Poul Anderson - Mi Sublime Propósito

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Mi sublime propósito

Poul Anderson

Nos conocimos por asuntos de negocios. La firma de Michaels deseaba abrir una sucursal
en la parte exterior de Evanston y descubrió que yo era propietario de algunos de los
terrenos más prometedores. Me hicieron una buena oferta, pero no cedí; la elevaron y
permanecí en mi actitud. Por fin, el director en persona se puso en contacto conmigo. No
era en absoluto como me lo esperaba. Agresivo, por supuesto, pero de un modo tan
cortés que no ofendía, sus maneras eran tan correctas que difícilmente se advertía su
falta de educación formal. De todas formas, estaba remediando con gran rapidez esta
carencia con clases nocturnas, cursillos de ampliación y una omnívora lectura.
Salimos para beber algo mientras discutíamos el asunto. Me condujo a un bar que no
parecía de Chicago: tranquilo, raído, sin tocadiscos, sin televisión, con un anaquel de
libros y varios juegos de ajedrez, sin ninguno de los extravagantes parroquianos que
usualmente infestan tales lugares. Fuera de nosotros, había solamente media docena de
clientes, un prototipo de profesor egregio entre los libros, varias personas que hablaban
de política con cierta objetiva pertinencia, un joven que discutía con el camarero si
Bartok era más original que Schoenberg o viceversa. Michaels y yo encontramos una
mesa en un rincón y algo de cerveza danesa.
Le expliqué que no me interesaba el dinero, y que me oponía a que una excavadora
estropease un campo hermoso con el pretexto de erigir todavía otro bloque de casas
hechas en serie. Michaels llenó su pipa antes de contestar. Era un hombre delgado y
erguido, de pronunciada barbilla y nariz romana, cabello grisáceo, ojos oscuros y
luminosos.
—¿No se lo explicó mi representante? —dijo—. No planeamos hacer una hilera de
casuchas idénticas. Tenemos seis diseños básicos, con variaciones, que pensamos
colocar... así.
Sacó lápiz y papel y empezó a dibujar. Mientras hablaba, aumentó la inflexión de voz,
pero la fluidez persistió. Y supo explicar sus propósitos mejor que sus enviados. Me dijo
que estábamos en la mitad del siglo veinte y que, no por ser prefabricado un núcleo de
viviendas dejaba de ser atractivo; podía incluso lograr una unidad artística. Procedió a
mostrarme el sistema.
No me presionó demasiado, y la conversación se derivó a otros puntos.
—Agradable lugar —observé—. ¿Cómo lo descubrió?
Se encogió de hombros.
—Frecuentemente doy vueltas por ahí, sobre todo de noche. Explorando.
—¿No resulta un poco peligroso?
—No en comparación —dijo con una sombra de temor.
—Uh... Tengo entendido que usted nació aquí...
—No. No llegué a los Estados Unidos hasta 1946. Era lo que llamaban un PD, una
persona desplazada. Me convertí en Thad Michaels, porque me cansé de deletrear
Tadeusz Michalowski. Y decidí prescindir de sentimentalismos patrioteros. Sé adaptarme
con rapidez.
Pocas veces habló acerca de sí mismo. Obtuve posteriormente algunos detalles de su
precoz encumbramiento en los negocios a través de admirados y envidiosos
competidores. Algunos de ellos no creían aún que fuese posible vender con beneficio una
casa con calefacción radiante, por menos de veinte mil dólares. Michaels había
descubierto como hacerlo posible. No estaba mal para un pobre inmigrante.
Indagué y descubrí que había sido admitido con visado especial, en consideración a los
servicios prestados al ejército de los Estados Unidos en las últimas jornadas de la guerra
en Europa. En ellos demostró tanto nervio como perspicacia.
Mientras, nuestro trato se desarrolló. Le vendí el terreno que deseaba, pero continuamos
viéndonos, a veces en la taberna, a veces en mi apartamento de soltero, con más
frecuencia en su ático a orillas del lago. Tenía una hermosa mujer rubia y un par de hijos
brillantes y bien educados. Con todo, era un hombre solitario, por lo que le proporcioné
la amistad que necesitaba.
