Buchan, John: Relato EL VIENTO EN EL PORTICO

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JOHN BUCHAN, Primer Barón de Tweedsmuir (Perth, Escocia, Reino Unido, 26 de Agosto de 1875 -

Montreal, Canadá, 11 de Febrero 1940) fué un político del Partido unionista de Escocia, que sirvió como
Gobernador General de Canadá, y un escritor cuya producción alcanza las cien obras, incluyendo 30
novelas y siete colecciones de relatos, además de las biografías de César Augusto, Oliver Cromwell y Sir
Walter Scott; pero es sobre todo conocido por sus thrillers de espías, como el famoso Los treinta y
nueve escalones , llevado al cine por Alfred Hitchcock en 1935, y posteriormente en 1959 y 1978.
Buchan era el mayor de los cuatro hijos y una hija nacidos en la familia de un pastor de la Iglesia Libre
de Escocia. Buchan pasó numerosas vacaciones de verano con sus abuelos en la zona limítrofe de
Escocia con Inglaterra, desarrollando el amor por el excursionismo y el paisaje de los Borders y su fauna
y flora, que será a menudo retratada en sus novelas. Buchan ganó una beca para la Universidad de
Glasgow donde estudió Filología Clásica, escribió poesía y publicó por primera vez. Ya Licenciado, se
convirtió en el secretario privado del Administrador de la colonia de Sudáfrica. A su regreso a Londres
se casó con una prima del Duque de Westminster y, en 1910, escribe El Preste Juan, su primera novela
de aventuras, ambientada en Sudáfrica. Posteriormente entra en política como candidato de los
conservadores del Partido Unionista de Escocia por el distrito de los Borders. Durante la Primera Guerra
Mundial escribió para el War Propaganda Bureau a la vez que era corresponsal de The Times en Francia
y, entremedias, publicó en 1915 su libro más famoso: Los treinta y nueve escalones, un thriller de espías
ambientado justo antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, en el que aparece su héroe
Richard Hannay, personaje inspirado en un amigo de su época en Sudáfrica.
Tras la guerra se establece cerca de Oxford y continúa escribiendo thrillers y novela histórica. Fué dos
veces Lord Alto Comisario a la Asamblea general de la Iglesia Presbiteriana escocesa, y elegido en 1927
Diputado unionista escocés por las universidades escocesas. En 1935 se convirtió en Gobernador
General de Canadá, nombrándosele al efecto Baron Tweedsmuir de Elsfield (en el condado de
Oxfordshire), pero no dejó de escribir por ocupar tan alto cargo, que ejerció con celo y amor al país:
junto con su esposa estableció la primera biblioteca oficial en Rideau Hall; viajó por todo Canadá,
incluyendo las regiones árticas; y promovió el desarrollo de una cultura canadiense diferenciada,
aprovechando cada ocasión para construir la unidad nacional sobre la base de disminuir las barreras
religiosas y lingüísticas que dividían al país. Como mucha gente de su tiempo, la experiencia que supuso
la Primera Guerra Mundial le convenció de los horrores del conflicto armado y trabajó con el presidente
Roosevelt de los Estados Unidos y con el primer ministro de Canadá Mackenzie King, en un intento de
evitar el peligro de una nueva guerra mundial, que él apenas vislumbró, pues murió a resultas de un
infarto cerebral.
En El viento en el pórtico, un clásico entre los cuentos de John Buchan y que forma parte de los registros
escritos del Club de los Fugitivos, especie de club social privado en el que sus miembros acostumbran
relatar experiencias personales, asombrosas o curiosas, el autor regresa a uno de sus personajes
favoritos: Henry Nightingale, a través de una narración tan insólita como estremecedora.

EL VIENTO EN EL PÓRTICO (The Wind in the Portico; Pall Mall Magazine, Marzo-1928)

Un viento ardiente viene desde los yermos. No ventila, ni purifica.


Un viento lleno de amenazas viene sobre mí.
(Jeremías IV, 11-12)
I

Nightingale era un hombre difícil de describir. Sus aventuras con los beduinos podían haberlo
convertido en una leyenda; pero inmediatamente después de hablar con ellos, proclamó haber

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ganado la guerra y dio por zanjado el asunto. Era un tipo delgado y enigmático, de unos treinta
años, que andaba siempre encorvado. Llevaba unas gafas tan gruesas que era imposible adivinar
el color de sus ojos. Viéndolo por primera vez con aquel aspecto apocado y husmeador, vestido
con un albornoz de lo más prosaico, nadie hubiese podido imaginarlo mandando un ejército de
tribus árabes.
Me imagino que su poder podía explicarse, sobre todo, por su extravagancia. Las gentes del
desierto pensaron que Alá había puesto la mano sobre él. Nightingale, por su parte, demostró
valor, voluntad e imaginación. Después de aquello regresó a su casa en Cambridge y declaró
que, gracias a Dios, ese capítulo de su vida había terminado definitivamente. Como digo, él
nunca mencionó las hazañas que lo habían hecho famoso. Conocía bien su oficio, y es probable
que se diera cuenta de que para mantener el equilibrio mental tenia que echar un velo sobre todo
aquello. Respetábamos su decisión y en nuestras conversaciones nunca aludíamos a Arabia.

Fue un comentario casual lo que le hizo contarnos la siguiente historia. Mr. Hannay había estado
hablando sobre su casa de Cotswold, en el camino de Fosse, y decía lo mucho que le extrañaba
el hecho de que una civilización tan elaborada como la de la Britania Romana hubiese
desaparecido sin dejar otro rastro en la historia del país que unas pocas ruinas, trazados de vías y
algunos nombres de lugares. El historiador Peckwether tenia bastante que decir acerca de lo
mucho que la tradición romana estaba unida a la cultura sajona.
—Roma no ha muerto todavía —dijo—; solamente duerme.
Nightingale asintió con la cabeza.
—Y algunas veces habla en sueños... Una vez me asustó tanto que me trastornó.
Después de presionarle mucho nos contó esta historia. No era un buen conversador, así que
prefirió escribirla y terminó leyéndola durante la siguiente velada. Éste es su manuscrito.

