Es el padre espiritual de Giotto y de sus discípulos. La basílica de
Asís es la cuna del nuevo arte» 49.
En efecto, si Cimabue (1240-1302) todavía refleja una gran influencia de
los modelos bizantinos y sólo timidamente introduce el naturalismo, es un genio
de la talla de Giotto (1267-1337) quien lo consolida. Le hizo célebre su «extraer
toda figura y acto del natural», junto con su maestría para lograr la sensación de
la perspectiva. Como afirma Gombrich, Giotto «en lugar de emplear los proce-
dimientos de la pintura-escritura, podía crear la ilusión de que el tema religioso
pareciese estar acaeciendo delante de nuestros mismos ojos» 50. El Crucifijo que
pintó para la iglesia florentina de Santa María Novella fue revolucionario en su
tiempo porque mostraba «un Cristo humano, verdadero, de cuerpo pesado, cla-
vado en la cruz» 51.
Por otra parte, se comprueba un interés creciente por la figura histórica de
Cristo. Las Cruzadas lo impulsan de manera evidente: Se desea reconquisar los
Santos Lugares, meta de la peregrinación más codiciada para todo cristiano. De
allí se traen reliquias que estuvieron en contacto directo con el Salvador, desta-
cando la corona de espinas que –a cambio de una gran suma– adquiere el rey san
Luis de Francia. De Tierra Santa se importa, por iniciativa de los peregrinos y
bajo el amparo de la orden franciscana, la costumbre de recorrer el Viacrucis,
práctica devota que incide sobre la imitatio Christi.
Poco a poco, la filosofía platónica, basada en el mundo de las ideas, va a
ser sustituida en el Occidente europeo por la de Aristóteles, «el filósofo», que
vuelve a poner de actualidad santo Tomás de Aquino. Frente al idealismo y
el simbolismo del románico, ahora se impondrá el realismo, que en las bellas
artes da paso a un naturalismo que intenta representar la realidad tal y como
se presenta a los sentidos. Buena prueba de ello es el creciente interés por do-
minar la técnica de la perspectiva. Se produce, así, «el deslizamiento hacia el
realismo perceptivo y el sensualismo acentúa el significante en detrimento del
significado hasta llegar incluso a evacuarlo, y ésta es la imagen naturalista. La
poética de Aristóteles se apropia del terreno estético de las artes, pero esta poé-
tica reposa en la imitación; el arte para Aristóteles es mímesis, imitación de la
naturaleza» 52.
De todas formas, todavía no se tiende a lo particular o a lo individual (aun-
que ya se ha abierto el camino para ello). En el caso de la persona humana, se la
representa como tal, pero a la vez como individualización del género humano,
de la humanidad en general (los universales). Por otra parte, es evidente la im-
portancia que se confiere a la persona, no sólo en su dimensión espiritual sino
también corporal, lo cual bien puede considerarse un avance debido a la espiri-
tualidad mendicante que muestra un renovado aprecio por la obra de la creación
53 Kenneth Clark, El desnudo. Un estudio de la forma ideal, Alianza, 2Madrid, 1984, p. 39.
54 Ibid., p. 224.
El siglo xv, que Huizinga denominó con gran fortuna el otoño de la Edad Me-
dia, tiene unas características propias que hacen de él un tránsito entre el mundo
medieval y la modernidad que irrumpe en la Florencia de los Medici. Esta familia
de comerciantes, clérigos, humanistas y políticos resulta bien representativa de
una nueva clase social, cada vez más poderosa: la burguesía. El desarrollo del
capitalismo y el declive paulatino de la antigua nobleza, sitúan a la burguesía en
una posición decisiva en la que se apoyan los monarcas para asentar su poder, con
lo que comienzan a configurarse los nuevos estados centralistas y absolutistas en
Europa.
Poco a poco, el humanismo se difunde, aunque bien es cierto que sólo entre
algunas élites culturales, fundamentalmente eclesiásticos aunque también laicos
salidos de las universidades, que gracias a su buena formación irán ocupando los
puestos de gobierno anteriormente reservados a aquéllos. Comienza así la edad
de los laicos, fruto de la secularización de la sociedad, que tiene también otras
muchas consecuencias.
