72 Horas - Lais Arcos

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72 horas

Lais Arcos

 A los que quiero tanto, los que


que están y los que ya no están.

 A los que han creído en mí y a los que no lo hicieron,


hicieron, porque
cada uno me ha ayudado a su manera.
CAPÍTULO I
22 de marzo — Miércoles — Laia

Un acto reflejo la impulsó a encoger sus largas piernas para


que un grupo de gente que pasaba haciendo deporte no
tropezara con ellas. Si no llega a darse prisa, la chica medio
pelirroja que encabezaba el grupo se le hubiera llevado por
delante una de sus botas.
Se metió un mechón de pelo detrás de la oreja, como hacía tan
a menudo.
El día era luminoso y daba aún más brillo a su melena corta y
castaña. Sus ojos, de un color teja ardiente, estaban
ensombrecidos por pequeñas venas ensangrentadas que los
atravesaban en todas las direcciones y seguían cubiertos, como
desde hacía varios días, por unas oscuras gafas de sol que le
habían regalado para sus 29 años —pensó en la marca,
demasiado caras para mí, se dijo. El simple hecho de saber su
precio la incitaba inconscientemente a perderlas, romperlas o
algo por el estilo. Iba a intentar prestarles un poco más de
atención que de costumbre, porque sabía que venía de aquéllos
a los que se sentía tan unida, Manu entre otros.
Estaba segura de que el chico que acababa de sentarse a su
lado tenía la intención de entablar conversación, puesto que
había aprovechado el instante en que ella tenía la cabeza en la
luna para acercarse. Incluso dándole la espalda se sentía
observada. Ése era uno de sus dones: cada vez que la miraban
por detrás sentía un escalofrío que le recorría la nuca. Esa
sensación siempre le había parecido inquietante y es que no
podía aceptar las cosas así por las buenas, sin explicación. Se
apartó un poco, el chico se le pegaba cada vez más o, al menos,
ella lo sentía de esa manera.
Una abeja, o uno de esos numerosos insectos que se agitan
entre las flores al llegar la primavera, acababa de pasarle no muy
lejos de la oreja y estaba prácticamente segura de que había
acertado de lleno en la frente del tipo de al lado. Había oído un
fuerte zumbido y justo después un pequeño gemido. A pesar de
todo, la cosa no era como para exagerar, el tipo era un
maleducado y no sabía cómo ligar, pensó.
La estaba sujetando por el brazo y la atraía bruscamente hacia
él. Cuando se dio la vuelta para decirle lo que se merecía, se dio
cuenta de que el muchacho no se movía, que tanto su cara como
la manga derecha de su propia camisa estaban manchadas de
sangre. Enseguida se dio cuenta de que el muchacho había
recibido un proyectil en la cabeza, cerca de la ceja, pues un gran
hoyo negro usurpaba el lugar de lo que debería haber sido la
cuenca de un ojo.
Se levantó aturdida, se puso la chaqueta y aceleró el paso
hasta casi ponerse a correr; siguió la primera bifurcación a la
izquierda del camino de tierra y se adentró un poco en los
árboles siguiendo el circuito de la marcha a pie. Siguió adelante
sin parar, sofocada, el aire no le llegaba bien a los pulmones, no
sabía bien qué hacer, lo mejor sería salir lo antes posible del
parque. Divisaba el lago al final del camino, lo que quería decir
que, si caminaba por su orilla sin perder velocidad, encontraría
una de las salidas secundarias en unos cinco o siete minutos. Lo
importante era irse de allí y rápido.
Tocó casi instintivamente el bolsillo trasero de sus téjanos
té janos para
asegurarse de que el móvil seguía en su sitio. Verificó que no
hubiera habido ningún mensaje o llamada durante ese lapsus en
que había estado sentada en el parque, mientras ocurrió “eso”,
no sabía aún qué nombre darle. Igual que el día anterior, un
mensaje de texto con un simple “veo, veo”, el número del
teléfono que lo había emitido seguía siendo anónimo. Del mismo
género que el de hacía unas horas: “¿Adónde va el ratón? El gato
no te olvida”. Era inquietante, alguien la observaba y por mucho
que miraba a su alrededor no conseguía saber quién demonios la
estaba acosando de esa manera.
Siguió acelerando el paso mientras ya empezaba a distinguir la
salida entre las ramas de los árboles. La mochila se volvía cada
vez más pesada, llevar el ordenador a todas partes era práctico,
aunque podrían hacerlos un poco más ligeros, pensó, ya le había
echado el ojo a uno de esos de bolsillo y no iba a tardar en
hacerse con él.
Cada vez estaba más claro: todo había empezado después de
ese maldito email.
No sabía si “eso” tenía algo que ver con ella, pero la verdad es
que empezaba a sentir una especie de paranoia que la invadía
poco a poco y, en su fuero interno y con la lucidez de la que
disponía en esos momentos, había un eco en el fondo que le
decía: “Sí, claro que tiene que ver contigo, si no te hubieras
metido en lo que no tenías que meterte y si no hubieras jugado a
ser más lista que los demás...”
Pero a lo hecho pecho, como dicen.
Llegando a la salida del parque se empezaron a oír sirenas de
policía o ambulancias, nunca supo diferenciarlas, aunque eso
ahora no importaba mucho; probablemente había un muerto en
el recinto y alguien tenía que hacer algo. Los remordimientos
emanaban a borbotones, quizás el chico no estaba muerto y,
¿por qué había salido corriendo?, ella no había hecho nada malo,
sólo estaba sentada allí, en ese preciso momento. Además había
sido él quien se había acercado. Quizá no estaba muerto, sólo
tuerto, pero no, el hecho de que no se moviera le parecía
demasiado sospechoso. ¿Se puede sospechar la vida o la
muerte? Tenía que dejar rápidamente de pensar idioteces o su
turno sería el siguiente. Entró de lleno en estado de alerta, lo
había leído en un libro sobre la inteligencia de las emociones;
como siempre, no se acordaba del autor: el estado de alerta te
ayuda a salir de las situaciones peligrosas.
Lo mejor era ir a casa, ducharse y llamar al trabajo contando
un rollo y diciendo que no podía ir por la tarde, pero si alguien la
observaba, como bien indicaba el teléfono —y para sacar
deducciones de ese tipo no hay que ser de una inteligencia
prodigiosa, se dijo — a estas alturas ya sabrían dónde vivía.
Las últimas horas lo había hecho con discreción, pero ahora
estaba demasiado nerviosa para coger atajos y preguntarse
cómo llegar a su casa. No, lo mejor era ir a la oficina, tenía en su
despacho la ropa que utilizaba cuando iba a correr al parque.
Metería su camisa en la bolsa de deporte y se pondría una de las
camisetas limpias; como siempre se vestía de manera informal,
nadie iba a darse cuenta. Ella no era como la mayoría de sus
colegas, que miraban a la gente desde arriba para ver si iban o
no vestidos con cosas digamos “chic”.

Los vigilantes vieron a través de las cámaras la silueta de Laia y


le dieron acceso a la sede.
Las medidas de seguridad habían empezado a acentuarse
desde hacía unos meses. La ciudad iba a acoger a los
representantes de los países más poderosos del mundo. El G7-P8
inquietaba a las autoridades y empezaba a irritar a los
ciudadanos, que encontraban calles cortadas, desvíos de
circulación y entradas y salidas forzadas en algunos lugares
públicos. Se encontraban en el ojo del huracán, en el llamado
Vigipirate1, el plan de alerta del estado. Laia imaginaba que la
situación para llevar al muchacho al hospital iba a presentarse un
poco complicada con tanto atasco y, aunque no era creyente
sino más bien agnóstica, intentaba buscar la oración apropiada
para que el chico se salvara —es lo mínimo que puedo hacer por
él, pensó; yo no creo, pero si él es religioso tal vez le sirva de
algo.
Había discutido el tema del G7-P8 con sus amigos en varias
ocasiones y la verdad es que no llegaba a comprender por qué
los rusos tenían que estar invitados a esas cosas cuando el
puesto correspondía más a otros estados que a ese pobre país
por el que sus dirigentes habían sido incapaces de hacer lo más
mínimo, haciendo sufrir a su población una situación de
decadencia enorme, dejándola morir de frío en invierno. Lo peor
era esa cabezonería de su presidente que no quería dejar el
puesto a alguien mejor por simple egocentrismo, pero bueno, en
realidad la política no era lo que más le interesaba; todos los
políticos eran iguales, a su parecer.
A las doce del mediodía no esperaba encontrarse a mucha
gente en la sede, los del primer turno habrían acabado y estarían
en la planta baja comiendo, los del segundo no tardarían mucho
en llegar y su compañera estaba de baja con el rollo de siempre
(que sus niños están malos), así que a ciencia cierta sólo se podía
topar con el personal de seguridad y con los de mantenimiento.
En lugar de coger el ascensor transparente que daba al patio,
sacó su tarjeta de identificación, la pasó por la máquina que
registraba los movimientos del personal y subió a pie al primer
piso, donde se encontraba su despacho. Sacó temblorosa las
llaves y abrió su armario, se hizo con la bolsa de deporte y se
precipitó a los servicios. Una veintena de pasos la separaban de
ellos. Por suerte no había nadie; encendió la luz, se miró un
instante en el espejo por encima del lavamanos, se encerró en
uno y se cambió rápido.
No sabía qué hacer con la camisa impregnada de sangre fresca.
El desayuno le subió a la garganta como la lava al cráter de un
volcán en erupción y vomitó intentando hacer el mínimo ruido
posible. Salió a hurtadillas de la cabina, se enjuagó la boca y con
su pie izquierdo bloqueó la puerta de entrada mientras pasaba la
manga de la camisa bajo el chorro de agua fría (pensó en su
madre: si me viera... seguro que estaría orgullosa de mí: “La
sangre se va mejor con el agua fría”. Total, cosas de mujeres,
nosotras nos manchamos de sangre más a menudo que los
hombres, la única ventaja de ese lastre mensual es saber que la
sangre se va mejor bajo un chorro de agua fría. Eso sí que es
 jugar con ventaja, pensó cínicamente).
Dudó un momento, se decidió, cogió la dichosa camisa y la
pasó bajo el secamanos automático que se encontraba al lado de
la puerta durante más o menos un minuto, el tiempo justo para
conseguir que estuviera húmeda en lugar de empapada. Se
volvió, algo más tranquila, hacia la cabina, cerró la puerta y
observó detalladamente el resultado: no es que estuviera blanca
del todo, un tono ocre persistía, pero a primera vista no era
sangre. La metió en una vieja bolsa de plástico y la empujó al
fondo, al lado de la toalla multicolor donde se leía “Tennis”
marcado con letras enormes que la atravesaban en su parte más
larga. Cerró la bolsa azul marino de deporte, salió, se lavó la cara
con agua abundante y se preguntó cuál sería su aspecto con los
tejanos, las botas y ese polo gris con capucha de estilo, de estilo
tenis, justamente, que utilizaba para correr. Salió del baño y se
dirigió a su despacho.
—¡Laia! Qué sorpresa, creía que estarías comiendo con el
resto, con tus compañeros... —titubeó un poco —. ¿Has ido a
correr?
—¡Ah!, hola, Kamel, pues sí, como esta semana he tenido que
hacer horarios especiales y estoy un poco harta de tanto
ordenador, he pensado que lo mejor sería soltar un poco de
adrenalina en el parque y ¿tú? ¿No hacías el turno de tarde? —A
Laia no le gustaba hablar de ella y el momento no era el más
apropiado para confesiones. ¡Mierda! Seguro que se había
mojado parte del pelo.
—Yo, igual, cuando vosotros hacéis horas fuera de lo normal
nosotros también y, pues, lo de siempre, pasando la aspiradora
para que luego os lo encontréis todo impecable... Si un día
coincidimos podríamos ir a darle una vuelta al parque juntos, yo
voy muchas veces antes o después del trabajo. Acabo de volver
de dar una.
—De acuerdo. Dime, ¿has visto a Cristina? ¿Sabes? Mi
compañera, ¿hace mucho que se fue a comer? Es que no veo su
hoja de servicio —echando un ojo a su mesa y metiéndose un
mechón de pelo húmedo detrás de la oreja — y tiene que marcar
en ella los detalles del punto en que ha dejado el trabajo en
curso...
—¿Christine, quieres decir? Creía que era francesa. Sí, creo
que nos hemos cruzado cuando bajaba a comer, pero no me ha
dicho nada, ya sabes, aquí a la gente no le gusta mezclarse
mucho, no todo el mundo es como tú.
—De hecho ella es francesa, tres de sus abuelos eran
españoles, pero tienes razón, es más francesa que española... —
añadió Laia pensativa.
Demasiado. Cuando decía “no todo el mundo es como tú”
estaba aprovechando para hacer reflexiones racistas. Kamel
Mebarki era de origen argelino como miles de personas en
Francia y probablemente pensaba que todo el mundo lo
menospreciaba.
—Debes echar mucho de menos a tu familia, ¿no? Yo sí; dime,
¿llevas mucho tiempo aquí? —En realidad, no lo conocía mucho.
—Unos seis meses. Entré por una agencia de trabajo a la que
me había inscrito y poco después me llamaron para venir aquí y
los fines de semana trabajo como conductor de autocar, de esos
que llevan a los aficionados de fútbol a ver los partidos del
equipo parisino que se juegan fuera de casa, si te refieres al
trabajo, pero en Francia llevo desde siempre, yo soy francés y
argelino, tengo la doble nacionalidad, por la historia de las
colonias y todo eso.
Laia se sentó al otro lado de la mesa mientras ojeaba el
despacho y observada discretamente las facciones de Kamel, que
era evidente que acababa de mentirle, pues Cristina debía estar
en casa con sus niños enfermos.
El chico era un poco más mayor que ella, sobre los treinta y
tantos, treinta y tres o treinta y cuatro a lo mejor. Era alto y
delgado, pero de una corpulencia más bien nerviosa; aun siendo
tan fino parecía musculoso; pelo negro, rizado y corto; tez mate
con la nariz un poco aguileña; unos espléndidos ojos negros
rasgados con esa mirada sanguínea que caracteriza a los
magrebíes. Minúsculas gotas de sudor cubrían su frente.
Kamel estaba sentado en la silla giratoria delante de la
estación continuamente conectada a Internet. Había terminales
como ésa en todos los pisos; las conexiones eran casi
instantáneas porque la sede está equipada con su propio
servidor, con cables de fibra óptica, lo que optimiza las consultas
del personal de manera sorprendente.
Mientras que para bajarse una canción en casa uno podía
pasarse casi media hora, en la sede bastaban dos o tres minutos,
dependiendo del peso de la canción. En el despacho había
muchas otras cosas: el ordenador de Laia, el de Cristina, una
impresora, varios armarios personales y ventanas que daban al
exterior o un magnífico patio interior lleno de plantas. Pero había
algo que faltaba, se dijo Laia, y era una aspiradora. La que Kamel
debería estar pasando.
—Bueno, Laia, te dejo, que si no un día me van a pegar una
súper bronca —dijo mientras se levantaba.
—Vale, pues hasta la próxima, que trabajes bien y no te canses
demasiado. Lo de pasar la aspiradora cada día me parece una
exageración, además no ensuciamos tanto
—A ver qué dices ahora, pensó.

—La verdad es que tienes parte de razón pero no toda. —


Kamel miró directamente a los ojos de Laia durante lo que a ésta
le pareció una eternidad.
Laia le respondió con una mirada interrogante.
—Por ejemplo, Laia, tu bolsa de deporte, ¿ves? Aunque no te
des cuenta está dejando una mancha húmeda en la moqueta, así
que luego pasaré para ver si es agua y se ha secado o para
limpiarla con un producto especial si fuese otra cosa —sonrió—,
pero seguro que es champú o agua de tu toalla mojada, ¿no,
Laia? Bueno, te dejo.
—Sonrió y desapareció por el pasillo.

Laia empujó violentamente su bolsa con el pie. Tal y como


había pensado hacía unos minutos, la bolsa de plástico en la que
había metido la camisa era demasiado vieja.
1. El plan que despliega el estado francés en momentos de alerta, bajo amenazas de
atentados o después de los mismos.
CAPÍTULO II
22 de marzo — Miércoles — Marion

En mi segunda vuelta al parque, cuando empezaron a sonar las


sirenas, decidí separarme del grupo porque vi a la chica que casi
me había hecho caer hacía escasamente un minuto salir
disparada por uno de los atajos del parque. “Os atraparé más
tarde”, les dije, pero la verdad es que nunca acabé esa vuelta. Mi
olfato de periodista me dijo que pasaba algo y decidí seguirla
desde lejos. La ropa de deporte siempre me iba genial para ese
tipo de cosas. Me dejaba apresurarme y acelerar el paso sin que
nadie sospechara lo más mínimo.
Contorneando el lago sin perderla de vista metí un pie, sin
querer, en un charco. Las ramas de los árboles no me dejaban
verla bien, estaba a unos treinta y cinco metros detrás tic ella.
Empecé a hacerme la descripción como si rellenara una de mis
múltiples fichas: un metro setenta y dos, más o menos; cincuenta
y seis o cincuenta y siete kilos; pelo castaño, liso; tejanos azul
marino; camisa blanca, con una manga de otro color; chaqueta,
que se puso un momento después; mochila de esas modernas en
bandolera, de color gris, que llevaba echada en un hombro y que
probablemente era pesada porque la recolocaba en su sitio sin
parar.
Iba a coger una de las salidas de un momento a otro porque
acababa de girar a la izquierda, y en este momento empecé a
verla de perfil. Se puso, nerviosa, un mechón de pelo detrás de la
oreja levantando sin querer una de las patillas de las gafas de sol
que llevaba puestas, pero no llegué a verle el color de los ojos.
Era ágil, con aspecto de deportista y muy tónica, porque subió
las escaleras en un abrir y cerrar de ojos, lo que me obligó a
hacer un sprint para acercarme más a ella.
Tenía que haber pasado algo importante porque no paraban
de oírse sirenas, cada vez en mayor número, y había gente que
se apresuraba en dirección contraria a la nuestra. La chica se
dirigía hacia la parada de autobús frente al Ministerio de Asuntos
Exteriores, estaba dispuesta a cogerlo si ella lo hacía pero me
dejó boquiabierta: pasó de largo la parada de autobús y se dirigió
como una flecha a la entrada del personal del Ministerio, la parte
del edificio superprotegida en la que sólo pude entrar una vez
para una rueda de prensa después de muchos sudores para
conseguir la acreditación. Me sentí entre la espada y la pared y
no sé si ella llegó a percibirme. Le abrieron la puerta a distancia,
pasé a unos cinco metros a sus espaldas y tuve que seguir
corriendo. Seguro que tenía algo que ver con las sirenas.
Tenía el corazón súper acelerado pero, sabiendo que estaba en
buena forma, bajé un poco el ritmo y seguí corriendo. Di media
vuelta y calculé el tiempo que había pasado desde que empecé a
seguirla, unos cinco minutos. Si me daba prisa podía ir a ver qué
pasaba en el otro lado del parque.
Demasiado tarde. Una cinta de plástico y una multitud de
policías cercaban el lugar mientras que la muchedumbre curiosa
los rodeaba a ellos al mismo tiempo. Intentaban reanimar a un
hombre en el suelo, parecía de película: masaje cardíaco,
máscara de oxígeno, tubos por todas partes. Saqué mi carné de
prensa, del que no me separo ni a tiros, nunca mejor dicho,
pensé, puesto que el hombre tumbado en el suelo tenía toda la
cara ensangrentada pero no deformada por lo que deduje que le
habían disparado.
—Déjenme pasar, soy periodista.

Oí las réplicas de la gente, molesta, abriéndome paso, porque


les impedía ver el espectáculo pero, al mismo tiempo, supongo
que añadía aún un poco más de picante a lo que estaba pasando.
El uniforme azul me paró en seco delante de la banda roja.
—¿Pero es que no ve el carné de prensa? —le dije mientras se
lo ponía delante de las narices.
—No hay carné de prensa que valga, señorita... —y miró la
acreditación—. Srta. Mornaq, aquí eso no le sirve para nada, se
trata de un homicidio...
—Mornay, Marion MORNAY y no Mornaq —le dije con una
mirada asesina que iba a juego con la situación.
Con la policía era el mismo rollo de siempre; los periodistas no
les gustábamos nada y, además, no les gustábamos nada; creo
que ésos eran sus dos puntos de vista. Claro que ellos a nosotros
tampoco.
Cubrieron totalmente el cuerpo, lo pusieron entre cuatro en
una camilla y lo metieron en una ambulancia que esperaba a
varios metros. La seguí a cierta distancia, atravesando el tumulto
de gente al mismo ritmo que el vehículo avanzaba. Salió del
parque flanqueado por un pasillo de uniformes de bomberos,
ambulancieros y los dichosos policías.
Me fui hacia el coche, que había dejado en el aparcamiento de
una de las entradas, para coger el móvil lo más rápido posible y
llamar al periódico para ver si ya sabían algo, cuando oí una voz
de macho que decía:
—¡ Eh! La rubia, parad a la rubia, a ver dónde va ésa.

Habían acordonado la zona y bloqueado las entradas, que


desgraciadamente también eran salidas del parque, tres azules
enormes se me venían encima.
—Acabo de entrar y no he podido ver nada, así que no me
fastidien el trabajo y déjenme irme al periódico rápidamente. —
Lo de hacerse la dura a veces funcionaba bien, mostré de nuevo
el carné.
Dos de ellos se miraron unos instantes, mientras yo esperaba
la puñetera decisión.
—De acuerdo, déjala pasar, pero anota el nombre.

Abrí la cremallera del bolsillo de mi pantalón. Guardando la


tarjeta y cogiendo las llaves de mi nuevo y radiante coche negro
grafito, me instalé en sus cómodos asientos de cuero y llamé a la
agencia para ponerlos al corriente de lo que había pasado, en fin,
de casi todo. Que tenía a la supuesta asesina no se lo dije,
porque sacar algo así a la luz yo sólita iba a darme muchos pero
que muchos puntos para avanzar aún más en mi fulgurante
carrera.
CAPÍTULO III
22 de marzo — Miércoles — Al acecho

Tras un día de impaciente espera a escondidas en los


alrededores del Ministerio vi entrar y, finalmente, salir a la chica.
Con mi cámara a punto y un súper zoom le saqué varias fotos, lo
que me costó muchas peripecias pues el perímetro del edificio
estaba bien controlado por cámaras de vigilancia, que imaginaba
que debían registrar lo que pasaba las veinticuatro horas del día,
y una camioneta de policía delante de la entrada.
Divisé la torre Eiffel, la seguí de lejos hasta lo que seguramente
era el barrio donde vivía, entró en un aparcamiento público, yo
también. Supuse que después se dirigiría a su casa. Pensaba
ocuparme más tarde de su coche, desde el mío veía el maletero
del suyo, tardó unos cuatro minutos en salir del automóvil.
Reapareció totalmente cambiada: viejos tejanos negros
desgastados, esta vez más estrechos, zapatillas de deporte
blancas, chaqueta también tejana un poco más oscura, camiseta
blanca con capucha que sobresalía por encima del cuello de su
chaqueta torpemente arreglada, gorra de béisbol gris oscuro y
otra vez las malditas gafas de sol. Sería una asesina desastrosa
pero tenía que admitir que tenía un cuerpo atlético de infierno y
sus movimientos eran de una soltura felina. Debía de tener diez
años menos que yo, unos veinticinco, calculé.
Con lo de su barrio me equivoqué de lleno. Me paseó en zig-
zag por las calles de París durante unos cuarenta minutos, me
costó que no advirtiera mi presencia, pues iba haciendo paradas
inesperadas y miraba atrás con insistencia. Una de las veces oí el
timbre de su móvil, lo sacó del bolsillo trasero de sus tejanos, no
respondió, sólo debió mirarlo y luego aceleró aún más el paso.
Esta vez ya la tenía, 27, rué Víctor Hugo, sólo que en París para
entrar en los edificios hay que tener la llave o conocer el código
de uno de los habitantes y entrarlo en una especie de
calculadora de acero empotrada en la entrada. No se puede
entrar así por las buenas, así que nada de mirar los buzones.
buz ones.
La chica desapareció. Decidí esperar un poco, disimulando,
mirando uno de los escaparates de esa calle llena de comercios
en un barrio que conocía bien, en el corazón del Marais, un
barrio reputado por estar habitado en su mayoría por
homosexuales, con tiendas, bares y discotecas a medida, que yo
frecuentaba de vez en cuando, varias tardes por semana, a
menudo noches, para cenar o tomar una copa con amigos y
amigas. Ya estaba empezando a llenarse de gente, aunque
estábamos en mitad de la semana ya había gente que salía a
lomar algo por la noche.
En una ventana del tercer piso alguien apartó una de esas
persianillas que pueden graduar la intensidad de la luz que se
quiera dejar entrar desde el exterior. Dilucidé una visera gris un
instante y después nada.
Me fui. Una vez en el aparcamiento y agotada por tanto vaivén
le di dos vueltas al coche. Lo que más me fastidió fue ver que la
matrícula era una de esas placas verdes que los periodistas
detestábamos tanto, lo que significaba que el propietario
pertenecía a un cuerpo diplomático o especial y que sus datos
eran prácticamente imposibles de obtener. De todas formas lo
anoté todo y ya vería si mis contactos podían echarme una
mano, pero había muchas posibilidades de que la chica fuera
extranjera. Golf blanco, de ese modelo antiguo que es más bien
cuadrado, capota negra un poco hecha polvo, volante deportivo,
discos compactos en la guantera descubierta y un libro del que
no podía ver el título.
Hice un poco de presión con las palmas de las manos sobre el
cristal de la ventanilla del acompañante, el vidrio cedió un poco,
cuando conseguí bajarlo cerca de un centímetro pude pasar mis
dedos a través de la ranura, entonces empujando hacia abajo
con pequeños golpes secos pude abrirla hasta más o menos la
mitad. Ya sabía que, si me pillaban, aquello era una infracción,
pero estaba acostumbrada a hacerlo. Subí el pestillo y me
introduje en el coche en un abrir y cerrar de ojos. No había nada
que llamara la atención, debajo de los asientos tampoco. Tomé
prestados dos o tres compactos y el libro de la guantera. Mi
intención era llegar a identificar a la chica gracias a mis
relaciones en el departamento central de policía. Seguro que mi
contacto podría ver si había huellas explotables en los discos o
en el libro y, en ese caso, saber quién era la persona y si estaba
fichada en algún sitio. Los traté con cuidado, cogiéndolo todo por
los bordes para no contaminar “las pruebas” con mis propias
huellas, y los metí en un viejo sobre de los que nos dan con las
nóminas en el periódico, que llevaba expresamente en mi bolso
para situaciones de ese estilo. Subí la ventanilla, salí del coche,
cerré el pestillo y, manteniendo la manecilla de la puerta bajo
presión, lo cerré.
Buen trabajo, como si nada hubiera pasado.
Tengo que subrayar que fisgonear el interior me había costado
unas manos y una nariz llenas del polvo de las ventanillas. Quedé
en un estado más o menos presentable; una vez en el interior de
mi coche, gracias a esas toallitas higiénicas tan prácticas que no
hacía mucho tiempo que habían salido al mercado.
Arranqué, no sin admiración, porque aún no llegaba a asimilar
que ese súper Audi A4 me pertenecía, y me dispuse a pasar una
hora en los atascos de las calles de París a las 6.30 de la tarde
antes de llegar a casa, revelar las fotos y tomar un buen baño
mientras se secaban en lo que yo llamaba “la habitación roja”.
CAPÍTULO IV
23 de marzo - Jueves - La vida de Marion

El ático de Marion Mornay estaba a cuatro manzanas de los


Campos Elíseos; su gran terraza poseía una magnífica vista sobre
el Arco del Triunfo y la torre Eiffel y desde una de sus esquinas, y
con su telescopio de aficionada a la astronomía y varias
contorsiones, se podía distinguir vagamente el Sagrado Corazón.
Por las noches, con las luces de la ciudad, el espectáculo era de
novela, cosa que Marion había aprovechado para seducir a más
de una de sus conquistas. Era demasiado independiente para
atarse a alguien y sus idas y venidas, lo de no dormir algunas
noches o no pasar durante tres días por casa, le daba la excusa
para decirse que nadie podría soportarla y de esa manera evitar
ataduras y explicaciones. Lo había intentado una vez y con eso le
sobraba, la cosa acabó en catástrofe melodramática, lo que le
confirmó con más fuerza su postura.
Marion salió del baño y escuchó los tres nuevos mensajes que
había en el contestador. El primero era de su madre que como
siempre insistía en que la llamara o pasara a verles. Lo cierto era
que ya hacía casi un mes que no se habían visto, pero Marion no
podía soportar al arribista que se había ido a vivir con ella: un
abogado egocéntrico al que sólo le interesaba él y el dinero de su
madre. El segundo, de la agencia, en el que le pedían que
cubriera el asunto del parque; anotó la descripción del muchacho
muerto, Stephane Delacroix, treinta y cuatro años, cocinero en
una pizzería, y su dirección. El tercero, de su jefa, diciéndole
dónde iba a estar esa noche con unas amigas e invitándola a
tomar unas copas.
Hacía ocho meses que había roto con Kath, como ella solía
llamar a su jefa, Catherine; “una profesional sin igual” era la
opinión de Marion a su respecto, pero “sentimentalmente
incapaz de dar la talla y de asumirse”. Esa doble vertiente de su
personalidad había destruido la relación de ambas. Su historia
fue llevada en secreto durante casi dos años, el tiempo
transcurría en casa de una o la otra, nunca hubo vida común,
Kath jamás había osado dar el paso y salir del armario 2 y Marion
no comprendía cómo alguien tan liberal y abierto, maduro y con
cuarenta y dos años, tenía que esconder su verdadera naturaleza
a todo el mundo. Llevaba una vida totalmente dentro de la
moralidad que la burguesía parisina exigía y quiso imponer a
Marion la misma forma de vida, cosa que ésta encontró
totalmente estúpida pues en el periódico todo el mundo sabía
que Marión era homosexual y ella apreciaba el que nunca
hubiera habido ningún reproche ni comentario fuera de lugar.
Después de la ruptura, Kath no dejaba de asediarla con miradas,
notas, mensajes electrónicos y llamadas sin una razón en
concreto, cosa que la sacaba literalmente de quicio, incluso
Marion estaba casi segura de que esa mujer conservaba aún un
 juego de las llaves
l laves de su casa y siempre encontraba una excusa u
otra para no devolvérselas. Con respecto a la salidita nocturna,
Marion concluyó tajantemente, diciéndose que al menos ya
sabía a dónde no tenía que ir esa noche. Marión era rotunda en
sus opiniones y hacían falta muchos argumentos para
convencerla de lo contrario.
Entró en la habitación roja. En las fotos de la salida del trabajo
la chica bajaba la cabeza y, una vez enderezada, ya llevaba las
gafas de sol puestas; en la siguiente ya tenía la mano encima de
su acreditación, así que las posibilidades de hacer una ampliación
para saber su nombre se evaporaron rápidamente. En las dos de
la serie siguiente, en las que la chica se dirigía al coche, no había
ningún detalle en especial, sino un compañero que debió salir
unos segundos después, de su edad, más alto que ella y que en
una de las fotos miraba atrás. Marion, juguetona como siempre,
pensó que pasaría la foto a su compañera Val, que siempre salía
a la caza al hombre, en su opinión el chico no estaba mal: un
moreno de origen árabe, un poco delgado para su gusto, pero
bien, en definitiva. Además, Val llevaba desde hacía algún tiempo
una historia un poco rara con un tipo del mismo origen, que no
quería que la chica se lo presentase a nadie hasta que la relación
no fuese definitiva y ella se hubiese convertido al Islam.
Tonterías.
Como si su amiga fuese a convertirse al Islam, aunque por lo
visto el chico estaba muy bien y Val bastante colgada por él, pero
la chica se negaba a explicar más sobre el asunto, cosa que
Marion respetó. Después de todo, era su vida. La calidad de las
fotos siguientes no era buena, pues, con el movimiento del
coche, Marion había perdido los buenos ángulos con los que
podría haber llegado a captar alguna otra cosa importante.
Dejó todo el revelado colgando y se prestó a hacerse una
buena cena llena de vitaminas, comer en la terraza, airearse y
lomar algo con Val si ésta no tenía ya un plan.
Esta vez la llevaría a un sitio de ambiente3, las dos últimas
veces habían ido a bares y discotecas al cien por cien dentro de
la norma heterosexual y Marion acababa enrabiada cuando
ciertos amigos de Val, después de unas cuantas copas,
intentaban abordarla sin la más mínima delicadeza. Marion
escapaba rápidamente de la situación, pero sus formas bruscas
molestaban a Val, que ya había perdido alguna que otra buena
oportunidad por la desfachatez de su amiga.
2. O “Corning out”. Acción de desvelar su verdadera identidad homosexual.

3 En argot, los sirios de ambiente son aquellos destinados a una clientela en su


mayoría homosexual.
CAPÍTULO V
23 de marzo — Jueves — Laia va a dar una vuelta

Laia miró por la ventana y no vio nada sospechoso, tomó una


ducha, se puso cómoda, o lo que para ella significaba ponerse
cómoda, es decir, unos pantalones anchos de estilo militar con
grandes bolsillos y, como siempre, pensó que no valía la pena
ponerse una camiseta si iba a salir luego, así que con un
sujetador de deporte le bastaba. Siempre los utilizaba de ese
estilo que no llevan corchetes, que son como una pequeña
camiseta de tirantes completamente elástica y que se ajusta
bien, con los tirantes cruzados sobre su espalda y que se meten
por la cabeza. En definitiva: pantalones anchos, sujetador y pies
desnudos sobre el parquet.
Hacía cuatro años que vivía en París y cinco en Francia. Dejar
Toulouse le había resultado duro, pues era una ciudad muy
acogedora con miles de hispanohablantes y sus habitantes
tenían un carácter más caluroso que los del norte. Con el tiempo
se dio cuenta de que, si bien los del norte eran menos
abordables, los lazos con sus amigos de París eran más estrechos
y duraderos.
Su pequeño apartamento se hallaba en un bloque antiguo
recientemente reformado.
Laia adoraba el parquet ya que no se estilaba mucho en la
región de España de la que ella venía, cosa que encontraba lógica
ya que las baldosas soportaban mejor el calor que la madera,
pero los inviernos eran fríos en París.
El piso tenía una pequeña entrada con un perchero detrás de
la puerta donde siempre dejaba su chaqueta y su mochila. Justo
frente a la entrada, había una coqueta cocina bien iluminada,
con baldosas blancas y una franja azul en el centro. Laia solía
desayunar en el comedor, escuchando las noticias en la radio.
Había instalado un hilo musical en toda la casa, siempre
sintonizado en la misma emisora. Podía ir tranquilamente de la
ducha al salón sin perderse una sola palabra de lo que pasaba en
el mundo. Era ella misma quien había diseñado su habitación,
pues compró el apartamento prácticamente sobre plano, se puso
en contacto con el arquitecto y piulo hacer cambiar ciertos
detalles a su medida. Su cama era doble, con un edredón espeso
de plumas que la reconfortaba en invierno. La habitación tenía
un ventanal que daba a la misma calle que el salón, con cristales
reflectantes, detrás de los cuales Laia casi no podía ser vista pero
podía ver a los pasantes tranquilamente. La moqueta de la
habitación estaba inundada de libros de géneros policiales, de
ciencia-ficción e informática, pues las estanterías ya no daban
abasto. De vez en cuando pasaba horas absortas en la pequeña
maravilla de Bécquer que tenía casi oculta en una esquina y
antes de volver a la realidad de sus sesenta metros cuadrados
murmuraba en voz alta que las oscuras golondrinas volverían
algún día.
Dos yogures, un vaso de leche, una manzana y algunas cerezas
serían su cena que, como siempre, iba a tomar delante de la
pantalla del ordenador. Se dispuso a verificar si tenía correo, un
poco intranquila, pero hasta ahora nadie le había escrito nada
sospechoso a la dirección que utilizaba desde el servidor con el
que se conectaba en casa.
Le puso nerviosa volver a pensar en el mensaje de esa misma
tarde, pues desde que pasó “eso”, pensó mientras se colocaba
un mechón detrás de la oreja —el champú que había comprado
era bueno pero al llevar el suavizante incorporado hacía que
todo el pelo se le viniera a la cara —, no había vuelto a tener
ningún otro, lo que le daba un respiro. Aunque el de esta tarde le
decía que no la olvidaban. Cogió las gafas de sol que tenía a
mano y las utilizó de diadema.
Los mensajes no la alertaron, todos eran normales: alguna
publicidad sobre los MP34 y el resto eran amigos con bromas y
cosas por el estilo. En uno de ellos Manu le preguntaba cómo iba
la cosa.
Manu era un policía español que servía en la Embajada y
llevaba más tiempo que ella en París. La Embajada siempre
invitaba a los españoles inscritos en ella a los cócteles que
organizaba para el 12 de octubre y ocasiones de ese tipo, y en
una de esas recepciones se conocieron y desde entonces se
hicieron muy amigos.
Manu tenía cuarenta y cuatro años, era gallego de nacimiento
y se había convertido en la persona en la que Laia puso toda su
confianza. Se creó una gran fraternidad entre ellos. Desde el
primer día el hombre se había abierto a ella francamente: estaba
divorciado, su ex mujer y sus dos hijas, nacidas en Francia,
seguían viviendo en París por lo que sentía un tremendo miedo
cuando le hablaban de ser destinado a otro sitio, incluso para
ganar grado, porque no podía soportar la idea de no ver a sus
hijas de siete y cinco años. Jugaban a tenis a menudo, en un club
en las afueras de París, y practicaban el tiro juntos. Manu le
había prestado varias veces su arma de servicio, de la cual podía
disponer en la embajada pero no en el exterior. Aun así, entre
policías no había problemas: iban a practicar con la policía
francesa, dos veces al mes más o menos, y Manu, siempre que
podía, llevaba a Laia con él porque sabía que la chica sentía una
gran pasión por las armas e incluso le superaba disparando, ya
que él era un poco miope. La primera vez que le prestó el arma
se dijo que pesaría mucho en las manos de la chica, pero
enseguida vio que Laia sería una buena tiradora, sus impactos
eran concéntricos y siempre bien agrupados. En poco tiempo,
Laia llegó a sorprender a los congéneres de Manu.
Así que decidió enviarle un mensaje criptado explicándole lo
que le pasaba con los mensajes que le enviaban al móvil. Era más
seguro que llamarlo por teléfono. Aunque sabía que Manu no
tenía ninguna competencia fuera de la Embajada, se convenció
de que lo mejor era tenerlo al corriente. Ya se preparaba a ser
regañada como una niña pequeña por no haberle dicho nada
desde el principio, sólo que al principio Laia se lo había tomado
un poco a broma.
5
Laia hizo un clic sobre el icono “Send”  y apagó el ordenador.
Se levantó y miró un momento el estado de su apartamento:
lamentable. Pequeñas notas por todas partes, pósters de las
últimas películas de ciencia-ficción, disquetes y compactos
encima del sofá. Ordenó en un abrir y cerrar de ojos lo que más
saltaba a la vista por si tenía que invitar a alguien esa noche a
tomar una última copa. Sabía que era peligroso pero llevaba una
semana sin vida social y no lo podía soportar más tiempo. Se dijo
que esta noche sería discreta y saldría a hacer vida normal. Iría al
Double X para ver si encontraba al grupo de Martine, para poder
bailar un poco y reírse un rato.
Se puso una camiseta de tirantes ajustada azul marino, los
pantalones, de cintura baja, dejaban ver su ombligo con un
discreto piercing y su vientre plano y bronceado, que sabía que
siempre llamaba un poco la atención, la chaqueta tejana atada a
la cintura y unas zapatillas de deporte modernas azul marino de
las que llevan un elástico en lugar de cordones. Cogió las llaves
del candado de la bicicleta, su mochila, ya más ligera, y salió del
apartamento.
4. Los MP3 son archivos musicales comprimidos.
comprimidos.

5. Enviar.
CAPÍTULO VI
23 de marzo — Jueves — Encuentro fortuito

Laia pedaleaba lentamente, redactando un pequeño mensaje


tipo morse con una sola mano y enviándoselo a Martine,
mientras Marion intentaba ponerse de acuerdo con Val para salir
esa noche.
—Siempre me haces lo mismo, Marión. En la agencia no se te
ve el pelo desde que llamaste por lo de la historia del parque. Si
cedo a ir al Double X y aburrirme como una ostra sólo es para
que me cuentes dónde estás metiendo tus narices esta vez.
¿Tienes algo?
—Eres genial, a las 10.00, entonces. Sí, tengo algo, creo que
tengo un sospechoso, te lo cuento. Besos.
B esos.
Un leve sonido y una lucecita roja en el teléfono de Martine la
advirtió de que tenía un mensaje.
—¡Eh, chicas! Es Laia, dice que la esperemos, que llega de aquí
a un rato.
—¡Mmm! Eso sí que es una buena noticia —dijo una de ellas.

—No te hagas ilusiones...

—Si me echarais una mano que no fuera al cuello, como


siempre, seguro que podría llegar a algo. ¡Mmm, me encanta esa
sangre caliente y ese acento! —dijo Chris.
El Double X era un lugar acogedor. Los sitios de ambiente
habían cambiado desde hacía unos años y esto había mejorado
el clima entre los mismos homosexuales, que llevaban tiempo
acusándose los unos a los otros de discriminación de sexos.
Ahora no eran exclusivamente de chicos o chicas, todos eran
mixtos y, aunque en la mayoría predominaba siempre un sexo o
el otro, todo el mundo podía entrar sin problemas. La entrada no
era de esas típicas de antes, a puerta cerrada con un timbre, sino
de lo más normal, se veía el movimiento desde el exterior y tenía
una bandera con el arco iris bien vistosa colgada en la entrada. El
vigilante ya no miraba por la mirilla, ahora te miraba a la cara y si
uno tenía buen aspecto o era conocido le dejaba entrar. Iras una
especie de recibidor se llegaba a la sala, con la barra a la
derecha. Detrás de ella las camareras habituales que
afablemente conversaban con la clientela y la DJ que conocía lo
último en música. Delante de la barra había vanas mesitas con
taburetes alrededor. En el suelo, una espesa moqueta burdeos,
que se estilaba mucho en París y le daba un aire gótico al lugar, y
unos diez metros al fondo, la pista para bailar, con sus paredes
llenas de una multitud de enormes espejos con marcos dorados
que iban de arriba a abajo. La luz tamizada y la música envolvían
el pub en una esfera de camaradería abierta a todo.
Cuando Laia llegó debían de ser las nueve y diez de la noche
más o menos. Había preguntado al guardián si podía echar un
ojo a su bicicleta, que había atado a un poste justo enfrente, y la
respuesta afirmativa la dejó entrar tranquila. A Laia, un cuarto de
hora en bicicleta no llegaba ni a agitarle
a gitarle la respiración.
—¿Cómo está mi sureña preferida? —preguntó Martine
mientras la abrazaba y daba la vuelta a la gorra de Laia
poniéndole la visera al revés. Guiñó un ojo y sonrió a Chris,
 jugueteando con ella mientras que Laia no la veía, porque sabía
qué hacía tiempo que andaba detrás de ésta.
—Muy bien. Hacía tiempo que tenía ganas de veros. ¿A qué
me va a invitar mi norteña preferida?
Laia saludó a la DJ y a las camareras con la tímida sonrisa que
una buena parte de ellas adoraba a escondidas. No le faltaban
pretendientas, pero la chica era bastante discreta con sus
historias y, aunque más de una lo había intentado, pocas lo
habían conseguido.
Martine puso un vaso en sus manos, bien cargado de vodka
con naranja, pero la verdad es que la naranja debía de escasear
en las intenciones de Martine. Empezaron a reír y a contarse
todo lo que les había pasado durante los diez días que no se
habían visto. Laia no lo dijo todo. Chris no tardó en abordarla y
pegarse a ella en la esquina de la pista. Todas sabían que Laia no
soporta bien el alcohol, dos copas le bastaban para que el
mundo cayera en un bote de pintura de un violeta casi rosa en
pocos segundos, y Chris, conociendo su talón de Aquiles, pensó
que atacaría por ese flanco. Esa noche, algunas de las presentes
decidieron echarle una mano.
Laia empezó a embriagarse con la música techno que sonaba y
la segunda composición “vodka-naranja escasa” que Chris le
había traído. Empezó a bailar y su amiga, cortésmente, la ayudó
a desembarazarse de la chaqueta tejana, el espectáculo le
gustaba cada vez más: Laia le sonreía, tenía un cuerpo
fenomenal y el piercing en el ombligo le resultaba
verdaderamente sexy.
Mientras Chris se acercaba peligrosamente a Laia, dos
desconocidas del bar se instalaban en la barra, no muy lejos de la
pista.
—¿Lo ves? Ya te había dicho que el sitio no estaba mal; he
venido sólo un par de veces, pero el ambiente está bien, la
música vale la pena y la gente es simpática.
—Vale, tengo que admitir que no está mal, pero no me vengas
con cuentos, seguro que para ti no sólo la música vale la pena —
dijo Val.
Pidieron unas copas. A Val le ponía nerviosa que Marión no
bebiera alcohol casi nunca, sobre todo si salían a divertirse. Pero
esta vez Marión, de propia iniciativa, pidió una cerveza, lo que
dejó de piedra a Val. Insistió para que empezara a contarle qué
historia llevaba entre manos. Marion se dobló cuidadosamente
las dos mangas de su camisa blanca con pequeños cuadros
negros, bebió un trago, sacó una goma y se recogió su melena
rubia, tirando a pelirroja. Respiró a fondo, reflexionó, se dijo que
podía confiar completamente en Val y sólo en ese momento
empezó a contarle lo que sabía por ahora. Mientras, fijaba la
mirada perdida en la gente que bailaba al fondo de la sala llena
de espejos.
Chris cogió a Laia de la mano, la tiró contra ella y la besó
tímidamente en los labios.
Laia sonrió por la situación incómoda en la que se encontraba
pero, como estaba bastante alienada por el alcohol, se dijo que
esa noche iba a divertirse pasara lo que pasara. Chris le murmuró
a la oreja que la invitaba a una botella de champán, la cogió de la
mano y la llevó hasta la barra.
Pidió la botella de champán y dos copas a la camarera, que se
las sirvió con una sonrisa cómplice. Cogieron una cada una,
brindaron y bebieron un sorbo. Chris la cogió por la cintura y la
incitó a bailar sin dejar las copas. En esos mismos instantes,
Martine se incorporó y fue directa a la barra a consumir de
nuevo y, cogiendo a su paso la gorra de Laia, levanto el brazo
todo lo alto que pudo, jugando con la chica para que intentara
cogerla.
La gorra que iba y venía ondeante llamó la atención de Marión
y los ojos de fuego de la chica que saltó a cogerla aún más. No
estaban las gafas, pero las facciones coincidían demasiado.
—-Creo que es ella, ahora vengo —dijo mientras salía
disparada como una flecha.
—Perdona, ¿tienes fuego? —Marión sabía que era la excusa
más tonta que podía haber elegido, pero se había sentido
forzada a reaccionar rápidamente; además, si la chica de su
derecha salía con la sospechosa iba a enfadarse rápidamente y
mucho, todo el mundo sabe lo que significa pedir fuego.
-No, lo siento, no fumo. Pero, espera, voy a buscarte un
mechero... —respondió Laia con una sonrisa juguetona. La chica
no estaba nada mal y la pregunta era de lo más tonto para
entablar conversación, así que dedujo que estaba buscando algo
más concreto que alumbrarse un pitillo.
Laia pidió fuego a Martine, que le dio su mechero. Le suplicó
que la ayudara a despegarse de Chris. Laia dio fuego a la chica
mientras Martine pedía un poco de champán a Chris y la invitaba
a acompañarla a pedir una canción a la DJ.
Mientras Laia le preguntaba su nombre, Marión se dijo que la
chica era de la región francesa del Midi, probablemente, pues
tenía un leve acento del sur.
—Marion, me llamo Marion —dijo, levantando un poco la voz
a causa de la música, mientras se acercaba a la oreja de Laia —.
¿Y tú? ¿De dónde eres? Tienes acento del sur, ¿no?
—Soy española, sólo hace algunos años que vivo aquí...

Laia había bebido pero estaba lo suficientemente lúcida como


para darse cuenta de que no le gustaban todas esas preguntas.
En algunas décimas de segundo las imágenes de los últimos
acontecimientos le pasaron como fotogramas por su cabeza.
Marion, ese nombre no le decía nada, pero su cara ya la había
visto en alguna parte o, si no, se parecía demasiado a alguien.
Laia pidió a la camarera que le sirviera un poco más de champán,
lo que le dejaría un poco de tiempo para hacerse una idea de la
situación.
Pensó en la paranoia que se estaba adueñando de ella a pasos
agigantados. Mientras el champán formaba una pequeña
cascada de la botella a su copa, Laia sintió cómo un pequeño
escalofrío le recorría la nuca.
Marion percibía un poco de nerviosismo en el comportamiento
de la chica, que todavía no le había dicho su nombre. Sabía que
no tenía que precipitarse tanto si quería seguir hablando con
ella. A la tirantez de la situación se añadían las amigas de Laia,
que estaban a la expectativa y las observaban desde el rincón de
los espejos.
—Oye, perdona si te molesto, quizás la chica que estaba
contigo hace un momento es tu compañera y no le debe estar
sentando nada bien que estemos aquí hablando, tan
tranquilamente. Si quieres te dejo —dijo Marion, a sabiendas de
que se estaba jugando el todo por el todo, pues le daba la
oportunidad de irse.
Laia se dio media vuelta con una sonrisa en los labios.
—No, no, para nada, no te preocupes, sólo es una amiga. ¿Y
tú? ¿Has venido sola?
—No, con una colega —dijo dándose la vuelta y señalando a
Val, que se encontraba aún en la barra y con el móvil en la mano,
como siempre.
—¿Es la primera vez que vienes? —inquirió Laia.

—No, no, ya he venido un par de veces.

—Entonces debe ser eso —y la miró profundamente a los ojos.

—¿Qué es lo que debe ser? ¿A qué te refieres?