Un año, más o menos, después de nuestro primer encuentro, me contó su historia. Me
había invitado otra vez a cenar el día de acción de gracias. En la sobremesa nos
sentamos para hablar. Y hablamos. Después de considerar desde las probabilidades que
surgiese una sorpresa en las próximas elecciones de la ciudad hasta las que otros
planetas siguieran un curso en su historia idéntico al nuestro, Amalie se excusó y se fue
a dormir. Esto ocurrió mucho después de la medianoche. Michaels y yo continuamos
hablando. Nunca le había visto tan excitado. Era como si ese último tema, o alguna
palabra en particular, le hubiese abierto algo nuevo. Finalmente se levantó, volvió a
llenar nuestros vasos de whisky con un movimiento un tanto inseguro, y cruzó la sala de
estar silencioso sobre la gruesa alfombra verde hasta la ventana.
La noche era clara y profunda. Desde lo alto contemplamos la ciudad, líneas, tramas y
espirales de brillantes colores —rubí, amatista, esmeralda, topacio— y la oscura
extensión del lago Michigan; casi parecía que pudiésemos vislumbrar infinitas y blancas
llanuras más allá. Pero sobre nosotros se abovedaba el cielo, negro cristal, donde la Osa
Mayor se apoyaba en su cola y Orión daba grandes zancadas a lo largo de la Vía Láctea.
No veía a menudo un espectáculo tan grandioso y sobrecogedor.
—Después de todo —dijo—, sé de lo que estoy hablando.
Me agité, hundido en mi sillón. El fuego del hogar arrojó pequeñas llamas azules. Una
simple lámpara iluminaba la habitación de suerte que podía vislumbrar haces de estrellas
también desde la ventana. Me arrellané un poco.
—¿Personalmente?
Se volvió hacia mí. Su rostro estaba rígido.
—¿Qué dirías si te respondiese que sí?
Sorbí mi bebida. Un King's Ransom es una noble y confortante mezcla, en especial
cuando la misma Tierra adquiere un aire glacial para entonar.
—Supongo que tienes tus razones y esperaría para ver cuáles son.
Esbozó una media sonrisa.
—No te preocupes, también soy de este planeta —aclaró—. Pero el cielo es tan grande y
extraño... ¿No crees que esto afectará a los hombres que vayan allí? ¿No se deslizará
dentro de ellos y lo traerán en sus huesos al regresar? ¿La Tierra será la misma después?
—Sigue. Ya sabes que me gustan las fantasías.
Miró fijamente al exterior, luego se volvió, y súbitamente se tragó de un golpe su bebida.
Este gesto violento no era propio de él. Pero había traicionado su perplejidad.
—Muy bien, entonces te contaré una fantasía. Es una historia invernal, muy fría, así que
quedas advertido para no tomarla en serio —declaró ásperamente.
Di una chupada a mi excelente cigarro y esperé con el silencio que él deseaba.
 Paseó unas cuantas veces arriba y abajo ante la ventana, con la vista en el suelo, llenó
su vaso de nuevo y se sentó a mi lado. No me miró a mí sino a una pintura que colgaba
de la pared, un objeto sombrío e ininteligible que a nadie gustaba. Esto pareció
confortarlo, pues comenzó a hablar, rápida y quedamente.
—Dentro de mucho, mucho tiempo en el futuro, existe una civilización. No te la
describiré, porque no sería posible. ¿Serías capaz de regresar al tiempo de los
constructores de las pirámides egipcias y hablarles de la ciudad en que vivimos? No
pretendo decir que te creerían; por supuesto que no lo harían, pero eso es lo de menos.
Quiero decir que no comprenderían. Nada de lo que dijeras tendría sentido para ellos. Y
la forma en que la gente trabaja, piensa y cree sería aún menos comprensible que esas
luces, torres y máquinas. ¿No es así? Si te hablo de habitantes del futuro que viven entre
grandes y deslumbradoras energías, o de variables genéticas, de guerras imaginarias, de
piedras que hablan, tal vez te hicieras una idea, pero no entenderías nada. Sólo te pido
que pienses en los millares de veces que este planeta ha girado alrededor del Sol, en lo
profundamente ocultos y olvidados que vivimos, en fin, en que esta civilización piensa
según normas tan extrañas que ha ignorado toda limitación de lógica y ley natural, y ha
descubierto medios para viajar en el tiempo. El habitante común de esa época (no puedo
llamarlo exactamente un ciudadano, cualquier expresión resultaría demasiado vaga), un
tipo medio, sabe de un modo vago e indiferente que, milenios atrás, unos individuos
semisalvajes fueron los primeros en desintegrar el átomo. Pero uno o dos miembros de
esta civilización han estado realmente aquí, han caminado entre nosotros, nos han
estudiado, han levantado y unido un archivo de información para el cerebro central, por
llamarlo de alguna manera. Nadie más se interesa por nosotros, apenas más de lo que
pueda interesarte la primitiva arqueología mesopotámica. ¿Comprendes?