A partir del siglo xiv el gótico manifiesta una atención cada vez más acen-
tuada a los sentimientos y, por tanto, una mayor dramatismo. Como ya se ha
referido, probablemente influyó el teatro religioso de la época, las representacio-
nes de la Pasión, que constituían un reflejo y, a la vez, un motivo de inspiración
para los artistas. En la representación del Crucificado, se observa una evolución
tendente a acentuar progresivametente su petetismo, de forma que las llagas y
heridas de Cristo alcanzan un protagonismo nunca antes visto. En la espiritua-
lidad sucede un fenómeno semejante, hasta dar lugar al culto a las Cinco llagas,
de la que se independiza la del costado para dar origen a la devoción al Sagrado
Corazón de Jesús.
El Cristo llagado nos remite indefectiblemente al retablo de Isenheim (aho-
ra en el Museo de Colmar), pintado por Mathis Grünewald entre 1513 y 1515,
y que según Evdokimov, constituye «ya casi un sermón de Lutero» que «con-
mueve, pero da la sensación trágica de la ausencia» 57 por su realismo hiriente. El
pintor muestra un cuerpo «contorsionado por la tortura de la cruz; las púas de
los flagelos perduran en las heridas ulceradas que cubren toda la figura; la oscura
sangre coagulada contrasta fuertemente con el verde exangüe de cuerpo». No ha
temido sacrificar «la belleza agradable en aras del mensaje espiritual» 58 porque
su objetivo primordial es representar el tremendo y trágico drama del Calvario,
en el que Cristo en la cruz vence la oscuridad del mal y del pecado (fondo negro),
momento en el que se convierte en el verdadero cordero de Dios que quita el
pecado del mundo, al que señala san Juan Bautista. Cabe referirse también a la
distorsión premeditada que provoca la diferencia de tamaño de las figuras pinta-
das, todas ellas empequeñecidas ante la colosal representación del Cristo muerto
tras una horripilante agonía, como señalan quizás de manera un tanto exagerada
los tensos dedos de las manos.
Le Goff sostiene que «el humanismo del final de la Edad Media está mar-
cado por un tema cada vez más insistente: la imitación de Jesucristo» 59. En
efecto, la religiosidad del siglo xv, aunque todavía conserva mucho de medie-
val, se abrirá paso a nuevas formas, cada vez menos comunitarias y más indivi-
dualizadas, entre las que destaca, por su influjo posterior, la devotio moderna, con
la que se imponen la subjetividad, la interioridad y la emotividad. Aparece con
fuerza la imagen de pequeñas dimensiones, pensada no ya para un templo, sino
para satisfacer la devoción particular en la intimidad. Kempis recomienda: «Ten
siempre ante ti la imagen del crucifijo» (1.25). Ciertamente, la devotio moderna
es cristocéntrica y, al margen de lo racional, fomenta una religiosidad afectiva
que caló en los fieles.
Este movimiento espiritual nació y se desarrolló en los Países Bajos, donde
tiene un reflejo artístico en el arte flamenco. Según Plazaola, «es evidente que de
las pinturas de Van der Weyden y de Dierik Bouts se desprende un sentimiento
de piedad conmovedora, que refleja la espiritualidad de la devotio moderna, des-
provista de toda exhibición grandiosa de santidad, de todo preciosismo decorati-
vo y, en cambio, transida de concentración afectiva y silenciosa» 60.
La consideración social del artista se desarrolló, probablemente por la gran
influencia de los gremios a partir del de constructores de catedrales. Frente a la
mano de Dios, o la imagen aqueropoieta, cada vez queda más clara la interven-
ción humana, la mano del hombre, del artista y también, por tanto, su nombre.
Un caso paradigmático es el que ofrece Alberto Durero, quien de modo com-
pletamente inusual se retrata a sí mismo en diversas ocasiones, una de ellas imi-
tando la iconografía medieval de la vera icona de Cristo. Resulta difícil precisar la
motivación profunda de este autorretrato fechado en el año 1500 y conservado
en la Alte Pinakothek de Munich, pero quizás más que una manifestación (casi
blasfema) de autoestima, haya que considerarlo como una manera de enfatizar
«el carácter divino de la creación artística (una idea que comenzaba a abrirse paso
sobre todo en círculos italianos), a la vez que se concibe como una declaración
religiosa del autor, inspirada en la teología de la imitatio Christi» 61.