—A que me da la impresión de que no es la primera vez que te


veo y ahora me imagino que debe ser aquí donde te he visto
alguna vez, ¿no?
Marion empezaba a inquietarse, su memoria era muy visual y
estaba segura de no haber visto a la chica en ninguna de las dos
ocasiones en las que había ido al Double X.
La mejor opción era cambiar de tema rápidamente, pero la
periodista acababa de concluir que la chica era viva e inteligente.
La labor no iba a resultarle fácil.
—Volviendo al tema. Me encanta España, fui de vacaciones en
el noventa y dos. Mi única intención era ver la Exposición
Universal de Sevilla, te lo juro, fue increíble. Al volver me dije que
tenía que hacer una parada en Barcelona para ver un poco de la
ciudad y el ambientillo de los Juegos Olímpicos y la verdad
ve rdad es que
si el trabajo no me hubiese estado esperando me habría
quedado más tiempo. Fueron una de las mejores vacaciones de
mi vida. —Sacudió el pelo, lo que le hizo saltar la goma de la
coleta y siguió hablando de España...
A Laia se le aceleró vertiginosamente el corazón y se sumergió
unos instantes en su interior, haciendo abstracción de la música,
de Marion y de todo aquello que la rodeaba.
Ya está, ya la tengo, pensó. En el parque, el día en que pasó
eso, es la tía que casi tropieza con mis piernas. Justo después
recibí un mensaje. Marion pudo verlo o hacerlo todo. Aunque
materialmente es casi imposible. Pasó unos instantes antes de
que dispararan al chico, pero el mensaje pudo enviármelo ella,
aunque casi no tuvo tiempo y a priori no tenía el número y, sí,
eso es, al entrar en la sede —la ropa de Laia empezaba a
empaparse de sudor, el estómago no paraba de hacerle
volteretas—  vi de refilón una melena, una melena rubia casi
pelirroja, que luego pasó de largo. ¿Qué está haciendo aquí?
¿Qué significa todo ese lío?
Laia se dijo en ese preciso momento que todo aquello no era
pura coincidencia y dudó fuertemente que la bala del parque
fuese dirigida al chico. Las piezas empezaban a encajar y el
resultado que percibía olía fuertemente a complot. Tenía que
haber más de una persona implicada. Marion, si ése era su
verdadero nombre, cosa que dudaba mucho, no estaba
contándole todas esas historias por casualidad. Marion podía ser
la asesina o cómplice del asesinato. Miró hacia donde estaba la
amiga de Marion para memorizar su aspecto, vio cómo la
morena de pelo largo decía adiós a Marion desde lejos con una
sonrisa que no llegaba a descifrar y desaparecía por el recibidor
que llevaba a la salida. Levantó la mirada y fijó los labios de
Marion, su expresión era extraña, le estaba preguntando algo.
Los sentidos volvieron a Laia, la música a sus oídos, la copa de
champán a su mano y la camiseta de tirantes se volvió a pegar de
forma asfixiante a su cuerpo.
—¿Te encuentras bien? Digo que si te encuentras bien. —
Marion la zarandeó suavemente, poniendo su mano en uno de
los hombros de Laia.
—Sí, sí, perdona. Es el alcohol. He bebido un poco y no me
sienta muy bien, ¿sabes? Perdona, he perdido el hilo de la
conversación.
—¿Quieres que salgamos a que te dé un poco el aire? —
preguntó Marión, inquieta.
Laia se dijo que debía correr el riesgo; tal vez, a solas, podría
sacar más conclusiones.
—Sí, la verdad es que me iría bien. Espera un momento, digo a
mis amigas que nos vamos y vuelvo.
Mientras salvaba los metros que quedaban hasta llegar a
Martine, Laia trazó una pequeña estrategia. Pensaba hacer creer
a sus amigas que se iba con la rubia, pues parecía un buen
partido. Dio a Martine las llaves del candado de su bicicleta y le
pidió que se ocupara de ella hasta el día siguiente, en que
pasaría a recuperarla. Se dirigió entonces a Marión v le propuso
salir del lugar mientras se echaba al hombro su mochila y la
chaqueta.
Martine y su grupo de amigas se quedaron un poco perplejas.
Ese no era el estilo de Laia. No dejaba ver su juego tan
fácilmente. Le echaron la culpa al alcohol, concluyeron que tal
vez había decidido lanzarse y ocultar menos su vida a todo el
mundo. Después de todo, debía estar saturada a fuerza de
esconder tanto su intimidad. Chris acusó el golpe bajo que había
recibido de la rubia y las demás, solidarias, la consolaron con
bromas, intentando convencerla de que quizás la próxima vez
tendría más suerte. Pero iba a haber polémica, Martine esperaba
tener noticias al día siguiente.
CAPÍTULO VII
23 al 24 de marzo — Miércoles a jueves - El paseo

Marion y Laia comenzaron a caminar desgarrando el espesor


de esa noche tibia y tranquila sin decir una sola palabra en una
buena centena de metros. De vez en cuando una música opaca
confundida con voces lejanas emergía tímida del interior de los
bares y discotecas de la calle. Marion señaló al pasar un
reluciente A4 e insistió en acompañar a Laia a casa. La chica
declinó la oferta mientras memorizaba la matrícula del coche.
Desde la acera opuesta una silueta delgada con nariz aguileña
las observaba sigilosamente.
Dos figuras femeninas caminaban despacio por esa calle que
carecía del alumbrado necesario y en la que olores de orígenes
indeterminados se mezclaban de vez en cuando sin piedad. Las
dos eran prácticamente de la misma estatura. La de la derecha
caminaba sin levantar mucho la cabeza, como si contara sus
pasos, con un cierto aire cansado, pero desplazándose
sigilosamente. Sus hombros eran perfectos, como si el ángulo
que formaban con su cuello hubiese sido trazado con una regla,
reg la, a
noventa grados matemáticos. La de la izquierda tenía más
cuerpo de mujer, unos andares más femeninos, una larga melena
casi rojiza e iba cuidadosamente vestida. Observaba a la chica, de
melena corta y castaña, silenciosamente cuando los reflejos de
los antros por los que pasaban se lo permitían. Ambas mujeres
tenían la sensación de que el cielo se les iba a caer encima de un
momento a otro. En algunos instantes se rozaban con el vaivén
del caminar, la de la derecha se sentía molesta y se apartaba
unos centímetros.
No hablaron durante muchos metros. El paso de una moto sin
tubo de escape las sobresaltó y se inquietaron con las luces de
un coche que circulaba lentamente. Ambas giraron la cabeza y
luego miraron, vigilantes, de reojo hasta que el coche las
adelantó.
Marion desmenuzaba discretamente las facciones de Laia. La
chica le parecía cada vez más guapa. Poseía una cierta
sensualidad amparada por el ombligo de la noche. Su pelo
tostado descubría unas pequeñas orejas con discretos
pendientes cada vez que la muchacha metía detrás de ellas un
mechón de sus cabellos. Sus ojos almendrados tenían el color de
la tierra natal de Marion, mojada tras los largos días de lluvia y
cercana al océano que golpeaba las costas de la Bretaña que la
había visto nacer. Marion la sentía desamparada y nerviosa. Le
hubiera gustado tenderle una mano, pode preguntarle qué le
pasaba, pero no dejaba de repetirse que debía controlarse, que
las emociones no eran las que la habían llevado hasta allí, hasta
la chica, sino la muerte de un hombre. Bajó lentamente las
mangas de su camisa para protegerse de la humedad de la
noche, que le estaba produciendo escalofríos. Se preguntó si la
otra chica estaba pensando algo sobre ella. No podía evitar que
sus pensamientos las transportaran a ambas a otro lugar. Otro
sitio en el que no se habrían conocido de esa manera. Un lugar
en el que Marion la habría invitado a tomar una cerveza,
sentadas en una terraja en una magnífica noche de verano, con
palmeras, el mar y la luna creciente como fondo para un guión
de Hollywood. Se sentía impregnada de esa especie de pulsión
que a veces la obsesionaba.
El cuerpo y los ojos de la chica, su forma de andar, ese
comportamiento subjetivamente andrógino y esas leves
fricciones con su piel la estaban seduciendo sin perdón posible,
separándola de su objetivo.
Llegaron al cruce de una importante avenida. Desde el chaflán,
una acogedora terraza las invitaba a parar la caminata. Marion
ofreció una pausa a Laia y le insinuó que un poco de agua la
ayudaría a sentirse mejor. Laia asintió con la cabeza, ni dejar
escapar una sola palabra de sus labios carnosos y su boca
generosa. Dejó en una de las dos sillas sobrantes su mochila
mientras se ponía torpemente la chaqueta, ladeándola de tal
manera que dejó uno de sus hombros al descubierto. Marion
lamentó perderse esa vista pero le remontó la manga, mientras
Laia se sentía molesta por el gesto de la chica.
Desde la acera opuesta una silueta delgada con nariz aguileña
las observaba en silencio.
—Me voy a refrescar un poco la cara. Bueno, si encuentro los
servicios, claro, porque siempre me pierdo. No te da miedo
quedarle a solas, ¿no? —gesticuló haciendo una mueca de horror
y luego se le escapó una leve sonrisa.
—Date prisa, yo no estoy tan cuadrada como tú. Aquí te
espero —respondió Marion bromeando.
Sacó un pitillo y lo encendió. Dejó el paquete y el mechero
sobre la mesa metálica de la terraza, cubierta por un toldo de un
azul desgastado por los días soleados de esa primavera generosa.
Pasó su mano por el frío asiento de la silla, también de metal,
para ver si estaba húmedo y evitar mancharse los pantalones,
pero no era el caso. “Nothing compares to you” de Synead
O’Connor llegaba hasta sus oídos débilmente desde el  interior
del bar. El aire Club tenía una pinta reconfortante. En la carta,
con la que jugaban sus manos, varias fotos de cócteles o whiskys
la volvían a llevar hasta el lugar que su cabeza había creado para
las dos hacía unos minutos. La carta se le fue de las manos. La
bolsa de Laia evitó que llegara al suelo.
Marion miró la mochila y se dijo que no tendría tiempo de ver
qué había dentro.
Laia atravesó el bar, que parecía ser una taberna irlandesa,
hasta la barra y preguntó al camarero dónde estaban los
servicios. El hombre se lo indicó satisfecho de su clientela y luego
le dio un diez a su trasero. Laia se apresuró hasta ellos
esquivando varias mesas y una máquina tragaperras, que no
dejaba de parpadear con botones cuyos dibujos estaban
atenuados por el uso. Una vez dentro, echó el pestillo. Sacó el
móvil de uno de los innumerables bolsillos de su pantalón, lo
puso en marcha y compuso el número de Manu esperando no
despertarlo. Era casi la una menos cuarto de la noche, pero
siendo jueves imaginó a su amigo despierto. Mientras el teléfono
hacía su llamada se sintió ridícula en ese lavabo empapelado con
motivos de tréboles verdes con fondo blanco y leyó en diagonal
las inscripciones de la puerta: “Marie et Jean”, “Jean-Paul aime
Joseph”, “Free Ireland” y cosas de ese estilo.

Manu sintió el teléfono vibrar y vio el nombre de Laia aparecer


en la pantallita de su móvil; se apresuró a salir al balcón del piso
de sus amigos para hablar tranquilamente.
Había enviado un e-mail a Laia pidiéndole que le llamara, le
había dejado dos mensajes en su casa y otros dos en el móvil, sin
respuesta. Por fin la chica se había decidido. Laia, bajando el
tono de su voz al máximo, le explicó rápidamente la situación, le
dio el número de la matrícula del coche de la supuesta Marion,
con su descripción y todo lo que había podido acumular sobre
ella hasta el momento. Manu le preguntó dónde estaban y le dijo
que tuviera cuidado, al menos hasta que él hubiera conseguido
saber más cosas sobre la mujer.
—Hacía un buen rato que la chica se había ido al lavabo.
Cuando Marion se disponía a ir a buscarla, Laia surgió del bar
hacia la terraza, con la cara húmeda y un aire más sereno.
—¿Te ha ido bien... ? No me has dicho aún tu nombre.

—¿Y a ti? ¿Han venido muchos monstruos? Marina —mintió


Laia.
Como mi paisaje. Lo que me faltaba, se dijo Marion.
Se perdieron unos instantes la una en la mirada de la otra. La
intensidad del momento iba y venía entre el verde de los ojos de
una y el color de brasas, casi teja a esa luz, de la otra. Marion
abrió los labios para balbucear algo cuando una voz grave las
arrancó de cuajo del intercambio de colores.
—Buenas noches. ¿Qué desean tomar? —dijo el hombre con
una libretilla en la mano y una servilleta que reposaba
graciosamente en su antebrazo.
—Yo quiero un Irish Coffee ¿Y tú, quieres mirar la carta? —dijo
Marion.
—No, gracias. Un agua ya me vale.

El hombre asintió y momentos después se dispuso a servirlas.


—Bonito nombre, supongo que te lo dicen a menudo... —
Marion quería dar a la situación un énfasis menos tenso, más
distendido.
—Sí, la verdad es que sí. Y tú ¿estudias o trabajas? Porque ya
veo que mechero tienes —bromeó Laia.
Laia quería darle tiempo al tiempo y tener la respuesta de
Manu en sus manos antes de tomar una determinación en un
sentido u otro.
—Sí, lo del mechero era un cuento chino para hablar contigo.
Yo soy correctora de estilo en una editorial, me apasionan la
literatura y las lenguas. Me exige concentración, pero me deja el
suficiente tiempo libre para hacer otras cosas, sobre todo la
fotografía, que es una de mis pasiones. ¿Y tú?
Con todo esto cogió su bolso y en un abrir y cerrar de ojos sacó
una cámara con zoom.
—¿Me permites? —dijo, mientras enfocaba y el flash se
disparó sobre la cara de Laia—. Estás guapísima.
—¡Eh! —se quejó Laia—. Podrías haberme preguntado si
quería o no, ¿no te parece?
—Venga, no te lo tomes mal. Tengo miles de fotos en casa, me
encantan las que hago por sorpresa, algún día te la enseñaré si
quieres. No me has dicho qué haces de tu vida.
Laia se puso un mechón de pelo detrás de la oreja, no le había
gustado lo de la foto, pero decidió no darle más importancia, las
cosas ya estaban demasiado complicadas.
—Informática. Desarrollo programas para nuestros clientes, de
cualquier tipo, ¿sabes? Contabilidad o cualquier otra cosa para
las empresas. A mí lo que me apasionan son los ordenadores,
sobre todo. Pero la literatura también me llama mucho. Leo
mitad y mitad, español y francés, me refiero.
La conversación transcurrió de manera tranquila unos veinte
minutos, durante los cuales ambas no dejaron de contarse
medias verdades o medias mentiras. En realidad sus pasiones
eran ciertas y la profesión que decían ejercer tenía algo que ver
con la real.
Las dos eran ágiles utilizando esa técnica. Ambas sabían que lo
mejor para mentir bien era tomar como base una verdad, era la
única manera de no perderse en los detalles y que la otra no se
diera cuenta de tal montaje.
—Qué sueño. Estoy hecha polvo. ¿No estás cansada?

—¿Qué dices? Para mí la noche acaba de empezar, yo tengo


un aguante increíble. Viéndote tan deportiva creía que tú
también. Pero, si te das por vencida, te repito que si quieres te
llevo a casa.
Laia consintió esta vez. Dejaron el dinero sobre el platillo
blanco que contenía la nota del Irish coffee y el agua y se
dirigieron, respirando hondo, hacia el coche de Marion.
La silueta adivinó sus intenciones y a unos cincuenta metros
antes de llegar al A4 las adelantó desde la otra acera.
CAPÍTULO VIII
23 al 24 de marzo — Miércoles a jueves - La persecución

—¡No veas! ¡Vaya cochazo! ¿Eres rica o qué? —inquirió—. Me


encantan los coches deportivos.
—¡Qué va! Ya me gustaría. Sólo hace un mes que lo tengo y
mis esfuerzos me ha costado, lo que pasa es que uno de mis
sueños era que ningún tío pudiera arrancar antes que yo en los
semáforos. Si los vieras... Se ponen como motos cuando la que
está al volante es una mujer y no logran adelantarte. ¿Y tú?
¿Conduces?
—Sí, pero el mío está hecho polvo. Tendría que cambiarlo,
pero me gusta tanto que me dé el aire en la cara...Y comprarme
otro descapotable, no te digo nada. Nuevos valen un ojo de la
cara.
—¿Un descapotable? Vaya, y ¿te atreves a decirme que el mío
es un cochazo? Seguro que ligas un montón con el pelo al viento
en pleno verano. Ahora ya sé cuál es tu técnica —dijo Marion
mientras la señalaba inquisitiva con el índice.
Subieron al coche. Laia indicó el camino de su casa que, por
supuesto, no era el verdadero. Pensaba bajarse no muy lejos de
la casa de Martine, que vivía en un complejo del cual conocía el
código de acceso. Marion valía la pena, pero no estaba segura de
ella, no quería llevar ningún tipo de relación más lejos hasta que
no supiera la verdad sobre ella.
Marion se dio cuenta de que la dirección que tomaban no era
la correcta o en la que ella estaba pensando 27, rué, Víctor Hugo
y sintió un poco de miedo. No sabía a dónde iba a llevarla
“Marina”.

Un coche las seguía de lejos.


El teléfono de Laia sonó. Se dio cuenta de que tenía dos
mensajes vocales, dedujo que eran los dos que Manu le dijo que
le había dejado y los borró sin escucharlos, había también un
mensaje de texto. Marion esperaba una conversación y al darse
cuenta de que la chica leía en la pantalla pensó que no tendría
muchas posibilidades de ver qué estaba escrito. Entonces
comprendió qué era lo que Marina había hecho mientras ella la
seguía esa misma tarde; en el momento en que la chica no
respondió a la llamada, sólo había mirado el teléfono y lo había
vuelto a meter en el bolsillo trasero de sus tejanos negros. En
realidad estaba leyendo un mensaje de texto, como hacía en
esos momentos.
Laia leyó el mensaje: “Marion Mornay. 35 años, periodista.
Libération. Espec. política y otros. No antecedentes. Cuidado. Te
sigo. M.”

Manu había hecho su trabajo eficazmente, como siempre.


Aunque sus competencias policiales no le servían para nada en
Francia, salvo en la Embajada, donde estaba destinado, había
hecho buenas amistades con sus homólogos franceses. Disponía
de un número increíble de contactos en gran parte de Europa,
pero la velocidad con la que movía los hilos era aún más
espectacular.
Ahora Laia y el mismo Manu sabían quién era la pelirroja: una
periodista que trabajaba para Libération, un periódico francés de
tendencia socialista, bastante objetivo y responsable de sus
ediciones diarias. Marion Mornay había hecho una carrera
fulgurante desde su salida de la escuela de periodismo. Había
empezado a trabajar en una revista de pequeño tiraje, en la que
había pasado dos años, hasta que la conocida Catherine
Dispenza, que se había ocupado siempre y con buen talante de
los asuntos del ex Presidente de la República, le hiciera una
buena proposición y se la llevara a trabajar para ella. A sus
treinta y cinco años, Marion Mornay era una desconocida para
los ficheros policiales, pero sólo para los ficheros, ya que gran
parte de los altos funcionarios habían recibido críticas directas o
se habían encontrado en el ojo del huracán, implicados de una
manera u otra en alguno de los reportajes que Mornay publicaba
a menudo.
Como periodista resultaba molesta para algunos políticos,
pues Marion atacaba básicamente la corrupción del Gobierno y
de sus entidades. Por otro lado era muy apreciada por ciertas
personas que bendecían sus artículos que sacaban a la luz cosas
relevantes. Marion disponía de muchos confidentes y, a veces,
estaba al corriente antes que la misma policía de ciertos
acontecimientos que se hubieran querido proteger de la luz
pública.
Manuel se encontraba en el asiento trasero de un coche de la
policía secreta de París siguiendo de lejos a un Audi A4 negro
metalizado. Thierry al volante y Philippe a su lado. Sabía que
podía contar con esos dos hombres, a los que le unía una fuerte
amistad, debido a que habían trabajado juntos combatiendo
sobre el terreno asuntos policiales que concernían tanto a
España como a Francia y en varias ocasiones habían salido
indemnes de situaciones verdaderamente peligrosas gracias a la
pericia de unos u otros.
Manu sólo había contado una parte de la historia a sus dos
compañeros. Si decía que Laia podía tener algo que ver con el
asesinato del parque, los dos hombres se habrían sentido en la
obligación de ir más lejos, sobre todo en épocas como esa. El G7-
P8 tenía a todo el mundo irritado, policías incluidos, pues no
paraban de pasar horas y horas de trabajo y de correr
desesperados detrás de decenas de falsos avisos de bomba. Pero
como se conocían bien no hicieron preguntas. Con saber que
alguien que contaba con la más alta estima de Manu y que
trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores necesita ayuda
ya tenían bastante.
Los policías se dieron cuenta rápidamente de que el A4 era
seguido a su vez, pero a menos distancia, por otro coche. Sólo
había una persona en el interior del vehículo, no había pasajeros
ni delante ni detrás.
Las dos muchachas se sentían verdaderamente angustiadas,
cada una pensaba que la otra era culpable del asesinato del
parque, que estaban en el coche con una persona que quizás
estuviera perturbada o que formara parte de un complot o algo
raro.
El coche negro aceleró de repente y giró bruscamente a la
izquierda.
—¡Mierda! Marina, nos están siguiendo. Hay un loco detrás
que se está pegando a nosotras. Si tiene algo que ver contigo, es
el momento de decírmelo —gritó Marion.
—No estarás esperando que saque unos violines y me ponga a
contártelo, ¿no? ¡Pero mira que llegas a ser cínica! Ya debes
estar al corriente y saber por dónde van los tiros. Y, si no, te
bajas y se lo preguntas.
Esta vez Manu está exagerando, pensó Laia.
El coche que las seguía se acercaba de manera completamente
imprudente y temeraria, en una de las ocasiones casi las había
embestido. Pero Marion conducía bien y conocía perfectamente
su coche. Pudo evitar el accidente en varias ocasiones
acelerando a fondo. Intentaba adelantarlas incluso en calles
estrechas. Cuando llegaron a una gran avenida, Marion
aprovechó para acelerar aún más y despegarse un poco de su
agresor.
—¡Dime qué coño está pasando ahora mismo o me voy directa
a la comisaría del Distrito V! —dijo Marion, esta vez sacudiendo a
Laia por el pecho y dejando a una sola mano la atención del
volante.
—¿Que qué está pasando? ¡Te lo voy a decir ahora mismo! —
chilló Laia.
La chica estaba desencajada y con una expresión de ira
infrecuente en ella. Se deshizo de la mano que la agarraba del
pecho con tal violencia que dejó en la muñeca de la conductora
una enorme marca violácea en forma de pulsera.
—Está pasando que eres una maldita periodista, Srta. Mornay.
Está pasando que nuestro encuentro no ha sido casual, que
llevas varios días asediándome y que tú o alguien que tú conoces
habéis matado a un inocente cuando el verdadero objetivo debía
ser yo. Que no sé cómo has hecho hasta ahora para no tener
antecedentes. Está pasando que estoy hasta las narices de ti y de
esta maldita historia, está pasando que a partir de esta noche
vas a tener antecedentes si no te parto antes la boca.
Laia tenía las venas del cuello que se le salían de su sitio, los
ojos desorbitados y las lágrimas rodaban por sus mejillas; el pelo
se le pegaba a la cara con el sudor, subrayaba cada nueva frase
que pronunciaba con un manotazo en el salpicadero del coche,
miraba a Marion como si fuera a matarla y le gritaba a sólo dos
palmos de su oído.
Marion no comprendía lo que estaba pasando. Cómo Marina
había llegado a saber quién era y qué hacía y por qué la acusaba
de lo que supuestamente ella misma había hecho. Al verla en ese
estado dudó que fuera la asesina. No sabía quién las estaba
siguiendo ni si la situación era verdaderamente peligrosa o sólo
querían asustarlas.
Los policías pidieron información por radio. El coche que
seguía al A4 de cerca era robado. Manu les pidió que no lo
perdieran.
Los tres coches seguían a más de cien kilómetros por hora en
la gran avenida que llevaba a la autopista y en pocos segundos
llegarían a una gran confluencia situada en las afueras de la
ciudad.
Kim Nao, librador de comida china a domicilio, iba a atravesar
con su motocicleta, en pocos segundos, la gran avenida que
estaba justo antes de su destino. Aceleró un poco más, pues a
esas horas no había casi tráfico.
—¡Eso no es verdad! Te lo juro. ¡Yo no he hecho nada de lo
que me estás acusando! Cálmate, cálmate o vamos a tener un
accidente.
—¡La moto! ¡Cuidado con la moto! —gritó Laia.

Kim supo que no podría evitar al gran coche negro que se le


venía encima en perpendicular, frenó a fondo y cerró los ojos y
Marion supo que ése era el momento de probar los ABS que le
habían vendido.
Los policías vieron al A4 pegar un volantazo a la derecha para
intentar esquivar la moto que salía de la izquierda del cruce; el
coche que las seguía inmediatamente después hizo un gancho y
no tocó la moto de puro milagro. El Audi hizo tres trompos y se
paró en seco; un instante después, la puerta del acompañante se
abría. La moto se paró veinte metros más lejos, el muchacho la
dejó caer echándose, sin más, a tierra y se puso a llorar. Philippe
pudo parar la marcha infernal de su automóvil a un metro escaso
del coche negro, justo delante, impidiéndole la fuga.
Cuando Marion, chocada y sin casi saber qué pasaba, se
disponía a salir del coche, recibió un puñetazo en plena
mandíbula que la empujó con violencia contra el alerón izquierdo
del A4. Sus rodillas empezaron a doblarse y su cuerpo se
deslizaba hacia el suelo a gran velocidad. Pero Laia la atrapó
antes de que cayera completamente, la enderezó sacudiéndola y
cuando se disponía a golpearla por segunda vez una mano paró
su brazo en seco. Era Manu.
Thierry impidió que Marion cayera desplomada al suelo y
Philippe fue a ocuparse del motorista, que hecho una bola se
agitaba en el suelo. Kim estaba muerto pero de miedo, Philippe
se identificó, el muchacho le explicó que había sido él quien
había dejado caer la moto, que ninguno de los coches le había
tocado, pero que estaba aterrado. El chico respiró a fondo como
le indicó el policía y en dos minutos dijo que estaba mejor y que
debía irse a entregar el pedido. Philippe pensó que el joven
quizás no tenía los papeles en regla para estar en suelo francés,
pues se repuso más rápidamente de lo que él estaba
acostumbrado a ver. De todas maneras lo dejo partir una vez
seguro de que no tenía ni un rasguño.
—Vale, vale ya. Tranquila, Laia, cálmate. Soy yo. Lo vamos a
arreglar y rápido —dijo Manu cerrando a Laia entre sus brazos.
—Pero, ¿quién iba en el otro coche?, ¿no era de los tuyos?
examinó sus nudillos doloridos y unas lágrimas de rabia
resbalaban por sus mejillas.
—No. Era un coche robado y no teníamos elección, era él o tú,
así que hemos tenido que dejarlo escaparse. Hemos puesto al
corriente a otras patrullas, pero a estas alturas el coche deber
haber sido abandonado en cualquier sitio, créeme —respondió
Manu.
Mientras tanto Thierry había pedido los papeles del coche a
Marion y estaba empezando a pedirle explicaciones.
—No sé si se da usted cuenta de lo serio de la situación, Srta.
Mornay, pero la podemos acusar de varios cargos. El primero:
detención de un agente diplomático contra su voluntad; es el
más grave de los que yo he visto en los últimos quince minutos.
Después, varios semáforos en rojo o en ámbar, más tarde un
exceso de velocidad, conducción temeraria y un largo etcétera. Y
luego ya veremos en la comisaría —decía Thierry mientras le
ponía las esposas.
—¿Agente diplomático?—murmuraba perpleja.

Manu llamó a Thierry. Lo apartó un poco del grupo. Le pidió


que lo sucedido quedara entre ellos y dijo que él mismo se
ocuparía de llevar en el A4 a las dos chicas a casa. Philippe se
unió a ellos dos sin quitar ojo de ambas.
—¿Laia? ¿Te llamas Laia y no Marina? —preguntó Marion,
contorsionando su cuerpo, pues Thierry había pasado las esposas
a través de la ventanilla del conductor. —Laia. Te llamas Laia y no
Marina —afirmó está vez, como si ese pequeño detalle fuera el
más importante en ese preciso momento.
Laia la miró un instante y luego apartó la mirada. Sabía que el
dichoso “estado de alerta” la había llevado a comportarse como
una salvaje. Sabía que había hecho una regresión al estado
primitivo durante algún tiempo y que estaba saliendo a duras
penas de él.
—Sí. Eso es, Laia. Lo siento. El puñetazo. Yo no soy violenta.
Creía que eras tú. Todavía no lo tengo claro. Te he dado un buen
golpe. Perdona. Laia. Me llamo Laia —balbuceó
telegráficamente.
Manu sentó a Marion, aún esposada, en la parte trasera del
coche protegiéndole la cabeza con su mano, no sin haber pedido
a Thierry antes la llavecita que la liberaría más tarde. Dijo a Laia
que se sentara delante y preguntó a la periodista dónde vivía.
Marion pensó que aquello era abuso de poder, pero no se
sintió con fuerzas para pronunciarlo.
Llegaron a la calle de Marion sin soltar una sola palabra en
todo el trayecto.
CAPÍTULO IX
23 al 24 de marzo - Miércoles a jueves - En casa

Manu aparcó el coche en el garaje que Marion poseía en el


subsuelo su edificio, salió y pidió a Laia que le acompañara un
instante. Echó un ojo a la pelirroja que, resignada, suspiró y
esperó en el interior del coche. Su coche.
—Mira, Laia, esto se está saliendo de madre, en serio. No es
un juego ni nada que se le parezca, no tengo ganas de dejarte
sola. Me gustaría que me acompañases mientras intento
comprender un poco más lo que ha pasado y...
—No, no. Gracias, de verdad. Lo que me gustaría es descansar
e intentar ver por mi lado si puedo sacar alguna conclusión de la
tía ésta. Todavía no lo veo muy claro.
Manu decidió marcharse, no sin sentir una cierta inquietud,
pero diciéndose que intentaría ver por su lado si obtenía más
información. Le dio dos besos, las llaves de las esposas y del
coche, cogió el ascensor que le llevaba hasta la salida y partió a
pie en dirección norte.
Laia dejó salir del coche a Marion, sin casi atreverse a mirarla
de frente y sin quitar ojo de los alrededores. Marion mostró con
una sonrisita de circunstancia sus manos esposadas, para
recordar a Laia que aún tenía algo que hacer por ella. La chica,
con una cierta destreza, introdujo la llave y le quitó las esposas.
Debían ser, más o menos, las 6.00 de la mañana, pues el cielo
empezaba a cambiar de color y a mutar hacia el anaranjado.
Algunos pájaros cantaban ya felices a ese nuevo día, que se
adivinaba magnífico.
Marion, con voz sobria, dijo a Laia, subrayando su nombre con
un cierto énfasis cada vez que lo pronunciaba, que subiera a su
casa, seguramente les iría bien a las dos hablar y aclarar ciertos
(otra vez con ese énfasis) puntos.
Laia accedió. Llegaron a una entrada suntuosa, incluso había
una puerta de servicio anexa a la puerta principal. Entraron en el
ascensor, amplio, de moqueta azulada y espejos impecables, y
Marion apoyó sobre el botón del último piso. El viajecito se les
hizo a las dos casi eterno.
Alguien esperaba ansiosamente en el piso, aún lleno de
sombras, que la puerta se abriese de un momento a otro. La
silueta respiraba aguadamente deambulando por las esquinas de
la casa. Había dispuesto del tiempo suficiente para analizar las
fotos, aún frescas; se había apropiado de un par de ellas y del
sobre que a primera vista contenía varios compactos y un libro.
Lo había guardado todo cuidadosamente en su bolso.
Ring. El ascensor llegó a su destino, las dos puertas metálicas
se abrieron, Laia dejó pasar a Marion en primer lugar, la cual
buscó las llaves en su bolso y hundió una en la cerradura. El ruido
alertó a la silueta que se quedó inmóvil bajo el marco de la
puerta que daba acceso del salón a la cocina.
Laia se maravilló del edificio y se dijo que la periodista debía
tener mucho dinero.
Sólo había un apartamento por nivel; habían salido del
ascensor y la única puerta, justo enfrente, era la de la casa de
Marion, el descansillo lleno de plantas bien cuidadas que medían
casi dos metros y un cierto olor, indefinido.
Marion percibió un olor, justo al empujar la puerta de entrada,
a cada paso se volvía más latente, más fuerte y lo peor era que
ese olor le era familiar. Aguantó la puerta y dejó entrar a Laia, no
sin observarla de nuevo de arriba a abajo y lamentar la situación.
CAPÍTULO X
24 de marzo - Jueves — A la espera

La silueta vio a dos formas entrar en el piso, lo que la sacó de


quicio y decidió atacar por sorpresa.
Se desplazó rápidamente de una punta a otra del salón,
encendió de repente la luz que deslumbró por completo a las dos
chicas.
—¡Ah! Es por eso. No me dirás que es por esta niñata por
quien no respondes a mis llamadas ni quieres verme... —Las
observó un instante. —¿Qué te ha pasado en la cara?
Y Laia comprendió rápidamente la situación, justo a tiempo de
evitar un guantazo que llegaba como el rayo por su izquierda,
cogió el brazo de la mujer y lo retorció sin forzar demasiado, sólo
bloqueando el golpe.
Marion no creía lo que estaba viendo.
—Cálmese, no es lo que está pensando. No ha habido nada
entre nosotras, sólo vengo a hablar con ella, el morado es culpa
mía, pero le juro que no es sentimental. —Miró a Marion. Y
¿usted quién es?
—Kath, por favor, empieza por calmarte y dime qué haces en
mi casa, porque, que yo sepa, no te he invitado y estoy hasta las
narices de tu acoso infantil —dijo Marion.
La mujer, llena de rabia e impotencia, se echó a llorar,
lanzando miradas de odio a Laia, que se sintió mal. Que la chica
la hubiese llamado de usted le había hecho pensar en la
diferencia de edad que las separaba.
Obviamente, esa hermosa mujer estaba loca por Marion
Mornay y no podía soportar la ruptura que era evidente que la
pareja había vivido. Laia no sabía si la historia de ambas era
reciente o no. Preguntó a Marion dónde se encontraba el cuarto
de baño.
Marion se lo indicó y Laia desapareció de la escena con la
intención de dejarlas en la intimidad ante tal situación.
Catherine Dispenza tenía cuarenta y dos años pero habría
pasado fácilmente por alguien de una larga treintena. Media
melena morena, con una buena mata de pelo, ojos negros
profundos y largas pestañas. De aspecto muy cuidado, con unos
pantalones de corte tejano en ante marrón tostado, zapatos
planos a juego, el diseño italiano era evidente y seguramente
eran muy caros, una camisa blanca entallada, con los picos
cortos y algo levantados y un pañuelo de seda alrededor del
cuello, diseño Hermes, de los más caros que se podían encontrar
en París. Un jersey suspendido a sus hombros y delicadamente
atado justo debajo de la abertura de su camisa, con los dos o
más bien tres primeros botones abiertos que insinuaban un
pecho espléndido y generoso. Un ancho bolso, también en ante,
a juego con el resto. Catherine era de origen italiano y
aparentemente poseía una vertiente del estilo Ottelo muy
marcada. Su belleza y refinamiento eran remarcables.
Mientras Laia esperaba sentada en el borde de la enorme
bañera a que la tempestad pasara, Marion convenció a Catherine
de que tenía que irse. Explicó que Laia era un contacto para un
artículo y nada más, que su morado formaba parte de los gajes
del oficio, que se sentía alabada de que se preocupara por ella,
pero que ya era lo suficientemente mayorcita como para hacer
su vida según le pareciera. Le dijo, con ternura, que lo suyo había
acabado, que debía buscarse a alguien que le conviniera y que,
de todas formas, le aconsejaba que empezara a asumirse;
esconder su homosexualidad a estas alturas era ridículo y si por
eso perdía alguna relación que otra, pues tanto mejor, los que la
rechazaran por su vida sentimental no serían verdaderos amigos.
Le hizo beber un poco de agua y la acompañó a la puerta, no sin
antes pedirle las llaves. Catherine cedió, de todas formas tenía
otra copia. Marion cerró la puerta y respiró hondo. Al otro lado,
Kath llamó al ascensor mientras una lágrima recorría su mejilla
izquierda y una inquietante sonrisa se esbozaba en esa cara de
ángel con mirada perdida.
Laia oyó la puerta cerrarse, esperó un segundo y salió sin hacer
ruido, con ese paso felino que le caracterizaba, hacia el salón.
Observó a Marion, que se había quedado apoyada contra la
puerta de entrada con la cabeza agachada, su melena
cubriéndole el rostro. Laia se puso un mechón de pelo detrás de
la oreja y respiró profundamente con la intención de llamar la
atención de Marion, la cual, recogiéndose la melena con las
manos, se incorporó lentamente y la miró.
CAPÍTULO XI
24 de marzo — Jueves — Preámbulos

—Bueno —dijo—, supongo que nos debemos explicaciones


mutuas, porque las dos nos hemos equivocado, o al menos ésa
es la impresión que tengo.
Laia intentó balbucear algo, pero Marion continúo hablando.
—No, no digas nada. En el cuarto de baño hay toallas, sírvete y
toma una ducha, yo iré después. Creo que nos irá bien a ambas.
Te prestaré unos pantalones y una camiseta, si quieres.
Hablaremos más tarde.
Laia asintió con la cabeza y se dirigió al cuarto de baño, no sin
dirigir antes una mirada que pedía perdón a Marion por el golpe
que le había asestado.
Laia observó un instante el armario de estilo rústico que había
en el cuarto de baño, eligió una toalla azul marino de curre la pila
perfectamente alineada, la dejó sobre un banquillo de madera
maciza situado al lado de ese yacuzzi en el que cabían al menos
dos personas a sus anchas. Al abrir el grifo de agua caliente, el
tapón de la bañera se cerró automáticamente, lo que la
sorprendió. Tomó al azar un bote de sales de baño, inhaló el
perfume y vertió una ligera cantidad en el agua. Se quitó poco a
poco la ropa, primero la camiseta. Vio su reflejo en el gran espejo
que ocupaba toda una pared del cuarto de baño. Tenía una pinta
desastrosa, que no iba a conjunto con ese lugar decorado con
extremada delicadeza pero al mismo tiempo joven, confortable y
sobrio.
Metió un primer pie en el agua, que le pareció un regalo del
ciclo, después el otro y se propuso relajarse sin tardar
demasiado.
Marion se dirigió a la habitación roja, sacando de su bolso la
cámara y el carrete que todavía no estaba a acabado, lo puso a
revelar, luego pasaría a colgar las últimas fotos.
Fue a la cocina, en la que los rayos de sol primaverales se
instalaban alegremente, lo que la hizo sonreír. Se dispuso a
preparar un desayuno que las repusiera de su agotamiento tras
la agitada noche. Oía el agua salir de la ducha y estrellarse contra
el cuerpo de Laia. El paisaje del paraíso que había inventado
horas antes volvió a instalarse en su cabeza. Sacó dos enormes
tazones de uno de los inmensos armarios de la cocina, queso
fresco, varios kiwis y plátanos del frigorífico; se dispuso a trocear
la fruta para después mezclarla con el queso. Dejó que la
cafetera eléctrica hiciera su trabajo y el ronroneo de fondo que
ésta producía le resultó agradable.
Visto desde fuera, esa mañana, en ese momento y en ese piso,
daba la sensación de ser cualquier mañana en la que una pareja
se dispone a hacer una salida temprana, para ir al campo o hacer
deporte, pasar un día festivo en bicicleta o remando a lo largo
del Sena durante una buena parte del día, reunirse con amigos,
reír, ir al cine, una infinidad de cosas que compartir.
Marion se dirigió al vestidor para poder proponerle ropa de
recambio a su invitada.
Sus estilos no eran muy parecidos, la chica era mucho más
deportiva que ella, pero aun así Marion tendría algo que
ofrecerle. Eligió unos pantalones negros, con bolsillos a los lados
y en el trasero, del estilo de los que Laia llevaba, con cierres de
velero, una camiseta blanca, estrecha, de algodón y manga larga,
pues a esas horas de la mañana aún hacía fresco, unos calcetines
de deporte negros y ropa interior. Se preguntó si a la chica le
molestaría usar sus prendas íntimas, después de todo no se
conocían.
Llamó a la puerta del cuarto de baño, Laia respondió.
—Delante de la puerta tienes ropa, te la dejo sobre la
moqueta.
—Gracias, ya acabo —respondió Laia, sin saber qué añadir.

—Tómate el tiempo que quieras...

Miró las fotos, observó la de Laia en la terraza del café irlandés


esa misma noche; la chica estaba magnífica, pese a su tez pálida
y la cara de cansancio. Las puso a secar.
Marion abrió una de las puertas correderas que llevaban hacia
su gran terraza, admiró el paisaje de París despertándose
lentamente, instaló cojines de algodón de color crudo sobre dos
hamacas, de las que secó el rocío de la mañana, haciendo lo
mismo con la mesa, volvió de la cocina con los dos cuencos
llenos de ese delicioso desayuno que había preparado y los
instaló junto a dos cucharitas y dos tazas para el café sobre la
mesa, volvió a entrar para ir a buscar el azúcar y la presencia de
Laia, observándola en silencio, la sobresaltó.
La chica se había recogido el pelo con unas gafas de sol y se
puso una mecha, que se había escapado rebelde, detrás de la
oreja. Marion pensó que Laia le atraía profundamente; le dieron
ganas de besarla. Sus pantalones le venían un pelín anchos y
quedaron suspendidos a sus caderas, de ellos sobresalía una
parte de la ropa interior negra que le había prestado y se
adivinaba el ombligo con el piercing. Más valía que dejara de
hacer cuentas. La camiseta le quedaba más ajustada que a ella,
pues la chica era más ancha de hombros y seguro que le iba a dar
de sí las mangas estrechas que daban la impresión de estar a
punto de explotar bajo la presión de esos músculos fibrosos,
como a ella le gustaban, sin ser demasiado vistosos, pero
presentes. Estaba claro que salir a la terraza le había dado un
escalofrío pues era evidente que no había utilizado el sujetador
ofrecido, los calcetines tampoco.
—¿Tienes frío? —preguntó, intentando no sonreír.
—No, estoy bien —mintió Laia, que percibió la mirada
 juguetona de la chica.
—Siéntate y empieza si quieres; el café estará listo en cinco
minutos y, si no te importa, voy a ducharme,
duc harme, vuelvo enseguida.
—Te... te espero —tartamudeó Laia.

—Vale, ahora vuelvo.

Laia se acercó al muro que cercaba la terraza y miró hacia


abajo; sintió un poco de vértigo, como siempre. Luego se dio
cuenta de que la torre Eiffel no estaba lejos. Pensó una vez más
que era magnífica e impresionante. Se sentó en una de las
hamacas y decidió esperar a Marion.
Marion tomó una ducha que la dejó casi como nueva, aunque
seguía teniendo una parte de la cara entumecida. Vio su reflejo
en el espejo, se sorprendió un poco, pues esperaba que el golpe
la hubiera marcado más y de hecho ya se había deshinchado
bastante y podría contar que se quedó durmiendo al sol con la
cara vuelta hacia un lado.
Tomó en sus manos la toalla que Laia había utilizado e inspiró.
Quería quitárselo de la cabeza, pero era imposible evitar según
qué ideas, sentía cómo el estómago le jugaba malas pasadas,
sentía un cosquilleo agradable pero que resultaba un
contrasentido. Se envolvió en su albornoz blanco, que aún olía a
suavizante. Su mujer de la limpieza era perfecta, se dijo.
Desodorante y perfume antes de salir del cuarto de baño
impregnaron su piel. Se dirigió al vestidor. Desde que vio su piso
la primera vez se dijo que esa pieza, completamente iluminada,
sería un vestidor espléndido; los colores de la ropa, colgada o
doblada, daban a la pieza un aire de pequeña “boutique” de
moda al estilo parisino.
Decidió ponerse cómoda: unos pantalones grises, en tela
deportiva, rectos, sin elástico en los bajos, sin bolsillos, con una
cuerdecita al nivel de la cintura, del mismo color, que hacía el
trabajo de un verdadero cinturón, camiseta negra, ajustada con
cuello en V y mangas largas acampanadas, con la que se sentía
como un hada y calcetines grises con suela antideslizante, de los
que se agarraban bien a su parquet. Oyó que la cafetera estaba
acabando de hacer su trabajo. Volvió al cuarto de baño y recogió
su espléndida melena en un abrir y cerrar de ojos, con dos
palillos, estilo asiático.
Atravesó despacio el salón, tomándose tiempo, sin saber qué
le esperaba, meditando un poco sobre sus palabras y lo que Laia
podría decirle. Del antiguo parquet, de madera espesa y bien
tratada, pasó sus pies a la gran alfombra de color crudo y
uniforme, éstos se hundieron maravillados. Rozó con una de sus
manos el sofá en ángulo que bordeaba la alfombra se lo había
regalado su madre, iba a juego con el resto.
En pocas de trabajo se había quedado dormida sobre él y por
la mañana estaba como nueva, sin dolores de espalda ni nada
como si hubiera dormido en una cama de verdad y es que era
inmenso y muy ancho. Los muebles del salón eran de roble,
macizos, rústicos. Toda su casa daba la sensación de estar hecha
a su medida, de ser como ella, tierna pero tenaz y dura al mismo
tiempo, acogedora pero sobria.
Llegó a la cocina, apretó el botón rojo y se hizo con el mango
amarillo de la cafetera. Al acercarse a la terraza descubrió a Laia
acurrucada en la hamaca, dormida, colocada de tal manera que
la camiseta se había subido un poco y su ombligo dejaba al aire,
otra vez, ese piercing perturbador. La visión la sacudió de nuevo
y no supo qué hacer. Dejó la cafetera sobre la mesita y fue al
salón para buscar una de las mantitas a cuadros dobladas en la
esquina del sofá, cubrió suavemente a Laia, cuando la chica, de
oído fino, se despertó.
—¡Oh! Vaya, gracias. Me he dormido sin darme cuenta, se está
tan bien aquí.
—¿Quieres acostarte? Hay una habitación libre si tienes
ganas...
—No, no, perdona, es que estoy cansada, supongo que tú
también.
—Claro, no te puedes imaginar. ¿No te apetece un buen cale y
algo suave para el estómago? El mío empieza a gruñir.
—Sí, claro. Tiene súper buena pinta, ¡Hum! ¿Cocinas siempre
igual?
—¿Llamas cocinar a un desayuno? Esto son dos minutos. —
¡Oh, no! A mí me costaría al menos media hora, soy nula para
esas cosas.
—¿Te sirvo? —dijo Marión, mientras se disponía a asir la
cafetera.
—Ya te sirvo yo, tú lo has preparado todo. —Apartando
delicadamente su mano, se hizo con el aparato y sirvió ella el
café.
Marion apreció el gesto y observó que la chica se tomaba el
café sin azúcar.
Laia observó a Marion beber el primer sorbo; se dijo que era
preciosa y de tal dulzura que, en otras circunstancias, casi se
habría atrevido a besarla directamente. Ella también bebió un
poco, dejó la taza sobre la mesa y acercó el queso fresco con la
fruta y una cucharilla a Marion, quien le dio las gracias con una
magnífica sonrisa y la miró un instante a los ojos.
Laia se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Lo siento.

—¿Qué?
—Que lo lamento. El puñetazo. Me encontraba tan perdida y
angustiada... Nunca he reaccionado así, no sé lo que me ha
pasado, de verdad —y bajó la vista, Marion sostenía la mirada.
—Vale, ya está, no te preocupes, de verdad. Pero ahora, Laia, y
espero que te llames así de verdad, creo que nos debemos
explicaciones, ¿no? —Su tono, un poco autoritario, hizo que Laia
se sintiera como una niña pequeña delante de su madre.
—Sí —susurró sin más.

—Bien, adelante, a ti el honor de empezar —esbozó una


sonrisa.
—Bueno, pues siéntate bien... —y empezó a contar.
CAPÍTULO XII
24 de marzo — Jueves - La hora de la verdad

Trabajo en el Quai d’Orsay, el Ministerio de Asuntos Exteriores,


soy informática, me encanta mi trabajo, desarrollo bases de
datos para el Ministerio y también hago su mantenimiento. Esto
me da un estatus de funcionario internacional o como nos llama
la gente, “agente diplomático”, si prefiere. Los ordenadores me
vuelven loca. Tenemos en todas las plantas unas estaciones
especialmente dedicadas a Internet. De esta manera protegemos
nuestra red interna de eventuales tentaciones de intrusión, es
decir, técnicamente, ambas redes, la que se utiliza en el
Ministerio y la de Internet, están claramente diferenciadas, es
imposible conseguir, a través de la web, información sensible o
importante, bueno, cualquier tipo de información.
Marion asentía con la cabeza y la miraba atentamente.
—¿Qué edad tienes?

—Que ¿qué edad tengo? Veintinueve, ¿por qué esa pregunta,


ahora?
—Por nada en especial. Perdona, sigue, sigue.

—Pues bueno, yo tengo, todos tenemos, unos horarios


bastante flexibles, es decir, voy más tarde o más pronto
dependiendo de mi carga de trabajo, y para salir es lo mismo.
Tenemos un ordenador con acceso a Internet en nuestro
despacho, lo comparto con una compañera. Había observado
cosas raras, al principio no le hice caso, pero después el asunto
empezó a intrigarme, aunque yo me lo tomé como un juego. El
ordenador está programado para encenderse y apagarse a
ciertas horas, para poder dejarlo descansar por la noche. Yo me
encargo de ponerlo al día a menudo, es decir, vacío ficheros
temporales y otras cosas técnicas. Durante varios días tuve que
llegar muy temprano por cosas del trabajo. Una vez en mi
despacho me di cuenta de que el ordenador estaba encendido y
que había sido utilizado. El historial estaba vacío, pero me dije
que la persona no debía de conocer mucho sobre informática
cuando vi que la carpeta de los “cookies” estaba llena y...
—¿Qué son los “cookies”?

—Unos ficheros que se quedan en tu ordenador cada vez que


visitas un sitio, luego el servidor te reconoce si vuelves a visitar la
página. Se utilizan para conocer los gustos del usuario y enviarle
publicidad o cosas por el estilo.
—Vale, sigue, por favor.

Laia continuó.
—Pues, bueno, la cosa empezó a interesarme un poco más en
serio ya que sucedía a menudo y mi compañera se extrañó
cuando la puse al corriente y me confirmó lo que yo imaginaba,
que ella no era. Bueno, ya sé que no debe hacerse, igual te va a
chocar, pero instalé un programa espía en el ordenador, el cual
está, digamos, oculto de cara a cualquier utilizador que no
emplee los medios adecuados para detectarlo. No se ve en el
inicio ni figura entre los programas que funcionan si la persona
quisiera saberlo. Entonces dejé pasar unos días, a sabiendas de
que el programa espiaba tanto a mi compañera, Cristina, como a
mí misma. Unos cinco días después, estando tranquila a solas en
el despacho, decido ver qué es lo que pasa; le pido al programa
espía, el cual necesita una contraseña para entrar, el informe de
todo, absolutamente todo lo registrado. Hasta dos días después
de la instalación no veo nada raro, entre otras cosas me doy
cuenta de que mi compañera tiene, seguramente, un lío con un
tío con el que se escribe a menudo, pero bueno, no profundizo
mucho porque no quiero entrar en su vida privada y luego veo
unas visitas a unos sitios extraños, los nombres de los sitios están
en caracteres latinos claro, pero la lengua no creo que lo sea.
Entre todas esas cosas encuentro una dirección electrónica y su
contraseña.
Marion iba abriendo cada vez más los ojos, después de todo
era periodista y la curiosidad la estaba picando. Observó que Laia
era una buena narradora, precisa y concisa; asintiendo con la
cabeza la incitaba a seguir.
—Decido copiar el contenido del informe en un disquete, para
estudiarlo en casa con más tiempo, pues la gente de la limpieza
estaba a punto de llegar y no quería que me hicieran preguntas.
Voy a buscar un disquete virgen a un cajón de mi mesa y lo grabo
todo. Pero como lo que veo es superior i mis fuerzas me voy al
servidor de esa mensajería, que es de tipo “hotmail”; escribo el
nombre de usuario, la contraseña y venga, adelante.
—Vaya, perdona, creo que es mi teléfono.