II

Existe un lugar en Shropshire que no quiero volver a visitar. Está situado entre Ludlow y las
colinas, en un profundo valle repleto de bosques. Su nombre es St.Sant, un pueblo con una gran
casa junto a un parque, de un río llamado Vaun, a unas cinco millas de la pequeña ciudad de
Faxeter. En esas comarcas galesas los topónimos son verdaderamente extraños. Y no es lo único
raro que hay por allí. Volvía a Cambridge, después de unas largas vacaciones en Gales. Todo
ocurrió antes de la guerra, cuando acababa de conseguir una beca y me disponía a realizar un
trabajo académico. Era una preciosa noche de luna llena, a principios de octubre, y pretendía
llegar hasta Ludlow para cenar y dormir. Eran cerca de las ocho y media, la carretera estaba
vacía, se circulaba bien y avanzaba alegremente cuando algo ocurrió con los faros de mi coche.
Era una cosa sin importancia, así que me detuve en las afueras del pueblo para arreglarlos yo
mismo. Paré justo delante de los muros de una mansión rural. Al otro lado de la carretera se
había detenido un carruaje, y dos hombres, que debían ser criados de la casa, descargaban unos
bultos de un carretón.
La Luna brillaba con claridad, así que podía ver lo que hacían. Cuando terminé el arreglo de los
faros, quise estirar un poco las piernas y me acerqué hasta ellos. No me oyeron llegar, el
carretero parecía estar dormido, sentado en su percha. Los bultos eran los típicos envíos de
alguna gran tienda de la ciudad. Pero advertí que aquellos dos hombres los manejaban con
cautela y, a medida que los depositaban en el carretón, les arrancaban la etiqueta de origen y les
pegaban otra diferente. Las nuevas etiquetas eran bastante raras, grandes y cuadradas, con
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alguna dirección escrita en ellas con letras mayúsculas muy enigmáticas. No había nada de
extraño en ello, pero las caras de aquellos hombres me confundían, ya que, aunque eran
extremadamente cuidadosos, parecían hacer su trabajo con mucha excitación, anhelando
terminar pronto. Aquella tarea parecía ser para ellos un asunto de tremenda importancia. Me
situé de manera que pudiese ver sus rostros y noté que estaban pálidos y tensos. Se trataba de
criados o mayordomos, ya mayores, y habría jurado que estaban asustados.
Arrastré los pies para que se dieran cuenta de mi presencia y saludé de forma intrascendente,
comentando la buena noche que hacía. Se sobresaltaron como si estuviesen robando un cadáver.
Uno de ellos contestó algo, pero el otro cogió un bulto que se escurría y, en un tono de violenta
alarma, advirtió a su compañero para que tuviese cuidado. Me dio la impresión de que
manipulaban explosivos. Aquella noche, en mi habitación de Ludlow, consulté mi mapa e
identifiqué el lugar donde había visto a los hombres. El pueblo era St. Sant, y parecía que la
tapia ante la que me había detenido pertenecía a una respetable propiedad llamada Vauncastle
Hall.
Ésa fue mi primera visita. En aquellos días yo me hallaba ocupado en una escrupulosa edición
de Theocrilus, para la que necesitaba una exhaustiva comparación de diferentes manuscritos.
Había oído hablar de una variante inglesa del código de los Médicis que nadie había consultado
desde Guisford. Después de muchos problemas, averigüé que se encontraba en la biblioteca de
un hombre llamado Dubellay. Le escribí a su club de Londres y recibí, con gran sorpresa, una
respuesta de Vauncastle Hall, en Faxeter, Gales.
Era una extraña carta, en la que se me daba a entender que me fuera al diablo, aunque de una
forma muy cortés. Yo insistí, ya que el tono no era taxativo. Intercambiamos varias misivas y el
resultado final fue un permiso para examinar su manuscrito. No me invitó a quedarme en su
casa, pero mencionó una pequeña y confortable posada en St. Sant. Mi segunda visita, pues,
empezó el 27 de diciembre, después de haber pasado las Navidades en Cambridge. Habíamos
tenido una semana de fuertes heladas que luego remitieron un poco, aunque el frio era todavía
riguroso, con cielos cargados que amenazaban nieve. Salí hacia Faxeter en coche, y recuerdo
que cuando ascendía por el valle pensaba que aquél era un curioso y triste país. Las colinas,
rebosantes de bosques, eran demasiado bajas para resultar impresionantes. Sus cimas mostraban
pequeñas, despejadas y divertidas prominencias de color gris que sugerían un origen volcánico.
Podía haber sido uno de esos panoramas que se encuentran en las primeras pinturas italianas del
siglo XV, sin luz ni color.
Cuando avisté el río Vaun entre los prados descoloridos, parecía como "el agua pálida" de las
canciones ribereñas. Tampoco los bosques tenían la amigable desnudez de los montes ingleses
en invierno. Permanecían oscuros y nublados, como si escondieran algún secreto. Antes de
llegar a St. Sant concluí que el paisaje no sólo era triste sino también amenazante. Encontré la
posada de St. Sant muy de mi gusto. Se levantaba en la única calle existente, entre casas de un
solo piso, como un alegre faro con cortinas rojas en las ventanas de lo que parecía ser el salón-
bar. El interior causaba una impresión todavía mejor. Ocupé un dormitorio con un acogedor
fuego y cené en una habitación de madera llena de divertidos retratos de sabuesos delgaduchos y
caballos con el lomo hundido.
Durante mi viaje había estado muy deprimido, pero esta comodidad me levantó la moral; y
cuando la casa me invitó a una botella de vino de Oporto, el patrón se sentó conmigo para beber
un trago. Era un antiguo guardabosques, casado con una mujer mucho más joven que él que era
la que, en realidad, se ocupaba de la administración del negocio. Sentía curiosidad por saber
algo acerca del poseedor del manuscrito, pero el dueño me contó muy poco. Conoció bien al
antiguo hacendado pero no había tratado nunca al actual. Oi hablar mucho de los Dubellay en

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general; del lord junto al que había cazado durante cuarenta años; de su hermano, caído en Abu
Kea, resistiendo heroicamente hasta la muerte; y de toda clase de parientes colaterales.
Los «Deblay» parecían ser una raza altiva y generosa; apreciada por aquellos lugares. Pero en lo
referente al dueño actual de Vauncastle Hall, no quería ni podía decir nada. El hacendado era un
«gran erudito», aunque no practicaba ningún deporte ni era una persona jovial como sus
predecesores. Se había gastado un dineral en la casa, y eso que nadie lo visitaba nunca. Mi
informante no había vuelto a esos terrenos desde que llegó el nuevo dueño. Aunque, eso sí, en
los viejos tiempos se habían celebrado copiosos banquetes de arrendatarios y cazadores en los
jardines. Me fui a la cama con una imagen bastante clara del hombre con el que me tenía que
entrevistar la mañana siguiente. Un recluso instruido y algo excéntrico, que coleccionaba
tesoros, adornaba su morada y, probablemente, pasaba la vida en su biblioteca. Iba con bastante
ilusión a su encuentro, ya que el tipo de propietario sencillo y deportista, tan usual en nuestros
distritos rurales, no era objeto de especial simpatía por mi parte.
A la mañana siguiente, después de desayunar, me encaminé hacia Vauncastle Hall. El tiempo
seguía igual de frío y pesado, y cuando atravesé el muro de entrada, pareció como si el aire se
hiciera más virulento y el cielo más tenebroso. El lugar estaba lleno de grandes árboles que, en
su desnudez invernal, causaban una triste impresión. Había una gran avenida de viejos
sicomoros a través de los cuales podía vislumbrarse con dificultad el parque helado. Me orienté
y me di cuenta de que estaba caminando más o menos en dirección al sur y descendiendo
gradualmente. La casa debía estar en algo parecido a un antiguo barranco. Pronto los árboles se
aclararon. Atravesé una segunda verja de hierro, salí a un gran césped descuidado, adornado con
un desorden de laureles y rododendros, y me encontré ante la casa.
Esperaba algo espléndido: una vieja fachada de estilo Tudor o de tiempos de la reina Ana, o bien
un majestuoso pórtico georgiano. Quedé desilusionado, ya que su aspecto era del todo ordinario.
Era baja e irregular, como la parte trasera de una casa; e imaginé que, en otro tiempo, el edificio
había sido modificado y la vieja puerta de la cocina se convirtió en la entrada principal. Mi
impresión quedó confirmada al observar que los tejados se levantaban en fila, como uno de esos
esconzados rascacielos de Nueva York, de tal modo que las actuales partes traseras del edificio
tenían una altura impresionante.
La rareza de aquel lugar me interesaba, y más aún su estado ruinoso. ¿En qué diablos podía el
propietario haberse gastado el dinero? Todo —césped, arriate, senderos— estaba descuidado.
Existía un portal de piedra nuevo, pero las paredes necesitaban con urgencia un rejuntado, el
maderaje de las ventanas no había sido pintado desde hacía muchísimos años, y varios cristales
estaban rotos. El timbre no sonaba, así que no me quedó más remedio que golpear la puerta con
el aldabón, y creo que pasaron diez minutos antes de que me abrieran la puerta. Un pálido
mayordomo, uno de los hombres que había visto descargando cosas en la carretera dos meses
antes, estaba de pie en la entrada, parpadeando. Cuando pronuncié mi nombre, me hizo pasar sin
preguntar nada, pues era evidente que me esperaba. El hall fue mi segunda sorpresa.
¿Qué había sido del coleccionista misántropo y refinado? El lugar era pequeño, encogido y
estaba amueblado con la misma sobriedad que el vestíbulo de una granja. Lo único que aprobé
fue su moderada calidez. A diferencia de la mayoría de las casas de campo inglesas, aquí
funcionaba un sistema de calefacción excelente. Se me condujo a una pequeña habitación
oscura, con una ventana que daba a la maleza, donde permanecí mientras el hombre iba a buscar
a su patrón. Mi principal sentimiento era de gratitud por no haber sido invitado a quedarme, ya
que la posada era un paraíso comparada con este sepulcro. Estaba examinando los grabados de
la pared, cuando oí pronunciar mi nombre, y me volví para saludar al señor Dubellay.