Bajó su mirada hacia el vaso en su mano y la mantuvo allí, como si el whisky fuese un
oráculo. El silencio aumentó. Al fin dije:
—Muy bien. En consideración a tu historia, aceptaré la premisa. Imaginaré viajeros en el
tiempo, invisibles, dotados de ocultación y demás. Pero no creo que desearan cambiar su
propio pasado.
—Oh, no hay peligro en ello —aseguró—. La verdad es que no podrían enterarse de
mucho explicando por ahí que venían del futuro. Imagina.
Reí entre dientes. Michaels me dirigió una mirada sombría.
—¿Puedes adivinar qué aplicaciones puede tener el viaje en el tiempo, aparte de la
científica?
—Por ejemplo, el comercio de objetos de arte o recursos naturales. Se puede volver a la
época de los dinosaurios para conseguir hierro, antes que el hombre aparezca y agote las
minas más ricas —sugerí.
Meneó la cabeza.
—Sigue pensando. ¿Se contentarían con un número limitado de figurillas de Minoan,
jarrones de Ming, o enanos de la Hegemonía del Tercer Mundo, destinadas
principalmente a sus museos, si es que «museo» no resulta una palabra demasiado
inexacta? Ya te he dicho que no son como nosotros. En cuanto a los recursos naturales
ya no necesitan ninguno, producen los suyos propios.
Se detuvo, como tomando aliento. Luego agregó:
—¿Cómo se llamaba esa colonia penal que los franceses abandonaron?
—¿La Isla del Diablo?
—Sí, la misma. ¿Puedes imaginar mejor venganza sobre un criminal convicto que
abandonarlo en el pasado?
—Pensaba que estarían por encima de cualquier concepto de venganza, o de técnicas de
disuasión. Incluso en este siglo, sabemos que no dan resultado.
—¿Estás seguro? —preguntó sosegadamente—. ¿No se da junto con el actual desarrollo
de la penalización un incremento paralelo del crimen mismo? Te asombraste, hace algún
tiempo, que me atreviese a caminar solo de noche por las calles. Además, el castigo es
como una catástasis de la sociedad en su conjunto. En el futuro, te explicarán que las
ejecuciones públicas, reducen claramente la proporción de crímenes que, de otro modo,
sería aún mayor. Y lo que es más importante, esos espectáculos hicieron posible el
nacimiento del verdadero humanitarismo del siglo dieciocho —alzó una sardónica ceja—.
O así lo pretenden en el futuro. No importa si tienen razón, o si racionalizan solamente
un elemento degradado en su propia civilización. Todo lo que necesitas comprender es
que envían a sus peores criminales al pasado.
—Poco amable para con el pasado —comenté.
—No, realmente no. Por una serie de razones, incluyendo el hecho que todo cuanto
hacen suceder ha sucedido ya... Nuestro idioma no sirve para explicar estas paradojas.
En primer lugar, debes reconocer que no malgastan todo ese esfuerzo en delincuentes
comunes. Hay que ser un criminal muy fuera de lo corriente para merecer el exilio en el
tiempo. El peor crimen posible, por otra parte, depende de cada momento particular en
la historia del mundo. El asesinato, el bandolerismo, la traición, la herejía, la venta de
narcóticos, la esclavitud, el patriotismo y todo lo que quieras, en unas épocas han
merecido el castigo capital, han sido consideradas en otras con indulgencia, y en otras
todavía ensalzados positivamente. Continúa pensando y dime si no tengo razón.
Lo miré por algún tiempo, observando cuán profundamente marcados estaban sus rasgos
y pensé que para su edad no debería mostrar tantas canas.
—Muy bien —admití—. De acuerdo. Ahora bien, poseyendo todo ese conocimiento, un
hombre del futuro no pretendería...
Dejó el vaso con perceptible fuerza.