Laia se levantó corriendo de la hamaca y se precipitó buscando


su pantalón. Marion se alegró de haberlo sacado del bolsillo
antes de poner la ropa en la lavadora.
—En la mesa del salón, está encima de la mesa —dijo Marion
alzando la voz y esperando impaciente a que la chica continuara
con la historia que empezaba a ponerla de los nervios.
Mientras tanto, Laia había respondido a la llamada y esta
escuchaba atenta a alguien, salió del salón con el teléfono
pegado a la oreja e iba y venía, descalza, sobre el suelo de la
terraza. Marion sirvió café para las dos de nuevo y siguió
observando a la chica.
—¿Qué? ¡No! —y seguía escuchando —. No es posible, déjame
pensar y te llamo.
—¿Qué pasa? ¿Por qué pones esa cara? —dijo Marion—.
Responde.
—El tío del coche, el que nos seguía...
—Sí, venga, dime.

—Es un terrorista. Karim Hassan Moulem, o algo así. Manu y


los policías franceses han pasado el peine al coche, que se había
estrellado contra otro que estaba aparcado unos dos
quilómetros más allá de donde diste el volantazo. Sólo han
tomado las huellas y han conseguido la descripción del tipo, pero
no poseen fotografías ni datos sobre la edad o así.
—No es posible, pero ¿qué me estás diciendo?

—Sí. Está buscado en todo el mundo, pero desde hacía años no


se sabía nada de él. Es un integrista argelino, que se ha
entrenado en campos afganos. Te lo juro, parece mentira, casi no no
me lo creo. La policía de toda Francia está más alerta que nunca,
los hemos, los he puesto a todos en pie de guerra. Es increíble.
—Dios mío. Seguro que se está tramando algo contra la
reunión del G7. —Puso su mano encima del hombro de Laia—.
Escucha, Laia, no querían matar al chico del parque; la bala era
para ti.
Laia se puso una mecha detrás de la oreja y toqueteó nerviosa
las gafas que le sujetaban el pelo, respiró hondo y se sentó. Unas
lágrimas enormes rodaron por sus mejillas, bajó la cabeza y las
gafas se le cayeron en el regazo. Marion la cogió en sus brazos,
perdida, sin saber aún qué hacer. La besó en la mejilla. Laia la
apretó contra sí.
Marion volvió a sentirse perturbada por el gesto pero decidió
no actuar.
—Tienes que contarme la continuación de tu historia, seguro
que tiene algo que ver. Siempre hay una pista en los detalles,
intenta acordarte de todo, por favor.
—De acuerdo —suspiró Laia, secándose las lágrimas con el
revés de la mano y llenando sus pulmones de aire —. Allá voy.
—Bueno, pues eso, escribo el nombre del usuario y la
contraseña, voy a parar a la bandeja de entrada, donde había lo
que creo que era publicidad y cosas de ésas y de repente se abre
una ventanita, alguien relacionado con la persona de la
mensajería se acababa de conectar. Yo quise salir rápidamente
para que nadie se diese cuenta de la intrusión y entonces
aparece el mensa je de la otra persona: “¿Qué tal?”, sabía que
tenía que responder, así que digo que estoy bien y le pregunto
“¿y tú?”, a continuación me dicen “todo listo para la fecha,
esperamos tus papeles”. “¿Cuáles?”, respondo, tomo aire y
espero unos cinco segundos, entonces en la pantalla aparece “los
de entrada, ¿es que no estaban listos?, ¿ya han salido, no?” En
esos momentos empecé a sentirme mal, muy desorientada,
“claro, claro, no hay problema”, se despiden con un “OK, adiós,
IA”. Y ya  está. Salí de allí echando chispas, con el disquete,
cruzándome con los de mantenimiento, que debieron
preguntarse qué hacía allí a esa hora. Eso es todo, al día
siguiente empecé a recibir mensajes de texto en mi móvil, al
principio no hice mucho caso, pensaba que sería un bromista o
bien un tarado o algo así, luego empecé a sentirme acosada,
cada vez más, pues me di cuenta de que todo había empezado
poco tiempo después del día del correo electrónico y para
acabar, la historia del chico del parque, creo que ese día tú
estabas allí también. ¿Me equivoco?
CAPÍTULO XIII
¿Quién es Karim?

Karim Hassan Moulem odiaba todo aquello que era americano


u occidental; no podía soportar más tiempo vivir en Francia. En
esos edificios devastados que los franceses habían construido
para el momento en que su pueblo llegó, huyendo de la miseria
de su país, la que los mismos franceses habían creado,
expropiándolos de sus riquezas, mirándolos como a esclavos,
apoyados por la fuerza que les prometía su posición de
colonizadores.
Su madre, Farida Hassana, había intentado siempre criarles en
la paz, alejarlos del medio social que les rodeaba. Para ella, esa
ciudad no era Argel, pero al menos no pasaban hambre, decía a
menudo. ¿Hambre? Pero ¿por qué pasabais hambre? Porque
ellos acabaron con todo, porque no respetan nada, nos
torturaron, explotaron y mataron.
Incluso algunos reconocen las atrocidades que cometieron.
Hace poco un periódico publicó la confesión de un soldado
francés, todavía traumatizado por lo que había visto: bebés
crucificados en las puertas de las casas de nuestras aldeas. No,
yo no digo que todos sean malos —repetía Karim sin cese a su
familia—, pero su sociedad está enferma, quieren acabar con
nosotros e imponernos su imperio. Su Dios no es el nuestro, sus
mujeres no son mujeres sino casi prostitutas y ellos están tan
hartos del vicio que ya no sienten nada al mirarlas. Por eso Farida
debe salir de aquí lo antes posible y casarse con un hombre que
la quiera en Argelia. ¿Para qué le van a servir tantos estudios?
Con un hombre en la casa mi hermana no necesitaría tanto libro.
Su padre lo miraba callado en situaciones como ésa y negaba
con la cabeza. Sabía que Karim tenía razón en algunas cosas pero
no en todas. Aquello no era bueno, para ninguno de ellos. ¿De
dónde le venía tanto odio? Su hijo no había vivido la guerra, sólo
había pasado vacaciones en Argelia y, después de todo, aquí
estaba mejor. Debía ser la juventud, pensaba. Esperaba que
sentara cabeza pronto, porque transmitía el mismo
resentimiento a sus hermanos. Karim era el mediano de sus tres
hijos varones, el primero en venir al mundo fue Mohammed,
luego Karim y después les siguieron Kamel y Farida, la chica, que
era la más pequeña.
Mohammed Hassan padre murió un día de invierno; su mujer
se lo encontró, ya frío, al levantarse por la mañana. Se fue sin
pena ni gloria. Sus vecinos hablan de él como de alguien
entrañable y tranquilo. Los que fueron sus patrones, a los cuales
mostró siempre una gran sumisión, lo reconocen como un
trabajador incomparable.
Pero Mohammed Hassan no se fue solo, con él partió el sutil
hilo que mantenía en equilibrio a toda la familia. A partir de ese
momento Karim tomó las riendas, mientras Mohammed, sumido
en la tristeza por la pérdida de su padre y sin fuerzas, le cedía el
puesto sin rencor. Farida, acostumbrada a que fuese un hombre
quien mandara en la casa, no vio ningún inconveniente. Ella
hubiese preferido a su hijo primero, más tranquilo y sereno, pero
si los hombres habían decidido así, así sería. Los dos hermanos
pequeños no tuvieron ni voz ni voto, aunque Kamel se
enorgulleció: siempre había preferido a Karim. Mohammed era
un endeble. Farida supo que todo había acabado para ella, todas
sus aspiraciones se fueron al garete en poco tiempo.
Así fue, la policía francesa busca aún a la pequeña Farida
Hassana, estudiante brillante, desaparecida el día antes de pasar
sus exámenes de selectividad. La chica quería estudiar filosofía,
llegar a dar clases en la universidad era su sueño, quería dar otra
versión del Corán al mundo, quería que éste cambiara, pensaba
que podía hacerlo.
El Corán no predicaba lo que decían los integristas, el Corán se
reflejaba en la pequeña foto de su padre que llevaba colgada al
cuello, y era amor y no odio. El Corán no era su hermano Karim,
que justo antes de que la muchacha cumpliera dieciocho años le
había arreglado una boda con un primo lejano. Llevó a toda la
familia hasta el lugar de la boda, un pequeño pueblo de los
alrededores de Argel, y allí, vestido con ropa cara y lleno de oro,
reemplazó a su padre entregando a su hermana a aquel
cuarentón que la chica casi no conocía. Farida descubrió el rostro
del que iba a ser su marido a través de un velo azulado. Karim
pavoneó toda la noche aunque en Argelia no los consideraban
del todo como argelinos de verdad; todos quedaron
deslumbrados por el coche, el oro o las zapatillas deportivas que
venían del continente europeo.
Farida madre empezó a apagarse el día en que volvió a
Francia; le rompió el corazón la mirada de su hija cuando se
fueron. Se decía que para ella todo había pasado de la misma
manera y que acabó enamorándose de su hombre como
sucedería con su hija, pero en el fondo no lo creía.
c reía.
Dos años transcurrieron, las noticias de la joven Farida eran
cada vez más escasas y Karim no quería que su madre se metiera
en las cosas de la pareja, para eso estaba su cuñado. Mientras
tanto inculcó a su hermano pequeño, Kamel, la lectura del Corán.
Iban y venían de las mezquitas, traficaban con cannabis en su
barrio, odiaban a la policía, apedreaban a los bomberos cuando
acudían a extinguir el fuego de los coches que ellos mismos
incendiaban para llamar su atención. Karim se convirtió en uno
de los principales traficantes de la zona. Un verano pagó el viaje
a su madre y a la larva de su hermano mayor, para que fueran a
ver los dos varones que su hermana Farida había engendrado
mientras tanto. Aprovechó la ocasión para visitar La Meca con
Kamel. El chico se había convertido en algo más que su hermano;
se volvió su alumno, su hijo, su seguidor sumiso. La relación
crecía cada día, extraña pero ferviente.
CAPÍTULO XIV
El nacimiento del odio

Ese 5 de diciembre fue frío pero radiante. El Ramadán había


acabado y eso había que festejarlo. Llevaban muchos días sin
alcohol y mujeres. La celebración se hacía a lo grande, en el
barrio y allí donde hubiera una comunidad musulmana. Los
ancianos sacaban a la calle las deliciosas galletitas que las
mujeres habían preparado durante días y las ofrecían por
doquier, a musulmanes o no, ese día todos eran hermanos.
Aunque, evidentemente, no todo el mundo lo celebraba igual.
Karim dio el visto bueno para que Kamel fuera a divertirse con
sus amigos. Kamel se reunió con la banda de siempre, los de su
edad. Era todo un personaje en el lugar porque como era el
hermano de Karim todos lo respetaban y escuchaban. En la
plazoleta del barrio, ya a oscuras, mostró fanfarrón medio kilo de
cannabis, los invitaba a todos. El mundo giraba a su alrededor.
Decidieron que se volverían a encontrar una hora más tarde,
cuando la noche hubiera caído, cada uno debería aportar
bebidas, algo para picar y mucho tabaco. Al cabo de una hora,
cada uno había cumplido con lo dicho, el reparto se hizo y
empezaron con los primeros petardos, las risas subieron de tono
y las voces también. Hicieron lo de siempre, el respeto a los
demás ya se había perdido desde hacía tiempo, así que iban a
seguir. Se disiparon en la noche formando pequeños grupos de
dos o tres personas, dispuestos a abrir algunos coches de la zona
e instalarse en ellos para abrigarse del frío. Kamel partió con
Nager, un amigo de infancia.
La sociedad les criticaba, pero a ellos todo les daba igual y ese
día aún más, su único deseo era sentirse fuertes, llenos de
energía y todopoderosos. Lo que no comprendían es que esos
coches que iban a destrozar mientras bebían, se drogaban y
escuchaban la música a todo trapo, proveniente de uno de esos
aparatos enormes que llevan lector de discos compactos entre
otras cosas, pertenecían a gente que provenía de su mismo
medio social y a los cuales les había costado mucho pagarlos. La
gente ya estaba harta de tanto destrozo y de la agresión
desproporcionada que sufrían cada día en sus carnes.
Debían respeto a sus mayores, pero también lo habían perdido
y éstos últimos se avergonzaban cada vez de esa generación
incontrolable, todavía no se explicaban cómo habían degenerado
hasta ese punto.
Yves Mazet estaba nervioso, pues ésa iba a ser una noche dura
y era la primera que iba a afrontar. Se sentía mejor al saber que
su compañero era un veterano de la policía y que sabía bien lo
que hacía. Yves había salido de la escuela de policía hacía sólo
tres meses, todavía llevaba los galones verdes en sus hombros.
La patrulla daba vueltas alrededor de ese barrio conflictivo tan
conocido, pero sin acercase demasiado, pues ya les habían dado
las consignas: tenían que tener cuidado, cualquier gesto sería
tomado como una provocación.
Los amigos de Kamel ya habían empezado a hacer fogatas aquí
y allá, con palos, madera de los bancos públicos, basura, todo lo
que encontraban. Kamel y su amigo estaban bien instalados en
un coche que habían forzado con una barra metálica, la
conversación era delirante, se sentían orgullosos de sus orígenes
y así lo gritaban, reían, bebían. La gente de los alrededores no se
atrevía a salir a los balcones, la más mínima tentativa de
represión, incluso verbal, sería como ponerse una estrella
amarilla en medio de la Alemania de los años 40. Alguien llamó a
la policía sin asomarse al balcón.
El compañero de Yves le dijo que esta vez iba en serio y que les
tocaba ir, pues eran la patrulla más cercana. El chico tembló un
poco, diciéndose al mismo tiempo que él era un representante
de la ley, que estaba armado y que no tenía por qué tener miedo
de nada. La patrulla dejó el coche aparcado en la plazoleta con la
sirena dando vueltas y despertando a medio barrio. Era la
manera de dispersar a la gente sin tener que afrontarla y que la
cosa acabara mal. Algunos chicos salieron corriendo, lanzándoles
todo tipo de objetos, pero acabaron yéndose.
Antes de volver al coche, tras la dispersión, se dieron la vuelta.
Una música, a un volumen atroz, provenía de uno de los coches
aparcados no muy lejos. Yves siguió atento los signos que su
compañero le hacía. Se aproximaron sigilosamente en medio de
la noche; los dos policías desenfundaron sus armas, cogiéndolas
con las dos manos y con el cañón hacia el suelo. Alain Martin,
lugarteniente, hizo un signo a Yves, el chico debía aproximarse al
coche por el lado del acompañante, pues, aparentemente, sólo
había un individuo, sentado en la parte del conductor. El coche
estaba siendo robado o destrozado, concluyó Alain, pues divisó
la puerta del conductor doblada en dos. Kamel no encontraba el
resto del “chocolate”. Llevaba tal cuelgue que se le había caído a
los pies y no llegaba a atraparlo.
—¡Policía! —gritó Alain apuntando al individuo que,
sorprendido, se agarró al volante.
En ese momento Kamel se dio cuenta de lo que pasaba y se
incorporó bruscamente.
Yves disparó a bocajarro. El hijo de Mohammed Hassan,
hermano de Karim, murió en el acto.
El acontecimiento se pasó en todas las cadenas de televisión
del país. Se hablaba de error policial, de pura aplicación de la ley.
Se le dieron mil vueltas al asunto. Se crearon debates en todos
los medios sociales; algunos decían que se lo tenían merecido,
otros que eso era un asesinato y abuso por parte de los servicios
de policía.
Yves todavía espera el día de su juicio.
CAPÍTULO XV
El odio adulto

Karim volvió al pueblo de su padre, dejando desamparada a su


madre, que sabía que había perdido a dos hijos el mismo día. El
hermano mayor intentó retenerlo, pero la ira de Karim era tan
grande que alejarse era mejor que quedarse en el barrio. En
Argelia se acercó peligrosamente a círculos radicales, integristas
arraigados, anti-occidentales.
Decidió ir más lejos; un día llegó a Kabul dispuesto a
prepararse para una Guerra Santa, su causa y la de los
fundamentalistas se fundieron para siempre sin retorno.
Luchó varios meses en algunos frentes, como Chechenia o
Palestina, se volvió un asesino a sangre fría. Había que acabar
con los infieles, él estaba dispuesto a ser un mártir si hacía falta,
el día que Dios se lo pidiese daría su vida por él y por su pueblo.
Se cultivó mucho, con treinta años conocía el Corán de memoria,
rezaba varias veces al día, hablaba perfectamente inglés y sus
conocimientos geopolíticos eran admirables. Se volvió
calculador, sabía comportarse cuando hacía falta y dar una
palabra agradable en el momento apropiado. Lo enviaron a
Europa, formando parte de una célula durmiente, a la espera de
órdenes para pasar a la acción. Sus componentes estaban
dispersos por todos los países del mundo, todos con tapaderas
tan verídicas como la suya. Con un solo mensaje o una llamada
anodinos serían capaces de reagruparse. Cada uno tenía una
pieza del rompecabezas; una vez juntos sabrían qué tendrían que
hacer y cada pieza aportaría una parte de los medios para crear
un gran artefacto explosivo o lo que hiciera falta.
Karim sintió su comunión con Dios el 11 de septiembre de
2000, cuando sus compañeros espirituales, de los que conocía a
algunos por haber estado en el frente con ellos, perpetraron los
atentados terroristas contra los Estados Unidos. Sabía que algún
día llegaría su momento, el momento de entregarse; luego iría al
paraíso, donde cuarenta y dos vírgenes le esperaban. Los
servicios secretos rusos habían logrado identificarlo, pero no
atraparlo, y habían dado la señal de alarma al mundo entero.
Estaba en los ficheros de la policía de todo el globo, pero como
él había miles en los cuatro rincones del planeta.
Puesto que Karim ya había vivido en Francia y hablaba
perfectamente la lengua; allí le enviaron, con los recursos
necesarios para vivir sin trabajar, pero tenía que buscarse una
buena tapadera. De esa manera llegó con los papeles en regla al
Hexágono6. Cuando sus cómplices le preguntaron cómo quería
llamarse, no lo dudó un momento: Kamel —respondió—, el
apellido poco importa.
Y se instaló en la periferia norte de París bajo el nombre de
Kamel Mebarki, en un departamento al norte de la capital, el
Seine-Saint-Denis. Estaba seguro de que en la Courneuve pasaría
desapercibido; era una zona de inmigrantes por la que la policía
pasaba raramente. Se buscó un piso pequeño, en un inmueble
insalubre, con pintadas en la fachada y en la escalera, un
ascensor viejo que se estropeaba dos veces por semana, los
buzones arrancados o colgando de la pared que nadie arreglaba,
sus habitantes temerosos de salir al anochecer.
Lo que más le gustó fue disponer de un cuartillo trastero que
estaba en los sótanos del bloque de pisos. En Francia era
bastante habitual, casi todos los pisos poseían uno, en el que los
habitantes arrinconaban objetos viejos o que no utilizaban.
Karim lo bautizó “la trastienda”, era el lugar ideal para preparar
papeles falsos, preparar explosivos o, incluso, esconder a un
compañero si lo necesitaba. No limpió la puerta del pequeño
antro de diez metros cuadrados, pero eso fue lo único que no
limpió porque por dentro lo dejó impecable. Se las apañó para
bajar cuando no había ningún vecino, lo pintó y le puso
estanterías, una mesa con cajones, donde guardaba
cuidadosamente pasaportes y otros documentos de identidad
con varios nombres, herramientas, baterías, cinta aislante,
gasolina y pequeñas armas blancas con las que pudo hacerse,
aunque siempre con cuidado: si era atrapado los papeles no
debían denunciar a sus cómplices y el resto no tendría suficiente
interés para que un cargo delante de la justicia fuera muy
pesado, como mucho un mes durmiendo en la cárcel es todo lo
que podría caerle. Fue equipando la trastienda poco a poco y con
mucho miramiento. Incluso para él resultaba peligroso ir hasta
allí. El lugar siempre estaba a oscuras y bandas de jóvenes
merodeaban.
Aunque era un magnífico soldado, no tenía ganas de
enfrentarse a nadie para no llamar la atención.
Los vecinos más mayores lo admiraban. Karim había llegado
directamente desde Argelia y se había instalado humildemente
entre ellos; nunca buscaba pelea, siempre iba limpio y arreglado,
tenía buenos modales para su edad y los saludaba al cruzarse
con ellos. Karim buscó trabajo rápidamente. Al cabo de poco
tiempo encontró un puesto en una empresa de limpieza que se
ocupaba del mantenimiento de varios sitios importantes. Sus
vecinos no dudaron nunca que para Karim encontrar ese trabajo
fue todo un éxito. Había aplicado al pie de la letra todo lo que le
habían enseñado: debía mostrarse obediente, incluso sumiso al
pedir trabajo y esa era la mejor manera de entrar en un lugar
estratégico sin diplomas y sin necesidad de mostrar demasiados
papeles. Las empresas de trabajo temporal no se ocupaban
mucho de verificar los datos, sólo de que los papeles estuvieran
en regla y punto. De esa manera logró trabajar en el Ministerio
de Asuntos Exteriores, situado en París, en el Quai 7 d’Orsay.
Karim o Kamel, como se llamaba en la actualidad, tenía de vez
en cuando relaciones sexuales con chicas a las que lograba
seducir con bastante facilidad. Se había convertido en un
hombre físicamente atractivo y sus maneras encantaban a las
mujeres. No quería mujeres fáciles, las consideraba en su fuero
interno como prostitutas una vez que se había acostado con
ellas. El hecho de ir a correr al parque, al lado del trabajo, le
había valido varios ligues, pero ninguno como el de la periodista
que conoció aquel mes de febrero.
Era una mujer con clase, insatisfecha de los hombres que hasta
ese momento había encontrado, a la que le volvió loca aquel
magrebí encantador y amante apasionado.
Poco a poco Kamel la hizo entrar en su mundo, lentamente le
mostró el Islam, la convenció de que no debía tener miedo, no
todos eran iguales, no todos eran como los terroristas de los que
hablaban en la televisión. Si quería plantearse algo serio y con
futuro a su lado, la mujer tendría que convertirse a su religión y
Kamel supo que lo conseguiría. Era su reto, convertir a una
europea era signo de dominación y potencia. La paseaba con
orgullo por ciertos barrios de la ciudad, como diciendo a los
pasantes que allí estaba él, inmigrante pero capaz de hacerse
con una de las mujeres del país, y no con una cualquiera, sino
con una que tenía una buena posición social y estudios. Había
convencido a la chica de que no hablara de su relación
sentimental en el trabajo, argumentándole que hasta que la cosa
no fuera a más y ella no se convirtiera, nadie los comprendería.
Hasta los amigos de Kamel podrían reprocharle tal situación. La
mujer así lo hizo, molesta pero obediente, más bien loca de
amor, estaba dispuesta a aceptar lo que fuera para guardar junto
a ella a ese hombre fabuloso. Incluso si los medios eran extraños,
el fin era lo que contaba.
Kamel ya había recibido la señal, tuvo que arreglárselas para
enviar visados en un periodo corto de tiempo para compañeros
que vendrían de Argelia. Recibió en su casa las fotos, las
fotocopias de los pasaportes falsos, justificativos de la situación
profesional. Preparó una atestación de albergue para poder
acogerlos a la que adjuntó su certificado de residencia; le
enviaron los justificantes que demostraban que los viajeros
tenían dinero para subsistir en Francia durante ese corto
periodo, fotocopias de las cuentas bancarias y las tarjetas de
crédito, y se ocupó de prepararles contratos en una mutua
médica que les cubriría en caso de necesidad de tratamiento por
enfermedad, operación u otros, lodo recibido con pequeños días
de intervalo. Cada vez que se hacía con algo tenía que confirmar
por correo electrónico su llegada y que estaban en lugar seguro.
De esta manera nadie podría hacerse con el conjunto de
documentos ni sospechar lo que se planeaba.
Los trataban peor que a perros, pensó Kamel, pero el esfuerzo
valía la pena, iban a pagar por todo eso y más.
El único problema era esa niñata listilla que había jugado con
fuego e iba a quemarse de un momento a otro.

6. Así llaman los franceses


f ranceses a su país.

7. Los franceses llaman “Quai” a las avenidas que bordean los ríos y  los andenes.
CAPÍTULO XVI
La sorpresa

Kamel recibió un día una llamada en la que le preguntaban el


porqué de aquella incoherencia el día anterior. Querían saber si
todo iba bien. Se preguntó a qué hacían referencia y los dejó
hablar, con inteligencia. La pregunta era por qué en la última
conexión había preguntado cuáles eran los papeles que tenía que
enviar si llegaron a Argel la tarde misma. Kamel salió del paso, les
dijo que pensaba que quizá necesitaran otros. La conversación
acabó ahí sin más. Su respuesta fue aceptada sin más preguntas
y todos concluyeron que la cosa estaba lista y que lo harían como
se había previsto.
Kamel colgó y llenó sus pulmones de aire; las ideas se
atropellaban en su cerebro, quién había osado entrar en su
mensajería, que él había utilizado con tanta precaución.
Quienquiera que fuese la persona que había hecho esa locura
debía ser eliminado rápidamente para no poner en peligro toda
la operación, ya que alguien estaba al corriente, al menos de los
visados, sin saber si sabía algo más preciso o no.
Intentó analizar metódicamente, paso a paso. Sólo había
utilizado los ordenadores del Ministerio, únicamente los de la
primera planta, pues su equipo de limpieza sólo tenía acceso a
ese piso, en el que había al menos quince ordenadores con
conexiones fijas a Internet. Pero él sólo había utilizado tres de
ellos, pues sus situaciones geográficas le permitían controlar la
entrada o salida del personal y estar en alerta para que nadie se
diera cuenta de que los utilizaba. El primero de ellos estaba fuera
de funcionamiento el día en que la conversación con sus
compañeros tuvo lugar porque estaban remodelando el
despacho desde hacía tres días. Los otros dos estaban en los
despachos cercanos al ascensor, uno en el despacho de un
subdirector que llevaba un mes de viaje, el otro en el de Laia y
Christine.
Una imagen le bombardeó la cabeza como si le hubieran dado
un mazazo en la frente: Laia. Laia saliendo tarde ese día del
trabajo, Laia con un saludo rápido y nervioso, alejándose
rápidamente del lugar. Laia era informática y muy perspicaz,
Christine no hubiera sido capaz de hacer algo así. Pero, cómo lo
había sabido, cómo se había dado cuenta, qué era lo que sabía,
¿lo de los visados o el resto? Si sólo estaba al corriente de los
visados no resultaba muy peligroso analizándolo bien. Después
de todo, sus compañeros no habían mandado demasiada
información, como tenían por costumbre y porque seguían un
buen procedimiento, pero le inquietaba. Laia era curiosa y tenía
una mirada inteligente. Kamel sabía que una de las primeras
consignas era no dejar nada al azar, no dejar ni un cabo suelto,
por muy insignificante que pareciese. Las apariencias engañan.
.Se dispuso a saber lo que la muchacha sabía y, de todas
maneras, tenía que acabar con esa pequeña sanguijuela que se
había entrometido en sus asuntos.
Sólo le llevaba un día de avance.
Llamó a la empresa; dijo que ese día tenía una visita con el
médico por la tarde, obligada, pues no había podido escoger la
hora. Él hubiese querido que fuese después del trabajo, pero la
agenda del médico estaba llena y debía ir por la tarde. La
empresa le dio el visto bueno, podrían cambiarle la tarde de
trabajo por la mañana y enviarían por la tarde a uno de sus
colegas, siempre dispuesto a hacer horas. Bien. Kamel no quería
encontrarse con Laia, quería ver por su lado hasta dónde había
llegado la chica.
Llegó a las 8.30 horas de la mañana al Quai d’Orsay, donde su
cambio ya estaba previsto y le dieron acceso sin problemas. Hizo
su trabajo poco a poco, una idea le vendría a la cabeza. Los de
seguridad se paseaban por todos los pisos cansados de la noche
de trabajo pero contentos pues pronto iban a hacer el cambio de
guardia. Entró en el despacho de Laia, vacío a esas horas; sólo
tenía unos veinte minutos escasos hasta que el personal
empezase a llegar. Abrió el explorador de Internet, hizo vaivenes
con el ratón en la pantalla, hasta que le vino la idea: clic en
“Inicio” y luego en “Documentos recientes”. Bingo. Había un
icono particular en la lista de los últimos documentos abiertos, lo
habían llamado “Mensajes”. Hizo clic, el ordenador buscó la
información en el lector de disquetes, el ruido de la máquina
buscando sin cese lo puso furioso. Habían hecho una copia,
seguramente de los mensajes recibidos en su buzón electrónico,
quizás de toda la mensajería. Todo estaba en juego, si la chica
había leído los mensajes se habría percatado de que algo raro se
tramaba e iba a advertir rápidamente a la policía o a algún cargo
conocido del Ministerio que se encargaría rápidamente del
asunto.
La cosa cada vez estaba más clara, era Laia la culpable.
Christine no habría llamado “Mensajes” al fichero, pues era de
origen español, pero no era española, su lengua materna era el
francés y en un momento de precipitación no lo habría escrito en
español.
Además era Laia la que salía tarde ese día del despacho.
Maldita puta, iba a acabar con ella y encima pensaba ensañarse,
para finalizar la historia de una vez por todas. Nadie pondría en
duda la reputación de Kamel en su red terrorista y menos a causa
ca usa
de una zorra occidental.
Habían transcurrido diez minutos, ya sólo le quedaban otros
diez. Cerró el explorador y dejó el ordenador en las mismas
condiciones que lo encontró, se levantó furioso de la silla pero
con un gesto controlado giró el respaldo para dejarla en su
posición original, es decir, de cara al ordenador. Se acercó a la
mesa de Laia, examinó su superficie, observó su ordenador, tiró
de los cajones de su mesa pero todos estaban cerrados con llave,
se precipitó a su armario, una de las puertas estaba cerrada, la
otra no. No encontró nada interesante en él, algunos libros de
informática y recortes de periódico, todo organizado de manera
caótica. Si él fuese su marido le iba a enseñar cómo tenía que
ordenar las cosas.
—Oyó unos pasos, seguramente del guardián que se disponía a
echar un ojo en ese despacho; sacó las llaves de su casa del
bolsillo y se agachó delante de la silla de Laia.
—Buenos días —dijo el guarda, con cara de sueño, pero
preguntándose qué hacia el hombre en tal posición.
—Buenos días —respondió Kamel —, acabo de encontrar unas
llaves debajo de la mesa de Laia, no son de un vehículo, deben
de ser de un piso, igual las está buscando, ¿no sabe a qué hora se
fue ayer? O ¿a qué hora empieza hoy? Porque perder las llaves
de casa es una de las cosas que volvería loco a cualquiera. ¿No
hay manera de advertirla? —añadió con cara de preocupación.
El guarda dudó un momento, le quedaban algunos minutos
para acabar su servicio y ahora se presentaba un problema, pero
bueno, no era demasiado complicado de resolver.
—Sí, espere, voy a llamar al Centro de Seguridad.

Así lo hizo; llamó desde su walky-talky y pidió el teléfono de


Laia. Pasaron unos segundos, su compañero se lo transmitió.
Kamel intentó memorizarlo mientras el guarda lo componía en el
teléfono fijo del despacho de Laia. Iba muy rápido. El guarda
esperó que alguien descolgara el teléfono, pero el contestador se
puso en marcha, el hombre dejó un mensaje diciendo que habían
encontrado unas llaves en su despacho y querían saber si eran
las suyas por si las estuviera buscando.
—Bueno, no puedo hacer nada más. Démelas y las dejaré a la
entrada, cuando llegue Laia le preguntarán si son las suyas.
Kamel tenía que reaccionar y rápido. Miró las llaves que tenía
en su mano.
—¡Oh, vaya! Lo siento, pero cómo estoy, no son las de Laia, de
hecho he cambiado de turno y me han dado las de la otra
entrada a este piso, ahora que me fijo veo el plástico verde que
indica que son llaves de la empresa, se me han caído a mí, qué
torpe...
El guarda, un poco sorprendido pero con ganas de irse, asintió
con un esbozo de bostezo.
—Bueno, no hay problema, pero la próxima vez intente
asegurarse antes de que tengamos que molestar al personal,
menos mal que no estaba en casa y no la hemos despertado.
—Lo siento mucho, de verdad, no volverá a pasar.

El guarda asintió y se fue diciéndole que le dejaba trabajar y


que él se iba a casa a dormir. Kamel lo despidió con una sonrisa
sumisa y cortés. El personal del Ministerio empezaba a llegar,
Kamel los vio entrar por la ventana que daba al patio.
Saltó sobre el teléfono y le dio a la tecla “Bis”, que volvería a
llamar al último número mareado, se hizo con un papelito
amarillo y un bolígrafo de la mesa de Laia, el número apareció en
la pantallita digital del teléfono. Kamel tomó nota rápidamente y
colgó antes de que alguien respondiera. Dejó el bolígrafo en su
sitio y el bloc de papel en su preciso lugar de origen. Al observar
el número, ya en sus manos, se dio cuenta de que era el de un
teléfono móvil, así que no conseguiría saber dónde vivía la chica
utilizando el listín invertido, que da la oportunidad de saber el
nombre y la dirección de la persona buscando el número.
Pero bueno, ya era algo. La acosaría al máximo para
desestabilizarla y ponerla nerviosa. Era una maniobra de
distracción. Teniendo algo que le inquietase en la cabeza, la chica
tardaría más tiempo en ocuparse del disquete, dándole tiempo a
él mismo de encontrarla y neutralizarla.
CAPÍTULO XVII
22 de marzo — Jaque

Empezó unas horas después a enviarle mensajes escritos


perturbadores, quería que el nivel de angustia de la chica
aumentara cada vez más, poco a poco, pero de manera
constante. Cada día le enviaba uno o dos, escondiendo su propio
número. Había intentado conseguir su dirección gracias a su
nombre y apellidos, pero no había nada que hacer. La muchacha
estaba en lista roja, que es igual que decir que sólo la policía
podía obtener su número de teléfono y su domicilio.
Seguirla no era fácil, pues los horarios de Laia eran cada vez
más aleatorios. Kamel estaba casi seguro de que la chica lo hacía
expresamente, para evitar que la siguieran o controlaran. Cada
vez que Laia había salido del trabajo y Kamel había intentado
seguirla, le había resultado imposible llegar hasta el final, porque
cuando ésta salía en coche, lo hacía desde el interior del edificio,
desde el apareamiento reservado para los empleados del
Ministerio, así que Kamel no tenía tiempo de coger su moto que
estaba aparcada mucho más lejos, y seguirla. Sólo podría hacerlo
cuando la muchacha saliera a pie y él pudiera dejar el trabajo sin
levantar sospechas, adelantando el final de su jornada como
mucho unos minutos. Para más inri la muchacha le conocía, así
que debía hacerlo a una cierta distancia para que no se diera
cuenta.
Pasadas 24 horas de acoso y viendo que la chica estaba cada
vez más nerviosa y cambiaba sus costumbres horarias e
itinerarios sin cese, pensó que debía tomar medidas más
eficaces. Lo importante era coger el toro por los cuernos y
eliminarla lo antes posible; estaba determinado a hacerlo ese
mismo día. Disimuló en su mochila una carabina desmontada.
Laia saldría de un momento a otro del trabajo y Kamel se dispuso
a deambular por el parque esperando a ver qué iba a hacer la
chica. La acechaba en la entrada que daba al Ministerio, detrás
de la parada de autobús. Laia salió a pie una hora más tarde
precipitándose en su dirección, Kamel la evitó escondiéndose
disimuladamente detrás de un árbol, la siguió con la mirada y
cuando estaba a una distancia prudente la siguió. Pasados unos
diez minutos la chica se sentó en un banco del parque.
Kamel pensaba que no le había visto, pero no estaba seguro
porque la muchacha llevaba puestas unas gafas de sol muy
oscuras, aunque nunca habían estado de frente, así que las
posibilidades de que le detectara eran ridículas. Se dispuso a
caminar hacia el otro lado de los enormes jardines, hacia la orilla
opuesta del lago, justo enfrente del lugar que Laia había elegido
para sentarse.
Se cruzó con gente patinando, corriendo o en bicicleta. El día
era agradable, la gente había salido para pasarlo fuera,
aprovechando el sol y el buen tiempo, lo que complicaba un
poco las cosas porque no quería ser visto. Se dispuso a buscar un
sitio desde el cual pudiera montar el arma tranquilamente,
disparar y salir corriendo del lugar. Ya tenía una idea, ahora iba a
inspeccionar el sitio con atención pero rápidamente. El
invernadero era ideal, justo frente a Laia. Estaba cerrado, pero si
lograba entrar, abrir una de las miles de ventanitas opacas de
vidrio que lo componían y encontrar un buen ángulo sería pan
comido.
Sonrió a varios niños que jugaban al balón a unos veinticinco
metros del lugar elegido, miró a derecha e izquierda, nadie lo
observaba, cogió una piedra del suelo y, sin llamar la atención,
de un golpe limpio y seco hizo saltar el frágil candado que
cerraba el invernadero. Se deslizó al interior y cerró la puerta
suavemente. Se instaló en la esquina que calculaba que caía más
o menos frente a Laia. Montó meticulosamente la carabina, con
la agilidad de un experto, introdujo la bala, larga y puntiaguda,
colocó el objetivo telescópico en su sitio. Quitó la seguridad del
arma, la dejó un instante en el suelo. Kamel empezó a sudar pero
no sentía nada más: en esos momentos era un cazador que tenía
que abatir a su presa, ni más ni menos. Abrió alguna de las
ventanitas, una detrás de otra, hasta que encontró la que le daba
el ángulo perfecto. Laia seguía sentada. Kamel de pie, adquirió la
posición de un tirador experimentado, buscó detenidamente de
derecha a izquierda y de arriba abajo hasta que situó a Laia en el
centro de su objetivo. Se dispuso a disparar. De repente un
obstáculo. Un tío acababa de sentarse al lado de su diana. Esperó
un instante, no importaba, sabía que apuntaba bien, rodeó de
nuevo la cabeza de Laia con los círculos concéntricos del
teleobjetivo. Jaque mate, pensó, y tiró del gatillo. En el preciso
instante en que lo hacía vio a la chica moverse y al hombre
bascular hacia la derecha de su campo de visión. Tocó al hombre
de lleno en la cabeza. No quiso pensar más, desmontó la
carabina en una veintena de segundos, guardó las piezas en la
mochila y salió disimulando del invernadero. Aceleró el paso
hacia una de las salidas y se perdió en el metro de París hasta
llegar a su casa, dejando antes la mochila en la trastienda. Le dio
un puñetazo lleno de ira a la puerta de la cocina, la agujereó y se
hizo un rasguño en la mano que sangraba y que no sintió hasta
varias horas después. Se tumbó agitado en la cama, sin
desvestirse, y se dijo que la próxima vez no iba a fallar. Se puso a
buscar una estrategia, una manera de acabar con aquella,
aquella... no tenía nombre.
CAPÍTULO XVIII
22 de marzo — La ofrenda

Caída la tarde, telefoneó a Valérie, su novia. Se dijo que en la


agencia debían saber algo, que quizás la policía había
descubierto la identidad de Laia y estarían interrogándola, quería
tener noticias de ella, localizarla geográficamente.
Val respondió rápidamente, a esas horas sería Kamel, que ese
día estaba de muy buen humor y la llenó de elogios.
—¿Te has enterado de la historia del parque? —inquirió
Kamel.
—Sí, claro, en el trabajo no paran de
d e hablar de eso.
—¿Tenéis algo? —preguntó como si curioseara.

—Siempre quieres saberlo todo. Nosotros no, pero creo que


Marión, ¿sabes? Mi compañera...
—Sí, sí, continúa —dijo Kamel—, buscando en su memoria
todo lo que Val le hubiera podido contar sobre la tal Marión.
—Bueno, pues esta noche voy a tomar algo con ella. No te
importa ¿no, cariño?
—No, no, ya te he dicho que tengo confianza en ti, aunque no
me gusta mucho que salgas a solas pero...
—Pues esta noche me va a contar lo que sabe, creo que tiene
al sospechoso.
Kamel se irguió sobre la cama. Tuvo miedo un momento,
esperaba que la amiga de Val se equivocara. Pero lo sabría a
ciencia cierta esa noche.
—¿A qué hora habéis quedado?
—A las 10, en un bar de ambiente que se llama Double X, ella
es homo. ¿Te acuerdas que te lo dije?
Kamel no soportaba a los homosexuales, pensaba que eran
una degeneración de la naturaleza.
—¿Por qué? ¿Quieres venir?

—No, ya sabes que nadie debe saber nada de lo nuestro hasta


que no tengamos todos los lazos atados. Te llamo más tarde —y
colgó.
Valérie se quedó un poco decepcionada por el tono que había
tomado la conversación, pero bueno, su hombre era así y tenía
que aceptarlo como venía, cada vez estaba más enamorada, de
hecho ese era el lado de Kamel que más le gustaba. Los demás
no tenían suficiente personalidad; él sabía afirmarse delante de
una mujer.
Kamel decidió seguir a Valérie. Esperó pacientemente no muy
lejos de la entrada de su casa, hasta que la chica salió y cogió su
coche, aparcado en la acera de enfrente.
Kamel había tomado prestado un automóvil, era lo que se
decía a sí mismo, robar no estaba bien a los ojos de Dios.
La siguió hasta que llegaron a una calle donde vio que Valérie
bajaba la velocidad del coche y frenaba de tanto en tanto. Se dijo
que probablemente era la zona del bar y que Val estaba
buscando aparcamiento. En ese momento pasaron delante del
Double X, ahora no importaba, Kamel podía aparcar donde le
fuera mejor sin la necesidad de seguir a su “mujer”, después de
todo estaba algo satisfecho puesto que vio que no le mentía.
Esperó y esperó en la sombra que caía severamente sobre la
calle. Llamó al móvil de Valérie para que saliera de allí, no quería
mezclarla en todo aquello. Se hizo pasar por el celoso
incorregible que encantaba a las mujeres y vio cómo Valérie se
iba del lugar. Siguió esperando, al menos un cuarto de hora más,
hasta que vio salir a una chica medio pelirroja con una melena
abundante, al menos eso parecía en la oscuridad de la noche y a,
Dios mío, aquello sí que era un regalo: a Laia.
Iba a acabar con ella, era lo único que faltaba para que todo
fuera perfecto. De todas maneras sus compañeros, los otros
mártires, iban a despegar de Argel en dos días, el 25 de marzo,
para acabar con todos los jefes de estado que se reunirían para
el G7 en París.
Aquéllos que se creían los dueños del mundo se iban a llevar
una buena sorpresa.
CAPÍTULO XIX
24 de marzo — La confesión de Marion

—Cierto, yo estaba en el parque, haciendo deporte con unos


amigos, al tropezarme con tus piernas reparé en tu cara, incluso
llevando gafas. Poco después oí un griterío y me di cuenta de que
la gente se amontonaba allí donde tu habías estado; Me deshice
de mis compañeros rápidamente y empecé a correr en tu
sentido; te vi salir a toda prisa y decidí seguirte corriendo. Vi
todo lo que hiciste, me asombré al verte entrar en el Ministerio,
me apresuré para volver al parque y ver qué había pasado,
entonces descubrí que el asunto era grave, que había un muerto,
que había policía por todas partes y la ambulancia había llegado.
Gracias al carné de prensa pude salir mientras acordonaban la
zona. Pensé que eras la culpable del homicidio y, claro, no podía
dejar escapar algo así, espero que lo entiendas...
—Claro, profesión obliga, me imagino.

—Exacto, me postré en los alrededores del Ministerio pocas


horas después, te hice fotos al salir...
Laia la entrecortó en medio de la explicación.
—¿Cómo? ¿Y los de la seguridad no te vieron? ¿Me hiciste
fotos?
—No, no me vieron porque estoy acostumbrada a hacerlo y
tengo un buen aparato de fotografía con un zoom que no te
puedes imaginar, lo viste anoche, y, sí, te hice muchas fotos, que
te puedo enseñar si quieres, están en la habitación roja, bueno,
yo la llamo así, el cuarto en el que revelo mis propias fotos. Me
gusta hacerlo yo misma, y como te puedes imaginar, con la
competencia que hay en el periódico, no lo puedo hacer allí ni en
un laboratorio privado. De todas formas es una de mis pasiones,
por cierto la de la terraza debe estar seca... ¿Sigo?
—Por favor.

—Quizás esto te choque a ti también pero tengo que decírtelo.


Poco después de intentar localizarte físicamente, pude seguirte
con el coche. Pensaba que me ibas a llevar hasta tu casa
directamente para que pudiese saber quién eras, o que, al
menos, tu matrícula me dejaría saberlo. Te seguí a distancia por
las calles de París, hasta que entraste en un parking, me dije que
no debía andar lejos de la guarida del lobo, me equivoqué.
Aparqué unos coches más lejos que tú, esperé hasta que salieras
y me di cuenta de que te cambiaste de ropa en el interior:
téjanos negros, camiseta blanca con capucha, etc., mientras
todavía estabas cerca del parking, me precipité a tu coche; de
verdad que lo siento pero tengo que confesarlo. Logré bajar una
de las ventanillas haciendo presión y me hice con algunos
compactos y un libro que había en la guantera. Pensaba sacar tus
huellas de ellos.
—¡No!

—¿Qué? ¿No a qué?

—El disquete, el disquete está en el libro...

—No me digas, no pasa nada, está todo en mi habitación, no


me dio tiempo a llevarlo a analizar y luego... ¿quieres que siga?
—Sí, lo del disquete me perturba un poco, no sabes en qué te
has metido...
—Bueno, no pasa nada, luego lo del Double X fue pura
coincidencia. Cuando te reconocí creía que era mentira, una
oportunidad así es rara.
—¿Tú también eres homo?

—¿Lo dudas todavía? Después de la escenita de Kath... Sobre ti


no tengo dudas, después de verte en el bar con todas las chicas
que te rodeaban... Debe tener un éxito con las mujeres, me dije
—y la miró profundamente.
Laia se puso un mechón de pelo detrás de la oreja; nerviosa,
sonrió, los colores animaron sus mejillas, su timidez era más
evidente a la luz del día.
—¿Tú qué edad tienes? —intentó salir del mal trago, no sabía
si besarla o saltar por la barandilla de la terraza, literalmente.
—¿Es importante? Tengo treinta y cinco; pensaba que tú eras
más joven —y la cogió por la nuca, mirándola esta vez de una
manera que no dejaba lugar a dudas.
—No, pero bueno voy a hacer treinta en unos meses, ¿sabes?
—Se volvió a tocar el pelo.

Marion descendió hasta su mano y la apretó.


—Ven —dijo y tiró de ella.

—Sí —respondió Laia, levantándose.