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Fue mi tercera sorpresa. Me lo había imaginado como un viejo y fastidioso letrado, con gafas
suspendidas de un cordel y un carácter «fino» y remilgado. En lugar de esto me encontré con un
hombre relativamente joven, un tipo fuerte, ataviado con las más ásperas ropas campesinas.
Parecía ser algo descuidado, iba sin afeitar, su cuello de franela estaba gastado de mala manera y
sus uñas pedían a gritos un buen arreglo. Su cara era difícil de describir: tenía un color subido
pero enfermizo, era amable pero, al mismo tiempo, astuta. Y, sobre todo, expresaba inquietud.
Me dio la impresión de ser un hombre con los nervios a flor de piel y de estar permanentemente
en guardia. Pronunció unas cuantas palabras de cumplido y me arrojó un paquete de color
marrón, pésimamente atado.
—Aquí está su manuscrito —dijo con soltura.
Yo estaba desconcertado. Esperaba que se me permitiera comparar el códice en la biblioteca, y
en los últimos minutos me había percatado de que las perspectivas no eran alentadoras. Ante mí
tenía al casual poseedor de un códice inapreciable, que me lo ofrecía sin apenas conocerme, y
que dejaba que me lo llevase. Le di las gracias balbuceando, y añadí que era muy amable por su
parte el confiar tal tesoro a un extraño.
—Sólo hasta la posada —agregó—. No quería enviarlo por correo, pero no hay nada de malo en
que trabaje con él en el pueblo. Tiene que haber confianza entre los eruditos. —Y se echó a reír
a carcajadas, de una manera extraña.
—Me gusta su plan —contesté—. Aunque pensé que usted insistiría en que me quedara a
trabajar aquí.
—No, de veras que no —contestó fervorosamente—. Nunca pensaría en tal cosa... No lo haría
por nada del mundo... Sería un insulto a nuestro gremio y una falta de tacto por mi parte... Así es
como lo consideraría.
Continuamos hablando unos minutos más. Me enteré de que había heredado los bienes de un
primo suyo y que hacía más de diez años que vivía en Vauncastle. Anteriormente había sido
abogado en Londres. Me hizo una o dos preguntas sobre Cambridge. Le hubiese gustado asistir
a esa universidad; tenía muchos inconvenientes en su trabajo debido a una deficiente educación.
¿Era yo un erudito en griego? ¿También en latín?. Maravillosa gente los romanos... Hablaba con
toda libertad, pero sus extraños e incansables ojos se movían todo el tiempo de un lado para
otro, y yo tenía la rara impresión de que le habría gustado contarme algo sobre aquellos lugares,
citar algún asunto, pero que el miedo y la timidez le detenían. Su mirada era extraña. Me marché
sin que me invitara a comer, cosa que no sentí en absoluto ya que no me gustaba la atmósfera de
aquel lugar. Tomé un atajo a través del ajado césped y, al llegar a la cima de la cuesta, me volví
para mirar hacia atrás.
La casa era enorme y advertí que mis suposiciones iniciales parecían ser correctas y que algo
que debía de ser el edificio principal quedaba al otro lado. Me preguntaba si era como la
Alhambra que, detrás de una fachada semejante a la de una fábrica, esconde una maravilla.
También percibí que el selvático barranco era más espacioso de lo que había imaginado. La
casa, tal como estaba ahora, encaraba hacia el norte, y detrás de la cara sur existía un espacio
abierto, en donde imaginé que podía haber un lago. A lo lejos pude distinguir en la oscuridad de
diciembre unas altas y tenebrosas colinas. Aquella noche la nieve cayó en abundancia y
continuó haciéndolo durante la mayor parte de los dos días siguientes. Azucé el fuego en mi
habitación y me enfrasqué con el códice. Había traído tan sólo mis libros de trabajo y la posada
no tenía biblioteca, así que cuando deseaba descansar bajaba a la cantina o charlaba en el salón-
bar.

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Los aldeanos que se congregaban en el primer lugar eran tipos agradables pero, como ocurre
casi siempre con la gente de nuestras provincias, no les gustaba hablar con extraños y poca cosa
dijeron del Hall. El antiguo hacendado cazaba cada año tres mil faisanes; no obstante, el
propietario actual no permitía ningún disparo de fusil en su terreno, ya que —según él— tan
sólo quedaban algunos pájaros salvajes. Por esta razón, los bosques estaban repletos de
animales.
Esto me contaron cuando mostré cierto interés por la propiedad. Y nada más. Del señor
Dubellay no querían hablar, declarando que nunca le habían visto. Me atrevo a decir que, en
realidad, había bastantes murmuraciones a su costa, y me dio la impresión de que en aquella
reserva de mis interlocutores había algo de miedo. La patrona, que procedía de otro condado, era
más comunicativa. No habia conocido a los antiguos Dubellay, y, por lo tanto, no podía hacer
ninguna comparación, aunque se inclinaba a considerar que el hacendado actual no estaba bien
de la cabeza.
—Se comenta... —empezó diciendo.
Pero como también ella padecía alguna inhibición, lo que prometía ser algo sensacional se
convirtió en una historia vulgar. Al parecer, había una cosa que confundía a la vecindad por
encima de todo. Y eso era la reorganización de la casa.
—Se comenta —decía con cierto temor– que ha construido una gran iglesia.
Ella nunca había estado allí, nadie lo había hecho, puesto que el hacendado Dubellay no
permitía la entrada a ningún intruso; pero se podía ver desde Lyne Hill, a través de una abertura
en el bosque.
—No es un buen cristiano —me dijo—. Se ha peleado varias veces con el vicario. Pero todos
aseguran que adora algo allí.
Me enteré de que no había sirvientas en la casa, tan sólo hombres contratados en Londres.