Otros genios del Renacimiento también nos han legado su propia visión
de Cristo, siendo enorme la influencia posterior de Rafael, quien con su elegan-
cia exquisita presenta la figura de Cristo con una belleza formal absolutamente
idealizada. Con todo, no puede dejar de plantearse la cuestión de si, a partir del
Renacimiento, los temas representados conforme a la tradición cristiana, inclu-
yendo por supuesto la imagen de Cristo, no constituyen una mera ocasión para el
lucimiento del artista, que los trata desde una perspectiva más bien profana, casi
como un pretexto para la exhibición de una belleza formal inspirada en los mode-
los de la antigüedad clásica. Así lo creen, desde perspectivas bien distintas, Réau y
Evdokimov. Réau no duda en afirmar que, «al mismo tiempo que restituye al arte
religioso la dignidad, un poco comprometida por las familiaridades de la Edad
Media que tocaba a su fin, el Renacimiento lo despoja demasiado a menudo de
todo carácter religioso. Lo seculariza hasta tal punto que los temas tomados de la
Biblia y de los Evangelios ya sólo son pretextos para representar banquetes, baños
o cocinas, donde los artistas no tienen claramente más intención que desplegar su
virtuosimo en las proezas de anatomía, perspectiva e ilusionismo». Y pone como
ejemplo el Cristo muerto pintado por Mantegna, que no sería otra cosa que un
ejercicio de escorzo, una obra totalmente experimental. Así, lo que se consigue
es «vaciar el arte cristiano de su contenido místico y quitarle su razón de ser» 68.
De este modo, como sostiene Evdokimov, el arte occidental más allá del gótico
«sigue tratando plásticamente los temas religiosos, pero pierde la antigua lengua
sagrada de los símbolos y de las presencias» 69.
Por tanto, «el culto a la belleza formal se acentúa a expensas del sentido
del misterio». Sólo en España el Renacimiento consigue mantenerse al margen
de esa tendencia a la profanidad porque sigue siendo fuerte el peso de la tradi-
ción que lleva «a ver en el arte, con esencial prioridad a cualquier otra función,
un medio destinado a dar forma expresiva al sentimiento religioso» 70. Azcárate,
citando a Schnürer, sostiene que «en España no se intenta que el Renacimiento
constituya una solución de continuidad respecto a la vigencia de los principios
esenciales que han informado la cultura medieval; se intenta, por el contrario,
la fusión, la incorporación de lo que en definitiva es sólo considerado como un
mejor, más apto y más bello lenguaje formal al servicio del espíritu, de la idea
religiosa que lo informa» 71. Por eso se logra atraer la sensibilidad del pueblo, que
no extraña estas nuevas formas pues mantienen una perfecta continuidad con lo
anterior y sirven igualmente para canalizar la devoción. Así, por ejemplo, Luis de
Morales, el divino, conjuga el realismo renacentista con una emotividad de cuño
nórdico, «a veces introvertida y enfermiza» 72, sustentada en la devotio moderna,
que produce lienzos de un subido patetismo.
Probablemente por los mismos motivos, aunque también por algunos otros,
tampoco en Alemania triunfó la maniera italiana, más allá de los elementos que
el propio Durero incorporó a su estilo propio y peculiar. Ni Grünewald ni Lucas
Cranach ni los demás artistas de la época adoptan el canon estético del Renaci-
miento italiano en el que priman la armonía y la belleza ideal. Por el contrario, y
probablemente motivados por la profunda crisis religiosa del momento, reflejan
en sus creaciones una crudeza casi salvaje. Sirva como muestra la predela del
Altar Oberreid de Basilea en la que el pintor Hans Holbein, amigo de Erasmo,
ofrece hacia 1521/2 una versión de Cristo muerto sobre la losa del sepulcro en
la que brilla por su ausencia cualquier concesión a la belleza formal, resultando
de un naturalismo extremo y casi perturbador; de hecho, no es otra cosa que «un
estudio de anatomía a partir del cadáver de un ahogado» 73.
Por el contrario, la pintura italiana presenta a Cristo bajo una factura de gran
belleza formal pero no exenta, al mismo tiempo, de cierta voluptuosidad, como se
aprecia en el cuadro del Resucitado apareciéndose a la Magdalena (Noli me tangere),
pintado hacia 1525 por Corregio, el iniciador de «la corriente emocional, sensual y
popular» de la pintura religiosa del siglo xvi dentro y fuera de Italia 74. En esta mis-
ma línea, influido poderosamente por la pintura de Rafael, Juan de Juanes importa
a las tierras valencianas el modelo del Cristo elegante, atractivo y luminoso, pero
que bordea ya peligrosamente el amaneramiento. El Cristo exquisito de mirada
triste degenera en manos de copistas con escaso talento y da lugar a figuras menos
nobles aunque muy apetecidas por la piedad sentimentalista.