CAPÍTULO XX
24 de marzo  – Simbiosis

Ambas se deslizaron del parquet y la gran alfombra del salón a


la moqueta del pasillo y la habitación de Marión, que pasó una
mano por la pared y acariciando discretamente un botón hizo
que sonase como por magia una melodía de fondo: “El lago de
los cisnes” de Tchaicovsky, lo que hizo que a Laia le recorriera un
escalofrío por la nuca, y eso no era el estado de alerta; en fin, sí,
pero no era cuestión de vida o muerte, esperaba.
Marion la empujó suavemente sobre la colcha de color
burdeos, mientras la luz entraba a mansalva por los grandes
ventanales desde los que se observaba un ciclo de un azul
espléndido.
Laia la miró un instante; se sintió cubierta por ese azul y el de
los ojos de Marion y sonrió, una sonrisa que hizo que Marion se
fundiese. Esta deshizo su pelo recogido y Laia supo en ese
instante que esa mañana sería diferente a tantas otras mañanas.
Las dos mujeres se enlazaron, desnudándose la una a la otra,
con unas ganas infinitas de poseerse.
La mañana del 24 de marzo no la olvidarían nunca.
CAPÍTULO XXI
24 de marzo — Viernes - Philippe y Thierry

Philippe y Thierry se pusieron manos a la obra enseguida,


estando todo el tiempo en contacto con Manuel. Cualquier
detalle, aunque pudiese parecer anodino, podría convertirse en
una pista importante en cualquier momento.
Manu no paraba de llamar a Laia, pero ésta había
desconectado el teléfono y el hombre sospechaba lo que podría
estar pasando en esos momentos. Suspiró y miró al techo de la
comisaría de sus amigos.
Introdujeron el nombre del terrorista en el fichero de personas
buscadas de nuevo, con ortografías diferentes para ver si
obtenían algo más sobre Karim Hassan Moulem.
El fichero no aportaba nada más de lo que ya sabían. La
información venía de los servicios secretos rusos. Habían
conseguido las huellas gracias a las que el terrorista había dejado
en la entrada de un inmueble en Israel. El retrato robot apareció
en la pantalla; era la descripción de un testigo que había visto
cómo su familia saltaba por los aires en Jerusalén cuando un
coche bomba explotó, a veinte metros de él, mientras que éste
esperaba a su hija para entregarla en matrimonio. Un hombre
 joven, postrado a unos quince metros del lugar, echó a correr
tras la explosión y así pudo dar su descripción.
Thierry envió una ficha de búsqueda del hombre con todos los
datos que tenía, que llegaron en menos de dos horas a todos los
puestos de policía y, evidentemente, a aeropuertos, estaciones
de tren, puertos y todos los sitios de entrada o salida del país. La
ficha se transmitió a todos los puntos de paso del espacio
Schengen. Tendrían que esperar varias horas para obtener una
respuesta.
El jefe de Philippe le encargó que pusiera al corriente del caso
a los servicios secretos franceses, la policía judicial y al Ministro
del Interior.
Se reforzó la seguridad con policía y militares en los sitios que
se estimaron más delicados, En menos de veinticuatro horas
todo estaría listo, el problema eran esas veinticuatro horas.
Mientras tanto, si algún sospechoso intentaba entrar o salir del
territorio nacional con documentos falsos, éstos serían
detectados en las fronteras gracias a los nuevos programas de
escaneo informático que diferenciaban en quince segundos un
documento falso de uno legal.
CAPÍTULO XXIS
24 de marzo — Viernes — El ritual de Kamel

El día era hermoso y lleno de emoción. Kamel se sentía


exaltado; al día siguiente sería un héroe, pero antes tenía que
retocar ciertos detalles. En la persecución de la noche anterior se
había hecho con la matrícula de la periodista y ya había hecho las
llamadas pertinentes. En un máximo de media hora tendría su
dirección e iría a ver qué es lo que ésta sabía antes de liquidarla
o saber qué iba a hacer con ella. ¡Bingo! Al cabo de treinta y
cinco minutos de larga espera el teléfono sonó. Kamel tomó nota
de la dirección, el piso no estaba muy lejos de los Campos
Elíseos. Aquélla era otra niña de papá que vivía en una zona de
prestigio. Llamó al número de la periodista; una voz femenina
respondió, Kamel colgó. Sabía que las cosas no estaban para
tomar prestado otro coche, así que tendría que ir en autobús y
en metro, lo que iba a llevarle más tiempo, y para volver, ya
vería. No estaba seguro de la información que Laia había
difundido o que la periodista, Marion, sabía, pero tenía un mal
presentimiento y tenía que darse prisa. Se vistió rápida pero
cuidadosamente, para no llamar demasiado la atención. No se
hizo con ningún arma, por casualidad podía cruzarse con la
policía por un simple control o algo así, con estos racistas nunca
se sabía, por lo que sólo se llevó un rollo de fina cuerda de pescar
que metió en uno de sus bolsillos. Eran las 10.45 horas de la
mañana, llegaría al lugar sobre las 11.30.
CAPÍTULO XXIII
24 de marzo — Viernes - Falta una pieza al puzzle

Tras una hora y media de amor ebrio, las muchachas cayeron


extenuadas, pero Laia, a pesar de la somnolencia, no llegaba a
pegar ojo, miraba una y otra vez a Marion, era maravillosa, pero
estaba inquieta. La despertó y le preguntó si tenía un ordenador;
Marion asintió y la besó de nuevo, Laia se deshizo dulcemente de
sus brazos, le dijo que tenía que darle el disquete, tenían que ver
qué era lo que contenía, mientras tanto ella iba a llamar a Manu
y a decirle que lo tenía, pues no se lo había dicho todo y podía
ser importante.
Marion le sacó un ordenador portátil de debajo de la cama.
—No me mires así, lo utilizo cuando trabajo hasta tarde. —
Sonrió y miró la cara de sorpresa de Laia—. Voy a buscar el
disquete y vuelvo.
—Vale —dijo, mientras encendía el ordenador y le excitaba
que fuera uno de última generación—. Vaya pepino que tiene,
pensó.
Se levantó y se puso la ropa que estaba en el suelo: unas
bragas, los pantalones y el sujetador. Con el ordenador en la
mano, se fue al salón donde cogió su teléfono para llamar a
Manu. Mientras escuchaba los mensajes inquietantes que éste le
había dejado sonó el teléfono de Marion y ésta se precipitó a él.
Con un albornoz blanco y el pelo suelto, Laia la encontró
maravillosa. Mientras la periodista descolgaba, le hizo
comprender con un gesto que no encontraba el sobre en el que
había metido el libro con el disquete y los compactos. Laia se
puso nerviosa.
—Es para ti, Manuel —dijo un poco extrañada de que la
llamaran a su casa, y le tendió el teléfono.
—¿Sí? —respondió tímidamente, pues después de los
mensajes sabía que habría tormenta.
Manu le dijo que le parecía increíble que en momentos como
ésos fuera capaz de apagar el teléfono, que menos mal que tenía
los datos de la periodista y la había podido localizar allí. Laia
asentía cada vez y miraba a Marion nerviosa.
—Por lo menos dime si la cosa ha sido espléndida o no, la tía
es guapísima.
Laia se sonrojó y asintió, mientras Marion se preguntaba qué
le estaban explicando para que se pusiese en ese estado; se
dispuso a preparar un nuevo café. El hombre le explicó todo lo
que la policía había puesto en movimiento hasta el momento y le
preguntó si no tenía ningún detalle más substancial que los
mensajes de texto que le habían enviado y si no sabía cuál podía
ser el motivo de estar involucrada en todo eso.
—Creo que sí, Manu, me parece que sé el porqué, te explico...

Laia se lo contó todo, mientras Marion le acercaba una taza


enorme de café y se sentaba a su lado. Le acarició la pierna, lo
que perturbó a Laia, que paró un instante su discurso y, tras
tomar aire, continuó.
—Manu, Marion no encuentra el disquete, pero vamos a
buscarlo y te lo llevo a la comisaría enseguida, son prácticamente
las diez, a las once estoy ahí. No, no, no envíes patrulla ni nada y
dile a Philippe y Thierry que se calmen, no quiero que Marion
esté implicada en el asunto, ¿de acuerdo? Por favor...
Manu asintió.
—Tienes una hora, Laia, una hora, ven rápido.

—Vale —dijo, colgando.

—Marion, tienes que encontrar el disquete, por favor; estaba


entre las páginas del libro.
—Laia, ya me has dicho que estaba en el libro, pero ¿sabes?, el
libro y los compactos los puse en un sobre. Soy muy ordenada, sé
exactamente dónde lo dejé y te juro que no está, ven conmigo a
la habitación roja y te lo enseño todo.
Laia la siguió. Asombrada descubrió sus fotos, algunas
colgaban aún en una especie de tenderete fotográfico, dio dos
vueltas sobre sí misma, era cierto que el lugar estaba
impecablemente ordenado y que allí no podía perderse nada,
¿dónde o cómo había podido desaparecer el sobre? Esperaba
que Marion no la engañara.
—¡Mierda! —dijo Marion mientras se llevaba las manos a la
cara.
—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Kath, ha sido Kath, estoy segura, le encanta fisgonear...

—Como a todos los periodistas —dijo Laia enfadada

—Vale, vale, escucha, no es momento para reproches, ¿vale?


Así que tranquilízate y vamos a ver qué hacemos.
—¿Qué quieres que hagamos? leñemos que encontrarla;
Manu se va a encargar, dame sus datos, todo lo que sepas.
Eran las 10.30 horas de la mañana. Laia sabía que Manu se iba
a poner de los nervios cuando se lo dijera, pero tenía que
hacerlo. Cogió el móvil y lo llamó, le dijo todo lo que había
sucedido a su llegada al piso de Marión y que, probablemente, la
mujer se había llevado el sobre.
—Se llama Catherine Dispenza, tiene cuarenta y dos años, es la
 jefa de redacción de «Libération», el periódico de Marion... —Le
dio los otros datos, dirección y número de teléfono.
—Sólo nos faltaba esto; bueno, venga, te llamo en una
veintena de minutos, vente para aquí y rápido, porque igual te
quedan todavía algunos secretos que me tienes que confesar.
—De acuerdo, me ducho y voy.

—Dúchate, dúchate —dijo el hombre y colgó.

Laia se fue a la ducha y dijo a Marion que después debería irse


rápidamente. Le preguntó si le prestaba ropa; la chica asintió y le
llevó ropa interior limpia. Entró en el cuarto de baño, mientras
Laia acababa de ducharse. La periodista le dijo que ella se
duchaba después y que iría al periódico para ver si podía sacar
algo en claro, si alguien tenía más información sobre el asunto o,
al menos, sobre Kath. Y la observó, desde el borde de la bañera,
vestirse, ponerse los pantalones mientras la muchacha se ponía
un mechón de pelo detrás de la oreja y la camiseta blanca.
El teléfono volvió a sonar. Seguramente un error, la persona
había colgado.
—Laia, Laia —la llamó dos veces.

—¿Qué?

—Dime que esta mañana no ha sido para ti una mañana más.


A mí me importas, ¿sabes? Quizás me precipito, pero es la
primera vez que el corazón me late de esta manera, me gustas
mucho, creo que me estoy enamorando y quiero saber si sientes
lo mismo.
Laia respiró hondo.
—¿Sabes? Me parece que es recíproco. —Hizo una pausa—.
Ahora tengo que irme. Dame tu número de móvil y te tengo al
corriente. Me voy a tener que llevar las fotos, para al menos
darle eso a Manu, quizás saquen algo de ellas. —Hizo una
pausa—. Yo también me estoy enamorando.
El móvil de Laia sonó. Era Manu. Kath había cogido vacaciones
en el trabajo y había despegado hacía dos horas para Barcelona.
Una patrulla ya estaba en su casa, pero no había rastro del sobre.
Iban a tener que ir los dos a Barcelona, donde Manu tenía las
competencias necesarias y más contactos para encontrarla
rápidamente, si no había decidido, mientras tanto, cambiar de
ciudad o de país.
—Me tengo que ir a Barcelona con Manu, por lo visto tu ex ha
cogido un vuelo hace dos horas con ese destino. Tenemos que
encontrarla porque en su casa no hay rastro del sobre. ¿Sabes a
dónde podría ir, si tiene amigos, una casa o algo por el estilo?
—¿A Barcelona? Pero ¿qué hace allí?, me parece extraño que
ella se coja vacaciones así por las buenas. Contactos... Sí, creo
que conoce a alguien; un día nos presentaron a otra periodista
que nos dijo que cuando quisiéramos podríamos pasar a verla,
pero tendría que buscar la tarjeta, no sé si era en Barcelona o en
los alrededores...
—Bueno, pues busca la tarjeta y me llamas y me das los datos,
toma mi número —y le dio su número y un beso.
Se puso las zapatillas de deporte; Marión le dio un sobre con
las fotos, por si pudieran servirle de algo. Eran las once y diez de
la mañana. Laia se fue y cogió un taxi que la llevó hasta la
comisaría. La periodista cogió su taza de café, buscó sus tarjetas
bien ordenadas, por país y por orden alfabético, en diez minutos
ya lo tenía. Dejó un mensaje con los datos en el contestador de
Laia, que probablemente no tenía cobertura y no respondía,
acabó su café y fue a ducharse.
Kamel estaba a una parada de metro del piso de la periodista;
empezó a concentrarse, estaba nervioso, tendría que ver cómo
iba a arreglárselas para entrar en él y no llamar la atención.
CAPÍTULO XXIV
24 de marzo - Viernes - La presa

Anduvo despacio hasta que estuvo frente al número 57. Desde


la acera de enfrente observó la entrada del edificio. Comprendió
que la puerta de al lado de la gran entrada era la puerta de
servicio y se dijo que esos ricos eran gente bien. Lo de tener
criados le iba a ayudar a entrar, y luego vería qué hacía con la
periodista. Inclinó un poco la visera de la gorra americana que
llevaba, miró a derecha e izquierda y cruzó la amplia calle.
Como si tuviera la costumbre se postró delante de la puerta.
Aunque había un código, también estaba el botón que dejaba
entrar a la gente que se ocupaba del mantenimiento y esas cosas
durante las horas de trabajo. Lo presionó, la puerta hizo un
sonido eléctrico, la empujó, ya estaba en el interior. Tiró de una
puerta que en realidad era un armario lleno de escobas y
productos de limpieza: se dirigió a la otra que sí daba acceso a la
entrada principal, señorial, se dijo, de gente bien. A continuación
miró los buzones.
“Mornay M., quinta planta”, decía el cartelito. Leyó los otros,
aparentemente el quinto piso era el último, tanto mejor. Llamó
al ascensor, que llegó diez segundos después. De él salió una
mujer, obviamente la de la limpieza, con un carrito cargado de
productos.
Le dijo buenos días, a lo que la mujer respondió, no sin
quedarse extrañada porque aquel chico no iba nada con el lugar.
Kamel apretó el botón que lo llevaría a la quinta planta, bajó la
cabeza, observó la moqueta azul y los espejos del ascensor,
impecables.
Desde luego, no tenían nada que ver con el lugar en que él y
los de su pueblo vivían.
A Kamel le encantaba llamar a todos los musulmanes “su
pueblo”. Pensaba que todos compartían las mismas ideas que él
y no se daba cuenta de que estaba cegado, que no era el Corán
lo que dictaba sus actos, sino intereses económicos que iban a
ayudar a otros más ricos que él. Kamel sólo era un peón, un
ejecutante, ni más ni menos. El resto de musulmanes no tenían
nada que ver con él en cuanto al modo de resolver los problemas
del mundo.
Ring. Las dos puertas metálicas se abrieron, se encontró frente
a una sola puerta, así la cosa estaba más clara aún. Si encima no
tenía vecinos no habría testigos, aunque la mujer de la limpieza
lo había visto, pero no creía que pudieran hacer nada con su
descripción llegado el caso, su vestimenta era de lo más anodina.
Miró a su alrededor, magníficas plantas bien cuidadas, todo olía
a derroche, en esa historia. Kamel llamó simplemente a la puerta
y se agachó. Marion pensó que Laia había olvidado algo; se ató el
albornoz, el móvil sonó y descolgó mientras abría la puerta.
Cuando Laia llegó a la comisaría Manu le estaba esperando
 junto a sus dos amigos para coger un coche de servicio e ir
echando chispas hacia el aeropuerto. Los dos policías franceses
podían hacerse rápidamente con dos plazas para cualquier vuelo.
Mientras el coche atravesaba París, Laia vio que tenía una
llamada perdida y un mensaje vocal. Pensó que era Marion con
la información que esperaban sobre su ex. Pidió a Manu un papel
y un bolígrafo y se dispuso a escuchar y tomar
to mar nota. Las sirenas le
complicaban el asunto, pero logró tomar nota. Mostró el papel a
su amigo: “Rosa Puig Rodríguez” y un número de teléfono. Vivía
en pleno corazón de Barcelona y trabajaba para un periódico
español. Manu dirigió una sonrisa a Laia que la tranquilizó. La
chica estaba un poco inquieta porque sabía que había hecho
muchas cosas para que estuviera enfadado con ella.
—Bien jugado, la llamaremos desde
d esde el aeropuerto —le dijo.
CAPÍTULO XXV
24 de marzo — Viernes — Dirección BCN

Laia asintió, llamó a la última llamada perdida, debía ser el


número de Marion que todavía no tenía en memoria. La chica
descolgó, oyó un “¿sí?”, un gemido y un golpe, gritó su nombre
varias veces, alguien había cogido el teléfono, notó la respiración
acelerada al otro lado, luego colgaron.
La chica se imaginó lo peor. Advirtió a Manu de lo que había
pasado, el hombre le dijo que se calmara, casi no se oían con las
sirenas, ya estaban llegando al aeropuerto.
Thierry y Philippe quisieron saber qué estaba pasando. Cuando
los dos españoles les pusieron al corriente, todos se
arrepintieron de haber escuchado a la chica y de no haber
puesto a Marion bajo protección, como habría sido normal. Se
pusieron en contacto con la comisaría por radio, que envió los
tres coches patrulla más cercanos. Dijeron que estarían en el
lugar en un máximo de un cuarto de hora o veinte minutos. Era
hora punta en París, las calles estaban a desbordar de coches.
Más rápido sería imposible, sobre todo teniendo en cuenta que
la muchacha vivía en pleno centro de la ciudad.
Dejaron el coche en la entrada del aeropuerto con las sirenas
en marcha pero sin el sonido. Se dirigieron al primer mostrador,
los muchachos franceses mostraron su identificación y hablaron
con la chica que debía atenderles. Mientras, Laia, poniéndose un
mechón de pelo detrás de la oreja, recordó el sobre con las
fotos, se lo dio a Manu, que lo abrió,
abri ó, y las escrutó una a una.
—Es alucinante que haya podido hacer estas fotos y nadie se
haya dado cuenta, se nota que es una profesional. Laia, piénsalo
bien y dime si hay algún detalle que te choque, alguien que
conozcas o algo que te parezca raro.
La cogió del hombro y la acompañó hacia los asientos más
cercanos. Se sentaron.
Thierry y Philippe se unieron a ellos.
—Ya está todo arreglado, despegáis de aquí a una hora, a las
12.45 horas, el vuelo llega una hora más tarde, más o menos, a
Barcelona, El Prat —dijo Philippe, pronunciando el nombre del
aeropuerto a la francesa, las erres le costaba tanto pronunciarlas
como a todos sus compatriotas.
—Muchas gracias —dijo Manu—, estamos echando un vistazo
a las fotos que la periodista sacó a Laia, saliendo del trabajo,
yendo hacia su casa, etc., intentamos ver si no hay nada que le
parezca extraño en ellas.
—No la llames “la periodista”, se llama Marion, por favor,
Manu.
—Vale, no creo que eso sea lo importante ahora; anda, mira
las fotos con atención.
Debía haber unas sesenta fotos de ella; se le hacía raro pensar
que Marion había estado tan cerca durante todo ese tiempo y
ella no se había dado cuenta. Todos iban de las fotos a la cara de
Laia, para ver si en alguna de ellas la chica descubría algo. Laia
saliendo del trabajo, Laia unos metros más lejos, Laia con sus
gafas de sol siempre, el coche de la chica, la entrada de su casa,
saliendo del Ministerio, etc., la de la terraza en el café irlandés
hacía sólo unas horas...
—Pero no es posible.

—¿Qué pasa, Laia? —preguntó Thierry.

Laia guardó esa foto sobre el regazo y buscó rápidamente algo


en las otras; se paró en una, la miró y la sacó del grupo.
—El chico, este chico, se llama Kamel, Kamel Mebarki creo,
que esté en esta foto es normal, es un chico de la compañía de la
limpieza del Ministerio, pero lo que no es normal es que esté en
la foto de anoche, la de la terraza ¿lo veis?, justo detrás de mí, a
la derecha, en la acera de enfrente. Lo reconozco bien, incluso en
la sombra. ¡Dios mío! Ahora lo entiendo todo.
El teléfono de Philippe sonó, el hombre respondió, mientras
los otros comentaban cosas acerca de las fotos. Asintió varias
veces y colgó.
—Laia, todos, escuchadme atentamente, alguien ha entrado
en el piso de la... de Marion. La chica ha desaparecido, hay signos
de violencia, pero no hay sangre, la puerta no ha sido forzada, no
hay nada que haya sido robado a primera vista, sólo alguna ropa
en el suelo y cajones abiertos. La muchacha no está, su coche
tampoco, los compañeros están toman do declaración a todos
los vecinos del inmueble. La señora de la limpieza ha visto entrar
a un chico que no tenía nada que ver con el lugar, un rapero o
alguien vestido con ese estilo, sería conveniente que enviáramos
copias de las fotos por todo el país y a los compañeros que están
sobre el lugar de los hechos en primer lugar, para ver si el testigo
le reconoce. Os vamos a dejar y rápido, tenemos que ver quién
es ese hombre que trabaja para el Ministerio, quizás sea el
mismo Karim Hassan Moulem. Estamos por el buen camino, pero
no tenemos mucho tiempo...
—De todas formas vuestro avión despega en veinte minutos.
Tenéis que ir a embarcar, no vais a tener ningún problema.
Manu, llámanos a la que tengas algo nuevo, nosotros haremos lo
mismo. Buen viaje.
Los hombres se estrecharon la mano y besaron a la chica.
Ambos les vieron irse a toda velocidad hacia el coche con las
fotos en la mano. Las lágrimas rodaban por la cara de Laia, se
decía que no se perdonaría nunca lo que estaba sucediendo a
Marion. Si lo peor llegaba, todo habría sido por su culpa.
CAPÍTULO XXVI
24 de marzo - Viernes - El asalto de Kamel

Kamel la dejó KO del primer puñetazo que pudo asestarle. No


le resultó difícil, había sido entrenado para eso. La chica había
intentado defenderse, pero sus movimientos no habían sido
fáciles: el albornoz y el móvil en la otra mano le habían
complicado la labor. Kamel le tapó la boca con la mano, justo
cuando la mujer abrió distraída la puerta, luego le cogió el brazo
derecho y se lo retorció, pegándoselo a la espalda.
Marión logró liberarse con un codazo en el pecho del hombre
e intentó gritar, pero Kamel le hizo un placaje espectacular y la
pegó al suelo; le asestó un puñetazo que cayó como un mazazo
en el mentón de la chica, que perdió el conocimiento en ese
mismo instante.
El hombre se hizo con su hilo de pescar y le ató las manos a la
espalda. Dio una vuelta rápida, de un trazado perfecto, por el
piso. Abrió los muebles del vestidor, cogió lo primero que
encontró, unos calcetines, era perfecto, los hundió en la boca de
la chica y los mantuvo en su sitio con el cinturón del albornoz.
Sabía que tenía algunos minutos para registrar el piso antes de
que la chica se despertara. Echó un vistazo a la terraza, ningún
movimiento sospechoso. Entró en la habitación y vio la cama
deshecha, luego el cuarto de baño. No había dos cepillos de
dientes, tanto mejor, la chica debía vivir sola.
Estaba claro que no iba a encontrar maquinilla de afeitar ni
nada por el estilo. Val le había dicho que la periodista era una
maldita lesbiana. La habitación roja no le aportó nada nuevo, se
habían revelado fotos no hacía mucho tiempo pero no se
encontraban allí. La cocina sí le reveló algo. Había dos tazas de
café y signos de que el desayuno se había hecho para dos,
seguramente con Laia. Era una lástima, podría haber matado dos
pájaros de un tiro. Abrió la lavadora, cogió el amasijo de ropa
concentrada en el tambor, la tiró al suelo y la extendió con el pie.
Estaba claro, era la ropa que Laia llevaba esa misma noche. Ese
par de degeneradas habían pasado la noche juntas, haciendo...
No quería ni pensarlo.
Si Laia le había dicho algo a la periodista y ésta había
transmitido las novedades a su vez, tenía que darse mucha prisa.
Acabar con Marion no serviría de nada, la cosa se iba a complicar
un poco más pero lo mejor sería secuestrarla, quizás le serviría
de algo en un momento dado. Ya vería la información que podía
sacar de ella. Miró el móvil en el suelo, buscó las últimas
llamadas, había llamado a Laia y ésta la había llamado después.
Se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
Se dirigió de nuevo al cuarto de baño. Habían transcurrido al
menos cinco minutos, tenía que darse prisa. Si era Laia la que
estaba al otro lado del teléfono cuando él se lo puso a la oreja
para escuchar, ésta ya habría advertido a alguien. Abrió y cerró
los cajones hasta que encontró uno conc on medicamentos. Rebuscó,
encontró somníferos, perfecto. Se llevó la caja a la cocina, sacó
unos cuatro o cinco de una tableta, llenó un vaso de agua y se
dirigió a la mujer. Marion estaba todavía inconsciente, la asió por
la nuca, le liberó la boca, se la abrió y empujó las pastillas hacia
el fondo de su garganta, luego vertió el vaso entero de agua, que
se derramó un poco sobre el parquet.
Buscó una mochila o algún tipo de bolsa y encontró una de
deporte. Se dirigió al vestidor, se hizo con dos jerseys, unos
pantalones, algo de ropa interior y unas zapatillas deportivas. Al
salir, mientras volvía sobre sus pasos, se hizo con un vestido
ancho, se sacó el móvil de Marion del bolsillo y lo tiró dentro de
la bolsa.
Desprendió a Marion del albornoz que estaba retorcido
entorno a su cuerpo desnudo. Kamel observó su cuerpo desnudo
un instante; se dijo que no tenía tiempo para enseñarle lo que
era un hombre. La sentó, la chica no sentía nada, estaba
completamente dormida, esta vez. Le pasó el vestido por la
cabeza y pasó sus brazos por las finas mangas. Le ató las manos
con el cinturón; no era necesario hacer nada con la boca pues la
mujer no iba a gritar. Miró hacia la entrada y vio las llaves del
coche. El llavero con la insignia de la marca del coche le recordó
la persecución de la noche anterior. Que las llaves estuvieran ahí
quería decir que el coche debía estar en el garaje, seguramente
en el sótano del edificio, rememoró los botones del ascensor y
vio claramente uno que indicaba —1.
Se echó la chica al hombro como el que se echa un saco de
patatas; no pesaba más de cincuenta y cinco kilos. Él podía
transportar a un hombre herido sin problemas. Bajar hasta el
sótano sería fácil, luego ya veríamos si se encontraba a alguien
en él o no. Llamó al ascensor, estaba empapado de sudor: la
chica al hombro, en una mano la bolsa de deporte y en la otra las
llaves de la casa y del coche.
El ascensor tardaba, empezó a oír sirenas. Tenía que ir más
rápido. Iba a ir justo de tiempo, muy justo.
CAPÍTULO XXVII
24 de marzo — Viernes — Por los pelos

El capitán Alain Martin, que acababa de subir un grado,


involucrado años antes en un suceso muy mediatizado en el que
un compañero inexperimentado había matado a un chico de una
zona conflictiva de los alrededores de París y que, finalmente,
había logrado ser absuelto, fue el primero en llegar al lugar. Le
habían advertido que el asunto era peligroso. Indicó a su
compañero, con un gesto, que subiera por las escaleras. El
esperaría al ascensor que acababa de llamar, pero éste subía en
lugar de bajar, lo cual le inquietó.
Ring. Las dos puertas metálicas se abrieron, Kamel se introdujo
en el ascensor y pulsó el botón que le llevaba al sótano.
El capitán Martin vio cómo el ascensor llegaba y no se paraba,
pero en unos instantes volvió y se paró. El policía subió hasta la
quinta planta.
Kamel no encontró a nadie en la entrada del sótano, todo
estaba a oscuras. Palpó la pared hasta que encontró el
interruptor de la luz justo a su derecha, pero no quiso arriesgarse
a encenderlo. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad se
dio cuenta de que el parking debía contar con una buena
cincuentena de plazas. Pulsó el mando de apertura situado en la
llave del coche, haciendo movimientos de izquierda a derecha.
Bien, unos intermitentes parpadearon. Se precipitó hacia el
coche, abrió el maletero y dejó caer a Marion bruscamente en él,
después la bolsa de deporte. Salir del garaje podría ser más
difícil, aunque la gente dejaba normalmente el mando que
accionaba el mecanismo de la puerta de salida en el mismo
coche. Se dijo de nuevo que la mujer no vivía nada mal, aquello
era una máquina para un hombre y no para andar de tienda en
tienda. En efecto, el mando de salida estaba a la derecha del
asiento del conductor, junto a la caja de cambios. Encendió las
luces y arrancó el coche; siguió las flechas, pulsó el mando y salió
a la calle, donde vio un coche patrulla de la policía con las sirenas
girando y otro, de los que ellos llamaban camuflados, que
llegaba.
Cuando el capitán Martin llegó a la quinta planta y vio a su
compañero, postrado delante de la puerta y llamando al timbre,
tuvo un mal augurio. Se comunicó por radio con las otras
patrullas y les dijo que vigilaran el aparcamiento subterráneo
que debía tener el edificio. Sus compañeros cumplieron las
órdenes.
Nadie respondía a las llamadas. Mientras que su colega se
quedaba delante de la puerta con el arma en la mano, Alain
volvió a llamar al ascensor y bajó hasta el sótano, escuchó un
instante, buscó el interruptor y miró a su alrededor. No había
movimiento alguno pero sí el olor que los tubos de escape dejan
al arrancar, sobre todo en un lugar cerrado, y una huella en el
suelo de un zapato mojado, sólo uno. Volvió al contacto por
radio y pidió información sobre el coche de la periodista: los
policías del coche patrulla le dejaron en espera y dos minutos
más tarde le respondieron:
—Mike 1, ¿nos recibe?

—Adelante para Mike 1.

—Marion Mornay, el coche es un Audi A3 negro, sólo tiene


algunos meses. —Le dieron la matrícula.
—Recibido —dijo, y echó a correr por el aparcamiento, fila por
fila, dándose cuenta con desespero de que el coche no estaba
allí. Pensó que, fuese quien fuese, le había pasado por las narices
hacía unos minutos delante del ascensor.
—Mike 1 para Alfa 3, ¿me reciben?

—Adelante, Mike 1.
—Pongan ese coche inmediatamente en búsqueda y captura;
me huelo que acaba de pasarnos por delante de las narices.
—De acuerdo, Mike 1. Corto.

Alain Martin subió esta vez a pie hasta la entrada, se fue a la


cabina del conserje que no estaba en su lugar e hizo sonar la
campanilla metálica. Un hombre gordo y bien arreglado salió de
detrás de una puerta y le preguntó en qué podía ayudarle.
—Necesito las llaves del piso de la señorita Mornay, dese prisa.

—Yo no le puedo dar las llaves así por las buenas, ¿no tiene un
papel o algo?
—Pero ¿usted se cree que está en una película americana o
qué? Le estoy diciendo que vaya a buscar las llaves y rápido —
gritó.
El hombre se dio media vuelta, volvió a pasar la puerta por la
que había salido y dio las llaves al capitán Martin, mudo y
perplejo.
El policía cogió la copia y llamó al ascensor. Dijo por radio al
compañero que esperaba en la puerta que era él quien subía por
el ascensor con las llaves.
Entraron en el piso, que no había sido forzado, y echaron un
vistazo sin tocar nada.
Tendrían que llamar a la policía judicial, que decidiría a su vez
si había necesidad de llamar a la policía técnica y científica. Las
primeras constataciones no eran ni malas ni buenas. Había
habido violencia, pues un mueble de la entrada había caído al
suelo, pero no había sangre. Habían registrado el apartamento
rápidamente, como buscando detalles flagrantes. Había alguna
ropa caída en el vestidor y lo mismo delante de la lavadora,
esparcida sobre las baldosas.
El capitán Martin sacó su teléfono móvil y llamó al Capitán
Philippe Mas, responsable del asunto. Le puso al corriente de lo
sucedido y a continuación llamó a los de la policía judicial, que le
respondieron que llegarían de un momento a otro.
Esperaron en el lugar de los hechos hasta pasar el relevo a sus
compañeros.
Los de la PJ8  llegaron veinte minutos después. Martin y su
compañero, así como los otros que hacían guardia a la entrada
del garaje, les pusieron al corriente de lo sucedido.
Uno de ellos dijo que había interrogado a la mujer de la
limpieza y a ésta le había parecido ver a alguien fuera de lo
habitual, un chico joven que era la primera vez que veía. Una
quincena de hombres se habían dispersado por todo el piso,
hacían fotos y tomaban huellas, marcaban trazos de tiza en el
suelo. Dijeron a Alain Martin que podía quedarse un poco si
estaba interesado y éste accedió.
Tras unas vueltas por el apartamento y parándose en cada
detalle, el encargado de la PJ le dijo:
—Así por las buenas, puedo decirle que la mujer abrió la
puerta sin dudar que podría haber un agresor detrás de ella,
luego forcejearon y ésta debió quedar inconsciente. Le han
suministrado un número indeterminado de somníferos, hemos
encontrado una tableta en la cocina y el vaso de agua caído al
lado del albornoz, que probablemente era lo único que llevaba
puesto.
Luego el agresor la vistió con algo que llamara menos la
atención que un albornoz, probablemente un vestido, pues es
más fácil vestir con esa prenda a alguien inconsciente que con
pantalones u otra ropa. Ha debido atarla con el cinturón del
albornoz pues no hay manera de encontrarlo.
—Hola, buenos días, Capitanes Mas y Neuville; soy el
encargado del asunto, pónganme al corriente de lo sucedido,
traemos con nosotros las fotos de un sospechoso —dijo Philippe.
—Perfecto —dijo el policía de la PJ y mandó a uno de los suyos
a buscar a la señora de la limpieza a la que habían ordenado
quedarse por ahí cerca. Cuando la mujer llegó le mostraron las
fotos, sobre todo la primera, en la que la cara del sospechoso se
veía más claramente.
—Sí, sí, es él, llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia
delante, pero estoy prácticamente segura de que es el mismo
chico. ¡Ay, Dios mío! —dijo y se echó a llorar.
—Con la información primera que tenemos y la que hemos
recibido por radio, hemos sabido que el hombre se llama Kamel
Mebarki y trabaja en una empresa de limpieza para el Ministerio
de Asuntos Exteriores; lo estamos comprobando todo, pero si no
me equivoco y las huellas que van a tomar ustedes aquí lo
confirman, su verdadera identidad es Karim Hassan Moulem,
integrista islámico muy peligroso y entrenado en campos
ca mpos de todo
el mundo. Algo grande se está preparando.
Todos los policías suspiraron y continuaron su trabajo. Philippe
y Thierry partieron hacia la comisaría, indicando a los demás que,
en cuanto supieran algo nuevo, sobre todo cuando tuvieran el
resultado de la comparación de las huellas, les llamasen.
8. Policía Judicial.
CAPÍTULO XXVIII
24 de marzo — Viernes - Buscando a Kath

A Laia y Manu les quedaban unos veinticinco minutos para


aterrizar. La chica le había contado con detalle todo lo sucedido.
Le confesó que se había enamorado de Marion, que nunca había
sentido nada igual y que, nada más llegar a Barcelona, la
intentaría llamar de nuevo o vería si Philippe y Thierry tenían
noticias.
Manu le dijo que podría hacer todo eso en el coche patrulla
mientras se dirigían al centro de Barcelona. De todas maneras él
mismo había puesto al corriente a sus colegas españoles y éstos
debían estar ya en el piso de la mujer e incluso tener en su
posesión el disquete.
—Espera, ¿cómo has dicho? ¿Al móvil? No creo que tenga el
móvil consigo, pero si lo tuviera encendido y se lo llevara, sería
un milagro, podríamos encontrarla haciendo una búsqueda de la
señal del teléfono móvil. Llamaremos enseguida a Philippe.
Aterrizaron en el aeropuerto de El Prat, ciudad a unos diez
quilómetros de Barcelona. Era genial viajar con policías, se
saltaban todos los controles sólo enseñando la placa y diciendo
que estaban de misión. El aeropuerto había cambiado mucho
desde que Laia lo había visto por última vez porque
acostumbraba a bajar a Barcelona, desde París o Toulouse, en
tren: lo habían prácticamente rehecho para los juegos olímpicos
de 1992 y era uno de los más grandes y modernos de Europa.
Mientras Manu hacía alguna llamada diciendo, probablemente a
sus compañeros españoles, que ya habían llegado y dónde
debían encontrarse, Laia aprovechó para comprarse un frasco de
su perfume preferido. Aunque con la nueva Europa, el privilegio
de no pagar las tasas en los aeropuertos había desaparecido, lo
que vendían seguía siendo algo más barato, así que tenía que
aprovechar porque ese perfume era caro, una fragancia de
hombre de una marca japonesa: para empezar, el bote era genial
y el olor le encantaba, aunque ella, a fuerza de utilizarlo, casi no
lo notaba. Pensó un momento en la noche anterior, sintió un
escalofrío que le recorrió el cuerpo. ¿Habría percibido Marion el
olor?, ¿le gustaría?, eran preguntas estériles, ya que no estaba
segura de si iba a volverla a ver o no. Se puso un mechón de pelo
detrás de la oreja y se le hizo un nudo en la garganta.
Manu le tocó el hombro.
—Vamos, nos están esperando en la entrada, también he
llamado a Philippe, te lo explicaré todo en el coche.
Bajaron por las escaleras mecánicas; era alucinante ver
aquellas palmeras en el interior del aeropuerto, el trabajo para
meterlas allí debía haber sido enorme. Laia sintió una alegría en
el interior al verlas y saber que estaba en su ciudad natal, junto al
Mediterráneo, aunque la alegría era muy mitigada.
Entraron en el coche, en la parte trasera de un Renault 21 gris
oscuro, cuatro puertas, vidrios oscuros y toda la parafernalia
policial en el interior.
—Bien, Sr. Comisario, le voy a poner al corriente de lo que
tenemos por el momento —dijo el policía que no conducía,
mientras el otro arrancaba el coche y tomaba la dirección de la
Gran Vía que les llevaría al centro de Barcelona —. Hemos
localizado a Rosa Puig Rodríguez, que vive en el Paseo de Gracia
y trabaja como corresponsal para un periódico en la ciudad. No
se ha mostrado hostil; al contrario, nos ha ayudado en todo lo
que ha podido, lo que pasa es lo de siempre, ya sabe, los
periodistas... Se le ha puesto la mosca en la oreja y le gustaría
saber más, lo que nos lleva a pensar que la Sra. Dispenza no está
al corriente del material que lleva teóricamente con ella y que,
por lo tanto, no le ha dicho nada sobre nosotros. Tenemos un
coche vigilando la entrada del piso pues su invitada se ha ido de
compras y a pasear. En principio deberían comer juntas en un
restaurante cercano al Museo Picasso; nos imaginamos que
acudirá a la cita sin sospechar nada.
—De acuerdo, gracias, inspector —dijo Manu y luego se dirigió
a Laia, que miraba nostálgica por la ventanilla del coche— Como
ya sabes... ¿Laia, me escuchas?
—Sí, sí, perdona, lo he seguido todo.

—Bueno, pues he llamado a Philippe. La mujer de la limpieza


del edificio de Marión ha reconocido al hombre de la foto.
Estamos delante de un verdadero terrorista, de los malos.
Probablemente se está preparando algo contra la reunión de
mañana del G7. Se ha llevado a Marion...
—¡No! ¡Mierda! ¡Mierda! —dijo Laia echándose las manos a la
cabeza.
—Escúchame, Laia, no es el momento para ponerse
sentimental, así no podremos ayudar en nada, lo mejor es
guardar la cabeza fría, bien fría. Por lo visto, la ha debido dormir
con algo y se la ha llevado en el propio coche de Marion, de
donde lo dejamos aparcado anoche. Uno de los policías se ha
cruzado prácticamente con él. El Ministerio ya está al corriente,
están en ello, van a ver dónde vive e intentar tenderle una
trampa allí. Aunque no hay que tener demasiadas esperanzas,
esa gente no da nunca sus verdaderas señas.
—Pues vamos bien, ¿qué haremos entonces?

—Por ahora, vamos a ver si damos con la Sra. Dispenza.


Todavía no es seguro que sea ella quien tenga el disquete,
aunque todo lo apunte. Esperemos que así sea; si es ella quien lo
tiene, será una gran ayuda, todo depende de qué grabaste en él,
Laia.
—Todos los mensajes recibidos y enviados que estaban en el
buzón de correo, junto con el carné de direcciones, en fin, todo
lo que pude con el tiempo que tenía. Aun no entiendo cómo una
cosa así no la borran automáticamente a cada recepción o envío.
Es una suerte que no lo hicieran.
—Lo que es una verdadera suerte es que te dieras cuenta de
que pasaba algo raro con el ordenador. Si somos hábiles
podremos evitar lo peor, seguramente también para Marión, no
te preocupes.
Al llegar a la entrada de Barcelona el policía que acompañaba
al conductor sacó la sirena, la pegó al techo del coche y la puso
en marcha. Siempre había tráfico en ese lugar de la ciudad, sobre
todo a esa hora, en que la gente volvía a casa desde el trabajo
para comer. Laia vio acercarse el monumento de la Plaza de
España, luego pasaron echando chispas bajo un túnel y al salir ya
estaban en el barrio del Eixample; ése era el nombre en catalán
para denominar a ese inmenso barrio cuadriculado de la ciudad.
Continuaron todo recto, pasaron por la Plaza Universidad y
tomaron la calle Pelayo, llena de tiendas de moda, sobre todo de
zapaterías. La chica pensó en el gran número de veces que se
había paseado por aquella zona. Pronto estarían en la esquina
con las Ramblas, que a la derecha bajaban hacia el mar y
llevaban al puerto olímpico y la inmensa zona de paseo que
también habían renovado para los Juegos Olímpicos. A la
izquierda estaba el café Zúrich, muy conocido y donde mucha
gente se daba cita en la entrada, o bien para tomar algo en el
interior, en invierno, o en su terraza, en verano.
Bordearon la Plaza Cataluña, llena de palomas, rodeada de
grandes bancos y de un centro comercial enorme, al que mucha
gente iba a pasar el día y, finalmente, subieron por el Paseo de
Gracia, donde vería las dos maravillas que Gaudí había
construido, la casa Batlló y la casa Milá, edificios ondulantes en
medio de una bella avenida moderna.
Era impactante. Ahora sólo tendrían que llegar hasta el
número del edifico donde debían encontrar a Catherine o a la
periodista española, que les acompañaría hasta el lugar donde
tenían previsto comer. El policía apagó la sirena y la introdujo en
el coche.
Se pararon delante de un edificio suntuoso, con una gran
entrada en hierro forjado pintada en negro y dorado. Era
evidente que el coche que estaba aparcado delante, en doble
fila, era el otro coche de policía que les estaba esperando. Uno
de los hombres, en la acera, hablaba con una mujer de unos
cuarenta y cinco años, muy bien arreglada, que debía pertenecer
a la burguesía catalana y tenía un aire un poco intelectual, con
una media melena ondulada y unas gafas de sol negras y
redondas.
CAPÍTULO XXIX
24 de marzo — Viernes - El restaurante

Aparcaron detrás de sus compañeros, uno se quedó al volante


del coche y los otros tres ocupantes se bajaron.
—Hola. Comisario Puentes, estos son unos compañeros —dijo
Manu a la que supuestamente era la periodista española.
—Hola. Rosa Puig —dijo la mujer con un marcado acento
catalán—. Como les he dicho a sus compañeros, Catherine llegó
de improviso esta mañana; hemos tomado un desayuno tardío
 juntas, le he dicho que podía quedarse el tiempo que quisiera en
casa y le he dado un juego de llaves; hemos quedado para comer
de aquí a unos cuarenta minutos. Ha dejado sus cosas en casa,
pero sus compañeros ya han echado un vistazo y no parecen
encontrar lo que buscan, debe llevarlo consigo. Me gustaría
ayudarles en lo posible, pero claro, si no sé qué es lo que están
buscando o en qué se ha involucrado Kath, no podré hacerlo...
hac erlo...
Manu y Laia remarcaron que la mujer había llamado a
Catherine por su diminutivo, lo que indicaba que tenían bastante
confianza. Rosa Puig no paraba de mirar a Laia de arriba a abajo.
Laia estaba segura de que la mujer también era homosexual, por
su manera de mirarla y de hablar de Catherine. Seguramente
ésta le había contado lo sucedido y Rosa Puig debía de tener una
descripción de Laia que le estaba pareciendo, en esos
momentos, coincidente. Le daba la impresión de que las dos
mujeres habían tenido una historia en algún momento, o bien en
París o tal vez aquí mismo en Barcelona, hacía ya algún tiempo.
Eran las dos y media, la cita tenía lugar sobre las tres o tres y
cuarto.
—Lo que estamos buscando no es de su incumbencia, Sra. Puig
—sentenció Manu sin dar más explicaciones.
—De acuerdo, como quiera. ¿Qué hacemos entonces?

—Pues, mire, usted va a esperarse en el coche con mis dos


compañeros por si la Sra. Dispenza apareciese. Mi compañera y
yo vamos a comer algo rápido y en veinte minutos estamos aquí.
—Bien. ¿No podemos esperar en casa en lugar de hacerlo en el
coche?
—No —dijo Manu y acompañando a Laia de la cintura se
dirigieron a un bar cercano.
Ambos se miraron a los ojos y se transmitieron la misma
sensación de alegría, incluso en momentos difíciles había cosas
buenas y esta vez era el hecho de entrar en ese bar que olía a
tapas y bocadillos calientes, un bar típico español, en el que la
gente se aglutina en la barra y las conversaciones se hacen en un
tono bastante alto, un ruido de fondo sordo que te acompaña
mientras desayunas, comes o cenas.
Los dos se decidieron a pedir varias tapas de las que iban a
picotear rápidamente. El juego consistía en llevarse un máximo
de sabores a casa y de forma acelerada, así que pidieron unos
calamares a la romana, unas patatas bravas, un plato de pulpo a
la gallega y un poquito de jamón de jabugo, con dos buenas
cervezas frescas. Acabaron en un cuarto de hora, pagaron y
salieron de allí satisfechos. Ahora se las tendrían que ver con
Catherine Dispenza; no sabían en qué estado podría encontrarse
a la mujer, si querría colaborar tranquilamente o no. Otro de los
problemas era que, si bien estaban casi seguros, no sabían a
ciencia cierta si era ella quien tenía el disquete o no.
Subieron todos al coche de policía. Manu hizo pasar primero a
Laia al asiento trasero, luego a Rosa Puig, y él se sentó el último,
mientras que los otros dos policías se ocupaban de llevarles
hasta el lugar de encuentro. Laia se imaginó que era un poco
como en las películas, seguro que Manu había sentado a Rosa
Puig entre los dos para que no se escapara, aunque pensó que la
mujer no tenía por qué escaparse y que, pensar así, seguramente
era un defecto profesional suyo.
Los policías se dirigieron hacia la Plaza Urquinaona y bajaron
por la Vía Layetana.
Como aparcar cerca del Museo Picasso iba a ser difícil, lo
hicieron delante de la comisaría de la misma calle. Cuando el
policía que vigilaba la entrada los vio, hizo el ademán de dirigirse
a ellos, pero el que estaba al lado del conductor le hizo un gesto
que Laia no comprendió y éste les dejó aparcar sin problema.
Bajaron todos del coche y descendieron el trozo de la calle que
les quedaba hasta llegar al cruce que les llevaría, a la izquierda,
en dirección al museo.
Uno de los policías pidió confirmación a Rosa Puig sobre el
lugar en el que se habían dado cita y, una vez confirmado, dejó
de lado a la periodista y reunió a los otros.
Les dijo que el restaurante daba a dos calles, la primera era la
que llevaba hacia el museo y la otra una callejuela del barrio; lo
mejor sería que Rosa Puig entrara en primer lugar, dos de ellos
tras ella y los otros por la puerta de la calle pequeña. No
pensaban que la mujer fuera a oponer resistencia, pero tenían
que contar con todos los parámetros posibles. Así que dijeron a
Rosa lo que iban a hacer y ésta accedió.
—Pero ¿yo qué hago, exactamente?

—Ud. entra y, si la Sra. Dispenza ya ha llegado, se dirige a la


mesa donde esté, si no... ¿habían reservado?
—Sí, sí.

—Si no, se dirige a la barra y que le indiquen la mesa, se sienta


y la espera. Nosotros estaremos cerca.
—De acuerdo —asintió.
Continuaron caminando, ya estaban cerca del restaurante. Los
otros dos policías se dispersaron y se dirigieron hacia la entrada
de la otra calle. Manu y Laia siguieron a Rosa Puig. Laia le cedió el
paso a la entrada del restaurante y la mujer le lanzó una mirada
entre seductora y desafiante, a la que Laia hizo caso omiso.
Era un restaurante típico catalán y en todas las mesas había
unos platitos de barro cocido con varios tomates y ajos, al lado la
sal, una aceitera y una vinagrera, todo para que cuando trajeran
las tostadas de pan bien grueso los comensales se pudiesen
hacer a su gusto el pan con tomate. Todo decorado con madera,
incluso la barra, de un estilo antiguo pero muy acogedor, con
manteles a cuadros rojos y blancos y los cubiertos ya preparados
en las pocas mesas vacías que quedaban. Echaron un vistazo
rápido. De todas maneras, la única que podría reconocer a
Catherine antes de que se sentase con Rosa o de que esta se
dirigiera a ella, era Laia, que pensó un instante qué iba a pensar
la mujer al verla. La camarera hizo pasar por delante de sus
narices dos suculentos platos de butifarra con judías y otro, en el
antebrazo, de tostadas. Aunque los dos españoles ya no estaban
hambrientos, los siguieron con la mirada un instante.
Catherine Dispenza no había acudido todavía a la cita. Rosa
Puig hizo como le dijeron; se dirigió a la barra y un camarero la
acompañó hasta una mesa de cuatro plazas, situada en uno de
los rincones del restaurante. Rosa se sentó junto a la pared y
pidió un vasito de vino para esperar a Catherine. Los otros dos
policías se sentaron en una de las mesas vacías cercana a la de la
mujer, una mesa sin mantel, que indicaba que uno podía hacer el
aperitivo o tomarse algo sin necesidad de pedir el menú o comer.
Manu y Laia se sentaron en la barra, junto a la otra puerta.
Todos estaban a la espera, hasta que una mujer abrió la puerta
de la entrada principal como pudo, pues tenía las manos
ocupadas con varias bolsas de compras portadoras de las
insignias de las tiendas más caras de Barcelona y un bolso al
hombro. Aunque llevaba gafas de sol Laia la reconoció enseguida
y procuró no mirarla para que la mujer no se diese cuenta de que
la estaban esperando.
Laia pensó un instante que era una mujer guapa, con un cierto
encanto y una clase natural, sintió un vaivén de celos al pensar
que era la ex de Marion. Marion, ¿qué sería de
d e ella?
Rosa le dirigió un signo con la man o que quería decir “estoy
aquí”, Catherine sonrió  y se dirigió hacia ella. Un camarero le
preguntó si podía ayudarla con las bolsas y la mujer le dio las
gracias con un marcado acento francés. El muchacho la siguió y
se las dejó junto a la mesa.
Los policías que se habían sentado en la mesa contigua
miraron a Manu, que comprendió que ellos iban a esperar
mientras que la muchacha y el comisario pasaban a la acción.
Catherine besó tres veces a Rosa Puig y se sentó frente a ella.
Laia y Manu atravesaron el restaurante, Manu se sentó junto a
Catherine, Laia junto a Rosa.
CAPÍTULO XXX
24 de marzo — Viernes - El disquete

La mujer los miró sorprendida y luego reconoció a Laia. Habló


en francés.
—¿Qué quiere decir esto? ¡Me voy para no verla y me la
encuentro hasta en la sopa! —dijo exaltada mirando a Rosa—.
¿Qué hace Ud. aquí? —preguntó a Laia.
Si los franceses normalmente se llaman de Ud. por educación,
esta vez, por el tono empleado, Catherine lo hizo también para
tratar a Laia de niñata. Laia no dijo nada y miró a Manu, que ya
había puesto su placa encima de la mesa, de la manera más
discreta posible.
—Policía, Sra. Dispenza. Soy el comisario Puentes, tiene algo
en su posesión que queremos recuperar, algo que, cómo
podríamos decirlo, ¿tomó prestado?, eso, tomó prestado del
piso de la Srta. Mornay esta misma mañana. Yo diría que sin su
permiso, de la misma manera que entró en su casa, así que no le
vamos a dar vueltas a la cosa: o nos da el sobre aquí mismo o nos
acompaña a la comisaría en dos minutos, le dejo elegir.
—Oiga, conozco mis derechos, quisiera saber qué está
pasando, qué tiene de importante el dichoso sobre además de
un libro manoseado —miró a Laia— y unos discos compactos. No
me dirán que para eso me siguen hasta Barcelona y que encima
tengo que aguantar la presencia de... ¿'cómo diría yo ahora? ¿La
nueva amiguita de Marión?
—Oiga, cálmese o... —dijo Laia, que empezaba a sentir un
calor que le invadía la cara, poniéndose un mechón de pelo
detrás de la oreja. La actitud despectiva de Catherine la estaba
poniendo pero que muy nerviosa, se dijo.
—Señora, que sea su amiguita o no, como Ud. dice, no es de su
incumbencia. Como veo que no tiene muchas ganas de
colaborar, me parece que nos va a acompañar.
a compañar.
—No, no, si de hecho no me importan nada sus vidas, para lo
que van a durar juntas... o ¿es que piensas que eres su estilo? —
Se dirigió a Laia. Mientras, cogió el bolso y se lo puso en el
regazo—. Aquí tienen el dichoso sobre —afirmó, mientras lo
plantaba sobre la mesa.
Manu puso la mano encima rápidamente y lo deslizó sobre la
mesa, pasándoselo a Laia. La chica lo cogió, lo abrió, se paró un
instante en el logotipo del periódico que estaba impreso sobre él
y luego continuó, sacó lo que contenía y lo puso delicadamente
encima de la mesa: varios compactos sin marca, composiciones
de música que ella misma había grabado y el dichoso libro. Lo
ojeó y entre las páginas del final estaba el disquete, lo miró un
instante y se dirigió a Manu.
—Es éste —y se volvió a poner un mechón de pelo detrás de la
oreja.
—Venga, vámonos —dijo Manu mientras se levantaba.