—Pobres ignorantes. Deben vivir de una forma bastante triste; así, sin mujeres... —y la rolliza
dama se encogió de hombros y se echó a reír de una manera burlona.
El último día de diciembre decidí que necesitaba hacer ejercicio y me dispuse a realizar una
larga caminata. La nieve había dejado de caer aquella misma mañana y el oscuro cielo se había
vuelto claro y azul. Todavía hacia frío, es cierto; pero el sol brillaba, la nieve del camino era
dura y quebradiza, y yo podía explorar someramente el país. Después del almuerzo me calcé
unas gruesas botas y unas polainas y me dirigí hacia Lyne Hill. Era un recorrido considerable,
ya que el lugar estaba situado al sur del parque de Vauncastle Hall. Desde allí esperaba poder
ver el otro lado de la casa. No quedé desilusionado. Había un claro entre los espesos bosques, y
más abajo, a unas dos millas, vi de repente un extraño edificio, algo así como un templo clásico.
Tan sólo asomaban las cornisas y las puntas de los pilares por encima de los árboles, pero
estaban allí, anacrónicamente vivas y tenebrosas, contra un fondo cubierto de nieve. El
espectáculo que veía desde aquel solitario lugar era tan sorprendente que me conmocionó.
Recuerdo que eché una ojeada a mis espaldas, hacia las nevadas hileras de montañas galesas, y
parecía como si hubiese estado contemplando un paisaje invernal de los Apeninos, dos mil años
atrás.
Mi curiosidad estaba ahora alerta y decidí contemplar esta maravilla más de cerca. Dejé el
camino y surqué los nevados campos en dirección a los bosques. A partir de ese momento
empezaron las contrariedades. Me adentré en algo parecido a una selva primitiva, un lugar en el
que durante cientos de años nadie hubiese atravesado los senderos, permitiendo que la maleza
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creciese desenfrenada. Atravesé profundos hoyos y vaguadas. Zarzas y espinas salvajes
desgarraron mis ropas y arañaron mi piel; pero seguí avanzando, manteniendo el rumbo lo mejor
que pude. Por fin se acabaron los árboles. Ante mí se extendía un espacio abierto que sabia que
era un lago. Y más allá se levantaba el templo. Ocupaba la misma extensión que la fachada que
yo ya conocía, y desde donde me encontraba era difícil creer que detrás hubiese una casa, la
vivienda de un típico hacendado galés. Era una preciosa obra de arte —me di cuenta al primer
vistazo—, majestuosa y de admirables proporciones; sin embargo no seguía con exactitud
ninguno de los modelos clásicos. Podía imaginar un interior grande y retumbante, oscuro a
causa del humo del sacrificio; y al reflexionar, me di cuenta de que el peristilo no podía
continuar bajando por los dos lados, que no existía ningún interior, y que lo que yo estaba
mirando era tan sólo un pórtico.
Aquello era, a simple vista, impresionante y absurdo. ¿Qué locura albergaba Dubellay cuando
adornó su casa con un parterre tan grandioso? El sol se ocultaba y las sombras de las colinas
repletas de bosques nevados oscurecían el edificio de tal manera que apenas podía distinguir la
pared trasera del pórtico. Quería contemplarlo de cerca, así que decidí atravesar a pie la helada
superficie del lago. Entonces tuve una rara experiencia. No podía estar tan cansado; la nieve,
hasta aquel momento, había sido dura y practicable, y el hielo que tenía bajo mis pies ofrecía
una superficie uniforme y cómoda. Sin embargo, sentía un agotamiento extremo. El aire, antes
gélido y cortante, soplaba ahora caliente y opresivo.
Arrastraba las botas como si pesaran toneladas. Notaba un silencio casi ominoso en medio de la
helada. Y en el edificio de enfrente no había el menor indicio de vida. Por fin alcancé la otra
orilla y me encontré en un helado sendero de juncos y esqueléticas mimbreras. Eran más altos
que yo y para ver el pórtico tenía que levantar la cabeza y mirar a través de sus nevadas
tracerías. Se hallaba quizás a unos ochenta pies sobre mí y a unas cien yardas de distancia.
Cuando me encontré junto a él, los delicados pilares parecían elevarse hasta una considerable
altura. Pero todavía estaba oscuro, y el único detalle que se podía observar era el techo, que
parecía esculpido o pintado con figuras monocromáticas profundamente oscuras.
De repente el agonizante sol penetró en declive por una abertura en las colinas y, por un
instante, todo el pórtico, hasta sus más recónditas entrañas, quedó inundado por un luminoso
color dorado y escarlata. Aquello fue maravilloso, pero había algo más. El aire era sumamente
tranquilo, sin el menor indicio de viento; tan calmado que cuando media hora antes había
encendido un cigarrillo, la llama de la cerilla ardió de forma uniforme hacia arriba, como la vela
de una habitación. Mientras estaba entre las juncias no se agitó ni un solo cristal de escarcha...
Pero en el pórtico soplaba un extraño viento. Podía ver cómo levantaba plumas de nieve de la
base de los pilares hasta recubrir las cornisas. El suelo parecía barrido; y, sin embargo,
diminutos copos que caían de los sobresalientes bordes iban amontonándose en él.
Un furioso movimiento se apoderó del interior aunque a una yarda de allí reinaba una
tranquilidad helada. No podía decir de dónde venía ese viento pero sí que era cálido, cálido
como el aliento de un horno. De pronto, tuve miedo de que la noche me atrapara en aquel lugar.
Me volví y eché a correr. Atravesé el lago a marchas forzadas, jadeante y sofocado, con una
calurosa y mortal opresión; avanzaba a ciegas, impulsado por una especie de instinto en
dirección al pueblo. No me detuve hasta que hube atravesado con gran esfuerzo el gran bosque y
salido a una abrupta pradera por encima de la carretera principal. Luego me dejé caer al suelo y
sentí de nuevo el reconfortante escalofrío del aire de Diciembre.
La aventura me dejó de un humor incómodo. Estaba avergonzado de mí mismo por haber hecho
el tonto y, al mismo tiempo, desconcertado y confuso, ya que cuanto más pensaba en los
incidentes de aquella tarde, menos explicaciones encontraba. Una cosa tenía clara: este lugar no

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me gustaba y quería marcharme. Había llegado ya a la última parte de mis estudios, de modo
que me recluí durante dos días seguidos y los completé; es decir, transcribí las comparaciones y
glosas conforme adelantaba con el comentario del texto. No tenía ninguna gana de regresar a
Vauncastle Hall, así que escribí una amable nota a Dubellay expresando mi gratitud y
explicando que le mandaría el manuscrito por medio del hijo del patrón, ya que no tenía la
intención de molestarle con otra visita.
En seguida recibí una respuesta que decía que al señor Dubellay le gustarla tener el placer de
cenar conmigo en la posada antes de mi partida, y que así recogería personalmente el códice.
Era la última noche de mi estancia en St. Sant. Encargué la mejor cena que se pudiese encontrar
por aquellos lugares y aparté una botella de clarete, del que descubrí una partida en la bodega.
Dubellay apareció temprano, a las ocho, y llegó —con gran sorpresa mía— en coche. Se había
arreglado; llevaba una chaqueta para la cena y parecía, cabalmente, uno de esos abogados a los
que se ve cenando en el Júnior Carlton las noches de los viernes londinenses.
Tenia un ánimo excelente y sus ojos habían perdido el aire de estar permanentemente en
guardia. Parecía haber llegado a una conclusión sobre mí y estimar que, después de todo, yo era
inofensivo. Después de mi aventura, estaba preparado para encontrar en él una expresión de
miedo, el miedo que yo había visto en las caras de los criados. Pero no existía ninguno; en su
lugar creí ver excitación, una poderosa excitación. Descuidó los modales en su conversación. Su
visita asustaba, de alguna manera, a la gente de la posada y, en vez de la criada, nos sirvió la
misma patrona.
Parecía desear que terminara la cena, y se afanaba en poner los bizcochos y el vino de Oporto
encima de la mesa, de la manera más rápida y decente que podía. Justo entonces Dubellay se
puso confidencial. Tuve la impresión de que era, de alguna forma, un monomaníaco. Se había
pasado la vida entre antigüedades y, cuando sucedió al anterior Vauncastle, tuvo tiempo y
dinero suficiente como para permitirse cultivar su afición en profundidad. Por otra parte, la
propiedad tenía interés en sí misma. Parecía que aquel lugar habla sido famoso en la Bretaña
romana como Vauni Castra; Faxeter era una corrupción del mismo topónimo.
—¿Quién era Vaunus? —pregunté. Él sonrió de una manera burlona y me dijo que esperara.
Allí, en los profundos bosques, se había levantado un templo. Siempre había existido una
leyenda local acerca de eso, y se suponía que el lugar estaba embrujado. Bien, él mismo hizo
excavar aquella zona y encontró... Aquí se convirtió en cauteloso abogado y me explicó su
derecho sobre el hallazgo del tesoro. Aunque los objetos descubiertos no eran realmente
valiosos –no se encontró oro, ni joyas–, al descubridor se le concedió el derecho a guardarlos.
Así lo hizo, y no publicó los resultados de sus excavaciones en los boletines de ninguna
sociedad especializada, ya que no quería ser importunado por los turistas. Yo era diferente; yo
era un erudito. ¿Qué habia encontrado? Realmente era bastante difícil seguir su atropellada
conversación, pero deduje que sacó a la luz ciertas esculturas y utensilios para sacrificios.
—Y —hundió la voz— lo más importante de todo: un altar, un altar a Vaunus, la divinidad
tutelar del valle.
Cuando mencionó esta palabra su cara cambió de expresión reflejando una especie de excitación
secreta. He visto esta misma expresión en la cara de un predicador callejero del Ejército de
Salvación. Vaunus había sido un viejo dios britano de las colinas al que los romanos, con su
característico pragmatismo, habían identificado con Apolo. Me contó una larga y confusa teoría
sobre su figura, de la que deduje que el señor Dubellay no era precisamente un especialista.
Algunas derivaciones de los nombres del lugar eran absurdas —como St. Sant de Sáncta
Sanctórum— y, citando algunas cosas de Ausonius, hizo dos falsas valoraciones. Parecía