Otro panorama bien distinto es el que se plantea con el Greco, pintor de
Creta que, tras un fructífero paso por Venecia y Roma, recala en España donde
desarrolla un estilo absolutamente peculiar, en el que se conjuga la espiritualidad
del icono bizantino con la luminosidad de la pintura veneciana y la maniera de
Miguel Ángel.
72 Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, Arte sacro, en Diccionario de Historia Eclesiástica de España,
I, csic, Madrid, 1972, p. 129.
73 Réau, op. cit., p. 525.
74 Víctor Nieto Alcaide y Fernando Chueca Cremades, El Renacimiento. Formación y crisis del
modelo clásico, Itsmo, Madrid, 1980, p. 330.
La crisis protestante hizo desaparecer las imágenes allí donde triunfaron las
ideas de Zwinglio, Calvino y otros líderes más radicales aún en este punto. Sin
embargo, Lutero permitió la existencia de algunas pocas imágenes, fundamen-
talmente de Cristo en la cruz. Le Goff sostiene que «las reformas recuperarán
al menos en parte al Dios de cólera del Antiguo Testamento; pero los católicos
heredarán esta idea del Buen Dios» 75.
La Iglesia sale muy fortalecida del concilio de Trento. Para propagar la doc-
trina auténtica, se sirve también del arte. «Por los caminos del arte la religión
debía llegar a los afectos del pueblo. Representación vibrante de belleza, arte
puro al servicio de la fe» 76. El barroco es un estilo artístico en el que «las verda-
des son hondas y precisas y los modos de su expresión claros y contundentes» 77.
Para ello se recurre a la belleza incuestionable, a la magnificencia, a la grandiosi-
dad e, incluso, a la suntuosidad. Y se procura desterrar todo aquello que resulta
indecoroso o se aparta de la verdad histórica y de la tradición más asentada. De
esta forma, los tipos iconográficos quedan absolutamente regulados conforme a
un canon, como se observa en los criterios y repertorios ofrecidos por Johannes
Molanus en De picturis et imaginibus sacris (1570), los cardenales Gabriele Paleotti
en su Discorso intorno alle immagini sacre e profane (1582) y Federico Borromeo en
De pictura sacra (1624), Francisco Pacheco en su Arte de la Pintura (1649) o fray
Juan Interián de Ayala en Pictor christianus (1730).
De este modo se asegura que las imágenes que van a ser expuestas en público
a la veneración de los fieles no ofrezcan nada contrario a la fe y a la tradición,
aunque se constriña la creatividad del artista. A pesar de lo cual, artistas geniales
lograron algunas de las más altas cimas de la creación con pinturas y esculturas
igualmente geniales. Es el tiempo de los «dioses de madera», como Martínez
Montañés, Juan de Mesa, o Gregorio Fernández, a los que se podrían añadir
otros nombres más tardíos como Alonso Cano, Pedro de Mena o Salzillo, por no
salir del ámbito hispano.
Todos ellos son artistas y hombres de fe, en cuyas obras se refleja ésta de
manera patente. Las imágenes procesionales constituyen una manifestación su-
prema de la percepción que artistas y devotos tenían de Cristo. El Cristo de la
clemencia o el Señor de Pasión, de Martínez Montañés, o el Gran Poder de Juan de
Mesa, reflejan la grandiosidad del sufrimiento de un Dios hecho hombre. A pesar
de la diferencia de estilo y época, nada existe tan parecido al significado y función
del icono como estas imágenes procesionales.
Martínez Montañés, «hombre de sentimiento mesurado, supo sobrepo-
nerse a toda nota trágica de estirpe gotizante, y con su arte sublime “supo su-
mar a la emoción de la obra bella, la emoción religiosa y profunda carente de
estridencias”. Esta noble belleza que Martínez Montañés es capaz de infundir
a las imágenes se suele poner de relieve con una anécdota de la que él mismo
76 Eduardo de San José, ocd, Lumbre de lo barroco, El Monte Carmelo, Burgos, 1952, pp. 25-26.
77 Ibid., p. 34.
78 Juan Subias Gualter, Imágenes españolas de Cristo. El Cristo Majestad. El Cristo del Dolor, Edicio-
nes Selectas, Barcelona, 1943, pp. 76-78.