—Oiga, oiga, un momento. ¿Me puede decir por qué es tan


importante el disquete? ¿Qué tiene que ver Marion en todo
esto?
—Eso no es asunto suyo, señora, y la próxima vez no se
apropie de lo que no le pertenece. Que tengan un buen día. —
Estrechó la mano de Rosa Puig y le dio las gracias por su
colaboración.
Guando se iban, Catherine cogió a Laia por la muñeca. Los
otros dos policías se acercaron con un gesto rápido.
—No pasa nada —les dijo Laia—. ¿Qué quiere?

—Escucha, tú no eres su estilo, ¿me oyes?, sólo es una


aventura.
—Y ¿usted sí lo es?, si lo hubiese sido seguiría estando con ella,
si soy su estilo o no es cosa de Marion, no suya, adiós — dijo Laia
severamente.
Laia, Manu y los otros dos policías salieron a toda velocidad
para dirigirse al coche y luego a la comisaría, hacerse con el
primer ordenador disponible y enviar una copia del contenido
del disquete a Francia.
Mientras tanto, en el restaurante, Rosa Puig explicaba a
Catherine lo sucedido; no acababan de comprender lo que había
pasado. Una lágrima rodó por la mejilla de Catherine, que secó
con elegancia sacando un pañuelo de seda de uno de sus
bolsillos.
Su amiga la consoló como pudo.
Desde el coche, Manu llamó a Philippe y le dijo que ya lo
tenían, en media hora como máximo la información debería
estar en sus manos y después se dirigirían al aeropuerto para
volver a París. Preguntó si había novedades, sobre todo de
Marion. Eran las cuatro menos diez, pensó que si se daban prisa
podrían encontrar un vuelo entre las cinco y las seis de la tarde.
Manu explicó a Laia lo que le había dicho Philippe: todavía no
conocían el paradero de Marion, el terrorista se la había llevado
en su propio coche. Habían contactado la empresa para la que el
terrorista trabajaba; sus papeles estaban en regla pero su
dirección era falsa. Nunca les había hecho falta su número de
teléfono porque el hombre siempre había sido muy cumplidor en
su trabajo y nunca había estado enfermo ni nada de ese tipo, por
lo tanto no podían saber tampoco qué médico lo podría haber
visitado, para ver si por ahí hubiesen obtenido más información
gracias a los ficheros de la Seguridad Social. Habían enviado su
foto por todo el espacio Schengen y estaban interrogando a la
gente que trabajaba con él, así como a los que trabajaban con
Marion.
Llegaron a la comisaría y desalojaron rápido al policía que
estaba navegando con el único ordenador conectado a Internet.
—Te dejo hacer, voy a ver dónde he puesto la tarjeta de
Philippe con su dirección — dijo Manu.
—Sin problema —respondió Laia.

La chica se hizo rápidamente con el ordenador, insertó el


disquete en el lector y echó una ojeada. Efectivamente, había
podido guardar los últimos veinte mensajes y todos los
contactos. Abrió su mensajería privada, compuso un pequeño
mensaje en el que decía a Philippe que ahí estaban los datos que
estaba esperando, insertó un fichero adjunto, pidió la dirección a
Manu, que ya tenía la tarjeta en la mano, y se la dictó. Se
aseguraron de que fuese la buena y envió el mensaje.
—Ya está—dijo la chica, girando su cabeza hacia atrás para ver
a Manu.
—Vamos a echarle un vistazo —dijo éste.

—De acuerdo.

La chica abrió el explorador y aparecieron los ficheros con los


mensajes. Los abrieron uno a uno, desde el más antiguo hasta el
más reciente e iban leyendo al mismo tiempo. Estaba claro,
Karim o Kamel había preparado papeles, desde el Ministerio,
para tres personas, pero ¿para quién? ¿qué papeles?, ¿tarjetas
de residente?, ¿visados? Los mensajes no eran explícitos, más
bien ambiguos, las conclusiones que podían sacar a primera vista
no les daban muchas más pistas.
Cogieron el disquete; Manu dio las gracias a los compañeros
presentes y luego pidió a los otros dos que les acompañaran al
aeropuerto.
Pusieron en marcha la sirena y tomaron el cinturón del litoral.
Laia iba mirando el mar y las palmeras por la ventanilla; se dijo
que aquello era conducir con pericia, pues por momentos
pasaban a centímetros de los otros coches que estaban en los
embotellamientos. En unos veinte minutos llegaron al
aeropuerto.
Los dos policías les desearon suerte; se dieron media vuelta,
volvieron a subir al coche y se fueron. Laia siguió a Manu hasta la
taquilla, donde el hombre explicó quién era y que necesitaba dos
billetes para el primer vuelo a París. Los obtuvo para las cinco y
media. Debían embarcar en unos diez minutos. Así lo hicieron y
se encontraron de repente despegando hacia Francia.
CAPÍTULO XXXI
24 de marzo - Viernes — La trastienda de Kamel

Calculó que debía tener para un par de horas hasta que la


periodista se despertase.
Conducía con prudencia, aunque por momentos le daban
ganas de probar lo que el coche tenía en las tripas, pero ése no
era el momento, acababa de cruzarse con otro coche más de la
secreta. Tenía que darse prisa, en poco tiempo estarían
buscando el coche por todo París y alrededores, cualquier policía
tendría la matrícula en sus narices en menos de una hora.
Encendió la radio para ver si decían algo sobre él o la periodista
pero no hubo novedades. Se dijo que el coche era demasiado
llamativo para aproximarse a su trastienda, su cuartillo trastero,
el lugar donde quería encerrar a Marion.
Dio unas vueltas con el coche en uno de los apareamientos
cercanos al Sena. A esas horas la gente salía a comer, pero
normalmente no cogían los vehículos. Todo parecía bastante
tranquilo. Vio un coche que le resultó interesante: de una marca
popular, pequeño, gris y mucho más viejo y sucio. Dejó el Audi
un poco más lejos, se bajó del coche, presionó el botón y luego
se aseguró con la mano de que el maletero estuviera bien
cerrado, dio unos pequeños golpecitos y dijo “duerme bien” en
voz baja, dirigiéndose a Marion de manera cínica. Miró a su
alrededor, podía actuar tranquilamente, pegó un golpe con el
antebrazo en el cristal de la ventanilla del coche, que cedió en
mil pequeños pedazos, de esos que no cortan. Tiró del seguro y
entró en él, se inclinó y arrancó una parte plástica de debajo del
volante. Se irguió y echó una ojeada al otro coche, que seguía en
su sitio. En dos minutos había arrancado unos cables que peló
con los dientes y cruzó. El motor del coche rugió. Hizo marcha
atrás y salió del sitio donde estaba aparcado, marcado por dos
líneas blancas. Acercó su nuevo vehículo prestado al de la mujer,
de tal manera que los dos maleteros se situaron uno frente a
otro, tiró de una palanquita situada a la izquierda del volante y se
oyó cómo se abría el maletero, salió y lo levantó. Luego presionó
la llave del Audi, abrió la gran puerta y observó un instante a la
periodista amordazada. No tenía las caderas lo bastante anchas
para ser una buena madre. Le bajó el vestido hasta las rodillas, la
cogió, dio media vuelta y la dejó caer, de manera más suave esta
vez, en el maletero del otro coche.
Se puso al volante y lo aparcó un poco más lejos, donde no
molestara cuando hiciese la maniobra para aparcar el negro en
su lugar. Se bajó, se dirigió al Audi y lo aparcó en el lugar del que
acababa de robar. Con algunas patadas esparció los cristales de
la ventanilla rota bajo los otros coches aparcados en los laterales,
presionó el botón de cierre y lanzó las llaves al río de un gesto
brusco pero eficaz.
Se dirigió, ahora más tranquilo, hacia su trastienda. Tenía unos
veinte minutos de trayecto y quería dar varias vueltas al barrio
para asegurarse de que todo iba bien.
Siguió un itinerario más complejo que el que habría seguido de
costumbre, pero se sentía más seguro en calles poco transitadas
que en grandes avenidas. Se paró en el último semáforo; pronto
iba a girar a la derecha y tendría su barrio frente a él. Cada cien o
doscientos metros observaba a grupos de jóvenes de su mismo
origen, todos hombres, con sus gorras de béisbol, ropa deportiva
cara y teléfonos móviles de última generación.
Se decía que les hacía falta un líder religioso para sacarlos de
allí, no tenían nada con qué ocuparse en ese lugar: los comercios
habían cerrado a causa de la manifiesta violencia que aumentaba
cada día, no había un solo cine, una biblioteca, un lugar de culto,
sólo asfalto. Vio algunas carcasas de coches quemados, no tenían
otra cosa que hacer, les estaba pasando lo mismo que a su
hermano Kamel, les faltaba un guía, estaban perdiendo la fe.
Aparcó delante del edificio, desconectó los cables del coche y
los dejó colgando. Se situó bajo los porches que abrigaban los
comercios cerrados, con las puertas metálicas llenas de pintadas.
Se acercó lo máximo posible a la entrada de su inmueble, a unos
seis metros de ella. Luego tendría que dirigirse con la mujer a
cuestas hacia las escaleras que le llevarían al laberinto en el que
se encontraba la trastienda. Bajó del coche, miró a su alrededor
y, como no había nadie cerca, sino grupos a unos cuarenta
metros, se decidió a pasar rápidamente a la acción. Si se daba
prisa nadie se daría cuenta de lo que transportaba al hombro. La
cerradura de la puerta de entrada estaba rota desde que él se
había instalado en aquel lugar, así que no necesitaba preparar las
llaves antes. Abrió el maletero, cogió a Marion por debajo de los
hombros y en dos movimientos cargó con ella. La muchacha
emitió una especie de gemido cuando el hombro de Kamel
golpeó sus pulmones. Pasaron la entrada y se precipitó hacia las
escaleras que llevaban al subsuelo, prácticamente a oscuras,
pues habían robado más de dos tercios de las bombillas; llegó al
tercer nivel, abrió la puerta, se paró un momento para escuchar,
oyó voces a lo lejos, gritos apagados de una muchacha: debía
tratarse de una violación colectiva, pensó, lo que llamaban una
“ronda”. De toda formas Kamel no pensaba  intervenir,
seguramente era una de esas zorras que se lo tenía bien
merecido.
El día anterior todas esas malditas traidoras se habían
manifestado; se alegró de haber alejado a su hermana de ese
ambiente que le habría desviado del buen camino.
Hacía unos meses, un hombre había decidido quemar a una de
ellas para dar ejemplo.
La muchacha era la más guapa del barrio, demasiado guapa, y
lo mostraba sin ningún pudor. Quería ir a la universidad, como su
propia hermana y, aparentemente, había decidido rebelarse
contra los hombres, los miraba desafiante. Ese hecho había sido
la causa de todo ese movimiento, desde ese día las mujeres
pasaron a la acción y se constituyeron asociaciones y grupos de
defensa. Habían desfilado el día anterior con el eslogan “ni putas
ni sumisas”. Era una vergüenza, según Kamel; las tendrían que
lapidar a todas como en Afganistán, donde él se había
entrenado, para que perdiesen las ganas de andarse con
tonterías y desobedecer a la voz divina.
Llegó hasta la trastienda zigzagueando, sacó las llaves de su
bolsillo, que estaban atadas con una cadenita al interior del
mismo. Con la misma mano buscó la buena, la encontró, la
introdujo en la cerradura y dio dos vueltas hacia la izquierda. Se
oyeron ceder los tres puntos de cierre de la puerta, apretó el
interruptor de la luz, entró y cerró detrás suyo.
La periodista seguía dormida, pero no tardaría mucho en
despertarse, según sus cálculos. Le debían quedar media hora o
cuarenta minutos escasos de buen sueño antes de que empezase
su pesadilla, se dijo Kamel, que empezaba a tener hambre.
Debían ser cerca de la una del mediodía, sentó a la muchacha en
el suelo y la ató con las manos detrás de la espalda a una de las
enormes anillas de acero que había fijado a la pared.
Comprobó que estuviera bien amordazada y se fue, echando la
llave. De todas formas, la trastienda estaba insonorizada y no
podría abrirla desde el interior sin las llaves.
Kamel subió al coche, cruzó de nuevo los cables y el motor
rugió. Se dispuso a abandonarlo a un kilómetro del lugar, más o
menos, en algún sitio en el que los jóvenes no tardarían mucho
en tomar posesión de él y lo estrellarían en algún lugar,
simulando un robo cualquiera, si lo encontraba la policía. Así lo
hizo, dejándolo bien a la vista de un grupo que ya lo estaba
observando bajar del coche. Luego se dirigió hacia el único bar
abierto de los alrededores, que le pillaba de vuelta a casa. Pidió
un kebab con salsa picante y un cucurucho de patatas fritas que
se comió allí mismo. Compró una botella de agua y se dispuso a
tener una conversación con la periodista.
Bajó a los sótanos. Al entrar en el tercer subsuelo alguien
tropezó a toda velocidad contra él y gritó aterrorizado. Kamel la
apartó de un empujón. Seguro que era la chica de la “ronda”, sus
ropas estaban desgarradas y su cara era un amasijo de piel, pelo
y sangre. La muchacha siguió su camino a toda velocidad.
Kamel llegó a su puerta, escuchó un instante, ningún ruido.
Entró y apretó el interruptor, vio cómo los ojos de Marion se
dirigían hacia él mientras se acostumbraban a la luz. La chica
forcejeó intentando moverse, pero le resultó imposible. El
hombre cogió el taburete que había debajo de la mesita, se
sentó en él y observó a Marión sin decir nada durante, al menos,
veinte minutos.
Al final Kamel se decidió a hablar, con un aire omnipotente, a
sabiendas de que tenía el control absoluto de la situación. La
trastienda, con sus diez metros cuadrados, la chica amordazada y
su propia situación física con respecto a ella, es decir, mirándola
desde arriba, le hicieron sentir más fuerte aún, más seguro de
que hacía lo que debía. No tenía nada que perder, pero lo mejor
era hablar con inteligencia e intentar saber un máximo de cosas
antes de desembarazarse de ella.
—Bueno, ¿cómo explicarte para que comprendas? Te has
metido en mi vida sin que nadie te lo pidiese. Ahora te debes
estar dando cuenta de lo que eso significa, yo no me hubiese
metido en la tuya si tu no lo hubieses hecho. Supongo que estás
dispuesta a asumir las consecuencias, de hecho ya lo estás
haciendo, ¿eh? —y soltó una carcajada. Para empezar te voy a
advertir de algo: la trastienda está debidamente insonorizada, un
trabajo de profesional, yo mismo me he ocupado, estás a un
montón de metros bajo tierra, así que nadie podría oírte aunque
gritases. La puerta está blindada, yo estoy armado e, incluso sin
armas, soy más fuerte que tú, soy un hombre. Lo que quiero que
entiendas es que lo tienes todo contra ti, así que más vale que
seas buena y colabores. Te voy a hacer algunas preguntas y más
vale que no intentes darme respuestas incoherentes o que sean
mentira. Por cada una de ellas te romperé un hueso —e hizo un
gesto imitando la ruptura de un trozo de madera. Te las voy a
hacer despacio, me vas a escuchar primero y luego me
responderás.
Marion sentía escalofríos, sólo se acordaba de haber abierto la
puerta de su casa, después una especie de mazazo que le golpeó
en la cabeza. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde
entonces, ni qué estaba haciendo allí. Pensó en Laia; ése debía
ser el hombre que la estaba asediando, ese debía ser el terrorista
que estaban buscando por todas partes, vaya paradoja, lo tenía
delante de sus narices y no podía hacer nada.
Lo peor es que su cara le decía algo, lo había visto antes, en
algún sitio pero ¿dónde?, ¿quién era aquel tipo?, ¿cumpliría sus
promesas?, ¿la mataría rompiéndole todos los huesos?
Probablemente sí, si era ese tipo tan temido y adiestrado en los
campos de Chechenia, Afganistán y quién sabe dónde más, no
iba a tener piedad de ella. Le vino a la cabeza la imagen de la
playa, la playa con Laia, un día soleado, cosa que probablemente
no viviría nunca.
—¿Me estás oyendo? No me mires a la cara mientras te hablo,
sólo asiente con la cabeza. —Kamel no podía soportar más la
mirada desafiante de una mujer sin tener ganas de castigarla por
lo que era.
Marion asintió con la cabeza sin mirarlo; se preguntaba cuál
sería la estrategia a seguir para seguir con vida o, al menos,
ganar tiempo.
—Venga, empecemos, Srta. Marion Mornay, o ¿debo decir
señora? ¿También os casáis entre vosotras? Zorras
degeneradas...
¿Cómo sabía ese tipo su nombre? Y además debía conocer la
historia con Laia; si no, no hubiese dicho lo de casarse.
Pregunta número uno: ¿dónde está el disquete?
Pregunta número dos: ¿quién lo tiene?
Pregunta número tres: ¿quién conoce su existencia?
Era el tipo de las fotos, lo veía saliendo detrás de Laia del
Ministerio, debía trabajar con ella, todo empezaba a encajar, ése
era el asesino del parque, el que pensó que le hubiese gustado a
Val. ¿Cómo no habían pensado antes en alguien que trabajara
con Laia? No habían tenido tiempo, no hacía ni veinticuatro
horas que se conocían, todo había ido demasiado rápido.
—Ahora te voy a quitar la mordaza; como debes tener sed te
daré un poco de agua para que tu preciosa garganta emita una
voz nítida cuando me respondas, ¿vale?
Marion asintió con la cabeza.
Kamel se levantó muy despacio. En tres pasos llegó hasta ella,
se paró un instante delante, sus genitales estaban a cinco
centímetros de la boca amordazada de Marion.
Hizo un gesto obsceno, como de penetración, como si Marion
le estuviera haciendo una felación; la cogió por la nuca, Marion
sintió náuseas, el hombre se apartó un poco y deshizo
lentamente el nudo. Dejó su boca libre, dio dos pasos hacia
atrás, cogió la botella de agua, la abrió e inclinó la cabeza de
Marion hacia atrás. Ella evitó mirarle a los ojos, y Kamel le vertió
un chorro de agua en la boca, sin acercarle la botella, desde su
altura. Marion bebió lo que pudo, el resto del agua mojó el
vestido. Se acababa de dar cuenta de que llevaba un vestido que
hacía tiempo que no se ponía. El hombre la había desnudado y
vestido de nuevo. Se sintió perturbada, no sabía lo que le había
hecho durante todo ese tiempo en el que estuvo inconsciente.
Movió discretamente sus nalgas, no sintió dolor, quizás no la
había tocado.
Kamel se sentó de nuevo en el taburete.
—No tenemos todo el tiempo del mundo, responde ahora.
—Escuche, no tengo ni idea de quién es usted, le juro que no
sé de qué me está hablando. Si en sus palabras hace referencia a
mi amiga, debo decirle que la conozco desde anoche, nunca he
oído hablar de un disquete, quizás si me da más pistas sobre lo
que quiere saber podré ayudarle, pero estoy completamente
desorientada, no sé ni qué hago aquí, ni quién es usted, ni de
qué me habla...
—Me parece que te voy a tener que romper un hueso. No, no
me gustan las mentirosas de tu tipo, os creéis superiores a los
hombres, con todos los derechos. Putas occidentales. Tu género
debería desaparecer. Pero te voy a dar otra oportunidad. Sé que
estabas investigando sobre el asesinato del parque y que tenías
indicios, así que explícame un poco más, ¿vale?
Se levantó, haciendo que el taburete se cayera, y le asestó una
patada en el vientre.
Marion gimió y se quedó sin respiración algunos segundos, que
le parecieron una eternidad.
—Oiga, de verdad, no tiene por qué brutalizarme, le diré lo
que sé.
—Brutalizarme —repitió Kamel, riéndose de ella —. Así es
como habláis las tías con dinero, me das asco. Venga, habla.
¿Cómo sabía que ella estaba investigando sobre el asunto del
parque?, se preguntó Marion.
—Bueno, sí, estaba intentando saber qué era lo que había
pasado en el parque. Yo estaba haciendo deporte ese día y casi
tropiezo con la chica que estaba al lado del hombre al que
mataron, seguramente debería decir “mató”, porque fue usted
quien lo mató, ¿no? —La observación hizo que Marion se llevara
un puñetazo cerca de la frente.
—A mí no me vengas con ironías, claro que fui yo, sólo que no
quería matarlo, pero poco importa, uno menos de los vuestros.
Sigue.
Marion empezó a verlo todo un poco rojo, seguramente tenía
la ceja rota y la sangre
sa ngre le estaba cubriendo un ojo.
—Pensé —y sintió el gusto ferroso de su sangre que le entraba
por la comisura de los labios—, pensé que era la muchacha quien
lo había matado y la seguí, intenté averiguar quién era. —Marion
no quería pronunciar el nombre de Laia hasta que él no lo
hiciera, de todas formas iba a matarla—. La seguí varias veces
con el coche, cogí su matrícula, de la cual no pude averiguar
nada, y me la encontré anoche, mientras estaba con una colega,
en un bar, por casualidad. Aproveché la ocasión para invitarla a
tomar algo y poder sacarle información, cosa que no conseguí. La
muchacha es totalmente hermética y estaba aterrorizada por
unos mensajes que recibía, a tal punto que decidió irse de
vacaciones a la República Dominicana. Salía esta mañana...
Marion pensó que lo que decía era lógico y que, al no ser que
el hombre supiera más cosas, no sabría si le estaba diciendo la
verdad o no. Decirle que Laia estaba aterrorizada significaría para
él que la muchacha no habría actuado mucho más de lo que él
pensaba, y que se iba de vacaciones le impediría buscarla para
matarla.
Kamel no dijo nada durante cinco minutos. Pensaba y pensaba,
intentando saber si lo que Marion le decía era cierto o no. Era
lógico, pero quizás Laia se hubiese atrevido a decirle la verdad.
Esbozó una sonrisa al pensar que la había aterrorizado; se había
salido con la suya y eso le había hecho ganar tiempo, como
estaba previsto.
Mientras que el hombre no decía nada, el cerebro de Marion
estaba en plena ebullición. La única manera de que supiese que
ella estaba investigando sobre el homicidio del parque era que el
hombre tuviese algún contacto en el periódico o que hubiese
visto las fotos en su casa. No, las fotos no, Laia se las había
llevado todas.
Entonces ¿cómo? Marion buscaba sin demora una respuesta.
“Y que tenías indicios”, había dicho el hombre. “Indicios”, la
palabra le golpeaba la cabeza sin parar. No, no es posible. A la
única persona a la que había hablado del asunto había sido a Val.
Val, que llevaba una relación extraña con un hombre de origen
magrebí desde hacía un cierto tiempo. Un tipo que no quería que
la relación se descubriese. No era posible. Tendría que
intentarlo, ver qué cara ponía el hombre. ¿Cómo era posible que
Val se hubiese dejado embarcar en una historia de ese tipo?
¿Cómo no había ido más lejos? Intentar saber quién era ese tipo,
dónde vivía, de dónde venía. Quizás era sólo una coincidencia,
pero Marión sabía que su instinto le fallaba pocas veces. Después
de todo, Val nunca había tenido suerte con los hombres, no era
muy agraciada y las malas experiencias la habían convertido en
alguien desesperado en busca de amor. Se había obsesionado
con tener un marido, pensando que el tiempo de tener hijos se le
estaba pasando.
Kamel miró el reloj suspendido en la pared. Eran las cuatro de
la tarde, mañana era el gran día, tendría que prepararse, rezar
toda la noche para entregarse a Dios en paz y levantarse pronto.
Tenía que estar en la estación de autocares a las siete de la
mañana, preparar aún la parte de explosivos que debería llevar
con él. Todavía tenía tiempo que enseñarle a esa puta lo que era
un hombre, le estaban subiendo por las piernas unas ganas
terribles de sodomizarla y sintió una potente erección. Tenía que
sentirse puro antes de convertirse en un mártir, eso era lo que
decían las reglas: no tenía que comer, beber, fumar o practicar el
sexo un día antes de ir al paraíso. Pero todavía le quedaban dos.
Se tocó la verga dura con la mano derecha y miró a Marion. La
chica, que miraba discretamente, comprendió lo que iba a pasar
y se dijo que tenía que reaccionar y rápido.
r ápido.
—Perdone, ¿le puedo hacer una pregunta? —dijo Marion con
voz sumisa.
—Claro, zorra, pero date prisa porque tengo que enseñarte
algunas cosas todavía —dijo con voz lasciva—. Habla.
—Y... Val, ¿qué opina de todo esto? —y lo miró a los ojos.

La cara de Kamel se descompuso, palideció, sus tonos oscuros


y su piel mate se desvanecieron, perdió la erección. Marión
siguió hablando.
—Lo que no llego a entender es cómo piensa que no van a
atraparle. Mi desaparición ha debido inquietar a un buen
número de personas, a estas alturas la policía debe estar
interrogando a todo el personal del periódico y, por lo que Val
me ha contado, y aunque usted no quería que la relación se
descubriese, ella sí quería saber más cosas. Le ha seguido varias
veces, mientras usted salía de su casa: la primera supo dónde
vivía y pensó que eran sus orígenes modestos lo que le estaba
escondiendo, cosa que, confieso, le pareció muy romántica, y la
segunda, dónde trabaja. Entonces, la cosa se vuelve más simple,
la policía va a investigar sobre los familiares y relaciones del
personal del trabajo y cuando llegue el turno de Val, si no ha
llegado todavía, acabará por decir la verdad y el hecho de que
usted trabaje en el Ministerio añadido a la historia del parque y
lo que la otra muchacha pueda saber, significa que no van a
tardar en llegar hasta usted de un momento a otro.
—¡Maldita puta de mierda! ¡Lo sabía, sabía que una historia
con una mierda de occidental no podía ser cosa simple! —gritó.
Tenía los ojos desencajados, las venas del cuello iban a estallar
de un momento a otro, golpeó con sus puños la mesita, el
taburete y se ensañó a patadas y puñetazos con Marion,
mientras gritaba cosas incomprensibles en árabe, sudaba y
sudaba. Se paró en seco, se dijo que tenía que salir rápido de allí.
Marion estaba medio inconsciente. El hombre le tocó el cuello
intentando encontrar el pulso de la mujer, pensó que estaba
medio muerta y si no era el caso iba a acabar con ella de todas
maneras. Vació en el suelo la bolsa de deporte con la ropa que
había cogido del apartamento de Marion.
Metió rápidamente en el interior varias cosas: tornillos,
destornilladores y unas pequeñas cargas explosivas. Respiró
hondo. Puso la mesa en su sitio, miró el reloj, eran las cuatro y
media, se hizo con dos cuadrados que, a primera vista, parecían
plastilina, de un color blanquecino. Se movió despacio, los puso
sobre la mesa, luego cogió varios cables, bien ordenados en una
de las estanterías, peló los extremos de cuatro de ellos con los
dientes, clavó suavemente las puntas de dos en la goma,
descolgó el reloj del muro, le dio la vuelta e insertó el otro
extremo de los dos largos cables en dos agujeros que había
preparado anteriormente en el mecanismo del reloj. En el otro
extremo de la cajita negra que contenía el mecanismo había dos
agujeritos más, insertó en ellos los otros dos cables y los
extremos de éstos a una especie de pila enorme. Dio vueltas a la
aguja del reloj que aparentemente servía de despertador. El reloj
señalaba las veinticuatro horas del día, puso la alarma a las ocho
de la tarde del día siguiente. Colgó muy despacio el reloj en la
pared y sin tirar de los cables puso el explosivo sobre una
estantería cercana; quería que aquella puta viese el tiempo de
vida que le quedaba.
Cogió la bolsa, pateó de nuevo a Marion, mientras la insultaba,
aunque ésta no oía nada o hacía como si no lo oyera y no sintiese
dolor. Abrió la puerta, miró al exterior, ningún ruido, dejó la luz
encendida para que la periodista se diese cuenta de su suplicio y
cerró la puerta detrás de él. Todo lo que quedaba dentro iba a
estallar mañana por la tarde, así no habría rastro de nada, ni de
la periodista, ni de los papeles, y los daños serían limitados, la
explosión sólo llegaría hasta los dos cuartillos atenientes, no
quería herir a nadie de los de “su pueblo”.
CAPÍTULO XXXII
24 de marzo — Viernes — El ritual

Subió hasta la entrada del edificio y salió apresuradamente a la


calle, nada parecía fuera de lo normal. Caminó unos dos
kilómetros, con la mente ajetreada, hasta que encontró lo que
estaba buscando: una furgoneta donde pasar la noche tranquilo.
Siguió el procedimiento de siempre: se aseguró que nadie lo
observara y de poder pasar desapercibido, arrancó los cables y
los cruzó. Luego se dirigió de nuevo hacia su casa, aparcó la
furgoneta blanca no muy lejos de la entrada, dejó en la parte
trasera la bolsa de deporte y subió a su piso, de todas formas
siempre lo había tenido todo listo para salir corriendo si hacía
falta.
Se hizo con varias bolsas: la primera contenía la ropa que iba a
utilizar al día siguiente; sería abundante: varias camisetas y al
menos dos pantalones para que su cuerpo se esparciera lo
menos posible; la segunda, llena de documentación virgen o
falsa, con una sola foto, la de su hermano muerto.
Los de su pueblo no apreciaban mucho las imágenes, que eran
simples imitaciones de lo que Dios podía hacer, que eran una
ofensa. Arrancó varios papeles de gran tamaño, que contenían
planos, de las paredes de su pequeña habitación, los dobló
cuidadosamente y los metió en la tercera bolsa junto a su libro
sagrado. Miró a su alrededor, de todas formas no había nada
más que pudiese dar indicios a la policía en caso de que llegaran
a encontrar el piso, como había dicho la periodista. Todavía no se
explicaba cómo Valérie le había podido seguir sin que él se diera
cuenta. Quizás lo que dijo la muchacha no era verdad, pero no
podía arriesgarlo todo sin tener la certeza. El simple hecho de
que Marión lo relacionara con Val ya era bastante perturbador.
Ese era un cabo que se le había perdido, y si no lo había podido
controlar desde el principio, no sabía hasta dónde habían podido
ir las cosas: qué era lo que Val había contado, a quién y si alguien
la había escuchado, qué habían hecho con la información o con
qué la habían relacionado.
Las mujeres son la gran tentación que había que evitar, salvo
para reproducirse, ya se lo habían advertido y, ahora se daba
cuenta, en ese aspecto había pecado de orgullo.
Bajó con las bolsas, se cruzó con un vecino al que le deseó
buenas tardes y que respondió sonriente. Abrió la furgoneta,
dejó las bolsas detrás y se dirigió hacia el aparcamiento de un
gran centro comercial, donde aparcó lejos de las lámparas que
empezaban a encenderse. Se instaló en la parte trasera del
vehículo. Iba a descansar un par o tres de horas y después
meditaría y se prepararía para el día siguiente. Se vistió ya con
varias espesuras de ropa, puso la foto de su hermano al lado
izquierdo de su pecho, miró al techo un momento, se le cayó una
sola lágrima, apoyó su cabeza en una de las bolsas y se dispuso a
dormir. Kamel no necesitaba despertador, su reloj interno era
más preciso que cualquier cronómetro, se despertaría cuando lo
había previsto y se prepararía mentalmente hasta el amanecer,
momento en el que se dirigiría hasta la estación de autocares.
La noche empezó a caer; Kamel se durmió.
CAPÍTULO XXXIII
23 y 24 de marzo — Jueves a viernes — G7-P8

Los miembros del G7-P8 habían llegado ya a París en dos


tandas, unos el 23 y los otros el 24 de marzo, y se disponían a
pasar su primera noche en la ciudad. Cena y pequeña gira
turística prevista por el Ministerio de Asuntos Exteriores francés.
Tras algunas visitas, se dirigirían a la primera reunión, el 25 de
marzo, primer día de reunión, en el Palacio de Versalles, a unos
diecisiete kilómetros de la capital.
Todos habían llegado en los majestuosos aviones
presidenciales, impresionantes, con las banderas de sus países
perfectamente estampadas en el fuselaje de los aparatos.
Los servicios especiales de seguridad del estado habían
preparado un enorme despliegue en torno a todas las
personalidades. Una vez que los aviones habían entrado en el
espacio aéreo francés, varios cazas los habían guiado y protegido
hasta los aeropuertos, unos a Orly y los otros a Roissy/Charles de
Gaulle, que ese día habían tenido que arreglárselas para que los
otros vuelos siguieran sus trayectorias con normalidad. Por
seguridad, sólo los altos cargos responsables de ambos
aeropuertos estaban al corriente del día de la llegada de los
aviones, pero ni siquiera de las horas exactas de aterrizaje, lo
que hizo que en el aeropuerto de Orly se colapsaran,
prácticamente, las pistas de aterrizaje. Las autorizaciones para
despegar y aterrizar no llegaban y los pilotos se impacientaban
en sus aparatos, al igual que los pasajeros. 'Iras los cazas,
tomaron el relevo sus compañeros de tierra, y los aviones
presidenciales fueron recibidos y escoltados hasta sus hoteles
con todos los honores diplomáticos y con cortejos de decenas de
coches negros, blindados hasta los dientes.
Los nombres de los hoteles en los cuales iban a residir también
habían sido revelados en el último momento. Los itinerarios para
ir y venir se cambiaron cada día hasta su llegada. Ninguno de
ellos se alojaba en el mismo hotel. Los hombres tenían que
ocuparse de la difícil labor de proteger a esos ocho personajes
las veinticuatro horas del día, al igual que a sus esposas para las
que se habían previsto visitas a los lugares importantes de la
capital, mientras que sus maridos se reunían. El asunto no era
cosa fácil, pues, si bien los servicios de protección lo tenían todo
programado, había que contar con los imprevisibles caprichos de
los unos o las otras, que podían tener ganas repentinas de
tomarse un café en un bar popular o pasearse por un parque no
controlado.
El grupo más inquieto era el G1, el que se ocupaba de la
seguridad del Presidente de los Estados Unidos y su primera
dama, pues eran los que potencialmente estaban más expuestos
a un atentado. Todos los Presidentes, Primeros Ministros y el
Canciller alemán habían venido con su propio equipo de
guardaespaldas, un número limitado de entre cinco personas
para los canadienses, hasta diez para los rusos, que, aunque eran
invitados de honor y no miembros del G7, eran los que hacían
más ostentación de poder. 'Iras los rusos, los americanos
tomaban la segunda posición: ocho marines cuadrados como
armarios no se despegaban de ellos, cinco con el Presidente y
tres para su señora.
Los dos primeros días, el 23 y el 24 de marzo, fueron un poco
duros para todos aquéllos que se ocupaban de su seguridad,
luego se habituaron a sus costumbres y todo entró en una
dinámica más tranquila. Tanto las visitas como los desayunos,
comidas y cenas se sucedían con toda normalidad.
Los agentes franceses hablaban algo entre ellos, aunque nunca
serían indiscretos, pero era evidente que en el G7 no se
compartía el mismo punto de vista sobre todas las cuestiones:
pequeñas reuniones entre algunos de sus miembros se hacían a
escondidas de los otros antes de que la reunión oficial
comenzase. Aquello no era muy católico, pensaron algunos, les
asqueó pensar que estábamos todos gobernados por gente que
ni siquiera eran capaces de jugar limpio entre ellos y eso que
eran un grupo bien reducido.
Si las ocho personas más poderosas del mundo no llegaban a
entenderse, ¿cómo se iba a comprender un planeta entero? Así
iban las cosas, se decían.
CAPÍTULO XXXIV
24 de marzo - Viernes  – Reacción

Los problemas empezaron el 24 de marzo, un día antes de la


reunión. Miembros de la DST9  habían tomado contacto con el
oficial de enlace del G7-P8: un terrorista buscado en todo el
mundo se encontraba en Francia, acaban de pasar al nivel de
alerta más alto, un atentado podría ser inminente contra los
miembros del grupo de gobernantes.
Tendrían que reforzar las medidas de seguridad, más personal
había sido designado rápidamente para enviarlos a los grupos de
protección. El contacto con los servicios secretos de los otros
países había llegado a un punto insoportable, la célula de
contacto llamada Centro de Mando, especialmente creada para
tal acto, parecía un nido de avispas. Los miembros de la policía
que estaba al cargo de esta célula habían perdido dos kilos en un
día y medio, los mensajes criptados no paraban de llegar, con
información vaga sobre el terrorista. El gran despacho con diez
personas, sin incluir la jefa, era un hervidero. Estaban cansados,
llevaban muchas horas sin dormir y recibían una presión
increíble de sus superiores. Se alimentaban de tabaco, café y
pizzas que les llegaban ya frías.
Nadie tenía mucha idea de qué aspecto tenía ese tal Karim
Hassan Moulem; la información más fiable era la que llegaba de
la policía francesa que estaba sobre el terreno y que avanzaba de
manera disciplinada y segura. El hombre acababa de secuestrar a
una periodista, ésa era toda la información que tenían por el
momento, pero quizá lograrían sacar más conclusiones de todo
lo que iba a pasar a continuación siguiendo los acontecimientos
de cerca. La policía judicial estaba, por el momento, acumulando
datos y el análisis no tardaría en llegar.
De todas formas no tenían mucho tiempo, la reunión oficial
empezaba mañana.
Todas las televisiones del mundo estarían en el lugar, todos las
miradas vueltas hacia ellos. Si pasaba algo grave, podrían
despedirse de sus brillantes carreras.
9. Direction de surveillance du territoire (Dirección de vigilancia del Territorio, es
decir los servicios secretos franceses).
CAPÍTULO XXXV
24 de marzo - Viernes  – Souheil

Souheil se sentó; aparentemente la plaza de al lado seguiría


libre durante todo el viaje, que iba a durar unas tres horas hasta
su llegada a Argel. Despegaría en unos minutos del aeropuerto
Queen Alia International, situado en Al Jizah, ciudad jordana no
muy lejos de Amman, la capital.
Llegar desde Gaza hasta el aeropuerto le había costado
sudores, casi trescientos kilómetros de peripecias para sortear
las colonias israelitas. Evitó el suelo de Israel como pudo, para él
significaba poner los pies en el infierno.
La sensación que le produjo el despegue le hizo llorar como un
niño; era la primera vez que cogía un avión. Sólo iba a hacerlo
dos veces en su vida, después iba a morir.
Lloraba la imagen de su madre, que llevaba en el corazón. Se
acordaba de la última conversación.
—Madre, sabes que tengo que hacerlo. En un momento u
otro, alguien tiene que hacer algo para que todo esto se pare y el
mundo sepa que existimos. Ya sé que lo que te pido es
intolerable, pero debes aceptarlo. También sé que es añadirte
aún un desgarro, a mí también me duele la muerte de mis dos
hermanos, la de papá...
—Y la de tu mujer, Souheil, ¿crees que no lo entiendo? Os
prometisteis amor desde la más tierna infancia y así lo hicisteis,
hasta que ese maldito tanque apareció por la esquina aquella
noche, tan de repente... No te sientas culpable de que Dios no se
te llevara a ti en su lugar; cuando decide algo hay una buena
razón, hijo mío, Sawsan descansa en paz. Souheil, escúchame —
dijo, mientras levantaba la cara de su hijo, que acurrucado a sus
piernas lloraba sin gemir, sin emitir un solo ruido —, son muchos
años de guerra sin cese, no podemos más, nadie puede más.
¿Piensas que los del otro lado quieren que esto siga? Los del
gobierno tienen sus intereses, la gente de la calle, los que son
como nosotros no pueden desear algo así para nadie, todo el
mundo es padre, madre o hijo de alguien. ¿Lo entiendes,
Souheil? ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
—Madre, lo entiendo, pero no hay escapatoria, sabes que no
hay manera de salir de aquí, no podemos ni movernos en
nuestras tierras, con controles todos los días, como si fuéramos
todos unos asesinos. Nos han devastado dos casas en menos de
dos años madre; es empezar y volver a empezar eternamente.
Tenemos la playa a pocos kilómetros y no podemos ni ir a
bañarnos, están por todas partes, pero ¿qué les hemos hecho?
Después de todo son nuestras tierras. ¿Qué futuro tienen los
niños aquí?, ¿el mismo que mis hermanos? Madre, no hay
escuelas, no hay cultura, no hay tierra para cultivar pues nada
crece, plantamos y dos días después han construido una colonia
allí donde pusimos nuestras simientes.
—Souheil... No dejes que el odio invada tu corazón, así no se
puede llegar a Dios.
—Ya lo sé, madre, lo único que me importa eres tú. Ya tienes
una parte del dinero; cuando yo haga mi parte, tendrás la otra y
se van a ocupar de ti hasta el final de tus días, te van a cuidar
para que no te pase nada, para que tengas casa y puedas vivir en
paz.
Madre, si el precio soy yo, para que tú vivas tranquila voy a
pagarlo, es lo único que puede garantizármelo. Te quiero, madre.
Tengo que irme.
—Souheil, yo también te quiero, pero ¿cómo decirle a mi
corazón que es la última vez que veo al único hijo que me
queda? —y se abrazó a él llorando.
—Cuídate, madre —dijo el chico y cerró la puerta tras él.
Souheil había pasado toda su infancia en la calle, viendo
atrocidades; cada vez que se ataba a alguien o se hacía un amigo,
la persona desaparecía de su vida al poco tiempo, todo el mundo
moría. Sus dos hermanos murieron el mismo día; él se salvó de
milagro, siempre se salvaba de milagro, como la noche en que su
mujer recibió un mortero en el centro de su cuerpo, allí donde
un nuevo ser acababa de ser engendrado, cosa que no había
contado a su madre para no producirle aún más dolor. Sus dos
hermanos mayores habían muerto por tirar piedras, piedras
contra los tanques blindados de los israelíes que llevaban
asediando su poblado durante dos meses. Vieron la escotilla
levantarse; un soldado surgió de repente del interior, con una
metralleta en la mano, sólo buscó todo aquello que se movía, ni
siquiera vio que eran niños. Todavía podía ver las imágenes que
se gravaron en su memoria para siempre: el hombre que
levantaba el arma y luego que apuntaba al grupo donde estaban,
el soldado gritando en una lengua que él no comprendía, un
ruido espantoso, su hermano mayor girándose hacia él y
abrazándolo. Fueron tres ráfagas, de derecha a izquierda, de
izquierda a derecha y así una vez más. Cuando abrió los ojos se
dio cuenta de que no había un solo ruido y que algo le estaba
aplastando: era su hermano mayor, lleno de sangre, muerto
sobre él, el mediano estaba un poco más lejos, junto a sus
amigos. Un amasijo de carne caliente y sangre. La muerte por
todas partes. Souheil gritó y gritó, como para despertarse de una
pesadilla, hasta que se dio cuenta de que lo que vivía era real.
Sus hermanos tenían diecisiete y catorce años respectivamente;
Souehil tenía diez por aquel entonces.
La azafata le preguntó si deseaba beber algo.
CAPÍTULO XXXVI
24 de marzo — Viernes — París, 19:00 h

Manu y Laia acababan de aterrizar en el aeropuerto parisino


de Roissy/Charles de Gaulle. En unos minutos habrían bajado del
avión y obtendrían más información sobre el estado de la
situación. Laia se impacientaba por obtener más noticias de
Marión. El refuerzo de las medidas de seguridad era flagrante, las
colas en los controles de seguridad enormes. Los dos pasaron
rápidamente gracias a sus acreditaciones diplomáticas.
Se oyeron algunos comentarios diciendo que siempre pasaba
lo mismo; los ricos siempre pasan primero.
Cuando Manu llamó a Philippe, el hombre le dijo que un coche
camuflado, con dos oficiales de policía, les esperaba ya en una de
las salidas del aeropuerto. Las novedades no quería dárselas por
teléfono, de todas formas en media hora se verían, pero tenían
algunas pistas que quizás le llevarían hasta el sospechoso e
incluso hasta Marion.
Con una sola mirada descubrieron el coche que les esperaba
pues casi todos eran iguales, el camuflaje era típico: la misma
marca, casi el mismo modelo, cuatro puertas, grises y con los
vidrios de atrás oscuros. Saludaron a los hombres y subieron al
coche, que aprovechó sus privilegios para llegar en veinticinco
minutos hasta el Centro de Mando, donde Philippe les esperaba.
Laia alucinó al entrar, nunca había visto nada por el estilo, le
presentaron a la responsable de todo ese tinglado, la
Comandante Berne.
—Encantada de conocerle —dijo—, parece ser que es gracias a
usted que quizás podamos impedir algo importante; tenía ganas
de conocerla, pero no me la imaginaba tan joven...
—Igualmente. En efecto, todo esto es culpa mía, por haberme
metido donde no me llamaban; pero, bueno, a lo hecho pecho,
¿no?
—No debe sentirse culpable, ¿sabe? Si usted no hubiera
hurgado un poco, mañana nos habríamos encontrado delante de
una catástrofe que ni siquiera habríamos imaginado, todavía
estamos a tiempo —y le sonrió.
Salieron de aquella sala llena de una decena de personas y
Philippe les condujo hasta una salita de reuniones donde se
dirigieron los cuatro por un estrecho pasillo. El policía francés les
dijo que se iban a sorprender de lo que habían avanzado las
cosas y abrió la puerta. El lugar estaba iluminado por varias luces
ya encendidas y algunas ventanitas, que estaban a unos dos
metros de altura y dejaban entrar un poco de la luz natural del
exterior. El día se estaba acabando. Les esperaba una mesa
rectangular, con varias sillas alrededor y papeles esparcidos
sobre ella. Al fondo había dos personas, que Laia no llegaba a
distinguir aún, pues entró en tercer lugar.
Las dos personas eran Thierry, el compañero de Philippe, y una
mujer cuya cara le decía algo pero no sabía bien dónde la había
visto.
—Sentaos, por favor —dijo Philippe—, a Thierry ya lo conocéis.
Esta señorita se llama Valérie Baland, trabaja con Marion en el
periódico. Gracias a la investigación que nuestros colegas han
hecho sobre el entorno de Marion hemos podido dar con ella,
que nos aporta una información preciosa sobre nuestro hombre.
—Pero ¿usted no es la amiga de Marion? La que estaba la otra
noche con ella en el Double X... —preguntó Laia, que acababa de
acordarse de la escena: la chica diciendo adiós a Marion con el
teléfono en la mano y saliendo del bar.
—La misma. Y, créanme, jamás hubiera imaginado todo esto.
Yo estaba, estoy enamorada de Kamel, bueno Karim, parece ser
que su verdadero nombre es Karim. Lo siento, de veras, lo siento
tanto por Marion. Dios mío, no sé qué puede haber hecho con
ella...
—Cálmese —dijo la Comandante—. Como ya le hemos dicho,
sólo puede ayudarnos con una mente clara y serena; tiene que
mantener la tranquilidad si quiere ayudar a su amiga.
Philippe tomó la palabra.
—Nuestro hombre lleva unos dos años en suelo francés, con
una identidad falsa; no sabemos cómo llegó ni de dónde venía.
Pero, evidentemente, su relación con Valérie no ha sido pura
coincidencia. El hombre buscaba relaciones con personas que
trabajaran en lugares estratégicos; un periódico es un sitio ideal
para estar al corriente de las últimas noticias.
Valérie explotó en gemidos y llantos. Karim la había utilizado
de una manera insospechada. La mujer estaba enamorada de él
y se había cegado, no se había hecho ni una sola pregunta sobre
la vida de Karim y las cosas raras que éste le pedía hacer, como
no desvelar su relación o hacerle preguntas sobre los asuntos en
los que Valérie o sus compañeros trabajaban, cosa que había
achacado a la curiosidad del hombre. Lo primero lo había
atribuido a su religión y a sus orígenes modestos.
Thierry le pasó un pañuelo de papel y miró a Philippe, que iba
a retomar la palabra.
—Bueno, lo que tenemos claro es que el hombre trabaja en el
Ministerio de Asuntos Exteriores, en el servicio de limpieza y
mantenimiento del edificio, otro de los lugares estratégicos al
que quería tener acceso. Nuestros especialistas están analizando
los datos del disquete que nos habéis enviado esta tarde. —
Dirigió su mirada a Laia y Manu —. Esperamos obtener
información útil por ese lado. Respecto al Ministerio, hay poco
más que añadir: nos hemos incautado de todas las cintas de
vídeo del servicio de seguridad, en las que aparece Karim, y otras
con personas que hacen movimientos sospechosos. En tres de
ellas se demuestra con evidencia que el hombre sale sólo unos
instantes después de Laia, lo que nos hace pensar que ésos eran
los momentos en los que te asediaba y, cosa importante, en una
de ellas sale con una bolsa de deporte menos de media hora
antes de que el asesinato del parque se produjese. Lo que nos
indica con claridad que el objetivo eras tú, Laia —y miró a la
chica, que se puso un mechón de pelo detrás de la oreja —, por lo
que pensamos que en los mensajes debe haber información
importante, aunque, según nuestros colegas del análisis, parecen
hablarse en código. La otra información importante os la va a
contar Thierry, pues es él quien se ha ocupado de esa parte.
Laia se cogía la cabeza entre las manos, como si no pudiera
más. Manu le puso la mano en el hombro. Valérie no paraba de
llorar. La Comandante Berne entraba y salía cada cuarto de hora
aproximadamente para comprobar si todo iba bien en el Centro
de Mando. Thierry se dispuso a hablar, sonrió a Laia y luego
retomó un gesto serio, no quería dar falsas esperanzas a la chica.
c hica.
—Hemos intentado hacer lo máximo posible, si tenéis más
ideas o cualquier pequeño detalle sobre ese hombre, por favor,
ponednos al corriente rápidamente. Bueno, prosigo. Desde que
Manu nos lo dijo, hemos seguido la pista del teléfono móvil de
Marión. Nos ha costado un poco porque a las empresas de
telecomunicaciones no les gusta dar información sobre sus
clientes pero lo hemos conseguido. Delante de tales
circunstancias no han tenido nada que decir. Por una vez que es
así... Pues, en efecto, la última llamada recibida a ese número
proviene del teléfono de Laia a las 11.32 de la mañana y la última
llamada que ella pasó, en la que dejó un mensaje, se hizo a las
11.25, siete minutos antes. Todo coincide, el hombre que vio la
mujer de la limpieza del edificio era Karim y nuestros policías, los
que llegaron en primer lugar al piso, lo tuvieron a unos segundos
de distancia. Lástima.
La cara de Laia le exhortaba a seguir, quería que fuera al
a l grano.
—Continúo, continúo. Hemos tenido suerte: el teléfono de
Marion es uno de esos con tecnología GSM y los especialistas de
su proveedor de acceso han cooperado sin problema con los
nuestros. Mientras el teléfono ha estado encendido hemos
podido seguir los movimientos. La traza se borra un momento;
pensamos que es cuando Karim desciende al garaje y coge el
coche de Marion. Seguro que llevaba a la chica con él. Luego se
pasea por las calles de París, estrechas y poco transitadas; estos
movimientos son normales en un individuo de este tipo, que
quiere pasar desapercibido.
—Perdonen —dijo un hombre, que llamó a la puerta y la abrió.
Su cabeza apareció en la sala de reunión, cosa que sorprendió a
la mayoría de ellos. Laia empezó a morderse las uñas —.
Comandante, tiene una llamada personal, ¿qué hacemos?
—Pásemela aquí, por favor.