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esperar que le contara algo más de Vaunus, pero argumenté que mi materia era la antigüedad
griega y que ignoraba casi todo acerca de la Bretaña romana. Mencionó varios libros y averigüé
que nunca habla oído hablar de Haverfield.
Utilizó una palabra, «hipocausto», que de repente me dio la clave. Había caldeado el templo,
como el resto de su casa, por medio de algún eficiente sistema de aire caliente. Sé muy poco
sobre ciencia, pero me imaginé que el calor artificial del pórtico, en contraste con el frío que
hacía fuera, podía crear una corriente de aire como la que yo había sentido. En todo caso esa
explicación me contentó, y la aventura de aquella tarde perdió su misterio. Como reacción, me
sentí extraordinariamente amigable, y escuchaba su conversación con auténtica simpatía. No
obstante, decidí no comentar que había visitado aquella especie de templo que se alzaba junto al
lago, a pesar de que lo mencionó él mismo de la forma más abierta.
—No podía abandonar aquel altar en la ladera de la colina —dijo—. Tuve que buscarle un sitio;
así que convertí la parte vieja de mi casa en una especie de templo. Los arquitectos que
dirigieron las obras eran gente competente, pero demasiado ignorante en según qué cosas. A
veces pienso que tendría que haber estudiado historia o arquitectura en lugar de Derecho. Me
hubiese sido más útil. En cualquier caso, todavía me gusta el sitio, tal como está.
—Espero que, al menos, satisfaga a Vaunus —bromeé.
—Creo que sí. —contestó con toda seriedad. Fue entonces cuando pensé que no estaba
totalmente en sus cabales, que sus pensamientos iban, por decirlo de algún modo, a la deriva.
Durante un minuto, por lo menos, estuvo mirándome fija, abstraídamente, sin decir nada.
—¿Qué va a hacer con él a partir de ahora? —pregunté, rompiendo el silencio.
No contestó; noté cómo se reía en sus adentros.
—No sé si recordará usted un pasaje de Sidonius Apollinaris —proseguí—, una fórmula para
desconsagrar los altares paganos y reconvertirlos al culto cristiano. Es un proceso largo y
gradual. Se empieza por sacrificar un gallo blanco o algo apropiado; y se le dice a Apolo, con
toda suavidad, que la vieja ofrenda es sustituida por la nueva. A partir de ahí, puede comenzar la
invocación cristiana.
Casi saltó de su silla.
—¡Eso no lo haría nunca! ¡No señor! Por nada del mundo... No podría pensarlo ni siquiera un
momento.
Fue como si lo hubiese ofendido con alguna horrible blasfemia. Pero, lo más curioso, es que ya
no recuperó su compostura. Lo intentó, es cierto, pues era un hombre que conocía los buenos
modales; pero su desenvoltura y autodominio desparecieron por completo. Seguimos
conversando sobre otras bagatelas con cierta rigidez. Luego, media hora después, se levantó
para marcharse. Le devolví el manuscrito cuidadosamente envuelto y le di mis más efusivas
gracias. Pero apenas parecía escucharme. Guardó el paquete en su bolsillo y se fue con el mismo
aspecto de abstracción que tanto me había extrañado. Una vez que se hubo marchado me senté
junto al fuego para terminar la botella de Oporto y examinar la situación. Estaba satisfecho con
lo del hipocausto. Al fin y al cabo, la extraña aventura que tanto me había inquietado la tarde
aquella quedaba perfectamente explicada con una cosa así. Sin embargo, todavía sentía un cierto
regusto a pesadumbre y concluí que Dubellay no me gustaba en absoluto. Lo consideraba un
maniático carente de ingenio, como esas criadas que adoran a sus gatos y no conciben nada más.
No sentía lo más mínimo tener que abandonar Faxeter.