79 Gabriele Finaldi, Fábulas de Velázquez. Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de Oro, Museo
Nacional del Prado, 2007, p. 321
80 Jonathan Brown, Velázquez: pintor y cortesano, Alianza, Madrid, 1986, p. 161.
81 Y en su origen, aún más ya que el propio pintor veló algunas manchas sanguíneas, probablemente
siguiendo la recomendación de su suegro Pacheco, de que no convenía abusar de la sangre en las
imágenes de la Pasión.
82 Gombrich, op. cit., 328.
83 Crispino Valenziano, Bellezza del Dio di Gesù Cristo, Servitium, Gorle, 2000, p. 107.
bajo «formas casi femeninas» 84, que según Calvesi es la manera que Caravaggio
utiliza para reflejar la «“unión de los contrarios” en que se realiza la perfecta
armonía» según habría sugerido Escoto Eríugena (lo que difícilmente sabría el
pintor) o, siguiendo las recomendaciones del cardenal Federico Borromeo, quien
«recomendaba que el rostro de Cristo asumiera formas similares a las del rostro
de María», su madre 85.
Otro de los grandes genios de la pintura barroca es Peter Paul Rubens
(1577-1640), quien imprime unos rasgos específicos a su visión de Cristo, al igual
que al resto de su pintura, siempre aparatosa, solemne, abigarrada y dinámica, sin
perder por ello la armonía. La figura de Cristo es musculosa, poderosa incluso en
las escenas de la Pasión, como la elevación de la cruz de la catedral de Amberes.
Sin salir de los Países Bajos, pero en el ámbito radicalmente distinto del cal-
vinismo, Rembrandt (1606-1669) aspira a pintar a Cristo con el mayor realismo
posible. «El Salvador, tal y como lo concibe, no tiene nada de apolíneo. Ninguna
preocupación por la belleza formal, ningún efecto teatral» 86. Aprovechando la
circunstancia de que en Amsterdam existía una amplia comunidad judía, busca
como modelos a hombres jóvenes judíos suponiendo que su semejanza racial les
acercaba a la posible fisonomía del Salvador. Existen varias versiones, entre ellas
la de la Gemäldegalerie de Berlin, pintada en 1648, pero quizás resulta más inte-
resante otra conservada en la Alte Pinakothek de Munich, ya de 1661 en la que,
tomando los rasgos del retrato pintado en ese mismo año y que lleva por título
Joven judío con cuello cerrado, conservado en la Horne Collection de Montreal,
representa a Cristo resucitado; evidentemente son el mismo modelo, pero en
el segundo caso «mediante una sutilísima modificación en la composición y la
expresión –y no tanto por la idealización del vestido y del pelo–, Rembrandt ha
creado un Cristo cuyo carácter divino resulta convincente (...) que emana sabidu-
ría y compasión divinas». Como en la pintura de iconos y en el Pantócrator me-
dieval, «la pintura ha perdido su inmediatez física y refleja una lejanía infinita» 87.
Antes de concluir conviene señalar que tampoco el arte barroco se vio ajeno
a la profusión de una imaginería patética, en la que prima el impacto visual. Es-
pecialmente en los episodios de la Pasión se fue difundiendo un interés creciente
89 María Dolores Jiménez-Blanco (ed.), La Guía del Prado, Museo del Prado, s.l. 2008, pp. 170-
171.
Desde mediados del siglo xix triunfaba la iconografía creada por los talle-
res parisinos de San Sulpice y difundida hasta en los rincones más remotos del
planeta. En el ámbito hispanoamericano este mismo papel lo desempeñaron los
talleres de arte cristiano asentados en Cataluña y Valencia, fundamentalmente
en la localidad gerundense de Olot. Imágenes en serie, de escasa calidad artísti-
ca, elaboradas conforme a unos tipos iconográficos de estética languideciente y
colorista, muy cercana a lo kitsch. Con todo, esta decadencia iconográfica no era
patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica; de igual modo, los templos protestan-
tes habían ido adoptando en su escasa iconografía una estética muy similar, que se
difundía también en libros y revistas.