—Hecho —dijo el hombre y desapareció.

El teléfono sonó y la Comandante se dirigió a él, situado en


una de las esquinas de la sala.
—Hola, cariño —dejaba espacios mientras hablaba, que eran
los que su interlocutor utilizaba —. No, mi vida, lo siento mucho,
pero es que tengo mucho trabajo, tu padre las tiene, va a ir
contigo, ¿vale? Iré la próxima vez, te lo prometo. Yo también —
dijo, y colgó.
—Excúsenme. Los niños. Es el cumpleaños de mi sobrino y le
había regalado dos entradas para ir a ver el partido de mañana
en Lyon. El solo ha cogido el teléfono y me ha llamado. Continúe,
por favor.
—Espere, espere un momento —dijo Laia—. Eso es, me
acuerdo de una conversación con Kamel, o Karim, en el
Ministerio, me dijo que en sus momentos libres era conductor de
autocar, de ésos que llevan a los aficionados a los estadios. Eso
es, me dijo, me dijo: “Soy conductor de ésos que llevan a los
locos del fútbol a los partidos del equipo de aquí y a otros
estadios nacionales si hace falta”...

—Dios mío —dijo Philippe—, el partido de mañana en Lyon. Va


a haber un montón de gente, quizás preparen dos atentados
simultáneos o, en todo caso, el mismo día.
—Me ocupo —dijo la Comandante, mientras se dirigía a salir
de la sala—. Vamos a buscar en todas las empresas que
transporten a los aficionados de París a Lyon mañana.
Todos se quedaron boquiabiertos.
—Bravo, Laia, acabas de marcar un punto enorme —dijo
Thierry.
—Quizás, pero, por favor, continúa con lo del teléfono.

—Bien, pues el hombre nos pasea por París, luego llega al lado
del río y se para allí unos minutos. —La cara de Laia se
descompuso, Thierry se dio cuenta —. No, no, espera a que te
cuente más, lo hemos comprobado, no hay ni una gota de
sangre, ni de pelo, ni de nada en el suelo, hemos explorado el
río, cinco hombres rana han buceado por el sector y otros cinco
han verificado el primer punto donde el río se estrecha: no
hemos encontrado nada. Pienso que por ese lado podemos estar
tranquilos. En esos momentos debió robar un coche, hizo el
cambio del robado por el de Marion, que hemos encontrado
perfectamente aparcado y cerrado en el lugar del que se lo llevó.
Le hemos pasado el peine, las huellas del interior del coche
corresponden a las de Karim y en el maletero hemos encontrado
cabellos, que hemos comprobado con los de los cepillos del piso
de Marión y ambos corresponden: son los suyos.
—Un trabajo magnífico, Thierry—dijo Manu, asintiendo con la
cabeza.
—Cierto —confirmó Philippe—, continúa.
—Pues, bueno, fuimos a la comisaría más cercana,
encontramos varias denuncias de robo de vehículos, una
correspondía al lugar donde el coche de Marion estaba
aparcado. Nuestro hombre no tiene un pelo de tonto; cambió el
coche de Marion por otro que llamara menos la atención: un
modelo corriente, antiguo, gris, un coche pequeño. Lanzamos un
aviso de búsqueda y captura del coche a las cuatro de la tarde; a
las cinco una patrulla urbana dio con él. Enviamos a un equipo de
técnicos que encontraron las huellas de Karim en el interior, pero
esta vez había muchas más huellas superpuestas a las suyas, las
de al menos otras cuatro personas. Hemos comprobado los
ficheros y dos de ellos están fichados, son jóvenes delincuentes
reincidentes, que viven en zonas desfavorecidas. Estamos
intentando encontrarlos pero, por ahora, sus familias no tienen
señales de vida de ellos. De todas formas, son gente
acostumbrada a pasar tres o cuatro días sin ir a casa. Habían
acabado con la gasolina del coche y lo habían estrellado contra
un árbol. Por otro lado, lo interesante es que en el maletero
hemos vuelto a encontrar cabellos que corresponden a los de
Marión, lo que descarta la posibilidad de que la tirara al río, y
ésta es buena señal.
—Y ¿el teléfono? —preguntó Laia impaciente.

—Pues a eso voy, el teléfono nos lleva hasta una zona de las
denominadas “conflictivas”, la Courneuve, ¿la conoces?
—He oído hablar.

—Y de repente la señal desaparece. Tenemos dos opciones: o


bien el hombre apagó el teléfono o bien lo tiró al agua o a algún
sitio por el estilo donde no pueda ser encontrado. Pero dispongo
de esta información desde hace sólo un cuarto de hora. Ya
hemos enviado personal al lugar, el problema es que sea una
zona conflictiva y a estas horas —miró su reloj—  son casi las
nueve de la noche, va a resultar complicado encontrar testigos,
el teléfono o interrogar a quien sea. Los habitantes, o tienen
miedo de las represalias si nos hablan o, simplemente, no
quieren ayudarnos. Eso es todo lo que tenemos por ahora.
CAPÍTULO XXXVII
24 de marzo — Viernes — 17:00 h Marion en la trampa

Marion se despertó de su inconsciencia, respiró, sentía las


magulladuras de los golpes en su cuerpo, estaba sudando, el
lugar la asfixiaba; pese a todo, debía estar contenta pues había
podido evitar lo peor, el hombre estaba dispuesto a violarla y,
seguramente, acabar con ella a golpes más tarde. El problema
que tendría que resolver ahora era cómo salir de ese lugar. Pero
tenía que hacer las cosas por orden; lo primero era desatarse y
tendría que darse prisa, no le gustaba nada la idea de estar
encerrada allí con aquella bomba que iba a estallar en unas
cuantas horas.
Gritó a intervalos de dos o tres minutos durante un cuarto de
hora, nadie respondió.
Intentó prestar atención a los ruidos exteriores durante unos
minutos, nada, sólo oía su respiración. El hombre le debía haber
dicho la verdad, la pieza estaba insonorizada.
Miró a su alrededor, el reloj señalaba las seis menos cuarto de
la tarde, la noche empezaría a caer pronto, cada vez tenía menos
posibilidades de que alguien viniera o la oyese pero incluso si la
cosa resultaba casi imposible tendría que emplear todas sus
fuerzas para intentar buscar ayuda o escaparse del lugar.
Estanterías, una mesa, un taburete, varias cajas con tornillos y
cables y algunas herramientas. Pensó que si pudiera coger los
alicates que estaban sobre la mesa quizás podría cortarse las
cuerdas que le ataban las manos. Intentó durante un buen rato
desatarse moviendo las manos; la cuerda cedía un poco, pero
debían ser milímetros lo que ganaba. Lo intentó con todas sus
fuerzas pero lo único que consiguió fue agotarse.
Comprendió que esa no era la manera de escapar del lugar. El
tiempo iba pasando, tenía la garganta seca, hambre y no paraba
de pensar en Laia, que seguramente estaría en Barcelona, o
quizás había intentado localizarla y, al no conseguirlo, se habría
inquietado por ella y la estarían buscando. Aunque había dicho
que iría al periódico para ver si conseguía información. De todas
formas no tenía que crearse falsas esperanzas. Por si no la
encontraban lo mejor era que se espabilara sola.
Llenó sus pulmones de aire, de ese aire pesado que ocupaba el
lugar. Le volvió a la cabeza la imagen de Laia. Laia besándola,
acariciándola, esa mirada que tenía, Laia dormida en la terraza.
Tenía que hacer algo para que todo aquello continuara; ahora
que había descubierto el amor no iba a dejar que la matasen de
aquella manera. Concéntrate, se dijo; si no, no la verás más.
El taburete. El taburete no estaba muy lejos de sus piernas; si
lograba aproximarlo y lanzarlo contra la mesa, podría hacer caer
los alicates, recuperarlos y así, quizás, consiguiera cortarse las
cuerdas.
Las piernas le dolían, las tenía entumecidas por los golpes,
pero sobre todo por la posición, no sabía cuántas horas llevaba
de esa manera. Las dobló y estiró varias veces como si hiciese
gimnasia. Soltó una carcajada, la situación le parecía ridícula.
Sintió que los brazos le dolían mucho más, sobre todo al nivel de
los hombros, los hizo girar sobre sí mismos varias veces. Como
estaba boca arriba, intentó levantarse un poco del suelo
haciendo fuerza con sus piernas. Dio un pequeño pasito hacia
delante, pero cada centímetro que se alejaba de la anilla que la
mantenía atada era un suplicio, sus hombros no podían resistir
más. Rozó el taburete con uno de los pies, luego con el otro,
pero no era suficiente para atraerlo hacia ella; tendría que
avanzar unos centímetros más.
Descansó un instante, intentando no pensar en el dolor de sus
omoplatos, que parecía que se iban a separar de los músculos de
un momento a otro. Volvió a tomar una buena bocanada de aire
y, gritando, dio un nuevo paso hacia delante. Esta vez había
conseguido atrapar el taburete. Lo mejor sería llevarlo hacia ella
de un golpe seco.
Pensó que no podría soportar hacerlo poco a poco. Si el
taburete caía hacia el lado de la puerta, todo estaría perdido, el
esfuerzo no habría servido para nada. Cerró los ojos, cogió aire,
lo aguantó en sus pulmones, lo expulsó con un nuevo grito, al
mismo tiempo que tiraba del taburete. Sintió un golpe en las
rodillas, abrió los ojos y gritó de nuevo, esta vez de alegría: lo
tenía entre las piernas. Lo atrajo hacia sí, lo atrapó firmemente
con sus muslos, se volvió a levantar un poco y volvió a la posición
de origen. La tensión de los hombros cayó en picado, el dolor de
Marion también. Descansó unos diez minutos.
Ahora el plan consistía en girar su cuerpo unos noventa
grados, con el taburete caído entre las piernas e intentar que
una, o varias, de sus patas llegara a tocar la pata más cercana de
la mesa. Luego golpearía el asiento con los dos pies y con todas
sus fuerzas hasta hacer que los objetos de la mesa se cayeran. O
bien sería eso, o bien sería la mesa entera la que cedería, lo que
le iba a doler un poco más, aunque con un poco de agilidad y,
puesto que estaba bastante alejada, quizás podría evitarla o no
llegaría a tocarla en su caída.
Miró el reloj, eran las siete y diez de la tarde. Había pasado
prácticamente una hora para hacerse con el taburete. Se dijo
que a ese ritmo la bomba iba a explotar y ella estaría todavía
sentada allí, quejándose de su mala suerte, lo que le dio más
aliento y más fuerza aún para seguir intentándolo.
Empezó a girarse hacia su derecha poco a poco, para que el
taburete no se le escapara. Vio un amasijo de ropa en el suelo, al
cual no había prestado atención antes.
Esa ropa era suya. No sabía por qué razón el hombre se la
había robado. Le iría bien, pensó, así podría cambiarse, después
de lavarse la sangre seca de la cara con un poco del agua de la
botella, si no se la bebía entera.
El esfuerzo era enorme, el pelo se le pegaba a la cara con el
sudor y soplaba sacando el labio inferior para proyectarse aire e
intentar despegarse la melena.
Ya estaba de cara a la mesa. Empezó a hacer movimientos con
la pelvis y las piernas para empujar despacio el taburete contra la
mesa. La acción le pareció un poco obscena, pero como estaba a
solas le dio risa.
Había pasado otra media hora y tardó diez minutos más en
encarar dos de las cuatro patas del taburete contra la cara de la
mesa. Entonces separó sus piernas muy despacio de la banqueta,
se le quedaron en forma de V, después las encogió poco a poco,
intentando no rozar el asiento para no cambiar la posición del
banquillo, fue la primera vez que se quejó en su fuero interno de
tener unas piernas tan largas. Cuando las tuvo recogidas contra
ella, avanzó los pies muy despacio contra el asiento e hizo un
poco de presión para asegurarse que las patas del taburete
estaban bien apoyadas contra las de la mesa, retrocedió un poco
y golpeó con todas sus fuerzas. Vio cómo la mesa oscilaba en su
dirección, guardaba su equilibro una fracción de segundo y, por
alguna razón mágica, decidía caer de su lado en lugar de volver
hacia la pared.
No la tocó por unos centímetros y porque Marion, de un gesto
brusco, se movió todo lo que pudo hacia su izquierda.
No veía dónde habían caído los alicates, se puso nerviosa, los
otros objetos estaban demasiado lejos para poder atraparlos,
movió las muñecas doloridas y con los dedos palpó a sus
espaldas. Por una vez había tenido suerte, se habían caído con la
mesa y la inercia los había llevado prácticamente hasta sus
manos. Empujó con los dedos de la mano izquierda como pudo,
volteó los alicates, hasta que finalmente los asió firmemente con
la mano derecha. Elevó su muñeca y abrió y cerró los alicates
muy despacio, tenía miedo de cortarse un dedo o hacerse un
corte en la muñeca. Acababa de atrapar algo duro que no
formaba parte de su cuerpo; cerró un poco y luego un poco más,
su sensibilidad le dijo que aquello era la cuerda, apretó con todas
sus fuerzas. Con una sola mano iba a ser difícil, sentía como la
cuerda daba de sí poco a poco, acabó utilizando una parte de los
alicates como la hoja de un cuchillo, hasta que la cuerda cedió,
tiró de un golpe y sus manos se liberaron.
Marion rió y lloró al mismo tiempo. Eran prácticamente las
nueve de la noche. Se levantó y estiró los brazos hacia delante.
Se bebió medio litro de agua de una sola vez, luego se echó un
poco en la cara, intentando dejar una reserva para más tarde.
Levantó los brazos y se olió las axilas, olía a sudor de una manera
espantosa; se vertió un poco de agua en las manos y se lavó
como pudo.
Miró el amasijo de ropa, de su ropa. Se quitó el vestido, no
llevaba ropa interior.
Dejó que su cuerpo se refrigerara un poco, a pesar del calor
que hacía en ese antro, mientras ponía la mesa en su sitio. Cogió
la ropa que estaba en el suelo. La ropa interior estaba encima de
esa montañita. Se la puso, luego una camisa, que le resultó
demasiado arreglada para la situación, lo que le pareció cómico.
Al levantar los téjanos algo se cayó al suelo; miró: era su móvil.
Se hizo con él rápidamente, pero desgraciadamente no tenía
cobertura; lo dejó enfadada sobre la mesa y se puso los
vaqueros.
Aquel tío había pensado que ella era idiota, pero le iba a
demostrar que no: si lograba sacar los cables hincados en el
explosivo sin que se tocaran mientras estaban en contacto con
él, habría desactivado la bomba, pero lo mejor, pensó, era que si,
en lugar de utilizar un trozo tan grande de explosivo, utilizaba
uno mucho más pequeño y preparaba el mismo mecanismo
 junto a la puerta, la haría saltar. Sólo tenía que ir con mucho
cuidado con las manipulaciones que hacía. La única referencia
que tenía era la de una visita al cuartel de la gendarmería
cercano al periódico, en el que los gendarmes se preparaban
para desactivar bombas. Si la preparaba para que explotara
dándose tiempo a parapetarse detrás de la mesa y todo lo que
pudiera encontrar, quizás podría salir viva de todo ese lío.
Se puso manos a la obra.
CAPÍTULO XXXVIII
24 de marzo - Viernes - La reunión de Argel

Como estaba previsto, tras tres horas de vuelo, un hombre,


Ismail, le estaba esperando a su llegada al aeropuerto de Argel.
No sabía su apellido ni lo sabría nunca, seguramente ni siquiera
era su verdadero nombre. Lo acogió con una mirada grave, pero
al mismo tiempo confidente. El momento se aproximaba, Ismail
también era un mártir que se preparaba para la Jihad10; le
explicó que iban a encontrar al tercer hombre: Aziz.
Souheil notó el acento argelino del hombre; el árabe era
diferente al que hablaban en su país pero de todas formas se
entendieron y, aun así, no tenían muchas cosas que decirse, sólo
tenían que ejecutar el plan.
Atravesaron la ciudad blanca de Argel. Todo estaba
abandonado, las obras a medio hacer, edificios que no habían
acabado de construir, escasos comercios y hombres en la calle,
muchos hombres, casi todos jóvenes. Desde que los franceses se
retiraron, el país había pasado por distintas fases políticas, pero
casi todas iguales.
El gobierno sólo se había ocupado del bienestar de la gente del
gobierno, no del resto.
Los problemas étnicos tenían al país dividido: los Rabiles no se
sentían argelinos y los argelinos no soportaban a los Rabiles, no
lograban entenderse entre ellos.
Aparcaron entre lo que eran dos ruinas, marcharon a pie unos
quinientos metros, entraron en una tienda. Saludaron a los
hombres que trabajaban en ella y uno de ellos les hizo un signo
que significaba que podían pasar. Abrieron la cortinilla. Detrás de
ella, en una silla, les esperaba Aziz.
Le preguntaron si el viaje había ido bien, pues Souheil había
servido de conejillo de indias: llevaba dos cuchillas de afeitar en
la suela de uno de sus zapatos y un trozo de una aleación
metálica en la otra, que no servía para nada, sólo para ver si la
alarma se disparaba en los controles de los aeropuertos. Le
presentaron el arma hecha con el mismo material; Souheil c
Ismail llevarían cada uno una parte con ellos mañana, en las
suelas también. Luego uno iría a los servicios del avión, mientras
el otro haría como si estuviera esperando su turno, montaría el
cañón de ese arma primitiva y lo dejaría en el cuarto de baño al
salir, luego el otro acabaría de montarla con la empuñadura y los
tres proyectiles. Con eso y las cuchillas tendrían suficiente para
llegar en buenas condiciones a París. Aziz acababa su viaje en
Lyon, donde el avión hacía escala; luego los otros dos, dejarían
pasar treinta y cinco minutos antes de actuar, una vez que el
aparato hubiese despegado.
Se lavaron los pies y se dispusieron a hacer los rezos cuando el
sol se iba a poner.
Rezaron durante al menos cuarenta minutos. Luego se
sentaron. Souheil comprendió que los tres camastros que
estaban en el suelo eran para pasar la noche. Lo que chocaba en
aquel lugar era el ordenador, impecablemente instalado en una
esquina, junto a un teléfono. Eso parecía demasiado moderno
para el lugar, no iba con el resto.
Le entregaron sus falsos papeles con el visado en regla, los
visados que Kamel les había hecho llegar.
Luego los hombres entablaron conversación durante un rato;
estaba claro que no iban a cenar, se tenían que entregar puros.
Souheil pensó en su madre e intentó quitarse la imagen de la
cabeza. Los otros hombres no eran como él, sentían un odio
exacerbado contra los occidentales, los llamaban “el diablo”.
Hacer algo como lo que iban a hacer en Francia, haría que
occidente temblara, como ya lo había hecho el 11 de septiembre,
sólo que esta vez sabrían que la amenaza no sólo iba contra los
americanos, sino también contra sus aliados colonialistas, ésos
que habían expoliado el país. Ismail y Aziz querían muertos y
sangre, el número más elevado posible. Pero ellos no iban a
salvar a su madre de la catástrofe palestino-israelí, se decía
Souheil, estaban cegados.
Iban a entregar sus almas sin salvar a nadie; Souheil no llegaba
a comprender el sacrificio. La guerra en Irak atizaba aún más el
fuego. Ellos disponían de armas más o menos democráticas en su
país, entonces ¿por qué no quedarse allí y luchar por los suyos?
El teléfono sonó, uno de los hombres respondió. Confirmó que
estaban listos y colgó.
—Una voz diferente cada vez. Hermanos, pertenecemos a una
infraestructura inteligente, el todopoderoso está con nosotros y
nos está dando los medios para acabar con los infieles y el
sufrimiento de nuestro pueblo. ¡Somos millones! —dijo exaltado,
mientras sacaba de uno de sus bolsillos una foto y la blandía con
orgullo en su mano.
Era la foto de Kamel, los otros no lo reconocieron. Aziz tenía
órdenes de llegar a Lyon y coger un tren que le llevaría a Mâcon,
ciudad a unos sesenta kilómetros de distancia, donde durante la
media hora o tres cuartos que esperaría a Kamel, se espabilaría
para cambiarse en una estación de servicio de la autopista y
disfrazarse de aficionado del equipo de fútbol parisino. Luego
subiría al autocar que les llevaría cerca del estadio. El conductor
sería Kamel, uno de los hombres más activos de la organización.
Sería un honor morir junto a él.
Alrededor de las doce de la noche se acostaron. Souheil no
pudo dormir; su vida desfilaba por su cabeza en forma de
fotogramas lentos: sus hermanos, su padre y su madre, su mujer,
Palestina. Las lágrimas rodaron en silencio por su rostro.
10. Guerra santa en árabe
CAPÍTULO XXXIX
24 de marzo — Viernes — Buscando la luz

Eran prácticamente las diez de la noche cuando una veintena


de policías, vestidos de paisano, entre ellos el capitán Alain
Martin, llegaron a la Courneuve en varios coches camuflados. Los
aparcaron en los alrededores de la dirección que les habían
dado. No disponían de muchas pistas. Según los ficheros el
último incidente grave de esa zona había sido la violación
colectiva de una adolescente en uno de esos edificios, esa misma
tarde.
El capitán Martin y su compañero hicieron como los otros, se
dispersaron por la zona e intentaron detectar la más mínima
pista, cualquier cosa que pudiera parecer extraña. Se
aproximaban a un grupo de jóvenes, por suerte no iban en
uniforme, lo que les daba una oportunidad de salir ilesos de la
situación, sin tener que mostrar las placas ni las armas: les
habían pedido una discreción total, todos los jóvenes llevaban
gorras.
Aunque se aproximaban despacio, andando y haciendo como
si hablasen entre ellos tranquilamente, estaban nerviosos, no
podían ver la cara de los chicos ni adivinar sus intenciones.
Llegaron a cinco metros, dieron las buenas noches, nadie dijo
nada, pidieron perdón para poder pasar en medio del grupo,
nadie respondió, así que bajaron la acera y continuaron su
camino, esperando que no les llegase nada por la espalda.
Sintieron la tensión de los muchachos, pero también olieron
un fuerte olor a cannabis, que les calmaba. Por una vez Alain se
alegró de ver a jóvenes drogándose y su reflexión le sorprendió.
Continuaron su ronda. Veían a sus compañeros, a lo lejos,
hacer lo mismo. Llevaban todos unos pequeños auriculares y un
micro discreto con los que se comunicaban. Nadie vio nada fuera
de lugar, se dieron la señal para llegar al punto de encuentro, el
lugar donde la señal del teléfono móvil había desaparecido. Les
habían dicho que el índice de error de las coordenadas que les
habían dado se limitaba a un círculo de unos veinticinco metros.
Se encontraron delante de un edificio enorme, característico
de ese tipo de barrio, unos diez pisos por planta y unas ocho
plantas, con lo cual tenían que mirar y leer ochenta buzones para
ir descartando personal. Cuatro de ellos se pusieron manos a la
obra mientras los demás merodeaban impacientes. Tenían que
transmitir los nombres y apellidos de los habitantes a los coches
patrulla y estos comprobarían los datos en el pequeño
ordenador del coche que estaba conectado al fichero central.
Evidentemente, Kamel no había utilizado su verdadero nombre,
sino la identidad que sus compañeros le habían provisto, la de
alguien que había muerto, para asegurarse que no le llegaran
facturas, correo de ningún tipo ni visitas molestas de los
trabajadores de la compañía del agua o la electricidad.
Cincuenta minutos después habían acabado; tenían siete pisos
sospechosos, dos de ellos donde vivían individuos fichados,
cuatro alquilados desde no hacía mucho tiempo y uno donde la
persona había fallecido hacía varios años.
Se dispersaron en grupos de dos o tres y se dispusieron a subir
a pie las escaleras para interpelar a las personas sospechosas.
Eran las once y cuarto de la noche, a esas horas no deberían
cruzarse con mucha gente en la escalera.
El primer grupo contactó con el otro, las personas fichadas no
estaban en casa, aunque en un primer momento el perfil
correspondía. Habían hecho que los padres mostraran las fotos y
no tenían nada que ver con el hombre que estaban buscando.
Bajaron al punto 0, es decir la entrada, donde esperarían a los
demás.
Tres de los otros grupos dieron también respuesta negativa;
los tres pisos estaban habitados por inmigrantes ilegales pero
ese no era el momento de ocuparse de ellos y, además, eran
gente de color. Nada que ver con el terrorista.
Un quinto grupo confirmó que en su piso vivían una pareja de
ancianos, que estaban de alquiler y habían aprovechado la
ocasión para quejarse del trato que da el gobierno a los
 jubilados.
El grupo del capitán Martin señaló que en su objetivo nadie
habría la puerta y no se oía ruido en el interior. Los del punto 0
tendrían que entrar en contacto con el Centro de Mando y
esperar órdenes.
Al grupo número siete le abrió la puerta una mujer
embarazada, cubierta con un velo y un marido barbudo que
amenazó con denunciarles. Ellos también estaban de alquiler.
Todos se reunieron en el punto 0, salvo el grupo del capitán
Martin, que esperaba instrucciones en la puerta de entrada del
piso.
Uno de los policías llamó al teléfono rojo del Centro de Mando.
—Tenemos un piso en el que aparentemente no hay nadie.
n adie. Los
otros están limpios, esperamos órdenes.
La Comandante Berne hizo llamar a Philippe, que se
encontraba junto al grupo que intentaba descifrar los mensajes.
Tres minutos después el teléfono del policía del punto 0 vibró.
—Adelante —dijo el hombre a sus compañeros —, podemos
entrar—y transmitió el mensaje por radio a los compañeros que
esperaban arriba—. Enviamos a dos grupos a buscar el material a
uno de los coches y os vemos en cinco minutos.
—Recibido —respondió Alain Martin, que tuvo el
presentimiento
presentimiento de que habían dado con la guarida del lobo.
Pocos minutos después todos sus colegas estaban junto a
ellos, salvo tres que vigilaban la entrada. Sacaron una panoplia
enorme de ganzúas y otras herramientas. En un cuarto de hora la
puerta cedió, pero ya se habían dado cuenta de que estaba más
protegida que las puertas que normalmente uno encuentra en
esos barrios.
Empuñaron sus armas, con los cañones apuntando al techo, y
empujaron la puerta.
El primero de ellos se agachó y palpó la pared buscando un
interruptor. Lo encontró y encendió la luz.
El piso estaba impecablemente limpio, demasiado para su
gusto, el lugar transpiraba algo incluso maníaco. Recorrieron
todas las habitaciones, miraron en todos los rincones, debajo de
la cama individual de la pequeña habitación: no había nadie. Se
dispusieron a buscar indicios.
Restos de alguna comida en la basura, bastante recientes, pero
nada anormal, la tapa de un yogurt indicaba como fecha de
caducidad el día siguiente, el 27 marzo. Toda la comida que
encontraron en la cocina, casi todo conservas, tenía los mismos
límites de caducidad, no más allá del 15 de abril. Estaban en el
buen lugar, pero no había prácticamente nada que les diera más
pistas. Se dieron cuenta de que se habían arrancado enormes
papeles o algo así de la pared, las chinchetas estaban aún
clavadas y tenían todavía trocitos del papel. El polvo había hecho
una parte de su trabajo y dejado esas partes del muro más
blancas. En una de ellas se distinguían pequeños puntos rojos,
como si hubiesen hecho marcas sobre el original con un
rotulador y la tinta hubiese atravesado el papel. El trazo iba de
arriba a abajo, parándose en algunos puntos más gruesos, luego
giraba a la derecha, donde se paraba de golpe con un punto rojo
sobre el que se había insistido.
—Parece una ruta a seguir o algo así, ¿no? —preguntó uno de
ellos.
—Sí, pero ¿cuál?

—Vuelve a llamar al Centro de Mando y transmite la


información de la que disponemos.
—De acuerdo —dijo el policía, sacando el móvil de su bolsillo.

Transmitió la información a la Comandante, que les dijo que


esperaran unos minutos en el interior. Desde el Centro de
Mando habían contactado con el encargado de urbanismo del
ayuntamiento donde se encontraba el piso; estaban esperando
que el hombre les llamara para darles respuestas sobre la
construcción del apartamento.
Los hombres esperaron y buscaron signos; ni un solo cabello
del tipo de los que habían encontrado en los coches, la mujer no
debía haber pasado por allí. Pero quizás existiera una puerta
escondida o un conducto de aireación que no veían que les
llevara a algún sitio. Dos expertos tomaron algunas huellas y se
dispusieron a llevarlas al Centro de Mando, donde podrían
analizarlas rápidamente.
El teléfono vibró de nuevo, el hombre descolgó, afirmó y luego
colgó. Todos lo miraron impacientes.
—Es la Comandante; el edificio tiene cuartos trasteros en el
subsuelo, tres pisos de subsuelo, un cuartillo trastero para cada
piso, lo que nos hacen otros ochenta cuartillos...
—¡Es cierto! Los cuartos traseros, ¿cómo no se nos ha ocurrido
antes? Pero no os preocupéis por la cifra, normalmente la
mayoría no están ni cerrados con llave, o simplemente la puerta
no está cerrada. El número de robos en esta zona es enorme,
nadie deja nada de valor en ellos. Venga, vamos —dijo el capitán
Martin.
Catorce hombres bajaron las escaleras, de manera silenciosa
pero rápida.
Preguntaron a sus compañeros del punto 0 si había
novedades; éstos dieron respuesta negativa, les dieron la
consigna de seguir vigilando y abrieron la puerta que llevaba a
los subsuelos. La mitad de las bombillas no estaban en su lugar,
así que sacaron las linternas de sus bolsillos y se dispusieron a
registrar los trasteros. Se dividieron en grupos de cuatro o cinco.
Cada uno de ellos registraría una planta, lo que suponía más de
veinticinco registros cada uno. Se dieron prisa en empezar. Al
cabo de pocos minutos se dieron cuenta de que los grupos sólo
se podían comunicar entre ellos, pero no con los grupos de las
otras plantas ni con los del punto 0. Ese era el motivo por el que
se había perdido la señal del móvil de la periodista. Alain envió a
uno de sus colegas a advertir a los del punto 0 y que éstos
transmitieran el detalle al Centro de Mando. Se quedaron en un
reducido grupo de tres, mientras el otro hombre subía las
escaleras.
CAPÍTULO XL
24de marzo — Viernes — Al encender la mecha

Marion había pasado casi tres horas intentando fabricar la


bomba, casi no podía respirar, ese lugar carecía de aire limpio
desde hacía un buen rato. No había parado de sudar; el
manipular el explosivo la había estresado enormemente, hasta
tal punto que sus manos empezaron en un momento dado a
temblar y luego no se pararon. Se hizo daño en los dedos
intentando pelar unos cables que le iban a servir de alargo para
dejar el reloj cerca de ella y poder hacer así explotar el artefacto
dejando el explosivo lo más lejos posible, pegado a la puerta.
Ya lo tenía todo prácticamente listo, el explosivo junto a la
puerta y el reloj al otro lado del cuartillo. Le faltaba preparase un
parapeto con la mesa y los otros objetos.
Empezó por ponerse toda la ropa que el hombre había dejado
en el lugar, el calor no la dejaba respirar, el sudor goteaba de su
frente y dejaba grandes marcas en el suelo. Bebió el último trago
de agua. Pensó que si la estrategia no funcionaba estaría
perdida, iba a morir allí sin que nadie la encontrara, sin que
nadie la buscase en ese antro. ¿Qué estaría haciendo Laia?
¿Pensaría en ella con la misma fuerza que ella misma lo estaba
haciendo?
Quizás el trozo de explosivo que había decidido utilizar era
demasiado pequeño y no le serviría de nada o quizás era
demasiado grande y entonces lo que estaba preparando era un
suicidio.
Se parapetó detrás del amasijo de objetos y dejó que los
recuerdos de su vida pasaran por la cabeza antes de hacer
estallar la bomba.
El capitán Martin encontró ese trastero raro, la puerta estaba
bien cerrada y no disponía de empuñadura. Por el aspecto era
como las otras, sólo que parecía completamente inaccesible. La
golpeó varias veces, sin respuesta, pegó su oreja a ella, ni un solo
ruido.
Marion ya tenía el reloj en sus manos, iba a hacer girar la aguja
de un momento a otro con sus manos temblorosas.
Alain Martin intentó adivinar con sus dedos y ayudándose de
su linterna si la ranura que dejaba algunos milímetros entre la
puerta y el suelo era lo suficientemente grande como para hacer
palanca para hacerla saltar.
Se agachó, se puso a cuatro patas e intentó pasar su meñique
derecho, pero nada, la ranura era demasiado estrecha. Acercó la
linterna para intentar saber si la puerta estaba blindada.
Marion miró por última vez el explosivo, con un dedo sobre la
aguja del artefacto, cuando vio un pequeño haz de luz aparecer
por debajo de la puerta. Dejó de forma cuidadosa pero ágil y
rápidamente el reloj en el suelo y se acercó a la puerta. El haz de
luz había desaparecido, apagó y encendió varias veces el
interruptor del sitio donde estaba encerrada. Alain, que iba a
levantarse, vio cómo una luz hacia intermitencias desde el
interior.
—Hay alguien dentro —dijo a los otros hombres—. Subid y
pedid ayuda, que nos envíen el material necesario para que
podamos entrar. ¡Daos prisa!
—De acuerdo. —Los dos hombres salieron corriendo,
dirigiéndose hasta el punto 0.
Alain volvió a hacer varias señales con su linterna y esperó un
instante. Alguien le respondía. La periodista aporreó la puerta
con todas sus fuerzas, pero Alain no oía nada.
El hombre sacó un pequeño bloc de notas del bolsillo de su
camisa y escribió en él el nombre de Marión con un signo de
interrogación.
Marion vio pasar un papelito por debajo de la puerta y leyó.
Gritó de alegría cuando vio su nombre escrito sobre él. La habían
encontrado. Era imposible que la persona que estaba detrás de
la puerta fuese el terrorista, éste no perdería su tiempo de esa
manera.
Buscó rápidamente algo con lo que responder, pero no
encontró ni bolígrafos ni lápices.
Como no encontraba con qué responder, rajó el papel al nivel
del signo de interrogación y lo envió simplemente con su nombre
como afirmación.
El capitán Martin respiró hondo, había tenido un buen
presentimiento, lo sabía, sabía que la chica estaba allí. La
periodista no disponía de bolígrafos ni papel; había que buscar
un modo de comunicación para conocer su estado mientras los
refuerzos llegaban. Escribió en el papel:
“¿Está bien? ¿Está sola? Soy de la policía, la vamos a sacar de
aquí, voy a dejar otro trozo de papel en blanco bajo la puerta,
con cada pregunta que yo le haga, responda sí moviéndola una
sola vez y no, moviéndola dos veces. Si está de acuerdo diga sí y
luego responda a las preguntas que le acabo de hacer.”
La hoja se movió una vez. Quería decir que la mujer había
comprendido el sistema.
Después otros dos sí.
“¿Le han agredido?”

La hoja se movió una vez.


“¿Se encuentra en peligro?”
La hoja se movió una vez. Si estaba sola, cuál era el peligro que
podía correr, quizás estuviera herida.
“¿Está herida?”

La hoja se movió de derecha a izquierda, lo que el hombre


interpretó como sí y no. No debía ser demasiado grave pero no
se encontraba bien.
El otro hombre previno a Alain.
—¡Ya llegan, Alain! El refuerzo ya está llegando. —Se oían
muchos pasos que se les aproximaban a través de ese laberinto.
Entre ellos algunos que no eran humanos.
Llegaron varios de sus compañeros con una compañía de
artificieros y sus herramientas y otros dos policías de la brigada
canina con dos perros.
—Ya hemos advertido al Centro de Mando; van a enviarnos a
las personas que se ocupan del asunto—dijo uno de los hombres.
Dispusieron cerca de la puerta varios focos enormes que
iluminaron el lugar, lodo el mundo cerró un poco los ojos, hasta
que se adaptaron de nuevo a la luz.
Los hombres de la brigada canina presentaron a sus dos
perros: un pastor alemán y el otro que debía ser un cruce
magnífico con otra raza, pues tenía el aire de un pastor alemán
de pelo largo pero con todo el manto rojizo. Les hicieron olfatear
algunas de las prendas de la ropa sucia de Marion que le habían
provisto los hombres que estaban arriba. Los perros husmearon
unos segundos y luego los acercaron a la puerta. Los animales
olfatearon la puerta, insistiendo en la ranura, pero estaban
nerviosos, no sabían qué aptitud adoptar, lloriqueaban y se
sentaban y volvían a levantarse.
—No es normal, cuando se sientan afirman que han
encontrado lo que estaban buscando, pero no es normal que se
vuelvan a levantar hasta que no se lo digamos.
El resto de los hombres los miraron sorprendidos, ellos no
conocían bien las prácticas de esa brigada y esperaban que el
hombre continuara su discurso. De repente se sobresaltaron.
El perro del manto rojizo acababa de emitir dos series de dos
ladridos cada vez y se sentó, su compañero humano lo miró
sorprendido.
—¿Explosivos? Zuzú, ¿hay explosivos?

El perro ladró dos veces, lodos se sorprendieron y miraron de


nuevo al hombre.
—Pues nada, señores. Zuzú dice que hay explosivos en el
interior y los dos son formales: la periodista está dentro.
—¿Seguro que no pueden equivocarse? —preguntó Alain.

—Ninguna duda. Zuzú y su compañero son los mejores; nos


han acompañado en cientos de operaciones, ahí dentro está la
chica pero también hay explosivos.
Alain se precipitó hacia su bloc de notas que estaba todavía en
el suelo.
“¿Identifica algún tipo de explosivo junto a Ud.?”

Marion llevaba diez minutos esperando, casi asfixiada, hasta


que vio un nuevo papel aparecer, pensaba si los hombres no iban
a ser capaces de abrir esa maldita puerta, no podía más.
El papel se movió una vez.
—Dígale que lo aproxime a la puerta si puede; el perro nos dirá
qué tipo de explosivo.
Alain escribió en otro trozo de papel y lo pasó bajo la puerta.
El papel se movió una vez.
Acercaron a Zuzú a la puerta de nuevo; el animal husmeó un
momento y luego se tumbó juntó a ésta, lodos miraron al
hombre de la brigada canina.
—Goma explosiva, eso es lo que quiere decir Zuzú cuando se
tumba —dijo mientras acariciaba al perro—. Escriba una serie de
números y pregúntele cuántos kilos puede distinguir.
“500 gramos, 1 kilo, 2, 3, 4 o más. Un movimiento cuando la
cantidad corresponda al orden que le doy, por favor.”
Marion miró a su alrededor e intentó imaginar cuánto podía
pesar todo aquello.
El papel se movió dos veces, lo que quería decir que un kilo
más o menos.
—De acuerdo, dígale que lo aleje al máximo de la puerta.
Nuestros artificieros disponen de pequeñas cargas que no son
muy peligrosas para ella y van a hacer saltar la maldita puerta:
que cubra el explosivo despacio con todo lo que pueda, que
luego nos haga una señal y tendrá exactamente tres minutos
para parapetarse con todo lo que pueda encontrar.
Alain envió otro trozo de papel con todas las explicaciones.
Marion se alegró de leerlo, ya no podía prácticamente respirar.
En esos momentos se oyeron otros pasos, los hombres
volvieron su mirada hacia la otra parte del laberinto.
Eran Philippe, Manu y Laia, que, una vez al corriente de la
situación, se precipitaron hacia el lugar. Laia no paraba de
ponerse mechones de pelo detrás de la oreja; se agachó y
acarició a los perros, se abrazó al cuello del pelirrojo, que le
lamió la mejilla. Los otros policías les explicaron el estado de la
situación, todo el mundo permaneció en silencio mientras los
artificieros disponían las pequeñas cargas en seis puntos
estratégicos de la puerta. Un trozo de papel apareció debajo de
la puerta.
—Está lista; ahora tiene tres minutos, luego vamos a hacer
saltar la puerta.
Todo el mundo permaneció en silencio; les hicieron alejarse
del lugar, sólo permanecieron en las cercanías de la puerta los
dos especialistas que iban equipados con máscaras y una
vestimenta especial. Laia miró su reloj, la cuenta atrás acababa
de empezar. Dos minutos, un minuto y medio, uno sólo, treinta
segundos.
Una explosión potente pero pequeña hizo que la puerta se
desplomara hacia el exterior. Los dos artificieros se precipitaron
hacia el interior y sacaron en sus brazos a Marion, desmayada.
Laia se precipitó hacia ella y la sacudió diciendo su nombre, le
besó la frente.
Uno de los hombres le tomó el pulso en el cuello e hizo un
signo con el pulgar hacia arriba.
—Se ha desmayado, debe estar aturdida. Debemos llevarla a
un hospital lo antes posible, una ambulancia nos espera arriba.
Los policías se dispersaron, los de la brigada canina, los
artificieros y un grupo de cinco hombres del capitán Martin se
quedaron en el lugar para acumular el máximo de información
posible. El resto se dispuso a salir del lugar. Se pasaron a Marion
tres veces, de unos brazos a otros, un hombre en cada piso; subir
a alguien, sobre todo un peso muerto, por esas escaleras,
resultaba agotador.
—Yo voy con ella —dijo Laia.

—Yo también, Philippe. Te llamo cuando tengamos novedades


y hayamos podido hacerle algunas preguntas, quizás sepa algo
más —dijo Manu.
—De acuerdo, nosotros vamos hacia el Centro de Mando.

Cuando subieron a la ambulancia, Laia y Manu se quedaron


detrás, junto a la camilla en la que yacía Marion. A esas alturas
una pequeña multitud de una veintena de personas se había
acumulado a la entrada del edificio, tanto movimiento había
sorprendido a los habitantes. Eran las dos de la madrugada.
Laia no podía soportar ver a Marión en ese estado: tenía
morados en las piernas y un aspecto desastroso, por lo visto le
había faltado aire. Los enfermeros le proporcionaron
rápidamente una mascarilla de oxígeno y la conectaron a unas
máquinas que controlaban sus señales vitales. Aparentemente
todo iba bien, pero estaba seguramente en estado de choque,
completamente conmocionada.
CAPÍTULO XLI
25 de marzo — Sábado – Cuidados

Una vez en el hospital la instalaron en una habitación. Manu


dijo a Laia que él iba a esperar en el pasillo, dejando así a Laia a
solas con la periodista.
—Te quiero, ¿me oyes? Lo siento tanto, todo esto es culpa
mía. Tienes que despertarte, me oyes, por favor,
fa vor, despiértate.
Laia llevaba una tensión encima que la iba a matar. Esta
historia era macabra, la sacaba de sus casillas, pero, encima, ver
a Marion en ese estado la estaba volviendo loca.
Se sentó en una silla que acercó a la cama, tomó entre sus
manos una de las manos de Marion y apoyó la cabeza en la
cama, junto a su cuerpo. La camisa blanca entallada de Laia no
parecía blanca, el polvo de los trasteros le había manchado las
mangas, los téjanos azules estaban prácticamente en el mismo
estado. Pensó que todavía llevaba encima la ropa que llevaba en
Barcelona esa misma mañana; tenía unas ganas de ducharse
terribles. Recordó todo lo que había pasado los últimos días, era
increíble. Sus ojos se cerraron poco a poco, Laia se durmió.
Manu abrió la puerta unos minutos después, miró la escena,
esbozó una sonrisa, pensó que su amiga debía estar
verdaderamente enamorada de la periodista. Nunca la había
visto en ese estado de nervios por alguien. Volvió al pasillo, se
sentó y cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos.
oj os.
Laia sintió una mano acariciándole el pelo, levantó lentamente
la mirada, vio a Marion dedicándole una sonrisa magnífica. Laia
se levantó, se puso un mechón de pelo detrás de la oreja, se
aproximó despacio y le dio un beso en los labios. Marión la cogió
tiernamente de la nuca:
—Te he echado de menos, ¿dónde te habías metido?

—Lo siento mucho. Yo también te he echado mucho de


menos, he estado una buena parte del día en Barcelona, ¿estás
bien?
—Ahora estoy mejor, ¿habéis podido recuperar el disquete?

—Sí, Catherine lo llevaba encima. Lo están intentando


descifrar en el Centro de Mando. Han formado una célula de
crisis. Te... ¿te ha hecho daño? —Laia estaba inquieta, se
preguntaba si el hombre la habría violado o habría abusado de
ella. No podría soportar una respuesta positiva.
Marion comprendió bien el fondo de su pregunta; sintió la
desesperanza en los ojos rojizos de Laia.
—No, me ha dado algunos golpes, eso tengo que reconocerlo,
pero pude evitar lo peor...
—Gracias, gracias a Dios, y mira que no soy creyente. Descansa
ahora un poco, voy a ver a Manu.
Volvió a besarla y salió al pasillo.
CAPÍTULO XLll
24 de marzo - Viernes — Descifrando

Mientras Laia y Manu charlaban aliviados sobre todo lo


sucedido y esperaban que Marion se recuperara un mínimo para
ver si podía darles más pistas, el Centro de Mando estaba en
plena ebullición.
Eran las tres de la madrugada y Philippe y Thierry rondaban
nerviosos alrededor de los especialistas informáticos que
intentaban descifrar los mensajes por todos los medios.
Los mensajes no eran claros, nunca mencionaban el objeto de
la conversación, parecía que el hombre había enviado algo a más
de una persona, pero no estaban seguros qué. Habían puesto en
alerta al Ministro del Interior desde el principio del asunto. Esa
misma noche habían pedido autorización para acceder al
Ministerio de Asuntos Exteriores y poder averiguar más cosas
sobre el hombre; querían saber si algún tipo de documentación
virgen había sido robada o había desaparecido del Ministerio.
Cuando obtuvieron la autorización, Philippe y su compañero
fueron al lugar, donde dos altos responsables y sus asistentes les
esperaban, para ver en qué podían ayudarles.
Mientras tanto, la Comandante Berne había encargado a una
decena de hombres y mujeres que llamaran a todas las empresas
que se ocuparan del transporte de aficionados de fútbol, sobre
todo los que habían salido o salían para Lyon. Poco a poco fueron
descubriendo que, aunque el número de empresas no era
enorme, el número de autocares que habían salido hacia el
estadio esa misma noche o que lo harían a la mañana siguiente sí
eran numerosos.
Todas las personas que respondían al teléfono en las empresas
formaban parte del personal de guardia, y que podía
proporcionar las salidas y el destino de los autocares, pero sin
acceso a los ficheros de personal. Les enviaron la descripción del
hombre por fax, junto a la mejor foto de la que disponían, esa en
la que el terrorista estaba de perfil y salía con una gorra del
Ministerio, uno de los días en los que seguía a Laia. Les
ordenaron despertar inmediatamente a sus responsables, que
éstos se dirigieran hacia las empresas para ver la foto y la
descripción. Volverían a llamarles en una hora, lodos estaban a la
espera.
A las cuatro y media de la mañana, Philippe y Thierry
descubrieron que varios visados vírgenes habían sido sustraídos
del Ministerio. Estaban asqueados, la protección de ese tipo de
documentos estaba mal organizada: prácticamente cualquiera
que tuviera acceso al Ministerio tenía acceso a los documentos.
Sobre todo el personal de mantenimiento. Lo único que habían
sacado en claro era qué números de visados faltaban, en total
eran siete. Concluyeron pues que un máximo de siete personas
habían entrado en el territorio o lo iban a hacer en poco tiempo.
Transmitieron los datos al Centro de Mando, que se ocupó
rápidamente de buscar todas las entradas del último mes que
correspondieran a la numeración de los visados. El resultado fue
nulo. Había números posteriores y anteriores, pero ninguno de
los siete que buscaban.
Los hombres volvieron a tomar declaración a todo el personal
de seguridad, pero no sacaron nada más de lo que ya sabían
sobre Kamel. Volvieron al Centro, donde se dispusieron a tomar
un café con la Comandante. Estaban todos en un estado
lamentable, llevaban 24 horas sin dormir y sólo bebían café.
La Comandante les explicó que sólo algunos propietarios de las
empresas de autocares les habían llamado, seguían esperando al
resto. Por ahora eran formales: nadie conocía a ese hombre ni
tenían a nadie que trabajara para ellos con ese aspecto. Los
teléfonos seguían sonando de vez en cuando.
Se dispusieron a instalarse delante de la mesa de la sala de
reuniones. No tenían nada seguro, pero si encontraban al
hombre tendrían que saber qué estrategia seguir. Si lo detenían
antes de que cogiera el autocar se arriesgaban a dejar a los otros
supuestos siete cómplices actuar tranquilamente. Además, los
terroristas de ese tipo no hablaban así por las buenas, en eso
estaban todos de acuerdo. Lo mejor sería hacer subir al autocar a
varios hombres del grupo de intervención especial, cruzar los
dedos y esperar a que algún otro sospechoso se mostrara.
La cuestión de los visados era otra cosa. Por ahora habían
advertido a todos los puestos fronterizos del país: fronteras
terrestres, aéreas y marítimas. Lo que iba a formar largas colas
de espera, sobre todo en las fronteras terrestres. Los aduaneros
tendrían que parar a todos los coches sospechosos e identificar a
las personas de su interior. Por vía marítima era más fácil; el
control se estaba haciendo ya en los barcos de nacionalidad
francesa que volvían al Hexágono y los otros serían controlados a
su llegada. La cuestión aérea era más compleja, no podían pedir
a todas las compañías del mundo que volaban hacia ellos que
registraran a todos los pasajeros, además los visados se
comprobaban al aterrizaje, en los aeropuertos, pero no antes de
que el avión despegase.
El gran miedo que tenían todos era el de un atentado como el
del 11 de septiembre en los Estados Unidos, porque de esa
manera no tendrían visados para controlar. Si el avión no
aterrizaba, la labor iba a ser compleja, se dijeron amargamente.
El Ministro del Interior se había ocupado de poner al día al
Ministro de Defensa. En las zonas que consideraban más
susceptibles de atentados había cazas que estaban dispuestos a
atrapar en pocos minutos a cualquier avión que se saliera de su
ruta. La catástrofe podía ser enorme.
Alguien llamó a la puerta, esta vez una mujer joven, diciendo
que tenía novedades.
—Siéntese y díganos —ordenó la Comandante.

—A sus órdenes. —La chica se sentó, puso varios papeles


sobre la mesa y se dispuso a hablar.
—Por lo que se refiere al Capitán Martin, la brigada canina y
los artificieros, tenemos claro que el trastero era el lugar donde
el terrorista se preparaba. Hacía más o menos dos años que el
hombre vivía allí, las huellas corresponden; hemos obtenido
también su perfil de ADN. Disponía de un kilo y medio de
potente explosivo pero los artificieros dicen que con esa
cantidad no habría podido cometer un gran atentado. Han
encontrado también cientos de tomillos y hierro, que piensan
que habrían sido utilizados como metralla en caso de explosión,
además de todo tipo de herramientas. Por ese lado nada más.
Los psicólogos han establecido un perfil rápido del hombre: es un
maníaco, seguro de sí mismo y de ideas fijas. Seguramente un
integrista totalmente convencido.
—Pasó a la hoja siguiente y tomó un respiro.