III
9
Mi tercera y última visita a St. Sant fue durante el junio siguiente, en el solsticio de verano de
1914. Todavía no había terminado mi Theocrilus; necesitaba un par de días más el manuscrito
de Vauncastle y, como quería irme a Italia en julio, escribí a Dubellay y le pregunté si le podía
echar otra ojeada. Aquello era un aburrimiento, pero tenía que afrontarlo, y pensé que el valle
sería, después de todo, un agradable lugar para pasar el cálido verano. En seguida recibí una
respuesta; Vauncastle me invitaba a visitarlo. Casi lo suplicaba, e insistía en que me alojase en
su mansión. No podía rehusar, aunque hubiera preferido la posada. Me envió un telegrama
preguntando por mi tren y volvió a telegrafiar, diciendo que vendría a buscarme.
Parece ser que esta vez era un invitado particularmente grato. Llegué a Faxeter al anochecer y
me estaba esperando un coche contratado en el mismo pueblo. El conductor era un joven muy
comunicativo. Me senté detrás de él, con las ventanillas abiertas para que me diera el aire fresco.
El calor me agobiaba. De hecho, me alegré al salir de la sofocante Cambridge, aunque no puedo
decir que hiciera mas fresco cuando ascendimos por el valle del río Vaun. Los bosques tenían su
esplendor veraniego, tal vez un poco deslucido y apagado por el calor. El río quedaba reducido a
un reguero y las curiosas cimas de las colinas estaban tan abrasadas por el sol que parecían casi
amarillas. Una vez más tenia la sensación de estar en un paisaje fantástico, que no era inglés.
—El señor Dubellay se ha preocupado mucho de su llegada, señor —me informó el conductor
—. Ha visitado tres veces al dueño del garaje para asegurar que todo fuera bien. Tiene, también,
un coche de su propiedad, un pequeño y precioso Daimler; pero no parece que lo utilice mucho.
No le han visto con él desde hace tiempo.
Al atravesar los muros exteriores de Vauncastle Hall, miró con curiosidad a su alrededor.
—Nunca estuve aquí antes, aunque he frecuentado la mayoría de las mansiones en un radio de
cincuenta millas. Un lugar extraño y anticuado, ¿verdad, señor?
Si a mediados de invierno parecía un santuario tapiado, en aquel crepúsculo de junio era, más
que nunca, un lugar cerrado y sombrío. Se percibía un olor a podredumbre otoñal, una seca
putrefacción, como yesca. Parecía como si descendiéramos a través de selvas espesas. Cuando
por fin giramos y atravesamos la verja de hierro, vi que el césped había alcanzado un estado de
dejadez extremo, semejante al de un henar descuidado. El pálido mayordomo me hizo entrar.
Tras él esperaba Dubellay. Ya no era el hombre que yo había conocido en diciembre. Llevaba
un viejo traje de franela abombado y su cara enfermiza y enrojecida estaba tensa y contraída por
el dolor. Tenía bolsas debajo de los ojos, y éstos ya no mostraban la antigua excitación. Al
contrario, estaban tristes y apagados. Sí, había dolor en ellos, y algo más: había miedo. Me
preguntaba si su manía se estaba volviendo demasiado pesada para él. Me saludó como a un
hermano perdido desde hacía tiempo. Considerando que yo apenas le conocía, me extrañó la
forma en que se dirigió a mí.
—Te bendigo por haber venido, querido compañero —dijo–. Necesitas un baño. Luego
cenaremos. No te preocupes por cambiarte.
—Nunca lo hago.
Me condujo a mi habitación, que era bastante limpia pero pequeña como la de un criado.
Comprendí que había remozado la casa de arriba abajo para edificar su absurdo templo.
Cenamos en una habitación bastante grande, que era una especie de biblioteca. Había viejos
libros alineados, aunque no parecían llevar allí mucho tiempo. En realidad, aquello parecía un
trastero en el que se había apilado una preciosa colección. Sin duda hablan permanecido antes
en un noble aposento georgiano. No había nada más; ni antigüedades ni objetos que
demostrasen gusto y criterio.
10
—Ha llegado justo a tiempo —dijo—. Salté de alegría cuando recibí su carta, ya que había
pensado incluso en acudir a Cambridge para invitarlo. Espero que no tenga prisa en marcharse.
—En realidad —contesté— tengo poco tiempo. Espero salir al extranjero la semana próxima.
He de terminar mi trabajo en un par de días. No puedo decirle cuánto le agradezco su
amabilidad.
—Dos días... —comentó—. Eso llega hasta el solsticio de verano. Debería ser suficiente...
No entendí lo que quería decir. Le expliqué que estaba ansioso por examinar su colección. Abrió
los ojos.
—Sus descubrimientos, quiero decir —aclaré—. Ya sabe... El altar de Vaunus...
Al escuchar aquellas palabras su cara se retorció en un espasmo de terror, como si se asfixiase.
Fue un segundo, luego se recuperó.
—Sí, sí —dijo con rapidez—. Lo verá, lo verá todo; pero no ahora, no esta noche. Mañana, a
plena luz del día, será mejor momento.
El resto de la velada se hizo tedioso. Dubellay era un hombre de escasa conversación y se
limitaba a replicar con cierto esfuerzo a mis triviales observaciones. A menudo le sorprendí
mientras me miraba furtivamente. Parecía examinarme y preguntarse hasta dónde podía confiar
en mí. Aquello empezó a ponerme nervioso y, para colmo, hacía un calor abominable. Las
ventanas de la habitación daban a un pequeño patio adoquinado, rodeado de laureles, y parecía
que estuviera en Seven Dials, a juzgar por el aire que se respiraba. Cuando sirvieron el café no
pude aguantar más.
—¿Qué le parece si salimos a la parte de atrás. Al pórtico de esa especie de templo? —inquirí
—. Allí, con el aire del lago, estaremos más frescos.
Aquello fue como si le hubiese propuesto el asesinato de su madre. Su voz se convirtió en un
farfulleo incoherente.
—No, no. —balbuceó—. ¡Dios mío, allí no!
Perdió el control sobre sí mismo y casi se desvaneció. Tardó un rato hasta volver a recuperarse.
Un criado encendió las lámparas de aceite y me resigné a seguir en la sofocante habitación.
—Usted mencionó algo cuando nos encontramos la última vez —se aventuró, finalmente, a
decir; después de mirarme de soslayo un largo rato—. Algo acerca de un ritual para volver a
consagrar un altar.
Recordaba mi observación sobre Sidonius Apollinaris.
—¿Podría mostrarme el pasaje? Aquí hay una biblioteca clásica muy buena, coleccionada por
mi bisabuelo. Por desgracia no tengo los estudios necesarios para utilizarla como es debido.
Me levanté y registré las estanterías con atención y, al poco rato, hallé una copia de Sidonio, la
edición de Phantin de 1609. Busqué el pasaje y se lo traduje con rigor. Escuchaba ansioso y me
lo hizo repetir dos veces.
—Ahí dice un gallo —dudó—. ¿Es esencial?
—No lo creo. Me imagino que serviría cualquier cosa reconocida para rituales semejantes.
—Me alegro —se limitó a decir—. No puedo soportar el derramamiento de sangre.
—Por Dios, hombre —exclamé—, ¿Se toma estas tonterías en serio? Sólo estaba bromeando.
Dejemos que Vaunus siga en su altar...
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Me miró como si fuese una esfinge. Y estaba bastante ofendido.
—Sidonio sabía...
—Bueno, pero nosotros no... Gracias a Dios —dije con rudeza—. Estamos en el siglo veinte y
no en el tercero. ¿No va siendo hora ya de irnos a dormir?
No hizo ninguna objeción y me trajo una vela. Subí a mi cuarto y, mientras me desnudaba, me
pregunté a qué especie de manicomio había ido a parar. Sentía el más profundo desagrado por
aquel lugar y anhelaba irme directo a la posada; sin embargo no podía insultar de esa forma a mi
anfitrión. Al fin y al cabo, estaba usando su biblioteca y su inapreciable manuscrito. En mi
opinión, era evidente que Dubellay estaba loco. Su manía le había hecho perder la razón. ¡Santo
cielo! Hablaba de su precioso Vaunus como si fuese un devoto. Sin duda su imaginación, apenas
educada, había terminado desarrollando algún tipo de adoración por ese olvidado dios. Recuerdo
haber dormido sólo un par de horas.
Me desperté empapado de sudor, pues aquel lugar era un auténtico horno. La ventana estaba
abierta de par en par y cuando asomé la cabeza noté que el aire de la noche era fresco, a pesar de
encontrarnos en pleno verano. Así pues, el calor procedía del interior. La habitación se
encontraba en el primer piso, justo encima de la entrada, y me quedé mirando el exuberante
césped. La noche era oscura y tranquila, aunque me pareció oir algo de viento. Miré los árboles;
estaban tan inmóviles como el mármol. Pero en algún lugar cerca de allí sonaba algo parecido al
ruido que produce una fuerte ráfaga de viento. La luna se había escondido y observé, en algún
lugar que no puedo precisar, un fuerte destello de luz. Pude ver su reflejo sobre el suelo, justo
enfrente de la ventana a la que me asomaba. Esto significaba que la iluminación procedía de la
parte de atrás, del lugar en el que se alzaba el templo. ¿Qué clase de saturnales estaba llevando a
cabo Dubellay a esas horas?
Recapacité y vi que si quería dormir debía hacer algo al respecto. No cabía la menor duda; algún
loco había puesto la calefacción en marcha, ya que la habitación era un horno. Mi mal genio iba
en aumento; no encontraba ningún timbre de servicio, así que encendí la vela y salí a buscar un
criado. Bajé las escaleras y descubrí la habitación en la que habíamos cenado. Allí mismo
arrancaba un pasillo que recorrí sin dudar. Terminaba frente a una recia puerta de roble. La luz
me hizo ver que no había forma aparente de abrirla. Comprendí que conducía al templo. Estaba
perfectamente cerrada y no tenía ningún pestillo; pude oír a través de ella un ruido, algo así
como un furioso viento... A continuación abrí otra puerta que estaba a mi derecha y me encontré
en un gran recinto destinado a almacén. Desprendía un curioso, exótico y aromático olor.
Dispuestos de una manera muy pulcra en el suelo y en las estanterías, vi una enorme cantidad de
pequeños sacos y cofres. Cada uno llevaba una etiqueta, un pedazo de papel grueso y cuadrado
con una inscripción muy misteriosa:
PRO SERVITIO VAUNI
Las había visto antes. Si la memoria no me fallaba, eran las mismas etiquetas que los criados de
Dubellay pegaban a los paquetes que sacaban del carruaje, aquella noche de otoño, cuando mis
arreglé los faros de mi coche frente a Vauncastle Hall. Aquel descubrimiento hizo que mi
sospecha se convirtiera en una desagradable certidumbre. Era evidente que Dubellay pretendía
que en las etiquetas se leyera: «Para el culto de Vaunus.» No era ningún erudito, ya que la
palabra “Servitio” no podía usarse en este caso; pero sí era, sin lugar a dudas, un demente. No
obstante, la tarea inmediata era encontrar la manera de poder dormir, así que seguí buscando a
un criado. Recorrí otro corredor y descubrí una segunda escalera. Al final encontré una puerta
abierta y miré adentro. Debía ser la habitación de Dubellay, ya que sus ropas de franela estaban
sucias y arrugadas sobre una silla, pero mi anfitrión no se encontraba allí.