—¿Qué conocimiento? —exclamó vivamente—. ¡Utiliza tu cerebro! Imagínate que te han
dejado desnudo y solo en Babilonia. ¿Qué sabes de su lenguaje o de su historia? ¿Quién
es el actual rey? ¿Cuánto tiempo reinará? ¿Quién lo sucederá? ¿Cuáles son las leyes y
costumbres que se deben obedecer? No te olvides que los asirios o los persas o alguien
han de conquistar Babilonia. ¿Pero cuándo? ¿Y cómo? ¿Esa guerra es un mero incidente
fronterizo o una lucha sin cuartel? En este último caso, ¿ganará Babilonia? De lo
contrario, ¿qué condiciones de paz serán impuestas? No encontrarías ahora ni veinte
hombres capaces de contestar esas preguntas sin consultar un manual. Y no eres uno de
ellos, ni dispones de un manual.
—Creo —dije lentamente—, que me dirigiría al templo más próximo, en cuanto conociese
lo suficiente el idioma. Le explicaría al sacerdote que puedo hacer... no sé... fuegos
artificiales...
Se rió con escaso júbilo.
—¿Cómo? Acuérdate, estás en Babilonia. ¿Dónde encuentras azufre o salitre? En caso
que consigas por medio del sacerdote el material y los utensilios necesarios, ¿cómo
compondrás un polvo que haga realmente explosión? Eso es todo un arte, amigo mío.
¿No te das cuenta que ni siquiera podrías obtener un trabajo como estibador? Fregar
suelos sería ya mucha suerte. Esclavo en los campos, ese sería tu destino más lógico.
¿No es cierto?
El fuego comenzó a debilitarse.
—Perfectamente —asentí—. Es verdad.
—Escogieron la época con cuidado. —Miró a su espalda, hacia la ventana. Desde nuestros
sillones, la reflexión en el cristal borraba las estrellas, de modo que únicamente
podíamos ver la noche.
—Cuando un hombre es sentenciado al destierro —explicó—, todos los expertos deliberan
para establecer qué períodos, según sus especialidades, serían más apropiados para él.
Es fácil comprender que ser abandonado en la Grecia de Homero resultaría una pesadilla
para un individuo delicado e intelectual, mientras que uno violento podría pasarlo
bastante bien, incluso acabar como un respetado guerrero. Podría encontrar su puesto
junto a la antecámara de Agamenón, y tu única condena serían el peligro, la incomodidad
y la nostalgia.
Se puso tan sombrío, que intenté calmarlo con una observación seca:
—El convicto tendrá que ser inmunizado contra todas las enfermedades antiguas. En caso
contrario, el destierro significaría únicamente una elaborada sentencia de muerte.
Sus ojos me escrutaron nuevamente.
—Sí —dijo—. Y por supuesto el suero de la longevidad está todavía activo en sus venas.
Sin embargo, eso no es todo. Se le abandona en un lugar no frecuentado después de
oscurecer, la máquina se desvanece, queda aislado para el resto de su vida. Lo único que
sabe es que han escogido para él una época con... tales características... que esperan
que el castigo se ajustará a su crimen.
El silencio cayó una vez más sobre nosotros, hasta que el tic-tac del reloj sobre la
chimenea llegó a ser obsesionante, como si todos los demás sonidos se hubiesen helado
hasta extinguirse en el exterior. Di un vistazo a la esfera. La noche terminaba; pronto el
este se aclararía.
Cuando me volví, todavía estaba observándome con desconcertante intención.
—¿Cuál fue tu crimen? —pregunté.
No pareció pillarlo de improviso, dijo solamente con hastío:
—¿Qué importa? Te dije que los crímenes de una época son los heroísmos de otra. Si mi
intento hubiese tenido éxito, los siglos venideros habrían adorado mi nombre. Pero
fracasé.
—Muchas personas debieron resultar perjudicadas —dije—. Todo un mundo te habrá
odiado.
—Bien, sí —admitió. Pasó un minuto—. Ni que decir tiene que esto es una fantasía. Para
pasar el rato.
—Seguiré tu juego —sonreí.
Su tensión se suavizó un poco. Se inclinó hacia atrás, con las piernas extendidas a través
de la magnífica alfombra.
—Sea. Considerando la magnitud de la fantasía que te he contado, ¿cómo has deducido
la importancia de mi pretendida culpa?
—Tu vida pasada. ¿Cuándo y dónde fuiste abandonado?
—Cerca de Varsovia, en agosto de 1939 —dijo, con una voz tan helada como jamás he
oído.
—No creo que te interese hablar acerca de los años de guerra.
—No, en absoluto.