—Continúe, por favor—dijo Philippe.

—Sí, claro. Bueno, de los autocares, creemos tener dos pistas


sólidas que habrá que comprobar.
—Fantástico —dijo Thierry, y miró a sus dos colegas, que
esbozaron una sonrisa de alivio. Las compañías de autocares se
encuentran cerca una de la otra. Uno de los propietarios está
prácticamente seguro de que ese hombre trabaja para él de vez
en cuando, el otro un poco menos, pero dice que la foto se
parece. Los dos conductores son de origen magrebí y están sobre
la treintena. Pero el segundo trabaja desde hace cinco años para
ellos, lo que no es excluyente pero me lleva a pensar, si me
permiten —y miró a la Comandante que asintió con la cabeza—,
que nuestro hombre debe ser el de la primera compañía de
autocares. Los dos autocares parten hacia Lyon a las 9.00 horas,
haciendo muchas paradas. Siguen itinerarios en los que recogen
a más aficionados en varias ciudades que les pillan de camino.
Quizás en alguna de esas paradas los cómplices puedan subir al
autocar. Los conductores deben presentarse en sus compañías
respectivas con el tiempo suficiente para preparar el autocar,
uno a las siete y el otro a las siete y media, es decir, de aquí a
unas horas.
Bebió un poco de agua y continuó.
—Versalles. En lo que respecta a los representantes de los
miembros del 07- P8, han reforzado aún más su seguridad, ni
una aguja podría pasar a través del escudo que han preparado
nuestros hombres. Por cuestiones diplomáticas, los equipos de
seguridad personales de cada jefe de estado no han sido puestos
al corriente. Varios Ministros nos están presionando para que el
caso sea resuelto rápidamente y sin escándalos en la prensa. El
Presidente no quiere que nuestra imagen de país seguro sea
puesta en tela de juicio. —Giró la página—. Por último, tenemos
novedades de la periodista, que se restablece sin problemas;
aparte de algunos hematomas y un poco de deshidratación, se
encuentra prácticamente repuesta. El problema es que no ha
podido darnos ninguna información más. Nos confirma que el
hombre es el nuestro pero no hubo ningún comentario entre
ellos del que se pueda sacar algo. Además el diálogo fue
limitado, si a eso se le puede llamar diálogo. Ella misma y sus
compañeros se añadirán a nosotros lo antes posible, eso es lo
que nos han dicho. Eso es todo, mi Comandante.
—Bien, muchas gracias, puede retirarse —dijo la Comandante.
La chica se levantó y salió por la puerta.
—Se llama Céline. Esta muchacha tiene futuro, fue la primera
de su promoción y en poco tiempo el Ministerio del Interior la
destinó al grupo de las células de crisis, que está en estado
vegetativo hasta que surge algo fuera de lo normal. Bueno,
¿cómo hacemos con los autocares? Hay que darse prisa, son
las... —miró su reloj— las 5.35 de la madrugada, señores —dijo
la Comandante con un gesto interrogativo.
—Búsqueme a dos hombres que suban conmigo al autocar.
Busque otro equipo igual para el segundo y prevenga a los
colegas de Lyon que refuercen la seguridad del estadio. En ese
encuentro va a haber decenas de miles de personas. Tú, Thierry,
te quedas aquí y haces de oficial de enlace con las fuerzas del G7.
La Comandante Bernc se encargará de mantener la
comunicación entre todos. —La miró.
—Philippe, hombre —dijo Thierry—, estás personalizando
demasiado la situación, tú no tienes por qué subir en ese maldito
autocar. Los hombres de las fuerzas de intervención especial
están preparados para situaciones como esa, tú no.
—Escucha, no tenemos que equivocarnos; si no, miles de
personas van a morir, en un lugar u otro. Me han puesto al cargo
de este asunto desde el principio y quiero llevarlo hasta el final y
no te olvides —y sonrió irónico—  de que hay una promoción
segura al final del camino.
—Yo les sigo en lo que decidan, de todas formas no puedo
moverme de aquí. Démonos prisa en tomar la decisión, tengo
que preparar los equipos e informarme de los itinerarios de los
autocares, mantener el contacto con las aduanas y con los chicos
del G7.
—Por mi parte, adelante —dijo Thierry.

—Pues hecho —dijo Philippe y los tres se levantaron.

Poco después, la Comandante Berne aprovechó una pequeña


pausa para advertir a su cuñado que no fuese a Lyon con su
sobrino.
CAPÍTULO XLIM
25 de marzo — Sábado - Dirección Lyon

Kamel llevaba muchas horas en ayunas. Oyó gruñir su


estómago, pero no prestó atención. En tres cuartos de hora tenía
que estar en la estación de autobuses, puntual como siempre.
Sacó la foto de su hermano de su pecho, la apoyó contra el
cabezal del asiento del conductor, se arrodilló en la parte trasera
del vehículo y volvió a rezar durante diez minutos. Se quitó la
ropa, cogió varios cuadritos de explosivo en forma de pequeños
ladrillos, se los pegó al cuerpo con una gruesa cinta aislante:
poco en las piernas, para que no le molestase al conducir y
bastante más en el pecho. Luego se volvió a vestir lentamente.
Para él era un ritual, ése era el día que tanto había esperado y
por fin había llegado. Se mojó un poco la cara y se tocó el pelo
con las manos. Volvió a coger la foto de su hermano y se la
colocó de nuevo en el pecho, en el bolsillo de una de las
camisetas. Miró hacia fuera por una de las ventanillas. Un día
espléndido para morir, la primera semana de la primavera. Se
puso una gorra de béisbol y unas gafas de sol.
Recogió los pequeños objetos que había llevado hasta la
furgoneta y los metió en la bolsa de deporte de donde había
sacado el explosivo y la cinta aislante y se colocó el detonador en
el bolsillo. Volvió a mirar hacia fuera. Sin problema aparente.
Salió y se dirigió hacia la parada de metro llamada 8 de mayo de
1945.
Levantó una tapa y tiró la bolsa de deporte en el primer
contenedor de basura que encontró en su camino. Iba cruzando
a gente de “su pueblo” que iban a comprar el pan esa mañana,
fue extremadamente educado con todos ellos, incluso sin
conocerlos, les deseaba los buenos días con una sonrisa casi
angelical. Era un día de gloria para todos ellos, pero aún no lo
sabían.
Llegó a la estación de metro, en veinticinco minutos estaría en
las cercanías de la compañía; luego le quedarían unos minutos a
pie.
Subió al metro, era sábado por la mañana. Una multitud de
 jóvenes subió al mismo tiempo que él. Volvían de fiesta. Kamel
los menospreció un poco, pues sabía que podrían ser más útiles
para “su pueblo” haciendo otras cosas, pero pensó en su
hermano y en él mismo, cuando eran más jóvenes. Ellos también
habían hecho lo mismo. Sólo cambias el día en que la evidencia
se presenta delante de tus ojos. Les concedió su redención. Miró
a su alrededor, decidió sentarse frente a una de las pocas
occidentales que había en el vagón; era extraño que una de ellas
cogiera el metro a solas en esa zona, una chica joven de unos
veintitrés años.
Durante los veinticinco minutos del trayecto fijó la mirada en
ella. La chica se sentía cada vez más molesta y lo evitaba mirando
hacia la ventanilla, incluso pasando bajo los túneles. Kamel
quería que la muchacha se acordara de su cara, de su ropa, que
se preguntara esa misma noche si el chico del metro no era una
de los que habían hecho esa carnicerías entre los suyos, que
supiera el precio del colonialismo, de cómo debía pagar su
pueblo la barbarie que les habían hecho sufrir durante siglos.
Que supiese que la hora de rezar al verdadero Dios iba a llegar
para ellos y, sobre todo, que se le acabó lo de pasearse a solas
las noches vestida como una ramera.
Kamel dejaba la vista fija en sus pechos durante unos minutos,
luego sobre las piernas y el lugar donde debía encontrase el sexo
de la chica. Luego la volvía a mirar con desdén a los ojos. Pensó
que todo lo que podría haberle hecho a la periodista, que iba a
dejar de existir en pocos minutos, se lo podría hacer a esa
especie de zorra. La odiaba y no podía casi contenerse. Podía
estar contenta de que ese día fuera tan especial para él.
Se levantó, su parada estaba cerca, le deseó un buen día y la
muchacha respondió atemorizada. Luego se abrió paso entre los
chicos que gritaban en el vagón, para dirigirse a la puerta. Uno
empujó a otro contra Kamel y le golpeó en el hombro. Kamel se
dio la vuelta y los miró de tal manera que ninguno de los
muchachos osó seguir riendo hasta que el hombre se bajó del
metro.
Le quedaba poco tiempo hasta llegar a la empresa, que se
encontraba en la zona de Porte de la Villette. Durante el camino
se cruzó con varios policías a pie y algunos coches patrulla.
Estaba casi seguro de que tenían noticias de él; lo que la
periodista le había dicho debía ser cierto después de todo, así
que lo mejor era mantener el perfil bajo y continuar
normalmente hasta los autocares.
Llegó a la empresa, saludó al portero. Le extrañó ver al jefe allí;
se dirigió a él cortésmente, tuvieron una conversación anodina,
pero Kamel sintió al hombre nervioso.
Después de todo, se dijo, era la segunda o la tercera vez que lo
veía, seguramente sería otro de esos racistas que se las daban de
tolerantes. Si contrataba a magrebís como conductores era
porque les pagaba una miseria y trabajaban más horas que los
demás, aunque esta vez le iba a costar caro: el precio del autocar
y la reputación, ni más ni menos.
Kamel se dirigió hacia el autocar que le indicó el conserje. Hizo
lo normal, le pasó el aspirador, le miró el aceite, lo llenó de
gasoil, comprobó que la presión de los neumáticos fuera la
buena.
El jefe volvió hacia su despacho, devolvió el micro que llevaba
pegado al cuerpo a Philippe, que le esperaba allí junto a otros
dos hombres. Un tercero y un cuarto se habían situado en la
terraza de la empresa, desde donde observaban a Kamel.
Una vez que Philippe se había asegurado bien de que habían
encontrado lo que estaban buscando, se puso en contacto con el
Centro de Mando, al que le transmitió el itinerario, con las
paradas que el autocar tenía que hacer para recoger a más
personas, y los horarios, así como sus primeras impresiones. Los
hombres de la brigada de intervención especial le señalaron que
Kamel debía llevar algo escondido bajo la ropa, pues iba
demasiado abrigado para ese cálido día de primavera y su
complexión no correspondía completamente con la de la foto
que tenían.
Los policías habían tenido que darse prisa para equipar al
autocar con un sistema de paro automático. Sólo tendrían que
pulsar un mando a menos de un kilómetro de él para que éste se
parara suavemente, simulando una avería en la batería.
Los que se habían ocupado del segundo autocar sospechoso
recibieron la orden desde el Centro de Mando de abandonar la
operación, pues el terrorista había sido localizado y ya estaba
bajo el control de los otros compañeros.
Mientras Kamel se dirigiese hacia la primera parada, la del
Pare des Princes, ellos cogerían el coche, lo adelantarían y lo
esperarían en el lugar donde los primeros aficionados tenían que
subir. Tenían que coger el cinturón y salir en la zona llamada
Porte d’Auteuil, una media hora de trayecto. El autocar tardaría
un poco más. Todo eso era muy arriesgado, pues estaban
poniendo en peligro la vida de todas las personas que subirían al
vehículo que Kamel conducía, pero si no lo hacían de esa manera
corrían el riesgo de que los cómplices potenciales hiciesen morir
muchas otras.
Cuando Kamel arrancó, tres aficionados bien vestidos con la
parafernalia del equipo parisino le siguieron a una distancia
prudente. Llegaron unos minutos antes que él, tiempo suficiente
para aparcar el coche y unirse a la gente que ya gritaba el
nombre de los jugadores en la parada. El viaje iba a ser infernal;
con los gritos que pegaban no estaban seguros de poder
comunicarse de manera satisfactoria a través de los pequeños
micros.
Se mezclaron con una buena veintena de persona. Uno de los
policías se sentó justo detrás de Kamel guardando un sitio vacío
a su lado, otro en el centro del autocar y Philippe al lado de la
puerta de salida de atrás. Kamel dijo buenos días por el micro a
todo el mundo y luego sintonizó una emisora de música en la
radio. Casi quinientos kilómetros separaban París de Lyon y
estaba previsto hacer tres paradas, salir de la autopista, entrar
en otras ciudades y recoger a personas dispersas aquí y allí.
El itinerario era París-Auxcrre-Beaune-Mácon y Lyon como
destino final. Contando las paradas y las casi seis horas de
trayecto en el autocar, llegarían a la ciudad entre las cinco y
media y las seis y media de la tarde, luego el público pasaría por
el control de la entrada del estadio y tendría que llegar hasta sus
asientos.
CAPÍTULO XLIV
25 de marzo - Sábado – Versalles

Los chicos del grupo de protección del G7 estaban armados


hasta los dientes. La primera reunión empezaba en poco más de
una hora.
Los policías destinados a asegurar la protección de los jefes de
estado se habían vuelto a reagrupar, la noche de antes del inicio
de la primera reunión, para dividirse esta vez en dos grupos: a los
que habían sido destinados a la protección de los hombres se les
había dado el nombre de H1 y F1 para el de las primeras damas.
Las señoras iban a pasar el día navegando por el Sena, en un
barco especialmente preparado para la ocasión. Dos helicópteros
les seguían a una distancia lo más discreta posible. Los grupitos
hacía tiempo que se habían formado y había uno, sobre todo,
casi inaccesible para las otras damas: el de la señora del
presidente americano y la del primer ministro británico, que no
se separaban. Las otras decidieron pasar a la acción de manera
implícita y sin palabras y las ignoraron cortésmente durante toda
la estancia.
El otro grupo sólo tendría que recorrer diecisiete kilómetros, la
distancia hasta Versalles, que si bien era poca les parecía
enorme. Pero habían atado todos los cabos en lo que respectaba
a la seguridad personal. Sólo hacía unos veinte minutos que les
habían puesto al corriente sobre el itinerario a seguir. Estaban
inquietos, mucho más desde que les habían informado de la
amenaza casi inminente de atentado. La noche anterior, el
Palacio de Versalles había sido registrado de arriba a abajo, había
cientos de hombres vigilando los alrededores, con perros,
cámaras, aparatos especiales que podían impedir que cualquier
antena situada en los alrededores captara la más mínima
conversación, pues éstos emitían ruidos parásitos.
Los coches arrancaron y se siguieron en cortejo. Se habían
intercalado coches idénticos entre los que llevaban a cada
personalidad, nadie podía saber quién iba en uno o en otro.
Llegaron sin el más mínimo problema al lugar. Los hombres
bajaron, hubo un pequeño altercado que todo el mundo hizo ver
que no veía: el presidente ruso humilló delante de todo el
mundo a uno de sus guardaespaldas porque no le había abierto
la puerta lo suficientemente rápido al llegar a Versalles, según él.
Se instalaron en una suntuosa sala y los dejaron conversar a
solas, tenían para todo el día. A las doce en punto estaban
invitados a comer en otra sala cercana y a las dos reanudarían el
diálogo. El Presidente francés estaba inquieto, pero no lo
mostraba. Su mujer estaba al corriente de la situación y había
adoptado la misma postura que su marido, mientras el barco
navegaba plácidamente bajo ese cielo soleado.
CAPÍTULO XLV
25 de marzo - Sábado - Argel - París vía Lyon

A las doce del mediodía, tres hombres pasaron sin problemas


el registro de pasajeros en el aeropuerto de Argel. Se sentaron
en la sala de espera. En una hora despegarían con destino a
Francia, escala en Lyon, donde se despedirían de Aziz y luego se
dirigirían a París.
Subieron al avión sin ningún problema, se sentaron
separadamente. Las plazas habían sido reservadas
individualmente, como si no se conocieran: dos en la parte
delantera del avión y el otro mucho más atrás. La elección de la
compañía de aviones no la habían hecho ellos mismos. Todo
estaba pensado, era una compañía francesa. En ese vuelo, un
gran número de franceses volvían de hacer sus negocios en
Argelia; así, prácticamente todas las víctimas serían occidentales.
Las pérdidas materiales también, sin contar las víctimas que les
esperaban reunidas en el suelo.
El corazón de Souheil estaba a punto de salírsele del pecho en
el momento del despegue. Volvió a pensar que era la segunda y
la última vez que subía a un avión: no se bajaría nunca más.
Tenían para unas dos horas de vuelo hasta Lyon y luego casi una
hora más hasta París. Sobre las cuatro de la tarde, todo habría
acabado.
Souheil no podía dejar de mirar la parte de las cabezas de Aziz
e Ismail, que aparecían a lo lejos. Eran dos sanguinarios,
convencidos y determinados. Iban a cometer una atrocidad, la
misma que los demás habían hecho con su pueblo.
Definitivamente, la historia no nos enseña nada, seguimos
siendo tan primitivos como hace millones de años, pensó. Pero a
él no le quedaba otro remedio, tenía que hacerlo por su madre.
Miró el reloj, había pasado una hora. Aziz se giró y le envió una
mirada. Souheil se levantó y se dirigió al lavabo; mientras
avanzaba por el estrecho pasillo iba mirando discretamente la
cara de todas las personas que, tranquilas, esperaban el
aterrizaje. Las contó.
Llegó al servicio, que estaba libre. La lucecita pasó al rojo y
entonces Ismail se levantó y esperó cerca de la puerta.
En ese pequeño metro cuadrado Souheil no paraba de sudar y
hubiera dado todo lo posible por no ser él mismo, por ser ese
alguien anónimo y feliz en cualquier sitio del mundo. Se quitó los
zapatos, levantó la plantilla. Debajo encontró las cuchillas, que
guardó en uno de sus bolsillos, y una parte del arma que Ismail
iba a acabar de montar un minuto más tarde. Ya sentía su
presencia fuera. Montó las dos partes del cañón, bebió un poco
de agua y se lavó la cara y las manos, evitó la imagen que le
enviaba el pequeño espejo del lavabo. Su cabeza iba a explotar si
no paraba de pensar, tenía que concentrarse. Dejó el arma en el
suelo, junto al retrete, levantó el pestillo y salió para dirigirse a
su plaza de nuevo.
Cruzó la mirada de Ismail. Sus ojos estaban encendidos,
perdidos, una especia de locura frenética se había amparado del
alma de ese hombre. Souheil se sentó.
A Ismail no le gustó nada la mirada de Souheil, no lo encontró
convencido, no estaba seguro de poder contar con él hasta el
final. De todas formas, si el hombre volvía a mostrar signos de
debilidad sería el primero de todos en morir, se lo quitaría de en
medio y actuaría sólo. Era él quien tendría el arma en su
posesión, iba a acabar de montarla y luego la metería en sus
pantalones. Contaba con tres balas: el piloto, el copiloto y
cualquier otra persona que pudiera intentar interceder en su
misión. Si la tercera persona fuese Souheil, no le molestaría
eliminarlo, al contrario, empezaba a tener ganas de hacerlo.
Finalizó de montar aquella pistola primitiva y luego salió. La
lucecita pasó al verde.
Cuando Ismail pasó por delante de Aziz se inclinó un poco, le
dijo algo, tocándose la muñeca, como si le pidiera la hora, luego
miró intensamente a Souheil y se sentó.
Souheil había observado todo el movimiento, se dio cuenta de
que sus compañeros empezaban a tener dudas sobre él. Su
madre siempre le había dicho que no podía engañarla ya que su
mirada era transparente, sincera. Seguramente le había
traicionado de nuevo.
Les trajeron la comida, pero ninguno de ellos tocó la bandeja;
debían morir puros, limpios, presentarse ante Dios como
mártires. No leyeron ni se distrajeron con nada, los tres
pensaban, cada uno a su manera.
En diez minutos aterrizarían en Lyon. Souheil miraba lo que
debían ser los Alpes por la ventanilla. Era magnífico, nunca había
visto la nieve.
Una voz femenina les pidió que se ataran los cinturones. La
temperatura en el exterior era de diecisiete grados, sin viento.
Les deseó su bienvenida al país, una buena estancia y, a las
personas que descendieran en esa primera escala, que no
olvidaran sus pertenencias en el avión.
Eran prácticamente las tres de la tarde.
CAPÍTULO XLVI
25 de marzo - Sábado — TGV a Lyon

Marion había pasado una noche físicamente tranquila pero


mentalmente turbulenta. La habían obligado a quedarse en
observación unas horas y ya no podía más, tenía unas ganas
locas de pasar a la acción. Decidió salir del hospital de buena
mañana, así se lo dijo a Laia y Manu. No podían quedarse de
brazos cruzados esperando a que todo pasara. Así que le pidió a
Laia que pasase por su casa y le trajera algo de ropa, de un estilo
cómodo, pues la jornada podía ser aún bien movidita, y una
muda de repuesto en una mochila.
Laia estaba completamente de acuerdo con Marion. Manu un
poco menos, pero él también se moría de ganas por estar con
sus amigos y ver cómo iba la cosa.
c osa.
A las siete de la mañana adoptaron un plan: Laia debía coger
un taxi y pasar por casa de Marion para hacerse con la ropa;
Manu llamaría para que los policías que se encontraban en el
lugar no le pusieran problemas. Luego pasaría por la suya,
tomaría una ducha y se cambiaría de atuendo, pues no podía
soportar por más tiempo la que llevaba encima. Manu le pasó las
llaves de su casa y le pidió que hiciera tres cuartos de lo mismo;
él iba a ducharse en la habitación de Marion y esperaría a que
Laia llegara con la ropa de repuesto. Le pidieron a la muchacha
una prudencia total; si en dos horas y media no estaba de vuelta
o no tenían noticias de ella, llamarían a Philippe y pondrían a
todo el mundo al corriente.
—Ten cuidado, por favor, no tengo ningunas ganas de que te
pase lo mismo que a mí —dijo Marion.
Cuando Manu vio las miradas que las mujeres se enviaban,
decidió salir discretamente de la habitación y esperar unos
minutos fuera a que Laia saliera.
Laia se inclinó, acercándose a la oreja de Marion.
—No sabes lo que me haces sentir cuando te miro. —Sonrió.

—Te puedo devolver el cumplimiento. —Metió sus dedos


entre los cabellos de Laia, la atrajo hacia sí y los mechones de
ésta cubrieron una buena parte de su cara. La besó con pasión.
—Ve a ducharte ahora mismo, date prisa —y la empujó muy
despacio, con una sonrisa, mientras la seguía mirando a los ojos.
—A sus órdenes —dijo Laia, la miró de nuevo a los ojos. La
forma en que Marion la miraba la hacía temblar de pies a cabeza.
Se puso un mechón de pelo detrás de la oreja y salió de la
habitación antes de que la cosa fuera más lejos.
—En dos horas y media estoy aquí —dijo a Manu.

—Menos mal, yo pensaba que ibas a tardar dos horas y media


en salir de ahí dentro —rió el hombre.
—Muy gracioso —le guiñó el ojo y se fue.

Manu se dirigió hacia la máquina de café más cercana, no


quería quitarle ojo a la habitación de la periodista. Nunca se
sabía lo que podía pasar. Al lado había una cabina telefónica y
aprovechó para llamar a Philippe y ponerse al corriente de todo.
No respondía, así que llamó a Thierry. Lo que su amigo le contó
le inquietaba cada vez más. Se tramaba algo de gran
envergadura y todavía no sabían qué, exactamente. Le dijo que
Philippe estaba en el autocar que conducía Kamel y que no
podría localizarlo en todo el día. Todo esto Thierry se lo contaba
de manera oficiosa, pues legalmente no tenía derecho a hacerlo.
Manu entró en la habitación de la chica; le llevaba un café y se
dispuso a beber el suyo con ella mientras charlaban.
Intentaron pasar revista a todo lo que le había pasado a
Marion con un poco más de profundidad, pero Marion no pudo
aportar elementos nuevos. El hombre no había avanzado
absolutamente nada de lo que tenía o tenían previsto él y sus
cómplices.
—Y en lo que respecta a Laia, ¿La cosa va en serio o no?

—Vaya, veo que es como un padre para ella —rió—. Escuche,


nadie puede predecir el futuro, pero lo que siento por ella no lo
he sentido por nadie. ¿‘Le parece una buena respuesta?

—No me llames de usted, no soy tan viejo. Me parece una


buena respuesta. Laia es una chica sensible, ¿sabes? Está sola en
el país y quizás me preocupo en exceso por ella. Pero os deseo lo
mejor, sinceramente. Ya sé que vuestro principio no ha sido nada
normal, incluso te diré que lo siento por cómo te traté la primera
vez que te vi, pero verla en ese estado me saca de quicio.
—Gracias, no te preocupes. Yo también soy sensible, aunque
lo parezca menos.
Los dos se enviaron una mirada cálida. Se caían bien
mutuamente. Continuaron charlando hasta que Laia apareció por
la puerta.
Estaba guapísima, pensó Marion. Laia llevaba unos pantalones
negros, con bolsillos a los lados, camiseta también negra con
tirantes finos, puestos en evidencia, pues la chaqueta beige de
cremallera que tenía encima se le caía un poco de lado, dejando
ver una parte de su hombro, y unas botas de cordones, estilo de
montaña, negras, de piel. El pelo, aún mojado, sostenido por
unas gafas de sol que hacía servir de diadema. Sus ojos emitían
una mirada indescriptible; Marion interpretó que la chica
también estaba enamorada.
Se descargó de todas las bolsas que lleva cruzadas en el pecho.
—Venga, chicos, una para cada uno. Daos prisa, los hospitales
me horripilan —dijo acompañando la expresión con un gesto de
sus manos—. ¿Quién se ducha primero? Por cierto, tenía un
mensaje en el contestador de casa: un guarda del Ministerio
preguntándome si había olvidado las llaves de casa en el trabajo.
Me apuesto algo a que es obra de Kamel para intentar saber mi
número...
—Aunque fuese así, ahora no nos sirve de nada. A él tampoco,
es demasiado tarde. En lo que respecta a la ducha, yo siempre
digo que prioridad a las mujeres —dijo Manu.
Mientras Marion se duchaba, Manu contó todas las novedades
a Laia. Decidieron que tenían que ir a Lyon para ayudar a Philippe
de una manera u otra. Manu no estaba convencido de llevar a las
chicas con él, pero estaba claro que no querían perderse ningún
detalle.
Cuando Marion salió de la ducha, con el albornoz del hospital,
Manu cogió su bolsa, envió una mirada juguetona a Laia, que
Marion tuvo tiempo de captar, y se precipitó a la ducha. Luego
miró a Laia, que le sonrió tímida.
Se quitó el albornoz, tenía moratones un poco por todo el
cuerpo, pero sobre todo en las piernas y varios puntos en una
ceja. Laia la encontró muy atractiva. La periodista se giró hacia
ella, mostrándole su cuerpo desnudo y se vistió muy despacio. La
estaba provocando, pensó Laia. Le gustaba jugar, sabía que no
podían hacer nada. Laia se mordió los labios y espero
pacientemente a que Marión acabara de vestirse.
—No... no sé si he elegido la ropa a tu gusto...

—Tejanos, botas, camiseta de tirantes y camisa. —Tiró de la


manga de la camisa que asomaba por la bolsa—. ¡También
tejana! Bueno, digamos que... que no es lo que me pondría para
ir a trabajar, pero como no voy a trabajar, voy a decir que me
gusta lo que me has elegido. Has hecho bien.
Manu, desde el cuarto de baño, llamó a la puerta, como
pidiendo permiso para salir de él, bromeando.
—¡Adelante! —respondió Marion.
El hombre salió ya vestido.
—Vaya, Laia, has cogido tejanos para todo el mundo, ¿eh?

Eran las once menos cuarto de la mañana cuando salieron del


hospital.
CAPÍTULO XLVll
25 de marzo — Sábado — El peligro deambula

Philippe y sus dos compañeros de la brigada de intervención


estaban nerviosos, aturdidos por todo ese ruido, pero, dentro de
lo que cabe, aliviados de tener al hombre bajo el punto de mira.
Llevaban ya una hora de viaje, eran las once de la mañana. En
una hora tendrían que hacer una parada, obligatoria para los
autocares, cada dos horas.
Los hombres entonaban de vez en cuando el himno del equipo
de fútbol; no tenían que parecer excesivamente serios, tenían
que fundirse en la masa. Los dos primeros hacían como si fueran
amigotes, aficionados bien enganchados al balón, lo que les
permitía hablar, pasearse un poco por el autocar y sentarse
 juntos a ratos. Intentaron adivinar a algún otro cómplice en el
autocar, pero nadie parecía sospechoso aunque, al mismo
tiempo todos lo parecían. Dejaron de lado los occidentales
típicos y observaron más a los de origen norteafricano: nadie
parecía conocer íntimamente al conductor, se acercaban y le
pedían poner una u otra música, le pasaban cintas o compactos
con música y Kamel, de manera afable, les dejaba hacer a su aire.
Estaba concentrado, muy concentrado, como si nada le
importase, como si no oyera, sólo conducía. Se dirigía a su
objetivo como un kamikaze, pensaba Philippe.
Kamel observaba a la gente a menudo por el retrovisor. Esos
dos que iban y venían de vez en cuando, que se sentaban detrás
de él, no eran habituales, no los había visto nunca; eran
demasiado mayores para esas cosas, rondaban los treinta y cinco
años. Lo que le aliviaba y hacía sentir más seguro era pensar que
habían tenido que reservar sus billetes bastante tiempo antes,
prácticamente con dos meses de antelación. Los autocares
siempre estaban llenos. Pero intentaría entablar un poco de
conversación con ellos en una de las paradas; quería obtener un
poco más de información.
Iban a hacer la parada obligatoria en unos veinte minutos y
luego sólo les quedaba media hora hasta Auxerre, donde tendría
que salir de autopista para recoger a más gente, volver a ella más
tarde y esperar pacientemente la próxima parada, Macón, donde
otro mártir subiría al autocar. Esa idea le reconfortó un poco, así
se sentiría menos solo entre toda esa gente tan altamente
contaminante, desvalidos de pensamientos que la sociedad
occidental les había robado. En su lugar les había implantado un
instinto básico de consumir, trabajar para ganar cada vez más
dinero, pisar a los demás sin respetar al prójimo, tener los
armarios y la nevera llenos, gastar. Gastar en tonterías, pero
gastar cada vez más. Pagar caros los objetos que los niños
hindús, esclavizados, cosían con sus manos, pagar caro el
petróleo para que sus compañías fueran las más poderosas del
mundo, comprar, poseer más que su vecino. Toda su filosofía se
reducía a eso, ese amasijo de basura que los americanos habían
inventado e inyectado en las venas del resto del mundo.
Kamel se sintió asqueado al llegar a la primera parada
obligatoria. Observó una conocida hamburguesería con insignia
americana y arcos amarillos proyectados hacia el cielo, que se
tomaban por dioses, porque para ellos lo eran. El dinero es el
poder. Pues se equivocan, se dijo.
La parada iba a durar media hora. La gente, viendo que el
autocar se iba a parar, empezó a levantarse, cogiendo sus bolsas
o bocadillos; era la hora de comer, empezaban a estar
hambrientos. Los más pobres sólo fueron a los servicios del
lugar; los más ricos se hincharon de carne y patatas fritas con
salsa en el interior del establecimiento.
establecimiento.
Kamel no podía consumir nada, tenía que seguir purificándose
al máximo, pero tenía el control absoluto, no sentía ni hambre ni
sed. Fue a los servicios, lo que le resultaba un poco molesto con
toda la ropa y el explosivo que llevaba pegado al torso y las
piernas, tenía el cuerpo empapado en sudor pero ya había
pensado en eso; la cinta adhesiva era lo suficientemente fuerte
como para aguantar la transpiración sin despegarse. Luego
esperó en el exterior, cerca del autocar, andando cabizbajo,
pensando.
—Perdona, ¿tienes fuego? —le dijo uno de los hombres que le
habían parecido raros.
La situación llegaba en buen momento; Kamel quería saber un
poco más sobre aquellos dos tipos y éste se le había puesto a
tiro.
—Lo siento, señor, no fumo. —Puso distancias, intentando
demostrarle que él era educado y no tuteaba a la gente de
buenas a primeras.
—Vaya, perdone, entonces. —En ese momento el otro hombre
le tendió un mechero y los tuvo a los dos frente a él.
—¿Vamos a ganar el partido? —preguntó Kamel. A priori, era
un tema que debía interesarles.
—Seguro que sí, esos lioneses hablan mucho, pero luego en el
terreno son otra cosa, ¿hace mucho tiempo que hace estos
trayectos?
La pregunta no gustó nada a Kamel.
—Sí, varios años. Unas veces la vuelta es una fiesta, en otras
nadie habla, en los empates hay mucha polémica —dijo Kamel—.
Y ustedes ¿son habituales?
—Bueno, nosotros vemos el fútbol más que nada en casa, pero
nuestras mujeres nos han dejado libre el fin de semana, así que
aprovechamos, ya sabe... —y le guiñó un ojo de complicidad a
Kamel mientras el otro hombre soltaba una carcajada.
Le daban asco.
—¿Qué piensan del nuevo fichaje? El italiano, ¿vale tantos
millones o no? ¿Va a marcar tantos goles como dicen?
Los dos hombres titubearon una fracción de segundo. Kamel lo
vio en sus ojos.
—Yo pienso que sí, parece que es un buen atacante, y nos
hace falta alguien como él en la delantera.
—Sí, estoy de acuerdo, Mazzotti es un buen jugador, creo que
vale el precio. Esperemos que marque un montón la temporada
que viene, aunque parece que no lo traspasan hasta que la
temporada no haya empezado. No va a poder conocer al resto
del equipo de entrada.
—Bueno, pero eso deja muchos partidos por delante.

—Es verdad. Bueno, señores, les voy a tener que dejar, ya hace
casi media hora y tenemos que irnos si no quieren perderse el
partido.
—¡Ah, no! Venga, vámonos.

Philippe los observaba desde una de las mesas, en el interior


de establecimiento; había aprovechado para llamar por teléfono
y dar las novedades al Centro de Mando.
Les dijo a los hombres por el micro que pararan de hablar con
el terrorista, pero parecía que la conversación acababa de
finalizar. El tiempo había pasado y tenían que volver al autocar.
En cuarenta minutos más habían llegado a la salida de Auxerre,
donde el autocar hizo un pequeño gancho y recogió a una
decena más de personas. Ninguna parecía sospechosa. Volvieron
a tomar la autopista. La próxima parada era Mâcon. Era la una y
media de la tarde.
CAPÍTULO XLVIII
25 de marzo - Sábado - Estado de alerta

Thierry y la Comandante Berne seguían recibiendo multitud de


información de todos los centros de control que habían
levantado en el país. Algunos individuos habían sido detenidos;
iban a permanecer arrestados durante las cuarenta y ocho horas
legales, tiempo del que dispondrían para investigarles. Luego, si
no tenían nada contra ellos, tendrían que liberarlos. Los
controles de los visados no daban resultado y los analistas de
mensajes se estaban volviendo locos intentando sacar
conclusiones. Hasta que uno de ellos llegó con algo que podría
dar algunos frutos.
Tendrían que comprobar la información, pero quizás habían
dejado algo de lado desde el principio, esos numeritos que
tomaron como pequeños errores de los ordenadores o de la
copia del disquete. Empezaron a tomarse las cifras más en serio y
a lo que, en un principio, al no encontraban significado alguno,
vieron más tarde que eran trocitos de cifras intercalados entre
las frases de varios mensajes. Lo que primero tomaron como
errores de dactilografía y, más tarde, por un teclado de
ordenador que utilizaba una lengua diferente, dio como
resultado una cifra más grande al unir los cuatro mensajes. El
resultado era 11481161. Buscaron en todos los ficheros ese
número, sacaron varias tarjetas de crédito que correspondían al
mismo, algunas personas fichadas, que no tenían que ver con el
asunto. Siguieron los pagos hechos con las tarjetas que llevaban,
en su número de identificación, la misma cifra que habían
descubierto, lo que les llevó varias horas, sin resultado. Thierry
no podía más de hacer cábalas con el número. Su teléfono sonó;
era Manu, que quería saber si había más novedades y diciéndole
que estaban en un TGV 11  que se dirigía hacia Lyon para
encontrarse con Philippe y estar presentes en el momento del
arresto del hombre, si era posible.
—Pero ¿estás loco? Que tú vengas es una cosa, pero que
traigas a las chicas es otra. ¿Te das cuenta del peligro? ¿Cómo
vamos a justificarnos nosotros si les pasara algo?
—Ya lo sé, Thierry, pero ellas asumen su responsabilidad, ya
les he advertido y no hay manera de quitarles la idea de la
cabeza. Además, Marion quiere verlo de nuevo cara a cara antes
de que lo juzguen y nos queda poco para llegar a la ciudad.
Las dos muchachas seguían la conversación de manera
diferente. Marion con discreción y Laia con descaro rondando
alrededor de Manu y tocándose el pelo. La periodista la cogió de
la muñeca y con una sonrisa le pidió que se calmara.
—¿Cómo? Manu, no cuelgues, que te doy el número; anótalo,
por favor —dijo Laia.
Cuando el hombre colgó, las puso al corriente de las
novedades y pasó el papelito a Laia, que lo miró concentrada y
dijo en voz alta:
—Once, cuarenta y ocho, once, sesenta y uno. ¿Qué narices es
esto? —y siguió dándole vueltas al número en su cabeza. Pasó el
papelito a Marión, que hizo exactamente lo mismo.
Estaban sentados en esas plazas para cuatro personas en las
que están situados dos frente a otras dos, con una mesita en
medio. Marion y Manu miraban a Laia, que seguía embobada
con el número, pensativa y mirando a su alrededor. De repente,
su mirada pasó sobre un panel luminoso que mostraba los
horarios de los trenes, bajó la cabeza y los fijó de nuevo. Se
levantó de golpe, lo que sorprendió a los otros dos.
11. Train á Grande Vitesse, el tren de alta velocidad francés.
CAPÍTULO XLIX
25 de marzo - Sábado - El código

—¿Qué te pasa? —dijo Marion.

Laia respondió sin mirarla; su vista se paseaba sobre la gente


que se encontraba en el vagón.
—Hexadecimal, Marion, creo que es hexadecimal —y se
precipitó hacia un chico que estaba concentrado en la pantalla
de su ordenador portátil con los cascos puestos.
Laia se fue aproximando y oyó el ritmo débil de la música de
una canción de moda de dos jóvenes rusas. El chico estaba
mirando el videoclip.
—¿Hexa, qué? —preguntó Manu.

Y ambos la siguieron cuando la vieron partir como una flecha,


precipitándose hacia un joven sentado unos diez asientos más
lejos.
—Oye, por favor, ¿me prestas un segundo tu ordenador?

El chico la miró extrañado. Se quitó los auriculares y le hizo


repetir la pregunta. La chica no tenía mala pinta, pero bueno, el
ordenador valía un dinero y hoy en día uno no podía fiarse de
todo el mundo. Además dos personas más lo rodearon mirando
a la chica.
Laia se dirigió a Manu.
—Quiero que me preste el ordenador un minuto, sólo quiero
hacer un cálculo, por favor.
—Escucha —dijo Manu—, lo necesita de verdad, te garantizo
que no le va a pasar nada a tu ordenador.
El hombre parecía sincero y, de todas formas, eran tres y nadie
iba a ayudarle en caso de conflicto con ellos, así que lo mejor era
pasárselo. El muchacho levantó el ordenador de sus rodillas y lo
puso en las manos que Laia ya tenía tendidas. La muchacha miró
la pantalla; las dos rusas estaban besándose.
—Gracias, será un minuto. —Se sentó en una de las plazas
vacías del otro lado del pasillo, puso el video en pausa en el
momento en que las dos cantantes se besaban y redujo la
imagen.
Marion se sentó a su lado, mirando una vez a la pantalla y otra
a Laia. Manu lanzaba miradas tranquilizantes al propietario del
ordenador, apartándose a veces para dejar pasar a la gente que
iba y venía del bar que estaba situado en el vagón siguiente.
Marion siguió de cerca lo que Laia hacía. Abrió la calculadora,
la puso en modo científico y le pidió que comprobase si el
número que había entrado era el bueno.
Marion miró el papelito que aún tenía en sus manos y se
asombró de la memoria de la muchacha.
—Sí, es exacto.

—Vale. —Laia hizo clic sobre “hex”, sus cifras desap arecieron y
surgieron otras en su lugar.
—AF3049, eso es. Manu, tenemos que llamar a Thierry. —Le
dijo gracias al chico y, cerrando la calculadora, le pasó el
ordenador—. Dile que compruebe si hay algún vuelo con esa
referencia.
—¡Claro! —dijo Marion—. ¡AF, debe ser de Air France!

Manu puso cara de asombro, se dirigieron a sus plazas y


compuso el número de Thierry mientras se sentaban. Explicó a
su amigo que quizás tuvieran una pista gracias al número que
éste les había dado. Thierry tomó nota y le dijo que lo llamaría si
la búsqueda daba resultado.
Estaban llegando a Lyon cuando, cinco minutos después de
colgar, el teléfono de Manu vibró; el hombre escuchó atento y
colgó.
—Has hecho diana. Es un vuelo que debe estar aterrizando
aquí mismo, en Lyon, justo en estos momentos.
CAPÍTULO L
25 de marzo - Sábado - Lyon St. Exupery

Un teléfono sonó en el centro de control del aeropuerto. La


Comandante Beme ordenó a la policía de fronteras que
impidieran que un avión que acababa de aterrizar despegase de
nuevo. Les preguntó cuánto tiempo tenía que durar la escala; le
respondieron que unos cuarenta minutos, el tiempo de repostar,
bajar del avión el equipaje que se quedaba en Lyon y dejar que
unos pasajeros descendiesen y otros subiesen. Les pidió que
estuvieran atentos a los pasajeros que bajaban del avión;
mientras tanto iban a advertir al grupo de intervención especial
más cercano para que actuase lo antes posible. Varios pasajeros
llevaban consigo unos visados con un número determinado;
estaban prácticamente seguros de que eran terroristas y
pensaban que tenían la intención de estrellar el avión contra el
palacio de Versalles, donde estaba reunido el G7.
Ellos llamaron rápidamente a la torre de control, que les
comunicó que algunos pasajeros ya habían bajado del avión y
debían encontrarse en el pequeño autobús que les llevaba al
interior del aeropuerto. El resto de los pasajeros, los que
continuaban hacia París, seguían en el aparato.
La torre de control advirtió al piloto, que puso al corriente al
resto del equipaje.
Marie, la nueva azafata, se descompuso. El Comandante del
vuelo ordenó a su tripulación que fueran profesionales; la cosa
estaba en buenas manos, sólo tendrían que sonreír a los
pasajeros hasta que las autoridades interviniesen. Desde tierra
impedirían que más pasajeros subieran a ese vuelo con destino a
París.
Aziz miró los paneles del aeropuerto y se dirigió hacia los que
indicaban las compañías de alquiler de coches. El compañero que
debía encontrar en Mâcon lo había preparado todo muy bien. La
reserva ya estaba hecha y pagada. Aziz sólo tendría que
presentar un número de referencia y un falso permiso de
conducir que llevaba con él.
Una vez llegado al stand, los trámites no supusieron un
problema; le dieron las llaves de un coche pequeño, con el
depósito lleno de gasolina. Suficiente para llegar hasta su
destino, pensó. Sonrió a la muchacha que le deseo una buena
estancia en el país. Salió hacia los aparcamientos, donde
encontró el coche fácilmente. Una vez instalado en el interior
sacó un papel de su bolsillo que le indicaba qué dirección debía
seguir hasta el lugar de encuentro. Sintió una gran excitación al
pensar que en poco tiempo iba a encontrar a un mito. El hombre
 junto al que iba a morir era muy conocido en su entorno.
Si bien no sabían su nombre ni casi nadie lo había visto en
persona, se contaban muchas historias sobre sus hazañas. El
motor rugió, se dispuso a tomar la autopista. Tenía que recorrer
unos 115 kilómetros, en una hora estaría en el lugar.
Laia, Marion y Manu bajaron del tren, preguntándose qué
estaría sucediendo en el aeropuerto. Marion pidió a Manu que
llamara al Centro de Mando, los tres estaban nerviosos, más aún
cuando la Comandante Berne les dijo lo que sucedía.
—¿Qué hacemos? —preguntó Laia, mirando a los otros dos.

—Vamos al aeropuerto; está a unos cuantos kilómetros de la


ciudad. Si todo va bien, cogemos un taxi y en una media hora
estamos allí. Ya veremos si llegamos antes de que el grupo
especial intervenga. Espero que todo vaya bien y que la prensa
no esté ya al corriente.
Marion le lanzó una mirada defensiva. Después de todo, la
policía no les dejaba nunca que hicieran bien su trabajo.
Manu se dio cuenta de que el comentario no había pasado
desapercibido para la periodista; Laia sonrió.
—Perdona, Marion, pero lo que te digo es lógico: si Kamel se
entera de algo quizás cambie de planes, no sabemos cómo
puede reaccionar —dijo Manu.
—Como quieras. De todas formas no estoy trabajando, pero
no estoy completamente de acuerdo contigo, lo discutiremos
cuando todo haya acabado.
—Vale, dejadlo para más tarde, ¿eh? Vamos a coger el taxi —
dijo Laia, que sintió una pequeña tensión que subía entre Manu y
Marion.
Así lo hicieron. Pidieron al conductor que los llevara al
aeropuerto.
Mientras tanto, desde el Centro de Mando ya habían pedido
ayuda a los grupos de intervención especial de Lyon. Los
hombres que estaban de guardia tardaron menos de cinco
minutos en salir a toda velocidad hacia el aeropuerto. Eran dos
grupos de cinco especialistas cada uno. Acabaron de prepararse
en el interior de las camionetas, donde los pasamontañas, las
bombas lacrimógenas y todo el resto del material les esperaba
en el estado impecable en el que lo mantenían todo el año.
Dos furgonetas sin insignias llegaron veinte minutos después al
aeropuerto. Esos hombres conocían como la palma de su mano
una gran parte de los modelos de avión sobre los cuales estaban
llamados a intervenir un día u otro.
El avión tenía que despegar en un cuarto de hora, dirección
París. Ismail empezaba a impacientarse, Souheil miraba por la
pequeña ventanilla y observaba el trabajo organizado de los
hombres que cargaban y descargaban el equipaje en los aviones;
aquello era un verdadero hormiguero en plena ebullición.
Los tres se bajaron del taxi y se dirigieron hacia el puesto de
policía del aeropuerto, donde dijeron que venían de la parte de
la Comandante Berne, quien les había autorizado a seguir las
operaciones de cerca. Un hombre les dijo que dos grupos
especiales habían llegado hacía unos minutos y estaban tomando
contacto con el piloto del avión. Le habían ordenado alejarse de
los otros aviones y situarse en un lugar donde el público no se
diera cuenta de lo que estaba pasando.
El piloto dijo a los pasajeros, por el micro, que iban a dirigirse
hacia otra pista, en la que esperarían unos minutos a unos
pasajeros que llegaban con retraso de otro vuelo y después
despegarían. El avión maniobró.
El primer grupo de intervención se deshizo de sus uniformes y
sacaron de sus bolsas ropa de paisano impecablemente
planchada. Los hombres conservaron sus chalecos antibalas,
bombas lacrimógenas en los tobillos y otro armamento pegado al
cuerpo. Se dispusieron a subir al avión.
El otro grupo se aproximó en una furgoneta de la compañía
aérea al tren de aterrizaje del avión, situaron dos pequeñas
cargas explosivas en cada rueda. Si no era necesario no las harían
explotar, pero si en el interior la cosa no iba bien para sus
compañeros, se asegurarían que el avión no despegase.
El problema de esos hombres era que no sabían ni quiénes
eran los terroristas ni exactamente cuántos.
Ismail fue al lavabo, miró fijamente a Souheil al pasar por su
lado. Se cruzó con una azafata que le miró atemorizada y olvidó
una consigna de base: ningún pasajero debe moverse de su sitio
durante las escalas cortas.
Los pasajeros a los que estaban esperando para poder
despegar entraron en el avión, uno detrás de otro. A Souheil le
pareció extraño: ninguna mujer y todos ellos perfectamente
vestidos después de haber pasado tiempo sentados en otro
avión. La cosa empezaba a ir mal. Souheil los vio escrutar con sus
miradas a cada uno de los pasajeros, comprendido él mismo. En
el fondo se sintió aliviado. Cerró los ojos como si durmiera.
Quería sentir unos minutos de paz antes de que lo matasen.
Una azafata los dirigía hacia asientos diferentes, dos cerca de
la cabina, uno en el centro y dos en la parte trasera, cerca del
lavabo. Donde ella misma esperó de pie.
En un instante todos los hombres sacaron sus armas y uno
gritó que todo había acabado; los piratas del aire sólo tenían que
entregarse pacíficamente y todo terminaría bien para ellos. Todo
el mundo debía poner las manos sobre el respaldo del asiento
que tenía delante y no hacer ni un solo gesto hasta que no se lo
pidiesen.
El pánico invadió a los pasajeros. Algunos se echaron a llorar.
Ismail escuchó atentamente la voz de un hombre que decía algo
en voz alta y con tono implacable. El no iba a pasar el resto de
sus días en una cárcel occidental; sacó la pistola de su bolsillo y la
empuñó con fuerza.
Los hombres empezaron a verificar la identidad de los
pasajeros con el cañón de sus armas apuntando hacia el techo
del aparato; tal y como los iban descartando y después de
cachearlos, les ordenaban bajar del avión. En la pista de
aterrizaje, un grupo de la policía de fronteras se encargaría de
ellos. Cuanta menos gente quedaba en el avión, más subía la
tensión en los hombres del grupo. No sabían qué les esperaba,
ningún sospechoso se había manifestado.
El turno de Souheil llegaría en menos de un minuto. Si se
levantaba para impedir que Ismail saliese del lavabo, cubriendo
la puerta, dispararían sobre él, o los policías o el mismo Ismail.
Tuvo miedo.
La tripulación y los pasajeros restantes se iban aliviando al ver
que los hombres llegaban al final del avión habiendo encontrado
que todo el mundo tenía sus papeles en regla. Quizás se habían
equivocado.
Un hombre pidió la documentación a Souheil; éste le miro a los
ojos, no sabía qué hacer. Había dos hombres justo delante de la
puerta del lavabo, a sus espaldas, con las armas en la mano. Le
dio su pasaporte y los papeles y levantó las manos. Dijo con voz
calmada que Ismail estaba escondido en el lavabo. Su problema
era que no hablaba francés.
Al levantar las manos se precipitaron hacia él los hombres que
cubrían la parte trasera del avión; uno de ellos lo esposó a toda
velocidad. Souheil gritó esta vez, cada vez con más fuerza. Los
policías no podían saber que el hombre intentaba protegerles.
Una de las azafatas, situada en la parte delantera del avión, se
levantó de repente y tradujo lo que el hombre decía, al mismo
tiempo que la puerta del lavabo se abría furiosamente e Ismail se
lanzaba como un kamikaze con el arma en la mano, gritando que
su Dios era el más grande.
Manu, Laia y Marion iban viendo a la gente bajar del avión
desde la torre de control, donde Manu había sido designado
oficiosamente por la Comandante Berne para tenerle al corriente
de lo que pasaba. Thierry se mordía las uñas y al mismo tiempo
transmitía la información a Philippe, que intentaba cubrirse el
otro oído y escuchar lo que recibía por el pequeño auricular
emplazado en la otra oreja.
Ismail disparó contra el primero de los hombres armados que
vio cerca de él mientras se hacía con la azafata. Le pasó el brazo
entorno al cuello y gritó que nadie se moviera o la iba a matar. El
otro hombre del grupo, situado a su derecha, se dio cuenta de
que el terrorista no lo había identificado como un peligro pues
no había visto su arma; la bajó muy despacio y la pegó a su
pierna. Uno de los hombres situados en la parte delantera
levantó las manos, en una tenía un arma. Le pidió que lo tomara
a él en el lugar de la azafata y dio dos pasos hacia delante muy
despacio.
El terrorista le disparó en el centro del pecho, el hombre se
desplomó y los pasajeros que aún estaban en el avión gritaron.
Souheil sabía que sólo le quedaba una bala. A la azafata le
temblaban las piernas, sentía la respiración alocada del hombre
en su cuello y su cuerpo sudoroso pegado a ella.
El hombre que se había desplomado en medio del pasillo
empezó a abrir los ojos, su chaleco le había salvado. Su
compañero, caído en la parte trasera, empezaba a hacer tres
cuartos de lo mismo. Ismail empujó al que estaba a su lado y le
gritó que se sentara pensando que era un simple pasajero; el
hombre obedeció.
Ismail obligó a la azafata a caminar hacia la cabina de pilotaje
del avión y avanzaron despacio por el pasillo. El hombre,
tumbado en su camino, se dijo que si no veía sangre en su pecho
esta vez le iba a disparar en la cabeza.
cab eza. Palpó el suelo buscando su
arma debajo de los asientos. Ismail miraba a su alrededor
mientras avanzaba; el hombre de la parte posterior del avión
empuñó su arma al mismo tiempo que la levantaba muy
despacio; Ismail no pudo verla pues las filas de asientos se lo
impedían. El terrorista se paró cuando llegó hasta el hombre
abatido, que tenía ya en su mano el arma. Se dio cuenta de que
no lo había matado y vio el brazo extendido del hombre.
Le puso un pie encima del codo y pisó con fuerza.
—¿No estás muerto? Conque quieres pasar el resto del viaje
con nosotros, ¿eh? Pásame tu arma o la mato —le gritó.
Mientras, el hombre de la parte trasera le estaba apuntando a
la cabeza, pero Ismail se movía a menudo; si sólo lo hería el
terrorista era capaz de matar a alguien antes de que él pudiera
disparar una segunda vez. Souheil se dio cuenta de lo que el
hombre estaba pensando.
Un alarido de dolor enorme atravesó el avión. Era Souheil, que
se levantó de golpe, gritando que sólo le quedaba una bala e
intentando que Ismail se girara hacia él.
Ismail oyó a aquel maldito traidor y se dijo, en una centésima
de segundo, que iba a matarlo aunque fuera lo último que
hiciese. Empujó fuertemente a la azafata que cayó sobre el
hombre al que le había pisado el brazo, impidiéndole toda
reacción. Ismail hizo un giro de ciento ochenta grados con su
brazo estirado y su arma apuntó a Souheil y apretó el gatillo un
instante después de que el hombre de atrás lo hiciera.
Ismail murió en el acto de un tiro en la cabeza. La tensión
acumulada hizo que su cuerpo se sacudiera presa de espasmos
sobre los asientos en los que había caído.
El otro hombre se deshizo rápidamente de la azafata y se
levantó ágilmente, cogió el arma de la mano del terrorista, le
palpó un instante el cuello e hizo un signo a sus compañeros, que
quería decir que estaba muerto.
Los de la parte trasera se ocupan de Souheil, que estaba casi
inconsciente pero vivo; la bala le había tocado en el hombro.
—Grupo 1 para Grupo 0 y centro de control, ¿me escuchan?