Como reacción a este tipo de iconografía que presentaba la figura de Cristo
con rasgos delicuescentes no sólo –conviene recalcarlo– en el ámbito católico, en
1915 un doctor norteamericano, Robert Warren Conan, se quejaba amargamente
de las imágenes de Cristo en las que sólo se percibían rasgos de languidez, melan-
colía y resignación, en definitiva, una imagen afeminada de Cristo, bien diferente
a la que tuvo en realidad, atendiendo a los Evangelios. Conan reivindicaba para
las imágenes de Cristo la apariencia de virilidad que percibieron claramente quie-
92 Robert Warren Conan, The virility of Christ. A new view, Chicago, 1915, pp. 12, 92 y passim. De
hecho, advertía de que estas representaciones poco viriles de Cristo eran uno de los motivos por
los que los varones se alejan de la práctica religiosa. Se le puede relacionar con el movimiento del
cristianismo muscular (Muscular Christianity) muy difundido en la Inglaterra victoriana y en los
Estados Unidos, singularmente en los ambientes anglicanos y protestantes.
93 Manuel Jover, Cristo en el arte, Regina, Milán, 1995, p. 7.
rrano cuyos Cristos, según Camón Aznar, resultan «más dramáticos que los
medievales» 97, Venancio Blanco con su Nazareno (1963) o Josep Maria Subira-
chs en la fachada de la Pasión de la Sagrada Familia de Barcelona (1987-2009).
Las nuevas tendencias del arte giraban hacia la abstracción o la no figura-
ción, lo que se refleja también en la representación del ser humano y, en parti-
cular, de su rostro. Boespflug señala con agudeza que «como un río majestuoso
la tradición de las imágenes centradas sobre la mirada de Cristo y su santa faz ha
atravesado los siglos. Ha conocido, sin embargo, un eclipse durante el siglo de la
Ilustración. Y si ha podido reemprender su curso durante el siglo xix, parece que
el fenómeno global de la desaparición del rostro en la historia del arte occidental
en el siglo xx le ha asestado un duro golpe; golpe que no serían capaces de hacer
olvidar las felices excepciones que debilitan esta regla confirmándola, por ejem-
plo las santas faces de Rouault» 98. Porque, en palabras de Plazaola,
resumiendo los rasgos que mejor caracterizan la expresión plástica del rostro de
Cristo en el arte de nuestro tiempo, habría que señalar los siguientes: una tendencia
a humanizar lo divino, identificando a Dios con el hombre; y paradójicamente, una
mayor conciencia y sensibilidad para evocar lo trascendente; un mayor pudor ante
la necesidad de expresar lo sagrado; un respeto profundo a la materia, evidenciado
en la misma técnica empleada; una cierta marginación de las formas aparenciales
de la realidad natural; y una preferencia por el símbolo, intensificando el lenguaje y
recordándonos que el arte de hoy no quiere ser «ilusión» sino «alusión» 99.
Porque éste es el icono de Cristo que Congdon sufre: el del abandono radical.
Más aún: él no pinta una imagen, sino el grito del abandono. Esa criatura cuyos
rasgos se van deshaciendo, cuyo dolor delira desde el límite de su carne para trans-
formarse en dolor del cuerpo del mundo. (...) Congdon vio un «agujero» en su
Crucifijo: un abismo, exactamente. (...) Este vacío es el único «objeto» del cuadro.
Y, sin embargo, (...) éste es el drama que sorprende y llena de estupor: todo parece
precipitarse en ellos, la tesitura cromática está lacerada catastróficamente y, sin em-
bargo, precisamente esto es lo que habla de anastasis, precisamente el hundimiento
en el «agujero» de ese «dolor convertido en cuerpo» habla de resurrección 100.
100 Massimo Cacciari, William Congdon: analogía del icono, en Revisiones, 2 (2006), p. 116.
101 MargaritaPerera Rodríguez, De vuelta a Portlligat, en María Jesús Díaz, Dalí, Tikal, Madrid,
2010, p. 233.
* * *
Antes de concluir, no estará de más recordar de nuevo que cada artista es
hijo de su tiempo y de sus circunstancias. Su obra refleja su experiencia personal
de fe y la espiritualidad del momento. Con todo, le resultará difícil plasmar el
rostro de Cristo si no tiene fe. A este propósito, Miguel Ángel dijo que «non bas-
ta ad un pittore, per imitare in parte la venerabile immagine del Signor Nostro,
essere un grande maestro, ma deve tener buona vita e, se possibile, essere santo,
acciocchè il suo intelletto sia ispirato dallo Spirito Santo» 103.