12
Ni siquiera había dormido en la cama esa noche. Supongo que mi irritación era mayor que mi
sobresalto —aunque debo decir que estaba un poco asustado— pues seguí buscando al evasivo
criado. Existía otra escalera que, en apariencia, parecía conducir a los áticos y, al subir, resbalé y
armé un fuerte alboroto. Cuando levanté la mirada me encontré con la del mayordomo. Allí
estaba, en camisa de dormir, y si alguna vez una cara ha expresado miedo, ésa era la suya.
Cuando me reconoció pareció tranquilizarse un poco.
–¡Por el amor de Dios! —dije—. ¡Apague la calefacción! No puedo pegar ojo con este maldito
aire infernal. ¿Quién fue el idiota que la puso en marcha?
Me miraba como una lechuza, pero se las arregló para encontrar palabras.
—Lo siento, señor, pero no hay ningún aparato de calefacción en Vauncastle Hall.
No hubo nada más que añadir. Quedé corrido y confuso, así que regresé a mi habitación y noté
que había refrescado un poco. Me asomé a la ventana y me dio la impresión de que el misterioso
viento había cesado y ya no se observaba ningún resplandor en el otro extremo de la casa. Me
metí en la cama, algo más aliviado, y dormí profundamente hasta que me despertó la aparición
de un criado que traía el agua para afeitar, a las nueve y media de la mañana. No tenía cuarto de
baño, así que me lavé en la pequeña cacerola de hojalata y, tras arreglarme, salí de mi
habitación. Era una plomiza mañana que prometía un día de feroz calor. Cuando bajé a
desayunar encontré a Dubellay en el comedor. A la luz del dia parecía un hombre muy enfermo;
y aun así, daba la impresión de haberse recuperado, ya que su carácter era mucho menos
nervioso que la noche anterior. Su aspecto era casi normal y podía haber reconsiderado mi
opinión a no ser por su mirada. Le comenté que me proponía trabajar todo el día con el
manuscrito y terminar de una vez. Asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Yo también tengo cosas que hacer y no le molestaré.
—Pero antes de nada –repliqué– quiero ver sus descubrimientos arqueológicos. Usted prometió
mostrármelos.
Miró por la ventana; el sol brillaba sobre los laureles y el pavimento de la entrada.
—La luz es buena —dijo—, parece una extraña advertencia. Vayamos ahora. Hay momentos y
estaciones para el templo.
Me condujo por el mismo pasillo que yo había explorado la noche anterior. La puerta de roble
no se abría con llave sino con una palanca que estaba en la pared. En un instante, la luz solar me
golpeó con fuerza. El paisaje era maravilloso. Frente a mí se alzaba una columnata espléndida
cuyos pies bañaba un lago tan azul como una turquesa. No es fácil describir la impresión que
causaba aquel lugar. Era muy claro y aireado, tan brillante como un templo italiano bajo el
solsticio estival. Las proporciones eran considerables. Las elevadas y sumergidas columnas, y el
techo (que parecía de cedro), flotaban de un modo tan delicado como una flor en su tallo. La
piedra era la típica caliza de la región y en el suelo estaba pulida como el mármol.
Alrededor había un espléndido panorama de centelleante agua, bosques veraniegos y lejanas
colinas azules. Debía de ser tan sano como la cumbre de una montaña. Y, sin embargo, apenas
crucé el umbral de la puerta, supe que aquello era una prisión. No soy un hombre con mucha
imaginación y creo que mis nervios son fuertes, pero apenas podía andar por lo impresionado
que estaba. Me sentía desplazado del mundo, como si estuviera en un calabozo o en un banco de
hielo. Notaba también que, aunque estuviéramos bastante lejos de la humanidad, no estábamos
solos. En la pared interior había tres esculturas. Dos eran frisos imperfectos, tallados en
bajorrelieve, que trataban aparentemente sobre el mismo tema: Una procesión ritual, sacerdotes
que llevaban ramas y el típico dendrophori. Las caras eran sólo medio humanas y no les faltaba
13
ningún rasgo de ingenio, ya que el artista había sido un maestro. Lo sorprendente era que las
ramas y el cabello de los hierofantes estaban agitados por un viento huracanado, y la expresión
de cada uno de ellos era la de un ser doliente, con el corazón resquebrajado por el terror.
Entre los frisos destacaba un gran rodel con la cabeza de una Gorgona; no era un rostro de mujer
sino, cosa extraña, el de un hombre con el pelo viperino en la barbilla y el labio. Antaño había
sido coloreada y quedaban fragmentos de pigmento verde en los rizos. Era una cosa horrenda de
ver: El último grado del miedo, la última locura de la crueldad manifestados en la piedra. Me
apresuré a desviar los ojos y miré hacia el altar. Se levantaba hacia poniente, justo al otro lado,
sobre un frontón con tres peldaños. Era una magnífica obra de arte apenas dañada por el paso de
los siglos, con dos palabras grabadas en su cara:
APOLL. VAUN.
Su exótico mármol estaba agujereado y desgastado en la parte superior a causa de los antiguos
sacrificios. Aunque yo hubiera jurado que allí se veía también la marca de una llama reciente.
Supongo que no estuve en aquel lugar más de cinco minutos. Yo deseaba salir, y Dubellay
quería sacarme de allí. No pronunciamos palabra alguna hasta regresar a la biblioteca.
—¡Por el amor de Dios, desista de esto! —dije—. Está jugando con fuego, señor Dubellay. Se
está dejando arrastrar hacia el manicomio. Envíe todo esto a un museo y abandone el lugar.
Ahora mismo. No hay tiempo que perder. Baje a la posada conmigo y cierre para siempre esta
casa.
Me miró con el labio temblando, como un niño a punto de llorar.
—Lo haré. Le prometo que lo haré... Pero todavía no... Después de esta noche... Mañana haré lo
que usted me diga... No me abandonará, ¿Verdad?
—No, no le dejaré, pero ¿qué diablos tengo que hacer con usted si no quiere seguir mi consejo?
—Sidonio... —comenzó a decir.
—¡Maldito Sidonio! Ojalá no lo hubiera mencionado nunca. Todo esto es una redomada
estupidez que lo está matando. Se le ha metido en el cerebro. ¿Sabe usted que está enfermo?
—No me siento del todo bien. Hoy hace tanto calor... Creo que voy a tumbarme.
Discutir con él no servía de nada. Regresé a mi trabajo con un mal genio horroroso. El día
transcurrió como se había anunciado, con un gran calor. Antes del mediodía, el sol se escondió
tras una niebla rojiza y no había el menor indicio de viento. Dubellay no apareció a almorzar;
era una comida que no siempre le apetecía, me dijo el mayordomo. Estuve trabajando duro toda
la tarde y terminé mi tarea a eso de las seis. Esto me permitiría marchar a la mañana siguiente, y
tenía la esperanza de poder persuadir a mi anfitrión para que viniera conmigo.
La conclusión de mi tarea me puso de mejor humor, y salí a dar un paseo antes de cenar. Hacía