Todo el mundo respiró hondo al oír la voz.


—Adelante, Grupo 1 —dijo el centro de control.

—Adelante, amigo mío —dijo una voz del Grupo 0.

—Se acabó. Digan a una ambulancia que le llevamos a un


hombre con herida por bala en el hombro. Es uno de los
sospechosos que, aparentemente, ha colaborado. Sigue
consciente y no parece agresivo, hay que interrogarlo lo antes
posible.
Eran las cuatro menos cinco de la tarde.
Laia y Marion se abrazaron, mientras Manu, con una gran
sonrisa, contaba lo sucedido al Centro de Mando de París.
Unos minutos después alguien interrumpía la reunión del G7 y
solicitaba al Presidente francés que saliera fuera de la sala. Era el
Ministro del Interior quien, en persona, le informó de lo sucedido
y le dijo que el peligro que amenazaba al G7 había sido
eliminado. Aún quedaba un terrorista activo, pero bajo control.
El Presidente volvió a la sala de reuniones, presentó excusas a
sus invitados y les pidió que la conversación continuara.
—¿En qué estábamos? —preguntó.

—En el precio del barril de petróleo —le sonrió el Presidente


americano.
CAPÍTULO LI
25 de marzo - Sábado — La cita de Mâcon

Philippe acababa de recibir espléndidas noticias del Centro de


Mando: habían interceptado con éxito a dos terroristas; estaban
investigando la posibilidad de que un tercero hubiese bajado del
avión. Transmitió un resumen de la noticia discretamente a sus
dos compañeros sentados en la parte delantera del autocar.
De repente la gente empezó a quejarse, el conductor había
quitado la música y había puesto la radio. Buscó una emisora de
noticias.
Philippe se preguntó cómo iba a reaccionar Kamel que, a
ciencia cierta, esperaba tener noticias de un atentado contra el
G7 que no iba a llegar. El avión tendría que haberse estrellado a
esas horas, o tendría que hacerlo en unos minutos contra el
Palacio de Versalles. Kamel no prestó atención a las quejas de los
aficionados que querían escuchar el himno del equipo una y otra
vez.
Se iban a parar pronto en Macón. Los kilómetros pasaban, los
minutos también, ya eran las cuatro de la tarde y Kamel se
extrañaba de no oír nada en la radio; era raro, muy raro. A las
cuatro y diez se pararon en Mâcon, donde la gente tendría media
hora para ir a los servicios y beber algo, allí mismo recogerían a
algunos aficionados más.
Kamel aparcó y tiró con fuerza del freno de mano del autocar.
Estaba desesperado al no oír noticias, abrió las puertas. Ni
siquiera dijo a la gente que podían bajar, los dejó hacer a sus
anchas.
Todo el mundo bajó para estirar las piernas. Los dos hombres
de la brigada de intervención fueron separadamente a los
servicios para no dejar a Kamel sin vigilancia.
Philippe seguía alejado del grupo, como si no los conociese, y
observaba a una cierta distancia. Siete personas estaban
esperándoles en la parada del autocar, más aficionados que se
iban a unir al grupo. Kamel se aproximó a ellos para decirles que
en una media hora saldrían para Lyon y saludó a ciertos
aficionados estrechándoles la mano.
Seguramente eran personas que iban a ver a menudo los
partidos y que Kamel conocía con antelación, pero pasó un poco
más de tiempo con uno de ellos. El hombre, de unos treinta o
treinta y cinco años, pareció excitado al encontrar a Kamel; en
todo caso contento, su mirada era de admiración. Se separaron y
el segundo hombre se acercó a los otros grupos.
Kamel daba vueltas alrededor del autocar; no comprendía qué
estaba pasando y no tenía ninguna manera de obtener noticias
sobre los otros dos compañeros. Por lo que Aziz acababa de
decirle, todo se había llevado a cabo con normalidad en el avión,
al menos hasta que él mismo bajó para coger el coche. Una
noticia de esa envergadura tendría que ser transmitida por todos
los medios de comunicación en pocos minutos.
Quizás el avión hubiera despegado con retraso, o tal vez Laia
había podido hacer más de lo que él había imaginado. ¿Cómo
pudo fallar ese tiro en el parque? Tendría que haber disparado
una segunda vez y asegurarse así de que no ponía en peligro los
planes. Si el avión fallaba, se iban a llevar una gran decepción en
la organización. Kamel iba a perder su papel de hombre fiable e
implacable, de hombre de confianza. Y si el avión no se estrellaba
contra el G7 quizás es que habían logrado encontrar su pista. No.
Se estaba volviendo paranoico, no podrían haber avanzado tanto
en tan pocas horas.
Tras la parada, la gente volvió a sus asientos. Los nuevos se
repartieron los asientos vacíos. Aziz se sentó al fondo, justo
detrás de Philippe.
El autocar arrancó y tomó la dirección de Lyon. Ya no habría
más paradas hasta el estadio. Eran las 16.45 horas, en hora y
media llegarían al destino.
CAPÍTULO LII
25 de marzo — Sábado - Hacia el estadio

Los tres se acercaron rápidamente hacia el hombre que había


dirigido la operación del grupo de intervención especial y le
felicitaron. Era un gendarme del GIGN 12. La policía nacional tiene
competencia en el interior del aeropuerto, pero para intervenir
en las pistas o aviones es la Gendarmería Nacional quien se
encarga de hacerlo.
El hombre les dijo que todo había ido bien. Habían logrado su
objetivo, aunque hubiesen preferido no tener que disparar
contra el terrorista fallecido, del que quizás habrían sacado
preciosas conclusiones. El otro detenido parecía dispuesto a
colaborar.
Gracias a la ayuda de la azafata, que hablaba árabe, habían
logrado hacerle algunas preguntas antes de que se desmayase,
pues perdía bastante sangre. La mujer había aceptado traducir
algunas preguntas y el hombre había afirmado que su objetivo
era Versalles y a la azafata le había parecido comprender que
había un tercer hombre con ellos, justo antes de que perdiera el
conocimiento. Tendrían que esperar a que recibiera la primera
ayuda médica y se encontrara fuera de peligro antes de poder
interrogarle con detenimiento.
Marión estaba pensando que quizá, una vez todo acabase, la
dejarían hacer un súper reportaje sobre lo sucedido. No podía
dejar de maravillarse cada vez que se daba cuenta de con qué
facilidad los policías obtenían información muy delicada y eran
capaces de transmitirla a sus próximos y éstos, a su vez, capaces
de no dejar escapar nada. ¿De cuántas cosas interesantes debía
estar al corriente Laia?
Decidieron dirigirse hacia el estadio para estudiar los
alrededores y mantenerse en contacto con el Centro de Mando
desde el puesto central que los servicios de seguridad ya habían
instalado en las cercanías del campo de fútbol.
12. Grupo de Intervención de la Gendarmería Nacional.
CAPÍTULO LII
25 de marzo - Sábado - Lyon P4

Nathalie Mercier estaba particularmente excitada ese día, era


un día especial. Hacía varios meses que esperaba que la
burocracia permitiera a sus colegas hacerle aquel envío que le
venía directamente desde el NIV 13 de Sandringham en Suráfrica.
En pocas horas estarían allí y ya tenía a todo su equipo en espera
para empezar lo antes posible.
Poco importaba que fuese un sábado, a ellos lo que les
empujaba era la pasión por la investigación. Trabajar era un
placer.
Haber conseguido un puesto en la Fundación Jean Mérieux
había sido todo un éxito profesional, la recompensa tan
esperada tras tantos años trabajando duro. Pese a sus treinta y
siete años, era muy admirada en su entorno laboral. Si bien
algunos la consideraban demasiado joven, todo el mundo era
consciente de sus increíbles cualidades.
La fundación disponía de un laboratorio P4, para el que ella
trabajaba. Sus padres estaban orgullosos de su brillante carrera,
pero la peligrosidad del trabajo les gustaba menos.
El P4 es un laboratorio de alta seguridad donde “P” quiere
decir patogénesis y 1, 2, 3 y 4 son las escalas de gravedad, o lo
que es lo mismo: su hija trabajaba en uno de los ocho
laboratorios P4 del mundo. Tres en Estados Unidos, uno en
Canadá, uno en Rusia, uno en Suráfrica, otro en Suecia y el
último y más reciente en Lyon, Francia.
Esperaban la llegada del camión hermético sobre las 19.00
horas. Sabían la hora precisa del aterrizaje del avión que
transportaba el virus, pero su hora de llegada al laboratorio era
menos exacta debido a que ese día se jugaba un partido
importante en el estadio que divisaban desde las ventanas del
centro. En días como ése los coches afluían como hormigas hacia
el campo de fútbol y el tráfico era imprevisible.
El furgón sería escoltado por un policía en moto, como
siempre. Les traía las nuevas muestras de mutaciones del ébola
que habían encontrado en varios cadáveres africanos, con
cientos de cultivos en probetas que, a ciencia cierta, ya se
habrían multiplicado, en las pocas horas de viaje, así como
muestras del nuevo virus de neumonía atípica que había
aparecido en Asia recientemente. Les sorprendían las primeras
imágenes que habían visto del virus; eran simplemente
magníficas, hablando en términos científicos.
Su capacidad para mutar y hacerse cada vez más resistente
dejaba perplejo a cualquiera.
Esos dos virus podían matar a una persona en cuestión de
horas. Con el primero, las hemorragias internas en cadena se
volvían incontrolables hasta acabar sin piedad con el enfermo. Su
propagación todavía no era totalmente conocida; pensaban que
iba desde las secreciones corporales pasando por las muestras
que un individuo podía dejar en un objeto que hubiese tocado,
hasta la transmisión a través del aire que exhala una persona
contagiada. El de la neumonía había hecho ya varios cientos de
víctimas por todo el mundo.
De todas maneras, ellos trabajaban en un medio totalmente
seguro, con escafandras, aire puro, duchas descontaminantes y
puertas herméticas de seguridad. La ropa que usaban bajo las
escafandras era incinerada cada día. El riesgo de contagiar a la
población era prácticamente nulo. El laboratorio estaba
construido como un cubo dentro de otro cubo, hecho con
materiales ignífugos y a prueba de movimientos sísmicos o del
impacto de un camión. La diferencia de presión atmosférica con
respecto al exterior impediría cualquier dispersión peligrosa.
Tanta seguridad era normal, cualquiera de los virus con los que
trabajaban, mal controlado, podría crear una pandemia, una
epidemia que podría acabar en varios días con miles de
personas.
Y ése era el verdadero objetivo de Kamel, el camión que
transportaba los virus y no el estadio de fútbol, como la policía
pensaba.
Lanzando el autocar contra el camión y haciendo explotar las
cargas que llevaba encima, su intención era contaminar a todos
los pasajeros del autocar para que estos, a su vez, infectasen a
una buena parte de la población y que el virus se dispersara en el
aire que iban a respirar las cuarenta mil personas que podía
acoger el estadio de fútbol de Gerland, donde todos esos tarados
iban a gritar por el único ideal que tenían, a inspirar y expirar
durante más de dos horas.
13. National Instituc for Virology.
CAPÍTULO LIV
25 de marzo - Sábado - Estadio de Gerland (Lyon)

Un taxi les dejó en las puertas del estadio; los tres se alegraron
de llegar. El taxista no había parado de hablar de fútbol durante
los casi cuarenta minutos de trayecto, tema que no interesaba a
ninguno de los tres. Las chicas habían aprovechado para no
despegarse, aprovechando que estaban solas en el asiento
trasero. Marion apretaba con fuerza la mano de Laia y ésta le
enviaba miradas efímeras pero llenas de pasión.
Laia sólo pensaba en la noche que les esperaba; quería pasarla
con Marion, pero seguro que Philippe y los demás iban a
asediarlas con preguntas durante una buena parte de ella. Luego,
Marion y ella tendrían un montón de cosas que contarse, una
vida por delante; al menos, eso esperaba, que no fuese sólo una
historia para Marion, como Catherine le había dicho. Quizás la
periodista la encontrara un poco cría. Laia nunca se había
sentido igual; Marion la aturdía en lo más profundo de su alma:
una sola de sus miradas y su nuca se erizaba. Era guapísima,
inteligente y tenía un coraje incalculable.
Allí estaba ella, en primera fila, después de todo lo que le había
pasado. No quería volver a pensar en todo eso, en lo que Kamel
podría haberle hecho.
El pensamiento de Marion iba en el mismo sentido, sus
temores eran casi los mismos. Sentía que su corazón había dado
un vuelco enorme, como si se sintiera madura y lista para el
amor por primera vez. Esa chica la volvía loca, le daba fuerzas y
energía para remontar todo lo que se le echara encima. Se
preguntaba si habría tenido muchas amantes, se decía que
seguramente sí, además era más joven que ella, quizás la
encontrara demasiado mayor.
—Chicas, ¿os despertáis o qué? Hemos llegado o ¿es que
queréis quedaros en el taxi? —dijo Manu con un tono irónico.
Mientras el hombre les aguantaba cortésmente la puerta, las
muchachas salieron una detrás de otra, del lado de la acera.
a cera.
—Vaya, qué lástima que no tengamos tiempo de visitar la
ciudad, desde lejos parece bonita —dijo Laia.
—¿No la conocéis? —preguntó Marion.

Los dos respondieron que no.


—No es una ciudad tan grande como París, pero eso forma
parte de su encanto. Yo vine una primera vez, en mis principios
como periodista, y una segunda para una inauguración, también
en relación con el trabajo. Me enviaron a cubrir la visita del Papa,
no es que el tema me volviese loca pero el trabajo es el trabajo.
Se armó una buena. Una de las profecías de Nostradamus. Sabéis
quién es, ¿no?
—Claro, sigue —dijo Manu.

—Sí, sí —respondió Laia.

—Pues bueno, en una de sus profecías decía que el Papa actual


iba a morir en una ciudad que poseyera dos ríos y de esas no hay
muchas en el mundo. Así que sin saber si algún loco podía seguir
las predicciones e intentar matarlo tuvieron que reforzar la
seguridad de la ciudad, más aún de lo previsto. Finalmente, no
pasó nada. Aunque nunca sabremos si se evitó el destino o no —
dijo Marion con tono grave.
—Vaya, qué interesante; así que las autoridades, sin creer
forzosamente, tienen que hacer como si creyeran, porque si
alguien cree y está lo suficientemente loco la cosa podría pasar.
Es una verdadera paradoja... —suspiró Laia.
—Exactamente, venga, vamos —dijo Manu, que con su alma
de policía sólo creía en lo que veía.
—Te tendrías que haber llamado Tomás —dijo Laia.

—Cállate, que me asustas. ¿Cómo puedes saber lo que estaba


pensando?
—Serán predicciones —rió Laia.

Todos rieron, lo que dejó bajar un poco la presión y los nervios


que llevaban dentro.
Se dirigieron hacia el primer guardia de seguridad que vieron y
le pidieron que contactase con el puesto central de seguridad
que la policía había formado para el evento. El hombre así lo hizo
y, como les estaban esperando, les dejó pasar. Fueron recibidos
medio bien en el puesto de coordinación de la policía, pues los
hombres se preguntaban por qué el Centro de Mando de París
dejaba entrar a esos tres desconocidos en asuntos tan
importantes como ése. El hombre aún, pues dentro de lo que
cabía era policía, pero las dos mujeres no tenían nada que hacer
allí sino distraer la atención de algunos hombres, que les
miraban sonrientes, poniendo así en peligro sus vidas. Pero,
como eran órdenes de la Comandante que dirigía la brigada de
terrorismo, tuvieron que callarse.
Manu pidió novedades; les dijeron que el autocar llegaba en
menos de una hora y que, aparentemente, el sospechoso que se
había escapado del avión había subido a él en Mâcon, pero
Philippe no podía transmitir mucha más información pues lo
tenía sentado justo detrás de él. El terrorista herido en el avión
había sido operado y se despertaría en poco tiempo de la
anestesia. Sus colegas esperaban impacientes en el hospital para
poder interrogarle, pero no sabían si recuperaría la conciencia a
tiempo para obtener más información sobre cómo Kamel y el
otro hombre pensaban atentar contra el estadio.
Manu habló con la Comandante Berne, quien le confirmó que
el hombre que se había escapado del avión debía ser casi con
certeza el que había subido al autocar.
Gracias a las cámaras de seguridad del aeropuerto habían
podido encontrar sus trazas y habían seguido con atención todo
su recorrido. Había alquilado un coche, que sus colegas de
Mâcon habían identificado en un lugar cercano a la parada que
había hecho el autocar. Por desgracia no había nada dentro que
pudiese darles más pistas, sólo un plano que indicaba el camino
a seguir del aeropuerto a Mâcon.
CAPÍTULO LV
25 de marzo — Sábado - Fin de trayecto

A las 18.00 horas Philippe recibía de nuevo información la


confirmación de que un tercer hombre se había escapado de la
intervención en el aeropuerto y su descripción.
d escripción.
Los datos le perturbaron, estaba casi seguro de que era el
hombre sentado a sus espaldas. Se levantó varias veces,
cantando con los demás para poder observarlo un poco más de
cerca. El hombre sonreía. Lo miró un par de veces y pensó que
también llevaba más ropa encima de la que uno podía soportar
en esa época. Por debajo de la camiseta del club se podían ver, al
menos, dos camisetas más, vestimenta típica utilizada en los
ataques suicidas. Su posición geográfica con respecto al hombre,
el hecho de tenerlo a sus espaldas, no le gustaba nada. Además
no podía informar a sus compañeros del peligro, ya que ellos no
estaban en relación con el Centro de Mando, sino solamente con
él y, con todo ese ruido, debería alzar un poco más la voz para
que lo escuchasen y el terrorista podría darse cuenta fácilmente.
Eran las 18.20 horas cuando llegaron a los alrededores de
Lyon. El autocar tomó el cinturón, que contorneaba la ciudad,
para dirigirse así hacia el estadio, situado en el lado opuesto a la
llegada de la autopista que venía de París. Siguió la dirección de
Marsella.
Salieron del cinturón, ya no debían quedar más de cuatro o
cinco kilómetros para llegar al campo de fútbol.
Se oyó un ruido de altavoces;
al tavoces; Kamel había puesto en marcha el
micro:
—Señores, tengo el placer de anunciarles que el viaje va a
llegar a su fin en unos minutos. Son las 18.45 horas exactamente;
les deseo que disfruten de la fiesta.
Los dos compañeros de la parte delantera hincaron las rodillas
en el asiento, como si fueran a coger sus bolsas, y miraron a
Philippe expectantes, lodo el mundo comenzó a levantarse en
esos momentos y a gritar de alegría.
Aziz se levantó y se dirigió firmemente hacia el conductor del
autocar. Philippe se levantó un segundo después para seguirlo.
Los dos esquivaban a las personas que ya estaban de pie en
medio del pasillo. Dos tipos que cogían sus trompetas con los
colores del equipo, situadas sobre sus cabezas, impidieron el
paso de Philippe algunos segundos. Aziz sacó algo de su bolsillo a
medida que se aproximaba al conductor.
Tendió el hilo de pescar entre sus dos manos, que mantenía
por debajo de su cintura. Le quedaban cuatro filas de asientos
para llegar a la parte delantera.
Philippe empujó a los hombres que no acababan de coger las
malditas trompetas: los hombres le gritaron; él, a su turno. Se
identificó a voces y los hombres le dejaron pasar inquietos.
En el momento en el que Kamel había hablado por el micro
había dado la señal a Aziz para que pasara a la acción.
Cuando los dos terroristas se habían encontrado en Mâcon,
Kamel informó a Aziz de la presencia de dos sospechosos en el
autocar, seguramente de la policía, que no se explicaba cómo
habían dado con él. Eran los dos que estaban sentados a sus
espaldas.
Kamel les había tendido una trampa en los pocos instantes en
los que había hablado con ellos: el equipo parisino no había
fichado a ningún italiano y el nombre del supuesto fichaje
fic haje que les
había dado, Mazzoti, era el de un ciclista. Además los dos no se
habían despegado de él en todo el viaje. Aziz tenía que
neutralizarlos.
Los hombres del grupo de intervención especial no oían los
gritos de Philippe intentando advertirles de que el hombre se les
venía encima y ellos estaban más centrados en el conductor que
en cualquier otra cosa. El hombre que estaba junto al pasillo sacó
de su bolsillo el pequeño mando a distancia que simularía una
avería en el autocar; lo tenía en sus manos, sólo tenía que
apretar un botón. Miró el nombre de la avenida por la que
circulaban: Tony Garnier, el estadio no debía estar ya muy lejos.
De repente, algo fino pero rígido le rodeo el cuello y lo apretó
brutalmente. El hombre vio unas lucecitas blancas al mismo
tiempo que recibía un golpe secó en los riñones y se desplomó,
perdiendo la conciencia. El ataque fue tan rápido que cuando su
compañero reaccionó era demasiado tarde. Los aficionados del
autocar no se dieron cuenta de lo sucedido. Los que les
rodeaban, al ver al hombre en el suelo, pensaron que había
bebido demasiado y carcajearon haciendo comentarios.
Cuando el otro hombre empuñó a Aziz por el pecho, Kamel dio
un volantazo con una mano, mientras que con la otra tendía un
destornillador a Asís. La gente gritó, quejándose, pues la mitad
se cayeron o se golpearon con los asientos. Una multitud de
bolsas de viaje se abatieron sobre sus cabezas. Empezaron a
preguntarse qué estaba pasando, Aziz volvió a equilibrarse y
cogió el destornillador de la mano de Kamel.
Saltó sobre el otro hombre, que había caído en mala posición
entre los dos asientos e intentaba levantarse cuando el terrorista
se abalanzó sobre él. Lo golpeó primero en los testículos, el
hombre levantó ambos brazos para protegerse de lo que se le
venía encima, el dolor le resultaba insoportable. Aziz levantó el
destornillador con saña e iba a apuñalarle en la cara cuando
Philippe consiguió desviar la trayectoria. El destornillador se
hundió entre el ángulo del cuello y el principio del hombro
izquierdo y allí se quedó clavado, inmovilizando al hombre.
La mayoría de los aficionados empezaron a gritar nerviosos
cuando vieron pasar delante de sus narices el estadio y se dieron
cuenta de que el autocar no se paraba. La confusión reinaba.
Philippe estaba a solas con dos terroristas cargados de
explosivos. Empezó a debatirse con el hombre que había
apuñalado a su compañero, que aparentemente no tenía
ninguna otra arma; si no, habría utilizado algo más eficaz que un
destornillador, se dijo.
CAPÍTULO LVI
25 de marzo - Sábado - Franck, el conductor

Franck pensó que Karim no tardaría en llegar con los dos kilos
de cannabis. Lo había conocido en un aparcamiento del estadio,
una tarde de partido, mientras Karim esperaba a que acabara
para llevar a los aficionados de vuelta a París.
A veces, a la vuelta de sus descargas de cosas raras del
laboratorio, Franck se paraba para hablar con los vigilantes de
seguridad y saber cuál era el resultado del encuentro.
Una de esas veces intentó entablar conversación con el
hombre, que al principio parecía arisco, pero cuando le dijo qué
tipo de trabajo hacía logró impresionarlo como a todos los
demás. Se lió un petardo mientras hablaban; Karim se interesaba
cada vez más por su ocupación. Se dieron cita para el próximo
partido, de eso hacía ya casi dos años, hasta que Karim se ofreció
para bajarle chocolate14 de París a un buen precio. La verdad es
que aquello le iba a ayudar económicamente: tenía dos niñas
pequeñas y otra en camino y su mujer no trabajaba; conocía a un
montón de gente que fumaba, así que, después de todo, ¿por
qué no?
Karim no le había decepcionado nunca; sólo tenía que decirle a
qué hora llegaba exactamente al laboratorio cada vez y, cuando
el autocar tuviera que bajar de París y coincidieran, Karim le
bajaría su pedido en el autocar. Así había cumplido siempre,
además la mercancía era buena. Se mantenían en contacto por
correo electrónico.
Franck había tenido que aprender a utilizar los ordenadores en
un cibercafé, al que iba siempre para entrar en contacto con
Karim. El plan era perfecto, nadie sospechaba que la droga
bajaba de París en un autocar de aficionados al fútbol y que
luego atravesaba Lyon dentro de un camión que normalmente
transportaba virus peligrosos.
Eran las 18.48 horas. El policía que lo escoltaba en moto se
dirigió a la recepción para advertir al personal del laboratorio de
la llegada del camión.
14. Nombre que se le da al cannabis en la jerga de la calle.
CAPÍTULO LVII
25 de marzo - Sábado - El lobo

Mientras que Laia, Marion y Manu esperaban en el centro de


seguridad, iban recibiendo novedades del Centro de Mando de
París. La Comandante y Thierry intentaban seguir almacenando,
por todos los medios posibles, información sustancial que
pudiera ayudarles. Con las cámaras que vigilaban la autopista
iban siguiendo el viaje del autocar en los tramos cubiertos por las
mismas. Por ahora, el trayecto se llevaba a cabo normalmente.
Habían comunicado a Philippe la presencia del tercer hombre
pero no llegaban a comprender qué era lo que el hombre les
respondía. Supusieron que lo debía tener cerca y no podía hablar
mucho.
Las novedades que llegaban del hospital eran más o menos
buenas para ellos.
Aunque el terrorista que había aparentemente colaborado
estaba a salvo y el impacto del proyectil no le había tocado
ningún órgano vital, el problema era que los médicos decían que
debía despertarse de la anestesia en una veintena de minutos y
por eso no sabían si estarían a tiempo para sacarle datos más
exactos sobre los atentados planificados, sobre todo a propósito
del que debía tener lugar en Lyon.
El estadio se había llenado de público, que las autoridades
decidieron no evacuar para no causar el pánico y porque
pensaban tenerlo todo bajo control. El campo estaba rodeado
por doscientos policías antidisturbios; todo el mundo era
cacheado a la entrada y los hombres del autocar disponían de un
sistema electrónico para bloquear el autocar en menos de un
minuto y saltar sobre el conductor al primer movimiento extraño
que hiciese.
Mientras Manu hablaba con los policías y los vigilantes, Marion
y Laia salieron al pasillo para tomarse un café de la máquina que
estaba al lado de la puerta. Laia buscó monedas en sus bolsillos;
Marion la observaba desde atrás.
—¿Con cuánto azúcar lo quieres?

—No sé, dos. Oye, ¿sabes que te mueves como un gato?


Quiero decir, tienes unos movimientos verdaderamente felinos,
no haces un solo ruido al desplazarte...
—Vaya, ¿es que tú haces una fiesta cada vez que te mueves?
—Laia rió.

—No, en serio, es peculiar...

Laia le tendió el vaso de plástico con el café; Marion le dio las


gracias con una sonrisa.
—Pues, bueno, la verdad es que los felinos me gustan, pero si
tuviera que elegir preferiría ser un lobo.
—¿Un lobo? ¿Por qué?

—No sé, siempre me han fascinado, quizás porque no son lo


que parecen; el hombre les teme, él teme al hombre. Si te
encontraras uno así, de repente, en medio de un monte, se
quedaría parado, tan sorprendido como tú, quizás te enseñaría
los dientes, pero eso no quiere decir que te fuera a atacar,
seguro que saldría corriendo en otra dirección, corno tú. Lo que
me gusta en ellos es que son imprevisibles sin serlo del todo.
Es un poco complicado pero ya te lo explicar con más tiempo.
¿Y tú?
—Yo ¿qué? —respondió Marion pensativa.

—¿Qué animal elegirías?


—La verdad es que unos días me siento como un delfín y los
otros me identifico más con un halcón. Oye, ¿te acuerdas que os
dije que vine a Lyon una segunda vez para una inauguración?
—Sí, ¿por qué? ¿Qué tiene eso que ver con los animales?

—No sé. Lo que has dicho del lobo, que te da la impresión de


que van a hacer una cosa y luego se van en otra dirección...
—¿Y? —preguntó Laia intrigada.

—Pues, cuando vine por segunda vez a la ciudad, fue para la


inauguración de un laboratorio un poco especial: el P4.
—¿Qué tiene de especial?

—Que es un laboratorio de alta seguridad, donde se estudian


los virus más peligrosos del mundo y, si recuerdo bien, debía
estar por esta zona de la ciudad.
—¿Quieres decir que Kamel nos ha podido engañar a todos?
¿Qué estamos esperando un atentado en el estadio y que él se
dirige a otro sitio?
—Exactamente. Quizás me equivoco, pero no sé, algo me dice
que ese tipo no va a conformarse con un atentado a un estadio.
Estoy de acuerdo en que sería espectacular para su causa, pero
no tanto como el planificado en París. ¿'Comprendes lo que
quiero decir?
—Sí, vamos, date prisa, vamos a hablar con Manu, quedan
menos de veinte minutos para que llegue el autocar... ¡Corre!
Las dos tiraron los vasos de café casi vacíos a la papelera y
entraron de sopetón en la sala. Los hombres se giraron
sorprendidos hacia ellas. Laia explicó a todos lo que Marion
acababa de decir.
—¿Estás segura de que se encuentra en esta zona?
—Sí —dijo uno de los hombres presentes —. El laboratorio está
a un kilómetro de aquí como mucho, siguiendo todo recto la
avenida. Yendo en esa dirección se ve una placa enorme a la
derecha con el nombre del complejo.
—Thierry, ¿me oyes? —dijo Manu llamando al Centro de
Mando.
—Adelante —respondieron.

Manu expuso la situación; Thierry puso al corriente a la


Comandante y les dijo que esperaran un instante.
A esas alturas, el autocar se disponía a salir del cinturón para
tomar la avenida en pocos minutos.
—¿Manu, me escuchas? —dijo la voz de la Comandante.

—Adelante.

—En efecto, acabo de hablar con ellos, es una posibilidad. El


edificio está preparado para todo tipo de ataques pero,
 justamente a estas horas, están esperando una camioneta que
les trae muestras de dos virus mortales que llegan de un vuelo
proveniente de Sudáfrica. Sólo va escoltado por una moto.
CAPÍTULO LVIII
25 de marzo — Sábado — Zig-zag

—Vamos para allá —dijo Manu y colgó.

—¡Dios mío! Miren la cámara —dijo uno de los hombres.

El autocar estaba a menos de dos kilómetros del estadio y


acababa de zigzaguear en medio de la avenida, golpeando a un
coche que se encontraba a su lado. Algo estaba pasando en el
interior del vehículo y no sabían qué.
Los tres salieron corriendo hacia el exterior y se precipitaron
hacia el primer coche de policía que vieron.
—Pregunten en el interior, es cuestión de vida o muerte —
gritó Manu al policía más cercano que se les venía encima viendo
que se llevaban su coche patrulla.
Manu cogió el volante; Laia se sentó en el asiento del copiloto
y Marion detrás. El hombre arrancó como una furia, las ruedas
patinaron un instante sobre el asfalto, después miró un
momento el interior, apretó un botón que puso en marcha la
sirena e hizo frenar a todos los coches que atravesaban la
avenida, giró a la izquierda y remontó la calle a toda velocidad,
mientras Marion divisaba un autocar a un kilómetro de ellos que
hacía eses en medio de todo ese tráfico.
—Lo tenemos a menos de un kilómetro y no creo que tenga la
intención de pararse en el estadio. Creo que va a seguir recto.
Pero ¿y Philippe y los otros hombres del grupo de intervención?
¿No podían parar el autocar con no sé qué historia?
—Sí —respondió Manu, mientras adelantaba algunos coches —,
pero visiblemente la cosa no ha debido funcionar.
Me da la impresión de que hay un forcejeo en el interior del
autocar... Con toda esa gente dentro, deben estar muertos de
miedo...
—Ahí, Manu, mira, ahí está la placa que ha dicho el vigilante,
¿la ves? —gritó Laia.
—Sí, debe ser eso —respondió Manu —, pero tiene la pinta de
ser un complejo enorme...
—Allí, un poco más lejos, ¿ves el policía que se dirige a la
furgoneta blanca? Está hablando con otro hombre. ¿La ves,
Manu? —preguntó Laia, sabiendo que Manu era miope pero que
le costaba admitirlo.
—Sí, ahora la veo. Vale, vamos hasta ella —dijo el hombre.

—El autocar acaba de pasar el estadio y se dirige hacia


vosotros, enviamos a varios coches tras él —dijo una voz en la
radio del coche patrulla.
Laia sacó la cabeza por la ventanilla, mirando hacia atrás y
divisando al autocar que se dirigía a toda velocidad hacia ellos
evitando los otros coches. Otras sirenas de policía se divisaban
detrás del vehículo.
—Respondedle.

—¿Qué? —preguntó Marion.

—Que cojas el micro y le digas que hemos recibido la


información.
Laia no había oído nada, pues el viento y el ruido de la ciudad
inundaban sus oídos.
Marión se estiró entre los dos asientos delanteros y se hizo
con el micro. El corazón le batía a mil por hora.
—Recibido—dijo Marion apretando el botón del micro y
dejándolo de nuevo en su sitio.
Manu pegó un frenazo a cincuenta metros de la furgoneta
blanca mientras estiraba su brazo derecho impidiendo que Laia
saliera proyectada contra el parabrisas.
Los coches que venían detrás lo esquivaron de milagro. Manu
se paró allí para bloquear expresamente la vía y dejar espacio
suficiente hasta la furgoneta.
Fue el primero en bajarse del coche; las chicas le siguieron y
corrieron hasta la furgoneta, donde el policía sorprendido de que
tres civiles se bajaran del coche patrulla les dio el alto, revólver
en mano. Como el hombre acababa de volver del interior del
laboratorio no había oído las llamadas por radio que le habían
hecho desde su comisaría para advertirle.
Laia y Marion se pararon en seco; Manu levantó las manos y
avanzó despacio hacia el hombre. El autocar estaba a quinientos
metros de ellos.
—Venimos del centro de seguridad del estadio. Hágame caso,
tienen que desplazar la furgoneta rápidamente, es urgente —dijo
Manu.
Las muchachas avanzaron despacio en el sentido de Manu,
mirando hacia atrás nerviosas.
El otro hombre, que debía de ser el conductor de la camioneta,
palideció.
Franck pensó que su historia de drogas con Kamel había sido
descubierta y que venían a detenerlo. Cuando el policía se diera
cuenta de la verdad lo arrestarían y podría despedirse de su
mujer y sus hijas. Seguro que Kamel había hablado y explicado
que él era uno de los puntos de distribución más importantes de
Lyon. Corrió unos metros hacia el policía que le daba la espalda y
lo golpeó fuertemente con una de las puertas de la furgoneta. El
oficial, aturdido, cayó al suelo. Siguiendo la acción, Manu se
abalanzó sobre él.
Se dio cuenta de que pasaba algo raro y que el otro hombre
tenía algo que ocultar, tal vez fuera otro cómplice de Kamel. Le
dio un puñetazo en plena mandíbula pero el hombre, cuadrado
como un armario, le respondió y se enzarzaron en una pelea.
El autocar estaba a doscientos metros y no se paraba. Los
coches patrulla que venían detrás de él habían cortado la
circulación, pues sólo algunos coches, los que se encontraban
entre la furgoneta y el autocar, acabaron de pasar y luego el
autocar se quedó solo frente a ellos, acelerando aún más.
Laia y Marion corrieron hacia el policía, que estaba en el suelo.
Laia lo cogió por debajo de los hombros y con la ayuda de
Marion lo dejaron tumbado en la acera. Laia se hizo con su arma,
abrió el tambor del revólver y se aseguró de que las municiones
estuvieran dentro. Marion la miró con miedo.
CAPÍTULO LIX
25 de marzo — Sábado — Cara a cara

—¿Qué estás haciendo?

Me parece que no va a haber otra manera de pararlo, Marion.


No te preocupes por mí, sé disparar —dijo y remontó la avenida
corriendo en dirección al autocar que estaba a unos cien metros
de ellos.
—¡Ten cuidado, por favor! —gritó Marion y le pareció ridículo
lo que acababa de decir vistas las circunstancias y viéndola
precipitarse hacia el autocar con un arma en la mano.
Miró a su alrededor. Manu seguía en pleno combate con el
conductor de la furgoneta; el policía intentaba incorporarse pero
no podía. Marion se dirigió hacia él.
—Perdone, pero tengo que hacerlo —dijo al hombre, con una
sonrisa de circunstancias, mientras le tomaba prestada la
matraca y las esposas.
Marion nunca hubiera podido imaginarse capaz de hacer eso,
pero lo hizo. Levantó con los dos brazos la porra, se acercó a los
hombres que se estaban golpeando en el suelo y, cuando Manu
estuvo fuera del objetivo, Marion golpeó con todas sus fuerzas la
espalda del otro hombre; éste se retorció de dolor y Manu lo
empujó deshaciéndose de su peso. Marion le pasó las esposas,
pues ella no sabía utilizarlas.
—Mil gracias —le sonrió Manu con toda la cara magullada, y
en un abrir y cerrar de ojos lo esposó y luego lo empujó a un
lado.
—¿Dónde está Laia?

—¿Laia? —preguntó Marion.


—Claro, Laia, ¿dónde está? —preguntó Manu nervioso.

—Laia —dijo Marion, mientras se le hacía un nudo en la


garganta—  ha cogido el arma del policía y ha salido corriendo
hacia el autocar.
Manu miró a lo lejos y la distinguió plantada en medio de la
avenida, seguramente apuntando al autocar.
CAPÍTULO LX
25 de marzo - Sábado - Los hinchas

Mientras Philippe se debatía con Aziz, los aficionados vieron


una hilera de coches de policía que les seguía, pero ninguno
podía adelantarlo debido a los peligrosos zig-zags que hacía el
autocar, que aceleraba cada vez más sin saber hacia dónde se
dirigía.
Kamel estaba cerca de su objetivo; esta vez no pensaba fallar.
La policía les había descubierto gracias a esa entrometida de Laia
pero ya sólo le quedaban algunos metros.
Si Aziz lograba retener al otro hombre,
homb re, cumplirían su misión sin
problemas y en poco tiempo serían mártires para todo su
pueblo, héroes. Los occidentales nunca iban a olvidar que tenían
que respetarlos más, nunca iban a olvidar la lección.
En pocos segundos iba a dejar que el autocar se precipitara por
su propia inercia contra la furgoneta blanca de Franck. Cuando
quedaran unos metros tiraría de la anilla que sobresalía de su
bolsillo y todo saltaría por los aires. Por ahora se había ocupado
bien de que los coches de policía que le seguían no pudieran
adelantarle dando volantazos a derecha e izquierda. Gracias a la
mediana de la avenida la policía no tenía espacio suficiente para
pasarle.
De repente no hubo coches que circularan delante de él, sólo
una figura plantada en el centro de la carretera; todavía no
distinguía bien qué se proponía hacer.
Un grupo de aficionados de la parte delantera del autocar
intentaron separar a Aziz y Philippe, cuando el hombre,
sudoroso, gritó que era de la policía mientras se llevaba un
fuerte puñetazo que le rompió la nariz y lo dejó aturdido. Aziz
golpeó a uno de los otros hombres y entonces los amigos de éste
se dieron cuenta de que el hombre que sangraba era policía de
verdad y el otro, probablemente, un delincuente, así que entre
tres o cuatro lo redujeron como pudieron, entre los vaivenes del
autocar, y con unas bufandas del club uno le ató las manos y otro
lo ató al asiento.
Philippe se incorporó aún sacudido, se levantó como pudo con
la cara ensangrentada y gritó:
—Todo el mundo hacia el fondo del autocar, rápido, rápido. La
gente se apiñó en el fondo del vehículo como pudo, histéricos,
presos del pánico, algunos gritaban que era el fin, que iban a
morir.
Philippe, llenó de ira, asestó un puñetazo magistral en la nariz
de Aziz, tan fuerte que lo dejó inconsciente y se volvió hacia el
conductor, cuando descubrió a Laia a cincuenta metros de ellos,
apuntándoles con un revólver.
CAPÍTULO LXI
25 de marzo — Sábado - Desviando el objetivo

—Me llevo la furgoneta lejos de aquí —gritó Marion a Manu,


mientras miraba con horror el autocar a menos de cincuenta
metros de Laia.
—Date prisa —gritó Manu y salió corriendo hacia su amiga.

Laia había disparado muchas veces con él, en los centros de


tiro de la policía, y la verdad es que su puntería era
sorprendente, pero el hombre no sabía cómo podía reaccionar la
muchacha delante de un peligro inminente. Aquello no era como
disparar sobre un cartón estático; el objetivo se le acercaba a
toda velocidad y podría herir o matar a cualquier civil del
autocar.
Marion cerró de un golpe las puertas de la furgoneta y rezó
por que las llaves estuvieran en el contacto, donde las encontró.
De repente se dijo que no podía salir de allí a toda velocidad
pues lo que llevaba con ella era extremadamente peligroso.
Respiró hondo, decidió seguir recto y girar a la derecha en la
primera calle que encontrase. Miró por el retrovisor; el autocar
estaba a unos setenta metros de ella y a unos veinte de Laia;
Manu no iba a llegar a tiempo. Se concentró en la furgoneta,
mientras unas lágrimas brotaron de sus ojos.
CAPÍTULO LXII
25 de marzo — Sábado — La silueta

Cuando Kamel distinguió la silueta y se dio cuenta de que era


Laia, emitió una carcajada terrible. ¿Cómo podía pretender la
niñata aquélla pararlo?
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah! —gritó y aceleró a fondo.

La inercia movió a Philippe, que había sacado su revólver,


hacia atrás.
A Laia le temblaron las piernas. Se puso nerviosa un mechón
de pelo detrás de la oreja, empuñó con las dos manos el arma,
apuntó; el autocar se movía, disparó una vez.
Había hecho explotar una rueda delantera del autocar, que se
inclinó hacia un lado como si fuera a caerse sobre el asfalto, pero
no lo hizo.
—A la cabeza, lleva explosivo pegado al cuerpo —dijo Manu,
que sabía que no tenía tiempo de pedirle el arma y disparar él
mismo.
Laia lo miró una fracción de segundo; el autocar estaba a diez
metros, reconoció a Kamel, sintió escrúpulos y entonces pensó
en Marion. Disparó una segunda vez.
Philippe se agachó viendo lo que Laia se disponía a hacer; oyó
cómo el parabrisas recibía un impacto, se levantó y miró a
Kamel. Muerto, con un agujero en la frente, vio a Laia y Manu
saltando hacia un lado para evitar el autocar. Tiró de los
hombros de Kamel, hizo un esfuerzo sobrehumano y lo sacó del
asiento del conductor, dejándolo tumbado lo más suavemente
posible, a causa del explosivo.
Cuando miró hacia el frente vio cómo el autocar se dirigía
hacia la mediana de la avenida. Saltó sobre el asiento del
conductor, giró el volante, metió la tercera y frenó. El autocar
derrapó unos cincuenta metros, que le parecieron eternos,
dejando las marcas de las ruedas y una hilera de humo negro
sobre el asfalto. Luego se paró en seco.
Varios coches patrulla le rodearon, una veintena de hombres
apuntaban al autocar.
Philippe había perdido su micro durante la pelea, levantó las
manos. Los aficionados se quedaron mudos e inmóviles en el
fondo del autocar.
Vio a Manu llegar corriendo hacia los policías y hablar con uno
de ellos.
Varios se dirigieron hacia el autocar siguiendo a su amigo, que
al llegar a la puerta le hizo signo de que abriera. Luego entró,
mirando a Kamel.
—Hay que reconocer que tiene buena puntería... —y se echó a
reír.
Philippe se levantó y lo abrazó, pulsando antes el botón que
abría la puerta trasera para dejar salir a la gente. Los otros
policías se ocuparon de Aziz, que seguía atado al asiento.
—Casi mejor que la nuestra —dijo Philippe soltando una
carcajada—. ¿Dónde están?
—Con las mujeres nunca se sabe—dijo Manu.

Laia había salido corriendo en la otra dirección, buscando a


Marion, desesperada.
Manu no le había dicho dónde se había metido. ¿Por qué la
había dejado sola? Siguió corriendo unos metros y se paró.
CAPÍTULO LXIII
25 de marzo - Sábado – Yucatán

Marion apareció por la esquina de una calle, también corría,


también se paró un instante y luego se precipitó hacia Laia.
—Antes de que te abrace, ¿podrías...? —y dirigió su mirada
hacia la mano derecha de Laia.
Laia siguió su mirada. Tenía todavía el revólver en las manos,
que esta vez, le temblaban; abrió el tambor, dejó caer en su otra
mano las cuatro balas restantes, las metió en un bolsillo y se
colocó el arma dentro del pantalón, dejando la empuñadura
fuera.
—Ya lo sé, no me mires así, pero no puedo dejarla en medio de
la calle, es una prueba, tenemos que devolverla... —dijo con la
voz un poco temblorosa. Se metió un mechón de pelo detrás de
la oreja.
Marion la rodeó con sus brazos y apoyó su cabeza contra el
hombro de Laia, que temblaba. La besó en la mejilla y le
preguntó al oído:
—Te vienes conmigo, no sé, ¿a descubrir las playas del
Yucatán?
—Adonde quieras —sonrió Laia.

Ambas se dirigieron hacia el tumulto que se había formado


alrededor del autocar.
Philippe y Manu salieron a su encuentro. Manu le sacó el arma
de la cintura y se la pasó a un oficial de policía; luego se
abrazaron los cuatro.
Alguien pasó un teléfono móvil a Philippe.
—Es para usted.

Era la Comandante Berne, que ya estaba al corriente de lo


sucedido y quería saber si todo el mundo estaba bien.
Las cámaras de televisión empezaron a aparecer en la avenida.
Philippe sugirió a Manu que debían irse, nadie podría explicar su
presencia allí.
Así lo hicieron. A Marion se le hizo raro situarse esta vez al otro
lado de las noticias.
El Ministro del Interior informó en persona
p ersona al presidente.
Tres días después, Laia y Marion se despertaron bajo un día
soleado; charlaron un rato, riendo, luego desayunaron tranquilas
en la terraza. Más tarde prepararían las maletas para el día
siguiente. Un vuelo que se dirigía a Cancón las esperaba a las
nueve de la mañana del día siguiente. Esa misma noche iban a
despedirse del resto.
Philippe, Thierry, la Comandante Berne, Manu, Marion y Laia
tenían, entre otras cosas, una cena pagada en el restaurante más
caro de la ciudad, desde donde divisaban todo París. Invitaban
los fondos secretos del estado francés; igual que el viaje, cada
uno había podido elegir su destino y la duración de las
vacaciones.
Zuzú, el perro policía de la brigada canina que había
encontrado a Marion en los subsuelos, iba a jubilarse en dos
meses. La brigada había entrado en contacto con la Comandante
Berne, que esa misma noche preguntaba a Marion si quería
adoptarlo.
Las chicas se miraron un instante y no dudaron.
—¡Claro que sí! —dijeron al unísono.

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