Sin embargo, prosiguió poco después como para desafiarme:
—Mis enemigos se equivocaron. La confusión que siguió al ataque alemán me ofreció una
oportunidad para escapar a la vigilancia de la policía antes que me internasen en un
campo de concentración. Gradualmente me enteré de cuál era la situación. Por supuesto,
no podía predecir nada. Ni puedo ahora; únicamente los especialistas conocen, o se
interesan, por lo que sucedió en el siglo veinte. Pero cuando me convertí en un recluta
polaco dentro de las fuerzas alemanas, comprendí quienes serían los vencidos. Me pasé
entonces a los americanos, les expliqué lo que había observado, y llegué a trabajar como
espía para ellos. Era peligroso, pero no mucho más de lo que había ya superado. Luego
vine aquí; el resto de la historia no tiene ningún interés.
Mi cigarro se había apagado. Lo volví a encender, pues cigarros como los de Michaels no
se encontraban todos los días. Se los hacía enviar por avión desde Amsterdam.
—La mies ajena —dije.
—¿Qué?
—Ya sabes. Ruth en el exilio. No era que la trataran mal pero, sin embargo, seguía
llorando por su patria.
—No conozco esa historia.
—Está en la Biblia.
—Ah, sí. Realmente debería leer la Biblia alguna vez. —Su disposición de ánimo estaba
cambiando y volvía hacia su primitiva seguridad. Saboreó su whisky con un gesto casi
afable. Su expresión era alerta y confiada.
—Sí —dijo—, ese aspecto fue bastante malo. Las condiciones físicas de vida no influían
en ello. Cuando se hace camping, pronto se olvida uno del agua caliente, la luz eléctrica,
todos esos utensilios que los fabricantes nos presentan como indispensables. Me gustaría
tener un reductor de gravedad o un estimulador celular, pero me lo paso admirablemente
sin ellos. La añoranza es lo que más le consume. Las pequeñas cosas que jamás se
echaban de menos, algún alimento particular, el modo con que camina la gente, los
juegos, los temas de conversación. Incluso las constelaciones. Son diferentes en el
futuro. El Sol se ha desplazado bastante de su órbita galáctica. Pero de agrado o por
fuerza, siempre hubo emigrantes. Todos nosotros somos descendientes de aquellos que
no pudieron soportar la conmoción. Yo me adapté.
Un ceño cruzó sus cejas.
—Tal como aquellos traidores están dirigiendo las cosas —dijo—, no regresaría ahora
aunque me concediesen un indulto total.
Terminé mi bebida, saboreándola todo lo posible, pues era un maravilloso whisky, por lo
que le escuché sólo a medias.
—¿Te gusta este mundo?
—Sí —contestó—. Por ahora así es. He superado la dificultad emocional. Mantenerme
vivo me ha tenido muy ocupado los primeros años, luego el hecho de establecerme, de
venir a este país, nunca me dejó mucho tiempo para compadecerme de mí mismo. Mis
negocios me interesan ahora cada vez más, es un juego fascinante y agradablemente
libre de castigos exagerados en caso de error. Aquí he descubierto cualidades que el
futuro ha perdido... apostaría que no tienes la menor idea de lo exótica que es esta
ciudad. Piensa. En este momento, a unos kilómetros de nosotros, hay un soldado de
guardia en un laboratorio atómico, un holgazán helándose en un portal, una orgía en el
apartamento de un millonario, un sacerdote que se prepara para los ritos del amanecer,
un mercader de Arabia, un espía de Moscú, un barco de las Indias...
Su excitación se calmó. Volvió su mirada hacia los dormitorios.
—Y mi esposa y los niños —concluyó, muy suavemente—. No, no regresaría, bajo ningún
concepto.
Di una chupada final a mi cigarro.
—Lo has hecho muy bien.
Liberado ya de su tristeza, me sonrió burlonamente.
—Comienzo a pensar que te has creído todo ese cuento.
—Naturalmente —aplasté la colilla del cigarro y me levanté, desperezándome—. Es muy
triste. Más vale que nos vayamos.
No lo comprendió de inmediato. Cuando lo hizo, saltó de su sillón igual que un gato.
—¿Irnos?
—Por supuesto —saqué una alentadora arma desde mi bolsillo. Se detuvo en un impulso
—. En esta clase de asuntos nunca se deja algo al azar. Se hacen revisiones periódicas.
Ahora, vamos.
La sangre desapareció de su rostro.
—No —murmuró—, no, no, no puedes, no es justo, no puedo hacerle eso a Amalie y los
niños...
—Eso —le expliqué—, forma parte del castigo.
Lo abandoné en Damasco, un año antes de que Tamerlán la saqueara.

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