una noche muy sofocante, pues la cálida bruma no se había levantado; los bosques estaban tan
silenciosos como una tumba, no se oía un solo pájaro y, cuando salí del cobertizo a los
abrasados prados vi que las ovejas estaban demasiado aturdidas por el calor como para pastar.
Durante mi paseo exploré los alrededores de la casa y descubrí que seria muy difícil abrirse paso
hasta el templo sin dar un largo rodeo. A un lado se alzaban las dependencias de la casa y un
alto muro; en el otro, el seto vivo más alto y tupido que jamás haya visto y que terminaba en un
bosque con su tapia de contención llena de espliego silvestre. Regresé a mi habitación, tomé un
baño frío en la exigua bañera y me cambié. Dubellay no se presentó a cenar. El mayordomo
argumentó que su amo se encontraba mal y se había ido a la cama. Las noticias me
complacieron, ya que el lecho era el mejor lugar para él.
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Después me dispuse a pasar una solitaria noche en la biblioteca. Escudriñé por entre las
estanterías y encontré bastantes ediciones raras, que me sirvieron para pasar el tiempo. Noté que
la copia de Sidonio no estaba en su sitio habitual. Creo que eran alrededor de las diez cuando me
fui a la cama, ya que estaba inexplicablemente cansado. Recuerdo que me pregunté si debería ir
a visitar a Dubellay, pero decidí que era mejor dejarlo solo. Todavía me reprocho aquella
decisión. Ahora me doy cuenta que debería habérmelo llevado hasta la posada aquella misma
noche, arrastrándolo por la fuerza si era preciso. Desperté de mi pesado sueño con un sobresalto.
Un grito retumbaba todavía en mi cerebro. Aguanté la respiración y me quedé escuchando. Sonó
otra vez- Era un horrible grito de pánico y tortura espiritual. Salté de la cama en un segundo y
me calcé las zapatillas. El grito procedía de la parte de atrás de la casa. Del templo. Bajé
precipitadamente las escaleras con la esperanza de oír el barullo de una familia asustada. Sin
embargo, no se escuchaba nada y el espantoso grito tampoco se repitió.
La puerta de roble que había al final del corredor estaba cerrada, tal como esperaba. Detrás
parecía como si se agitara un infierno. Se oían los sonidos de una tempestad y algo más, como el
crujir de un fuego. Me dirigí a la puerta principal, solté la cadena y salí a la silenciosa noche sin
luna. Me dirigí hacia atrás, buscando un paso, a pesar de la desgarradora tormenta que parecía
estar azotando la casa. Por lo que había visto en mi paseo vespertino deduje que la única
posibilidad de poder llegar al templo era a través del seto vivo. Pensé que debía arreglármelas
para abrirme paso entre el extremo de éste y el muro. Lo conseguí a costa de mi ropa y mi piel.
Más allá había otra extensión de césped salvaje con enmarañados matorrales y, a continuación,
una pronunciada pendiente que descendía hasta el nivel del lago. Avancé a gatas por la orilla,
abundante en juncias, sin atreverme a levantar la vista hasta encontrarme en los mismos
peldaños del templo. El lugar brillaba con mayor intensidad que lo había hecho durante el día.
Vi una rugiente ráfaga de fuego. El mismo aire parecía arder, convirtiéndose en un llameante
éter. Todavía no había llamas; tan sólo un fulgíneo resplandor. No podía entrar, pues aquella
ráfaga me golpeó la cara como si fuese una mano abrasadora. Noté que se chamuscaba mi pelo...
Como ustedes ya saben soy miope, y puedo haberme equivocado; pero esto es lo que creo que
vi:
Parecía como si en el altar se alzase una gran llama, tan alta que rozaba el techo, y por su frontis
fluían llameantes riachuelos. Enfrente yacía un cuerpo —el de Dubellay— completamente
desnudo, quemado y negro. No había nada mas, excepto la cabeza masculina de la Gorgona que,
en la pared de enfrente, brillaba como un sol en el infierno. Supongo que debería haber
intentado entrar. Lo único que sé es que retrocedí tambaleándome con graves quemaduras. Me
protegí los ojos y, cuando miraba por entre los dedos, me parecía ver fluir las llamas por debajo
mismo de las paredes; y pensé que podían existir recintos que yo no conocía o, tal vez, otra
entrada. Luego, de repente, la gran puerta de roble que comunicaba con la casa se encogió como
una trozo de tela y, con un bramido, el ardiente río irrumpió en la mansión de Vauncastle Hall.
Me zambullí en el lago para aliviar mi dolor y luego escapé corriendo, lo más rápido que pude,
desandando el camino por el que había venido. El pobre diablo de Dubellay no necesitaba ya mi
ayuda. Además no estoy seguro de lo que ocurrió. Sé que la casa ardió como un pajar. Eso es
todo. Encontré a uno de los criados tendido sobre el césped y creo que ayudé a otro a bajar de su
habitación por uno de los canalones. Cuando llegaron los vecinos, la casa había quedado
reducida a cenizas y yo me sentía extrañamente desamparado. Me llevaron a la posada del
pueblo y me acostaron. Permanecí allí hasta que la investigación judicial concluyó.
Los forenses y especialistas comisionados estaban confusos; al fin y al cabo, aquel verano se
incendiaron gran cantidad de casas de campo. No se averiguó gran cosa sobre Dubellay. De
Vauncastle Hall no quedó nada salvo unos pocos pilares ennegrecidos. El altar y las esculturas
estaban tan agrietados y llenos de cicatrices que ningún museo los quiso. El lugar no ha sido
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reconstruido, y todo lo que sé es que, al día de hoy, las ruinas y los restos permanecen todavía
allí.
Os aseguro que yo no voy a volver a buscarlos.

EPÍLOGO:

Nightingale concluyó su historia y nos miró con curiosidad.


—No me pidan una explicación —dijo—, pues no tengo ninguna. Pueden creer, si les place, que
el dios Vaunus habitó realmente en el templo que Dubellay le construyó. Y que, cuando su
devoto empezó a asustarse e intentó la fórmula de Sidonio para cambiar la ofrenda, se enfureció
y lo mató con su viento llameante. Ese viento podría ser una especie de atributo del propio dios.
Ahora sabemos muchas más cosas de él, ya que el pasado año se desenterró un templo suyo en
Gales.
—Un relámpago —sugirió alguien.
—Hacía una noche tranquila, sin truenos —contestó Nightingale.
—¿No es una zona volcánica? —preguntó Peckwether—. ¿Qué me dice de bolsas de gas natural
o algo parecido?
—Es posible. Ustedes mismos pueden buscarle una explicación. Me temo que no puedo
ayudarles más. ¡Todo lo que sé es que no tengo la intención de volver a visitar ese valle!
—¿Qué sucedió con su Theocrilus?
—Se quemó con el resto de la casa. Sin embargo, no me preocupó mucho. Seis semanas más
tarde estalló la guerra, y tuve otras cosas en las que pensar.

FIN

16

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